Mi tercer fic en este foro, el cual publicaré paralelamente con SSAlpha. Pero antes del largo prólogo, unas cuantas informaciones sobre la historia.
*Mito del Santuario funciona como remake y reboot del manga original de SS. Esto porque contiene partes de la historia contadas de manera distinta, y otras muchas cosas totalmente nuevas. Así, este fic relata partes tal cual del manga, modifica otras ligeramente, agrega detalles en otras, le quita fragmentos en otras, y en muchos casos, narra una historia totalmente diferente, tomando otros rumbos. También se han agregado personajes, se han eliminado otros, y se han modificado unos cuantos. Uno de los objetivos de MdS es corregir los errores de Kurumada y el animé original.
*El fic está basado principalmente en el manga, pero contiene elementos también del animé original, de TLC, de Omega, de Episodio G, de Next Dimension, LoS, e incluso de los sidestories, y hasta de Sho puede que meta algo. La finalidad de esto es lograr una historia como universo unificado, con el objetivo primordial de mantener la coherencia, es decir, agregar lo necesario del Canvas y del ND sin caer en los errores a los que nos tiene acostumbrados SS, es decir, las contradicciones, y como meta principal, no perder más de 23 neuronas en el intento xD. En caso de perder 24 o más, de verme forzado agregar una mísera Zodiac Clamation, una fumada SuperOmega Cloth, o un tal Arles, renunciaré continuar el relato.
*Cada capítulo estará contado desde el punto de vista de un personaje, por lo que, de antemano, aviso que los protagonistas no serán necesariamente solo cinco. El capítulo PdV significa que se narrará solo lo que sabe, ve o siente el personaje en cuestión.
*Las edades de los personajes y años en que transcurren los hechos han sido modificados, para evitar, en el primer caso, los errores de Kurumada como el Shura de 10 años matando a Sagitario, que Muu y Aiolia hayan entrenado solo un año con sus maestros, y evitar esa broma que nos hace Kuru de que nos traguemos que Seiya tiene 13 años xD. En el segundo caso, sobre los años, es por comodidad del autor. Aún así, varias cosas se mantienen, como el tiempo que ha pasado desde la guerra anterior con Hades.
*Es posible (aunque poco probable) que agregue alguno que otro elemento de mis otros dos fics, el Prologue de Omega, y Alpha, pero si se da el caso, será solo como cameo personal, autoreferente al autor, y no afectará de manera importante la historia principal, en ninguna circunstancia.
Mito del Santuario Volumen I Fantasía del Soldado. Corregido, revisado, embellecido xD
Descargar PDF (4 Mb aprox), tiene unos errores en las imágenes de los extras, pero nada más.
Mito del Santuario Volumen II Tiempo de Oro.
Descargar PDF (4 Mb aprox)
GUÍA DE CAPÍTULOS:
Dicho esto, vamos con el Prólogo, que es bastante largo, pero totalmente necesario. Ojala les guste, y espero sus comentarios y críticas constructivas.
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MITO DEL SANTUARIO, SAGA DEL SANTUARIO
VOLUMEN I:
FANTASÍA DEL SOLDADO
PRÓLOGO
22:30 p.m. del 1º de septiembre de 1997.
—¿Te toca la ronda nocturna? —preguntó su hermano menor. Se acomodó entre las sábanas y puso su cabeza sobre la suave almohada para descansar del largo día de trabajo.
—No, el Sumo Sacerdote me mandó a llamar.
—¿Por qué? —Su hermanito soltó un profundo bostezo. Se había esforzado mucho, no podía negarlo—. ¿La estrella fugaz?
—Quizás, no lo sé. Ahora, descansa. —Era mentira. Estaba seguro que ese era el motivo pero no quería continuar desvelando al pequeño.
—Bien, bien, pero mañana nos levantaremos temprano, ¿está bien? Esta vez sí lograré golpearte. —El niño cerró los ojos y se durmió con la misma facilidad con la que despertaba.
—Sí. Tal vez lo logres, Aiolia.
La noche estaba muy calma en el Santuario de Atenas, como si la estrella jamás hubiese caído. Los había puesto a todos en alerta, desde los soldados rasos que vigilaban entre en el Zodiaco hasta los que visten de oro. Pero el Sumo Sacerdote, desde lo más alto del Monte Estrellado, alzó la voz. Mientras subía los escalones recordó oír su voz como si lo hubiera tenido a medio metro.
“A todos en el Santuario: calma, lo que acaba de suceder no es para tener miedo, sino que es una buena noticia que nos llenará a todos de orgullo y valor”.
No dijo nada más. Pero él, como Santo de Oro[1], supo deducir lo tácito. Llegó a su destino, el Templo Corazón, y lo primero que hizo fue saludar a los dos guardias de la entrada. Al interior las antorchas estaban encendidas; recorrió el largo corredor que llevaba hasta el trono dorado y allí se encontró con las personas que esperaba.
El Sumo Sacerdote sentado tranquilamente como si las palabras que tenía pensado pronunciar le quitaran un peso de encima que había cargado mucho tiempo. Se decía que ese hombre tenía casi dos cientos cincuenta años de edad, Aiolia reía cada vez que se lo contaba. Llevaba una larga sotana negra que cubría hasta sus pies, y por encima una estola dorada con hermosos detalles florales además de un medallón zafiro; alrededor del cuello lucía un rosario compuesto de esferas multicolores y sobre la cabeza un yelmo de oro tan brillante como el sol, ornamentado con la figura de un águila, el animal emblemático del dios rayo, su sombra ocultaba tanto marcas de la edad como los ojos que habían visto tanto a través de las épocas. Su cabello caía por la espalda convertido en canas, pero no había barba ni bigote.
Con una rodilla en la alfombra roja, frente al trono dorado, se hallaba el compañero de batallas a quien consideraba el hombre más noble, fuerte, orgulloso y compasivo sobre la Tierra, vestido con el ropaje que se le entregaba a la élite del ejército: el Manto Sagrado de Oro[2]. Era más alto y robusto que él, su cabello negro azulado caía sobre la capa, sus ojos seguían siendo esmeraldas tranquilas y seguras, dignas de un hombre a quien llamaban semidiós.
—Su Excelencia, lamento mucho la tardanza. Buenas noches, Saga. —Se quitó el yelmo, plegó las alas y se arrodilló.
—Buenas noches, Aiolos —le respondieron al unísono.
Pudo oír por un brevísimo instante, después del saludo protocolar, a un bebé llorando en la habitación lateral del Templo, detrás de la cortina. Se calló el mismo instante en que Aiolos sonrió. Sabía de quién se trataba, no necesitaba que el Sacerdote se lo dijera.
—Saga, Aiolos, los he enviado a llamar para darles información importante. Primero, la estrella fugaz —Aiolos entendió que el Sumo Sacerdote no tenía pensado perder tiempo—, como estoy seguro que dedujeron, es ella. Ha llegado nuestra diosa, el ser por el que pelearemos hasta la muerte, la divinidad que vela por toda la humanidad y a quien debemos nuestro servicio.
—Atenea[3].
—Sí —contestó el anciano—. Bajó desde el Olimpo y aterrizó a los pies de la estatua con la forma de un bebé.
Aiolos tardó en tragar las últimas palabras. Le habían dicho hace años en su entrenamiento que la diosa de la sabiduría y la guerra estratégica aparecía de esa manera, pero no dejaba de ser algo chocante.
—¿Un bebé? —Saga cruzó miradas con él, al parecer también lo afectó.
—Atenea es la diosa que cuida y protege a los seres humanos, por eso ha venido al mundo terrenal como una humana, para vivir, sentir y luchar como ellos. Como nosotros. Pero no se equivoquen, aún con cuerpo de carne y hueso sigue siendo una divinidad, posee el poder de los olímpicos en su interior.
—-Y por eso daremos hasta la vida por ella —dijo Saga con orgullo.
—-Aún después de la muerte. —Por alguna razón las palabras que salieron de sus labios le parecieron muy significativas, como si acabara de pronunciar el voto más sagrado de su existencia, algo que lo seguiría por el resto de su vida.
—Me alegro de oír eso. Ahora el bebé duerme, pero mañana, apenas despierte, se les permitirá verla por primera vez, no solo a ustedes sino también al resto de Santos de Oro.
El corazón de Aiolos latió con fuerza, estaba ansioso. Solo debía esperar unas cuantas horas para ver, admirar y venerar a quien protegería el resto de su vida, al ser más maravilloso sobre la Tierra, la diosa humana que vela por sus hombres y mujeres. Al mirar de reojo a Saga supo que se sentía igual.
—Una cosa más... —una pequeña sonrisa se asomó en el rostro anciano del Sumo Sacerdote— Como verán ya estoy viejo, muy viejo, tengo doscientos cuarenta y cinco años, la hora de mi muerte se acerca y necesito un reemplazo.
Eso sí que tomó por sorpresa a ambos Santos de Oro, se quedaron mirando al Pontífice sin respirar por unos segundos que se hicieron eternos.
—Su Excelencia, esto es...
—No hay nada que decir Aiolos, he envejecido y las estrellas me han revelado que se acerca mi hora. No tengo miedo. Al contrario, aceptaré mi partida con orgullo después de vivir tal como quise. El problema es que no es el momento más propicio para quedarnos sin un líder en el Santuario.
—¿Qué quiere decir?
—Las estrellas me han dicho que las sombras y la muerte se acercan. Después de más de dos siglos tendremos una nueva Guerra Santa y no sé si estaré vivo para cuando eso suceda.
«Guerra Santa..., una vez más un dios intentará apoderarse del mundo humano protegido por Atenea». Aiolos bajó la cabeza con tristeza.
—Son los únicos Santos de Oro que superan los dieciocho años, tienen experiencia y liderazgo, han probado su valor en incontables ocasiones desde que se pusieron esas armaduras. Son justos, fuertes, virtuosos, uno de ustedes tomará mi cargo y el otro lo asistirá en todo lo que pueda. Deberán trabajar siempre juntos en pro de repeler el mal sobre el planeta —pausó un par de segundos como si aún lo pensara, pero era tan obvia la elección—. Aiolos, tú has sido elegido por las estrellas, Nicole lo hará oficial mañana mismo.
Al principio no supo cómo reaccionar. Aún trataba de entender la situación, una guerra se avecinaba contra las sombras y el Sumo Sacerdote estaba preparado para morir. Cuando habló sobre el sucesor al cargo más importante empezó a preparar las palabras de aliento que le daría a Saga, a quien apoyaría hasta la muerte mientras estuviera al mando, lo consideraba el más apropiado para dirigir el ejército de Atenea, jamás creyó que...
—¿Yo, Su Excelencia? —fue lo que logró soltar de sus labios, y ni siquiera se oyó con claridad.
—Te encargarás de educar a Atenea como diosa y forjar la nueva legión de Santos que esté preparada para la nueva guerra, en cuanto las sombras se hagan presentes. ¿Saga?
—Le apoyo totalmente en su decisión, también creo que Aiolos es el más apropiado para el cargo y no escatimaré esfuerzos en ayudarlo en la protección del Santuario, en la lucha por la paz y la justicia sobre la Tierra, incluso si enfrento cara a cara a la muerte.
—Saga...
12:15 a.m. del 2 de Septiembre de 1997.
Le costaba creerlo. En pocos minutos había acumulado tanta información y reunido tantas emociones que no sabía muy bien cómo actuar. Tenía que admitirlo: se sentía apto para el cargo de Sumo Sacerdote, no había mayor honor que representar a Atenea en la Tierra y ayudarla en la protección del mundo..., el problema es que consideraba a Saga mucho mejor preparado.
Le decían “semidiós” porque la gente lo consideraba una divinidad con cuerpo humano. Amable y compasivo, el pueblo lo adoraba, jugaba con los niños cada vez que veía uno (entre ellos Aiolia), pero además de su enorme corazón era también poderoso; un titán entre los hombres. Él lo había visto. A su máxima capacidad podía ser capaz de destruir galaxias enteras, pero utilizaba esa energía solo por la justicia, siempre contra la maldad, la depravación, la traición y las sombras que habitaban en el mundo.
¿Por qué lo habían elegido a él? No dejaba de hacerse esa pregunta al tiempo que esperaba el amanecer, no podía aguantar los deseos de ver al bebé por quien dedicaría el resto de su vida, el ser más importante del universo, su diosa. Allí, de pie sobre una de las estatuas de centauro que tenía a las puertas de su propio Templo, Aiolos se permitió una sonrisa y su puño tembló de ansiedad.
«¿Qué haría Aiolia?»
Comenzó a reírse en medio de la noche ante la respuesta que llegó a su cabeza, y en segundos ya estaba subiendo las escaleras que lo llevarían de vuelta al Templo Corazón, aquel edificado tanto para Atenea como para su representante el Sacerdote, deseoso de verla, de admirarla, y de paso saber cuál sería su propia reacción. ¿Se comportaría como un digno Santo de Oro?, ¿tal vez como un niño a quién se le encarga ser el guardaespaldas de su hermanita? ¿Importaba todo eso ahora que había sido elegido Sumo Pontífice?
Era el único entre sus compañeros que tenía alas en la espalda, siempre habían sido pesadas pero ahora las sentía especialmente ligeras. Voló a través de los hogares de sus hermanos y en poco tiempo llegó a su objetivo. Antes de entrar, sin ningún motivo en particular, miró en dirección al Monte Estrellado, la montaña más alta de la Tierra, un monolito a corta distancia del centro del Santuario. Desde allí los Sumos Sacerdotes de cada generación miraban las estrellas y predecían el futuro, solo a ellos se les permitía subir. Una nube negra ocultaba la cima. Se preguntó cuánto tardaría en aprender a leer el destino.
Se le aceleró el corazón cuando sintió aquella perturbación. Fue como un cambio en el aire, una pesadez en el ambiente. Se sintió alarmado, algo golpeaba su pecho y nublaba sus sentidos con rapidez. El flujo del Cosmos había sido alterado y la fuente se hallaba a pocos metros de él.
—Atenea...
Y corrió con todas sus fuerzas, con toda la velocidad que le entregaban sus piernas. Después de abrir los portones se encontró de frente con los guardias que le sonrieron como siempre. Por primera vez en su vida no los saludó y pasó de largo. No era su culpa, no podían sentir lo mismo que él.
—¡Señor Aiolos, no puede...!
Aiolos miró atrás, sintió compasión y levantó un dedo. Después del destello se disculpó en silencio por dejarlos dormidos de esa forma, al mismo tiempo que corría las cortinas que llevaban al pasillo lateral.
La presión que comprimía su pecho como una piedra de varias toneladas aumentó a ritmo con los martillazos que daba su corazón. La puerta blanca, aquella destinada solo a la diosa, era la fuente de su aflicción. La abrió: la imagen se reflejó en su retina y el cerebro procesó la información al tiempo que estiraba el brazo y detenía con toda su fuerza el de aquel que se consideraba la máxima figura de autoridad en el Santuario, alguien digno de toda admiración. Entre los dedos sujetaba una brillante daga dorada de arriaz alado con joyas verdes, rojas y azules incrustadas en la empuñadura y gemas doradas a lo largo de la brillante hoja. La mantenía a centímetros del cuello del bebé, un ser precioso perfumado de lavanda, de cabellos castaños y sonrisa adorable que no entendía la situación
—¿¡Pero qué demonios intenta hacer, Su Excelencia!?
—¿Aiolos? ¡Muévete, no te metas en lo que no te importa! —Su voz era grave, rasposa, cargada de ira y odio, no se parecía a la voz suave del hombre que el destino había elegido para dirigiera a los Santos con bondad y honor. El Pontífice le dio un codazo en la cara que le hizo retroceder y de inmediato volvió a arremeter contra la indefensa que lloraba en la cuna. No sintió dolor, su cerebro enviaba señales de alerta imparables y su cuerpo se movió como el rayo.
Tomó al bebé entre sus brazos, dejó que la daga atravesara las finas telas y sábanas para luego darle un puñetazo al anciano. Fue extraño, los músculos de su estómago eran demasiado firmes para alguien de dos siglos y medio de edad. Al impactar contra el muro el yelmo con la efigie de águila cayó sonoramente al piso, y el hombre de cabello gris lo miró directamente aunque se tapó la cara como pudo con los dedos. Pero no... Sus ojos...
—Rojos... como la sangre. El Sumo Sacerdote siempre ha tenido ojos del color de las rosas... no puede ser. —Puso más atención, percibió su energía y acomodó las ideas. Se fijó en la falta de arrugas, el vigor en sus movimientos y comprendió lo que deseó no haber comprendido—. ¿Qué...?
—Aiolos, entrégamela. Mi destino está marcado con fuego y sangre —sonrió como una víbora frente a su presa, hizo que un escalofrío le recorriera la espalda—. Debo asesinarla, no te metas en mi camino o lo lamentarás.
—...Loco desquiciado —era lo único que podía pensar en ese momento, lo soltó en voz alta. Vio el Cosmos, la energía del universo, acumularse en la mano desnuda del hombre que tenía al frente y su Manto de Oro reaccionó al instante. Alcanzó a voltearse y cubrir a Atenea con sus alas, la pequeña no dejaba de llorar. Un profundo dolor recorrió su cuerpo cuando la luz lo atravesó y escuchó el muro a su espalda crujir... No, no solo el muro, también sintió los huesos de sus brazos, piernas y torso quebrarse.
«No puedo seguir así, mi deber es cuidarla a toda costa».
Con un grito de suplicio dio un fuerte golpe a las piedras bajo la pequeña ventana que dejaba entrar la luz de la luna, rasgó las blancas cortinas de terciopelo y sin pensarlo dos veces saltó sin saber dónde caería. Le dolía el cuerpo pero lo que más le preocupaba era la salud del bebé a quien no podía inspeccionar todavía, cubierta por las plumas doradas de sus alas de oricalco. Resbaló por las piedras y el barro de la montaña, y oyó con toda claridad la voz estridente del que ocupaba el cargo de Sumo Sacerdote a lo largo y ancho de todo el cerro.
—¡A todos los Santos y soldados de este Santuario, alertas! Uno de nosotros ha traicionado a sus compañeros y roto sus votos, acaba de intentar matar a la infanta Atenea. ¡¡¡Ejecuten al traidor Aiolos de Sagitario!!!
«Genial, quiere acabar con ambos de una vez, qué astuto».
—¡Detente ahí mismo, Aiolos! —Esa voz llena de orgullo solo podía provenir del Santo de Oro más cercano al Sumo Sacerdote, Aphrodite. Tenía cabello rubio y rizado, un lunar en la mejilla izquierda sobre uno de sus ojos celestes; labios gruesos sosteniendo una rosa como era habitual. Siempre olía a perfume de flores, ayudaba a la distracción. Su Manto tenía forma de escamas marinas: hombreras dobles, un peto decorado con un emblema rosáceo, perneras y brazales con aletas, su falda tenía la forma irregular de un jardín de corales, en su centro resplandecía el símbolo de la flor de lis. Tenía preparada otra rosa en su mano. Esa rosa.
—¡Aphrodite espera, no es lo que parece! —Debía llegar a su Templo, alertar a su hermano...
—¡Dije que te detengas! —el muchacho levantó el brazo dispuesto a lanzar la rosa de pétalos blancos.
—¡Aphrodite, mira a quien llevo, no lo entiendes! —«Maldita sea, es tan joven e impulsivo, pero aun así me tiene respeto como para no disparar de una vez, como para dudar». Plegó las alas lo suficiente para que se viera el bebé pero no tanto como para recibir alguna herida.
—¿¡Raptaste a Atenea!?
—¿Qué? ¡No! —El sentido de justicia nublaba la visión de su oponente, era de halagar en cierta manera. Aphrodite dejó que la flor se despegara de sus dedos. El proyectil blanco siempre llegaba a su destino, estaba creado con esa propiedad especial, y como lo esperaba se incrustó sin problemas en su corazón perforando la gruesa coraza dorada.
...Pero eso no iba a detenerlo...
—Aiolos...
—¡Lo siento Aphrodite! —ni siquiera apuntó, supo de antemano dónde y cuán fuerte lo golpearía. De su puño salió un destello dorado fuerte como el trueno, veloz como el rayo, brillante como el relámpago. El chico gritó al estrellarse contra la fuente de agua que tenía a la salida de su Templo, pero se mantuvo consciente el tiempo suficiente para activar el mecanismo de seguridad. Las rosas rojas aparecieron como las estrellas de la noche sobre las escalas que guiaban al Templo Corazón—. ¡Maldición!
Con la rosa blanca en el pecho no aguantaría mucho si además tenía que enfrentarse todo el camino a las rosas rojas, así que saltó por el acantilado volviendo a cubrir con las alas al bebé, haciendo todo el esfuerzo posible para que no sufriera el menor rasguño y esperando caer cerca de su hogar. Era allí donde debía llegar, tenía que dejar un mensaje, informar de la situación y revelar la traición en el Santuario, porque estaba seguro que ninguno de sus compañeros entendería la situación. Quizás dudarían, probarían su lealtad, pero apenas vieran al bebé su deber como Santos se apoderaría de sus corazones y almas, y atacarían sin vacilar igual que Aphrodite...
...Al menos la mayoría de ellos actuaría así. El que se encontró a mitad de la caída era un Santo de Oro sumamente especial.
—¿Creíste que escaparías tan fácilmente, Aiolos?
—DeathMask... —ni siquiera alcanzó a intentar razonar con él, solo tuvo tiempo para abrazar a Atenea con todas sus fuerzas antes de recibir el puñetazo que lo enterró al interior de la montaña. La pequeñita de mejillas sonrosadas se puso a llorar y llevó sus manitas a los ojos para dejar de mirar la noche violenta.
—Dame al bebé, Aiolos, o te haré polvo junto con ella.
—Muy directo, ¿eh, DeathMask? —lo sorprendió su actitud, pero no tanto. Jamás entendió por qué el Manto lo aceptó. Estaba de pie sobre una roca saliente con perfecto equilibrio mostrando su sonrisa perversa; su armadura tenía un peto pentagonal reforzado que servía como escudo, estaba decorada con gemas del color de las piedras del inframundo, lucía formas que asemejaban patas de cangrejo en las hombreras, cintura y antebrazos. Era puntiaguda, afilada y tétrica, iluminada por los rayos de luna que la hacían ver bastante lúgubre. Más aún con la capa manchada de sangre como era su costumbre.
—La orden es no dejar nada de ti, Sagitario —el italiano sacó a relucir su mejor técnica. Los fuegos azules comenzaron a reunirse entre sus dedos, y las alas no serían suficientes para proteger al bebé. Además tenía prisa.
—Si no bajas los brazos en un segundo lo pagarás muy caro, DeathMask. —Como esperó no lo hizo pero Aiolos lo había visto luchar desde niño, conocía cada uno de sus movimientos. Esquivó las primeras tres llamaradas dirigidas exactamente hacia donde calculó y luego hizo explotar el universo que había en su interior. Lo que los Santos llamaban encender el Cosmos. Incrementó la profundidad de la grieta donde había sido enterrado, hizo dispersar el polvo con las alas y se movió como un destello de luz para darle una patada a DeathMask en el vientre. Por un instante perdió el equilibrio y Aiolos aprovechó para darle un puñetazo en la cara, uno que no estaba motivado por las mismas razones que el que le entregó a Aphrodite. El fanático de la sangre cayó por el precipicio y no tendría otra oportunidad.
Pero estaba débil: varios de sus huesos estaban hechos añicos, una rosa clavada en el pecho disminuía los latidos de su corazón y rápidamente notó como las llamas azules succionaban su vida, deseaban llevárselo al otro mundo. No tenía tiempo que perder así que corrió lo más rápido que pudo, tanto como para que ni los soldados y ni los guardias percibieran más que un fulgor que los hiciera pestañear o una brisa que revolviera sus cabellos.
Entró al Templo del Centauro, aquel que desde la época mitológica estaba bajo el cargo del Santo de Oro de Sagitario. A oscuras se dirigió al pedestal donde descansaba la Caja de Pandora. Normalmente allí guardaba el Manto Sagrado, pero ahora tendría otra función. La llenó de sábanas, telas y almohadas, y acomodó a la niña en su interior; ella dejó de llorar y le tomó un dedo con sus pequeñas manitas de piel blanca. Se alegró al ver que no tenía el más leve rasguño y sonrió al tener un pensamiento digno de su hermano menor: en su primer día había cumplido perfectamente con el deber de protegerla.
Debía sacarla de allí, el Santuario no era un lugar seguro y él mismo tendría que desaparecer hasta que los ánimos se calmaran. Si la llevaba en la Caja podría defenderse, aunque no se veía en buenas condiciones. Su corazón se detenía. Cojeando se acercó a un muro y le hizo una grieta que serviría como fachada. ¿Cómo debía ponerlo?
¿El Sumo Sacerdote es un traidor?
¿Aiolia, escapa, te espero en tal parte?
¿El Santuario está en peligro?
¿No intenté matar a Atenea sino que la protegí del verdadero traidor?
Supo la respuesta apenas oyó los pasos que se acercaban lentamente por la salida del Templo. Su respiración firme, su Cosmos determinado, la energía que provenía de sus brazos afilados. Entonces lo comprendió todo, sintió los ojos llorosos y sonrió. Poco importaba su honor como Santo ni la vida que se apagaba, ni la verdad de la traición, ni la situación interna del Santuario. Solo una cosa era fundamental, lo único significativo: Ella.
Escribió rápidamente los sentimientos que la bebé le producía en la pared y la ocultó rápidamente con su propio Cosmos, materializando una firme capa de piedra sobre el mensaje que solo algunos podrían entender como él. Le suplicó a Sagittarius con la mano en el pecho que solo le permitiera ver su mensaje a aquellos que fueran dignos. Y en ese momento sintió el aire cambiar, de reojo lo vio aparecer por el pasillo.
—Aiolos.
—Hola Shura. —«Es joven, pero definitivamente es un Santo de verdad. Qué lástima que nos encontremos así».
—¿Intentaste matar a Atenea, Aiolos?
—No.
—Aunque el Sumo Sacerdote nos acaba de informar de todo. Tienes las marcas de la pelea, Sagittarius. —Sus ojos verdes, serenos, pequeños y juiciosos lo inspeccionaron de arriba a abajo—. Aphrodite, DeathMask... si no los convenciste a ellos no veo cómo podrías conmigo.
—Haz lo que debas hacer.
—Así será.
Aiolos se colocó el yelmo, plegó las alas, y puso la enorme Caja en su espalda. Mientras corría recibía los profundos y dolorosos cortes, la sangre manaba de las hendiduras en su armadura, el corazón ya no podía latir. Pero reunía la fuerza suficiente para mantener a raya a su compañero de armas, ese joven esbelto de cabello negro y ojos serios con el casco cornudo, lejos de él y su diosa. Pronto se vio en la necesidad de usar el brazo que le quedaba y notó como corría a saltos. El último lo dio por el precipicio nuevamente, sin esperar caer en la montaña. No, simplemente voló lo más lejos que pudo en medio de la noche, esperando que la oscuridad lo ocultara el tiempo necesario. Esa oscuridad que, irónicamente, en un futuro la preciosa bebé y los que leyeran su último mensaje deberían ahuyentar.
[1] Gold Saint en inglés, el rango más alto del ejército ateniense.
[2] Gold Cloth en inglés, la armadura más poderosa del ejército ateniense.
[3] Originalmente Aqhnaih (Athénaia), en griego antiguo.
Editado por -Felipe-, 09 agosto 2023 - 22:05 .