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El Mito del Santuario


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805 respuestas a este tema

#121 Presstor

Presstor

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Publicado 01 octubre 2014 - 07:06

Hola Felipe,llevo desde un tiempo entrando en la página pero nunca
Me había animado a suscribirme hasta qué eh me dio por empezar a leerme
Tu fic...
siempre eh pensado en cómo sería saint seiya sin los agujeros
Agujeros argumentales que tenía y la verdad en mi opinión tu fic sería la respuesta a esa
Pregunta.
así que te ánimo a continuar con ella,por que de verdad estoy disfrutando
mucho cada capítulo.
Aunque es una lástima no ver a ikki( mi personaje favorito) patear traseros de plata
Me gustado bastante tu enfoque sobre este personaje aunque haya salido poco
Y tengo ganas de ver tu versión de su batalla con shaka y al menos que no quede tan mal
Cuando luche con saga....

Y en cuanto a que sí haces una saga del país de los hielos...yo diría que sí que la hagas
Usando el mismo enfoque que estas usando hasta ahora...pero quizás desde el punto de vista de ellos...
Y por que no quitando protagonismo a seiya y dándoselo a otro personaje como hyoga
O al mismo ikki...bueno un saludo y sigue con tu fic

#122 mihca 5

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Publicado 02 octubre 2014 - 13:29

el capitulo de la virgen contra el León me gusto, una buena lucha!!

 

jajaja ni modo Felipe te toco dibujar al mas humilde santo de Athena

 

PD: los dibujos te han quedado bastante bien!! 


¡Si una hembra te rechaza es por el bien de la evolución!

 

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#123 -Felipe-

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    Bang

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Publicado 02 octubre 2014 - 19:19

Genial capítulo, arreglaste todas las incoherencias que había en el clásico, nunca me pareció lógico q shiryu pudiera siquiera arrastrar a un santo de oro, aunq sea death mask. Y el maestro Mu, tan genial como siempre. Con respecto a tu pregunta sobre una saga post 12 casas, sólo como opinión me gustaría leer tu visión sobre asgard, ya q las inconsistencias de la serie (en este caso la Toei) nunca dejaron claro si los dioses guerreros eran más fuertes, menos fuertes o igual de fuertes q los dorados. Por ejemplo, siegfried les dice: "yo no soy tan débil como los rivales q tuviste antes". Pero Marín le dice a Aldebarán, extrañada por su derrota: "no hay dios gurrero tan fuerte como un caballero dorado". Cosas así. Quisiera ver tu opinión. Confieso q me gustaría q fuera cierta la opinión de Marín, soy gran admirador de los caballeros dorados (con excepciones, como death mask).Como te digo, es sólo lo q a mí me gustaría, tú sabes como hacerlo. Y me gustó igual el dibujo de death mask. Y no te aburro más, saludos!!

 

 

Saludos

 

 

 
El problema al que te vas a enfrentar es que las Doce Casas ofrecen nueve rivales (descontando a Aries, Libra y Sagitario), Asgard nueve (incluyendo a Hilda) y Poseidón nueve (incluyendo a Tetis y Poseidón), y cada una es bastante similar a la anterior, al igual que ocurre con el primer tercio de Hades. A mí me gusta Asgard, sobre todo en lo que a el pasado y los anhelos del enemigo refiere, olvidando detalles que me descolocan como Shiryu teniendo problemas con lobos o Hagen potenciando sus técnicas con lava. Puedo leer las tres sagas así como las vi en su día; la pregunta es si te ves animado para escribirlas, ya que precisamente el peso que Saint Seiya arrastra desde entonces es la repetición en la estructura que sigue cada temporada. La alternativa que se me ocurre creo que encaja más en un UA al estilo de Android que en un Remake/Reboot de SS. 
 
Sí, estoy leyendo el fic. No he dejado review porque le debo a otros. *Huye antes de que Marcus le dispare*. 

 

 

Hola Felipe,llevo desde un tiempo entrando en la página pero nunca
Me había animado a suscribirme hasta qué eh me dio por empezar a leerme
Tu fic...
siempre eh pensado en cómo sería saint seiya sin los agujeros
Agujeros argumentales que tenía y la verdad en mi opinión tu fic sería la respuesta a esa
Pregunta.
así que te ánimo a continuar con ella,por que de verdad estoy disfrutando
mucho cada capítulo.
Aunque es una lástima no ver a ikki( mi personaje favorito) patear traseros de plata
Me gustado bastante tu enfoque sobre este personaje aunque haya salido poco
Y tengo ganas de ver tu versión de su batalla con shaka y al menos que no quede tan mal
Cuando luche con saga....

Y en cuanto a que sí haces una saga del país de los hielos...yo diría que sí que la hagas
Usando el mismo enfoque que estas usando hasta ahora...pero quizás desde el punto de vista de ellos...
Y por que no quitando protagonismo a seiya y dándoselo a otro personaje como hyoga
O al mismo ikki...bueno un saludo y sigue con tu fic

 

el capitulo de la virgen contra el León me gusto, una buena lucha!!

 

jajaja ni modo Felipe te toco dibujar al mas humilde santo de Athena

 

PD: los dibujos te han quedado bastante bien!! 

 

Gracias por los múltiples comentarios.

 

La verdad es que me hubiera gustado meterme en la cabeza de los dioses guerreros, mostrar sus batallas, compararlos con los dorados... pero hay algo que es verdad, y es que de seguir con esa saga, justamente quedaría muy repetitivo, ya que las doce casas, Asgard y Poseidón son básicamente lo mismo.

 

Así que, aunque no era mi plan original (y que me hubiera gustado hacerlo), decidí no poner Asgard, al menos no tan cual. Ya tengo pensado que habrá algo entre Santuario y Poseidón, será una mezcla de varias fuentes, pero no será tan larga ni de cerca comparada con Asgard. Igual, gracias por sus opiniones, me ayudó a decidir.

 

Y ahora, el Último capítulo de la Primera Parte de Mito del Santuario, un capítulo (el 41) que si bien está protagonizado por hippieSaori, disfruté muchísimo escribiéndolo, no solo por ser el final sino porque es inédito en SS. Disfrútenlo :D

 

SAORI V

 

16:00 p.m. del 10 de Septiembre de 2013.

—El avión está listo, señorita —anunció Tatsumi.

—Muy bien, gracias... ¿pero qué haces vestido así? —su mayordomo venía con su armadura de kendo y un bokken en la mano, agitándolo con actitud amenazadora hacia el piloto y los asistente, o todo aquel que le dirigiera la mirada.

La pista estaba descubierta, no había ninguna mirada curiosa, y solo el piloto estaba cerca preparando los últimos ajustes. Se había anunciado a los empresarios con los que hacía negocios que Saori Kido se tomaría unas vacaciones, y por televisión se mencionó que iría a las Bahamas en esos programas de prensa rosa que dan por la mañana; incluso se dijo que la habían visto con un guapo chico. Saori no entendía la necesidad de inventarse tantas cosas, pero admiraba su inagotable creatividad.

Solo el personal de la mansión conocía su verdadero paradero, y se despidió de todos ellos. Era muy posible que nunca los volviera a ver, y aunque lloraron, sabían que era su destino; su abuelo se los dejó muy claro, años atrás. Así que montó con Nube por los prados de la montaña tras la casa, y tocó su melodía favorita en el piano del salón, en soledad.  Se vistió con una falda negra sobre unas gruesas pantys de lana para el frío, una camisa verde a cuadros, una chaqueta del mismo color encima, y su infaltable collar de flores en la muñeca derecha. Quería perpetuar lo más posible su esencia humana.

—¡Usted no irá sola! La protegeré con mi vida, señorita.

—¿Y qué hará el gran Tatsumi y su espada de madera contra los Santos de Oro del Santuario? ¡Estoy ansioso por descubrirlo! —dijo una voz burlesca.

Llegó a la hora esperada.

—¡Seiya! —El muchacho apareció con una camiseta roja sin mangas, jeans gastados, los cabellos revueltos como si hubiera despertado de una larga siesta, un par de muñequeras escarlata, y la pesada Caja de Pandora de Pegasus en la espalda.

—¿¡Dónde te habías metido, maldita sea!? —gritó Tatsumi al verlo, zarandeó con vehemencia la espada hasta que Saori le puso una mano en el hombro.

—Tranquilo, está todo bien. Seiya, gracias por acompañarme.

—Como dije el otro día, solo voy porque quiero volver a Grecia y visitar a mí maestra —dijo el chico, mirando algún punto muy interesante en el suelo.

—No seas irrespetuoso, recuerda quién es ella. —Esta vez se presentó una voz fría y aún algo arrogante a pesar de estar decidido a trabajar en equipo. Hyoga venía con una camisa de seda azul abotonada hasta arriba, pantalones negros de lana, zapatos de cuero y unos lentes de sol. Observó al avión con curiosidad, y subió una de sus cejas. Saori trató de adivinar sus pensamientos.

«¿Para qué un avión? Sí, eso debe ser».

 Pero no era ni de cerca tan hábil como ellos físicamente hablando. Claramente podían ir corriendo a Grecia, pero ella no llegaría ni a Kyoto.

—Ah, sí, la gran diosa Atenea, claro —murmuró Seiya con desgano—. ¿Así que también vendrás, pato?

—Cumpliré con mi deber como Santo, eso es todo.

—Y es lo que te trae aquí también, Seiya, ¿no es cierto? —Una voz dulce y amable llegó en bicicleta. Shun, con el cabello atado en una cola de caballo, una jardinera gris y camiseta verde, apareció saludándolos con entusiasmo.

—¡Qué va!

—¿Tú también vienes Shun? Bueno... ya no me pareces tan cobarde como antes —admitió Tatsumi a regañadientes. Se había pasado toda la tarde diciendo que Shun de Andrómeda no llegaría, pero ella lo conocía lo suficiente. Era un joven tierno y generoso, pero que luchaba por aquello que creía correcto.

—Gracias... supongo.

—Y Tatsumi, sabes que no puedes venir. Alguien debe quedarse en mi lugar en caso de cualquier emergencia con los negocios.

—Pero, señorita... —trató de discutir su fiel mayordomo, pero él sabía que no tenía oportunidades. Ya lo habían discutido, y no había nadie en quien confiara más para reemplazarla.

—Tatsumi...

—Sí, señorita Saori —aceptó al final, con los ojos enrojecidos.

El mundo a su alrededor parecía listo para ayudarla en todo lo que quisiera, incluso dar la vida por ellos, como habían demostrado durante el primer ataque de las Sombras; pero ella no estaba lista para arriesgar a nadie, y esperaba nunca estarlo.

Seiya se rascó la cabeza y se acercó un poco más.

—Bueno, ¿estamos listos entonces o qué? ¿Shun, tu noviecita no viene?

—June, Jabu e Ichi comunicaron que llegarán al Santuario después que nosotros —respondió en lugar del avergonzado Shun—. Primero deben terminar sus propios asuntos en sus lugares de entrenamiento, así que les pedí que llamaran la atención de los Santos de Bronce en el Santuario para despejarnos el camino.

—Imagino que Geki, Nachi y Ban se les unirán también después —indicó Shun—. Aunque no sé si Shiryu...

—Dragón vendrá —intervino el Cisne con el mismo tono gélido y despegado de emociones de siempre. Aunque le parecía que, por dentro, debía sufrir mucho por algo... No sabía qué, pero estaba segura de que Hyoga tenía sentimientos intensos—. Aunque esté ciego, es un verdadero guerrero.

—Sí. Shiryu vendrá, no tengas dudas de ello. —Seiya parecía haber formado un fuerte vínculo con el Santo de Dragón a pesar de sus personalidades opuestas. A Saori le pareció lindo—. Nosotros los Santos, puede que seamos incapaces de tener una vida tranquila y sin preocupaciones como otros jóvenes, pero nos dedicamos de lleno a nuestras obligaciones.

—Partamos entonces. Pero antes de llegar al Santuario tenemos que hacer una escala en otro lugar —les comunicó. Ya lo había decidido. Los demás mostraron sus rostros confundidos mientras le daba un último abrazo a Tatsumi, quien al final no pudo aguantarse.

—¿Escala? ¿De qué hablas?

—¿A dónde vamos?

—Nos detendremos primero en Delfos.

 

01:00 a.m. del 11 de Septiembre de 2013.

Ninguno preguntó nada, todos habían oído alguna vez qué es lo que había en Delfos, así que tomaron rumbo sin prisa. Se decía en la mitología que en el Templo de Delfos había un objeto llamado Oráculo que podía mostrar, en forma de visiones divinas, el futuro de los hombres sobre la Tierra. Su abuelo, Mitsumasa Kido, lo había investigado por muchos años después de encontrarse con el héroe Aiolos, era su obsesión el descubrir si el destino de las personas estaba o no escrito; y en el caso de que sí lo estuviera, saber si podía cambiarse.

Se decía que solo un dios era capaz de dar el permiso especial a un humano para que ingresara a conocer su destino, razón de que llevara el báculo en su mano, aquello que la acreditaba como la diosa protectora del planeta. Era la única manera que se le ocurría para comunicarse con aquellos que la habían puesto en la Tierra.

El viaje iba sin contratiempos. El avión sobrevolando las nubes nocturnas, y Hyoga y Shun durmiendo en sus cómodos asientos; solo Seiya miraba pensativo por la ventana, reclinado en una postura poco común a su lado. No habría sabido decir si estaba nervioso, ansioso, preocupado o entusiasmado.

—¿Seiya?

—¿Ah?

—¿Qué ocurre? Estas horas deberían servirte para descansar, para reponer fuerzas y dormir.

—Es solo... —Seiya dejó la ventana circular para observarla fijamente. Tenía ojos cafés llenos de valor, ímpetu y vigor, pero también sembrados con la duda—. Pensaba en el Sumo Sacerdote.

—¿El Sacerdote?

—Para algunos Sion es el mismísimo demonio, mientras que para otros es un ser elegido por los dioses, ¿no te parece extraño que haya opiniones tan contrarias entre sí sobre un mismo sujeto? Por un lado un monstruo despiadado, megalómano y cruel que trató de asesinar a un bebé; por el otro, un ex Santo de Oro lleno de gloria, justicia y gentileza divina, una leyenda viviente.

—Es normal que ocurra; las actitudes, motivaciones, pensamientos e ideales de una persona siempre son cosas subjetivas cuya valoración depende del punto de vista del testigo. Por eso algunos le creen todo lo que dice al Pontífice.

—Lo sé (si es que entendí tu trabalenguas), pero para mí va más allá de una simple percepción. La verdad, tengo la impresión de que a veces sí es un hombre justo, lo noté cuando me entregó a Pegasus; pero por otro lado...

—...Quiso matarnos.

—Sí. Dos personas diferentes, un ángel y un diablo... Aunque no sabría decir con certeza cuál es el verdadero rostro y cuál el falso, pero mi instinto me lleva a luchar contra él. Mi Cosmos me dice que en realidad es un ser malvado.

—Entonces no nos queda más que confiar en ese instinto, Seiya. —Esta vez fue ella quien se inclinó y observó las estrellas a través de la ventana; solo unas pocas habían salido ya para proteger a sus guardianes.

—En poco estaremos sobrevolando Atenas, señorita —informó el piloto por el altoparlante. Seiya hizo un comentario gracioso sobre la velocidad de los aviones de la familia Kido que hizo sonreír a Saori...

«Una diosa con mucho dinero... No sé si considerar eso como algo más que una prueba que me dan los demás dioses».

 

El Templo de Delfos se hallaba en el valle de Pleisto, al oeste de Atenas, en medio de unas ruinas que no parecían distintas de cualquier otra en Grecia. Los turistas pasaban por allí durante el día sin notar nada extraño, pero su abuelo hacía muchos años había descubierto el secreto que se ocultaba en esa zona poco explorada.

—¡Sonríe! —dijo un hombre, tomándose una foto abrazado junto a su pareja con el teléfono celular, delante de un par de torres de piedra, con las estrellas sirviendo de telón de fondo. Ambos tenían problemas para mantener el equilibrio y tenían los rostros enrojecidos, debían venir de una fiesta nocturna en las cercanías.

—¡Mira por allá, mami! —apuntó un chiquito de unos cinco años que no debía estar despierto a esas horas; su dedo en dirección a unas ruinas con forma de casa en lo alto de un monte. La madre le tomó la manita con cariño.

«Gente normal, el amor de esa pareja y la ternura de una madre hacia su hijito, esas son las cosas que debo proteger a costa de rechazar esa vida» pensó tanto con tristeza como con esperanza y anhelo. La empatía era fuerte en ella desde que su abuelo le dijo la verdad sobre su origen; debía ser parte de la colección de aspectos supuestamente divinos. «¿Serán tan empáticos los demás dioses también?».

—¿Dónde exactamente, Saori? —preguntó Hyoga, mirando de reojo a los poquísimos turistas que había en esa área.

—Es por aquí cerca. —Estrechó con fuerza el bastón del báculo, nerviosa de pronto por alguna razón.

—No veo Santos custodiándolo —apuntó Shun, a quien una joven con una botella en la mano miraba con una gigantesca y pícara sonrisa desde una banca.

—El Oráculo de Delfos. Shun tiene razón, el Sumo Sacerdote debería ser capaz de usarlo cuando quisiera, dado su cargo, es un lugar muy importante. ¿Por qué no hay nadie aquí?

—Quizás porque no puede hacer nada sin esto. —Saori indicó con su dedo la argolla de oro que era la punta del báculo, las alas de Niké, diosa de la victoria—. Solo los dioses tienen... tenemos..., solo ellos tienen el permiso.

—¡Pero es el Sumo Sacerdote! —replicó Seiya. Bostezó un poco antes de continuar—. Desde que tomó el puesto debería tener el permiso, a menos que lo haya perdido cuando intentó matarte.

—Por eso quiere tomar tu vida. Se dice que matar a un dios eleva a una persona automáticamente a ese rango —explicó Hyoga.

Ella asintió con la cabeza, aunque todavía tenía dudas.

 

Caminaron unos metros más hasta una zona desolada tanto de gente como de ruinas, era solo un vasto terreno gris que hizo enfriar sus pies. Los vientos nocturnos agitaban sus cabellos y ropas con fuerza, impulsados por lo estrecho de las rocas y las montañas cercanas; estaba lejos de la zona turística. Pero ella no retrocedería. Había algo que tenía que hacer antes que seguir avanzando.

—Es aquí —anunció. Una roca arqueada formaba un portal natural por el cual podía pasar una persona tranquilamente. Más allá se veían más rocas, cerros y noche eterna, aunque sabía que la vista no era lo importante—. Esta es la puerta.

—¿Esa piedra? Ok, tiene forma de puerta pero no veo la manija ni la... ya sabes, la puerta —sonrió Seiya ganándose un repentino manotazo de parte de Hyoga—. ¡Ah! ¿Acaso Jabu fue tu maestro o qué, pato?

—¿Es una ilusión? —preguntó Shun. Un par de maravillosas y luminosas cadenas descendieron por una de las caras de su Caja de Pandora; por un instante brillaron tanto o más que las estrellas, justo antes de enroscarse alrededor de los delgados brazos de su dueño—. Las cadenas perciben algo, una presencia muy débil, aunque no logro ver nada.

—Las cadenas son parte de un Manto Sagrado, el cual es un ser vivo más receptivo a las cosas tanto visibles como invisibles al ojo humano —explicó Saori, tal como lo hizo su abuelo años atrás cuando le enseñó cómo llegar a Delfos, cuando cumpliera dieciséis años.

—¿Entonces el Templo está aquí de verdad? ¡Pero si no veo nada! ¿Es tal vez brujería? —preguntó Seiya. No la molestaba, de verdad le hacía gracia su humor, y le parecía hasta atractivo ese relajo ante una situación de peligro.

—Espérenme aquí, vuelvo enseguida. Si enemigos aparecen...

—Nos encargaremos, pero tenga mucho cuidado, señorita Saori —pidió Shun, quien ya no la tuteaba. Era tan amable, Hyoga tan fuerte, Seiya tan valiente...

«Lo haré».

Alzó el báculo y ubicó el aro en el centro del portón invisible; miró a los lados para percatarse de que no había nadie que viera lo que hacía, y encendió su Cosmos con la facilidad natural que debía venir con lo de ser una diosa.

“Cuando tengas la edad necesaria, Tatsumi te dará la llave al Oráculo de Delfos para que puedas consultar tu destino” le había dicho su abuelito días antes de morir, cuando su enfermedad empeoró. No sabía que la llave sería ese enorme báculo, pero ya no había por qué dudar. Lo giró como lo haría para abrir cualquier cerrojo. Y la puerta se abrió.

 

01:30 a.m.

Las rocas y sus acompañantes desaparecieron, y se encontró de pronto en un clásico templo de estilo griego que se conservaba en perfectas condiciones a pesar de existir desde la era de los mitos. Varios arcos curvos de granito se erguían a este y oeste, los pilares sostenían vigorosamente los travesaños de piedra donde algunas aves multicolores (cuya especie no reconoció), se habían posado.

Las estrellas eran más claras y brillantes que nunca en ese cielo negro que descansaba sobre al menos una decena de cúpulas circulares, algunas encima de las otras como escaleras hacia el firmamento. Las constelaciones nunca habían sido más evidentes, no eran astros agrupados al azar. Veía las constelaciones, oía sus centelleos.

Por el piso de piedra lisa y gris corrían algunos riachuelos de tonos cristalinos que no mojaban sus zapatos ni generaban el frío que había sentido afuera; tampoco olía a humedad, sino a romero, laurel e incienso.

En general sentía una temperatura cálida en el ambiente, un clima cómodo que la hacía sentir confortable. El aire atravesaba las rocas produciendo distintos sonidos, como una sinfonía celestial.

En el centro del templo había un pequeño pedestal vertical de piedra blanca con centro hueco como un anillo, decorado con símbolos florales y grabado con las insignias de los dioses antiguos: un rayo y un pavo real, el sol y la luna, un tridente y una llama de fuego, un casco alado y un ramo de trigo, el Caduceo y un martillo, una lanza y una hermosa lechuza de grandes ojos. Hasta allí caminó con un extraño cosquilleo en la garganta.

Di tu nombre y el del dios que te dio el permiso sagrado —susurró una voz que se mezcló con los vientos del sur cuando subió una pequeña escalinata, a pesar de que la puerta detrás de ella se había cerrado; mostraba en las tablas el relieve de un sol con largos rayos. El Templo de Delfos se había construido originalmente en honor a Apolo, su “hermano mayor”.

—Mi nombre es Saori Kido, y el dios que me dio el permiso es... —titubeó al contestar, le costaba un montón decirlo así—. Es la diosa...

—¡Tú eres Atenea! —clamó la voz, esta vez como un vendaval. El anillo al centro brilló con un resplandor azulado y celestial, Saori miró hacia arriba y descubrió que todas las estrellas del firmamento querían ser testigos de la situación brillando con luces de todos los colores para distinguirse. Incluso el mismo sol se asomó en su ardor anaranjado a pesar del tono azabache de fondo—. Atenea desea conocer su destino.

Atenea desea conocer su futuro... —susurró una segunda voz, una brisa que acarició su mejilla derecha.

La diosa Atenea desea también otra cosa. —La tercera voz sopló con ternura en su oído izquierdo.

—Desearía hablar con mi padre —musitó Saori, cayendo de rodillas sin soltar el cetro de oro—. O al menos saber si me oye.

Él siempre oye —aseguró uno de los vientos.

Adelante, Atenea —la incitó una corriente cálida que recorrió su espalda.

 

Y lloró. No solo sus lágrimas brotaron con fuerza desde sus ojos y cayeron como estrellas fugaces deslizándose por sus mejillas, estrellándose contra el suelo gris del anillo resplandeciente; también se oyó chillando como una niña pequeña, gritando con el dolor que sofocaba su alma desde hace tanto tiempo.

En la soledad de la celda de Delfos pudo desahogarse y liberar aquello que la oprimía con fuerza. Su corazón latía rápidamente, la frente se le enfrió y una humedad escalofriante recorrió su cuerpo acompañada de un temblor; los vellos se le erizaron y el frío se mezcló con el calor de sus propias lágrimas.

—¿Por qué me has hecho esto, padre? Dime por favor, ¿por qué yo? —sollozó mientras las brisas de viento la acariciaban como si la consolaran—. ¿Qué hice para merecer vivir y sufrir esto? Nací como una humana a pesar de ser una diosa, pero no recuerdo qué me llevó a decidir eso en mi vida pasada. Tampoco puedo dejar de lado mis sentimientos para comportarme como un ser divino, ¿por qué tengo que sufrir las consecuencias de eso entonces? Respóndeme, padre. ¡Si estás ahí, por favor respóndeme, dime algo!

Pero su padre no respondió.

Atenea... —susurró en su lugar el viento.

—Quiero creer que es todo parte de un plan, y lo llevaré a cabo si es mi destino inevitable, ¿pero podrías liberarme de esta carga y el sufrimiento? Incluso mis sueños me indican lo que debo hacer. —De pronto gritó al imaginar la tortura. Sabía que dolería, que sentiría muchísimo dolor cuando pusiera un pie en el Santuario, y no lo deseaba—. ¡Solo quisiera ser liberada de estas emociones que me oprimen! Si debo ser una diosa entonces debería sentir como una de ellas... No debería... sentir nada...

Atenea... —una mano cálida y etérea se posó sobre su cabeza por el tiempo que dura un parpadeo, pero su padre no respondió. En agonía, Saori suplicó con más intensidad que él la oyera y la ayudara. El sudor de su frente asemejaba ahora a gotas de sangre que caían del cielo a la tierra.

—Libera de mí este pesar tan amargo, por favor... Pero si es parte de tu plan divino que yo sufra como humana y viva como diosa... Si todo esto es tu voluntad celestial, entonces yo...

 

Se encontró de pronto frente a un espejo redondo, flotante y sin marco. Allí, una mujer de ojos verdes y cabellos castaños la miraba con ojos llorosos, de rodillas, y con las manos en gesto de súplica.

«¿Acaso soy yo?» Sin embargo, en vez de sus ropas, la mujer vestía con una armadura resplandeciente, y a sus lados, en el piso, descansaban un escudo brillante y el cetro de Niké.

—¿Yo pedí esto entonces, padre?

Atenea... —susurró el viento.

—Vivir y sentir como una humana, sufrir como ellos a pesar de lo doloroso que sé que será... Padeceré torturas y... tal vez muera. ¿Fue todo eso la idea de Atenea? ¿Fue todo esto parte de mi plan?

Sí... —contestó su padre en forma de un beso silencioso y brumoso sobre su frente humedecida.

Un temblor recorrió su cuerpo ante la respuesta, pero dejó que una sonrisa saliera de sus labios al recordar que ya sabía eso. Al recordar muchas cosas, incluso el color del Rayo. El destino de los hombres podía cambiarse, pero había cosas que solamente mejorarían sus vidas.

—Solo así podré protegerlos, ¿verdad? —descubrió. Se limpió las lágrimas y miró las estrellas; de pronto todas las constelaciones estaban allí observándola—. Entonces muéstrame lo que debo hacer, muéstrame qué será de ellos y de mí.

 

Y un ave blanca voló destacándose en el cielo nocturno, danzando como un ángel antes de hundirse en un ánfora flotante. Salió de allí con alas más grandes y una belleza sin par, cruzando en su vuelo a través de sus pares hasta romper las cuerdas que intentaban atraparlo como lanzas de cristal, como lágrimas congeladas que buscaban perseguirlo.

Y una bestia majestuosa, muy larga y con feroces colmillos, ascendió desde el mar de nubes grises, subió hasta perderse entre las estrellas como si no pudiera guiarse con sus ojos. Dejó una estela roja a su paso hasta que un bello astro dorado le besó la frente y solo así encontró su camino, cortando los obstáculos filosos como si fuera un sable de diamantes.

Y una hermosa doncella se cortó con la espina de una rosa, sangró sin mostrar una mueca de dolor, pues el sufrimiento era parte de sus ropas; el líquido escarlata corría como si fuera habitual por sus brazos tan brillantes como estrellas, hasta que las sombras de la muerte la cubrieron y la mujer se arrojó al fuego para poder encontrar la chispa de origen que diera luz y esperanza a los seres humanos, aunque tuviera que pasar por todas las penas de la fatalidad en el camino.

Las estrellas plateada caerán sobre ti como saetas —dijo una voz susurrante—, y no podrás evitar que hieran tu cálido corazón, mientras los astros de sol arden como fuego azul.

Te azotarán con látigos de agua hirviendo mientras bebes las lágrimas de todos los hombres y mujeres en el mundo —secundó una brisa del oeste.

Caminarás por vías de sangre junto a bestias eternamente torturadas; una espada de rubíes te conducirá hacia el trono de la doncella hecha muerte hasta que supliques ver prados floreados —continuó un silbido del norte.

 

Sintió que volvía a llorar, pero esta vez sin sollozar ni gritar. Miró fijamente el cielo estrellado mientras las columnas le hablaban con el viento.

Y vio como un ser hecho tanto de sol como de luna le observaba desde la oscuridad. Parte de él lloraba con tristeza mientras la otra mitad sonreía con una mueca de burla triunfante, poco a poco comenzando a desmoronarse.

Y una sombra de ojos de fuego se sumergió en una caldera hirviendo, ardió y se dividió en pequeñas plumas hasta que un sabio de tres ojos lanzó un conjuro sobre él, en forma de un suspiro de vida. La sombra encontró alas que lo llevaron hasta la única flor en un desierto cerca del sol nocturno, derramó una lágrima de sangre y se desvaneció. En su lugar, solo quedó una leve chispa que la doncella infernal acogió contra su pecho.

Y mientras el mar se alzaba para atacar por los lados y por el centro la tierra estrellada, un trío de soles se ubicó como defensa en la bahía; uno traía en sus rayos una pesada carga de oro, el segundo se derramaba sobre el cielo como una cascada fría, y el tercero se arrojó como saeta atravesando el mar.

Y mientras sentía cómo se abría su cuello, vio ángeles peleando con demonios de lágrimas rojas: un león cansado pero con filosas garras se azotaba contra una quimera alada para que las estrellas pasaran a través de él; un gran animal mugía ante un canto melodioso y tortuoso; un dragón perdía sus alas al mismo tiempo que un sinfín de planetas estallaban a su alrededor; un gigante de ojos como cerezos ayudaba a un anciano herido a volver a caminar; todos los soles resplandecieron ante un par de seres de piedra con alas en la cabeza.

Y aunque las estrellas lloraban y sufrían en la batalla, seguían allí, guiadas por un magnífico equino blanco y elegante que galopaba hacia ella. La subió a su lomo y emprendió el vuelo; se vio a sí misma abrazándolo, acariciando su cabello, sintiendo el calor de sus alas. Siempre estaría allí, siempre estaba allí, siempre estuvo allí. Incluso cuando la espada de la muerte le arrancó el corazón...

Las constelaciones se acercaban al Templo, pero no intentaban aplastarlo. Ni a ella. Buscaban mostrarle, enseñarle la verdad del destino de los seres humanos, esos de carne y hueso como ella, con sangre roja en sus venas.

Atenea... —susurró el viento.

—Gracias, padre. Ahora sé lo que tengo que hacer.

Se limpió las lágrimas, y se puso de pie al tiempo que las estrellas dejaban de cantar progresivamente, y los vientos de las cuatro direcciones cardinales guardaban un respetuoso silencio por su decisión. La decisión que había tomado hace cientos o miles de años y que la guiaba hasta la puerta con el grabado del sol radiante, para volver a ver el mundo que tenía intención de cuidar desde la lejana era mitológica.

Colocó el báculo en el portón, y lo giró como una llave.

 

01:31 a.m.

—¿Saori, qué ocurre? —preguntó Seiya.

—¿Qué? Lo siento... lamento haberlos hecho esperar tanto —respondió. En su mano sostenía a Niké, y estaba de pie bajo el arco de roca, frente al Templo que recuperó su invisibilidad.

—¿Esperar? —Hyoga puso una mueca de confusión.

—Estuviste ahí de pie solo un rato sin moverte —explicó Seiya.

—¿Cuánto? ¿Una hora?

—No. Un minuto, señorita Saori —le dijo Shun.

Contempló las estrellas, no parecían exactamente las constelaciones que simbolizaban, y pensó en las habilidades increíbles que tenían los dioses del Olimpo para hacerle sentir algo como eso. Lo que vivió en el Templo del Oráculo de Delfos. No era una capacidad que ella tuviera, y eso la alegró. Después de todo, aún seguía siendo una humana.

—Seiya, Shun, Hyoga.

—¡Sí! —respondieron al unísono.

—Atacaremos al amanecer.

 

 

 

 

 

 

Desde aquí, me tomaré un poquitín de tiempo para arreglar bien lo que voy a hacer con el segundo "volumen" que tomará la saga de los Doce Templos del Zodiaco.

 

Ah, y también el PRIMER dibujo de Mito del Santuario que hice, el Garnero, mi personaje favorito, quien ya salió con su Cloth puesta en la pelea de DM y Shiryu.

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Editado por Felipe_14, 23 julio 2015 - 18:33 .

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#124 carloslibra82

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Q gran final, amigo Felipe, de esta primera parte, mostrando las debilidades de athena. Genial lo del oráculo. Espero con ansias tu visión de las 12 casas, y todo lo q tengas preparado. Saludos!!



#125 Patriarca 8

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Publicado 05 octubre 2014 - 21:18

la mente de saori es muy caotica XD pero al menos es mas decidida que la del anime


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Publicado 17 octubre 2014 - 19:02

esperando el próximo capitulo


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#127 -Felipe-

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Publicado 18 octubre 2014 - 18:46

Primero que nada, agradecer nuevamente a los que han seguido la historia hasta aquí, que ya ha culminado la primera parte.

 

Segundo, me gustaría saber si pueden adivinar algunas de las profecías que vio Saori en Delfos, son de cosas futuras que algunos conocen, aunque otras son situaciones nuevas que cambié de la obra original.

 

Tercero, por ahora seguiré un poco más con Alpha hasta el cambio de "Anillo", que no falta mucho, pero dejaré ahora el Prólogo de la segunda parte de Mito del Santuario, para que quede claro que estoy aún así trabajando en éste, he avanzado capítulos y todo, pero por ahora (yo creo que durante esta semana o un poco más) irá mucho más lento que antes.

 

 

MITO DEL SANTUARIO, SAGA DEL SANTUARIO

VOLUMEN II:

TIEMPO DE ORO

 

PRÓLOGO

 

06:00 a.m. del 11 de Septiembre de 2013.

Recibiría una misión muy especial, aunque siempre le era difícil encontrar el camino correcto en el laberinto que era el Santuario. El Sumo Sacerdote solicitó su presencia en el Templo Corazón esa misma noche, un gran honor, considerando que no lo tenían exactamente por el más poderoso entre los Santos de Plata.

«Quizás es porque quedan muy pocos», se dijo tras detenerse a beber agua de la fuente cerca del Templo de la Balanza, desertico a esa hora. Se le había acabado el aire a esa altura. «Misty, Algol, Sirius, Daidalos, Algheti, todos ellos muertos..., y con Orphée desaparecido, tal vez soy la última opción, tal vez solo por eso me llama».

Ya amanecía cuando llegó al Templo Corazón. Tuvo que pedir permiso de entrada a cada uno de los Santos de Oro que custodiaban el camino a través de la montaña sagrada, aunque se preguntó si era necesario. Lo había mandado a llamar la máxima autoridad del mundo después de la diosa Atenea. Deseaba poder conocerla.

—Déjenlo pasar —ordenó el Sacerdote. Su voz grave estaba llena de valor y justicia, era alguien a quienes todos debían respetar. No entendía por qué había tantos traidores entre los jóvenes Santos de Bronce.

Los guardias lo hicieron pasar por las largas puertas de hierro, avanzó a lo largo de la alfombra carmesí, y admiró hasta las columnas, tal como había hecho las pocas veces anteriores que había subido hasta allí. En el trono al final del pasillo estaba sentado él, aquel que le confiaría una tarea importante. Vestía sus túnicas ceremoniales, blancas y sin manchas, el yelmo de oro con la efigie de dragón alado, y el rosario alrededor de su cuello que probaba su estatus. Su cabello era cano y bajo las sombras en los ojos había arrugas y otras marcas de la edad, pero nada lo perturbaba o afectaba físicamente; su Cosmos estaba lleno de bríos, digno del más grande entre los seres humanos.

 

—Su Eminencia —saludó, poniendo una rodilla en tierra, cerca de él para oírlo, pero no tanto como para incomodarlo. Debía recordarse que no era un Santo de Oro, debía recordárselo siempre.

—Ptolemy de Flecha, gracias por venir.

«Me lo agradeció...»

—Solo dígame Sagitta, recuerde que solo soy un orgulloso instrumento de guerra para Atenea. —Ya era un orgullo suficiente poder decir semejantes palabras frente a él.

—Muy bien, tengo una misión especial para ti. Como seguramente sabrás, varios Santos de Bronce y una de Plata se han rebelado contra nosotros, contra la diosa Atenea y sus mandatos.

—Sí. —«Tonta Marin»—. Son muchos, y según se dice entre la gente del pueblo, han sido avistados en las cercanías.

—Así es, tres de ellos están aquí en el Santuario. Según me ha confiado la diosa en persona, piensan invadir la Eclíptica[1] para tomar su vida y poner una falsa Atenea en su lugar, una muchacha japonesa multimillonaria que solo por tener un Cosmos algo superior al promedio, se cree con el derecho de venir aquí y gobernar el planeta.

—¡Qué tontería! Jamás pasarían la Eclíptica, ni siquiera podrían llegar hasta las escalinatas del Carnero. Además, es una falta de respeto tan grande que deseen suplantar a la diosa que...

—Ya sé todo eso —lo interrumpió Su Eminencia, y Ptolemy se sintió un estúpido por dentro, había dicho demasiadas palabras. ¿Quién era, el Santo de Altar o algo así?

—Lo lamento, Su Excelencia, hablé de más.

—Es ridículo que un trío de niños de Bronce y una chiquilla pasen los doce Templos del Zodiaco, como bien dijiste, pero Atenea desea darles una lección, un castigo ejemplar para que se respeten las leyes de este recinto sagrado que solo existe para cuidar de la humanidad.

—¿Una lección?

—Sí. —El Sumo Sacerdote lo sorprendió al ponerse de pie, y tuvo que bajar la mirada. Era realmente un ser casi divino, aunque lo intentara, Ptolemy no podía levantar el rostro, como si su cuello se hubiera estancado.

Lo oyó rebuscar en algo, oyó metales y cristales, y no le importó no poder ver. Se sentía muy bien ese temor, producido por estar tan cerca del representante de Atenea en la Tierra.

—Levanta la mirada, Sagitta.

—¡Sí! —Sin esfuerzo, esta vez pudo alzar el rostro—. Oh... pero... ¿eso es...?

 

El Sumo Sacerdote sostenía una flecha dorada con su mano derecha; la punta se veía sumamente filosa, el astil brillaba como el sol, las plumas daban la impresión de ser naturales de un ave, pero se notaba el componente de oricalco en ellas.

—Es una de las viejas saetas de Aiolos —explicó el Sacerdote.

—¿Qué, el Traidor? ¿Por qué guardaría una cosa como esa, Su Eminencia? —le recriminó, aunque no estaba ni de cerca en una posición de hacer algo así. El Traidor causaba eso en él, una ira incorregible por engañar al Sumo Sacerdote.

—Por la ironía —respondió aquel que todo lo veía y lo sabía. Nuevamente se sentó en el trono para entregarle los detalles de la misión—. Quiero que bajes a las escalinatas del Carnero, creo que al menos dos de ellos llegarán hasta ese punto. Les explicarás con lujo de detalle de qué se trata la Eclíptica, poniendo énfasis en el poder de los custodios del Zodiaco, todo lo que se te ocurra, sin faltar a la verdad, para atemorizarlos y hacer que vuelvan a Oriente.

—Son jóvenes tenaces, no creo que regresen a su tierra natal sin  combatir... —Debía admitir eso si habían vencido a Algol y los otros. ¿Cómo habían podido derrotar a sus hermanos, en todo caso?

—Tienes razón, alguno de ellos decidirá subir, pero lo hará con miedo en su corazón. Explícales el recorrido por el Santuario indicándoles cómo llegar hasta mí, no tienes para qué enviarlos por caminos sin salida. Sé respetuoso, incluso dales por su lado... Después usa la flecha del Traidor contra la falsa Atenea, ya que con Aiolos muerto, eres el mejor arquero del Santuario, alguien incapaz de fallar. No estoy en un error, ¿verdad?

—¡Claro que no, señor! —«La ironía, ya entiendo. Es un hombre increíble, y me sigue elogiando»—. ¿Pero qué tiene de especial esta saeta, señor?

—Estas flechas no son como las tuyas, Sagitta. Son sumamente especiales, capaces de absorber y acumular Cosmos de sus víctimas. Podrían dejar sin energía incluso a un dios. ¡Imagina lo que hará contra esa niña insolente que se cree diosa!

—Es lo que se merece, Su Excelencia.

—Bien, ¡ve entonces!

Ptolemy guardó la flecha en su carcaj, bajo la hombrera derecha; hizo otra reverencia y se puso de pie, pero el Sumo Sacerdote lo detuvo en el umbral del portón. ¿Todavía lo necesitaba, acaso?

—Una cosa más...

—Lo que ordene, señor.

—Después de hacer lo que te pedí, enciende el reloj...

 

Bajó las escalinatas en silencio y muy lentamente. El viento de la mañana soplaba con bríos y frío, el sol todavía no salía, pero ya se había dado el cambio de guardia. Los Santos de Bronce y la chica tardarían una eternidad en llegar cerca del Carnero con todos los que había en el camino. Si es que llegaban. Pero Ptolemy iría a su puesto a cumplir su labor, en cualquier caso. No había un honor más grande a que el Sacerdote le encomendara personalmente deshacerse de la falsa Atenea, no existía nada mejor.

En el Templo del León, Aiolia estaba en la misma posición en que lo había hallado en la subida, de pie mirando la entrada con ojos intimidantes. Recordó oír rumores de que él había sido enviado a matar a la chica japonesa y a los Santos de Bronce, se le olvidó preguntar sobre ello al Sumo Pontífice... ¿Acaso no había cumplido con su misión?

«Quiere decir que si logro matarla, seré mucho más útil que un Santo de Oro para Su Excelencia, el mejor de sus Santos. Nadie podrá decir que estoy debajo de Sirius o Algol».

 

9:45 a.m.

Hacía quince minutos que había bajado, estaba algo agotado por el trayecto, pero el sol le reconfortaba, igual que las miradas envidiosas de los soldados que lo vieron bajar y sentarse en las primeras escalinatas tras el umbral. Si llevara la vista hacia atrás se encontraría con una inmensa montaña; no podía creer que hacía unas horas estuvo en presencia del hombre más grande en todo el mundo, y por tantos minutos... aunque lamentaba no ver a Atenea.

«Qué más da... Cuando mate a la niña insolente, no me cabe duda de que Su Eminencia me dará como premio la oportunidad de conocer en persona a mi diosa». Interrumpió sus pensamientos cuando les vio acercarse a la plaza circular de entrada, que contaba con una antigua fuente en su centro, adornado con la estatua de un querubín ahogando una serpiente.

Tres Santos con sus Mantos puestos, escoltando a una muchacha joven de largo cabello castaño, no muy alta, delgada, vestida con unos jeans azules, una camiseta blanca y una chaqueta verde encima. Parecía que llevaba unas flores atadas en la muñeca izquierda, y en la derecha cargaba un báculo dorado como si fuera una reina. «Qué patética».

El Santo que iba adelante era rubio, llevaba el famoso Manto Sagrado glacial de Cygnus que más parecía hecho de hielo que de oricalco y gamanio; no se veía muy amigable. Junto a la chica iba un joven con apariencia delicada, brillantes ojos verdes y cabellos rojos, llevando una armadura púrpura que incorporaba cadenas en los brazos; solo podía ser Andrómeda. Cerrando la caravana era fácil reconocer al discípulo japonés de Marin, el chico indigno que vestía a Pegasus, el más famoso de los Ochenta y Ocho. Ninguno de los tres parecía dañado.

—¡Miren allá, un Santo de Plata! —indicó Andrómeda, cruzando un brazo rápidamente por delante de la chica.

—¡Oye tú, será mejor que nos dejes pasar o lo lamentarás! —amenazó el de ojos café, el caballo alado, adelantando a los demás—. ¿Crees que tu destino será diferente al de los otros que nos trataron de matar?

«No son simples niños, por algo pudieron vencer a Algol y los otros, pero yo fui elegido por el mismísimo Sumo Sacerdote, lo que es lo mismo que ser escogido por Atenea».

—No voy a pelear con ustedes, jóvenes Santos de Bronce.

—¿¡Qué cosa!? —preguntó Pegaso, pero ni él ni sus compañeros bajaron la guardia. La chica lo miraba directo a los ojos, y Ptolemy tuvo que esquivarla. Él era un Santo de Plata elegido por una diosa, y ella una farsante acaudalada. 

—¿Hablas en serio? —preguntó Andrómeda, sin bajar el brazo. La tal Saori Kido al fin se adelantó y tomó la palabra.

—¿Acaso eres uno de los que me apoyará, uno de mis aliados? —Tenía una voz muy dulce, debía admitirlo, por algo había logrado convencer a esos niños ingenuos. Pero él no era un niño, y había conocido a tantos como ellas, líderes que viven de su carisma o aspecto para que los sigan ciegamente.

—No, yo soy un leal guerrero del Sumo Sacerdote y de la verdadera Atenea, mi nombre es Ptolemy, de la constelación de Flecha.

—¿Qué es lo que deseas entonces, si no vas a pelear?

—Mostrarles lo que se les avecina si siguen por este camino de pecado, si continúan caminando por encima de las leyes del Santuario. A mi espalda verán unas escaleras que empiezan a subir por esta gigantesca montaña, ¿no es así?

 

Los cuatro jóvenes levantaron la vista y titubearon antes de llegar al punto máximo. Era difícil no marearse con la altura de ese monumento de la naturaleza, mucho más alta que cualquier cordillera en el mundo, aunque imposible de localizar por ningún satélite u ojo humano normal. Si los Santos podían entrar al Santuario y ver la montaña y sus alrededores, era gracias a los Mantos Sagrados, que otorgaban el mismo permiso a los criados y soldados.

Lo más cerca que se podía estar era en la villa Rodrio, pero el Santuario en sí estaba ausente en todos los mapas de los hombres, tan imposible de localizar como los dioses, aislado del resto de la humanidad por estrellas, nubes y múltiples barreras de Cosmos.

—Vi estas escaleras cuando era niño —apuntó Pegaso—, no me dejaron pasar pero sí me dijeron que al final está la estatua de Atenea, y que se supone que allí vive la diosa.

—No se supone, es así.

—Lo siento, pero Atenea es ella, aquí a mi lado —se excusó Andrómeda. Una de sus cadenas comenzó a mecerse por voluntad propia, Ptolemy debía estar atento, había oído que eran armas peligrosas.

—Lamento que crean eso —replicó Ptolemy—. Volviendo al tema, esta larga escalera recorre el Santuario como un laberinto, y se le conoce como Eclíptica. Es el camino al Templo Corazón, en la cima de estas montañas.

—¿A qué te refieres con montañas? Solo hay una —dijo la chica.

—No precisamente, que no los engañen sus ojos. A lo largo de la Eclíptica hay doce Templos, los doce hogares de la élite del ejército ateniense.

—Los Santos de Oro —señaló el Cisne, que se había mantenido mudo hasta ese momento.

—Exacto. —«Qué niños tan inocentes, lo están considerando»—. Vamos, levanten la mirada y vean esa casa grande que está allá, cerca de las nubes.

El Templo más grande del Zodiaco se veía pequeño desde allí abajo. Casi tocaba el cielo, sus muros eran anaranjados por reflejar la luz del sol.

—¿Ese es el tal Templo Corazón? —preguntó Pegaso, poniéndose la mano en la frente como visera.

—No. Ese es el Templo del Toro, el segundo de los doce.

 

La cara que se les quedó sería algo que desearía tener como imagen mental el día que muriera; advirtieron la distancia que había entre los Santos de Oro y ellos, simples chiquillos de Bronce con una jovencita millonaria y falsa de Japón.

—Es... imposible, no puede ser tan alta esta cosa.

—Si la distancia que hay desde aquí allá solo cubre dos Templos, entonces la montaña es... —Andrómeda no quería creerlo.

—¿Tan alta como el Everest?[2] ¿O quizás más...?

—¿Cómo viven los Santos de Oro y el Pontífice allí arriba? ¡Es absurdo! —exclamó Pegaso.

—Está protegido por el Cosmos de los dioses, es casi una dimensión alterna, fuera de los límites terrenales. Para llegar al Templo de la diosa tendrían que pasar por los doce Templos del Zodiaco recorriendo toda la Eclíptica sin perderse entre las diversas montañas laberínticas que hay más allá de las nubes. —Le hacía gracia ver esos rostros confundidos, provocados por un Santo de Plata tan subestimado—. Carnero, Toro, Gemelos, Cangrejo, León, Doncella, Balanza, Escorpión, Centauro, Cabra, Ánfora y Peces. Luego está el Templo Corazón, y después la residencia de la diosa. Normalmente a los Santos de Bronce no se les permite entrar aquí, incluso los Santos de Plata solo pueden hacerlo con un permiso especial.

—¿Es decir que tendremos que subir está escalera ridículamente larga, vencer a los semidioses Santos de Oro, tratar de no perdernos en el camino, sobrevivir a la falta de oxígeno y llegar con el Pontífice a pesar de que los de nuestro rango tienen prohibido eso? —Pegaso era realmente indigno, se acobardó tal como supuso Su Eminencia. No merecía llevar a Pegasus, era el discípulo de otra traidora cobarde.

—Así es. —Ptolemy se permitió una sonrisa.

—Vaya... Pero qué se le va a hacer, ¡andando, chicos! —ordenó el chico. Avanzó tomando de la mano a Saori Kido con una arrogante sonrisa en el rostro, y cruzó el umbral, un arco de piedra de seis metros de alto con una inscripción que rezaba «Eclíptica solar», en griego. Pasó junto a la primera fuente y acarició sus aguas con aires de grandeza—. Será pan comido.

—¡No seas engreído, Pegaso! —No le habían prohibido atacarlos, así que se dio el gusto. Ptolemy era el entrenador de todos los arqueros del Santuario, pero a diferencia de ellos, las saetas nunca se le acababan. Sus Flechas Cazadoras[3] salían de su brazo derecho como estrellas fugaces hechas de Cosmos de un amarillo casi dorado.

Cygnus usó su escudo de hielo para bloquear las flechas, Andrómeda desvió varias con las cadenas, y Pegaso disparó sus famosos Meteoros. Tras pocos segundos Ptolemy estaba en desventaja y comprendió por qué sus compañeros habían sido derrotados. Esos chicos no eran Santos de Bronce normales... pero la chica sí era bastante normal.

Sin dejar de disparar sus Flechas, en un intervalo de tres centésimas de segundo tomó el viejo dardo del Traidor y lo colocó en el brazal zurdo, donde iban las armas reales. Apuntó hacia el corazón de la niña, sería un golpe perfecto y fatal, no sentía ni una pizca de lástima por aquella que el Sumo Sacerdote despreciaba.

—¡Saoriiii! —chilló Pegaso, y esa fue su ventana para escapar. Jamás en su vida había fallado, y esta vez no fue la excepción. La chica no pudo hacer nada para evitarlo, se quedó con la boca abierta mientras la saeta de oro le perforaba el pecho.

 

Ptolemy soltó una risa que se había tenido guardada, corrió y corrió a toda velocidad hasta llegar al gigantesco Meridiano. La torre contaba con un reloj que en vez de números tenía los símbolos de los signos del Zodiaco, y en vez de manecillas se marcaba el paso de las horas con llamas azules que se encendían juntas. Se iban apagando una a una hasta que solo quedaba un fortín frío cuando se extinguía el fuego de Piscis. No sabía por qué le había pedido eso el Sumo Sacerdote, pero no iba a cuestionar su decisión. Lo eligió a él para prender el Meridiano, cosa que solo ocurría en contadas ocasiones: ara reunir a los Santos de Oro o para advertir una invasión enemiga.

Abrió la puerta y se limpió una lágrima de un ojo al cerrarla. Hacía rato que le molestaba, mientras corría, pero allí adentro nadie lo vería, aunque no sabía por qué se le soltó esa lágrima.

Subió las escaleras junto a la puerta de la Cámara del Sol, e hizo arder la gran antorcha en su interior. Las flamas azules surgieron rápidamente en las cuatro caras del reloj, acompañadas de un fogonazo y el sonido del éxito. Sonrió y salió a la luz de la mañana, feliz de cumplir con la petición de Su Excelencia sin sufrir ni una mísera herida. Era el triunfo de Atenea. Era su triunfo...

—Ptolemy, ¿qué has hecho? —le preguntó una voz femenina.

Se volteó y se puso en guardia instantáneamente cuando se encontró con esa mujer esbelta de cabello rojo como el fuego, con sus ojos cubiertos por una máscara color de luna. Su Manto plateado decorado con majestuosas alas de águila estaba bañado por una capa de vergüenza por acompañar a la hermana que odiaba.

—¡Tú... traidora! ¿Cómo te atreves a aparecerte aquí?

—Has atacado a una diosa, Ptolemy, no sabes lo bajo que has caído.

—¡Esa no era una diosa, tonta, era una impostora! —Ptolemy disparó nuevamente sus Flechas Cazadoras, tres mil por segundo; si la mataba, sería un héroe completo—. ¡Lo único real aquí es Su Excelencia, quien gobierna a nombre de la verdadera Atenea!

—Por tu pecado estás condenado a muerte, Sagitta.

Usó su famosa técnica, tenía el mismo efecto que la de Pegaso, pero no solo destruyó sus flechas, sino que también lo golpeó en todo el cuerpo a una velocidad que no pudo percibir más que como un intenso resplandor. Dolía mucho, la más ágil de sus hermanos era extremadamente precisa, y sabía cómo llevarlo a la tumba. La vista se le nubló y comenzó a perder los sentidos en pocos segundos...

Trató de recordar esa imagen que quería llevarse a la muerte, pero solo veía el rostro del Sumo Sacerdote, oscurecido por su yelmo dorado, sonriéndole. Había logrado su misión, con eso bastaba...


[1] Eclíptica es el nombre que recibe la línea imaginaria por donde la Tierra se mueve alrededor del sol.

[2] El monte Everest es el más alto de la Tierra, con 8.848 metros sobre el nivel del mar.

[3] Hunting Arrows, en inglés.

 

 

 

 

/*****/

Muy bien. Y como ocurre con el libro que me inspiró para este fic (Canción de Hielo y Fuego), el personaje Punto de Vista siempre muere en el Prólogo. En este caso, el pobre Ptolemy de Flecha...

Spoiler

Me quedó medio deforme xD qué más da jajaja


Editado por -Felipe-, 12 octubre 2019 - 20:54 .

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#128 Patriarca 8

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Publicado 19 octubre 2014 - 11:19

te quedo bien el capitulo aunque el dibujo no tanto XD

 

sobre lo que vio saori ,intentare adivinar:

 

—Las estrellas plateada caerán sobre ti como saetas —le dijo una voz susurrante —y no podrás detenerlas de afectar tu cálido corazón, mientras los astros de sol arden como fuego azul.

 

la saga de las 12 casas

 

—Te azotarán con látigos de agua hirviendo mientras bebes las lágrimas de todos los hombres y mujeres en el mundo —secundó una brisa del oeste.

 

la saga de poseidon

 

 

—Caminarás por vías de sangre junto a bestias eternamente torturadas, una espada de rubíes te conducirá hacia el trono de la doncella hecha muerte hasta que supliques ver prados floreados.

 

la saga de hades


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#129 -Felipe-

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Publicado 28 octubre 2014 - 18:56

¡Estamos al aire!

 

Sí, están correctas esas interpretaciones en gran medida, pero hay muchas otras ocultas más específicas. Pero bueno, todo se irá revelando a su tiempo...

 

 

SHUN I

 

10:00 a.m. del 11 de Septiembre de 2013.

La sangre de Saori bajaba a caudales por su cintura, la flecha de oro se había incrustado en la zona del corazón y ella se derrumbaba poco a poco. Seiya le pedía a gritos que se mantuviera despierta. Hyoga tenía los puños cerrados y una expresión de ira que no le había visto hasta ese punto. Y Shun se sentía impotente, tan inútil como el cetro de Niké del piso que no pudo sostenerla. No habían podido proteger a la diosa que juraron cuidar cuando recibieron sus Mantos. Hasta Seiya tuvo que dejar sus bromas sobre Saori de lado después de lo del bosque. Era Atenea, el ser que ellos debían defender con sus vidas, pero tras dar dos pasos en el Santuario ya...

—¡Maldita sea, Saori, quédate conmigo, vamos! —gritó Seiya con sus manos sobre los hombros de la muchacha.

Ella abrió los ojos lentamente.

—Se... ¿Seiya?

—Aún está viva —suspiró Shun, hasta que se dio cuenta de la cantidad de sangre que salía del pecho de Saori—. Hay que sacarle esa flecha.

—Sí... Yo... con permiso, Saori. —Seiya agarró el mástil dorado y jaló. Saori soltó un débil quejido, y Seiya salió despedido hacia atrás, impulsado por una luz extraña que salió del dardo, como un chispazo eléctrico—. ¿¡Qué pasó!? —rezongó, sobándose los dedos de la mano.

—Aunque tiene un cuerpo humano, Saori es una diosa. Supongo que una flecha que logre dañarla no es una normal —reflexionó Hyoga, mirando hacia el primer Templo que se asomaba por sobre ellos en la montaña—. Los humanos no podemos sacarla, eso está claro.

—Shun, trata con tus cadenas, por favor —rogó Seiya, haciendo poco caso.

—Lo intento, Seiya, pero ninguna de las dos desea acercarse a esa flecha. —Ambas cadenas se doblaban hacia atrás, le hacían daño en las manos por la fuerza con que querían alejarse de Saori. No sentía miedo en su armadura, era más bien una sensación de vergüenza—. Andrómeda sabe que no puede ayudar, eso le molesta.

—¡Ah! ¿¡Y qué diablos vamos a hacer, entonces!?

—Seiya, tranquilo... —susurró Saori con voz débil y cansada; su camisa pasó del blanco al rojo completamente—. Sigan adelante, por favor. Sabía que esto podía suceder desde antes de venir aquí. Vayan con el Sumo Pontífice y oblíguenlo a desistir de sus planes...

—No vamos a dejarte aquí, tonta —replicó Seiya—. Vamos a salvarte, es nuestro maldito deber, después de todo.

—Lo mejor será ir con el Pontífice —intervino Hyoga.

—¿Qué? Pero Hyoga, qué estás...

—Mira bien esa flecha. Aunque más corta, es igual a las flechas de Sagittarius. Eso significa que el Sumo Sacerdote se hizo con una de ellas en el pasado, antes de la muerte de Aiolos, y debe ser la única persona que sepa cómo sacar esta cosa.

—¡Seiya! —llamó Shun—. ¡La flecha se entierra lentamente en el pecho de Saori, no está detenida!

El Santo de Pegaso subió a Saori a su espalda a pesar de sus reproches, cada vez más exánimes.

—Bájame, Seiya, solo seré un estorbo.

Nop. Vamos, subamos y obliguemos al viejo a que le quite eso a Saori.

 

Seiya delante, Shun y Hyoga detrás, los tres comenzaron a subir las escaleras de la Eclíptica mientras el sol al este ya soltaba hermosos destellos de luz que convertían los grises en amarillos y descubrían las nubes. Shun pensó que el astro sería una buena forma de guiarse para no perderse en el supuesto laberinto que era la montaña, pero se dio cuenta de su error en los primeros cinco minutos.

Aparecieron de repente, frente a sus ojos, una multitud de montañas y cerros de distintos tamaños, algunos gigantescos que se perdían en las nubes y no dejaban que se viera hacia adelante o más arriba, y otros bajos que sostenían pequeños templos, estatuas y columnas. El sol estaba arriba, pero su luz llegaba por el oeste, a pesar de que unos segundos antes estaba donde tenía que estar.

El Templo del Toro, que se veía casi en la cima, ahora estaba a lo lejos, detrás de unas montañas a su misma altura. Así también otros edificios comenzaron a asomarse entre los relieves de la cordillera que se había presentado en un abrir y cerrar de ojos, diminutos pero distinguibles. Pero las escaleras seguían subiendo, bordeadas por múltiples pilares de mármol y piedra blanca. Se oía el rugir del agua cayendo como en una cascada, pero no se veían ni riachuelos cerca. Shun entendió a qué se refirió Ptolemy al decir que el Santuario era casi una dimensión alterna, fuera de los límites terrenales.

—Chicos, ¿estoy soñando? Parece que la montaña se multiplicó, veo cerros por todos lados —masculló Seiya, con la cabeza afiebrada de Saori en su espalda.

—No, es raro, el lugar donde estábamos también cambió —notó Shun, de reojo, cuidando de volver la vista cada dos segundos para no toparse con alguna sorpresa—. Es como si ya hubiésemos subido una gran altura, abajo solo veo riscos y peñascos, ni rastro de la plaza o los soldados que vencimos.

—Así que este es el laberinto del Santuario, la Eclíptica —dijo Seiya, de pronto aumentando la velocidad, bajando sutilmente las manos por quinta vez a los muslos de Saori—. Debemos llegar con el Sumo Sacerdote sea como sea, así que recuérdenlo: al menos uno de nosotros debe llegar a la... eh... cima. O cimas...

—Nunca miren atrás, solo sigan adelante —añadió Hyoga.

A pesar de ir a tan altísima velocidad, sentían que tardaban horas en llegar a algún Templo. Shun pensó por un instante que tal vez ya se habían perdido, hasta que todos vieron el palacio brillante que se asomó detrás de una curva, al final de las escalinatas que seguían doblándose a todos lados.

Era más grande que el Partenón, y esa fue la primera sorpresa del recorrido. Pensar que había otros once palacios como ese hizo marear a Shun. Era de color blanco, y se componía de tres alas, la central más adelantada con respecto a las laterales. Un gran portón daba entrada al templo, estaba ornado por relieves de dos carneros combatiendo entre sí, bajo un hilo de arena. En ambas alas laterales había hermosos ventanales de cristal detrás de las columnas que los protegían, y en el friso sobre el pórtico se destacaba la cabeza de un carnero, además del nombre de la constelación tallada sobre el mármol. Aries. Sobre el techo había tres cúpulas circulares y simétricas adornadas con joyas de diversos tamaños, otorgándole brillos blancos y dorados. La cúpula central era más grande que las otras dos, se veía una escalera de caracol en su interior, detrás de los pilares que sostenían su propio techo con una forma parecida a la del Taj Mahal[1] de la India.

El templo estaba sobre un piso cuadrado de baldosas blancas; alrededor del mismo había multitud de estatuas de soldados, con cascos y lanzas alzadas. Altísimas montañas rodeaban toda la estructura, por lo que parecía imposible pasar por otro sendero que no fuera el del interior del palacio.

—Este es el Templo del Carnero. —Hyoga dio el primer paso, pero no le siguió el segundo. Debían tener cuidado.

—El primero de los doce —añadió Shun.

—Nuestro primer contrincante es el dueño. —Seiya, menos previsor, dio un paso adelante, pasó junto a los soldados custodios de bronce y se acercó al portón blanco sin detenerse.

—¿Piensas entrar a esa velocidad a cada templo, Pegaso? Apostaría que mínimo llegarán en una semana a la cima —dijo una voz invisible.

—¿¡Quién está ahí!? —llamó Seiya. Shun miró sus cadenas pero ninguna de ellas reaccionó ante una presencia enemiga.

—Soy yo, idiota, ¿ya no te acuerdas?

Un niño de cabellos rojos se apareció repentinamente junto a ellos. Le costó un momento, por el asombro, reconocerlo, además que nunca lo oyeron acercarse.

—¡Kiki!

—Al menos uno se acuerda de mí —sonrió el chiquillo que les había hecho compañía durante un tiempo en la mansión Kido. Era el discípulo del único reparador de Mantos Sagrados en el mundo, un tal Muu de Jamir... Pero si era así, ¿qué hacía en ese lugar?

—¿Acaso tú eres el guardián de este Templo, enano? —preguntó Seiya, bajando a Saori y recostándola sobre una columna.

—No seas... irrespetuoso, Seiya —reprochó ella con un murmullo que solo pudieron escuchar porque nadie respiró cuando habló.

—Aún me falta mucho entrenamiento, solo tengo ocho años. No, el guardia de Aries es... él.

 

Se apareció en medio de un aura majestuosa, brillante como rayos de sol, era como un hermano menor de aquel que les daba calor desde el cielo. Tenía cabello de extraño color lila atado en una cola de caballo. Su Manto era casi completamente dorado salvo por algunas joyas y detalles aguamarina, como en el símbolo de la constelación en su pecho. Sobre los hombros destacaban intimidantes cuernos curvos que parecían cubiertos por la piel del vellocino de oro que daba nombre a la leyenda de Aries. Sus ojos eran hermosas esferas verdes y cristalinas, y sobre ellos había dos puntos rojos que reemplazaban a sus cejas. La piel era nívea, casi etérea, como si no fuera del mismo mundo, parecida a la de los elfos de las mitologías celtas. De su espalda colgaba una capa tan dorada como la armadura. Era un ser que deslumbraba pureza y tranquilidad a partes iguales; alguien etéreo, lleno de calma y paciencia, pero con la imponencia dotada por la armadura de Oro.

—Tú eres... ¿Muu? —preguntó Seiya dando instintivamente un paso hacia atrás. Shun se vio haciendo lo mismo, y solo Hyoga se quedó inmóvil en su puesto.

—Sí —respondió el hombre, cerrando los ojos con un gesto digno del sabio más anciano, a la vez que hacía brillar su Cosmos joven, lleno de vitalidad.

—Él es Muu de Aries, Seiya, el guardián del Templo del Carnero; pero no te preocupes, no se interpondrá en nuestro camino —dijo otra voz que Shun reconoció de inmediato.

—¡S-Shiryu! —Su ciego y fiel compañero apareció vistiendo su Manto de Draco; con los ojos cerrados se veía aún más sereno que antes, despedía sapiencia, así como Muu.

—Vine con Muu desde China —les dijo mientras estrechaba sus manos—. Él está al tanto de los actos del Sumo Sacerdote, no nos bloqueará el paso.

Cuando Shun se volteó a ver a Muu, ya no lo encontró. Lo buscó de prisa con su Cosmos, y lo encontró de rodillas junto a Saori. Seiya tomó eso de manera brusca, encendió su aura azulada y corrió hacia Aries con el puño en alto.

—¿¡Qué haces, Seiya!? —gritaron Shiryu y Kiki, pero aparentemente no hubo problema. El brazo de Seiya quedó paralizado a escasos centímetros del Santo de Aries, como si hubiera chocado con una pared invisible.

—Eres imprudente e impulsivo, Pegaso, pero noto un corazón valiente en ti, eso es lo más importante. Desbordas deseos de justicia —dijo Muu, que no se había inmutado en lo más mínimo. Tenía la mano de Saori entre las suyas, y parecía concentrado en estudiar la flecha insertada en su pecho, ni siquiera se volteó hacia el chico que lo atacó.

—¿De verdad... nos ayudarás? —preguntó Saori, mirándolo sin miedo.

—Usted es Atenea, de eso no hay duda. Quisiera tener el poder de sacarle este dardo del pecho, pero es un arma especial que canaliza el Cosmos, no puedo removerlo. Lo lamento mucho. —El hombre bajó la cabeza con tristeza, y Shiryu se arrodilló a su lado para tomar la mano que Aries dejó.

—¿Canaliza el Cosmos? —preguntó Shun.

—Sí. Me parece que el Sumo Pontífice quiere hacerse con su divinidad. Si posee alguna parte de la flecha, incluso una pluma, podrá absorberla. Pero atacar a la diosa de los Santos es un pecado enorme, y para intentar matarla tendría que superar el poder de las doce armaduras.

—¿Qué? —preguntó Shiryu. Al parecer no estaba informado de todo, y viendo lo comunicador que era Muu, no era extraño.

—Quiero que vean ese reloj que está allá —indicó con el dedo, sin quitar los ojos de Saori.

Entre las nubes y la bruma de las montañas, se asomó una enorme torre cuadrada. Un reloj con llamas azules en vez de números figuraba en cada una de sus cuatro caras.

—¿Qué es eso? —preguntó Hyoga.

—¿Kiki? —pidió Muu, como si se le dificultara hablar mucho.

—Sí. Ese es el Meridiano, se enciende cuando se organiza una reunión en el Santuario o cuando se alerta de una invasión enemiga —explicó el chico.

—Que en este caso somos nosotros, gran cosa, pero qué tiene que ver con...

—La llama de Aries dura encendida una hora, mientras que la de Piscis lo hace por doce horas. Mi maestro ha estado estudiando las distintas situaciones que podían darse, y en el caso del arma de Aiolos, que puede dañar a un dios y canalizar su poder, él previo que se encendería el reloj.

—¿Sabías que había un arma así en el Santuario, Muu?

—Era posible —respondió Kiki, otra vez en lugar de su maestro—. Parece que todos conocían las capacidades de las flechas de Sagitario, existía la posibilidad de que tuvieran una de ellas aquí.

Muu tomó aire, y luego de unos segundos también la palabra.

—Con cada hora que pasa, uno de los Doce Mantos da el permiso, por así decirlo, para que el poder de Atenea pase a quien envió la flecha en primer lugar, el Sumo Sacerdote, imagino. Después de que Piscis se extinga, la divinidad de Atenea se apagará también. La saeta se incrustará totalmente en su corazón y entonces ella morirá —explicó Muu, sin vacilar en la dureza de sus palabras.

—¿Dices que solo tenemos doce horas para ayudarla? —preguntó Hyoga.

—Hm..., once horas y media, me parece —corrigió Kiki, mirando un reloj en su muñeca antes desnuda—. Ya pasó bastante desde que Sagitta disparó esa cosa.

—Chicos, no se preocupen... N-no se apresuren por mi culpa, o p-podrían tener u-u-un accidente, o...

—Lo siento mucho, Atenea —interrumpió Muu con helada cortesía—, pero debo estar en desacuerdo con usted. El deber de estos jóvenes es el de proteger su vida, así que sin importar sus deseos, ellos deben salvarla a la vez que corrigen el comportamiento del Pontífice. Yo me quedaré con usted.

—Ya oyó al doctor, jovencita —bromeó Seiya, y consiguió curvar los labios de Saori—. Chicos, no hay tiempo que perder, démonos prisa. —Abrió el portón blanco y se dispuso a correr seguido por Shiryu, Hyoga y Shun, pero nuevamente había una pared invisible delante de él. A Shun le pareció ver el aire deformado como si refractara la luz, pero ya era normal un segundo después de notarlo—. ¿¡Pero qué demonios...!?

—No puedo dejarles avanzar así —susurró Muu en una voz que parecía coro de seres celestiales, hasta eco hizo.

—Espera, Muu, le dijiste a mi maestro que estabas de nuestro lado —replicó Shiryu. No parecía tener problemas con la vista, su rostro quedó justamente en la dirección de Muu y Saori—. ¿Por qué nos detienes ahora?

—Sus armaduras —respondió Aries, ahora con los ojos en el mástil de la flecha—. Basta con que un Santo de Oro las toque con el dedo meñique para que se hagan polvo.

—¿¡Qué cosa!? —pareció ofenderse Seiya, pero Shun vio en sus cadenas la corroboración de las palabras de Muu.

—Kiki, míralas, ¿qué te parecen?

El pequeño se acercó corriendo hacia ellos. Las inspeccionó con los ojos bien abiertos, parecía muy concentrado. Pasó de Seiya a Shun, de Hyoga a Shiryu, mirándolos en cada zona cubierta. Después de unos segundos regresó hacia Muu y movió la cabeza con un gesto negativo y los brazos entrecruzados.

—Mal, mal...

—Como pensé. Han tenido muchas batallas hasta ahora, se han enfrentado a los Santos de Plata, a los de Bronce, y a las Sombras de Reina de la Muerte. Incluso a Cáncer y Leo, dos Santos de Oro. Aunque a simple vista no se note, esos cuatro Mantos Sagrados están hechos trisas.

—Pero... no puede ser. Se supone que tú reparaste a Pegasus...

—Lo hice más resistente, sí, igual que a Draco, pero solo lo suficiente para que volviera de la muerte. Aguantaron los golpes de los Santos de Plata, pero los Santos de Oro son distintos... Deben juzgarlos como diez o cien veces más fuertes que ustedes, sus puños golpean a la velocidad de la luz, como ya debiste ver, Pegaso. Son básicamente dioses comparados con los soldados del Santuario en cuanto a las habilidades de batalla. Por ejemplo, mi vecino más adelante, tiene una potencia de ataque que convertiría en polvo cósmico a las cuatro armaduras solo con... —Muu se detuvo con un cierto halo de misterio que se escondía en su rostro sin muchas emociones. Al menos humanas—. Con mover sus brazos...

—¿Y qué haremos, entonces? —preguntó Shun.

—Pídanle a mi maestro que las repare, lo hará gratis porque traen a la diosa de la Tierra a nuestra humilde morada —respondió Kiki, sonriendo con alegría.

—¡Bien! Mu, arregla estas cosas rápido o...

—¡Seiya! —reprochó Saori, aunque inmediatamente después cerró los ojos y se estremeció por el dolor. Shun supo lo que quiso decir.

—Es un Santo de Oro, nuestro senpai[2], Seiya. Por favor repare y refuerce nuestros cuatro Mantos, Muu, lo necesitamos.

—De acuerdo, trataré de ser lo más veloz posible, quítenselas y síganme a mi taller. Kiki, lleva a Atenea a una de las habitaciones. Con cuidado —añadió.

—¡Sí! —Con ayuda de la extraña telequinesis que poseía, el chico hizo levitar a Saori y la llevó al interior del Templo del Carnero. Muu lo siguió a paso veloz, y los cuatro Santos de Bronce cerraron la marcha junto a las armaduras.

 

El interior brillaba por doquier, apenas se distinguían los detalles en los muros. Cada habitación estaba rodeada por ventanales de cristal que refractaban la luz del sol generando hermosos mosaicos arcoíris. El piso era totalmente blanco, un pasillo que se veía larguísimo. En algunas mesas se veían utensilios y artículos de artesanía totalmente de cristal y arena blanca, igual que un candelabro que imitaba la cabeza de un carnero. Todo el lugar parecía etéreo, casi celestial. En el centro del palacio el techo se reemplazaba por un tragaluz circular junto a la cúpula principal a la que se llegaba por la escalera de caracol, tan cristalina como el resto del Templo; parecía firme al mismo tiempo que frágil.

—Pensé que ustedes tenían capacidades de teletransportación —notó Hyoga al ver como Kiki llevaba con telequinesis a Saori a una de las alcobas en el ala este.

—Shiryu y yo solo pudimos llegar hasta el comienzo de la Eclíptica. Yo no venía aquí desde hace casi diez años, tal parece que el Sumo Sacerdote encontró una manera de impedir mi teletransportación al interior de la montaña —explicó Muu al tiempo que los hacía pasar a su taller, un salón que parecía ocupar casi todo el ala oeste. Instrumentos de construcción colgaban de las paredes y otros estaban sobre las mesas, había otros dentro de baúles y barriles abiertos, no parecían comunes.

El Santo de Aries se acercó a los cuatro Mantos que se quedaron quietos al centro del salón, sobre un pedestal que parecía de vidrio, pero que ni crujió. En sus manos cargaba cinco herramientas de color dorado; Shun reconoció el escoplo, el punzón, la aguja, el puntero y el martillo, como Daidalos le enseñó.

—Comenzaré. ¡Kiki, cien gramos de polvo estelar! —alzó Muu la voz por primera vez para que el niño que estaba al otro lado del Templo lo escuchara.

 

Varios minutos después.

Shun había salido nuevamente a tomar aire, el área cordillerana y montañosa en que se había transformado el cerro por el que habían subido aún tenía aire puro y respirable, que probablemente se limitaría más arriba. Le preocupaba Saori, era la diosa de la Tierra que los protegía, pero eso no servía de nada si ellos no la protegían a ella. Aún había una esperanza: vencer a los Santos de Oro que se opondrían a ellos en el camino siguiendo las órdenes del Pontífice, los cuales incluían... al Pez Dorado. ¿Tendrían realmente opciones...? Se tocó el colgante de su cuello, aquel que decía Tuyo por Siempre, mientras pensaba en su difunto hermano.

El Meridiano llamó su atención cuando una de las flamas azules se apagó de golpe, solo dejando otras once ardiendo y un vaho gris. Eso significaba que una hora ya había transcurrido, y el Manto del Carnero había perdido la batalla contra la saeta de oro.

—¡Ya se apagó un fuego! —alertó cuando ingresó nuevamente al taller. Seiya, que estaba sentado poco elegantemente en un sillón, se levantó rápidamente y se acercó a un costado de Mu, que seguía golpeando con el martillo a Draco.

—¡Vamos, Muu, deprisa! —gritó desesperado, pero el Santo de Oro no pareció darle importancia. En silencio se levantó y limpió el sudor de su frente.

—Ya terminé, colóquenselas.

Las cuatro armaduras estaban tan relucientes como si estuvieran nuevas, se oían sus gritos de vida. Pegasus alzó las alas, Draco rugió, Cygnus dejó un rastro de nieve, y Andrómeda movió las cadenas. Se unieron a sus dueños más rápido de lo que jamás habían hecho.

—Están llenas de energía —murmuró Hyoga mirándose el escudo reforzado.

—Me parece oír su respiración llena de vida —musitó Shiryu, inhalando y exhalando pausadamente.

—¿Ahora podrán resistir los golpes de los Santos de Oro? —preguntó Shun. Andrómeda se veía bella, rebosaba nuevas energías, parecía dispuesta a pelear sin temer nada.

—No para siempre —negó Muu—. Siguen siendo de Bronce, pero resistirán los primeros embates sin problemas. Sin embargo, no dependan de ellos.

—Sí. Muchas gracias, Muu, te lo debemos —-reconoció Seiya con humildad, antes de darse vuelta y disponerse a cruzar el Templo del Carnero.

—Antes deben recordar algo, jóvenes Santos —advirtió Muu, poniéndose de pie y mirándolos con ojos algo cansados, como si no solo hubiera utilizado fuerzas físicas en reparar las armaduras—. Jamás infravaloren a los doce Santos de Oro, son muy superiores a ustedes, no lo olviden. Son poderosos, y no tienen un estilo de combate común. Algunos de ellos se han jurado de corazón cumplir con ciertas condiciones para realizar técnicas que pueden ser fatales de un golpe, contrarias a la naturaleza duradera e incansable del Cosmos, al nivel del ataque de un dios, solo por cumplir esas reglas. Pero...

—¿Pero? —Todos notaron la pequeña media luna que se asomó en el rostro del Santo de Aries.

—Tampoco deben temerles tanto. La diferencia entre ellos y ustedes no depende exclusivamente del material de las armaduras que portan, sino que del Cosmos. En una batalla gana quien logre quemar más su energía y hacerla estallar a un nivel más alto con sus ideales, deseos, determinación y experiencia. Si los Santos de Oro son superiores es porque comprenden la esencia del Cosmos.

—¿Esencia?

—El centro de la energía, la fuente principal del Cosmos que los Santos de Oro comprenden a la perfección. El Séptimo Sentido.

—Vista, olfato, tacto, audición y gusto, son solo cinco —recordó Shiryu.

—A la intuición se le considera el sexto sentido —corrigió Shun.

—Tienen razón, y el Séptimo Sentido está más allá de esos, es la fuente de energía máxima del Cosmos, la réplica más cercana a la Gran Explosión que originó el universo, aquello que permite a los Santos de Oro luchar a la velocidad de la luz y conseguir tantas proezas. Ellos han comprendido la profundidad de los secretos del espíritu humano, lo dominan a la perfección igual que a sus cuerpos. Para que puedan ponerse a su nivel, también deben despertar ese sentido que duerme en sus corazones, y lograr que sea superior al de sus contrincantes. Algo parecido a ver, o a oír mejor que otro.

—¿La única manera de vencer a un Santo de Oro es despertar el Séptimo Sentido y superarlo? ¿Todo durante esta guerra?

—Exactamente. Eleven su Cosmos al máximo nivel, despierten su Séptimo Sentido, crucen los doce Templos, y hagan que el Sumo Sacerdote retire la flecha que mata a Atenea.

—¿Y ella...? Si la llevamos puede que...

—Déjenla aquí, si no se demorarán. Kiki y yo la cuidaremos.

Shun notó una pizca de desconfianza en el rostro de Seiya, y trató de evitar que dijera algo inapropiado, pero era tarde.

—¿Podemos confiar en ti? Habrá muchos que quizás vengan a tomar su vida ahora que está débil y...

Muu encendió su Cosmos, radiante, luminoso y puro, tan dorado como el esmalte de su armadura. Su rostro se tornó intimidante por unos instantes.

—También soy un Santo, Seiya, recuerda eso. No permitiré que el enemigo le toque siquiera un solo pelo a mi diosa, no lo dudes.

 

11:05 a.m.

—Seiya, Shiryu, Shun, Hyoga... por favor, vivan. Se los suplico, si la situación se vuelve peligrosa... —Saori no pudo continuar, se puso a toser sangre y perdió la conciencia de golpe. Según Muu, eso se repetiría varias veces durante las doce horas.

—No te preocupes, Saori. —Seiya le tomó las manos y las estrechó con firmeza—. De verdad eres ingenua si crees que te dejaría morir.

Y finalmente, los cuatro dejaron atrás el brillante Templo del Carnero, a la diosa Atenea, a Kiki y al Santo de Oro Muu de Aries.


[1] Antiguo palacio de emperadores mogoles, ahora monumento turístico indio.

[2] Término japonés que refiere a un superior, a una persona de más experiencia o un cargo más alto.

 

 

 

**

La imagen de Mu está en la página anterior, si no me equivoco, para las referencias...


Editado por -Felipe-, 20 febrero 2016 - 14:31 .

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#130 carloslibra82

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Publicado 28 octubre 2014 - 20:00

Uff, q buen comienzo de las 12 casas, además me encanta esa aura de misterio q le das a la Elíptica. Y también parece más lógico que Saori quede en el templo de Aries. Me cuesta imaginar que sorpresas se vienen ahora, sólo resta esperar!!



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Publicado 30 octubre 2014 - 18:35

Bueno al menos el Muu de tu fic sirve para proteger a saori.

en el anime por poco deja que la maten

los soldados del santuario (aunque con la personalidad que tiene saori,tampoco se le puede culpar XD)

 

esperando los proximos capitulos

 

 


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Publicado 30 octubre 2014 - 19:25

Uff, q buen comienzo de las 12 casas, además me encanta esa aura de misterio q le das a la Elíptica. Y también parece más lógico que Saori quede en el templo de Aries. Me cuesta imaginar que sorpresas se vienen ahora, sólo resta esperar!!

 

Bueno al menos el Muu de tu fic sirve para proteger a saori.

en el anime por poco deja que la maten

los soldados del santuario (aunque con la personalidad que tiene saori,tampoco se le puede culpar XD)

 

esperando los proximos capitulos

Jamás pude entender por qué Mu y Kiki la dejaron ahí tirada en las escaleras. Ok, comprendo que el carnero quisiera probar si era digna diosa y todo eso, pero seguía siendo una niña de 13 años (altamente desarrollada, pero niña al fin y al cabo), y lo máximo que hicieron por ella fue ponerle una manta encima cuando se puso a llover.

 

Quiero decir, tenían el templo de aries ahí mismo, y Mu maneja la telequinesis, no le costaba nada a ninguno de ellos subirla hasta allí. En ese, Kuru se pasó de mostrar a Mu como alguien "pasivo".

 

SEIYA I

 

11:18 a.m. del 11 de Septiembre de 2013.

El sol brilló a su izquierda por los primeros diez minutos, hasta que apareció a la derecha después. En un punto se encontraron con una triple bifurcación, pero las cadenas de Andrómeda sirvieron para llevarlos por el camino donde se sentía un Cosmos más potente.

Al final de la escalinata que escogieron se encontraron con una gran plaza, repleta de efigies de toro y gruesas columnas grises. De telón había una cadena de cataratas que generaba un ruido aparentemente muy relajante para Shiryu. Seiya miró hacia abajo en dirección oeste, podía ver el Meridiano desde ahí con toda claridad. Parecía construido para que se pudiera admirar desde cualquier punto del Santuario, ya que a la altura del Carnero estaba en una dirección opuesta. Una de sus doce flamas azules se había extinguido, la que marcaba el paso de la primera hora.

«Saori, tranquila, solo resiste». Giró el cuello hacia el este, donde había algo que lo llenó de nostalgia. «Allí gané a Pegasus». La medialuna que llamaban Coliseo, donde Seiya se había entrenado muchas veces, había sangrado, se había fortalecido, había corrido y una que otra ocasión llorado en completa soledad. Según recordaba, ese estadio estaba más cerca de ese reloj gigante que una vez confundió con naves extraterrestres, ahora estaban muy lejos uno de otro.

—Alguien nos observa —alertó Shiryu, levantando el rostro.

—Tiene razón —confirmó Hyoga, juntando algo de nieve en las manos—. Quieren atacarnos.

—Así es —dijo una voz. Súbitamente un guardia del Santuario apareció sobre una de las estatuas, vestido con una armadura de cuero y armado con lanza y escudo—. Esta es la plaza de toros del señor Aldebarán.

—¿Aldebarán? —se preguntó Seiya en voz alta. Le sonaba el nombre, quizás se lo mencionaron alguna vez en su niñez.

—Nos hemos reunido aquí todos los guardias apostados desde el Toro hasta el León, acabaremos con ustedes, niños —dijo un segundo que salió de detrás de un muro con un salto. Decenas de otros comenzaron a rodearlos, venían armados hasta los dientes, eran aquellos que no habían logrado convertirse en Santos de Atenea. A algunos los conocía de vista, habían hasta comido juntos en el comedor, y habían reído en la armería.

—Si son guardias entonces nos deben respeto y obediencia, ya que somos de un mayor rango —les recordó Seiya, a sabiendas de que no serviría de nada.

—Pero son traidores a ojos del Sumo Sacerdote, por lo que no les debemos nada, Pegaso —aclaró el primer guardia. Seguían apareciendo cada vez más; incluso si los derrotaban, sería seguro que los demorarían, así que tenían que acabar rápido con esa situación.

—No quisiera lastimarlos. —Esa ya era casi la frase característica de Shun.

—Peleen, pero recuerden que no hay razón para matarlos —susurró Shiryu para que solo lo oyeran sus compañeros, alzando su reforzado escudo esmeralda—. Solo son hombres engañados.

—Será difícil no hacerlo —musitó el Cisne con frialdad no fingida.

—¡Adelante!

 

Se demoraron aproximadamente cinco minutos en vencerlos a todos. Hyoga hizo lo posible por solo dejarlos inconscientes de un puñetazo luego de congelarles las piernas. Shun hizo su trabajo sin dificultades, se sentía medianamente a gusto en una batalla que no era a muerte. Shiryu parecía tener diez ojos, y Seiya noqueó a su grupo con mucha velocidad y puntería. Ningún muerto.

—Bueno, sigamos, tenemos el camino despejado hasta el quinto palacio —dijo Seiya limpiándose el polvo de las manos en los pantalones.

—Allí está el Templo del Toro que veíamos desde abajo como la cima —apuntó Shun. La gigantesca estructura los esperaba al final de otra escalera.

—Es más grande que el Carnero. Mucho más grande —se corrigió después de mirarlo bien—. Parece una ciudad completa.

—Ptolemy lo llamó el más grande de los doce —recordó Hyoga.

El segundo palacio era de un color más gris que el primero, aunque en la forma era similar, con las alas laterales retrasadas con respecto a la primera, la que en su friso tenía el cráneo huesudo de un toro de largos cuernos rodeando el símbolo de la constelación, un círculo con cachos. No había ventanas brillantes ni alfombras blancas, sino que era un templo más bien pálido, de dos pisos, aunque en dorado brillaba la inscripción Taurus.

Seiya abrió el portón de plomo con cuidado y se encontró con un interior sorprendente. Había varias antorchas encendidas delante de estatuas de ébano que representaban minotauros de pie, con hachas en las manos. Larguísimas cortinas rojas caían por las paredes pasando por el segundo piso, y un enorme candelabro colgaba del techo, Seiya se preguntó cómo es que no se caía en las batallas.

—No siento presencia enemiga —dijo Shun, mirando su cadena diestra.

—No hay que confiarse. —Shiryu avanzó, pasó junto a una gigantesca mesa rectangular que podía ser bien para doce personas, y no para una—. Puede ser una trampa, no conocemos al Santo de Tauro.

—¡Jua, jua, jua! ¡Ahora me conocen! —Una voz estridente y vigorosa, y un hombre más alto que Mozes, pero no tanto como Algheti, apareció frente a ellos tras cruzar una puerta lateral.

Era de tez oscura, largo cabello negro y ojos de ébano bajo cejas espesas que parecían pegadas entre sí. Su barba oscura rodeaba su cuadrada barbilla, estática a pesar de la intensa risa. La armadura de tonos dorados tenía varios detalles grises y muchos filos que asemejaban cuchillos, los dos principales sobre las hombreras, pero también había en los brazales, perneras y rodilleras. Grandiosos cuernos de oro salían desde el yelmo, y en los pectorales marcados en el peto había trozos de pan que no trató de ocultar—. Soy e Sato doro Adebadán...

—¿Qué cosa? —preguntó Seiya. Los rostros de sus compañeros indicaban que tampoco habían entendido una palabra. El gigante tragó lo que masticaba y repitió su presentación.

—¡Soy el Santo de Oro Aldebarán de Tauro! —El hombretón se cruzó de brazos y encendió su Cosmos, una llamaradas mil veces mayor a la de Algheti—. Lo lamento, pero no pueden cruzar este lugar sin mi permiso.

—Ya hemos perdido mucho tiempo —dijo Hyoga. Junto a Shiryu y Shun se arrojaron sobre el Santo de Oro para pasar hasta por encima, y Seiya se quedó atrás para disparar desde el principio sus Meteoros.

Su técnica la realizó pensando en hacer el mayor daño posible, pero no le hizo ni cosquillas al grandulón Aldebarán, que ni siquiera se inmutó. Se mantuvo sonriente con los brazos cruzados mientras el dorado de su peto reflejaba los azules de los ataques que chocaban con una pared de hierro. En cuanto a sus compañeros, fueron despedidos hacia atrás por una presión invisible de gran impacto de ataque.

Solo fue un resplandor, el chispazo de la mañana cuando el sol se asoma por las montañas, y cuando los tres se adentraron a la luz, en ese trozo de segundo, Seiya oyó tres gritos y los vio caer sobre el piso, Hyoga sobre la mesa que perdió una pata. Al comprobar el estado de su Cosmos, notó que estaban inconscientes. ¡Con solo un resplandor, sus compañeros fueron vencidos!

—Es imposible... ¡Qué velocidad tiene este tipo! —No tenía la menor idea de cómo los había golpeado, pero era obvio que su movimiento fue lo que produjo el destello, y fuera como fuera, también había sido un golpe tan duro que pudo con los tres a la vez. Y recién habían llegado...

—No tienen mi permiso para atravesar el Templo del Toro, vuelvan por donde vinieron, no me gustaría convertir a niños en charcos de sangre —anunció el hombretón, sobándose la pansa—. Además, me molestaron tomando mi desayuno, eso es una falta de respeto. ¿Fuiste al comedor ya, Pegasus?

«¿Me conoce?»

—¡Te quitaré ese permiso a la fuerza, ponte en guardia!

—Ya estoy en guardia, no necesito más que esto —Aldebarán esbozó una sonrisa y se cruzó de brazos otra vez, por delante de su vigoroso pecho.

—Qué arrogante, ¿acaso crees que...? —Seiya se tuvo que callar de golpe cuando la estatua que estaba a su espalda se hizo polvo. No vio el puño del Santo a la velocidad de la luz, ni siquiera le pareció que se movió, fue una sensación parecida a la que vivió al enfrentar a Aiolia, solo oyó el resultado del golpe, pero nunca el inicio o el desarrollo. Una alarma resonó en su cabeza. «Los Santos de Oro son fuertes..., muy fuertes».

—Regresa a oriente, Pegasus. Como los demás Santos de Oro, recibí órdenes de tomar la vida de los traidores, pero... por esta vez podría hacerme el tonto, no quisiera dañarlos. Llévate a tus compañeros, lárguense. Ya viste la diferencia entre nuestros poderes.

—Yo... —Por primera vez en su vida, Seiya titubeó, dudó si sería capaz de superar este desafío, era algo completamente distinto a luchar con un Santo de Plata que manipulaba corrientes de aire. Aldebarán podía dejar tres Santos de Bronce inconscientes sin mover un músculo, era necesario considerar su oferta. Pero...—. Lo siento, no me daré por vencido.

—¿Qué dices? —se sorprendió Aldebarán—. ¿Qué te hizo elegir la opción estúpida? Su estafa terminó, chicos, deben...

—¡Atenea! —gritó, encendiendo su Cosmos azulado al mismo tiempo. Ella lo había tratado mal cuando niño, lo golpeó y se burló de él, era una adinerada y manipuladora chiquilla caprichosa que nunca pensó en nadie más que ella y su abuelo, pero ya había madurado con los años.

¿Para qué iba a negarlo? Era Atenea, y su deber era pelear por ella. Además era Saori, una mujer por la que tal vez daría la vida, pues ella era la que merecía vivir. Era gentil, compasiva y comprometida con su destino. Y ahí estaba, en el Templo del Carnero, desangrándose porque no fue lo suficientemente rápido como para bloquear la flecha del Santo de Plata, y todavía rogando para que hablaran con el Pontífice para que detuviera sus planes, y no para rescatarla. No, los planes parecían a largo plazo, pero ella solo tenía unas horas más, y no la dejaría morir así como así nada más.

Y no solo porque estaba en el contrato del Santo, o porque ella era la líder legítima de la Tierra... Suspiró al no poder pronunciar claramente ni en su mente la verdadera razón de que peleara por ella. «Vaya, y hace un mes aún la odiaba», fue lo único que pudo pensar.

—¿Atenea? ¿Dices que crees en serio que esa muchacha...?

Seiya saltó y disparó nuevamente sus Meteoros. Esta vez se concentró mucho más, debía dar mayor cantidad de golpes con mayor potencia de fuego. Nuevamente cada estrella fugaz chocó contra la ominosa armadura de Oro, ni siquiera la capa dorada se rasgó. Aldebarán levantó la vista y sus ojos negros brillaron amarillos mientras Seiya aún estaba en el aire.

 

Jamás en su vida había recibido un golpe tan doloroso. Sintió que los huesos de su cuerpo se habían salido de sus casillas, quebrados. Fue como si una estampida de salvajes búfalos lo arrollara una y otra vez, pisándolo con sus potentes patas, mugiendo con fuerza inigualable que no le permitía pensar ni defenderse, fuese por instinto. Ni siquiera estaba seguro si estaba en de espaldas o de pie en el piso, o tal vez en el aire aún.

Cuando abrió los ojos ya no estaba en el salón principal del templo, sino que en una cocina blanca, pulcra, repleta de frutas y carnes por todos lados. Había un agujero en uno de sus muros, por donde había sido arrojado, pero el polvo bajo el boquete era lo único sucio allí. El salón debía estar muy lejos, porque Aldebarán se veía casi como un punto, lo que significaba que durante el ataque —que debió durar menos de un segundo— lo había hecho atravesar a la fuerza una buena cantidad de habitaciones como si nada.

—Por tu culpa tendré que hacer muchas reparaciones en mi casa, ja, ja —dijo a viva voz, su risa un eco en sus oídos ya fastidiados por un pitido.

—Será tu cuerpo el que tengas que reparar cuando... ah... —Trató de ponerse en pie, pero le fue imposible y cayó nuevamente de rodillas, mareado, dolorido, con fuertes ganas de vomitar. «Qué bestia es para golpear, si es que eso fue lo que hizo».

—Ese fue el Gran Cuerno[1]. —Aldebarán se acercó lentamente a él, pasando por las habitaciones mirando las murallas derrumbadas. Sus pisadas hacían retumbar las piernas de Seiya—. La técnica principal de los Santos de Tauro a través de las generaciones, se desarrolló durante la primera Guerra Santa contra el dios Ares para poder luchar par a par con sus violentos soldados.

—¿Gran Cuerno? —«Más bien Gran Tanque». Apoyó una mano con fuerza en el suelo, se aguantó las ganas de vomitar, se dio impulso y ayudándose de una columna cercana, Seiya de Pegaso logró levantarse.

—Felicidades, Pegasus. Y tu Manto aguantó bastante bien, supongo que fue Muu quien la reforzó para resistir los golpes de oro... —con cierto aire de nostalgia y una gran sonrisa cuyos extremos se estancaron en los duros flancos que eran sus mejillas, Tauro miró un punto casual en el techo—. Se ausenta por más de diez años y regresa ayudando al enemigo. ¿Qué ese cree ese apático hippie?

—Gracias a Muu y esta armadura podré vencerte.

—Al contrario, es una desventaja. Si tuvieras tu antigua armadura ya habrías muerto, pero ahora sufrirás mucho.

Seiya vio un destello, nada más, y nuevamente fue arrojado, en una dirección más bien diagonal, esta vez en el baño contiguo, atravesando una segunda pared. El agua de una tubería le empapó el cabello, y notó un grifo escondido en el espacio entre su hombrera y el peto. El sabor de la sangre se acumuló en su boca y los músculos le ardieron cuando intentó levantarse de nuevo.

Aldebarán apareció junto a él con el pie alzado, listo para aplastarlo como a una hormiga.

—¡Seiya! —gritó Shiryu, apareciendo de improviso de rodillas delante de él, levantando el escudo y usando su Dragón Eterno para bloquear el gigantesco zapato de Taurus. Shun pasó sus cadenas alrededor de su cuerpo para intentar paralizarlo, y Hyoga disparó su Polvo de Diamantes  a una temperatura que congeló el chorro en su cabeza, justo antes de llegar a uno de sus ojos.

—Ooooh —dijo el Toro, alargando el tiempo del círculo de su boca—. Así que también tienen coraje y determinación, me alegra mucho eso. Pero también es lamentable, Cygnus, tu hielo jamás será capaz de congelar mi Manto de Oro.

—¿Qué? ¡Ah! —Hyoga soltó un corto quejido cuando un manotazo invisible arrasó con hielo y Santo, invitándolo a cruzar otro muro, en el ala este.

—Y tú, Andrómeda, necesitas más fuerza si quieres domar a un búfalo. —Tauro encendió su Cosmos sin desarmar su postura, y Shun salió volando hacia arriba como por artes de magia, las cadenas colgaron como si fueran hilos de seda.

—Shiryu, hazte a un lado, este hombre es...

—Tú también verás mi... oh, lo siento. —Aldebarán se sonrojó por un leve instante que pareció alargarse, así de raro era pelear con un hombre tan distinto a ellos—. ¡También sentirás mi Gran Cuerno!

—¡¡Seiya, huye!! —Shiryu se perdió entre las distintas cámaras del gigantesco Templo del Toro. Largas cortinas rojas se rasgaron, algunos pilares se agrietaron, y Seiya comenzó a enterrarse en el suelo gracias a la fortaleza hercúlea de Aldebarán, quien le pisaba el estómago.

—Esta será tu tumba, Pegasus.

 

Estaba oscuro, el cuerpo no le respondía, e era incapaz tanto de moverse como de sentir algo... incluso dolor. Supuso que así debía ser la muerte, un sueño tranquilo, un suave destino a donde lo llevaba la Parca.

«Pero... pero primero debo ayudar a Saori». Ella había estado haciendo lo posible por ayudar en todos lados, desde que fue personalmente al orfanato a cuidar a los niños hasta que arriesgó su vida para que Aiolia entrara en razón. Merecía seguir viviendo, y Seiya prometió ayudarla. Una promesa era una promesa... «Lindo pensamiento, Seiya, ahora vamos, debes levantarte...»

También quería ver a Marin, tan parecida a su hermana. Deseaba preguntarle por qué decidió convertirse en Santo, y muchas otras cosas que no le dijo nunca.

Seiya movió un dedo. «Lo siento, Seika, necesito que me sigas dando apoyo desde el más allá, pero no puedo ir contigo todavía, hay otra cosa que debo hacer antes, y es vencer a Aldebarán... ¿Pero cómo hacerlo?»

 

***

—Seiya, los combates entre Santos pueden alargarse incluso por mil días, pero en la antigüedad, las peleas entre samuráis duraban muy poco— le enseñó un día su instructora, mientras se calentaban las manos juntos ante una fogata.

—¿Por qué? —Él no supo responder en esa ocasión, así como muchas otras, pero ella siempre se daba el tiempo para explicarle.

—Porque luchan sacando la espada de la vaina, cortan y la guardan otra vez para continuar con otro combate. Pero en el momento en que la espada está fuera de la vaina, en realidad está muerta.

—¿Muerta? —preguntó con los ojos muy pesados.

—Sí. El mejor momento para vencer al samurái es cuando la espada está fuera de la vaina, antes de guardarla para su siguiente ataque... ¡Maldición, no te duermas, Seiya!

***

 

—Está muerta... —susurró en el suelo. Escuchó un grito de Shun en una habitación cercana, y el derrumbe de otra muralla. Antes que la situación empeorara, debía ponerse de pie con el recuerdo fresco.

—¡Pegasus! Sigues con energías —dijo Aldebarán al cruzar miradas. El Toro se veía borroso e inclinado hacia un lado y luego al otro.

—No es un ataque invisible, es que es tan veloz que no puedo verlo, pero lo que haces es igual a sacar una espada de samurái —dijo a toda velocidad para no perder la conciencia y las memorias.

Sus piernas flaqueaban pero su Cosmos crecía más y más. Shun, Shiryu y Hyoga tenían dificultades para ponerse de pie, dispersos a lo largo y ancho del salón principal al que tuvo que arrastrarse otra vez.

—¿Samurái?... ¿A qué rayos viene eso, te golpee tan duro en la cabeza?

«Solo debo atacar cuando haya lanzado su Gran Cuerno, aunque primero romperé su postura, y después... Ah, sí, lograr esquivar un rayo de sol».

Seiya volvió a lanzar sus Meteoros, era la tercera vez y le sorprendió que aún pudiera aumentar la velocidad. Contó mil cien durante el segundo, y mil trescientos cuatro en el tercero.

—¿No te dijo Aiolia que para un Santo de Oro esa técnica es tan lenta como una tortuga? —preguntó el gigantón, inmóvil, recibiendo los puñetazos de luz como si fueran golpes de una pelota de goma.

Mugió y disparó su Gran Cuerno al tiempo que Seiya concentraba el Cosmos totalmente en su puño derecho, justo cuando las piernas volvieron a flaquear, y un temblor sacudía todo mueble del palacio.

—¡Brilla, Cosmos! —gritó Seiya, dando un brinco, pasando por encima de la estampida de búfalos sin dejar de lanzar saetas celestiales, aunque trató de unirlas más, concentrarlas en un foco central.

—¿¡Eh!? ¿Un Cometa? Unes todos los Meteoros en un solo punto de gran potencia, ¿eh?... ¡Oh! Va a hacer que rompa la... ¡Ah! —Aldebarán desvió la esfera de energía con la mano... la cual tuvo que alejar del otro brazo.

Aldebarán tuvo que separar los brazos.

—Sacaste la espada de la vaina. Aunque te muevas a la velocidad de la luz no tendrás el mismo efecto al atacar, ¡y ahora voy a romper tu Gran Cuerno!

—Niño insensato, no solo tengo técnicas que utilizar con esa postura. Por ejemplo, ¡este es el Brazo de Acero[2]! —Aldebarán golpeó velozmente al aire con su brazo derecho, Seiya vio un búfalo salvaje correr hacia él, y arrojarlo contra una muralla que se despedazó apenas lo tocó. Esta vez unos platos le cayeron encima de la cabeza—. ¡Ya basta, Pegasus!

—No voy a dejar morir a Atenea... —respondió Seiya a su amenaza. Se puso de pie con sus energías aumentando en proporcionalidad directa al malestar de su cuerpo—. Mi hermana no desea que la visite aún...

—¿Se levantó otra vez? —Una gota de sudor corrió por la frente de Tauro, cosa que no había pasado ni con el enorme casco encima—. ¡Esto no es normal!

—Los vi. No solo tu Brazo de Acero¸ ya vi también tu Gran Cuerno, Aldebarán —dijo Seiya, brincando muy alto, alcanzando el segundo piso y acercándose al enorme candelabro de araña en el techo.

—¿Qué? ¿Acaso es...? ¡Bah, me das todo el tiempo para ejecutar mi Gran Cuerno, Pegasus! —Aldebarán cruzó los brazos, y Seiya vio de manera un poco borrosa cómo los separaba y soltaba un destello de luz, justo antes de regresarlos a su posición anterior.

El candelabro de destruyó en pedazos, los cristales refractaron la luz del Gran Cuerno por todos lados, y Seiya se escondió detrás de ellos a la vez que esquivaba las estelas dejadas por la estampida de toros. Esperó casi un segundo y descendió hacia Aldebarán con el Cometa concentrado en la mano derecha.

Lo disparó al mismo tiempo que el Toro desplegaba su Brazo de Acero para deshacerse de los cristales, y Seiya se encaramó en uno de los escombros del techo que caían en cámara lenta para impulsarse hacia un lado. Al caer, notó la desventaja en el enorme cuerpo de Aldebarán, y pensó que la proporción de energía en su gran cuerpo era muy desigual. Mantuvo firme la mano, radiante con llamas azules, y la movió hacia abajo como una espada.

 

—¡Seiya! —gritaron sus tres compañeros. Dijeron algunas cosas más, pero Seiya apenas los oía, estaba mareado y se le revolvía el estómago. Había caído de rodillas sobre las patas de una silla, y le dolían todos los músculos de su cuerpo, no necesitaba cerciorarse de contarlos. Pero sonreía...

—Pegasus... eres... —musitó Aldebarán de Tauro, inmóvil, aunque de una manera completamente distinta que antes.

—Seiya, trata de levantarte o nos hará pedazos... —dijo Shiryu, ubicándose de nuevo entre él y el Santo de Oro con el escudo de jade en alto.

—¡Espera Shiryu! Mira... ¿acaso eso es...?

Un metro más allá de Seiya lucía un cuerno dorado, brillando como rayos de sol, pero separado totalmente del yelmo de búfalo que estaba ligeramente inclinado a la derecha en la cabeza sudorosa de Aldebarán.

—Te dije... que rompería tu Gran Cuerno... no solo la técnica, de hecho...

—Pegasus... ¡Maldito! —Cuando Seiya abrió bien los ojos se encontró más allá de la espalda de Shiryu con el rostro intimidante de Aldebarán. Estaba iracundo, su Cosmos ardía más que nunca, y hacía temblar todo el palacio. Shun y Hyoga se pusieron en posición de pelea, pero sus piernas tiritaban.

—Acabará con todos. Al menos estamos juntos —susurró Shun.

—Todos ustedes... son... unos... malditos... je, je.

—¿Je, je?

—¡JA! ¡Jua, jua, jua, jua! —rio el Santo de Oro con fuerza y una alegría sorpresiva. Parecía hacer retumbar toda la casa, y la llama dorada a su alrededor ni siquiera estaba todavía encendida.

—¿Pero qué demonios...? —Seiya bajó los brazos, desconcertado, igual que sus compañeros. Solo Hyoga se mantuvo en guardia, aunque bien podía significar que estaba paralizado del asombro.

—Oh, por todos los dioses, lograste romperme un cuerno. Es cierto que mi Cosmos había disminuido mucho en esa zona para concentrarlo en mi Brazo de Acero, pero aún así es de Oro, sigue siendo una proeza impresionante, ja, ja, ja.

«Este hombre debe tener un megáfono en el yelmo, o algo». Seiya se levantó con ayuda de Shiryu, sin temor. El Cosmos del Toro que cubría por completo el templo se había apaciguado, ahora sonreía con alegría y aires de amistad.

—¿De qué se trata esto? —inquirió Shun, cuyas cadenas colgaban dóciles de sus manos como perros amaestrados.

—Seiya, tienes el permiso del Toro dorado para pasar —anunció Aldebarán antes de mirar a los demás y rascarse el yelmo—. Ah, qué diablos, también ustedes me vencieron. —Y causando un ligero temblor, Aldebarán se dejó caer en el suelo, sentado con las piernas cruzadas y la mano sosteniendo su mejilla izquierda—. Ya, váyanse de aquí.

—Pero... Aldebarán, ¿por qué...? —De verdad no lograba entender nada, tal vez debido a los golpes que todavía no le dejaban enfocar bien lo que veía.

—Me vencieron —respondió el Santo, mirándolo directo a los ojos mientras con su dedo jugaba con un tenedor doblado en el piso—. Su determinación, coraje, compañerismo y valentía han sido superiores a mi poder. Incluso, por poco menos de un segundo, tu velocidad llegó al mismo nivel que la mía. —Miró en derredor con las mejillas infladas y los labios apretados, como a punto de estallar en risa—. Romper tantas de mis cosas también se considera una proeza, ja, ja.

—¿En serio?

—Sí. Era la única manera de superar mi Gran Cuerno, ya que se ejecuta a esa velocidad. A eso le llamo... “casi-casi” Séptimo Sentido. Y ustedes lograron aguantar mis golpes solo a base de fuerza de voluntad, de verdad es admirable. —Le brillaron los ojos mientras decía esas palabras, pero los cerró de golpe y bajó la cabeza—. Ya, basta de plática, ¡largo de aquí, enanos!

Shun y Shiryu le sonrieron. Hasta Hyoga mostró algo parecido a una mueca de relajo.

—Muchas gracias, Aldebarán.

—Como sea, Pegasus. Quiero decir... Seiya. Recordaré tu nombre.

Los cuatro se dieron media vuelta y, sostenidos unos de otros, reunieron las energías para dar el paso siguiente, pero Taurus los llamó de nuevo.

—Una cosa más. Seiya. Solo tocaste el Séptimo Sentido, no lo has despertado por completo. Y yo te dejé pasar, pero tienes que recordar que aún te falta mucho recorrido, y no todos los de adelante son como yo. Lo mismo les advierto a ustedes.

—¡Sí!

—Y... verán, su siguiente oponente, mi vecino de más arriba es... —Su voz dudó y se rascó la cabeza por encima del casco otra vez—. Eh... digamos que no es como yo. Para nada como yo. Es uno de los dos Santos más fuertes en la actualidad, y es... complicado.

—¿De qué hablas?

—No lo hagan enojar, y abran bien los ojos. En serio.

Con esas crípticas palabras, Seiya, Shun, Shiryu y Hyoga dejaron el Templo del Toro, y a su guardián Aldebarán de Tauro. La segunda llama del reloj se apagó justo en ese momento, como comprobaron al mirar abajo por detrás de una cumbre.


[1] Great Horn, en inglés.

[2] Steel Arm, en inglés.

 

 

*****

 

Este fue mis segundo dibujo, lo hice hace muuuchos meses. Odio la capa, pero estoy conforme con el resto.

Spoiler

Editado por -Felipe-, 20 febrero 2016 - 14:33 .

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#133 carloslibra82

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Publicado 30 octubre 2014 - 21:35

Muy bien resumida la pelea con Aldebarán, era más lógico q seiya recién empezara a tocar el séptimo sentido. Una pregunta: ¿no te convence la explicación de Aioria en Hades de q el cosmos de Athena desde la era mitológica impide la teletransportación en las 12 casas? Pq Mu dijo q el Sumo Sacerdote estaba haciendo algo q impedia la teletransportación. Me gustaría saber q piensas de eso. Saludos, el fic sigue genial!!



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Publicado 31 octubre 2014 - 16:06

Jajaja la parte en la que Aldebaran se burla de Shiryu fue muy comica 

 

PD:el dibujo te quedo bien pero creo que te hubiera quedado mejor si lo hubieras hecho en forma de cuernos en lugar de lanzas

 

esperando el proximo capitulo 


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Publicado 01 noviembre 2014 - 18:38


Muy bien resumida la pelea con Aldebarán, era más lógico q seiya recién empezara a tocar el séptimo sentido. Una pregunta: ¿no te convence la explicación de Aioria en Hades de q el cosmos de Athena desde la era mitológica impide la teletransportación en las 12 casas? Pq Mu dijo q el Sumo Sacerdote estaba haciendo algo q impedia la teletransportación. Me gustaría saber q piensas de eso. Saludos, el fic sigue genial!!

Exactamente, no me convence. Saori nunca ha estado en el Santuario, y se ha visto en ocasiones como Mu se teletransporta, hasta DM lo hace, así que para que tuviera sentido que Mu no subiera directamente al último templo, metí eso del Sumo Sacerdote. ¿Cómo lo hace? La explicación irá más adelante.

 

Jajaja la parte en la que Aldebaran se burla de Shiryu fue muy comica 

 

PD:el dibujo te quedo bien pero creo que te hubiera quedado mejor si lo hubieras hecho en forma de cuernos en lugar de lanzas

 

esperando el proximo capitulo 

Hm... sí, tienes razón, hubiera quedado mejor xD

 

 

MUU I

 

12:05 p.m. del 11 de Septiembre de 2013.

Le pidió a Kiki que cuidara bien de ella; el pequeño se sentía muy a gusto cuando le daban grandes responsabilidades, aunque no lo admitiera. Después de sentir que todos los guardias desde Taurus a Leo habían sido derrotados en cinco minutos, calculó que se lo pensarían dos veces antes de reintentar algo parecido. Al menos les tomaría un tiempo crear un plan, y en ese momento querrían atacar tal vez a la misma Atenea. Pero aún había algo de tiempo...

Subió las escaleras a pie sin siquiera intentar teletransportarse, no valía la pena. No por el Cosmos de aquel que controlaba el Santuario, sino porque no le gustaba: prefería el camino del esfuerzo, aquel que requería de sus propias energías.

Esos jóvenes arriesgaban sus vidas corriendo sin parar por la Eclíptica, no le parece justo, en comparación, el otro método. «Creo que es lo mínimo que puedo hacer, por ahora...», pensó mientras pasaba sobre los cuerpos inconscientes de los soldados rasos.

Su vecino estaba sentado en el suelo comiéndose un gran muslo de pavo. Su capa estaba polvorienta, los muros destrozados, el candelabro hecho trisas en el piso, las cortinas rasgadas y las columnas derrumbadas, pero el Toro comía, aun así, con bastante alegría.

—Aldebarán —saludó. Hacía diez años que no lo veía.

—¿Eh? Oh, no te dentí llegad, Muu... —dijo con algunas dificultades al tener la boca llena. Intentó levantarse, pero algo se lo impidió. Se limitó a dejar el trozo de animal asado sobre una mesa cercana de la que solo quedaban tres patas.

—Pareces agotado.

—Hace mucho que no tenía una pelea tan intensa.

Muu se fijó entonces en el yelmo que sostenía el Toro bajo el brazo y los pliegues de la capa.

—Te ves más... asimétrico de lo normal.

El rostro que puso su compañero fue de una marcada confusión y sorpresa; después abrió la boca, tomó aire, y rio con su estruendo característico.

—¡Jua, jua, jua, jua! Tienes veintinueve años, y recién hoy vienes a decir tu primera broma. Oh, por los dioses, es un verdadero honor haber presenciado tan memorable acontecimiento, ja, ja.

—¿Quieres que lo repare? —preguntó, sonriéndole.

—¡No, no! —repuso Aldebarán, mirando el cuerno cortado sobre una silla lejana—. Quiero que se quede así, es una muestra de mi derrota.

—¿Derrota? —inquirió Muu.

—Esos chicos me vencieron, Muu, con todas las de la ley. Estoy orgulloso de haberlos enfrentado, tienen mucho futuro.

—¿De qué hablas? Si hubieras querido esos cuatro muchachos serían ahora unas manchas de sangre en tu piso.

—No, no, ellos me derrotaron —reafirmó Aldebarán con una gran sonrisa y un movimiento desinteresado de su mano.

—¿No será que te estás suavizando con los años?

—Por favor, claro que no. Mejor dime algo, estimado Carnero. Imagina esto: unos chicos de Bronce llegan hasta mi hogar y me vencen porque el vecino de abajo los dejó pasar. ¿Qué te parece esa situación hipotética?

—Tú lo sabes.

—Más aún —insistió su compañero, haciendo caso omiso de la respuesta—, de paso dime por qué diablos abandonaste el Santuario, ni siquiera te nos uniste a luchar con los Titanes en terreno.

—Me preguntaste lo mismo cuando nos vimos en Jamir, te dije que tenía mis motivos —respondió Muu. Podría haberle contado lo del Sumo Sacerdote y sus razones para sospechar de él, pero aún no era tiempo. Si se lo decía, Aldebarán con mucha probabilidad subiría las escaleras a enfrentarlo, y eso arruinaría el camino y la misión de los Santos de Bronce.

—Acompañé a Aiolia a reparar su León, pero también consideré oportuno traerte aquí otra vez. Eres el primer guardián de la Eclíptica, pero por tu ausencia, el trabajo pesado me ha tocado a mí, y yo no tengo tus truquitos de cristal...

—De acuerdo, Aldebarán, de acuerdo —se permitió Muu sonreír otra vez. El Toro dorado era un hombre noble, transparente y de buenos sentimientos, un amigable y correcto Santo de Oro—. Los dejé pasar porque soy su aliado, es así de sencillo. Por eso les reforcé los Mantos.

—Sabes muy bien que eso es traición, Muu.

Aldebarán ni siquiera encendió una pizca de su Cosmos cuando le advirtió eso, no buscaba luchar. Su cara tampoco se tornó amenazante.

—Lo sé, pero estamos en un momento decisivo donde no hay que evitar tomar riesgos por esos jóvenes. Además, tú también los dejaste pasar...

—Ya te dije que me vencieron.

—¿Debería suponer que utilizaste tu Máximo Cuerno[1], Aldebarán? —Formuló la pregunta cuidando de sonar totalmente normal.

—¿Mi Máximo...? ¿¡Estás loco!? ¡Son solo niños, por todos los dioses! ¿Cómo podría querer...? —Aldebarán se levantó de un salto, olvidándose de su supuesto agotamiento. Al caer causó un pequeño temblor.

—¿Ya ves? —Lo había atrapado.

—¿Eh, veo qué?... Ah... ¡Ah, maldito seas! De acuerdo. Tú ganas, Carnero.

—¿Cuánta intensidad aplicaste en tu Gran Cuerno? ¿La mitad, un tercio?

—Eso no importa; en cierta manera, sí me vencieron.

—Porque te cortaron el cuerno y obligaron a que les permitieras pasar.

—Algo así. —Aldebarán se rascó la barbilla y tragó saliva, parecía a punto de decir algo que no le convenía—. Te seré sincero, Muu, cuando escuché sobre estos rebeldes, me costó mucho creerlo. No se lo dije, pero estuve ahí cuando Seiya se ganó su armadura.

—¿Qué te pareció?

—Un chico arrogante e impulsivo, pero lleno de justicia y valor, un joven y prometedor guerrero. Fue extraño que de repente se volviera un traidor junto a una decena de Bronces más, y que en cosa de días, tuvieran una falsa Atenea de su lado para intentar controlar el Santuario y derrocar al Sumo Sacerdote.

—¿O sea que creíste lo que dijeron?

—No. Por supuesto que no —reafirmó el Toro—. Tuve mis dudas sobre su actuar, pero las palabras del Pontífice son absolutas, porque vienen directamente de Atenea, ¿no? Supuse que el poder volvió codiciosos a esos niños de Bronce, así que cuando se informó que habían aparecido en el Santuario con esta chica haciéndose pasar por mi diosa, imaginé que todos ellos estaban metidos en el plan, y que habían creado esa artimaña para cumplir sus egoístas objetivos. Cuando abrieron mi puerta estaba dispuesto a matarlos.

—¿Y qué pasó? —Muu lo sabía, pero quería escucharlo directamente de él.

—Ellos... le creían, Muu. A diferencia de Asterion, no puedo leer la mente de las personas, pero mi instinto me lo repetía una y otra vez. Seiya gritó «por Atenea» cuando estuvo en problemas, dijo que haría todo por ella. Sus compañeros actuaban como él. Si hubiera sido una treta, lo habrían admitido y renunciado apenas les lancé mi primer Cuerno, pero continuaron. —Como para hacer hincapié, Aldebarán repitió las palabras en voz alta, mirando al techo—. Podían morir, pero continuaron, Muu.

—¿Crees que luchan realmente por Atenea?

—Ellos creen sinceramente que sí, apuesto a que también te diste cuenta. Aunque fuera por un motivo falso, ese valor y esas ganas de pelear por la justicia, ese honor y esas agallas de Seiya cuando me cortó el cuerno... No sé, sentí que al menos merecían una oportunidad de vivir. Incluso quise creerles, desee que fuera verdad lo que Seiya decía. Opté por perdonarles la vida y premiar su esfuerzo.

—Atenea... —murmuró Muu, pensando en aquella que intentaba dormir en una de las habitaciones del palacio; cosa imposible, producto del dolor en su pecho y la continua pérdida de sus energías.

—Esa chiquilla los debió manipular muy bien, me dan lástima, realmente le creyeron todo. Sé que eres piadoso, Muu, todo amor y paz, pero no deberías tener a esa chica durmiendo en el Templo del Carnero. Si va a morir de todas maneras, debería hacerlo lejos del Santuario, en su natal Japón. Es una ofensa a la verdadera Atenea que una usurpadora esté aquí.

Muu le sonrió con verdadera alegría, hacía años que no sentía algo así en su corazón. Al menos le podía revelar eso a la vez que impedía que siguiera sacando conclusiones erradas.

—Aldebarán... —suspiró Muu, antes de las palabras importantes—. Ella es la verdadera Atenea.

—¿Quién?

—Saori Kido.

—Sí, así se llama la impostora.

—Es Atenea.

—¿La falsa Atenea?

—La verdadera Atenea.

—¿Quién es la verdadera Atenea?

—Saori Kido.

—¿La verdadera Atenea es...? Momento... ¿Qué? ¿¡QUÉ!?

Muu podría haber pensado que el grito de Aldebarán hizo retumbar todo el Zodiaco si no fuera porque era demasiado grande, aunque sus oídos no corrieron con la misma suerte y tuvo que tapárselos antes de terminar la palabra. Un muro más, el que daba al armario, se derrumbó.

—Veo que sigues teniendo fuertes pulmones.

—¿Cómo que es Atenea? ¿Te engañó también? Muu, por todos los dioses, dime que empezaste a beber.

—Sabes muy bien que no. Pero sí, ya lo comprobé, esa muchacha es Atenea. La verdadera. Nuestra diosa.

—Pero... ¿entonces quién...? ¿Por quién he luchado todos estos años? —No parecía que Aldebarán dudara de sus palabras, tenía el don para advertir las mentiras y verdades en la boca de las personas.

—Por el Sumo Sacerdote —respondió.

—¡Pero entonces es un traidor! La edad lo volvió loco. ¡Ah, maldición! —El Toro se dio media vuelta, listo para atravesar la Eclíptica a toda carrera, tal como Muu había supuesto, pero le detuvo el paso con sus truquitos de cristal—. ¿Qué haces?

—No puedo dejarte ir.

—¡El Sumo Sacerdote me ha engañado por todos estos años! También a los demás, y esos niños están luchando por la causa correcta. ¡No pienso dejarlos morir solo porque quieres proteger a ese anciano!

—Es la única manera, Aldebarán.

—¿Qué?

—La única manera de comprobar si Atenea es digna de tomar el trono del Santuario es que estos jóvenes ganen su batalla. Si no lo logran, quiere decir que Atenea no es necesaria en el mundo y que los dioses se han decantado por nuestro actual gobernante. Saori Kido debe luchar por su puesto en el Santuario, debe sobrevivir, y esos cuatro chicos de Bronce que ahora arriesgarán sus vidas son los que deben salvarla. Deben luchar al máximo, deben dar todo de sí mismos y obtener la victoria.

—Pero...

—Sé lo que sientes, Aldebarán, pero así es como debe ser.

—Yo... Maldición... ¡Tienes a una diosa viviendo en tu casa! —Y con otro estruendo, el Toro se volvió a sentar en el piso. No tardó en darle otra mascada al muslo de pavo.

—Creeré en esos jóvenes, y en ella también.

—Esos chicos se volvieron muy fuertes en estas últimas batallas —reconoció Aldebarán, después de tragar—. Seiya tocó por un instante el Séptimo Sentido, en serio se movió a la misma velocidad que yo... Pero...

—¿Qué?

—Aunque tú y yo los hayamos dejado pasar, quizás nunca logren su objetivo por culpa de su siguiente oponente.

—Géminis...

—Saga no es como nosotros, Muu, lo sabes. Apenas se le ve en el Santuario, siempre está ahí encerrado en su Templo. Melancólico, solitario, quizás confuso, he sentido su Cosmos... Él los querrá matar sin dudar, será el rival más poderoso que tengan que enfrentar en sus vidas, el último probablemente.

—Saga de la constelación de Géminis. —Muu recordó lo ocurrido durante las últimas batallas en el Santuario. Saga jamás se apareció, solo se le adjudicaban victorias aisladas sin testigos, situación totalmente distinta a la de aquel famoso guerrero que se hizo con la victoria en tantas misiones años atrás, lo que llevó a la gente a considerarlo un semidiós puro y benevolente. Todo acabó cuando Atenea llegó a la Tierra dieciséis años atrás.

—Se dice que se volvió loco cuando ayudó a matar al Traidor, o que tal vez le tenía celos porque sería el sucesor de tu...

—Aldebarán... —advirtió Muu.

—¿Qué? Ah... sí. Según las últimas noticias, Aiolos no es ningún traidor, ¿no? El viejo fue el que trató de... Oh, dioses —rezongó Aldebarán, dejando el hueso del animal lentamente en un plato roto, ligeramente avergonzado—. Lo siento, Muu, es demasiada información la que tengo que procesar, y es más difícil sin el cuerno.

—¿De verdad no quieres que lo repare?

—No, claro que no —repitió Aldebarán, recuperando la sonrisa—. Refleja la victoria de esos jóvenes guerreros, una que espero de todo corazón se extienda hasta el final de esta cruel y sanguinaria batalla.

—Solo quedan diez horas para que la flecha mate a Atenea.

—Lo lograrán. Voy a creer en ellos.


[1] Gresatest Horn, en inglés.


Editado por -Felipe-, 20 febrero 2016 - 14:33 .

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#136 xxxAlexanderxxx

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    Seras una excelente marioneta....

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Publicado 01 noviembre 2014 - 19:40

Me gusto bastante felipe, cuando quieras pasas y dejas tu comentario en mi fic "La batalla del fin de los tiempos-un nuevo comienzo" :)

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#137 carloslibra82

carloslibra82

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Publicado 01 noviembre 2014 - 22:43

Muy buen capítulo, realzas mucho al gran Aldebarán, q creo q Kuru no le hizo justicia. Ya quiero saber lo q va a pasar en la casa de Géminis, me imagino q será apasionante!!



#138 -Felipe-

-Felipe-

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Publicado 02 noviembre 2014 - 17:34

Aldebarán merece el respeto de todo el mundo, debe ser protegido del virus canónico... :t478:

 

HYOGA I

 

12:14 p.m. del 13 de Septiembre de 2013.

El Templo de los Gemelos era mucho más pequeño que el del Toro, pero seguía siendo más grande que el Partenón. De tres alas, la central estaba retrasada con respecto a las otras, y era solo una pared detrás de varios pilares. Llevaba sobre el friso la inscripción Gemini en el símbolo parecido a un dos romano. Las alas laterales eran defendidas por columnas enlazadas con paredes de mármol, dueñas de las dos únicas entradas. Sobre las puertas había esculpidas dos figuras de niños alados, como ángeles: el de la derecha sostenía un arpa en la mano, mientras que el de la izquierda agarraba una serpiente entre sus pequeños dedos. Era blanco, pero al mismo tiempo se le notaban misteriosos reflejos negros cuando miraba ahí o allá, que pronto desaparecían.

—Qué templo más extraño... —murmuró Shun.

—Sí, esos ángeles de seguro representan los gemelos de Géminis, pero se ven diferentes —advirtió Seiya.

—Imagino que también lo sintieron. —Shiryu dio un paso hacia la escalera que se dividía en dos, una para cada puerta—. Había un Cosmos muy extraño en el camino hasta aquí.

—Sí, a pesar de que era un tramo más corto que el de Aries a Tauro, se sentía una energía muy intensa, mi cadena estuvo bastante inquieta, especialmente cerca de la plaza. —Shun se miró el brazo derecho, donde la cadena con punta de prisma descansaba plácida en el aire—. Ahora está inmóvil, no siente presencias enemigas.

—No tenemos tiempo que perder. —Hyoga comenzó a correr, les quedaban menos de diez horas, hablar estaba de más—. ¡Avancen!

Se decidió por la puerta a la derecha, bajo el ángel con la lira, y los demás lo siguieron. Apenas entró al palacio, todo se inundó en un Cosmos rarísimo, irregular e inquietante. Las habitaciones estaban cerradas, no había muebles de ningún tipo, ni tampoco un guardián. Solo columnas. Muchas, de hecho.

Cada vez que Hyoga pestañeaba el ambiente cambiaba. Primero una estancia luminosa, y después del parpadeo apenas distinguía los pilares, que se alternaban a altísima velocidad. Continuó en línea recta por el pasillo, de todas formas no había razón de preocuparse si no tenían que encontrarse con un Santo de Oro.

Súbitamente, la luz del sol les golpeó los rostros.

—¡Ya está! —exclamó Seiya con una satisfecha sonrisa cuando cruzaron la puerta de salida del Templo de los Gemelos.

—No había ningún guardián —dijo Shun, ilusionado, pero poco le duró—. Qué extraño, según Aldebarán debíamos tener cuidado aquí.

—Qué más da, lo importante es continuar, vámonos...

—¡Espera, Seiya!

—¿Qué quieres, Shiryu?

—Dime, por favor... por cuál puerta salimos.

—¿Eh? ¿Qué importancia tiene?

Hyoga lo notó. La sensación era similar a la de los entrenamientos con reflejos de años atrás, donde las cosas aparecían invertidas para confundir al rival.

—Salimos por la puerta izquierda, pero habíamos entrado por la derecha. —Cerró el puño con fuerza al descubrir lo que ocurrió.

—¿Eh? Bueno, sí es raro, pero...

—¡Chicos, miren! —advirtió Shun—. No hay más escaleras.

—¡Imposible!

Hyoga y Shiryu dieron unos pasos hacia adelante, y efectivamente no había más escaleras. La Eclíptica seguía allí, solo que hacia abajo. Era un descenso desde ahí en adelante, y encontraron el Meridiano justo donde minutos antes.

—¡Maldita sea!

—¿Qué pasa, Hyoga?

—Si seguimos por estas escalinatas llegaremos al Templo del Toro, Seiya.

—¿Ah?

—Nunca salimos, estamos en la entrada —explicó Shiryu, bajando la cabeza.

Los ángeles en la misma ubicación, la inscripción en el friso, y el extraño Cosmos detrás. Obviamente habían dado la vuelta, pero recordaba perfectamente correr en línea recta.

—¿En qué momento doblamos? —preguntó Shun.

—Nunca, siempre fuimos derecho —respondió Hyoga, convencido.

—¡Ah, no hay tiempo que perder aquí! Entremos de nuevo, esta vez hay que asegurarse de ir totalmente en línea recta. —Seiya entró nuevamente como una bala, esta vez por la puerta izquierda.

 

La misma sensación. Hyoga se dio cuenta de que no era que en el palacio se apagaran y encendieran las luces, solo había unas cuantas antorchas... Era Cosmos. Una energía hecha de luces y sombras que les atacaban y afectaba sus sentidos; había una presencia oculta al interior del Templo de los Gemelos que Hyoga no era capaz de identificar.

Se preocupó de mirar bien los muros y las columnas, asegurarse que no había giros ni desvíos, aunque se hacía algo difícil con ese extraño Cosmos atacándolos.

Y hasta donde supo, siempre fueron en línea recta, pero al cruzar la puerta se encontraron nuevamente con los ángeles de la entrada y las escalinatas hacia abajo. Seiya no pudo evitar soltar una maldición.

—¡Pero qué porqueria pasa en este condenado lugar!

—Había un Cosmos muy extraño allí adentro, pero mi cadena no reaccionó ante enemigos. Si hay alguien jugando con nuestros sentidos, está muy bien oculto.

—Vamos a dividirnos —sugirió Shiryu.

—Buena idea. Shun y yo por la derecha, ustedes dos por la izquierda. Si hay un desvío oculto en los Gemelos, entonces en algún momento nos cruzaremos. En ese punto debemos encontrar la salida escondida —dijo Hyoga.

—Si no nos topamos, pero uno de los grupos encuentra la salida, debe seguir adelante sin preocuparse de los otros dos. —El Santo de Dragón avanzó a la puerta de la izquierda posando la mano sobre el muro lateral—. Recuerden que la misión primordial es llegar con el Sumo Sacerdote dentro de las doce horas que la flecha tiene para matar a Saori.

Y con el plan en marcha, por tercera vez —en esta ocasión por separado—ingresaron al Templo de los Gemelos.

 

—Hyoga... ¿Cuánto tiempo llevamos corriendo? —preguntó Shun. El juego de luces y sombras no se había detenido.

—Se siente como si lleváramos horas, ¿es eso? Créeme, solo ha pasado poco más de un minuto. —Hyoga se miró su reloj bajo el guantelete para confirmar la información, pero los cuatro números estaban en cero. No dijo nada al respecto.

—Es como si diéramos vueltas en círculos. Ya deberíamos haber llegado a alguna puerta, aunque fuera la entrada, pero aquí no hay nada.

—Están jugando con nuestras percepciones. Evidentemente nuestro plan fue bueno y alguien no quiere que nos topemos con el grupo de Seiya y Shiryu.

—¿Habrán logrado salir?

—Preocúpense mejor de ustedes mismos —respondió alguien, en su lugar.

Frente a ellos surgió una sombra vestida de oro brillante. No llevaba puesto el yelmo, su largo cabello negro azulado caía sobre la capa. El Manto Sagrado tenía varios dibujos grabados de lunas, soles y estrellas, una armadura gruesa que parecía hecha de decenas de piezas más pequeñas, y en todas imperaban más las figuras cuadradas que otras. No dejaba muchos espacios descubiertos, y la capa tras de él era más larga que la de Aldebarán o la de Muu, la arrastraba por el piso mientras caminaba. El Santo era muy alto, parecía tener casi cuarenta años, sus ojos eran de un intenso rojo sangre, reflejo de ira y pasión, acorde al espectacular Cosmos que de inmediato inundó todo el Templo de los Gemelos, el mayor que hubiera sentido en toda su vida, exceptuando al de Atenea.

—¡El Santo de Oro de Géminis! —Shun se detuvo de golpe y desplegó las cadenas en círculos bajo ambos. Era su Nebulosa—. Te lo advierto, si te acercas un paso más recibirás una descarga eléctrica de mil voltios.

—¿Eres quien ha estado jugando con nuestros sentidos? —Hyoga se ubicó instintivamente entre los anillos que formaron las armas de Andrómeda. Había algo muy extraño en el hombre delante de él, aunque no sabía qué.

—El Templo de los Gemelos se convierte en un laberinto para los intrusos que llegan sin invitación —respondió Géminis, con voz muy grave y rasposa, a una pregunta que nadie le hizo.

—Gracias a tu Cosmos, supongo...

—El Cosmos del dueño de casa, por supuesto. —El Santo dio un paso hacia ellos. Hyoga notó el nerviosismo de Shun, pero no podía darse también ese lujo; si alguien iba a pelear, sería él. Cumpliría su deber a toda costa, se lo había prometido a su maestro. No iba a dudar.

—¿No nos dejarás pasar?

—Claro que no, no soy como el Carnero y el Toro. Son traidores ante los ojos de Atenea, y yo, Saga de Géminis, me encargaré de hacerle honor a la diosa.

El hombre rio con sonora y ecoica voz grave, era intimidante, y aunque las cadenas seguían quietas, era clara la vibra agresiva. ¿Pero por qué no reaccionaban, en todo caso?

—Si acabo contigo estas ilusiones terminarán.

—¿Ilusiones?

—Sí, Shun, podría reconocer una ilusión en cualquier parte, los Santos de hielo manejamos trucos parecidos. —Se concentró y creó varios prismas de cristal en el aire, de todos los tamaños, y logró que Shun pareciera multiplicarse. También construyó carámbanos entre los giros de la cadena, con la misma función. A simple vista no se notaba ya cuál era el real. La Tierra de Cristal[1], una de las técnicas más complejas que le enseñó su maestro.

—Ja, ja, ja... —Géminis no aparentó sentirse amenazado ante los diversos enemigos que tuvo súbitamente enfrente.

—A ver si te sigues riendo cuando te conviertes en un pedazo de hielo —le amenazó con sangre fría. No debía perder la confianza solo por luchar contra un Santo de Oro, así que disparó inmediatamente su Polvo de Diamantes, oculto detrás de los carámbanos y los cristales.

—No, ¡espera, Hyoga!

Saga no levantó ni un dedo cuando el aire congelado atravesó su cuerpo, para luego devolverse. Shun recibió de lleno el golpe y fue arrojado hacia una columna, dejando una estela de nieve, mientras que Hyoga patinó hacia un lado para evitarlo justo a tiempo, cosa que imitaron sus clones reflejados en los cristales. Los ojos rojos de Saga brillaron al tiempo que estiraba su macabra sonrisa; no tardó en encontrarlo entre las demás ilusiones.

—¡Ah! —Se estrelló en el suelo cuando un rayo dorado lo atacó en el pecho, y supo que la armadura reforzada lo salvó de la muerte.

—¿Estás bien, Hyoga? —La escarcha cubría el cuerpo de Shun, también salvado por su Manto.

—Es muy extraño, mi Polvo de Diamantes simplemente lo atravesó, y luego te golpeó. Y aunque los Santos de Oro se mueven a la velocidad de la luz, este tipo pareció superarla, no vi ningún indicio de movimiento cuando me atacó, ni siquiera una luz.

—También es raro que mi cadena siga sin reaccionar. Aunque le ordeno que ataque al enemigo, no parece saber dónde se encuentra.

—La Tierra de Cristal tampoco tuvo efecto, a pesar de que debería afectar sus sentidos confundiendo nuestra presencia. Supongo que tendré que hacer algo mejor. —Se levantó y concentró el hielo en su puño derecho a la vez que creaba más cristales para despistar al enemigo; no sabría de dónde venía el golpe.

—¡No, Hyoga, será lo mismo!

—Je, je...

—¡Trata de reírte del Tornado Frío!

Saga fue llevado por el remolino, pero sin daños aparentes, seguía riéndose con arrogancia. Lo próximo que Hyoga supo fue que su ataque se devolvió otra vez.

Comenzó a perder el conocimiento poco a poco. Estaba inmunizado ante el hielo, pero la potencia del Tornado Frío no contaba con las mismas propiedades, y el Santo de Géminis estaba como si nada de nuevo en el suelo, con sus ojos escarlatas intimidantes y una media luna negra y sonriente.

—¡Hyoga, aguanta! —le oyó gritar a Shun.

—¿Entendieron al fin que sus ataques no servirán de nada?

—Aunque mis cadenas se nieguen a atacar, sí pueden defenderme. Como te lo advertí antes, morirás si tocas la Nebulosa.

—Ja, ja, ja, ja, sí, claro...

Escuchó los estruendosos pasos de metal de Saga acercándose a ellos con toda la confianza del mundo. Él había sido demasiado crédulo, lo que causó su horrible fallo. No le tocó ni siquiera un cabello a ese hombre de ojos rojos.

Ya lo sentía muy cerca. Acorde al alarido que lanzó Shun, ya estaba pisando la Nebulosa sin sufrir el más mínimo daño.

—¡Imposible, la corriente de la cadena no funciona, como si no reaccionara a la presencia del enemigo!

Hyoga miró hacia arriba, pero no pudo abrir los ojos completamente, tenía la mirada brumosa y vio con dificultades a Saga de Géminis trazando un dibujo con la mano por el aire. Para su sorpresa —o ya no tanto a esas alturas—, parecía rasgar el espacio, como romper una tela, solo que la tela era el mismo aire cuyo interior se abría a una zona oscura, no al muro gris detrás.

Habría sido un telón completamente negro de no ser por las estrellas y planetas que flotaban en todas las direcciones, en diversos colores, pero a diferencia del verdadero espacio más allá de la atmósfera, estaba cruzado por un complejo telar de luminosas redes que se extendían hasta el infinito, girando y formando tubos. Saga abrió el espacio cada vez más con la mano, hasta que el aire terminó por rasgarse y el Templo de los Gemelos fue reemplazado por ese espacio infinito.

—¿¡Qué es eso!?

—Shun... huye ya... —logró decir, aunque estaba seguro que su compañero no lo había oído.

—Serán apresados por toda la eternidad en Otra Dimensión[2].

Ambos fueron alcanzados por un rayo de dos colores, púrpura y blanco, sombras y luces, el Santo de Géminis era capaz de abrir el espacio para conectar con otra dimensión, y ésta los estaba atrayendo, los iba a atrapar en su interior. Logró escuchar los gritos de Shun, le decían algo sobre sujetarse a una cadena, pero no lo encontraba con la vista, todo comenzó a nublarse...

 


[1] Steklo Graad, en ruso.

[2] Another Dimension, en inglés.

 

 

 

 

Este es Saga, lamento que no me haya quedado ni de cerca como esperaba, he estado seriamente pensando en redibujarlo.

Spoiler

Editado por -Felipe-, 20 febrero 2016 - 14:34 .

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Publicado 02 noviembre 2014 - 19:46

-que me late que los protas no estarian de acuerdo con el pensamiento de Mu y no se lo tomarian muy bien que no dejara que  el toro les eche una mano XD

 

-sobre geminis este........... bueno como decirlo bueno ahi va:

tengo que darte tres noticias:

1.tu enamorada te pone los cuernos con tu mejor amigo

2.tu equipo favorito de futbol perdio

3.la cintura del dibujo te quedo muy estrecha y una mano parece garra

 

PD:solo la ultima es verdadera pero como podras cuenta hay noticias peores en la vida XD

 


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Publicado 03 noviembre 2014 - 12:09

Vaya, Felipe, aquí Saga aparece con nombre y todo. Y le diste una apariencia aún más siniestra. Está genial, espero ver pronto la continuación de lo q ocurre en el templo de los gemelos. Y por lo menos a mí, me gustan tus dibujos.






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