Saludos
Lunatic Boltspectrum. Como ya creo que advertí en otros comentarios, de pronto pasan unos cuantos capítulos en esta historia en la que no ocurren batallas, para que cuando pasen (cuando son necesarias) tengan la fuerza que cabe esperar de ellas. Me alegra que hayas disfrutado estos últimos comentarios, y espero que este combate esté a la altura de las expectativas. ¡La espera acabó!
Sagen. Uno nunca sabe lo que Alberich pretende hasta que él mismo lo cuenta, y hasta cuando habla siempre nos quedará la duda de hasta qué punto controla lo que dice. Da gusto escribir sobre él.
Por lo demás, algunos personajes serán relevantes ahora y otros lo serán más adelante, pero era el momento de presentarlos. ¿Quiénes encajan en cada grupo? ¡Poco a poco lo descubrirán!
Blackdragon. Esta vez me tardé demasiado, pero espero que la espera haya valido la pena. Ninguna historia que se precie puede tener acción siempre, pero algo ha de haber, algo. Ya no tendrás que esperar más para ver lo que vengo anunciando desde el capítulo 6. ¡Enseguida podrás leerlo!
Felipe. Cada vez que escribo un capítulo en el que sale un personaje adaptado trato de ver algo de él, pero al final no puedo evitar dejar que al personaje libre. Me quitas un peso de encima si este Mykene te convenció, ya que es sobre él que gira este capítulo tan peligroso, en medio del anuncio de una batalla y la batalla en sí.
Ahora que ya está publicado y estoy por publicar el octavo, quedo bastante conforme con el resultado.
Termino agradeciendo a todos por haber leído y comentado esta historia, pero sobre todo pidiendo una enorme disculpa por la falta de publicación en el mes de junio. Espero que este capítulo mitigue un poco la larga e inesperada espera:
Capítulo 8. Lobo y león
A los pies de la cascada congelada, tres asgardianos cargaron contra un contubernio de hormigas, aunque solo una se adelantó para hacerles frente.
Wilhelm y Boden lanzaron las grandes hachas que sostenían, impidiendo al enemigo cualquier movimiento.Antes de que el legionario pudiera hacer algo, Ovlesser ya le caía encima, amartillándole directamente la cabeza. Al principio, los golpes, aunque potentes, no lograron más que abollar el casco y desorientar al legionario, pero poco a poco los músculos del berserker se hincharon, creciendo la fuerza que imprimía en cada martillazo desproporcionadamente.
—¡Muere! ¡Muere, maldita hormiga! —repetía una y otra vez, o al menos eso es lo que trataba de decir. De la garganta del furibundo asgardiano apenas salían palabras inteligibles en medio de gruñidos y rugidos.
Dos hormigas hicieron el amago de intervenir, y Boden y Wilhelm, entrando en el estado berserk, se rearmaron para responderles con el lenguaje del acero. Boden fue por la derecha, decapitando al enemigo de un veloz hachazo. En el flanco izquierdo, el arma de Wilhelm chocaba con la lanza del otro legionario, desviándola.
—¡No puede ser! —gritó Willhelm, más por sorpresa que por dolor a pesar de que la punta del arma enemiga le atravesaba el pie. Aunque trató de descargar un nuevo ataque, ignorando el ardor que sentía al mero contacto con la lanza, la veloz hormiga ya estaba de espaldas a él, lista para atravesarle la columna.
—¡Muere!
Wilhelm reconoció el rugido ininteligible de Ovlesser, quien llegó a tiempo de salvarle la vida. Al embravecido berserker le bastaron unos cuantos martillazos para reventar el cráneo de la hormiga, que cayó al suelo luego de dar un par de torpes pasos. Estaba muerta, sin duda, pero Ovlesser no parecía entenderlo y siguió golpeando el cadáver hasta destrozar su propio martillo.
—No quisiera frenarte, viejo amigo, pero nos quedan cinco —dijo Boden, ahora una montaña de músculos que parecían pugnar por romper las ropas que lo cubrían. A Wilhelm le sorprendía que pudiese hablar, así fuera con aquel tono grave, como si de pronto le ardiera la garganta—. ¡Ovlesser!
El berserker rugió como respuesta, aunque terminó obedeciendo. De un brusco movimiento arrebató el hacha a Wilhelm, que estaba ocupado tratando de separarse de la lanza inamovible, y saltó hacia las cinco hormigas restantes.
El capitán dedicó al herido asgardiano una mirada tosca, más intimidante de lo normal debido a la transformación que había sufrido. Cuando dio la vuelta y se unió a la lucha, tenía más de gigante que de humano. ¡Y qué menos podría ser alguien que se atreviera a luchar contra las hormigas!
Bailaron el hacha y la lanza, acero y metal dorado entrechocando una y otra vez a la par de gritos, patadas, placajes y hasta mordiscos. Boden y Ovlesser tenían una fuerza superior, y no dudaban en emplearla de todas las formas posibles para derrotar al veloz enemigo. Cuando las hojas se quebraron, Ovlesser usó los mangos como proyectiles mientras que Boden enterraba el puño en la nieve. Al alzarlo, arrancó del suelo un bloque de hielo casi tan grande como él mismo. Con semejante arma, el capitán embistió a la primera hormiga que encontró sin reparar en nada, ni siquiera en la lanza que había atravesado el muro. Empujó al enemigo hasta la cascada congelada y siguió empujando hasta escuchar el crujir de los huesos de aquella criatura.
—Ya está —dijo al ver la sangre que se extendía a través del suelo, roja como la de los humanos—. ¿Ovlesser?
El tuerto asgardiano seguía rodeado de hormigas, aunque ahora muertas. Unas cayeron decapitadas, otra soportó varios golpes gracias a la armadura hasta caer inerte con el pecho reventado, y la última, con las piernas y los brazos rotos, pudo sobrevivir hasta que Ovlesser le arrancó la cabeza con las manos desnudas.
—Supongo que hemos ganado. —Las manos de Wilhelm estaban abrasadas por todo el tiempo que trató de librarse de la lanza; las armas de las hormigas parecían fuego solidificado, algo que un hombre simplemente no podía usar.
Mientras caminaba hacia el imberbe berserker, Boden asintió sin muchas ganas. Sí, habían vencido a las hormigas, pero la incapacidad de sentir dolor y el estilo de combate del enemigo —por mucho más frío y disciplinado— les había costado caro. Ovlesser sangraba por varias heridas a lo largo de todo el cuerpo y él tenía un hombro desgarrado por la lanza de la última hormiga a la que enfrentó.
—Si Elmina no viene, será nuestro fin. Habremos muerto en vano.
—Quien muere luchando, nunca muere en vano —corrigió Wilhelm, determinado, antes de volver a intentar apartar la lanza.
***
—¿Qué hacen estos idiotas aquí? —dijo Mykene, quien desde la cima de Franangr había observado aquella batalla—. No es posible que esos salvajes me hayan seguido, todo ocurrió demasiado rápido. Casualidades… Supongo que ya no importa.
Miró hacia atrás, donde lo que quedaba de una centuria trataba de hacer frente a una docena de bestias sacadas del mismo infierno. Eran los mismos seres que habían atacado la residencia de los Alioth, pero ya no se ocultaban tras un velo de invisibilidad y Mykene podía reconocerlos como los lobos a los que había ordenado matar.
—Se dice que los einherjar son los elegidos por los dioses de entre los guerreros que mueren combatiendo. Y aquí estoy yo, enfrentando un einherjar que ha escogido a unos cuantos perros muertos.
Los lobos siguieron posicionándose con la misma lentitud y prudencia que los caracterizó en vida, andando con patas de un azul espectral entre decenas de cadáveres de legionarios que ni tan siquiera pudieron reaccionar antes de morir… y gritar. Hasta entonces, Mykene había supuesto que las hormigas eran completamente inmunes al dolor; poco importaba el daño que recibieran, nunca lloraban o gritaban así las torturasen. Sin embargo, cuando eran mordidas por aquellas bestias, justo antes de caer emitían el más desagradable chillido que el león hubiese escuchado nunca.
—Retiraos. No podéis hacer nada y me molestan vuestras muertes. Desapareced de mi vista —ordenó al líder de la centuria, quien no parecía entenderle.
—Podemos, señor.
Cuando el centurión hizo amago de desenvainar la espada, uno de los lobos se arrojó sobre él, directo a la garganta. Los intentos de la hormiga por detenerlo fueron en vano; los fuertes brazos pasaban a través de la criatura azulada como si allí no hubiese nada. Pronto, el resto de la manada se unió para impedir que se armara, quizá adivinando lo que la espada podía hacerles.
—No otra vez… —dijo Mykene.
El grito no tardó en venir cuando los lobos arrancaron los brazos y las piernas del centurión. El león ni siquiera se molestó en taparse los oídos, sabiendo que no podía escapar de aquel lamento sepulcral.
—¡Malditos perros! —bramó, colérico. Rápidamente se apropió de la espada del cadáver, sin pensar si la magia de Rea Silvia le permitiría usarla. Afortunadamente, así ocurrió—. ¿Esto es lo que teméis? ¿El fuego de Marte?
Tal y como imaginó, fue suficiente con blandir la espada para que los lobos se apartasen, aunque uno fue lo bastante bravo como para llevarse la cabeza del centurión consigo. A Mykene casi le dieron ganas de reír.
—Moristeis —afirmó, apuntándoles con la hoja dorada—. Moristeis porque yo quise que fuera así. Solo sois espíritus vagando por el mundo gracias al cosmos de un huérfano que prefiere revivir a unos cuantos perros antes que a sus padres.
Nada ocurrió. Los lobos, por supuesto, ni siquiera debían entenderlo por muy sobrenaturales que fueran, y quien los comandaba permanecía oculto.
—Bien, si no estás dispuesto a luchar por los tuyos, no me dejas otra alternativa. —Para sorpresa del propio Mykene, un mero pensamiento hizo que la espada ardiera con un fuego blanco, divino. Era la bendición del dios Marte con la que contaban las hormigas como último as en la manga—. Quemaré las almas de estos perros, nada quedará de ellos ni para este mundo ni para el otro.
Sin más preámbulos, dio un rápido tajo al lobo que tenía más cerca, pero algo extraño ocurrió. La bestia saltó hacia él a una velocidad prodigiosa, golpeándole en la mano con unas garras de metal. De un momento para otro, Mykene se halló desarmado y con dos leves muescas en el guantelete.
—¿Qué…?
Ni siquiera terminó de hablar cuando oyó un ruido atronador. Arriba, una explosión blanca se dispersaba, consumiendo la espada dorada que aquel temerario lobo había partido en dos a la vez que la lanzaba a las alturas.
—Un perro de dos patas —musitó al ver de reojo a Fenrir de Alioth. De alguna manera, aquel huérfano había podido hacerse pasar por uno más de la manada—. Por supuesto. Toda la jauría está revestida con tu cosmos.
Miró con detenimiento al guerrero que ya poco tenía de niño. Se notaba la clase de vida que había tenido, siempre a la intemperie y alejado de los humanos, pero esas mismas dificultades lo habían curtido. Sobre el cuerpo entrenado y una túnica de piel de venado, destacaba la armadura sagrada de Épsilon.
—Así que por eso has tardado tanto en enfrentarme. Es una buena armadura.
Y lo era. Sencilla, cubriendo solo lo indispensable y sin demasiados ornamentos más allá de dos garras sobre cada guantelete y algunas líneas de un azul más claro que el del resto de aquella protección. Habría preferido armarse de esa forma antes que portar la pesada y aparatosa armadura que como uno de los makhai debía usar. Los tres picos en cada hombrera, los bordes acabados en puntas afiladas, las placas irregulares que parecían rocas de metal, las intrincadas imágenes en relieve que ostentaba en el peto a fin de intimidar al adversario… Podía impresionar en un primer acercamiento, sí, pero en un combate estaba seguro de que vestir algo como la estrella sagrada de Épsilon sería como tener una segunda piel, no un lastre más vistoso que útil.
—¿No vas a decir nada? —dijo el león, buscando despejarse. Desde que Fenrir se había expuesto todo se había sumergido en un incómodo silencio. Hormigas y lobos esperaban órdenes antes de hacer cualquier movimiento—. Bien.
De un pisotón hizo temblar el suelo, buscando desequilibrar a Fenrir el tiempo suficiente para poder golpearle, pero antes de que pudiera hacerlo un lobo surgió tras la espalda del einherjar y saltó hacia él. Lo evadió por acto reflejo, perdiendo el efecto sorpresa y la iniciativa en el combate. Un silbido resonó por el lugar y las bestias reiniciaron el ataque junto al último señor de Alioth.
—¿¡Qué hacéis!? ¡Quemadlos! ¡Quemadlos, maldita sea!
Las órdenes llegaban a cada hormiga, pero las bestias caían sobre ellos como estelas de fuego fatuo, impidiéndoles obedecer o hacer cualquier movimiento útil. Tiraban a los legionarios al suelo y les destrozaban el rostro con violentos mordiscos. En medio de todo, Mykene trataba de conseguir algún arma, terminando por encontrarse a Fenrir y a uno de los lobos. La lucha inició de inmediato.
Si todas aquellas bestias eran rápidas, esos dos lo eran todavía más. Humano y lobo golpeaban a Mykene desde ambos flancos a igual velocidad, obligándolo a adoptar una posición defensiva y retroceder poco a poco. El León de Nemea empezaba a entender, aunque tarde, que todo cuanto estaba ocurriendo había sido preparado con detenimiento. Fenrir sabía a quién tenía que enfrentar y se había entrenado a consciencia.
—Nada mal —admitió el colérico pretoriano luego de fallar en darles un manotazo. Tenía un ojo puesto en las garras de Fenrir, y el otro en el lobo que parecía cuidarle las espaldas—. Creo que recuerdo a ese. Sí, la cicatriz en la frente, como una media luna, es difícil de olvidar. ¿Quién estará usando la capa que creé con ese raro pelaje azul?
Tras cada frase, los ataques redoblaban en intensidad, pero fue la última revelación lo que enfureció de verdad al silencioso guerrero; precisamente lo que Mykene quería. Fenrir se adelantó a su compañero por un pequeñísimo instante, y el león aprovechó aquella oportunidad para atrapar a la escurridiza presa.
—Se acabó —dijo, agarrando fuertemente el cuello de Fenrir y con los pies justo al borde de la cascada congelada. Aquel par lo había presionado hasta ese punto, y no tenía heridas en los brazos gracias a los densos y resistentes brazales, que ahora lucían bastante maltratados—. Buena armadura, buenas garras, buenos perros. Pero se acabó, chico. No me agrada pelear con mudos.
Miró en derredor. La manada de lobos lo rodeaba, encabezados por el que ostentaba la cicatriz como una línea neblinosa. Atrás quedaban las hormigas, todas muertas, todas un doloroso pinchazo más en la mente de Mykene, quien recordaba demasiado bien cada grito. Se le habían pegado en el cerebro, como si los espíritus de aquellos leales soldados hubiesen decidido llevar a la locura a su incapaz comandante.
—¿Últimas palabras?
Fue una broma, una de mal gusto. La presión que ejercía sobre el cuello del einherjar era demasiado grande como para que pudiera hablar. Aun así, esta vez hubo una respuesta, una con los puños y las garras del guerrero, los cuales cayeron con celeridad sobre el brazo del León de Nemea.
***
Wilhelm pudo librarse de la lanza a costa de perder un trozo del pie. No sintió dolor, no al menos uno físico, pero cuando debió aferrarse a Boden para escalar una escarpada pared no pudo evitar llorar pensando en que en cuanto no pudiera mantener el estado berserk, quedaría reducido a un tullido, un inútil.
El trío de berserkers partió en busca de Barbarroja, quien supuestamente debía hallarse en los alrededores, quizá en la cima misma de Franangr. Boden, como capitán de aquel grupo, hizo esfuerzos por dar el más corto rodeo posible para no avergonzar aún más a Wilhelm ni enfurecer a Ovlesser, que en cualquier momento podría perder el control. A medio camino, enterrado entre rocas desprendidas de la ladera de una montaña, hallaron el cadáver de una hormiga.
O al menos, eso es lo que el grupo interpretó, desconociendo el significado del casco con penacho. Aquella hormiga era un centurión, uno de los seres que de algún modo mantenían unidos grupos de ochenta soldados sin iniciativa alguna. Wilhelm alzó el yelmo para observarlo, pero lo único que vio fueron algunos trozos y fluidos congelados, lo poco que quedaba de la cabeza de la criatura.
—¿Para qué servirá esto? —preguntó Wilhelm, señalando el penacho.
—Olvídalo —ordenó Boden, dándole un leve manotazo en la cabeza. Aún podía diferenciar entre espabilar a un subordinado y mandarlo al suelo porque estaba a un paso de quedar cojo—. A algunas hormigas las podemos matar sin demasiados problemas, a otras las debemos atacar en grupo, en un numeroso grupo. No necesitas saber más de ellas; ninguna piensa, todas obedecen.
—Muerte —gruñó Ovlesser, arrebatando el casco de las manos de Wilhelm solo para aplastarlo y tirarlo a algun lugar—. ¡Muerte! ¡Hormigas!
Uno de aquellos gritos fue ahogado por un estallido ensordecedor. Arriba, enormes pedazos de hielo se desprendían de Franangr. Boden miró a Wilhelm, quien cabeceó con fuerza: si el día de mañana no podría hacer nada, estaba bien, pero hoy era un berserker, tenía dos fuertes brazos para apoyarse en el peor de los casos.
Sin mirar atrás, ambos se alejaron lo más posible de aquella lluvia de escombros helados. Debieron cubrir una gran distancia antes de estar a salvo.
—¿¡Qué es eso!?
Wilhelm apuntaba a uno de los trozos que caían disparados de la cascada congelada. Casi parecía una plataforma sobre la que guerreros libraban un combate imposible, a una velocidad que el asgardiano no podía seguir. ¡En verdad el tiempo tenía un significado muy distinto para quienes dominaban el cosmos!
La lucha fue fugaz; tan pronto aquel pedazo de hielo estalló contra el suelo a lo lejos, ya parecía haberse decidido un vencedor.
—Lo que estábamos buscando —dijo Boden, serio.
Ninguno de los dos había visto nunca un león, ni siquiera en un libro, pero reconocían la forma bestial del yelmo del hombre que surgía victorioso, así como la larga capa de piel que le colgaba de los hombros. Era Mykene, sin duda alguna, y el guerrero al que pisoteaba debía ser Fenrir. El largo y descuidado pelo blanco era inconfundible.
—Ni siquiera un einherjar puede con él —maldijo Boden, apretando con fuerza los dientes y los puños—. Estamos acabados.
—Capitán… ¿Eso son lobos?
Acostumbrado como estaba a ver el mundo a través de sentidos convencionales, Boden debió parpadear varias veces y forzar la vista para percibir a las bestias pálidas que rodeaban al comandante de las hormigas. Notó la silueta de los lobos del norte en cada uno de aquellos seres, aunque eran de un color tan tenue que parecía que en cualquier momento se disiparían en el aire. Y uno de ellos estaba pegado a la armadura del invasor, atravesado por los picos de una de las hombreras.
—Al fin caigo en la cuenta —dijo Mykene antes de pisotear al einherjar. Una energía eléctrica le recorría el cuerpo, alejando a los lobos que ansiaban devorarlo y torturando al que tenía aprisionado—. No necesito condenar a estos perros al olvido. Si el cosmos los mantiene en este mundo, ¡el cosmos los puede expulsar! ¡Destruiré el nexo que has creado y luego te destruiré a ti!
Fenrir pudo esquivar la pesada bota del león girando entre la nieve, pero aunque enseguida se levantó y se dispuso a atacar, ya era tarde. El lobo atrapado se deshizo entre rayos y sonoros aullidos, acaso lamentando haber fracasado.
El einherjar fulminó a Mykene con una mirada cargada de ira, lanzándose sobre él a la par que el resto de los lobos. Pero Mykene ya había visto suficiente de los ataques de Fenrir: le faltaba técnica en la misma medida que le sobraban fuerza y velocidad.
—¡Eres predecible! —exclamó mientras evadía a una docena de lobos—. ¡Eso es lo que pasa cuando un hombre se entrena con animales!
Boden y Wilhelm observaban el combate de lejos, impotentes. El León de Nemea parecía desaparecer y aparecer donde quisiera, avasallando a Fenrir con golpes desde todos los flancos. De nada servía que las bestias pálidas tratasen de ayudar; Mykene podía apartarlos de un manotazo.
Desde atrás venía Ovlesser, cargando un pedazo de hielo que lanzó enseguida hacia el invasor. El proyectil se detuvo frente a una pared invisible, donde estalló en pedazos al mismo tiempo que el puño de Mykene mandaba a volar a Fenrir lejos.
—Una barrera —dijo Wilhelm, como traduciendo el furioso bramido de Ovlesser—. Solo los sacerdotes pueden crearlas.
—También las sacerdotisas.
Los tres se giraron a la vez, no podía ser de otra forma al oír la pícara voz de Elmina en semejantes circunstancias. Allí estaba la arquera de grandes orejas y mágico arco por la que Wilhelm secretamente había rezado poco antes de iniciar la batalla. La muchacha los miraba con una seriedad que nunca imaginaron ver en ella. Al lado, un caballo de negro pelaje y oscuras crines relinchó, como queriendo hacerse notar.
—Habéis tardado —dijo Wilhelm, sonrojado a pesar de la euforia que aún sentía gracias al estado berserk. No añadió nada más. El ceño fruncido de Elmina le dejaba bastante claro que no era el momento—. No te vimos llegar.
—Me adelanté a vosotros, sois demasiado lentos para Nott —acusó mientras acariciaba la crin del caballo—. Os esperaba en la montaña ocultando mi cosmos, pero parece que no podéis apañároslas sin mí.
—¿Cosmos? —dijo Boden, que para variar no entendía qué estaba ocurriendo—. ¿Fuiste tú quien mató a aquella hormiga?
—Maté a unas cuantas antes de que os emboscaran. Basta de preguntas —cortó—, haré lo que pueda con vuestras heridas antes de que vengan.
No hizo falta preguntar a qué se refería. Ya desde el horizonte podía verse cómo más de un centenar de hormigas avanzaba hacia donde Mykene y los lobos combatían, aunque no parecía que tuvieran intención de unirse a esa batalla.
—Os he expuesto —se disculpó Wilhelm. Elmina, centrada en cerrar el profundo corte que Boden tenía en el hombro, prefirió ignorarlo.
Wilhelm lo entendía. Miró hacia las hormigas, armadas con largas espadas y grandes escudos. Al pensar en las posibilidades que tenían frente a ellos, acabó fijándose en Ovlesser: el gigantón ensangrentado era cubierto poco a poco por un aura blanca que le cerraba el sinfín de heridas. Aunque era Elmina quien lo estaba curando, el berserker la observaba como si en cualquier momento fuera a arrancarle la cabeza.
Los dos centuriones que dirigían el contingente de hormigas se detuvieron a unos diez metros de la barrera que Elmina había levantado. Allí se quedaron largo rato, en un silencio apenas interrumpido por los atronadores sonidos de la batalla que los lobos y el león libraban a lo largo de todo el helado paisaje.
—¿Tú puedes verlos? —preguntó Wilhelm, tratando torpemente de seguir las estelas que dejaban a su paso. Eran demasiado rápidos, y lo único que lograba era localizar dónde estuvieron gracias al sonido de las rocas heladas rompiéndose.
—Puedo sentirlos. Fenrir está luchando solo, deja de lado a los lobos porque sabe que desaparecerán si están cerca de Mykene.
—Yo no sé nada —dijo Boden, ofuscado, cuando Wilhelm lo miró de reojo—. Qué son esos lobos, quién era aquel mago, quién es realmente esta mujer…
—De alguna forma, tal vez por mediación de los dioses, Fenrir mantiene en este mundo el alma de cada lobo que las hormigas mataron —explicó Elmina—. Les dio la oportunidad de vengarse y ahora se las está arrebatando. Eso es todo lo que necesitáis saber —aseguró, adelantándose a cualquier reclamo—. Si esto sigue así…
La conclusión no tardó en presentarse. Mykene y Fenrir acabaron frente al par de centuriones, como si estos se hubiesen posicionado justo en el lugar que debían. Allí, lobo y león intercambiaron puñetazos y garras en solitario, al principio.
—Ging —musitó el einherjar. El lobo de la cicatriz se había arrojado directamente a la yugular de Mykene, dándole una oportunidad de oro.
El ataque fue veloz como el relámpago y el rugido de Mykene resonó como un trueno. La sangre bajó desde las grietas en uno de los brazales, manchando a Fenrir.
—Por poco —dijo Mykene. Una descarga de cosmos eléctrico apartó a Ging, y la amplia mano del León de Nemea sujetó el rostro del einherjar antes de que pudiera sacar las garras del brazal—. Por muy poco.
Una y otra vez, el invasor golpeó al guerrero atrapado, sabiendo que ya nadie podía ayudarlo. Lo hizo mirando de reojo a la mujer que había aparecido, provocándola para que interviniera y le pusiera las cosas más fáciles, aunque no le importaba escoger el camino difícil. No a esas alturas.
—Ni lo penséis —ordenó Elmina, lo que no impidió que Ovlesser empezara a golpear con ímpetu la barrera—. Vuestra fuerza no es nada contra Mykene.
—Eso pensábamos todos —terció Boden—. Pero después de haber visto a ese muchacho atravesar la impenetrable piel del León de Nemea, esa armadura indestructible que ningún berserker jamás ha podido siquiera abollar, nuestro ánimo ha crecido como no podéis imaginar. ¡Queremos luchar, mujer!
—La armadura de Mykene ya estaba agrietada de antes, solo que quizá él no lo comprendía. Los daños que el cosmos puede provocar a veces son tan pequeños…
—¡No quiero explicaciones! —gritó, agarrándola del cabello para que viera cómo Mykene golpeaba a Fenrir contra la barrera. Su intención de aplastarlo contra ella era evidente—. ¡Quiero luchar, mujer! ¡Entiéndelo de una maldita vez!
—Quieres luchar —repitió Elmina, sonriendo—. ¿Con este sol?
Boden la soltó, anonadado. Incluso Mykene, que oyó perfectamente aquella absurda frase, frenó el último golpe para mirar al cielo. Arriba, coronado por un techo de nubes grises, brillaba una inmensa bola de fuego que arrojaba calor sobre toda la tierra.
—¿Qué significa esto?
—Para los asgardianos, esto es un regalo de los dioses, que otorgaron a nuestros campeones la fuerza para defendernos. ¿Para un cerdo como tú? La muerte.
—León de Nemea, no cerdo. Teniendo unas orejas tan grandes ya deberías haberlo oído unas cuantas veces, ¿no te parece?
Elmina respondió a la bravata simplemente apuntando al cielo. Tan pronto Mykene miró hacia el pequeño sol, ahora rodeado por una corona de fuego cósmico, Ging apareció y arrastró a Fenrir hacia el otro lado de la barrera.
—¿Qué hacéis? —dijo Mykene, aún observando aquel fenómeno capaz de poner fin al frío asgardiano. No se refería a Elmina y los demás, ni siquiera se había preocupado por el hueco que la sacerdotisa había abierto en la barrera. Se dirigía a sus hombres, sus estúpidos hombres que ni tan siquiera se habían movido—. ¡Huid!
Pero las llamas del sol cayeron sobre la tierra antes de que aquella orden fuera pronunciada, arrasándola con un calor que solo conocían los cielos.
***
Aprovecho este espacio para hacer un anuncio a los lectores de Némesis Divino, igualmente expuesto en el respectivo tema: El retraso en la publicación se debe a problemas técnicos con el ordenador de su autor, Killcrom. Vuestro compañero agradece la paciencia que tenéis.