Regreso el día estimado para la publicación de un primer capítulo de mi nuevo trabajo. Esta vez, a pesar de estar bastante ocupado y tener que lidiar con la pérdida del internet en casa, he logrado actualizar a tiempo, esmerándome lo más posible en dar forma y personalidad a todos los personajes que aparecen, así como limar algunas asperezas de las que soy consciente que existen y son importantes. Sin más dilación paso a responder.
Macairo de Cáncer: El tanke siempre está ahí, No pienses mal porque él te vigila lo creas o no.
Alfredo: Todo lo que puedo revelar de este trabajo, a título póstumo, es que sí, está en total discordancia con mi anterior relato, es decir: no tiene nada que ver con los Samuráis de "El Despertar". Me alegro de que te haya gustado mi descripción. Me cuesta mucho llegar a ser tan expresivo y denso, quizás me esté pasando con esta nueva parte, ya me diréis. Un saludo compañero.
Cástor G: No esperaba yo tener a un tipo que tanta trayectoria tiene en el foro siendo tan lisonjero conmigo. Me alegra haberme ganado tu atención, y espero que dicha atención permanezca. La verdad, no era mi intención sincera crear un ambiente de terror, sino crear uno realista, en el cual la sensación de frío y agobio existiesen. Un saludo compadre.
T-800: Tendrás que seguir leyendo para descubrirlo, por supuesto.
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Lugonis
El intercambio de miradas entre Lugonis y los guerreros no cesaba. El misterioso recién llegado enseñaba su altivo rostro sin disimulo, como si aquellos que tenía enfrente no fuesen poco más que serpientes, seres inferiores condenados a reptar por el suelo árido y tosco. La atrevida sonrisa del joven se ensanchaba por instantes, hasta el punto de mostrar sus dientes, perlas blancas y relucientes contra la luz de la luna que le daba de lleno. Sus ojos verdes se movían con calma, con serenidad, de izquierda a derecha, observando la espeluznante escena. Bajo aquella capa andrajosa y vieja el corazón del muchacho latía con fuerza, ansioso de que alguno de aquellos despreciables seres cometiese el flagrante error de lanzarse contra él como si fuese la presa que el tigre caza sin problemas. Eso alimentaba su ego; el simple pensamiento de aquella escena hacía arder su corazón en llamas, llamas de pasión luchadora. El viento no había cesado, y la tensión era tal que parecía poder sentirse en el ambiente, mezclada con el aire que respiraban.
En el otro extremo, el pequeño ejército cuchicheaba sin quitar la vista de Lugonis. Susurraban apretando el mango de la espada, algunos de rabia, otros de pavor a que los espíritus de tantos que habían asesinado se estuviesen cobrando venganza. “Pero si solo es un niño”, añadían algunos, intentando disipar las dudas ―bien infundadas― de sus compañeros. Ninguno le daba la espalda, pues aunque aquel que profesaba dichos sentimientos no tuviese más de catorce o quince años, tras aquel hermoso rostro podía vislumbrarse a una persona iracunda y violenta en combate; su postura lo decía todo. Y era verdad, todos se habían acongojado por la extraña combinación que aquel joven infundía en sus enemigos. El terror envuelto en una capa de seda fina. Varios de los guerreros comentaban que la beldad de aquel desconocido competía e incluso superaba a las mujeres más hermosas que habían visto y, sin embargo, la fiereza que desprendía no tenía parangón.
―Bueno ―dijo Lugonis rompiendo el silencio que se había apoderado del lugar―. ¿Quién será el primero en venir por mí? ¿O es que acaso habéis decidido retiraros?
Las palabras del pelirrojo llamaron la atención de todos los soldados, que lo miraron, algunos de frente, otros ladeando la cabeza. De nuevo esa pesadez, esa calma estresante que se vive antes de un fiero combate, inundó el ambiente. Si no fuese por los aullidos y silbidos que el viento furioso producía, podría escucharse el ritmo de corazones que latían con velocidad, algunos impulsados por la pasión y las ganas de combate, otros por el miedo a la muerte o al dolor.
Desde la seguridad que les otorgaba la distancia, Caleb y Potem observaban la intervención del joven misterioso. No decían nada, solo escudriñaban las espaldas de sus hombres, que les impedían ver nada más. Una gota de sudor frío recorrió la frente de Caleb y esta murió en su ceja derecha. La respiración del hombre se agitaba por momentos, fruto de la incomprensión de la situación. A su izquierda, Potem miraba impertérrito la luna, como ausente.
―¿Qué estará pasando ahí?, ¿por qué no matan a ese niño? ―susurró Caleb, rompiendo el silencio, girando la cabeza hacia su compañero tan rápido que parecía que su cuello se iba a quebrar en cualquier momento.
Pero Potem no respondió. Su mente parecía haber abandonado el cascarón que suponía su cuerpo. De no ser por la tenue respiración que llevaba a cabo, casi podría parecer que había muerto.
―¿A qué estáis esperando? ¡Atacad! ―gritó Caleb a sus hombres.
Algunos, paralizados por el temor, dieron un par de pasos atrás. No había razón para tenerle miedo a un simple crío, pero en él destacaba algo, algo peligroso. Quizás fuese su mirada de color aceituna, tan afilada que parecía cortar cualquier cosa, o su sonrisa de confianza extrema en sí mismo, lo que le hacía parecer un despechado asesino.
Una tropa de quince guerreros cargó en masa contra Lugonis. Los demás aguardaron expectantes, clavando los otros quince pares de ojos en sus compañeros. Cada vez que el terreno se acortaba entre los hombres y el joven, la vida de todos ellos parecía pasarles delante de sus ojos. Unos avanzaban con decisión, sin miedo a nada, sapientes de su segura victoria. Otros no tanto, y se movían simplemente porque se lo habían ordenado. Si no obedecían, luego quizás fuesen castigados por el líder.
La sonrisa de Lugonis se ensanchó del todo. Sus ojos emanaban un fuego inextinguible, un brillo fulgurante, una fuerza incomparable. El corazón le latía a mil kilómetros por hora. Ahí estaba, la energía para vencer a mil hombres, la convicción para levantarse siempre que fuese derribado: la pasión por vencer a cualquier obstáculo que se interpusiese en su camino.
―¡Ilusos! ―Del cuerpo de Lugonis salió una onda expansiva cuando todos los hombres estaban ya casi encima suya. La violencia que desprendió dicha onda repelió con facilidad a los soldados, que lucharon en vano intentando no ser arrastrados hacia atrás. Ascendieron como una hoja movida por el viento y cayeron, presa de la inviolable fuerza de la gravedad. La capa del joven salió disparada y voló por el aire como un pájaro que planea sobre una corriente de aire caliente con sus alas desplegadas.
La tropa, tanto los humillados guerreros que atacaron de sopetón como los que observaban en la lejanía, quedó estupefacta al mirar de nuevo a aquel misterioso chicuelo. Tras haber sido arrancado aquel andrajo negro y harapiento que cubría todo su cuerpo excepto el rostro, se podía ver con claridad una pieza metálica color violáceo que cubría sendos hombros. Sus brazos también estaban protegidos por una pieza similar que iba desde el codo hasta las manos, dejando a la vista los dedos. Donde deberían ir los nudillos había unas largas garras del mismo tono que el resto de aquel extraño armatroste, que se curvaban como si fuesen las afiladas uñas de un oso. Su cabeza estaba cubierta por una tiara que la rodeaba por completo, y esta estaba adornada con cinco gemas redondas, siendo la del medio la más grande.
Todos profesaron una mirada de terror al ver aquel extraño ropaje, que brillaba muchísimo más a la luz de la luna que el acero oxidado de sus hojas desafiladas. Sus mentes dejaron de ser racionales y sus cuerpos empezaron a temblar bajo el mal augurio. ¿Quién era aquel tipo? O, mejor dicho: ¿qué era ese monstruo, capaz de golpear sin moverse? Los que estaban en el suelo apoyaron las manos en la tierra, húmeda y removida, buscando impulso para alejarse sin desviar la mirada por miedo ser atacados.
La candorosa sonrisa de Lugonis, sardónica y casi sórdida, nunca se apagaba. De nuevo, recorrió los rostros de sus oponentes con la vista, disfrutando los gestos de pavor que había creado en solo un instante. El viento mecía su flequillo, atrapado bajo la tiara.
―Ahora que me habéis atacado ―acertó a decir el muchacho―, ellas no pueden detenerse. ―Cerró el puño y lo puso a la altura del pecho, observando con orgullo y casi con obscenidad las afiladas cuchillas que salían de su guantelete derecho―. El impulso es demasiado fuerte como para resistirme…
Un aura morada rodeó el cuerpo del joven en un instante. Apretó su puño con fuerza, como si quisiese deshacer una piedra con su fuerza física. Aquel fue el pistoletazo de salida de los guerreros, que echaron a correr en dirección al bosque dejando las espadas y los escudos detrás para ir más rápido.
―¡Es demasiado tarde! ―repitió Lugonis, ahogando un grito.
¡Mellow Poison!
(Veneno Sazonado)
En un abrir y cerrar de ojos, el joven atravesó la distancia que le separaba de los soldados, con el puño alargado hacia adelante, como si hubiese asestado un golpe. Giró la cabeza y observó sobre su hombro izquierdo: todos los hombres que escapaban, temerosos y veloces, estaban ahora en el suelo, arrastrándose, clavando las uñas en el suelo. Algunos tosían sangre, otros se tumbaban boca arriba y miraban el cielo despejado, a sabiendas, al parecer, de que serían sus últimos minutos de vida.
―Con un movimiento a la velocidad del sonido he perforado vuestros cuerpos con mis garras, que poseen el veneno más mortal conocido por el hombre. ―Lugonis bajó la cabeza y cerró los ojos, respirando con calma, disfrutando, con una sonrisa casi grotesca, el dolor que sufrían sus víctimas―. A vosotros, que llenáis el mundo de mal, os condeno a morir bajo el juicio de Hidra, sufriendo hasta el último instante de vuestras miserables, vacías y oscuras vidas.
Se hizo un silencio sepulcral, casi incómodo. Las respiraciones agitadas y las toses a destiempo cesaron en cuestión de segundos. Ya solo estaban él y el viento. O eso quería hacer pensar.
―Aún faltáis vosotros ―dijo el pelirrojo oteando la oscuridad profunda del bosque que tenía ante sus ojos. La luz de las llamas que había en el pueblo no llegaba hasta tan lejos y era imposible distinguir una sombra de otra.
Y Potem, que llevaba toda la noche sin prestar ninguna atención a nada de lo que estaba pasando, abandonó su posición de retiro. Se levantó despacio, bajo la incrédula mirada de Caleb, que lo llamaba loco al salir ahí fuera con ese monstruo. De entre los arbustos apareció un hombre fornido, ancho, vestido igual que los otros soldados y cubriendo su rostro con un pañuelo azul excepto sus ojos. Aquellos tenían un brillo especial, al igual que los de Lugonis. Si los observabas detenidamente durante unos instantes, podías ver casi la tristeza y la desesperación que corroían el alma de aquel mastodóntico personaje. Unos ojos trigueños que desprendían una sensación de vacío existencial. El joven se dio cuenta rápido de la inquietud que le producía aquella mirada; la de un hombre dispuesto a morir si hiciese falta por la causa que sigue.
La diferencia de físico entre uno y otro era considerable. El cuerpo de Lugonis era esbelto y delgado, aunque lejos de ser chaparro. Potem gozaba de una espalda ancha y una estatura digna de asombro, aunque tan grande que era parecía pecar de torpe. Su figura era la de un hombre alicaído, cabizbajo, de los que se han rendido en la vida y buscan el seguir adelante por medios que poco o nada tienen que ver con lo que ellos quieren, produciéndoles una profunda insatisfacción.
―¿Quién eres? ―preguntó Lugonis, alargando el cuello para estar mirada con mirada, afectado por los ojos tristes de su aparente rival.
―Me llamo Potem. ―Se llevó la mano al rostro y retiró el pañuelo que lo cubría. Su cara, en proporción a su cuerpo, era ancha con gestos bruscos y mal dibujados, con arrugas bajo la nariz y en el cuello, con una frente abombada y pálida, al igual que el resto de su piel. Tenía la nariz torcida y ganchuda, aparentemente rota. Su pelo rizado y marrón hacía juego con sus ojos, y compartían la cualidad de ser lo único hermoso que podía verse en aquel ser casi deforme.
―No te he preguntado tu nombre ―replicó el menudo joven, que lo miraba como el que observa un edificio enorme―. Te he preguntado quién eres.
Potem torció la nariz con gesto de no entender lo que se le pedía. Se encogió de hombros y lanzó un profundo suspiro, como si intentase comprender con su enorme cabezón, pero no diese más de sí, resultándole inútil.
No sabía por qué, pero Lugonis empezó a sentir un rastro de lástima cada vez que se fijaba en los ojos tristes y vacíos de aquel gigante. Se le formaba un nudo en la garganta solo de pensar que tendría que atacar a alguien que difícilmente podía comprender una pregunta tan sencilla como la que había formulado antes. Por primera vez en mucho tiempo le vino a la mente la idea del diálogo, la de intentar evitar el combate; su corazón no estaba henchido de pasión, pues no veía cómo podría hacer justicia matando a aquel deficiente.
―Oye Potem ―dijo Lugonis, intentando llevar a cabo su nueva estratagema―. ¿Por qué no hablamos un poco? ―Aunque su sonrisa medio sádica cambió a una tierna y comprensible, por dentro el joven se sentía asqueado, traicionando sus propios principios, fraternizando con el enemigo como si no le hubiesen confiado aquel pueblo. Pero, por otro lado, no veía enemigo alguno en aquel tipo. En cierto modo, su mente estaba dividida.
El gigante pareció esbozar una pequeña sonrisa, pero esta pronto se desvaneció cuando una voz gritó su nombre desde atrás.
―¡Potem! ¿Qué haces? ¡Mátalo! ―balbuceó Caleb, que salía de entre los matojos blandiendo su espada en la mano izquierda.
Lugonis no desvió su mirada de la de Potem, permaneciendo impertérrito ante la súbita pero predecible aparición del hombre que faltaba por entrar en escena. Movió la cabeza de lado a lado, negando, implorando a Dios, si existía, que no se le ocurriese atacarle o se vería forzado a hacer algo que, desde luego, no quería.
Caleb apareció tras la enorme figura del otro hombre. No era muy alto, sino que más bien canijo y esmirriado. Se arrancó el pañuelo de la cara con fuerza, dejando a la luz sus ojos enrojecidos por la cólera. Lo que más destacaba de aquel tipo era su boca, era enorme y cubría una gran parte de su rostro. Era cejijunto con el pelo gris, dientes negros y barba hirsuta.
―¡Potem! ―volvió a gritar sin quitar la mirada de Lugonis, atemorizado―. ¿Es que acaso vas a desobedecer a tu hermano? ¡Mátalo ya!
Fue la primera vez que el joven miró a Caleb; le parecía un hombre detestable. En lo más profundo de sus entrañas algo gritaba que lo atravesase de lado a lado al menos quince veces con cada garra. Su mirada era el fuego que arde con decisión en lo más profundo del alma humana. El color aceituna de sus ojos le hacía parecer un chico calmado, pero ese fulgor incorruptible y candoroso lo convertían en el más peligroso de los depredadores: un humano ansioso por crear justicia. Y ya lo decía Shakespeare, no hay miedo más peligroso que el que infunde otra persona con miedo.
Sin embargo, si atacaba, seguro que tendría que matar a aquel gigante inocente y bobo, que poco más parecía hacer que seguir las órdenes de un hombre que se aprovechaba de su corazón bueno y sincero. Todo eso se lo decían unos ojos henchidos de dolor y de sufrimiento.
―¡Ataca ya, maldito retrasado! ―ordenó de nuevo Caleb.
Potem cargó el puño. Desde la perspectiva de Lugonis, dicho puño era enorme. No quería hacer daño a aquel ser de bondad infinita, pero no tendría opción. El golpe impactó de lleno contra el suelo, justo delante de Caleb, cuya mirada había cambiado de irritación a miedo. Dio un par de pasos atrás, asiendo el escudo en su mano derecha con fuerza y la espada en la otra con más fuerza aún.
―¡Yo no soy ningún retrasado, Caleb! ―gritó Potem con voz iracunda e imperturbable. Su fuerza era tal que la tierra se agrietó al paso de su golpe.
―¿Cómo… cómo es posible que tú…? ―dijo Caleb asustado, observando cómo Lugonis se había deshecho de aquella irritante sonrisa por primera vez en toda la noche para ahora tener un gesto frío como la nieve.
―Esto lo has hecho tú solo ―respondió el pelirrojo en un arrebato de responsabilidad―. He visto en sus ojos la tristeza, la humillación y la vergüenza a la que este hombre ha sido sometido. No he tenido más que darle un poco de humanidad para que recuerde que no debe ser tratado de esa manera.
La cara de aquel hombre era un cuadro. No podía comprender cómo, en tan solo unos segundos de conversación, había logrado poner a su hermano en su contra. Las manos le temblaban, su rostro estaba empapado en sudor frío, producto del miedo que, a su vez, le tenía anclado al suelo como si fuese una alcayata. No podía ni avanzar ni retroceder.
―Te llamas Caleb, ¿no es cierto? ―dijo Lugonis a modo de pregunta retórica, no esperando respuesta, y si lo hacía, no escuchando lo que aquel prototipo de hombre tuviese que decir―. Me han mandado del Santuario, en Grecia, para matarte. A ti y a toda esta banda de rufianes que atacabais a gente inocente sin ningún reparo. Pero debes agradecerle a tu hermano, “el retrasado”, que no vaya a hacerlo. Más te vale reflexionar, porque si vuelven a mandarme a por ti ―De nuevo apareció aquella sonrisa burlona, temeraria, despiadada―, juro que te desmembraré pieza a pieza.
Y se hizo el silencio. Potem no discutió ni rompió una lanza a favor de su hermano. Solo necesitaba eso, un pequeño empujón que lo incitase a abandonar el estricto yugo al que el idiota de su hermano lo tenía sometido. A fin de cuentas, Potem no era más que un ser lleno de bondad, que solo merecía el respeto y la admiración de quienquiera, por dejarse avasallar sin reprochar nada ni quejarse.
Editado por ℙentagram, 23 enero 2017 - 14:25 .