24 de abril. Las flores comienzan a abrirse. Es primavera (al menos aquí). En este capítulo también hay princesas que florecen. Bueno, todo depende de con qué ojos se mire... Sea como sea, aquí presento la primera mitad del último capítulo de este primer episodio de Némesis Divino.
Si todo va bien, que espero sea así, el día 4 de mayo terminará El juicio de las Horas y daremos paso a La noche de las Calamidades.
RESUMEN DEL CAPÍTULO 20, PARTE 2
PERSONAJES RELEVANTES
Kishut: el Sumo Sacerdote del Santuario de Atenea y caballero de Capricornio. Aficionado al vino y la lectura.
Tritos: verdadera identidad del usurpador del cuerpo de Fionn de Ballena. ¿Cuáles serán sus intenciones?
Baltsarós: santo de Leo. Cínico y payaso, pero parece que tiene corazón y todo...
Nerites: santo de Piscis. Recto y justo, aunque demasiado tranquilo en ocasiones.
Ístvan: antiguo santo de Escorpio. Una mala persona, lo mires por donde lo mires.
Biǎo Zi: santo de bronce de Zorra. Habla con un acento extraño.
Kisrak: santo de bronce de Caballo Menor.
Laura: santa de bronce de Delfín. Judía, aunque solo parece importarle a Escorpio.
Fionn: líder de los Caballeros Azules y santo de plata de Ballena.
Ivánovich: santo de bronce de Cisne. Muy educado.
Monile: santo de bronce de Corona Boreal.
Alisha: diosa Atenea de la generación del siglo XV. Aún no ha despertado y es una malcriada.
Elvashak: Brillante discípulo de Kishut de Capricornio. Santo de bronce de Lince.
Teris: santo de Pegaso. Discípulo de Kishut y autoproclamado santo de bronce más fuerte.
Caph: Hermano de Elvashak. Santo de bronce de Casiopea.
(Capítulo 21: parte 1 de 2)
28 de enero de 1492
No podían creerlo. Ninguno de los cuatro. ¡Kishut no podía haber muerto! ¡Estaba delante de ellos! Elvashak agachó la cabeza y perdió la mirada en la mesa ovalada. Estaba seguro de que la historia no había terminado.
El Sumo Sacerdote se levantó para alejarse y observar la pintura del Santuario de al lado de la puerta. Recordó por un instante la angustia de la muerte. Era cierto; había estado en el Hades. Pero Baltsarós, tan inoportuno en la mayoría de casos, le salvó la vida aquel nefasto día. «En la colina de los muertos todo era tan…»
—Maestro, sus recuerdos no acaban ahí, ¿verdad? Es decir —trató de explicarse el joven Lince ante sus compañeros—, ocurrió algo más, ¿no?
—Los Astra Planeta despertaron —comenzó el Pontífice—. Sinigrado desapareció. Yo caí al mar muerto. Me recuerdo ante el Cocytos, la entrada del inframundo para que me entendáis. Los demás se habían alejado de la ciudad… ¿cómo podría continuar el relato? —dijo, girando la cabeza hacia su aprendiz aventajado.
»Bueno, sí que hay algo más… —explicó, tomando su copa de peltre y dando un trago—. Pero los muertos no hablan, así que es Baltsarós el único que sabe lo que ocurrió entonces. ¿Yerro?
—No, estás en lo cierto. No te enteraste de nada. Dabas pena, viejo. Cree que lo que hice… lo hice de corazón. Y sin embargo, tú lo aprovechaste todo a tu favor.
—¿Qué otra cosa podía hacer? —contestó el Sumo Sacerdote a la puya—. ¡Robaste el ícor, maldita sea! ¡Por muy noble que fueras, cometiste un sacrilegio! Pero da igual, ahora no estamos hablando de eso —zanjó, áspero—. ¿Se lo vas a contar, o no?
—Yo tengo una pregunta —interrumpió Alisha para sorpresa de ambos santos dorados. Antes de que le dieran la palabra, siguió hablando—. Leo, tú querías salvar a esa mujer, ¿no? Y por eso te quedaste con la flor de escarcha… ¿Por qué robaste el ícor entonces? ¿Tiene que ver con Kishut?
—¡Muy aguda, señorita Atenea! —exclamó Baltsarós con una sonrisa—. Le salvé la vida al viejo. Como recompensa, me mandó al exilio —volvió a reprochar.
—¡Acaba de una maldita vez la historia! Empiezo a estar cansado de ti —gruñó el santo de Capricornio—. Además, tengo cosas que hacer y me da la impresión de que llevamos meses en esta clase. «No me extraña para nada que a veces estos niños tengan caras de aburrimiento que ofenderían a una estatua.»
—Muy bien, allá voy —asintió el león antes de rascarse la nariz. Colocó ambas manos en la mesa e irguió la espalda. Carraspeó y prosiguió con el relato a la luz anaranjada de la biblioteca.
* * *
14 de octubre de 1485
Siete lanzas de luz brotaron del lejano risco de Sachenka para rasgar los cielos con su punta y perderse en el firmamento. La imagen de la esfera azul que había alumbrado las ruinas de Sinigrado los últimos diez minutos desapareció. Empezó a resonar una melodía ascendente que se repetía una y otra vez. Era dulce, como la escala musical de una flauta. El espectáculo distrajo al grupo de guerreros que se alejaban.
—¡¿Qué diantres es eso?! —La sorpresa en el rostro de los Caballeros Azules era notoria, pero Kisrak, el caballo menor, tenía el rostro desencajado.
—El Sumo Sacerdote ha fracasado —declaró Fionn, líder de la cuadrilla hasta que llegaron los santos dorados—. Ese malnacido de Tritos ha logrado despertar a sus hermanos. Llevabas razón con el tema de los obeliscos, Ivánovich —lamentó—. Deberíamos haberlos destruido antes de escapar de la ciudad…
—¿Acaso estáis sordos? ¿Sois idi*tas o algo por el estilo? —protestó Ístvan, quien llevaba la armadura de Escorpio a la espalda, en su caja de Pandora—. Ya os dije que era imposible. ¡Ni Nerites ni yo pudimos romperlos!
—Pero quizá todos juntos… —se atrevió a decir Biǎo Zi.
—Primero la judía y ahora la zorra —contestó con desprecio—. Definitivamente, sois imbéciles. ¡Os he dicho que no podríamos haber roto los pilares ni aunque lo hubiéramos intentado todos juntos, j*der! ¡Al próximo que vuelva a mencionarlo, le arranco la cabeza!
Había perdido el control. El joven de melena rubia tenía los ojos inyectados en sangre y apretaba los dientes con fuerza. Le frustraba el hecho de no poder hacer nada. Le frustraba el hecho de que su propia armadura hubiese elegido a otro como portador legítimo. ¡Le frustraba todo y quería pagarlo con alguien!
—Ya está bien, Ístvan —le detuvo Nerites—. A mí no me puedes engañar. Si vuelves a amenazarles, seré yo mismo quien te detenga y te reporte ante el Patriarca.
—¿Ante el Patriarca? —se mofó el escorpión—. ¡A la m**rda con él! ¿Acaso no te has dado cuenta de que su cosmoenergía se ha desvanecido? ¡Ha fracasado! ¡Ahora está muerto! ¿A quién me vas a entregar, a Atenea? ¡Por los dioses, es una mocosa!
El duro puño de Baltsarós se estrelló contra el mentón de Ístvan. El golpe fue tan brusco que el santo cayó al suelo de rodillas, dolorido y humillado, mientras le resbalaba un hilo de sangre por la comisura de los labios.
—Cállate de una maldita vez, ¿vale? El viejo no está muerto… ¡No puede haber muerto! —negó con énfasis—. El muy idiota dijo que luego nos atraparía…
—¿Niegas la evidencia? —inquirió Ístvan, que se levantaba. Al parecer el puñetazo le había calmado. Por supuesto que estaba furioso, pero aquel no era el lugar para pelear. Además, la tierra comenzó a temblar, y desde las lejanas luces que rasgaban los cielos, empezaron a expandirse varias energías descomunales—. Entonces, ¿cómo explicas esto? El cosmos de Kishut se ha extinguido. Los Astra Planeta han despertado. ¿No es eso un fracaso?
—Escúchame, Ístvan —le dijo el león, que también lucía preocupado—. Ahora más que nunca necesitamos estar unidos. No me importa lo que sea que te ocurra para actuar como un cr*tino. Ahora no es el momento. Cuando lleguemos al Santuario, si te apetece, te dejaré que me golpees tanto como quieras, pero ahora tenemos… No —se detuvo—, tenéis que escapar de aquí lo más rápido posible.
—¿Qué pretendes, Baltsarós? —preguntó el santo de Piscis, todavía agotado.
—¿No es obvio? Voy a rescatar al viejo. ¡Voy a demostrarle a este incrédulo —señaló a Escorpio con el índice— que nuestro líder sigue vivo!
—¡Es una locura! —replicó el pez—. ¡No puedes ir tú solo!
—Déjale ir —sugirió el amargado Ístvan—. Si le traes con vida, no te machacaré en el Santuario —le sonrió con acritud—. ¡Vamos, ratas azules! ¡El Santuario nos espera! —ordenó a la vez que se limpiaba la sangre y se retiraba del grupo, avanzando en solitario.
Nerites, que se quedó el último adrede, miró a su colega Leo y le dio un amistoso golpecito con el puño en el pecho.
—No te mueras, Baltsarós. Quiero que me cuentes lo que viste en la Cámara de Estasis… ––se despidió—. ¡Hasta entonces! —Sin entretenerse más, emprendió la marcha alcanzando al resto del grupo, que ya había entrado en el bosque de Sachenka.
«No tengo intención de morir… Todavía tengo que salvar a esa perra —se dijo—. Por mucho que me haya hecho, es mi perra. —El santo de coleta negra soltó su caja de Pandora y le dio una patadita. Esta, tras iluminarse, se abrió envolviéndole con las piezas de la majestuosa cloth dorada de Leo. El hombre se vio entre las manos con el joyero que era la auténtica Caja de Pandora y la Flor de Escarcha. Las había guardado con su armadura al abandonar al Sumo Sacerdote—. ¿Cómo se supone que le voy a buscar con estos cacharros? ¡Un momento! La flor podría…»
Pero al león no le fue tan fácil encontrar el más mínimo rastro de su amigo Kishut. Las ocho energías demenciales, que se concentraban en el risco de Sachenka e iban expandiéndose como cercos de agua, hacían imposible detectar cualquier fluctuación de cosmos.
Baltsarós bajó por los acantilados norteños hasta una cala. Las olas que chocaban contra las rocas se convertían en fragmentitos de espuma congelada. La visibilidad era escasa por culpa del mar agitado. Después de todo, quizá fuese cierto lo que dijo Ístvan…
«¡Piensa, maldición! —se dijo—. El cosmos del viejo dejó de arder por esta zona, así que es seguro que cayó al mar. Si llevaba la armadura puesta, es imposible que esté flotando… Un momento, ¿qué es eso?»
La sorpresa del guerrero fue mayúscula al ver que se iba acercando a aquella roca una pequeña esfera de luz dorada. Primero no pudo distinguirla bien, pero al paso de unos momentos, se dio cuenta de que se trataba de la armadura de Capricornio. ¡Esta había avanzado sola hacia él! No lo comprendía. ¿Qué rayos significaba eso? ¿Acaso él ya había…? ¿Y por qué su luz era tan tenue?
La efigie de Amaltea se detuvo ante el león. Estaba completamente destrozada, y aunque su luz seguía siendo dorada, las pocas piezas que quedaban ensambladas lucían grises, como desconchadas y sin brillo. El combate contra Tritos debió ser demasiado para Kishut…
Baltsarós se dio cuenta de que la prenda empezó a moverse, esta vez sobre las olas y hacia el horizonte. Agarrando la Caja de Pandora con fuerza y poniendo el tallo de la Flor de Escarcha entre sus dientes, saltó de cabeza al helado y vasto mar norteño.
El hombre siguió nadando entre agua y bloques de hielo, incansable. A veces perdía la vista de Capricornio, pero siempre acababa viendo la lucecilla dorada regresar hacia él. Entre los vaivenes de las mareas, terminó por ver una banquisa con un punto oscuro sobre ella; algo que no logró identificar, pero que rápido adivinó de qué se trataba. «¡Ahí está!»
—¡Viejo! —gritó. Le entró agua escarchada en la boca y la escupió para seguir nadando con más ahínco. Se alegró de haber vestido a Leo. Si no, habría muerto congelado en el instante en que saltó al gélido mar del polo.
Por fin, y a la luz de la aurora boreal, el santo se agarró al borde de la plataforma de hielo y se dejó caer sobre ella para recobrar el aliento. Había nadado un buen rato, pero su prioridad era el Patriarca. No estaba cansado, no podía permitirse estarlo. Cada instante contaba. Capricornio se posó al lado de su portador, el Sumo Sacerdote, y su brillo se apagó por completo.
—¡Oh, no, viejo! ¡Viejo!
El cuerpo de Kishut yacía inmóvil y congelado sobre la banquisa. Lucía heridas horribles, pero la peor era el agujero del pecho, en el que con seguridad entraría la mano abierta del propio Baltsarós. Este frunció el ceño y se quejó, ofuscado, al ver que no había nada que hacer. Estaba muerto.
«¿Puede la Flor de Escarcha devolver la vida? ¿No había que clavar el tallo en el corazón? ¡Pero si no tiene corazón! ¡Es horrible! —pensaba al mirar al destrozado santo.»
Leo comenzó a llorar, afligido por su fracaso. Pero algo, acaso una vana esperanza de recuperarle, le hizo agarrar la flor y clavársela en las entrañas. Como esperaba, no ocurrió nada. El frustrado hombre gritó y gritó, asqueado por el sacrificio de su amigo. Sin pensárselo dos veces, incendió su cosmos y trató de transmitirlo al Sumo Pontífice, muerto.
La Flor de Escarcha se incendió en una llamarada blanca y detonó, arrojando a Baltsarós unos pasos hacia atrás. Desde donde estaba, contempló el milagro: los huesos y músculos del cadáver empezaron a regenerarse, y sobre ellos la piel se dibujó como un regalo divino. Las heridas de Kishut fueron desapareciendo una por una, primero las más superficiales y luego las graves. El agujero del pecho se cerró, y entre los pectorales quedó tatuada con luz pálida la figura de una rosa de pétalos abiertos.
—¡Viejo! —gritó el hombre, cuyas lágrimas caían ahora por la alegría al verle moverse. ¡Sí! ¡Se movía! ¡El hombre se movía y respiraba!
—¿Qué… qué demonios…? —La voz del Patriarca era débil. Se notaba la confusión en su tono. No sabía qué hacía allí, por lo que se quedó tumbado, boca arriba, pensando y mirando la aurora boreal. Se topó con el rostro de Leo, que se había puesto de pie para saludarle—. ¿Qué haces aquí? ¿No te dije que te marchases? —preguntó Capricornio.
—¡Imbé**l! —insultó el león, que se arrojó de rodillas para abrazar a su amigo—. ¡Estabas muerto! ¡Muerto! Tuve que usar la Flor de Escarcha para salvarte… ¡Y no sabía si iba a funcionar!
—¿La Flor de Escarcha? —Kishut recordó que Leo la buscaba para salvar la vida de la mujer enferma de la que se había enamorado. ¿Por qué le había salvado a él? Lo supuso: «Soy más importante que una aldeana. Gracias, Leo.»
»¿Y qué pasará con tu prometida? —inquirió el Pontífice, sentándose sobre la gran plancha de hielo—. La acabas de condenar a muerte.
—No importa. Simplemente, no podía dejar que murieses, viejo… Por cierto —echó en cara con una sonrisa—, al menos esperaba que me lo agradecieses. ¡Viejo gruñón! ¡Seguirás bebiendo vino algunos años más! ¡Dame al menos las gracias!
El Sumo pontífice cerró los ojos y suspiró. Una lágrima le resbaló por la mejilla. Se sentía agradecido por seguir con vida… a pesar de haber estado muerto durante un rato. Era una sensación tan extraña que no sabía bien cómo reaccionar. Lo único que hizo fue pronunciar la palabra con la mirada perdida, y pensando en la mujer que le salvó cuando era un crío:
—Gracias. Gracias a todos.
* * *
28 de enero de 1492
Así terminó el león el relato: con ese agradecimiento que su camarada profirió, todavía desorientado. La flor que debió salvar la vida de su amada terminó en el cuerpo del Patriarca. Y aun siendo cierto que él era más importante que una simple aldeana como lo fue Beatrice, Baltsarós no usó la reliquia en él por eso.
—A un amigo no se le deja tirado en un trozo de hielo en mitad del mar, ¿sabes? No aunque ese amigo te acabe exiliando y creando rumores falsos de alta traición… —dijo el de coleta con tono de reproche. Para su sorpresa, el Sumo Sacerdote rio.
—Hombre, no tan falsos… —contestó—. Creo que sí robaste el ícor, ¿no? Podría haberte condenado a muerte. Lo sabes. Te perdoné la vida aunque cometiste el mayor pecado que un santo puede cometer. Es más, no solo te perdoné la vida, sino que te confié la Caja de Pandora, ¿correcto?
Leo guardó silencio. Al fin y al cabo era cierto. Si Ístvan no hubiese desertado aquella noche, quizás habría sido ejecutado. O quizás no. De todas formas, ya daba igual. Eran aguas pasadas. Lo importante era que ambos estaban allí, contándolo al grupo de jóvenes que simbolizaba el futuro.
Elvashak alzó la cabeza y asintió varias veces:
—Eso explica el robo del ícor y que aunque el maestro muriese, hoy siga con nosotros… Gracias, señor Baltsarós —le dijo con toda la sinceridad que pudo reunir.
—Hasta tu discípulo es más agradecido que tú, viejo. Deberías aprender de ellos, ¿sabes? Bueno… solo de algunos —matizó mirando a Alisha, que no se dio por aludida, ya que seguía jugueteando con lo que fuera que tuviese entre las manos. El caballero zanjó la improvisada lección con palabras mágicas:
»Hemos terminado por hoy, chicos. ¿Es así como os deja libres el viejo? ––rio mientras se levantaba.
—No. Normalmente el maestro no dice nada. Cuando llega la hora, Alisha se queja y él nos deja marcharnos. Eso solo los días en que estudiamos Historia. Cuando entrenamos es diferente —explicó el mayor de los hermanos, Elvashak, cuyo pelo era más oscuro que el carbón.
«Ah, el reloj… ¡Maldición! —El corazón de Alisha dio un vuelco. Ahora le tocaba disculparse. ¿Qué le iba a decir a Kishut? ¿Que lo hizo por puro placer? Eso no ayudaría lo más mínimo. Quizá hasta se enfadase más…»
Los tres muchachos se levantaron de la mesa, y Teris, envalentonado, se quedó mirando al santo de Leo. Tenía el semblante serio, con los labios apretados. Por fin se decidió a hablar.
—¿Ya está? ¿No nos vas a enseñar alguna técnica, Baltsarós? —Los sentimientos de Pegaso eran contradictorios: Por un lado, el muchacho se sentía incómodo cuando escuchaba la forma en que el hombre hablaba a su maestro. Por el otro, tenía la intuición de que podría ser un buen maestro; un guerrero formidable del que aprender muchísimo. Además, el hecho de ser también Leo…
—Lo tenía pensado —contestó el de coleta—, pero la historia se ha llevado mucho tiempo. A estas horas ya deberíamos haber comido.
—De hecho… —interrumpió Kishut, analítico como siempre y rascándose la barba— Sí. De hecho creo que te vas a encargar del entrenamiento de mis discípulos un par de días.
—¡¿Cómo?! ––protestó Alisha, todavía sentada. A duras penas pudo contener sus palabras de desprecio—. ¿Este… tipo?
—Sí. Este tipo. —La respuesta del Sumo Sacerdote fue tan tajante como su dura mirada—. Señorita, levantaos. Es hora de comer. ¿Queréis quedaros aquí aun cuando siempre sois la primera en salir? —Conforme le hablaba, su tono se fue ablandando. Aunque quería, no podía estar enfadado con ella.
Alisha obedeció guardando el reloj entre sus manos, a la espalda. No quería que el Patriarca viese aún el regalo. Con la cabeza gacha, la chiquilla contestó:
—Está bien, pero… ¿puedes quedarte un momento conmigo? Quisiera decirte algo.
—¿Y bien? —inquirió Capricornio, aunque el silencio de la jovencita pareció decirle que tenía que ser a solas.
Baltsarós de Leo entendió la situación, o al menos eso creyó. Caminó hacia la salida de la biblioteca y, con la mano en el hombro de Elvashak, instó a los chiquillos a salir de la estancia con sus ácidas palabras:
—Parece que la princesita necesita el consejo del rey. Dejémosles a solas y hablemos del entrenamiento de mañana. ¡Veremos si es cierto que eres el santo de bronce más fuerte, Teris de Pegaso! —señaló.
Aunque Caph, el jovencito de Casiopea, pensó que Alisha se molestaría, vio en ella algo que le preocupó: su amiga parecía inquieta, triste por algo… Seguía cabizbaja ante la mesa. ¿Qué le ocurriría? Cuando el león cerró la puerta, el niño seguía mirando, extrañado de que la adolescente no hubiese respondido a Baltsarós con una grosería.
El sonido del pestillo se escuchó antes de que todo quedase en silencio en la biblioteca. Kishut contemplaba a su discípula favorita con el ceño fruncido. ¿Qué querría? Supuso que tendría que ver con el libro que lanzó a Leo, Tyrant lo Blanch.
—Señorita Atenea, ya os he dicho que tenéis que ser más gentil, más educada, pero no me hacéis caso. Comprendo que sois una niña todavía, que os gusta jugar y divertiros, pero eso no es excusa para ser maleducada y comportaros como una auténtica malcriada. —Aunque le estaba regañando, sus palabras eran casi amables.
—No soy una niña. Tengo catorce años —protestó ella con la voz tan baja que apenas si la escuchó el Patriarca—. ¡Estoy harta de que me tratéis todos como a una cría! —Cuando alzó el rostro, se ruborizó. ¿Estaba enfadada? ¿Avergonzada?
—De hecho, hasta el día catorce de febrero seguiréis teniendo trece.
—Quedan dos semanas. Estoy más cerca de los catorce que de los trece —respondió ofuscada. Pero las manos a la espalda hicieron comprender a Kishut que ella no se había quedado allí para hablar de su edad.
«¿Qué estará tramando?»
—Señorita, varios santos dorados me han hablado de vos. No están conformes con vuestro comportamiento. ¿Comprendéis que de aquí a unos años seréis la cabeza del Santuario? Aunque yo esté a vuestro lado, vos estáis llamada a ser nuestra diosa. Y la diosa Atenea siempre se ha caracterizado por estar llena de amor.
—¿Me vas a regañar mucho más? —interrumpió la chiquilla de cabello castaño. Sus ojos irradiaban un brillo vivo que conmovió al Pontífice—. Lo que me dices ya lo sé. Sé que tengo que ser una niña buena, que tengo que portarme bien… ¡Ya lo sé! ¡Pero nadie tiene en cuenta cómo me siento yo! ¡Tú eres el primero! ¡Eres un id*ota!
—Señorita, os ruego que retiréis ese insulto —pidió Kishut, serio.
—Lo… lo siento —dijo ella. Entonces el hombre comprendió que los ojos de la niña brillaban porque estaban conteniendo las lágrimas que le resbalaron por sendas mejillas.
Alisha estaba llorando otra vez. Tan solo él, el Sumo Sacerdote, la había visto venirse abajo en más de una ocasión. Por más que la niña dijese que él no era capaz de entenderla, sabía lo que había en el fondo de su corazón. O eso quería creer.
Verla llorar; ver que sus lágrimas tristes caían sobre la mesa le sobrecogió el corazón, y no pudo hacer otra cosa más que acercarse a ella y obligarla a que se sentase a su lado. Le levantó la cara con suavidad agarrándola del mentón, y cariñoso, limpió las lágrimas con la otra mano.
—Vamos, señorita, tenéis que ser fuerte. Yo os voy a querer lo mismo seáis mejor o peor. Pero tenéis que comprender que no sois una niña… normal —expresó antes de suspirar. A él mismo le dolía ese hecho tanto que incluso Licaón se había dado cuenta la noche anterior, cuando estuvieron hablando—. Señorita Atenea, yo os voy a querer siempre, de forma incondicional.
Aquella declaración, cuyo propósito era animarla, terminó por romper a la niña, que empezó a sollozar, cabizbaja. Las lágrimas florecieron como una fuente y ella se llevó las manos a los ojos, para secarlos. Sintió el olor metálico del reloj que seguía guardando detrás de la espalda.
—Yo… yo… —titubeó entre gimoteos—. ¡Lo siento! ¡Lo siento de verdad! ¡No quería romper tu reloj! ¡Perdón!
Por fin lo había dicho. El gran peso que había estado soportando desde el día anterior se desvaneció como hielo al sol. El calor de sus propias palabras la había salvado del remordimiento.
Kishut lo comprendió todo en aquel momento y se llevó la mano a la frente por su falta de tacto. La había herido al hablarle así aun cuando ella solo quería disculparse. El corazón humano era demasiado frágil. El corazón de su señorita, a pesar de cuánto ella lo intentaba ocultar, era aún más frágil.
—Estabais perdonada desde antes de romper mi reloj —sonrió—. Es cierto que era muy valioso para mí, pero mis padres murieron. Ellos ya no están sino en mi corazón. Vos estáis aquí, delante de mí, y sois mi vida ahora. Os amo como a mi propia hija y no deseo veros llorar, señorita. No deseo que sufráis. Por eso siempre intento que seáis la diosa que estáis llamada a ser —declaró—. «Al fin y al cabo, los dioses no tienen corazón… Y eso es mejor que sufrir, ¿no? —pero esas palabras no las profirió. Quedaron danzando en su mente, resonando entre ecos.»
—¿De verdad me perdonas?
El Sumo Sacerdote no respondió. Se limitó a inclinarse sobre su silla y abrazar a la niña de sus ojos. Le apretó fuerte con los brazos y la besó en las mejillas varias veces, empapando sus labios en lágrimas. Podía sentir el calor húmedo del rostro de su princesa, que le agarraba también fuertemente. Por fin, lo dijo:
—Os perdono, señorita. Os perdono. —Y tras un buen rato abrazados, se separaron.
Ella, que seguía ruborizada, agarró el reloj de bolsillo que había dejado detrás de su cuerpecito, en la misma silla. Lo mostró al Sumo Sacerdote, todavía con gesto triste.
—Sé que no es lo mismo que el tuyo, pero… quiero que te lo quedes. —El pequeño reloj de latón pulido se reflejó en los ojos cansados de Kishut.
—¿Y esto? ¿De dónde lo habéis sacado, señorita? —inquirió, sorprendido.
No es que fuese un reloj de bolsillo muy bonito… Ni tan siquiera parecía caro. Aun así, para él fue el presente más hermoso que alguien le había dado jamás. Sin dudarlo, lo tomó entre las manos y lo miró con asombro. Se decidió a abrirlo pulsando el botoncito y vio las manecillas, los números… le encantó.
—Señorita Alisha, no era necesario. A mí me basta con veros sonreír y ser una buena niña.
—Las niñas buenas regalan cosas, ¿no? —le dijo con una sonrisa radiante. Aun con la cara surcada por lágrimas secas, logró estremecer a Kishut. Esa era la sonrisa que le daba la vida. Esa era la felicidad que deseaba proteger.
—Gracias, señorita. Nunca dejéis de sonreír.
—Feliz cumpleaños —le dijo ella—. Es verdad que ya eres un viejo —sollozó antes de reír y de atreverse a bromear—: ¡Esta vez, asegúrate de esconder el reloj y de no traerlo a clase!
Ya reconciliados, el Sumo Sacerdote y la diosa del Santuario abandonaron la biblioteca de Capricornio. Ni Baltsarós ni los aprendices estaban por allí, así que decidieron regresar al Ateneo para almorzar. Eran más de las dos de la tarde.
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Hasta aquí la primera parte de Luces y Sombras, el capítulo final de esta primera temporada este primer episodio. ¿Cómo terminará? ¡Se admiten apuestas!
Sin más, un abrazo y gracias por vuestro apoyo. Solo queda una publicación más para terminar esta etapa.
Editado por Killcrom, 24 abril 2016 - 11:25 .