-me pregunto que diria Saga si supiera que Saori se baña en su ducha
-Hasta que Saori conocio a su familia
El humano que los dioses odian, lo que algunos llaman la más grande falla de la creación, y otros, el único hombre completamente invencible, que los dioses primordiales te regalaron para que te protegiera desde tiempos inmemoriales. El más grande temor del Olimpo.------------------------------Obviamente esta hablando de Dohko de Libra pero le falto mencionar que es el que desata las mas bajas pasiones entre las divinidades femeninas del Olimpo cada vez que muestra el tatuaje del tigre---XD :s46:
-¿las doncellas de Saori son las mismas que frecuentaba el patriarca?----XD
-me pregunto quien sera el misterioso personaje que apareció al final
PD:
Tengo el extraño presentimiento que Saori se topo en la ducha con algunas de las drogas de Saga por eso se puso a alucinar cosas
1. El bueno le pediría que se tapase. El malo le pediría que no.
2. Claro... Dohko, ese debe ser. Hoy tendrá su propio capítulo, por cierto.
3. De hecho, esas cuatro doncellas vienen apareciendo desde la saga de Poseidón, estuvieron con Saori cuando fue atacada en la fiesta de Julián, y Europa vio morir a Aldebarán.
4. Ella quisiera creer que está alucinando, pero no, no lo está.
Gracias por el review.
KANON APARECIENDO...
Gracias por pasar, mister. ¿Kanon? No sé de qué habla.. ^_^
DOHKO I
18:50 hrs. 15 de Junio de 2014.
El ruido de la Gran Cascada de LuShan era poderoso, tal como la misma, pero también ejercía un efecto soporífero, inclusive cuando meditaba frente a ella. El Sumo Sacerdote despertó agitado de su sueño, con sudor bajando por su arrugado rostro. Atenea paseaba por el Santuario, cerca del Ateneos, donde una figura gigantesca, irreal, luciendo capa y capucha, le saludaba con una guadaña, que luego usaba para rebanar el espacio a su alrededor, dejando sangre negra esparcida en el aire, y luego la cabeza de Saori Kido, que no lograba moverse ni defenderse.
Las pesadillas habían acudido regularmente durante las últimas semanas, desde que Atenea había vuelto del Reino Submarino, y ya no estaba en la edad de cuidar su salud de más por culpa de malos sueños, doscientos sesenta y un años no pasaban sin repercusiones. Las pesadillas eran reflejos de miedo, y había sido demasiado real como para no preocuparse, así que miró más allá de las montañas en caso de que la pesadilla no dejara de ser eso, pues sintió una perturbación en el Cosmos que no podía ignorar. Concentró energía en sus ojos y descubrió lo que no deseaba, pues un aura oscura se reunía en lo que vigilaba todas las semanas desde hacía siglos, sentado frente a la Gran Cascada, si bien era algo más visual que perceptual, por lo que debía moverse personalmente. Si enviaba a Shiryu, se podría topar con algo que no entendería, y le costaría la vida. Debía ser él, el Santo de Oro Dohko de Libra. Finalmente el momento había llegado.
Y si lo que veía se materializaba en lo que temía, lo que había esperado durante tantos años, entonces era posible que no viera LuShan otra vez. Por supuesto era algo que tenía previsto, razón de que practicara el asombro y la contemplación todos los días, pues esas tierras sagradas de China eran bellezas que le entregaban significado a la vida. Sus montes eran bastiones de honor que se elevaban para desafiar a los cielos, sus ríos generadores de vida sin fin, sus árboles y flores, desencadenantes de tantas emociones como las estrellas en el firmamento, joyas que lo habían acompañado ya mucho tiempo.
Sin embargo, la principal de sus joyas lo observaba con ternura y miedo, pues los hijos siempre saben si algo malo sucede con los padres, la conexión va hacia ambos lados, incluso cuando no hay lazos de sangre. A ojos de Dohko, Shunrei era su hija y la criatura a la que más había amado, no importaba si solo habían sido dieciséis años de los dos cientos que llevaba en la Tierra. Eso solo haría las cosas más difíciles.
—Padre, ¿va a alguna parte?
—Shunrei… —Lo pensó un segundo. ¿Qué podía decirle sin que sufriera con amargura? Dohko se puso de pie y la observó detenidamente. Era un ángel de bellos ojos que había encontrado de pequeña flotando en el río, y había criado con egoísmo, a sabiendas de que un día debería despedirse. ¿Existía la posibilidad de que todavía no fuera el momento, y tuviera más tiempo? Sí, pero no iba a arriesgarse. La había criado como si fuera suya, había optado por la ilusión de ser un padre de familia, como si la Oscuridad no hubiera estado al acecho—. Bueno, tal vez lo mejor sea que no lo sepas. ¿Dónde está Shiryu?
—Fue a dormir, estuvo entrenando toda la tarde en el campo. Pero olvide eso, ¿cómo puede decirme que no lo sepa? ¡Soy su hija! Padre... —se exaltó la niña de sus ojos, el regalo más preciado que le habían otorgado los dioses—. Dígame cuándo volverá, al menos.
—¿Volver? Je, je, je, ay, mi querida Shunrei, no lo sé. —¿De qué servía mentir? Le había enseñado a hablar con la verdad al frente, no iba a ser un hipócrita—. En realidad, no sé si volveré.
—¿Padre? —La voz de Shunrei se quebró, y sus piernas se doblaron hasta que las rodillas chocaron con las piedras de la saliente en la montaña donde había pasado tantos años entrenando jóvenes, futuras promesas como Shiryu o Genbu—. ¡No me diga eso, padre mío, por favor! ¿Qué ha ocurrido? —Le tomó los brazos con firme suavidad, que sostenían el bastón que había llevado desde los ochenta años. Lágrimas de angustia cayeron sobre ellos—. ¿¡Qué le hace decir cosas tan horribles, padre!?
—Shunrei, mi hermosa niña… —Esta vez, él acarició el rostro de su joya más preciada, y limpió las gotas que dejaban surcos en sus mejillas—. Incluso si yo nunca volviera, tú tienes a Shiryu.
—¿Q-qué? —La chica se sonrojó—. ¿Qué dice, padre?
—Tu tierno Shiryu al que amas con dulzura, nunca lo dejes ir, porque él te adora igualmente. Sigan juntos como hasta ahora, no te separes de él, vivan en eterna felicidad, mi querida Shunrei, ambos lo merecen.
Dohko volcó la vista al cielo, las estrellas comenzaban a aparecer en el lejano Santuario, pues ya anochecía. Se preguntó si debía ir a casa y despedirse de su alumno en caso de cualquier cosa, pero se arrepintió. Solo daría problemas, y era lo que menos deseaba para él y los demás. Lo había formado como un guerrero digno y noble, un verdadero Santo, la sangre de Dragón corría por sus venas. Pero había hecho mucho más de lo que correspondía. «Shiryu, Seiya, Hyoga, Shun, Ikki… lamento tanto que tuvieran que combatir por todo este tiempo. Prometo que nunca más los haré luchar, así que podrán vivir como jóvenes normales en esta Tierra que nosotros protegeremos con nuestras vidas, tal como han hecho ustedes con tanto valor. Rían, disfruten, sean jóvenes y vivan, ese es también el deseo de Atenea».
—¿Padre? No se vaya, por favor... —rogó Shunrei. Dohko estaba a punto de llorar. Pero si sucedía lo que creía que sucedía, entonces no había vuelta atrás. Fue su culpa por amar tanto a esos chicos que tenía por hija y alumno.
—Vive feliz para siempre, hija mía. —Dohko saltó del risco, dejando atrás a Shunrei, a Shiryu, a LuShan, y a sus dos cientos años de calma, paz y tal vez inmerecida felicidad. El mundo estaba a punto de cambiar.
Diez minutos después.
Corrió como hacía años no lo hacía, saltando pendientes, cruzando ríos y lagos, esquivando troncos y contemplando su horizonte hacia el oeste, aproximadamente a mil kilómetros de LuShan, en las cadenas montañosas de Hubei.
Antiguas mesetas, frondosos bosques, niebla y altísimas montañas adornadas por cientos de templos y monasterios unidos por muros de roca e irregulares escaleras de ladrillos que subían y bajaban por los cerros, era lo que podía ver ante la oscuridad. Percibía sombras y energías aciagas con los ojos, pero no con su propio Cosmos, lo que ponía nervioso al anciano guerrero, que por dos siglos había dependido de ello para sobrevivir en la Tierra. Eran las montañas de Wudang, famosas por mantener su tradición taoísta, protegida por la ONU, en sus templos y centros de ejercicio mental y físico. Allí había nacido la corriente marcial del Taoísmo y decenas de artes de lucha relacionadas, cuyos practicantes aún a esa hora entrenaban, concentrados con toda la fuerza de su corazón. Recordaba bien ese sentimiento.
Allí fue donde Dohko de Libra había entrenado en su juventud, tan lejana en el tiempo. Atenea le había brindado los medios para sobrevivir para cumplir su misión de vida más relevante, y no podía dejar que la tristeza de abandonar a Shunrei y Shiryu lo distrajese, pero estar frente al Templo de la Nube Púrpura donde había iniciado su formación generaba un efecto inevitable. Había sido, como los que seguramente lo observaban invisibles desde las sombras, un honorable Taonia, un practicante del arte marcial del LuShanRyu, razón de que ninguno lo atacara. Los Taonia canalizaban el poder de espíritus guías de la naturaleza a través de un símbolo, un Tao, un tatuaje que llevaban en la espalda, y que brillaba junto al paroxismo de su Cosmos. Su tatuaje aún estaba allí, aunque apenas se notara entre los pliegues de sus arrugas. Lo llevaría con dignidad hasta el día de su muerte.
En todo caso no se dirigía allí, sino a la Puerta de Yuan Wu en un profundo valle. El arco era gigantesco, de tres niveles, adornado por símbolos bélicos, religiosos, políticos y culturales de la región, por la cual se accedía a otras montañas gobernadas por nuevos templos. Lo más cercano era el mismo valle, del que solo veía árboles y arbustos de distintos tamaños y olores. No era esa la entrada exacta que necesitaba, pero sí estaba allí. La última vez que cruzó la Puerta correctamente había sido en su última vigilia, diez años atrás, cuando los Titanes enfrentaron a los Santos de Oro en la nueva Titanomaquia.
Dohko se quitó el sombrero de paja y oró con su corazón para que se revelara ante sus ojos lo que las dudas y el desconcierto le ocultaban, pues la realidad era más amplia que la ilusión visual. Más aún, tras ese portón solo veía cielo y flora, no a la energía oscura que había perdido de vista. Y eso se debía a que no había rezado lo suficiente, calmar su corazón era primordial, y cerrar los ojos un canal.
Abandonar a Shunrei, a Shiryu, darles unas vidas normales a esos chicos, como a Seiya, que le había traído gratos recuerdos de juventud; rememorar los suyos con la visión del templo de los Taonia, sentir sus miradas en él.
Calmar. On. Mente. Xin. Espíritu. Shen. Energía. Qi.´Todo estaba conectado con el universo, y mover un grano de arroz de un lado a otro causaba que una hoja se moviera ante la luna en el otro extremo del mundo. Calmar la mente y el espíritu, usar la energía. On, Xin, Shen, Qi.
Al abrir los ojos, vio lo que necesitaba, y entró a la Puerta, pues la Torre de los Forajidos se presentó ante su vieja mirada. La estructura medía más de doscientos metros de altura y se alzaba con un diseño irregular e irrepetible, soportando ante el tiempo sobre una neblina en la que la luz del sol no conseguía acceder. Se componía de ladrillos negros, con decenas de huecos en su superficie. Lucía sobre ésta diversos tipos de rostros, generalmente de monjes y Budas, de veinte metros de alto y diez o quince de ancho que aterrorizarían a cualquiera, mirando y juzgando desde las alturas. El cielo estaba más oscuro de lo normal, pues la energía que había visto ya se manifestaba, si bien Dohko no percibía Cosmos enemigo. Era obviamente parte del juego, ya que sabía que estaba en lo cierto, no necesitó meterse en la neblina para saber que el sello de Atenea, puesto doscientos cuarentaitrés años atrás sobre la vieja superficie y los ojos en las caras se había debilitado antes del tiempo que había juzgado dada la “ruidosa” intervención de Poseidón.
Ese era el lugar sagrado que más odiaba en toda la Tierra, o más bien el único. Al interior de la Torre de los Forajidos se encontraban sellados los 108 Espíritus del Mal, las criaturas celestiales y terrenales que servían a la Oscuridad y que buscaban la destrucción del planeta en su totalidad, los que tenían como meta el derrocar a Atenea y acabar definitivamente con el Santuario, como habían intentado tantísimas veces en el pasado. Algunos sellos, papeles bendecidos con la sangre y el nombre de Atenea (la joven Sasha en ese tiempo) todavía permanecían pegados, pero la mayoría flotaba a la deriva con el viento, probablemente no desde hacía mucho, tal vez dos o tres minutos, así que no había llegado tarde a pesar de su edad. No le sorprendió ver estrellas fugaces púrpuras salir desde los agujeros y aperturas entre los oscuros ladrillos, pues eran las almas que se apoderarían de los hombres y mujeres que los enfrentarían, inocentes presas de un destino que a veces sí parecía inevitable. En cualquier caso, no percibía ningún tipo de Cosmos en los alrededores, algo que se hacía fastidioso.
Lo que sí le pasmó fue ver a un joven esperando descaradamente detrás de una roca, no a mucha distancia, como si careciera de todo respeto. Tampoco esperaría otra cosa, pues ese chico no solo lucía una Surplice[1] del ejército de las sombras, sino que era alguien conocido, e intentaba atacarlo de manera rápida, sin reconocerlo.
—Ah... vaya que eres un bandido desagradable, ¿eh? —dijo Dohko, haciéndole frenar en su patético intento.
—¿Q-qué? ¿Qué diablos...? —susurró el pobre estúpido, aún oculto detrás de las sombras, como si no pudiera oírlo. Contra otros quizás sería efectivo, pero había escuchado a la naturaleza por demasiado tiempo como para no reconocer algo así, no importaba qué tan bien se escondiera.
—¿Atacar a un viejo indefenso, apenas despiertas? No podría esperar menos de ti, Estrella Terrestre de la Bestia[2], ¡Cheshire de Cait Sith!
Era un renacuajo de piel morena, pequeña estatura y cuerpo esbelto, que lucía una armadura oscura, un Surplice que protegía enteramente sus brazos y piernas con joyas de otro mundo, pero dejaba descubierto el centro del pecho y estómago, aunque no era su estilo luchar. Su cabello plateado era protegido por una diadema de diseño simple; sus ojos dorados incluían pupilas felinas, que se abrieron aterrorizadas cuando descubrió la identidad de su presencia.
—¡Imposible! No deberías sentir mi Cosmos, viejo decrépito... —Retrocedió haciendo ruidos pérfidos de gato, una criatura perteneciente a un ejército de bestias, traidores y psicópatas antiguos como el tiempo, que resucitaban una y otra vez con el paso de las eras—. ¿Cómo sabes mi nombre?
—Vi tu sombra, engendro estúpido —le reprendió Dohko, ignorándolo, a la vez que enfocaba su Cosmos y lo canalizaba con el de Muu y Atenea, en el Santuario, para darles aviso de la situación—. Y es imposible olvidarse de Cheshire de Cait Sith, el paria de la antigua Guerra Santa, aunque me ofende un poco que tú me olvidaras.
—¿Q-qué dices?
—¿Acaso nunca oíste de mí? ¿O quizás ustedes, los ciento ocho Espectros[3] de las tinieblas, olvidan todo al resucitar? Incluso tú, el único que salió vivo de la matanza.
—¿Cómo sabes tanto de nosotros? ¿Q-quién diablos...? No, no puede ser. —El malnacido felino pareció recordar, lo que significaba que mantenían sus memorias. O al menos, él lo hacía, y Dohko pudo comprobar una de sus teorías—. Eres tú, uno de los dos supervivientes, ¿verdad? Eres... maldición, ¡eres Libra!
—En efecto. —Dohko se desplazó veloz por el aire mientras aún entregaba la información que el Santuario requería, su misión de más de dos siglos tras la anulación del sello. Subió a la roca y clavó los ojos en los aterrados de Cheshire, y el bastón en su cuello—. Ahora, sería bueno que me relataras algunas cosas.
—N-no te c-creas tanto, Libra —tartamudeó Cheshire, retrocediendo hasta casi caer de la piedra—, ya se olvidaron de ti, te equivocaste en algo. Los Espectros renacemos una y otra vez, y ustedes son para nosotros tan poca cosa que al revivir los olvidamos. Nadie se acuerda de ti, vejestorio.
—¿Hm? ¿Cómo es posible? —preguntó Dohko, mostrando cara de fastidio, como si le hubieran golpeado en el orgullo—. Además, tú te acuerdas.
—Es porque no hicieron bien su trabajo, Santos, no acabaron con todos los Espectros —afirmó el de pelo plateado, hinchando el pecho como un tonto—. Como fui el único en sobrevivir, y no nos afecta el tiempo, he estado aquí en la Tierra todos estos siglos, esperando la llegada de mi gente. Incluso liberé hace un buen rato a un grupo, y ni siquiera lo notarán en el Santuario. A diferencia de ti, conmigo los años no pasan, viejo decrépito.
—Hm, eso es muy interesante. —El viento sopló, traía con él el aroma de Cait Sith, y podía ver hasta los más mínimos de sus movimientos en cámara lenta, incluso si no percibía su Cosmos—. ¿Escuchó eso, Atenea?
—Sí —respondió el Cosmos de Saori Kido, cuyo solo brillo conectado al de Dohko hizo que el Espectro finalmente cayera, aterrorizado.
—También yo, maestro —secundó la voz de Muu, el líder de los Santos de Oro. El gato no podía creerlo.
—M-maldito, ¡maldito seas, Libra! Cobarde, ¿¡cuánto sabe Atenea ahora!?
—Lo suficiente. Tú aquí, esperando en soledad, volviéndote loco poco a poco pues los años afectaron a tu mente, ¡no creas que yo no me preparé también! Insolente gato, ya advertí a Atenea y a mis Santos lo que deben hacer.
—¿Y de qué servirá? —Cheshire se puso de pie y saltó por encima de Dohko, aterrizando detrás. Algunas estrellas fugaces todavía salían de la Torre de los Forajidos en tono violeta, grandes y pequeñas, hacia todas direcciones—. No pueden sentirnos, ni menos vencernos.
—¿Ahora eres tú el que se cree demasiado, Cheshire? —Se dio la vuelta con lentitud, no era necesario nada más—. Cait Sith son brujas que pueden transformarse en gatos ocho veces cuando corren peligro, y ocho veces regresan a su estado original. Si se transmutan una novena vez con magia negra, se quedarán como gatos para toda la eternidad, ¿no es así? Pues son inmortales. —Dohko volvió a desplazarse rápido, sin emitir sonido o advertencia, deteniéndose a dos centímetros del aterrado Cheshire, que levantaba la guardia a la defensiva—. De ahí viene lo de las nueve vidas..., así que dime, ¿cuántas te quedan a ti?
—¿Piensas intimidarme, anciano? En ese estado, incluso yo puedo destruirte, así que, ¿qué te parece jugar a Las Escondidas[4]? —De pronto, el cuerpo de Cheshire se traslució, y en solo un segundo desapareció por completo, incluso su aroma.
En su lugar, los ojos de felino aparecieron flotando a la derecha de Dohko, y su sonrisa macabra a la izquierda, más grande de lo que era posible, envenenándolo con malicia. ¿Acaso pensaba atacarlo por sorpresa?
—Jamás pensé que tendría la oportunidad de matar al Sacerdote del Santuario —dijo la voz de Cheshire, desde atrás y adelante, o de ninguna parte concreta. Aquel espíritu era precavido en la antigua Guerra Santa, siempre escondiéndose tras las faldas de sus líderes y amos, pero ya había perdido gran parte de cordura, esperando a que el sello de Atenea se debilitara, en perpetua soledad—. Definitivamente ganaré un premio por esto.
—Cheshire, Cheshire... realmente te volviste loco —dijo, casi con compasión.
—¿Y cómo sabes que no estás tú loco? Mi realidad es muy distinta a la tuya. Ja, ja, ja, en realidad todos estamos locos aquí, ¿no lo crees? Esa es tu realidad, y mi realidad.
—No. Yo no. —Dohko enfocó su energía en su mano, su aura en ella creció con ayuda del Espíritu del Gigante Ancestral, y con los ojos cerrados, dio un manotazo poderoso, implacable, al rostro verdadero del chico, que se acercaba a hurtadillas por la derecha, arrojándolo a unas rocas en la base de la torre, donde la neblina era más intensa. El brazo del Santo de Libra estaba incandescente con llamaradas doradas.
—Ah… ah… —De la boca de Cheshire se derramaba la sangre a montones, y no parecía capaz de recuperar la verticalidad pronto. Le había hecho crujir gran parte de los huesos, si bien Dohko cuidó de que no fuera fatal—. N-no lo entiendo, en ese momento sentí... u-un Cosmos aterrador, nunca había... ah, visto algo así...
—¿Pensaban tomarnos por sorpresa en el Santuario? ¿Tomar la vida de Atenea sin que nos diéramos cuenta? ¿¡Ese es el gran plan de tu Señor!? —Dohko abandonó en el suelo su bastón, y tomó del brazo a Cheshire con sus viejas manos para alzarlo y que sus rostros quedaran cerca—. ¡Qué falta de honor! Así no es como hacemos las cosas en este Santuario, así que será a mi manera, ¿entendido? ¡Pues esto ya no se puede detener!
—V-viejo malnacido... si me matas, yo v-volveré...
—No, no lo harás, solo que no lo sabes, así que te dejaré ir para que vayas con tu Señor, Cait Sith. Quiero que envíes un mensaje.
—¿U-un mensaje… para mi Señor? N-no lo oirá, ja, ja… —Ya apenas podía hablar. En cualquier caso, Dohko optó por ignorarlo.
—Así no se inicia una batalla, así que dile que digo esto, escúchalo bien claro, Cheshire: Yo, Dohko de Libra, Sumo Sacerdote del Santuario, y en nombre de Atenea, diosa de la sabiduría y protectora de la Tierra, declaro el comienzo de la Guerra Santa al ejército de Espectros. A ti, Rey del Inframundo, ¡dios Hades!
[1] Sobrepelliz, en español. Se conservará el nombre en inglés original durante esta historia.
[2] Chijuusei, en japonés; Dishou, en chino. En la novela Al borde del agua, es la estrella correspondiente a Huangfu Duan, el “Conde de la Barba Púrpura”.
[3] Specter, en inglés.
[4] Hide-and-Seek, en inglés.
Editado por -Felipe-, 26 noviembre 2017 - 13:20 .