Yeaaaahhhh!!!!
CAPÍTULO 9
EL PESO DE LA MEMORIA
—¿Estás segura? Son muchas —le dijo una vez, cuando ya no solo era verse en la ciudad y comer algo. Cuando empezaban algo más.
—Son solo piedras, Orphée —replicó ella con una risita dulce. Su cabello, de tonos amarillos platinados, se mecía desde la copa a la cintura. Era baja, pero eso le agradaba, pues al abrazarlo escuchaba los latidos de su corazón. Tenía una naricita puntiaguda, labios finos y ojos oscuros, nublados por larguísimas pestañas.
—¿No tendrás problemas en casa, Eurídice?
—Quizás, pero no podrán decir nada, ya están bastante ocupados odiándote, ¿no crees?… ¡Y deja de llamarme así, me estás poniendo una gran bandera mortal en la cabeza, ja, ja!
—Lo siento, Alexandra —se disculpó él, sin culpa en realidad, dejando las joyas con un sutil y veloz movimiento de muñeca entre los juguetes de un jardín de niños, tras dejar una carta para los funcionarios indicando que hicieran con ellas lo que deseasen—. Pero culpa a quien me llamó Orphée. Mientras me claves esos ojos, serás mi Eurídice.
08:30 a.m. del 8 de Junio de 2010; Bagdad, Irak.
Salió de los escombros, pero a dos cuadras del edificio. Bajo su cuerpo yacía la mujer que amaba, y alrededor otras ocho personas a las que pudo rescatar. Todos estaban inconscientes, con profusas magulladuras y los ternos y vestidos dañados. Sentía un molesto e incesante pitido en los oídos, todo le daba vueltas, pero eso no era impedimento para que rastreara el Cosmos del enemigo que falló en detener.
Alala del Llanto de Guerra. Si se apresuraba, tal vez podría encontrarla en los alrededores, o al menos a Ali Hassan Al-Mayid, más conocido como el Químico Ali, si es que no había terminado entre los escombros también. Pero tampoco podía abandonar a Alexandra allí, ni a esa gente. El vestido azul de su amada permanecía rasgado y ensombrecido por motas rojas, y sus joyas de plata estaban repartidas por la calle, que entonaba el sonido de las sirenas acercándose. No estaba en riesgo de muerte, pero si la dejaba allí…
Una mano delicada se posó en su mano y la aferró con poca fuerza. Su piel normalmente pálida estaba machada de barro; de los pocos anillos que conservaba tras regalar sus joyas, solo permanecía en sus dedos aquel con el sello de su familia, un par de hombres fornidos portando masas, apoyados en el escudo.
—¡Alexandra!
—V-vete, Orphée… encuentra a-al que hizo… e-esto… —musitó con poca facilidad, con la cara ensombrecida por las nubes negras del humo.
—Pero no puedo…
—¡Ve, Orphée! —interrumpió la princesa de la casa real—. C-cumple con tu deber… como Santo de Atenea.
—No sé a qué se refiere la señorita, pero yo la cuidaré —anunció un hombre herido de la frente, con acento alemán y un porte magnífico. Parecía que no todos habían caído inconscientes, al final. No era tan peligroso—. Haga lo que deba hacer.
—Gracias, señor Von Kampf —dijo la chica, sujetándose de su hombro—. Ve, Orphée. Estaré bien.
—Mi Eurídice… Está bien. Volveré.
—Lo sé. Siempre vuelves por mí.
Y siempre sería así, pensó mientras la dejaba con el gobernador Ludwig Von Kapf. Por ella, por la mujer única, la sola persona que pudo sembrar una pizca de duda en sus votos. No importaba si su familia, avergonzada, la encerraba en una torre como en los cuentos de hadas, la metían en un convento como amenazaron hacer, o si la mismísima muerte se interponía. Con la sola excepción de Alexandra decidiendo que se apartaran, siempre iría y volvería por ella.
Y justo en ese momento, cuando constató que la ambulancia había arribado y dejó de pensar, Orphée descubrió el aura de Alala, alejándose a toda velocidad por una pendiente al sur, en un camino opuesto al Tigris, convertida en rocío igual que sus Semillas, y oculta en la humareda.
“No puedes hacer nada”, le susurró antes de escapársele. Orphée demostraría que no podía estar más equivocada.
22:05 p.m. del 8 de Junio de 2010; Chiang Mai, Tailandia.
—M-maldito humano —insultó, sentada en el suelo.
—Necesito que respondas algunas preguntas antes de eliminarte de la faz de esta Tierra —dijo Daidalos, Santo de Plata de Cefeo.
Alke estaba disgustada y bastante confundida. ¿Cómo era posible que un humano le diera un golpe así de fuerte y sorpresivo para arrojarla volando tan lejos de sus hermanos? Estaban en medio de un gran bosque, bajo la lluvia, apartados de toda humanidad. Los únicos seres vivos aparte de ellos eran un par de aves blancas que revoloteaban entre las ramas.
—¿En serio piensas que podrás interrogarme? ¿A mí?
—Me gustaría saber quién eres realmente, qué haces aquí, para quién trabajas, quién es Madre, y cuál es su misión —dijo Daidalos, haciendo caso omiso. Su rostro era severo a pesar de su juventud, y claramente tenía confianza en sí mismo, pues se había apartado para estar a solas con ella.
—¿Por qué crees que respondería a todo eso?
—Imagino que tendré que sacarte la información a la fuerza.
—Tu orgullo será tu perdición, ja, ja —rio la mujer, poniéndose de pie con algo de dificultad por la energía que le habían arrebatado los Elefantes Blancos de antes, proyectando una sombra turbadora sobre él—. Te responderé solo si me vas sorprendiendo, pero recuerda esto: entre cinco monjes fueron incapaces de hacerme sudar, ¿y tú decides venir solo? ¡Qué arrogante humano! —La mujer le sacaba más de medio cuerpo de altura, ¡y eso que era uno de los más altos del Santuario!
Aunque por supuesto eso no tenía importancia. Se había cansado de entrenar con Mozes y Algheti desde que eran niños.
—Te traje aquí para que nadie pueda escuchar tus gritos.
—Uhhh, qué rudo, ja, ja. Miles de años alimentándome de la brutalidad de la humanidad, pero jamás he sentido dolor. ¿¡Y tú vas a hacérmelo sentir a mí, Alke de la Brutalidad!?
La Dríade encendió su Cosmos y su Hoja liberó resplandores tan rojos como su cabello, que se erizó como el de una bestia. Los árboles se mecieron, se soltaron y elevaron algunas piedras de la hierba, el piso tembló, y hasta dio la impresión de que la lluvia se negaba a tocarla, se deslizaba a sus lados para no ser tocada por el aura explosiva de la mujer, que aulló antes de atacarlo con una velocidad que nada tenía que ver con su gran tamaño. Su puño rebosaba agresividad, calor y confianza, lo que llevó a Daidalos a decidir que definitivamente no podría bloquear el embate.
A duras penas consiguió hacerse a un lado sin ser tocado, pero el mismo aire producido lo arrastró diez metros hasta que topó con un tronco de pino, mientras otro era convertido en pequeñas astillas por el impresionante puñetazo.
Alke lo miró complacida. Se quitó los pedazos de madera con un manotazo, y retomó el asalto, esta vez con una velocidad mayor.
—Esquivaste una porción de mi poder, ¡buen comienzo!
«¿Trata de hacerme notar que es tan veloz que su masa no tiene importancia? Es como una bala de cañón».
Daidalos esquivó el ataque nuevamente subiendo a la copa del árbol, donde contempló la noche nublada unos instantes para olvidar los destellos escarlata que despedía la mujer. Escuchó un crujido ronco abajo, una décima de segundo después se encontró con la Dríade, que había derribado el árbol al subir corriendo por el mismo, aunque éste apenas había empezado su caída cuando lo tomó de un brazo y lo arrojó con la fuerza de un titán hacia una pequeña colina más al sur.
El Santo de Cefeo hizo una voltereta veloz y logró aterrizar con los pies en la tierra para contraatacar con un brinco. No importaba qué tan fuerte y veloz fuera la mujer, no podía volar, por lo que durante ese instante estaría atrapada por la fuerza de gravedad, por más que sonriera como si pudiera defenderse de cualquier cosa.
—Ja, ja, vamos, ¡pelea!
«No es una mujer», se recordó Daidalos. La regla decía que los hombres no debían golpear a las mujeres sin importar quiénes o como fueran, lo que se explicaba por motivos sociales, culturales y físicos. Pero su oponente no estaba regida por las leyes de los seres humanos, no tenía la supuesta delicadeza que las caracterizaba en los juicios, ni era más débil físicamente que un hombre. De hecho, era lo contrario.
Enfocó su Cosmos en sus manos, creó una suerte de esfera irregular de color rojo que liberaba pequeñas ascuas entre ellas, y la aplastó con un palmeo para conjurar un cuchillo pequeño, la Espada Real (Rigas Xífos), que podía ser lanzada a larga distancia para estallar al contacto.
Girando sobre su eje pudo disparar diversos cuchillazos con las palmas de las manos unidas, los brazos en vertical, que impactaron sobre Alke, sin que opusiera resistencia alguna. Fue lanzada entre los árboles, y la lluvia ayudó a camuflarla, por lo que Daidalos tuvo que perseguirla.
Bagdad, Irak.
La Caja de Pandora volaba inserta en un bólido de fuego, arrojado desde más allá del Tigris, donde sus compañeros luchaban contra el Grito de Guerra. Orphée comprendió que Babel había regresado a la batalla, y como buen líder, se ocupó de que sus colegas tuvieran acceso a su mejor estado en el combate, tras sacar las Cajas de bajo los escombros de la cafetería.
Algunas Semillas, al verlo correr detrás de ellas por las arenosas y sinuosas calles de Bagdad, se dispersaron y tomaron formas de siluetas, bajando a atacarlo desde varios flancos diferentes. Cuando tuvo al más cercano a dos metros, llamó a su armadura, y arremetió con su puño.
—¡Lyra! —De esa forma, al golpear al monstruo sombrío, su puño ya había sido cubierto por el guantelete plateado y con él pudo proyectar el mach 4 de rapidez, para así deshacerse de los que venían detrás.
Cinco Semillas se transformaron en polvo detrás de él, y las demás quedaron retrasadas por el impulso de sonido. Alala se adelantó convertida en una nube negra, y Orphée aprovechó la oportunidad para preparar la batalla. Su maestra, la antigua y ya fallecida Laskine de Lira, le enseñó que antes de la función debía tener todo listo para que nada fallara, todos los instrumentos y hasta la gente en sus puestos antes de la primera nota.
Así que se detuvo frente a una gran sinagoga, donde la gente normal por vez primera tomó atención en un hombre que se movía extremadamente rápido, y para que no vieran a las criaturas negras, desvió el camino, y trazó una ruta laberíntica a través de las calles interiores de la ciudad, serpenteando mercados, evitando plazas, y saltando edificios. Comprendió que las Semillas no se preocupaban de nadie más, lo seguían únicamente a él.
Desde una azotea, rastreó el Cosmos de Alala esperando a sus perseguidores, sacando su bella arpa que le daba nombre a la constelación, y que se guardaba en un estuche lateral de su falda en forma reducida, una llave con silueta de V o T, y que al abrirse revelaba las ocho cuerdas que aprendió a tocar a los tres años, sin pensar aun en convertirse en Santo. El destino, dirían algunos.
Al rasguear los hilos, conjuró una melodía rápida, de tonos graves y silencios cortos. Tras la última nota, una cuerda extra se tocaba por sí sola, e indicaba a donde se hallaba lo que deseaba su corazón. Los primeros días como Santo de Atenea lo llevaba siempre al Santuario, y luego de conocer a Alexandra, al palacio real griego. Le costó mucho manipular sus emociones para que el arpa lo orientara bien.
Se rasgó la cuerda E con un semitono bajo, y encontró la ruta perfecta para dar con el monstruo. La halló rumbo a la Al-Kadhimiya, una mezquita donde de mañana, día o noche se congregaban fieles islámicos de todo Irak, en un sitio donde tendría mucho llanto del que alimentarse. Era un edificio enorme y cuadrangular, de dos pisos, construido con piedra y cemento en distintas proporciones, y decorado por cuatro torres en las esquinas, largas como faros y coronadas por capillas. En el centro, el emblema de la construcción eran dos colosales domos de oro puro donde descansaban los cuerpos de los más famosos estudiosos iraquíes, brillante ante la luz parpadeante de la mañana, interrumpida por los primeros rastros nubosos del fuego más al sur.
Pero antes de eso se reunieron también sus enemigos, las Semillas que al fin le dieron caza y lo rodearon como si tuviera sentido. El número no importaba en la batalla contra un Santo de Plata, ni menos cuando se entonaba su melodía favorita. Le permitió generar relámpagos y rayos que llamaron la atención de Alala, a lo lejos, y Orphée aprovechó ese breve instante de vacilación para deslizarse por el edificio y desplazarse por diez más en un segundo, con su aura a tope, mientras las Semillas se deshacían en pequeñas partículas negras entre medio de los rayos blancos generados por su arpa, sin producirse ningún gris.
—De prisa, haz tu trabajo —apremió Alala, con la mirada clavada en la senda tormentosa que se esbozaba entre edificios, mercados y casas, iluminada por el sol al oriente, pero ensombrecida por el hollín al occidente.
Sentado en uno de los techos de oro, el Químico Ali, con el brillo de los ojos apagados y un gran boquete en el pecho, estaba rodeado de un aura oscura, de tonos rojos y negros. Sus brazos eran controlados por hilos casi invisibles como si fuera una marioneta; apoyó una mano en el piso, y encauzó un resplandor carmesí que calentó el cemento del techo.
—¡Alto!
Sus cabellos estaban alborotados, su piel humedecida de sudor, su respiración agitada por la prisa y su Cosmos alerta por si debía descender a los pisos inferiores, pero llegó justo a tiempo, como si la misma Atenea le hubiese indicado el camino.
Sin aterrizar todavía en la mezquita estudió la situación en el aire, frente a la Dríade y su títere. Éste ya estaba muerto, nada había por hacer con él, así que con los hilos de su arpa, que se estiraban tanto como su Cosmos lo permitiese y lucían filosos como diamantes, le cortó los dedos con un veloz rasgueo.
—¿Q-qué? ¿Cómo llegaste aquí tan rápido? —preguntó la mujer, dando un brinco atrás. El Químico cayó de espaldas como un cadáver cualquiera.
—Se acabó —le amedrentó.
—¿Es una broma? He hecho esto desde la era de los mitos.
—Sí, pero es primera vez que se les oponen los Santos, ¿me equivoco?
—Eres solo un Santo de Plata, no te sobreestimes. —Alala encendió su aura, una breve llama color ocaso que proyectaba melancolía—. ¿O acaso te tienes tanta confianza como para olvidar el pasado?
—¿Qué cosa?
—Hora de llorar, chico.
Otra vez lo mismo, como en la cafetería, pero mucho peor. Una trepidante serie de recuerdos, momentos dolorosos que deseó olvidar, acumulados desde su más tierna infancia, incluso situaciones y eventos que debían permanecer encerrados en su inconsciencia.
¿Cómo podía acordarse de ser tan pequeño, y estar recostado entre pilas de basura, abandonado bajo un cielo grisáceo? ¿O ser enterrado vivo bajo un árbol por uno de sus compañeros de orfanato, si apenas podía hablar? Una amiga murió en las aguas de Sunión durante una excursión tras una gran ola, algo que prefirió olvidar.
Luego su duro entrenamiento, los peores horrores del ser humano al perder su niñez para convertirse en guerrero. Despertar el Cosmos a través de enfrentar sus miedos, como ser atrapado en una oscura caja pequeña veinte metros bajo la tierra, lo cual por fin cobraba sentido. Se le taladraron los oídos con todo tipo de sonidos, los más crueles chillidos y desesperantes gemidos agónicos, para poder componer la música de su destino. Acostumbrarse al horror, la incertidumbre y el miedo otra vez era una tortura especial, mucho más íntima que el golpe físico.
¿Su vida había sido acaso un suplicio? ¿Eso deseaba enseñarle Alala?
Chiang Mai, Tailandia.
Daidalos se deslizó por la montaña y encontró más o menos lo que esperaba: la Dríade apenas rasguñada, esperándolo apoyada en un tronco que solo con el peso de sus músculos ya se tambaleaba.
—¿Eso es todo lo que tienes?
—Ya probé que tu resistencia es muy alta —contestó Cefeo sin hacer caso a la mofa, nada de lo que ocurría se había escapado de las posibilidades—. Pero me queda la duda, ¿eres la más fuerte de las Dríades?
Intentó sonar lo más «humilde» posible, pero Alke se lo tomó de otra forma.
—Ju, no te parecerá poca cosa cuando te aplaste.
—No sugerí eso. Quiero saber si realmente eres la más fuerte de las Dríades.
…de Eris, podría haber dicho, pero alargar el interrogatorio contra un rival así parecía la mejor opción.
—La más fuerte, sin duda. Pero nada comparado con las Hamadríades.
—¿Hamadríades?
—No voy a contarte la historia de mi vida, es demasiado larga. —Alke apartó al árbol de sí, en lugar de al revés, y el golpe sobre la tierra mojada hizo escapar a las aves cercanas, presas del temor del Cosmos que se desprendió de su cuerpo—. Así que prepárate.
—¡Que así sea! —En ese momento pudo contar las gotas de lluvia cercanas a su nariz, con solo dar un paso adelante. Golpeó las palmas y arrojó doscientas de las Espadas Reales a su oponente, que escapó a los primeros cien con solo mover algo su cuello, los brazos y las piernas, virtualmente quedándose en el mismo lugar mientras las hojas de energía estallaban al contacto con las malezas y las ramas.
Exactamente en el número ciento uno, la mujer se apartó y la encontró a dos metros de él, por la derecha, con el puño en alto. Casi quebrándose el cuello, Cefeo pudo evadirla, pero ya de antemano sabía que se aproximaba un nuevo gancho de derecha por el costado izquierdo, a su espalda, aprovechando el momentáneo punto ciego. Daidalos se defendió con un ataque veloz con el codo que la mujer evitó con facilidad, pero le permitió alejarse y subir de espaldas a un troco que había volado con la patada que la Dríade pegó en el momento del primer impacto, anticipándose a su defensa. Las demás Espadas pasaron de largo también. El lomo le crujió por el impacto que llegó de todas formas… como había esperado.
Brincó sobre dos más antes de que el primer tronco se estampara contra el suelo. Atacó los tres para que los estallidos formaran una cortina de humo, y luego se tomó de una rama cercana para alejarse. El Cosmos de Alke, un enorme bólido carmesí, lo persiguió de todas formas, a la manera tradicional, pero más rápido.
—¡Te tengooo!
La Dríade golpeó el aire, y la lluvia se deformó para crear un túnel por donde pasó una potente corriente que se dirigió a la cara de Daidalos, y que bloqueó con los brazos. Al bajarlos se topó de frente con un colosal puño. Evitó que le rompiera el casco —y toda la cara— con un salto, pero se estampó directo sobre el esternón, trisando el peto y arrojándolo sobre unos árboles que se despedazaron al contacto con su espalda, que ya le dolía bastante.
Al fin el primer tronco cayó al suelo, cerca de él, salpicándolo de lodo.
Bagdad, Irak.
El Santo de Lira gemía y sollozaba de rodillas, aferrado a la torre del noroeste con sus manos temblorosas, con el arpa en el suelo. Pero a diferencia de los fieles de abajo, reunidos ahora para llorar a mares, arrancarse los cabellos, rasgarse las ropas y rasguñarse los brazos ante el remolino ruin de sus memorias para alimentarla, él no derramaba ni una sola lágrima.
¡Y eso que Alala estaba usando gran parte de su poder justamente sobre él! ¿Qué clase de hombre era?
—Vaya que eres resistente, eres el primero que se opone a mi hechizo con tanta ferocidad.
—Ugh… ah… —se quejaba Orphée, agitando los brazos como si se ahogara en su oscuridad, resbalando lentamente por la curva del domo. Durante un instante trató de recuperar el instrumento del suelo, y Alala lo apartó a tiempo con una veloz patada. No sabía qué clase de poderes tenía el Santo de Lira, pero si usaba un objeto para canalizar su Cosmos no debía ser poco, aunque lo convertía en dependiente.
—Ja, ja, buen intento —elogió la Dríade, retrocediendo hasta el cadáver del anciano pirómano—. Por poco arruinas el plan perfecto de Madre, pero siempre hay métodos para canalizar los deseos de un muerto, con o sin dedos.
—N-no… Detente… ¡Ah! —gritó el Santo cuando incrementó la voracidad del tornado de recuerdos. Lo arrinconaban, lo apresaban y lo desesperaban; aunque se sucedían a la intensa velocidad de la mente humana, caía en cuenta en cada uno de sus memorias, y sufría cada evento como un suplicio separado, al mismo tiempo que aditivo.
—Hay una técnica milenaria entre los humanos llamada Ilusión Diabólica, que solo algunos con el Cosmos podrido y el alma al borde del infierno han conseguido imitar —relató Alala, atravesando el techo de oro con la cara del Químico, sacando a lucir una vez más su anhelo interno. La gente abajo ya empezaba a ahogarse en sus lágrimas, y el aire se calentó—. Una pobre imitación de las habilidades de Madre en las que estás sumido ahora. —La Dríade abrió una mano, y de la yema de sus dedos brotaron pequeñas espinas que se transformaron en raíces—. Si te dejo a tu suerte con la explosión, no podré verte, y quizás escapes, lo que a la señora Hismina no le gustará en absoluto cuando llegue.
—¿H-Hismina? —logró balbucear, pero la tragedia era demasiado como para desarrollar más su pregunta.
—Lo mejor con alguien como tú será asegurarse de que no molestes. ¡Muere! —Primero las raíces se elevaron hasta formar una arboleda que superó la altura de las torres, y que después cayeron en tropel sobre el desafortunado Santo, sedientas de sangre encontrando a su presa.
Pero las ramas nunca lo tocaron; pasaron a través de él como si se tratara de una sombra, igual que las Semillas que trabajaban para Alala. Su armadura de Plata era transparente, su piel tenue, y su temblor un delirio.
La Dríade se quedó petrificada unos momentos, mientras las raíces seguían embistiendo contra la silueta de su enemigo. Alimentándose de los llantos, tardó en concentrarse lo suficiente como para escuchar el delicado toque producido por la bella melodía que inundaba el aire de melancolía y pocas esperanzas. Al levantar la vista, encontró cuatro réplicas del Santo de Plata, todos en la misma postura, de pie sobre las torres de oro de la mezquita, tocando en cuatro distintos tonos de un solo compás, rodeados por la misma aura blanco níveo.
—¡No puede ser! —exclamó la mujer, alejándose del Químico, que ardía hasta quemarse la piel, aunque todavía no hacía estallar nada—. ¿Una ilusión?
—Tal parece que el verdadero peligro es tu hermano —dijo Orphée, o más bien seis otros aparte de los que tocaban, subiendo por la pendiente curva del domo con pasos sincronizados—. Tú te ocupas de causar sufrimiento en la gente, producir caos y encauzar el llanto, pero es Homados el que combate, y por eso huiste antes.
—¡Imposible! Te vi sufrir con tus recuerdos, ¿o fue también una ilusión? —Había otra pregunta más alarmante todavía—. ¿Es que acaso no sientes pesar ante la memoria del ruin pasado?
Con sus ramas atravesó y cortó cada una de las ilusiones que tuvo cerca, pero los de las torres seguían tocando, y ninguno parecía real, aunque el Cosmos de Plata abarcaba todo el edificio.
—Por supuesto que sí, me produce tristeza el pasado —confesó Orphée, dos docenas más de ellos rodeando a la Dríade mientras la música se aceleraba, aunque sin perder el aura de aflicción. Esa era su Obertura (Overture), la manera de advertir al oponente por si deseaba retirarse—. Pero para mí es como si fuesen de otro.
—¿C-cómo es eso posible? —balbuceó Alala, con la lengua afuera. La gente de abajo dejó de llorar, y se miraban unos a otros con extrañeza, lo que causaba que se le secara la boca, aparentemente—. La conexión con la historia es la esencia del ser humano. Es… —La Dríade carraspeó con fuerza, pero pronto continuó con aire confuso—. Es parte de su naturaleza. ¿¡Cómo puede alguien alejarse de ella!?
La mujer hizo arder su Cosmos y se deshizo de las ilusiones nuevamente con una llamarada que resquebrajó el techo de la mezquita, lo que hizo huir a la gente de abajo, que no aguantaban contemplar más daños en su ciudad.
—Me malentendiste —replicó Orphée, recordando la reacción de uno de sus compañeros, Babel de Centauro, cuyo Cosmos se alzaba como una llamarada a lo lejos, al sur—.Como ser humano poseo mis memorias, una historia que lamentar, un suplicio reminiscente, pero puedo vivirlo como ajeno si me ayuda a combatir más concentrado, porque mis recuerdos positivos superan por mucho a los negativos.
A pesar de su difícil entrenamiento, rememoraba a Laskine de Lira con alta estima, era una mujer noble pero estricta que hasta su último día en la Tierra le dio sabios consejos, y lo presionó para que diera el máximo posible. Y aunque su niñez fue cruda, aunque tanto sus compañeros de orfanato como del Santuario lo evitaban —o a la inversa—, había luchado hombro a hombro con ellos. Y en una misión en la que lo requirieron fue cuando conoció a su Eurídice, cuatro hermosos años atrás. ¿Para qué iba a lamentarse tanto por el pasado cuando su presente no tenía nada de malo? Ahora lo valoraba muchísimo más.
—¿Dónde está? —se preguntó Alala, mirando para todos lados, sin hallar al enemigo más escurridizo que se había encontrado en tantos siglos. Rastrear su aura era imposible, pues la misma música desviaba su atención de un lado a otro como si estuviese arriba de ella cada vez que bajaba la cabeza. A menos que…— ¡Imposible!
—Ya es tarde —clamó Orphée, bajando a toda velocidad antes de propinar una férrea patada más veloz que el sonido a la Dríade, que tropezó y se derrumbó por la cuesta hasta aplastar un carro de frutas cuyos restos salpicaron la calle, y luego enterrarse en el piso de tierra con la cara manchada de sangre verde.
—¿E-estaba arriba? P-pero cómo…
Orphée se deslizó también con el cuerpo del Químico en el hombro hasta la gran puerta de pesado hierro de la mezquita. A su arpa plateada regresó la extensión de cuatro cuerdas que se habían amarrado a las torres del edificio, y así Alala pudo comprender la maniobra.
Con la fuerza titánica de esas líneas de diamantes, el Santo de Lira se había suspendido en el aire, ocultando las ataduras con sus ilusiones originales mientras entonaba su melodía desde arriba. Una jugada arriesgada que pudo resultarle muy cara si Alala hubiera mirado arriba, pues no habría tenido forma de defenderse ante un ataque directo de sus raíces.
—La patada fue una advertencia. Aunque seas un espíritu, no quisiera matar a una mujer.
—Pero qué tonto humano —escupió la Dríade, tanto las palabras como la sangre de su boca—. No puedes eliminarme, somos inmortales mientras ustedes los humanos tengan impurezas.
—Creencia que se deba probablemente a que nunca enfrentaron a los Santos.
—Patético —dijo Alala, y las raíces no solo salieron de sus dedos esta vez, sino también de los de sus pies y sus cabellos—. Arrogante ante la muerte.
—Te lo advertí, pero no me dejas alternativa. —Orphée encendió su aura tal como le habían enseñado, con una frecuencia a juego a la música que entonara. En este caso, la técnica que utilizó contra las Sombras, un Nocturno (Nocturne) de dolor y melancolía que se alimentaba de la noche en su alma.
Su Cosmos se transformaba en rayos y relámpagos blancos, y se proyectaba como una secuencia brusca de asaltos veloces desde el suelo. Siempre se le caía una lágrima cuando la ejecutaba, y como se alimentaba de la oscuridad de su corazón para enfrentar de igual a igual a la maldad, jamás pudo tocarla cerca de Alexandra.
Chiang Mai, Tailandia.
—D-demonios… —maldijo Daidalos, tratando sin haberlo premeditado de respirar con normalidad otra vez. Si no hubiera llevado a Cepheus, esa mujer habría acabado con él de igual manera que con los Elefantes Blancos.
—Y eso fue apenas un cuarto de mi poder. —Alke apoyó las manos en su cintura, y su cabello rojo se elevó, oponiéndose al llanto de las nubes por la partida de tanta gente de buen espíritu—. ¿Entiendes ahora la diferencia? En la cultura de la humanidad, un guerrero robusto, grande y vigoroso es sinónimo de impaciencia, de lentitud e ineptitud; pero no ocurre lo mismo con nosotras las Dríades, espíritus de miles de años nacidos de su propia estupidez. Soy más rápida e inteligente que tú, y como también soy más fuerte y resistente, esta batalla está decidida, sin mencionar que tu estilo de pelea, a larga distancia, es inútil contra mí.
Hizo tronar los dedos de la mano derecha y se inclinó para empezar una carrera, a su alrededor danzaba un aura demoníaca.
—Ja, ja, ja —rio Daidalos.
—Vamos, no seas tonto. Si te quedas quieto no sufrirás cuando te arranque la cabeza, será un golpe limpio.
—C-cometiste tres errores… Alke… ja, ja.
—¿Qué?
—Primero respóndeme algo: ¿a qué vinieron aquí?
Daidalos golpeó el suelo cuando la Dríade se disponía a responder lo típico, que no diría nada, se notaba en las sílabas que alcanzó a pronunciar antes que sus labios dibujaran una O al ser sorprendida por una cortina de humo de su parte.
—¡Eso no servirá de nada!
Asestó una Espada Real en su hombro, que apenas la estremeció, pero todas las demás fallaron absolutamente. Aunque por supuesto eso estaba en el rango de probabilidad. Se acercó nuevamente y se decidió por una patada feroz al cuello, ya no le convenía acordarse de sus trabas al enfrentar a la supuesta mujer.
Lo era, pero no tenía importancia. Alke lo bloqueó con el brazo, tan duro que le torció el tobillo, y contraatacó con un furibundo puñetazo que, descubrió sin tardanza, era falso. El verdadero golpe era de zurda, y llegó a su estómago, que se revolvió y le hizo toser sangre, junto con el evidente daño en esa zona de su Manto Sagrado. Repitió con un patadón en la zona del codo, que se lo torció.
Pero no retrocedió ni un solo centímetro, y conectó una Espada con la mano libre en su cabeza que le arrancó el yelmo, y hubiera hecho lo mismo con la primera capa de su piel blancuzca de no ser por una fantástica evitada.
Solo en ese momento se retiró hacia la rama de un árbol, uno de los muchos que seguían resistiendo a pesar de que otros tantos yacían sobre posas de agua o se deslizaban por la pendiente hacia el río.
—No puede ser, ese golpe fue más potente que el anterior —dijo Alke, más para sí que para Daidalos, estudiándose el puño como si se hubiera echado a perder de repente, y restándole importancia a la pérdida de su yelmo, que hizo a su cabello elevarse completamente a juego con su aura encendida—. ¿Qué falló?
—Primer error: no soy menos resistente que tú. Ya me adapté al combate. —Recordó que una semana antes, uno de sus alumnos, Shun, recibió un aporreo de Spika, mucho más fuerte físicamente, pero que tras ponerse serio y dejar de lado las trabas mentales, pudo adaptarse y recibir un puñetazo en la cara que solo le ayudó a girar para contraatacar con un golpe de revés que dejó inconsciente a su oponente. Así que servía igual para todo aquel que manejara el Cosmos.
Restauró la posición del húmero y se acomodó las costillas rotas, tardarían en sanar completamente pero al menos podría pelear. El tobillo sería más difícil. Luego, aprovechando la polvareda que ya se desvanecía, levantó una mano, concentró su Cosmos en su dedo, y disparó al cielo. El rayo de energía se perdió en las nubes.
—Ju, ju, ju, no eres tan patético después de todo, pero sigues con el mismo problema —explicó la Dríade, desapareciendo, y apareciendo después sobre el árbol contrario—. Solo extenderás tu agonía.
—Así que tenemos tiempo —sonrió Daidalos, satisfecho—. ¿Entonces serías tan amable de contarme a qué vinieron aquí?
—Buscamos a nuestra Madre, y en ese Templo estaba el objeto para hallarla.
—Ya veo. —¿Más preguntas? No, era mejor aprovechar el momento. Hacía tiempo que no tenía una batalla así, después de todo—. Ya que fuiste tan adorable…
—Continúa —siguió Alke tras su pausa insinuante, sonriente, disfrutando del incentivo de asesinarlo—. Y no trates de seducirme, por favor.
—Bah, las mujeres no son exactamente mi tipo —admitió sonriente—, pero tú ni siquiera llegas a eso. Ahora te diré tu segundo error. —Daidalos hizo estallar su Cosmos, de colores como sandías o el atardecer, y se preparó para el asalto—. O te lo mostraré, para ser más preciso.
—¿Q…? —La Dríade no alcanzó a pestañear cuando tuvo que levantar el brazo para bloquear su ataque, con los ojos cerrados y chocándose los dientes. El Santo de Cefeo continuó con dos Espadas Reales, y ninguna de las dos había llegado a puerto cuando se escabulló y plantó un puntapié en su canilla, que igualó sus estados por un instante.
—Las reglas culturales sobre el peso y la velocidad no aplican tampoco para los Santos.
Se enfrascaron entonces en una rauda y violenta lucha de puñetazos a súper velocidad, bajando por la pendiente, separándose él de ella solo cuando un árbol se interponía, aunque ella solo los aplastaba. Era en esos momentos cuando arrojaba las Espadas, que estallaban contra sus brazos, que usó a su vez para conectar sesenta y cinco guantazos en su pecho y hombro, doce codazos en su estómago, y cien de sus molestas patadas en sus muslos, pero ninguno tan potente como los anteriores, desaprovechando la intensidad para tomar velocidad.
—Disminuiste a propósito tu velocidad, ¡eres un engreído!
—Sí, pero dejémoslo entre nosotros.
Súbitamente, la Dríade frenó y replegó su Cosmos como una llamarada hasta que todos los troncos de alrededor fueron arrancados. Se desplazó a través de los espacios que dejaban, y le asestó un cabezazo que le quebró el yelmo en dos; sintió que su cerebro bien pudo salirse por la nuca.
Daidalos cayó de espaldas sobre el maloliente lodo, bajo la lluvia intensa, diez metros lejos del río, derramando un caudal de sangre desde su nariz.
—Se acabó. Estando tan cerca, tus Espadas no tienen la misma eficiencia, ¿no es así? Elegiste un pésimo estilo de batalla.
—O-oye, dime… ya que estás t-tan cerca y no debo esforzarme para oírte… ¿P-para quién trabajas? ¿Quién es la tal…? ¡Ahhh! —gritó cuando la mujer le pisó una rodilla, haciéndola crujir.
—Has hecho muchos esfuerzos para sacarme las respuestas. Pertenezco a la siembra del señor Phonos, uno de los nueve Hamadríades, hijos directos de Madre.
—Y-ya veo… Ja, ja, ja, ja.
—¿Qué es tan gracioso? —preguntó Alke, por primera vez en toda la batalla perdiendo su semblante de confianza, posiblemente al sentir el cambio en el flujo de Cosmos—. ¿Qué demonios…?
—Quería alargar la pelea hasta que tuviera todas las respuestas, p-pero ya no parece posible, ja, ja. —Se apartó de un salto de Alke, y un furioso relámpago rojo, como sangre cósmica, se estrelló sobre ella, sacándole un débil gemido, al fin.
La técnica característica de Cepheus que aprendió sin entrenar, representaba el augurio que llevó al rey de Etiopía cometer un pecado que, como Santo, tenía el deber de expiar. El Presagio Solar (Iliakós Promínyma) se disparaba al cielo con una gran porción de su Cosmos, y allí se acumulaba y crecía hasta que el destino se hacía presente, y caía azarosamente sobre el campo de batalla. Pero, como obviamente no era su estilo, tampoco era tan intensa para derrotar definitivamente a Alke.
Ésta fue repelida hacia atrás con sangre verde derramándose por su rostro, y Daidalos se abalanzó sobre ella, que atinó a hacer hervir su aura, sin rendirse.
—Si te acercas, estás muerto, ¿o crees que un ataque así me vencería?
—Cometiste un tercer error, Dríade. —Encima de ella a una distancia de un metro, Cefeo enfocó su Cosmos en su puño derecho, y estalló cual supernova, una estrella flamígera materializada en sus nudillos.
—¿¡Q-qué es este Cosmos!? —se horrorizó Alke. La profecía de que la haría gritar se cumpliría, y estaba al fin al tanto de ello. La Espada Real fue una técnica que inventó una hora atrás, más o menos, mientras se defendía de las espinas que habían salido del templo. Daidalos había comprendido al principio de la pelea que hubo dos razones por las cuales, durante la misma, Alke jamás lanzó ese ataque que creó una lluvia de misiles verdes que volaron sobre sus cabezas y se clavaron en su espalda.
Cuando eso ocurrió, notó que las púas eran diferentes entre sí y podían reducirse a tres tipos, lo que confirmó cuando tres Dríades salieron por la puerta de la gruta, así que se llevó a la más fuerte.
Recibió a propósito un impacto en la espalda para comparar las fuerzas con el de las agujas, y así descubrió la primera razón: en potencia física era muchísimo más poderosa que con esas raíces, y no se quedaba atrás en peligrosidad. Por eso se decidió a inventar esa técnica de nombre ridículo, Espada Real, para atacarla desde lejos y ver si arrojaba las púas para el contraataque, pero durante todo momento buscó la batalla directa.
Esa era la segunda razón: se especializaba en la pelea cuerpo a cuerpo, y solo usó esas espinas por ejecutarlas junto a sus hermanos. No daría el brazo a torcer en cuanto a su estilo de batalla, a diferencia de él, cuya técnica principal era la Piedra de Salomón (Solomón Pétra).
—El tercer error es que en realidad peleo igual que tú, ¡y te lo demostraré en nombre de los monjes que mataste tan salvajemente!
La Piedra de Salomón era básicamente un cañón a toda potencia que utilizaba al máximo el conjunto de su fuerza física con el vigor de su Cosmos y la ferocidad de su determinación. Lo cierto fue que Alke gritó pero solo durante un rato antes de que callara para siempre.
De la Dríade solo quedó un rastro de polvo negro que se esparció por sobre el colosal cráter que derribó plantas y estremeció la tierra, producto de su puñetazo, aquel cargado de sentimientos. El karma al fin había girado la rueda.
Bagdad, Irak.
—¡Orphée!
—Ah, Babel, gracias por la armadura —dijo el Santo de Lira, agotado por el gasto de Cosmos, sentado junto al cadáver del Químico, afinando las cuerdas.
—¿Y la mujer?
—Ya no hará daño a nadie. —Ni a Alexandra, ni a sus compañeros. Todos eran importantes a los ojos de un Santo, en voz alta, pero en sus adentros, solo tenía la imagen a salvo de su Eurídice, a quien deseaba ver, por lo que esperó al Santo de Centauro para dar su reporte—. ¿El hombre?
—Ya debe estar muerto a estas alturas —aseguró, ayudándolo a levantarse.
—Dijeron cientos de veces que no podían morir…
—Verborrea.
—No yo no estaría tan segura.
—¿Qué?
Ni siquiera alcanzaron a ponerse en guardia. Alala del Llanto de Guerra se reconstruyó de alguna forma y los golpeó simultáneamente con sus brazos, mucho más gruesos y cubiertos por un Cosmos más intenso que antes. No, era otra cosa.
Cuando recuperó la posición y Babel fue sorprendido por un veloz segundo asalto, Orphée se concentró en su entorno. La sombra de Alala no emitía Cosmos propio, sino que pertenecía a alguien más. Se desplazaba por el aire con los brazos estirados y los ojos en blanco, y de sus piernas y manos colgaban sendos hilos como los que ataban al Químico Ali, notó esta vez destellos de rubí en ellos.
Pero eso significa que no era ella quien manejaba al cadáver del terrorista. Un enemigo más allá de lo visible. Orphée tocó la secuencia necesaria a alta velocidad, veinte notas que el arpa y la armadura registraban como súplica, y la última le indicó el lugar donde se escondía el extraño. O la extraña, más bien. Detrás de un callejón, por donde salió al verse descubierta con pisadas lentas.
—Maldición, ¡arde! —Con las Estrellas de Fuego, Babel hizo arder el cadáver reanimado de Alala, pero no pudo destruirla. Ambos pudieron notar que los hilos hinchaban los músculos de la mujer, y desprendían centellas que incrementaban el volumen de su aureola roja.
—La encontré.
Era otra mujer, mucho más alta y esbelta que Alala, con curvas más marcadas y cabellos más pálidos, llegando a ser plateados, pero sin brillo. Su Hoja, totalmente negra, se componía de raíces gruesas como tentáculos que se entrelazaban para formar un peto revelador, giraban a la derecha para cubrir el seno derecho, y a la dirección opuesta para tapar desde el pecho izquierdo descubierto, pasando por el vientre y la espalda, hasta completar una falda que se alargaba por el lado zurdo. Las perneras y brazales eran asimétricos, a la derecha llegaban hasta un hombro y muslo, y al otro lado solo hasta el codo y la rodilla. Solo poseía una hombrera, en donde reposaba su cabello irregular, y no usaba casco alguno, sino solo un cintillo negro de tonos tan apagados como sus ojos grises, fríos.
—Ya, pudiste hallarme, bien hecho —correspondió con un tono de voz que indicaba cualquier cosa menos emoción. Desprendía el aura de un árbol seco.
—¿Tú eres… Hismina?
—Su segunda al mando, Kydoimos de la Confusión Bélica —asintió con cierta elegancia la mujer, justo cuando Babel saltaba por un lado y alistaba su Tornado de Fuego. La Dríade alzó la mano con un gesto mecánico, y las llamas se detuvieron a centímetros de su guante, como si las repelieran un conjunto de chispitas rojas como estrellas.
—¡No puede ser, mi fuego no sirve contra ella!
—¡Babel! —Era su líder, y su hermano, no podía dejarlo pelear solo contra alguien que emitía un Cosmos tan intenso como ella, aunque no fuera correcto en la orden de los Santos que profesaban la batalla uno contra uno. Tocó el Nocturno, no había razón para entonar la Obertura o mostrar caballerosidad, y el primer relámpago rasguñó apenas su cara, pero los demás se detuvieron frente a la otra mano de la Dríade, igualmente emitiendo chispazos de rubí aunque rasgueaba las cuerdas tan fuerte que si fueran normales ya estarían convertidas en partículas.
—¿Hm? Al principio esperaba matarlos con Alala, pero debo reunirme con Madre al norte, así que los dejaré tal como estaban. —Uno de los ojos de Kydoimos emitió un débil destello blanco, y su cabello se alzó esta vez verticalmente—. Pero un piromante es peligroso para nosotros, y tú pareces más fuerte que un humano común, así que terminaré con ustedes.
Con una uña, tan larga como las de Milo cuando se ponían rojas, tocó con suavidad la frente de Babel al lado suyo, que se mantenía en el aire lanzando fuego, y le hizo aullar de dolor arrojándolo sobre una casa que se derrumbó al contacto sobre él. Luego, con la mano libre, proyectó un destello de luz antes de desaparecer con el cuerpo de Alala como una sombra a la que se apaga la fuente de luz, como si no le importaba comprobar que conectaría su golpe en Orphée o no.
Y éste lo sabía, lo haría, no podría evitarlo. Kydoimos era mucho más fuerte y veloz que un Santo de Plata promedio, era evidente al primer atisbo.
Sin embargo, el ataque destruyó un escudo pentagonal de Plata, un brazo, y alcanzó con poca energía el pecho de Lyra, aunque de todas formas lo arrojó al piso con el cuerpo dolorido. La Dríade desapareció de un instante a otro.
—Ah… Mi.erda, no llegué tan… a t-tiempo —rezongó Mozes, con la cara manchada de sangre igual que el brazo roto, un ojo menos, y el cuerpo totalmente debilitado. Se derrumbó de rodillas poco después.
—¿Q-quién diablos era ese monstruo? —inquirió Asterion, arribando como un cojo, sujetándose el estómago.
—¡Ustedes! —se estremeció Orphée, acercándose hasta que le detuvieron con un gesto—. ¿Por qué…?
—No hagas preguntas idiotas, Lyra, y vete ya —cortó el Ceto, arrastrándose a la casa derrumbada donde yacía el Centauro, todavía con su Cosmos vivo.
—Somos hermanos, es todo lo que importa en la batalla —explicó Asterion, mirándolo de arriba a abajo—. Es fácil notar que estás en mejores condiciones que nosotros, así que tiene todo el sentido del mundo.
—Persíguela al norte, donde carajos sea eso —sugirió Mozes, sin importarle lo incompleto que estuviera, recuperando de los escombros el cuerpo de Babel mientras se oían las sirenas de policía, llegando tarde solo porque ellos combatían demasiado rápido—. Quizás están con los chinos, a donde fue Orión.
—Japoneses —corrigió el Sabueso.
—Y una m'erda.
No podía quedarse esperando a que se recuperaran, debía viajar tan pronto como fuese posible. Sin decir nada más, se alejó a trote —lo que sería a mach para un Santo de Plata— al sur, a pesar de que todos sabían que el aeropuerto estaba al este.
Chiang Mai, Tailandia.
—¡Marin! —llamaron los tres Santos de Plata a la vez cuando llegaron al valle desolado donde habían sentido el Cosmos del Águila desviarse. Dos de ellos, Perseo y Cochero, estaban demasiado débiles como para continuar la misión hasta un buen rato, y Cefeo no estaba en perfecto estado tampoco, pero al menos seguían vivos, y esperaban lo mismo de su misteriosa hermana.
Pero nunca dejaban de sorprenderse con ella, positiva o negativamente. En este caso ninguno supo con cuál reaccionar. Marin estaba sentada en la hierba frente al horizonte, parcialmente agotada dado su cabello alborotado y los rasguños en sus brazos, pero poco más que eso.
—Me alegro que estén bien —dijo ella, aunque su voz emitiera cualquier otro tipo de emoción.
—M-Marin, ¿dónde…?
—Se deshizo —respondió sin más, adelantándose a la pregunta completa—. Imagino que a todos les pasa lo mismo al morir.
Los otros pudieron haber asentido, pero sus mentes estaban ya demasiado ocupadas con otras preguntas.
—¿La venciste tú sola? —inquirió Capella, desconfiado, sin querer añadir el «¿y sin daños?»
—Fue un movimiento torpe. Apenas empezamos el combate, trastabilló y se perforó con sus propias espinas. —Marin se puso de pie y se volteó. Por lo que ellos sabían, ni Asterion podía adivinar si decía la verdad o no, y con ese antifaz era aún más difícil. Capella podía llegar a creerse eso para que su hermana no fuera superior a él, y Algol no se molestaba más de la cuenta teniendo en cuenta el poder de su escudo, así que un suspiro le confirmó que se había creído eso, o más bien que no quiso complicarse. Pero Daidalos…
—Marin.
—¿Sí?
¿Cómo era posible que le dijera que quería ganarse su confianza si ella misma no era sincera? ¿Qué clase de truco —tal vez sucio— había usado para vencer a la Dríade sin problemas? ¿Acaso traicionaba de alguna manera los principios del Sumo Sacerdote o Atenea? Lo que quería enseñarle era…
No. No tenía caso discutirlo allí.
—Nada.
—¿Y cuál es el plan ahora? —preguntó Algol, sentándose a descansar.
—Tú y Capella quédense aquí a recuperarse y terminen con las Semillas que estén dando vueltas. Luego repórtense con el señor Milo y el Santuario. Pronto te necesitaremos, Algol, así que no descanses demasiado.
—Claro —asintió éste con gracia. Si no hubiera sido su líder probablemente se hubieran puesto a discutir, pero respetaba estrictamente la línea de mando.
—Marin y yo iremos a Japón, el avatar de la tal Madre no está ni aquí ni en Bagdad, así que solo nos queda allá.
Japón, la tierra natal de Marin. ¿Qué más sorpresas podía encontrarse allí con ella? No quería desconfiar demasiado, pero…
—Daidalos —le llamó con una timidez inesperada mientras caminaban hacia el aeropuerto con las Cajas de Pandora en la espalda.
—¿Qué? —contestó con peor gana de la que deseaba. Era su compañera, su hermana, pero no podía evitar sentir que quizás era una…
—Por favor, ten fe. Por favor.
¿Era el comentario adecuado? Allí, en esas tierras sagradas de Tailandia, tras inventar una historia de una Dríade torpe, ¿se ponía a hablar de fe? Y, por alguna razón infinitamente extraña, él la tomó por perfectamente sincera.
—De acuerdo.
Bagdad, Irak.
—¡Orphée!
—Eurídice.
Se fundieron en un reconfortante abrazo que culminaron con un tierno beso en un corredor desierto del hospital. Tenía un brazo enyesado, pero con el otro sacó un pañuelo con el que limpió el sudor de la frente de Orphée, gesto que si hubiera visto cualquiera de la prensa que viera más allá de su cara todavía manchada, su falta de joyas, y su vestido rasgado, habría hecho arder a la familia real.
—L-lo siento, no llegué a tiempo antes y…
—¿Venciste? —le interrumpió, apoyando su cabeza en su pecho, todavía cansada, o tal vez solo un ademán llevado por los sentimientos—. ¿Lo detuviste?
—No harán daño a nadie más.
—Eso es lo que importa, Orphée. Sé que es difícil mantener el deber alejado del corazón, pero eso es lo que hace a los humanos.
Y allí estaba de nuevo, la razón de que fuera tan única. No había dicho nada de lo que tenía pensado y ya le había leído la mente con solo mirarlo.
—Nada va a cambiar lo que siento, Alexandra. Siempre estarás en primer lugar, es inevitable.
—Pero no por eso dejarás tu deber, eso es lo que hace a los Santos.
Otro abrazo. Otro beso, esta vez un poco más apasionado, como si ese fuera el último, aunque no estaba en los planes de ambos, para nada.
—No debí permitir que…
—Estas cosas suceden. Tomo mis propias decisiones, con los riesgos que eso conlleva, igual que tú.
—Sabes que no volveré contigo a Atenas.
—¿Por qué otra razón me besarías así? Es un beso de «hasta luego», no de esos de «permanecer».
—¿O sea que hay tipos de besos? —sonrió, aferrando la mano a quien regresó el gesto, aunque el suyo era mucho más maravilloso.
Un último abrazo. Culminó en un beso en la frente.
—Ve, Orphée de Lira. Sé un Santo.
Edited by -Felipe-, 06 November 2016 - 13:48 pm.