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Juicio Divino: La última Guerra Santa


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#461 Rexomega

Rexomega

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Publicado 19 febrero 2024 - 15:54

Saludos

 

Capítulo 194. Tan solo culpa

 

Grigori de Cruz del Sur tardó demasiado en llegar a la escalera que daba a cubierta, solo para descubrir que estaba bloqueada por un hielo durísimo. Ninguna fuerza natural en la Tierra podía comparársele, ningún arma humana podría destruir semejante barrera. Aun así, el santo de plata necesitaba entender qué estaba ocurriendo, o al menos avisar a sus superiores, de modo que llenándose de la energía eléctrica que caracterizaba su cosmos, Grigori descargó la Tormenta, un poder sobrenatural, una fuerza que bebía de las lejanas estrellas. Los rayos que emergían de entre sus manos unidas golpearon mil, diez mil y hasta un millón de veces el hielo, sin rasguñarlo.

Oyó pasos y giró, pensando que alguien estaba por atacarlo. Sin embargo, el espacio se comportaba de un modo muy extraño y lo que por sonido parecía cercano, era en realidad una compañera que venía desde muy lejos, corriendo y aun así avanzando lo que cubriría un niño al gatear. Una vez cruzó miradas con él, a través de la máscara, Pavlin de Pavo Real se impulsó como un rayo y llegó hasta él en veinticuatro segundos. Veinticuatro segundos para recorrer menos de cien metros.

—Esto es una locura —decidió Grigori, sacudiendo la cabeza.

—Sí, debíamos habernos cruzado si viniste hasta aquí y a pesar de eso… —Pavlin calló al notar las chispas que rebotaban del hielo, rescoldos de la Tormenta de Grigori—. Déjalo así. Hay algo en este barco, algo malévolo que vuelve realidad nuestros peores pensamientos; busca un sentimiento de culpa en nuestra alma y lo vuelve contra nosotros. Debemos resolver este problema antes de mezclar en esto a los demás.

—A mí nunca me ha gustado llegar tarde… —Miró al pasillo que había recorrido. Ahora volvía a ser normal, sin ninguna explicación—.   ¿No puede ser eso, verdad?

—Yo vi a una niña, una vida que vi atrás y ahora sé truncada —explicó Pavlin—. Nunca le conté esa historia a nadie. Nuestro enemigo conoce todos nuestros secretos.

El santo de Cruz del Sur se cruzó de brazos, inseguro. Si sufrían un ataque tan terrible, parecía necesario que se comunicaran al exterior, salvo que eso solo lo complicara.

—No me gustaría enfrentarme a los demonios internos de los santos de oro.

—Veo que lo has entendido. Por eso debemos preparar una defensa aquí.

La implícita propuesta de Pavlin hubo de ser respondida por una negativa.

—Minwu de Copa está esperando noticias mías —dijo Grigori—. Él es el hombre más bueno que conozco, no creo que le afecte esto. Ni a mí tampoco. En cambio —añadió, alzando el dedo para evitar cualquier intervención—, hay decenas de caballeros negros aquí abajo, no imagino el sentimiento de culpa que deben tener encima.

—¿Dices que no tienes ningún arrepentimiento? —cuestionó Pavlin—. ¿Puedes enfrentarte a ti mismo sin miedo en tu corazón?

—Tú lo has hecho, ¿no?

—Yo soy de la división Cisne.

Grigori dejó que la amistosa sonrisa de un viejo sirviera de respuesta antes de desandar el camino, corriendo. Tras pasar por las primeras puertas, el espacio volvió a distorsionarse. Ahora, más alerta, notó que el camino no solo se extendía, sino que a veces se bifurcaba sin que él se diera cuenta. Tomó como referencia el cosmos de Minwu, que al parecer estaba en problemas. Agarró impulso y saltó.

Del techo, sin ninguna explicación, empezaron a caer cadáveres. Cientos de muertos que lo cubrían todo, dificultándole el camino.

 

***

 

La Prisión Fantasma era el único refugio que tenían contra la repentina tormenta que lo engulló todo en el camarote que antes ocupaban. La temperatura bajaba sin mesura, congelándolo todo y aproximándose a los doscientos setenta y tres grados bajo cero. Dos santos de plata y uno de bronce no tenían nada que hacer contra lo que el corazón de Cristal había expresado tiempo después del viraje del barco y el desagradable sonido que le sucedió, por lo que Fang los arrastró a todos a ese mundo infernal que había forjado a punta de voluntad y fuerza espiritual.

El santo de Cerbero miró el Ataúd de Hielo, que también había transportado. El tiempo del hombre de Bluegrad estaba detenido en el preciso instante de su rendición, incluso los labios todavía parecían pronunciar el nombre de su ejecutor: Camus de Acuario, un joven pelirrojo de bellas facciones y mirada despiadada, la típica combinación de las alocadas historias que dibujaban los japoneses. No hubo ni juicio, ni sentencia, ninguna palabra. El santo de oro solo apareció de la nada y liberó el Polvo de Diamantes, congelando a quien el Santuario había declarado como una amenaza junto a los átomos del aire, generando un particular Ataúd de Hielo que era como una gran ola congelada.

El Santuario, había pensado Fang, al decidir que prefería llevarse la estatua congelada a dejarla a merced de esa aparición, porque tan pronto llegaron todos a la Prisión Fantasma, Noesis sugirió que era el propio Cristal quien se condenaba a sí mismo.

—Qué conveniente —dijo Fang—. Muy, muy conveniente.

—¿Estamos a salvo aquí? —Aerys no dejaba de mirar alrededor. Una plataforma de piedra los hacía flotar sobre un mundo de fuego azulado. Había algo de comida que el santo de Cerbero había apartado por si acaso. Bebida en un saco, alimento secos en otro—. ¡Un santo de oro nos persigue, dudo que le cueste mucho…!

—Destruirla es fácil —dijo Noesis, palmeando el hombro de Aerys. Descubierto. Ninguno de los tres portaba el manto sagrado—. La cuestión es que la Prisión Fantasma reside en el manto de Cerbero, que está en cubierta.

Aerys lo miró con los ojos muy abiertos.

—¿La misma cubierta que protegen cuatro santos de oro?

Noesis asintió.

—También el Sumo Sacerdote, la dama Tetis, el caballero negro de Sagitario y Makoto de Mosca. Estamos a salvo, por ahora.

—Lo dudo —dijo Fang, señalando a las llamas—. Dioses, es tan conveniente, tanto.

Chispa a chispa, el infierno que los rodeaba se fue transformando en un remolino de almas que giraban hasta formar una especie de cúpula fantasmal, muy acorde con ese lugar. Ni Aerys, ni Fang, reconocieron a las apariciones, vestidas con sencillas túnicas y cuerpos tan indemnes como lo estuvieron antes de ser masacrados, pero la mirada de espanto que dirigió Noesis a aquellos hombres, mujeres, niños y ancianos lo decía todo.

Era el clan de chamanes al que el santo de Triángulo exterminó, en nombre del Santuario. Una mujer destacaba entre ellos, señalándolos y dirigiéndose a un anciano de largos cabellos y poblada barba con palabras llenas de odio y dolor:

—Es él, Sabio. El asesino de nuestro pueblo.

—Lo veo, hija mía. —El llamado Sabio se apartó del remolino y la reconfortó apretándole el hombro. Si bien la túnica amplia cubría todo el cuerpo hasta los pies, no tenía mangas y eran visibles unos brazos gruesos y fuertes como troncos milenarios—. El hombre que pudo traer luz al mundo y decidió dejarlo sumido en la oscuridad.

—¡Tan conveniente! —repetía Fang sin descanso—. ¿Te enamoraste de la hija del jefe del clan? ¡Si tienes el cliché completo, viejo amigo!

—Lo siento —se disculpó Noesis, adelantándose a sus compañeros—. Parece que he traído el problema a casa. ¿De qué sirve un confinamiento si entre los confinados está un hombre enfermo? Entenderé si me echas, Fang. Solo yo debo…

—Enfrentar a tus demonios —completó Aerys, poniendo los ojos en blanco—. Nada más típico, yo digo que no tenemos tiempo para eso.

Así como en el camarote la temperatura había descendido, ahora subía hasta un punto en que Fang y Noesis se vieron impregnados de un sudor pegajoso. El propio Aerys ardía como una antorcha cuando arrojó el Aliento del Sol Caído sobre el Sabio, engulléndolo tanto a él como a la mujer durante un largo minuto.

Cuando las llamas se despejaron, los dos fantasmas estaban intactos. No había a la vista ni quemaduras, ni señal de que hubiesen tenido que resistir de algún modo el ataque.

—Parece que este es un trabajo para la división Dragón —dijo Fang, con una sonrisa feroz. Llevaba muchísimo tiempo sin dormir, para ser él, y estaba muy, muy enfadado. Ante la mirada entre extrañada y admirada de Noesis, tuvo que añadir—: Cuando digo que todo es muy conveniente, me refiero a que luchemos contra nuestros miedos justo después de que nos contaras tu triste historia. Si no, habría sido muy molesto. ¿Te imaginas tener que explicarte ahora, mientras combatimos?

—A mí ni me han explicado nada —dijo Aerys.

—Este tipo… ¡Ay! —Al golpear la estatua de Cristal, Fang había dejado pegado un trozo de la piel de su dedo—. Ese tipo y mi buen amigo Noesis son de esos héroes traumatizados de los noventa, así que a nosotros, que nada debemos, ni tememos, nos toca echarles una mano para descubrir juntos el verdadero significado de la Navidad.

—No creo que él pueda descubrir nada —apuntó Aerys, viendo a Cristal.

—Es nuestro escudo humano —rio Fang—, déjale.

El Sabio vio aquella fútil conversación desde arriba. Con los brazos cruzados, parecía un genio maligno a punto de hacerlos desaparecer a todos. Al alzar la mano, sin embargo, lanzó una propuesta de paz:

—Traidor, ¿dejarás que otros luchen esta batalla? Si entregas tu cuerpo para que nuestras almas vuelvan a conocer la luz del sol, perdonaremos a tus amigos.

—¡Tengo derecho a volver a ver a mi hijo! —exclamó la mujer.

Noesis miró a sus compañeros, ya más o menos listos para la batalla.

—Soy un santo de Atenea. Mi cuerpo no me pertenece, no puedo entregarlo.

Y empezó a concentrar su cosmos de plata mientras Fang y Aerys saltaban a la batalla, uno arrojando el fuego del espíritu y el otro las llamas capaces de desafiar los desastres naturales que aquel clan de chamanes esgrimía como armas.

 

***

 

Tras una larga caminata por un pasillo en exceso grande, Bianca quiso entrar en las tinieblas para poder ver la distorsión espacio-temporal desde fuera. No pudo, tal y como esperaba. La oscuridad subyacente al universo físico era una de las paredes dimensionales de la realidad que navegaban, así que decidió dar la vuelta y desandar el camino. Dos cabezas pensaban mejor que una y aquel apasionado oficial ya había dormido más que suficiente mientras ella gastaba los pies.

Se detuvo en seco al ver, junto a la puerta, a nadie menos que Ishmael de Ballena. Vestía el manto sagrado y un cosmos despierto ardía alrededor de él.

—¿Willy? —preguntó Bianca, odiándose por su voz entrecortada.

Ishmael ni se dio por enterado. De una patada partió en dos la puerta y entró en el camarote con una sed de sangre que hasta un no iniciado en el sexto sentido olería. Por alguna razón que Bianca no comprendía del todo, corrió todo lo rápido que podía hasta internarse en ese cuarto a oscuras, interponiéndose entre el asesino y su víctima.

¿Quién era Kazuma de Cruz del Sur Negra? Un amante más. ¿Quién era su asesino? Más que un amante, incluso si murió sin saberlo. Aun así, ahí estaba ella.

—Inaceptable. —La plateada mano de Ishmael salió de la oscuridad y agarró el cuello del inesperado obstáculo. Bianca fue alzada como si fuera una niña, pues eso era en manos de tan destacado santo de Atenea—. ¿Proteges a un caballero negro? ¿Tú que los cazabas como un perro de caza? Inaceptable. —Apretó más, negándole a Bianca dar una respuesta—. El Santuario nunca debió aceptarte. Personas como tú son la razón por la que existe la Ley de las Máscaras. Bruja, prostituta, monstruo. Inaceptable.

Apretó más y más, clavando los dedos en la carne mientras Bianca solo pataleaba.

—Cállate de una vez. —Cubierto de un aura ardiente que despejaba las tinieblas del cuarto, Kazuma dio sendas patadas hipersónicas, proyectando dos ondas cruzadas que golpearon de lleno al santo de Ballena. El caballero negro recogió a Bianca tan pronto la hubo soltado su captor, que trastabillaba un par de pasos—. Imbécil.

Mach 5 —alabó Bianca, sonriendo tras la máscara—. Ya decía yo que eras un 7.

—Dijiste un 6.

—Ah, los hombres siempre tan humildes.

—Bruja —gruñó Ishmael, palpándose el peto de plata—. Ramera. —Dio un paso, concentrando su cosmos en el brazo, extendido como una espada—. ¡Monstruo!

El Sable Celestial cortó techo, cama y suelo en un solo instante, pero no a quienes buscaba matar. Bianca, uniformada, y Kazuma, en paños menores, fueron apartados por una nueva e inesperada aparición.

Akasha de Virgo los sujetaba a ambos de las orejas, como dos niños pequeños.

—Bien, ¿qué está pasando aquí?

 

***

 

Los pensamientos de Ícaro, que resistieron el efecto del vino, quedaban embotados por los besos de aquella mujer experta, cuyas manos lo recorrían sin pudor alguno. Muchas veces había querido desvestirlo y él se lo había impedido, solo para verse impactado contra la puerta del camarote del que habían venido tan extraños ruidos.

—Olvídate de la niña y el viejo —pidió Bianca, susurrándole al oído—. ¿Esta es la primera vez que estás con una mujer, verdad? Disfrútalo.

—No tengo tiempo para esas cosas —aseguró Ícaro. Por quinta vez, la mujer clavó sus dientes hasta hacerle sangrar, ahora en el lóbulo de la oreja—. Nací para la causa. Vivo para la causa. Moriré para la causa.

—¡Qué ridículo! —exclamó Bianca, mirándole a los ojos—. Tú jamás has vivido.

—¿Jamás he vivido…? —repitió Ícaro, boquiabierto.

—Esto es la vida de verdad. Vívela.

—La vida de verdad.

Él era Ícaro de Sagitario Negro, hijo de Hipólita y Gestahl Noah. Desde un principio estaba dicho que si fuera a existir un caballero negro de oro, él sería esa persona. El amor de pareja, formar una familia y envejecer junto a un ser querido eran algo secundario para él, así fue criado. Justo por eso, cuando dejó la niñez, mucho antes de lo que lo haría cualquier persona normal, empezó a desear esa vida que no era para él. En secreto, no solo para su padre, a quien respetaba, a su madre, a quien quería, y a sus compañeros, por quienes lucharía contra quien fuera, sino sobre todo para él. Al fin y al cabo, el cosmos era algo maravilloso, si él que había conocido su esencia despertando el Séptimo Sentido extrañaba otras cosas, entonces habría de reconocer que nunca mereció llamarse santo de Atenea. Que no era tal cosa, sino una simple sombra, entregada a deseos mundanos, destinada a resolver asuntos mundanos.

Esa vieja contradicción, entre el héroe que debía ser y el simple mortal que quería ser, había quedado adormilada hasta ese momento. Una auténtica santa de Atenea no le hablaría de ese modo, del mismo modo que la peligrosa Bianca de Can Mayor, a la que todos los oficiales de Hybris preferirían rehuir, no usaría métodos de seducción tan vulgares. Al contrario, se las apañaría para que fuera él quien tomara la iniciativa.

—Ah,  ¿te vas a poner violento? Me gusta. —Las manos de Bianca, movidas por las simples y retorcidas fantasías de Ícaro, descendieron hacia sus pantalones.

Plasma Oscuro —recitó Ícaro.

El mundo se detuvo. Despertado el Séptimo Sentido, todas las cosas adquirían un nuevo cariz. Los placeres mundanos eran algo efímero. La mujer que lo tenía embrujado, solo una criatura pequeña y diminuta. Un súcubo venido de alguna parte, un engaño pueril. Ícaro se rodeó de energía eléctrica, tan intensa como para quemar la piel humana al mero contacto, pero la supuesta Bianca de Can Mayor no tuvo tiempo de apartarse. Antes, fue despedazada por una red de haces luminosos. Incontables puñetazos a la velocidad de la luz que en un solo segundo pusieron fin a esa vil existencia.

Los numerosos restos del súcubo cayeron al suelo en un lúgubre silencio. La cabeza, completa, rodó entre huesos, trozos de carne y tejido desgarrado, goteando sangre. Ícaro giró hacia la puerta, presintiendo que algo malo también pasaba allí, pero toda la pared del camarote sangraba también. Al tiempo, algo cayó al suelo con fuerza, lejos.

—¿Qué…? —Atrás, la cabeza del súcubo seguía derramando sangre, demasiada. Todo el suelo era un pequeño río ensangrentado. El bulto que había caído era un cadáver, que miró acusador a Ícaro hasta que otros tres cuerpos cayeron entre ambos, ocultando su mirada—. Una ilusión —decidió enseguida el caballero negro, al ver que el techo seguía siendo sólido. Los cadáveres salían de él sin ninguna explicación, si bien Ícaro nunca llegaba a ver el momento de la caída, solo lo escuchaba—. ¡Debo…!

—Deber —dijo una voz proveniente de la cabeza del súcubo. Esta, así como los restos despedazados, se derritió, uniéndose al río de sangre. Según hablaba la voz, se removía el líquido del suelo, como representando una carta hecha de ondas—. Naciste para la causa, vives para la causa y morirás para la causa. ¿Es así?

Los cuerpos siguieron cayendo a ambos lados del pasillo, como tratando de aislar a Ícaro. Este no pudo menos que reír, pues tal cosa no era necesaria.

La voz que oía bastaba por sí sola para paralizarlo.

—¿Madre? —preguntó el caballero negro.

—Te hablo desde el infierno, hijo mío, para decirte lo orgullosa que estoy de ti —respondió Hipólita, cuya voz se alzaba por el sonido de los cadáveres al caer y el de la sangre al agitarse con un sinfín de ondas—. Nuestro objetivo se cumplió, gracias a ti.

—Eso no es cierto —dijo el caballero negro—. Yo luché junto a los santos de Atenea. —Primero en la Batalla por la Torre de los Espectros, después junto a la Silente contra nada menos que un poderoso ángel del Olimpo.

—Te entiendo, hijo mío. Yo era un despojo humano, vivo solo por un milagro. Era bueno que yo me sacrificase, viajando a los mares olvidados, mientras tú te quedabas para garantizar el fin para el que nació Hybris, para el que tú naciste.

—Era una embajada de paz. ¡Aquí, luchábamos una guerra!

—Deja de culparte, hijo mío. Hiciste lo que era necesario.

—¡Yo creía que te protegería! ¡Esa Suma Sacerdotisa, siempre mirándonos desde arriba…! ¡Creía que ella podría cuidar de ti!

—Es raro —dijo Hipólita—, no recuerdo que Akasha de Virgo estuviera en la tripulación original, ni tampoco que me despidieras. ¿Me habrán dado ya de beber las aguas de Leteo? No, eso es solo para los justos y yo no lo soy.

—¡Tú no quisiste despedirte de mí! —exclamó Ícaro, temblando de rabia—. Solo haces lo que quieres. Todo el tiempo.

Hipólita rio, una risa que agitó el río de sangre desde extremo a extremo, ambos una montaña de cadáveres que llegaba al techo. Ícaro solo se dio cuenta de que retrocedía cuando notó la puerta en la espalda. Aquel líquido carmesí se alzó como un géiser, a la vez que adoptaba la forma de una mujer por él tan querida y conocida. Todo en ella era rojo, salvo los dientes que enseñaba en una feroz sonrisa.

—Vamos, hijo mío, conmigo puedes sincerarte. ¿No se lo dijiste a tu amiguita hace un momento? Vives por la causa. Jamás pensaste en mí, en todo este tiempo.

 

***

 

—Minwu de Copa, eres un asesino despiadado —dijo Jaki, olvidando el dolor que lo aquejaba—. Voy a arrancar tu cabeza y clavarla en un poste en la entrada de Rodorio, para que ninguno de nuestros niños pueda tomarte de ejemplo.

Tras recibir una paliza de semejante monstruo, el santo de plata no tenía fuerzas para hacer otra cosa que mirarlo desde abajo. Con una mano, Jaki mantuvo el cuerpo pegado al suelo. Llevó la otra a la cabeza, no tendría que hacer mucho esfuerzo para arrancársela, pues ningún simple aspirante era tan fuerte como él.

En el momento crucial, creyó oír un sonido, como de energía eléctrica. Un disparate. Estaban en un barco creado a la antigua usanza, nada de electrónica.

—Laphicet, lo siento. —Minwu cerró los ojos.

De pronto, la puerta estalló en mil pedazos, llenándolo todo de un fuerte olor a carne quemada. Una luz relampagueante penetró en los párpados cerrados de Minwu, obligándolo a abrirlos y contemplar a su imponente salvador.

El cosmos era una cosa maravillosa. Incluso un anciano, cubierto por el aura cósmica nacida del universo interior, podía deslumbrar como una estrella caída. Los escasos cabellos, la piel arrugada, la sonrisa tirante, nada de eso importaba cuando Grigori de la Cruz del Sur era como una tormenta viviente. Jaki, presintiendo el peligro, se quiso poner en guardia, pero antes de siquiera llegar a estar de pie ya su ser había sido atravesado miles de veces por la Tormenta. En menos de lo que dura un parpadeo, piel y carne se ennegrecieron y los órganos internos se derramaron desde aquel blando cuerpo junto a los huesos pulverizados, como un desagradable líquido. Las piernas estallaron como un par de calabazas, de modo que el cuerpo se sostuvo en el aire solo el momento en que la energía estática lo mantuvo allí, hasta que cayó como un bulto informe.

Grigori aplastó el cráneo de Jaki de un pisotón antes de tender una mano amiga a Minwu de Copa, ayudándolo a levantarse.

—Estás hecho porqueria, doctor —dijo Grigori.

—¿Te parece que esa es forma de hablar para un santo de Atenea? —censuró Minwu, observando a través de los ojos de su paciente que era verdad, de todas formas. Jaki le había dado una paliza de muerte. No había un solo hueso que no le doliera—. Es tan ridículo, quiero decir, es Jaki, una montaña de músculos, pero…

En lo que trataba de encontrar la forma de expresarse, Grigori le sirvió de apoyo para alejarse del camarote maldito. Así quedó revelado que en realidad todo el barco sufría el mismo problema. No solo el espacio se comportaba de un modo raro en el pasillo, sino que este estaba atestado de cadáveres calcinados por la Tormenta de Grigori.

—No me dejaban pasar —se excusó el santo de Cruz del Sur.

—Creo… —Ahora que se había alejado de aquel monstruo y sus terribles recuerdos, Minwu podía percibir con mayor nitidez el cosmos que lo había destrozado hasta tal punto. Le fue muy fácil, en realidad, pues era el suyo—. Creo que yo me he hecho esto. Algo está volviendo en nuestra contra nuestros propios… —Iba a decir miedos, pero no tenía sentido. Fobos había sido derrotado por Poseidón, según decía el Sumo Sacerdote—. Nos hace sentir culpables, nos hace pensar que merecemos morir.

—¿Piensas que tú, que sanabas por igual a justos y malvados, mereces morir?

—Así es, joven. Yo también tengo mis pecados.

—Todos tenemos pecados, yo sentí envidia del poder de Aqua durante la guerra —aceptó Grigori tras un momento de duda—. Lo que no tengo son arrepentimientos.

—¿Ninguno? —preguntó Minwu con asombro.

—Ninguno —asintió Grigori—. No hay sombras en mi pasado, todo lo que he hecho, lo he hecho porque así lo he querido. Soy así de simple, me temo.

—¿Y qué hay de lo que no has hecho? —cuestionó una voz ominosa.

Todos los cadáveres se volvieron polvo al mismo tiempo, el polvo se tornó en tormenta y de la tormenta surgió un hombre. Vestido con un ajustado traje, era un hombre de unos cuarenta años, japonés, de lisos cabellos peinados hacia atrás y con un cuidado bigote sobre la sonrisa condescendiente que mantenía en todo momento.

—¿Y ahora, qué? —preguntó Minwu.

—Se llama Kenji —dijo Grigori—. Un congresista con miras a volverse Primer Ministro. Murió durante la Semana Sangrienta.

—También soy uno de los huérfanos de Kido —aclaró el llamado Kenji, ajustándose la corbata—. Nuestro amigo el detective, modista y puntual Grigori, sugirió esa hipótesis a los que están investigando todo ese diluvio universal humano que llaman Semana Sangrienta. ¿Me queda bien? —preguntó el congresista, de pronto—. Bingo. Lo soy.

—Con toda honestidad —dijo Minwu, hablando por el dolor—. Nos da igual tu triste historia, ahora mismo tenemos cosas más importantes que hacer.

—¿Como qué? ¿Matar a Caronte? —rio Kenji—. ¿Por qué? ¿Qué os ha hecho?

—Traer la guerra a nuestro mundo —dijo Minwu.

El congresista se quedó quieto, mirándolos con fijeza. Era como un niño esperando que sus padres le dieran una respuesta convincente.

—Apártate —amenazó Grigori, elevando su cosmos una vez más—. O te aparto.

Un coro empezó a oírse de pronto, lejano y cercano a la vez. «Los justos prosperan. Los malvados son castigados.» Millones de voces en trance las repetían, desde algún lugar que ninguno de los santos de plata podía ver.

—Setecientos. —Kenji dio una palmada—. Millones. —Otra más—. De muertos.

La tercera la oyeron en otros lugares.

 

***

 

El congresista de nombre Kenji estaba frente a Pavlin, quien guardaba la barrera de hielo, dispuesta a dar su vida para que nadie pasara de ese lugar.

—¿Alguna vez habéis oído hablar de un hombre que haya provocado tantas muertes? —cuestionó Kenji—. Yo no sé mucho de esas cosas, pero apostaría mi carrera electoral a que ni todos los asesinos seriales de la historia moderna reúnen siquiera la centésima parte de ese número. Vayamos más arriba, a los peores dictadores y esos engañabobos que se dicen demócratas y paladines de la libertad mientras ordenan el bombardeo de ciudades desde la comodidad de su asiento presidencial. Ninguno de esos, ni el comunista, ni el del bigote, logró una cifra tan alta. Ninguna guerra humana provocó tanta muerte, así que subamos el listón. ¡Enfermedades! ¿Cuántas víctimas provocó la peste negra? ¿Cien millones? ¿Doscientos millones? Ah, insuficiente, lo que solo nos deja dos dignos rivales. Cataclismos naturales que afectaron a todo el planeta y Poseidón, autor del diluvio universal que eliminó a mil millones de personas.  ¡Tenemos un ganador! Poseidón sigue ostentando el primer lugar, aunque, ¿quién sabe? Los caballeros negros todavía están a tiempo de superar el récord. Setecientos no está muy lejos de mil, estoy seguro de eso, aunque las matemáticas no son lo mío.

Pavlin, como otros más, oyó el discurso en silencio. Aunque la sangre le hervía, aunque la culpa por haber arrojado a aquella niña a semejantes asesinos la carcomía por dentro, era consciente de que su misión era más importante. Los santos de Atenea no estaban para juzgar a la humanidad, a ningún elemento de esta. La caza de los caballeros negros era asunto de la división Fénix, ella era de la división Cisne.

Así pudo engañarse durante un tiempo, mientras la amenaza implícita flotaba en el aire.

 

***

 

Nico, Retsu y Soma también se habían encontrado con el congresista, pero pasaron de largo. A diferencia de Grigori, aquellos no tenían sentidos tan refinados y estaban inmersos en una especie de laberinto que asumían una simple ilusión. Estaban tan hartos de dar vueltas que cada que el tal Kenji se les aparecía en un sombrío rincón, aceleraban, solo para verlo más adelante, hablando sin parar.

—¿Sabéis por qué me asesinasteis?

—¿Y yo qué sé? —cuestionó Soma. Era la décima vez que oía esa pregunta, a pesar de que en todo memento había rebasado la velocidad del sonido. El mundo se había vuelto muy loco—. Eres político, así que seguro que mentías más que hablabas.

Había pensado eso mismo desde que lo vio de reojo. En realidad, tenía un cierto parecido a Gestahl Noah, si se descontaban el bigote, la forma de peinarse y mil cosas más. No estaba seguro de si era por algún rasgo físico que no podía definir, o porque la primera opinión que tuvo del líder de Hybris era que se trataba de un charlatán. Después recibió explicaciones que tenían mucho sentido y que marcaron su camino por más de cinco años. Aceptaba esa parte de sí mismo, como aceptaba el haberle dado la espalda, pero no quería volver a arriesgarse a cambiar. No quería escuchar a nadie más.

—Mentía —asintió Kenji—. También robaba todo lo que podía, y amenazaba, y chantajeaba, e incluso llegué a matar para llegar tan lejos.

Soma se detuvo en seco. Los otros dos lo hicieron también. Estaban perdidos, debían reconocer eso. La idea de que matando a aquel hombre ridículo se despejaría el camino pasó por la mente del caballero negro de León Menor.

—¿Y todavía te preguntas por qué te mataron? ¡Miserable!

Lejos de asustarse de las bolas de fuego que Soma invocaba entre los dedos, Kenji se acercó a él. Las manos estaban abiertas y extendidas, mostrando que no escondían nada.

—Hice todo para convertirme en Primer Ministro, porque solo así podría cambiar las cosas. Japón es el país más seguro del mundo, también es el país con mayor tasa de suicidios. Quería cambiar eso. Quería cambiar al pueblo japonés reuniendo poder político, económico y social. Mi esposa, la mujer que me salvó del infierno al que me arrojó mi padre, aprobaba mi sueño. ¿Y por qué no? Es un sueño maravilloso. Un mal menor para lograr un bien mayor. ¡Qué gran sueño, qué gran tragedia!

El caballero negro de León Menor tuvo un instante de duda. Miró abajo, descubriendo el origen de la música que ambientaba todo aquel infierno. Niños y adolescentes golpeaban el suelo de sangre como si este fuera una capa de hielo sobre alguna especie de lago. Ahogándose en su soledad, los huérfanos de la Semana Sangrienta gritaban, lloraban y rogaban misericordia. Pedían por sus padres muertos y por su futuro.

—¡Estás loco! —exclamó Soma, antes de incinerar a aquel demente. Mientras lo veía arder, no pudo sino sentir que era él quien debería estar ardiendo.

 

***

 

Ni siquiera la Prisión Fantasma escapaba a aquella nueva aparición. Mientras Aerys y Fang repelían con sus fuegos a la legión de mágicas criaturas invocadas por los chamanes —duendes de fuego, doncellas de hielo, ancianos volando en nubes de tormenta…—, Kenji posaba su mano descarnada sobre la estatua de Cristal. Toda la piel se había derretido, revelando el blanco hueso bajo la carne ennegrecida que caía a pedazos. El traje, en cambio, permanecía intacto, dándole un aspecto macabro.

Noesis comprendió enseguida lo que esa aparición significaba. Desde la primera palabra. No estaba ahí por Cristal, las culpas de aquel procedían de la muerte de su rey, sino por los santos de Erídano y Cerbero. Por todos los santos del barco, en realidad: estaban luchando al lado de los restos de una orden que había atentado contra todo lo que creían, y eso les revolvía las entrañas a todos. Toleraban a los caballeros negros, admiraban incluso a aquellos que dieron la espalda a la Semana Sangrienta por una sincera entrega a la causa de los santos de Atenea, pero en el fondo de todo eso no había ni una pizca de genuina camaradería. Iban a librar la mayor batalla de sus vidas al lado de una legión de extraños, que sentían, tendrían que haber eliminado.

—Tú lo entiendes, ¿verdad? —le dijo Kenji. Los dientes quedaban a la vista en todo momento. Ya no tenía labios, ni un trozo de piel en la cara.

—Haré lo que tenga que hacer —replicó Noesis.

Fang y Aerys estaban dando todo de sí para que él pudiera alcanzar el punto álgido de su cosmos. El poder bruto no bastaba allí, era necesario sellar aquellos espíritus.

—Yo quise hacer el bien mintiendo, ellos quisieron hacer el bien asesinando —declaró Kenji—. Yo soy malvado, ellos también. Deben morir, sabes que deben morir. Para que la luz brille al final de esta oscuridad, las sombras deben ser destruidas.

 

***

 

—¿No estás de acuerdo, Margaret? —saludó Kenji.

El santo de Lagarto le encajó una flor roja en el cerebro, haciendo que cayera al suelo de bruces. Acababa de despertar de un mal sueño, con la santa de Piscis dándole instrucciones que a duras penas podía retener ahora, no tenía tiempo para derrumbarse. Que con ese acto hiciera desaparecer a los mocosos de abajo, cortando de raíz el coro, fue un efecto colateral que supo apreciar con un gesto de asentimiento.

Se golpeó las mejillas como cuando era niño, rezando en su fuero interno porque esa cosa tan irritante que lo impregnaba todo no le lanzara un ejército de niños riéndose del niño que parecía niña. Entonces él lloraba, como una niña, por supuesto, hasta que hacía el truco de su madre. Tres golpecitos en la cara, a cada lado, después una gran sonrisa y a seguir para adelante. Siempre tenía que mantener las formas, siempre. Cuando se descuidara, habría dado el primer paso a la derrota. Sintió un escalofrío antes de abrir la puerta, pues la voz de su madre, muerta hacía mucho, se mezcló con otra.

—Narciso de Venus —recordó Margaret, saliendo de ese camarote enloquecido.

Fuera, todo estaba aún peor. Cadáveres por doquier, sangre llenándolo todo, y en medio, para estropear una imagen tan curiosa, estaba Yu.

—Gracias, estaba harto de oírlo hablar —saludó el santo de Auriga.

—No era más que un charlatán —añadió Ishmael, apareciéndose tras la espalda de Yu.

—Así que voy a tener que pelear con vosotros —pensó Margaret, cuyos dedos sujetaban una nueva rosa—. Me parece bien, así el alma de Joseph puede conservarse pura, mientras la mía se mancha un poco más.

—Sí —aceptó Yu—. Joseph es el mejor de todos nosotros.

—Antes de destrozarte —dijo Ishmael—, una pregunta. ¿Por qué has dejado de copiar nuestras técnicas? Sabes que de nosotros cuatro eras el más débil, ¿verdad?

Sintiendo ganas de llorar, Margaret sonrió.

—Eso vamos a comprobarlo ahora.

Acto seguido, acometió dejando atrás al niño que fue. Los movimientos de ambos santos de plata ya habían sido alentados por la fragancia que había liberado.

 

***

 

Tras la muerte repentina de Kenji, Pavlin dedicó a Margaret un quedo agradecimiento a Margaret. Necesitaba ese silencio clarificador para entender qué quería hacer.

Si la distorsión tornaba el pasillo en un mundo entero, entonces ella sería más rápida que el rayo. De un modo u otro, esta vez llegaría a donde necesitaba estar. Esta vez haría las cosas bien, incluso si tenía que poner en riesgo todo.

La barrera de hielo quedó atrás, solitaria y vulnerable.

 

***

 

—Somos unos miserables —decidió Minwu, viendo al caído congresista.

—Sí, pero no me arrepiento de pensar así —dijo Grigori.

Con gran esfuerzo, el santo de Copa se enderezó.

—Así que no te arrepientes de arrepentirte. ¿Te das cuenta? La culpa de los caballeros negros por lo que han hecho. La culpa de los santos de Atenea por no haber hecho algo para devolver el equilibrio al mundo. Todo se junta aquí.

—Sí —aceptó Grigori sin reservas—. La culpa era la clave, tal y como supuso Pavlin. Y ahora debemos escoger. ¿Salvar a las sombras que odiamos, o a nuestros compañeros?

El santo de Copa sonrió. ¿Salvar a alguien? Él necesitaba tratamiento urgente.

—Me parece a mí que los santos de Atenea podemos salvarnos solos —dijo Minwu de todos modos—. Yo digo que sigamos la última orden de la Suma Sacerdotisa.

Era posible que Grigori rechazara esa idea, también era posible que hubiese pensado lo mismo. Minwu de Copa no tenía interés en averiguarlo, pues con un solo vistazo entendió que el santo de Cruz del Sur seguiría la máxima de todo buen paciente.

—Haz caso a tu médico —bien pudo haber dicho Grigori.

El par de santos, con esa fuerza infinita que desoía las quejas del cuerpo humano, tan vulnerable, corrieron dispuestos a salvar a los caballeros negros.

 

***

 

También Soma tomó en su fuero interno la misma decisión.

—Está muerto —dijo Retsu, tras patear el cadáver—. ¿Cómo una rosa en la cabeza mata a alguien que sobrevive a ser quemado vivo?

—Preguntas que jamás obtendrán respuesta —dijo Nico.

—¡Muchachos…! —exclamó Soma, acordándose luego de la edad del santo de Lince, en absoluto reflejada en su rostro juvenil—. Os doy las gracias. Me enrolé en esto solo pensando en mi padre y mi hermana. Di la espalda a Hybris, como también renegué del Santuario. Soy un paria… un rebelde sin…

—Oye —lo interrumpió Retsu, más asustado que molesto—. Nada de culpas, que se nos aparece un escorpión gigante zombi con cabeza de león zombi y nos come.

—No creo que lady Shaula haya muerto —dijo Nico, añadiendo a destiempo—. Ni Ban. Quiero decir, el señor Ban es un santo de bronce fortísimo.

—El caso es que… entrenando con vosotros sentí que todos los que estamos en este viaje somos camaradas, creo que nunca me he sentido tan unido a los demás. ¿Es porque sé que moriremos? ¿Es porque compartir una paliza con dos amigos es lo que hace falta para unir a la gente? Yo qué sé. El caso es que… —Soma sacudió la cabeza. Ya se estaba repitiendo—. Quiero salvar a los míos.

Por toda respuesta, Retsu lo placó, presionándolo contra una de las paredes. La mano libre le apuntaba al cuello, que podría desgarrar en un simple parpadeo.

—Como amigos… —empezó a decir Nico.

—No seas cursi, chaval —cortó Retsu, presionando el cuello de un sorprendido Soma hasta que empezó a gotear sangre—. A los chicos malos no se les convence con cursilerías. Somos unos completos desconocidos, los tres, salvo por un detalle.

—Somos compañeros de entrenamiento —decidió Nico—. Hermanos de armas. Santos de Atenea. Oro, plata, bronce, hierro, azul, negro. Todo es lo mismo ahora.

—Así que… —dijo Retsu.

—Por favor… —continuó Nico.

Los dos santos de bronce gritaron, de forma simultánea:

—¡Deja de decir que quieres salvar a los tuyos!

—Muchachos… —murmuró Soma, ya libre de de la presa de Retsu, quien silbaba mirando a otra parte—. Está bien. Salvaré a los nuestros. A los… santos… ¡A los santos negros de Atenea, junto a los cuales pateamos a los horrores del continente Mu!

—Está bien —aprobó Nico.

Un momento después, su rostro se cubrió de un velo de tinieblas.

—O-Oye, ¿no estaba todo arreglado? —preguntó Soma, con los ojos como platos.

La masa oscura en que se había convertido Nico se inclinó sobre sí misma, pisando el suelo con cuatro enormes patas de perro. Se había convertido en eso, en un can surgido del mismo infierno, si estos podían medir tanto como un rinoceronte.

—Su cuerpo está dentro del eidolon —dijo Retsu—. Descuida, estará bien.

—Mi hermana está en problemas —explicó Nico, con una voz distorsionada y lejana—. Debo ir a salvarla. Lo siento, Soma, no puedo ayudarte en esto.

—Yo tampoco —se excusó Retsu, llevando la mano al negro pelaje del eidolon. Todo el cuerpo del santo de Lince se estremeció, como si se hubiese sumergido en aguas glaciares—. Mi maestro ha desaparecido, así que debe estar en la Prisión Fantasma de Fang de Cerbero. Él no es la clase de persona que muere por simples cuentos de terror.

El discípulo de Noesis de Triángulo no dio explicaciones, sino que siguió entrando en el can de sombras hasta que desapareció de la vista, no sin antes desearle suerte.

Soma tampoco las pidió.

—Hasta luego, santos blancos de Atenea. ¡Hasta que volvamos a encontrarnos!

Rio la broma mientras corría en dirección contraria al eidolon. Sentía las fuerzas renovadas, y quizá por eso, las distancias ya no le parecían tan extrañas. Vio la primera puerta cerrada de un camarote y la incineró con sendas bolas de fuego.

Incontables cadáveres salieron desde el cuarto, entre los cuales un grupo de Moscas Negras, con sus máscaras decoradas, pudieron respirar al fin. Estaban vivas.

—Pondera el número de muertes causadas por Caronte de Plutón con aquellas que tus amigos causaron —habló una voz por Soma bien conocida. La voz de su padre—. Sabes que no merecéis la salvación. Ninguno de vosotros.

—Lo sé —respondió Soma, quien siguió corriendo de todas formas.

A diferencia de los demás, el santo negro seguía oyendo cantar a los niños la canción de la desesperanza, seguía viéndolos abajo, golpeando su prisión de una vida estigmatizada para siempre. La culpa lo perseguiría siempre, y él, que había aceptado tal destino, solo podía correr más rápido que ella, para salvar al resto de almas condenadas.


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#462 -Felipe-

-Felipe-

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Publicado 19 febrero 2024 - 23:42

Hola Rexo, ¿cómo estás? Bueno, voy a darte un review largo de todo el volumen... 2? 3? Ya sabes, Neptuno. Bueno, solo la mitad que no comenté. Porque en su momento ya comenté todo Preludio, todo Pluto y la mitad de Neptuno.
 
El caso es que todos estos capítulos, y muchos de los siguientes ya los leí hace tiempo, pero te dejé de comentar adecuadamente después del capítulo 24, al final del arco de Bluegraad, así que estoy releyendo todo de nuevo, desde el inicio, y tengo los comentarios en un archivo word. Por ahora, solo dejaré los comentarios de la segunda mitad de Neptuno, incluso los que incluyen 3-4capítulos que ya comenté en su momento. ¿Por qué? Porque son los que, digamos, pulí al editarlos después de reelerlos. También porque esta es tremenda historia, porque te mereces comentarios, y finalmente, porque debí seguirlo haciendo hace mucho tiempo.
Como creo que te dije, seguir leyendo en las sombras no es lo mismo que dejar un review para alguien que los merece, para bien o para mal. Y, además, a modo personal siento que te los debo.
De antemano decir que no es necesario que respondas a este review, porque bueno, son comentarios de capítulos MUY atrás, así que sé que se sentiría medio raro, pero espero que los leas y pueda ayudarte de alguna manera en seguir desarrollando tu historia, o en sentirte apreciado por ser un gran escritor. Además, la respuesta sería innecesariamente larga. Pero quedo satisfecho con que lo leas y sea de ayuda.
 
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Y se viene más. Pronto.
Saludos.

Editado por -Felipe-, 20 febrero 2024 - 15:51 .

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#463 Rexomega

Rexomega

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Publicado 26 febrero 2024 - 10:46

Saludos

 

Felipe. Para mí no es ninguna molestia responder reseñas largas, así que por esta vez, asumiendo que no hay inconveniente, procuraré responder todas tus incógnitas sobre el segundo volumen en la medida que pueda hacerlo sin destripar lo que se viene. De paso comento alguna que otra cosa de unos comentarios que, a decir verdad, me ha emocionado mucho ver. ¡Espero con ilusión los siguientes!

 

Spoiler

 

***

 

Capítulo 195. Sentenciados

 

El eidolon de Nico resultó ser tan espacioso como cabía esperar. Un par de hombres adultos podían caber allí, en medio de las tinieblas, sin hacer contacto ni salirse de los límites del can sombrío. Sin embargo, Retsu, sometido a un frío glacial que no tenía nada de natural y que le penetraba el espíritu, se abrazaba en posición fetal en busca de una pizca de calor. Su cosmos ardía con tanta intensidad como cuando los tres tuvieron aquel combate de entrenamiento con Pavlin de Pavo Real, y no era suficiente. Para nada. Sospechaba que incluso los dientes de su maestro, Noesis de Triángulo, castañearían si tuviera que adentrarse en ese lugar.

Enfrente, Nico se mantenía de pie, con los brazos extendidos y la mirada al frente, aunque ya no veía con los ojos. No los necesitaba en este momento.

Aquel eidolon no estaba hecho para transportar cuerpos e incluso quien lo había invocado tiritaba de frío. Como miembro de la división Dragón, Retsu podía intuir la naturaleza espiritual de ese ambiente, adecuado para que un alma libre de interferencias físicas funcionara como centro de control mientras que el cuerpo físico quedaba a buen recaudo en alguna otra parte. La inclusión de un cuerpo físico, con sus propias necesidades fisiológicas, además de un sinfín de vulnerabilidades, lo complicaba todo: los cinco sentidos convencionales corrían el riesgo de entorpecer el movimiento, para empezar, y ni hablar del viaje por la oscuridad subyacente al universo material, que era la principal utilidad del eidolon. Así, pues, la solución estribaba en que el invocador adormeciera por su propia cuenta esos sentidos, enfocándose en la percepción extrasensorial para guiarse. Que Nico de Can Menor tomara esa decisión ya lo convertía en alguien a quien la división Dragón habría querido reclutar; que además pudiera adaptarse tan rápido como  para invocar y retirar el eidolon en pleno combate ya era algo que lo dejaba sin aliento. ¡Él no dejaba de contar los minutos para salir de allí!

—Bianca de Can Mayor también puede hacer esto —murmuró Retsu, admirado. El par de perros del infierno había sido clave para herir a Makoto.

Tragó saliva. Más de una docena de santos de plata y bronce fueron necesarios para herir a su compañero. ¿Cuánto haría falta para vencer a Caronte de Plutón? Incluso si ahora no contaba con sus legiones, era un enemigo poderosísimo.

—Mi hermana es muchísimo mejor que yo —replicó Nico, mirándole. Tenía la cara perlada de sudor, aunque no era claro si por el esfuerzo o la preocupación. Se habían internado en la oscuridad no desde el planeta Tierra, sino desde algún punto paralelo al espacio exterior—. Ella es la maestra, yo el aprendiz.

A Retsu le dolió tanto la boca al intentar responder, que empezó a temer que se fuera a congelar. Decidió confrontar tal posibilidad con movimiento constante, poniendo sumo cuidado en ello. Primero despegó las piernas y luego las manos entumecidas.

—Pues ahora el aprendiz va al rescate de la maestra —dijo el santo de Lince una vez pudo estar de pie. Un picor le recorría todo el cuerpo y estaba muerto de frío, pero pudo sonreír y bromear, así que no estaba todo perdido—. ¿De película, no crees?

—Nuestro peor enemigo somos nosotros mismos —dijo Nico—. Viste la cara de Soma cuando nos abandonó. Él sigue viendo a esos niños.

—Ajá… me pregunto…

—¿Qué cosa?

Retsu negó con la cabeza, no podía decirle que le preocupaba el haber dejado de oír esos lamentos solo porque alguien había matado al mensajero.

«Así somos los santos de Atenea. Olvidamos los problemas que otros resuelven.»

—Me pregunto por qué tu hermana no se ocultó aquí —mintió Retsu.

—Porque es más peligroso aquí —dijo Nico sin inmutarse.

Como para hacer énfasis a su explicación, escucharon el sonido de una criatura al deslizarse. El mismo sonido que precedió a tanta locura.

—Siento haberte metido en esto —se disculpó Retsu—. Si es por rescatar a tu hermana, habrías podido haber cruzado el pasillo y sería más rápido.

—Hay otra razón —dijo Nico, haciendo caso omiso a la disculpa—. Desde hace rato, las paredes dimensionales se están debilitando. Las que rodean el río que navegamos, quiero decir. Creo que antes era imposible viajar de este modo aquí.

Una sonrisa se formó en la cara del santo de Lince.

—Supongo que algo de riesgo no retiene a un santo de Atenea.

El santo de Can Menor asintió.                    

—Aparte de que solo de este modo podré llevarte donde está tu maestro, creo que me facilitará llegar a donde está ella después. Estoy acostumbrado a cómo funciona este lugar, sin pasillos infinitos. Además, puedo olerla desde aquí.

Ante semejante declaración, Retsu no pudo menos que reír.

—¿Qué ocurre?

—Pues que dices que estás oliendo a tu hermana, ¿te parece normal?

—Claro —dijo Nico—. Soy un perro. Los perros nos guiamos por el olfato, ¿no?

—Dicho así… —respondió Retsu, quien siguió riendo un rato más.

La risa era el mejor acompañamiento en ese viaje lleno de incertidumbre. Rodeado de la oscuridad nacida del alma de un amigo, Retsu decidió entregar a Nico toda su confianza, tal y como le había obsequiado con su respeto. Pues las sombras de más allá eran por mucho peores, más heladas y llenas de esa presencia ominosa que amenazaba con arrastrar a la locura a toda la tripulación del Argo Navis Negro.

Y aun así, Nico de Can Menor no se quejó en ningún momento. Siguió adelante, tratando de reconfortar a quien era mayor que él, porque así era el hermano de Bianca, en el fondo. Un santo de bronce de corazón ardiente, valiente como los antiguos héroes.

 

***

 

A pesar de que la oscuridad envolvía el camarote, la aparición que hablaba y actuaba como Akasha de Virgo fue tajante en su orden hacia Kazuma.

—Vístete, esto no es ningún burdel.

Bianca pudo oír con precisión cómo su amante tragó saliva, antes de obedecer. No era por la admiración que decía haber sentido por la guardiana del sexto templo zodiacal, merced de su buen corazón, sino más bien que la voz de Akasha estaba impregnada de una autoridad que le era natural, como si desde un principio hubiese nacido para liderarlos. Las implicaciones de eso eran lo bastante claras como para que la santa de Can Mayor actuara con cautela, escogiendo bien sus palabras.

—Su Santidad, Willy… Es decir, el santo de Ballena, ha atacado a un aliado nuestro. Como recordará, los caballeros negros, los guerreros azules y los ejércitos del mar luchan ahora por una misma causa, que es la protección de la Tierra sobre las huestes del Hades y quien las dirigió contra nosotros, Caronte de Plutón. Es por eso que me he interpuesto en su camino, para detener una acción contraria a sus deseos.

—Tiene sentido. ¿Puedes explicar esta acción tan irracional, Ishmael?

Todo lo imponente y aterrador que había sido el finado santo de Ballena desapareció después de verlo agarrado de las orejas por una joven más baja que ambos. Aun así, cuando Ishmael habló, lo hizo con un aire tan impasible que helaba el alma.

—Es muy simple, Su Santidad. Los caballeros negros ya han cumplido su papel.

Kazuma, ya vestido, procedió a armarse sin detenerse un solo momento, como si lo que allí se decía no fuera con él. Pieza a pieza, se iba preparando para la batalla.

«Yo no lucharía con ella por ti —pensó Bianca—. ¿Lo sabes, verdad?»

Ella lo tenía claro. Aun así, trataría de evitar el conflicto.

—Caronte de Plutón vive. Por tanto, ninguno de nosotros ha cumplido su papel.

—Explícate, Ishmael —pidió Akasha.

—Por supuesto. —El santo de Ballena hizo una inclinación. No era de los que admiraron a Akasha, ni como aspirante, ni como general de la división Pegaso, ni mucho menos como la exiliada que llegó a manipular incluso a la división Cisne, pero era apegado a las normas y muy consciente de que se dirigía a la Suma Sacerdotisa—. Vuestro objetivo, como representante de Atenea en la Tierra es claro. Buscáis crear un mundo sin maldad. Los caballeros negros son parte del mal de nuestro pasado, por tanto, debe ser erradicado. Me parece una lógica bastante simple.

—Es el tipo de conclusión al que un estirado como tú llegaría —bufó Bianca.

—Es la conclusión a la que él ha llegado —replicó el santo de Ballena, para cuyos ojos la oscuridad del ambiente no tenía ninguna importancia. Estos podían ver, con total claridad, al ya armado Kazuma de Cruz del Sur Negra—. ¿Es que no has escuchado cómo este condenado a muerte se acicalaba para la tumba?

De nuevo, la respuesta de Kazuma a aquella situación era un silencio fúnebre.

Fuera, sin embargo, no había silencio, sino el sonido de cuerpos al caer. Bianca pudo percibir uno más allá de Ishmael y Akasha, la silenciosa juez. Era un cadáver. Los muertos estaban llenando el pasillo y no por causa suya.

—¿La culpa te corroe, eh? —preguntó Bianca sin mirarlo.

—Ya te había explicado cómo me siento —respondió Kazuma—. Los justos prosperan y los malvados son castigados. Cuando acaba nuestra obra, los malvados…

—… Sois vosotros —sentenció Ishmael, terrible fiscal de ese juicio inesperado—. Todos los caballeros negros deben ser ejecutados de inmediato. Si no vas a permitírmelo, al menos limpia tu honor con su sangre.

Lo peor no era que Ishmael saliera del Hades para decirle eso, lo peor era que ella estaba dispuesta a aceptar. ¿Qué era un amante muerto en su larga lista de pecados?

—Hay una cosa que no me queda clara —dijo Akasha, atrayendo hacia así las miradas de todos—. ¿Por qué no has derrotado a Ishmael? Eres más fuerte, mucho más fuerte, de lo que él fue. Oh, no me mires así, Bianca. Sabes lo que somos.

—¡Su Santidad! —exclamó el santo de Ballena.

—Meras proyecciones del sentido de culpabilidad de una mujer al servicio de Atenea, convertidas en realidad para que su pronta muerte tenga un sentido, aunque en realidad no tenga ninguno. —La explicación de la Suma Sacerdotisa fue tan certera como audaz, sin pausas que nadie pudiera aprovechar para interrumpirla de algún modo—. Así pues, si tú has creado a esta simplificación del santo de Ballena y todo lo que has podido en su contra es ponerte a la defensiva, significa que consideras que tu causa está perdida.

Un nudo en la garganta impidió a Bianca contestar como debiera, tartamudeando:

—¿Mi causa? ¿Perdida?

Ella estaba atravesando el universo para vengarla. No esperaba nada más de la vida. Dejaba al mundo a salvo y entregaba su vida para algo bueno. Simple.

—Así es —dijo Akasha—. Te ves a ti misma como una existencia inaceptable. No es Ishmael quien te habla, ni soy yo la que impide que te mate. Todo esto que ves, oyes y sientes estaba en tu mente todo el tiempo. Te sientes culpable, sucia.

Solo hubo un consuelo para Bianca frente a un ataque tan certero, el de la mano negra de Kazuma tocándole el brazo. Al mirarlo de reojo, no vio ninguna clase de ruego.

Solo había una mortal comprensión.

—Entonces, Su Santidad —intervino Ishmael, carraspeando—, ¿puedo matarlo?

Habló en tono bajo, lleno de dudas. No le gustaba que le dijeran que él no existía.

—¿Impedirías que tu compañera lave sus pecados? —cuestionó Akasha, haciendo que el santo de Ballena retrocediera dos pasos y se pusiera en posición de firmes—. Eres tú, Bianca, quien debe eliminar este mal de mi vista.

Antes de poder decidir que aceptaba esa orden, las manos de la santa de Can Mayor se tensaron. Desgarraría aquella garganta que besó hacía un momento.

—Por el bien del mundo —dijo Bianca—. Por eso, yo haré cualquier cosa.

—Mátalo —ordenó Akasha—. Y después, mátate tú.

Todos quedaron atónitos. Por primera vez, Kazuma hizo amago en decir algo, siendo detenido en seco por el brazo de Bianca, mientras que Ishmael renegaba.

—¿Vos ordenáis tal cosa? —cuestionó el santo de Ballena, horrorizado—. Vos que amáis a los santos de Atenea más que nada en este mundo. Vos que aseguráis que los santos no mueren. ¿Vos pedís el suicidio, en lugar de la sentencia de un juicio justo?

—Por el bien del mundo —recitó Akasha, usando justo el mismo tono empleado por Bianca—. Busco un futuro sin maldad. ¿Cómo podría tenerlo, si dejo que el mal exista?

Con un gesto de asentimiento, Ishmael de Ballena aceptó tal lógica, pero seguía extrañado, como si no pudiera procesar que la líder del Santuario hubiese dado esa orden. Aquello aterró a Bianca más que la orden en sí: no eran simples ilusiones de algún mago cruel escondido entre las estrellas, era su interior juzgándola, condenándola. Allí estaba Akasha, estableciendo su futuro perfecto; ahí estaba Ishmael, enfrentado a su propia idea de justicia y las órdenes que recibía. ¿Podía ser que un tercer factor lo hubiese anulado ahora? Amor tal vez. Bianca quería creer eso.

No importaba, porque era Akasha a quien temía, no a Ishmael. Miró hacia abajo, sus garras estaban listas para matar a un buen hombre. Tanto daba si después segaban su propia vida. La vida de una persona capaz de matar a un buen hombre, no valía nada.

Dio la vuelta, dando la espalda al fiscal y la juez, viéndose las caras con el condenado.

—Me repugnas —oyó decir a su espalda, era la voz decepcionada de Akasha.

 

***

 

Así como los cuerpos de las víctimas de Hybris habían caído a lo largo del barco, las almas de estos llegaron a la Prisión Fantasma. Quienes allí combatían con los chamanes y las criaturas mágicas que usaban como armas de guerra no tenían tiempo para decidir si dichos espíritus habían sido sacados del Hades o eran una proyección más de las culpas de los tripulantes del barco, porque a una orden de Xian, el Sabio, la vanguardia del clan empezó a usar aquel material espiritual como pólvora.

Ese fue el momento para Aerys de esconderse tras el escudo humano. Las explosiones sacudieron el Ataúd de Hielo en que estaba Cristal, sin causarle el más mínimo daño.

—¿No te da vergüenza? —cuestionó Fang, quien había tenido la misma idea.

—Ninguna —respondió Aerys.

Después, los discípulos de Sneyder miraron a su carta del triunfo. Enfrentados a seres cuya existencia nacía de los resentimientos de Noesis para consigo mismo, solo podían confiar en que el propio santo de Triángulo reuniera la fuerza suficiente para sellarlos a todos de un solo golpe. No importaba que el cosmos fuera el motor de los milagros humanos, Aerys había comprobado en mil ocasiones que su Aliento de Sol Caído ni tan siquiera agitaba a los espíritus, siendo indispensable el fuego fatuo controlado por Fang.

Un batallón de duendes bajó desde las alturas armados con porras de magma. Eran cincuenta y llenaban todo el espacio entre los discípulos de Sneyder y Noesis.

Tan pronto Aerys dio un paso, se dio una nueva explosión contra la estatua de hielo.

—¡Juegan con nosotros! —se quejó Aerys.

—¿Tenemos que seguir sintiéndonos mal por el pecado de mi amigo? —preguntó Fang.

Un solo vistazo hacia arriba, donde un grupo de niños reunía a sus espíritus sobre una gran nube de tormenta, bastó para que el santo de bronce se aclarara las ideas.

—Hizo lo necesario —dijo Aerys—, pero no lo culpo por sentir remordimientos.

—Yo sí —aclaró Fang, dando un gran bostezo—. Si no los sintiera, ahora estaría…

Todo su cuerpo se inclinó hacia abajo, como si fuera a quedarse dormido, pero en el momento justo giró y salió de esa trinchera que solo era tal por el puro sadismo del grupo de chamanes. En el mismo movimiento invocó la Triple Llamarada, tres corrientes de fuego azulado que salían de sus manos y su boca, golpeando cada una en diferentes direcciones. La técnica cubría una gran área y no solo pudo desintegrar la nube tormentosa antes de que esta terminara de cubrir el cielo sobre la plataforma de la Prisión Fantasma, sino que también obligó a retroceder a toda la vanguardia del clan de chamanes, dando a los demás unos valiosísimos segundos de descanso.

A la vez, Aerys saltó sobre los duendes y les repartió una tanda de puñetazos, quebrándoles primero las cabezas y luego pateándolos fuera de la plataforma. Ya había descubierto que su técnica, si bien efectiva con otras de esas criaturas, no causaba el menor efecto en los duendes. De hecho, las porras con las que algunas de esas rápidas criaturas le llegaron a golpear la espalda más de una vez estaban hechas de su cosmos.

—¡Listo! —celebró el santo de Erídano.

—Son parecidos —dijo Fang, viendo a los chamanes replegándose—. ¿No crees?

—¿A qué te refieres?

—Las criaturas que invocan. Son parecidas a un eidolon, como el Ra´s Al Ghul del subcomandante Zaon. Solo que no están hechos de cosmos.

—El principio es el mismo —dijo Noesis—. Puede que yo hablara de más. Puede.

Los santos de Erídano y Cerbero replicaron a la vez:

—¡Pues claro que hablas de más, céntrate en tu tarea!

 

Noesis sonrió. Claro que necesitaba centrarse, pero no podía dejar de hablar cuando el tema era justo el arte de invocar a espíritus de la naturaleza. Al fin y al cabo, incluso si Zaon había sido el primero en reproducir esa técnica, usando su propio cosmos en lugar de la fuerza espiritual de algún rincón del mundo, era Noesis quien plantó esa idea en los días en que fue reclutado por la división Dragón. Le interesaba sobremanera la magia que los chamanes dominaban, si bien solo había logrado aprender a lidiar con espíritus malignos antes de tener que realizar su cometido. En cualquier caso, él no tenía afinidad para los espíritus de ninguna clase, no le apreciaban, olían su pecado.

 

La batalla se retomó con una intensidad tremenda. Tras repeler a las doncellas y su viento helado, Aerys hubo de sostener una breve batalla con dos toros antropomorfos armados con enormes martillos. Por cada vez que aquellos acertaban en el santo de bronce, la plataforma entera temblaba y de las grietas salían lagartos con un carbúnculo en la cabeza, los cuales saltaban al campo de batalla formando barreras reflectantes allí donde les parecía. El Aliento del Sol Caído y la Triple Llamarada, al hacer contacto con tales escudos, invisibles a los sentidos convencionales, eran reflejados, provocando un caos terrible. La derrota habría sido total e inmediata si Fang, de sentidos refinados para el mundo espiritual, no hubiera estado allí para darle la vuelta a la situación.

Sus ojos habían estado atentos en todo momento, distinguían las almas de los chamanes, poseedoras de una gran resistencia espiritual, de aquellas que usaban como pólvora. Para ese momento comprendía a la perfección que esa estratagema, que obligaba a ambos santos a ponerse a la defensiva, impelía al mismo tiempo al clan a emplear solo una pequeña fuerza en primera línea de fuego. Temían aquellas explosiones. Concentrando su cosmos en las manos y la boca, decidió darlo todo a esa apuesta: apuntó a los escudos reflectantes, tan parecidos al Muro de Cristal, calculando de antemano de qué forma iban a ser reflejados. Las consecuencias no fueron previstas por los chamanes, sabían de antemano que no iban a sufrir ningún daño.

Entonces sucedió una brutal explosión que llenó el cielo entero. Toda aquella pólvora espiritual reunida estalló por la hábil ofensiva del santo de Cerbero.

El par de minotauros miró arriba, inquieto. Aerys no dudó un solo segundo en saltar sobre el más grande de ellos y molerlo a puñetazos. Para cuando el hermano pequeño, el más fuerte, quiso socorrer al mayor, ya era tarde, y Aerys intuyó que ninguna barrera protectora lo cubría. El Aliento del Sol Caído lo borró de la faz del mundo.

Los discípulos de Sneyder se miraron, sabiendo que no era tiempo de celebrar la victoria. Mientras Fang inició la caza de las lagartijas, que en vano trataban de esconderse en las grietas de la plataforma, Aerys empezó a concentrar los rescoldos de la enorme explosión en una sola esfera de poder. La Ascensión del Hijo Pródigo. No había nada que temer de aquella decisión, el santo de Erídano no solo se había fortalecido en la batalla previa a aquel viaje, sino que ahora medía mejor la cantidad de fuerza que podía dominar. En muy poco tiempo, reunió una pequeña estrella entre sus manos, de una densidad tremenda y un calor acaso tan grande como para descongelar a Cristal, o darles una buena lección a aquellos fantasmas mágicos.

No fue posible tomar la decisión. Incluso la caza de lagartijas de Fang hubo de detenerse cuando empezaron a oír un sonido del todo absurdo.

—¡Un tren! —exclamó Aerys, viendo que el fuego azul adoptaba las forma esperada de unas vías de hierro. Todavía no se veía el vehículo. Sin embargo, sí que se oía el sonido característico—. Bueno, no pasa nada, lo destruimos.

—¡Sirena! —dijo Fang, señalando el lado contrario. En efecto, una criatura mitad pez, mitad hermosa doncella, nadaba entre las llamas azules tal que fueran el mar que la vio nacer, mientras cantaba y acariciaba el arpa.

 

«Mis fuerzas —pensó Noesis—, se evaporan.»

La sirena cantaba para él. El eidolon de Salomón, el padre de Retsu, era para destruirlo todo. Fang y Aerys podrían vencerlo juntos, pero si lo hacían demasiado cerca de donde estaban daría igual: la explosión de los restos llenaría la Prisión Fantasmal de toda clase de enfermedades. Trató de advertirlos.

No pudo, la sirena lo había silenciado.

 

—Mira, ahí viene el tren —dijo Fang, señalando el infernal vehículo que venía a por ellos desde más allá de las llamas azules—. Me da mala espina.

—¿De qué hablas? Es un tren, chucho tricéfalo. Seguro que lo puedes moler a golpes. —Para Aerys, era más urgente ocuparse de la sirena cantarina. Le picaban los oídos de solo oír esa vocecilla—. Yo me ocupo de freír al pescado, mientras…

—Mejor al revés.

—¿Qué?

—Hazme caso. Destrúyelo. ¡Ya!

—Tú te disculparás con Cristal luego. Si vive.

De todas formas, según entendió más adelante, no era seguro que un millón de grados bastara para destruir el hielo creado por un santo de oro.

La Ascensión del Hijo Pródigo, un sol en miniatura, fue arrojada hacia el eidolon que venía hacia ellos. Era un tren antiguo, del siglo pasado, con el rostro de un demonio encabezando los diversos vagones cargados de malevolencia. Todo el humo que expulsaba en su avance hipersónico era más que tóxico; de estar atravesando una zona habitada, todos los que respiraran habrían visto acortadas sus vidas, reducidos a una existencia donde los cinco sentidos eran tan solo un recuerdo. En el momento antes del impacto, abrió una boca de dientes afilados, devorando la estrella que habían arrojado hacia él como si fuera una golosina. Tan solo duró tres segundos más. La explosión subsecuente lo aniquiló de adentro hacia afuera junto a las vías, consumiendo hasta el último átomo, tal y como cabía esperar de un auténtico santo de Atenea.

Aerys no podía saberlo, pero ni siquiera las enfermedades que cargaba aquel tren infernal llegaron hasta ellos gracias al tremendo poder que había desatado.

Mientras, Fang de Cerbero había logrado otra victoria aplastante, en más de un sentido. Siguiendo al pie de la letra la sugerencia de Aerys, había tratado de incinerar a la sirena con la Triple Llamarada, logrando apenas interrumpir la música. El eidolon irritado descendió a la plataforma y emitió un chillido tan, tan molesto, que la furia de Fang alcanzó un nuevo límite. La masa sanguinolenta en el suelo era prueba de ello.

—Bien, una criatura mitológica y un tren del siglo XX, ya no se puede poner peor.

Las palabras de Aerys por poco hicieron que los ojos de Fang se le salieran de las órbitas, pues justo en ese momento el clan de chamanes se había repuesto de la previa explosión, retomando la formación de un remolino compuesto por almas errantes. Habían perdido efectivos y armas de guerra, pero seguían siendo un enemigo terrible. Salomón y la hija de Xian habían separado del remolino de chamanes un grupo de tres magos que por alguna razón estaban sacrificando a todos los duendes de fuego, damas de hielo y viejos milenarios con todo y sus nubes de tormenta.

—Cierra la boca —pidió Fang.

En el lado de la plataforma que protegía el Ataúd de Hielo, justo frente a Noesis de Triángulo, apareció una doncella de blanca piel, hecha de nieve, ropas traslúcidas que ondeaban como el viento y cabellos azules que recordaban al hielo. La mitad del cuerpo se perdía en las llamas bajo la plataforma, pero eso no parecía afectarle lo más mínimo.   Más allá de la ola congelada, bajo la cual los santos de Erídano y Cerbero se posicionaron, para proteger a su compañero, apareció de un lado un gran ogro de aspecto leonino y enormes cuernos retorcidos hacia su espalda, y del otro un colorido quetzal del mismo tamaño que los demás seres, cada uno comparable al de los grandes edificios de la Tierra, despidiendo multitud de rayos que se perdían por doquier.

—Vale, estamos atrapados, ya no se puede poner peor —dijo Aerys.

Miraba a Noesis de Triángulo, poderoso como nunca había sido, predispuesto a sacrificar su vida para detener a aquel enemigo que él había creado.

En los ojos del santo de Erídano quedó reflejado el Sumo Sacerdote del Santuario.

 

A diferencia de Aerys, que acaso lo confundiría con Kanon, y Fang, que una vez más le ordenaba callar, Noesis supo enseguida de quien se trataba.

—Nada de sellos —ordenó Saga de Géminis, tocándole el hombre.

En ese mismo instante, todo el cosmos reunido por Noesis se extinguió.

A sus pies, como compensación, apareció el tridente de Libra.

—El Viejo Maestro y yo no siempre concordamos —explicó Saga—. Pero sobre esto no hay duda ninguna, los chamanes poseen el poder para sumir el mundo en el caos. Debes destruirlos a todos, sin excepción.

Aquello no había sucedido así. Noesis, sin poder controlar a un eidolon como los demás, había adquirido la facultad de sellarlos y sopesó la idea de castrar a ese grupo enemigo, en sentido figurado. Pero el Sumo Sacerdote descartó esa opción, arguyendo que había demasiados espíritus en el mundo como para que ese tipo de solución bastara. ¡Incluso uno de ellos había creado un eidolon artificial, juntando seis espíritus entre los que se contaban el del fuego, el del metal y el de las enfermedades! Noesis decidió buscar consejo en el santo de Libra. La respuesta del Viejo Maestro fue tajante:

—Haz lo que te dicte tu corazón —dijo Dohko.

Eran tiempos turbulentos, demasiados elementos rebeldes en el Santuario. Lo que decidió Noesis en ese contexto fue que tenía que asegurar la paz en el mundo.

Con una sola arma de Libra, pudo dar muerte a quinientos chamanes.

Del mismo modo, con esa arma podía salvar a Cristal y a los demás, si la tomara.

«Si la tomo —pensó Noesis—, volveré a matarlos.»

Era ridículo si lo pensaba un momento, había decidido enfrentarlos y sabía en su fuero intento que no eran siquiera las almas de quienes mató. Sin embargo, poder arreglar las cosas de otro modo era algo que su corazón necesitaba.

Tal vez esa era razón de que los demás no pudieran destruirlos.

 

Los eidolones habían empezado su ataque. Mediante la Triple Llamarada, Fang pudo frenar la versión titánica del Polvo de Diamantes que les arrojó cual soplo glacial la Dama del Invierno.  Pero el Ataúd de Hielo que les servía de barrera había empezado a sufrir el impacto constante de un sinfín de rayos, arrojados por el Rey de la Primavera, y los feroces puñetazos del Señor del Verano, el ogro de piel negra como el carbón que ostentaba la mayor potencia entre los tres entes. 

—¿Sabes qué te digo? —dijo Aerys—. ¡Que se puede poner peor!

—¿¡No me digas!? —exclamó Fang.

Aerys señaló al cielo.

—Sí te digo, mira arriba.

—¡Como si tuviera tiempo de…!

Había obedecido antes de hablar, por puro instinto. Más allá de la trinidad de chamanes, una gran serpiente de mar con diversas alas surgiendo de su cuerpo giraba al mismo ritmo que el remolino de espíritus que lo impregnaba todo. La hija de Xian sonreía a la criatura, cuya boca era lo bastante grande como para tragarse la plataforma de una sentada. Salomón, al tiempo, alzó su puño y recitó un conjuro que nadie pudo oír, pero que temieron todos los que tuvieron la desdicha de verle mover los labios.

El anillo que ostentaba en el dedo corazón se agrietó siguiendo el compás del hechizo, terminando por estallar en una nube de pedazos imperceptibles. Tales restos volaron más allá de donde estaba Xian, invocando la más densa oscuridad.

Algo empezó a descender de las tinieblas recién formadas, generando un sonido semejante a aceite derramándose mientras el cuerpo, humanoide, iba manifestándose a la vista de todos. La criatura era de piel roja, con un exosqueleto negro, como el de un insecto, a modo de armadura. Tan pronto el rostro quedó a la vista, siendo idéntico al de un diablo salido de las leyendas cristianas, aquel eidolon desplegó alas de murciélago y agitó la afilada cola que surgía de su columna, rasgando el aire. Era, en verdad, un demonio capaz de traer terror al alma de los hombres con solo ser contemplado. El propio Fang quedó paralizando, viendo con impotencia cómo los lagartos supervivientes se posaban en los hombros de los más poderosos chamanes, para que nada los alcanzara, o más bien, para que la destrucción que estaba por conjurarse solo rebotara.

Pues el diabólico eidolon, presagio del fin de los tiempos, alzó las garras de la regia mano derecha hacia la oscuridad, que goteó entera antes de dispersarse y revelar lo que tanta pompa escondía: la visión de un cielo estrellado, que una lluvia de meteoritos cruzaba a toda velocidad. Además de numerosos, cada uno era lo bastante grande como para aniquilar por sí solo la plataforma con todos los allí reunidos. En comparación, el resto de criaturas, hasta las que los rodeaban, eran solo un aperitivo.

—Aniquílalos —ordenó Salomón—, Príncipe del Otoño.

El diablo hizo descender el brazo y los meteoritos aceleraron aún más, mientras que los chamanes ensanchaban el círculo. Solo Xian, su hija y el propio Salomón permanecieron donde estaban, seguros de que nada los alcanzaría.

 

***

 

Ícaro de Sagitario Negro, vencedor de sus propios deseos mundanos, se veía una vez más en una encrucijada. En el pasado, sabía, hubo hombres que debieron escoger entre seguir a su padre, o a su madre; a él se le presentaba esa elección después de haberla hecho, en un punto en que ya no tenía sentido siquiera considerarlo.

Por la causa, por el plan de Gestahl Noah, él se había quedado en la Tierra, dejando que su propia madre, al borde de la muerte, se uniera a los argonautas.

—¿Vas a compadecerme? —preguntó Hipólita.

—No —dijo Ícaro, viendo el ceño fruncido de aquella criatura hecha de la sangre derramada por Hybris. A ese ser fruto de sus propios logros—. Tú no eres alguien que necesite la compasión de nadie, eres una guerrera, de la cabeza a los pies.

Hipólita asintió, tranquilizándose.

—Entonces, ¿lo aceptas?

—Sí, yo te abandoné. Yo no soy un buen hombre.

—Claro que no, ningún caballero negro podría ser un buen hombre —dijo Hipólita.

—Eso es —admitió Ícaro, relajándose. Como el condenado a muerte, dejaba su cuerpo al alcance del verdugo—. Para matar a todos aquellos que hacían el mal en la Tierra, nosotros teníamos que convertirnos en el mal.

—Es por eso que…

—Es por eso que…

Hipólita esperaba las palabras mágicas. El monstruo aceptando ser un monstruo. Tal vez, después, pudiera descender al Hades, allá donde los violentos ardían por la eternidad. Sin embargo, de pronto fue incapaz de hablar y de moverse.

También la criatura hecha de sangre calló. En realidad, ya no estaba formada por tal líquido vital, sino que manteniendo la silueta humanoide pasó a representar primero una gran oscuridad y después un espacio brillante, lleno de estrellas. Más adelante, las galaxias, en aquel movimiento eterno y prefijado que era indiferente a cualesquiera historias que sucedieran en los mundos que albergaban. La imagen se amplió todavía más, revelando tantos cúmulos galácticos que la Vía Láctea era ya imperceptible, hasta que Ícaro pudo ver, de una sola vez, el universo entero y comprender lo diminuto que era. Tan grande era la fuerza que ante él se estaba manifestando, un cosmos tan vasto que bien podría albergar todo cuanto veía. Sintió ganas de vomitar.

—Dime —dijo una voz ominosa, emergiendo desde muy lejos, hasta el punto de perder claridad—, ¿no estabas haciendo algo?

—¿Eh? —Ícaro no podía entender que un ser tan poderoso se fijara en él. Por encima de los santos de oro, superior a los héroes legendarios con los que Hybris evitaba cualquier conflicto. Un ser divino, sin duda alguna. Uno auténtico, no como las nereidas de cabello azul; estas tenían una energía cósmica privilegiada respecto al común de los guerreros sagrados, pero nada en comparación a eso—. Yo… estaba… vigilando… —Se llevó las manos a la cabeza, tratando de recordar. Se dio cuenta de que le dolía horrores—. Lesath de Orión. Rin de Caballo Menor. Ethel. ¡Mi hermana!

La deidad asintió, conforme. Ante semejante gesto, la puerta tras Ícaro no pudo sino abrirse de inmediato, revelando un nuevo episodio de locura.

 

***

 

La lucha que ahora Rin sostenía era mental, idéntica a aquella que libró mientras dormía, a la vez que diferente. El cosmos de la santa de Caballo Menor permanecía estático, como agua estancada. Si no se volvía más fuerte, no había manera de que pudiera derrotar a aquel nuevo enemigo que la mantenía contra el techo.

«¿Quién puede ser? —se preguntó Rin.»

No podía ser una cualquiera si Lesath no desprendía ninguna clase de agresividad hacia ella. Tan inofensivo se había vuelto, que el enemigo ya no se molestaba en ejercer sobre él ninguna clase de control, dejando que se moviera con total libertad.

—Ethel de Hércules —se presentó la enmascarada—. No te molestes, no estoy controlando tu cuerpo, sino tu mente. Estoy en tu mente, de hecho.

—¿Qué significa eso, Lesath? —preguntó Rin, resistiéndose de todas formas.

Pasado el impulso de adrenalina, el dolor del esfuerzo realizado le recorrió todo el cuerpo. Gritó para confrontarlo mientras pensaba alguna clase de solución.

—Ella es Ethel —respondió Lesath—. Parte del futuro que pudo ser, si yo…

—Sientes culpa —asintió Ethel—. Remordimientos.

—Pensaba que todo habría valido la pena si… —Viendo de reojo a la santa de Caballo Menor, Lesath sacudió la cabeza—. ¿Qué importa? No ocurrió. En mi mundo, la Suma Sacerdotisa está muerta, ¿qué importancia tiene lo que pase en otros?

—Dímelo tú —pidió Ethel. Frente a Rin, que no dejaba de luchar, perdiendo sangre, a ella no parecía costarle nada mantenerla quieta—. Nací de tu alma.

Por cada paso que la santa de Hércules daba hacia él, Lesath retrocedía.

—Puede que le haya dado muchas vueltas a lo que pudo ser.

—¿Puede?

—Lo he hecho —admitió Lesath, ya contra la pared—. ¿Y por qué no?

—Porque eres un santo de Atenea —dijo de Ethel—. ¿Qué será de tu mundo si quienes lo defienden viven aferrándose al pasado?

Ante aquella pregunta, con la que Rin comulgaba, Lesath esbozó una sonrisa.

—Yo creo que unas reliquias como nosotros no podríamos hacer otra cosa que esto.

—¿Así que te ves a ti mismo como eso, una reliquia?

—¡Señor Lesath, no tiene que responder a eso! —gritó Rin. Al menos eso sí se lo permitía—. ¡Luche! ¡Ella no es Ethel! —Incluso si no podía asegurar tal cosa, necesitaba que alguien distrajera a aquella talentosa psíquica. Ya había descartado tratar de liberarse con una gran explosión de poder en el momento oportuno, optando por concentrarse en su cosmos tal y como le habían enseñado en el entrenamiento. Si había alguien dentro de ella, lo expulsaría—. ¡Luche de una vez! ¿O es que no es más que un anciano que se duerme en el trabajo y al que hay que llevar a la cama a cuestas?

Le pareció que aquel insulto enojaría a Lesath, pero este se limitó a encogerse hombros.

—Más que viejos y jóvenes, somos la vejez en sí. Dioses, mantos sagrados, Guerras Santas… ¿A quién le importa todo eso hoy en día? Existimos justo gracias a aquello que juramos combatir. Somos parásitos de una historia milenaria que habla de genocidios enmascarados de juicio divino. Nos escandalizamos de los crímenes de Hybris, maldecimos cada que un dios baja a la Tierra a aniquilarnos, pero no cambiamos ni un ápice, ni ayudamos a que el mundo cambie. Un cambio nos destruiría a todos. Hombres, dioses y santos. ¿Cuál sería el lugar de cada uno si no existiesen el pecado y el castigo? ¡Sí, desde el día en que vestí este manto sagrado he sido un anciano consciente de ello, hasta que me permití soñar con ese cambio que todos tenemos! ¿Lo comprendes? ¡Me permití soñar con un mañana que he visto hecho pedazos! ¡De ahí has nacido tú!

Al principio se había dirigido a Rin con una brutal indiferencia que interrumpió cualquier plan que pensara llevar a cabo, sin embargo, al final había aumentado en intensidad, señalando a la supuesta Ethel, que solo ladeó la cabeza.

—Así que he nacido de un sueño tuyo.

—Dicho así, suena horrible. Olvídalo.

—¿Fue antes, o después de quedarte dormido en el trabajo?

—Déjalo, no vas a conseguir que…

Pero algo golpeó a Lesath a medio discurso, estampándolo contra la pared. Rin pudo verlo un momento antes de que, como por arte de magia, desapareciera el control que el enemigo ejercía sobre ella. Era un coloso color rosado, humanoide, con una piel de león cubriéndole la cabeza, los anchos hombros y la espalda. De cintura para arriba no tenía ninguna otra prenda, quedando reflejado un cuerpo musculoso y grueso que resistió sin la menor agitación el contraataque de Lesath, un veloz placaje en que usó todo su cuerpo. El más desigual de los combates inició entonces, siendo el santo de Orión proyectado contra todos los rincones del cuarto, una y otra vez.

—Es mi eidolon —explicó Ethel, esquivando sin dificultad los mil puñetazos que Rin le arrojó en un solo segundo—. Una técnica inventada por Zaon de Perseo, aunque es más correcto decir copiada del arte de invocación de los antiguos chamanes. —Diez mil puñetazos de la santa de Caballo Menor pasaron por diez mil posiciones del ser, sin alcanzarla una sola vez—. Se invoca a un espíritu de la naturaleza y se le pide que luche en nombre del invocador. La diferencia con el eidolon de un santo de Atenea es que los nuestros no son criaturas de naturaleza mágica, sino cósmica. Son una esquirla del espíritu dormido en las constelaciones que nos guardan y no tienen nuestras limitaciones como mortales. Heracles puede moverse a la velocidad de la luz.

Rin podía creérselo, y a la vez no, porque solo golpes con esa magnitud podrían reducir al antiguo subcomandante de la división Fénix a un simple saco de boxeo, pero durante la guerra entre vivos y muertos había visto lo que un impacto a la velocidad de la luz hacía con un manto de plata. ¿Tanto había mejorado Orión con su resurrección?

—¡Ya te tengo! —exclamó Lesath, dando un salto hacia el enemigo, el cual solo lo esquivó para encajarle un rodillazo en la espalda.

Como otras veces, Lesath fue proyectado contra el maltratado techo, pero hubo una diferencia a medio camino. Él giró sobre sí mismo, con la pierna impregnada de un calor tremendo. Heracles, en posición de ataque todavía, recibió la inesperada contraofensiva en todo el cráneo, quedando de rodillas por unos segundos. La cabeza del eidolon había perdido un tercio de su masa, aunque eso no parecía afectarle.

—Si coordinas bien los tiempos, puedes superar una diferencia de velocidad limitándote al contraataque —murmuró Ethel, como hablando para sí misma—. ¿Harás tú igual?

La miraba a ella, quien había alcanzado una rapidez que no podía seguir, a costa de su salud. Rin sentía poder dar cien mil puñetazos en un solo segundo, pero eso no sería suficiente. Los esquivaría todos. Necesitaba esa velocidad que se acercaba a la de la luz, así fuera una centésima. Se preparó para ello, alzando la guardia.

Más allá, recibiendo otros diez envites en busca de la oportunidad de un nuevo contraataque, Lesath le sonrió. Fue una sonrisa triste, sin alegría.

Conforme el cosmos de la santa de Caballo Menor crecía, las heridas empezaron a arderle, sobre todo las internas. Los huesos le temblaban, los músculos se tensaron hasta el punto de rotura. Estaba poniendo su vida en riesgo, pero al no poseer ningún manto sagrado, no podía arriesgarse a una batalla de desgaste. Necesitaba velocidad y potencia. Un golpe decisivo, solo necesitaba eso. La distracción por la que había orado antes, esa supuesta Ethel se la había concedido: Heracles le exigía cierto grado de concentración, impidiéndole al menos controlarla.

La técnica característica del tío Seiya, heredada de la subcomandante Marin. Rin había reunido suficiente poder como para que ambos se sintieran orgullosos y lo apostó todo a una sola carta, complaciéndole de ver cómo el enemigo iba retrocediendo, dolorida.

Manto de Deyanira —susurró Ethel, recubriéndose al punto de un líquido azul oscuro que absorbía todos y cada uno de los golpes, anulando cualquier daño.

Un millón de veces acertó el Puño Meteórico en el blanco, sin hacerlo caer. Rin, horrorizada, abrió la boca para decir algo y vomitó sangre.

Mientras caía, la santa de Caballo Menor sintió que todo su cuerpo se rompía.

Por alguna razón, a pesar del intenso dolor que sintió entonces, al instante siguiente lo veía todo con mayor claridad. Veía la lucha entre Heracles y Lesath, sentía la preocupación del santo de Orión por ella. Degustaba y olía la vida por ella derramada en vano, provocándole el deseo de volver a levantarse. Apoyó las manos sobre la madera, resbalando primero y chocando de lado. Lo intentó de nuevo; esta vez pudo apoyarse. Luego las rodillas. ¡Cuánto le dolían! Aquellas piernas flacuchas suyas eran el mayor peso que jamás había levantado, pudo erguir el resto de su cuerpo, pero no ponerse de pie. Eso era imposible, había perdido demasiada sangre.

—¡Y un cuerno! —gritó la santa de Caballo Menor—. Ayúdame, cosmos.

Con esa plegaria saliendo de sus labios, logró alzarse, poco a poco. Solo entonces se dio cuenta de que Ethel ya no les prestaba atención ni a ella, ni a Lesath.

Miraba a la puerta, que poco después se abrió para dar paso al más fuerte de los caballeros negros. Todos, salvo Heracles, giraron la cabeza hacia allí, de modo que Lesath recibió un gancho directo.

—Quieto —ordenó Ethel, tratando de paralizar al recién llegado.

—Séptimo Sentido —replicó Ícaro, tras un momento inicial de horror—. Mente, cuerpo y espíritu reforzados. Controlarme no te resultará fácil.

Incluso Rin comprendió que el poder mental del enemigo había sido rechazado.

La psíquica no volvió a decir nada. En lugar de eso, arrojó sobre el caballero negro todo el poder de su mente con el propósito de picarlo de cintura para arriba. Solo logró desgarrar las ropas, quedando a la vista un cuerpo con marcas no muy dignas.

—¿Eso es un mordisco? —preguntó Rin, perpleja.

En lugar de responder, Ícaro cruzó el camarote a una velocidad increíble. La supuesta Ethel no lo pudo alcanzar, lo que solo dejaba lugar a una posibilidad.

«¡Velocidad de la luz! —pensó Rin, tambaleándose—. ¡No, debo ver esto!»

Pero había poco que ver. Como una red de luces oscuras, Ícaro descendió sobre Heracles, despedazándolo con el Plasma Oscuro. Los restos del eidolon quedaron reducidos a partículas de luz rosada, mientras que Lesath, que se había arrojado hacia él, recibió el último de los cien millones de puñetazos descargados por Ícaro.

La única pieza que sobrevivía del camarote, la cama, se partió en dos bajo el peso del santo de Orión, quien tardó un rato en levantarse.

—¿¡Y esto!? —exclamó Lesath, limpiándose la sangre que le bajaba de la nariz.

—Convertir a un ser puro como mi hermana en nuestro enemigo… —gruñó Ícaro, dándole la espalda—. Tienes el alma podrida, viejo verde.

—¡Pues si te molesta este viejo, lárgate, jovencito, esta es mi lucha!

—Deja de bromear, Lesath, tú ni siquiera te atreves a golpearla.

—Llévatela con Minwu —dijo Ícaro, mirando con fijeza a Ethel, a cuyo cuerpo habían ido a parar las partículas rosadas—. Si no, morirá. Llévatela. Aquí estorbas.

Pese a la dureza de las palabras, Lesath no reaccionó con furia, sino que miró de inmediato a Rin y el charco de sangre que había bajo sus pies. Tras asentir, se levantó y se acercó a la santa de bronce, soltando algún quejido sobre su espalda.

—Vámonos —dijo Lesath—. Esto es cosa de hermanos.

—¿Crees que voy a dejarlos ir? —preguntó Ethel, cerrando la puerta con el poder de su mente—. Estoy aquí porque él busca que lo mate. Eres tú el que está de más, hermanito, siempre estuviste de más en el corazón de nuestra madre.

—Basta de padres y madres —replicó Ícaro, apuntando con el dedo la puerta. Esta estalló en mil pedazos, merced de una mera onda de choque—. Como dijo el viejo, esto es entre tú y yo, porque yo siempre quise conocerte, hermana. —Solo al final, el caballero negro suavizó el rostro. Estaba sereno, seguro de sí mismo.

Aprovechando la salida improvisada, Lesath tendió la mano a Rin, animándola a irse.

—Si ya sé que soy viejo, pero no tengo nada de verde. Plateado, soy el señor plateado.

—Lo sé.

«Eres un buenazo.»

Tal y como estaba, Rin habría podido caerse de bruces, así que agradeció que Lesath actuara como apoyo. ¿Cuánta sangre habría perdido? Solo el cosmos la mantenía en pie y se extinguiría pronto, ahora que no tenía que librar ninguna batalla.

—Siento que debí aprender alguna moraleja.

«¿Qué tal pensar que por pequeños que seamos ahora, en el futuro seremos grandes leyendas que las nuevas generaciones usarán como ejemplo.»

Quería decir algunas cosas, pero cada que abría la boca, solo tosía sangre, a lo que Lesath le palmeaba la espalda. Al menos para sí misma, Rin admitió que la máscara era ahora mismo como un dolor de muelas.

—Paso a paso.

Lesath no dejaba de mirar atrás, cosa inútil. Ethel, que había perdido a Heracles en un mero parpadeo, tenía miedo de su hermano. Sabía que era alguien capaz de vencerla.

O, mejor dicho, Lesath era incapaz de concebir un santo de plata con Séptimo Sentido.

«Demos gracias a los dioses por los tradicionalistas.»

Al fin atravesaron la entrada. El pasillo también tenía mucha sangre.

Rin cerró los ojos, aliviada. Que la llevaran en brazos. Ya le daba igual.

—¡amolar! —gritó Lesath—. ¡Si es Hipólita!


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#464 -Felipe-

-Felipe-

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Publicado 01 marzo 2024 - 22:35

Hay solo un fan conocido de Ban, que es el mismo que es fan de todos los Santos secundarios, y el único usuario conocido (o sea, el fandom entero) de Mozes.
Sobre la primera referencia que mencionas, es una "Lengua de Plata" de Los Simpsons. La segunda es sobre Mera, la esposa de Aquaman en los cómics de DC. Lo tercero a mencionar es que la Gran Cancelación viene, es inevitable. Lo último es que ojalá te hayan servido los comentarios, que te sean de ayuda los siguientes, y agradecer que te tomaras el tiempo de responder a la larga crítica. Ahora viene la segunda parte. ¿Veré más de estos PDV variables®? Habrá que ver.
Urano lo dividí en 3 partes, así que esta tanda incluirá mis comentarios desde el preludio a la guerra hasta la coronación de la nueva jefa.
 
Nota: Algunas de estas reseñas están escritas (casi) tal como la primera vez que leí estos capítulos, mientras que otras están editadas para cuando ya había avanzado bastante en la lectura. Disculpa las dudas que eso pueda dejar de dónde diablos voy en realidad, pero ni yo lo sé con exactitud xD (es una historia larga, Rexomega, muy larga y compleja)
 
Spoiler
Hermoso el discurso de Kanon. Se viene la guerra. Grecia prevalece. ¡Por Atenea!

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Rexomega

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Publicado 04 marzo 2024 - 11:04

Saludos

 

Felipe. U

Spoiler

 

***

 

Capítulo 196. Liberación

 

En la era mitológica, había dos clases de héroes. No los distinguía la relación con los dioses, pues todos ellos vivían bajo sus auspicios, incluso cuando renegaban de ellos y osaban acercarse demasiado al cielo. Tampoco marcaba la diferencia el potencial de cada uno, todas esas personas se convirtieron en leyendas por realizar grandes proezas. Lo que separaba a unos de otros eran los compañeros que tenían, pues si unos brillaron por sí solos y fueron venerados como dioses, otros se apoyaron en quienes confiaban para llegar igual de lejos, si no más allá, que quienes los precedieron.

Incluso la Raza de los Héroes era humana y necesitaba ayuda. Hasta los santos de Atenea, defensores de la humanidad, podían necesitar ser rescatados.

—¿No piensas ir a mirar? —cuestionó Ícaro.

—Tú primero —dijo Ethel, a través del Manto de Deyanira. La máxima técnica defensiva de su madre, que usaba magia para aprovechar la fuerza del río Leteo. Todo daño era mandado al olvido, salvo que se excediese cierto grado de potencia.

Todo dependía de hasta qué punto esa Ethel salida de la mente de aquel viejo había perfeccionado la técnica original. Debido a eso no había atacado todavía.

No le gustó darle la espalda. El calor del momento podía extinguirse y entonces volvería a caer en la misma debilidad que lo dejó a merced del espíritu de su madre. Si veía a aquella santa de plata como la hermana que nunca pudo conocer, los santos de Orión y Caballo Menor perderían la única barrera que los separaba de ser aniquilados.

«El viejo aguanta bien —pensaba Ícaro, sin apartar la vista de Ethel—. Caballo Menor no resistirá tanto. Me pregunto cómo sigue con vida, con esas heridas…»

Al final, justo antes de que Ícaro cediera, Ethel salió corriendo del destrozado camarote. Él la siguió, lleno de curiosidad, sin esperar para nada lo que vería allí fuera.

 

***

 

Rin de Caballo Menor estaba sentada a un lado mientras una mujer alta, de cortos cabellos y mirada limpia la examinaba. Le había golpeado los puntos cósmicos a fin de parar la hemorragia, aunque la gravedad de las heridas seguía requiriendo tratamiento.

En el otro extremo estaba Lesath. El duro combate con el eidolon le había granjeado varios moratones, así como una hinchazón sobre el ojo derecho. Nada grave; el manto de Orión había resistido bien todos los golpes, incluido el último del propio Ícaro, solo el casco presentaba severas grietas, habiéndose perdido la protección de la mejilla y uno de los tres picos de la corona. Por alguna razón que Ícaro tardó en comprender, pues veía al santo de plata en perfecto estado para volver a combatir, este permanecía apartado, mirando a otro lado con tal de no ver siquiera de reojo a la sanadora de blanca túnica que trataba a su compañera de armas, como si le tuviera miedo, o respeto.

«Un momento —pensó Ícaro, viendo a aquella última—. ¡Yo la…!»

—¿Mamá? —dijo Ethel, cayendo de rodillas y deshaciendo el Manto de Deyanira.

La mujer, alzándose, giró hacia ella. Conservaba el rostro tal cual recordaba Ícaro de antes de la batalla con Nicole de Altar y los cuatro subcomandantes, sin ninguna de las heridas que recibió entonces. Eso fue lo primero que pensó, pero al observarla con atención, comprendió que era distinta, poseedora de una paz absoluta.

¿Dónde estaba Hipólita? ¿En el infierno, prosiguiendo con el castigo eterno que fue su vida? ¿En el paraíso, siendo recompensada por…?

«Nosotros no merecemos ninguna recompensa —pensó Ícaro—. Ni la pedimos.»

—Me llamas madre —dijo Hipólita, caminando hacia Ethel. Hubo de detenerse, pues el manto de Hércules se deshizo en diversas piezas que formaron un tótem entre ambas.

—Estando tú aquí —dijo Ethel, temblando—. Tú debes ser la santa de Hércules.

—A mí ya no me hace falta esto. —Tras negar con la cabeza, Hipólita dio un golpecito en el tótem. El manto sagrado volvió a cubrir a Ethel sin darle tiempo a dar ninguna otra excusa—. He muerto. Si soy tu madre, tú debes de ser Ethel, ¿me equivoco?

La santa de Hércules, todavía arrodillada, asintió.

—¿Cómo podrías no recordarla? —cuestionó Ícaro.

En cierta forma, siempre se había sentido como el que vino después de Ethel. No era como si le hubiesen tratado mal, ni que le obligaran a escoger un camino que no quería, pero sí se sintió desplazado. ¡Desplazado por alguien que su madre había olvidado!

—Ícaro, ¿también estás tú aquí? —preguntó Hipólita—. La reina Perséfone ha sido generosa conmigo. Cuando me preguntó si podía hacerle un favor antes de la promesa, no me lo podía creer. —La mujer alargó el brazo, atrapando al Ícaro sin dejarle escapatoria, como cuando era un niño. El otro le bastó para agarrar a Ethel, abrazándolos a ambos con afecto—. ¡Mis dos hijos, qué fuertes son mis hijos!

—No tanto como tú —aseguró Ethel.

—¿Esto es real? —preguntó Ícaro al rato, deseando con todo su corazón que lo fuera—. ¿Dónde estás, madre? Hace un momento, una aparición me aseguró que tú…

Hipólita no les respondió de inmediato, sino que se permitió acariciarles la cabeza y quedarse con ellos abrazada un largo minuto. La agitación en los corazones de ambos remitió. La paz reinó en el alma de Ethel como en la de Ícaro.

—Estoy en el Hades —admitió Hipólita—. Me dirijo al lugar prometido, allí donde solo los héroes pueden estar. ¿Qué sois vosotros, hijos míos?

Adoptando un semblante severo, se separó de ellos, poniéndose de pie.

De pronto la temperatura descendió de forma súbita. Todo se cubrió de hielo.

—Soy el hijo del Sumo Sacerdote del Santuario y de la santa de Hércules —dijo Ícaro, también irguiéndose—. Ese lugar al que te diriges, también me recibirá a mí. —Tras ver que su madre asentía, se dirigió a Lesath con estas palabras—: Si Caballo Menor muere, te ejecutaré para que le sirvas de guía en el Hades, ¿está claro?

—Clarísimo —dijo Lesath en voz alta, sarcástico—. Niñato —susurró.

Al caballero negro poco le importó. Dándole la espalda, se planteó dirigirse a Ethel. Era la última oportunidad de hacer tal cosa. Tal vez la joven lo esperaba.

«No, no es la última —recordó Ícaro—. Mi hermana está allí donde van los héroes.»

Ese reencuentro se daría más adelante, aun así, no pudo evitar decir:

—Buena suerte, hermana.

Después, sin siquiera escuchar la respuesta, salió corriendo a la velocidad de la luz.

 

—Allá va el ladrón de moralejas —gruñó Lesath, todavía evitando mirar a Hipólita.

La mujer inclinó la cabeza hacia su hija.

—¿Todavía no lo comprendes, santo de Orión? —cuestionó Ethel.

—Sí, quiero morir a manos de la persona que no pude salvar —respondió Lesath, cansado—. ¡Qué retorcido, por los dioses!

—Ah, no habría usado a Heracles si esa fuera la verdad —rio Ethel—. Tú no quieres morir, santo de Orión, amas vivir, amas la vida, incluso si vas a nacer viejo, crecer viejo y morir viejo. A la vez, tampoco quieres hacerme ningún daño, no puedes dejar ir el pasado. Estás encerrado en un bucle sin fin de indecisión y arrepentimientos.

—Lo estaba —replicó Lesath—, hasta que la jefa me dio algo por lo que luchar.

—Ese es solo otro pasado que extrañas.

—¿Y qué voy a hacer si no? El futuro no es nada halagüeño.

—Fácil. Asume que el mañana es el ayer y piensa en cómo resolverlo.

—¿Y esa es mi moraleja?

—Lo que debes aprender de esto —replicó Ethel, divertida—, es que no debes sentir culpa. Lo que me pasó, lo que me pudo pasar, nunca estuvo en tu mano cambiarlo.

Lesath suspiró. ¡Ojalá fuera tan fácil!

Las dos, madre e hija, empezaron a desaparecer. Aunque no iban a reunirse en ninguna parte, siendo una un alma sacada del Hades y otra el fruto de su debilidad, fue una escena hermosa de ver, así fuera de reojo. Si había alguna justicia en el Hades ahora que gobernaba la reina en vez del rey, esperaba que la auténtica Ethel pudiera vivir algo así.

—Me habría gustado luchar a tu lado —admitió Lesath, atragantado—. Hipólita.

—Puedes luchar al lado de esa joven —dijo Hipólita—, y muchos más, hay muy buenos guerreros en nuestra generación. Saluda a Makoto de mi parte.

«¿A Makoto? —Lesath suspiró—. ¿Qué tiene esa mosca endemoniada?»

—Y en cuanto a ti —dijo Ethel, dirigiéndose a la santa de Caballo Menor que apenas despertaba—. Quiérete un poco más.

—¿Eh? —fue todo lo que pudo responder Rin.

—Es lo que dice Asha. No vale la pena hacerte fuerte tirando tu vida a la basura. La vida es muy valiosa, no es bueno darle la espalda. Ya llegará tu momento.

—¿De verdad eres Ethel?

En lugar de responder, la santa de Hércules miró a su madre, abrazándola.

—Dioses… —dijo Lesath, pasándose el brazal por los ojos—. Ah, rayos, hace un frío de mil demonios, ¿puedes andar?

Rin ya se estaba poniendo de pie. Ya no sangraba, aunque eso significaba poco.

—Te agradezco que no me digas que me vas a llevar en brazos.

—¿Qué clase de santo de Atenea iría en brazos de otra persona?

Aun así, durante todo el trayecto, Lesath estuvo pendiente de ayudarla a llegar hasta quien podía salvarla. ¿Por la amenaza de Ícaro? No. ¿Por las palabras de Ethel? Tampoco. La razón estaba en un pensamiento que el propio Lesath tuvo.

Poder defender a una compañera lo había apartado del derrotismo al que quedó sumido viendo su pasado. Poder ayudar a alguien lo había salvado, una vez más.

Así pues, él salvaría a aquella compañera, porque así lo quería.

 

***

 

Margaret de Lagarto pasó por encima de los cadáveres de sus amigos. Uno era un montón de pedazos de hielo desperdigados, lo que le daba náuseas. El otro, Yu de Auriga, lucía un boquete en el manto de plata que llegaba hasta lo más profundo del pecho. Ya que el control de la gravedad del discípulo de Arthur era tan notable, ni las Agujas Carmesí, ni las rosas, ni los soplos gélidos, ni otras técnicas que conocía lo alcanzaban. Tuvo que combinar el teletransporte con su propia velocidad para superar tal capacidad defensiva y atravesarle el corazón, después de hacerle pelear un rato con una proyección astral. Tenía todo el brazo ensangrentado, debido a eso.

El brazo, porque claro, no tenía el manto de plata. Todo su cuerpo había recibido los golpes de un par de guerreros mejores que él, todo a la vez que oponía resistencia al Devorador de Vida de Ishmael de Ballena. Si no encontraba pronto a Minwu, moriría por desangramiento, lo que tampoco estaría tan mal.

—Nunca pensé en copiar vuestras técnicas, porque supuse que siempre contaría con vosotros. Lagarto, Auriga y Centauro, bajo la dirección de Ballena. Íbamos a hacer grandes cosas los tres, que empequeñecerían la victoria sobre Hipólita. —Margaret rio a placer. Aquella parecía una ambición muy pequeña en comparación con la empresa que ahora llevaban a cabo. Iban a la caza de un astral, ¡de un astral!—. Cuando las uso, yo recuerdo todo eso. Recuerdo todo eso y duele, duele mucho —reconoció.

Los párpados empezaron a caer. De forma borrosa pudo ver, abajo, cuántos cortes le habían desgarrado la piel del pecho y los brazos.

«Es una buena técnica —decidió Margaret—. Si domino el aire y la gravedad…»

Estaría bien soñar con eso. Estaría bien dormir.

Oyó una serie de pasos. Adelante, cuatro sombras de Copa venían hacia él y aceleraron al percibir la gravedad de su estado. Mientras el resto lo agarraba de los brazos para ayudarle a sentarse, el cuarto examinó cada una de sus heridas, asintiendo para sí.

—¿Qué hacéis aquí? —preguntó Margaret—. ¿No tenéis remordimientos?

El médico jefe del grupo miró los cadáveres.

—Ni una pizca, que se jodan los que murieron. Si no hubiesen aguitado el mundo primero, nuestros compañeros no habrían tenido que hacer esa matanza.

Tal falta de tacto explicaba a la perfección cómo alguien con un cosmos tan notable acabó siendo un caballero negro. No solo no mostraba arrepentimiento, sino que apenas se interesaba por nada que no fuera el paciente que tenía adelante. En silencio, sopesaba las posibilidades de salvarle la vida con la frialdad de una máquina.

Por la forma en que miraba a los otros caballeros negros, Margaret intuía que estaban recurriendo a la telepatía. Haría falta una gran habilidad para cerrarle todas las heridas, lo que no ayudaría mucho con la pérdida de sangre.

—¿Eh? —dijo Margaret. Los tres caballeros negros que lo ayudaban cayeron adormilados, quedando solo un único sanador.

—Nuestra facultad es reconducir la energía vital de la gente —explicó el médico jefe—. Ahora, quédate quieto, que tengo trabajo que hacer.

—¿Han muerto?

—Ni de broma. Tómatelo como una donación de sangre.

—Pero…

—Lo siento, tengo que trabajar.

Margaret debía estar muy debilitado, porque a aquel sujeto le bastó golpearle la frente con el dedo para paralizar todo su sistema nervioso. Después lo colocó en el centro del pasillo, arrastrando el resto de cuerpos de tal forma que lo rodeaban.

Así fue que empezó a trabajar, mientras todo alrededor se congelaba de repente.

 

***

 

Ya que tenían el mismo objetivo, era cuestión de tiempo que Soma, Grigori y Minwu se encontraran. El primero estaba tomando el aire después de correr por aquel pasillo inmerso en una distorsión espacial laberíntica, mientras que el santo de Copa, ya tratado por un cuarteto de talentosos caballeros negros, llegaba más fresco, protegido en todo momento por el santo de la Cruz del Sur.

Gracias al trabajo de ambos, ya no caían cuerpos del techo, lo que no quitaba el aspecto dantesco del interior del navío. Sangre, cadáveres y destrozos por doquier. Los caballeros negros rescatados por cada grupo miraban todo con cierto pavor.

—Buenas —dijo Soma, golpeándose el oído con cierta rabia—. ¿No falta gente?

—Hay algunos que requieren tratamiento psicológico —se excusó Minwu—. Han sufrido un gran shock. —Él mismo, con tantas vendas encima, lucía más como un paciente que como un médico, a pesar de lo cual tenía que atender a la gente.

—Arriba van a necesitar nuestra ayuda.

—En cuanto acabe de tratar a todos, lo harán.

Soma se le quedó mirando, boquiabierto.

—¿Has reunido a los demás en un solo camarote?

—Una veintena, con turnos de descanso y vigilancia de media hora.

Negando con la cabeza, el caballero negro advirtió:

—Si seguís enfrentando a nuestras pesadillas, no acabaréis nunca.

—Descuida —dijo Minwu—. Lo que tus compañeros necesitaban era ser salvados. —Miró primero a los caballeros negros que lo seguían a él, y después los que venían a reunirse con Soma. De un solo vistazo, el santo de Copa comprendió que el caballero negro de León Menor no había hablado con ninguno de ellos—. Sentir que son parte de nuestro ejército y que los ayudaremos si están en apuros.

—Eso no afecta a nuestras diferencias y la culpa que nos corroe —dijo Grigori—, pero Minwu piensa que el espacio se ha vuelto loco por las distancias que nos separan.

—Tiene sentido —decidió Soma, encogiéndose de hombros—. ¿Damos otro…?

La temperatura descendió de pronto y todos callaron.

Una de las pocas puertas por la zona que Soma no había hecho añicos se abrió de forma suave. Un muchacho salía de ella, cubierto por un manto de oro que llenó a todos de pavor. Camus de Acuario les dedicó un rápido vistazo antes de cerrar la puerta, sin importarle que en el proceso les diera la espalda. Tenía una de las doce mejores protecciones del mundo, así que, ¿por qué iba a preocuparse?

—Ni se te ocurra, Grigori —susurró Minwu.

La intuición del médico era sorprendente. Grigori ni siquiera había empezado a adoptar su postura combativa, de hecho se interrumpió segundos después de la advertencia.

—Vosotros no me interesáis —dijo Camus, pasándoles de largo.

Nadie se le interpuso, ni santos de Atenea, ni caballeros negros. Aquel era un enemigo excesivo para ellos, a la par que extraño. ¿Quién en todo el barco podría sentir arrepentimientos relacionados con los santos de oro, además de los propios santos de oro? En la mente de todos los presentes pasó la idea de dejar ese asunto a los de arriba.

Pocas veces Soma se sentía más unido a los santos de Atenea que cuando estos reflejaban humanidad. Incluso aquellos poderosos héroes podían sentir miedo.

Cuando el miedo pasó, llegaron los arrepentimientos. Seguían sintiendo aquel cosmos notable, pero, ¿por cuánto tiempo? ¿Qué ocurriría si semejante enemigo lo complicaba todo en cubierta? ¡Se suponía que eran un ejército!

—¿Sabes lo que vamos a hacer? —dijo Soma—. Vamos a reunirlos a todos.

—Desaconsejo… —quiso interrumpirle Minwu.

—Vamos a reunir a todo el que pueda luchar —prosiguió Soma—. Tú no estás incluido, tú estás aquí para curar, así que yo tomo el mando. —Se refería al mando de los caballeros negros bajo cubierta, pero Grigori asintió como si también lo incluyera—. Luego, subiremos arriba. Podremos descansar cuando estemos a salvo, ¿verdad?

Incluso Minwu terminó por mostrar su aquiescencia con un gesto.

—De un modo u otro, cuando todo esto acabe, descansaremos.

 

***

 

En un rincón de aquel espacio-tiempo distorsionado, la indecisión de Mera estaba colmando la paciencia de Icario.

—¿Oíste las voces? —cuestionó el santo de Boyero. Mera asintió—. ¿Viste los cuerpos? —Otro asentimiento. También por esa zona habían caído cadáveres, sacando estremecimientos a la por lo demás firme Yuna de Águila Negra—. Ya no hay más voces, ni tampoco más muertos, ¿sabes por qué?

—Alguien está interrumpiendo esta vil ilusión —aseguró Mera, negando.

—Es porque ya no oyes, ni ves. Has apartado la mirada —dijo Icario con aire decepcionado—. Los santos de Atenea apartáis la mirada del problema y así creéis que está resuelto, cuando en realidad está en proceso de ser olvidado. Cuando olvidas algo, desaparece de tu mente, no de la realidad. Seguís caminando al lado de un montón de asesinos, seguís navegando en un barco mancillado por el pecado. ¡El pecado no se ha ido, es invisible, mudo y malévolo! Si quieres ser bendecida por Atenea en esta empresa de locos, tienes que realizar un acto de fe, Mera. Tienes que purgar este lugar.

—¿Purgar? —repitió Mera—. Hablas como ellos.

Así de viles habían sido los pensamientos de la santa de Lebreles en algún punto, por eso no se atrevía a ejecutar a aquella desconocida. Porque sabía que no habría ninguna justicia en ello, como no la había en hacer lo contrario.

La mirada de esa guerrera, además, lograba brillar en un momento como aquel, tan terrible. Le hablaba de valor, tenacidad, amabilidad… ¿Podía ella apagar eso?

—Abajo, los abandonados ruegan —aseguró Icario—. Los justos prosperan y…

—Cállate —dijo Mera, soltando la lanza que aquel fantasma le había dado.

—… los malvados son castigados.

Tomando el arma desechada, Icario se dispuso a alancear a Yuna, sin piedad.

—¡Muere, infame! —sentenció el santo de Boyero.

La afilada punta, empero, rebotó contra un delgado muro de hielo.

Pavlin de Pavo Real había llegado, guiándose por su intuición.

—¡Valkiria! —saludó Yuna, incapaz de contener su felicidad.

—¿Qué estás haciendo, Mera? —cuestionó Pavlin.

Icario golpeaba con violencia la barrera, en exceso resistente.

—Yo… —Al tratar de responder, Mera supo que no sabía qué decir. Yuna estaba allí, lista para el sacrificio. Incluso si no era una persona grata para ella, ¿eso justificaba que dejara que la torturasen de esa forma? Era una santa de Atenea—. Son caballeros negros —respondió, contrariando sus pensamientos—. Deben morir.

El muro de hielo cedió al fin. Icario sonreía tras los pedazos que caían.

—En ese caso, ¿por qué no la has matado? —dijo Pavlin—. ¿Por qué la defiendes? Los de la división Cisne no somos de dudar todo el tiempo. ¿O eso ha cambiado?

Sin importarle lo más mínimo esa discusión, Icario arrojó la lanza. Mera miró a Pavlin, que no hacía ningún movimiento para impedirlo. La de rubios cabellos aceptaría que la sombra de Águila muriera si así debía ser, lo que solo le dejaba una opción.

Mera siempre había sido rápida. Lo seguía siendo, incluso si no ostentaba ya el primer lugar entre los santos de plata que combatían en tierra. Corrió hacia la lanza, que la atravesó de forma limpia el hombro para satisfacción de Icario, pero aquella era solo una posición que había ocupado hacía una fracción de segundo. Mientras un reflejo suyo era herido, la auténtica tomaba el arma y se la devolvía al santo de Boyero.

El metal se retorció frente a la mera mirada de un furibundo Icario.

—¡Qué decepción, Mera! ¡Yo no te enseñé a ser cómplice de criminales!

—Todo lo contrario —dijo Mera—. Me enseñaste a hacer el bien sin mirar a quién.

 

Mientras la santa de Lebreles confrontaba al santo de Boyero, Pavlin se dirigió a aquella joven a la que había fallado. No le habló, de todas formas, en tono de disculpa, mucho menos se compadeció de ella, pues la reconocía como una guerrera.

—¿Recuerdas lo que te enseñé, Yuna?

—Sí, valkiria, lo recuerdo muy bien.

Incluso paralizada por el poder de Boyero sobre cualquier metal, Yuna poseía el cosmos de una aspirante a santo, pudiendo agitar el aire alrededor y formar un pequeño tornado.

Mera corrió hacia Icario, usando las paredes como suelo en el último momento para ir más allá de él y no estorbar. El santo de Boyero solo la miró un segundo antes de elevar la lanza retorcida en una especie de meteorito, decidido a pasar con tan tosca arma lo que consideraba un simple soplo. Con los brazos abiertos, recibió el tornado y rio.

—¿Este es el poder de una criatura blasfema? ¿Esto es el producto de tu osadía? ¡Es patético, el poder de un santo de bronce en la portadora de un manto de plata!

—Si plata es lo que quieres —susurró Pavlin, sumando la Ventisca al Tornado.

—¡Este es mi verdadero poder! —exclamó Yuna,

El ataque combinado golpeó a Icario desde todas las direcciones, empujándolo atrás al final entre un sinfín de fragmentos congelados. El manto de Boyero había sido aniquilado por completo y los órganos internos de su portador estaban todos desgarrados. Para cuando cayó al suelo, aquel inesperado enemigo ya blanqueaba los ojos, dirigidos a Mera con aire condenatorio y decepcionado.

Sin embargo, Mera no vio más en ese ser a quien quiso como un padre y corrió a socorrer a la malherida Yuna, que había caído en brazos de Pavlin.

—Eres muy fuerte —saludó Yuna, perdiendo el conocimiento—, valkiria.

—Somos muy fuertes —dijo Pavlin—. Necesita ayuda, ¿crees que Minwu…?

Un repentino descenso en la temperatura la obligó a ponerse alerta. Alrededor, el espacio parecía volver a la normalidad, pero a la vez todo era cubierto de hielo.

—Este frío —se quejó Mera—. No es cosa tuya.

—Eres la más rápida de las dos —advirtió Pavlin—. Llévate a Yuna, por favor, yo retendré al enemigo. Sea quien sea.

Mera no dudó más. Tomó el cuerpo de Yuna y se fue corriendo. No tardaría mucho en encontrar a Minwu ahora que el espacio volvía a funcionar como debería, aunque ahora mismo era difícil definir si el máximo sanador del Santuario estaba disponible.

«Si lo han herido, solo nos quedará… —Con ese pensamiento errante, Pavlin fue corriendo hacia la salida por ella sellada.»

Esperaba llegar a tiempo.

 

***

 

Detener a una sola de las entidades espirituales requería todo el poder de Fang y Aerys, de modo que quedaba en manos de Noesis decidir. ¿Destruir a la Dama del Invierno, el Señor del Verano y el Rey de la Primavera? ¿Cazar al Amo del Mar? ¿Aniquilar al Príncipe del Otoño y detener la lluvia de meteoritos? Hiciera lo que hiciera, quedaría a merced del resto, lo que solo dejaba una solución. Eliminar a Xian. Él mantenía unido al clan y además podía convocar al Emperador de las Cuatro Estaciones. Si caía, el Pacto Original se rompería y cada chamán podría ver a su eidolon rebelándose en su contra.

Tuvo solo una fracción de segundo para decidir, pero él era un hombre práctico. Incluso si en el futuro se arrepentía, haría siempre lo necesario para proteger el presente.

Al saltar por encima del castigado Ataúd de Hielo, sintió que Saga desaparecía, conforme. En su mano estaba el arma terrible con el que perpetró su crimen tantos años antes. Sonrió con tristeza, nada había cambiado en todo ese tiempo.

El puño del Señor del Verano fue desintegrado al mero contacto con Noesis, sin lograr retenerlo un solo momento. Extendió el brazo hacia atrás, preparando el lance.

—¡Yee-haw! —gritó Retsu en ese preciso momento.

No apareció montado en un caballo, loados fueran los dioses, pero sí que estaba a lomos de un enorme perro de oscuridad que aterrizó en uno de los meteoritos cercanos. El impacto pulverizó la roca en una gran explosión, la cual sirvió a ambos, bestia y jinete, para impulsarse. Fue un espectáculo increíble que atrajo la atención no solo de Noesis, sino también de Xian, Salomón y su esposa. Retsu saltaba de meteoro en meteoro, desgarrándolas a tal velocidad que estos apenas avanzaban un par de metros antes de desaparecer, a la vez que el can de sombras, apareciendo siempre en el lugar oportuno, los destrozaba a mordiscos y escupía nubes de polvo estelar en toses inhumanas.

La oportunidad se le presentó y no se atrevió a desaprovecharla. Sin dudas en su corazón, arrojó el tridente contra el Príncipe del Otoño, atravesándole el corazón.

—¿Por qué? —preguntó Xian, tocándose el pecho—. Pudiste haberme matado.

Tal y como había supuesto, el portal al espacio exterior se cerró conforme el Príncipe del Otoño caía, deformado en un sinnúmero de lucillos rojos y negros. No hubo más meteoritos y el dúo implacable de Retsu y el can sombrío aterrizaron victoriosos.

Si Medea, la madre de Retsu, hubiese querido matar a Noesis, no habría tenido más que ordenarle al Amo del Mar, aquella serpiente marina alada, que lo devorase en plena caída. No lo hizo. Se quedó mirando su descenso con aquellos ojos llenos de odio, pero no se atrevió a matarlo, tal y como siempre desistió de hacerlo los años en que veló por su bienestar y el de su hijo. Noesis no comprendía la razón; si Retsu necesitaba un padre, había otros hombres en el mundo, mejores que él. De todos modos, aterrizó en la plataforma agrietada sin tener una respuesta. El tridente dorado estuvo a punto de clavarse en su corazón, pero un viento mágico invocado por el Sabio lo desvió en el último momento, salvándole la vida. 

Para entonces, todos los chamanes y espíritus estaban a la expectativa, de modo que Aerys y Fang se permitieron acercarse a su compañero.

—¡Ah, le creció la mano! —gritó Aerys, señalando las garras del Señor del Verano.

—¿Y te sorprende? —respondió Fang, tras cerciorarse de que Noesis seguía vivo.

 

En lo que el fantasma barbudo se ponía de acuerdo con la pareja que parecía mandar sobre todos los demás, Retsu aprovechó para respirar un poco, sacarse el sudor y rascarle las orejas a Nico. Nunca en su vida había sentido tanto frío.

—Ve… a… por… tu hermana —le dijo el santo de Lince, tiritando.

El perro diabólico asintió, saltando más allá de la plataforma y desapareciendo en las sombras. Poco después, Retsu ya tenía enfrente a los mandamases.

—¿Qué hay de nuevo, viejos? —saludó el santo de Lince.

—¿Eres mi hijo, no? —dijo Medea, una mujer de finísima piel, blanca en contraste con aquellos cabellos azabache. La sombra de ojos que empleaba le otorgaba un aire místico que no rompía ni siquiera en ese momento de tensión—. ¡Retsu!

—Nuestro hijo —intervino Salomón, también de piedra. A él, Retsu no lo conocía, pero lo sabía su padre con solo verlo. Se parecían mucho, hasta en la falta de barba.

—¿A qué viene tanta solemnidad? ¡Venid aquí! —gritó el santo de Lince, dándoles a sus padres un gran abrazo, o intentándolo, porque sus manos atravesaron al par como si fueran fantasmas, cosa que eran—. ¡Ah! ¿El cosmos no resolvía estas cosas?

Puesto que la pareja estaba en shock, sin saber qué decir, el fantasma barbudo que Retsu asumió como su abuelo se acercó para dar algunas explicaciones.

—Somos la sombra de la culpa del hombre que te crió —dijo Xian—. La venganza que él mismo esperó en algún momento de tus manos, mi único nieto. Nadie puede destruirnos, salvo él. El resto del universo ni siquiera reconoce nuestra existencia.

—¡Rayos, me habría gustado un abrazo! —Retsu se rascó la cabeza mientras miraba a Noesis, como reprochándole algo—. Como sea, nunca he querido vengarme, así que olvidemos ese detalle… ¡Tranquilo, viejo, que te va a dar un infarto! —Puesto que Medea había sujetado la mano de su esposo, impidiendo que le diera una bofetada espectral, Salomón solo pudo poner cara de indignación. Y tenía una cara de indignación muy divertida—. ¡Rayos! Si tú me lo decías siempre, mamá, cada que estábamos solos. Que no estaba mal que lo quisiera, porque nunca aprendí otra cosa. Que somos chamanes. Entendemos la vida y la muerte de otra forma.

—Tiene razón —reconoció Salomón, calmándose.

—Jamás pude vengar a mi marido, mi padre y mis hermanos —lamentó Medea—, desde un primer momento, antes de que pudieras hablar, supe que amabas a ese asesino.

—Lo odiabas por eso —entendió Retsu—. No por lo que hizo, sino por no poder matarlo. Debiste odiarme a mí, que te lo impedía.

—¡Jamás! —gritó Medea.

—¿Cómo una madre odiaría al fruto de sus entrañas? —preguntó Salomón, siendo ahora él a quien le tocaba tranquilizar a su esposa.

La pareja se apartó, dejando al Sabio Xian el control de la conversación.

—Solo dime una cosa, ¿crees que tu maestro obró con justicia?

Por la mente de Retsu pasó la idea de bromear con eso. Lo desechó pronto.

—Solo tienes que mirar a tu alrededor, abuelo. —Señaló al ogro, la dama, el ave y la serpiente marina, cuatro inmensas criaturas espirituales que gobernaban las fuerzas de la naturaleza—. Mi madre decía que los chamanes éramos los guías de la temprana civilización entre el mundo espiritual y el material. Con el auge de la religión y el aislacionismo de los santos de Atenea, fueron perdiendo influencia. Tú ibas a cambiar eso, haciéndole la guerra al Santuario, una guerra sucia.

—El Sumo Sacerdote era malvado —recordó Xian.

—Malvado y fuerte —dijo Retsu—. Si tu clan y el Santuario se hubiesen enfrentado de otra forma, habríais muerto de todas formas, solo que provocando un gran daño a este mundo. Mi madre me habló del Emperador de las Cuatro Estaciones.

Existían siete grandes espíritus, en comparación con el cual los djinn elementales y los carbúnculos eran una minucia. Cuatro por cada estación, otros tres por los reinos principales del cielo, la tierra y el mar. Por encima de todos estos estaba aquel con el que el abuelo de Retsu forjó el Pacto Original por el que los miembros del clan podían vincularse a los espíritus. El Emperador de las Cuatro Estaciones, un ser capaz de proteger todo el planeta, así como de amenazarlo.

—Éramos una amenaza que debía ser erradicada —entendió Xian.

—Lo que me gusta de mi maestro —dijo Retsu, sonriendo—, es que aunque era su deber, habría estado encantado de salvaros de otra forma. Creo que esta es una oportunidad fantástica, ¿no crees, maestro?

 

Los santos de Erídano y Cerbero se miraban, sin entender nada. Noesis, en cambio, lo comprendía todo. Cogió el tridente mientras se levantaba y lo arrojó antes de erguirse del todo, clavándolo contra la base del Ataúd de Hielo. Como esperaba, este empezó a agrietarse hasta hacerse añicos, liberando a Cristal de tan terrible encierro.

Bastó una sola mirada para que Aerys entendiera. Se apresuró a devolver a aquel hombre, pálido como un cadáver, el calor perdido.

—Mi cosmos ha alcanzado el límite —dijo Noesis. No tenía que mirar atrás para saber que el tridente ya no estaba, ni tenía la menor duda de que Saga no iba a volver a aparecérsele para anular la fuerza que había reunido. Tomada la decisión, solo le quedaba seguir adelante—. Puedo sellaros, a todos, en un mismo recipiente.

—Yo —dijo el insensato de su discípulo, golpeándose el pecho.

En lugar de discutir como salvajes, los chamanes se limitaron a mirar al líder. Incluso Salomón y Medea, sin poder ocultar la felicidad que les producía esa posibilidad, se guardaron de decir nada, pues todo quedaba en manos de Xian.

—¿Eterno recuerdo, u olvido? —se preguntó Xian—. No es una decisión difícil.

Tan pronto dio su consentimiento, Medea hizo extinguirse al Amo del Océano, mientras que los más hábiles entre los chamanes de nivel medio retiraron a los tres espíritus de las estaciones que quedaban. La alegría inundó las caras de todos en ambos bandos, y mientras que Noesis preparaba su técnica más formidable, el clan entero se unió en un gran círculo allá arriba, base de una ciudad antigua y etérea. El Amo de la Tierra, el espíritu del hogar del Sabio Xian, que siempre los acompañaba.

—¿Ni siquiera ahora habrá un abrazo? —preguntó Retsu. Solo sus padres estaban frente a él, el abuelo se había reunido con el clan en la ciudad.

—Pronto tendrás todos los abrazos que quieras —dijo Medea, sin espacio para el odio.

—Si necesitas ayuda, ahí estaremos —añadió Salomón, sonriéndole.

Luego, los dos se reunieron con los suyos.

Noesis dibujó a toda velocidad triángulos de luz en el aire, los cuales unidos formaron la estrella de seis puntas que presidía sobre la magia. Tal figura, contenedora de un lenguaje más antiguo que cualquier forma de escritura humana, la arrojó sobre la ciudad, en la que campaban los traviesos carbúnculos, que no se habían dispersado. Esas curiosas criaturas, así como los chamanes y su ciudad, se comprimieron hasta fundirse en el Tritos Suparagisma de Noesis de Triángulo, un sello sin igual entre los hombres mortales. Tiempo, espacio, materia y espíritu, todo podía ser sellado en un solo movimiento. Al terminar, sabiendo reunidos a todos, Noesis hizo descender el sello hasta Retsu, que lo recibió en su corazón con los brazos abiertos.

Como era de esperar, el joven cayó de bruces al suelo, sintiendo un gran dolor. Quinientas almas entraban en su cuerpo espiritual sin ninguna clase de preparación, el cerebro le debía estar dando tumbos, aunque no había tiempo para remilgos.

«Si no lo hago ahora —pensó Noesis, manteniendo el sello en el cuerpo del santo de bronce, que lo rechazaba por instinto—. Desaparecerán de la existencia.»

Podía ser egoísta esperar lo contrario. Al fin y al cabo, solo eran sus miedos y miserias hechos realidad, pero en cuanto la opción se le presentó, decidió recorrer ese camino. El camino hacia una redención que nunca había creído posible.

 

Fang de Cerbero dejó de preocuparse del asunto en cuanto vio la ciudad en el cielo. Ya que nadie lo miraba, se dejó caer al suelo, agotado.

—Vago —dijo Aerys.

Una bola de fuego flotaba entre sus manos, transmitiendo calor al inconsciente Cristal.

—¿No deberías ofrecerle tu calor corporal?

—Esto es más rápido. Anda, duérmete de una vez. Me estás distrayendo.

Tras dar un sonoro bostezo, que fue ahogado por los gritos de Retsu de Lince, Fang asintió. Dejó que el dolor, y más aún, el valor del discípulo de su amigo lo acunara y se rindió a los dominios de Morfeo, sintiendo esta vez que lo merecía.

 

***

 

Tras dejar a Retsu en buenas manos, o mejor dicho, dejar a aquel grupo en las buenas manos de Retsu, Nico pudo correr a placer por las tinieblas. Ya no le importaba atraer a la cosa responsable de tanta locura, nadie podía alcanzarlo en ese lugar, salvo su hermana. Le fue fácil localizarla desde su posición, olía a miedo y culpa. Apresuró el paso, oyendo el deslizamiento constante del enemigo, siempre igual de cercano. No lo seguía a él, sino al barco entero, entre cuyas sombras se movía.

Aterrizó donde quería sin mayor percance, pero, para su sorpresa, allí le esperaba nadie menos que Akasha de Virgo. Incluso sin un manto de oro, la enmascarada ni siquiera necesitó contacto para rechazarlo, mandándolo fuera del camarote.

—Este no es tu lugar, cachorro —dijo la general de la división Pegaso.

Nico estaba de nuevo en forma humana. El eidolon había sido destruido en el proceso. Al levantarse, empezó a retroceder, hasta que volvió a oler el corazón turbado de Bianca. Aquello le llenó de una ira aterradora, ensombreciéndole el alma con la misma velocidad que su cuerpo se cubrió de sombras, las cuales volvieron a adoptar la forma de un inmenso can del infierno. La cabeza apenas cabía a través de la puerta y el marco se tensaba con cada intento por entrar en el cuarto, abriendo y cerrando las mandíbulas como un perro rabioso. Nunca había sido tan amenazante, pero para aquella persona que no debería estar ahí, seguía siendo el mismo santo de bronce que había expulsado.

 

A Bianca se le encogió el corazón al ver a Nico. ¡Quería salvarla, aquel chico al que ella siempre quiso proteger, ganando a las malas el pan para su estómago!

—Esto sería más fácil si te opusieras.

—Ya sabes lo que pienso —dijo Kazuma, cerrando los ojos—. Los justos prosperan y los malvados son castigados. Yo soy malvado.

Tras un gesto de asentimiento, Bianca estiró hacia atrás el brazo, ya listo para el asesinato y con las garras tensas. Sería una muerte rápida, un tajo en la garganta a la velocidad del rayo. Ni siquiera podría procesarlo.

Un ladrido terrible llenó la sala. El semblante de Ishmael se volvió pálido como un cadáver e incluso Kazuma abrió los ojos del puro espanto.

—Basta, cachorro —dijo Akasha, impertérrita—. Esto es por el bien del mundo.

—¿Y qué hay del bien de mi hermana? —cuestionó Nico. El alma del joven salió de entre las fauces del eidolon, como un fantasma. Andaba con dificultad, sin poder avanzar debido a la presión ejercida por la general de la división Pegaso.

La mano de Can Mayor, antes lista para la ejecución, tembló.

—Por un mundo sin mal —rezó Bianca—. Por el sueño de Akasha, yo…

Dio el golpe, cinco veces más rápido que el sonido. Kazuma lo detuvo en seco, apretando con todas sus fuerzas la delgada muñeca de Can Mayor.

—Si tú no lo deseas —explicó el caballero negro, poniendo todo su esfuerzo en frenar un golpe lleno de indecisión—, esto no es la justicia del Santuario. Los justos prosperan —aseveró, con el rostro sudoroso y las venas hinchadas—, ¡tú eres justa!

—¡No lo soy! —gritó Bianca, atacando con la mano libre.

También esa fue atrapada por Kazuma, aunque ya no dijo nada más. Toda su concentración quedó puesta en salvarla. En salvar a una simple perra.

—Tú también aceptaste mi sueño, cachorro —dijo Akasha, mandando de un solo gesto el alma de Can Menor al eidolon—. ¿Malvados? ¿Justos? Eso es un trabajo a medias. Nosotros aspirábamos a extirpar la enfermedad, no al enfermo. ¿Yerro?

—¡Sí! —gritó Nico, sonando al tiempo como su voz y un nuevo ladrido.

Ishmael de Ballena trastabilló, llevándose las manos a la cabeza, aunque se repuso mucho más rápido que Kazuma, quien vio los dedos de Bianca clavándose en su pecho. La armadura apenas ofreció resistencia, aunque ayudó a que no se formaran heridas profundas. Las manos de Can Mayor no pasaron más allá de la oscura coraza.

—Puedo sentir tu corazón —rio Bianca—. ¡Está acelerado!

—Vos no buscabais un mundo sin mal —dijo Nico, con aquella voz terrible que era a la vez de perro y de hombre; incluso Bianca empezaba a estremecerse, pues el sonido le llegaba hasta el sistema nervioso—. ¡Queríais un mundo de bien!

Cansada de tantos reclamos, Akasha lanzó un veloz golpe a la velocidad de la luz, dispersando una vez más al eidolon y mandando a volar a un inconsciente Nico.

—¿Existe la diferencia? —cuestionó la general de la división Pegaso.

—Suma Sacerdotisa —dijo Ishmael, cubierto de un cosmos de plata—. Creo que ya hemos dado demasiadas oportunidades a esta inaceptable mujer.

No era ningún acto de impulsividad. Bianca se había quedado quieta desde las últimas palabras de su hermano. Lo primero que hizo, además, después de eso fue arrancar los dedos de la piel de Kazuma. Diez orificios de los que salieron hilos de sangre. El caballero negro retrocedió debido al shock, buscando desesperado algo en lo que apoyarse. Al final cayó sentado en la destrozada cama.

—Sí importa —dijo Bianca, vistiéndose con la oscuridad del cuarto. De un momento para otro, aquel espacioso camarote se le quedó pequeño. El lomo llegaba al techo. Las patas hacían crujir la madera, dañada por el Sable Celestial. Las fauces se abrieron de par en par, mostrando sus colmillos—. Un mundo de bien, es el sueño de los justos. Un mundo sin mal es la mentira de los malvados —oró la voz de la santa de Can Mayor, como un eco venido de las profundidades. El santo de Ballena temblaba sin control, si bien se mantenía firme, listo para un último y decisivo ataque—. Adiós, mi amado Ishmael. Este será el primer y último beso que te daré.

 

Frente a los ojos bien abiertos de Kazuma, Bianca devoró de una sentada a aquel santo de plata tan fuerte. Sin embargo, en ese mismo momento se liberó un destello cegador que iluminó el camarote entero, de modo que para cuando el caballero negro pudo volver a ver, estaba la victoriosa santa de Can Mayor de pie, con un largo, aunque no profundo, corte en el estómago del que no paraba de manar sangre.

Del hombre al que había besado no quedaba nada, ni siquiera el recuerdo.

«Menudo beso —apenas pudo pensar el sorprendido Kazuma.»

—Tenías razón —dijo Bianca, llevándose las manos al estómago mientras reía por alguna razón—. Soy mucho más fuerte que él.

—Te lo dije —replicó Akasha, acercándosele.

Por alguna razón, aquella temible versión de la Suma Sacerdotisa, que antes la condenara, abrazó a Bianca antes de desaparecer de aquel mundo extraño.

Kazuma quiso ayudar a Bianca a mantenerse de pie, pero él mismo acabó cayendo.

—Todo lo que amo perece —lamentó Bianca, mirándole a través de esa fría y terrible máscara. Después le dio la espalda, poniéndose en marcha mientras llamaba a su hermano—. Tengo que salvar a Nico, tengo que hacerlo.

Llegó hasta el marco, en el que tuvo que apoyarse. No paraba de perder sangre.

Entonces, él posó su mano en la espalda de quien estuvo a punto de matarle.

—Puede que a mí no me ames —dijo Kazuma—. Pero yo no me pienso morir.

Ella lo miró sin decir nada. No era necesario. En ese momento, la sangre de ambos manaba hacia el mismo suelo, donde se mezclaban. Eso le pareció algo bueno.

Juntos, llegaron hasta Nico, quien recién despertaba.

—Eres una mujer incorregible —dijo el santo de Can Menor, con una sonrisa bobalicona—, hermana.

—Y tú demasiado bueno —dijo Bianca—. Por eso yo debo ser mala por los dos.

En ese momento, Kazuma lo comprendió todo. El sentido detrás de las palabras de Nico. La razón por la que Bianca había dudado en matarlo. La diferencia entre el objetivo de Hybris y el sueño de Akasha de Virgo.

Incluso los malvados podían vivir en un mundo de bien. 

 

***

 

Ícaro de Sagitario Negro no prestó atención a ninguna de las víctimas de aquella pesadilla. Los que se retiraban, junto a Minwu, a un improvisado hospital. Los que se reunían en un grupo de asalto. Los que por separado se disponían a cobrar venganza. Todos ellos eran demasiado lentos para él, así que corrió como un rayo de luz hasta donde sabía estaban las escaleras que daban a cubierta.

Una barrera de hielo era la única línea de defensa que separaba al último enemigo, un santo de oro no mucho mayor que él, de lo que fuera que pasase arriba.

—Impresionante —dijo el muchacho, tocando el hielo—. Qué sólido es.

Solo porque el caballero negro estaba viéndolo con atención, fue que pudo distinguir el puñetazo que el santo de oro asestó. La barrera entera se hizo añicos en un parpadeo. Gruesos bloques de hielo cayeron con sonoridad ante aquel poderoso enemigo, quien sin mirar atrás, avanzó, dispuesto a ascender por aquellos peldaños astillados.

—Alto —dijo Ícaro—. ¡He dicho alto!

El santo de oro no reaccionó a la advertencia. Sin embargo, cuando el Plasma Oscuro se cernía tras él, el santo de oro dio un rápido giro, bloqueando los veloces golpes sin demasiado esfuerzo, solo confiando en el indestructible manto zodiacal.

—Tú no me interesas —declaró el muchacho cuando todo acabó—. Debo cumplir mi misión. Es la prueba de fuego de la que mi maestra siempre me advirtió.

—Si quieres subir, tendrás que pasar por encima de mí —replicó Ícaro.

Veía algo en aquellos ojos despiadados. La determinación de cumplir el deber que desde siempre había enfrentado Ícaro. En cada espejo, siempre lo mismo.

No iba a ser una pelea fácil.

—Ni siquiera tienes un manto sagrado —despreció Camus—. ¿Qué esperas lograr contra el Mago del Agua y el Hielo?

Antes de responder, el caballero negro vio sus nudillos sangrantes.

—Yo, Ícaro de Sagitario Negro, te detendré, cueste lo que cueste.

Él era algo más que la obra de Oribarkon. Un guerrero, el mejor de Hybris.

—Primero la escoria de Reina Muerte —asintió el santo de oro, cubierto por un halo dorado—. Después los rebeldes de la Ciudad Azul. ¡Esta será la prueba de que Camus de Acuario es un auténtico santo de Atenea!

La temperatura del lugar, ya baja hasta ser insoportable para los seres humanos corrientes, descendió aún más, más allá de los doscientos grados bajo cero.


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Publicado 10 marzo 2024 - 20:42

¡Vamos por el segundo tercio de Urano!
 
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P.D. de Felipe del Presente: Sí, en la review anterior hablaba de la miniserie de La Odisea, de Konchalovsky! Cuyo protagonista, desde luego Seiya, que sigue siendo Seiya, cree que conoce. Cree.

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Publicado 11 marzo 2024 - 12:21

Saludos

 

Felipe

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***

 

Capítulo 197. Aquel que se desliza en la oscuridad

 

—Presta atención, Cethleann, hija mía. Este es mi testamento —comenzó a relatar Cichol, ángel del Aire—. Hace mucho tiempo, cuando el universo era joven, la raza humana original que servía a los titanes ascendió a una nueva forma de vida. Así nacimos nosotros, los espíritus, seres carentes de defectos, y por tanto, también de virtudes; dormir, comer, envejecer, enfermarse… Todo eso nos era ajeno, pues éramos perfectos, los perfectos sirvientes para los nuevos dioses.

»Se nos impuso la tarea de servir y proteger a la nueva humanidad. Para cada galaxia se dispuso a un Gran Espíritu, para cada planeta, un Espíritu Superior. La realeza, compuesta por emperadores, reyes, príncipes, señores y damas, disponía a la mano de obra, los númenes que algunos humanos llaman djinn, para que organizara la superficie de los mundos de tal modo que pudieran albergar vida. Nuestro sentido del deber, sin fisuras, garantizó que la tarea se llevara a cabo muy pronto. A través del universo surgieron incontables civilizaciones, que con el tiempo alcanzaron las estrellas y se conocieron. Vino la guerra, le sucedió la paz. Se lograron grandes proezas y se pagó un alto precio por cada una de ellas. Aun así, los dioses quedaron satisfechos de nuestro obrar. A los Espíritus Superiores y Grandes Espíritus nos anunciaron la posibilidad de ser elevados a la Segunda Orden de Ángeles, el ejército del cielo que protegía el universo, a través de la unión entre un humano y nuestros cuerpos espirituales.

»Era una estratagema. Gea había dado a luz al primero y más terrible de los monstruos, Tifón. Todo el universo estuvo en riesgo de ser destruido. Mientras Zeus lo confrontaba, el resto de los dioses rescató lo que pudo de la humanidad, que solo pudo ver con pavor cómo la primera y última civilización universal colapsaba. Los mundos ardían, los soles morían antes de tiempo, las galaxias eran desgarradas… Todo aniquilado, más allá de la única parte del universo que los humanos de hoy en día pueden observar. Nosotros estuvimos allí, junto a Zeus, mientras los dioses nos daban la espalda. Nosotros luchamos esa batalla imposible, tal y como el rey de los dioses había previsto, y otras más. Junto a la Primera Orden de Ángeles, luchamos y vencimos a los horrores que vinieron después de más allá del universo, bajo la batuta de sus abominables amos. Los Reyes Durmientes, uno tras otro, fueron sellados por el rayo de Zeus y el valor y sacrificio de incontables espíritus. Tras la victoria del Olímpico, los Grandes Espíritus pasaron a ser conocidos como dominaciones y los Espíritus Superiores nos convertimos en poderes; éramos, ahora de forma oficial, la Segunda Orden de Ángeles. Entre nuestros caídos, fueron recogidas treintaiséis almas y entregadas a Hefesto. El dios de la forja pudo restaurarlas y darles un nuevo cuerpo, que denominó autómatas de clase Deus. Así nacieron las virtudes zodiacales del la aurora, la luna y el sol.

»Transcurrieron cinco mil millones de años de paz en el cielo. Habiendo visto a su hermano vencer, solo, al más temible de los hijos de Gea, ni Poseidón, ni Hades, dudaron jamás de su derecho a gobernar toda la Creación, sometiéndose al orden universal que había dispuesto. Tal era la razón de que ni los propios hijos del Olímpico se hubiesen unido a él en tan terrible batalla, si bien las virtudes hicieron correr el rumor de que Atenea había luchado al lado de su padre, cuidándole las espaldas y venciendo a Encelado, el lugarteniente de Tifón, en combate singular.

»En contraste, durante la época que sucedió a Tifón, lo que quedaba de la humanidad pasó innumerables pruebas. Para protegerse de aquel universo trastocado en que imperaba la destrucción, así como de los hijos de Tifón y la vil influencia que los Reyes Durmientes ejercían a lo largo del espacio, forjaron alianzas con los espíritus menores. Númenes para los ríos, las montañas y los lagos, en torno a los cuales se levantaban pueblos y ciudades; señores y damas para las naciones, reyes para los continentes y emperadores para los mundos. Los que podían pactar con ellos, los chamanes, eran los defensores de la humanidad. Parecía que el viejo sueño de recuperar la Edad de Plata se cumpliría, sin embargo, incluso los virtuosos chamanes eran humanos y se corrompían. Siempre ocurría lo mismo, en todos y cada uno de los planetas: rebelión contra el cielo, castigo divino, completa destrucción. Desde arriba, los que ahora éramos llamados ángeles, veíamos a los nuestros morir siendo usados como armas por los humanos.

»Solo hubo una excepción al juicio divino. Un milagro, decían algunos dioses, conmovidos; un experimento de la consentida de Zeus, decían otros. Fuera como fuese, la humanidad de la Tierra sobrevivió, y al igual que ocurrió con nosotros, los espíritus, quedó reducida a servir y proteger a la nueva raza humana que los dioses habían creado. Lo hicieron, no en base al pacto entre hombres y espíritus planetarios, sino mediante un nuevo pacto, entre la humanidad y las estrellas que nosotros, las dominaciones, virtudes y poderes, cuidábamos. El propósito de esa bendición era el mismo que había tras la tarea original de los espíritus: redención, alcanzar el perdón divino, esta vez a través de la reencarnación. No obstante, los humanos eran imperfectos y desobedecieron una y otra vez; en realidad, de no ser por la protección de Atenea, en lugar de Guerras Santas habrían conocido el castigo divino hace mucho, mucho tiempo.

»Los espíritus de aquel mundo lleno de vida sentían predilección por el Pueblo del Mar, renacido como el pueblo atlante. Si bien trataban de mantener cierto grado de neutralidad, por el bien del planeta. La líder de la superficie aprovechó esto para convencerlos de luchar a su lado. Les habló de los albores del mundo, cuando dioses, hombres y espíritus lucharon juntos para someter a los más terribles hijos de Tifón, los gigantes. Usando la unidad como bandera, vio unido al planeta entero contra la amenaza venida de las estrellas. Así cayeron la ciudad de R´lyeh, el Príncipe Durmiente y todos los horrores que infectaban el mundo. El final de aquel conflicto, llamado Guerra de las Estrellas, se saldó con un nuevo sacrificio, pues ni los hombres del mar, ni los de la superficie, se atrevieron a acompañar a aquella líder intrépida hasta las Puertas de Yog- Sothot. Fueron los más nobles entre los espíritus terrestres los que lo hicieron, e incluso Eolo, hijo de Poseidón, desoyó los consejos de los reyes atlantes para no unirse a esa campaña. ¡Cuán caro lo pagó! Los espíritus fueron usados como carnada, abandonados en un limbo lejos de su hogar. Eolo escapó a duras penas para dar buena cuenta de la traición. Lo que pudo ser el final de la guerra milenaria entre el mar y la tierra que azotaba el mundo, fue olvidado por completo por ambas partes. No los culpo, yo ni siquiera me habría atrevido a poner un pie en los Jardines de Azathoth, aunque mi rango es muy superior a quienes lo hicieron. La sola idea me aterra. Eran muy valientes.

»La traidora y toda su corte cayó, como siempre ocurre con los tiranos. Durante los mil años siguientes, un cisma separó a los espíritus en tres grupos. Los nacidos de la guerra, llamados makhai, se acogieron a los planes de Ares; los que regían las fuerzas naturales, como las ninfas, siguieron obrando según su parecer; los que tenían por deber resguardar a los seres humanos, fraguaron un plan para liberar a sus hermanos. Hablaron a la nueva humanidad del viejo pacto, dándoles la fuerza de la magia a quienes no poseían un cosmos. Regresaron los chamanes, y con ellos, los antiguos rituales. Quienes fueron abandonados en el limbo señoreado por los Reyes Durmientes, pudieron manifestarse de nuevo, así fuera de forma temporal, pero eso no bastaba. El objetivo final era sustituir a aquellos traidores de la vieja humanidad por los chamanes, paladines del mundo, para lo cual llevaron a la locura a un miembro selecto de los primeros. Alhazred, el monje loco, excedió por mucho sus expectativas y esta facción rebelde de los espíritus terrestres se retiró por el momento.

»Quinientos años más tarde, empero, sucedió la Guerra de los Espíritus. La magia y el cosmos se enfrentaron en terrible batalla, siendo la vieja humanidad la vencedora. El odio cegaba a los espíritus rebeldes, de tal modo que incluso entre ellos había quienes se ponían del lado de los hombres, a sabiendas de que después solo les quedaría el olvido. El mundo ya era lo bastante fuerte para sobrevivir por sí solo, sin su ayuda. Los humanos seguían siendo los mismos niños que vieron nacer, hacía ya entonces nueve mil años, no obstante, solo crecerían cuando ya no tuvieran a alguien que los llevara de la mano. Por eso tomaron la decisión que tomaron, y por eso, aunque solo una décima parte de los espíritus terrestres entró en aquella guerra, la mayor parte quedó apartada para siempre de los asuntos humanos. Los chamanes que les apoyaron quedaron reducidos a clanes de vagabundos que sobrevivían solo gracias a algunas almas nobles.

Todo aquel relato fue escuchado con atención por Cethleann, ángel del Agua. Aquella criatura inmortal tenía la apariencia de una doncella, con el largo cabello verde formando sendos tirabuzones entre los que se insinuaban las orejas puntiagudas, unos ojos inocentes y muy abiertos que brillaban como esmeraldas y una sonrisa gentil que apenas había dejado escapar cinco maldiciones en cinco mil años, todas, sin embargo, dirigidas a su estricto padre. De no ser por la gloria que vestía, Garreg Mach, platinada armadura completa con los detalles dragontinos verdes que aludían a Seiros, la dominación a la que servían, parecería una persona de paz, cosa que se acercaba más a su naturaleza de lo que debía mostrar en esas circunstancias. Incluso el arma que portaba, forjada por Hefesto, era un caduceo destinado a la sanación.

Cichol era todo lo contrario a su hija. Alto, de anchos hombros y complexión fuerte. Mostraba una austeridad que hacía mucho que había enterrado la amabilidad de antaño, apenas quedando el cansancio en sus ojos, también verdes, como prueba de su humanidad. Tenía cubierto el semblante por una barba que le llegaba hasta el peto de Arianrhod, su gloria, donde las líneas del color de Seiros aludían al tigre que fue en días más belicosos. Ahora no se sentía en forma, pero como hombre de guerra, se mantenía firme, con el puño sosteniendo una lanza aún más grande que él por cincuenta centímetros. La lanza de Lugh, capaz de doblar el espacio-tiempo para arrojar dos ataques simultáneos, siendo el segundo imposible de esquivar.

La lanza de Lugh, el arma que había quitado la vida a Seiros. Habían pasado quinientos años desde entonces. Quinientos años. ¿A cuántas generaciones humanas equivalía eso? Treinta, tal vez. A él todavía le extrañaba no ver el arma ensangrentada.

«El tiempo lo borra todo —reflexionó Cichol—. Salvo a nosotros.»

—Nuestra historia es muy triste, padre —dijo Cethleann.

—Es culpa mía —se le ocurrió pensar a Cichol, avergonzándole descubrir después que había hablado en voz alta—. De haberme puesto del lado de Zeus durante la Titanomaquia, quizá habría accedido a un puesto más elevado, como Narciso.

—¡Qué cosas dices, padre! —exclamó Cethleann—. Narciso era un sirviente más hasta que Galatea de Mercurio se fijó en él. Si ahora es el regente de Venus, se debe a que la Esfera de Venus ama a los espíritus, así como la Esfera de Marte escoge a los belicosos humanos. ¡Quién sabe! Tú podrías ser el sucesor de Narciso un día.

—Eso es imposible —negó Cichol, sopesando, empero, la posibilidad de que su hija alcanzara ese puesto—. Demasiadas traiciones pesan sobre mis hombros.

—¿Cuáles serían esas traiciones, padre?

—La primera fue hace cinco mil millones de años, vi el engaño tras la promesa de Zeus y callé, porque consideraba mi deber servirle. Silencio. La segunda la conoces bien, pues hace cinco mil años abandoné mi puesto y fui a la Tierra a ayudar a los míos, solo para ver cómo eran enredados en una nueva mentira por mi miedo a alterar el orden natural. Inacción. La tercera es la peor de todas, porque no hay peor crimen que la traición. Seiros era nuestra líder y yo instigué una rebelión contra ella, me convertí en su asesino e incluso arrastré a tal acto a Macuil e Indech. Acción.

Mientras lo escuchaba, una vez más en silencio, Cethleann pasó por un momento de pavor. Claro que conocía bien la segunda traición de Cichol. En esa ocasión, durante su estancia en la Tierra, amó a una mortal y de esa unión nació ella. Cethleann siempre había temido que aquel acto fuera para su padre el peor de los crímenes que él mismo se atribuía, al no haber nadie que lo juzgara. Que, en cambio, fuera el asesinato de Seiros lo que más lo atormentaba, producía en Cethleann tanto alivio como pena. Seiros siempre había sido la mejor de todos los ángeles allí destinados, la líder natural, capaz por igual de ejecutar los más duros castigos y de ser misericordiosa cuando era necesario. Había perdonado a Cichol por su huida, había recibido a Cethleann con los brazos abiertos e incluso la había instruido con la sabiduría de una maestra y el cariño de una madre. Seiros era la encarnación de la perfección de la humanidad original. Así pues, incluso si la aliviaba no ser para su padre fuente del mayor de sus pesares, la atormentaba que se hubiese visto obligado a matar a un ser tan luminoso.

Seiros, dominación de la Luz, había enloquecido. En cierto sentido, era responsabilidad de Cichol. Su viaje a la Tierra provocó que Seiros tuviera muy presente a aquellos de los suyos que vivían entre la vieja humanidad y la nueva. Elevó oraciones a los dioses por ellos, oraciones desatendidas que alimentaron la culpa que le embargaba hasta hacerla insoportable. Y culpa era lo último que alguien debía sentir si Aquel que se desliza en la oscuridad estaba cerca, aunque durmiera como todos los suyos.

—Tú nos salvaste a todos —observó Cethleann—. Eres nuestro héroe, padre.

—Lo que soy es un desastre —replicó Cichol—. Desobedecí las reglas una vez, ¿por qué no hacerlo otra? ¿Por qué no intenté salvar a Seiros? Macuil quería intentarlo. Él es un verdadero héroe y ahora también ha caído.

—¿Qué hay de Indech?

—Tiene miedo de todo. Obedecerá a Macuil.

—¿Y nosotros? ¿Le obedeceremos también?

—De eso es lo que quería hablarte.

Más allá de Zanado, el mundo solitario en que se hallaban, ambos ángeles podían sentir algo. Pasaba a través de tres planos existenciales y estaba bendito por un ser similar a ellos, un numen. A esas alturas sabían, por Indech, a cuyos ojos nada escapaba, que se trataba de un universo paralelo que cruzaba la distancia entre la Tierra y el Jardín de las Hespérides como un río gigantesco. También eran conscientes de que ese río lo navegaba un barco lleno de santos de Atenea, los legatarios de la vieja humanidad. En principio, no pensaban hacer nada con ellos, pero entonces hubo un cambio en su ruta que trastocó el espacio-tiempo de toda la galaxia, despertando lo que estaba dormido. Aquel que se desliza en la oscuridad los había visto y marcado con su malevolencia. Los santos de Atenea habían devuelto la mirada y ahora buscaban de forma desesperada una razón que explicase su pronta y segura muerte.

—Tifón, la Guerra de las Estrellas y la Guerra de los Espíritus. Con todo lo que le ha pasado a nuestro pueblo mientras nosotros prosperábamos aquí, era solo cuestión de tiempo que empezáramos a perder la razón. Si te soy honesto, no han sido la dirección de Seiros, ni los consejos de Macuil, lo que han mantenido mi cordura hasta ahora.

—¿Entonces, qué ha sido, padre? ¿Los dioses?

El ángel del Aire no pudo sino sonreír a aquella muchacha. Creer en algo que jamás había visto era una prueba de que su fe estaba por encima de la del resto.

«Sobrevivirás sin mí, Cethleann. Sin duda alguna.»

—Fuiste tú, hija mía. Por ti estoy en pie.

Los ojos de Cethleann se humedecieron. Al tratar de hablar, la voz sonó ahogada, pues intuía a dónde quería ir a parar Cichol.

—Se dice que cuando un miembro de la Tercera Orden de Ángeles muere, su alma se dirige al Templo de Hefesto, donde el dios de la forja lo reconstruirá. —El ángel del Agua parpadeó y tragó saliva, alejando de sí las lágrimas y la congoja, ganando fuerzas—.  Esto es así porque esos mortales fueron escogidos por los dioses del Olimpo para servirles por siempre. Fueron apartados del ciclo de reencarnación y de las leyes del Hades. Con nosotros es diferente, ¿verdad, padre?

—¿Cómo sabes eso? —preguntó el ángel del Aire, asombrado.

—Escuché las últimas palabras de Seiros, en mi mente. —La hija de Cichol se tocó la frente—. Tenía miedo de la oscuridad. Se enfrentó a nosotros porque necesitaba que hubiera una razón para morir, en lugar de languidecer en manos de Aquel que se desliza en la oscuridad. ¿Lo comprendes? ¡Nunca la traicionaste! Solo cumpliste su voluntad.

—¡Hija mía! —gritó Cichol, soltando la lanza y abrazando a aquella muchacha. Quinientos años viviendo con eso, sin decirle nada. ¡Quinientos años!

—El dios de la forja reconstruye a los héroes. Los Espíritus Divinos, que forman la Primera Orden de Ángeles, no conocen la muerte verdadera, al igual que no la conocen los dioses. Nosotros somos los únicos condenados. Para nosotros no existen el Hades, ni el Elíseo, ni el Olimpo. Nada más que oscuridad, nada más que el olvido. Porque la malevolencia de aquellos a los que custodiamos nos ha manchado.

—Tú no, Cethleann. Tú posees mi sangre y la de los mortales. Eres diferente.

—Es por eso que… —El ángel del Agua habló alto, deseando ser oída. Incluso, con suavidad, apartó a su padre, tocándole las barbadas mejillas—. Yo siempre te acompañaré, padre. Si tú caes, yo te reviviré, con mi Vara del Génesis.

—Cethleann. —Conmovido, el ángel del Aire estuvo tentado a aceptar aquel ofrecimiento, aquel sacrificio. No obstante, al final, negó con la cabeza—. Sé que he dicho que he podido mantenerme en pie por ti, mas, Cethleann, eso no puede durar para siempre. Ya siento la desesperación en mi corazón, que solo es el preludio de la peor de todas las enfermedades. Cuando llegue la esperanza, estaré acabado, no podré vencer y me perderé a mí mismo. Ya ha empezado —aseguró con vehemencia, callando la intervención de su hija—. Un grupo de mortales se aproxima. Macuil ha decidido exterminarlos, para evitar que liberen a Aquel que se desliza en la oscuridad, o para evitar que le impidan liberarlo, no lo sé. De un modo u otro, he de matarlos a todos. A los humanos y a mis compañeros. También yo he de morir. —Tendiendo el brazo hacia un lado, invocó la lanza; esta fue hasta él como lo haría cualquier metal en el universo. Usando tal arma sagrada como bastón, se alzó cuan alto era—. Es mejor que el sello quede abandonado a que haya alguien con el poder de romperlo cerca. En este momento, morir es mi deber para con los dioses.

—¿Qué debemos nosotros a los dioses, padre? —preguntó Cethleann, con todo el valor que había reunido hasta entonces. Ya no tenía humedad en los ojos, ni le temblaba la voz. Poseía una firmeza que aun Seiros aprobaría—. Dices que los dioses nos transformaron, volviéndonos perfectos, mas, ¿no existen también historias de cómo éramos en la era de Crono? Seres humanos conocedores del cosmos, para los que los sentidos que ahora los mortales llaman extraordinarios eran algo corriente. ¿Qué nos dieron, aparte de una vida de penalidades sin fin?

El tiempo transcurrido hacía borrosos los recuerdos, mas Cichol estaba al menos seguro de algo, que a diferencia de Narciso, convencido seguidor de Zeus, y de Ipsen, amante de la vida en sí misma, él era un ser vacío en aquella antigua era, aquella antigua existencia. Cuando los escogidos fueron despojados de un cuerpo y convertidos en criaturas de naturaleza espiritual, él aceptó la transformación con alegría porque le dio una razón para existir. Cuando, cumplido su papel, fue convertido en ángel, lo aceptó sin reservas, sintiéndose en verdad completo por primera vez en su vida.

Conocía las historias de las que hablaba su hija, sobre cómo con cada transformación perdían algo como contrapeso a aquello que ganaban. Propósito por libertad, poder por vulnerabilidad. El poder que ya poseían. Sí, conocía las historias; a decir verdad, en el fondo de su alma creía en ellas, por confusos que fueran los recuerdos.

Y a pesar de todo, no sentía rencor por Narciso, ni por Zeus, ni por los dioses.

—Nos dieron un lugar en este universo maravilloso que crearon. No podría pedir más.

—Pues yo sí pediré algo, padre. Quedarme a tu lado, hasta el final.

—Cethleann… Yo prefiero la muerte a la locura —A Cichol le costaba mucho decirle eso a su hija. La fe de sus ojos lo quemaba incluso a él que había conocido el calor de las estrellas—. No quiero que veas ninguna de esas facetas de mí. ¡Huye!

—Tal vez lo haría, si alguna vez me hubieses enseñado a hacerlo —replicó el ángel del Agua, sorprendiéndolo una vez más—. Como no es el caso, tendré que hacer lo que mejor se me da. Sanar. No solo tus heridas, padre. Cuando resolvamos este asunto con los mortales, me dedicaré en cuerpo y alma a sanar la mente de Macuil. Si Indech no nos ayuda, se lo pediré a Sariel y los demás. Cuando Macuil regrese en sí, nos marcharemos a disfrutar de ese maravilloso universo que nos dieron los dioses.

—Eso es imposible, el sello… —negó Cichol, sintiéndose vencido por la vehemencia de su hija, cuyo ceño fruncido le daba al semblante un nuevo cariz. Guerrero.

—Dices que es mejor que esté abandonado a que haya alguien cerca que pueda romperlo, ¿no? —le recordó Cethleann.

Incluso si Cichol hubiese tenido argumentos para rebatirle a su hija, no habría tenido tiempo. Sariel, a buen seguro enviado por Macuil, ya había iniciado las hostilidades contra los mortales. Ellos debían tomar una decisión, una muy sencilla.

Porque ya la habían tomado. Padre e hija cruzaron sus armas sagradas, la lanza y el caduceo, como prueba de que iban a trabajar juntos esa vez.

 

***

 

Triela volvía a ser una niña. Para sobrevivir a aquellos hombres de armadura negra, debía mantenerse callada, no decir ni una sola palabra. Su hermano mayor se aseguró de ello, mientras observaban cómo toda su familia era exterminada. Después, ambos huyeron, solo para ver desde lejos como su casa colapsaba bajo lo que los periódicos denominaron una explosión de gas para ocultar un ajuste de cuentas. Triela nunca volvió a ver a su hermano. Desde ese día, siempre había corrido, sin descanso, en silencio, cada vez más y más rápido, hasta alcanzar la velocidad de la luz. Una constante en el universo, más allá de los estragos del tiempo. Ella seguía corriendo, incluso ahora, solo que ya no huía, sino que perseguía al enemigo. En silencio, sin descanso.

Triela volvía a ser una niña, baja, de piernas cortas y la sana constitución de quien no había vivido dificultades. Aun así, corría a la velocidad de la luz del mismo modo que corría cuando era la santa de Sagitario. La altura no tenía importancia, ella misma se había convertido en una constante que nada, ni nadie, podía cambiar. Ni siquiera fue consciente del momento en que volvió a reconocerse a sí misma como la guardiana del décimo templo zodiacal, centrada del todo en avanzar a través del canal. Los intentos de la oscuridad por arrastrarla no surtieron en ella el menor efecto. Incluso como peligro le preocupaba más lo que podían ocultar las aguas del río ahora que se habían llenado de cadáveres. Por encima de todo, evitó caer allí, siguiendo el origen del coro que había iniciado en el preciso instante que recordó su tormentosa infancia.

«Los justos prosperan y los malvados son castigados —oraba una voz masculina, dirigiendo a las de muchísimos niños. La oración se repetía una y otra vez.»

No tardó mucho en localizar el origen, un hombre erguido sobre uno de los extremos del canal, de unos dos metros de altura. Se trataba de un ángel, como Cratos, incluso compartía con el guerrero celestial el tono del cabello, aunque en su caso era corto y rizado sobre una cabeza gruesa. El cuerpo era más bien fornido, cubierto por una armadura platinada en que resaltaban algunos signos color verde que no pudo identificar en un lugar tan sombrío. Aunque estaba viendo a Triela, no reaccionaba, como si recitar esa oración una y otra vez le exigiera toda su concentración.

Todo eso lo había procesado en un nanosegundo, no había dejado de correr en ningún momento y no necesitaba detenerse para tensar el arco. En silencio, se acercaría a él lo suficiente para poder dispararle a quemarropa si era un enemigo.

De pronto, se detuvo. Todo el cuerpo de Triela, a la vez, quedó paralizado por una fuerza que no provenía de ningún cosmos.

—Esta me la debes, Timotheos —dijo otro ángel, apareciendo en el otro extremo del canal como si siempre hubiese estado ahí. Lo esbelto de su cuerpo le hacía parecer más alto que su compañero, aunque este le llevaba cinco centímetros—. ¿Timotheos? —El otro ángel no reaccionó. Tenía los ojos en blanco, de hecho, como en trance—. Ah, como quieras, ya te lo recordaré cuando acabes. —De un salto, se puso frente a Triela, que pudo ver no solo su cara risueña, cubierta de un flequillo dorado, sino también lo que las marcas verdes en las armaduras de los ángeles representaban: un dragón abriendo sus fauces—. Ni lo intentes, hermana. Soy Noa, aunque pertenezco a la Tercera Orden de Ángeles, soy buen amigo de cuatro miembros selectos de la Segunda Orden de Ángeles y sé algo de magia. Mi especialidad es manipular el tiempo.

Eso era. El tiempo de Triela estaba detenido. A pesar de eso, era consciente de lo que le rodeaba, como los pescados deformes que empezaban a salir de entre los cadáveres. Por encima de la boca, que mantenían cerrada, lucían todos tantos ojos que apenas quedaba piel que no fuera de una consistencia rosada. A Triela le dolía la cabeza con solo verlos, tan inquietos, ni uno solo de los ojos miraba a un mismo lugar más de un segundo.

El tal Noa también desvió la mirada hacia la criatura, de modo que Triela aprovechó la ocasión para despertar aquel rincón del cosmos más profundo que el Séptimo Sentido.

Ni siquiera tensó el arco. A una velocidad más allá de la luz, solo moverlo lo volvía más cortante que una espada. Habría decapitado a Noa, de tan rápido que atacó, si una sombra inmensa no lo hubiese rescatado en el momento justo. Otro ángel, de más de tres metros y un par de guanteletes dorados, con los cuales había sujetado a Noa como si fuera una damisela, o un niño pequeño. En aquel momento, en manos de semejante portento de la naturaleza, parecía ambas cosas.

—Bájame ahora mismo, salvaje —ordenó Noa.

El sujeto obedeció, haciéndolo caer. Sin embargo, el ángel de largos cabellos dorados no tuvo una caída cómica, sino que en medio de esta el tiempo alrededor se alentó, permitiéndole posar con elegancia los pies sobre la piedra.

—Octavo Sentido —dijo un cuarto ángel, acompañado de un quinto que se mantenía entre las sombras. Mientras el gigante que había rescatado a Noa exhibía un rostro tosco, como tallado en roca, este tenía los suaves rostros de una mujer, realzados por la forma en que su cabello, recogido en una cola de caballo, dejaba caer flequillos entre las orejas, si bien su voz no dejaba lugar a dudas de su género. Eran como el día y la noche—. ¿Qué tan locos pueden estar los nuestros hoy en día para usar eso aquí?

—Aubin —dijo el gigante, mirando a la vez al recién llegado y a Triela—. Si no hubiese recurrido al Octavo Sentido, ahora mismo Noa sería el ángel decapitado.

—No lo dice por ti, Chevalier —apuntó Noa, todavía molesto.

Triela tenía el arco listo para disparar, pero no sabía a quién. Los cuatro ángeles cuyos nombres conocía parecían poseer la misma fuerza, mientras que el que se mantenía entre las sombras le daba mala espina. Apuntó hacia él.

Un sonido estridente le hizo dudar. Entre los cadáveres aparecieron más y más de aquellos pescados de múltiples ojos, a la vez que el coro de niños se intensificaba. La idea de que Timotheos estaba detrás de todo eso apareció como la más elemental obviedad, indicándole que matarle debía ser una prioridad. En todo momento, sin embargo, apuntó al quinto ángel, disparando al corazón de Timotheos solo al final.

 

El audaz ataque de la humana nunca llegó a su destino. Sariel balanceó su arma sagrada, la Aniquiladora de Materia, Aymr, y en ese preciso instante la arquera, el arco y la flecha fueron transportados de forma directa al río de las lamentaciones.

Noa sintió que el terror le paralizaba, así que sonrió como si él mismo hubiese realizado semejante proeza. Sariel, con aquel yelmo que recordaba a una calavera humana, era el único guerrero celestial bendecido por nadie menos que Hades. Precedía a la Edad de los Héroes, y había servido como Juez en el Hades antes de que Radamantis, Aiacos y Minos nacieran, siendo entonces desplazado por la ascendencia divina de aquellos. Aun así, conservaba la facultad de enviar a los mortales al inframundo sin mediar juicio alguno. Era un ángel del Olimpo y un espectro de Hades, todo al mismo tiempo.

—Descansa en paz, alma silenciosa —rezó Sariel con sumo respeto.

—Bueno, ya cumplimos nuestra parte —dijo Chevalier, rascándose la amplia cabellera negra, como siempre hacía cuando estaba nervioso—. ¿Qué tal si corremos?

—¿Correr? —preguntó Noa, extrañado. Él tenía muchas ganas de correr.

—Como sabes, puedo estar en dos lugares a la vez —terció el apuesto Aubin, quien con una sola sonrisa podía hacer que Noa, célibe desde hacía cinco mil años, sintiera el corazón acelerado—. Cichol ha admitido a Cethleann lo que todos sospechábamos desde que llegamos aquí. Estar cerca de uno de los Reyes Durmientes lleva a la corrupción. La corrupción lleva a la muerte. No regresaremos al Olimpo si permanecemos aquí más tiempo, así que deberíamos huir.

Sorprendido, Noa miró a Chevalier, quien asintió.

—¡El señor Narciso no dijo nada de eso!

—Sé que Narciso… —Una mirada fulminante de parte de Noa bastó para que Chevalier recordara las nociones básicas de jerarquía—, sé que el señor Narciso es el mandamás. La cuestión es que nos mandó a nosotros y a muchos más fuera del Olimpo. Fue salir del Templo de Hefesto y recibir la orden de vigilar los sellos, porque los de la Segunda Orden de Ángeles se estaban volviendo locos. ¿Cuánto hace desde que llegamos? ¿Quinientos  años, más o menos? Pues no hemos recibido noticia desde entonces.

—Para los dioses, quinientos años es un suspiro —apuntó Noa—. ¿No será que te molesta que no te dejaran pasar un buen rato en el Olimpo?

—¡Esa es otra! —exclamó Chevalier—. Cuando nos conocimos, estabais en una misión de recolección. ¿Es normal que los ángeles pateemos el universo todo el tiempo mientras el cielo está desprotegido? —cuestionó, dejando a Noa pensativo.

—Basta de cháchara —ordenó Sariel, justo cuando Aubin iba a insistir en la locura de escapar del deber—. Tenemos trabajo que hacer.

El primero en asentir fue Noa. Le siguió Aubin, y Chevalier, viéndose sin apoyos, les siguió la corriente. Timotheos seguía en lo suyo, diligente como nadie en el mundo.

Un grupo de humanos venía a esa galaxia a liberar a Aquel que se desliza en la oscuridad. Si lograban tal cosa, huir sería inútil, la influencia de los Reyes Durmientes ya se extendía, aunque débil, por todo un cúmulo de galaxias estando sellados. Libres, habrían destruido todo el universo de no ser por los dioses. Así que la prioridad absoluta era detener a aquellos necios tripulantes de la nave espacial más rudimentaria que Noa habría imaginado jamás. Después ya podría sacar cuentas. Si Cichol, un espíritu, había resistido miles de millones de años sin volverse loco, llegando incluso a hacerles a los cinco el trabajo sucio de despachar a Seiros, ¿cuánto tardarían ellos en corromperse? Tanto no, desde luego. Los cinco, incluido Sariel, nacieron humanos.

—Ya he acabado —dijo Timotheos, cayendo de rodillas. Todo su cuerpo sudaba—. El hechizo debería seguir funcionando mientras yo viva.

—Bien —dijo Aubin, mientras Chevalier y Noa ayudaban a su compañero a levantarse—. Quédate aquí, lejos de la primera línea. Noa, ¿puedes…?

—¿Proteger a este inútil? ¡Dalo por hecho!

—Estupendo. Tan solo os daré una advertencia.

Noa asintió enérgico antes de escucharla. El Séptimo Sentido era indispensable en combate, pero la Octava Consciencia quedaba descartada. Revelar el alma a Aquel que se desliza en la oscuridad era el camino directo hacia la locura, lo que volvía a aquella hermana enmascarada y calladita una loca de remate, claro está.

Los ángeles de la Nobleza y la Diligencia quedaron, pues, en la retaguardia. Aubin y Chevalier atacarían el barco y destruirían a aquellos humanos, mientras que Sariel…

—Ayudaré a Cethleann —sentenció el ángel de la muerte cuando le preguntaron.

El líder de los cinco, Aubin, se encogió de hombros. Aquel hombre que ahora decía llamarse Sariel, despreciaba el mal con todo su corazón, lo que lo volvía un ser malvado por definición. En la misma medida, veneraba las almas puras, dignas de los Campos Elíseos. Todo lo que Cethleann le ordenara, él lo haría, sin rechistar. Puesto que en ese contexto ello significaba que los ayudaría, a Aubin le parecía bien.

—¡Vamos, muchachos! ¡Es la hora de la cacería! —exclamó Chevalier, eufórico.

 

***

 

En el momento en que la oscuridad se apoderó de todo, muy pocos fueron los que pudieron guardar la compostura. La luz del sol los había abandonado, el barco se inclinó demasiado hacia un lado, al punto en que muchos de los tripulantes temieron que iba a hundirse, a lo que no ayudó nada oír cómo los remos de babor se tensaban.

Makoto, sin fuerzas para hablar, solo pudo oír cómo los caballeros negros se tiraban al suelo, desesperados, mientras que Zaon gritaba maldición tras maldición. Entre tales tinieblas sobrenaturales pudo percibir a Marin, también muda y confusa. Los santos de oro se desplazaban desde popa a todos los ahora vulnerados puntos de defensa del barco, dando órdenes sin demasiadas energías. El propio Kanon se apareció tras los santos de Mosca y Águila, apretando los hombros de ambos como única forma de consuelo, si bien todo lo que pudo transmitirles era que incluso él estaba preocupado.

—Hazlo, Sumo Sacerdote —dijo Tetis, la única que conservaba la calma.

—Sea —dijo Gestahl Noah.

Una luz magnífica, divina, lo inundó todo. Quedaron a la vista el miedo, el terror y la vergüenza de unos y otros. Los caballeros negros se obligaron a levantarse, intercambiando bravatas y pullas con quienes al menos permanecieron de pie, si bien no en sus puestos. No era que hubiese mucho que recriminar, cuando incluso Garland de Tauro mostraba pavor y el rostro moreno de Ofión de Aries palidecía.

En cualquier caso, Makoto de Mosca tenía más de lo que preocuparse que recordar que los santos de oro eran, al final del día, humanos como él y los demás. Mientras la tripulación volvía a sus puestos, él se quedó ahí, viendo como un auténtico paleto la fuente de esa luz tan agradable y cálida que había sanado los corazones de todos. Gestahl Noah, quien por dónde y cómo estaba daba la impresión de que también había corrido en cuanto el barco hizo aquel movimiento brusco, sostenía un báculo dorado que reconoció de inmediato como Niké, la diosa de la victoria. Nunca lo había visto, pero como santo de Atenea, intuía lo que era con solo verlo.

—¿Qué significa esto? —cuestionó Makoto.

—Hemos sido devorados —respondió Gestahl Noah, malentendiéndolo—. Un Rey Durmiente nos ha devorado y nos mira. Las dos cosas a la vez.

Aquello no tenía el menor sentido. Sin embargo, con solo seguir el dedo del Sumo Sacerdote, que apuntaba al cielo ahora iluminado por Niké, Makoto entendió todo. Había mundos allá arriba y alrededor. Planetas extraños, que giraban como globos oculares, siguiendo inquietos el movimiento del navío y sus tripulantes.

 

A Zaon rara vez le había asustado algo. Era un santo de Atenea, desde muy joven había sabido que enfrentaría toda clase de amenazas por el bien del mundo. Había guerreado con la muerte, de hecho, así que, ¿qué quedaba por temer? La oscuridad, no, desde luego. Ser transportado a otro rincón del espacio-tiempo, tampoco, de por sí navegaban un río que solo lo era en apariencia. Estaban en un universo inestable, era lo esperado que hubiese alguna clase de giro. Todo lo que los demás podían temer, a él se le antojaba algo normal, hasta que escuchó ese sonido de deslizamiento.

El corazón se le detuvo en ese preciso instante. Era una presencia que le helaba la sangre, pues la conocía desde hacía rato. Donde los caballeros negros se sentían a salvo, arropados por las bendiciones de una deidad, el poder de sus superiores y la magia puesta en la construcción del navío, él sabía que estaban indefensos. Donde otros santos de Atenea, menos instruidos en materia espiritual, habían visto solo una oscuridad que lo envolvía todo, él intuyó algo, algo extraño, terrible y peligroso, una fuerza inmensa e invisible. Se estuvo preparando en cuerpo y alma para el momento en que debiera enfrentar a aquella amenaza, siempre igual de lejana y a la vez presente, convencido de que se temía lo esperado, mientras lo que se veía venir se combatía. Quizá eso le permitió mantenerse de pie mientras todas las sombras que había cerca se tiraban al suelo, sollozando y gimiendo, que estaba preparado para el miedo, para el horror. Fueron unos pocos segundos en los que fue valiente, en los que se mantuvo erguido como la luna permanecía brillando en medio de la noche, y de pronto, el sonido, la sensación de que todo estaba perdido ya. Allí se fue todo el valor: por un momento, Zaon de Perseo habría sido declarado muerto si alguien le hubiese comprobado el pulso. Se vio a sí mismo en el río Aqueronte, dirigiéndose hacia una costa coronada por la estatua de un hombre que conocía bien. Entonces, volvió a respirar, arqueándose sobre la barandilla y respirando con violencia, como si llevara horas ahogándose.

Desde esa resurrección, fruto de su pura fuerza de voluntad, si no es que la Gracia que Akasha de Virgo le concediera hacía tanto tiempo, hasta que Niké los bendijo a todos, Zaon de Perseo no dejó de mentar a las madres de toda la tripulación del barco. Estaba vivo, pero con el corazón acelerado y la mente embotada. Ni siquiera tenía tiempo ahora para recriminarle nada al Sumo Sacerdote, como hacía Makoto.

«Como si sirviera de algo —pensó Zaon, después de que la discusión entre el líder del ejército y un simple soldado no llevase a nada, como era de esperar.»

—Dejadnos el cielo a nosotros, los santos de Atenea —ordenó Zaon a los caballeros negros—. Vosotros os ocuparéis del río. No me gusta lo que veo.

Más allá del horizonte no había ninguna estatua, sino cadáveres, muchísimos cadáveres. Zaon podía concordar en que el cielo era espeluznante, como si las paredes dimensionales del universo que navegaban hubiesen cobrado vida. Sin embargo, la misión principal seguía siendo llegar al Jardín de las Hespérides. Para lograrlo, había que surcar esas aguas, seguir internándose más y más en la oscuridad.

—Por la madre de todos los dioses… —oró Zaon, atragantado.

—Tranquilo, muchacho —dijo Garland, apareciéndosele detrás—. Creo que necesitamos darnos un tiempo para pensar, así que, bueno… —También afectado por el súbito cambio en el viaje, el Gran Abuelo carraspeó para recuperar el tono firme de todo un general del Santuario—. He detenido el tiempo. Estaremos aquí un rato.

—¡Ya no siento a la Silente! —exclamó Ofión.

Todos los insultos que Zaon hubo proferido eran niñerías en comparación a Garland maldiciendo, para todo aquel que tuviera oídos, la línea genealógica del santo de Aries. Ofión fue el más sorprendido, aunque terminó por comprender a su compañero tras mirar alrededor. La gente en el barco apenas se estaba recomponiendo, no necesitaba tener más razones para preocuparse, como haber perdido a una compañera de oro.

—Alza la cabeza, Ofión —terció Kanon—. Hiciste bien.

—¿Bien? —preguntó Garland, tenso como un depredador a punto de saltar sobre su presa. Las venas de la frente, hinchadas, le daban un aspecto salvaje.

—Este lugar está afectando a mi mente… —seguía explicándose Ofión.

—Sí, Gran Abuelo —dijo Kanon—. Triela de Sagitario es nuestra exploradora, en ella depositamos todos nosotros nuestra fe. Si le ha pasado algo, es mejor que lo sepamos ya y nos preparemos para lo peor. ¿Me equivoco?

En lugar de responder, Garland de Tauro miró hacia Zaon, como esperando una respuesta. Este asintió con lentitud, tranquilizándolo.

—¡Tengo que hacer algo con mis problemas de ira!

Un par de caballeros negros asintieron a aquella declaración, entre los que destacaba Lisbeth, quien hacía no mucho estaba hecha un ovillo.

—Creo que está bien no extender el pánico sin necesidad —insistió Ofión.

Que el llamado Ermitaño siguiera preocupándose por los demás de esa forma, decía mucho de lo afectado que estaba. En ese momento no hacía más que masajearse las sienes, perladas de sudor, como una suerte de masaje que parecía aliviarle.

—Los santos de oro formaremos un enlace para ayudarte —sugirió Kanon, mirando a Garland con severidad. El santo de Tauro se limitó a sonreír—. A todos los demás: Somos incapaces de percibir el cosmos de Triela de Sagitario. Eso no significa que haya muerto. Al contrario, habríamos sentido su muerte, porque la Silente jamás caería sin lucha. Ocupaos de vuestras tareas, como ella lo hará con la propia. Cuando sea voluntad de Atenea que nos reencontremos, ocurrirá, no antes.

 

Con un gesto de asentimiento, Marin de Águila aprobó las palabras del que fuera líder del Santuario, sin poder evitar a la vez echar un vistazo al sucesor de Akasha de Virgo. En muchas ocasiones a lo largo de su vida había agradecido la protección de la máscara, como cuando debía actuar en contra de nadie menos que el Sumo Sacerdote; ahora estaba en una situación similar, llena de una desconfianza que era incapaz de contener y que haría añicos la tranquilidad que iba regresando al Argo Navis Negro poco a poco. No le gustaba Gestahl Noah, tampoco le gustaba esa misión. Tanto la anterior Suma Sacerdotisa cuanto Shun de Andrómeda habían aspirado a hacer la paz con el Olimpo, una aspiración que había muerto con ambos. Sin embargo, en lugar de preparar la defensa de la Tierra, como era el deber de los santos de Atenea, Gestahl Noah había lanzado a la mayor parte de los defensores del mundo al ataque.

Los caballeros negros que la respaldaban empezaron a cuchichear. Hablaban muy, muy bajo, desconociendo el buen oído que esta tenía. Así descubrió que los cadáveres que iban llenando las aguas de abajo eran iguales a las víctimas de Hybris.

—¿Cómo los reconoces? Nosotros no participamos de la Cacería. Luchamos para proteger el mundo, en el continente Mu —dijo Johann de Cuervo Negro.

—Sí —respondió Ennead de Escudo Negro—. Luchamos para proteger el mundo. Al final. —Como una prueba de su profesión, se santiguó al ver los cadáveres.

En defensa de tales asesinos, Marin podía decir que al menos eran honestos. Algunos. Todos los caballeros negros habían cometido pecados terribles, incluso aquellos que se habían redimido. Ese pensamiento, junto a saber que el Santuario estaba dejando en manos de Hybris el re-ordenamiento del mundo entero, llenaba a la santa de Águila de inquietud, no tanto por ella como por los demás. Muchos debían estar confundidos, sin importar el color de la armadura. Además, estaban en una misión muy peligrosa, nacida del calor del momento; incluso si a ella no le gustaba, al principio estaba dispuesta a acometerla, porque entendía la necesidad de cortar el mal de raíz. Con cada hora que pasaba, empero, le daba vueltas a la situación y comprendía que todos habían sido manipulados en cierta forma. Imaginaba que los demás llegarían a esa misma conclusión con el paso del tiempo: Gestahl Noah los estaba usando para sus propios fines. ¿Resultarían esas sospechas en un motín, en mitad de la oscuridad? ¿O, contra todo pronóstico, llegarían completos al Jardín de las Hespérides, solo para darse cuenta de que estaban desmoralizados, sin un norte? Con solo ver el semblante de Gestahl Noah, que los examinaba uno a uno, comprendía que él mismo se hacía las mismas preguntas, consciente de que había pasado demasiado tiempo desde su arenga. Mientras repartía miradas silenciosas entre los aliados, por dentro calculaba qué podría salir mal y cómo podría él solucionarlo. Era esa clase de hombre.

—¿Estás viendo algo, santa de Águila? —preguntó Gestahl Noah, paternalista.

«Sí, a la diosa de la victoria en tus manos —reflexionó Marin, conteniéndose.»

—Nada, Su Santidad —mintió la santa de Águila, pues sí que veía algo. Un niño, de unos seis años, esperándola más allá del horizonte.

—¿Oyes algo? —le preguntó alguien que conocía, muy lejos de ella.

—Campanillas —respondió Marin de forma lacónica.

 

El noventa por ciento de la tripulación sobre cubierta ya había vuelto a la normalidad. Del resto se estaba ocupando el Sumo Sacerdote, lo que para sorpresa de Joseph incluía a Marin de Águila. La subcomandante de la división Pegaso estaba distraída, como si aquel coro de niños que llenaba el ambiente la hubiese hechizado de alguna forma.

Joseph de Centauro no tenía tiempo para distraerse con ese canto monótono, pues muy cerca de él estaba Makoto, ofreciendo a Aqua disculpas por alguna cuestión que no terminaba de tener clara. Solo la mitad de la conversación llegaba a sus oídos.

—Ese hombre es un mujeriego —se quejó Eren de Orión Negro, una de las sombras que estaba bajo el mando del santo de Centauro.

—Dudo que se trate de eso —dijo Joseph, cordial. El oficial de Hybris enrojeció y miró a otro lado. Tal vez no quería ser escuchado, pero el santo de Centauro no podía hacer mucho al respecto. Estaba alerta. Su cosmos ardía, cuestionándole a qué sueño acudiría esa vez. La mente le pedía el Milagro de la Defensa Absoluta, obtenido a través de los sueños de los santos que libraron mil batallas durante el reinado de Fobos; un manto sagrado impoluto, que nadie pudiera profanar, lo protegería de la oscuridad. Él estaría a salvo, él y nadie más. Por eso el corazón, irracional, le sugería el Milagro de la Velocidad Absoluta, nacido el día terrible en que confrontó a nadie menos que Caronte de Plutón. Una vez Joseph extraía un sueño del corazón de los hombres, podía recurrir a ese poder tres veces, por lo que debería ser posible emplear uno u otro. Sin embargo, el que serviría para defender a todos implicaba un dolor inenarrable—. Cien reencarnaciones —susurró, llevándose la mano al pecho.

La conversación entre Aqua y Makoto lo sacó de en su ensimismamiento. Al parecer, la santa de Cefeo se sentía asqueada por lo que flotaba en el río, que a fin de cuentas era ella misma. Makoto no se disculpaba por eso, ni porque nadie en el barco se hubiese interesado en su estado por no ser una delicada santa de oro, sino porque en un primer momento el santo de Mosca la había acusado de ser demasiado frívola.

—Es que… vale, sé que es asqueroso, pero tú no eres ninguna… como santa de… ¡Si ya me disculpé! —exclamó Makoto, ruidoso de más. Aqua no le dejaba terminar ninguna frase—. Pensé que… Sí, ya te he entendido, no solo son cadáveres. Voy a… ¡En serio, lo siento, de verdad que me alegro que estés bien! —Se llevó las manos a los oídos, lo que explicaba que gritaba porque su interlocutora se dirigía a él de la misma forma, aunque recurriendo a la telepatía—. Ahora voy a decírselo. Ejem, ¿Joseph?

—¿Para cuándo es la boda? —bromeó Almaaz de Auriga Negro.

El codazo que Eren le dio en el estómago bastó para hacerlo callar. No era el momento de hacer bromas. Por desgracia, Makoto había entendido que llevaba un buen rato hablando por el canal auditivo, en lugar del telepático.

—Hiciste bien —aclaró Joseph, tratando de no sonreír ante la cara roja del santo de Mosca—. La telepatía en este momento no es una buena idea. Esa música ya es bastante insidiosa sin que le abramos todas las puertas. —Llevaba rato oyéndola y ya se la sabía de memoria, porque solo tenía una línea. «Los justos prosperan y los malvados serán castigados.» El mantra de Hybris, pronunciado como la acusación de los tribunales del Hades—. Dime. ¿Aqua te ha dicho algo importante?

—Hay cosas que se mueven en el río —respondió Makoto, ya repuesto del ataque de vergüenza—. Cosas como… ¡Como eso! —Señaló a donde estaba Marin.

Frente a la todavía estática subcomandante de la división Pegaso, una extraña criatura se alzaba hasta la altura de un hombre. Peludo, con largos brazos y unos pies gruesos aferrados a la barandilla, lo único que lo diferenciaba de un lémur, aparte de medir no menos de dos metros, era la cabeza. Desde el cuello para arriba, el pelaje pasaba a ser, sin ningún preámbulo, escamas interrumpidas por decenas y decenas de ojos que giraban sin control, por encima y bajo la dentada boca que estaba abriendo.

—Touma… —murmuró Marin, mientras la cola del monstruo, cual veloz víbora, rodeaba su cuello y apretaba con fuerza insólita.

Joseph pudo saber todo eso, porque tan pronto recibió la advertencia de Makoto había invocado el Milagro de la Velocidad Absoluta. La transformación le había costado nueve décimas de segundo. No tardó la décima siguiente en llegar hasta su compañera, pero el terrible dolor de la herida causada por Caronte le recorrió todo el cuerpo, ahora de una estructura similar a la de un eidolon, paralizándole por gran parte de la misma. Por fortuna, la criatura era tan malévola como estúpida y dedicó todo ese tiempo a deleitarse en su presa hipnotizada. Joseph fue capaz de golpearla en su cabeza mucho antes de que la primera línea de sus dientes probara la carne humana.

—¡Ah! —Marin, saliendo del trance, lanzó un grito ahogado. La criatura seguía aferrada a ella, aun con la cabeza reventada. Tras apartar con gran esfuerzo la cola que le rodeaba el cuello, Marin descargó el Puño Meteórico sobre el ser. El ataque, realizado con prisas, mandó lejos a la criatura, si bien sin poder romperle un solo hueso—. ¡Claro, no tienen! ¡Ni huesos, ni órganos internos, son horrores! —advirtió la santa de Águila. La garganta, enrojecida, era a la vez prueba de su imprudencia y del peligro que enfrentaban. ¡Había descuidado incluso su cosmos, en medio del trance!

Para ese momento, Joseph, paralizado otra vez por el lacerante dolor, pudo ver cómo todo el barco en popa, babor y estribor se había inundado de aquellos seres. La mayoría de caballeros negros, hipnotizados, rendían sus brazos a la muerte.


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Publicado 18 marzo 2024 - 12:23

Saludos

 

Capítulo 198. Infectados por el mal

 

El valiente acto de Joseph de Centauro duró un mísero segundo, de modo que los caballeros negros apenas y se dieron cuenta. Incluso Makoto, quien le había avisado, fue incapaz de reaccionar a tiempo debido a que otro horror había aparecido frente a Eren y Almaaz, arrancándole la oreja a este último en un visto y no visto. Estaba zampándosela cuando el santo de Mosca lo envió de un solo golpe más allá de la línea del horizonte. Un gesto inútil, porque ya para ese momento medio centenar de enemigos escalaba a toda velocidad el barco por popa, babor y estribor.

Entonces vinieron las advertencias de Marin, tarde para la mayoría. Los ojos de aquellos monstruos, con un mero instante de intercambio visual, ejercían una influencia irresistible en el cerebro de los seres humanos. Por si eso fuera poco, todos y cada uno poseían un cuerpo invulnerable desde el cuello para abajo y destruirles la cabeza les producía si acaso una suerte de jaqueca. Algunos de los tripulantes, como Makoto y Joseph, pensaron a toda prisa en la forma más eficiente de purgar el barco de enemigos sin perder a ningún solo aliado, olvidando lo más importante.

—¡No estáis solos! —declaró Kanon de Géminis.

Había tres santos de oro en la nave y ninguno de ellos se quedó quieto. Mientras que Joseph, como una estela de luz, destrozaba las cabezas de los horrores de babor, a los que Makoto después mandaba a volar de golpes más rápidos y precisos que potentes, Garland y Ofión hacían otro tanto en estribor. El santo de Aries ataba con incontables hilos a los enemigos, los alzaba al cielo reventando a la vez todos y cada uno de aquellos ojos malditos y observaba desde esa posición cómo su vecino en las Doce Casas los mandaba al Caos, desapareciendo el problema de raíz. En popa, Zaon de Perseo obtuvo tiempo suficiente para invocar a Ra´s Al Ghul gracias a Tetis, la cual a punta de patadas y puñetazos barrió con todos los horrores que se la acercaron.

En proa, a la vez que se sucedían todos los combates, Kanon de Géminis abría un portal en el tejido espacio-temporal. Era arriesgado, pero dadas las circunstancias no podía emplear la Explosión de Galaxias a plena potencia, siendo además poco confiable ejecutarla de forma localizada si el objetivo era un cuantioso número de monstruos capaces de resistir golpes a la velocidad de la luz. A los ojos del guardián del tercer templo zodiacal, las aguas, los cadáveres y los horrores que se ocultaban bajo los mismos fueron succionados a la vez por la Otra Dimensión, de una apariencia tan abyecta, con todos esos mundos devolviéndole la mirada como los ojos de algún ser incomprensible, que Kanon se apresuró a cerrarla antes de tiempo.

La situación se normalizaba también en el otro extremo del barco sin que Gestahl Noah, cerca de Kanon y expectante de la situación, hubiese de intervenir. Ra´s Al Ghul, el primer eidolon del Santuario, se adueñó del cielo, descargando una relampagueante tempestad sobre las aguas atestadas de cadáveres y horrores. Sin embargo, semejante poder no podía desatarse al cien por cien estando aliados en medio, de modo que Zaon de Perseo, sin apartar la mano del escudo de Medusa, gritó:

—¿¡Señor Ofión, podría…!?

No tuvo que terminar la frase. El santo de Aries ya estaba henchido de cosmos.

—¡Dadlo todo!

Una barrera de apariencia cristalina cubría ahora todo el barco. Kanon de Géminis y Zaon de Perseo aprovecharon la ocasión para desatar toda su fuerza. Para el primero, el espacio no era frontera, mientras que el segundo actuaba a través de su eidolon. Como si las fuerzas de la naturaleza, cósmica y terrestre, se hubiesen desatado alrededor, todo a la vista de la tripulación quedó blanqueado por un largo minuto en proa, a la vez que rugían el viento y el trueno en popa. Los caballeros negros, que apenas se recuperaban de la impresión, debieron llevarse las manos a los oídos y cerrar los ojos con fuerza.

—Impresionante —observó Gestahl Noah—. ¿Era esa la técnica de mayor poder destructivo de la pasada generación de santos de oro, la Explosión de Galaxias?

—Una centésima parte —repuso Kanon, observando la agitación de las aguas cada vez que caían trozos de piedra estelar desde los lados del canal. A pesar de todo su auto-control, había causado daños graves. No podían quedarse allí mucho tiempo—. ¡Dioses! —Nuevos horrores surgieron desde lo más hondo del río. Carecían de cabeza y los cuerpos de lémures estaban ennegrecidos, sin embargo, no había logrado dañarlos de gravedad, mucho menos destruirlos—. ¿Era así en el continente de Mu?

—Lo desconozco —respondió Gestahl Noah, también viendo los fútiles intentos de diez, veinte y hasta treinta de aquellas cosas de atravesar la barrera, que los repelía con mayor violencia cuanto más golpeaban el Muro de Cristal—. Estuve rezando esos tres días, aunque si he de hacer caso a lo que dicen mis muchachos, cosa que hago a menudo, los horrores del Príncipe Durmiente eran un peligro por numerosos. ¿Inmunes al dolor? Sí, tampoco tenían huesos, ni órganos internos. ¿Invulnerables? No.

—En ese caso, enfrentamos una amenaza mayor. ¡Garland! —ordenó Kanon, sin quitar un ojo de encima a esas cosas.

El santo de Tauro había recorrido el barco de lado a lado, ejecutando la Tabla Rasa sobre toda criatura que veía, ya fuera a los pies de la barrera, ya zarandeados por la furia de Ra´s Al Ghul, bajo cuyos rayos perdían su arma más terrible, los ojos. Sin la facultad de abrir la Otra Dimensión, por el riesgo de atraer una amenaza mayor, los del Argo Navis Negro solo podían confiar en la aterradora técnica de Garland. En Caos, la base de toda la Creación, incluso lo que no podía ser dañado era borrado de la existencia.

—Lo que hiciste fue una estupidez —advirtió Garland en cuanto acudió al llamado. Nada más dijo, centrándose en fumigar ese lado del río.

Kanon aceptó su error con un gesto de asentimiento. Había sido imprudente. Ese lugar les estaba afectando a todos, de un modo u otro. Garland solía ser un hombre tranquilo, pocos en el Santuario podían presumir de ser guerreros tan centrados como Marin, Ofión no era de los que exteriorizaban sus sentimientos… Era preocupante, más que la oscuridad que los rodeaba, más que haber perdido el rumbo. Si los santos de Atenea veían quebrada su voluntad, entonces todo estaba perdido.

Hubieron de pasar varios minutos para que dejaran de aparecer horrores. Los caballeros negros, repuestos de la impresión, empezaron a vitorear a sus defensores.

—No es para tanto —dijo Makoto, azorado—. ¿Verdad?

Joseph de Centauro, en ese momento una criatura mitad hombre, mitad caballo, no pudo responderle. Estaba hecho de fotones y carecía de cuerdas vocales.

—¡Informe de daños! —exigió Kanon de Géminis.

—Cero bajas en popa —informó Tetis, al estar Zaon ocupado con Ra´s Al Ghul.

—Cero bajas en babor —informó Marin.

—Ah, cero bajas en… —trató de informar Makoto, hasta que vio al caballero negro de Auriga, sujetado por el caballero negro de Orión.

—Venga —dijo Almaaz, con la mano sobre el sangrante muñón del que le arrancaron la oreja—. Si yo no estoy muerto, para nada. Solo mutilado. No es nada… ¡No es…!

 

Auriga Negro no pudo terminar su queja, pues una columna inmensa de agua caída del cielo lo cubrió en plena frase. Almaaz, extrañado, tardó algunos segundos en comprender lo que había pasado y mover los brazos y las piernas, desesperado. Un gesto inútil, no podía salir de aquella cárcel acuática en la que su herida de guerra era primero limpiada y luego restaurada a nivel celular.

—Sí, sí, ya te oí —dijo la voz de Aqua, amplificada mil veces.

La columna de agua resultó ser uno de los dedos de la santa de Cefeo. Makoto, al igual que la mayor parte de la tripulación, miró boquiabierto la forma que Aqua había adoptado: un río humanoide. Parecía una diosa, tan grande como para sujetar entre sus manos el barco entero, viéndolos desde arriba con una máscara que se adaptaba a la amplitud del rostro por alguna razón misteriosa, Claro que en ese sentido también podía pasar como una niña pequeña jugando en la bañera con su barquito.

Almaaz de Auriga Negro salió expulsado del dedo, grueso como el mástil del barco. Desorejado, pero ya sin ninguna herida, corrió algunos pasos hasta darse cuenta de que no tenía a dónde ir. Un tal Mirapolos de Lince Negro lo devolvió a su puesto tirándole de la oreja que le quedaba, mientras Almaaz seguía con sus murmullos quejumbrosos:

—Me siento profanado.

—¿Tú te sientes profanado? Yo he tenido esas cosas por todo mi cuerpo. —Se oyó un sonido de escupitajo cuando un gusano salió desde el pecho de Aqua hasta el barco. Visto de cerca, podía reconocerse más o menos a uno de los horrores, aunque sin extremidades, ni cabeza, ni pelaje, como recién salido de un baño de ácido para extraterrestres—. Llevo un rato avisando a Makoto de esto y no me hacía caso. ¡No eres ninguna princesita, yo una vez tuve que entrar en las alcantarillas por el canal de residuos! ¿Sigues creyendo que bañarte en basura es peor que esto, Makoto?

La santa de Cefeo cruzó sus inmensos brazos y esperó una respuesta. No la obtuvo. Makoto se sentía observado por todo el mundo y no tenía fuerzas para hablar.

—Fue una estupidez no avisarnos enseguida —dijo Kanon.

—Dale un respiro al chico —pidió Garland—, estamos todos un poco tensos.

La ironía provocó que el antiguo Sumo Sacerdote sonriera.

—Sí, sí, sois muy graciosos todos —asintió Aqua—, pero yo quiero una… —De forma brusca, Aqua dejó de hablar y se inclinó sobre el barco, cubriéndolo con su cuerpo.

Un nanosegundo después, el Muro de Cristal fue golpeado por un proyectil de energía descomunal. La barrera colapsó tras el mero contacto, a la vez que el cuerpo acuático de la santa de Cefeo era vaporizado hasta un setenta por ciento. Los restos cayeron al río alzando pequeñas olas que bañaron el barco como una ducha fría y estremecedora.

—¿Aqua? —preguntó Makoto, corriendo hacia la barandilla—. ¡Aqua!

 

—El tiempo vuelve a fluir —maldijo Garland—. ¿Cómo…?

El santo de Géminis no tenía ahora tiempo para sopesar ese hecho. Aprovechando el enlace que unía a los tres santos de oro en el barco, dio una sugerencia:

Mi discípula apostaba por una barrera de capa múltiple.

¿Como el Rho Aias del santo de Escudo? —preguntó Ofión.

En lo que Kanon respondía, el llamado Ermitaño levantaba una vez más el Muro de Cristal. Incluso si había sido destruido una vez, era la mejor defensa que tenían.

No tan efectivo —reconoció Kanon—, aun así, creo que…

Un nuevo ataque obligó a los santos de oro a detener la comunicación. El Muro de Cristal, la máxima técnica defensiva del pueblo de Mu, hizo honor a su nombre. Colapsó tras un solo impacto, como una enorme burbuja de cristal.

 

Como era de esperar de un ataque capaz de destruir el Muro de Cristal, el primer proyectil ya había aniquilado la tormenta viviente que era Ra´s Al Ghul. Los caballeros negros, descorazonados, miraron a Zaon de Perseo en busca de alguna palabra de ánimo. Este dirigió sus esperanzas a la más hermosa hija de Nereo.

Tetis tenía ahora mismo otras cosas en qué pensar y les dio la espalda. Había reconocido en el primer ataque la naturaleza a medio camino entre la magia y el cosmos de los miembros de la Segunda Orden de Ángeles. Cuando el segundo ataque aniquiló el renovado Muro de Cristal, ya no tuvo ninguna duda de la clase de enemigos que estaban por enfrentar, incluso antes de que apareciera sobre popa el primer guerrero celestial, armado con una lanza de manufactura olímpica.

—Mi nombre es Cichol de las Potencias, ángel del Aire.

 

A la primera orden de Marin, todos los caballeros negros de babor retrocedieron a la vez, creando distancia con el gigante que había aparecido de pronto.

—¿Qué hay? Chevalier, ángel de… ¡Pues no me acuerdo de qué! Mucho gusto.

Cerraba y abría los puños, forrados de dorado, con una evidente sed de lucha.

 

En estribor no habían sido tan afortunados. Un ángel de facciones tan hermosas como toscas eran las del que apareció sobre babor, no dudó en golpear al primer caballero negro que le miró con gesto desafiante. Eren de Orión cayó al cuelo, llevándose las manos al rostro ensangrentado; su ojo estaba entre los dedos del guerrero celestial, que lo miraba con interés sin hacer el mínimo caso a Makoto.

—¡Te vas a enterar! —gritó el santo de Mosca.

Sus manos, empero, no lo alcanzaron. Tampoco lo logró Joseph, quien acometió como un silencioso rayo de luz. El ángel desaparecía sin más en el momento justo.

—Aubin, ángel de la Audacia —se presentó el veloz guerrero celestial. Con un gesto casual, arrojó el ojo hacia arriba y se lo tragó de una sentada—. Delicioso. Ah, señor Cichol, ¿cómo supo que íbamos a atacar en este momento?

 

—Ni se te ocurra —advirtió el cuarto ángel en aparecer, en popa, presionando con su guadaña el cuello del Sumo Sacerdote. Se distinguía de los demás por el yelmo de calavera y el negro exoesqueleto que le recubría la gloria—. Puede que los dioses perdonen tus faltas, Deucalión, pero yo no conozco el perdón.

—¿Y tú eres? —preguntó Gestahl Noah de forma casual.

Para el líder del Santuario era evidente que estaba ante el más peligroso del grupo. Las marcas de su armadura, una gloria como la que solían vestir los ángeles de la Segunda Orden, eran de un negro brillante que recordaba a las profundidades del inframundo, lo que quedaba realzado por el hecho de que evocaban a un can tricéfalo.

—Sariel —respondió el de yelmo cadavérico—. Ángel de la Muerte.

Gestahl Noah asintió, reflexivo.

 

—Es inútil —aconsejó la quinta guerrera celestial, apareciendo desde el puesto de vigía. Aunque ninguno de los santos de oro se había movido de su puesto desde que llegaron los ángeles, la única mujer del grupo notó que Ofión se disponía a hacer algo—. Nuestro compañero, Indech, ángel de la Tierra, posee el Inagotable que perteneció al Espíritu Divino Galia. Ni siquiera el agujero negro del centro de nuestra galaxia podría atrapar uno solo de sus proyectiles, así que ninguna barrera creada por simples mortales os servirá de protección. Además —añadió, siempre con tono didáctilo—, sin importar la distancia, siempre va a dar en el blanco, así que tampoco podéis evadirlo.

El santo de Tauro escuchó, paciente, el discurso del ángel. Esperaba alguna explicación sobre por qué diablos les estaban atacando. En lugar de eso solo obtuvo la clásica charla sobre cuán perfecta era la técnica de turno, así que no tuvo que pensárselo mucho para ejecutar la Tabla Rasa sobre aquella chica de aspecto inocente. La guerrera celestial, como los horrores, se vio envuelta en el color que no era color alguno.

Y después, nada, salió ilesa. La mejor técnica del santo de Tauro, que excedía su propia fuerza bruta por órdenes de magnitud, no había logrado nada en absoluto.

—¿Qué rayos eres tú? —cuestionó Garland, apretando los dientes.

—Cethleann de las Potencias, ángel del Agua —contestó la guerrera celestial con una inclinación—. Por mis venas corre la sangre de los humanos de la era mitológica y los espíritus del albor de los tiempos, así que he sido honrada con la gloria Garreg Mach, capaz de desviar cualquier ataque, sin importar su naturaleza.

  

Los ángeles son el grado medio de las huestes del Olimpo, entre los ejércitos de guerreros sagrados, como los santos de Atenea, los espectros de Hades y mis compañeros marinos, y los Astra Planeta, que los dirigen como generales —explicaba con precisión Tetis mediante telepatía, dirigiéndose en exclusiva a los santos de oro ya conectados por el enlace—. Se dividen en tres órdenes.

»La Primera Orden cayó durante el albor de los tiempos. Tifón, sus hermanos y los que ahora llamamos Reyes Durmientes fueron enemigos temibles. Cratos, trono de la Fuerza, y Bía, trono de la Violencia, formaban parte de este grupo al que los dioses honraban con armas indestructibles, forjadas por Hefesto.

»La Segunda Orden incluye a las dominaciones, virtudes y potencias. Son espíritus, de naturaleza mágica, que adquirieron forma humana y aprendieron el uso del cosmos. Tienen el deber de proteger los planetas, estrellas y galaxias del universo y la prohibición de entrometerse en los asuntos de la Tierra. Por su labor, los dioses les otorgaron armaduras únicas, poseedoras de un poder latente. Cichol y Cethleann son del rango inferior, las potencias, que ostentan el color de la dominación a la que sirven. El verde es un color popular, allá arriba, desconozco quien puede ser.

»La Tercera Orden reúne a los héroes mortales, los semidioses y los más grandes reyes en un nutrido grupo de capitanes conocidos como ángeles, arcángeles y príncipes. Ellos no poseen armas, ni armaduras especiales, sino una bendición única del dios que los trajo al Olimpo tras su muerte. Chevalier, Aubin y Sariel son humanos. Lo huelo.

Todo eso está muy bien —dijo Garland—, pero, ¿importa?

Dices que tres son humanos, pero todos tienen armaduras similares —advirtió Ofión—. Y armas. Si son de la Segunda y Tercera Orden, ¿por qué tienen armas?

Además —dijo Kanon, manteniendo el ojo sobre Sariel—, pondría la mano en el corazón de Flegetonte porque ese ángel de la Muerte es el más fuerte aquí. 

Sois rápidos de mente —aprobó Tetis—. Es posible que las armas sagradas se repartieran entre las órdenes inferiores, eso no es tan extraño como que humanos de la Tercera Orden posean glorias de los espíritus de la Segunda Orden. Es inusual. Si dejamos de lado la cuestión de las armaduras, ambos grupos solo se diferencian por cuál fue su origen y qué deberes tienen; en principio todos podrían ser igual de fuertes. 

Esa era la clave en la explicación de Tetis. No estaban ante un grupo normal de ángeles, cosa bastante preocupante si se tenía en cuenta que hablaban del ejército del Olimpo. Un escuadrón común y corriente del cielo ya era un dolor de cabeza, de por sí.

 

«¿Por qué no hacen nada? —se preguntó Zaon, preocupado. Los cinco ángeles ostentaban un cosmos formidable, a años luz de lo que él, Marin e incluso Joseph y Makoto podían lograr. A tal grupo debía sumar al menos uno más, el responsable de destruir de un solo tiro el Muro de Cristal y Ra´s Al Ghul. Seis oponentes. Ellos contaban con tres santos de oro, además de la nereida Tetis y el nuevo Sumo Sacerdote, quienes ocultaban su fuerza. Había una ligera ventaja numérica del bando enemigo, que se desharía si en algún momento regresaba Ícaro de Sagitario Negro, o mejor, la Silente—. Lo más seguro es que hayan sido ellos los que atacaron a Triela de Sagitario —dedujo de pronto el santo de Perseo, comprendiendo de ese modo que la cuestión numérica podía ser el menor de sus problemas. Si los ángeles eran superiores incluso a los santos de oro, estaban perdidos—. ¿Es por eso que aguardan? ¿Tienen miedo?»

Él mismo estaba aterrado. Quizá era el lugar, que le minaba el espíritu, quizá tantas batallas habían agotado sus reservas de valor y esperanza. Cuando la Suma Sacerdotisa selló el inframundo y a Caronte de Plutón, pensó que habían logrado aquello por lo que nacieron. Cuando sobrevivieron a la maldad del dios del miedo, pensó que la guerra había acabado al fin, solo para descubrir que una batalla aún peor podía esperarles más allá del horizonte. Ahora, como la punta de un iceberg, veía a cinco ángeles acaso emisarios de la voluntad del monte Olimpo. ¿Había sido un error ese viaje, todo ese tiempo? Los humanos no podían desobedecer la voluntad de los dioses.

Bajó la vista, avergonzado, cuando se cruzó con la de Cichol, tan imponente y seguro de sí mismo. Pero al ver una máscara de plata flotando en el río, gritó:

—¿Qué le habéis hecho a nuestra compañera? ¡Responde, maldito seas!

—¿Compañera? —Cichol habló con tranquilidad, como sin entender.

—Aqua, hija de Nereo y Doris, mi hermana —aclaró Tetis—. El ataque de quien llamáis Indech la golpeó mientras adoptaba la forma espiritual.

—¿Eres Tetis? —preguntó Cichol, evadiendo la pregunta. La nereida asintió—. Oí hablar de ti durante mi visita a la Tierra, hace ya tiempo. No participaste en ninguna de las guerras atlantes, ¿qué te ha animado a luchar ahora? —Una expresión gélida fue todo lo que obtuvo el ángel, quien asintió, comprensivo—. Como sabes, los espíritus somos muy difíciles de matar en nuestra verdadera forma. No es como si bastara lo que los humanos actuales llaman una herida normal. Se repondrá. Tienes mi palabra.

 

Gracias a su buen oído, Marin había escuchado palabra por palabra las explicaciones de Cichol, que calmaron por igual la sangre caliente de Zaon y Makoto.

A ella solo le encendieron.

—¿De qué nos sirve la palabra de quienes nos atacan sin razón?

—Ah, a mí no me mires, yo soy un mandado —se excusó Chevalier.

Golpeando la madera bajo sus pies, Cethleann atrajo las miradas de todos.

—Habéis trastocado el espacio-tiempo del universo. Nosotros, los ángeles de la Segunda Orden y aquellos de la Tercera Orden que tuvieron a bien auxiliarnos tras perder a nuestra líder —acotó, sacando una sonrisa a Chevalier y Aubin, así como provocando un gesto de asentimiento a Sariel—, custodiamos el universo. Galaxia a galaxia, vigilamos los sellos de los Reyes Durmientes para que el último mundo con vida prospere según la voluntad del Olimpo. Creo que es normal que os hayamos considerado enemigos, habida cuenta de que vuestro juego atrajo a Aquel que se desliza en la oscuridad y su horda de horrores, que Timotheos apenas puede controlar.

«Timotheos —pensó Marin—. Otro ángel.»

—No estamos aquí por gusto —terció Makoto—. Algo nos desvió de nuestro camino.

—Lo notamos —asintió Cethleann—. Mas, ¿cómo saber si vosotros no preparasteis ese desvío? No seríais los primeros humanos en tratar de despertar a los Reyes Durmientes. Incluso una vez, en la Tierra, se abrieron las Puertas de Yog-Sothoth donde descansan por siempre los líderes de quienes duermen en las más distantes galaxias.

—Fue más de una vez, me parece —reconoció Makoto, provocando en el ángel del Agua una mirada de espanto—. Ah, pero nosotros no queremos eso. Para nada. ¡Si lo acabamos de impedir! Más o menos.

Según lo que Marin tenía entendido, que era lo mismo que debieron haberle contado a Makoto, en realidad eso había sido cosa del rey Alexer, Damon y Poseidón. Un hombre esgrimiendo el poder de incontables generaciones de guerreros sagrados, el mago más poderoso que jamás hubo existido y uno de los dioses más poderoso del Olimpo. Tales fuerzas fueron necesarias para atajar por igual el problema de más allá del espacio y la maldad de Fobos. Los santos de Atenea y las fuerzas aliadas solo habían podido tratar el daño colateral de aquellas batallas fuera de la imaginación humana. Los temores de todos haciéndose realidad, poderosos demonios y abyectos horrores. Aun así, la subcomandante de la división Pegaso no corrigió a su compañero.

«En cierta manera, está siendo sincero —decidió Marin.»

—¿Dices que no es vuestra intención liberar a Aquel que se desliza en la oscuridad? —Cethleann, aunque de constitución baja y posicionada en lo alto del mástil, no tenía que elevar la voz para llegar a los oídos de todos. Esta viajaba al compás del viento, alta y clara—. ¿Lo juras por los cielos, la tierra y el mar?

—Pues claro —repuso Makoto—. Ni siquiera sé quién es ese.

Pero sí que habían escuchado un sonido de deslizamiento antes de acabar lejos de la luz y rodeados de una oscuridad viva, que incluso ahora los observaba y cantaba, si bien ya como un ruido de fondo apenas audible. Marin suponía que era la presencia de aquellos ángeles lo que mitigaba la maldición que había caído sobre ellos. No en vano Cethleann afirmaba que eran los custodios de los sellos de los Reyes Durmientes. Cethleann, cuya voz le producía una sensación similar a escuchar la voz de Atenea; de algún modo, estaba segura de que aquel ser era incapaz de mentir.

«Eso podría ser otra clase de ilusión —advirtió el lado más racional de Marin.»

—¡En ese caso…! —exclamaba Cethleann, risueña.

—Hemos sido atacados. Tres veces —señaló Marin, mostrando tres dedos extendidos en el puño que alzaba arriba—. Por Indech, por Aubin y por Timotheos. Ya que controláis a los horrores que asaltaron nuestro barco. —Como esperaba, el ángel del Agua enmudeció, incapaz de mentir—. ¿No somos nosotros, entonces, quienes deberíamos veros como un grupo de villanos con aviesas intenciones?

La santa de Águila estaba cruzando la línea. No estaba ni por casualidad tan segura de sí misma como aparentaba. Un disparo de Indech bastaría para destruir el barco. En un abrir y cerrar de ojos morirían sin poder llegar a su destino. Era peor para los que estaban bajo cubierta, descansando; ellos ni siquiera podrían defenderse.

«¿Nosotros podemos? —se cuestionó Marin. La subcomandante de la división Pegaso que había guerreado con la muerte. La santa de plata que desafió la voluntad del Sumo Sacerdote por Atenea. Le resultaba inconcebible estar asustada, pero lo estaba.»

Tuvo  que contener un suspiro de alivio cuando Cethleann, que intercambiaba con Cichol una mirada llena de intención, asentía, conforme.

—Si vuestro propósito no es despertar a Aquel que se desliza en la oscuridad y os habéis perdido, nosotros podemos ayudaros. Todos nosotros, espíritus y hombres, somos expertos en la magia, la habilidad para manipular la naturaleza, que el cosmos imita, y torcer las leyes de la física, a las que el cosmos se somete. En mí está el poder de sanar heridas, mi padre Cichol comanda el viento, Sariel dirige las almas de los muertos y Aubin y Chevalier son duchos en el fortalecimiento del propio cuerpo. —Conforme Cethleann daba ese discurso, mitad explicación, mitad amenaza implícita, los santos de oro, Tetis y Gestahl Noah permanecieron con una admirable cara de póquer, ocultando de ese modo el as que guardaban bajo la manga. Makoto, por el contrario, sonreía lleno de confianza, le podía el orgullo—. El mejor de nosotros, Macuil, se especializa en la magia en sí, ningún campo de estudio le es ajeno. Él podría devolveros a casa en un visto y no visto. Después, con la Espada de la Destrucción, destruirá esta abominación —señaló, abarcando todo alrededor—, para que el universo vuelva a funcionar como debe. Solitario, sin interferencias, hasta que llegue el momento propicio. ¿Qué os parece? Ambos ganamos con esto, ¿me equivoco?

 

—¡Eso sería estupendo! —gritó Makoto, dando un salto—. Si nos llevan hasta el Jardín de las Hespérides, nos ahorraremos algunas horas de viaje. ¡Ya podríais habernos localizado antes! Claro que a lo mejor estábamos un poco lejos.

La expresión del ángel del Agua, tan aliviada hacía un segundo, cambió por completo. Ahora estaba horrorizada y Makoto no pudo explicarse por qué hasta que la oyó:

—¿Os dirigís a los confines del universo, donde yace Lo que repta bajo el sueño de los dioses? —susurró Cethleann, un susurro que se extendió por todo el barco.

—¿Eh? No, nuestros compañeros nos… —Makoto quiso explicarse, pero era tarde.

Para quienes no dominaban el Séptimo Sentido, el tiempo se detuvo. Cruzando los brazos, el santo de Mosca pudo bloquear, de milagro, un puñetazo de Aubin directo hacia su corazón, pero le habría sido imposible detener el segundo, de no ser porque un puño de oro cruzó el rostro del ángel de la Audacia haciéndole dar vueltas de campana.

En realidad, todos los ángeles habían recibido un ataque en ese mismo instante, apenas perceptible para el santo de Mosca aun habiendo alcanzado el Séptimo Sentido.

«¿Más rápido que la luz? —se preguntó Makoto.»

 

Usar el Octavo Sentido había sido una idea tan mala como abrir la Otra Dimensión en ese lugar. Se había cansado más de lo normal, sintiendo que algo lo observaba desde lejos. Los mundos que orbitaban en medio de la oscuridad estaban fijos en él, todos, penetrando en su mente con tanta intensidad que toda resistencia era fútil. A pesar de todo, no se arrepentía; de no haber actuado a esa velocidad, alguien habría muerto.

Los ángeles se recuperaron en pocos segundos, como era de esperar pero la forma en que cada cual el encajó el puñetazo le sirvió seguía siendo una información valiosa. Aubin cayó al suelo, Chevalier retrocedió algunos pasos; Cichol y Sariel permanecieron firmes, apenas ladeando la cabeza; Cethleann ni siquiera fue alcanzada. Decía la verdad en cuanto a su gloria: desviaba los ataques como la providencia divina.

—¿Sigues pensando que nosotros somos los villanos con aviesas intenciones? —censuró Cethleann a Marin, quien no dijo nada—. ¡Despertar la Octava Consciencia en este lugar, mostrar el alma, tesoro divino, a Aquel que se desliza en la oscuridad…!

—Me he cansado de vuestro teatro de niños buenos —atajó Kanon—. Ibais a matarnos, yo solo actué en consecuencia. Defiendo, como desde la era mitológica nos ha enseñado Atenea. ¿Qué haréis vosotros? ¿Morir? ¿O apartaros de nuestro camino? Mientras estéis aquí, vuestro amigo no puede disparar sin volaros por los aires a los cinco.

Garreg Mach desviaría el disparo —replicó Cethleann—. Mas, tenemos otros medios para ocuparnos de pecadores como vosotros. ¿Verdad, Sariel?

—¡Veremos si puedes desviar esto! —exclamó el santo de Géminis haciendo entrechocar los brazales. Cuando se hubo henchido de cosmos, empero, escuchó las últimas palabras de Cethleann y se decidió a esperar.

Sariel, reaccionando a la sugerencia del ángel del Agua como un perro fiel, abandonó el valioso rehén que era Gestahl Noah y alzó la guadaña. El espacio tridimensional titiló de una forma que solo Kanon pudo percibir, anunciando que un portal estaba a poco de ser abierto. Concentrando el cosmos reunido hasta ahora, actuó justo en el momento preciso, impidiendo la apertura del tejido espacio-temporal.

—Impresionante —reconoció Sariel, cuya guadaña ahora apuntaba a la madera—. A ti te mataré yo, nadie más puede hacerlo.

 

El ángel de la Muerte y el santo de Géminis se enzarzaron de pronto en un combate brutal, alrededor del cual el mundo siguió girando. Nuevos horrores llegaron hasta la costa, aunque esta vez los caballeros negros estaban listos para confrontarlos, con la ayuda de Zaon de Perseo, Marin de Águila, Makoto de Mosca y Joseph de Centauro, quien todo ese tiempo había permanecido en forma de luz. Todos ellos luchaban, de forma frenética, confiando en que sus espaldas estaban bien cuidadas, y lo estaban.

Ofión de Aries adoptó un rol ofensivo ahora que estaban a salvo de los ataques del Inagotable. Mediante telequinesis, hizo todo lo posible por retener a Aubin, sin éxito. Aquel enemigo escurridizo no se dejaba sorprender por segunda vez.

Garland de Tauro detuvo con su cuerpo el mortal puñetazo con el que Chavalier pretendió desnivelar el duelo entre Kanon y Sariel. La potencia combinada del arma sagrada y la fuerza del ángel hizo que por primera vez el santo de Tauro extrañara de verdad el áureo manto, pero sonrió de todas formas y le devolvió el golpe con un gancho en plena mandíbula, alejándolo de aquella lucha crucial para todos.

Gestahl Noah caminó con tranquilidad, viendo a los horrores ser repelidos una y otra vez por multitud de técnicas, que en su mayor parte solo les retenían por algunos valiosos segundos. Así llegó hasta el círculo de caballeros negros que custodiaba el mayor tesoro de cubierta: los mantos sagrados recién restaurados. Todos ellos serían necesarios en cuanto los que dormían abajo se despertaran con tanto alboroto.

Le pareció que había algo raro con las esferas picudas del manto de Cerbero, pero acabó descartándolo frente a todo lo que pasaba alrededor.

Padre, es un honor que… —trató de decir Lisbeth.

—No bajes la guardia —advirtió Gestahl Noah, entre aquella y su padre, a la vez que señalaba el suelo. La sombra de Cincel se arrojó sin pensárselo dos veces, esquivando por muy poco una corriente de agua acelerada a la velocidad de la luz.

 

No era el primero de los ataques de Tetis desviado por la lanza de Cichol, pero sí el que estuvo más cerca de dañar a un compañero. Sin embargo, era inevitable. Los caballeros negros estaban resultando ser bastante efectivos en la defensa de popa, gracias en particular a las Moscas Negras que el voluminoso Fly dirigía. Aquel escuadrón de cinco podía convertir, mediante su cosmos, el aliento en un potente veneno que paralizaba todos los músculos del cuerpo humano. Tal técnica, llamada sin mucho acierto científico Virus, no afectaba al cien por cien a los horrores, puesto que su cuerpo funcionaba de un modo incomprensible hasta para la propia Tetis, pero sí que mantenía quietos los ojos el tiempo suficiente para que Zaon les hiciera conocer a todos el sabor de Harpe. Las cabezas rodaban como en una revolución, garantizando que todos los demás en el barco pudieran luchar sus propias batallas, siempre que Tetis mantuviera alejado a aquel capaz de aniquilar toda la línea defensiva de popa de un golpe.

Después de quince asaltos, ya estaban alejados diez metros de Zaon y los demás y Tetis ya no necesitaba contenerse. Despertó el Octavo Sentido, viendo la cara de puro horror en el rostro de Cichol mientras se deslizaba hasta su espalda.

Tan pronto tuvo la nuca del ángel a su alcance, formó una daga hecha de su cosmos sagrado. Tenía una apariencia acuosa y un filo blanco de espuma, hasta que dio el tajo a una velocidad superior a la de la luz y se manifestó como una hoja de pálida luz azul. Ningún arma humana era tan letal como el cosmos materializado de alguien como ella, sin embargo, incluso el arma de un ser divino solo era letal si alcanzaba al oponente. Cichol esquivó el ataque, de algún modo, retrocediendo mientras el espanto y el desprecio se mezclaban en su rostro alterado. Tetis no lo comprendía, ¿era porque había tratado de atacarlo por la espalda? El honor era asunto de los humanos, la fantasía de la hija favorita de Zeus inculcada en una raza barbárica. Tetis y Cichol no eran humanos.

¿O sí lo eran? La apariencia del ángel, tan maduro, pasó a la de un joven de proporción áurea, armado no solo con una lanza, sino también con el escudo que ella lo obsequió. Aquiles, su hijo, buscó atravesarle el corazón con un ataque que solo pudo esquivar por su instinto de supervivencia, que no le impidió recibir otro golpe, simultáneo, en el hombro derecho. El filo del arma creada por Hefesto hizo saltar la hombrera perlada en mil pedazos, revelando una fea herida, demasiado roja. ¿Hacía cuanto que no bebía el dulce néctar del Olimpo, ni probaba la ambrosía? ¿Desde cuándo había renegado de los dioses? Aquiles volvió a atacarla, de nuevo en el corazón, de nuevo fallando el primer golpe y acertando el segundo, que le abrió un tajo en la rodilla izquierda.

En ambas heridas destellaba el poder del rayo, paralizándola de un modo imposible. Cualquier veneno que pudiera incordiar a un ser divino estaba en lo más profundo del Tártaro, oculto en alguna de las cincuenta cabezas de Campe. Las técnicas humanas que sellaban los cinco sentidos deberían ser ineficaces para ella, que tenía el icor en su cuerpo aun después de vivir tantos milenios entre los humanos. Debía ser algún poder adicional que Hefesto había otorgado a la lanza de su hijo, Aquiles, ella le había pedido de forma expresa que lo armara de forma que ni el destino pudiera matarlo.

—Mentirosa —maldijo Aquiles, dando un nuevo ataque, el último. Con el brazo derecho y la pierna izquierda detenidos, no podía huir ni defenderse—. ¡Muere!

Detuvo el primer ataque con los dientes, en un arrebato demencial. El segundo le rasgó el cuello, aunque solo de refilón. El propio Aquiles quedó asombrado del arrojo que su madre había conseguido a través de los milenios.

«No es Aquiles —se dijo Tetis, antes de que una corriente eléctrica le recorriera todo el cuerpo, deteniendo hasta el último de sus átomos—. Mi hijo vive. Vive en el Olimpo.»

Hefesto le había hecho ese favor. A través de Hermes, negoció con Hades, decidiendo que ninguno de los participantes de la Guerra de Troya era en realidad un santo de Atenea, pues los que poseían mantos sagrados servían a una falsa diosa y quienes servían a la auténtica no poseían un manto sagrado. Hubo casos que no entraron en discusión, como los santos de Orión, Cruz del Sur, Escudo, Lira y Flecha, así como Odiseo, su nieto Neoptólemo y Eneas, quienes sobreviviendo a la Guerra de Troya, sirvieron al Santuario, sin embargo, la mayoría de aqueos y troyanos acabó militando en los cielos por la eternidad gracias al dios de la forja, algo que siempre le agradecería.

Había estado delirando, todo ese tiempo. No luchaba con Aquiles, eso era imposible. Su rival no era otro sino Cichol, quien había detenido su tiempo usando el arma de un Espíritu Divino. Las obras de Hefesto, como de costumbre, eran formidables.

Pero ella también lo era. Una hija de los dioses, un Espíritu Divino viviendo como una humana más, por el sueño de vivir lo que antaño le pareció una maldición.

¿Necesitas ayuda? —dijo una voz, directa a la mente de la hija de Nereo.

La humedad del ambiente se aglutinaba alrededor de Tetis, devolviendo el tiempo a su curso normal. Las heridas, hechas con un arma divina, no fueron cerradas del todo, pero eso a Tetis no le importaba. Tenía una nueva oportunidad.

—¡Gracias, Aqua!

Por alguna razón, el santo de Mosca, que corría sin parar entre babor, estribor y popa para ayudar allá donde no estaba luchando Joseph, la miró con mala cara.

—El poder de los hijos de los dioses no deja de impresionarme —alabó Cichol—. Mi maestro, Eolo, era igual. No necesitaba refugiarse en la locura para sobrevivir a lo incognoscible. Los desafió de frente, a los Reyes Durmientes.

—Así que fuiste entrenado en la Tierra por un dios —dijo Tetis, cuyas manos ahora estaban armadas con dos dagas—. Ya no me siento tan mal.

—Poseo la lanza de un Espíritu Divino, la gloria de un ángel de la Segunda Orden y la bendición de un dios, las virtudes de las tres órdenes celestiales se unen en mí. —Un orgullo muy humano vibraba en cada una de las palabras de Cichol—. Soy aquel que dio muerte al Gran Espíritu Seiros, guardadora de esta galaxia. ¿Quién eres tú, demente hija de los dioses que revela su alma a la más abyecta raza de este universo?

—Ah, ¿no me había presentado? —A la vez que adoptaba una postura de batalla, la nereida comprobaba que su cuerpo se movía a la perfección. Aqua seguía siendo una excelente sanadora, no entendía por qué se empeñaba en desperdiciar su talento combatiendo—. Soy Tetis, hija del Viejo del Mar, Nereo, y Doris. Madre de Aquiles, el más grande de los héroes de Troya, el más formidable de los arcángeles.

A modo de respuesta, Cichol tanteó a la ahora despierta nereida. Tetis desvió la punta de la lanza con la daga de la mano derecha, Diestra, frenando por muy poco el segundo con la de la izquierda, Siniestra. Ya había leído cómo funcionaba aquella arma sagrada. Incrementando la gravedad, doblaba el espacio y garantizaba un ataque doble, siendo inevitable que al menos el segundo hiriera al oponente y detuviera su tiempo.

—Veo que has recuperado la cordura —alabó Cichol—. ¿Qué es eso…?

—Las armas de Hefesto son las mejores del universo —reconoció Tetis, cuya sangre, vertida de tres heridas, fluía hasta Diestra y Siniestra dándoles un brillo carmesí—. Solo puedo oponerme a ellas de una forma, usando mi propia vida.

 

Para Makoto de Mosca, que una diosa estuviera dispuesta a sacrificarse era algo sorprendente. Ni siquiera saber que Atenea lo había hecho para detener el diluvio universal mientras Seiya y los demás luchaban con el ejército marino hacía el suceso menos raro para él. Los dioses, pensaba, eran seres inmortales, no podían pensar como los hombres, no porque fueran malvados, sino porque eran demasiado distintos.

Ahí estaba el caso de Aqua. Podía ser tanto una confiable y algo ruidosa muchacha, como una giganta acuática, como una consciencia omnipresente en un río divino. Desde antes de que revelaran que había sobrevivido, la santa de Cefeo ya se había puesto en contacto con él, comentándole un par de cosas interesantes.

Número uno —decía la nereida, que Makoto se imaginaba con el dedo levantado—. Los horrores se mueren por mis huesos.

¿Un río tiene huesos? —se preguntó el santo de Mosca.

Es una forma de hablar —repuso la nereida, explicando al punto que el río que navegaban, que era ella misma, representaba la muerte para los horrores. Por eso saltaban al Argo Navis Negro con tanta insistencia—. Número dos, el ángel de la Audacia tiene el don de la oblicuidad. —Eso también se lo tuvo que explicar, mientras santos y ángeles trataban la vía diplomática. Aubin podía, y solía estar, en dos sitios a la vez, de modo que si lo atacaban en un lado, escogía estar en la segunda posición. Era imposible golpearlo, tanto más matarlo. Los guerreros celestiales aguantaban mucho.

Luego vino su metida de pata, que le granjeó el halago más ofensivo que jamás le habían dado. En términos simples, Aqua había señalado que su simpleza natural serviría para desviar la atención de todos, mientras los dos coordinaban el ataque oportuno en el momento oportuno. Mientras, la misión de Makoto sería mantener a los horrores en el agua todo el tiempo posible, coordinándose ora con los oscuros rayos de Eren, ora con el ennegrecido aliento de las Moscas Negras, así como otros caballeros negros. El lado de babor podía centrarse al cien por cien en la defensa gracias a que Marin atacaba en todo momento desde el aire, pero el Cuadrado Perfecto de Ennead y el Perturbador de Viento de Johann, así como otras técnicas defensivas basadas en el control del viento y la luz, solo podían proteger un área muy limitada e incluso a ellos les venía bien algo de ayuda. No podían permitir, bajo ningún concepto, que uno de los horrores se adentrara en cubierta y estorbase en las batallas contra los ángeles.

Ya podría echar una mano el viejo verde —maldijo Makoto. El Sumo Sacerdote se limitaba a ver las batallas como un espectador más, acariciando la cabeza de la aterrorizada Lisbeth como si fuera un cachorrito.

Rato después, tras el desliz de la nereida al alertar a todos de que Aqua estaba despierta, la santa de Cefeo exclamó:

¡Mira a tu derecha! Creo que es el momento. Diez, nueve…

 

Mientras que Kanon y Sariel mantenían un equilibrio en que ninguno era alcanzado del todo, Garland y Chevalier no habían dejado de golpearse en todo aquel tiempo, llegando poco a poco a la conclusión más evidente. Los puños del santo de Tauro eran fuertes y habían dejado grietas por todo el peto del ángel, pero su cuerpo desprotegido había sufrido daños más graves. La sangre le caía de multitud de cortes desde los hombros hasta el bajo vientre. Ninguno de los dos había dado ninguna patada. Tampoco habían recurrido a las técnicas propias de los guerreros sagrados.

Tras mirar a su oponente, de pie y sonriente pese a todo, Chevalier tensó los músculos, dando una especie de orden que la gloria pareció obedecer al punto. Pieza a pieza, la armadura se convirtió en el tótem de un guerrero alado, a la derecha de un hombre inmenso cuyo cuerpo cubierto de moratones solo estaba tapado de cintura para abajo.

—Ahora estamos igualados —dijo Chevalier.

—¿Igualados? —cuestionó Garland.

—Estas maravillas me permiten golpear cualquier cosa que vea con solo pensarlo —se explicó Chevalier, mostrando los dorados guanteletes—. Cuando digo cualquier cosa quiero decir cualquier cosa, hasta una estrella que vea en el cielo nocturno.

—Tú y yo solo estamos igualados en un combate físico —replicó Garland—. Hasta que recurramos a nuestras técnicas, no podremos… ¿A qué viene esa cara?

El ángel estaba mirándolo como si hubiese dicho algo muy raro.

—¿Qué es eso de técnicas? Yo pienso que mi pugilato es muy bueno.

—Dioses. Mira, es mejor que te pongas la armadura de una vez. No estamos igualados.

La réplica de Chevalier tardó, pues de pronto todas las heridas que había causado en tan resistente guerrero empezaron a sanar de forma acelerada, hasta que no quedó nada.

—¡Oye, eso es…!

—¿Trampa?

Garland se encogió de hombros, descartando tal queja.

—¡Fantástico! —Chevalier, golpeando la palma abierta con el puño, celebró aquel giro de los acontecimientos—. ¡Ahora soy yo el que está en desventaja! ¡Me gusta!

En lugar de insistir, el santo de Tauro volvió a la carga, pensando en cada segundo que pasaba, entre un sinfín de puñetazos y el siguiente, que tendría que ejecutar la Tabla Rasa y acabar de una vez con todo eso. Pero algo se lo impedía.

«Tetis tenía razón —pensó el Gran Abuelo cuando ambos lograron acertarse en sus grandes cabezas—. Mi maldición necesitará recargarse a este paso.»

 

Necesito un minuto —oyó la línea defensiva al completo del Argo Navis Negro, desde los caballeros negros hasta los santos de Águila y Perseo. Makoto no sabía cómo comunicarse con Joseph en ese estado, pero lo había hecho bien hasta ahora de todas formas, así que decidió que Aqua tenía razón, era el momento de inclinar la balanza.

Todos los ángeles estaban demasiado concentrados en la batalla como para intervenir, así que Makoto cargó a la velocidad de la luz contra aquel que había evadido todos los intentos de un maestro de la telequinesis por atraparlo. Debió parecer todo un imbécil.

—¡Un ataque doble! —exclamó Aubin, esquivando a la vez los Husos Desgarradores y el placaje de Makoto—. Nada mal.

Excepto que no era un ataque doble, sino triple. Las aguas alrededor del barco se elevaron como grandes olas cuando el Sello del Rey fue ejecutado. Un total de siete cadenas forjadas de agua sagrada, proyectadas con el único fin de atrapar a Aubin. El ángel no pudo escapar de algo así, acabando por ser atado desde los pies a la cabeza primero por el Sello del Rey y luego por la telequinesis de Ofión de Aries, que lo miraba todo con cara de no entender nada. Makoto sí que entendía, lo había planeado de forma meticulosa, así que actuó en consecuencia con el Asedio del Señor de las Moscas.

Aubin era un ser humano, había nacido bajo una constelación guardiana, Lobo. Tras haber leído su cosmos mientras pateaba horrores hacia los benditos huesos de Aqua, sabía con tal exactitud dónde golpear que lo habría hecho con los ojos cerrados.

La técnica de Makoto era ideal para vencer a enemigos más fuertes. Con una mano tomaba la energía del oponente, que usaba con la otra para golpear. Así, marcó en el peto del ángel las estrellas bajo las que nació a toda velocidad, atravesando la gloria con gran esfuerzo y precisión. Estaba tan centrado en esa acción, ese eterno segundo en el que Aubin no podía huir, que si alguien le hubiese atacado por la espalda habría muerto.

Al final, Aubin cayó exánime, a los pies del victorioso Makoto.

 

—¡Impresionante! —gritó Michelangelo—. Y sin manto sagrado.

—Pienso hacerle uno nuevo —asintió Lisbeth—. De cero. ¡Se lo merece!

Todos los caballeros negros que protegían los mantos de bronce y plata concordaron.

Gestahl Noah sonrió. Mientras tuviera Niké, no iban a perder, de ninguna forma. Pero incluso para unos ganadores seguros como ellos, el tiempo era oro. Observó a los ángeles, tan fuertes, tan temibles. Admiró a la élite del Santuario, a la altura de las circunstancias. Incluso Tetis, que solo era recordada por parir a un gran hombre, estaba luchando con su corazón. Sopesó las necesidades del grupo contra el deseo de todo guerrero de probarse a sí mismo, venciendo por supuesto la ley de la mayoría.

Sin soltar Niké, usó la otra mano para descargar la Muerte sobre el más bruto de los ángeles. Chevalier cayó al suelo, golpeado por la espalda. El siguiente fue Cichol; aunque la técnica le dio en el costado, mientras trataba de derribar a Tetis e ir a proteger a Cethleann, el efecto fue el mismo, la destrucción del corazón junto a todo el sistema nervioso. Por tercera y última vez, liberó el ataque que precedió a la compasiva técnica de los santos de Escorpio conocida como Aguja Escarlata, directo al corazón de Cethleann. Como esperaba, Sariel saltó para recibirla de lleno con los brazos abiertos. Así murió el ángel de la Muerte, igual que morían todos los seres humanos.

 

—¡Por todos los dioses! —gritó Makoto, quien de rodillas había comprobado el pulso de Aubin, sin poder creerse que hubiera ganado esa batalla.

Tal y como había acordado con Aqua, las cadenas del Sello del Rey se dirigieron hacia los horrores, apresándolos a todos tras que Joseph, Zaon, Marin y los caballeros negros les hicieran retroceder una vez más. No fue muy difícil, ya que la mayoría de horrores estaba en estado de putrefacción ya, pero la técnica de Aqua aceleró el proceso y permitió un respiro a todos los agotados defensores del barco.

—¡Viva Aqua! —gritó el desorejado Almaaz—. ¡Viva la diosa del mar!

—Insensatos —renegaba Marin, mientras aterrizaba en el suelo.

—Déjalos —dijo Zaon, acercándosele. Ya no había horrores en popa y los ángeles, salvo uno, estaban muertos—. Por esta vez, se merece nuestros rezos.

Desde luego, Aqua no se quejaba ni un poquito, riéndose a la vez que las numerosas cadenas de agua vibraban con todos aquellos horrores pescados. La santa de Cefeo estaba en su salsa. Tan contenta que ni sabía qué decir.

Otro que no decía nada era Joseph. Como un centauro de luz, se acercó al escurridizo Aubin y empezó a patearle el rostro inerte con los cascos delanteros.

—Oye, eso no es necesario… ¡Oye! —gritaba Makoto, sin lograr nada.

Fue necesaria la intervención del santo de Aries para pararle las patas, antes de que terminara de reventarle la cabeza. Enemigo y todo, era un guerrero caído en combate.

 

—Este es el poder de los falsos dioses, capaz de destruir a un ángel de un solo golpe —dijo Kanon, cometiendo el mayor error de su vida como guerrero.

Dio la espalda a un enemigo.

La guadaña de Sariel rasgó el metal dorado bendecido por Atenea, solo eso salvó al descuidado Kanon de ser picado en dos en esas circunstancias. Al girar para encarar al guerrero celestial, que recién se levantaba, el santo de Géminis bañó de sangre el suelo.

El ángel de la muerte, empero, no lo miraba a él. No lo hacía en absoluto.

—Yo enterré a todos tus congéneres, Deucalión —dijo Sariel—. Tú no vas a matarme.

—Sois dos —replicó Gestahl Noah desde el centro, sin dejarse impresionar—. Nosotros somos seis. Imagino que ya habéis conocido a nuestra exploradora.

—La mandé al río de las lamentaciones, como te mandaré a ti.

—Se ve que no nos conoces. No duramos muertos mucho tiempo.

—Eres tú el que no nos conoce —dijo Cethleann desde el mástil, llorosos los ojos, la voz firme—. ¡No nos conoces, cobarde, mas nos conocerás!

Después de haber visto la lanza de Cichol herir a Tetis, vencedora de R´lyeh, y de sentir la guadaña de Sariel cortarlo con tan brutal facilidad, Kanon podía esperar cualquier cosa del caduceo que portaba Cethleann. Cualquier cosa menos el poder de resucitar a los muertos. De un momento para otro, Cichol, Chevalier y Aubin, con la hermosa cara reventada bajo los cascos de un caballo, se alzaron como un resorte.

Al mismo tiempo, acaso contrariado por esa blasfemia contra las leyes naturales, el tiempo enloqueció. Las cadenas del Sello del Rey se deshicieron todas a la vez. Los vientos se agitaron. La corriente del río, acelerada por alguna acción incomprensible, empujó el barco hacia la oscuridad de más allá, partiendo los inmóviles remos en el proceso. Garland de Tauro quiso detener esa locura, parando el tiempo, pero este no le respondía. Ofión de Aries creó el Muro de Cristal, pero eso solo atrajo el ataque del sexto ángel, un proyectil de luz que aniquiló la barrera defensiva de una sola vez.

—Desgraciado. —Como Cichol y Chevalier, Aubin había retomado la batalla contra su anterior rival, solo que con un odio y furia desbordantes que le empujaron a golpear a Makoto sin darle un solo respiro—. ¡Desgraciado, desgraciado, desgraciado!

—¡Desgraciado lo serás tú! —gritó Aqua, como un gigante de agua que a duras penas podía contener el avance del barco rodeándolo con sus grandes brazos.

Alrededor de su cuerpo flotaban los cadáveres, al son de un coro de niños.

«Los justos prosperan y los malvados son castigados.»

—Esto es lo que sois —dijo Cethleann, juzgándoles a todos desde arriba—. Villanos. Asesinos. Monstruos. ¡No tenéis honor, ni una pizca, malditos seáis todos!

 

Todo el que intentaba ayudar a Makoto acababa mandado por los aires. Zaon, Marin, Joseph, Fly, Ennead, Eren… Todos eran apartados como meros muñecos. Aubin no se molestaba en destruir sus armaduras, mucho menos matarlos, no quería matar, sino dañar. Dañar en la misma medida que él había sido dañado. El rostro ensangrentado sonreía, divertido de ver cómo quien le había dado muerte ahora ni se podía defender.

¿Y cómo podría? Ningún contraataque era efectivo con aquel enemigo si se luchaba de frente. Ofión de Aries creaba por cuarta vez el Muro de Cristal para proteger tanto a Aqua como a la tripulación del barco del letal Indech. Estaba solo.

—¡Ánimo, Makoto! —decía Aqua, por cuyo cuerpo emergían aquellas odiosas cabezas de pescado—. ¡Ánimo, chicos! ¿No somos santos de Atenea? ¿No hacemos milagros?

En un rincón, mientras se levantaban, Marin y Zaon rieron a gusto.

 

Kanon no pudo que sonreír. Era así de simple. Ellos eran santos de Atenea. Sin importar cuán duro fuera el problema que enfrentaban, podrían resolverlo.

Divide y vencerás —dijo el santo de Géminis, antes de romper el enlace psíquico.

Cubierto por un cosmos dorado, el santo de Géminis atrajo hacia sí mismo la atención de todos antes de ejecutar la Otra Dimensión sobre los cielos demenciales. Todo lo contrario que debía que debía hacer, lo estaba haciendo, incluso había necesitado despertar la Octava Consciencia para vencer la resistencia de ese lugar a una distorsión espacio-temporal, obteniendo el más descabellado de los resultados.

—¡Demente! —acusó Cethleann, con toda razón.

Porque el habitual portal hacia un espacio entre las dimensiones, se presentaba como una hinchazón oscura e incognoscible, tan grande como el barco.

—¡Ahora, Ofión! —pidió Kanon, confiando en que el Ermitaño sabría qué hacer.

De aquellos cinco ángeles, había tres demasiado peligrosos. Las Potencias, Cichol y Cethleann, y el ángel de la Muerte, Sariel. Sobre ellos ejerció Ofión de Aries todo el conocimiento de telequinesis que poseía, forzándolos a una teletransportación para la que no pudieron ofrecer resistencia, al no esperar tal cosa. En un momento estaban allí, sobre el barco, y al siguiente fueron enviados los tres a aquel abyecto pliegue en el universo paralelo creado por seis cosmos de oro.

«Y algo de ayuda divina —pensó Kanon, observando el báculo de Gestahl Noah.»

Las caras de Aubin y Chevalier lo decían todo. Estaban preocupados. Tres de los suyos habían desaparecido así como así. Las aguas del río volvieron a calmarse.

—Volverán —advirtió Tetis, llegando a su lado.

—Con los pies por delante —sentenció Kanon.

Ambos, nereida y santo de Atenea, ascendieron hacia la hinchazón oscura dispuestos a librar a sus compañeros de tan duros enemigos.

—¿A dónde estás mirando? —preguntó Makoto, arrojándose sobre Aubin.

—Tu oponente soy yo —dijo Garland, reiniciando su combate.

Al tiempo que aquellos dos combatían, Gestahl Noah fue caminando hacia Aqua, hasta quedar frente aquel cuerpo lleno de cadáveres y horrores. Notaba que la nereida sufría, incluso si esta callaba los gemidos de dolor tras una apariencia de valor heroico. También notaba el pavor con el que los caballeros negros, a salvo de los ángeles, veían a los muertos. Comprendían lo que eran, entendían bien el mensaje de los cielos.

—Así es, hijos míos —dijo Gestahl, dándoles la espalda a todos, salvo a Aqua—. Estos son nuestros pecados. Estos son nuestros setecientos millones de muertos.

Porque sin importar a dónde miraran, todo el río era ahora un mar de cadáveres.


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Publicado 23 marzo 2024 - 23:57

Nota de Felipe del presente. Este es el review de la última parte de Urano... subdividida en dos mini-partes. La otra mitad se vendrá muy pronto, tuve que editar así por tiempo.

 

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Publicado 25 marzo 2024 - 11:47

Saludos

 

Notas del autor:

 

Felipe

Spoiler

 

***

 

Capítulo 199. Atrapados en el infierno

 

Él era Deucalión, Sumo Sacerdote del Santuario. Padre de la humanidad, líder de los santos de Atenea. Diez mil años de tradición lo vestían, incluso si ningún yelmo protegía su cabeza y pensamientos. La mano derecha sostenía a Niké, el dorado báculo que no era sino la diosa de la victoria, la última y definitiva barrera entre la humanidad y aquellos que buscaban destruirla, fueran hombres malvados, abyectos seres salidos de planos paralelos al universo material, o los mismos dioses. Si la izquierda hubiese tenido la Égida, si el corazón que latía bajo las sagradas vestiduras hubiese latido con todo el poder de la era mitológica, habría podido desafiar a la maldad omnipresente que los había devorado. No era el caso, de modo que el primero de los seres humanos era igual de impotente que todos los demás, mientras estuviese solo. Mientras lo rodeaba un ejército de héroes temeroso del mismo heroísmo que encarnaban.

Miles y miles de cadáveres chocaban contra el barco, estancado en el río de la muerte. Algunos caían desde el cuerpo de la hija de Nereo. Llovían muertos, como en aquel tiempo terrible. Entonces, Deucalión había permanecido en el interior del arca, conviviendo con la bondadosa Clito y la salvaje chica innominada que lo había seguido hasta allí. El bien y el mal convivieron con un hombre puro mientras el viejo mundo era destruido, para que uno nuevo surgiera. Durante mucho tiempo, creyó que la pureza consistía en ser un hombre bueno. Estaba equivocado. Él nunca había sido un buen hombre, tan solo era una persona que no había tenido la oportunidad de ser malvado. Seis mil años de búsqueda y cien vidas de servidumbre le habían aportado un mejor entendimiento del plan de Atenea, tan incomprensible para quienes no tenían fe. Al escoger a aquella chica sin nombre que tanto lo quería, al elegir a quien había sido abandonada en lugar de a quien había sido elegida por los dioses para acompañarlo hacia un nuevo mundo, no realizó el acto de bondad definitivo que detuvo el castigo divino, tampoco se había corrompido, como llegó a creer mientras se distanciaba de quien para entonces había desposado. Lo que en realidad ocurrió, fue que Deucalión, hijo de Prometeo, escribió en piedra el destino del mundo. No habría una humanidad bondadosa, viviendo según la voluntad de los dioses; tampoco habría la humanidad corrupta del pasado, de la que nada bueno podía esperarse. El viejo mundo y el nuevo tendrían que coexistir en los corazones de todos los que habitaban la Tierra. La elección de Deucalión había sido que el bien y el mal coexistieran, tal y como coexistieron en aquella arca, primero separados tras muros que no existían, después libres en el fin del mundo, listos para significar la esperanza para unos y otros. El bien estuvo en el Pueblo del Mar, el mal estuvo en los rescoldos de la vieja humanidad; los que vivieron en el océano celebraron a la primera mujer mortal amada por Poseidón, los que huyeron hasta las montañas celebraron a la última mujer mortal condenada por los dioses. Los absolutos se resquebrajaron ese día, el último bajo el manto de las nubes del juicio divino, abriendo las puertas a un futuro en el que nada estaba seguro, en el que ni siquiera quienes guiaban a los hombres según el plan de los dioses eran perfectos. Todo lo contrario. Ellos eran los primeros en errar. Todos debían equivocarse, para después aprender. Ese era el mundo que Deucalión había cimentado al decidir morir junto a una chica sin nombre. El Ying y el Yang. Los orientales lo comprendían a la perfección, quizá por eso Deucalión se había sentido tan a gusto encarnando en ese lado del mundo, antes que con aquel que fantaseaba con la completa destrucción de la maldad y la instauración de una utopía, hasta que renació como Gestahl Noah.

Comprendiendo la ironía de aquella revelación, rio a carcajadas, mientras los cuerpos que flotaban en el interior del cuerpo acuático de la santa de Cefeo se purificaban.

—¡Oh, Atenea, perdóname! —rogó Gestahl Noah, alzando Niké—. ¡Todo este tiempo, lo malentendí todo! ¡Todos mis actos, desde el primero hasta el último, estaban desencaminados! ¡Todo es mi culpa, todo! —condenó, golpeando con el báculo la madera. Una energía mística, divina, llenó el barco entero, frenando en seco los duelos de los ángeles con los santos de Mosca y Tauro. La purificación de los horrores que flotaban en el interior de Aqua se aceleró, quedando la mayoría de ellos reducida a bultos que chocaban contra los cadáveres sin orden ni concierto—. Perdóname, Atenea, porque no me arrepiento de nada de lo que he hecho. ¡No tengo ese derecho! Este mundo que creamos, tú y yo, es cruel. Inhumano. Un equilibrio eterno entre fuerzas que jamás podrán comprenderse. Un campo de batalla que no conocerá nunca la paz. Cuando eliminas el mal, tú mismo te conviertes en el mal, lo perpetúas. ¿Y qué hay con eso? ¿Es malo que miles sean sacrificados para que millones puedan vivir en paz? ¡Sí, lo es, lo comprendo ahora! Porque nada perdurará, porque el mal está en nosotros y estará por siempre. Solo tengo que mirar al frente, a mis setecientos millones de muertos que han dado paz a siete mil millones de personas que aún no se han corrompido. ¡Mis muertos en el armario, mis sucios secretos en la cloaca del universo!

Padre —dijo Eren de Orión Negro, posando su mano sobre el hombro del Sumo Sacerdote. Él lo miró de reojo; tenía buena cara para haberse quedado tuerto hacía tan poco—. Estos muertos son nuestro pecado, no el vuestro. Vos no habéis matado a nadie.

—Lo hice —replicó Gestahl Noah, devolviendo la vista el frente. Aqua, debilitada, arqueaba aquel cuerpo inmenso. Todavía quedaban horrores ocultos en el interior—. Primero maté a mil millones de personas por mi fe, después lo hice con todos estos, también por mi fe. Yo os reuní a todos, mis muchachos, así que yo soy culpable de que hubieseis tenido los medios para realizar vuestros ideales. No te preocupes, no lo lamento, debía hacerse, así como debió hacerse en el pasado y deberá hacerse en el futuro. La lucha entre el bien y el mal es eterna, es el caldo espiritual en el que se cuecen las almas humanas para llegar a la sublimación que renovará a la Raza de Oro.

¡Basta, Padre! —exclamó Eren, apretando con tal fuerza que el Sumo Sacerdote no pudo sino mirarle—. Nuestros ideales, nuestros pecados, nuestra redención. Si nos quitas nuestras faltas, también nos quitarás nuestros logros y nada habrá valido nada.

Gestahl Noah se permitió un momento para observarlos a todos. Algunos, como Johann y Almaaz, miraban al suelo, otros, como Mirapolos, lo hacían al frente, listos para la inevitable batalla. Todos, empero, compartían algo, un temblor apenas perceptible bajo los párpados de los ojos, en las comisuras de los labios y entre los dedos. Se sentían manchados, todos ellos, sin excepción. Los que siempre fueron valientes y los que debieron aprender a serlo. La paradoja estribaba en que ese arrepentimiento que les carcomía el espíritu era también el suelo fértil en que su nuevo destino echó raíces: el sueño dorado de cualquier fanático religioso, la inmolación por la fe. Morir para poder redimir demasiados pecados como para que una vida bastara para lavarlos todos.

Se habría quedado ahí parado, reflexionando sobre la situación de aquellos hijos suyos. Los ángeles no se lo habrían impedido. Ambos, Chevalier y Aubin, estaban como en trance, aunque el de rasgos femeninos no dejaba de maldecir a Makoto de Mosca, su ejecutor, que no le quitaba el ojo de encima. Tampoco el resto de santos de Atenea, los auténticos, pues permanecían a la expectativa; mezclados con las sombras, aunque sin implicarse al serles desconocido el dilema que atormentaba a los antiguos Cazadores. Sin embargo, un grito de dolor nacido de lo más profundo del alma obligó a Gestahl Noah a girar, apuntando con el báculo dorado hacia la torturada Aqua.

Cabezas de pescado de múltiples ojos emergieron entre el manto de cadáveres que la hija de Nereo llevaba por vestidura. Eran muchos, demasiados, y para colmo, ninguno estaba en proceso de putrefacción. Al contrario, tal y como ocurría cuando demasiada maldad recaía sobre un alma pura, los horrores purificados habían transformado al coloso acuático que era la portadora de Cefeo, ennegreciendo el agua que antes era clara y fresca como la de un manantial jamás enturbiado por la mano del hombre.  La causa del sufrimiento que había arrancado un grito en la decidida guerrera no estaba, empero, en tal corrupción, sino en la transformación que estaba produciendo.

A través de los largos brazos con los que Aqua había protegido el barco del más terrible de los naufragios, habían surgido alargados pelos, ensangrentados desde la raíz, como si le hubiesen nacido desde las mismas entrañas. Al principio eran unos pocos cientos, desde los codos hasta los hombros. Después siguieron surgiendo más y más, acompasados por los gemidos de dolor de la hija de Nereo, hasta que brazos humanoides pasaron a ser las patas delanteras de un animal. Otro tanto ocurrió con las piernas y el cuerpo de la nereida, tornados ambos hasta la altura del cuello en el cuerpo de un gigantesco lémur, de cuyo pelaje ensangrentado colgaban, como bebés recién nacidos, los horrores que habían sobrevivido. Bajo aquel vientre, abultado por los cadáveres que atestaban la emponzoñada sustancia líquida, el espíritu de Aqua gritaba ya sin reservas. Estaba atrapada dentro de un nuevo tipo de Abominación, una que había nacido a partir de la degradación del alma, aliento divino.

 —¡Por favor! —rogó Aqua—. ¡Ayuda…!

La máscara estalló en mil pedazos, ahogando el pedido de auxilio. Tras ella, como era de esperar, surgió la boca abierta de un enorme pez, llena de colmillos.

Makoto de Mosca habría acabado entre esas fauces si no lo hubiese detenido.

—¿Qué haces? —gritó el santo de Mosca—. ¡Tenemos que salvarla!

—Empieza por cuidarte a ti —advirtió Gestahl Noah, apuntando con un gesto de cabeza al ángel de la Audacia. Aubin no dejaba de mirar a Makoto con una evidente ansia asesina—, después cuida de los demás. —La luz de Niké, como era de esperar, hizo retroceder a la Abominación, que se internó en las aguas del río con el doble propósito de protegerse y terminar de corromperlo; solo el lomo quedó a la vista, lleno de horrores que miraban frenéticos aquel odioso báculo y quien lo portaba. Abrían y cerraban las bocas, amenazantes e impotentes a un tiempo—. Ah, ¿por dónde iba? —De forma casual, dio la espalda a aquel peligro evidente como si no fuera nada—. Eren, desde siempre os he inculcado la importancia del libre albedrío. La libertad para escoger un camino es también la libertad para elegir la condena.

—Así es —dijo Orión Negro, con una cara sumisa, incluso en la rebelión, tan opuesta a  la imperturbable ira de Makoto que era divertido.

—Yo escogí morir junto a los pecadores, hace mucho tiempo. Negué por igual el viejo mundo, donde imperaba la maldad, y el nuevo, donde imperaría la bondad. Diez mil años después, escogí dar cobijo a un grupo de personas que querían asesinar, de forma selectiva, a otros grupos de personas. Es así de simple, no hay que darle más vueltas.

Padre, vos no sois responsable de nuestras elecciones. Nosotros somos culpables.

—Sois malvados —dijo Gestahl Noah.

—Sí —aceptó Eren.

—Como yo —sonrió Gestahl Noah. Una sonrisa tenue, apenas insinuada, que evocaba la naturaleza pecaminosa de un demonio—. Si yo soy el padre de la humanidad, y la humanidad es malvada, entonces yo soy el padre de la maldad. Eso me hace, de manera natural, uno de esos malvados que debe ser castigado para que los justos prosperen. —Harto de medias tintas, el Sumo Sacerdote reveló su cosmos, de un negro denso que contrastaba con la luz de la divina Niké—. No siento remordimientos por todas estas muertes. Ni una pizca. —Era imposible, para ese momento, ver agua a babor, o estribor, desde proa o desde popa; todo eran cadáveres expulsados de los pelos ensangrentados del gigantesco horror bajo el río—. Siempre he pensado que el amor que Atenea sentía por mí y los míos era inmerecido. Nosotros no la amábamos cuando nos rescató, tampoco la amamos después. ¿Y qué hace la hija de Zeus, la que por decreto divino jamás debe conocer el amor? Amarnos. Incluso cuando la traicionamos, ella nos ama, incluso cuando la olvidemos, ella nos amará. Ese amor al que ningún sentimiento humano puede equiparársele, la ata a nuestro mundo. Yo quería romper esas ataduras, quería que la raza humana pudiera valerse por sí misma para que quien nació en los cielos pudiera volver a ellos con la cabeza en alto. Por eso, desde siempre, he devorado los pecados de mis hijos, a los que juzgaba imperfectos, pensando que con ello me corrompía cuando solo estaba saliendo a flote mi verdadera naturaleza.

—¡Al demonio contigo y tus metáforas! —exclamó de pronto Makoto, pisando la barandilla más cercana y dando un último vistazo hacia atrás—. Voy a rescatar a Aqua. ¡El que quiera venir, que venga!

—¿Qué decís chicas? —dijo Fly, que ya estaba a la diestra de Makoto, para sorpresa de este—. ¿Salvamos a la novia de nuestro tocayo?

—¡No es mi…! —trató de explicar Makoto, renegando al final.

Como una muestra de la poca sensatez que le quedaba, miró a Aubin, todavía paralizado y maldiciendo en susurros. Después saltó hacia un río cuya malevolencia era solo superada por los peores hijos de Océano y Tetis. Su cosmos, brillante e intenso, incineró los cadáveres que se le interpusieron, facilitando que Fly y el resto de Moscas Negras lo siguieran hacia las profundidades de aquellas aguas malditas.

El ángel de la Audacia dio un paso hacia adelante, deteniéndose en cuanto Joseph de Centauro, con aquella forma mitad hombre, mitad equina, se le interpuso.

—¡Desgraciado! —exclamó Aubin, llevándose las manos a la cara—. ¡Desgraciado!

Los santos de Perseo y Águila se habían colocado a su espalda, cortando cualquier movimiento, y a la vez, confiando la defensa del barco a los caballeros negros. Ofión de Aries no podía intervenir, no mientras Indech los tuviera a tiro.

—¿Ese es vuestro objetivo, Padre? —preguntó Eren—. ¿Pagar por nuestros pecados?

—Ya me ha quedado claro que eso no os ayudaría —dijo Gestahl Noah, cuyos ojos brillaban tras la oscuridad que lo envolvía—. Solo estoy diciendo que soy un ser malvado y no me importa. Seguiré mi camino, como siempre, por mi fe.

—Más bien por amor —replicó Zaon de Perseo.

—Un amor retorcido —hubo de señalar Marin.

—Atenea merecía mi amor más que ningún otro ser en el mundo —reconoció Gestahl Noah—. Aun así, yo escogí amar a mi esposa. Es por ella que estoy aquí, para vengarla. —No habría podido decidir quiénes mostraron mayor desconcierto entre sombras y santos de Atenea—. Solo hay una pregunta que deseo haceros, mis más queridos hijos, aquellos que se reconocen imperfectos y se odian por eso. Vosotros que sois mejores que vuestro padre, decidme: ¿a quién amáis? ¿Por quién estáis aquí? ¿Quién os alejó del mal camino y os puso en este, por mucho peor, que solo conlleva a la muerte?

—Mis familias —respondió Almaaz—. Una en cada puerto, como el chico de Mosca.

—Mi país —dijo Johann—. Nunca he estado con ninguna chica —susurró.

—Mis compañeros del orfanato —dijo Ennead—. Todos eran buenos chicos, así que… Vale, sí, me enrolé a Hybris por el sueldo.

—¿Te pagaban? —preguntó Balazo—. ¡A mí me bastaba salvar a los oprimidos!

—A los que, como yo, nacieron sin nada —dijo Mirapolos.

—Al mundo —respondió Eren—. Este inmenso planeta, lleno de tantas maravillas y de tantísimas personas diferentes. Eso es cuanto amo.

Fue malo que el caballero negro de Orión respondiera tan pronto, porque después la mayoría de sombras dieron respuestas demasiado similares, como sintiendo que era demasiado infantil responder que lo hicieron por el cachorrillo que cuidaban, o por una novia, o por amigos, o por completos desconocidos que vieron mientras duraba la guerra. Eran personas sencillas, con motivaciones sencillas. Había excepciones, claro, personas como Eren con altas miras. No solo las almas de los santos de Atenea eran excepcionales. No obstante, eso no lo hacía mejor que los demás, ni peor.

—Porque todos somos malvados —declaró Gestahl Noah, pura oscuridad. Ninguno le replicó—. Así pues, dirijámonos a nuestra cierta condenación, más allá de la boca del infierno. —Dando la vuelta, apuntó hacia la isla carmesí de la que colgaban los horrores. Por sobre ella, los cielos se habían hinchado en burbujas oscuras en las que flotaban, errantes, toda suerte de figuras celestes, los ojos del abyecto ser que los había aprisionado—. Venid, vástagos de la Abominación, ¡venid, hijos del…!

Tal y como ocurriera tras la rabieta de Cethleann, las aguas se enturbiaron como en un maremoto un instante antes de que la Abominación saliera volando hacia arriba, con la piel del lomo hinchándose todavía más en incontables bultos.

Gestahl Noah quedó perplejo. ¿El santo de Mosca se había metido de verdad dentro de aquella cosa para rescatar a la santa de Cefeo? Considerando lo que estaba viendo, no parecía haber otra explicación. La Abominación tenía todos los ojos, no menos de cien, cegados, sin duda por el Virus de las Moscas Negras, a pesar de lo cual resistía, apretando la boca llena de colmillos para evitar que ninguno de los que se había tragado saliera. Pasados unos segundos, en los que tamaño enemigo siguió hinchándose y deshinchándose por los golpes recibidos y las ondas de choque resultantes, sin caer en ningún momento, Makoto tomó la decisión más temeraria y por tanto la única razonable. Si no había una salida, solo tenía que crearla.

En todo ese tiempo, no había sentido el cosmos del santo de plata y los caballeros negros que lo siguieron, quizá por el pelaje de los horrores. Sin embargo, conforme más se acercaban a la garganta, más destacaban las auras de los rescatadores y la rescatada. ¡Incluso entre los colmillos, cerrados con fuerza, escapaban retazos de una luz argéntea rodeada por espirales oscuras! La Abominación miró hacia abajo, deseando zambullirse.

—Nada de eso —declaró Gestahl Noah—. Graffias. Vida.

Tal y como el amanecer nace de la noche, hilos dorados surgieron del oscuro cosmos de Gestahl Noah, atando en un mero parpadeo a la Abominación. Inmovilizada, la criatura solo pudo sentir, impotente, como un puño de plata reventaba los colmillos, abriendo el camino para que un enjambre de moscas aterrizase en popa.

Ninguna de las Moscas Negras había sufrido más daño que una capa viscosa y oscura que les pegaba el cabello hasta enmarcar un rostro dominado por un juvenil asco. Se sintió tentado a agradecerle eso a Makoto, que sostenía entre sus brazos a la hija de Nereo. Había cambiado mucho su forma de ayudar a las sombras, desde aquella aventura en la isla de las Greas. Sin embargo, como era de esperar, Makoto ni tan siquiera lo miró, apresurándose por alguna razón hasta donde estaba Lisbeth.

 

Nada de lo ocurrido allí tenía el menor sentido. La Abominación —a Makoto no se le ocurría otra forma de llamar a esa cosa, aunque sentía que nada tenía que ver con el Hades—, era tan grande como lo era el cuerpo acuático de la santa de Cefeo, pero no el mundo laberíntico en el que se vieron envueltos, tan similar a aquella isla perdida en los mares olvidados en que debió matar a Geist con sus propias manos. Al fondo, de hecho, estaba una compañera: sin ninguna prenda que no fuese la sangre que manaba desde todos los poros de la piel, Aqua había perdido la consciencia y yacía en el centro de una especie de caverna rodeada de sombras y risas de ancianas.

No prestó atención a aquellas tonterías, mucho menos a los comentarios desconsiderados de las Moscas Negras sobre la figura de Aqua y la inesperada caballerosidad de Fly, quien las reprendió. Centró hasta la última fibra de su ser en salvarla, primero lanzando incontables puñetazos contra el techo de la caverna sin lograr abrir la más mínima grieta, después sosteniéndola entre los brazos y aferrándola contra su pecho mientras corría y corría, siguiendo con imposible precisión la senda que lo llevó hasta la salida de la isla de las Greas, toda una vida atrás. Fly y las Moscas Negras lo seguían, ya sin burlas ni risas, sino con un mudo respeto que no necesitaba palabras.

Conforme se acercaba a la salida, que solo reconocía por instinto al no colarse entre los colmillos de la Abominación el más insignificante rayo de luz, empezó a pensar que no podrían salir, que todo el cuerpo de aquel ser era invulnerable incluso para quienes habían despertado el Séptimo Sentido. Un recuerdo fugaz lo animó a intentarlo, el de aquellas cabezas de pescado estallando como piñatas macabras en una fiesta. Un segundo antes del impacto, echó el brazo hacia atrás, acelerándolo después a una velocidad de trescientos mil kilómetros por segundo.

La dentadura de la Abominación no ofreció ninguna clase de resistencia.

Tan pronto cayó a popa, buscó a Lisbeth, viendo apenas de reojo los hilos dorados que nacían de Gestahl Noah y que ataban a la Abominación como una suerte de red. Al encontrarla, junto al grupo de caballeros negros que protegía los mantos sagrados que había reparado, llegó hasta ella a zancadas.

—¡Michelangelo, necesitamos medicinas! —exclamó Lisbeth, interponiéndose en el camino de Makoto y tomando el cuerpo de la paciente.

—Dejamos a todos los médicos abajo —lamentó Michelangelo, quien cuando menos tendió una manta sobre la joven—. Por todos los dioses del firmamento, ¿qué le han hecho? —Miró con rabia a la Abominación sometida. Una rabia inútil.

—Ella se está reponiendo —dijo Makoto—. Despertará pronto. ¿Tenéis…? —Dudó un segundo sin decirlo, solo uno—. ¿Os sobra alguna máscara?

La manera escandalizada en que Lisbeth lo vio hizo que Makoto reculara. Ni siquiera tuvo ánimos de preguntarle si era normal que las esferas picudas de Cerbero empezaran a rodar por sí solas. A saber si aquella chica podía controlar el metal a distancia.

—¿En eso estás pensando? ¿En taparle la cara para proteger tu libido?

—Nada de eso, Lisbeth —dijo una de las Moscas Negras, Komachi—. El chaval se ha portado como todo un caballero.

—Si la hemos mirado más nosotras que él. ¡Qué figura, qué envidia! —asintió otra, Naoko, moviendo a la vez la rojiza cola de caballo.

La rubia Reiko y María, de notable musculatura, no pudieron sino coincidir con aquel par. Fly miraba en silencio a las Moscas Negras que dirigía, como dudando si era el momento de reprenderlas por ser tan frívolas o de premiarlas por ser sinceras.

Lisbeth optaría por la primera opción. Escupió al suelo, marcando la línea que no debían cruzar. Después, abofeteó a Makoto con todas sus fuerzas, sin poder moverle la cara.

—¡Ouch! —gritó Lisbeth, acariciándose la mano—. Eres fuerte, fuerte y denso. ¡Lo menos que importa ahora es si la chica lleva máscara o no!

—Te equivocas —dijo Makoto, dando un paso hacia la herrera de Hybris. Ese fue el turno de Lisbeth de retroceder, asombrada; él la retuvo por los brazos, no tenía tiempo para caballerosidades—. Ella es Aqua de Cefeo. No una chica, sino un santo femenino de Atenea. Se ha ganado el derecho, no la obligación, sino el derecho a llevar la máscara, diga lo que diga el viejo verde de tu patrón, así que búscale una o tendré que construirla a partir de los restos de tu armadura negra —ordenó, soltándola al fin.

En el momento en que rescató a la hija de Nereo, lo supo. Mientras le comprobaba el pulso y la sentía regenerarse, la oyó decir, entre lamentos y sollozos, que era una santa de Atenea. Él pensaba proteger eso, por encima de cualquier otra consideración.

 

El alto grado de concentración que requería mantener bajo control a aquella abominación invulnerable no impidió que Gestahl Noah oyera los gritos de Makoto.

—Lo noto un poco rencoroso.

—Es un buen chico —dijo Fly, dando una amistosa palmada en la espalda de Eren—. No puedo decir nada de estas perras insensibles —añadió, señalando a Komachi y las demás. Las cuatro decidieron a la vez enseñarle la lengua—. Padre, ¿por qué traer a esas cuatro aquí? Yo solo valgo por todas ellas.

—Desde luego, pesas como cuatro mujeres, Ryo —comentó Komachi.

—¡Fly! —corrigió el caballero negro de Mosca, enseñando todos los dientes—. El pasado, pasado está. ¿No me dijiste eso cuando te largaste?

—¿Antes de que corrieras para ponerte bajo mis faldas, quieres decir? —espetó Komachi, sin poder ver las traviesas sonrisas de sus compañeras—. ¡Rayos! ¡Por eso no es bueno mezclar el trabajo con el…, matrimonio!

Naoko, Reiko y María no pudieron aguantarse más, riendo como un grupo de chiquillas. Fly, compadeciéndose de su azorada esposa, las hizo callar.

—¡Estamos en una batalla, jolines! —exclamó el caballero negro.

Aprovechando la cháchara, uno de los horrores que colgaba del lomo de la Abominación saltó hacia los hilos dorados que la aprisionaban. No tuvo tiempo a empezar a mordisquearlo: tan pronto las manos tocaron la Vida de Gestahl Noah, esta se deshizo en una serie de luces que la recubrieron en un capullo dorado. La sedosa cárcel cayó enseguida al mar sin que el prisionero pudiera evitarlo de ninguna forma.

—¿Qué tal si lo intentáis dos o tres? —desafió Gestahl Noah.

Diez se arrojaron a la vez, clavando los dientes en otro de los hilos sin siquiera tocarlo. Mordieron con fuerza, sin duda, aunque era inútil. Muerte para la destrucción de la carne, Vida para la anulación del espíritu, útil solo en aquellos casos excepcionales en que el enemigo podía seguir siendo un problema después de muerto. Los horrores enfrentaban un tipo de técnica que no se vencía en términos del universo material, y si bien ellos eran una rareza, cuando no una imposibilidad física, no podían comprender el plano espiritual al carecer de un alma que les diera tal entendimiento. Diez capullos cayeron, pues, al mar, resultando en diez satisfactorios chapoteos.

—Es hora de terminar. Antares. Nacimiento.

Una vez aprisionada un alma, o algo que al igual que esta no podía ser destruido, era necesario encerrarla para siempre. El cosmos oscuro de Gestahl Noah se extendió sobre la Abominación como una mancha borrosa, abrazándola y sometiéndola a condiciones similares al vientre materno. La técnica estaba por terminar de ejecutarse cuando un mensaje telepático recorrió el barco entero y a todos los que en él estaban.

Menos de un nanosegundo después, la Abominación era atravesada por un proyectil de pura luz. También el mástil y las velas del barco fueron arrasados, salvándose los tripulantes —santos, caballeros negros y ángeles—, gracias a un Muro de Cristal creado a toda prisa sobre la cubierta del navío. Gestahl Noah vio, asombrado cómo se extinguían los hilos de la Vida, colgando todavía del ser informe a que había quedado reducida la Abominación: sin cabeza, abierto de par en par como una flor e inclinado hacia un lado. Las costillas apuntaban hacia arriba y al frente, como la mandíbula inferior de una bestia desde el punto de vista de quienes acababa de devorar.

Graffias. Vida —repitió Gestahl Noah, clavando esta vez los hilos en el interior de la Abominación. Los horrores que se habían refugiado en esta huyeron, asustados, acaso creyendo que pensaba arrancarlos de allí. Pero los hilos dorados que nacían del cosmos del Sumo Sacerdote y que obedecían el comando de su mente, sin mediar pomposos gestos de mano, se clavaron en los cadáveres que llenaban el interior del ser como llenaron antes las aguas que daban forma a la santa de Cefeo. Con no poca meticulosidad, unió a unos con otros en los espacios entre las costillas, formando poco a poco una escalera espiral que conectaba aquel cadáver con el barco, mientras todos lo miraban en silencio—. He de irme por ahora. No vamos a salir de aquí sin ayuda.

Acto seguido, pisó el suelo hecho de cadáveres apretujados y unidos por los hilos de su voluntad. Los cuerpos temblaron solo el tiempo que tardó en posar Niké sobre ellos.

—¿Estás loco? —dijo Ofión—. ¡Has visto lo que ha hecho Indech! ¡Podría matarte!

—Lo dudo —replicó Gestahl, encogiéndose de hombros. Siguió caminando, en espera de que Makoto también le reprendiera. Conforme subía, empero, vio que el santo de Mosca tenía bastante en qué pensar con la recuperación de la santa de Cefeo y el ángel que lo miraba con ansia asesina—. Los ángeles y los humanos podemos trabajar juntos cuando se trata de los Reyes Durmientes, ¿cierto? —El pliegue espacio-temporal en que flotaban los cuerpos celestes de comportamiento errático se hinchó todavía más, hasta tragar el final de la escalera que Gestahl Noah recorría; eso no lo detuvo—. ¿No vas a acompañarme, Toro de los Cielos? —lanzó, de todas formas, al llegar al último tramo.

 

Garland de Tauro dio un respingo. Un tiro más como el último y el barco desaparecería junto a todos los que dormían con placidez abajo. Lo último que necesitaban a aquellos chicos de negro, de plata y de bronce era que hubiese todavía menos santos de oro para darles un poco de seguridad. Si él se iba, solo quedaría Ofión de Aries, quien no podía enfrentar a uno de los dos ángeles del barco a la vez que bloqueaba los disparos del tercero, más rápidos que la luz. ¿En qué estaba pensando Gestahl Noah?

La luminosidad que los había protegido desde que se apartaron del rumbo del sol iba menguando según Gestahl Noah ascendía. A la vez, los ángeles iban volviéndose más osados. Debían comprender lo que significaba el báculo que asía el Sumo Sacerdote. Niké, diosa de la victoria. Niké, la hermana de los ángeles de la Fuerza, la Violencia y el Fervor. La eterna compañera de Atenea. Quien contara con la bendición de Niké, no conocería la derrota, cosa que la propia hija de Zeus había demostrado al salir victoriosa del conflicto con dos de los dioses más poderoso del universo. Así que Aubin, enfermo de deseo de venganza por haber visto destrozado su rostro, aguardaba el momento de realizar las amenazas que susurraba para sí, mientras que Chevalier, tan amigo de las batallas, se contenía de dar un nuevo puñetazo, hasta que llegara el momento oportuno.

Entonces tuvo una idea, que alimentó intercambiando con Chevalier una mirada llena de intención y desafío. Aquel hombre no estaba allí por una cuestión de justicia. Quería pelear con él, le apasionaba. Allá donde fuera Garland, iría Chevalier. Si Garland dejaba de estar en el barco, los nuevos argonautas solo tendrían que preocuparse de dos ángeles, Aubin e Indech, que ya era mucho decir. Quizá Ofión podría hallar una manera de contraatacar al segundo mejor francotirador que Garland hubo conocido nunca.

Era una corazonada, pero bastaba. Desde luego, iba a dejar a todos aquellos muchachos una tarea hercúlea: pelear en medio de tinieblas con un soldado de los cielos, mientras sobrevivían a duras penas a los disparos de un segundo de estos soldados. Con todo, Gestahl Noah tenía razón. Allá donde estaban, solo los Reyes Durmientes eran una amenaza, y no se vencía a quienes existían antes del nacimiento del universo con la fuerza de unos meros mortales, se necesitaba el poder de los dioses, o algo similar.

Por el rabillo del ojo, vio que Chevalier miraba los mantos sagrados. Solo así pudo bloquear el puñetazo que habría dejado sin cabeza a una espantada Lisbeth.

También Aubin había tenido la misma idea, aunque él había tratado de matar a Aqua, siendo detenido en seco por uno solo de los dedos de Makoto, quien ni siquiera lo miraba. Aquel santo de plata, carente de protección alguna, renovó las esperanzas de Garland: no iba a dejar solos a aquellos muchachos, lo tenían a él. Un guerrero a la altura de los santos de bronce y de plata de la era mitológica.

—Me voy de viaje —dijo Garland—. Prometo escribirte.

—Eso dicen todos —replicó Chevalier, dando un nuevo puñetazo que el santo de Tauro bloqueó al punto—. Yo pienso que la distancia mata el amor.

—¿Somos amantes, acaso?

—Mejor, amigos. Todo lo bueno de los líos amorosos, sin lo malo.

Viendo que estaban empatados en términos de fuerza física, los contendientes se separaron para volver a chocar al nano segundo siguiente, una y otra vez, mientras ascendían la macabra escalera formada por los hilos de Gestahl Noah.

—¡No podría estar menos de acuerdo! —declaró el santo de Tauro, aterrizando a la espalda del Sumo Sacerdote. Gestahl Noah siguió el ascenso sin mirarlo, demostrando de esa forma hasta qué punto confiaba en el Toro de los Cielos.

—¿Eres de los que solo piensan en el sexo? —dijo Chevalier, indignado—. ¡Qué bajo eres, amigo mío! Esperaba más de ti.

—Yo esperaba menos.

—Tan solo me has malentendido. Para mí, la amistad es esto.

Y volvió a cargar contra él, puro pugilato en el que dos portentos de la naturaleza intercambiaban puñetazos conforme ascendían. A Garland no se le escapaba que Chevalier no quitaba el ojo de encima a Niké, como tampoco que las acciones del ángel contradecían la ansiedad de su mirada. La parte racional de aquel quería la luz para protegerse de la titánica malevolencia del universo; la irracional, por el contrario, solo quería seguir peleando. De esa contradicción nació el pobre intento de matar a la sombra de Cincel, reparadora de mantos sagrados, para provocar al santo de Tauro e indicarle lo peligroso que era que pelearan en ese lugar. Así, conseguía las dos cosas que quería, aunque ahora no terminaba de decidirse en qué deseaba con mayor fuerza.

—¡Tendrás que decidirte! —exclamó Garland, cruzándole la cara de un puñetazo.

—Sé que es un recurso muy viejo —admitió Chevalier, cuya nariz goteaba sangre—, pero… ¡Detrás de ti!

La Otra Dimensión creció una vez más, devorándolos a ambos en un visto y no visto, como acababa de devorar a Gestahl Noah. Acto seguido, todos en el barco pudieron ver cómo aquel pliegue en el espacio-tiempo colapsaba sobre sí mismo, atrayendo hacia sí los restos de la Abominación a la vez que el río volvía a ponerse en movimiento.

 

***

 

Una vez Niké abandonó aquel espacio, la oscuridad del ambiente era solo confrontada por el Milagro de Joseph de Centauro. Quizá por eso los horrores que saltaron desde la Abominación hasta el barco se arrojaron primero sobre él.

Las imágenes eran desoladoras. Los cielos se hinchaban en burbujas espacio-temporales antes de desaparecer en atronadoras explosiones. Las aguas, embravecidas, arrastraban el barco sin remos, ni velas, hacia un horizonte en el que siempre podían verse retorcidos pilares a modo de colmillos, o costillas, creados a partir de los huesos que ya no contenían los cadáveres que el Argo Navis Negro atropellaba sin cuidado alguno. Era como si en todo momento estuvieran a punto de escapar del estómago de algún monstruo, sin que llegara nunca a ocurrir tal cosa. Las explosiones refulgían como la mitad superior de un rostro diabólico que se reía de ellos, los huesos elevados siempre apuntaban hacia el frente sin que la distancia entre estos y el barco mermara.

Tal situación era observada por caballeros negros y santos de Atenea entre luces y sombras, porque Joseph de Centauro se movía de un lado al otro, no para esquivar a los horrores, sino para que ninguno de los tripulantes se sintiera desprotegido.

—¡Tus amigos necesitan ayuda! —exclamó Lisbeth.

—Vosotros también —replicó Makoto, bloqueando una patada con el brazo derecho solo para recibir otra en el costado izquierdo, en ese mismo instante.

Zaon de Perseo protegía la proa al mando de la mitad de las sombras, entre las que destacaban Ennead y Johann al ser la defensa su principal estrategia. Marin de Águila cuidaba a la vez de babor y estribor, centrándose en el ataque junto a guerreros tan impetuosos como Almaaz, Mirapolos y Eren, cuyos rayos negros achicharraban los múltiples ojos de los horrores evitando que cualquier compañero acabara hipnotizado. Si a tantos buenos guerreros se sumaba que Joseph de Centauro no estaba quieto ni un solo segundo, quedaba que el barco estaba bien defendido en todos lados, salvo el centro, donde un pequeño grupo de sombras nada podría hacer contra un ángel.

—Desgraciado —maldijo Aubin, como si fuera él al que le hubiesen roto una costilla—. ¡Te mataré, te juro por los dioses que te mataré, desgraciado!

Si el ángel de la Audacia no fuera tan contradictorio, ya lo habría logrado, con esa habilidad para volver a una posición que hubiese ocupado antes, esquivando cualquier contraataque que no ocurriera en el preciso momento en que atacaba. Si Makoto pudo vencerlo antes, había sido porque el poder combinado de Aqua y Ofión le habían cortado cualquier huida. Ahora no podía contar con Aqua, y Ofión permanecía a la expectativa de un nuevo ataque de Indech que nunca llegaba, pero entendía que el santo de Aries no se involucrara después de la destrucción que causó el anterior tiro. Ahora estaba solo, le era imposible atrapar a Aubin y este tenía todas las de ganar, a pesar de lo cual persistía en mantenerse a la defensiva mientras le amenazaba una y otra vez.

—Si tan solo… —dijo Makoto, tras errar una patada alta, directa al mentón de Aubin—. ¡Claro! —En su fuero interno, extrajo algo muy útil de la ayuda de Ofión: el santo de Aries, al igual que él, no pudo acertarle una sola vez, hasta que la atención del ángel de la Audacia estuvo dividida. Entonces la telequinesis pudo hacer su magia—. Lisbeth, necesito tu ayuda —pidió mediante telepatía, rogando porque la joven sombra no le espetara algún golpe bajo, como si también quería una máscara.

Nada que ver. Lisbeth y los que defendían los mantos sagrados se entregaron a aquella petición en cuerpo y alma, preparándose para atacar en el momento oportuno. También Makoto lo dio todo, tratando de recordar cada posición que hubo ocupado Aubin desde que retomaron el combate, haciendo que el sudor se mezclara con la sangre en aquel rostro tan golpeado. Ese fue el momento que escogieron Lisbeth y Michelangelo para someter el cerebro de Aubin a todo el poder psíquico que poseían, paralizándolo.

Justo en ese momento, Indech decidió disparar, deshaciendo la barrera que Ofión levantó para la ocasión y dañando de gravedad las paredes del canal.

Todo el barco viró hacia un lado, siguiendo de milagro el constante avance mientras parte del río se derramaba por las grietas del canal hasta el infinito. Por fortuna, ello descolocó por igual a aliados y enemigos, de modo que Aubin, lejos de aprovechar la ocasión para ejecutar a quienes habían entrado en su mente, retrocedió de un salto hasta el destrozado mástil, desde el que lanzó un nuevo grito:

—¡Maldito seas!

La gloria del guerrero celestial, marcada con los puntos cósmicos de la constelación de Lobo, brilló con una intensa luz que reveló los estragos del último revés. Un horror masticaba la cabeza de Balazo de Retículo Negro, naciendo sobre su boca dos nuevos ojos. María de Mosca Negra había sido desmembrada por un grupo de horrores que le sonreían mientras masticaban sus brazos y piernas. Johann de Cuervo Negro había sido cegado por el aire que usaba en el Perturbador del Viento, emponzoñado por aquellas criaturas, o por el mismo ambiente enloquecido. Puesto que Ennead de Escudo Negro había decidido cuidar de su compañero de armas, rechazando a los horrores que iban a por él con los protectores de su brazal, demasiada carga había recaído en Zaon y su Harpe, matadora de demonios. Joseph, comprendiendo tal cosa, se enfocó en ayudar al santo de Perseo, lo que dejaba la mitad del barco a oscuras e intensificaba la labor de Marin, Eren y los demás, sin posibilidad alguna de refuerzo.

Si eso fuera la peor, la pérdida de compañeros de batalla antes de que la batalla a la que se dirigían hubiese dado comienzo, Makoto lo habría aceptado. Eran los reveses de la guerra y no había nada que hacer, salvo seguir luchando.

Pero no era lo peor, no lo era en lo absoluto.

—Soy Aubin, ángel de la Audacia. Soldado de la Tercera Orden del Olimpo. —La voz del guerrero celestial sonó como un trueno, en contraste con un rostro de facciones delicadas que ya no exhibía ni una sola de las heridas de antes. La armadura también se había restaurado, o más bien transformado, con sendas alas metálicas naciéndole de la espalda y derramando luz divina sobre el barco entero. Los cabellos eran ceñidos por un yelmo extraño, semejante a una copa quebrada en tres cuartas partes, salvo aquella que apuntaba hacia el noroeste—. ¡Sal de mi cabeza, desgraciado! ¡Sal, o te juro que yo te haré salir, haré que tú que te deslizas en la oscuridad conozcas la luz del Olimpo!

Lo único diabólico que quedaba en aquel guerrero magnífico eran los ojos, inyectados en sangre y enfermos de locura. Ese mismo veneno espiritual lo impulsó a placar a Joseph de Centauro a tal velocidad que Makoto apenas pudo verlo.

—¡Dioses! —maldijo Marin, quitándose de encima a dos horrores que se le habían aferrado a las piernas. Desde el cielo, había visto cómo el Milagro de Joseph era partido en dos por el ala metálica de Aubin. El centauro de luz dio paso a un hombre de cabellos grises con una gran grieta en el peto de plata, ahora ensangrentado—. ¡Debo…! —Debía ayudar al santo de Centauro, pero hacerlo supondría entregar a la muerte a Eren y los demás. Escoger una luz sobre decenas de sombras. No quiso hacerlo.

Algo ocurrió, no obstante. El viento alrededor del santo de Centauro giró formando un remolino que lo llevó hacia la zona defendida por Ennead de Escudo Negro. Era Johann el responsable de tal portento: mediante el Viento Desencadenado, había alejado a un compañero caído de la zona de peligro. Incluso si nada podían hacer aquellos dos caballeros negros por proteger a Joseph de Aubin, el gesto conmovió a Makoto.

—¿Eso son lágrimas? —cuestionó Aubin, moviendo las alas. El aire, acelerado a la velocidad de la luz, abrió algunos cortes en el cuerpo de Makoto, así como en el suelo de alrededor y los restos del manto de Cerbero—. ¡Estás llorando!

—Yo no soy el desgraciado al que quieres matar —advirtió Makoto, caminando hacia ese guerrero tan peligroso y terrible. Quien había vencido al santo de Centauro de un solo golpe—. Todo este tiempo, hablabas con Aquel que se desliza en la oscuridad. ¿Dónde hay más oscuridad que en el cerebro humano? ¡Joseph golpeaba tu cadáver porque lo presentía! ¡He sido un imbécil, un reverendo imbécil!

—No seas tan duro contigo mismo —dijo Aubin, apareciéndose a la diestra de una aterrorizada Lisbeth—. Todos vosotros sois unos imbéciles. Octavo Sentido, telepatía, telequinesis… Todo eso abre las puertas a Aquel que se desliza en la oscuridad. —Tras dar un beso en la mejilla de Cincel Negro, voló hasta donde estaba el santo de Mosca sin darle tiempo a perseguirlo. Veloz, llevó cada mano a la correspondiente mejilla de Makoto, susurrando palabras funestas con un nuevo rostro—: Él está en ti, como lo está en mí. Para expulsarlo de mi corazón he de mataros a todos. Lo siento.

Lisbeth cayó de rodillas, sollozando y abrazada a la pierna de su padre, que también lloraba. El resto de sombras miraba con ansiedad a Makoto y a Aqua, pero uno estaba paralizado y la otra seguía inconsciente.

Nuevos horrores saltaban a la barandilla, mientras que Zaon y Marin apenas daban abasto con la ayuda de los caballeros negros. Había más que nunca, demasiados. Joseph trató de levantarse y ayudar a sus compañeros, pero lo único que logró fue volver a caer tras vomitar sangre, de tan débil que estaba. Johann de Cuervo Negro, incapaz de ver qué ocurría, preguntaba qué hacía Makoto, por qué no movía el trasero.

Las Moscas Negras supervivientes, Fly, Komachi, Naoko y Reiko, se hicieron la misma pregunta mientras rodeaban a su tocayo y el rubio ángel que lo observaba en silencio.

—¿Azrael? —preguntó Makoto, aterrado de lo que veía.

—Así es —respondió Azrael, envuelto en la gloria de los cielos. Las alas que nacían de su espalda bastaban para mantener alejadas a las Moscas Negras; el resto del ejército estaba bastante ocupado con las batallas de alrededor como para preocuparse de lo que ocurriera en el centro—. ¿Se me permite hacer algunas sugerencias?

Antes de que pudiera responder, el cielo explotó con una intensidad mayor a la habitual. El barco estuvo a punto de virar de nuevo, e Indech, siempre tan oportuno, aprovechó la oportunidad para un nuevo disparo.


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#471 -Felipe-

-Felipe-

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Publicado 26 marzo 2024 - 11:12

Y la segunda parte, terminando así con el arco de Urano, marcado por la guerra en lugar de conflictos más "locales". Si no me equivoco, es la etapa más larga de lo que va del fic, y lo disfruté muchísimo, incluso si a veces uno se marea con tanto personaje xD

 

Aquí va el review.

 

Spoiler

 

[Ahora soy Felipe del Presente, tras editar todas las review que había escrito]

Por supuesto que participaré de la encuesta al final del capítulo 100.

 

Héroes favoritos:

  1. Akasha
  2. Kiki
  3. Azrael
  4. Shaula
  5. Oribarkon
  6. Makoto
  7. Sneyder
  8. Lesath
  9. Aqua
  10. Nimrod

Menciones más que honrosas: Emil, Aerys, Mera, Ban, Folkell, Katyusha, Subaru, Shun, June, Shiryu.

 

Antagonistas favoritos:

  1. Oribarkon (brevemente)
  2. Caronte
  3. Hipólita
  4. Tritos
  5. Gestahl Noah (brevemente)
  6. Terra
  7. Leteo

 

Dioses favoritos:

  1. Hypnos
  2. Aqua
  3. Tetis
  4. Poseidón

 

Arco favorito:

  1. Neptuno (Bluegraad)
  2. Urano
  3. Preludio / Plutón (empate, para mí, son dos caras de la misma moneda)
  4. Neptuno (Death Queen Island)

 

Batalla favorita:

  1. Adremmelech vs Caronte
  2. Lesath y Emil vs los vientos del norte
  3. Todos contra Hipólita
  4. El duelo doble de Shaula y Sneyder

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#472 Rexomega

Rexomega

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Publicado 01 abril 2024 - 19:03

Saludos

 

Felipe.

Spoiler

 

***

 

Capítulo 200. Guerreros de la esperanza

 

Tan pronto atravesó la Otra Dimensión, Gestahl Noah dejó de hallarse en el Senda de Oro creado por los santos de Aries, Géminis, Sagitario y los que fuera que esperasen en el otro extremo del universo, en el Jardín de las Hespérides. Tal camino, último milagro de la humanidad, tenía tres fronteras: los mares olvidados, la oscuridad subyacente al plano material y el espacio ínter-dimensional que toda una tradición de santos de Géminis había creído dominar, cuando solo conocían la punta del iceberg.

No había agua alrededor, tampoco una oscuridad carente de luz. Al contrario, mientras que él ascendía por una escalera hecha de cadáveres helados en aquel mundo de frío espacial, sin oxígeno, asteroides y meteoritos giraban sin orden ni concierto entre mundos diminutos, por la distancia, y aun más pequeños puntos de luz que no podían ser sino estrellas. Estaba en el espacio que unía todos los espacios, justo donde quería estar. No había otra opción, lo supo desde el preciso instante en que Kanon de Géminis abrió la Otra Dimensión. Los límites de la Senda de Oro se hincharon como ampollas en la piel de un ser vivo. Algo los había devorado, un ser abyecto de un modo en que las fuerzas del Hades, obedientes de las leyes del hijo mayor de Crono, no podrían ser, uno de los Reyes Durmientes. Durante el tiempo que convivió con el recuerdo de los dioses del Zodiaco en el refugio que Pirra creó para él, pudo descubrir algunas cosas sobre ellos: se contaban entre los mayores enemigos de los primeros santos de oro, junto a los Nueve de Rodas y los Reyes de la Atlántida; en comparación, Dagoth, el Príncipe Durmiente, no era más que un niño, uno que había exigido la cooperación de cinco notables guerreros entre los que se encontraba el ángel de la Fuerza. ¿Quiénes podrían vencer a quienes por su poder ilimitado habían sido venerados como dioses? Aquellos que encarnaban la frontera entre lo divino y lo terrenal.

Ascendía y ascendía, seguro solo gracias a Niké de que no acabaría en un bucle espacio-temporal formado por la señora de todas las puertas. No tardó en verse acompañado por uno de sus demonios internos, que eran doce, por supuesto.

—¿De verdad crees todas esas tonterías que dijiste? —Belial de Aries caminaba a su lado, clavando en él aquellos ojos verdes de embustero—. ¿Te consideras malvado?

—Fui sincero al decir que ya no me importa si lo soy o no —respondió Gestahl Noah.

—Es una cuestión de perspectiva. —El primer guardián del primer templo zodiacal fue sustituido por Sousuke de Géminis, siempre sereno e imperturbable—. Lo malo y lo bueno, es relativo. Cambia con el tiempo.

—Lo único que cambia es nuestro entendimiento —replicó Gestahl Noah—. Si debemos hacer el mal para sobrevivir, es que aún somos imperfectos.

—¿Y qué hay de malo en eso? —Zemus de Cáncer apareció frente a él, flotando sobre las escaleras—. Si somos imperfectos, podemos mejorar más y más. La perfección es estancamiento. ¡La perfección es muerte! —condenó antes de ser atravesado por el Sumo Sacerdote, como el fantasma que era.

—¿A mí tampoco vas a responderme? —Hashmal lo esperaba sentado sobre una de las costillas, arqueando las cejas con el aire insolente de la juventud. El líder del Santuario pasó de largo, siendo detenido en seco por el santo de Leo, que lo agarró del brazo—. Nunca te dignaste a buscarme. ¿Por qué? Teníamos mucho de qué hablar. Yo debía darte un buen puñetazo por abandonarnos. Tú debías darme tres por haberme acostado con tu mujer. Después lo celebraríamos con néctar y ambrosía, en el cielo. Tenías las puertas abiertas, ¿sabes? ¡Eras el favorito de los dioses!

—Los muertos no pueden beber, ni comer —respondió Gestahl Noah con sequedad.

Tras librarse de la presa de Hashmal, ascendió más deprisa, frustrado. Que el santo de Leo no dejara de reírse no ayudaba nada, sobre todo porque la risa, como todo lo demás, estaba dentro de su cabeza. No podía huir de sí mismo.

—Así que esa es tu respuesta —le susurró Pirra de Virgo, mientras descendía desde los cielos y lo abrazaba—. Habrías matado a Hashmal por mí.

—Dejé de ser el hombre que amaste, hace mucho tiempo. —Gestahl Noah, sin poder deshacer ese abrazo que tanta felicidad le aportaba, buscó con la vista al eterno acompañante de la santa de Virgo. No le sorprendió ver a Adremmelech en un rincón, firme y estoico como todo un guardián—. Por eso no volví. La bondad a la que te aferraste durante aquel tiempo de condenación, desapareció bajo el peso de los incontables pecados que quise aliviar en mi búsqueda de Atenea.

—Mentiroso. No volviste porque te olvidaste de mí —respondió Pirra de Virgo—. Yo nunca lo hice. Malo o bueno, no me importa, mientras seas tú.

Ella no tenía la forma que había adoptado tras aceptar la divinidad que le impuso el resto de santos de oro. Estaba igual que cuando se conocieron, una versión abandonada y salvaje de la finada Akasha de Virgo. La impresión hizo que se alejara, sintiendo que los brazos de Pirra de Virgo lo traspasaban. La dulzura del contacto de aquellas dos almas unidas tiempo atrás por poco animó a Gestahl Noah a retroceder, un impulso que el Sumo Sacerdote enfrentó ascendiendo con más brío. Sabía lo que se encontraría.

Pirra de Virgo lo estaría esperando, tal y como lo hizo por seis mil años. Y tal y como entonces, Adremmelech de Capricornio estaría tras ella, protegiéndola.

—¿Qué tiene que hacer una mujer para ser amada por tanta gente? —preguntó Sephiria de Libra, equilibrada sobre una espada dorada que usaba a modo de tabla voladora.

—Rodearse de almas rotas y corruptas —respondió Gestahl Noah—. Aries para la mentira, Tauro para la violencia, Géminis para la codicia, Cáncer para la ambición, Leo para el orgullo desmedido… Todos estaban vacíos, por eso buscaban algo que los llenara. O a alguien —concluyó con aire sombrío.

Esperaba que Sephiria le recriminara que su abuelo, Éxodo, no era así. Antes de que enloqueciera y fuera eliminado por Hashmal, Shemhazai y Adremmelech, claro, pero aquella imposibilidad viviente, mezcla de la sangre de más allá de las estrellas, la de los seres humanos y la de los telquines, se limitó a volar alrededor de él y sonreírle. Nunca había sido dada a la malicia, solo les seguía la corriente a los demás porque era divertido. Juntos, los señalados por Libra y Escorpio siguieron avanzando hasta que una flecha dorada se clavó a los pies del segundo, marcando el fin del viaje.

—¿Tendría Su Santidad a bien responderme una pregunta? —dijo Shemhazai de Sagitario, con la segunda flecha ya lista y apuntando al corazón—. ¿Cuál es la diferencia entre la matanza selectiva de tu última camada de huérfanos y la completa aniquilación de la vieja humanidad que dispusieron los dioses? ¿Son los olímpicos, orquestadores del juicio divino, malvados según vuestros términos?

Shemhazai puso la tercera flecha en el arco.

—Soy yo quien hace las preguntas.

Previendo un tercer disparo, Gestahl Noah arrojó las saetas que aún sostenía.

—La maldad está en el acto de destruir. Los dioses, superiores a nosotros los mortales, emplean medios inferiores para poder comunicarse sin imponernos las visiones que ellos ya tienen sobre cómo debería funcionar el mundo. Así, surge el diluvio universal, un método imperfecto para lograr un mundo perfecto. Falló, como fallará mi sistema. Queda mucho por hacer para que los dioses y los hombres nos entendamos.

El arco desapareció de las manos de Shemhazai, quien como un ave de presa se arrojó sobre el Sumo Sacerdote, capturándolo para después volar hasta las alturas.

—Considéralo un favor, de cornuda a cornudo —le susurró Shemhazai.

—Nunca fuiste una víctima —replicó Gestahl Noah—. Eras más cercana a mi esposa que el propio Hashmal —señaló, recibiendo solo el silencio por toda respuesta mientras ascendían más y más hasta las alturas.

Solo entonces entendió Gestahl Noah que las escaleras que había estado subiendo eran tan extensas como la Eclíptica, el sendero del corazón del Santuario en que se alzaban las Doce Casas. Un juego de quien había ido a buscar, sin duda, por la que esa proyección de Shemhazai de Sagitario no parecía sentir ningún rencor, al mostrarse dispuesta a seguirle las reglas. Dejó caer al Sumo Sacerdote justo a los pies de Selvaria de Acuario, antes de volver a marcharse como el ángel caído que siempre fue.

No se podía decir que la primera guardiana del undécimo templo zodiacal fuera impaciente. Antes de cuestionarlo, esperó a que se levantara y alisara las vestiduras. ¡Había sido recogido y arrojado como un saco de patatas! Sintió ganas de reír.

—Si la masacre de los malvados y la dirección de los justos es otro método imperfecto más, ¿reconocerás al fin que no existen atajos y que la naturaleza de la vida es ser dura?

—Hubo un método perfecto —replicó Gestahl Noah, aceptando la fría comprensión con que la santa de Acuario recibió lo que sin duda consideraba mera obstinación—. Los dioses nos negaron ese atajo, devolviéndonos a la realidad de una vida de lucha constante. Y yo estoy cansado de luchar. La oscuridad que hay en mí, la acepto.

Siguió avanzando. No quedaba mucho para la cima. El último tramo del trayecto, tachonado de rosas blancas, negras y rojas que nacían entre los cadáveres, lo recorrió acompañado por el viejo Mateus de Piscis, sentado en una silla sostenida por dos de los autómatas andróginos que solían servirle. Ambos pertenecían al modelo especializado en el combate, Beta, con una capacidad de adaptación tremenda solo limitada por una naturaleza en exceso dependiente. No era un error producto del descuido, Mateus de Piscis había hecho así a ese modelo y los veintidós siguientes, sin importar si estaban destinados a tareas simples, o complejas. Al fin y al cabo, el modelo alfa, destinado a la eliminación de individuos problemáticos como paso previo a la sustitución de los santos de bronce y de plata por máquinas había sido un completo fracaso. ¿O cómo podía llamarse a que asesino y objetivo formaran una amistad legendaria como la de Enkidu y Gilgamesh? Gestahl Noah conocía la historia no por los recuerdos de los dioses del Zodiaco, sino por Gilgamesh de Tauro y Enkidu de Piscis, segundo y último autómata clase alfa, a quienes conoció en una vida pasada como todo un genio de la ingeniería robótica en pleno siglo X. Antes de Cristo, por descontado.

—¿Soñando con viejas glorias? —comentó Mateus de Piscis, sonriente—. Déjalo. Nosotros nos aferramos tanto al pasado que nos ahogamos en él.

—En mis aguas os ahogasteis —corroboró Gestahl Noah—, porque yo soy ese mar al que llamas pasado. Un peón entre la voluntad de Poseidón y el plan de Atenea. He mantenido el status quo a través de milenios, como hicisteis vosotros, hasta que una chiquilla logró hacerme soñar con el cambio.

Llegó hasta la cima, la última de las costillas de la Abominación. Allí empezaba una nueva escalera, hecha de estrellas, hacia una esfera semejante a un planeta en que se mezclaban el verde y el azul. Dejó escapar un suspiro de fastidio. Por lo menos allí sí había oxígeno; no le gustaba depender tanto de la protección de Niké.

—¿Por qué los sueños tienen que terminar? —dijo Deucalión de Escorpio.

Al alzar la vista, Gestahl Noah no vio a su homólogo, ni a Mateus de Piscis, aunque estaba seguro de haber oído el paso firme de los autómatas hasta hacía un segundo. Quien estaba delante de él era Gugalanna de Tauro. Grande, demasiado grande. Lo miraba con cara de pocos amigos, lo que le recordó que nunca se habían llevado bien.

—Estáis muy perdido —declaró Gugalanna de Tauro—, Sumo Sacerdote. Me ha costado mucho encontraros en este caos dimensional.

Extrañado, Gestahl Noah se llevó las manos a la cabeza. ¿Desde cuándo Gugalanna era tan formal? Aquel salvaje no mostraba respeto ni siquiera por Pirra de Virgo, a la que deseaba más que veneraba. De pronto, un recuerdo fugaz le vino a la mente, de aquella vez en que dio la espalda a la salvación y atracó en el Parnaso. La montaña estaba llena de jóvenes que habían luchado con sus puños y piernas contra el mayor ejército del mundo y las más terribles armas y armaduras que hubo visto la vieja humanidad. Días y días de batallas bajo la lluvia que anegó la Tierra hasta los confines, sin descanso, sin un fin a la vista. No era de extrañar; teniendo por líderes a Belial de los Mu y a Gugalanna, de la raza de los gigantes, podrían haber luchado hasta el fin del mundo, que en aquellos días parecía inevitable. Sin embargo, cuando él mostró que aceptaba el castigo divino, aun siendo quien estaba destinado a sobrevivirlo, todos lo aceptaron junto a él. Todos, incluidos el artero Belial y el violento Gugalanna. Todos encontraron en su simple gesto la oportunidad de descansar de tanta lucha.

Nunca llegó a llevarse bien con el santo de Tauro. Sin embargo, tras lo sucedido ese día lleno de desesperación, aquel lo siguió siempre como un líder.

—Llevo perdido miles de años —declaró Gestahl Noah—. Perdido en mí mismo.

Siguió avanzando, como siempre. Si el fantasma no se apartaba, lo atravesaría.

No ocurrió ni lo uno ni lo otro. Inesperadamente, chocó contra el muro dorado que tenía delante. La sorpresa y el golpe le hicieron retroceder, llevándose la mano a la frente. Solo entonces pudo ver que el hombre que tenía enfrente no portaba manto alguno.

—Es horrible no tener tus dos ojos, ¿eh? —preguntó Garland de Tauro, pues no era nadie más que él—. ¡Vamos, Sumo Sacerdote! ¿Me diréis que os he hecho daño?

La sola idea le hizo sonreír. Una sonrisa feroz.

—¿Eres quien creo que eres? —preguntó Gestahl Noah, intrigado.

—Garland de Tauro, vuestro humilde servidor —se presentó el guardián del segundo templo zodiacal—. Ha sido un buen gesto. Lo del barco —tuvo que especificar—. Esos chicos de negro están confundidos, no saben si han hecho bien, o mal.

—¿Acaso lo sabe alguien? —cuestionó Gestahl Noah.

—Supongo que Atenea —respondió Garland, no muy convencido—. Me refiero a haber escogido proteger la totalidad del mundo en vez de tratar de resolver el desastre que llamamos mundo social. Vos y yo sabemos que por muchos pecadores que mueran, siempre habrá más. El hombre y el pecado son inseparables.

—Lo ocurrido era solo la mitad de un plan mucho mayor… No importa —negó Gestahl Noah, desechando pronto la idea de distorsionar la figura de mártir a que había quedado reducida la santa de Virgo—. Nunca fue mi intención ponerme tan fatalista, solo decirles a mis muchachos que es hora de que dejen de pensar en lo que no hicieron y que se centren en lo que podrán hacer. El Milagro de Mu podría cambiarlo todo en nuestra lucha contra los Astra Planeta —sugirió, ebrio de paternal orgullo.

Justo ese momento escogió Chevalier para llegar hasta ellos desde alguna parte. No solo vestía en esa ocasión la gloria, sino que esta había cambiado en algunos detalles: dos alas metálicas le nacían de la espalda y un yelmo con forma de copa, rota en la mitad superior salvo en el trozo que apuntaba al noreste, le protegía la cabeza.

—Creía que estabais locos para querer despertar a Aquel que se desliza en la oscuridad —advirtió Chevalier—, pero me quedé corto, muy corto.

Veloz como el escorpión, Deucalión desató la Muerte sobre el ángel.

Incluso aquel mortífero ataque fue repelido por las alas del guerrero celestial, que se cruzaron frente al peto de aquel en el momento justo.

—No atravesarás a estas bellezas con un aguijón —advirtió Chevalier mientras las alas se separaban—. Están hechas de nimbo, el cosmos divino.

Enmudecido por el cosmos que sentía, Garland se interpuso entre aquellos dos.

—Como iba diciendo —prosiguió Chevalier—, creía que estabais locos hasta que supe que erais unos dementes de campeonato. ¿Luchar contra los Astra Planeta? ¿Qué tenéis en la cabeza? —Mientras hacía la pregunta, se golpeó la sien con los nudillos—. El ejército de los cielos al completo no podría derribar a los Astra Planeta. Son la élite. A mí, cualquiera de ellos me mataría de un solo golpe incluso ahora.

—Es el cosmos de un ratón —sentenció Garland de Tauro, pasando del asombro a la más pura decepción—. ¿Eso eres? ¿Chevalier de Ratón, ángel de la Cobardía?

—¡Te juro por mis amigos, que son todo lo que me queda en la vida, que no recuerdo de qué soy ángel! —exclamó Chevalier, con los ojos muy abiertos—. ¿Y tú a dónde vas?

Si la Muerte no había hecho efecto, que la Vida lo aprisionara el tiempo suficiente para poder ascender el camino estrellado era una cuestión de cincuenta contra cincuenta. Y no podía permitirse permanecer allí, atándolo, como hizo contra Cratos. Así que Gestahl Noah prefirió evitar el conflicto, sin más. Que ese par se las arreglara solo.

—Mi subordinado se encargará de ti. Yo tengo asuntos más importantes de qué ocuparme —declaró el Sumo Sacerdote, mirando al ángel de reojo.

—Como si fuera a dejar que complicaras las cosas todavía más. —Implacable, Chevalier saltó sobre Gestahl Noah más rápido que la luz, dispuesto a mandarlo a volar a los confines del infinito. Los puños dorados del ángel, empero, fueron frenados por el hombro del santo de Tauro, quien una vez más se había interpuesto entre ambos—. ¡Oh, vamos! ¿Octavo Sentido? ¡Eso está prohibido aquí!

El intento de Garland de Tauro por replicar se ahogó en un sonido de atragantamiento. Sangre fresca salió de su boca como consecuencia del terrible impacto que había recibido, manchando el peto impoluto del ángel. Gestahl Noah, intrigado por un poder tan grande como para herir de gravedad a semejante portento de la naturaleza, giró y pudo ver que la oscura carne del gigante se había abierto, mostrando el hueso ensangrentado y fracturado del brazo. Chevalier era fuerte, muchísimo.

Aun así, volvió la vista hacia la cima del camino estrellado, donde lo esperaba quien había ido a buscar. Paso a paso, fue alejándose de su protector sin mirar atrás.

 

—Hablasteis con la verdad en el barco, Sumo Sacerdote —gruñó Garland, dolorido—. Nunca he conocido a nadie tan vil como vos.

Por supuesto, Gestahl Noah se limitó a seguir avanzando, respondiendo con el silencio.

—¡Si tan solo me dejaras partirle la cabeza, lo resolvería! —exclamó Chevalier.

Pero todos los intentos del ángel por pasar eran bloqueados por Garland de Tauro, quien abierto a la Octava Consciencia, también había trascendido la velocidad de la luz. Al final, el enorme guerrero celestial descargó un gancho directo contra el rostro del santo de oro, desgarrándole la piel de la mejilla derecha hasta la altura de la nariz, sin poder derribarlo y quedando a merced de un veloz contraataque directo a la boca del estómago. El impacto resonó a través de todo el lugar.

—Por muy malvado que sea un hombre, siempre contará con la protección de Atenea cuando lucha por lo que es justo —dijo Garland, cruzando los brazos; la primera herida ya estaba restaurándose—. Ahora yo soy la protección de Atenea. No pasarás.

—Ni falta que hace. ¡Mis armas pueden destruir todo aquello que está al alcance de mis ojos! —replicó Chevalier, apuntando allá donde se hallaba Gestahl Noah. Un punto intermedio sobre un sendero de luces, como hecho de polvo estelar, que serpenteaba sobre el cielo. El santo de Tauro vio, preocupado, cómo el ángel abría y cerraba el puño cubierto por el guantelete dorado, sin expulsar ningún cosmos; ni veía, ni sentía el ataque, así que no era capaz de bloquearlo—. ¿¡Por todos los demonios del Hades, qué ocurre!? —Maldijo tras cinco segundos en que nada ocurrió con el Sumo Sacerdote—. ¿Es por la protección de ese báculo? ¿O acaso…? —Miró las alas, de un brillo excepcional que no podía sino tener origen divino—. ¿Las armas de Hefesto dejan de funcionar cuando empleamos toda nuestra fuerza? ¿Por qué nadie se molestó en explicármelo? ¡Maldita sea! ¡Ahora me lo voy a tener que tomar en serio!

Volvió a atacar, una tanda de veloces puñetazos que Garland de Tauro respondió con otros tantos. Solo poseía un cosmos de oro como protección, así que no tenía sentido limitarse a la defensa. Incluso si sentía todo el cuerpo estremecer cada vez que los negros nudillos chocaban con los puños del guerrero celestial, la única forma de sobrevivir a esa batalla era combatiendo y haciendo arder el cosmos hasta el infinito.

—Ya te lo he dicho —insistió Garland, viendo pedazos de su carne y de sus huesos flotar en medio del choque de golpes—, no pasarás de aquí.

—¡Ja! —rio Chevalier, en cuyos ojos quedaba reflejado el rostro restaurado de Garland—. Confías demasiado en tu supuesta inmortalidad. ¡Sácate la cera de los oídos y escucha! Las armas forjadas por Hefesto pueden dañar la materia a nivel subatómico. ¡Las heridas que crees haber regenerado, siguen ahí! ¡Cada vez serás más frágil!

Si el ángel esperaba que Garland se desesperase por ello, se llevaría una sorpresa. Los puños del santo de Tauro, más rápidos que la luz, aceleraron todavía más.

Era una suerte que Gestahl Noah hubiese ascendido la escalera estrellada antes de que el temible duelo de gigantes empezase a atraer toda la materia circundante, como haría un agujero negro con los mundos y soles que tuvieran la desdicha de existir alrededor de él.

 

***

 

A la edad de nueve años, Marin de Águila fue separada de su hermano menor para cumplir el más noble de los destinos: convertirse en santo de Atenea.

Por orden del Sumo Sacerdote, Zaon de Perseo hizo recaer sobre Orestes de la Corona Boreal toda la responsabilidad por la Noche de la Podredumbre. Esa forma de justicia, tan implacable, marcó el futuro de una aspirante presa de la confusión y la tristeza.

Joseph de Centauro había fallado a sus amigos, muertos allá donde él no pudo luchar.

Una criatura insignificante tratando de sobrevivir a una tormenta de incertidumbre y desconcierto. Eso había sido Makoto de Mosca a lo largo de los últimos meses, guiándose a través de un faro que los dioses habían apagado, pisando un suelo que ya no existía. Tras la muerte de Akasha y Azrael, las dudas lo carcomían y él solo avanzaba.

Veintisiete primaveras había visto Ofión de Aries, perdido en la soledad hasta que una mano amiga lo sacó de las tinieblas del ego. Ahora entraba en una nueva oscuridad, tan terrible como la que un día albergó, con el secreto deseo de un reencuentro imposible.

Nobleza obliga. Los dioses, superiores a los humanos, tenían el derecho, más que el deber, de cuidarlos. Aqua de Cefeo no podía cuidar a nadie, era demasiado débil.

 

Las vidas de los santos de Atenea se manifestaban como imágenes en la mente de Gestahl Noah. Perdido en un vacío infinito en el que flotaba buscando una salida, el Sumo Sacerdote solo podía avanzar un poco antes de que nuevos destellos lo asaltaran.

 

Fly de Mosca Negra fue policía en Tokio. Un hombre sencillo que indicaba direcciones, redactaba informes y patrullaba las calles de la capital del país más seguro del mundo, hasta que se encontró con el lado oscuro de la nación. Una estudiante saltando desde la azotea del instituto; no fue capaz de impedirlo, no pudo convencerla de lo hermoso que era vivir, él que se jactaba de ser un amante de la vida.

Almaaz de Auriga Negro huyó de la batalla más importante de su vida, dejando a la mujer del jefe en manos de cinco santos de plata. Haberla rescatado y velado por la recuperación del despojo al que quedó reducida no cambiaba nada: era un cobarde.

Mirapolos de Lince Negro había ido al Santuario para acabar con las desigualdades sociales, comprendiendo como muchos otros que el mundo oculto era igual que el que había conocido, dispuesto a ignorar a los más débiles. Eso lo había convertido en un caballero negro, en otro gigante que aplastaba los sueños de los pequeños.

Johann de Cuervo Negro odiaba el país en que nació tanto como decía amarlo. Vivía en el lado del mundo que existía por el saqueo y para el saqueo. Las tragedias que vio como un niño, perpetradas por amigos y familiares, lo perseguirían por siempre.

Ennead de Escudo Negro fue un adolescente violento. A los miserables que hablaban de demoler el orfanato por algún discurso legal inentendible, les partía los huesos, trayendo solo más y más problemas a la señorita Emma. Ni todo el dinero del mundo bastaría para compensar a aquellos muchachos sin padres por el mal ejemplo que les dio: algunos, imitándole, se habían convertido en criminales y muerto como tales. 

Eren de Orión Negro tenía una hermanastra mayor, alienada de la vida a la que el padre de ambos se había visto arrojado, la de la Guerra Santa contra el mundo occidental. Por congratularse con aquel hombre enfrentado contra el mundo y su esposa, la madre de Eren, aquella muchacha antes cándida se inmoló arrasando con una escuela comunitaria. Con el tiempo pudo vengarla, desmantelando por sí solo toda la organización terrorista de su familia, pero ni siquiera la dulce justicia de Hybris podía cambiar el pasado.

 

Las imágenes empezaron a sobreponerse unas sobre otras. Manos ensangrentadas. Almas negras como el carbón. Todos en cubierta tenían, en mayor o menor medida, remordimientos. No por las muertes que causaron, ni por las que no causaron durante la Semana Sangrienta, sino por una duda irresoluble: ¿habían hecho bien al darle la espalda a Hybris en el momento del máximo sacrificio? Si eran caballeros negros, eran unos traidores; si eran santos de Atenea, lo habían sido toda una vida. ¿Qué eran? 

Gestahl Noah había enfocado mal el dilema. Esos muchachos no necesitaban ser despojados del sentimiento de culpa, necesitaban una razón para vivir.

O para morir.

 

Tetis, hija de Nereo y el Espíritu Divino Doris, desoyó el llamado de Poseidón para participar en la eliminación de quienes habían sobrevivido al diluvio universal. Cuando el rey Atlas dirigió la conquista de Eurasia como paso previo al dominio total de la superficie, se retiró al otro lado del mundo, desde donde rechazó la petición de auxilio y observó, implacable, cómo los santos de Atenea recuperaban lo que era suyo. Lo que no pudieron hacer el dios del mar y el más poderoso de los vástagos de Poseidón, tampoco lo pudo lograr Damon: el Rey de la Magia le ofreció un deseo, cualquiera que fuese, a cambio de ayuda; en aquel entonces Tetis no creía desear algo que no fuera vivir tranquila, así que declinó ese ofrecimiento como solía hacer. La mal llamada cuarta guerra atlante, en que Eolo y el general marino del Océano Austral comandaron a los espíritus del mar y el cielo contra aquellos humanos cada vez más endiosados, ni siquiera mereció una palabra, por supuesto. Solo fue en la quinta guerra atlante, tras la caída de la Atlántida y la expulsión del universo del ser humano más poderoso que hubo conocido la Tierra, que Tetis explicó a Poseidón por qué se negaba a combatir.

—El Pueblo del Mar pertenece al océano. La superficie no es nuestro hogar.

Siglos después de aquel desplante, vino el castigo, aunque no como Tetis había esperado. Ser la esposa de Peleo, someterse a un simple mortal, la sacó de quicio. El día en que los espejos le empezaron a devolver la imagen de una mujer con barriga, siendo ella una diosa deseada por el mismísimo Zeus, ordenó que todos los espejos desapareciesen, orden que su esposo cumplió a cabalidad, para variar. Después vino el parto, y donde esperaba nada más que una cosa arrugada y berrinchuda, encontró lo que siempre había deseado. Nunca antes había comprendido lo que era el amor, mucho menos el comportamiento de los dioses hacia aquella raza tan belicosa; desde el momento en que abrazó al pequeño Aquiles, a quien amaba más que nada en el mundo, pudo entenderlo. Comprendió a cabalidad por qué Zeus y Atenea hacían lo que hacían. Deseó proteger a su hijo de todo mal, ofreciéndose incluso a Hefesto como pago por darle las mejores armas. Nada sirvió. El mortal murió en batalla, cumpliéndose así la voluntad de Poseidón, aunque por supuesto el dios del mar nunca admitiría tal cosa.

 

Gestahl Noah quedó en trance por algunos segundos. ¿Ni siquiera alguien como Tetis estaba a salvo de la culpa? ¿Los seres divinos, tras convivir con aquellos mortales, se volvían tan semejantes a estos como para sentir remordimientos?

 

Cástor y Pólux convivían en una misma alma, generación tras generación. Lo divino y lo terrenal se confrontaban en quienes eran señalados por Géminis, siendo el nacimiento de gemelos una rara eventualidad que solía acabar en desastre. Así como la muerte de Remo ennegreció el destino de Rómulo, padre fundador de Roma, las palabras de Kanon de Géminis estuvieron a punto de llevar el mundo entero al colapso. Por él, Saga de Géminis asesinó al anterior Sumo Sacerdote para usurpar el trono papal; por él, Aioros de Sagitario, el más noble de todos los santos de Atenea, fue marcado como un traidor; por él, Atenea vivió apartada del Santuario; por él, Poseidón despertó en una época que no le correspondía, actuando después de una guerra civil que empezó con él sugiriendo el plan de un demente: usurpar el lugar de los dioses y gobernar el mundo.

Si un dios, el que fuera, lo hubiese sentenciado a morir por aquellos crímenes, él lo habría desafiado, aun sabiéndose culpable, aun comprendiendo que no tenía ninguna posibilidad. La única forma de ser mejor que su hermano era convertirse él mismo en un dios, o al menos, en alguien que pudiera controlar a los dioses de alguna manera. Habiendo hecho la mayor apuesta que un hombre mortal podía hacer, estaba preparado para todo, excepto para ser perdonado. Todavía no comprendía por qué Atenea decidió salvarlo aquellos días en que debió morir ahogado. ¿Era un acto de amor hacia los seres humanos, entre los que no distinguía al malvado del justo? ¿O quería darle a él la oportunidad de redimirse, de no ser esclavo de sus propios demonios internos?

¿O acaso todo había estado planeado de antemano, previendo la llamada diosa de la Sabiduría que solo él podría liderar el Santuario una vez cayeran los santos de oro?

 

La preocupación creció en el corazón de Gestahl Noah. ¿Sería capaz ese hombre de corromperse a esas alturas, después de tantos años siendo un siervo ejemplar de Atenea? Era lo último que necesitaban, de modo que, siempre aferrado a Niké, única defensa frente a aquel espacio entre espacios que amenazaba con consumirlo, se planteó la posibilidad de ir hasta él e impedir una tragedia. Kanon de Géminis era, por ahora, el único soldado que poseían con un manto sagrado bendecido por la sangre de Atenea, el catalizador del milagro de Elíseo. Si se volvía en contra de los demás, habrían perdido la batalla contra Caronte de Plutón incluso antes de haberla empezado.

Una parte de sí se dio cuenta, de algún modo, que volver atrás ahora supondría deshacer el camino recorrido. Estaba avanzando, de algún modo, aunque todo alrededor parecía igual siempre, destello tras destello.

 

Minwu de Copa salvaba vidas, para eso había nacido. Justos y malvados, todos tenían una oportunidad bajo las manos del maestro sanador del Santuario, lo que lo volvía responsable del daño que hicieran sus pacientes a los demás.

Pavlin de Pavo Real había querido apresar a un hermoso pájaro, nacido para ser libre. Lo único que consiguió fue negarle el derecho a volar por el cielo claro de los héroes.

Mera de Lebreles odiaba a los caballeros negros y se odiaba a sí misma por odiarlos.

Margaret de Lagarto, que todo lo imitaba, ni siquiera había respetado la memoria de sus amigos. Se benefició de sus muertes como una vil rata.

Bianca de Can Mayor engañó y manipuló al único hombre que había amado. Jamás pudo enmendarlo, jamás pudo dejar de ser para él otra cosa que una perra.

Lesath de Orión fue incapaz de salvar a Ethel del peligro al que él mismo la arrojó.

Noesis de Triángulo exterminó a quienes lo habían recibido como uno más de la familia, por el bien del mundo.

Cristal de Bluegrad vio morir a su mejor amigo como un criminal de guerra.

Soma de León Menor Negro abandonó a su familia para traer justicia a un mundo injusto, solo para después darle la espalda a las injusticias por un bien mayor. Ya no era un héroe, ni un villano, ya no era nada más que un hombre lleno de miedos y dudas.

 

Todos lo eran, en realidad. Hombres como Fang de Cerbero, Grigori de la Cruz del Sur, Aerys de Erídano, Nico de Can Menor y Retsu de Lince no arrastraban culpas por el pasado, pero el presente les atormentaba como ocurría con caballeros negros como Kazuma de Cruz del Sur Negra y Llama de Centauro Negro. Aquellos eran antiguos soldados de Hybris, la organización que perpetró el mayor genocidio de la historia de la humanidad, a la altura del diluvio universal. ¿Traicionaban los santos de Atenea, luces de esperanza, todo lo que creían por aliarse con ellos? ¿Tenían los caballeros negros, sombras de estos últimos, derecho a aliarse con tan grandes héroes?

El dilema al que todos se enfrentaban no era tal para Gestahl Noah. Él estaba consagrado a Atenea, por ella había actuado en todo momento, o al menos eso quería creer, pues no podía negar cómo se plegó al plan de una muchacha mucho antes de saber quién era. Quizá por eso no había podido devolverles al camino recto, quizá por eso él mismo no podía encontrar una senda que lo llevara allá donde debía estar. Avanzaba, seguro, a través del infinito y la eternidad. Sin embargo, seguía perdido. Las estrellas, siempre igual de distantes, lo observaban en silencio.

«Por diminutas que seáis en la distancia, en realidad el mundo de los hombres solo un punto insignificante frente a vuestra inmensidad, ¿verdad?»

Una reflexión azarosa, parte de la más antigua tradición de los santos de Atenea que él mismo había iniciado hacía muchísimo tiempo. Desde un principio, tal idea había alimentado los sueños de muchos, muchísimos siervos de la diosa de la sabiduría, antes y después de la fundación del Santuario. Ahora él buscaba esa inspiración, porque lo que necesitaba era un milagro y estaba en la naturaleza de los santos de Atenea el realizarlos. Él era uno, o lo fue, diez mil años atrás. Deucalión de Escorpio.

Y antes de eso, fue solo Deucalión, un hombre solitario al que acompañaba una chica aún más solitaria. Junto a esa muchacha sin nombre, ni familia, solía ver el cielo, donde los dioses ya habían formado algunas constelaciones, eco de un pasado remoto.

En ese instante se sentía igual que entonces, solo un tonto buscando en el infinito la fuerza que le faltaba. Y, al igual que tiempo atrás, las estrellas le respondieron.

Fue el último destello, mostrando un ser diminuto que crecía y crecía hasta superar en tamaño a todos los mundos y en brillo a todos los soles. Caballo Menor, compañero de Pegaso, cruzaba el universo tal y como lo hacía la luz de las estrellas, entregando un mensaje de esperanza. Gestahl Noah extendió la mano, sin poder alcanzarlo. Uno nunca alcanzaba las estrellas, solo podía seguir su curso hasta el mañana.

 

***

 

El camino marcado por Caballo Menor lo llevó hasta el Horizonte de Eventos, la frontera de la Esfera del Espacio y las Dimensiones. Si se miraba hacia abajo, podía contemplarse la totalidad del universo en un solo vistazo. No solo las billones de galaxias de las que la humanidad tenía constancia, sino también aquel rincón del infinito, todavía más vasto, en que dormían por siempre los que no podían morir, bajo la estricta vigilancia de la Segunda Orden de Ángeles. Las dos caras del macrocosmos estaban destinadas a no encontrarse jamás, siendo separadas por una brecha en la que no había nada, ninguna clase de materia, mucho menos la posibilidad de que esta existiese. Sin embargo, en esa ocasión una distorsión que tenía origen en la diminuta Vía Láctea, apenas uno de los incontables discos que podían verse, lograba conectarlos.

Resultaba imposible no sentir asombro. La Senda de Oro tendría que haber sido invisible desde el punto de vista del plano material, existía en un punto intermedio entre el espacio, el tiempo y la oscuridad. Además, la distorsión que se extendía a través del universo no era un mero camino, ¡el espacio-tiempo estaba plegado sobre sí mismo! Alguien de mucho poder había estado agitando las aguas del macrocosmos, resultando en la tempestad a través de la cuál navegaba el Argo Navis Negro. Y no solo había problemas dentro de la distorsión, sino también alrededor. Mundos colapsando, soles muriendo de forma súbita, emisiones de radiación cósmica nocivas para toda forma de vida a diez mil años luz de distancia… Por ahora, aquellos efectos se limitaban al lado oscuro del universo. Por ahora. Aquel viaje estaba poniendo la Tierra en peligro de un modo que los dioses, que tanto la apreciaban, jamás habrían permitido. Era como si el daño causado por Tifón estuviese manifestándose una vez más. ¿Cuál sería el final, si eso era lo que ocurría? Según se le había informado, el epicentro de la batalla final entre Zeus y Tifón era la razón de que en una parte del universo, de toda la Creación, no hubiese nada en absoluto. No era un fin, ni siquiera habría un principio.

Solo tras apartar la vista de esa visión demencial comprendió que estaba siendo influenciado. Recordaba los restos de asteroides, meteoritos, lunas y planetas, formando bocas sonrientes. Sentía, todavía, que los agujeros negros, tumba de las estrellas muertas, lo miraban con aire de burla, recordándole lo insignificante que era. Y en verdad lo era. Frente a aquella maravilla sobre la que caminaba, él no era nada.

Siguiendo el curso de esa visión única del universo, encontró a quien buscaba. En realidad, la propia visión parecía nacer de ella, como una extensión más del vestido que llevaba y que la cubría desde el hombro hasta más allá de los pies, ocultos estos tras un negro tapiz en que latían innumerables estrellas. Una corona de laurel ceñía los azulados cabellos de la mujer, señalándola como una de los nueve campeones del Olimpo, así como uno de los pocos seres en el universo con el derecho a tratar a los ángeles del Olimpo, soldados insignes del cielo, como meros subordinados.

—¿Quién te crees que eres para hablarme así? —cuestionó Titania. El pequeño detalle de que estaba agarrando el cuello de Cethleann impidió a esta contestarla.

Lo prudente sería esperar, paciente, a que llegara su turno. Gestahl Noah había sido prudente a lo largo de miles y miles de años, por una buena razón. Ni todas las vidas que vivió, juntas, podían compararse al desastre que estaba provocando en esta, que decidió actuar en contra de los dioses del Olimpo. ¿Qué importaba otra imprudencia más? Avanzó hacia las dos mujeres, viendo de reojo el trono al que Titania daba la espalda. A poco de alcanzarlo, la mujer giró, clavándole aquellos ojos ambarinos.

—Hola —saludó Gestahl Noah, justo antes de verse inmerso en una oleada de poder puro que agitó hasta el último de los átomos de su cuerpo. Durante ese largo y terrible rato, sostuvo con fuerza Niké hasta blanquear los nudillos, sabiendo que un instante de duda haría que su existencia se dispersara por todo el universo—. ¿Cómo estás? —Con no más daño que el pelo alborotado y las sagradas vestiduras arrugadas, se esforzó todo lo posible en sonreír—. He venido hasta aquí para presentarte mis condolencias. Hashmal de Leo era mi amigo, como ya sabes. Tengo entendido que murió.

Hablaba a la vez que veía al ángel del Agua. Cethleann llevaba una gloria transformada como la de Chevalier, con las alas extendidas, con alguna que otra variación. El yelmo, por ejemplo, era dragontino y exhibía un único cuerno de lo más encantador.

—Como de costumbre, eres difícil de matar —observó Titania—. Ni siquiera la visión de los corazones rotos de tus ovejas merma tu espíritu.

—Tú ves esas cosas a diario, ¿me equivoco? —Gestahl Noah se encogió de hombros—. Eres la que ve todo, la Llave y la Puerta. Yo solo soy el chico que ve por el ojo de la cerradura. —A pesar de la máscara de confianza, el Sumo Sacerdote no pudo evitar mirar debajo de reojo y estremecerse. Demasiada destrucción, demasiado pronto.

—Lo que ves es el resultado más probable de tu negligencia, Deucalión. Después de esto, los dioses no seguirán protegiéndote —advirtió Titania, cambiando la visión con un simple giro de muñeca. La distorsión ya no era tan destructiva; de hecho, tampoco empezaba en la Vía Láctea. El Sumo Sacerdote no pudo menos que suspirar, aliviado—. Mira bien, la semilla ya está sembrada y regada.

Lo estaba, sin duda. La distorsión no le regresaba la mirada usando polvo estelar. No obstante, lo hacía, porque la amenaza era la distorsión en sí misma.

—Antes de continuar con mi enésimo pecado —dijo Gestahl Noah, aprovechando para tragar saliva—, quisiera pedir que sueltes a mi querida amiga.

A decir verdad, Cethleann lo miró con más sorpresa que Titania.

—Así que sois amigos.

El ángel del Agua negó con la cabeza, muy confundida.

—Somos desconocidos, que quieren conocerse.

Por todo un minuto, reinó el silencio entre ambos. Tal y como Titania lo miraba a él, sonriente y accesible como solía actuar como líder de Hybris, tanto habría podido liberar a Cethleann, como arrojarle su cadáver. Era imposible leer a una mujer que parecía haber sido esculpida, más que nacida de un vientre humano.

Ocurrió un punto intermedio: Titania lanzó a Cethleann hacia él, solo que viva. Gestahl Noah pudo pillarla al vuelo, aunque ambos cayeron de un modo algo aparatoso.

Teniendo el universo entero debajo, la idea de caer por siempre lo llenó de pánico.

—Por favor —hablaba Cethleann, con dificultad debido a la presión con que Titania le había apretado el cuello—. Tienes que salvar a mi padre. Él ha hecho todo lo que dispusieron los Astra Planeta. Tienes que salvarlo. Él os ha obedecido siempre.

Los ojos húmedos del ángel resultaban un hermoso contraste contra la mirada implacable de Titania, aunque a Gestahl Noah eso no podía importarle menos. Toda su consciencia, que aún se recuperaba de la impresión de haber estado a punto de caer la más larga de las caídas, estaba centrada en la calidez que aquella guerrera celestial le transmitía a través de la mano, que le apretaba con fuerza. ¿Era agradecimiento por haberla salvado, o bondad genuina? No lo sabía y no le importaba. Él mismo apretó, dispuesto a transmitirle fortaleza para resistir la negativa de Titania.

—Tu padre es un peón de Narciso de Venus, ruégale a él que le proteja de lo que él mismo ha provocado. —Ni un segundo más dedicó la astral al ángel, quien bajaba la cabeza, abatida y resignada. Se dirigió al Sumo Sacerdote—. Vuestra Senda de Oro ya era un problema antes de cruzarse en el camino de Aquel que se desliza en la oscuridad.

—Parece que no era todo culpa mía, después de todo —celebró Gestahl Noah, levantándose. La guerrera celestial, cabizbaja, no tuvo fuerzas para pedirle que le soltara la mano, cosa que agradecía. Era un contacto muy dulce que necesitaba muchísimo ahora mismo—. ¿Mitad y mitad? Lo dudo. No habríamos tenido tantos problemas si alguien, y no estoy señalando a nadie ahora mismo, hiciera su trabajo. Así que dejémoslo en un tercio, a menos que la señorita tenga algo que decir.

La guerrera celestial tuvo un sobresalto.

—Yo… —Cethleann quedó cohibida ante la intensa mirada del Sumo Sacerdote, cosa que no tenía nada que ver con que él fuera hombre y ella un célibe ángel: había culpa tras esos ojos—. Puede que uno de nuestros compañeros quiera liberar a Aquel que se desliza en la oscuridad. Vosotros le disteis la oportunidad perfecta para ello.

—Una cuarta parte —entendió Gestahl Noah—. Acepto eso. Sí.

Más o menos. Los Reyes Durmientes podían influenciar el espacio once-dimensional en torno a ellos, lo que hacía muy peligroso viajar más allá del universo observable y dejaba los mares olvidados como único camino fiable. Pero eso era un riesgo que solo les concernía a ellos, los nuevos argonautas, no a los demás, ni siquiera a los ángeles.

«Además —pensó para sí el Sumo Sacerdote—, Niké tendría que haber evitado esto.»

—Lo aceptas —dijo Titania, asintiendo—. Eres igual que mi padre.

—Hashmal de Leo  nunca se responsabilizó el desastre que él y su amigo Gugalanna provocaron —advirtió Gestahl Noah—. Nunca se responsabilizaba de nada, en realidad.

—Ío de Júpiter lo hizo. Te habría venido bien conocerle.

—Oh, ¿vas a decirme que ese canalla se redimió donde todos los demás caímos? Ío de Júpiter era el mismo Hashmal de Leo que conocí, solo que castrado.

Sonrió ante la idea, era una metáfora exquisita.

«¿Desde cuándo siento tanto resentimiento por ese muchacho? —se preguntó, empero, el Sumo Sacerdote—. Sé lo que hizo desde hace tiempo y nunca le busqué para arreglar las cuentas. Preferí unirme al bando del Hijo y no por una pueril venganza.»

No antes de la muerte de Akasha de Virgo, por lo menos.

—Mi padre aceptaba lo que venía y vivía con ello —explicó Titania. El insulto, como cualquier otro comentario sobre Ío de Júpiter, no le enturbió lo más mínimo—. En eso te pareces a él. Yo no, yo lucharé hasta el final, sean cuales sean las consecuencias.

—Saliste a tu madre —entendió Gestahl Noah.

Para sorpresa del Sumo Sacerdote, eso tampoco le molestó. La astral se limitó a asentir.

—Mi padre es así también —advirtió Cethleann—. Como… —El ángel alzó la mano, como comprendiendo apenas ahora que seguía estrechando la de otra persona. Esperó, con educación y en vano, a que el Sumo Sacerdote la soltara—. Como el señor Ío de Júpiter —dijo, habiendo intuido que ese era el nombre que debía emplear si hablaba con la astral—, siempre obedece las reglas, y cuando no lo hace, acepta las consecuencias.

—Ya he acabado mis asuntos contigo, criatura —espetó Titania, borrando de la cara del ángel aquella sonrisa orgullosa—. La única razón por la que no te eliminé desde que ingresaste a mis dominios fue la sospecha de que compartiéramos sangre.

—¡Mi padre es Cichol, ángel del Aire! —exclamó Cethleann, encendida.

—¿Y tu madre? —observó Titania—. Los Astra Planeta estamos al tanto de la visita que tu padre hizo a la Tierra, que entonces protegía mi madre, Pirra de Virgo. La mortal más poderosa que jamás ha habido. Y un tanto promiscua —susurró con resignación.

Fue la primera vez que la regente de Urano mostró un mínimo signo de humanidad, lo que produjo en el Sumo Sacerdote suficiente diversión para no notar que lo miraban.

—¿Es que no todos los humanos son promiscuos? —preguntó Cethleann.

—Ya la has oído —dijo Gestahl Noah, ignorando el modo en que el ángel alzaba la mano en espera de que la soltara—. Ella podría matarte en cualquier momento. Mientras estés conmigo, Niké nos protegerá a los dos. —Con un gesto, indicó el báculo dorado que sostenía con la otra mano. Eso no hizo ninguna gracia a la guerrera celestial.

—Esa arma sagrada mató a mi papá.

—Lo bueno es que no se quedó muerto. ¿Dónde está tu caduceo, por cierto?

—Ahora mismo es inútil. ¡Ese no es el punto! —negó Cethleann, enérgica—. Tú y yo no somos amigos, somos enemigos. ¡Os dimos a elegir y decidisteis!

—Lo único que yo decidí fue que quiero conocerte —replicó Gestahl Noah—. No te conocía cuando maté, de forma temporal, a tu padre, ¿recuerdas?

—Era una forma de hablar. Para darme ánimos.

—¿Qué tenemos aquí? ¿Una mentirosa?

—Tu rebaño está a punto de morir, pastor —intervino Titania, ya sentada en el trono, como toda una emperatriz—. ¿Quieres verlo?

La pregunta fue una mera formalidad. Del universo surgieron, una tras otra, burbujas que revelaban las batallas que libraban los nuevos argonautas. En distintas pústulas de la Senda de Oro, Kanon resistía contra Sariel y Tetis cazaba a Cichol. Sobre la cubierta del Argo Navis, Makoto de Mosca resistía a duras penas contra incontables horrores en el centro, protegiendo a Lisbeth, Michelangelo, Aqua y los mantos sagrados, mientras que proa y popa estaban tan atestados de enemigos que era imposible distinguir a los caballeros negros, mucho menos a los santos de Perseo, Águila, Centauro y Aries. En el infierno personal de Fang de Cerbero, aquel, junto a Noesis de Triángulo, Aerys de Erídano y Cristal de Bluegrad, era rescatado por Retsu de Lince de un cuantioso número de chamanes. Bajo cubierta, diversos grupos de santos de Atenea y caballeros negros libraban también sus propias batallas, o salían sobrevivientes a estas en no muy buen estado. Todos y cada uno de los tripulantes del Argo Navis Negro, incluidos los muertos como María de Mosca Negra y la sombra de Retículo, tenían una burbuja propia mostrando lo que pasaba alrededor, lo que hacía bastante curioso que no hubiera una para Triela de Sagitario, desaparecida al inicio de toda esta locura.

—¿Morir? —cuestionó Gestahl Noah—. Yo solo veo lo de siempre. A los santos de Atenea a un paso de hacer el milagro. —Desde luego, no había mejor forma de describir lo que Noesis de Triángulo estaba por hacer con sus demonios internos.

—Las estrellas brillan con intensidad antes de morir —dijo Titania—. Después mueren.

—Moriremos entonces, después de matar a tu hermano —desafió Gestahl Noah—. Si esperas que uno de los Reyes Durmientes pueda quebrar la voluntad de quienes desde hace miles de años han desafiado la voluntad de los dioses, has hecho bien en sentarte.

—Veo que no has entendido nada. Te dije que miraras bien.

La astral señaló hacia abajo, a la visión del universo.

—Sé que Aquel que se desliza en la oscuridad está en la Senda de Oro.

Al parecer, Cethleann, que no había quitado el ojo de encima al duelo de Tetis y Cichol, no estaba enterada. Tras mirar abajo, empezó a sudar, aterrada.

También le apretó la mano con mucha fuerza.

—No está en la Senda de Oro —negó Titania—. Él es la Senda de Oro.

—Es imposible —dijo Gestahl Noah, fijándose con atención en la distorsión. Al igual que ocurrió en el espacio sobre el canal, que se hinchaba en numerosas ampollas desde que Kanon de Géminis abrió la Otra Dimensión, lo que al principio tomó como puntos en que el espacio-tiempo se retorcía sobre sí mismo, atrayendo y aplastando cuerpos celestes, empezaban a antojársele pústulas de un cuerpo enfermo y moribundo—. Aquel que se desliza en la oscuridad estaba sellado hasta que nosotros… ¡Hasta que alguien nos puso en el camino de esa cosa! —se corrigió, haciendo especial énfasis en que era otro el que había estropeado un plan simple. Narciso de Venus, tal vez.

—Macuil —sollozó Cethleann—. De verdad lo hiciste.

La idea de que fuera uno de los suyos, y no uno de los humanos invasores, el responsable de que el universo que guardaban estuviera en riesgo, la estaba destrozando. A través de unos ojos empañados de lágrimas, vio a su padre ser repelido por Tetis.

—Bien, eso explica toda esta locura —dijo Gestahl Noah, sin saber qué decirle al ángel—. Esa cosa abominable está en mi cabeza. En todas nuestras cabezas.

Aquel que se desliza en la oscuridad no os ha hecho nada —dijo Titania—. Es Timotheos, ángel de la Diligencia, el que dirige a los horrores, por el momento. Cuanto le pasa a tu rebaño, pastor, es solo un intento muy humano de racionalizar lo que les ha pasado. En el fondo de un pasado manchado, buscan una causa por la que deben morir, una explicación que dé sentido al hecho de que están muertos, todos ellos.

—¿Qué se supone que es Aquel que se desliza en la oscuridad, entonces? ¿Un Puño Fantasma a escala galáctica? —La sola idea le hizo reír el rato que tardó en comprender que no era un problema que atañera solo a la galaxia custodiada por Cethleann y los demás. Si el Rey Durmiente estaba usando la Senda de Oro como avatar, el hecho de que el portal de la Tierra estuviese cerrado no significaba nada, podría seguir el rastro hasta allí. ¡Podría llegar al Jardín de las Hespérides, donde el Argo Navis esperaba!

Buscó entre las burbujas hasta que encontró aquellas correspondientes a los supervivientes del viaje al Jardín de las Hespérides. En popa, Arthur de Libra dedicaba hasta la última chispa de cosmos a mantener estable el portal, del que a pesar de todo no dejaban de salir horrores a razón de diez mil por vez. Shaula de Escorpio se había fundido con la naturaleza y demostraba su divina ascendencia asaeteando con veloces Agujas Escarlata a miles, mientras que Orestes de la Corona Boreal cuidaba de estribor descargando sesenta mil haces de luz solar. Subaru de Reloj, Mithos de Escudo, Emil de Flecha y un gigante de armadura esmeralda cuidaban de proa, eliminando a los pocos rezagados que llegaban hasta el barco y sobre todo manteniendo una labor defensiva. Salvo por el Juez, un mundo aparte, los cosmos de todos estaban entrelazados y el Rho Aias cubría el Argo Navis con sus veinticuatro mil capas de escudo.

—Este juego solo durará el tiempo en que Aquel que se desliza en la oscuridad quiera jugar. Un pensamiento y todo tu rebaño perecerá, pastor, mientras tú sobrevives.

—¿Dónde están tus dioses? —cuestionó Gestahl Noah—. ¿Dónde están, Titania de Urano, que permiten que algo así ocurra? ¡Ellos dejaron a esas cosas en el universo!

—Concentrar a todos los Reyes Durmientes en los Jardines de Azathoth habría sido más peligroso —rechazó Titania—. Los dioses están donde deben estar, ningún mortal tiene derecho a cuestionarlos, mucho menos tú, que siempre te has beneficiado de ellos.

—Padre —dijo Cethleann, temblorosa.

Aquel susurro apagó la ira con la que el Sumo Sacerdote estaba por responder a aquella niña engreída y contradictoria, al mismo tiempo rebelde consumada y dócil sierva de unos amos ausentes. Mientras que Titania observaba, impasible, el desastre, el ángel del Agua se ahogaba en él. No sentía la menor alegría porque Cichol, empleando el arte combativo que aprendió bajo las enseñanzas del dios Eolo, estuviese adquiriendo más y más ventaja sobre Tetis, porque comprendía lo que vendría después. La presencia de Aquel que se desliza en la oscuridad en la mente de un espíritu recto como él lo empujaría a la locura como único medio de protección ante una existencia anterior a todas las reglas conocidas por el hombre. No habría victoria para nadie, solo una lucha inútil en la que todos, humanos y ángeles, perderían de forma inevitable.

—Voy a liberar al Hijo —juró Gestahl Noah, endurecido de pronto—. Para acabar con este absurdo mundo y empezar uno nuevo, mejor.

—Estoy segura de que Zeus dijo lo mismo antes de derrocar a Crono —dijo Titania, indiferente a la ira del Sumo Sacerdote, tan humana—. Siempre el mundo que viene será mejor que el anterior, ¿verdad? Y si es peor, solo nos queda aceptarlo, sin más.

—Lo que ha de ocurrir, ocurrirá —redundó Gestahl Noah—. Así ha sido siempre. No es posible evitar lo inevitable, incluso los dioses respetan a las Hilanderas.

—Todo es posible —refutó Titania—. Si se tiene el poder para ello.

El Sumo Sacerdote abrió la boca sin saber qué decir. La regente de Urano era una contradicción inentendible: a un mismo tiempo, carecía de esperanza y estaba convencida de poder realizar alguna clase de prodigio que obstaculizara el plan del Hijo. ¿Cómo podían ambos pensamientos pertenecer a la misma persona?

Entretanto, algunas de las batallas terminaban. En cubierta, la intervención de Retsu de Lince y el resto de los que se hallaban en la Prisión Fantasma fue vital para que la balanza se inclinara un poco a favor de los humanos. Abajo, en los camarotes, los caballeros negros y santos de Atenea en condiciones de luchar se reunían para ascender arriba. Eran bastantes y estaban llenos de vida y de cosmos, a pesar de los dolores sufridos; no tenía sentido que nadie los hubiese sentido hasta ahora, salvo que eso también fuera a causa de la influencia de Aquel que se desliza en la oscuridad.

—Posponen lo inevitable —dijo Cethleann, apesadumbrada—. Todos estamos condenados. Los que mueran y los que se vuelvan locos serán los más afortunados.

—Tienes que prestar más atención a lo que dice nuestra anfitriona —dijo Gestahl Noah, guardando para sí el gesto de asentimiento que estaba a punto de realizar—. Todo es posible, si se tiene el poder para ello. Y Titania de Urano tiene poder, mucho.

La astral apoyó el rostro en el puño derecho, mientras tamborileaba el brazo izquierdo del trono. Tenía todo el aspecto de esperar escuchar una oferta.

—¿Qué parte de que somos enemigos no has entendido? —preguntó Cethleann.

«¿Qué tal la parte en la que no sueltas mi mano? —pensó el Sumo Sacerdote.»

Somos. Esa parte, estimada Cethleann, me confunde. No hay duda de que fuimos enemigos, como que tampoco la hay en que tenemos nuevos enemigos. Por acción, Aquel que se desliza en la oscuridad; por omisión de socorro, Titania de Urano.

—¡Los ángeles jamás desafiaríamos a los Astra Planeta!

El Sumo Sacerdote hubo de hacer un gran esfuerzo por no reír. Por poco y aquella soldado de los dioses saltaba por los aires del puro susto.

—Hay un viejo dicho en la Tierra: el enemigo de mi enemigo, es mi amigo.

—¿Aparte de promiscuos, los humanos acostumbráis a matar a los padres de vuestros amigos? —señaló Cethleann, mirando con temor a la astral como si ella misma la hubiese amenazado—. ¿Crees que va a olvidárseme lo que hiciste?

—Tu padre haría lo que fuera por ti, ¿verdad? —respondió Gestahl Noah. El ángel asintió—. Yo soy igual, haría lo que fuera por mis hijos. A veces eso me obliga a castigarles, otras a premiarles. Este viaje no es para lo uno, ni para lo otro. —Era por venganza, pura y simple, pero también tenía otra implicación que siempre había buscado—. Se trata de garantizarles un hogar en que puedan desarrollar ese potencial ilimitado que tienen. Sin la opresión de los olímpicos, la humanidad poblará este universo y lo llenará de vida, expulsando a estas alimañas que se hacen llamar reyes. —Como se estaba recuperando de la impresión, alzó la voz para evitarle replicar—: Estabais a punto de impedir que mis hijos obtuvieran ese hogar que anhelo para ellos, así que sí, quise mataros a todos vosotros, porque todavía no nos habíamos conocido. —Para dar fuerza a esa conclusión, alzó la mano que entrecruzaba con la del ángel.

—¿Significa eso que salvarás a mi padre?

—Salvaré a todos los que pueda.

El ángel se le quedó mirando, desconfiada e ilusionada a la vez.

—¿Cómo harás eso? —cuestionó Titania—. ¿Rogándole a tu dios?

—Recordándote tu deber —dijo Gestahl Noah, apuntando a la astral con el dorado báculo—. Uno de los Reyes Durmientes se ha despertado. Tú que eres la Llave y la Puerta, tú debes restaurar el orden de las cosas.

—Lo haré, por supuesto —dijo Titania—. Una vez mueran todas tus ovejas.

—¿Tanto miedo les tienes? —cuestionó Gestahl Noah.

—¿Miedo? —Alzando una sola ceja, Titania mostró cuán absurda le sonaba esa simple idea—. Los Astra Planeta solo tenemos que temer a cuatro mortales en todo este universo, y a pesar de ello, son ellos los que se esconden de mí. Sospecho que Narciso de Venus armó todo este teatro para distraerme de mis auténticas obligaciones para con la Creación. No, pastor, ni tus ovejas, ni nuestros lobos —señaló mientras nueve esferas exhibían a igual número de ángeles, incluida la propia Cethleann—, me producen la menor inquietud. Tampoco guardo resentimiento por vuestra pueril rebelión.

—Yo prefiero llamarlo acto de justicia, dados los crímenes de tu hermano.

—Predica con el ejemplo, pastor. Así como los ángeles faltaron a su deber dejando que uno de los suyos liberara a quien debían guardar, también los santos de Atenea lo hicieron al darle la espalda a la Tierra por cuya protección nacieron. Soy Titania de Urano, velo por el bien del universo, de toda la Creación, eso me obliga por igual a resolver los desastres de otros e impedir que vuelvan a ocurrir.

La fría razonabilidad de la astral era inexpugnable. Tras mirar una vez más al ángel, que no sabía qué decir, se llenó de un cosmos oscuro, listo para la batalla.

—Yo lucharé por mis hijos, Cethleann. ¿Lucharás tú por tu padre?

Un simple gesto de mano bastó para que una oleada de poder cayera sobre Gestahl Noah. En el instante previo al impacto supo que llevar un manto de oro no habría cambiado nada, sería como esperar neutralizar la antimateria colocando delante una cantidad de materia equivalente. Todo él iba a ser aniquilado, sin más.

Entonces, la gloria de Cethleann sufrió una nueva transformación, destellando con la luminosidad de lo divino. El ataque innominado de Titania ni siquiera llegó a rozarles.

—Va a ser mejor que me sueltes si quieres que te defienda —dijo Cethleann.

No había ni el menor rastro de orgullo, tampoco le habló con sorna, lo que casaba bien con la nueva apariencia. El aura que la rodeaba era de una agradable luminosidad, cuya caricia hacía flotar sus cabellos. Cuatro alas le surgían ahora en la espalda, mientras que la figura dragontina del peto se había extendido a lo largo de la armadura, de modo que garras de dragón nacían de los puños y las botas, mezcla de verde y blanco. Por descontado, el cuello enrojecido había vuelto al color natural de la piel.

—Creo que ya sé por qué la gente no me suele dar la mano —dijo Gestahl Noah, soltándola—. Me apego demasiado.

—Bueno, mi padre siempre dice que soy tan bonita como mamá —le sonrió Cethleann.

La regente de Urano ni siquiera se había levantado del trono, alrededor del cual, como si fueran los satélites del séptimo planeta del Sistema Solar, giraban las burbujas, mostrando diversos acontecimientos relacionados con los ángeles y los nuevos argonautas. Habría sido todo un espectáculo si no estuvieran a punto de enfrentar a uno de los seres más poderosos del universo.

—Tu inmortalidad no te hace indestructible —le recordó Titania.

—Oh, descuida —dijo Gestahl Noah—. Esta no será una batalla a muerte. Será una mera cuestión de resistencia, mientras pruebo mi punto.

—Pensaba dejarte vivir hasta que vieras los cadáveres de tus ovejas, de todos modos.

—Ese es justo mi punto, que mis santos de Atenea no van a morir. Deberían estar muertos, están dentro de uno de los Reyes Durmientes, por todos los dioses. Mas lucharán, siempre lo hacen, siempre lo han hecho. ¿Sabes por qué, Titania de Urano? Porque ellos son los santos de Atenea. Las luces y las sombras del mundo que pueblan mis hijos. ¡Son los guerreros de la esperanza, a quienes hoy aprenderás a temer!

Sin que mediara gesto alguno, una nueva oleada de poder surgió bajo los pies del Sumo Sacerdote y el ángel, desviándose en el acto hacia todas direcciones.

—Esta es la verdadera fuerza de Garreg Mach, la gloria del Gran Espíritu Seiros —alabó Cethleann, llena de orgullo—. ¡No pienses que la superarás con tanta facilidad!

—Las artes del dios de la forja y la bendición de Niké, reunidos para alcanzar la defensa perfecta —alabó Titania, con nada más que curiosidad en el semblante—. Dicen que algo de entrenamiento ligero es bueno antes de hacer un gran esfuerzo físico.

—Subestimar a los humanos suele salir caro —dijo Gestahl Noah.

—Tampoco se debe subestimar a los espíritus —añadió Cethleann.

—También dicen —añadió Titania, haciendo oídos sordos a tales observaciones—, que un buen espectáculo no es nada sin buena música. El sonido que harán vuestros sueños de rebelión al romperse será el acompañamiento perfecto para la caída de los malvados.

Al citar las palabras del Sumo Sacerdote, la astral sonrió de un modo que le hizo estremecer. De verdad iba a dejar que Aquel que se desliza en la oscuridad consumiera por igual a humanos y ángeles, incluso si con ello corría el riesgo de que el final más probable a esa situación ocurriese. Le valdría la pena, tal era la resolución de la astral de eliminar a todos los que estuvieran relacionados de algún modo con el Hijo.

«Solo tengo una posibilidad. —Si la regente de Urano no obraría por justicia, lo haría si él le ofrecía algo, después de mostrarle lo valioso que era.»


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Rexomega

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Publicado 08 abril 2024 - 17:25

Saludos

 

Capítulo 201. Horrores

 

A diferencia de todas las situaciones anteriores, esta vez el Muro de Cristal no cedió al tiro del Inagotable. No en vano, Ofión de Aries había escogido anteponer el análisis de ese temible poder, superior al de los santos de oro, a ayudar a los demás con los ángeles que se habían quedado en el Argo Navis Negro. Estaba convencido de que podría sostener una barrera mientras al menos servía de apoyo en combate, pero eso solo serviría hasta que Indech, el tirador de los guerreros celestiales, sopesara disparar dos veces seguidas, así que dedicó la mitad de su concentración al levantamiento de barreras y la otra mitad al estudio del ataque, comprendiendo los patrones de aquel.

Se suponía que el objetivo del Muro de Cristal era devolver los ataques que bloqueaba. Si no podía lograr su cometido, no resultaba tan formidable como otras técnicas defensivas en el Santuario. Shion de Aries lo demostró a la perfección cuando hizo añicos el Muro de Cristal levantado por su alumno, Mu de Aries. La distancia que separaba a Ofión del Inagotable era aún mayor de la que hubo entre aquellos dos, de manera que solo quedaban dos opciones: o aprendía en tiempo récord a crear y sostener una barrera de capa múltiple como hacían los santos de Escudo y Virgo, o se aseguraba de que el ataque fuera devuelto a pesar de su enorme potencia. Por una corazonada, Ofión se decantó por lo segundo, introduciendo a toda velocidad cambios en cada nuevo Muro de Cristal según iba comprendiendo mejor la energía que Indech disparaba sobre el barco, hasta que logró que el último pudiera reaccionar al disparo. ¡Reaccionar, como un ente viviente! Le habrían llamado loco si lo hubiese propuesto, así que nunca pidió permiso, solo lo hizo. Ahora veía el resultado, satisfecho.

El poder total del Muro de Cristal que rodeaba el barco pasó a la zona golpeada por el último tiro del Inagotable, repeliéndolo en efecto a costa de volver vulnerable el resto de la barrera por un único nanosegundo. El haz luminoso, regresado contra Indech donde fuera que estuviese, generó un fuerte viento, además de graves daños estructurales en el canal. Como consecuencia de todo aquello, el barco viraba a uno y otro lado entre pedazos de piedra que caían con pesadez al río, pero por fortuna los horrores aferrados a la barandilla fueron los más perjudicados, logrando los santos y caballeros negros mantenerse firmes de un modo u otro.

—¡Bien, ahora…! —dijo Ofión, buscando al ángel de la Audacia con la vista. Quedó mudo en cuanto detectó al único hombre presente con una gloria—. ¿¡Azrael!?

 

—Son soldados excepcionales, ¿no crees? —dijo Azrael, viendo cómo los horrores sobrevivientes a la previa tempestad se arrojaban hacia la tripulación del barco—. Si pudiéramos controlarlos de alguna forma, la Guardia de Acero quedaría obsoleta.

—Tú y tus ideas ridículas. Nunca cambias —respondió Makoto, temblando—. No, tú no eres Azrael. El Azrael que conozco ya estaría pateando el trasero a esas cosas.

Él mismo tendría que estar haciéndolo. Marin y Zaon no daban abasto.

—El Azrael que conoces haría lo mejor para la señorita Akasha, ¿yerro?

—Akasha está muerta.

—¿Y qué mejor forma de rescatar a un muerto que asaltando el infierno con un ejército de demonios? —cuestionó Azrael, muy serio. No había ni una chispa de humor.

—¿Por eso moriste? —dijo Makoto—. ¿Para sacarla de allí?

Aquello, de alguna forma, lo inundó de alegría. Una alegría ridícula que estaba por condenar a todos los que le rodeaban. Las Moscas Negras lo llamaban desde algún lugar, diciéndole una locura. Al parecer Marin estaba a punto de morir.

Marin de Águila no podía morirse, era muy fuerte. Con un solo dedo le hizo sentir y desear el poder infinito de un santo de Atenea. ¡Con un solo dedo!

La buscó con la vista, helándosele la sangre. Había tantos horrores que no era capaz de contarlos. Mucho menos distinguir a Zaon, Marin o cualquiera de los caballeros negros que había aprendido a reconocer. Sí que pudo ver, con todo, un sinfín de haces de cosmos dorado ascendiendo a los cielos, donde se entrelazaron formando una espiral que iluminaba el cielo entero, antes de precipitarse como una lluvia de áureas flechas. Cada uno de los proyectiles poseía un grosor equivalente al del destrozado mástil del barco, suficiente para abarcar a varios horrores a la vez. El problema era el de siempre: salvo las cabezas, que explotaban como fruta madura, los horrores salían indemnes de los ataques, que de por sí no eran lo bastante numerosos como para eliminar siquiera a los que ya habían en cubierta, mucho menos los que venían desde el agua.

—Es tal y como yo dije —observó Azrael—. Los soldados perfectos. Resistentes como cucarachas y tenaces como los santos de Atenea.

—¡No bromees! —gritó Makoto, viendo cómo las defensas del barco ya no podían impedir que el centro se infectara de enemigos. Distraído como estaba, habría sido asaltado por un horror si Azrael no lo hubiese partido en dos con una de sus alas, afiladas como una espada legendaria—. ¿Ves? ¡Eso es lo que haría Azrael!

Estaba más confundido que nunca, así que hizo lo único que podía hacer, cargar hacia adelante. Ni siquiera pensó en decirles a las Moscas Negras que dejaran pasar a Azrael, o que lo vigilaran, porque ambas cosas le parecían inadecuadas. Corrió y saltó, rápido como la luz, golpeando a todos los horrores que se le interponían hasta alcanzar a Lisbeth, quien temblaba hecha un ovillo mientras Michelangelo y un escuadrón de caballeros negros luchaban a la desesperada contra todo aquel que la amenazara.

Una imagen emotiva si no fuera porque todos los hombres que comandaba Escultor Negro estaban mutilados en mayor o menor grado, sin sangrar.

—Murieron, sí —explicó Michelangelo—. Estoy controlando sus armaduras.

—Tengo miedo —decía Lisbeth—. Mucho miedo.

A pesar de eso, según notó Makoto, estaba protegiendo algo. Abrazada a Aqua, daría la vida por proteger a aquella que habían puesto bajo su cuidado, incluso si tenía ganas de huir. El santo de Mosca no pudo sino pensar que ese era el auténtico valor.

—Cuidad de ella —ordenó Makoto—. Yo me encargo del resto.

Primero apartó de su mente a todos los demás. Marin, Zaon, Joseph, Ofión y los caballeros negros. Ellos luchaban, cumpliendo la parte que les tocaba. Él debía cumplir la suya. Después, rememorando el estilo combativo de Mera de Lebreles de aquella vez que se enlazaron, empezó a correr en círculos alrededor del centro, concentrándose en golpear de abajo hacia arriba para alejar al mayor número de enemigos. Ofión de Aries debió notar la estrategia de alguna forma, porque las flechas doradas, que no había dejado de disparar en ningún momento, impactaron con especial virulencia sobre los horrores que quedaban lejos del centro. Pero Makoto no pensaba en ello, no pensaba en nada salvo en correr y golpear, a toda velocidad, sin descansar un solo segundo.

Derrotó a decenas, cientos, miles… Era una marea interminable de enemigos, de pronto muy interesada en él, o en lo que defendía. Sin un manto sagrado que bloqueara los colmillos y garras de aquellos horrores, solo podía interponer su propio cuerpo, recibiendo algún que otro rasguño en medio de un millón de fugaces contraataques. Sin un solo instante para respirar, era incapaz de hacer caso al rincón de su mente que se asombraba de que aquella horda de seres sin cosmos pudiera herir a santos de Atenea hechos y derechos. Él solo siguió combatiendo a tal velocidad que todo un ejército de hombres parecía haberse tornado en el escudo inexpugnable de Lisbeth y Aqua, reduciéndose el trabajo de Michelangelo y el escuadrón de zombis a devolver a algún rezagado a la línea de inhabilitación, ya que no mortal. Siguió  combatiendo, a sabiendas de que no podía matar a esas cosas, mientras su inconsciente iba atando cabos sueltos. Enfrentaba a enemigos numerosos, sin cosmos y con una resistencia absurda que les permitía vivir sin cabeza y resistir toda suerte de impactos. Solo un cosmos de naturaleza divina podía herirlos. Al devorar a un hombre, el horror adquiría dos nuevos ojos. Todo eso encajaba, de alguna manera, solo que no caía en la cuenta de cómo.

—¡A mi hija no! —gritó Michelangelo de Escultor Negro, arrojándose hacia el horror que había hipnotizado a Lisbeth y abría sus fauces para devorarla.

«Puedo salvarles —decidió Makoto, dando un paso hacia atrás.»

Pero si lo hacía, todos los horrores que había estado conteniendo caerían sobre ellos. No estaba seguro de poder defender a Lisbeth y Aqua en un escenario así. Haría falta concentrar a todos los defensores del barco en esa zona, cosa que era imposible.

Como si tuviera delante hasta el último fotograma de una escena de película, vio cómo Michelangelo saltaba a su inevitable muerte. Para ese punto, se centraba en frenar y apartar a cuantos horrores se ponían en su camino, de modo que el número de heridas se incrementaba, debilitándolo a la vez. Sí, se sentía débil, por alguna razón.

«¡Mi cosmos! —entendió Makoto de pronto—. ¡Están devorando nuestro cosmos!»

No lo buscaban a él, ni por supuesto a Lisbeth y Michelangelo. Tampoco les interesaban los mantos sagrados reparados. Querían devorar a Aqua, consumir su cosmos divino.

En una insignificante fracción de segundo, destrozó las cabezas de un centenar de horrores que abrían y cerraban esas bocas llenas de dientes, devorando la energía desbordada por tantos guerreros sagrados. Un gesto de pura impotencia, nacido del deseo de ser aún más rápido, de superar la velocidad de la luz. Un deseo imposible.

«Perdóname, Lisbeth. Perdóname, Aqua.»

 

—¡No en mi guardia, hijo de cain! —gritó Retsu de Lince, cercenando a la cosa horrorosa que estaba por comerse a un viejo.

Antes de salir de la Prisión Fantasma, no entendía nada de nada. Fang de Cerbero se había quedado dormido y su maestro, habiéndose librado al fin de sus demonios internos, le contó una historia bastante loca de unas quimeras de simio y pescado que se estaban comiendo a todos. Él quería ir a ayudarles, pero Noesis de Triángulo, con más cabeza que nadie, lo convenció de esperar a que Aerys de Erídano reanimara a Cristal.

¡Menos mal que le había hecho caso! Había una cantidad bárbara de enemigos en cubierta, ni siquiera podía distinguir nada más allá de la línea defendida por Makoto.

—Papá. ¿¡Estás bien, papá!? —exclamó Lisbeth, levantándose.

—Sí. —Michelangelo tardó un rato en responder, ahí de pie con los brazos extendidos, como en shock—. Sí, estoy bien. Solo que hace… calor… ¿o frío?

Hasta para Retsu, que había salido del mismo sitio, fue como si Aerys y Cristal hubiesen salido de la nada. Ambos renovados y muy, muy cabreados. El siberiano, en especial, tenía mucho que compensar después del desastre con el santo de Acuario, quizá por eso estaba concentrando el decente cosmos que poseía mientras el santo de Erídano, más templado por aquella loca batalla de entrenamiento, saltaba a la carga.

Si Makoto luchaba siguiendo el sentido inverso de las agujas del reloj, Aerys liberó el Aliento del Sol Caído siguiendo el correcto, abarcando por igual a las quimeras y los cadáveres que trituraban como si fueran golosinas. La carne y el metal de aquellos caballeros negros fueron vaporizados en lo que dura un parpadeo, mientras que los múltiples ojos de los pescados caníbales estallaban sobre las ennegrecidas escamas. Un espectáculo maravilloso si no fuera porque el resultado era un montón de monos con cabezas a medio derretir y cuerpos encendidos como antorchas.

—Ah, rayos, ¿otra vez peleamos con bichos inmortales? —La maldición de Retsu quedó ahogada por el sonido de la llamarada de Aerys y los constantes golpes que Makoto liberaba sobre aquella horda de criaturas desagradables. Una de estas, justo la que el santo de Lince había decapitado, trató de aprovechar la distracción de este aferrándolo con dos largos brazos, solo para ser mandado hacia las llamas dragontinas de Aerys de una patada lateral digna de una película de acción—. Si es que soy genial.

—Céntrate —ordenó Cristal, henchido de cosmos gélido—. Noesis necesita un poco más de tiempo. —Al santo de Lince le sonó a que debía patear algunos traseros simiescos, pero no veía ninguna abertura entre las llamaradas de Aerys y el ejército de un solo hombre que era Makoto, así que se limitó a observar de cerca a los únicos supervivientes de esa zona —dos sombras paralizadas de miedo y una debilitada santa de Cefeo—, mientras que el guerrero azul liberaba las energías reunidas en un pisotón.

Primero, todo el centro del barco quedó cubierto por una resbaladiza capa de hielo que a punto estuvo de hacer caer a Retsu, quien se valió de su felino equilibrio. Apenas estaba recuperándose cuando los bordes de la zona congelada se alzaron, inclinados hasta un mismo punto, formando lo que Cristal llamó con mucha pompa Tumba de la Reina.

—¿E-es una p-pirámide, no? —preguntó Retsu, muerto de frío como cuando dio aquel paseo con Nico. Entre aquellos muros robustos, la temperatura era tan baja que el Aliento del Sol Caído se había apagado sin más, para sorpresa del santo de Erídano.

—¡Mi técnica está a la altura de las de los santos de plata! —aseguró Aerys con orgullo, viendo sus azuladas manos con gran asombro—. ¿Desde cuándo eres tan fuerte?

—Tengo mucho que compensar —les recordó Cristal, lanzando a Lisbeth y Michelangelo una sonrisa que pretendía transmitir confianza—. Dudo que resista mucho, así que estad preparados. Los dos.

Era fácil decirlo. La pirámide no era transparente, así que Makoto tanto podía estar ganando, como perdiendo. Desde luego, no estaba siendo tan rápido como debería y las ropas de entrenamiento que llevaba estaban más bien rojas la última vez que Retsu las vio, con el cuero, la tela y el metal desgarrados por las garras y colmillos de aquellos enemigos tan odiosos. Necesitaba ayuda, eso estaba claro, por lo que la opción de encerrarse no parecía muy sensata, al principio. Cuando Aerys fue envestido por el manto de Erídano, Retsu empezó a entender la forma de pensar de Cristal.

—¡Claro! ¡Hay muchos santos bajo cubierta! —recordó el santo de Lince, cuyo manto de bronce fue hasta él pieza a pieza, aportándole aunque fuera un poco de calor—. ¡Y caballeros negros! Si suben, las tornas se invertirán.

—Si es que pueden subir —objetó Cristal, sombrío.

Los tres pensaron, tanto como podía pensarse con Escultor Negro y Cincel Negro rechinando los dientes por el frío todo el rato, claro, que si ellos acabaron enfrentándose a todo un clan de chamanes, solo los dioses sabían qué demonios internos habrían traído personas tan tortuosas como Bianca y Lesath. Y eso sin contar a Camus de Acuario, un santo de oro contra el que allá abajo solo Ícaro de Sagitario Negro rivalizaba.

El tiempo para las reflexiones acabó rápido. La pirámide entera fue remecida por un temblor que afectaba a todo el barco, abriéndose fisuras en las paredes de la Tumba de la Reina. Enseguida, Cristal liberó el Polvo de Diamantes a fin de tapar los agujeros, congelando de paso los dedos que las quimeras habían colado en estos.

—Yo ya estoy listo —aseguró Aerys—. ¿Y tú?

—Claro… —respondió Retsu, no muy convencido. La Tumba de la Reina había sido conjurada en medio de un asedio que hasta entonces solo había podido enfrentar Makoto, de modo que varios de los enemigos que se le habían colado, los que Aerys había estado achicharrando, quedaron congelados en medio de saltos y otros movimientos feroces. Por alguna razón, verlos en las paredes con las caras congeladas a medio derretir, le daba escalofríos, como si ser figuras de hielo no cambiase nada en absoluto—. Congelarlos no es la respuesta. ¿Verdad, camarada Cristal?

Antes de que Cristal pudiera responder, una de las paredes de la pirámide, justo la que el guerrero azul acababa de reforzar, saltó por los aires.

El monstruo responsable tenía cien ojos, llenos de un brillo dorado.

 

***

 

¿Dónde estabais? ¡No importa! Necesito que alejéis a Aqua de esas cosas.

Dalo por hecho. Yo también tengo una petición. Necesitamos tiempo.

La corta conversación telepática entre Makoto y Cristal cambió las tornas, si bien el santo de Mosca todavía no podía ver cómo estaban las cosas en proa y popa. Por lo que él sabía, existía la posibilidad de que los santos de Águila, Perseo y Centauro hubiesen muerto junto a todos los caballeros negros, razón por la que luchaba como si estuvieran en tal situación. Incluso cuando Cristal tornó las moléculas de agua circundantes en una pirámide de hielo que protegía los mantos sagrados y algunos supervivientes, Makoto se guardó de siquiera hablar a fin de poder decapitar al mayor número de enemigos.

Entonces ocurrió el primer desastre. La cubierta del barco estaba impregnada de escamas derretidas y ennegrecidas, así como colmillos rotos y algunos restos más. Todo aquello empezó a moverse y fundirse en una sola masa negra y aceitosa que burbujeaba, despidiendo un olor nauseabundo que recordaba al del Aqueronte. La sustancia, al hacer contacto con las patas de algunos horrores, ascendía a través de estos y se concentraba en el cuello, donde se hinchaba. No era como si surgiera una nueva cabeza, sino que era más bien una masa informe que conectaba a varios horrores entre sí, como una versión  retorcida del gigante Gerión al que derrotara Heracles. Una vez quedaban unidos los cuerpos de tres lémures, la masa se abría de par en par en una enorme boca llena de colmillos. Justo en ese momento, en el cielo se entrecruzó el sinfín de espirales que precedía la técnica insigne de Ofión de Aries, la Revolución Dorada.

—¡Ermitaño…! ¡Ofión, no lo hagas! ¡Esas cosas…! —Makoto no pudo terminar la frase. El aire, convertido en una espada invisible, le rasgó el cuello.

Las flechas cayeron, implacables, solo para ser devoradas por aquellos nuevos horrores de múltiples cuerpos. Energizándolos, potenciándolos.

—No seas indiscreto, Makoto —dijo Azrael, quien se había acercado hacia él con paso tranquilo. No era como si los horrores le dejaran andar donde quisiera. Al contrario, los monstruos sentían tanta ansiedad por el cosmos de Azrael como la que sentían por el de Aqua, solo que todos los que se le acercaban eran cortados en pedazos por las alas del ángel—. Estos son nuestros soldados. Sus ventajas son nuestras ventajas.

Aquellos simples segundos de distracción hicieron estragos con todo lo conseguido hasta ahora. La pirámide estaba llena de horrores. Makoto hubo de dejar para otro momento el asunto de Azrael y de la herida en el cuello, que no paraba de sangrar, para al menos evitar que los nuevos, en los que pensaba como geriones, se acercaran al hielo. Esta vez no se limitó a despedazar, sino que al contacto con las cabezas expulsaba ondas de cosmos lo bastante intensas como para aniquilarlas por completo, hasta el último átomo. Al menos los cuerpos de cada gerión caían al suelo, inmóviles, después de eso.

Entonces sobrevino el segundo desastre. Tras experimentarlo tantas veces, era fácil presentir cuándo un poder descomunal se avecinaba. El Muro de Cristal volvió a cubrir el Argo Navis Negro justo a tiempo de bloquear, y regresar, el tiro de Indech, con todas las consecuencias que tal duelo sempiterno tenía para todos. Sí, todas, más una nueva, porque sentir tamaña cantidad de energía después de devorar tanto cosmos había excitado a los horrores de la pirámide, incrementando el hambre que tenían hasta hacerla insoportable. Empezaron a devorarse entre sí allí arriba, y los que caían, terminaban arrojándose hacia los patosos geriones, arrancándoles a mordiscos esa especie de cabeza compartida junto al cosmos consumido. ¡Algunos incluso devoraban, de hecho, los cuerpos de los geriones! Aunque eran incapaces de masticarlos y solo acababan teniendo un cuerpo hinchado de más. Una visión salvaje, salvaje y ridícula.

Por lo menos diez geriones habían sido devorados por uno de los horrores caídos de la pirámide, el primer rechazado, de hecho. Aquel ser había mutado a una nueva forma. No solo tenía ojos por toda la cabeza, unos sobre otros, sino que incluso entre los colmillos habían aparecido ojos, doblándolos hacia debajo. Makoto lo identificó como Argos, el gigante de cien ojos que servía a la reina de los dioses, antes de cargar contra él, sabiéndolo muy capaz de destruir incluso el sólido hielo levantado por Cristal.

El puño de Makoto se ralentizó a un solo centímetro de impactar con la cabeza de cien ojos. Una imagen imposible había aparecido en su mente. Una pesadilla ideada por la mente de un loco. Azrael sostenía un cuchillo ensangrentado, ante el cadáver de Akasha.

En el campo de batalla, un instante de duda lo cambiaba todo. El argos le cruzó la cara con el brazo, mandándolo contra la barandilla antes de seguir su camino.

 

***

 

Por muy sagrada que fuera la madera con que construyeron el barco, esta había recibido demasiado castigo. El impacto de Makoto contra la barandilla la partió en mil pedazos, aunque el santo de Mosca pudo evitar caer al agua en el último momento.

Desde esa posición, pudo ver al fin cómo iba la batalla en el barco. Desde popa salían volando fragmentos de incontables estatuas, aunque era imposible ver desde esa posición a Zaon o a los caballeros negros que dirigía. Sí que distinguió a Marin, con los dedos clavados en la madera de babor muy cerca de proa. Tenía grietas por todo el manto sagrado y la sangre le bajaba desde un sinfín de heridas, pero hacía lo posible por ascender mientras que una esfera de energía eléctrica, la Danza del Trueno de Eren de Orión Negro, repelía a todos los horrores que la esperaban arriba.

—¡Marin, cuidado! —habría querido avisar Makoto, al ver que nuevos horrores salían de las aguas oscurecidas. Solo escupió sangre; no podía hablar.

De todos modos, alguien más acudió en auxilio de Marin. Dos discos que reconoció como las armas de Auriga se posicionaron en dos extremos de un túnel invisible que abarcaba a los horrores que ascendían a por Marin, sometiéndolos a un pulso electromagnético. Los ojos de todos reventaron al momento y la mera impresión bastó para que cayeran de nuevo al río, aunque eso no cambiaba mucho.

«¿Qué ha ocurrido? —Aunque ya no había cadáveres a la vista, el río creado por Aqua se había corrompido por completo. Buscando a Marin con la vista, la encontró ascendiendo a costa de clavar los dedos en la madera, creando unos agujeros de los que de pronto empezaba a bajar demasiada sangre como para provenir de un humano—. ¿Qué está pasando? —Todo el barco expulsaba ríos carmesí, a la vez que emitía un chillido semejante a un grito de dolor, sustituto del coro de antes.»

Makoto, ¿estás ahí? —oyó el santo de Mosca, reconociendo enseguida la voz.

Sí, Aqua. —Por fortuna, perder la voz no afectaba a la telepatía—. ¿Estás bien…? —Desesperado, empezó a ascender.

Me duele todo el cuerpo —respondió Aqua—. Hay millones de horrores abajo. Me están devorando. Necesito tu ayuda, Makoto.

—Lo que quieras —respondió el santo de Mosca, alzando la cabeza por sobre la destrozada barandilla. Quedó petrificado: la pirámide había sido derribada y una marea de horrores entraba en ella, listos para devorar a quienes no pudo proteger.

Tu cosmos, necesito tu cosmos.

Makoto sonrió con tristeza, bebiendo las lágrimas.

Si acaso he vencido a diez mil y ya estoy para el arrastre. Tú que has aguantado a millones dentro de ti, juegas en otra liga muy distinta a la mía.

A pesar de ello, avanzó hacia la pirámide, doliéndole cada paso que daba. Como un ángel guardando las puertas del infierno, Azrael se hallaba a un lado, cruzado de brazos. ¿Qué habría más allá? ¿Podría reconocer los cadáveres que había bajo esa tumba? ¿Qué pretendía Aqua hablándole ahora? ¿Despedirse? ¿Por qué no podía correr como un rayo de luz y arreglarlo todo? ¿Por qué era tan lento?

¿Una liga distinta a la tuya? ¿Me estás jodiendo?

Se detuvo en seco. Aqua nunca usaba palabras altisonantes.

¿Eres otro de mis delirios? —cuestionó Makoto, recordando la horrorosa visión.

¡Soy una diosa pidiendo ayuda a un mortal, maldita sea mi suerte! —gritaba Aqua, llena de dolor—. Un mortal que por alguna razón duda tanto de sí mismo que es incapaz de emplear el Séptimo Sentido. ¿Qué tal si le dejas tu enorme cosmos a alguien que sí quiere usarlo, eh? Es… la única manera… ¡Yo sola no puedo!

«¿Estoy dudando? —se cuestionó Makoto, viendo a Azrael—. ¿Tanto me ha afectado verle? —Siguió avanzando solo hasta que el ángel se le interpuso, negando con la cabeza—. ¿Soy así de pusilánime? Dudar a estas alturas…»

¿Aqua, sigues ahí?

Sí, oye, siento lo de…

Si te doy mi cosmos, ¿podrás salvarte? —la interrumpió Makoto.

Solo necesito un poco —dijo Aqua—. Un poco bastará para reponerme.

Él no necesitaba saber más.

Toma lo que necesites, diosa del mar.

Gracias, héroe mosquito.

 

***

 

En el interior de las mil veces agrietadas esferas picudas de Cerbero, Fang dormía, apacible, mientras miles y miles de horrores se cocían en las llamas de la Prisión Fantasma. Noesis de Triángulo no podía comprender cómo eso era posible.

Por supuesto, no todas las criaturas podían ser encerradas allí. Mientras que la mayoría de horrores había quedado incapacitada por un solo sello triangular, la mitad fácil del trabajo gracias a esa insólita tendencia a devorarse entre sí, los de cien ojos ofrecían cierta resistencia y seguían allí, bajo la pirámide. Retsu era incapaz de atacarlos sin quedar paralizado tan pronto los ojos de aquellos proyectos de Argos se cruzaban con los suyos, y en cuanto al ataque a distancia, ni las llamas de Aerys eran eficientes, ni Cristal podía llevar al punto de congelación a seres que habían consumido un cosmos dorado, así que todo dependía de si Aqua de Cefeo despertaba o no.

—Vamos, vamos, vamos… —rogaba Lisbeth, sujetándole las manos.

—Eres toda una campeona —decía Michelangelo, sujetándole la otra mano—. ¡Tú puedes salvarnos! Bueno, salvarte —se corrigió cuando su hija le dedicó una mirada ceñuda—, y salvarnos, demonios que no quiero que se me muera mi niña.

—Ya no soy tu niña.

—¡Siempre serás mi niña!

En medio de esa simple pelea familiar, el milagro sucedió, iluminando los rostros de todos. Aqua abrió los ojos, cubierta de un cosmos plateado que cerraba las heridas y limpiaba la sangre. Alrededor, los restos de la pirámide se tornaron en agua.

 

***

 

Makoto no pudo sino sonreír cuando la pirámide se convirtió en el Sello del Rey, una gran cadena de agua que Azrael decidió esquivar volando. No era tanto lo ridículo de la situación como la alegría que le daba no haber fracasado, no del todo.

Por un momento, la vista se le nubló, distinguiendo apenas el contorno de Aqua mientras salía a recibirle. Un nuevo viraje del barco le hizo perder el equilibrio y cayó.

—¡Muchas gracias, héroe! —saludó Aqua, deteniéndolo en seco—. Ahora que me has ayudado, te puedo ayudar yo —aseguró, tocándole la herida en el cuello. No tardó mucho en cerrarse, precediendo a la restauración del daño interno. Aqua se impacientó—. Oye, ¿te pasa algo? —Miró hacia abajo—. Estoy vestida esta vez. Y hasta me dieron una máscara nueva, que apesta a tabaco por alguna razón —observó la santa de Cefeo, inquieta, sin dejar de apuntar al rostro.

Recuperó la vista antes que el habla, permitiéndosele observar un fenómeno asombroso. Las esferas picudas, único resto del manto de Cerbero, se terminaron de quebrar liberando un torrente de horrores, de los comunes y los geriones, apresados en triángulos de energía. Noesis, quien mantenía sellados a los de clase argos, los arrojó mediante telequinesis con el resto tan pronto vio que Fang de Cerbero aparecía entre los mantos sagrados, refunfuñando por qué no lo dejaban dormir. Y en medio de todo eso, Azrael esquivando el Sello del Rey y la Revolución Dorada de Ofión de Aries.

—Es increíble —dijo Makoto.

—Solo es la primera mitad —aseguró Noesis, palmeando el hombro de Aqua—. ¿Estás segura de que no te importa…?

—Los humanos habláis demasiado —le interrumpió Aqua, restándole importancia—. ¡Tú solo hazlo! Tienes mi bendición.

Noesis asintió, comenzando a girar las manos a fin de colocar cada uno de los miles de sellos en el lugar apropiado, para realizar algún prodigio inimaginable.

Entretanto, los horrores que no habían sido atrapados por aquel grupo, oliendo la presencia de Aqua, se acercaron desde proa y poa, babor y estribor, listos para devorar el divino cosmos de la santa de Cefeo. Retsu, Aerys y Cristal se posicionaron como línea de defensa. La atención de Makoto estaba repartida entre aquellos tres, Aqua y lo que sucedía en el cielo. De algún modo, era allá arriba, donde Noesis de Triángulo había dispuesto a los horrores sellados, donde vio lo que tenía que hacer.

¿Team Azrael? —preguntó Makoto, mirando a la nereida.

¡Team Azrael! —respondió Aqua sin dudar, alzando el puño—. Go! Go! Go!

El Sello del Rey se tornó en siete cadenas de agua, brillantes como la plata y veloces como la luz. Ahí estaba dirigido el cosmos que Makoto le había otorgado, a distraer al enemigo más terrible de todo el barco.

—Porque es el enemigo —decidió Makoto—. Tiene que serlo. Tuvo que ser una mentira. —Aquella imagen se manifestó ante su mente, helándole la sangre.

—Pues sí —aseguró Aqua—. Es un farsante. ¡Azrael no se mueve a la velocidad de la luz! —Como movidas por el enojo de la nereida, cada una de las siete cadenas se multiplicó por mil, colándose en aquellos huecos que la Revolución Dorada de Ofión no podía cubrir, sin que empero ninguna de las técnicas pudiese alcanzar al veloz Azrael.

—En realidad, sí, Azrael es un santo de oro.

—¿Qué cosa? ¡Ya me estoy arrepintiendo de haber tomado tu cosmos!

«¿Tomar mi cosmos? —pensó Makoto, sonriendo. Tal cosa era imposible. Su universo interior era infinito, con no más límite que aquellos que el cuerpo, la mente, el espíritu y la voluntad de los dioses imponían. Al ofrecerle la energía ilimitada que poseía, lo que en realidad ocurrió fue un enlace. Las constelaciones de Mosca y Cefeo se habían entrelazado y ahora resultaba imposible distinguir donde empezaba el cosmos de uno y dónde acababa el del otro—. Me siento bien. De verdad, me siento muy bien. —No era que hubiese dejado de sentir dolor. Tampoco que se hubiese vuelto más fuerte. Solo estaba en paz consigo mismo. La mejor facultad de Aqua era sanar a los heridos y eso había hecho: lo había sanado, en todos los niveles—. Ya no tengo dudas.»

—Sea el auténtico Azrael, o no, tengo motivos para darle un buen puñetazo —dijo el santo de Mosca, haciendo crujir los nudillos—. ¿Me ayudarás?

—¡Primero explícame eso de que Azrael es un santo de oro!

—Muchachos —les interrumpió Noesis—. No será necesario.

 

Aun desde la Prisión Fantasma, Noesis pudo conocer lo que les esperaba en la cubierta del barco. De alguna manera, quizá por hacer contacto con lo que quedaba del manto de Cerbero, Aqua había podido contactarle mientras se debatía entre la vigilia y la inconsciencia, mostrándole a él, quien poseía la mayor fuerza espiritual allí ahora que Fang dormía, la clase de enemigos con los que tenían que lidiar. De una parte, el mal de la oscuridad más allá de las estrellas, con una horda interminable de horrores; de otra, un ángel del Olimpo infectado por ese mismo mal de forma acaso irremediable.

Mientras Retsu, Aerys y Cristal ganaban tiempo, el santo de Triángulo había concentrado hasta la última chispa de cosmos que poseía, o al menos eso buscaba. Debió salir de la Prisión Fantasma cuando un horror alimentado por el cosmos de un santo de oro estuvo a punto de masacrar a sus compañeros. Le costó tanto retenerlo, que por un momento creyó un imposible lo que pretendía hacer. Entonces llegaron más y más horrores, lémures con cabezas de pescado y cuerpos fundidos en una sola cabeza que era tan solo una enorme boca siempre abierta; aquellos quedaban incapacitados al mero contacto con los triángulos de cosmos, si bien por si acaso los enviaba enseguida a la Prisión Fantasma. La carga fue excesiva para la técnica insigne de Fang de Cerbero, la había llevado al límite, de hecho, pero era necesario para ocultar la estrategia final.

Ofión de Aries y Aqua de Cefeo sirvieron más que bien como distracción. Atacando al ángel, que por alguna razón inexplicable se veía como el asistente de la finada Suma Sacerdotisa, le negaron un segundo de respiro para pensar en lo que estaba ocurriendo.

El manto de Cerbero explotó, tal y como Noesis esperaba. Fang maldijo a todo el árbol genealógico de quienes estuvieran allí para oírlo, cosa que también esperaba y que por tanto no lo desconcentró. Él enfocaba todos los sentidos en posicionar a los horrores que había sometido de tal forma que pudiera dibujar, a lo largo del cielo sobre el barco, una estrella de seis puntas. Tarea harto difícil si se partía de que el navío estaba en movimiento a pesar de que nadie estaba ampliando el canal. A decir verdad, él solo nunca habría podido lograr algo así; gracias a los dioses, no estaba solo.

Tritos Spuragisma —recitó Noesis, al tiempo que el cosmos de Aqua fluía hacia él, trayendo las bendiciones de un ser divino. No esperaba que el cosmos de Makoto estuviera entrelazado con el aura de la nereida, mucho menos que un enlace psíquico iniciara transmitiéndole un sueño disparatado sobre Azrael masacrando a setenta mil soldados de Aqueronte, entre otros recuerdos azarosos de aquellos dos excepcionales santos de plata; en realidad, no sabía qué esperaba, porque aquella clase comunión de cosmos no había sido transcrita por el Santuario, si es que había ocurrido antes de que los santos de Escorpio, Escudo y Reloj la practicaran de forma natural. Faltando la teoría, solo le quedaba la práctica, y el puro instinto como única brújula—. Dormid por toda la eternidad, criaturas increadas, ¡yo, Noesis de Triángulo, así lo reclamo!

Por un mero segundo, Noesis pudo sentir cómo era el mundo a la luz del Séptimo Sentido. Los bruscos movimientos del barco y la corriente del río dejaron de importar, porque desde su punto de vista el navío y las aguas estaban detenidos en el tiempo. También los monstruos, que a punto estaban de saltar sobre ellos desde todas direcciones. Noesis decidió ignorar esa amenaza, terminando de dibujar la estrella mediante la suma de los numerosos triángulos en que había sellado a miles de horrores, así como el cosmos que estos habían robado. El resultado fue que toda la energía en el interior del Tritos Suparagisma fue anulada: el Sello del Rey se extinguió sin dejar siquiera vapor, la Revolución Dorada de Ofión fue borrada sin dejar rastro y las propias fuerzas del ángel con la apariencia de Azrael quedaron mermadas hasta una centésima.

Fue aterrador ver cómo el guerrero celestial giraba la cabeza hacia él. ¡Incluso con la centésima parte del poder que ostentaba podía moverse a la velocidad de la luz! En los ojos del ángel podía leerse la voluntad de caer en picado y partirlo desde la cabeza a la entrepierna, cosa que parecía muy capaz de hacer hasta que las constelaciones de Mosca y Cefeo se manifestaron junto a Triángulo en el Tritos Spuragisma, reteniéndolo. La lucha iniciada entonces entre el prisionero y el sello, llena de gritos de dolor, causó tal presión que todos los horrores que servían de vértices a la estrella fueron purificados y luego aplastados hasta quedar reducidos a átomos, una distracción que Noesis no dudó en aprovechar para acabar el conjuro. La estrella de seis puntas se cerró sobre el ángel a la velocidad del relámpago, desapareciendo a la vez que otras estrellas aparecían en las alas del guerrero celestial, que este interpuso a modo de defensa.

El cielo entero se agitó mientras la figura del ángel se distorsionaba, como una ilusión del desierto que desaparecía y regresaba en intervalos demasiado rápidos como para reconocerlos. El ala izquierda empezó a deshacerse, pluma a pluma.

Entonces, Indech decidió disparar una vez más. Dos veces.


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Rexomega

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Publicado 16 abril 2024 - 14:56

Saludos

 

Capítulo 202. Danzando con el caos

 

Abrir la Otra Dimensión en la Senda de Oro fue un error. Un error calculado, para proteger las vidas del los nuevos argonautas, pero un error al fin y al cabo.

Del mismo modo que un grupo selecto de santos debían conocer a cabalidad el movimiento de los átomos para dominar el arte de la congelación, él conocía del tiempo y el espacio. Sabía a la perfección cómo abrir un portal a aquel espacio entre espacios, así que por descontado era el primero en saber cuándo algo había salido mal.

No estaba en el espacio entre espacios. No estaba en la Otra Dimensión. En realidad, los dos extremos del portal que abrió estaban dentro de la Senda de Oro. Se hallaba en una de las ampollas del espacio-tiempo que tanto aterrorizaban a los nuevo argonautas. En una costra de Aquel que se desliza en la oscuridad, cuya risa podía oír en aquel espacio demencial. Nada semejante a la risa humana, claro. Mundos fracturándose en la lejanía, distorsionada y retorcida sobre sí misma en un sinfín de espirales. Soles apagándose como si un gigante cósmico hubiese soplado ante velas de millones de kilómetros. Esa clase de sonidos imposibles le llegaban al oído desde todas direcciones, con aire burlesco. También la forma en la que lo miraban los extraños astros era de burla.

—¿Cuándo me volví tan descuidado? —se cuestionó Kanon—. Sal de mi cabeza —susurró, apretando los dientes—. ¡Sal de mi cabeza!

Tal y como había previsto, Sariel dejó de esconderse al intuir tan solo una pizca de debilidad, si bien actuó con una rapidez mortal. El santo de Géminis hubo de actuar deprisa para evitar que el ángel le cercenara el estómago, sintiendo de inmediato un tirón hacia abajo. El Hades lo convocaba. Un llamado mortal para la mayoría de los hombres, tan solo un problema para alguien como él. Interponiendo un cosmos de oro, logró permanecer en aquel infierno, tal vez peor que aquel al que iban a mandarlo.

—Fascinante —admiró Sariel—. No solo puedes abrir portales, también puedes impedir que se abran con solo desplegar tu cosmos.

—No iba a arriesgarme a sentir otra vez el acero del infierno —replicó Kanon, pasándose la mano por el corte que recibió por imprudente, allá en el barco—. A ver si adivino, ¿el que muere por esa arma no va al inframundo? ¿Desaparece sin más?

Furioso, el ángel se abalanzó sobre él con un corte vertical que el santo de Géminis esquivó por poco, dando un paso hacia atrás.

—Aymr, la Aniquiladora de Materia, y Zahras, la Asesina de Espíritus, son el acero de la Tierra, el más indigno de los refugios que la humanidad encontró en el universo. —Sariel no dejaba de atacar conforme hablaba, y era bastante bueno manejando la guadaña incluso cuando la ira lo impulsaba, como ahora. El santo de Géminis se veía obligado a retroceder, manteniendo los ojos en la guadaña en todo momento—. Creadas a partir de la Danza Eterna de Titán, uno de los cinco fragmentos en que la Eternidad fue dividida en el albor de los tiempos. ¡Los terrestres robasteis un don divino y lo corrompisteis, como hacéis con todo lo demás!

—¿Titán, como el regente de Saturno?

Por alguna razón, aquello ofendió al ángel todavía más. El santo de Géminis no fue lo bastante rápido y debió usar el brazal para desviar la hoja. Por puro milagro llegó a crear distancia con aquel oponente sin perder el brazo en el proceso.

—Los Astra Planeta reciben el nombre sagrado de los Espíritus Divinos caídos en la guerra contra Tifón tiempo atrás —explicó Sariel—. Ellos heredaron el rol de los ángeles de la Primera Orden, son quienes resguardan toda la Creación.

—Hasta ahora, solo los he visto dándonos quebraderos de cabeza e inmiscuyéndose en los asuntos de la Tierra —desechó Kanon—. Aymr, ¿eh? Me sorprende que la humanidad haya creado un arma tan formidable. —Aun si esa hoz de campesino glorificado no podía comparársele al tridente de Poseidón que una vez sostuvo, seguía siendo un arma terrible, capaz de cortar un manto de oro como si fuera papel—. Hay muchas cosas interesantes en ti y tus amigos, ¿estás seguro de que es combatir lo que quieres? —El ángel de la Muerte era un guerrero a tener en cuenta por sí solo, de modo que lo tranquilizaba poder bloquear la única cualidad del arma.

Si es que de verdad esa era la única cualidad de Aymr.

—¿Por qué no te mueres? —cuestionó Sariel con evidente confusión.

—Tengo mucho que enmendar todavía —dijo Kanon.

El ángel señaló con la mano libre la herida que le había causado.

—Aymr puede cortarlo todo, incluido el tiempo —explicó Sariel—. De recibir un mal golpe, incluso un planeta joven colapsaría tras un par de horas. La vida de de un ser humano de la Tierra no se mide en miles de millones de años. ¿Es que eres inmortal?

—En absoluto —dijo Kanon con franqueza, guardándose empero la posible razón de su inmunidad a la maldición de Aymr, que el ángel parecía desconocer.

«Una vez más dependo de tus bendiciones, Atenea. Gracias.»

—Tendré que matarte de la forma convencional —decidió Sariel.

Tras soltar un suspiro de fastidio, Kanon desató la Explosión de Galaxias, confiando en que el enemigo lo confrontara con aquella arma legendaria e indestructible. Lo que ocurrió, empero, fue que una estrella diminuta, del tamaño de un hombre, apareció de improviso a la vez que Sariel usaba Aymr para transportarse lejos.

«Así que no solo le sirve para mandar gente al Hades —entendió Kanon, justo antes de que la Explosión de Galaxias y la estrella impactaran.»

No ocurrió la esperada explosión, sino que la estrella se agrandó diez, cien veces. En el espacio de un instante, la temperatura alcanzó los cien millones de grados centígrados, obligando al santo de Géminis a añadir otro error a su larga lista.

Abrió la Otra Dimensión, sonando como si una ampolla se hubiese reventado.

Mientras se adentraba en otra pústula del espacio-tiempo que rodeaba la Senda de Oro, observó con asombro cómo el espacio que abandonaba era aniquilado por completo. La estrella, al morir, se convertía en un agujero negro que consumía no solo todo rastro de materia alrededor, sino también el propio vacío. En verdad estaba enfrentando a una de las armas más poderosas de la Tierra, en manos de un guerrero de lo más competente.

Apenas pudo ver de reojo que seguía rodeado de un espacio demencial, pues a la vez, el ángel de la Muerte cayó sobre él desde arriba mientras que cuatro estrellas venían hacia él desde distintas direcciones. Kanon debió pensar una solución a toda velocidad, decantándose por la opción más arriesgada posible: realizando un giro de trescientos sesenta grados, barrió las cuatro estrellas, desestabilizándolas a la vez que Sariel le cortaba, desgarrándole el torso desde el hombro al costado. Un latigazo de dolor le recorrió todo el cuerpo, afectando al grito de guerra que soltó mientras, a quemarropa, ejecutaba la Explosión de Galaxias sobre un muy sorprendido guerrero celestial.

No esperó a ver el resultado. En el insignificante lapso de tiempo entre la ejecución de la técnica insigne de los santos de Géminis y la simultánea muerte de cuatro estrellas, formó por tercera vez la Otra Dimensión, terminando en un nuevo pliegue del espacio-tiempo tan retorcido como los dos anteriores. Las mismas visiones, los mismos sonidos desagradables. Casi sentía ganas de ver el blanco fulgor que precedería a la completa destrucción de la pústula espacio-temporal que había abandonado, casi.

—Usar mi Hipernova en mi contra ha sido muy inteligente —señaló Sariel, apareciéndose tras él, intacto—. Inteligente e inútil.

—Mientras tengas esa arma, no quedarás atrapado en ningún lugar —observó Kanon.

Alrededor, dieciséis estrellas venían hacia él, habiéndose desprendido del horizonte de la Otra Dimensión. Eran los ojos de Aquel que se desliza en la oscuridad, arrancados por acción de la guadaña que blandía el ángel de la Muerte.

Las heridas le estaban pasando factura. Si seguía recibiendo golpes así, estaría acabado en un cuerpo a cuerpo contra el guerrero celestial. Aun ahora no las tenía todas consigo.

«¿Quién dijo que necesito llevar esto a un cuerpo a cuerpo?»

Por cuarta vez, abrió la Otra Dimensión, usándola no como portal, sino como un agujero de gusano que enseguida devoró dos tercios de las estrellas que se le abalanzaban. El ángel de la Muerte, previendo lo que pretendía, alzó la guadaña, acelerando la Hipernova de tal forma que el santo de Géminis hubo de interponer los brazos para mitigar la elevadísima temperatura y conseguir el nanosegundo que necesitaba para escapar a otro de los pliegues de aquel enfermizo espacio-tiempo, a donde llegó con una repentina ceguera debido a la radiación cósmica liberada.

Así, ciego, con solo quemaduras superficiales gracias a la protección del manto de oro y unas heridas cauterizadas por el elevado calor, Kanon debió confrontar a Sariel y treintaidós estrellas en un asalto, sesenta y cuatro en el siguiente y ciento veintiocho en el otro. Iban saltando, ambos, de pliegue en pliegue, quedando cada vez más claro que la Otra Dimensión solo estaba arrancando capas de piel a la entidad que los tenía a todos atrapados. El ángel de la Muerte no tenía ninguna prisa en matarlo, quedando ya lejos la cólera con la que lo atacó al inicio del reiniciado combate. Debía intuir, por la actitud a la defensiva del santo de Géminis, siempre rehuyendo el combate y manteniendo las distancias, que era cuestión de tiempo que ya no pudiera reaccionar. Después de todo, en cada nuevo enfrentamiento, los portales que Kanon abría a toda prisa devoraban un menor porcentaje de las cada vez más numerosas estrellas. 

Nunca había hecho algo así. En cierto sentido, la ceguera lo estaba ayudando. No necesitaba ver teniendo despierto el Séptimo Sentido, pero aun quienes poseían este usaban la vista si podían contar con ella. Gracias a que ese no era el caso de Kanon ahora mismo, le resultó más fácil ir elaborando un mapa mental de los pliegues espacio-temporales que había abierto a lo largo de la Senda de Oro. Era un proceso paralelo al combate en sí, porque no le bastaba con extraviar las estrellas, sino que buscaba alejarlas lo más posible de los sentidos de Sariel mediante la apertura de nuevos portales y la creación de espacios localizados, como el que creó durante la guerra entre vivos y muertos, donde el tiempo no avanzaba hasta que él dijera lo contrario. Todo a través de la mente y el cosmos, que repartía entre esto y sobrevivir. Por supuesto, Sariel no debía saber nada de esto; ningún truco podía esperarse de quien sobrevivía a duras penas, porque los puntos en los que el cosmos estaba siendo usado distaban demasiado de donde combatían. La experiencia de haber sido partícipe de la creación y mantenimiento de la Senda de Oro ayudaba mucho, claro.

—Siento a Cichol y la hija de los dioses cerca —advirtió Sariel, descendiendo desde un firmamento en que destellaban más de mil estrellas.

—¿Quién iba a decirme que una nereida sería más agresiva que yo? —sonrió Kanon. Estaba recuperando la vista poco a poco y veía, borroso, su inevitable fin.

—Yo también estoy sorprendido —dijo Sariel, alzando la guadaña de forma ceremonial. Para ese momento, el santo de Géminis ya había visto lo suficiente del ángel como para entender que aquel no necesitaba de ningún movimiento para comandar las estrellas—. Parecías la encarnación de los Dioscuros y has resultado ser como la Rata, virtud lunar de la Inteligencia. Es decepcionante.

En esa ocasión, sin importar dónde abriera la Otra Dimensión solo lograría abarcar una décima parte de las estrellas antes de que la Hipernova lo arrasase todo. De hecho, tenía muy poco espacio de tiempo para huir después. Y el ángel contaba con eso.

Sin embargo, Kanon no abrió un simple portal. Todo el espacio en que se hallaban, contándole a él, las estrellas y el propio Sariel, todo eso lo envió a la Otra Dimensión. Una estrategia temeraria que había ideado tras contemplar cómo la Hipernova aniquilaba el propio vacío espacial. El ángel, como esperaba, se transportó lejos de la vorágine, mientras que él navegaba a través de ella, viendo cómo una de las costras de Aquel que se desliza en la oscuridad era desgarrada en incontables pedazos de espacio-tiempo en medio de una versión artificial de la auténtica Otra Dimensión que Kanon había estado creando con sumo cuidado. Todas las estrellas, a un paso de explotar, acabaron bajo el control del santo de Géminis, que era consciente de todos los pliegues que habían abierto hasta ahora y no habían sido destruidos. También percibía a Sariel, evitando ese espacio entre espacios de manufactura humana lo más posible.

—Es muy tarde para eso —dijo Kanon, sin poder evitar sonreír.

En cada pliegue del espacio-tiempo que aún no había estallado, había senderos que serpenteaban a través de las costras de Aquel que se desliza en la oscuridad, hasta llegar a unos compartimentos que controlaba a detalle. Ciento diecinueve espacios, conectados por la Otra Dimensión artificial, con igual número de estrellas. No las que había robado a Sariel, sino otras surgidas a través de la fusión de estas, bajo su estricto control.

Buscó al ángel de la Muerte. No estaba lejos. Mantenía la distancia justa, lo que era difícil de calcular cuando se jugaba con el tejido dimensional del espacio.

«Difícil, no imposible —se recordó Kanon, cruzando los brazos por sobre la cabeza y ejecutando la Última Explosión de Galaxias

Ciento diecinueve soles de energía condensada a través de diez kilómetros de diámetro, latieron al unísono, conectándose unos con otros mediante pulsaciones que cruzaron la Otra Dimensión artificial. Así, Sariel quedó atrapado entre las figuras de dos niños gemelos, Cástor y Pólux, cuyo contacto inevitable lo arrasaría todo. Percibió a Aymr, la Aniquiladora de Materia, tratando forzar una transportación; Cástor, señor de los ejércitos, aisló todo aquel espacio. Sariel se arrojó a aquel gemelo, el mayor, cometiendo el mayor error posible al darle la espalda a Pólux, el del puño de hierro capaz de aplastar las galaxias. Los Dioscuros se unieron en un solo ser, epicentro de una explosión como no había visto jamás el santo de Géminis en su larga vida.

O así tendría que haber sido.

—¿Qué demonios…? —Aquella encarnación de la constelación de Géminis no solo dejó escapar a Sariel, sino que ambos gemelos giraron las cabezas sonrientes hacia Kanon, viéndole con cruel diversión—. Esto es imposible… ¡Yo…!

Entonces recordó las palabras del ángel de la Muerte: Aymr podía cortar cualquier cosa.

«¿Mi cosmos…?»

La energía en que alma, mente y cuerpo se unían estaba en completo caos. Oyó un sonido, como de algo deslizándose entre los muros de su cerebro, y comprendió que un simple hombre como él no habría podido realizar semejante portento. Ciento diecinueve pliegues del espacio-tiempo, una imitación de la auténtica Otra Dimensión a la que le era imposible acceder, una versión artificial de la constelación de Géminis… Cada uno de esos actos era una hazaña imposible por sí mismo. Todos juntos, eran la obra de un dios. La idea le pasó por la cabeza como un aguijón: él era un dios viviente.

«¡Sal de mi cabeza! —exclamó Kanon, cuyo intento por perforarse el cerebro quedó en las manos tendidas a los costados, sujetando pelos ensangrentados.»

Estaba a punto de convertirse en el peor enemigo que los nuevos argonautas podían tener. Él mismo. El solo riesgo lo impulsó a tomar la mejor decisión posible.

Forzó la unión de los Dioscuros, causando la Última Explosión de Galaxias.

El santo de Géminis no se molestó en evitar tamaña hecatombe.

 

***

 

Cichol no se había tomado nada bien el forzoso teletransporte. Tan pronto vio a Tetis en medio de aquella versión distorsionada de la Otra Dimensión, le exigió colérico que lo llevara a donde estuviese Cethleann, si bien ella, que cargó contra él sin mediar palabra, no ayudó mucho a evitar el conflicto. No habría podido decir cuánto tiempo llevaba combatiendo desde entonces, solo sabía que ninguno contaba con una ventaja significativa. Cada vez que alguien parecía a punto de ganar, el otro remontaba, de alguna forma. Era una batalla interminable, de las que le gustaban al dios de la guerra.

En cuestión de destreza combativa y cosmos, ella era superior, lo intuía. El problema radicaba en los pequeños detalles, como que el ángel tuviera mayor alcance en combate cercano. Diestra y Siniestra bebían de la sangre de sus padres, gracias a ello poseían un filo capaz de cortar la gloria de un ángel y desviar el acero de los cielos; por lo demás, eran dos dagas con todas las limitaciones que cabía esperar de esa clase de armas. Ya había intentado superarlas cortando el aire y generando ondas de viento acelerado a la velocidad de la luz, solo para ver cómo Cichol ni siquiera necesitaba protegerse de aquellas minucias. Un sencillo balanceo de la lanza de  Lugh y el viento era detenido en seco mientras el ángel seguía la acometida. Un corte en el costado era la prueba de aquel acto imprudente al inicio del combate, así como el rojo que había teñido la armadura perlada a lo largo de esa y otras zonas también golpeadas.

Desde entonces se había centrado en superar el área de mayor efectividad de la lanza mientras cruzaban pliegue tras pliegue de espacio-tiempo. Una tarea harto difícil, porque el arma no solo era peligrosa por sí misma, sino también por la energía tormentosa que despedía. Cada rayo tenía la facultad de detener el tiempo al contacto, e incluso si había salido airosa del último delirio, Tetis no había sobrevivido a todas las guerras atlantes por ser una necia. Todo lo contrario: estaba viva ahora por haber sido prudente, hasta el punto en que se confundían los límites de tal virtud y la cobardía. No estaba empleando la Octava Consciencia, con la cual todo habría sido más fácil.

«No seas estúpida —se dijo Tetis, debiendo usar las dos dagas para bloquear un lance directo—. Él tampoco puede recurrir a ella.»

Desviando la lanza hacia arriba, vio la oportunidad y la tomó, corriendo hasta poder dar un letal tajo contra la garganta del ángel. En pleno ataque, empero, sintió una patada en las costillas que la elevó hasta las espirales en que asteroides y meteoritos se retorcían hasta ser reducidos a polvo estelar. ¡De nuevo se había descuidado por nada…!

Excepto que sí había logrado algo. Un corte superficial en el cuello que preocupó a Cichol lo bastante como para retroceder y no aprovechar el tiro perfecto que se le presentaba. Tetis necesitó de toda una millonésima parte de segundo para recuperar el equilibrio y escapar a la atracción del espacio distorsionado, cuya presión y baja temperatura excedía por mucho los riesgos del vacío interestelar. Instante tras instante, sintió el vibrar de la armadura perlada, sobre todo alrededor de las grietas. Estaba dentro de algo vivo, algo que la observaba como el hombre que observa un insecto de reojo y luego sigue con otros asuntos. La sensación de verse inferior la asqueó y alimentó la cólera en su corazón: ella era una diosa, nadie tendría que verla desde arriba.

«Eres la madre de tu hijo —pensó Tetis con no poco orgullo, antes de volver al ruedo.»

Descendió girando sobre sí misma. Una espiral de cosmos marino que acababa en dos estrellas carmesí. Así pudo desviar los rayos que la lanza de Lugh enviaba sobre su cabeza y llegar a estar frente a frente con él ángel, contra el que se arrojó, temeraria. La afilada punta del arma sagrada, capaz de destruir partículas subatómicas, pasó a apenas centímetros de su nariz cuando se deslizó hacia el frente, con la espalda arqueada. Una vez estuvo a media altura de la lanza, la golpeó con una fuerte patada alta, ganando las fracciones de segundo que necesitaba para alcanzar el objetivo.

Diestra golpeó la lanza por la mitad, impidiendo al ángel usarla como barra de combate, y Siniestra cercenó uno de los dedos con que la sostenía.

Un paso más y podría cortarle la mano entera. El pensamiento le aceleró la sangre e hizo vibrar las dagas. Entonces, sin ninguna explicación, la armadura estalló como una calabaza a la altura del abdomen, revelando la piel hundida y ensangrentada.

Retrocedió de un salto, perdiendo todo lo obtenido hasta ahora.

—Olvidas la principal facultad de la lanza de Lugh. —Cichol, lejos de mostrar el menor signo de desesperación, pasó el arma a la otra mano y acercó el muñón del dedo perdido a sus labios. Un soplo de aire caliente cauterizó la herida, parando la hemorragia—. Yo mismo la he olvidado. Me dejé llevar por la ira como un simple humano. —Probó la afectividad de la lanza ahora que usaba una mano distinta, los movimientos eran un setenta por ciento igual de ágiles, lo que podría decir mucho o nada, incluso con la mueca de disgusto del ángel—. Cethleann posee Garreg Mach, ninguno de vosotros podría causarle ningún daño, así la atacarais por toda una vida.

—He podido cortarte a ti —advirtió Tetis, tensa. Ella no tenía modo de reparar daños a escala subatómica. Aprovechando la confianza del ángel, empero, tornó las moléculas de agua del sudor que le recorría todo el cuerpo en finos hilos que al menos ataron el corte, actuando después bajo la piel para una mínima restauración. Para una diosa como ella, eso eran simples primeros auxilios, una solución a corto plazo. Se odió como pocas veces en su vida por dejar escapar un gemido de dolor durante la curación.

—Mi Arianrhod no debería poder ser dañada por ningún mortal —asintió Cichol—. El problema son tus dagas. La sangre es un medio para que el cosmos fluya, y tu cosmos es poderoso, pues eres la hija de un dios y un Espíritu Divino.

—Soy hija de dioses —replicó Tetis, acometiendo presa de la ira.

Era una treta. La idea era desviarse en el último momento. Sin embargo, el ángel despidió un único rayo desde la lanza de Lugh, el cual cayó a cinco metros de donde la nereida se hallaba. Suficiente: toda el área quedó distorsionada por un incremento de la gravedad lo bastante grande como para que no pudiera escaparse de ninguna forma. Ni siquiera a la velocidad de la luz. ¡Un solo rayo podía lograr eso! Tetis se detuvo en seco.

—Como sabes, los hombres de la Tierra adoraron como dioses incluso a las ninfas del cielo, la tierra y el mar, cuya naturaleza se parece más a la nuestra. Son espíritus de la naturaleza, la respuesta al daño que Tifón provocó en la Creación a pesar de todos los esfuerzos del rey de los dioses. Para ese grado de entendimiento, los miembros de la Raza de Oro, que dominaba el cosmos de forma natural y no conocía más muerte que el dulce sueño, podían pasar como auténticos dioses. Tu madre, Doris, era de la Raza de Oro, también lo era Palas, consorte de la diosa Estigia, padre Cratos, Bía, Zelo y Niké, y portador original del caduceo de mi hija Cethleann. No eres una diosa, por eso empleas tu cosmos en lugar del dunamis para el que mi Arianrhod no supone defensa alguna.

—Estoy tomando nota de cada una de tus blasfemias, espíritu. Si los dioses del Olimpo siguen reinando sobre toda la Creación es gracias a mí.

Ella había impedido la rebelión de Hera en los albores del tiempo. Convocó a Briareo, el ser más fuerte del universo, para liberar a Zeus de la conspiración perpetrada por las diosas en complicidad con la Madre Tierra. Sin ella, Tifón habría ganado; ningún otro entre los olímpicos era rival para él, ni siquiera Poseidón y Hades.

—Zeus ha amado a muchas mujeres mortales —dijo Cichol, leyéndola como un libro abierto—. Ve belleza en lo que es pequeño, frágil e inofensivo.

—Insolente. —El espacio distorsionado frente a ella, tras el cual la figura del ángel se veía borrosa, era lo único que le impedía dejarse llevar por la ira que ya le hacía hervir la sangre. A la vez, apretó las dagas con fuerza mientras hacía rechinar los dientes.

—No es ningún insulto —aclaró Cichol—. También yo veo belleza en lo fugaz.

—¡Haré que te tragues tus palabras! —exclamó Tetis. De un salto, pasó a través de la distorsión y empezó a correr, decidida a poner fin a esa batalla.

El ángel del Aire energizó la lanza, proyectando esta vez treinta rayos que se arquearon como las patas de una araña antes de caer sobre la nereida cuales fauces del poderoso tigre. Tetis, con los sentidos encendidos por la ira, desvió veintinueve de los ataques sin dejar de correr, no fuera a quedar atrapada en una cárcel de gravedad. El trigésimo, empero, estalló sin llegar a alcanzarla, demasiado cerca de Cichol. Tuvo que hacer un nuevo desvío, en medio del cual, de reojo, vio algo inaudito: ¡El ángel se adentraba en la distorsión! No tuvo tiempo de procesarlo. De un momento para otro, Cichol le estaba atravesando el estómago desprotegido a la vez que se abría un tajo en la muñeca derecha, aquella que sostenía la daga que honraba a Nereo, Diestra.

—Se acabó —sentenció Cichol, antes de someterla a una corriente de divina electricidad. El tiempo de la nereida quedó detenido por completo.

En la cienmillonésima fracción de segundo entre que recibió el golpe superlumínico y la propagación, a la velocidad de la luz, de la energía de la lanza de Lugh, empero, Tetis tuvo la oportunidad de lanzar un ataque a la desesperada. Sintiendo que Diestra se deslizaba entre las manos, movió Siniestra en un tajo diagonal que desgarró medio rostro de Cichol, abriéndole la mejilla y la frente sobre la nariz y el ojo izquierdo. El ángel, herido de gravedad, se alejó a toda velocidad del rango de su oponente.

Se había salvado por poco de ser partida en dos, tal y como leyó en la mirada del ángel del Aire. Magro consuelo, teniendo detenidos todos los átomos del cuerpo.

Para cuando Diestra chocó contra el suelo, convirtiéndose en un charco de sangre, Cichol ya estaba listo para un nuevo ataque. Apretando los dientes para callar el dolor por el momento, acometió en un ataque directo donde apostaba todo al ataque.

La lanza de Lugh fue repelida contra el peto de la nereida, cuyos ojos estaban abiertos. ¡El tiempo volvía a fluir en ella! Y no solo eso: la armadura perlada estaba ahora cubierta de varios conductos carmesí, que en conjunto simulaban el sistema cardiovascular de los seres humanos. Venas, arterias y capilares surgían entre las grietas de la particular protección de la nereida, destellando un brillo carmesí que había transformado el aura entera de la hija de Nereo, ahora escarlata como el sol al atardecer. Hechizado por esa formidable visión, Cichol volvió a quedar a merced de Tetis, quien otorgó al herido rostro del ángel una cierta simetría desgarrándole la mejilla derecha.

—¡Esto es una locura! —gritó Cichol, dolorido y liberando una treintena de rayos.

Los Colmillos del Señor de la Tempestad se cernieron sobre la nereida, siendo repelidos sin que ella hiciera nada más que quedarse ahí de pie.

—Esto es Aquiles —replicó Tetis, lanzando Siniestra hacia arriba. La daga, tan pronto llegó a la altura de la cabeza, se tornó en una explosión de sangre que se adhirió al cráneo de la nereida como un símil del sistema vertebro basilar, a modo de yelmo. 

Los titanes fueron los primeros seres en el viejo universo en emplear armaduras. La Madre Tierra, Gea, se las había otorgado para que derrocaran a su tiránico padre, si bien solo Crono se atrevió a cometer tan sacrílego crimen. Servían tanto para proteger como para atacar, pues eran también armas, siendo la Gran Hoz del rey de los titanes la más poderosa de todas. Tal y como Hefesto creó las primeras armas sagradas inspirándose en aquellas doce obras formidables, Tetis había tornado Diestra, el arma que hizo con su sangre para honrar a su padre, en Aquiles, la armadura definitiva.

—Ya veo —gruñó Cichol, pasando la mano sobre el rostro ensangrentado. Cuando la bajó, soltando un último grito de dolor, la sangre estaba seca y solo tenía dos cortes cauterizados cruzándose en la frente—. Tu arma había caído antes de que detuviera tu tiempo. Mas eso no cambia nada.

—Yo creo que eso lo cambia todo —dijo Tetis, avanzando hacia él con paso tranquilo.

—Estás usando tu propia sangre como arma y armadura —dijo Cichol—. Eso te está debilitando. ¿Por qué crees que he podido herirte de esa forma?

—Superaste la velocidad de la luz usando la gravedad para impulsarte —respondió Tetis, viendo divertida cómo el ángel retrocedía conforme ella avanzaba. Sintiendo que el terrible filo de la lanza de Lugh no podía hacer nada para alcanzarla: todo ataque era atraído hacia Aquiles de forma irremediable, y nada podía vencer la invulnerabilidad que le proporcionaba esa técnica, nada que un humano o un espíritu pudiera hacer—. ¿Por qué no intentas repetir ese truco, espíritu?

No hubo respuesta verbal, sino a través de los hechos. Cichol, energizado de poder relampagueante, golpeó el suelo en dos ocasiones simultáneas, para crear a la vez una cárcel de gravedad para Tetis y un impulso que pudiera usar para alejarse del rango efectivo de aquel tenaz oponente. Sin embargo, mientras se alejaba de un salto más rápido que la luz, debió interponer de forma apresurada la lanza de Lugh para bloquear un doble corte de la nereida. ¡En el último instante, Aquiles había vuelto a ser Diestra y Siniestra! La mala posición les hizo caer al suelo, ella dando tajos veloces, él defendiéndose mientras clavaba la rodilla, sin serle posible atacar o recuperarse.

Tetis había comprendido algo. Aquel no era un rival fácil. No era como los horrores de R´lyeh, sino un soldado de los cielos entrenado por un dios. Tenía que debilitarlo si quería lograr ese golpe decisivo, así que en lugar de buscar la yugular, el cerebro o el corazón, cortaba las manos, los brazos y las piernas cada que le era posible, manteniéndose en todo momento cerca del ángel para que no pudiera crear distancia aprovechando la longitud del arma. Con todo, estaba lográndolo mucho más rápido de lo que había imaginado: Diestra y Siniestra volaban de un lado a otro sin parar, y también se apoyaba en el resto del cuerpo, pateando las heridas piernas del guerrero celestial con el único fin de lograr otro instante más, valioso como el mejor tesoro.

—Lo acepto —dijo Cichol, bajando la lanza.

Algo, tal vez el instinto guerrero de su hijo, llegándole desde algún rincón del Olimpo, la animó a convertir Diestra y Siniestra en Aquiles y retroceder.

Aquel impulso lo salvó de que una de las alas metálicas de Cichol le cercenara la cabeza. Entre maldiciones, Tetis siguió retrocediendo, porque comprendía lo que había pasado: Arianrhod era la gloria de un ángel del Olimpo, hecha para servir como catalizador del secreto poder que los soldados de los cielos atesoraban. Las alas, hechas de nimbo, eran la prueba de que el guerrero celestial no había luchado en plenitud hasta ahora. De pronto la cicatriz en el rostro, en parte cubierta por el yelmo de tigre coronado por tres cuernos, no parecía gran cosa, solo un golpe de suerte. El resto de heridas, más superficiales, se habían cerrado, y la gloria se había restaurado por completo.

—Solo el auténtico portador de un arma sagrada puede extraer todo su potencial —explicó Cichol, sosteniendo la lanza con ambas manos. El dedo le había vuelto a crecer—. Si bien otros ángeles podemos hacer uso de ellas, el nimbo de nuestras alas genera interferencias. Ya no podré comandar los relámpagos y doblegar la gravedad.

Con un sencillo tirón, dividió la lanza en dos mitades. Sostenía la superior con la mejor mano, mientras que la inferior se adhería al brazo izquierdo y giraba sobre sí misma, transformándose en un escudo de capa múltiple.

—Lanza y escudo —observó Tetis, gélida. No volvería a caer en delirios ridículos. Para tener la mente ocupada, pensó en la ventaja que había obtenido.

Cichol debió imaginarlo, porque lo primero que hizo fue girar la lanza, generando un torbellino sobre los cuerpos errantes que flotaban en los confines de aquel pliegue de la distorsionada Otra Dimensión, observándoles como los ojos de un ser vivo. El viento, acelerado hasta alcanzar la velocidad de la luz, redujo todo a polvo estelar y luego a átomos en tan solo un instante. El mensaje era claro: seguía siendo un rival de temer.

—Aun limitadas, las armas sagradas siguen pudiendo cortar la materia a escala subatómica. Solo necesito golpear tu corazón con Assal, hija de los dioses, para darte muerte. Ochain me mantendrá con vida hasta que lo logre.

Alzó el escudo, doce discos superpuestos uno sobre otro, del más pequeño al más grande. Ochain, sin duda depositario del poder de la lanza para dirigir la gravedad, ejercía la misma clase de atracción que Aquiles. Tetis iba a necesitar esforzarse al máximo si quería alcanzar un punto que no fuera imposible de destruir.

—¡Te deseo mucha…!

—Muy lenta.

Habiendo desplegado las alas de un ángel, la velocidad de la luz ya no era barrera. Ni siquiera los sentidos despiertos de la nereida pudieron evitar que Assal la golpease en la espalda, deslizándose a través del tronco celíaco de Aquiles. El contraataque de Tetis, aunque inmediato, no llegó a cortar más que la mitad inferior de la barba del ángel.

—Esto se ha complicado —hubo de aceptar Tetis—. Se ha complicado mucho.

—Si me llevas a donde está Cethleann, yo… —trató de decir Cichol.

Pero Tetis ya había vuelto al ataque. Confiando en la protección de Aquiles, decidió luchar a la manera de los santos: sin armas, desgarrando los cielos con las manos y abriendo grietas en la tierra de un puntapié. El tornado que Cichol proyectó sobre ella no pudo detener la estela escarlata en que se había convertido la hija de Nereo.

Fue ese el momento en que una fuente de energía inconmensurable llegó hasta ambos oponentes, obliterando toda materia que hubiese a su paso.

 

***

 

La Última Explosión de Galaxias había repercutido a través de gran parte de la Senda de Oro. Como un cuchillo al rojo vivo parando una hemorragia, el cosmos humano en comunión con la leyenda de los Dioscuros incineró todas las ampollas de Aquel que se desliza en la oscuridad, los pliegues espacio-temporales que separaban la Senda de Oro del auténtico espacio entre espacios, bajo un infierno que excedía los mil millones de grados. Todo cuanto quedó al alcance de semejante cataclismo fue consumido hasta el último protón, sin dejar un solo átomo flotando en el vacío resultante.

Lo que era el equivalente a una picadura de mosquito para la inmensidad que ahora era Aquel que se desliza en la oscuridad, aunque eso no tendría por qué importarle a él.

Se suponía que a los muertos ya no les importaba nada.

—Dioses… —Kanon de Géminis despertó sobre un lago inmenso. Habría asumido que era alguno de los ríos del inframundo de no ser porque el agua era clara y agradable. Incluso la sangre que había derramado sobre esta desaparecía sin más—. ¿Nunca vas a dejar que muera, verdad? Atenea, al igual que los demás dioses, eres…

Miró hacia abajo. El agua le devolvió la imagen de un hombre en las últimas. Todo el brazo derecho estaba carbonizado, con el hueso ennegrecido al aire libre; que no sintiese siquiera un pinchado de dolor decía todo lo necesario sobre el estado de los nervios, sin duda quemados por el mismo calor que arrasó el brazal. La herida seguía a lo largo del hombro y el pecho, como una preocupante mancha oscura. El resto del manto de oro a lo largo del torso y la espalda era un amasijo de grietas que de algún modo se mantenía en pie. En cuanto a las piernas, la derecha había sufrido la peor parte, ennegrecida desde el pie hasta el muslo. No se sentía capaz de correr en ese estado. Si iba a seguir combatiendo, necesitaría alguna clase de alternativa.

—Ya sabes cuál es la alternativa —dijo la imagen en el reflejo, un hombre de largos cabellos oscurecidos y ojos inyectados en sangre—. El milagro de Elíseos está en ti. Lo sentiste luchando contra Caronte. El poder de un dios.

Abrió los labios resecos, decidido a mandarlo a callar, solo para cerrarlos de inmediato. No había a nadie allí, el reflejo estaba dentro de su cabeza.

Le bastó un pisotón para que las ondas del lago barrieran esa desagradable imagen.

—Llegas tarde —dijo Kanon, con la vista al frente—. Treintaitrés años tarde.

Caminó durante largo rato, arrastrando la pierna mala como un odioso peso muerto. El paisaje no cambiaba. Tampoco podía sentir ninguna presencia conocida, lo que implicaba que ya no se encontraba en la Senda de Oro.

Una vieja historia le vino a la mente. La Batalla de las Doce Casas fue una durísima prueba de fuego para los cinco jóvenes que terminarían por convertirse en los héroes legendarios; los combates contra Shaka de Virgo y Saga de Géminis, en particular, resonaban como una leyenda. Por pura curiosidad, una vez Kanon cuestionó a Ikki sobre cuál de los dos oponentes había sido más duro. El santo de Fénix no lo tenía claro, sobre todo después de los años transcurridos. El cosmos de Shaka era incomparable con el resto de santos de oro, de la misma forma que la fuerza de Saga era de otro mundo. Entre tales contradicciones, que asumió nacidas del respeto que aquellos oponentes le generaban, supo que en cada enfrentamiento acabó perdido en algún remoto rincón del espacio-tiempo. Contra Shaka, por la explosión que generó al quemar su propia vida; contra Saga, debido a una segunda Explosión de Galaxias que recibió a quemarropa.

Kanon sentía que le había ocurrido lo mismo. La Última Explosión de Galaxias no había sido una técnica suicida, pero en el último momento, al entender que llevaba rato abierto a la Octava Consciencia y que Aquel que se desliza en la oscuridad podía volverlo contra los suyos, decidió sacrificarse. No estaba muerto y la Otra Dimensión no estaba al alcance de sus sentidos, ya fuera la auténtica, las costras de espacio distorsionado o la artificial que elaboró de un modo que aún no comprendía, así que eso solo dejaba la opción más disparatada posible, lo bastante para hacerlo sonreír.

Estaba en otro planeta. Uno semejante a la Tierra, en tanto podía albergar vida.

—¿Qué hacen los dioses peleándose por un solo planeta si allá arriba hay otros como este? —se preguntó Kanon, tomándose un tiempo para respirar.

El aire era puro, cálido y agradable. Podría quedarse ahí toda una vida.

—Los dioses no buscan la conquista de tu planeta, terrestre —advirtió la voz de Sariel, venida de todas partes—. Aniquilan a las razas indignas de poblar este universo que crearon a través del juicio divino. Las Guerras Santas de la Tierra son causadas por Atenea, quien se niega a ver la verdad: el mal es intrínseco al ser humano, no merecen ninguna misericordia. Si no fuera la hija favorita del rey de los dioses…

El ángel de la Muerte se limitó a murmurar lo que pensaba al respecto, mientras aparecía frente al santo de Géminis. Como él, no había salido ileso de la explosión.

—Creía que mis gemelos descarriados te habían dejado escapar —dijo Kanon.

La mitad izquierda del cuerpo de Sariel era una ruina, si bien el ángel sí que podía mover el brazo a pesar de las quemaduras, e incluso se permitía un gesto tan arrogante como usar esa mano sin piel para sostener a Aymr. El yelmo había estallado por los aires, de modo que el largo y oscuro cabello de Sariel caía cual cascada sobre la espalda, descubierta y en carne viva. Con todo, la gloria lucía bien en las zonas que no habían recibido el impacto directo de la explosión, conservándose sin grieta alguna a lo largo de la mitad derecha. Kanon no pudo sino aprobar la manufactura olímpica: él mismo estaba convencido de haber sobrevivido solo gracias a la sangre de Atenea; ningún manto de oro convencional habría soportado tan tremendas temperaturas.

Aquel que se desliza en la oscuridad no deja escapar a nadie —objetó Sariel, alzando la guadaña hacia arriba. El cielo, antes de un agradable azul libre de nubes, empezó a llenarse de estrellas que aparecían de la nada. Ciento ocho soles, cada uno de cien metros de diámetro y con un descomunal poder latente, ultra-condensado.

—¿Es necesario? —preguntó Kanon, endureciendo la mirada—. Sean quienes sean los que viven aquí, esta guerra no les concierne.

—Todos los mundos habitados por humanos son iguales.

—¿Hablas por experiencia, como humano?

—Soy el ángel de la Muerte —dijo Sariel, solemne—. Yo condené a mil millones de almas tras el diluvio universal. Escuché cada historia, cada súplica, cada juramento de arrepentimiento. Entonces supe que la Tierra no sería la excepción y solicité al rey del inframundo que me dejara acabar el trabajo de Poseidón. Mi petición no fue concedida y ahora aquí estáis los terrestres, despertando a uno de los Reyes Durmientes.

—¿Hades teniendo piedad de nosotros, los humanos? —cuestionó Kanon, incrédulo—. Hace miles de años que el rey del inframundo busca nuestra destrucción. 

Según cuanto Gestahl Noah le había dicho, incluso antes de la primera guerra entre Hades y Atenea la mano del hijo mayor de Crono y Rea ya se extendía sobre los destinos de los hombres. Los dioses de la guerra, Eris y Ares, le sirvieron como avanzadilla para probar las fuerzas del Santuario a través de los siglos y formar un ejército acorde. Después, los Señores del Inframundo señalaron ciento ocho almas, formándose las Estrellas Malignas y el imperecedero ejército de espectros.

—Todo es culpa de la hija favorita de Zeus —insistió Sariel—. Entonces no había dios en el cielo, el mar y el infierno que no apreciara el consejo de la diosa de la Sabiduría.

—Algo de sensatez debían tener los amos del universo —replicó Kanon.

—Después, la humanidad usurpó los nombres, títulos y autoridades de los dioses del Olimpo —prosiguió Sariel, alumbrado por la luz mortecina de las estrellas que había hecho descender hasta cubrir los cielos. El día dio paso a una noche antinatural, donde solo brillaban aquellas Estrellas Malditas—. Los dioses del Zodiaco provocaron la Guerra de Troya y dieron fin a la Edad de los Héroes. Desde entonces, Atenea ha ido perdiendo el favor de los mares, el Hades y el Olimpo, uno detrás de otro. Cualquiera que no fuese ella, a estas alturas habría sido arrojada a las tinieblas del Tártaro. No importa. —Negó, sin duda cayendo en la cuenta de que se estaba dejando llevar por algún viejo resentimiento—. Ella ya ha sido apartada y nada me impide ya hacer lo que debí hacer hace diez mil años. Os mataré a todos. Los que navegan un territorio prohibido a los mortales, quienes sea que os esperan en la orilla del infinito, los que dejasteis atrás en ese mundo que no merecéis… ¡Todos sufriréis el juicio divino!

—Sabes mucho de eso —observó Kanon, lleno de un aura dorada—. Del juicio divino. Es interesante escucharlo de los labios de un simple hombre.

Por toda respuesta, Sariel alzó Aymr, que ahora sujetaba con ambas manos. El acto, solemne, hizo que las ciento ocho Estrellas Malditas descendieran hacia él, empequeñeciéndose a una velocidad pasmosa. No explotaban al hacer contacto con Sariel, como Kanon, con el único brazo cruzado contra el pecho en una parodia de postura defensiva, debido al otro brazo inutilizado, esperaba. Entraban en él, traspasándolo una vez habían adquirido el tamaño de un átomo. Poco a poco, el cuerpo entero del ángel de la Muerte iba oscureciéndose, resultando en una sombra tridimensional donde las últimas Estrellas Malditas brillaban a modo de ojos. En el proceso, la guadaña parecía haberse fundido con el guerrero celestial.

—Soy un hombre —aceptó Sariel, hablando con una voz que retumbaba por todo el lugar, agitando las aguas. Dos alas negras de plumas platinadas emergieron desde la espalda de aquella sombra humanoide—, mas no tengo nada de simple.

Kanon maldijo entre dientes. Había leído bien el poder oculto de aquel oponente, allá en el barco. Aquella transformación revelaba un potencial aún mayor que el de Cichol y Cethleann. Las sombras se despejaron poco a poco, dejando entrever una gloria semejante a la primera versión, incluyendo el casco en forma de calavera, solo que el exoesqueleto original se había expandido, formando lo que parecía una réplica perfecta de la estructura muscular humana. Todas las heridas recibidas durante la Última Explosión de Galaxias eran ya solo un recuerdo. Estaba intacto.

—Así que esa es tu verdadera fuerza —observó Kanon, tratando una última vez de mover aquel brazo inerte. Inútil. Tanto le habría dado que hubiese sido desintegrado.

—Por cada ala, el poder crece de forma exponencial —explicó Sariel, avanzando—. El universo tiene leyes que los mortales deben cumplir. Los soldados del Olimpo podemos sortear esas leyes. La velocidad de la luz no es barrera para estas alas. Nuestro microcosmos puede expandirse hasta el infinito, o la extinción, tal y como ocurrirá con el macrocosmos de un modo u otro. Así es, las alas son un símil del Octavo Sentido.

—En eso estaba pensando —reconoció Kanon, quien no había retrocedido en ningún momento. El ángel se detuvo frente a él, viéndolo con unos ojos rojos como ascuas.

—Hay otro motivo —dijo Sariel—. Si el microcosmos de los humanos crece demasiado, adquiere la capacidad de generar sinergia con otros microcosmos.

Varias historias pasaron ante los ojos de Kanon. La batalla contra Ikki de Fénix en Reina Muerte, el decisivo golpe de Seiya contra su hermano Saga, el particular caso de Shaula de Escorpio, Mithos de Escudo y Subaru de Reloj… La sangre de Atenea no era la única vía para hacer un milagro, al parecer, si tan solo pudieran controlar…

El ángel le golpeó la frente, veloz e implacable.

 

***

 

Durante un segundo, Kanon de Géminis quedó paralizado. No por el golpe, ni por las ondas psíquicas que aquel propagó a través del cerebro, sino por la consciencia de haber perdido un cuantioso número de recuerdos de una sola vez. Y no recuerdos al azar, sino todos aquellos que se conectaban con lo que estaba pensando hacía un momento.

Giró hacia atrás, sintiendo un peligro inminente. El ángel de la Muerte lo observaba, cruzado de brazos. Ya no poseía Aymr, en cambio, vestía una gloria alada reforzada por una armadura extra y oscura que recordaba al esqueleto humano.

—Tus heridas… ¿Cómo? —Kanon no entendía nada. Habría jurado que el ángel también fue víctima de la Última Explosión de Galaxias. ¿Tanta era la diferencia entre los santos de oro y los ángeles del Olimpo, incluso uno de la Tercera Orden?

—Los dioses son misericordiosos —dijo Sariel—. Limitan el crecimiento del cosmos, el número de hombres capaces de despertar el Séptimo Sentido. ¿Sabes por qué, terrestre? No se trata de temor. Incluso cien soles no son nada frente a la inmensidad del universo. Os limitan porque la expansión sin límite lleva al Gran Desgarro, un final en que mente, cuerpo y alma desaparecen a la vez, para siempre.

—Tus alas —dijo Kanon, recordando retazos de una conversación pasada—. Tú no tienes ese límite, eres un ángel del Olimpo, un soldado del cielo.

—También seré tu verdugo —advirtió Sariel, señalándole; era claro que él quebró sus memorias, con un ataque semejante al Satán Imperial y el Puño Fantasma—. Fui un estúpido al tratar de superarte en el dominio del espacio-tiempo. Eso se acabó. ¡Quebraré tu mente, incineraré tu cuerpo y arrastraré tu alma a la condenación eterna!


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Publicado 22 abril 2024 - 15:57

Saludos

 

Capítulo 203. Dos frentes

 

De todas las pesadillas hechas realidad en aquel barco del infierno, solo Camus de Acuario permanecía en pie, indemne tras recibir de frente el Plasma Oscuro.

—Algunos de tus puñetazos alcanzan la velocidad de la luz —observó Camus, habiéndolos bloqueado todos solo con mover los brazos—, los demás se aproximan. No está mal para la escoria de Reina Muerte.

—¿En qué lugar te deja llamarme escoria, santo de oro? —cuestionó Ícaro, cuyos puños pelados eran viva prueba de la dureza del manto dorado—. ¡No puedes vencerme!

La sombra de una sonrisa alteró el rostro del joven despiadado. Acto seguido, liberó el Polvo de Diamantes, emisario de un frío tan bajo que quemaba como el fuego el cuerpo desprotegido del caballero negro. Ícaro, empero, no cedió, sino que enseguida realizó una serie de veloces puñetazos hasta desgarrar la helada tempestad con una red de haces oscuros, los cuales se aproximaban más y más al santo de oro.

De nuevo, los oponentes se enzarzaron en un cuerpo a cuerpo en el que Camus tenía la ventaja, desviándose los puñetazos de Ícaro hacia la escalera que daba a cubierta. Todos los peldaños estallaron, astillándose por la pura potencia de los golpes.

—Cada vez eres más lento —dijo Camus, moviendo la cabeza hacia abajo.

Un aro de aire helado rodeaba la cintura del caballero negro. ¡El Polvo de Diamantes era una distracción! Tomando impulso, Ícaro saltó hacia el techo, justo a tiempo de impedir que el Anillo se cerniese sobre él. Y entonces la temperatura descendió todavía más; el santo de Acuario, teniéndolo a tiro, descargó sobre él la técnica insigne de la constelación de Ganímedes. La Ejecución de la Aurora lo golpeó con una fuerza tremenda, mandándolo a volar decenas de metros mientras las paredes se cubrían de gruesos muros de hielo irrompible como mero efecto colateral.

Aunque se alzó tan pronto cayó al suelo, con la piel del pecho y los brazos quemada por el frío glacial, no habría podido alcanzar al santo de oro antes de que un grueso Ataúd de Hielo se cerrara entre ambos, imposibilitándole el acceso a la cubierta.

—¡Cobarde! —gritó Ícaro, ejecutando el Plasma Oscuro sobre el muro con toda la rabia que le quemaba las entrañas. Lo poco de piel que le quedaba entre los dedos se pegó al hielo junto a manchas cada vez más grandes de sangre, sin siquiera hacer que se estremeciera. ¡El Ataúd de Hielo era casi tan sólido como un manto zodiacal!—. ¡Lucha conmigo, desgraciado! ¿Vas a dejar que la escoria de Reina Muerte siga campando a sus anchas? ¡Responde, maldito seas! —Por cada golpe, todo el cuerpo del caballero negro se estremecía. Seguía insistiendo más por luchar contra el entumecimiento que se iba apoderando de su ser, que por la creencia de poder pasar por sobre aquel obstáculo. Si iba a quedar congelado, sería por siempre la imagen de la perseverancia. Sería un campeón como aquellos cinco jóvenes de los que su padre siempre le habló con orgullo—. ¡Si es necesario quemar mi vida, yo…!

Una bola de fuego pasó sobre el hombro del caballero negro, extinguiéndose antes de siquiera llegar hasta el hielo. Ícaro, extrañado, miró hacia atrás.

—¿Acaso lo ha olvidado, general? —Soma de León Menor Negro estaba allí, respaldado por un nutrido grupo de caballeros negros que tiritaban de frío, entre los que destacaba Llama de Centauro Negro—. Los santos de Atenea no necesitamos romper las cosas con simple fuerza bruta. —Liberó ocho bolas de fuego, una por cada espacio entre los dedos de cada mano. Ninguna duró encendida más que la primera.

—Para destruir algo —explicó Grigori de Cruz del Sur, desperezando a Miguel de Lebreles Negro de un codazo—, hay que destruir sus átomos.

Las sombras se miraron entre sí, inquietas, muchos de los allí presentes habían sido entrenados para ser santos de Atenea. El resto del resto del Cisma Negro. Reconocían las enseñanzas de los maestros y se encendían por un breve instante, decididos a llevarlas a cabo; más de uno dio un decisivo paso al frente, a partir del cual empezaban a tiritar de frío. Ninguna armadura negra podría protegerles de ese ambiente.

El propio Sagitario Negro no tenía muchas opciones, sin una armadura protegiéndolo. Hasta ahora había enfrentado el frío con el calor del cosmos. Sin embargo, las palabras del santo de Cruz del Sur despertaron un recuerdo de la niñez, del tiempo en que la legendaria Hipólita de Águila Negra cayó en combate y él se decidió a sustituirla. Antes de la Rebelión de Ethel y el Cisma Negro, Ícaro se atrevió a pensar en sí mismo como el as bajo la manga de su padre, quien lo sorprendió tomándolo como pupilo. Oyó una vez más las palabras sobre el principio de destrucción atómica que todo santo de Atenea dominaba, a la vez que relajaba los músculos por unos pocos y determinantes segundos. Tan cerca del Ataúd de Hielo, el cuerpo no tardó mucho en entumecerse.

—¿Lo ves? —dijo Gestahl Noah, abriendo la palma de la mano. Donde antes hubo una roca, ahora solo había polvo—. Esta es la verdadera destrucción.

—¿Dónde están los átomos? —cuestionó Ícaro, desconfiado—. No los veo.

—Son demasiado pequeños como para que podamos verlos con nuestros ojos. Se necesita un equipo muy avanzado para eso, o ser un legatario del Pueblo de Mu, maestro en el arte de la reparación de mantos sagrados.

—¿Más pequeños que el polvo?

—Exacto —aprobó Gestahl Noah.

—Entonces, ¿no se han destruido todos? —insistió Ícaro.

El hombre que más adelante se convertiría en líder de Hybris sopló, ensuciándole la cara al niño preguntón que era Ícaro y riendo por la infantil reacción.

—Destruyo los átomos para destruir la roca —decía Gestahl Noah—. ¿Por qué querría destruir los átomos de aquello que ya no lo es? Hay que ser práctico en esta vida.

—¡Yo también quiero serlo! —exclamó Ícaro, endureciendo el semblante.

Gestahl Noah sonrió, paternalista.

—¿Práctico?

Ícaro cabeceó de un lado a otro con fuerza y decisión.

—Lo que quiero es ser fuerte, para que mi madre no tenga que luchar más.

Solo había una opción para superar la fuerza de Hipólita de Águila Negra: ser un santo de oro. Por fortuna, Oribarkon ya estaba trabajando en la primera imitación de un manto zodiacal elaborada en la Tierra, solo hacía falta alguien lo bastante fuerte como para no morir aplastado bajo semejante presión. Uno de los doce escogidos del Zodiaco solía tardar un año en dominar el cosmos, por lo general durante la temprana infancia; Ícaro debió entrenar muy duro a lo largo de seis años, sobreponiéndose a la muerte de su hermana, a la que jamás conoció. Gestahl Noah le enseñó lo más básico durante el primer año, enfocándose en los otros cinco a instruirle en el estilo combativo de un gran amigo y peor enemigo. Algo que no tuvo sentido entonces, ni después, cuando algunos compañeros identificaron las técnicas como aquellas características del signo de Leo que la actual guardiana del quinto templo zodiacal ni se molestaba en conocer.

—Porque tú eres un león —decía Gestahl Noah cuando le preguntaba—. El León Negro de Hybris. Una leyenda en ciernes, un nuevo Heracles.

—¿No debería ser Leo Negro, entonces? —cuestionó Ícaro, ya todo un adolescente. Llevaba entonces varios años saboreando el sabor del fracaso, noche tras noche, mientras que el Santuario contaba con ocho santos de oro.

—Cosas de Oribarkon —respondió Gestahl Noah, encogiéndose de hombros—. No se habría interesado en esto si la primera réplica no fuera la del manto de Shemhazai.

—¿La primera? —repitió Ícaro, ilusionado. Desde ese día, empezó a fantasear con que era uno de los aspirantes de un grupo de élite, el Zodiaco Oscuro, que lo cambiaría todo. El tiempo convertiría ese sueño en un motivo más de culpa, asaltándole en las noches doloridas la idea de que él estaba retrasándolo todo, de que los demás eran mejores.

«¡No soy un vulgar santo de bronce! —se decía, impotente, Ícaro mientras caía rendido a los brazos de Morfeo—. Soy el León Negro.»

Al final de seis años de esfuerzos, logró alcanzar la fuerza necesaria para vestir la armadura negra de Sagitario. Demasiado tarde. Un tercer grupo dirigió a su madre contra los santos de Atenea, apropiándose de la operación para la que él se había preparado todos esos años. Después, para colmo, se vio superado no una, sino dos veces, por la santa de oro más joven del Santuario. Shaula de Escorpio lo derribó en Reina Muerte y después lo derrotó en combate singular, sin que él pudiera siquiera hacerle un rasguño. Su padre estaba en la mira del Santuario, de modo que no pudo pedirle que le ayudara a fortalecerse; por primera vez, debió entrenar por sí solo, siendo la Batalla por la Torre de los Espectros la prueba de esa mejoría. El chico inexperto que cayó derribado en Reina Muerte no habría sobrevivido al asalto de los telquines.

—Dominar la primera fase del Estallido de Fotones siendo tan joven —aprobó Gestahl Noah, después de que el inframundo fuera sellado—, tal y como esperaba de mi muchacho. —Le apretó el hombro, sonriéndole con un orgullo que dolía.

—¿Ya no es necesario que mi madre siga luchando, verdad? —cuestionó Ícaro, manteniendo secos los ojos a punta de puro orgullo.

—Hipólita hará lo que quiere, como siempre. Es una auténtica águila.

—¡Mentiroso!

Aquel grito no fue un recuerdo. Él mismo lo dijo allí, en el presente en que el frío lo estaba congelando desde los pies a la cabeza. Fue muy doloroso abrir la boca, única razón para salir de aquella ensoñación. Con ojos empañados de lágrimas cristalizadas, vio el muro irrompible y pensó: ¿Qué era eso en comparación con la gloria de un ángel del Olimpo? ¿Quién era Camus de Acuario frente a Dagoth, el Príncipe Durmiente? El Ataúd de Hielo, en que de pronto se vio reflejado, le devolvió esas preguntas: ¿Cómo podía compararse la carne de un muchacho con la última obra de un maestro herrero de la talla de Oribarkon? ¿Quién era ese chico desprotegido, marcado por los dientes de una pueril fantasía, frente a aquel que luchó a la par de la Silente?

 

Poco a poco se iban sumando más y más caballeros negros, junto a algunos santos de Atenea. Pavlin de Pavo Real fue la primera, explicando de inmediato a Soma que Yuna estaba en buenas manos. Poco después llegó Margaret de Lagarto, quien junto a la enmascarada logró mitigar un poco el frío del ambiente. Solo un poco.

Entonces llegaron los perros de sombras y la temperatura volvió a bajar. No de forma literal. Llama aseguraba que no había vuelto a bajar de los cien grados bajo cero, y Soma lo creía, por alguna razón. Era otra clase de frío, que llegaba al alma.

—¿Podríais volver a vuestra forma humana? —pidió Soma, perdiendo más o menos el noventa por ciento de autoridad por tiritar mientras hablaba.

—Mi hermana no está en condiciones —replicó Nico, destellando la figura fantasmal del muchacho entre las fauces del eidolon. León Menor Negro fue incapaz de darle alguna respuesta ingeniosa, sí que ganaba aquel amigo suyo con la transformación.

«Bueno, por lo menos a nadie se le va a ocurrir salir por patas.»

Estaban entre un muro de hielo irrompible y dos perros tan grandes que tapaban el pasillo entero. Podían pasar debajo de ellos, pero, ¿a quién se le ocurriría hacer algo así, cuando la sola cercanía de aquella oscuridad que los formaba daba escalofríos?

—Se está congelando —dijo Llama—. Tal vez, si concentramos toda nuestra fuerza…

—¡Mentiroso! —gritó de pronto Ícaro.

Llama de Centauro Negro calló.

Era lo primero que decía el caballero negro de Sagitario en los últimos diez segundos. Todos habían asumido que estuvo reuniendo fuerzas para un golpe decisivo.

—¿Vamos a hacer algo, o seguiremos aquí plantados? —cuestionó Margaret.

—Tengamos fe —dijo Soma, pensando que los ruidos que hacía Llama con la boca cerrada no eran una respuesta muy convincente—. Estamos hablando del general.

 

El guerrero que luchó junto a la Silente, el chico que palidecía ante un santo de oro. El portador de la armadura negra de Sagitario, el muchacho desprotegido que se plantaba ante el frío intenso. El héroe que luchaba por la humanidad, el villano que luchaba contra la humanidad. El valiente admirado por los jóvenes y los veteranos, el simple adolescente que cedía al deseo. Él era todo eso y más. Él era Ícaro de Sagitario Negro, hijo de Hipólita y Gestahl Noah, el fruto de seis años de esfuerzos estaba en él, latiendo como el corazón del alma que bombeaba valor y justicia por todo el espíritu.

Eso era el cosmos. La llama de la vida ardió, paralizando el proceso de cristalización como una corriente eléctrica que le recorrió el cuerpo entero. El poder de cien millones de golpes se concentró en el puño, elevando la temperatura hasta que el hielo en derredor comenzó a evaporarse sin siquiera llegar a ser líquido.

—Si el Plasma Oscuro no basta —decía Ícaro, echando el brazo hacia atrás—, entonces solo necesito algo mejor. —Él era el León Negro de Hybris, un nuevo Heracles, y también, la sombra de Sagitario—. ¡Quirón, maestro de héroes, impulso del heroísmo, concédeme tu fuerza! ¡Impulso Heroico!

Todo el poder acumulado fue liberado en un solo rayo, veloz como el relámpago, retumbante como el trueno. El Impulso Heroico atravesó el otrora irrompible muro como si no existiese, abriendo un boquete del tamaño de un puño a partir del cual el Ataúd de Hielo entero empezó a agrietarse. Un instante después, a la vez que Sagitario Negro bajaba el brazo, aquel obstáculo se derrumbó en enormes bloques que no llegaban al suelo, pues una corriente de electricidad y calor los vaporizó todos.

Impulso Heroico, ¿eh? —Camus de Acuario había detenido la técnica con una sola mano; los estertores eran una esfera de luz oscura, emisora de chispas púrpuras—. Cuán arrogante puede ser la escoria de Reina Muerte, que ahora se llama a sí mismo héroe.

—Al menos yo no doy la espalda a mi enemigo —espetó Ícaro, avanzando hacia el dorado oponente. Detrás de Camus no había escalera alguna, aunque eso no explicaba por qué alguien como él no había salido ya a cubierta tal y como pretendía.

El santo de Acuario siguió la vista del caballero negro e hizo amago de dar una explicación. Ícaro no le permitió a hablar, reiniciando el combate.

—Ridículo —dijo Camus, arrojando el Polvo de Diamantes. Toda la zona sobre la que estaba el caballero negro fue congelada, mientras que él ya saltaba de pared a pared a fin de acercarse una vez más—. No eres rival para mi manto de oro.

—¡Cállate! —gritó Ícaro. Tal y como ocurrió las veces anteriores, el santo de Acuario solo necesitaba bloquear con los brazos el Plasma Oscuro—. ¡También tú cometes errores! —Había sido incapaz de retenerlo con el Ataúd de Hielo, y la mano que detuvo el Impulso Heroico había sido herida, incluso si solo era un poco de sangre en las yemas de los dedos—. ¡Cada anochecer, el sol cede los cielos a la oscuridad!

—Solo para destruirla al amanecer —replicó Camus—. Día a día, es así.

Como prueba de esa declaración, un cosmos de oro cubrió al santo de Acuario, destellando cual sol naciente. Ícaro solo esquivó el Polvo de Diamantes, lanzado a quemarropa, por dos motivos: actuó por instinto, apartándose, y el propio Camus no estaba apuntando hacia él, sino al demente de Soma que estaba a punto de unirse a la batalla. Una fina capa de hielo cerró el pasillo desde el suelo congelado por la técnica hasta el techo y de pared a pared, impidiendo cualquier refuerzo.

—¿Miedo? —sugirió Ícaro, sonriendo desafiante.

—Incertidumbre —repuso Camus, elevando al cielo los puños entrelazados—. Vuestros cosmos, unidos, me mantienen encerrado aquí de un modo que no comprendo.

El poder del santo de Acuario, deslumbrante, hizo resaltar los rastros de oscuro cosmos que Ícaro había dejado conforme atacaba sin descanso. El Estallido de Fotones llenaba el ambiente, latiendo con expectación, esperando una orden.

—Si sobrevivo a eso, estarás acabado —sonrió Ícaro, cruzando los brazos; no iba a detener la Ejecución de la Aurora a puñetazos.

—Solo debo despejar las dudas de mi corazón —susurró Camus a modo de rezo—. Creer en la justicia del Sumo Sacerdote y Atenea, dejar atrás todo sentimiento vano. Solo así dominaré el Cero Absoluto, que toda materia aniquila.

Desde luego, el ataque que el santo de oro preparaba estaba muy cerca de la más baja temperatura, tanto como el Ataúd de Hielo que Ícaro acababa de destruir. Pero no era suficiente, no para Camus, quien expandió más y más el cosmos que desplegaba, hasta que todo se tiñó de dorado y el propio cuerpo del joven empezó a vibrar. Se estaba esforzando más allá de los límites, motivado por la desesperación, tal y como cuando dio muerte al más poderoso de los guerreros azules y heredero del Señor del Invierno.

—Este es el hombre que mató a Alexer —entendió Ícaro, envolviendo el cuerpo entero de un cosmos oscuro cargado de electricidad—. El asesino del Santuario… ¡Camus de…! —La Ejecución de la Aurora se derramó sobre él, ahogando el grito y blanqueando todo cuanto veía con un intenso destello.

—Se acabó —sentenció Camus, en cuyos ojos quedaba reflejado el pálido cuerpo del caballero negro. Solo una victoria había logrado: el hielo, omnipresente en las paredes y el techo, moría a un metro de distancia de donde estaba el condenado. Doscientos setenta y tres grados bajo cero habían sido insuficientes para apagar aquel ardiente cosmos, pero no era necesario que un hombre se convirtiera en una estatua de hielo para ser declarado muerto por el intenso frío—. Has sido tan decepcionante como cabría esperar. —Lejos, los demás concentraban decenas de insignificantes cosmos para destruir la capa de hielo que bloqueaba el paso. Él juntó los brazos, decidido a recibirles con una nueva Ejecución de la Aurora. Un solo ataque bastaría para todos ellos.

Entonces, Ícaro abrió los ojos, y saltó hacia él.

Uno a uno, los fotones dispersos se fundieron en el brazo de Ícaro, envolviéndolo en un negro fulgor que no debía nada al brazal de la armadura de Sagitario Negro.

—¡Este es…! —gritaba Ícaro.

—¡Tu límite! —exclamó Camus, cuya técnica, ya lista para la aniquilación de un enjambre de moscas, bien podía rematar a la sombra de un centauro. De haber lanzado el ataque en ese preciso momento, tal vez habría vencido, pero algo le detuvo. La visión de los brazales de oro, la más solida protección de la Tierra, agrietados.

¡… el Impulso Heroico!

Como solía ocurrir en las batallas entre santos, aquel grito de guerra se oyó a destiempo. No solo el Impulso Heroico ya había atravesado de lado a lado el manto de Acuario, sino que el portador de este, sobreponiéndose al terrible dolor de sentir vaporizada una parte del pecho, descargó de inmediato la Ejecución de la Aurora. Ícaro no tuvo ninguna oportunidad de huir: la técnica insigne de Acuario lo golpeó a quemarropa.

Justo entonces cayó la capa de hielo, rasgada de pared a pared por una espada de fuego y pisoteada hasta el derrumbe por dos perros del inframundo.

 

El manto de Acuario empezó a agrietarse.

—Imposible —dijo Camus, apretando los dientes a fin de no perder la compostura. El dolor era excesivo—. Comparado con el entrenamiento, esto no es nada.

A través del pasillo cubierto de vapor, varias figuras se aproximaban a él.

—Sombras —dijo Camus, apartando la mano de la entrada del Impulso Heroico. Un hueco en el peto, a la altura del lado derecho del tórax y del tamaño de un puño. Dolía una barbaridad, si bien, por alguna razón, no allí—. Solo son sombras. Puedo…

Los brazos, a poco de alzarse, cayeron hacia el estómago, que ardía como un verdadero infierno. Algo se estaba moviendo allí, algo vivo, o al menos con voluntad propia.

—¡Maldito seas! —exclamó Camus, clavando unos ojos encendidos en el caballero negro. En verdad, la maestra Skadi tenía razón, él todavía necesitaba aprender a controlar sus emociones, aún no estaba listo—. ¡Ese era tu…!

A un mismo tiempo, Ícaro sonrió y una explosión se desató desde el interior de Camus de Acuario, reventándole el estómago y toda la protección del abdomen.

 

Ese era el auténtico Estallido de Fotones, asesino de mantos de oro.

Congelado en esa posición de ataque, Ícaro vio, satisfecho, cómo un corcel de fuego surgía de la nube de vapor y embestía al santo de Acuario, que se negaba a caer, o aceptar la muerte. Al ataque inicial de Llama le siguieron otros más. La Tormenta, de Grigori; la Ventisca, de Pavlin; nada servía, Camus estaba decidido a no dejarlos pasar. Cuando Bianca y Nico aullaron, fueron los aliados de aquellos hermanos los que quedaron clavados al suelo de puro terror. Quien los obstaculizaba, en pie y en vida solo por el cosmos hacedor de milagros, no cedió ni un ápice.

Fue necesario un gigante de plata armado con el sol como garrote para separar esa cabeza obstinada del cuerpo. Los demás, gritando de júbilo, siguieron a aquel campeón de la diosa: Lesath, el único de los santos bajo cubierta con un manto sagrado.

—General —saludó Soma mientras Margaret de Lagarto trataba sin éxito de abrir la trampilla mediante telequinesis—, gracias. Ha hecho un gran… trabajo…

Por cómo lo miraban algunos caballeros negros cerca, con los ojos huidizos y hasta húmedos, cualquiera entendería que aquel era el final del mejor guerrero de Hybris. De pronto, el santo de Lagarto hizo estallar la trampilla, sobresaltando a más de uno.

—Soy el León Negro —dijo Ícaro con dificultad—. No moriré aquí.

Kitalpha y Yoshitomi, ambos guerreros consumados, asintieron con comprensión y dieron la vuelta. Los demás, incluido Soma, dudaron un momento antes de marcharse, cosa que por supuesto no tendría nada que ver con que Ícaro hubiese fruncido el ceño.

Le iba a costar mucho volver a moverse, pero por las presencias que sintió desde que la trampilla fue destruida, comprendía que no podía esperar que nadie lo ayudase. Todo lo contrario: eran los de cubierta quienes necesitaban la mayor ayuda posible. Muchos habían muerto allá arriba, y otros tantos estaban a punto de morir bajo una amenaza mucho mayor a cualquiera que hubiesen enfrentado allá abajo.

«Da igual —pensó Ícaro—. Solo tendré que volverme más fuerte. Eso es todo.»

Tal y como el héroe legendario, al igual que Seiya de Pegaso, él seguiría creciendo mientras tuviera un soplo de vida. Demostraría que incluso la oscuridad podía brillar, como el sol de los malditos y desesperados. 

 

***

 

Los dioses debían estar contentos con los nuevos argonautas, porque el segundo tiro del Inagotable chocó con el primero, repelido por el Muro de Cristal. La explosión, si bien tremenda, al punto en que el ángel y el sello fueron engullidos por el fulgor que incendió el cielo entero, era preferible a la alternativa: que uno de los tiros del Inagotable hubiese caído de lleno contra el barco. Ofión sospechaba que no podrían sobrevivir a algo así, mucho menos en esas circunstancias.

Hombres y horrores se confundían una vez más, habiendo caído muchos por las ondas de choque resultantes de la explosión. El santo de Aries, confiando en la habilidad de Makoto, Aqua y quienes habían surgido del manto de Cerbero, hizo un barrido hasta llegar a popa, dejando un reguero de cabezas y ojos reventados. Allí había bastantes caballeros negros, todos malheridos en mayor o menor grado. Ennead de Escudo Negro, en particular, goteaba sangre por las numerosas grietas de los brazales, que juntos formaban la mejor baza de la armadura que portaba. Por él, más que los demás, seguían con vida el ciego Johann de Cuervo Negro y el malherido Joseph de Centauro.

—Buen trabajo —dijo Ofión.

—Gracias —dijo Ennead, fallándole la voz—. Con esto acaba mi guardia.

El santo de Aries no pudo menos que ayudar al hombre a caer al suelo con dignidad. Acto seguido, habiendo localizado a todos los horrores de la zona, desató la Revolución Dorada, cerciorándose esta vez mediante telequinesis de que las bocas de los geriones no consumiesen ninguno de los haces destructores de monstruos.

—Siento una luz —decía Johann, apretando la pálida mano de Joseph—. ¡Siento una luz! —Los ojos heridos lloraron, manchándole las mejillas.

Como atraído por los gritos de júbilo, un borrón emergió desde las aguas, abriendo picudas fauces con el fin de devorar de un solo bocado al santo de plata y el caballero negro. Ofión, con los sentidos despiertos, se interpuso de inmediato entre la bestia y la presa, preparando un nuevo ataque que no necesitó ejecutar.

Emergiendo desde la multitud de horrores, sombras y pétreos escombros que coronaban la popa, Zaon de Perseo llegó y frenó en seco la mordedura del gigantesco horror.

—Así que eres tú —dijo el subcomandante de la división Dragón—, ¡mi Ceto!

Ver al santo de plata frenar con la sola fuerza de sus brazos el avance de aquel monstruo era como echar un vistazo a la era mitológica. El héroe frente al monstruo marino, si bien ahora no protegía a una princesa, sino a un centauro rodeado de valerosas sombras.

—Aparta, Zaon —dijo Ofión, notando cómo los pedazos de los brazales de Perseo iban cayendo y revelando los ensangrentados brazos, hinchados por el sobreesfuerzo.

A modo de respuesta, el santo de plata lanzó un grito de guerra, llevando el cuerpo más allá de los límites. Fue posible ver, brillantes por el sudor, las venas del bravo guerrero mientras empujaba hacia atrás al ceto, que se aferró con los largos brazos al navío, frenando la hasta ahora constante navegación de forma brusca.

—Ocúpate de tus propios asuntos, Ermitaño —dijo Zaon—. ¡Este es mío!

Y saltó Perseo contra el ceto, golpeando de lleno el peludo pecho del monstruo con Harpe, destructora de demonios, sin causar la más miserable herida.

Ofión sopesó la posibilidad de apoyar al subcomandante de la división Dragón, a riesgo de pisotear su honor de guerrero, pero entonces dos nuevos cetos emergieron a los costados del barco, vomitando desde las amplias bocas infectadas de colmillos nuevas hordas de horrores del tipo de cien ojos. Maldijo entre dientes: esos argos debían ser fruto del canibalismo entre los horrores bajo el corrompido mar, siendo los cetos una suerte de mulas de transporte de la mayor fuerza de combate enemiga.

Primero, alzó el Muro de Cristal, repeliendo los manotazos que dos cetos estaban por dar sobre el barco entero. Zaon, de pie bajo el cráneo petrificado del primer ceto, y Marin, esquivando en el aire los mordiscos del ceto de proa, quedaron al margen de la barrera, pero Ofión decidió confiar en que si aquel par había sobrevivido a aquel infierno también podrían con eso. Las sombras eran otro asunto, entre ellas había tanto notables guerreros como Eren de Orión Negro, quien veía los rayos que arrojó para ayudar a su compañera de batalla repelidos por el Muro de Cristal, cuanto otros demasiado agotados para presentar batalla a los argos. Y ni siquiera podían contar con Makoto y Aqua como refuerzos; al contrario, gracias a aquel par, y a Noesis, Fang, Aerys, Retsu y Cristal, era que en popa y proa los caballeros negros resistían.

E incluso esos siete magníficos quedaron paralizados, todos ellos, al tener contacto visual con los argos que caían, dejando una abertura para los horrores que enfrentaban.

Por un segundo, el santo de Aries paralizó a todos los horrores. Argos, geriones y cetos más allá del Muro de Cristal… No distinguió a los débiles de los fuertes, a fin de dar un respiro a todos. Acto seguido, ató a los argos con hilos de oro, destrozando hasta el último de los cientos de peligrosos ojos de aquellas criaturas. Lo hizo todo con precisión milimétrica, de modo que quedó desconcertado cuando uno de los órganos de la vista del argos más cercano a él, saltó por los aires, colándose entre los Husos Desgarradores y transmitiéndole una sensación, sin imágenes, ni sonido. Él tenía una compañera, una amiga, y le había fallado. Aquel momento de duda le dijo todo lo que necesitaba saber sobre el enemigo: cada rastro que dejaran sería un peligro mortal, siempre. Recordando el modo en que su vecino zodiacal había lidiado con ellos, Ofión teletransportó a los cegados argos fuera del Muro de Cristal.

Mirfak de Perseo Negro apareció detrás del santo de Aries, impidiéndole caer al suelo. Contactar, así fuera mediante telequinesis, con todos esos seres le había afectado.

Lluvia Pétrea —susurró el caballero negro,  tornando las petrificadas cabezas de horrores de popa en una multitud de proyectiles supersónicos. No eran muy efectivas contra los geriones que se acercaban desde el centro, ya habiendo recuperado la normalidad. Ya fuera que les dieran en los cuerpos o en la cabeza compartida, las balas de piedra solo rebotaban—. ¡Cojones, Ennead, despierta canalla!

Escudo Negro no respondió. Incluso sin heridas graves, había perdido muchísima sangre. Moriría si no lo trataban, al igual que Joseph de Centauro y otros compañeros.

—Soy yo el que debe… —quiso decir Ofión.

—¡Mis cojones! —Fue tanto el esfuerzo que puso Mirfak en que no se moviera, que el santo de Aries decidió fingir que podía arrastrarlo tras un incómodo inicio en que el muchacho solo tiraba de un hombre inamovible—. Así me gusta, que sepas quién es el que manda. —El escudo de Perseo Negro empezó a retorcerse en espiral, transformándose en una serie de serpientes que saltaron hacia las bocas de los geriones más cercanos—. ¡Tomad el desayuno, hijas de cain! ¡Medusa, actúa! ¡Actúa, cojones!

Lo que fuera que el caballero negro esperara que ocurriera, no ocurrió. Los geriones, con todo y lo patosos que eran, se iban acercando más y más. En el exterior, a la vez que Zaon derrotaba al segundo ceto, Marin era atrapada por la cola del tercero tras pasar un buen rato machacándolo desde cien mil posiciones diferentes con el Puño Meteórico. Atrapada de ese modo, la santa de Águila fue golpeada contra el Muro de Cristal, justo sobre el punto en el que Aerys y Fang, entre bostezos y gritos refunfuñones, trataban de eliminar mediante llamaradas rojas y azules al mayor número de horrores posibles para que Noesis, Retsu y Cristal pudieran llegar hasta proa y ayudar a las sombras que allí combatían. Los cuatro habían dejado la defensa del centro a Aqua y Makoto, cuyas victorias ininterrumpidas eran coreadas por Lisbeth y Michelangelo.

—Yo también debo hacer algo —susurró Ofión, decidido a paralizarlos a todos una vez más. El vasto poder psíquico que hacía falta reunir para ello, fue como la luz de un faro en medio de la tormenta para todo aquel que hubiera despertado un cosmos.

¡Ni se te ocurra! —dijeron, a la vez, los santos de Cefeo y Mosca. Aquellas voces, entrelazadan, resonaron en la mente del santo de Aries como si este fuera ahora, a los veintisiete años, el discípulo que no fue siendo niño, u adolescente—. Esas cosas devoran cosmos. De forma directa, si les atacamos; de forma indirecta, solo por estar cerca. Paralizarlos antes te ha dejado agotado, ¿a que sí?

Los dos santos de plata dejaron que su superior cavilara el resto, concentrados en la lucha. Aun sabiendo la forma de lidiar con el enemigo, los constantes combates habían dejado restos que eran devorados por algunos horrores rezagados, resultando en la aparición de un peligroso argos que les exigía ponerse a la defensiva. Evitar contacto visual. De no ser porque Aqua estaba para guardarle las espaldas, el cuerpo de Makoto ya habría sufrido bastantes más mordiscos. Era bastante descuidado y temerario.

«Y aun así piensa que puede darme lecciones a mí —reflexionó Ofión. Los geriones ya estaban demasiado cerca y Mirfak sudaba, habiéndose quedado sin proyectiles—. Soy un santo de oro —se dijo, listo para aniquilar a esa nueva horda.»

La Revolución Dorada descabezó a todos los geriones al mismo tiempo que el último de los cetos caía gracias a la acción conjunta de Marin y Zaon. El Puño Meteórico pulverizó la mitad superior del cráneo dejando solo la mandíbula inferior, petrificada.

«¿Por qué no nos movemos? —se le ocurrió pensar a Ofión—. Desde que el primer ceto perdió, tendríamos que estar moviéndonos, a no ser…»

El Muro de Cristal solo protegía la cubierta del barco y él había transportado a los argos fuera, asumiendo que volverían a hacer un ataque frontal. Pero los argos no podían movilizarse con facilidad. Si acababan en el lecho del río, caminarían por él, llenos de un poder mental tremendo, el suficiente para retener al Argo Navis Negro.

Miró a Mirfak, con los ojos como platos todavía, sorprendido del poder de los santos de oro. Al valiente Johann, dando palabras de ánimo a Joseph, perdido en la inconsciencia. A Ennead, la confiable defensa de todas las sombras que ahora estaban a su cargo, hallándose Zaon en campaña fuera. Si él se iba, ¿qué sería de todos ellos? ¿Y si no se iba, qué sería de los santos de bronce y de plata que allí luchaban? Por quién debía luchar, era una pregunta que necesitó responder, y lo hizo, antes de que todo se descontrolara: lucharía para defender a todos; él era Ofión de Aries, uno de los doce hombres más fuertes del mundo, lo imposible para el resto era rutina para él.

—¿Qué es eso? —preguntó Archon de Flecha, señalando al tercer ceto.

Sobre el cuello de la criatura decapitada había aparecido Azrael, con una sola ala naciendo de la gloria inmaculada. Zaon y Marin lo observaban, cautelosos, desde los hombros del ceto, siendo el santo de Perseo el primero en acometer, Harpe en ristre.

De un solo movimiento, Azrael esquivó el lance, golpeó el abdomen del santo de Perseo y aleteó, partiendo en dos el Escudo de Medusa con el que Zaon pretendía petrificarlo. El hueso del brazo desgarrado quedó a la vista de todos los que miraban arriba. Marin, como el propio Ofión, debió tomar una decisión, optando por apartar a su compañero de la letal ala del ángel moviéndose a toda velocidad.

—¡Era demasiado problemático para nuestros mechas, Makoto! —exclamó Azrael, cruzándose de brazos. No le importaba que Marin y Zaon hubiesen escapado y era indiferente a la masa oscura que fluía por el cuerpo del ceto decapitado.

El ángel ascendió a los cielos solo cuando los restos de los horrores en el lecho del río llegaron al cuello del ceto, tal y como ocurría en los otros. El proceso fue rapidísimo, y si bien Ofión, entendiendo lo que iba a pasar, se teletransportó sobre el Muro de Cristal a fin de impedirlo, lo único que logró fue ser engullido por la gran boca que a la vez trituró la barrera, gozando de la fuerza combinada de tres cetos e incontables horrores. En medio de una aterradora oscuridad, Ofión de Aries se decidió a ser cuanto estaba destinado a ser: el sol que vence a la noche, amanecer tras amanecer.

 

—¡Así que esto es lo que sentía Seiya! —decía Makoto un minuto antes, pateando a otro horror—. ¡Peleando junto a una diosa, es increíble!

—Procura no decir muy alto que me comparas con Atenea —rio Aqua. Trataba de ocultar el orgullo que sentía, trataba, pues incluso siendo parte de un enlace con el santo de Mosca luchaba a una velocidad a la que no estaba acostumbrada. Cosa bastante problemática, porque desde un principio Makoto había dejado en manos de ella el cien por cien de la labor defensiva, simplificada en una barrera de agua inteligente que se movía allá donde iba a golpear algún enemigo, fueran colmillos, garras, latigazos de cola o lo que fuera. La Muralla Real lo bloqueaba todo, un auténtico alivio—. Yo también estoy emocionada. ¡Por fin sé lo que es luchar junto a alguien!

Lo cierto era que, a pesar de las dificultades que enfrentaban, Aqua se hallaba en estado de júbilo. Makoto podía imaginarla sonriendo en todo momento. También él lo hacía, se sentía capaz de cualquier cosa. En cuestión de unos minutos más, el centro estaría seguro. Ofión de Aries era una defensa inexpugnable para los horrores en popa, y en proa, con los fuegos de Fang y Aerys guardándole las espaldas, y la increíble dupla de Cristal y Retsu de Lince vigilando cualquier ataque por el costado, Noesis ya estaba empezando a sellar horrores una vez más, liberando la carga de Eren de Orión y el resto de agotadas sombras, que no habían dejado de luchar en ningún momento.

Podían sobrevivir, después de todo. ¡Podían ganar!

Miró al cielo de reojo, acostumbrado a que el francotirador de los cielos les estropeara cada victoria, pero no fue Indech el ángel inoportuno esta vez.

—Azrael —susurró Makoto, sombrío.

Marin ni siquiera tuvo tiempo de golpear al veloz guerrero celestial, quien en un visto y no visto derrotó al santo de Perseo. Después de que Azrael le lanzara el enésimo comentario sin sentido de ese día de locos, los abominables restos de los horrores llegaron desde las profundidades para formar una sola cabeza para los tres cetos decapitados. En el centro de la misma, una enorme masa tan grande como el barco, se abrió una boca sedienta de cosmos, solo para cerrarse de forma simultánea sobre el Muro de Cristal, desgarrándolo como si fuera la carne de un carnero indefenso.

La barrera se cayó a pedazos, sin que no hubiera nadie para volver a levantarla. Ofión de Aries había sido engullido por la quimera.

—La buena noticia es que la Mano de Plata que retenía el barco ya no está —dijo Aqua, bloqueando con la Muralla Real los mordiscos de un horror.

—Habrán intentado destruir el casco —dedujo Makoto, también combatiendo. ¡El enemigo no le daba ni un respiro!—. Los constructores hicieron un buen trabajo. —Se suponía que el Argo Navis Negro estaba protegido para esa misión, claro que el desvío que los arrojó a la oscuridad no estaba dentro de los planes—. ¿Y la mala?

Aqua señaló a los cetos para indicar que ellos mantenían quieto el barco de todos modos. Makoto no pudo evitar un grito de sorpresa cuando vio la barandilla de nuevo infectada de horrores. En proa y popa, en babor y estribor, habían vuelto al principio.

Un grito de terror sobresaltó a ambos. Lisbeth de Cincel Negro, habiendo dado un salto movida por el pánico, estaba ahora abrazada a un igualmente asustado Michelangelo.

La trampilla que daba a los camarotes saltó por los aires al segundo siguiente.


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Publicado 23 abril 2024 - 00:01

Vamos ahora con Saturno. La primera mitad. La verdad me acordaba de bastantes cosas durante la releída, pero muchas otras (algunas clave) no, así que fue emocionante como la primera vez. Como siempre, estas reviews son las que escribí en el momento de leerlas, pero están retocadas y tienen algún insertos de mí, el Felipe del presente.
 
 
Capítulo 101:
Caronte no nos considera seres malvados, simplemente un grupo de ineficaces e ineptos necios. Síp, tiene sentido con el personaje. Te odio, Caronte, ¿qué haces aún aquí, de todos modos?
La introducción de la segunda saga es épica, por supuesto, con nuestro villano número 1 en las alturas, reflexionando sobre el rol de todos en las guerras por venir, y con el ya famoso toque Rexomega de describir lugares, escenarios y momentos mitológicos (y si no es famoso ¿qué están esperando todos?). En este caso, un mundo donde el Diluvio Universal es una constante, no un evento genocídico del pasado, liderado siempre por las más poderosas y peligrosas sirvientes de Zeus, guardianas del más renombrado de los Rayos.
Y no solo sabemos sobre lo que piensa Caronte, sino que se echa algo de luz creo que por primera vez sobre la manera de pensar de Zeus, como una figura neutra, si se quiere, sabia, paternalista. Y luego uno se pregunta por qué sus dos hermanos quieren destruirlo todo.
Al menos ha ocurrido varias veces, como discuten Tritos y Caronte. El universo va y viene, pero la humanidad persiste. ¿Por qué? Ahí está el meollo de todo el asunto...
 
O es así hasta que llegan dos Astra Planeta más. Titania, la reina de las hadas, parece algo traviesa y violenta. Ío, que asumo es el sucesor de Tebe (o de Callisto? No me quedó clara la cronología después de Ananké), se muestra (¿o tiene?) como de 50 años, está marcado por cicatrices, muestra autoridad ante el resto haciéndoles hincar la rodilla por primera vez, y trata a Titania de "hija". A menos que sea realmente su padre, ¿otro personaje femenino más siendo tratado de hija por un viejo? ¡Veo patrones, como que todas las mujeres de Júpiter murieron de alguna manera tonta, y el que queda es hombre! Mmmm...
 
Ultima pregunta. Asumo que esto ocurrió mucho antes de la batalla final con Akasha y Kanon. Pero ¿cuándo atrás? ¿Es siquiera relevante el tiempo en una historia donde los personajes en cuestión son más antiguos que el mismo?
 
 
Capítulo 102:
Empezar con que me encanta la descripción de la Esfera de los Héroes en Júpiter, en especial con la manera en que pueden ver todo, hasta el último detalle de las Holy Wars, como los frisos en los templos griegos antiguos, pero animados xD En esta historia, a diferencia de otros fics, uno nunca se olvida de que estamos lidiando con dioses aquí, incluso si muestran emociones humanas o bajan a la Tierra, y por ello, todo alrededor es "divino", incluso con límites, son límites para deidades y se nota.
Las Alas del Rey son las que más me han llamado la atención en lo que va de estos últimos capítulos, pues recuerdo que se han mencionado un par de veces antes. ¿Quiénes son? ¿Para quién trabajan? ¿Qué relación tienen con Seiya y co., Gestahl Noah, y/o el Hijo? ¿Por qué exactamente 88 siempre con esta gente? Muchas dudas, mucho misterio, siempre intrigante. La parte clave de todo cada vez más parece ser Gestahl, que no es que haya pasado desapercibido ni nada, sino que... bueno, de todos modos sería sorpresivo, siendo un personaje tan "presente".
Por cierto, la idea de la triple guerra entre Poseidón, Hades, y Atenea por culpa de Ares me fascina. Fue tan caótica que las eras cambiaron jaja
Fobos sigue siendo un tipo adorable. Fuera de bromas, me agrada jaja
 
De paso recibimos dos grandes confirmaciones. Primero, Saori y Hades sí se enfrentaron en Elysion, sin Ikki ni Shun cerca, aunque el cuarteto de dioses cambió el canal antes de que viéramos el desenlace. Segundo, y mucho más importante, los dioses le temen a Shaina, y eso siempre es positivo.
 
 
Capítulo 103:
Tritos y Titania oraron en silencio frente a las estatuas de Atenea y Poseidón, respectivamente
 
Empezamos con otro de esos momentos en que "respectivamente" no funciona, y en la misma línea hay un "las antigua Grecia".
 
Qué espectaculares son todo los escenarios. Difíciles de imaginar en su tamaño, majestuosidad y esplendor, pero es muy genial intentarlo. ¿Cosa curiosa? En los comics de Wonder Woman de 2011, la representación de Afrodita era de una mujer tan soberanamente hermosa, que tanto los personajes como el lector jamás podían verle el rostro. Me recordó a eso la representación de Afrodita con la ilusión de Narciso. Como dato extra, en ese cómic, Poseidón era un pescado gigante y Hades un niño con velas derritiéndose en su cabeza :D
 
Hasta ahora, relaciono así los colores y olímpicos con los Astra Planeta:
 
Narciso - dorado cristalino y luminoso (bajo Afrodita)
Dafne - verde, café? (bajo Deméter)
Fobos/Deimos - rojo sangre (bajo Ares)
Ío - dorado (bajo Zeus y Hera)
Admeto - blanco? (bajo Apolo y Artemisa) / en lugar de Titán
Titania (en el multiverso de la locura) - blanco? (bajo Atenea)
Tritos - azul (bajo Poseidón)
Caronte - negro (bajo Hermes, porque Hades no tiene permiso entre los Olímpicos... ¿¿pero Hermes no debería estar por encima de la silla de Mercurio??)
 
Es raro, este capítulo me dio dolor de cabeza un poco, cosa que no me había pasado leyendo los capítulos pasados. Estos tipos son tan, pero tan poderosos, están tan por encima de todo lo que existe, de todo lo real, que es complicado "bajarlos" y preguntarse por qué no simplemente matan a todos los Santos con un dedo, cuando pueden hasta estar en otros lugares a la vez, tejer los hilos que forman la realidad, y caminar a través del tiempo y el espacio. Es difícil hacer una historia con entes divinos tan divinos, tan arriba de la humanidad, que de algún modo son una amenaza, e imaginarlo me da jaqueca verlos tan allá arriba, incluso ante los famosos milagros. ¿Hasta cuándo funcionará la excusa terca de que no quieren matarlos, sino unirlos a su causa? Lo veremos cuando Titán al fin aparezca a destruir cosas.
(Aunque luego recuerdo que los Santos son todos overpower en esta versión, me acuerdo de Tauro, y se me pasa... un poquito)
 
 
Capítulo 104:
Volvemos a la "normalidad" en la Tierra, me gustó leer este capítulo. Pobres Fjalar y Nenyar trabajando contra el tiempo para reparar 88 armaduras con no sé cuáles recursos (porque, si tienen suficiente para hacer 87 desde cero, ¿entonces por qué no tener un ejército de 175?). No me acuerdo bien cómo funcionaba aquí. El oricalco era el metal base, y el gamanio les daba vida, ¿no? ¿Ambos materiales salen de minas?
Me encanta la idea de que Naraka (tierra de nadie abandonada por dios), Heinstein (castillo diabólico sin habitantes en la parte más creepy de Alemania), Bluegrad (nariz con catarro del mundo) y Mu (isla, y no del tipo tropical) sean parte del Santuario, y Akasha se las ofrezca a las bellas ninfas. Es un tema complejo, las necesita, pero la Sacerdotisa aún tiene problemas para los negocios básicos. Lo bueno es que para ellas, hacer de esos lugares algo bonito es natural, solo con su presencia. Parte de la manipulación de la joven líder, que luego tiene su mejor momento del capítulo. Su momento de debilidad.
 
"Los Santos no mueren", son lindas palabras, excepto cuando no son ciertas. Aquí está ella frente a los caídos (sigo sin entender completamente cómo o por qué murió Nimrod, fue todo muy rápido y todavía no comprendo las causas y consecuencias, mis más sincersas disculpas, Rexo), junto a aquellos que los lloran, tratando de ser fuerte y poner en su espalda toda la culpa, como siempre, pero creo que por primera vez vemos (en Bianca, ni más ni menos) la confianza que tienen puesta en ella incluso aquellos que no son parte de su círculo cercano. Fue un muy bonito momento incluso si no soy el mayor fan de Can Mayor. Gran manera de cerrar este capítulo de transición.
 
 
Capítulo 105:
Hola Rexo! Empiezo el review de este capítulo destacando el monólogo de Gestahl Noah después del teatro con Tomomi, que dije antes que tal vez era el personaje clave en esta obra, un tipo del que sabemos tanto y tan poco a la vez, que está siempre presente, pero no en momentos clave. Me gusta ese monólogo porque, si bien a veces uno cae como escritor en que todos los personajes tienen la misma voz, sean héroes o villanos, Gestahl Noah, que a priori no es ni lo uno ni lo otro, tiene su propia voz, motivaciones propias, y hasta una manera de hablar, con frases y todo, distinta al resto, cosa que siempre es difícil de lograr cuando uno tiene tanto personaje y todos usan las mismas muletillas. Fue muy de obra de teatro, muy honesto y artístico y filosófico, muy bien ahí.
Aprovecho también para decir algo que hace tiempo quería. ¿Cómo llevas, o cómo decides, qué personaje es el mitológico y quién no? ¿Es confuso a veces? Porque aquí tenemos a Hipólita, levantándose dramáticamente de la cama, pero no es "esa" Hipólita, reina de las Amazonas. Tiresias no es el ciego que aconsejó a Odiseo al fin de sus viajes. Pero Casandra SÍ es esa Casandra, Orestes e Ifigenia sí parecen ser los reales, Tethys sí es la madre de Aquiles, así como Fobos y Deimos sí son los hijos de Ares, pero Titania y Oberon no parecen ser ex reyes de las hadas... tal vez? Tritos puede o no ser Tritón.. Y luego tenemos el caso de Caronte, que es ambos, el mitológico, y una casi coincidencia.
 
Pero estoy divagando. La tripulación se reúne, Shun sigue demasiado taciturno, June y Kiki siguen siendo June y Kiki, Azrael y su pistola son lo mejor de la vida, Huguin (ugh) y a Makoto lo patea (desde luego) el tremendo Emil, que ya tiene su armadura como nueva.
Y aquí... creo que tengo una pequeña crítica, si me disculpas. Lo mencioné en otra review, si no me equivoco, pero me hubiera gustado que, en términos narrativos, hubiera habido consecuencias más grandes por haber usado Almagesto destruyendo todas las armaduras (menos Libra). Fue la gran arma que se usó para deshacerse de Caronte, el momento cúlmine de la "primera temporada", cosa que no se usaba pues necesita del poder de todos los mantos sagrados... pero ahora ya vemos que todos se están reparando rápidamente de todos modos, antes del siguiente conflicto. Me hubiera gustado ver a los Santos luchando sin armaduras por un tiempo, en especial contra una amenaza como Titán que se ve imponente, y destructiva, por todo lo que se dice de él. O al menos que se hubiese necesitado de algo nuevo, un desafío, para reparar, incluso con sangre dorada o papal de por medio.
 
Por otro lado.... ¿qué puedo decir? El nuevo grupo de protagonistas para lo que espero sea el nuevo arco me fascina. Los nuevos ARGONAUTAS. Azrael, Kiki, Shun, Makoto, June, Ban, Emil, Shaula, incluso Huguin, son todos personajes que, o me encantan, o me llaman la atención. Ninguno aburre, ninguno sobra, y todos tienen potencial para el máximo Cosmos, cosa que espero ver, porque hemos visto ese desarrollo. Muy entusiasmado por lo que se viene, muy, muy entusiasmado... ¿¡Y QUÉ HACE ASTERION AQUÍ!?
 
—Con tal de quejarse, es capaz de llamarse a sí mismo inútil —susurró Emil.
Emil, te amo.
 
—Pues sé un mediano —sugirió Kiki—. No quiero restar mérito a mis amigos, ni mucho menos, pero el camino hacia el Séptimo Sentido no está hecho de rosas.
—¿No? —intervino el santo de Andrómeda.
Gracias por hacer que Shun me hiciera reír, Rex.
 
 
Capítulo 106:
La discusión filosófica entre Akasha y Gestahl, 10 de 10. Como dos profesores universitarios hablando de la Academia mientras los alumnos se preguntan a qué hora salen a almorzar. El alumno aquí es Asterion.
Akasha sabe que Gestahl no va a parar, y sabe que, debido a la alianza, el Santuario es cómplice de todos los crímenes locales e internacionales que realiza Hybris, pero Gestahl también sabe que Akasha lo necesita, porque alguien tiene que deshacerse de los malos a la manera bruta. ¿De qué lado estoy? Siempre he tendido más a la idea de buscar siempre una alternativa, por más difícil sea encontrarla e inocente el pensarlo, pero tampoco diría que estoy 100% de acuerdo con la Tejedora de Planes. El Santuario ha pasado demasiado tiempo de flojera, y eso puede llevar a la guerra mundial de la que Akasha se queja. Por otro lado, la maldad y corrupción tampoco se pueden evitar, por más anarquismo que se ejecute.
Y están hablando de Chilito, eso se aprecia, aunque se cargaron a nuestro presidente xD
PD. Clásico. Gemelos con ojos y cabellos de distinto color. Las reglas del anime. Pero me fascina al fin ver a los dos cuervos juntos, primera vez en más de 100 capítulos, uno que me encanta... y Hugin. Da para mucho desarrollo.
 
Edición de Felipe del presente.
No pude evitarlo.
 
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"Lisan Akasha!"
 
Gestahl lol
 
 
Capítulo 107:
Me gusta mucho la descripción física de Titania como "un cuerpo que no ha tenido que ha pasado por los cambios que han pasado los cuerpos", es interesante, es distinto y único. No todos los Astra Planeta tienen que aparecerse en el Santuario encima de un mar amarillo de muertos malolientes...
Creo que es un poco pronto para que la jefa encuentre similitudes entre ella y Titania, con quien solo ha cruzado un par de palabras, pero para el lector, esas similitudes sí aparecen. Me gusta Titania, a pesar de ser "otra hija" (broma), porque es un personaje en quien se evidencia su dualidad, su trabajo complicado. Se supone que sirve a Atenea (pero no es amiga de los Santos), y también a los Astra Planeta, actuales enemigos de la diosa de ojos grises, por lo que está en una situación compleja y trata de buscar genuinamente el diálogo mientras Asterion sigue sin hacer absolutamente nada. Pero Akasha se muestra terca, como siempre, y la otra, que controla el espacio, no tiene más opción que moverlo todo, hacer lo que Caronte quiso desde el principio con toda facilidad, enfadarse / decepcionarse un poco, y ahora no hay Santuario.
 
(No entendí bien si se suponía que supiera quien era el ángel -¿Atenea? ¿La propia Niké?-, ni tampoco por qué Akasha piensa particularmente en Shizuma durante el ataque de Titania, cuando Piscis "aparece" vivita y coleando después, sin problemas).
 
 
Capítulo 108:
Empiezo el review del capítulo 108 siendo sincero. No se si fue taaaaaan necesario tratar de dar una explicación a todo el background y arco de Asterion en el clásico, en un párrafo... pero se aprecia, incluso si parece que su rol narrativo desde el momento en que entró al Santuario fue simplemente sacar a Akasha de allí para que no lo hiciera Gestahl. No tengo cara para quejarme cuando yo también lo dejé vivo y lo hice comandante de los Santos de Plata durante el arco de Poseidón. Pero es un personaje tan... tan, "meh", que realmente no se para dónde puede ir. Quedo a la expectativa si nos termina ayudando a descifrar qué diablos son las Alas del Rey.
Bueno, de alguna manera, Kiki y Azrael se quedan, reemplazados por Akasha, y la tripulación cambia, y puede seguir cambiando, porque no se sabe cuándo puede atacar Titania de nuevo, o cuando puede Shun decidir hacer algo de la nada. Me pregunto si, ya no Akasha, pero al menos June sabe realmente lo que pasa por la cabeza de ese hombre. Pero es una lástima. Realmente quería ver a Azrael y Makoto juntos.
La nueva tripulación se compone entonces de:
1. Akasha
2. Capricorn Adremmelech
3. Sagitta Emil, Musca Makoto, Crow Hugin
4. Chameleon June, Lionet Ban, Andromeda Shun
5. Black Crow Munin, Black Lion Soma, Black Eagle Hipólita
6. Orestes, Asterion
Aun es un grupo que me gusta mucho, da para muchas posibilidades.
 
Por cierto, el párrafo de Munin tiene un formato distinto que el resto. De hecho, en modo oscuro del fic, no se puede leer. El foro jod*endo, como siempre, así como Titania, que le da uno de los finales más espectaculares al capítulo, en lo breve y súbito, cuando solo para mostrar dominancia, retrocede el tiempo de Akasha como quien no quiere la cosa para que vuelva a explicar todo el tenso asunto. Espectacular.
 
—Ban ha golpeado a Hugin por ser Hugin 
Madre mía Ban, deja de ser tan épico en este fic, ¿cómo es posible que ame tanto al león inútil del clásico ahora?
 
 
Capítulo 109:
Buenas tardes, Rexo, empiezo el comentario del 109. Primera pregunta, solo porque soy olvidadizo y la historia es larga. ¿Me recordarías dónde fue que los de la división Andrómeda encontraron el legendario Argo Navis? De verdad no lo recuerdo.
Me confundió un poco al principio todo el asunto de que Akasha y Orestes estén estupefactos por algo que el propio Orestes provocó. La sorpresa fue que la recámara de Akasha luciera de pronto como el templo del Sacerdote en el Santuario, ¿no?
De todos modos, la discusión posterior está buenísima. Necesitaba saber más del Hijo, y si bien aún no sabemos todo, nos enteramos de bastante. Fue borrado de la historia antes de nacer. Nació en otro lado porque el multiverso existe, y allí formó a 88 tipos tan o más poderosos que los de Oro. En esa línea de tiempo creó un mundo, pero en lugar de contentarse con eso, decidió jod*r en los otros porque Zeus no andaba mirando. Pero eso lo hizo porque los AP fueron a jo*erlo a él y su gente durante la guerra del hijo de la que tanto hablan todos. Los 88 (muchos, sí, Shun... pero esto siempre ha estado desbalanceado, desde el momento que Hades tuvo 108 y su hermano menor 7), vienen del pasado, pasado distante, futuros cercanos y lejanos, y se unieron a la causa del Hijo, y en el caso de Orestes, olvidó la existencia de Ifigenia, le perdonaron el crimen, y lo entrenaron junto a Asterion. Loco, el multiverso siempre lo es, pero aquí se ve como info más que accesible.
 
Y el tipo sigue, porque este es el capítulo más revelador ever, y nos enteramos algo más sobre los AP. Sus armaduras son en realidad sus coronas, y quizás se deja entrever una forma de derrotarlos (obligarlos a usar sus albas, exponiendo sus almas, y destruyéndolos, tal vez? O quizás llevándolos a un reino distinto, porque todo villano, hasta el más poderoso, en especial cuando es demasiado, debe tener un debuff a flote)
 
 
Capítulo 110:
¡Hey, Makoto ganó algo! ¡Y fue otra vez contra las sombras, qué... bien!
Desde luego, eso no es el hito más importante del capítulo, sino el viaje al corazón del pasado de Munin e Hipólita, que son testigos del evento del que Caronte y muchos otros vienen hablando hace tiempo. Al fin vemos qué pasó realmente, y ocurre sin que uno ni se espere que ocurra, ni que sean precisamente esos dos (y el eidolon) quienes lo atestigüen, al menos al principio, pues luego nos revelamos que en verdad Orestes está proyectando una película para Akasha y Shun.
Caronte se está enfrentando, miles de años atrás (o adelante... o de lado, imposible saberlo cuando el tiempo ni siquiera funciona en el mundo del Hijo), a Orestes, Asterión, Ionia, ¡Orphée!; mientras una mujer y... ¿los tres de la tercera película?, se quedan más atrás. Caronte se coloca su alba, y aunque la escena es difícil de imaginar, porque es el fin de todo, mi cabeza la mostró como una tele antigua que se apaga de súbito.
 
 
Munin logró contar sesenta mil haces
Siempre, siempre me van a dar risa estos momentos tan saintseiyescos donde los personajes se toman el tiempo para contar golpes a la velocidad de la luz jaja
 
—Ha sido un espectáculo regular —comentó Hipólita, dando un par de aplausos secos—.
Momento... ¿¡cómo aplaudió!?

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