Tantos errores, no puedo evitarlo. Solo agradecer el apoyo ahí, las constantes lecturas, las críticas, lo agradezco de verdad :)
Lo del Cocytos fue algo que me agradó hacer, porque simplemente lo hace todo más peligroso. Es un mundo de hielo en la parte más baja del infierno. Estar allí te deja congelado, así que ¿qué mejor que darles un handicap a los Santos con algo que hacen constantemente? Deben encender su Cosmos, pero si se agotan, hasta ahí llegaron.
A Kanon necesité bajarlo. Ya había tenido unas cuantas dificultades antes con Mantícora, y un poco con Lune, pero dado que ni siquiera los Géminis tienen predominancia aquí, e intento en lo posible que mis personajes secundarios no tengan un plot armor tan obvio, se me ocurrió sacarlo de combate aquí, ante los Tres Demonios, que sí, son Youma dividido en tres xD
Y hablando de Géminis con plot armor, Earheart de Vampiro es del Gaiden de Aspros. Horrible capítulo, horribles personajes, pero el uso de la sangre como arma necesitaba rescatarlo jaja
Lo de Aiacos, Radamanthys y Minos fue una aberración. O sea, al menos Radamanthys tuvo su momento DESPUÉS de la barrera, no mucho, y contra un rival que ni siquiera conocía, pero algo es algo. Aiacos, supongo que tuvo una pelea decente como para no terminar la palabra aberración. Digamos, aberrac. Pero Minos lo tuvo completo. Qué desperdicio de personaje. Por eso acá metí a Radamanthys y Aiacos (y a sus hombres y mujeres de élite respectivos) un volumen antes, desarrollándolos, dándoles cámara y capítulos, y con sus rivalidades de inicio. Y sobre Minos... bueno, él está tardando, pero es el rival final, y tengo planes con él que estoy seguro que durarán más que lo que Kurumada tardó en deshacerse de él, al menos.
Gracias por pasar, compañero, de verdad.
SEIYA VII
Cocytos, Octava Prisión. Inframundo.
“Maldita sea… No puedo más… No puedo mantener mi Cosmos encendido… Pero no quiero morir aquí, ¡maldición!”
Seiya no supo cuántas veces se repitió el mismo mantra mientras se arrastraba en bajada por la superficie congelada de Cocytos, dejando atrás a Orphée, de quien había adivinado su última misión. Seiya escuchó el sonido de su melodía final, y no tuvo fuerzas para devolverse y ayudarlo. O, quizás, no quiso hacerlo. Debía respetar su deseo, el de al fin reunirse con su amada. ¿Eso lo hacía mala persona? ¿Mal hombre? ¿Mal Santo? Quizás habría tenido la misma motivación si él se hubiera visto en esa situación, de volver a ver a la mujer que amaba.
Y quería verla.
Escuchó después el rumor de Caina crujiendo, y luego la gran explosión. El aura del Santo de Lira se apagó, y su voluntad se unió a Seiya solo lo suficiente para lograr salir del área y bajar por Cocytos lo más posible, pero ya no se sentía capaz. Cada paso era una tortura. Incluso si Valentine y Sylphid estaban ahora muertos, el sacrificio de Orphée no valía de nada si Seiya no era capaz siquiera de cumplir su misión. Había sido torturado, y eso había abierto todas sus heridas anteriores. No tenía fuerzas, había perdido demasiada sangre. Jamás se había rendido, su resistencia ya era tan famosa que sus amigos hasta se burlaban de él, llamándolo cucaracha… pero, tal vez por primera vez, sinceramente no tenía energías para avanzar. Intentó con el viejo truco de contar. Uno, dos, uno, dos. Para llegar a dos solo tenía que dar el paso uno por la nieve. Para volver al paso uno, tenía que concluir el paso dos. Y repetir. Sin pensar, solo repetir, seguir caminando.
Tras un rato, sus energías no estaban puestas en dar otro paso, sino en quedarse de pie. El esfuerzo máximo de ahora era levantar su muslo lo suficiente como para que la pisada posterior valiera la pena. Uno, dos, uno… cero.
Finalmente, un torrente de nieve lo azotó fuertemente al suelo. De espaldas sobre el hielo, golpeado por los látigos fríos del Cocytos, y rodeado por almas enterradas hasta el cuello, Seiya se dio cuenta de que no podía mover ni los brazos ni las piernas. Estaba agarrotado de cansancio, paralizado por el intenso frío, herido hasta el límite. Solo su Cosmos seguía encendido lo suficiente como para no morir congelado, pero se preguntó si valía la pena.
Su cuerpo empezó a cubrirse de nieve. El hielo subió por sus extremidades, que se pusieron lentas y pesadas. Su Cosmos ardía como una leve llama danzante, apenas capaz de sobrevivir. Sus ojos estaban agotadísimos, se cerrarían pronto… Quizás entonces se quedaría dormido. ¿Cómo sería eso? ¿Iba a morir al fin? ¿Congelado? Tal vez morir de esa manera no sería tan malo. Decían que era como quedarse dormido. Pero… Orphée había dado su vida para que él siguiera adelante. Le estaba faltando el respeto pensando así.
—Lo siento, Orphée… Realmente no puedo dar más pasos. Estoy agotado. El frío me está matando. —Pensó en las circunstancias de su posible tumba, y todo lo que había a su alrededor, mientras sus párpados se cerraban—. Quizás ya esté tu alma aquí, creo que Cocytos es para los hombres como tú y yo. Los Santos que se rebelaron contra los dioses. Si estás aquí, entonces me uniré a ti. Perdóname, Orphée.
No estaba hablando en voz alta, pero pensó que sí. Sus labios estaban azules, inmóviles. Su piel también había perdido color. Solo había pensado, pues su mente era lo único que seguía vivo. Tenía muchísimas ganas de dejar de esforzarse.
“Saori…”
Solo mantuvo los ojos abiertos porque vio algo que le llamó la atención en medio del blanco mundo adelante. Algo color dorado. Un brillo tenue, pero indistinguible, cual moneda de oro. Le pareció algo muy curioso, y quiso saber qué era. Si iba a morir, qué más daba saciar su curiosidad infantil. Se arrastró a duras penas por el hielo, subiendo una colina fría mientras sus fuerzas lo abandonaban, pero realmente tenía ganas de ver, y tal vez tocar esa cosa dorada. ¿Estaba delirando? Pensarlo fue lo único que le hizo saber que estaba a punto de hacerlo.
Pero, entonces…
—A-Aiolia… —Esta vez, Seiya sí movió los labios. Su mandíbula cayó al suelo de la sorpresa, el horror, el miedo, la tristeza.
La cabeza de Aiolia estaba allí. Podía verla perfectamente. Su cuerpo, con todo y el Manto de Oro, estaba enterrado en el hielo. Su cabello castaño era golpeado por el viento, y el cuello de Leo estaba cubierto de escarcha. No parecía respirar. Radamanthys lo había arrojado allí.
Miró más allá de Aiolia. Como lo esperaba, Muu y Milo estaban allí también. La piel de ambos estaba pálida, y sus ojos no reaccionaban a nada. Seiya se acercó al Santo de Leo, y sintió que sus lágrimas se congelaron antes de caer. Fue uno de sus mejores amigos y también su mentor. Una de sus inspiraciones para continuar su entrenamiento de Santo. Su sangre dorada estaba entremezclada con el oricalco de Pegasus.
—Aiolia, n-no deberías es-estar a-aquí… N-nadie debería…
A su alrededor había más de ellos. Decenas. Cientos. Mucho más que eso. Todos los Santos que, por el pecado de rebelarse contra los dioses, de querer defender a los seres humanos a pesar de todos sus errores, solo porque merecían hacer lo que quisieran, habían sido castigados por la Providencia. Eran débiles, inseguros, torpes, pero en ellos había miles de emociones, lo que, en la opinión de Seiya, les hacía merecedores de vivir como quisieran, sin temor a ser dañados o destruidos por una divinidad iracunda.
Aiolia, en particular, era alguien lleno de emociones. Podía verlo allí, entrenando en las montañas, lidiando en su corazón con la traición de su hermano mayor, pero también aspirando a ser como él, o incluso mejor. Podía ver sus pequeñas manos sangrando tras tres horas destruyendo pequeñas piedras con la electricidad que salía de sus poros. Amor fraterno; odio y recelo. Todo se unía en el infinito deseo de justicia que poseía, que se hacía evidente en los rayos que podían iluminar incluso aquel día ya brillante bajo el sol incandescente. Podía ver…
¿Podía ver?
Abrió los ojos. Los había cerrado, dándole la bienvenida a la muerte, pero su aura seguía encendida, negándose a dejarle morir. Pero estaba cansado, ya se había rendido un rato antes, mientras acariciaba el rostro frío de Aiolia… ¿Cómo era que seguía vivo?
Sintió un choque eléctrico. No fue doloroso. Le dio vida a sus piernas y a sus brazos, al menos por un tiempo. Y el tiempo siguió su extraño curso.
Como pudo, se arrastró. Parte de él sentía que debía volver, pero una corriente extraña le impulsaba a avanzar. Una luz dorada como la que emitían sus Mantos de Oro, pero estaba delante de él. Debía seguir.
De pronto, tocó piedra, en lugar de nieve. Seiya miró con dificultades hacia arriba. La piedra se extendía en vertical, y también en horizontal. ¿Un edificio?, pensó. Se puso de pie. Debía entrar en calor de alguna manera, y solo entonces podría pensar en dónde se encontraba y qué hora era, cosas así. En el Inframundo era imposible saber cuánto tiempo transcurría y en qué dirección se encontraban las cosas. Ya tendría tiempo para resolver esas dudas. Tal vez. Necesitaba descansar.
La luz lo hizo levantarse. Un par de Esqueletos se encontró en su camino. Recibió varios golpes de ellos con sus guadañas, y luego los venció con sus puños. Entró por algo que parecía una puerta. El viento dejó de azotarlo. Dejó tras de sí una ruta de sangre.
Antenora, Octava Prisión. Inframundo.
Sí, definitivamente se trataba del segundo templo en Cocytos. Antenora. Al menos eso lo había hecho bien. Dado que aún se encontraba sobre el río de hielo, podía adivinar que se había arrastrado más abajo, en dirección hacia Judecca.
Estaba cubierto de nieve. Se la quitó con las últimas fuerzas que le quedaban, y se sentó contra un muro, viendo cómo el viento creaba tornados de hielo y nieve más allá de la puerta de mortemita. Era mejor eso que mirar el resto del edificio, repleto de estatuas horrorosas, cuadros con escenas terribles, herramientas extrañas, sangre seca en el piso. Si no se equivocaba, el dueño era Aiacos de Garuda, pero claramente no se hallaba allí, así como ninguno de sus Espectros. Estaba solo.
Le dolía el centro del pecho. Trató de llevarse la mano allí, pero le cayó casi muerta a un lado. Su visión empezó a nublarse. Una luz dorada como la de antes, que tal vez le había guiado, resurgió, pero no sabía a dónde tenía que ir, o si incluso podía llegar. Le dolía mucho el pecho. ¿Qué le habían hecho esos desgraciados de Valentine y Sylphid?
De hecho, ¿no era allí dónde tenía que llegar? ¿Al templo Antenora, convertido en una suerte de bomba? Pero estaba tan cansado que no recordó el nombre hasta que entró. ¿A eso se limitaba su destino? ¿Iba a estallar allí como arma de Caina en su guerra interna con Antenora? ¿Un arma de Radamanthys para eliminar a Aiacos?
El pesar se hizo mayor, pero ya no tenía ni siquiera fuerzas para quejarse. Era peor que cuando Pharaoh trató de quitarles el corazón a él y a Shaina. ¿Dónde se encontraría ella? No la veía hace tiempo. Esperaba que se encontrara bien. También Shiryu, Hyoga… ¿Y Shun? Shun era Hades, recordó.
Nada tenía sentido.
Un búho se posó en su brazo. Su brazo brillaba como el oro, como la armadura de Aiolia. El búho brillaba de azul, como la armadura de Pegaso. ¿Qué hacía un búho ahí? El búho apuntó con su pico a su pecho dolorido, y empezó a golpearlo suavemente. Tonto pájaro, pensó. No vas a evitar que estalle en pedazos aquí.
Sylphid había hecho algo para que Seiya llegara, de una u otra manera, a Antenora. Si no era eso, entonces era el tipo con menos suerte del mundo. Sintió que algo le saldría del pecho. Su visión se nubló hasta que se convirtió en nubes, y luego las nubes le dieron paso a la eterna noche.
Sintió que todo se acabó. Una luz al final del túnel le alcanzó. No. Se equivocó. No era una simple luz. Parecía una criatura luminosa de color dorado, pero con alas azules. Se preguntó fugazmente desde cuándo los caballos tenían alas.
No puedes morir aquí. Aún no es el momento.
La luz le despertó. No había ni una sola nube ante sus ojos, ni tampoco un ave en su brazo. Tan solo el viento y la nieve y el frío más allá del portón de Antenora. A un lado se encontraba la Armadura de Pegaso, ensamblada en su forma de caballo, caminando hacia atrás, como si huyera de él. ¿Le temía a la explosión? ¿Acaso ya había estallado?
—¿Qué estás haciendo…? Ven…
Estiró el brazo. El que pensó que se le había muerto. No iba a morir en un edificio abandonado como un don nadie. No iba a perder la vida por el truco ni el experimento de ningún idiota. Era un Santo. Aún no era el momento, el búho tenía razón, aunque fuera el fruto de su imaginación.
Miró hacia su camiseta. Había una mancha negra en el centro de su pecho. Se miró por debajo de la tela, y obviamente encontró la sombra en su piel. ¿De eso huía su Manto de Bronce? Qué boba era, igual que él.
—Ven, Pegasus… No me tengas miedo. Jamás… jamás podría hacerte daño.
El animal bajó la cabeza. Dio un paso hacia adelante. Una luz dorada surgió de él, como si aceptara sus palabras. Seiya se puso dificultosamente de rodillas y extendió el brazo aún más.
Pegasus se separó en piezas. Seiya comenzó a brillar. ¿Era esa la luz que lo había guiado hasta Antenora?
—¿Un Santo de Oro? —dijo alguien a sus espaldas, en medio de furiosas ventiscas de hielo—. No. Es de Bronce. Pegaso.
Seiya reconoció esa voz en seguida, aunque tenía pocas fuerzas para voltearse y confirmar lo que presentía. Valentine de Arpía estaba detrás de él. Había conseguido sobrevivir al ataque final de Orphée. ¡No era justo!
Lo había confundido con un Santo de Oro. Era obvio. Tardó un poco en entender lo que ocurría, pero cuando lo hizo, ya se estaba poniendo de pie. O, más bien, lo estaban levantando. Pegasus estaba jalando de él, listo para volver al campo de batalla, confiando en su compañero.
Las memorias de Aiolia, al interior de Pegasus, lo habían despertado y guiado. Además, habían tornado su armadura como el oro, y con fuerzas renovadas, era el propio Pegasus quien estaba moviendo las extremidades de Seiya. Considerando la sangre dorada, no era extraño decir que Aiolia también lo estaba ayudando, más allá de la muerte.
Pegasus, su compañero del alma, resplandeciendo como el sol, le ayudó a levantar la guardia, y Seiya miró a su oponente frente a frente. Su Surplice estaba maltratada, había varias piezas faltantes, y sus altas estaban completamente rotas. Pero Valentine tenía más que energías suficientes para perseguir a Seiya desde Caina.
—Brillas como un Santo de Oro, pero no eres tú quien se mueve, ¿me equivoco? Dicen que manejan el Séptimo Sentido, pero esto no lo es. Esto es solo la voluntad de tu Manto Sagrado.
—A d-diferencia de sus armaduras, las nuestras e-están vivas, t-tienen sus propios deseos y motivación. C-creo que Pegasus quiere que dejes de molestar…
—Pegasus no te salvará de este lugar. Estás en Antenora, el sitio donde tu corazón se resistirá a vivir después de lo que Sylphid te hizo. Pensaba que solo encontraría trozos de este malnacido edificio. La mortemita en tu interior debería liberarse pronto. ¿Por qué no lo ha hecho aún?
—Y-ya te lo d-dije… N-no me gusta p-perder… Esto es solo un edificio… Yo ya he cruzado b-bastantes…
—Aun así, llegar desde Caina hasta aquí es una gran proeza. Afuera está Cocytos, donde reina la Ley del Hielo, dominada por tres Espectros Celestiales. En el momento en que tu Cosmos deje de brillar, incluso el más tenue resplandor, tú y tu armadura morirán de inmediato. Nada ni nadie puede sobrevivir aquí, mientras la Ley del Hielo esté activa. Si es que no lo hace la mortemita antes.
—S-sigue soñando… a-ahora que estamos p-parloteando, t-tengo menos ganas de morirme, p-para poder c-callarte, ¿s-sabes…? Ja, ja.
—Avaricia: El Dulce Chocolate —dijo Valentine, y sus malnacidas arpías salieron de sus brazos, rodeando al congelado Seiya, comenzando a robar sus fuerzas—. ¿No te das cuenta? Ni siquiera necesito atacarte, mis arpías se tragarán la poca fuerza que te queda, y tu armadura no puede salvarte. Ofrece una protección, pero si no eres capaz de atacar tú mismo, entonces todo es inútil. Diría que te quedan tan solo unos segundos más…
—¿Nunca te cansas de parlotear? —Se permitió una sonrisa socarrona. Pero ¿qué más podía hacer en esas circunstancias? Todo lo que tenía era su personalidad—. No veo cómo te aguantaba el pobre Sylphid.
Valentine le agarró el cuello y lo levantó del piso de piedra. La armadura de Seiya seguía con la capa de color dorado, su Cosmos seguía encendido por obra de la sangre de Aiolia y de Pegasus, pero Seiya estaba inmóvil. Tal como al principio, no pudo levantar el brazo para apartar el del Espectro de Arpía. No pudo evitar ver sus ojos, fríos, agudos, pequeños… pero salvajes.
—Puedo hacerlo más rápidamente, mis Arpías no tienen que hacerlo. ¿Por qué te burlas buscando tanto la muerte, Pegaso?
—¿H-herí tus s-sentimientos? Je, je…
—No creas que porque Caina te marcó como una extrañeza vas a salir de esta. No eres inmortal, incluso si tu alma no fue limpiada o no bebiste del río Lethe para olvidar. Eres solo un Santo, nada más ni nada menos. Morirás aquí en Antenora. Morirás en el río Cocytos. Da igual. Tomaré el consejo de Sylphid. Te mataré, quiero que lo sepas, y luego mataré a Aiacos y su guardia con el señor Radamanthys, lástima que no estén aquí. ¡Solo Radamanthys y yo sobrevivimos, y solo él y yo somos necesarios!
Valentine levantó su brazo, que brilló con tonos rosas mientras las Arpías del Dulce Chocolate, que habían robado las fuerzas de Seiya, lo alimentaban con tiernos besos que repartían por todo el brazo.
—V-vaya que le tienes afecto, j-ja, ja… —Seiya cerró los ojos. Solo le quedaba un poco de humor. Valentine tenía razón. No valía la pena, carecía de fuerzas.
—Sí, como el que le tienes a Atenea. A ella también la mataré, estoy harto de todo esto. Mis Arpías disfrutarán de alimentarse de esa put-a diosa.
Seiya sintió que el calor inundó sus mejillas, lo cual fue la primera sensación de calor que había tenido en mucho tiempo. También ciñó el ceño y cerró los puños, lo que eran los primeros movimientos que lograba hacer conscientemente. La imagen de Saori apareció en su cabeza. No había pensado en ella, sino que en sí mismo. Saori estaba en el Inframundo, buscando terminar con las Guerras Santas con su sacrificio.
Antes de que Seiya pudiera reaccionar a los insultos de Valentine, el puño de éste bajó en dirección a su cuello, pero no encontró puerto. El canto de su mano se detuvo a centímetros de su piel. No porque se hubiera arrepentido, sino porque su mano no podía seguir moviéndose, como si se hubiera encontrado con una pared invisible, o alguien se la estuviera sujetando.
—Pero ¿qué demonios pasa? Pegaso… No, no eres tú… M-mi mano…
—No, no soy yo.
Podía sentirlo. Era una sensación nostálgica. Una presión invisible. Una fuerza que distraía sus sentidos. Telequinesis.
Eso no tenía sentido. Muu estaba muerto. También Aiolia y Milo, los abandonó quizás cuántos kilómetros atrás. Pero Seiya percibía ahora vibraciones en el aire. Era una sensación que provocaba miedo… como un temor inherente, pero el destinatario no era Seiya. La Restricción de Escorpio. Y… Aiolia lo había despertado con un choque eléctrico después de tocar su rostro. No tenía sentido.
¡A menos que Aiolia, Muu y Milo siguieran vivos!
—Los Santos de Oro. Este es el Cosmos que sentí en el castillo. Son los que están cerca de Caina. Pero no entiendo, el frío del Cocytos debió haber acabado con ellos desde hace mucho, el señor Radamanthys en persona los arrojó aquí… El señor Radamanthys no podría haberlo hecho sin asegurarse…
—C-creo que es lo contrario. —Seiya sentía que el brillo dorado de su armadura le estaba devolviendo el calor al cuerpo. Podía mover los dedos de las manos y los pies, no le era difícil hablar, y podía llevar su Cosmos a su puño—. T-tu jefe se confió, p-p-porque todos ustedes c-creen que somos… d-débiles…
“Pero ellos no”. Aiolia, Milo y Muu seguirían luchando hasta que la última gota de su Cosmos dejara de fluir, sin importar si se encontraban en un infierno de hielo. Así eran ellos. Así eran todos los Santos, los seres humanos, lo que los dioses no podían entender. Los Santos de Oro seguían aguantando, no esperando un rescate que parecía imposible, sino que brindando sus últimas fuerzas para aquellos que no había absorbido el hielo.
Seiya era uno de esos. No había muerto, pero no podía dejarse morir tampoco. Si perdía la vida, sería en combate, salvando o asistiendo a Saori. Ella también estaba dando todo en la lucha, y si ella llegaba a Judecca y él no, no podría jamás descansar en paz. ¿En qué estaba pensando cuando quiso rendirse a morir ante el hielo? ¡Era un chiquillo idiota a quien tres adultos congelados tuvieron que recordarle su deber!
Seiya le estampó un puñetazo a Valentine en el rostro aprovechando su distracción anterior, y pudo separarse de él. Esas eran sus últimas fuerzas. Era el todo o la nada. Si lo que tenía pensado hacer a continuación no funcionaba, entonces sería su fin, pero había salido de situaciones tan difícil anteriormente, que sabía que, aunque lo abandonaban sus fuerzas, la fe seguía revelando su presencia.
Se concentró en elevar su Cosmos y las Arpías que habían chupado su energía con sus tétricos besos. Las miró. Las observó detenidamente… y Seiya descubrió que, aunque habían sido conjuradas por Valentine, seguían activas e independientes mientras caía a la nieve el Espectro. Extendió un brazo, abrió los dedos de la mano derecha y se enfocó en su propio poder, en sus propias sensaciones, en el conocimiento de su propio cuerpo, su alma y su mente.
El Cosmos era una forma de energía universal que se movía de un lado a otro con el universo, a través de éste y por encima de éste. Así se lo había dicho Marin muchísimas veces. Aunque el Cosmos naciera de su interior, podía desplazarlo a través del cielo, podía captarlo en el espacio y rastrearlo a través del tiempo. Era una parte de él que, por cuenta propia, le pertenecía.
Sintió su brazo estremecerse, y vio a las Arpías desaparecer en el aire, a la vez que el Espectro se ponía de pie. Necesitaba aún más, pero por ahora era suficiente. Ahora se podía mantener de pie, y su brazo resplandecía como zafiros junto al brillo dorado de la Armadura de Bronce.
Sus piernas se afirmaron bien en el suelo. La adrenalina corría por su cuerpo, y sin saber cuánto duraría, se preparó como pudo, en la postura de combate que prefería. Tal como Aiolia en sus recuerdos, tenía que volver a lo básico. Así entraba en calor.
Trazó con los brazos las trece estrellas de la constelación del Pegaso que también le había dado un manotazo para recordarle que luchaban juntos, y lo harían hasta el final. Había olvidado algo evidente, una tontería, algo que Marin le había enseñado desde el principio, una cosa muy básica.
Si tienes los brazos entumecidos, muévelos para despertarlos. Si el frío y el viento te azotan, usa tu Cosmos como escudo. Si tu cuerpo no puede más del cansancio y tus ojos se cierran, entonces ábrelos e ignora el cansancio. Todo estaba en la cabeza. La pobre Marin se pasó semanas intentando hacerle entender eso.
Mientras el cuerpo, con el corazón, los pulmones y el cerebro siguieran haciendo su función, y no hubiera perdido las extremidades, entonces podía seguirlas usando. No había excusa para lo contrario. Había algo negro en su cuerpo, tratando de salir. Bien. Lo haría morirse de miedo, enterrándolo en lo profundo de su alma. Él mandaba sobre su voluntad, no un Espectro con fetiche masoquista. El cuerpo y el espíritu tenían que ir de la mano. Enfocarse en continuar, en correr, en saltar, en luchar.
“Lucha, cuerpo, ¡lucha!”, se gritó Seiya a sí mismo. Su cuerpo estaba respondiendo. Sus brazos se estaban moviendo más rápido, recordando los familiares movimientos en el cielo de Pegaso, con la mano izquierda de vez en cuando bajando a rescatar energías de la estrella más brillante: ¡Enif!
Sus Meteoros surcaron el cielo, pero, aunque Valentine se sorprendió del repentino movimiento, fue capaz de esquivarlos. Solo habían sido unos trescientos Meteoros, pero el dejar al Espectro estupefacto de que pudiera moverse había valido la pena.
—¿¡A qué diablos estás jugando!? —Valentine disparó una ráfaga de Cosmos muy potente. Había sido casual, no podía olvidarse de que era un enemigo poderoso, y Seiya no podía depender de que otros lo salvaran. Debía depender de sí mismo.
Encendió nuevamente la llama azul en su brazo derecho, y rápidamente la llevó a sus pies. Con un impulso que incluso a él le sorprendió, dio una pirueta en el aire y, tras caer al piso de Antenora, volvió a mover los brazos, trazando la constelación de Pegaso.
—Me cuesta admitirlo… p-pero esto no es un juego… Y-yo hago todo esto p-por Saori… Es la diosa de la guerra la q-que me ll-lleva a hacer m-milagros… —tartamudeó el Santo de Pegaso.
—Glorificas mucho a tu diosa, que para ser la diosa de la guerra teme mucho ir al campo de batalla.
—No me hables tú de glorificar…
—¿Hablas del señor Radamanthys? —Valentine abrió las alas y miró al cielo, a la vez que sus endiabladas Arpías salían como un ejército de su descanso—. Él va más allá de la glorificación, pues es real. Es nuestro líder en batalla. ¡Es quien marcó el destino!
“Saori también es real”, pensó Seiya, quien se enfocó nuevamente en las Arpías, las observó detenidamente, y de pronto, en su cabeza, dijo algo.
Seiya extendió el brazo lo que más pudo, imitando la mecánica de Avaricia: El Dulce Chocolate, y las Arpías comenzaron a agitarse. Algunas continuaron robándole energía de su cuerpo, pero apenas la sentía. Por el contrario, se sentía hasta más fuerte y vigoroso. Sí, ¡tenía que funcionar! Si no, ¡se acabaría todo!
Valentine había liberado todas sus Arpías con Dulce Chocolate, y había cruzado los brazos desesperadamente sobre su cabeza para disparar La Vida. Seiya ya sabía cómo era, tenía que esquivar en cierta manera, como le había mostrado Orphée después de salvarlo de la tortura de Valentine, y con eso sería suficiente. Debía enfocarse en sí mismo ahora.
Combatir. Luchar. No rendirse. Todo por Saori. ¡Luchar y combatir!
—Le llevaré tu cabeza a mi señor Radamanthys, con él y yo seremos suficientes. Avaricia: ¡La Vida!
—Le llevaré mi fuerza a Saori, correré y volaré junto con ella. ¡Meteoros!
Seiya estaba débil, pero la fuerza dorada en su cuerpo y en Pegasus le estaba dando más y más energías, ayudándole a despertar. A seguir combatiendo. Su brazo derecho se cargó con más energía, pero aún conservaba la anterior en sus piernas, para moverse por el campo de batalla.
—El señor Radamanthys no requiere de palabrería vacía. Solo necesita lealtad por toda la eternidad. —Valentine comenzó a disparar repentinamente a Avaricia: La Vida, así como sus ataques individuales en la mezcla.
Seiya los esquivó, pero siguió con el brazo extendido. Se hizo más consciente del creciente dolor en su pecho, de que algo oscuro se mezclaba con su espíritu. Lo hizo callar otra vez. Solo le quedaba aguantar y sobrevivir. Se movió un poco más rápido…
—A diferencia de ti, ¡yo elijo a quien ser leal! —Seiya se detuvo nuevamente, puso las piernas firmes en el suelo, trazó las trece estrellas, y disparó los Meteoros.
—¡Esto no es nada! ¡Ah!
Un puñetazo. A diferencia de la vez anterior en que había evitado todos los golpes, Valentine no pudo ver uno de ellos esta vez, y se clavó en su abdomen. Otro más le llegó al hombro, y pronto, diez más lo alcanzaron, aunque esquivó quinientos otros. Lo más probable era que se estuviera preguntando cómo se había vuelto tan rápido. Le sería difícil descubrirlo, pues no sabía lo bien que Marin lo había entrenado.
Siendo sincero, el mismo Seiya no lo había comprendido hasta ahora.
Sus Meteoros eran más rápidos gracias a las Arpías. Su Cosmos, aunque le quedara solo una pizca, le pertenecía y no podía ser robado por aquellas horribles mujeres con alas. Si se concentraba lo suficiente, iba a poder recuperar sus fuerzas robadas por las Arpías… Estaban hechas de Cosmos, podía manipularlas con las artes más básicas que le habían enseñado.
Por otro lado, había algo que Valentine no sabía. Seiya dejó algunas Arpías sueltas, regresando hacia Valentine, y captó su mecánica de robo de Cosmos. Lo que Valentine hacía era, ante todo, un arte marcial cósmico. Todos los Santos y guerreros debían ser capaces de hacer de todo si practicaban lo suficiente. Algo tan complejo como robar el Cosmos de otro podía tomar años, y Valentine era un experto desde tiempos imposibles de rememorar, a través de las reencarnaciones… pero Seiya estaba en una situación de un todo o nada. Si no lo lograba, moriría. Y si moría, no podría ayudar a Saori.
Con sus Meteoros conectó con las fuerzas cósmicas del Espectro Celestial de Arpía, e hizo que su Cosmos oscuro le diera un impulso a su Cosmos azul. No mucho se estaba uniendo realmente a Seiya, pero al menos estaba logrando arrebatárselo. Si a Valentine se le hubiera ocurrido reclamarlo de vuelta lo habría hecho con facilidad, pero simplemente no se le había ocurrido… y cuando ocurrió…
—P-Pegaso… n-no puede ser. No eres tú quien se está haciendo más fuerte, sino que yo me hago más débil. —Valentine desactivó las Arpías que se habían vuelto en su contra, y se quedó solo con Avaricia. La Vida…, pero ya era tarde.
—Orphée también te dio una paliza, no lo olvides. —Seiya se preparó una última vez. Trazó las trece estrellas, acumuló también el poder de la armadura dorada con sangre de Aiolia, lo reunió en su puño y apuntó al objetivo.
“Orphée, lamento lo que dije antes. Ahora sí estarás orgulloso. Descansa en paz”.
Y, sin saber cómo, por un momento casi efímero, Seiya sintió que ya no estaba de pie sobre el piso de Antenora. Podía ver las grandes y horrorosas estatuas a los ojos, no desde abajo. Valentine se estaba alejando. Algo lo estaba elevando.
Seiya golpeó la quijada de Valentine. Luego otra vez, en el mismo lugar. Después, cien veces más, en el mismo punto, mientras Valentine aún sentía los efectos del primer puñetazo. Seiya estaba repitiendo el mismo golpe en el mismo lugar, uno detrás de otro, como si sus Cometas se acumularan al ritmo explosivo de los latidos de su corazón. Cada golpe parecía acercarlo al límite de su corazón herido. Todo iba a estallar, pero no podía dejar de atacar. Era como si su Meteoro y su Cometa se hubieran mezclado para realizar una explosiva Supernova, y ¿quizás eso lo mantenía en el aire? ¿Cómo estaba volando?
Valentine fue a volar hacia la estatua más grotesca que encontró cuando terminó de recibir los golpes. Al mismo tiempo, la mancha oscura en el pecho de Seiya escapó de su cuerpo, salpicando Antenora como si fuera sangre negra. El Santo cayó al suelo y sintió que su corazón se detuvo. Gritó mientras las paredes del templo se convertían en muros de luz blanca, incandescente, cegadora. Sus golpes, su Nova había terminado de estallar.
Un búho se le acercó. Golpeó en su pecho tres veces y luego se posó en sus alas. Parecía que ahora tenía alas. ¿Desde cuándo los caballos tenían alas? Lo último que Seiya vio antes de cerrar los ojos y dejarse llevar por la falta de circulación en su sangre, fue una silueta femenina que también tenía alas.
Ella lo tomó en brazos.
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Río Cocytos, Octava Prisión. Inframundo. Tiempo después.
Estaba despierto, podía mover sus brazos y sus piernas, aún con dificultades, pero mucho más ágilmente que antes. Se encontraba sobre la nieve, que brillaba de azul gracias al Cosmos que salía de él.
A su lado, podía ver las ruinas de un edificio que había tenido grandes dimensiones poco antes, con un alto muro de piedra negra que había quedado en pie, mientras las otras murallas se habían convertido en escombros. Podía ver un objeto cilíndrico, gigantesco, que emitía breves flamas rojas desde una de las puntas, destrozado sobre la nieve. Parecía un cañón o algo similar. ¿Qué le había sucedido a Antenora?
Se tocó el pecho. No le dolía particularmente (aunque sí el resto del cuerpo, pero no dejaba de ser el clásico dolor muscular por el sobreesfuerzo). La mancha negra había desaparecido. No estaba ni sobre Pegasus ni sobre su piel. No había rastro. Era como si nunca hubiera estado allí en primer lugar.
Tenía energías para caminar, al menos. Miró en dirección hacia donde, por lo que recordaba, se hallaban los cuerpos de los Santos de Oro. Habían emitido algo de Cosmos, pudo sentirlo. Pero sus corazones no habían latido. El suyo sí lo hacía, al menos mientras se elevaba por sobre Valentine y golpeaba repetidamente su Cometa al ritmo de sus latidos mientras su cuerpo explotaba. Su Nova de Pegaso[1]. Miró hacia atrás.
No tenía alas, desde luego. ¿Por qué habría de tenerlas?
Miró hacia abajo. Hielo. Un río de hielo que tenía sepultados a los Santos de Oro que lo habían asistido. Se los debía, así como a las millones de almas de Santos que, antes de él, habían protegido a Atenea. Un río de hielo que existía desde la era mitológica, que no podría romper, sin importar cuánto lo intentase.
Claro que, también pensó lo mismo cuando se encontró con el primer Pilar en el fondo submarino, y aun así lo intentó. Y lo volvió a intentar. Y se habría arrojado con el cuerpo entero de no ser porque Kiki había llegado con el Manto Sagrado de Libra. Eso fue justamente lo que terminó haciendo con el Sustento Principal.
Convertiría su cuerpo en una estrella y destruiría los átomos del Cocytos. Era tan simple como eso. Todo estaba compuesto de átomos y todo podía demolerse. Era lo más básico que había aprendido.
—Los sacaré de aquí, aunque mi cuerpo se rompa. —Seiya enfocó su mente en su débil y cansado Cosmos, y lo distribuyó igualmente en todo su cuerpo, antes de llevarlo a su puño derecho, a pesar de lo agarrotado y dolorido que estaba de tanto usarlo, pero el dolor tendría que quedar de lado—. Destruiré Cocytos. Todos saldremos juntos de aquí. Aiolia, Milo, Muu, sé que están vivos… Esperen.
El frío a su alrededor se apartó como si hubiera tenido un ataque de terror. El aire y el viento cambiaron de dirección, y por primera vez en lo que parecían ser meses, Seiya sintió una ola de calor proviniendo desde la izquierda, con cada vez más fuerza. Las olas de calor eran intensas, naturales, no provenían del Cosmos de una persona, sino que del más poderoso fuego.
Seiya divisó, a lo lejos, un cuarteto de Espectros que corrían a gran velocidad hacia él. Pero no tenían su atención puesta en Seiya, sino que parecían estar huyendo de algo. Más allá, el cielo oscuro tomaba un tono brillante, anaranjado. En medio del viento frío y todo el blanco eterno, Seiya pudo notar un punto brillante que flotaba, acercándose a toda velocidad, acarreando algo rojo bajo él.
Algo se acercaba, y no sabía si se trataba de amigo o enemigo. Le preguntó a su fiel compañero, a Pegasus, si le quedaban energías después de cargarlo desde la Caina hasta la Antenora, y su armadura respondió débil, pero asertivamente. Su voluntad era indomable. Tendría que seguir luchando.
[1] Pegasus Shinsei, en japonés.
Ah. Anuncio para quien le interese. El volumen 3 (Sueño de Azules) está practicamente listo en cuanto a edición de texto se refiere. Tdo mejorado, arreglado y actualizado. Pero solo necesito editar algunas imágenes, y eso es lo que ha provocado la tardanza desde que lo anuncié por primera vez. Hay algunas imágenes que no he podido escanear por falta de, bueno, un escáner. No son los mejores dibujos, pero de todos modos quiero agregarlos. Esquemas de armaduras, escenas, ese tipo de cosas, igual que en los dos primeros volúmenes.
Eso sería. Espero les guste el capítulo, uno de mis favoritos, en lo personal. Saludos.