Siento la enorme demora. Volvemos a retomar el ritmo de publicación habitual, los días 4 de cada mes. Es cierto que hoy no es día *4, pero no quería postponer esto más. Disculpadme, pero he tenido algún problema con un amigo, que tuvo un accidente, como os comenté. Además, mi motivación ha estado por los suelos.
Sin más, aquí dejo la segunda y última parte del capítulo 11. Gracias por vuestra paciencia.
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RESUMEN DEL CAPÍTULO 11 (PARTE 1)
PERSONAJES RELEVANTES
- Astrea: recién nombrada santo de Virgo.
- Therón: santo de plata de Perseo. Mula de carga de Astrea.
- Baltsarós: caballero desertor de Leo.
- Kishut: el Patriarca del Santuario.
- Ístvan: Anterior santo dorado de Escorpio.
- Evander: Anterior santo de plata de Águila y primer maestro de Astrea.
- Ánfora y Ave: las dos horas enviadas por Diké para sentenciar a los santos de Virgo y Leo con el Juicio de las Horas.
(Capítulo 11: Parte 2 de 2)
* * *
El Juicio de las Horas. Al final lo recibió… ¿Qué sucedería ahora que había perdido conciencia de sí y se encontraba en mitad de un mar de oscuridad? ¿De verdad sería purificada? De alguna forma, lo dudaba.
—¿Dónde estoy? —Al hablar, su voz retumbaba en las paredes invisibles de aquel lugar. Cuando quedaba en silencio, podía escuchar un latido incesante y una corriente que se movía como a saltos y se detenía antes del siguiente latido. Era una danza repetitiva, parecida al repiqueteo de la lluvia—. ¿Estoy muerta?
—¿Por qué deberías estar muerta? —Aquella voz empezaba a serle familiar a Astrea. ¿Sería el hombre de aspecto enfermizo, su predecesor, Iarcas? Las palabras se disolvían entre ecos acallados por los latidos del lugar.
—¿Iarcas? ¿Eres tú?
—Iarcas está muerto. Yo solo soy tu deseo de saber la verdad, encarnado. ¿Quieres saber por qué has perdido el control? —preguntó. La chica asintió con la cabeza, pero no le llegaba respuesta alguna. Se forzó a decir sí con solemnidad.
—Porque lo sabes todo. Astrea no está tan loca como parece. ¿Quién perdería el control tan solo porque quisieran usarlo como peón? Hay gente que incluso lo prefiere, ¿no te has dado cuenta?
—¿Que lo sé todo? ¿A qué te refieres? ¡Claro que no quiero ser un peón! ¡No he luchado toda mi vida para ser sacrificada!
—Tu corta vida —acotó la voz—. Y sí. Tu propio maestro Evander era uno de aquellos que prefieren ser meros peones. Su deseo era tan patético como la vida que llevó… Merecía morir así, a manos de su propia discípula.
—¡Pero yo le quería! —se defendió la joven.
—Y esa es la razón de tu furia, Astrea. Porque tú lo sabes todo; sabes que Baltsarós de Leo y Therón de Perseo fueron la ruina de tu querido Evander. Ahora, cállate —tras unos instantes de quietud, la voz volvió a resonar en el vacío—. Cállate y viaja conmigo al pasado. Acepta el abrazo de este Juicio que te he otorgado, hija de los hombres…
—¿Hija de los hombres? —Pero no pudo seguir pensando. Sus palabras se diluían entre vaivenes de viento; un oleaje que la relajaba, pero a la vez aceleraba el ritmo de su corazón. Entonces la oscuridad se abrió como un telón de negro terciopelo revelando tras de sí un Santuario pequeñísimo bajo su silueta. Fue cayendo a tierra despacio, como si se tratase de una hoja de papel soplada por el viento.
Recordaba aquella plaza. ¿Había tanta nieve entonces? Estuvo allí sentada con Stavros mientras esperaba a su maestro, que se retrasaba. Cuando este llegó, lo hizo herido y desfalleció ante sus infantiles ojos, preocupados. Stavros corrió hacia la biblioteca y apareció junto al león dorado. No llevaba armadura. No tenía forma de haberle reconocido cuando era niña, entre otras cosas porque ni siquiera le conocía, pero ahora estaba segurísima: el hombre que se llevó a su maestro a la Fuente de Atenea[1] fue el mismo Baltsarós al que acababa de conocer.
De pronto, Astrea se encontró en el interior de la Fuente de Atenea, el oscuro y silencioso templo en cuya habitación central, apenas alumbrada por un par de antorchas, brotaba de una ornamentada escultura con forma de ánfora un líquido rojizo. Aquel líquido recorría, guiado por canales estrechos, todas y cada una de las estancias como si fuera un pequeño riachuelo travieso.
—Eso es ícor[2], pero tú no estás tan grave como para necesitar reposo aquí —dijo Baltsarós a Evander mientras le estudiaba con esmero—. La sangre divina cuyo cosmos inunda este lugar. ¿Sabías que el cosmos de Atenea surge de él? Es gracias a esta anomalía del Santuario que nuestras heridas sanan rápido al permanecer entre sus muros.
—Y si no necesito estar aquí, ¿por qué me has traído?
—¡Oh! ¿No puedes imaginarlo? —La Astrea espectadora se topó con la misma sonrisa retorcida en el rostro de Leo—. Pretendo salvar una vida. Pero la Fuente de Atenea está bastante vigilada, y venir aquí sin una herida resulta… sospechoso. Lo lamento, pero mi pequeño plan ha salido mejor de lo que esperaba.
—¿Plan? ¿Pretendes robar este… icor? —El herido santo de Águila retrocedió apretando su herida. No le gustaba aquello—. ¡Yo no puedo…!
—¡Cállate, maldita sea! ¡Quieras o no, ya me has ayudado!
—¿Y por qué me lo cuentas entonces? ¡Podrías haberlo tomado sin que yo lo supiera!
—Claro. Y si alguien se entera de que robaron ícor, preguntarían al único santo entre sus muros. Y tú explicarías alegremente que quien te acompañó a la Fuente fui yo, ¿correcto? —Leo siguió hablando—. Además, nos han visto a los dos entrar. Si te pongo al corriente de mis planes, serás cómplice. ¿Vas a enfrentarte a mí así, herido? —Lo tenía entre sus garras. No podría decir que no. Aunque Baltsarós no planeaba matar a nadie, eso no tenía por qué saberlo el ingenuo Águila.
—De acuerdo. Tómala. Yo no sé nada. ¿A qué esperas? —A Evander le costaba entender por qué el león no cogía simplemente lo que había venido a buscar.
—Esto que ves aquí tan solo es agua bendecida por el ícor de Atenea. El ícor, es decir, su sangre, se encuentra bajo esta fuente en una cámara sellada. Por suerte, tendremos ayuda. Un buen amigo tiene cierta autoridad en este lugar. ¿No te diste cuenta cuando le saludé? ¡Ah, no! Aún estabas medio inconsciente…
Tras hablar, un hombre alto con armadura de oro entró en la habitación iluminándola. Su aspecto severo intimidó a Águila, cuyo rostro palideció.
—He venido a interesarme por el caballero de Águila. O eso piensan los soldados a quienes ordené hacer guardia esta noche. ¡Qué ingenuos! —dijo el dorado. El yelmo, acabado en una especie de cola de escorpión, llamó la atención de Evander.
—Usted es…
—Ístvan de Escorpio. Es innegable supongo. Pero según el plan de mi buen amigo Balt, todo está controlado. Él solo necesitaba un pretexto para venir —explicó rascándose el mentón—. Pensó en que haría falta un mártir; alguien herido a quien traer. Herirte fue fácil, Águila. Lo complicado fue mantenerte consciente hasta que llegaste al encuentro de tu pequeña alumna. ¡Ah, y saber qué planes tenías y dónde estarías! Pero eso es otra historia… ¿Vamos a la cámara?
—Ístvan —interrumpió Leo, que dio un paso adelante y le abrazó—, no sabes lo que significa esto para mí. Muchas gracias, amigo.
Cuando los tres hombres descendieron por un angosto pasillo que llevaba a una escalera de caracol estrechísima, llegaron al rellano en que la puerta metálica aguardaba. Gracias a la armadura de Escorpio podían ver. ¡Qué hermoso era su resplandor! O eso parecía reflejar el rostro de Evander…
El santo de Leo empujó la puerta, que cedió fácilmente. El detalle dejó perplejo a Águila, quien se quejó:
—¿No se suponía que estaba sellada? —comentó señalando la puerta.
—¿Lo estaba? Lo dije antes para darle dramatismo —rio Baltsarós—. Ahora entenderás por qué no puede estarlo.
Ante la tríada, apareció una habitación pequeña en cuyo centro, un pequeño cántaro flotaba sobre una fuente de piedra. El cántaro, inclinado, giraba en sentido de las agujas del reloj vertiendo una gota de líquido de color extraño (entre rojo y azul) sobre el agua translúcida que brotaba bajo él. Cada vez que una de las gotitas chocaba con la superficie del agua, un resplandor amoratado palpitaba alumbrando los muros con más intensidad que la propia armadura de Ístvan.
—La gota de sangre nunca llega a mezclarse con el agua. En el momento del contacto, el agua queda marcada por el don de la vida de la sangre de Atenea. Y esta desaparece para volver al cántaro que hay sobre la fuente. Es pura magia de los dioses. —Baltsarós estaba visiblemente emocionado—. De aquí saca el agua de la vida el caballero de Copa, y gracias a él conocemos la historia. —Sin esperar más, sacó un pequeño vial cristalino de un bolsillo cosido por el interior de su camisa verdosa y lo acercó al cántaro, calculando el momento en que vertería otra gota. Cuando chocó con el fondo del frasco, no desapareció—. Pero es posible anular el hechizo poniendo otra superficie que no sea el agua bajo el cántaro. —Al momento, el león consideró que tenía ícor suficiente y retiró el vial, tapándolo con un corcho.
—Lo único que tienes que hacer —dijo Escorpio con su voz más autoritaria—, es permanecer aquí hasta mañana. Daré un aviso a los soldados para que te asignen a una de las sacerdotisas de Atenea. Recuerda: te atacó una sombra, y aunque tus heridas no son graves, te duelen. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —asintió Águila. De pronto, Astrea vio con los ojos de su maestro. Más allá de la cámara de la Fuente, una sombra le llamó la atención: ¡alguien les había visto! ¿Alguien?
—¡Alto en nombre de Atenea! —La voz era familiar tanto para Astrea, que observaba desde algún lugar remoto de otra dimensión, como para los presentes, que se giraron, impactados.
—¡porqueria! —La expresión de Baltsarós no pudo ser más explícita—. ¿Cómo no nos hemos dado cuenta?
—Es sencillo —respondió una segunda voz. Los dos desconocidos caminaron al interior de la estancia donde aguardaban los tres traidores—. No puedes engañar a alguien que te conoce, Baltsarós.
—Son Therón de Perseo y… ¡el Sumo Pontífice! ¡Kishut de Capricornio! —Ístvan se arrodilló. Baltsarós y Evander de Águila quedaron paralizados.
—Ocultar la presencia propia y la de un aliado es algo fácil para un santo dorado —explicó el Patriarca mientras caminaba hacia Leo—. Este hombre —añadió señalando con el pulgar a Therón, que estaba detrás de él—, ha sido mis ojos y mis oídos. Sabía que ibas a hacer una estupidez, Baltsarós. Y Perseo me advirtió tras escuchar una charla con tu princesa. Pero no imaginaba que de verdad fueras a ser tan estúpido como para robar el ícor. ¿Sabes que esto se paga con la vida? La de los tres. Evander de Águila, Baltsarós de Leo e Ístvan de Escorpio.
»Puedes retirarte, Therón de Perseo. Serás recompensado por esto.
«Serás recomendado por esto… Serás recompensado por esto… —Astrea escuchó varias veces aquella frase. Sus ojos se abrieron como platos. El corazón se le aceleró tanto que parecía que iba a reventarle. Eso que estaba viendo debía ser causa del don de Virgo del que le había hablado Iarcas al llegar a Melitón—. Serás recompensado por esto…»
—Como ordenéis, Su Santidad. —Perseo reverenció al líder del Santuario y clavó sus ojos en los de Leo para después escrutar los de Águila y Escorpio—. Vos sabréis qué hacer con estos traidores. —Sin más dilación, se retiró perdiéndose en la penumbra más allá de la cámara prohibida.
Estuvieron hablando un rato, pero Astrea no fue capaz de concentrarse en sus palabras. El Patriarca se marchó dejando al trío de hombres solo.
—Así que una forma de evitar la pena de muerte… —observó Escorpio tras la marcha de su líder—. No puedo. Me marcharé del Santuario antes de reunirnos con él.
—Nos ha citado mañana en sus aposentos. Además, si descubren que desertas —añadió Leo—, será aún peor que la pena de muerte… No tenemos más opción.
—No te confundas, Leo. Si he accedido a ayudarte a profanar el ícor de Atenea es por algo a cambio: queráis o no, me ayudaréis a escapar esta misma noche del Santuario. Iba a hacerlo aunque este plan fuese un éxito… ¿Un motivo? Lo sabes. No soy el legítimo caballero de Escorpio. Ese papel corresponde a Iskandar, como quedó claro cuando nació. Toda mi vida ha sido una mentira…
El silencio de Baltsarós resonó como una afirmativa. Evander tembló y pensó en su querida Astrea. Pero no tenía más remedio que callar. Therón de Perseo les había delatado y ahora tendrían que acarrear con las consecuencias.
Los gritos de angustia fueron transformándose en alaridos iracundos. El cosmos de Virgo tornó en un huracán de vientos opresivos que encogía el corazón de los presentes ráfaga tras ráfaga. La mirada de Baltsarós saltaba entre la figura de su compañera, que se retorcía entre espasmos, y la Hora Ánfora, quien había caído de rodillas al suelo y parecía agotada tras conjurar el juicio.
«Therón de Perseo. Baltsarós de Leo. Ellos fueron los culpables. ¡Solo ellos!»
—¿Qué ocurre? —preguntó Therón alzando la voz para que no se la llevara los incesantes aullidos de rabia de Astrea—. ¡Sabía que no se podía confiar en vosotras! ¡Malditas seáis! —Pero el gesto agotado que le devolvió Mesembria penetró su corazón y le hizo dudar; aquella mirada no era la de alguien victorioso. La Hora debía estar sufriendo.
El león dorado, por su parte, no comprendía nada de lo que sucedía. Empezó a sospechar que el Juicio era una trampa mortal tal y como había declarado Escorpio. Entonces recordó las palabras que había leído momentos atrás:
«Presiento que el Santuario será atacado, pero desconozco la naturaleza del enemigo. Iskandar de Escorpio se enfrentó a él, y según dijo, utilizó una técnica que desata el egoísmo y la maldad de su objetivo. Los efectos son irreversibles, afirma, pero sé que hay algo que omite; al fin y al cabo, él aparenta ser el de siempre.»
«¿Iskandar omitió algo? ¿Tiene que ver con las Horas? —El santo dorado se replegó junto a su camarada, Therón de Perseo, quien no dejaba de ver la escena con la mandíbula desencajada y los ojos desorbitados.»
El grito que exhaló Astrea penetró como un clavo oxidado en los tímpanos de los presentes. El tono chirriante de su voz, la carga de desesperación en ella, y cómo forcejeaba contra las cadenas de magma que la apresaban pusieron alerta al santo de Leo.
Therón de Perseo se adelantó y dirigió sus movimientos hacia la Hora Ánfora, que casi no podía sostenerse ni agachada.
—¡Explícate, mujer! —Pero no recibió respuesta. Mesembria parecía drenada no solo de su cosmos, sino de su propia vida. Su tez se había vuelto grisácea y el cabello lucía entre mechones apenas más oscuros que la nieve—. «¿Ha envejecido?» —Aquello no tenía sentido.
Las cadenas llameantes empezaron a agrietarse. La fuerza de los brazos de Astrea estaba siendo suficiente para aflojar el ardiente amarre. Incluso los anclajes del suelo empezaban a tener holgura.
—Baltsarós de Leo. Therón de Perseo. La ruina de un héroe. Os mataré… —La muchacha parecía hablar a través de una voz que no era suya, pues sus labios no se movían—. ¡Os mataré! —Pero el grito que finalmente articuló les hizo enmudecer.
Los ojos de Virgo lucían cargados de odio e ira. Un deje de locura en la expresión de la muchacha le quitaba toda dulzura que hubiera podido tener antes. La adolescente se estiró quebrando con la fuerza de su cosmos las cadenas de Leo, que cayeron al suelo evaporándose de igual manera que habían convertido en vapor la nieve momentos antes del juicio.
Eslabones partidos, llamas que se apagaban. El león dorado se vio amenazado ante la intensidad de la cólera que proyectaba el cosmos de Astrea. Y allí estaba ella, por fin libre de aquella vil técnica con la que había sido paralizada mientras sufría visiones del pasado.
—¡La justicia caerá sobre vosotros! —Hasta ese mismo momento, Baltsarós no había temido la velocidad de Astrea. Cuando la guerrera se colocó ante Therón y Ánfora en menos del lapso de un parpadeo, supo que el Juicio de las Horas era una farsa, y que ahora tendrían que derrotar a un demonio—. ¡Balanza del Juez!
Un mástil de oro bruñido brotó del suelo nevado, destrozándolo y alzándose hacia el cielo, imparable. Parecía un obelisco de luz cargado con todo el odio de Astrea. Los grabados de su enorme y delgada superficie, que debió incluso rasgar las nubes, tornaron en figurillas antropomorfas que rezumaban líquido negro. De su cima, nació una vara horizontal de igual tamaño, de cuyos extremos colgaron sendos platillos de plata de diámetro colosal. Era la representación de una balanza gigantesca, descomunal.
Uno de los platos cayó sobre el débil cuerpo de Ánfora, que fue aplastada con el mero impacto del metal. Bajo la superficie brillante de la plata, una masa rojiza con trozos de armadura se empezó a esparcir y a evaporar la nieve en derredor.
—La Balanza del Juez. Una técnica ofensiva y defensiva —declaró Astrea, que parecía poseída por algún espíritu iracundo—. Es la herencia que Marduk de Libra, mi segundo maestro, me enseñó para castigar a los pecadores. Vosotros fuisteis la ruina de Evander de Águila, mi primer maestro —explicó ladeando la cabeza, con una sonrisa tan llena de resentimiento como sus ojos—. ¡Moriréis aplastados!
La vara horizontal de la balanza basculó hasta casi ponerse en paralelo con el mástil. El segundo platillo estuvo a punto de caer sobre Therón de Perseo, que se salvó gracias a los reflejos de Leo. Ambos acabaron tirados en el suelo, entre los ventisqueros.
—¡Levanta! —ordenó Baltsarós. No pudo volver a hablar, pues ya tenía ante sí a la guerrera dorada, que le había lanzado una patada que a duras penas pudo parar con el antebrazo. El golpe fue duro. Notó cómo sus huesos apenas pudieron mantenerse de una pieza. Pero no pudo contraatacar. Otra patada, otra más, un puñetazo que luego venía seguido por otro.
La lluvia de golpes era incesante. Solo podía esquivar algunos de ellos; otros le alcanzaban exponiendo aún más su cuerpo. El último puño aprovechó que estaba agachado para golpearle la nuca con violencia. Astrea clavó su Espada del Juez en el suelo, en un intento frustrado por Therón de apuñalar el cuello de Leo.
—Te debo una, Therón —asintió el hombre. Gracias a la habilidad de Perseo de dar enormes saltos, contemplaban desde lejos, cayendo ya sobre uno de los techos de la urbe destruida, la figura de aquella Astrea furiosa.
—No puedo pelear así. No tengo armadura y ella es mucho más rápida y fuerte que antes. Además… —Virgo había acortado distancias a velocidad insólita. No habían tocado suelo los dos santos cuando esta ya estaba blandiendo su espada de cosmos, que les arrojó al vacío sin contemplación.
Del pecho de Baltsarós brotó una nube de sangre; había sido golpeado de lleno. Therón corrió más suerte, pues la coraza de su armadura de plata había mermado el impacto. A pesar de todo, esta quedó agrietada. Ambos cayeron en la nieve.
«Debes vengarme, Astrea.»
—Te vengaré, maestro —masculló para sí.
«Mátales a ambos. ¡Mátales a ambos!»
—¡Mátales a ambos! —La muchacha se llevó las manos a la cabeza y gritó como si un latigazo de dolor violase los parajes más ocultos de su mente.
Desde la distancia, Baltsarós de Leo lanzó una bomba de llamas contra la joven. El impacto evaporó toda la nieve y se llevó consigo las ruinas de los edificios circundantes generando un estruendo apabullante. Toda la ciudad fue iluminada por el mar de fuego que se desató tras el impacto, y una humareda densa creó una pantalla entre la joven y los dos caballeros.
No había tiempo que perder. Baltsarós corrió hacia donde Therón yacía tumbado, le agarró de la mano y lo forzó a levantarse, y corrieron rápido todo lo lejos que pudieron.
—¡Omite tu cosmos! ¡Si no lo haces, nos va a encontrar en nada!
Tras el estallido flamígero que causó el león, una calma inusitada pareció adueñarse del campo de batalla. Por donde corrían ahora los santos apenas quedaba una casa en pie. Debían estar acercándose al cráter de Melitón, donde seis años antes ocurrió la tragedia.
La pareja se detuvo al lado de un alto y ruinoso muro sobre el que Baltsarós se dejó caer. Tenía la mano en el pecho, pero la sangre le brotaba abundante.
—Está herido…
—¡Muy observador, Perseo! —gruñó el león, sonriendo. El ceño fruncido y el murmullo que acompañó sus palabras evidenció más de lo que le hubiera gustado—. Sí. Estoy aguitado. Estamos aguitados, ¿sabes? —En el horizonte, la Balanza del Juez se difuminó hasta desaparecer en una lluvia de plumas doradas—. El juicio era una farsa tal y como sospechaba Kishut.
—El Patriarca lo sabía todo, ¿no? —preguntó el santo de plata.
—Más o menos. Ese sobre lacrado que me disteis al llegar tenía otras órdenes para mí… Como a estas alturas debes saber, se me ordenó que, en caso de que apareciesen las Horas en Melitón, dejase que Astrea sufriera el juicio. —El sudor caía por el hosco rostro del león. Su respiración parecía entrecortada—. ¡Es tan fácil dar órdenes!
—Entonces lo de matarla iba en serio, ¿no? —Therón suspiró sin saber muy bien qué más decir. No le agradaba aquella orden que había dado el Patriarca, pero viendo cómo estaba transcurriendo todo, no le quedaba más remedio que unirse a Leo ya no para cumplirla, sino para poder sobrevivir. Ahora se trataba de sobrevivir, y no albergaba muchas esperanzas al ver cómo la joven había dañado su coraza con tanta facilidad.
—Alégrate, porque esto podría ser mucho peor… —apuntó el herido—. ¿Sabes lo que habría ocurrido si Astrea tuviese un par de años de experiencia? Con este aumento de cosmos y enloquecida, nos había triturado como a la Hora —explicó moviendo los dedos como si estuviese aplastando un tomate—. Por lo que he podido ver, aún no sabe controlar todo su poder… mucho menos emplearlo.
—¿Eso quiere decir que podemos…?
—No. Las cosas podrían ser mucho peor, pero ahora mismo lo tenemos todo en contra. Lo siento, Therón —el tono apesadumbrado de las palabras inquietó a su interlocutor—, pero no puedo utilizar mi armadura. En el estado en que está, no serviría ni para aguantar el ataque de un santo de bronce. Está muerta. Cuando fui a buscarla, no fue por la armadura, sino por lo que oculto en la caja…
—Entonces… ¿tendré que usar el Escudo de Medusa? —Perseo no quiso preguntar más.
—Es una opción, pero no me gustaría matarla ni petrificarla, la verdad… —A la vez que decía aquellas palabras, Leo alzó el rostro con nostalgia, recordando cuando hacía poco más de un lustro, Marte apareció sobre Melitón—. Esta ciudad fue destruida por mi culpa, Perseo. ¿Recuerdas el ícor que robé aquella vez?
—¿Cómo olvidarlo?
—Ojalá me hubieras detenido mucho antes. Ese ícor dio nacimiento a una aberración y me hizo perder a la persona que más amaba. Es una sensación horrible, créeme. No quiero volver a repetirla. No amo a Astrea. ¡Ni tan siquiera me gusta! —acotó recuperando parte de su humor ácido—. Pero al fin y al cabo, es injusto sacrificarla por el capricho del viejo. Es una orden, a todas luces, injusta.
—¿De verdad piensas eso? —inquirió el de plata—. Cuando te oí amenazarla, pensé que eras un bastardo que solo quería el perdón del Santuario.
—El perdón del Santuario me importa una porqueria, porque desde el principio nunca fui un desertor —reveló. La mirada de Therón tornó severa. Ya lo había oído antes, pero no se atrevió a replicar—. De hecho, siempre he sido un idiota sin remedio: robé el ícor para sanar a una mujer. Todos mis votos para nada. No tuve más remedio que aceptar la misión que me trajo a Melitón. Esa misión fue encubierta como mi deserción. Hay un motivo, créeme. Pero no es eso de lo que tenemos que hablar ahora.
Con esfuerzo, el león mellado se despegó de la pared y dio unos pasos. Apenas podía mantenerse en pie; se había agotado preparando aquella huida.
—La haremos entrar en razón.
—¿En razón? ¡Pero si no sé ni qué demonios le pasa! Es normal que le afecte lo que dijo, pero…
—Está loca, Therón. No, no me mires así, lo digo en serio… Le falla algo en la cabeza. Pero da igual, quiero salvarla… Cuando le demos la paliza de su vida… —no pudo evitar reírse al decirlo—, si es que podemos tocarla, no tendrá más remedio que entrar en razón.
—¿Cree que podremos?
«Ni en el mejor de nuestros sueños.»
—¡No te preocupes! Mi prometida era como ella. Estaba muy, muy mal de la cabeza. Pero hablando nos entendíamos… salvo cuando decidió que matarme y hacer desaparecer la ciudad era lo mejor. Therón —repuso—; no soy un asesino de inocentes.
»Siempre es más fácil matar que salvar, pero debe haber una forma de contener a Astrea y hacerle ver que está fuera de sí. Sin mi armadura, no puedo luchar cuerpo a cuerpo, pero sí que puedo acumular cosmos para noquearla de un golpe, sin matarla. Sabes lo que significa eso, ¿verdad?
—Que seré el primero en morir —afirmó con solemnidad Perseo.
—Es probable, pero tú eres un santo con mucha experiencia. Solo necesito que hagas tiempo. ¿Es reversible el hechizo de tu escudo?
—Solo con mi muerte.
—No voy a sacrificarte a ti por salvarla a ella. No lo uses. Si hemos de morir, lo haremos luchando para traer de vuelta a nuestra compañera.
—Así sea. Por Atenea. ¿Cuánto tiempo necesitarás?
—Todo el que puedas darme. Cuéntale un cuento o algo… Dile que su maestro era un perdedor. ¡Seguro que eso la tranquiliza! —Se echó a reír, tras lo que se quejó por la herida en el pecho—. Me está bien empleado. Ahora en serio, Therón, confío en ti.
Tras asentir, el santo de Perseo caminó en la oscuridad sin revelar su presencia. Quizá fuera su última misión, pero decidió afrontarla con valentía; con coraje. Los santos de Atenea eran heraldos de la justicia, y él no sería menos. ¡Traería a Astrea de vuelta del mundo de la locura!
Baltsarós quedó en soledad. No pudo más que suspirar y murmurar. Therón no sabía ni la mitad de lo que le ocurría a Astrea. De hecho, él mismo no acababa de entender qué demonios era aquello llamado Juicio de las Horas. De cualquier forma, su oponente no era ya Astrea de Virgo, sino la bestia que había nacido de ella.
Sin duda alguna, supo, una nueva guerra santa se aproximaba.
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[1] Lugar que hace las veces de hospital para los santos de Atenea. Las heridas sanan más rápido de lo normal en él.
[2] La forma correcta de escribir la palabra es sin tilde, pero para ser consecuente con cómo la he ido escribiendo hasta ahora, la mantendré. Asimismo, el color del ícor suele ser azul, pero me resultaba extraño que la sangre de Atenea tuviera ese tono, por lo que mantendré una mezcla entre rojo y azulado como se verá más adelante.
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Ea, esto es todo. Para la próxima entrega, el día 4 de junio, podría poner todo el capítulo 12 para compensar un poco esta pérdida de tiempo.
Un abrazo a todos y gracias por vuestra paciencia. Seguiré paseando por vuestros fics. Los comentarios siempre ayudan. :lol: