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Juicio Divino: La última Guerra Santa


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475 respuestas a este tema

#81 Patriarca 8

Patriarca 8

    Miembro de honor

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Publicado 28 enero 2020 - 15:36

Capítulo 11. Victoria y derrota

 

El poder del escudo de Medua es terrible

 

¿me pregunto que nombre le inventaría para una técnica nueva a un caballero o amazona que estuviera bajo los efectos del alcohol? XD

 

 

Ichi se volvio mas poderoso cuando murió que cuando estuvo vivo me recuerda cuando Regulus se fusiono con la naturaleza

 

 Shaina se salvo en el ultimo momento

 

ahora que lo pienso en esta batalla las habilidades de DM habrian sido muy utiles

 

¿Quien es Hipólita?

 

menos mal que el  santo de Oso logro vencer a su contrincante


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#82 -Felipe-

-Felipe-

    Bang

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Publicado 31 enero 2020 - 12:10

Sí, creo que me refería a que me faltaban líneas e intercambios entre medio, entre Nachi y Ban. Pero es más percepción mía que otra cosa. Algo de gente obsesiva.

Vamos al review, estimado Rexo.
Empezamos con las ninfas y sus habilidades a la Afrodita, más el nuevo Perseo, que convierte todo en piedra. Ambas muy buenas adiciones, en especial las ninfas, que me llaman mucho la atención, puesto que permite ver la perspectiva que le das a la inclusión de entes o criaturas mitológicas en el mundo normal, cosa que a Okada le encanta hacer, y en menor medida a Shiori (no así a Kurumada, que solo se quedó con Cerbero y nada más). ¿Es más bien tu deseo de que los Santos compartan con estas entidades antiguas? Si es así, me agrada mucho.

 

¡Ah! El noble arte shonen de nombrar a tu técnica y gritarla a viva voz para que funcione. Es como dibujarle relámpagos a las zapatillas, pues te hacen más rápido. Ambas cosas son igualmente innecesarias y falsas, pero ¿qué haríamos sin ellas? No sería un shonen de verdad; así como las zapatillas, que perderían su objetivo de hacerte correr más rápido. En este caso, el Ophiuchus Dance (en inglés... ¿o la pronunció en griego? ¿Italiano? ¿En qué idioma hablan tus personajes? Pregunta idiota, puedes ignorarla) parece una mezcla entre expander tu Cosmos y expander tu cuerpo, y me gusta mucho. La pobre Shaina siempre ha necesitado más técnicas, más aún cuando el Thunder Claw era algo aburrido en mi opinión, así que estaba esperando qué técnica nueva le ibas a dar a un personaje que se que te gusta. El uso de la palabra "quirúrgica" entre medio me sacó una sonrisa.

 

Y se lució la dama de hierro. Nunca bajó los brazos ni la cabeza, se hundió en todo tipo de cosas nauseabundas (y tramposas, que siempre es necesario mencionarlo), gritó harto y fue apoyada por sus compañeros caídos, entre ellos, otra serpiente. Muy buena combinación de personajes, e Ichi sigue en cierta forma salvando el día. Pero, por supuesto, no podía faltar el Águila de Plata rescatando a la que fue otrora su enemiga para que el monstruo de Frankenstein dejara de hacer trampa contra la valiente Encantadora de Serpientes.

 

Ahora sí... adiós, gran y brutal oso.

 

Saludos


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#83 Seph_girl

Seph_girl

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Publicado 31 enero 2020 - 14:52

Capítulo 11. Shaina debe brillar

 

Cap en el que Shaina fue la estrella del episodio. No se podía quedar atrás de los bronces hombres, por lo que hizo lo que pudo para enfrentarse a la abominación esa, presumir una nueva técnica, mas ella no murió como los otros hombres XD, no (¿o sí?), mas su destino será un enigma que se resolverá en otro momento.

Ahora... aparte de tramposo, Caronte es un ladrón jajaja ¡se robó el guardarropa de Atena, qué atrevido él! ¿Qué irá a hacer con las pantaletas de la diosa?

 

Y bueno, Geki sí que hizo un FATALITY antes de morir jajaja, digno de Mortal Kombat al partir en dos la columna vertebral de un gigantón.

 

Y hablando de Jaki, ya soltó sopa, Hipolita, alguien a la que pareció amar o cuando menos estaba obsesionado con ella... Una mujer a la que al parecer le gustaban grandotes  :rolleyes:

 

PD. Buen cap, sigue así x3


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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#84 Rexomega

Rexomega

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Publicado 03 febrero 2020 - 15:09

Saludos

 

¡Buen review, sigue así!

 

Patriarca 8

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Felipe

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Seph Girl

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***

 

Capítulo 12. Recuentos de guerra

 

Aun siendo consciente de que la batalla había durado solo una hora, el Sumo Sacerdote no terminaba de creérselo. Viendo a Kiki encorvado, apenas pudiendo mantener en pie aquel cuerpo tembloroso gracias a un bastón, era fácil imaginar que por él había pasado por lo menos diez años. Tal había sido el resultado de intentar entrar en la mente de alguien como Caronte de Plutón: el discípulo de Mu, tan vivaz incluso la última vez que se vieron, nueve días atrás, estaba ahora tan pálido como los soldados de la legión de Aqueronte, con unos ojos enrojecidos que pedían a gritos descansar.

—Ve —dijo el Sumo Sacerdote.

—No —dijo Kiki, sacudiendo la cabeza. Hebras rojas y blancas se le pegaron a la frente perlada de sudor—. No puedo

—Tienes mi permiso para acceder a la Fuente de Atenea. No importa que no vistas un manto sagrado, Kiki, hoy has luchado como todo un santo.

El pelirrojo soltó una débil sonrisa, echando un vistazo al bosque que había tratado de defender. Recordar la batalla intensificó el dolor que lo atormentaba. Se palpó la frente esperando ver un agujero, una herida que pudiera tratarse. No había nada.

—No creo poder vestir nunca el manto de Aries después de esto.

—Ya hablaremos de eso. Ahora descansa.

—¡No! —exclamó Kiki—. Si en verdad me consideráis un santo, debéis permitirme acabar con mi misión. El tiempo, como bien habéis dicho, no está de nuestra parte. 

—Como desees —dijo el Sumo Sacerdote, sorprendido por el repentino arranque de quien fuera un alegre muchacho. ¿Era a causa de la dura batalla? ¿O tal vez uno de los efectos de ver lo que no debía ser visto?—. Habla. 

 

Enlazar las mentes de los santos había requerido para Kiki un esfuerzo notable, por lo que ni siquiera se llegó a plantear añadir a la red a quienes luchaban en otras partes del mundo. Por fortuna, cada uno de los santos y aliados del Santuario que lucharon fuera de este contra la legión de Aqueronte había encontrado la manera de lidiar con aquel odioso ejército inmortal. Como estaba previsto, al término de la batalla los santos de Perseo y Orión, así como el rey Piotr y la líder de las ninfas de Dodona, Kushumai, se pusieron en contacto con Kiki a través de la telepatía, informándole de lo sucedido.

—¿Dejaste a Shun en un hospital? —cuestionó el Sumo Sacerdote.

—Admito que no es la más pensada de mis decisiones. Creo que no pude resistirme al aura de miedo y desesperanza que el invasor dejó en ese lugar, solo con fijarse en él.

El hombre destinado a proteger a Shun era el santo de Perseo, que ni siquiera llegó a saber que peleaba con hombres que podían revivir de un momento a otro. Práctico como era, desde un principio recurrió al escudo de Medusa, convirtiendo en piedra a más de un millar de soldados a la vez que se aseguraba de que ninguno entrara al hospital.

Ikki también se encontraba en un edificio de Japón a cargo de la Fundación Graad, el centro de investigación del Dr. Asamori. Al principio, la seguridad del durmiente santo de Fénix estuvo del todo a cargo del santo de Orión, hombre de gran fuerza que destrozó una y otra vez a todo enemigo que se le ponía enfrente. Más adelante, cuando cada uno de los humillados soldados que enfrentaba empezaba a ser un problema por sí mismo, tres jóvenes salieron del centro para ayudar. No eran santos, no habían sido entrenados para serlo. Solo contaban con un arma.

—¿El ingenio humano? —cuestionó el Sumo Sacerdote, intrigado.

—La legión de Aqueronte fue enviada para enfrentar santos —explicó Kiki—. Cuanto más poderoso es el enemigo que enfrentan, más peligrosos se vuelven esos soldados. El chico de la Fundación se encargó solo de un batallón, imaginad lo que podrían hacer tres como él, mejor equipados. No, olvidadlo, no hay nadie como Azrael.

—Demos gracias a los dioses por eso.

—¿Quién me iba a decir a mí que conocería el lado divertido de Su Santidad en un momento como este?

En Bluegrad, el ingenio humano y la habilidad adecuada en el momento adecuado pudieron unirse, permitiendo una victoria aplastante. Tal y como el rey Piotr había prometido, no escatimó recursos en la protección de Hyoga, a quien trasladó a su palacio en las montañas. Mientras que el médico real se encargaba de velar por la salud del durmiente santo de Cisne, los guerreros azules se encargaron de defenderlo. Un grupo de jóvenes que había pasado por la misma clase de entrenamiento que los santos, solo que estos se centraban en reducir el movimiento de los átomos, congelando la materia. No obstante, ya que no eran capaces de afectar al río Aqueronte, congelar a los soldados no era sino una solución temporal. Gran parte de la batalla, en realidad, consistió en emboscadas y derrumbes organizados por el ejército que lideraban los guerreros azules, formado por toda clase de mercenarios de Europa y Asia, expertos en el arte de la guerra bajo las más extremas condiciones.

—El rey Piotr es un hombre astuto —observó el Sumo Sacerdote—. Si Hyoga se encuentra en su palacio, el enemigo atacará el lugar mejor defendido de la ciudad, dejándola a salvo. Encontró la forma de cumplir por igual con el Santuario y su pueblo.

—De algo debe servir tener a mil hombres armados hasta los dientes —bromeó Kiki—. Ahora es cuando vienen las malas noticias.

—Las ninfas de Dodona.

—Encargar la defensa de Shiryu a unas doncellas que se dedican a evitar sátiros y convertirse en árboles es otra de mis decisiones menos pensadas.

—En la Antigüedad fueron adoradas como divinidades.

—En la Antigüedad necesitaban a un dios para cualquier cosa. Como ya dije, la legión de Aqueronte se vuelve más peligrosa cuanto más poderoso es el enemigo que enfrentan. Y Kushumai no es el anciano rey Piotr, la líder de las ninfas de Dodona luchó en primera línea. ¿El resultado? Ese río infernal arrasó con el bosque.

—Y piden nuestra ayuda —entendió el Sumo Sacerdote, a lo que Kiki asintió—. Bien, me parece justo. Ahora, como prometiste, ve a descansar.

—¡No recuerdo haber prometido tal cosa!

 

Akasha llegó a tiempo de oír aquella discusión. Tanto Kiki como el Sumo Sacerdote se habían retirado para asegurarse de que todo estaba bien en el Santuario, diciéndole que estaría segura en el bosque y que debía descansar. Hasta le encomendaron el cuidado de Seiya y Seika. Sin embargo, cuando el santo de Pegaso despertó al fin, no se fijó en ella ni en cuanto lo rodeaba, ni siquiera dijo algo que tuviese sentido durante un buen rato. Fue hasta que Seika se recuperó, tal vez por oír por primera vez en seis años la voz de su hermano, que Seiya volvió en sí. La aspirante de Virgo, sintiéndose una extraña en tal encuentro, decidió irse sin decir nada, en busca del cuerpo de Ichi.

—Tiempo muerto, Su Santidad —dijo Kiki, sabiéndose observado.

—Te dije que esperaras… —empezó a decir el Sumo Sacerdote, callando una vez vio a la pequeña. Aun él, que había hecho cargar a aquella niña rocas que partirían la espalda de un hombre adulto, le dolió ver lo que traía consigo. Un cofre metálico con la efigie de una serpiente en relieve, la Caja de Pandora en que estaba todo lo que había quedado de Ichi de Hidra—. Bien hecho, pequeña.

—Es el manto sagrado de Ichi. Lo he encontrado —dijo Akasha, colocando en el suelo aquel invaluable tesoro—. Lo he encontrado.

 

***

 

El pueblo de Rodorio estaba a salvo.

Ya que desconocía el robo de los tesoros del Atenea, Icario no podía pedir más. El veterano, al frente de un grupo de agotados aspirantes y guardias, fue incapaz contener las lágrimas cuando pasó la entrada del pueblo. Lo habían logrado.

Pero habían pagado un alto precio, era consciente de eso. Por ello, tan pronto concedió permiso a todos sus hombres, así como al pequeño contingente de amazonas que los había escoltado, cuidando la retaguardia, se puso en marcha para buscar a Faetón y pedirle ayuda. La necesitaría si pretendía buscar a aquellos que se extraviaron durante los eternos minutos de oscuridad que precedieron al fin de la batalla, cuando respirar era por sí misma una tarea titánica. Con ese propósito, hizo una ronda exhaustiva, sorprendiéndole ver en todo lugar al menos a un vigía —espada de gammanium, placas de hierro sobre la armadura de cuero— y un lancero —la punta del arma también de gammanium, una pesada coraza protegiéndole el cuerpo— listos para actuar en cualquier momento. Resultaba sorprendente tanta disciplina en tropas a cargo de Faetón, estaba a punto de dar un voto de confianza al jefe de los vigías cuando, pasando por un callejón, vio a Azrael lanzando mil y una maldiciones a un grupo de reclutas.

—Señor, mantuvimos la posición al principio de la batalla —dijo uno de los hombres, con pinta de ser un aldeano más, excepto por el rifle que abrazaba.

—¡Al principio de la batalla ningún enemigo había roto la línea de defensa! ¡Ni siquiera disparasteis una sola vez, he comprobado vuestras armas!

—Teníamos miedo, señor —dijo otro, más sincero de lo que se permitiría ser un guardia—. Además, nos quedamos defendiendo la entrada del pueblo.

—Muchos hombres defendieron este pueblo. Vosotros no, porque no sois hombres.

Icario creyó prudente no oír más, antes de que empezara a relacionar la intachable imagen de Azrael con el soez discurso de un oficial de película. Siguió la ronda, sin hallar el menor rastro de Faetón. Cuando se le ocurría preguntar, la gente decía seguir órdenes de todo el mundo, menos de él. Primero, Azrael, que según todos se había vuelto más loco de lo que ya estaba; luego, el aspirante al tercer manto zodiacal, que llegó incluso a amenazar con la muerte a todo aquel que siquiera cerrara los ojos un momento; al final, aunque todos estaban ya bastante alerta bajo la atenta mirada de aquellos dos, llegó un sujeto al que nadie conocía de nada a decirles que estaban a salvo. Se trataba de Orestes, el misterioso hombre que junto al Sumo Sacerdote había ido a los confines del mundo para salvar a los santos de bronce del sueño eterno en que estaban sumidos. Eso último se lo había dicho el mismo Orestes, más amable y paciente de lo que esperaba, cuando le preguntó qué hacía un extraño como él, de ropas semejantes a las de los antiguos griegos, caminando sin rumbo a esas horas.

Así que Azrael les había inculcado disciplina, el aspirante a Géminis una pequeña dosis de miedo y Orestes una inyección de seguridad. Además, aquellos últimos habían defendido el pueblo a través de medios menos naturales, que solo un santo, o un ex-santo como él lo era, podría entender en toda su magnitud. ¿Qué había hecho Faetón, el encargado de la defensa de Rodorio, en todo este tiempo? Ni siquiera le podía atribuir haber preparado la evacuación, porque nunca fue posible sacar a cualquiera de los habitantes del pueblo de sus casas, al menos no sin usar la fuerza.

—Fuerza —dijo Icario, imaginándose de pronto a Docrates yendo casa por casa, tumbando las puertas a soplidos y ordenando a todo aquel que estuviera dentro que se largara, así fuera por temor a que tamaño gigante los aplastara. Pensar en Docrates hizo que recordara que le había cedido el puesto de capitán de la guardia antes de morir, con testigos que ahora mismo debían estar extendiendo toda clase de rumores en alguna taberna—. Menuda ocurrencia la tuya, si estoy con el pie en la tumba.

Pero tenía otro en el mundo de los vivos, así que sería el capitán Icario mientras tanto, por ridículo que le sonase. Con tal autoridad, mandó al demonio a Faetón, donde quiera que estuviese, y él mismo escogió a los guardias más saludables y fuertes para que marcharan en busca de supervivientes. Antes del fin de la batalla, habían pasado varios minutos bajo una oscuridad sin fin en la que solo respirar ya era difícil, y no le gustaba nada el escaso número de hombres que llegó al pueblo antes que ellos.

 

El viejo capitán se permitió descansar solo cuando el grupo de búsqueda estuvo formado. Era variado, a decir verdad, los dos gemelos pupilos de Kiki, veinte guardias fornidos como osos y seis de las diez amazonas que había en el pueblo. Le pareció un buen augurio, en especial cuando todos estuvieron de acuerdo en nombrar a una de las amazonas como líder. Mientras veía partir a aquel contingente, con la espalda echada sobre un olivo en el centro de la plaza del pueblo, se le ocurrió que el batallón de aspirantes con el que soñaba Docrates no tendría por qué ser solo de aspirantes.

—Solo necesito encontrar un nombre que no aluda al desastre de las Termópilas.

—¿Tiene algo en contra del rey de Leónidas, capitán?

—Aparte de que era un patán y que arruinó la estrategia de los griegos, nada —masculló Icario, reconociendo enseguida a quien le había hecho esa pregunta—. Tú eras uno de los que recogimos en el puerto, ¿cierto?

—Así es —corroboró Cristal—. Estaba buscándole y por casualidad oí su comentario.

—No te preocupes. ¿Cuántos años podrías tener? ¿Cuarenta? ¿Treinta? Sea como sea, desde luego no eres un colegial que deba disculparse por haber sido indiscreto.

—Más bien el contrario, capitán. He venido porque se aproximan tiempos convulsos, una era en la que los aliados no podrán permitirse guardar secretos entre ellos.

 

***

 

En cuanto la batalla terminó, el miedo que oprimía el corazón de Faetón, al igual que el de muchos hombres, se esfumó sin más, como si nunca hubiese existido. En ese momento, antes que maldecirse por delegar en Azrael y un simple aspirante a santo la autoridad que tenía sobre la guardia en Rodorio, pensó en un detalle que no le cuadraba. Un miembro de la tripulación del barco de la Fundación Graad, todavía atracado en el puerto del pueblo, se había dejado ver cuando el resto prefería estar a puerta cerrada. Hasta había despedido, de forma amistosa, a Azrael y los caballeros negros, de quienes el resto de tripulantes recelaron durante toda la travesía.

En manos de ese hombre había dejado la seguridad del único tesoro de Reina Muerte, la máscara de Rangda. No creía que Shaina se hubiese molestado en sacarla del barco. Ningún enemigo que se atreviese a invadir el Santuario necesitaría esa clase de herramienta para controlar a los caballeros negros. Eso significaba que seguía donde la habían dejado. Tan pronto llegó a esa conclusión, corrió hasta el puerto, atravesó el navío con tanto sigilo como le era posible —seguía trayendo, como amuleto de buena suerte, la lanza cuya punta había sido impregnada con el veneno de Lerna— y se detuvo cerca de la puerta del camarote que aquel extraño había escogido para descansar.

Estaba entreabierta.

—¿Los habrías ayudado? —preguntó un hombre. Solo viendo través de la rendija, a Faetón le habría resultado difícil distinguirlo como aquel a quien buscaba de no ser por un pequeño detalle. Llevaba puesta la máscara de Rangda.

—No me necesitaban —contestó una mujer.

—¿Y por qué razón el Santuario fue en busca de reclutas a Reina Muerte?

—Porque había catorce caballeros negros. Yo solo era uno de ellos. Si de verdad crees que fueron a buscarme a mí, es que no conoces al Santuario. El honor no es algo que una mujer al servicio de Atenea puede perder dos veces.

—Por suerte, Hipólita, no lo creo, lo sé.

Escuchar ese nombre puso en alerta todos los sentidos de Faetón, pero antes de que pudiera retirarse e informar, la puerta ya estaba abierta del todo.

Tenía delante a una réplica exacta de Marin de Águila, solo que con el cabello y los ojos tan negros como la armadura que portaba.

—¿¡Alguien como tú se ha unido a los caballeros negros!? —exclamó, con la lanza envenenada al frente—. No permitiré que salgas de aquí.

—Tenemos que hacer algo con ese nombre —dijo el sujeto enmascarado, colocándose entre el arma y la mujer—. La orden de los caballeros negros suena desfasado.

—Es lo que sois.

—En eso te tendré que dar la razón.

El jefe de los vigías trató de atravesar a aquel sujeto con la lanza, sin éxito. La punta se detuvo a un centímetro de su pecho, atravesando un carnet de identidad que había sacado para presentarse. Era de alguien importante dentro de la Fundación, Faetón lo recordaba por alguna que otra conversación con el capitán del navío.

—Ese hombre murió hace dieciséis años.

—Y luego nací yo, con la venia de los dioses. Dulce sueños, quienquiera que seas.

Faetón se echó hacia atrás, preparando un bajo ardid con tal de distraer a aquel enmascarado y luego atravesarlo junto a Hipólita, que seguía tras él. Incluso si escupir al enemigo no era algo por lo que ningún héroe sería recordado, a él eso le importaba poco o nada, tragó saliva… Y cayó al suelo de bruces.

No entendía la razón. Seguía pudiendo oír, ver y oler, pero de repente no tenía el menor control sobre su cuerpo. ¿Qué clase de hechizo habían lanzado contra él?

—¿Esto está envenenado de verdad? —preguntó el enmascarado, que en el espacio de un instante había arrebatado a Faetón la lanza, salvándole de una muerte absurda.

—¿Tú lo profetizaste, no? —dijo Hipólita.

—Así es, me la llevaré de recuerdo. ¿Nos vamos?

—Creía que esperabas a alguien.

—Yo en cambio sé que solo quería ir de crucero contigo.

Usando de escudo tan descarada mentira, el enmascarado se acercó a Hipólita, abrazándola con un brazo a la vez que el signo de Aries brillaba sobre su frente.

Mientras luchaba por no perder la consciencia, Faetón trató de hacer memoria. Estaba seguro de que un signo distinto había aparecido antes de que aquel sopor le sobreviniera. Sin embargo, incluso esa clase de esfuerzo era agotador tal y como se encontraba. Cerró los ojos, apenas viendo cómo aquellos dos se esfumaban.

Como si nunca hubiesen estado allí.

 

***

 

—A ver si lo he entendido bien —dijo Icario una vez Cristal terminó de contarle el pequeño secreto que él y Llama habían traído desde Reina Muerte—. Tu amiguito no pensaba arrasar la aldea Kohoutek, no había razón para que fuera encarcelado, ni tampoco para que tú lo acompañaras. Todo este tiempo habéis actuado en nombre de Bluegrad, como guerreros azules retirados del servicio, para llegar a esa isla dejada de la mano de los dioses como un par de desconocidos. Y todo porque vuestro rey, como sea que se llame, estaba convencido de que un hombre trataría de reclutar a quienes el Santuario dejaba allí prisioneros. Una sospecha nada infundada si se tiene en cuenta que ese mismo personaje había tratado de usar a los guerreros azules con fines nada lícitos. ¿Hasta aquí voy bien? Porque te has liado mucho.

—No podía revelar mi identidad estando presentes otros caballeros negros. Como ya le he explicado, ese hombre vino justo el día anterior a la llegada de los enviados del Santuario. Profetizó la muerte del guardián de la isla, convenció a Hipólita…

—Y se la llevó volando —completó Icario, de pronto ocurrente.

—Más bien ella se lo llevó volando a él —repuso Cristal—. No sabía que los santos de Atenea pudieran volar como los pájaros.

—Será porque no podemos… Oh, nos estamos desviando. ¿Dices que ese sujeto ordenó a los caballeros negros unírsenos y esperar el momento para matar a los aspirantes?

—Solo a los que aspiran a un manto zodiacal.

Aun Cristal, que hasta ese día había conocido el Santuario de oídas, sabía lo que aquello implicaba. No era exagerado decir que hoy en día solo uno entre un millón tenía el potencial de ser un santo, así como que entre los pocos escogidos que daban la talla, rara vez superando la media centena, había clases. Los que despertaban el cosmos en seis años, eran santos de bronce, quienes tardaban menos de tres eran conocidos como santos de plata, superiores e incluso maestros de aquellos. Y después estaban los aspirantes a santos de oro. Por cada generación, solo nacían trece con semejante destino, para quienes despertar y hacer uso del cosmos era como respirar. Sin un rival que batir, gozaban de forma natural de un poder ilimitado, que aprendían a controlar bajo la tutela del Sumo Sacerdote en persona. Se decía que los más grandes héroes de la mitología pudieron ser candidatos que el Santuario no pudo reclutar. Diamantes sin pulir.

Estaban, pues, llamados a ser los más capaces protectores de la Tierra; había pocas excepciones al respecto, siendo las hazañas de Seiya y sus compañeros las más recientes y conocidas. Sin embargo, seguían siendo hombres mortales.

—Ah, ya, ya —susurró Icario mientras cerraba los ojos y bajaba la cabeza. Por un momento, Cristal creyó que se había quedado dormido, hasta que volvió a hablar—: Docrates luchó por ser el santo de Hércules. Heraclidas. Es un buen nombre.

—¿Capitán?

—Para el batallón de aspirantes. El batallón de Heraclidas. Los mejores guardias, amazonas y aspirantes podrán unirse, no se hará distinción entre ellos.

—¿Pretende seguir confiando en ellos?

—A menos que tengas una buena razón para no hacerlo, sí, eso pretendo.

—Estaría convirtiéndose en una marioneta más del enemigo. ¿Sabe lo que nos contó el guardián de la isla cuando escuchó la profecía sobre su muerte? Que él llevaba muerto seis años. En esa época, siendo líder de los caballeros negros, fue derrotado por el santo de Fénix y arrojado la Montaña de Fuego, el único volcán activo de Reina Muerte. Nosotros no podíamos creer que hubiese sobrevivido a ello por sí mismo y no estábamos equivocados. Sobrevivió porque alguien se había negado a que muriera, alguien había manipulado el destino de ese hombre estos seis años.

—Qué rápido pasó nuestro hombre de profeta a charlatán —comentó Icario, para luego añadir, recordando la conversación con Orestes—: El Santuario le ha dado una patada en el trasero al destino esta noche. Los jóvenes que desafiaron al rey del inframundo debían pasar sus vidas en un sueño eterno y ahora han despertado.

—No importa si es un profeta, un charlatán o un mago, lo que importa es que es previsor, que ha estado moviéndose en las sombras durante años.

—Muy previsor no será si pretende que un grupo de caballeros negros mate a Akasha y Arthur. ¡Ya quisiera verlos intentándolo!

—Entiendo que ellos son los aspirantes a santos de oro —dijo Cristal—. Siento la rudeza, pero si ni siquiera lucharon en la batalla, ¿cómo puede tenerlos en tanta estima? 

—¿De verdad crees que puedes decir algo sobre quienes no lo dieron todo en la batalla, muchacho? —cuestionó Icario, severo—. Arthur estuvo con la gente de Rodorio en todo momento. Es un hombre peculiar que da el mismo peso a todos los que sirven a Atenea y da la casualidad de que aquí vive la mayor parte. En cuanto a Akasha, esa pequeña apenas ha descubierto hoy que los santos no son seres invencibles.

—Es por eso que insisto en que debe hacer algo.

—Contéstame una pregunta, Cristal. ¿Por qué Arachne enfrentó a Jaki?

—Porque era su deber. ¡No! Eso no tiene sentido.

—Claro que lo tiene. Docrates no mezcló a los recién llegados con los que ya estaban por azar, lo hizo porque algo sabe sobre tener espíritu de cuerpo. Desde el momento en que todos luchamos juntos, nos volvimos compañeros. Arachne vio a los demás como tales y ellos hicieron lo mismo. ¿Por qué otra razón algunos se desviaron del camino al pueblo para enterrar el cuerpo de un extraño?

—No sé qué decir —tuvo que admitir Cristal. Seguía creyendo que Akasha y Arthur necesitaban protección, pero no encontraba las palabras para argumentarlo.  

—¿Qué te parecería ser mi lugarteniente? —lanzó Icario.

—¿Lugarteniente? ¿Piensa confiar también en mí?

—Eres un guerrero azul retirado, yo soy al parecer el capitán de la guardia. Creo que puedo contratarte como líder de los Heraclidas. Con paga, por supuesto. Dos comidas al día y alojamiento de por vida en los barracones de los soldados. ¿Qué me dices?

 

***

 

Para cuando los santos supervivientes se reunieron con el Sumo Sacerdote, este ya había logrado que Kiki se fuera a descansar, así fuera para servir de ejemplo a Akasha. Lo consideró una buena decisión, pues Ban y June cargaban a sus espaldas con nuevas tragedias: las Cajas de Pandora de Oso y Lobo, que en silencio colocaron junto a la de Hidra. Marin, tras una exhaustiva búsqueda, llegó con las manos vacías. No había rastro de Shaina, ni del manto de Ofiuco, por lo que cabía la posibilidad de que hubiese sido herida por las armas mortales de la legión de Aqueronte.

A través de aquellos santos, el líder del Santuario pudo conocer a grandes rasgos lo que había ocurrido. Cientos cayeron en los sucesivos combates y un número similar de desaparecidos los llenaba de preocupación. Ya había sido informado por Marin, a través de la telepatía, de que los tesoros de Atenea habían sido robados, pero eso no hizo más insultante que tal cosa sucediera delante de sus narices. Mantuvo las formas por la posición que ahora ocupaba y por respeto a sus subordinados, que a pesar del agotamiento seguían ahí en pie, tan tercos como Kiki, tan obstinados como todo santo de Atenea solía ser. En esa conversación, todos pudieron visualizar mejor los recursos y debilidades del río Aqueronte, añadiéndose algunas suposiciones que Marin había pensado al sentir una aglomeración de almas en la cima del Santuario.

Solo un detalle parecía fuera de lugar. Jaki. El Sumo Sacerdote no conocía todos los detalles sobre lo que el hermano de Docrates había hecho, solo lo que le sucedió después de ser encerrado por Shaina. Ya que no había un líder al que se pudiera acudir, las amazonas decidieron tomar justicia por su mano, con pocas excepciones como Geist, que partió en busca de June. La portadora de Camaleón llegó tarde: Jaki había sido asesinado mientras dormía y los restos despedazados fueron arrojados a las bestias. Tiempo después, regresando de un viaje tan fatigoso como inútil, fue informado de tales sucesos, pero aun entonces no se sentía digno de que Atenea lo hubiese elegido. No castigó a las amazonas, para empezar, no creía que lo merecieran.

Y ahora, como un recordatorio de su desidia, Jaki había venido del infierno apoyándose en las fuerzas que le daban forma. Fue derrotado, pero se llevó consigo a tres buenos hombres. ¿Era aquello el precio a pagar por no haber obrado con justicia? Podía ser, como también era posible que fuera una consecuencia inevitable por desafiar a Hades. Si en verdad el reino de los muertos se había quedado sin soberano, era posible que algunas almas escaparan del inframundo y resucitasen en la Tierra.

—¿Se fue sin más? —dijo Marin, una vez el Sumo Sacerdote terminó de contar lo sucedido en su encuentro con Caronte.

—Regresará una vez transcurra el mismo tiempo en que mi hermano ocupó el trono papal, es decir, trece años. Entonces volverá a proponer una alianza.

—O la guerra —apuntó Ban, con una voz grave que apenas parecía suya. En realidad, poco en él era reconocible, todavía tenía media cara morada, debido a un golpe recibido por Jaki. Tardaría un tiempo en poder abrir de nuevo el ojo derecho y por las canas en el cabello, cualquiera habría dicho que aquel joven estaba entrando en la vejez. 

—Estaremos preparados para cualquiera de esas opciones —dijo el Sumo Sacerdote—. Santos de Atenea, deseo aprovechar este momento para pediros disculpas.

—Su Santidad, no es necesario… —quiso decir June.

—Lo es. No estuve allí cuando fui necesitado, os dejé desamparados, negándome a creer que era digno de tomar el papel que la misma Atenea me dio. Rehuí de mi deber durante años, en busca de jóvenes que llegaran a ser mejores hombres que yo. Durante mis viajes, por omisión, dejé que tragedias sin cuento mantuvieran entre penumbras este Santuario. De todas ellas me responsabilizo, pues ninguna mancha veo en vosotros, ni en todos aquellos que lucharon esta noche, aun careciendo de un manto sagrado. Y si con la mano izquierda tomo los pecados del pasado, usaré la derecha para despejar las brumas del futuro. Sed testigos de mi juramento, santos de Atenea: Estamos aquí. De esta caída nos levantaremos, más fuertes que nunca, como siempre hemos hecho.

—Podéis contar conmigo, Su Santidad —dijo June.

—También conmigo. Puede que no haya nacido siendo un santo, pero moriré como tal.

—Menuda ocurrencia la tuya, Ban —dijo una voz conocida, adelantándose a la repuesta de Marin—. Nadie nace siendo un santo, ¿alguna vez has visto a un bebé llevando armadura? ¡Por supuesto que no lo has visto!

—¡Seiya! —dijeron, a un mismo tiempo, todos los presentes. Ninguno había esperado que el santo de Pegaso se recuperara tan pronto, mucho menos que saliera del bosque por su propia cuenta, tan relajado, tan optimista. Tan, bueno, Seiya.

—¡Ese soy yo! ¿Puedo unirme a ese nuevo Santuario que crearás, Kanon?  

—Se supone que ahora debes dirigirte a mí como Su Santidad —dijo aquel, sonriendo. En distintos rincones del mundo, notó que Shun, Ikki, Shiryu y Hyoga también habían despertado y se preparaban para partir al Santuario.

La llama de la esperanza volvía a arder. Y él se encargaría de que nunca volviese a apagarse. Por Atenea, por la humanidad, e incluso por sí mismo.

 

***

 

—¿Ese era Seiya? —preguntó Akasha—. Parece tan normal.

—¿Y qué esperabas que fuera? ¿Un superhéroe? —dijo Kiki.

Akasha iba a replicar cuando vio acercarse al Sumo Sacerdote. Por un momento, sintió ganas de correr hasta allá y abrazar a sus viejos amigos, que lo acompañaban. Ban, June… ¡Hasta a Marin, la misteriosa portadora de Águila! Sin embargo, algo lo detuvo. Ausencia. Un vacío hondo e interminable entre cada uno de los santos que en un instante devoró la chispa de alegría que se permitió sentir.

—Akasha —repitió el Sumo Sacerdote por tercera vez—. Responde, ¿nos acompañarás hasta la Fuente de Atenea o prefieres volver a Rodorio?

—Pues… yo… ¡Ban, estás…!

—Me recuperaré, pequeña. Soy un santo, ¿recuerdas?

—¿Saben quién no es un santo y lleva un montón de horas esperándote? —intervino Kiki, carraspeando—. ¡Azrael!

—Azrael —dijo Akasha, llevándose las manos a la cabeza—. ¡Azrael!

Se levantó de un brinco, llena de preocupación, y habría atropellado a más de uno si se hubiese puesto en marcha de inmediato. Sin embargo, antes de dar un solo paso, Kiki le pasó la mano por el cabello, alborotándolo. Tres manos más le siguieron, una tras otra. June, Marin, ¡hasta Ban, que tenía ahora una cara más sombría que nunca! Todos, salvo el líder del Santuario, se unieron a esa pequeña y vieja broma.

—Seiya está cerca, tiene órdenes de escoltarte hasta Rodorio. En estas circunstancias, nadie debe viajar solo —dijo el Sumo Sacerdote, antes de ponerse en marcha.

Al ver cómo todos se adentraban en el bosque. Akasha solo pudo lamentar que en aquella ocasión, tal vez la última, no fueran seis las manos que la hacían enojar, ni estuviera Shaina, con esa voz tan autoritaria, culpándoles a todos de comportarse como niños. Extrañó los tiempos que se iban, y temió al incierto futuro.


Editado por Rexomega, 03 febrero 2020 - 15:22 .

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Publicado 03 febrero 2020 - 15:20

Saludos

 

Capítulo 13. Hacia el distante futuro

 

Entre el pueblo de Rodorio y el Santuario solo había un camino correcto, ahora interrumpido por un hondo valle al pie de las montañas. Sin embargo, encontrarlo requería una pericia que no estaba el alcance de cualquiera, pues el terreno era irregular, lleno de colinas y agujeros que volvían la zona una suerte de laberinto natural que se había llevado la vida de muchos hombres audaces. En teoría, esa era una de las tantas defensas que el Santuario preparó en la Antigüedad para los extraños.

En la práctica, había sido la condenación para quienes, en medio de la oscuridad de la Esfera de Plutón, se retiraron del campo de batalla y quisieron regresar al hogar.

Akasha se encontraba en el final de uno de esos desvíos, con un casco de hierro entre las pequeñas manos, que lo levantaban hasta tapar la luz del sol. Cerca, dos hombres cubiertos por túnicas de viaje ayudaban al grupo enviado por Icario en la tarea de recoger a los muertos. Los cientos de hombres que no cayeron bajo arma alguna.

 

A ese lugar había ido a parar Orestes, mientras reflexionaba sobre el bien y el mal que había traído al Santuario. No se arrepentía de haber ofrecido su ayuda al Sumo Sacerdote, por supuesto, esas habían sido las órdenes que recibió del dios por el que luchaba y vivía. No obstante, no tenía ninguna pista sobre lo que debía hacer a continuación. Era como si despertar a los santos de bronce fuera la única tarea para la que había vivido hasta ese momento, de modo que bien podía morir después.

—¿Es esa vuestra voluntad? —llegó a preguntarle a los cielos, ya libres de toda oscuridad. No obtuvo respuesta, como de costumbre, no había jurado lealtad a la clase de divinidad que daba a sus fieles todo hecho. El Hijo esperaba que los hombres pensaran por sí mismos y decidieran qué era lo correcto.

Sopesó lo que se ganaría y perdería con su muerte. Él, Orestes de Micenas, poco tenía que ver ya con el mundo. El país en el que nació y estuvo destinado a gobernar ya no existía; la época que vivió era ahora recordada como una mezcla de leyendas y verdades. Seguía vistiendo como entonces, cubierto por un corto quitón y calzando sandalias, porque nunca había dejado de sentir que pertenecía a ese espacio y tiempo. Hoy en día, solo con los santos de Atenea compartía alguna conexión, la servidumbre a un dios que se preocupaba por los seres humanos y un cofre metálico, colgado a los hombros, en el que estaba guardada la armadura que aquel le había concedido. Con todo, algo lo distanciaba de los santos de Atenea, no el título, sino las acciones que había llevado a cabo. Ayudó a despertar a los santos de bronce porque así le fue ordenado, no como un gesto altruista, y lo hizo a sabiendas de que el Olimpo tomaría represalias, como bien le explicó al Sumo Sacerdote cuando no había vuelta atrás.

En resumen, si el Santuario no quería una alianza con el Olimpo —y no la querrían, pues su dios había previsto no solo a quién enviarían los dioses para detenerla, sino cómo tratarían de hacerlo—, pero tampoco quería enemistarse con los olímpicos, solo tenían que dar una prueba fehaciente de que no estaban del lado de su mayor enemigo.

Y él tenía que ser esa prueba, ese sacrificio.

 

Akasha cayó en la cuenta de la presencia de Orestes cuando este pisó sin querer un charco de vómito. Primero lo tomó por otro enviado de Icario, por cómo miraba, cabizbajo, los cadáveres que había en el lugar. Luego hizo memoria, recordando el día en que el Sumo Sacerdote partió a los confines del mundo en busca de la salvación de los santos de bronce. Aquel hombre que se le acercaba, de prendas tan particulares y largos cabellos castaños enmarcando un rostro adusto y regio, solo podía ser quien lo acompañó. En cuanto lo reconoció, entendió que no estaba mirando los rostros desencajados de los muertos con tristeza, sino con remordimientos.

—Murieron de asfixia. Más allá solo hay armaduras y ropa, los cuerpos de quienes murieron son polvo. Y quienes no lucharon están aquí.

—Aceptaré el castigo —aseguró Orestes, ya enfrente de la pequeña—. Mis acciones han costado las vidas de los santos de Atenea, quienes lucharon en una batalla que no era suya. ¡Permitid que lave con mi sangre mis faltas!

La aspirante a Virgo siguió mirando el casco, sin inmutarse. Incluso si Orestes se hubiese puesto de rodillas, ni siquiera lo habría mirado a la cara. Nada que aquel extraño pudiera hacer o decir cambiaría lo sucedido. La terrible hora que unió la noche y el amanecer ya había pasado, no había vuelta atrás. 

—Ningún santo murió aquí por tu falta —repuso Akasha, recordando el sacrificio de Ichi, de Geki y de Nachi, así como la desaparición de Shaina. Fuera o no suya la batalla, lucharon en ella porque eran santos de Atenea, y no habían caído por azar, sino porque con ello podían salvar las vidas de miles—. En este lugar solo murieron soldados rasos, hombres que solo querían volver con sus familias en el pueblo. No es conmigo con quien te tienes que disculpar, Orestes de Micenas.

 

Orestes contempló los cuerpos que lo rodeaban una vez más. Ninguno obtuvo la muerte de un guerrero, solo un final tan cruel como deshonroso. Pensando en el pueblo que había dejado atrás, maldijo las palabras que había escogido, así como se replanteaba las decisiones que tomó en el momento en que arribó al Santuario. ¿Hizo bien en obedecer al Sumo Sacerdote y quedarse en Rodorio, por si todo salía mal? ¿Habría cambiado algo si hubiese luchado junto a los santos contra la legión de Aqueronte? Esas y otras preguntas asaltaban la mente del allende de Micenas.

Un destello tan brillante como el sol le tapó la vista por un instante. Usando una mano a modo de visera, distinguió a un par de viajeros, uno todavía envuelto del todo en una gastada túnica, el otro mostrando el brazo derecho, protegido por un escudo de plata. De pronto, Orestes notó como todo su cuerpo se endurecía, adquiriendo poco a poco un peso adicional, propio de la piedra. Antes de que la maldición de Medusa terminara de cubrir su rostro, esbozó una sonrisa amarga: él, que había desafiado el juicio divino, enfrentaría gustoso el juicio de los hombres, así fuera el de una niña.

Aceptaría el castigo.

 

El responsable de tal acto se acercó a Akasha, deteniéndose un momento en el camino para observar al petrificado Orestes. Un golpe de viento removió su capucha, revelando su identidad. De tez morena y sin un solo pelo en la cabeza por propia elección, se trataba de Zaon de Perseo, recién llegado desde Japón.

—Órdenes del Sumo Sacerdote. Debía hacer esto con el enviado del Hijo si todo salía mal —explicó el santo de plata—. Aun así, mi maestra Shaina siempre dijo que no deben tomarse medidas precipitadas. Ya que solo la muerte es definitiva, no tengo intención de destruirlo, sea o no posible devolverlo a la normalidad.

—¿No es demasiado tarde para hablar de decisiones precipitadas? —preguntó Akasha.

—Si vives en el pasado, nunca podrás avanzar hacia el futuro correcto. Por eso, nosotros, que vivimos para asegurar un futuro para la humanidad, no nos podemos permitir el lujo de ahogarnos en nuestros propios errores. No, no es tarde. Nunca lo es.

—Tenemos que luchar —interpretó a Akasha. No miraba al santo de Perseo, a quien apenas conocía, y su voz sonaba ausente. El casco que cargaba resbaló entre sus pequeñas manos y cayó el suelo—. Por este mundo, lucharemos con todas nuestras fuerzas, sin descanso, porque somos santos de Atenea.

 

***

 

Makoto ya se había acostumbrado al repentino tránsito de aldeanos. Cientos de personas de todas las edades iban de un lado a otro, confusos y desorientados al no sentir ya aquel miedo irracional de las últimas horas. El buen hacer de la guardia, así como los lazos de amistad, respeto y lealtad que por milenios habían unido Rodorio con el Santuario, sirvieron para que la situación no se descontrolara. 

La presencia de Azrael era un asunto muy distinto. No creía posible que se acostumbrara nunca al chico de la Fundación, mucho menos a sus ocurrencias.

—¿¡Pretendías gasear por completo el pueblo!? ¡De verdad que eres incorregible!

—Funcionó bastante bien en la cueva bajo la Torre del Reloj —se defendió Azrael. Ningún guardia en el pueblo había tenido el valor de decirle que tenía una mancha de sangre en el labio, fruto de la única herida que recibió durante la batalla. Le había ido bastante mejor que Makoto, que llevaba el brazo colgado al hombro mediante vendas, inútil—. Habría funcionado también aquí.

Un pequeño altercado llamó la atención de ambos. En el otro extremo de la calle en que se encontraban, una amazona discutía con una cuadrilla de guardias, todos altos y fornidos, con lanzas de punta negra, escudos del mismo material y una pesada coraza a modo de armadura. No tenían que aguzar el oído para saber de qué iría la discusión, los hombres debían estar diciéndole cómo lo habrían hecho mejor que quienes lucharon, la enmascarada debía estar planteándose si el ejército de Atenea se podía permitir que cuatro soldados quedaran inválidos de por vida. Por suerte, el nuevo capitán, de nombre Icario, solía darse cuenta de esas situaciones, no demasiado frecuentes, y aparecer justo en el momento adecuado. ¿Cómo se enteraba? Solo los dioses lo sabían.

—No saben la suerte que tienen —comentó Makoto, para luego aclarar, avergonzado—: ¡No digo que me arrepienta de haber luchado en primera línea! Me refiero a las armas que les concedieron. Gammanium, la mejor combinación entre dureza, resistencia y peso entre los metales terrestres, uno de los componentes de los mantos sagrados y el principal de las armaduras negras. Ahora entiendo por qué el señor Kiki decidió crear armas y escudos con ese material, no eran para quienes lucharíamos cerca de los santos, sino para quienes quedarían si el enemigo nos sobrepasaba. 

—Estoy seguro de que vimos a varios en el frente con lanzas como esas.

—Sí, pero… —empezó a decir Makoto, callando al notar que Azrael parecía distraído—. ¿Lo de gasear el pueblo no iba en serio, verdad?

—Ya que la evacuación no era posible, ese era el plan B —respondió el chico de la Fundación, haciendo caso omiso a la escandalizada mirada del lancero—. En el mejor de los casos, sería una victoria total en un solo movimiento, en el peor, una solución temporal que nos permitiría enterrarlos. Mis conocimientos sobre la mitología griega son elementales, sin embargo, ¿no debían los muertos hacer un pago para poder cruzar el Aqueronte y llegar al inframundo, donde serían castigados o recompensados según sus acciones? Tal vez los soldados que enfrentábamos nunca recibieron un entierro digno —sugirió, con el mentón apoyado en la mano entreabierta.

—¿Pensaste en todo esto mientras nosotros peleábamos allá fuera? —preguntó Makoto, a sabiendas de que estaba siendo un poco injusto. Fue Geki quien alejó a Azrael del campo de batalla, con un puñetazo en el estómago, además.

—¡Estaba preocupado, créeme! —exclamó Azrael, cruzado de brazos y con el ceño fruncido—. Pero desde mi posición, solo podía ayudar a mantener todo en orden.

—Ya —dijo Makoto, entornando la mirada—. Varios compañeros me han dicho que parecías otra persona. Más te vale que ningún niño de Rodorio haya oído las cosas que ibas gritando por ahí a todo guardia que veías.

—¡Estaban demasiado inquietos! Para combatir el miedo antes de que se adueñe de tus tropas no basta la amabilidad, tienes que infundirles confianza, seguridad y disciplina. Y hubo alguien que fue más duro que yo. ¡Debiste estar allí! Arthur comandaba a todos como si no estuviéramos a punto de ser invadidos por un ejército de miles de hombres. Fue de mucha ayuda, cubrió con creces el puesto de Faetón.

 

—Arthur es inhumano —comentó una voz, demasiado aguda para provenir de Makoto. Tanto este como Azrael se sorprendieron al encontrarse a una niña detrás de ellos.

—¿Lo dijo como si fuera algo bueno o es cosa mía? Bueno, ya me estoy acostumbrando a la gente extraña de todas formas. Soy Makoto, soldado raso, mucho gusto.

—Yo me llamo Akasha, aspirante a Virgo. Gracias por cuidar de Azrael. ¡Me han contado que os habéis hecho muy buenos amigos!

—Yo no diría tanto —dijo Makoto, estrechando la mano de la pequeña.

—¡S-Señorita! No la había visto… ¡Estaba muy preocupado! —exclamó Azrael mientras bajaba y subía los brazos, sin terminar de decidir si estaba bien abrazarla.

—¿Preocupado? —repitió Akasha—. ¡Eres tú el que está sangrando!

—Azrael fue muy valiente —aseguró Makoto, asintiendo varias veces—. Cargó contra una horda entera y…

—Me mordí la lengua —interrumpió Azrael, cabizbajo—. Geki me cargó sobre los hombros desde la Torre del Reloj, a toda velocidad, y yo no paraba de hablar. Ya se imaginará lo que ocurrió. Cuando llegamos al campo de batalla, Geki me dijo que debía quedarme en Rodorio y preparar alguna locura de las mías. Oh, lo siento, señorita.

La muerte de los santos de Lobo y Oso era solo un rumor, de momento, uno que ninguno de los supervivientes que regresaron a Rodorio había desmentido o confirmado. Sin embargo, Azrael supo ver tristeza más allá de la máscara de la aspirante. No necesitaba más para imaginar el destino de sus queridos amigos.  

—No es nada. Estoy bien —dijo Akasha, sacudiendo la cabeza—. Sé que fuiste muy valiente. Los dos lo fuisteis. Quizá un día podríais convertiros en…

—No —cortó Makoto en redondo—. Tuve mi momento y fracasé. No fui digno de vestir un manto sagrado. En cuanto a Azrael, es demasiado mayor como para empezar a entrenar desde cero. Un candidato a santo es entrenado desde la niñez.

—Fui un niño soldado, ¿eso cuenta como experiencia? —repuso el empleado de la Fundación, el rostro iluminado ante la sola posibilidad de llegar a ser un santo.

—Y Arthur empezó a los dieciséis —añadió Akasha—. Nos entrena el mismo maestro, solo que él aspira a Géminis y yo a Virgo —le explicaba a Makoto, distraída, mientras una idea empezaba a venirle a la mente—. Tal vez pueda ayudarme. Si llevamos juntos la sugerencia al Sumo Sacerdote podríais tener una nueva oportunidad. ¡Y no solo vosotros! Muchos de los que lucharon hoy podrían.

—Los santos no gasean pueblos —masculló Makoto entre dientes—. Cuando un aspirante abandona el entrenamiento o fracasa en la prueba final, es porque así debía ser. Y la edad… ¡El cosmos no es algo que se aprenda por arte de magia! La tradición dicta que entrenar desde la infancia es vital para que el cuerpo se acostumbre.

—Algunas cosas deben ser preservadas, otras no —dijo Azrael.

—Esta tradición debe mantenerse.

—¿Por qué?

—¡Porque así ha sido siempre!

—Eso ocurre con todas las tradiciones que se han abandonado.

—Seguiremos hablando en otro momento —dijo Akasha de repente, disipando el tenso ambiente que se iba formando entre los dos jóvenes.

—¿Ocurre algo, señorita?

—Tengo que disculparme con alguien. Creo que lo he visto pasar por allí —dijo Akasha, señalando más allá de donde una cuadrilla de soldados problemáticos era reprendida por el capitán Icario—. ¡Hasta pronto!

Sin dar tiempo a Azrael y Makoto para siquiera despedirse, la aspirante de Virgo salió corriendo. Ambos se miraron, confundidos. ¿Con quién se tendría que disculpar?

 

La tregua entre aquel par duró el escaso tiempo que le tomó a Akasha perderse en las calles de Rodorio. Un momento después, ya estaba Makoto enumerando las razones por las que ninguno de los dos podría convertirse en santo nunca.

—¿Alguna vez has sentido arder tu cosmos?

—¿Qué es el cosmos?

—¿Siquiera te planteas convertirte en santo y no sabes lo que es?

—Lo cierto es que no —admitió Azrael.

—Es fácil, el cosmos es… ¿Ese que viene es el capitán? ¿Quién lo acompaña?

Resuelto allí el asunto con los guardias alborotadores, Icario se acercaba hacia ellos acompañado de la amazona, quien resultó ser una conocida. Saludando con una mano a aquel par, Geist usaba la otra para mantener sobre unos hombros a una niña que no paraba de palparle la máscara, llena de curiosidad.

—Qué casualidad, Makoto, esta pequeña me estaba haciendo la misma pregunta que Azrael ahora mismo. Quiere saber lo que es necesario para ser un santo de Atenea.

—Señora… Quiero decir, Geist, ¿usted también?

—Y yo —dijo Icario, cuyas manos estaban todavía rojas tras las bofetadas que había repartido entre sus subordinados—. Cuéntanos.

—El cosmos es una fuerza universal… —Makoto empezó a rascarse la cabeza, tratando de recordar lo que le habían dicho con exactitud. Todos, hasta la niña, asintieron, llenos de curiosidad—. Es como si hubiese un universo en nuestro interior, que despertamos a través del entrenamiento y expandimos en el combate, si nuestra causa es justa y nuestra voluntad férrea. ¿Lo veis? Es muy fácil.

—Un universo —repitió Azrael, palpándose el pecho—. ¿Aquí?

—¿Tú lo has entendido? —dijo Geist, mirando a la pequeña, que negó con la cabeza.

—Si no puedes explicárselo a un niño… —dejó caer Icario.

—Pues es muy sencillo. Al principio, el universo era más pequeño que un átomo… Ah, me rindo, mejor explíquelo usted, señora… Geist, quise decir, Geist.

—¿Yo? —repitió la amazona, convirtiéndose en el centro de atención—. Nunca presté demasiada atención a la teoría. En el momento en que lo necesité, cuando mi vida corría peligro, lo di todo en un solo golpe. Mi cuerpo, mi alma, mi mente. Así fue como sentí por primera vez el cosmos arder en mi interior.

—Qué cursi. ¿Y así se queja de mi explicación, señora Geist?

Makoto se tapó la bocaza un par de segundos demasiado tarde, cuando ya había dicho demasiado donde todos preferían guardar silencio. Geist, de aspecto implacable gracias a la máscara, tomó la herida mano del lancero y empezó a moverse, trayéndole malos recuerdos a la vez que la niña reía sin parar.

—Ay, ay, ay. ¡La mano no! ¡La mano no!

—Si tienes tiempo de hacerte el gracioso, también lo tendrás para ponerte a trabajar.

 

Mientras veía a aquellos dos marcharse, Azrael todavía trataba de entender qué era el cosmos y cómo podía despertarlo, para así poder ser más útil a Akasha. Tan ensimismado estaba, que no notó que Icario se había quedado mirándole, muy serio.

—Es extraño verlos reír tras tantas desgracias, ¿verdad?

—Las lágrimas son la bebida preferida de Hades, la risa es el sonido milagroso que no le deja dormir bien. Que rían todos, por los vivos y por los muertos.

—Entonces, ¿qué ocurre?

—Dime la verdad. ¿Quién derrotó al guardián de Reina Muerte?

—¿Qué vencedor supondría un ejemplo a seguir para el ejército de Atenea, en su mayor parte formado por soldados rasos? —preguntó Azrael, a modo de respuesta.

—Desde luego, si Faetón pudo hacer eso, ninguno de mis hombres querría ser menos —convino Icario—. ¿Sabes que lo encontraron en el barco, inconsciente? Robaron la máscara de Rangda delante de sus narices, estoy esperando a que se recupere para darle una buena reprimenda. Tú viajaste con él a esa isla del demonio, ¿tienes alguna idea de por qué volvería al barco sin pedir ayuda a nadie?

—¿Para quedarse con el mérito?

—Eso ya lo imagino yo solo. Y deja de responderme con preguntas.

—Todos los tripulantes certificaron ser empleados de la Fundación Graad, me aseguré de ello cuando emprendimos el viaje. Al final no fue posible, todos se encerraron en cuanto el barco atracó, salvo uno. Era japonés y se llama Mei… Mei… No recuerdo el apellido, tampoco el rostro. Llevaba siempre una gorra. ¿Le sirve de ayuda?

—Más o menos —dijo Icario—. Solo una cosa más.

—¿Sí?

—Vuelve a dar una sola orden a mis hombres y la aspirante a Virgo tendrá una nueva asistenta. ¿Ha quedado claro?

—¡Señor, sí, señor!

—Grecia necesita más hombres como tú. Anda, ve a descansar.

 

***

 

La persecución llevó a Akasha por medio pueblo, hasta un pozo en el que al fin encontró a quien buscaba. Un muchacho de lo más común, de camisa roja sin mangas, vaqueros azules y una cara que lo decía todo sobre lo que pensaba. La había hecho correr a propósito y eso le divertida. ¡Vaya con el héroe del Santuario!

—No ha tenido gracia.

—¿Y sí la tuvo pasar detrás, sin avisar de que te ibas? Admito que la primera vez fue mi culpa, acababa de despertar, de reencontrarme con mi hermana, no sabía qué era real y qué un sueño. Y de repente me encuentro con que Kanon es el Sumo Sacerdote y me ordena que escolte a Rodorio a la sucesora de Shaka. Bien, puedo lidiar con eso, ¡si la niña a la que debía escoltar no se hubiese ido corriendo sola!

—Creía que querías estar solo. Te vi ahí, delante de Ichi, Nachi y Geki.

La imagen le vino a la mente. Seiya murmuraba algo frente a las tres Cajas de Pandora, tal vez una oración, quizás solo una disculpa. No se atrevió a interrumpirle.

—Fue duro saber que habían muerto. Nunca crucé muchas palabras con ellos, incluso después de saber que eran mis hermanos de sangre. Llegamos a pelear en el pasado.

—Lo sé. Geki dijo que te dio una paliza.

—¡Será mentiroso! Eso es algo que me espero de Ichi, ¡Geki era un buen hombre!

—¿No mandó a Hyoga al hospital?

—Por supuesto que… Espera, ¿me estás tomando el pelo, verdad?

—Si lo notas, es porque los conoces. Ellos me hablaron mucho y muy bien de vosotros, querían celebrar una gran fiesta cuando despertarais. Pero no pude protegerlos hasta que llegara ese día. No pude salvar a Ichi, ni siquiera estuve junto a Geki y Nachi cuando…

—¡Espera un momento! —interrumpió Seiya, mostrando por acto reflejo la palma abierta—. Somos nosotros quienes os hemos fallado, no tú, ni nadie que haya estado luchando mientras éramos prisioneros del reino de los sueños.

—No luché —dijo Akasha, cabizbaja. Se sorprendió al sentir la mano de Seiya sobre su cabeza. Buenos recuerdos aparecieron en su mente, demasiado buenos para ella, que nada había hecho por cambiar las cosas—. ¡No hice nada!

—A tu edad, has hecho suficiente. Yo también tuve seis años, ¿sabes? Y lo único que hacía era llorar porque me habían apartado de mi hermana. Seika, ¿la conoces?

—¡Se pondrá bien!  Está viva y su mente no fue dañada. Solo necesita reposo.

—¿Ves que sí has hecho algo? Te preocupaste por ella, por Ichi, Nachi y Geki. Yo ni siquiera era capaz de escuchar las lecciones de mi maestra sin quedarme dormido. Necesité seis años de entrenamiento para dejar de quejarme de mi suerte y aprender lo que tú ya sabes. Todos tenemos un destino, una misión en la vida. Pero no solo se trata de aceptarla sin cuestionarnos nada, ¿sabes?

—¿Acaso deberíamos rebelarnos contra el destino escrito en las estrellas? —cuestionó Akasha, a lo que Seiya negó con la cabeza.

—Nosotros forjamos nuestro destino. Y eso también está forjado en las estrellas.

Al ver cómo Akasha no decía nada, Seiya quiso buscar una explicación menos poética, más clara. Mientras se rascaba la barbilla, la voz de alguien surgió en su mente como un vago recuerdo. Trató de dar forma a quien emitía esas palabras, pero se encontró observándose a sí mismo. No era la primera vez que le ocurría. Desde el momento en que despertó, cuanto había soñado, una vida entera, se empezó a derrumbar, cayendo en el olvido para dejar paso a la vida que en verdad había vivido.

Para cuando el santo de Pegaso volvió a hablar, aquel pensamiento se había esfumado de su mente, tal y como ocurre con los sueños después de despertar.

—Un hombre y su destino, no existe diferencia entre ambos. No se trata de aceptar algo impuesto y ajeno, sino…

—¿Propio? —completó Akasha.

—Y flexible. Nuestro destino no solo depende de cosas que no podemos controlar, sino también de nuestra voluntad. No eres culpable de lo ocurrido hoy. Y sé que Ichi, Nachi, Geki… y Shaina. Todos ellos coincidirían conmigo, los conozco. Escúchame —pidió, dirigiéndole la mirada; ella se la devolvió, expectante—: No dejes que la culpa te consuma, no te quedes esperando lo inevitable sin hacer nada para remediarlo. Debes volverte fuerte, porque el destino de un santo no es un regalo ni una imposición, ¡es algo que debemos crear con nuestras propias manos!

 

Un silencio se formó entre ambos, corto y frágil, pues pronto quedó roto en pedazos. Cerca, una madre y su hija rompían en llanto, precediendo a una oleada de murmullos y gritos. Curiosos, familiares y amigos conquistaron el ambiente con el dolor de la pérdida, extendiendo por el pueblo de Rodorio la verdad sobre los desaparecidos.

Akasha tembló, recordando el encuentro con Orestes. También Seiya sintió un estremecimiento, no pudo evitarlo, no al oír lo que contaba el grupo de Icario.

—Yo podría ayudarte —dijo el santo de Pegaso, recurriendo a toda su fuerza de voluntad para mantenerse sereno—. Sé fuerte. ¡Volvámonos más fuerte que todas las generaciones que nos precedieron! ¡No permitiremos que esto se repita! Lo…

Un juramento iba a salir de la boca de Seiya, en nombre de la diosa en la que creía y de las estrellas bajo las que tantos héroes habían nacido, pero no le fue posible; Akasha se había aferrado a él. Al abrazar a la pequeña, sus manos notaron al fin que estaba temblando, y supo de ese modo que aquella no era solo la valiente sucesora de Shaka, sino una niña de seis años que había encarado por primera vez la guerra y la muerte. Escuchó en silencio el llanto, dándole palmaditas en la espalda, comprendiendo lo poco que, en ese momento, aquella necesitaba saber del destino, el futuro y la culpa.

Con la cabeza contra el estómago de Seiya, la máscara aun cubriéndole el rostro bañado en lágrimas, Akasha repetía las mismas palabras una y otra vez:

 

LO SIENTO.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Notas del autor:

 

Por diversos motivos, el próximo lunes no me será posible publicar, así que decidí darles una doble publicación el día de hoy. ¡Con este capítulo culmina el primer arco de esta historia, muchas gracias a todos por su apoyo!


Editado por Rexomega, 03 febrero 2020 - 15:21 .

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Publicado 06 febrero 2020 - 11:15

Capítulo 12. Recuentos de guerra

 

Kiki es valiente

 

menos mal que en este fic los caballeros si utilizan la  telepatía 

 

¿el rey Piotr  esta con vida en tu fic?

 

que me late que  Ichi es el verdadero protagonista de este fic

 

Cristal no sabe que en el futuro los caballeros podrán pelear en el espacio XD

 

seiya y sus ocurrencias Jajaja

 

 

 

 

Capítulo 13. Hacia el distante futuro

 

 

no entendí porque  Orestes  se sintio culpable

 

a Makoto le gusta trolear a Azrael

 

la explicacion sobre lo que es el cosmos creo que al final causo mas confusión

 

A Akasha  aun le queda un largo recorrido para convertirse en una autentica saint femenina aunque por lo menos no es una mocosa malcriada como...ciertos personajes

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

PD:

 

Tu fic es bueno incluso tiene escenas que son muy buenas pero al ser capítulos largos te sugeriría que no publicaras dos capítulos el mismo día y dejes pasar cierto tiempo entre la publicación de un capitulo y el siguiente, para que le puedas dar tiempo a los lectores de seguir con la historia y no atrasarse

 

Aclaro que lo anterior solamente es una simple sugerencia 


Editado por Patriarca 8, 06 febrero 2020 - 11:17 .

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#87 -Felipe-

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Publicado 07 febrero 2020 - 17:54

Vamos con el 12

 

Kiki hizo un gran trabajo, claro que se merece la armadura señor Kanon. No sea bobo, es el destino. ¿Nunca le hablaron de eso o se le metió agua en el cerebro? En otras noticias, interesante que, a pesar de todo el odio que merecen, metieras sutilmente a Sho, Daichi y Ushio. Quizás por la misma razón no los mencionaste por nombre xD Por cierto, esta línea me sacó una risa.

—En la Antigüedad fueron adoradas como divinidades.

—En la Antigüedad necesitaban a un dios para cualquier cosa. 

OHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHH XD

 

Seiya protegido por el Santuario; Hyoga por un castillo nórdico, Shiryu por ninfas, y Shun e Ikki por un solo Santo. Pero que no se hable de favoritismos, eh? jaja De todos modos, me gustaron las interacciones entre los personajes, post-batalla. Verlos relajarse e intentar olvidarse de todo, a pesar de que probablemente todos tienen la mitad de las costillas, siempre da mucho jugo, cuando no todo es combo, patada, ataque especial, defensa. Faetón, lamentablemente, no pudo hacer mucho ante Black Marin a.k.a. Mamá de Diana; en tanto que Icario, un viejo zorro ya, hace correr al hamster de la cabeza. Al menos tienen fuerza para ello, pues físicamente están tan demacrados que sacaron canas.

 

 Los que despertaban el cosmos en seis años, eran santos de bronce, quienes tardaban menos de tres eran conocidos como santos de plata, superiores e incluso maestros de aquellos.

Aquí me quedó una duda. ¿Tardan seis años en despertar el Cosmos, desde su nacimiento? ¿O es que tardan seis años, desde que empiezan a entrenar, en recién despertar el Cosmos? ¿O es dominarlo en vez de despertar? ¿O es al revés?

 

Una cosa que no había comentado en otros reviews es lo mucho que me gusta el uso de términos para "ampliar" el universo. El uso original y local del conocido Cinturón de Hipólita, la Montaña de Fuego, los Heráclidas de la era moderna; así como el gran uso de la mitología, como dar una respuesta a la pregunta sobre si Perseo, Odiseo, Teseo, Orfeo y los demás -eo eran Santos, o la máscara de Ragda. Como fan de la mitología griega es algo que me, digamos, llena el espíritu. Me saca muchas sonrisas y te lo agradezco.

 

Finalmente, agradezco introducirnos en la mente de Kanon para ver no solo sus dudas por su cargo y las consecuencias "al detalle" de sus acciones "al por mayor", así como mostrarnos que no se rige mucho por los protocolos de que los de Bronce no tendrían por qué interactuar con él. Me gusta mucho eso.

 

Nadie nace siendo un santo

Maldito Kuru y su maldito Episodio Zero-Origin-Destiny con sus malditas Gemínidas fugaces. Esto solo sirve de recordatorio de como un fan cuida su obra mientras un autor profesional se dispara en el dedo del pie.

 

P.D. Intrigante lo del próximo Géminis, que al parecer será un loco, como es usual. Virgo me gusta, es tierna y ahora me preocupa que algún santo negro la tenga en la mira... pero no sé si me gusta tanto que sean tan "cariñosos" con ella. Digo, yo lo sería. Pero, al fin y al cabo, es una soldado, como todos los demás fueron desde niños. Si perdieron la niñez ellos, preferiría que no hubiera excepciones. O quizás estoy viendo de más.

 

Saludos Rexo!


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#88 Seph_girl

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Publicado 08 febrero 2020 - 13:26

¡Genial, cap doble!

Pero por tiempo sólo comentaré uno y la próxima semana me asomo por el siguiente:

 

Cap 12. Esto apenas empieza
 
Como que algo me falta... ¿ya acabó la batalla? ¿Los cinco minutos, que? ¿cómo? Caronte estaba ante Kanon dispuestos a partirse la cara y entonces... ¿Me dormí a media función?
Mientras averiguo eso pues comento que, mira que el que la tuvo mas fácil fue el santo de Perseo, bien por él XD, lástima que no estuvo donde más se ocupó.
Agradable el resumen de los otro 4 frentes que no vimos, el de las ninfas se lee que fue el más intenso de todos.
 
Parece que el primer arco de esta historia llegó a su fin, pero vemos que salen posibles enemigos misteriosos, como el hombre que se robó la mascara , y también a la dichosa Hipolita (que por alguna razón no recordaba que era clon fisico de Marin pero negra)
 
Y hablando de Hipolita, ya supimos cómo murió Jaki la primera vez, linchado por las amazonas... ¿qué habrá hecho para tal cosa? 
 
Ok, me cuentas que Caronte se fue así no mas, prometiendo volver en 13 años para volver a solicitar ser amigos y olvidar que hizo un caos en la casa de Atena y los santos... Genio el hombre, un g-e-n-i-o.
 
Y pues los santos de bronce protagónicos ya despertaron después de un largo coma... y pues bien cuidados estaban como para que Seiya ya este en pie y todo eso jaja, buena publicidad para el hospital donde estuvieron.
 
Se nota que ya vienen caps de desarrollo, me alegra porque me encanta leer cómo interactua todo el reparto.
 
PD. Buen cap, sigue así x3

Editado por Seph_girl, 08 febrero 2020 - 13:30 .

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


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Publicado 09 febrero 2020 - 14:34

Ah, y ahora que comento el capítulo 13, me quedó una duda que tal vez respondiste antes, o quizás la mencionaste en el mismo texto. ¿Cuánto tiempo exactamente ha transcurrido desde la batalla con Hades? No puedo entender si son unos meses, seis años, 13 o más.

 

Un par de errorcillos:

 

 eso le divertida

—Tenemos que luchar —interpretó a Akasha.

 

Y el resto, lo que se puede comentar es la claridad sobre la explicación del Cosmos de parte del otrora mocosa del orfanato, dentro de lo misterioso que todo el Santuario es. Azrael me sigue gustando muchísimo, espero que se convierta en Santo alguna vez (si el Géminis empezó de viejo, ¿por qué no él?).

 

En la conversación entre la Virgo y Orestes me gustó que el trato que se le dio a la niña, neutral y respetuoso, así como si actitud. Muy diferente a lo ocurrido en el capítulo anterior. Incluso, al final, no sentí lo mismo que en el 12 al verla llorar y empatizar y sentir culpa. Parecido, pero no igual. Durante su conversación con Pegaso, fue muy duro leer lo que Geki y los demás tenían planeado para cuando Seiya despertase, a pesar de no conocerse demasiado. Ahí es cuando llega el equino alado...

 

Seiya es Seiya. Despierto, vivaracho, alegre pero, a su singular manera, profundo.

—Nosotros forjamos nuestro destino. Y eso también está forjado en las estrellas.

 

Ese es Seiya, el Héroe de Héroes, el Más Grande. Así, con mayúsculas. No se complica ante la vida, valora la simpleza de la misma y consigue hacer milagros hasta en los detalles más pequeños. Gran caracterización del personaje, Rexo.

 

Saludos!


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Publicado 15 febrero 2020 - 14:39

Capítulo 13. ¿Qué es el Cosmos?
 
Kanon ordena que petrifiquen a Orestes si "todo salía mal"... ¿eso fue "salir mal" o Perseo sólo lo hizo por sus pelotas? xD
 
La conversación de que si son muy viejos para iniciar o no el entrenamiento me recuerda a lo que Yoda decia de Luke, y al final lo terminó entrenando y todo eso.
¿Será lo mismo para Azrael y Makoto? Veremos, sea como sea, seguro que seguirán siendo un par muy divertido de ver juntos.
 
Seiya tan buen tipo, yo que siempre lo pongo de pesado jajaja, pero está bien. El acercamiento de los personajes canónicos con la representante de los personajes nuevos se siente lindo y respetuoso.
¿Lograrán volverse los santos mas poderosos de todas las generaciones pasadas? Tienen qué, pues si Caronte es el enemigo lo necesitarán XD
¡Vamos al siguiente arco!
 
Pd. Buen cap, sigue así :3

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


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Publicado 17 febrero 2020 - 18:27

Saludos

 

¡Buen review, sigue así!

 

Respuestas Capítulo 12:

 

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Respuestas Capítulo 13:

 

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***

 

Interludio

 

Ifigenia observaba la entrada entreabierta, dominada por la duda.

La puerta, hecha de cuerno, era una entre otras tantas que se extendían a ambos lados de un pasillo cristalino. Aquel espacio carecía de adornos en el techo, suelo y paredes del mismo azul pálido del río Lete, dispuesto para hacer olvidar a los soñadores los mundos que habían visitado en el Oneiroi, palacio de los Ensueños y el Sueño mismo. ¡Incautos ellos, que en su mayoría olvidan mantener en el recuerdo los restos que de esos mundos soñados Mnemosine les deja en los primeros instantes del despertar!

Pero Ifigenia no guardaba interés en el conocido mundo azul, cubierto de puertas en la misma medida que el cielo nocturno lo está de estrellas. Los ojos soñadores de la guardiana del Oneiroi se mantenían en el oscuro hueco que separaba la puerta hecha de cuerno, de su común estado de cierre. Ella sabía que, de no hacerlo, el sueño que poco tiempo atrás contenía, no podría ser jamás recordado. Miraba el negror infinito, hipnotizada, hasta que la dulce voz de una joven buscó sacarla del trance.

—¿Qué dolor aqueja tu corazón, Ifigenia? —preguntó la mujer de vestido blanco.

El cabello castaño, los ojos grises y la blanca piel de su rostro y brazos pertenecían a Saori Kido, reencarnación de Atenea. Sin embargo, aquella entidad nació del Zeus Onírico, y no de aquel que gobierna en la más alta cima sobre los dioses, pilares del mundo consciente al que los hombres llaman realidad. Un ente entre mil, que reina sobre los sueños que crea para reyes, héroes, y otros hombres ilustres.

—Ninguno que merezca la atención de los inmortales, mi señor —respondió Ifigenia. Y aunque la amazona no volteó, ya que aún mantenía la mirada fija en la tumba de un sueño roto, eran incuestionables su respeto y humildad.

—Oh, Ifigenia —dijo la entidad, ya más cerca de la amazona—. Llegaste a este reino como humana, casta sierva de Artemisa, protectora de doncellas. Tal es tu origen, por el que con humildad inclinas la cabeza ante los dioses, hacedores de la humanidad. Pero, ¿acaso no volviste a nacer de mi padre, Hipnos, de quien todos los sueños nacen? ¿No fue Artemisa, diosa partera, quien iluminó con luz de plata tu segundo nacimiento?     

—¡Así es! —exclamó Ifigenia; el orgullo inundaba su pecho.

—Si es así, ¿no estamos unidos por el vínculo de la hermandad, aún más antiguo que los Señores del Olimpo? —Ante la pregunta de la entidad, Ifigenia asintió—. Entonces, ¿por qué temer compartir penas, así como antaño compartimos origen?

—No quiero olvidarlo —respondió Ifigenia con voz queda—. Si las puertas se cierran, ni siquiera yo podré recordarlo, ¿verdad?

—Aun tú, que tantos sueños has visitado, ¿los recuerdas una vez han terminado? —preguntó la entidad, sirviéndole a Ifigenia como respuesta—. Pero de la Muerte y el Sueño, Eros es hermano…

El último comentario de la entidad, con una voz regia y potente como solo podía proceder de los más grandes héroes y reyes, causó en Ifigenia un sobresalto. Un aro plateado con doce —infinitas— llaves colgando cayó contra el suelo azul, y la amazona se agachó presurosa a recogerlo. Una vez tocó el frío metal con los dedos, volvió la mirada hacia la entrada ennegrecida, temiendo que se hubiese cerrado al dejar de vigilarla. Al contemplarla aún abierta, Ifigenia sonrió, jugueteando con el aro de plata.

—Ha llegado —comentó la entidad. Ifigenia, sabedora de que la puerta no se cerraría por el momento, volteó con lentitud.

No se encontró con la pelirroja hermana del santo de Pegaso, ni con el envoltorio mortal de Atenea, diosa de la sabiduría y la guerra. La forma de la entidad era ahora masculina: alto, fornido y de anchos hombros; el corto cabello oscuro y la espesa pero bien recortada barba, así como los ojos grandes y firmes, evocaban el regio porte de los reyes de la Antigüedad. Vestía un corto quitón, sujeto por un cinto y fíbulas en los hombros; por encima de la prenda procedente de Oriente, lo cubría un amplio manto. Y no calzaba los zapatos propios de los hombres de la era contemporánea, presente del mundo consciente, sino sandalias. Para Ifigenia, la similitud con uno de los viajeros que hacía tan poco había guiado —no aquel a quien deseaba mantener en su memoria, sino Orestes, el callado compañero—, resultaba evidente.    

—¿Quién ha llegado? —preguntó.

—Aquel que fue liberado de la más antigua prisión —respondió la entidad.

Y sin hacer más preguntas, apretando con fuerza el aro del que colgaban las llaves del palacio, Ifigenia salió corriendo. Sabía muy bien quién había venido, y para qué.

 

***

 

El firmamento era siempre subyugado por la noche, el viento soplaba suave y templado, y las verdes tierras que rodeaban la cueva que se encontraba al final del camino, estaban cubiertas por toda clase de plantas hipnóticas. Caronte, vistiendo todavía las prendas que llevó en su invasión al Santuario, pasó por la invitación al sueño eterno que todos los visitantes de aquel lugar recibían. Permanecía firme, extrayendo de debajo de la chaqueta una espada invisible.

De inmediato, el invasor hizo una exagerada genuflexión, inclinando la cabeza hasta mirar el suelo. No se trataba solo de Hipnos, quien permanecía recostado a pocos metros, con la cabeza apoyada sobre las piernas cruzadas de una bella mujer. Él, que ha causado más dolor y muerte que ninguna criatura sobre la faz de la Tierra, sabía su lugar frente a los inmortales; sin embargo, la razón de su gesto era el deseo de no mirar a aquella que jugueteaba con los dorados cabellos del dios. Sabía que de levantar la mirada se encontraría con Pasítea, de sonrosada y viva piel, y un rostro siempre alegre, iluminado por una sonrisa que solo sus hermanas Cárites —y Afrodita, de todas las diosas la más hermosa—, podrían igualar. Pero, ¿tenía él, derecho a recibir bendición semejante de quien desde el alba de los tiempos, era esposa de Hipnos? ¿Se lo permitiría el padre de los Oneiros, quien solo a una había amado?

—¿Por qué te inclinas, Caronte? —preguntó Hipnos con su característica voz neutra.

—¿Cómo podría estar de pie, encontrándoos vos acostado? —se excusó Caronte, sin levantar la cabeza.

—Es mi estado natural —respondió Hipnos—. Pero te pido que me mires a los ojos, si tu deseo es hablar.

Caronte levantó cabeza, y por un segundo vio a Pasítea, con una corona de flores sobre el cabello. El rostro de aquélla, en parte oculto por el flequillo y la inclinación de la cabeza, respondió la mirada con su sonrisa eterna, y el invasor del Santuario no se extrañó al notar que ninguna alegría lo inundaba. Admiraba la belleza de la deidad —solo un loco podría negarla— pero la magia divina que a aquella y sus hermanas envolvía según las leyendas, no le afectó, del mismo modo que tampoco lo hacía el efecto somnífero del lugar, ni lo hicieron los poderes de aquel bribón pelirrojo del Santuario. Tan fuerte era la bendición de Ares, aún fluyéndole en cada gota de sangre.

—La espada de Hades —dijo Hipnos, mirando el espacio en apariencia vacío que pesaba sobre las dos palmas de Caronte, abiertas hacia el cielo—. ¿Pretendes entregármela?

—En el alba de los tiempos, los Hijos de la Noche otorgaron dones a los Olímpicos, victoriosos sobre Crono —relató Caronte—. Hipnos, quien había desposado a Pasítea, hija del Crónida, recibió de Zeus la petición de crear los sueños reales, que enseñarían el futuro a los mortales tal y como lo hacía Febo. Entonces nacieron Morfeo, Fantaso e Iquelo. Pero aquel saber sería la perdición de la raza de los hombres, y en su sabiduría, el Crónida ordenó la creación de los sueños falsos. Para cumplir tal voluntad, fueron engendrados mil Oneiros, hermanos de los anteriores. De ese modo, los seres humanos solo conocerían el porvenir cuando fuera necesario, y ese conocimiento estaría en manos de los más ilustres entre ellos, capaces de llevar tal carga.

—Continúa —pidió Hipnos. Las lagunas y malinterpretaciones propias de las leyendas que se extendían por la Tierra no le importaban, siempre y cuando permaneciera la esencia de la historia que se estaba contando.

—La Muerte, gemelo del Sueño, siguió a Hades hasta el límite del Abismo donde moran los Titanes, y en aquel vacío nació el genuino reino nombrado igual que su creador. Un lugar de descanso para las almas de los muertos, mucho antes de que el hombre se envileciera como la servil mascota de Ares que hoy es. Tánatos, maravillado ante la obra de Hades, le regaló una parte de sí mismo: era invisible, como lo es la muerte para cada mortal, y adquirió la forma de espada por voluntad de Hades, para diferenciarla del tridente de Poseidón y el cetro de Zeus. Se dice…

—¿Se dice? —repitió Hipnos, tras un tiempo de silencio.

—Al desprenderse de una parte de sí mismo, Tánatos permitió a quienes no nacieron inmortales, la posibilidad de serlo a través de medios diversos. La espada de Hades es capaz de deshacer cualquiera de esos cambios; la inmortalidad obtenida con esfuerzos y argucias no existe para ella. Y se dice… Se dice que aun aquella que es natural podría ser negada, pues la Muerte y la espada son lo mismo… ¿Acaso es cierto? —preguntó Caronte al final, había llegado demasiado lejos en su relato como para no hacerlo.

—Lo desconozco. Esa espada nunca ha conocido el cuerpo de dios —respondió Hipnos, sabedor del auténtico interés de Caronte—. ¿Deseas comprobar esa leyenda, quizás?

Hipnos extendió los brazos hacia los lados, dejando al descubierto el pecho vestido en sombras. Caronte miró al dios, sorprendido, y tras unos segundos de indecisión dejó caer la espada sobre la hierba; no hizo ningún sonido.

 

El silencio continuó unos minutos más. Hipnos veía el tentado corazón de Caronte con aún más nitidez que el resto de aquel espacio, preguntándose si debía corregir su empobrecida versión de los hechos. ¿Tenía sentido decirle que fue él, más que Tánatos, el maravillado por los Campos Elíseos que Hades creó en el inhóspito vacío? ¿Debía saber Caronte, que fue él quien convenció a Tánatos de otorgar tan preciado don a Hades, desprendiéndose de una parte de su propio ser? ¿Y acaso podría aquel guerrero incansable, comprender lo distinto que era el lazo que unía a los Hijos de la Noche y Zeus, de la simple gratitud, respeto y devoción? ¿Cómo hablar de la importancia del Crónida a quien ha visto a reyes y emperadores corromperse y caer ante los más lamentables destinos? No, que aquel niño —pues era un niño si se le comparaba con Hipnos, observador de los reinados de Urano y Crono— siguiera inclinado ante una espada de Damocles que no existe, atraído por rebeliones imposibles. Así se movía la Creación, orgullosa de su estado de realidad y sus leyes, y así se seguiría moviendo.

         

—Ofrecí trece años al Santuario —dijo al fin Caronte—. Sin embargo, ahora dudo de que haya sido lo correcto.

—¿Incumplirás tu palabra? —preguntó Hipnos.

—Tengo un presentimiento —dijo Caronte, evitando la pregunta—. ¡Y aún no me he recuperado del veneno de Campe! —exclamó, pensando en la ocasión, ya lejana, en la que golpeó los colmillos de la criatura para poder escapar—. ¿Debería enviar otra legión? Tal vez Cocito o Flegetonte…

Antes de terminar sus cavilaciones, Caronte giró para detener una flecha, disparada a su corazón. Más allá, a pocos metros, una bella mujer tensaba el arco,  regalo de Artemisa para las doncellas que en su nombre luchan. Aún con la flecha en la mano, el guerrero se acercó a la amazona con paso tranquilo. Por su parte, Ifigenia recurrió a su segundo mejor arte, y pronto Caronte se vio rodeado por un ejército de determinadas arqueras.

—¿A quién amas, princesa de Micenas? —preguntó Caronte tras la espalda de Ifigenia, la real. Esta giró a la vez que daba un salto hacia atrás, y disparó otra flecha que el guerrero esquivó con facilidad—. ¿Qué santo robó tu corazón? ¿Qué sueño te ha cautivado al visitarlo?

 

Caronte preguntaba al oído de Ifigenia, y con la flecha que aún sostenía jugueteaba con el cabello de la amazona. Esta, por momentos paralizada, se preguntó qué estaba haciendo pelando con el hombre que desde siempre había sido su amigo. Cuando lo vio en aquel lugar, inclinado, la reacción debía ser la de abrazarle tras su prolongada ausencia. Sin embargo, escuchar de una invasión al Santuario —aquella fuerza de la justicia por la que Jabu de Unicornio se había sacrificado— le provocó el deseo de detenerlo. Ella conocía a aquel hombre, y por ello sabía de lo peligroso que podía ser para el menguante ejército de Atenea.

Al sentir la flecha sobre la oreja, Ifigenia saltó de nuevo, al tiempo que incontables proyectiles impactaron contra Caronte, desapareciendo al llegar a su cuerpo. El guerrero podía ver más allá de aquellas ilusiones, y la única saeta real la bloqueó con la que tenía en la mano. Entonces, Caronte volvió acercarse a la amazona, y la abrazó. Ifigenia miró al guerrero, una sonrisa dominaba su rostro, distinta a la de ella o la señora Pasítea o el resto de las Cárites. Él sonreía como debían hacerlo los demonios: astuto, pero con una cierta picardía que sustituía la acostumbrada crueldad. 

—Oh, vamos —dijo Caronte, restando importancia a los ataques de Ifigenia. Acercó la punta de la flecha a los labios de la amazona, para luego dejarla caer hasta apuntar a la altura del pecho—. ¿Por quién late el corazón de la princesa de Micenas? Dímelo, para así poder perdonarle la vida, dejando por cuantas décadas permita la inflexible Átropos, las puertas de sus sueños entreabiertas para ti.

A Ifigenia no le extrañó lo errado que estaba Caronte: ¿cómo podía saber de Jabu y su sacrificio, si ya no era más que un sueño que Mnemosine dejó partir? Tras liberarse del abrazo, dio lentos pero firmes pasos hacia atrás, y en cuanto el guerrero pretendió seguirla, hizo que la flecha que esgrimía estallara en plumas negras. Pronto, un embrujo de ensueño asaltó todo el cuerpo de aquel hombre, al tiempo que un disimulado hilo de aguas del Leteo —Ifigenia había bañado sus flechas en él antes del primer disparo— navegó por los pliegues de sus ropas y la piel, adentrándose en el oído en busca del cerebro. Ninguno de aquellos intentos dio resultados: no era posible controlar al que un día fue siervo de Ares, como tampoco un campeón del Olimpo podía olvidar su misión.

—Todos —dijo al fin Ifigenia, sabiéndose derrotada.

—¿Todos los santos? —preguntó Caronte, casi sin creérselo.

—Quiero que perdones las vidas de todos los santos de Atenea —reiteró Ifigenia—. No ataques el Santuario ahora, ni dentro de seis meses o un año. Eso pido.

—De acuerdo —respondió Caronte de inmediato, sorprendiendo a Ifigenia por un instante—. Pero, ¿qué debo hacer si los dioses me piden lo contrario?

La pregunta no estaba dirigida a Ifigenia, sino a la entidad que ahora la respaldaba, adoptando la forma de un rey de antaño. La mirada de Caronte, entornada, atravesaba a aquella apariencia con una furia tan inmensa, que la amazona pensó en volver a tensar el arco. Detrás, sin haberse movido de su cómoda posición, Hipnos decidió intervenir.

—¿Ofreciste trece años de tregua sin el permiso de los Olímpicos? —preguntó Hipnos. La crítica atravesó a Caronte, y la mejor espada no habría sido igual de letal—. Solo cumple tu palabra, y de esa forma honrarás a quienes sirves.

—¿Será lo mejor? —preguntó Caronte, sin dirigirse a nadie en concreto. Dejó el tiempo pasar, sin que nadie dijera nada.

—La maldición de Campe —empezó a hablar Ifigenia, rompiendo el incómodo mutis—, ¿si la elimino, volviéndola sueño, harías caso a mi petición?

—Tanto poder no está en tus manos —dijo Caronte—. No puede…

—En Ifigenia se encuentra mi fuerza, como en todos mis hijos —apuntó Hipnos, lejano; sus ojos posados en el resplandeciente rostro de su esposa.

—Dunamis —murmuró Caronte, y luego asintió—. Acepto, Ifigenia, ningún santo morirá por mi mano durante los próximos trece años, en la época y la Tierra de la que he regresado, siempre y cuando no vuelvan a tener trato con el Hijo y sus siervos, tal y como han asegurado, y se limiten a su labor. ¿Os parece aceptable?

Ifigenia asintió enseguida, aunque el silencio de Caronte la impulsó a añadir una cláusula más a aquel pacto, después de recibir la aprobación de su señor.

—Una alianza entre los santos de Atenea y las fuerzas del Hijo activará nuestro trato. La maldición de Campe empezaría a menguar desde ese momento. Así lo juro.

Fue hasta ese momento que Caronte asintió, conforme.

—Pero me sigo preguntando: ¿quién es el hombre que te ha movido a pedirme algo así, princesa? Ninguno de los que murieron esta noche, espero.

—No soy una princesa —dijo la amazona. Caronte estaba cerca de ella; las manos, frías como la nieve en invierno, sobre las hombreras—. No fue ese el hado bajo el que nací.

—Pero las hijas de los reyes son llamadas princesas —dijo Caronte—, aun si son sus propios padres quienes le niegan ese destino. —La mirada volvió a tornarse furibunda, directa a la entidad que custodiaba a Ifigenia, o más bien a la forma que había adquirido—. Ahora debo irme, ¿no guardas alguna sonrisa para un viejo amigo? Son preferibles a las flechas, ¿sabes?

Desconociendo por qué, Ifigenia se apartó, sin corresponder aquella petición. Caronte la miró con la clase de rostro que enemigos y aliados, amantes y odiados, jamás podrían ver, y desapareció. Dentro de trece años volvería, buscando el pago por el pacto que había aceptado con tan pocas reservas. Atacaría a los santos, si es que estos no hallaban en aquel período un tiempo de reflexión. Sí, si no tomaban la decisión correcta, el Santuario conocería por última vez el auténtico significado de la desesperación, y esa idea la angustiaba. Ella, admirada por la determinación de Jabu, no deseaba que su sacrificio fuera en vano, y con esa angustia había tensado el arco frente a un amigo.

—¿En verdad necesita ayuda para liberarse de la maldición de Campe? —preguntó la entidad con forma y voz de rey.

—No, se habría recuperado por sí mismo; él es uno de los Astra Planeta —respondió Hipnos—. Pero en los reinos de la vigilia, siempre es necesario dar y recibir para que nadie quede inconforme, así el pago sea simbólico.

Hipnos seguía acostado, e Ifigenia, tranquilizada al ver resuelto el conflicto, se le acercó para devolverle las llaves del Oneiroi. Incluso ella, guardiana del palacio, no debía tenerlas siempre en mano. El dios tomó el aro sin levantarse, mirando a la amazona.  

—¿Tienes algo que decirme, Ifigenia? —preguntó Hipnos, suspicaz.

—Guié a Unicornio y él salvó a los santos de bronce —confesó Ifigenia con voz entrecortada. Detrás, la entidad de regia forma negó con la cabeza, formando una enigmática sonrisa.

—Eso podría jugar en contra o a favor de los reinos de la vigilia, pero ya no depende de nosotros —dijo Hipnos—. Unicornio, Jabu, hijo de Mitsumasa Kido. Deseas que Mnemosine lo mantenga para ti, a él que ha dejado de existir —adivinó.

Ifigenia notó un diminuto peso extra en la mano y, antes de responder, vio una de las llaves de plata del palacio. Recordó el negro vacío tras la puerta entreabierta, y el sueño que antes contenía.

—Te concedo el derecho de cerrar esa puerta, o de mantenerla abierta por siempre, si es tu deseo —dijo Hipnos, y ni entonces su voz dejó la natural neutralidad, ni su rostro volteó. Solo los ojos, cerrados ahora, le daban una apariencia distinta.

—Yo… Pero… No obedecí… —decía Ifigenia, temblando. Sus blancas mejillas se vieron empañadas por hilos acuosos, naciendo de la felicidad que la embargaba. Mientras aquella puerta siguiera abierta, así hombres, dioses, y el mismo tiempo lo hubiesen olvidado, ella recordaría a aquel valeroso muchacho.  

—Tal vez Ifigenia se pregunte qué debe dar a cambio —sugirió la entidad.

La guardiana del Oneiroi giró  levemente, y por fin pudo recordar en la forma de la entidad la olvidada imagen de su padre, Agamenón de Micenas.

—En los reinos de la vigilia, siempre es necesario dar y recibir. Pero aquí —la voz de Hipnos se alzó como rara vez ocurre, al tiempo que el dios abría sus ojos dorados—, todos mis hijos han de saberlo: no hay más ley que mi capricho.

Sí, en verdad los hijos de Hipnos sabían bajo qué voluntad existían. El ente con la apariencia de Agamenón, y la amazona bañada en lágrimas de felicidad, sonrieron ante aquella verdad. Y así como en el mundo que muchos llaman realidad una niña pedía perdón entre llantos, Ifigenia da las gracias a su señor, su segundo padre.       

 Mientras, Hipnos dirigía su mirada al negro firmamento de las Tierras del Sueño, tan lejano y a un tiempo tan cerca del mundo de los hombres mortales, donde brillaba una inmensa y brillante esfera. Extrajo un manuscrito de sus ropas, extendiéndolo hacia aquella luna lejana, mostrándole el contenido firmado con letra esmeralda. Y el dios dijo algo, hablando de los tiempos que vendrían.

Pero nadie pudo escucharlo. 


Editado por Rexomega, 17 febrero 2020 - 18:28 .

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Publicado 19 febrero 2020 - 15:00

Interludio

 

 

¿Ifigenia volvio a renacer?

 

esa entidad  es muy extraña

 

Hipnos es mas flojo que kurutrol

 

La espada de Hades posee grandes habilidades ocultas

 

¿el elemento del Dunamis también se aplicara a tu fic?

 

 

 

 

 


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Publicado 19 febrero 2020 - 18:14

Hola Rexo, ¿cómo estás? Paso a comentar un capítulo que cambió completamente el escenario a uno que me encanta, tal vez mucho más que el otro, pues es con el que empecé a leer esta historia. Es la parte mitológica-onírica, dos de mis temas favoritos de la vida. Y empiezo con esto, que me sacó una risa.

 

—¿Cómo podría estar de pie, encontrándoos vos acostado? —se excusó Caronte, sin levantar la cabeza.

—Es mi estado natural —respondió Hipnos—

 

Como la vida misma. Hypnos vive el sueño. Pero claro, si yo digo eso, mis alumnos llaman al rector, ¿verdad? ¿VERDAD?

 

Muy bien como aquí los Oneiros son varios dioses, una denominación, apegándose más a los mitos que lo que hizo aquella periodista que ahora escribe artículos sobre DC Comics. También fue genial ver a una de las Gracias, y más aún Hypnos en su estado más "natural", por así decirlo, con su amada. Su interacción con Caronte el no-barquero es tremenda, pues muestra a dos seres mucho más allá de la humanidad, con una percepción distinta, una personalidad que no se supone que podamos comprender.. pero también que hay distancia entre ellos. Uno es el Dios de los Sueños, padre de muchos otros, mientras que Caronte es... que se yo, el tramposo local xD Los dioses tienen literalmente todo el tiempo del mundo, así que a Hypnos (que a diferencia de su gemelo no carece de paciencia) no le interesa que el otro se vaya por las ramas, mostrando que le gusta su propia voz. Claro, a Hypnos también deben gustarle los epítetos positivos dirigidos hacia su persona, así que todo bien por ese lado.

 

La parte mitológica y el relato son espectaculares, más cuando Caronte te cuenta tan bien las cosas jaja Cuando leí eso de la espada invisible de Hades, para explicar/justificar por qué Kuru no metió el aguitado e infame casco, quedé impresionado. ¡Excelente decisión! Como siempre, son los fans los que tienen que arreglar los errores, y aquí la forma en la que hablas del arma del rey del inframundo es muy natural, muy fluido, me encanta. También me gustan mucho sus características, su relación con la Muerte encarnada, y las propiedades tanto para mortales como inmortales. Creo que son de mis párrafos favoritos de toda esta historia, y especialmente después cuando el otro gemelo hijo de Nyx relata que el relato es más grande de lo que parece.

 

¿Debería enviar otra legión? Tal vez Cocito o Flegetonte…

 

¿Ahora quieres mandar hielo y fuego al Santuario, Carin? ¡Para ya, hombre!

 

Ifigenia, aun pensando en el buen Jabu, fue lindo, porque ella no sabe cómo interactuar, dado que está en el límite entre lo mortal y lo divino. Vivió dos vidas, de hecho. Es intrigante saber cómo se va a desarrollar su historia, qué camino elegirá, que le llevará a tomar una decisión que no pasará indiferente, sea para dioses o para hombres.

 

 

 

 No, que aquel niño —pues era un niño si se le comparaba con Hipnos, observador de los reinados de Urano y Crono— siguiera inclinado ante una espada de Damocles que no existe, atraído por rebeliones imposibles.

Creo que falta el verbo principal en esta frase.

 

 

 

 

 

....momento.

 

Momento.

 

¡MOMENTO!

 

 

I'm a complete idiot, I'm Booboo the Fool. ¿Cómo no me di cuenta antes? Me sonaba el nombre Orestes, me sonaba el de Ifigenia, y hasta que no leí el nombre del padre no uní los puntos de una de las historias más famosas de Grecia, de las primeras que me metieron en el gusto por los mitos hace más de 20 años, de las que tuve una discusión en la u con una profe de literatura hace no más de tres meses, sobre los tres hermanitos y sus famosos padres, y la tía y... Ya si mencionaste a Electra y no me di cuenta, es para que los hombres de negro me peguen un tiro.

 

Perdona, oh musa, a aquel varón sin genio cuyo nombre empieza con F...


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#94 Seph_girl

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Publicado 21 febrero 2020 - 14:40

INTERLUDIO

 

Cap corto en el que adaptas de manera creativa muchas ondas mitológicas, detalles lindos de tu parte.

Vemos a Ifigenia una vez mas, quien de verdad se quedó muy prendida del recuerdo de Jabu, tanto como para intentar pelear contra Caronte XD y después pedirle que no mate a ninguno hasta que pasen esos 13 años que le pesarán, jajaja vaya que le pesarán XD

 

Pd. Buen cap, sigue así.


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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


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Publicado 24 febrero 2020 - 13:18

Saludos

 

¡Buen review, sigue así!

 

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***

 

Capítulo 14. Doce años después

 

El hombre dio un paso al frente, un salto de fe hacia el vacío interestelar. La piedra, flotando en medio de la nada, reaccionó a la voluntad del hombre, volando presta hacia él. Otras piedras, acaso meteoritos aplanados por un espacio inclemente, le siguieron, formando una escalera a través de la cual el hombre ascendía, seguro de sí mismo.

Vestía ropas sencillas y holgadas, propias de alguien de mayor edad y altura. La máscara tribal que le cubría el rostro lo distinguía del guardia de seguridad que había aparentado ser, pero había algo más que lo hacía destacar, menos visible, eso sí. La confianza con la que pisaba cada peldaño flotante, rodeado por un mar de estrellas, no era propia de un hombre común y corriente, viviendo como una complaciente marioneta del destino, sino de aquel que dejará una huella en el mundo, si no es que la ha dejado ya. Como una última muestra de tal resolución, se quitó la máscara cuando rozaba ya el penúltimo peldaño, arrojándola allá donde decenas de constelaciones brillaban con un aire que él consideraba nostálgico. Un vistazo fugaz a la era mitológica. 

Al llegar a la cima, se encontró en un suelo circular, elevado por la misma magia que la escalera que había recorrido. La imagen en relieve de una mujer de perfil, con la cabeza cubierta por un yelmo, dominaba el centro. Tres círculos la rodeaban, de bronce, de plata y de oro, fue ante este último, el más cercano, que el hombre se detuvo.

—He vuelto —dijo con voz suave, extendiendo la mano hacia el frente. Entre sus dedos, que por un momento acariciaron el vacío sobre la efigie de la mujer guerrera, apareció de pronto un báculo coronado por el ave de la victoria, rodeada por el disco solar.

El hombre atravesó el círculo dorado por el octavo de los doce segmentos en que estaba dividido. No se atrevió a pisar, empero, el rostro de la mujer del yelmo, se quedó a medio metro del centro, de modo que el báculo que sostenía ahora con ambas manos quedara a esa altura. Permaneció así un tiempo, hasta que el mundo cambió.

Doce figuras aparecieron alrededor de aquella área circular, de un dorado más brillante que la lejana e inerte luz de las estrellas. Desde el Carnero Blanco hasta los Peces, todas las constelaciones zodiacales se habían manifestado allí para oír al hombre. 

—Niké es nuestra y nuestro es el camino hacia Atenea. Vayamos pues, hermanos míos, hacia un mundo dorado, más allá del bien y del mal.

 

***

 

Abrió los ojos con parsimonia, presa de un cansancio para el que no tenía explicación. Se encontró con que tenía la corona papal entre las manos, más pesada en ese momento de lo que había sido en doce años portándola. ¿Por eso se lo había quitado?

—Tiene que ser eso —susurró, viendo su reflejo en el metal dorado a la vez que pensaba en la principal propiedad de aquel yelmo: proteger los pensamientos del líder del Santuario, volver insondables la memoria, las intenciones e incluso la identidad de quien ha sido elegido para dirigir el más poderoso ejército de la Tierra. Con él puesto, nadie podría adentrarse en su sueño reparador para tornarlo pesadilla, nadie podría confundirlo con visiones, fueran falsas o medias verdades, nadie excepto…

Se levantó, airado y con el casco de nuevo donde debía estar. Un nombre estaba por salir de su garganta cuando oyó una vocecilla que no venía de ninguna parte.

—¡No Plutón, Neptuno! —dijo el extraño que le había mostrado aquella visión—. ¿Quién es tu enemigo, Sumo Sacerdote? ¿Y quién es tu aliado?

 

Las inmensas puertas del templo papal se abrieron en ese momento, interrumpiendo la conexión con aquel extraño. Un guardia, de la casta de los vigías, cruzó presuroso la alfombra roja del salón, inclinándose ante los escalones que lo separaban del trono.

—Su Santidad, traigo noticias de la división Andrómeda.  El Argo ha llegado a la isla de las Greas sin incidentes. Muy pronto recuperarán el Ojo y podrán…

—Alto —cortó enseguida el Sumo Sacerdote—. Terminar la búsqueda que ellos mismos escogieron no enmienda los pecados que los llevaron al exilio. Ni siquiera Shun, quien decidió acompañarles en tal condena a pesar de sus numerosas hazañas, está exento de cumplirla. No regresarán al Santuario. Todavía no.

—Disculpadme, Su Santidad, no pretendía ser indiscreto —dijo el guardia, ya levantándose. Estaba por retirarse cuando oyó un carraspeo—. ¿Su Santidad?

—Haz llamar al santo de Libra —ordenó el Sumo Sacerdote, con un tono menos duro que iluminó la cara del guardia. Cuando este, disciplinado a pesar de la emoción, salió del recinto y cerró las puertas, se permitió murmurar para sí—: ¿Qué embrujo lanzaste sobre estos haraganes, pequeña? ¿Y por qué me afecta también a mí?

Sacudió la cabeza, formando una sonrisa que solo se permitía mostrar en soledad. Entonces recordó que podía no estar solo, que era posible que nunca lo hubiese estado y que el enemigo supiera todo cuanto iba a hacer.

—Si eso es así, solo tengo que ir un paso por delante de mí mismo.

Abrazando a tal resolución, no menor que la del hombre que vio en sueños, cerró los ojos. Aun había tiempo para meditar. Sobre el pasado, el presente y el futuro.

Si es que había un futuro.

 

***

 

Lejos, muy lejos de allí, un fuego ardía sobre el centro de la caverna, iluminando un espacio que de otro modo se hallaría siempre sumido en las tinieblas.

Desde las paredes, resguardada entre las sombras, una anciana reía para recordar a dos jóvenes guerreros que ya no eran dueños de su destino. Ambos llevaban armaduras negras, eterna marca de una vida sin honor. De un lado, un japonés herido, con el cuello enrojecido y una característica cicatriz en la mejilla; sobre la tiara que le protegía la cabeza a modo de casco, lucía un cuerno partido por la mitad. Enfrente, el responsable de aquel daño daba vueltas en sentido contrario al andar de su adversario; solo su pecho gozaba ahora de protección. Encorvado, era más ágil de lo que aparentaba. Y aun más astuto. Sí, vaya que lo había sido, hasta ahora.

El japonés vio cómo se disponía a atacarle, con el rostro fiero semejante a un lobo. Después de tantas fintas y juegos, le pareció incluso decepcionante que todo se redujera a un ataque frontal. Pensó aquello mientras esquivaba el doble ataque de su oponente, una cruz hecha de viento acelerado, capaz de cortar la roca y el acero. El aire asesino se perdía en las sombras tras su espalda cuando golpeó el peto del caballero negro, destrozándolo por completo. La parte del golpe que no amortiguó aquel metal impío bastó para que el corazón de Lobo Negro se detuviera.

—Bien —dijo el japonés, contemplando cómo aquel joven caía inerte al suelo—. ¡Ya no tiene puesta la armadura negra, podéis llevároslo!

—¿Pero por qué lo matas, Unicornio Negro? —dijo la anciana en las sombras, quien pese a tales quejas aceptó el sacrificio. El orgulloso Lobo Negro fue arrastrado sin consideración por la tierra, lejos de la luz que iluminaba aquella arena de batalla.

El japonés lo observó todo en silencio, dando a la vez vueltas a aquella pregunta. ¿Por qué lo mató? Cuando enfrentó a León Negro, muy lejos de allí, ni siquiera se molestó en verificar si estaba vivo o muerto. Hacía poco tiempo, tal vez solo unos minutos, debió romperle los brazos a Oso Negro antes de poder deshacerse de su armadura, más dura que la roca y más sólida que el acero. El rostro aterrado de aquel gigante matador de bestias seguía grabado en su mente, pero más aún tenía presentes los gritos que salieron desde las sombras a las que fue arrastrado.  Entonces no pudo evitar imaginar que la antigua criatura a la que rindió tal sacrificio —ya dormida, así como lo estaría pronto su hermana— devoraba los dos metros y medio de carne, hueso y sangre que habían llegado a sus manos; un hombre desprovisto de protección, pero consciente. ¿Cómo una anciana, que debía compartir un ojo y un diente con dos hermanas, podía masticar el cuerpo entero de un hombre? No tenía respuesta, pero tampoco contaba con una explicación alternativa para los gritos que escuchó de Oso Negro: en sus últimos segundos de vida, aquel valeroso adulto volvió a ser un niño indefenso, aterrado.

—Dormiré —dijo la anciana, sin dirigirse a nadie en concreto—. ¡Enio, despierta!

 

De las sombras, así como habían surgido los caballeros negros de Oso y Lobo, sedientos de venganza, vino una mujer enmascarada. Las garras eran su arma, y la armadura de Ofiuco la protegía; no el auténtico manto sagrado, del color de la luna, sino una vulgar imitación, negra como los cabellos de su portadora.

El japonés palideció al reconocer a la recién llegada. Era incapaz de articular palabra.

—¿Por qué, Makoto? —dijo la mujer, lanzándose como un rayo sobre el caballero negro de Unicornio. Ni siquiera le permitió reaccionar, en un instante ya lo tenía agarrado del cuello, ejerciendo una fuerza que Oso Negro envidiaría.

—G… yo… —trató de decir Makoto.

—¡Habéis empezado demasiado pronto! —gritó Enio, no la destructora de ciudades, eterna compañera del dios de la guerra, sino la más terrible de las Greas. Makoto ignoró aquella vieja y quejumbrosa voz, tan odiosa como las dos anteriores—. ¡Rómpela! ¡Rompe solo la armadura! ¡Rómpela ya!

De eso se trataba: destruir la armadura; si era posible, sin matar al portador. Para Makoto, ganar un combate era lo mismo que sacrificar al vencido, por mucho que no supiera qué ocurría en las sombras de la caverna. Tras cada victoria, una de las tres hermanas, en ese momento poseedora del Ojo —y el único diente— que debía compartir con las demás, dormía y despertaba a otra, para que la sucediera en la misión de resguardar los más queridos bienes con los que contaban. Claro que no todo era deber en aquellas viejas malévolas, para ellas ver hombres combatiendo por sus vidas debía ser todo un espectáculo tras milenios de ostracismo. Dos batallas sin sentido, dos vidas, aquel fue el precio para saciar la sed de sangre de dos de las Greas.

Ahora solo quedaba una.

«¿Debo sacrificarla también a ella? —pensó Makoto—. No puedo.»

Pero el instinto de supervivencia se impuso a toda emoción. Dio una patada alta contra el estómago de Ofiuco Negro, quien salió volando lejos.

Oyó entonces el restallido de un látigo. Arcos de electricidad púrpura danzaban entre los dedos de la sombra de Ofiuco, transformándose en una serpiente hecha de rayos, al servicio de Serpentario. Entendiendo el peligro de aquel arma, Makoto esquivó el primer trallazo y otros más, que resonaban por todo lugar de la caverna alumbrado por el fuego central. Pronto, el japonés conocido como la sombra de Unicornio entendió que ya no luchaba con aficionados, sino con alguien tan hábil como él, que poco a poco lo acorralaría hasta que estuviera a tiro. Por suerte, contaba con una ventaja.

«Soy más rápido —recordó entre salto y salto, haciendo oídos sordos al sonido del látigo pasando por el aire, tan semejante al siseo de una víbora—. Podría hacer que creyera que he entrado en su juego y embestir en el momento en que me vea más acorralado. No, ese fue el error de Theon, no debo atacar de frente sino…»

Sacudió la cabeza, cortando tales pensamientos. ¿Atacar? No quería hacerlo. No se suponía que debiera hacerlo. Esa no podía ser su misión.

No tardaría en lamentar tal indecisión.

—¡Solo la armadura, mujer! —exclamó Enio desde las tinieblas.

El caballero negro de Unicornio entendió demasiado tarde el significado de tales palabras, justo cuando la mujer lo ató desde los pies hasta los hombros, inmovilizándolo. Fue fácil ver que alguien como Geist no fallaría tantos ataques a propósito, así como que ni siquiera ella podría acercarse de esa forma sin que la viera venir. Había estado empleando la magia por la que desde hacía tiempo la llamaban Bruja del Caribe: una ilusión, tan semejante a la realidad que un batallón de hombres veteranos podría pasar todo un día luchando con fantasmas sin darse cuenta de ello.

—¡Este hombre me traicionó! —exclamó la mujer—. ¡Nos engañó a mí y a mis amigos, mis hermanos! ¡Nos trajo a este lugar como corderos de sacrificio! ¿Acaso los dioses no me permitirían hacer justicia?

—¡Solo la armadura! ¡Solo la armadura! —repetía Enio con ansiedad.

Entretanto, Makoto repasaba sus opciones. De nada le servía en ese momento su afamada velocidad, pues tenía los brazos y las piernas atados de tal forma en que no podía moverlos ni un centímetro. Tampoco la fuerza le serviría en esas circunstancias, no había sido maniatado por un látigo que pudiera cortar, sino por una serie de rayos que imitaban la forma de una serpiente letal; el mero roce con aquella víbora hacía que una corriente eléctrica le recorriera el cuerpo, causándole una dolorosa parálisis. Pasó poco tiempo antes de que entendiera la realidad: no podía hacer nada, había sido atrapado como un estúpido. Lo único que le quedaba era escuchar en silencio los gritos de la mujer, reproches aún más dolorosos que la constricción que lo aprisionaba.

—¡Exijo justicia! —exclamó Ofiuco Negro.

No debió hacerlo.

 

La luz que iluminaba el centro de la caverna se extinguió por un instante. Al regresar, Makoto ya no estaba a merced del látigo relampagueante, sino el extremo de la arena contrario a aquel en el que se encontraba la mujer, tan aturdida como él.

—Justicia —repitió Enio desde las sombras.

La victoria lograda con malas artes se había deshecho, dejando paso a un combate justo, sin trucos. Así lo entendió Makoto cuando la mujer volvió a la carga, formando de nuevo aquel látigo hecho de electricidad un instante antes de tratar de golpearlo.

De nuevo la situación original, de nuevo las dudas y la indecisión.

Rogó a los dioses una salida mientras esquivaba con holgura los ataques de su adversaria. Y recibió una respuesta.

Un tercero había aparecido entre los combatientes. El caballero negro de León Menor.

—¡Tú! —exclamaron a un mismo tiempo Makoto y la mujer.

—Sí, yo —dijo el recién llegando, acariciándose el cuello con aire distraído—. Así que nunca dejaste de ser el perrito faldero del Santuario, después de todo.

Por primera vez desde que los caballeros descubrieron, o más bien presumieron, sus auténticas intenciones, Makoto no titubeó ni dio un paso atrás. Asintió, sombrío, a la vez que una vil esperanza nacía desde lo más profundo de su corazón. Enio exigía un sacrificio humano antes de dormir, en cuanto se retirara dejaría el Ojo sin protección. Tenía que mancharse las manos con la sangre una vez más si quería cumplir su misión, pero podía escoger. Todo había cambiado, así lo sintió antes de atacar.

El por largo tiempo conocido como Unicornio Negro cargó de frente, tal y como había hecho Lobo Negro. Mientras se acercaba, con el puño en alto, hacia León Negro, decidió que él no era mejor que aquel hombre impetuoso.

Pero algo cambió antes de que golpeara al caballero negro de León Menor, no la falta de reacción en este, pues se sabía más rápido que cualquiera de sus compañeros, sino algo más. La mujer más brava que había conocido no estaba haciendo nada más que mirar en ese momento, había dejado que otro luchara la batalla que era solo suya.

Makoto maldeciría aquel sexto sentido suyo durante mucho tiempo, empezando en el momento que golpeó la cabeza de León Negro. ¡Qué ilusión más realista era aquella! Oyó el crujido de los huesos, los sesos chocando contra el cráneo, la respiración de un guerrero tan joven como necio deteniéndose… Pero como esperaba, Enio no le recriminó haber matado a su presa, no dijo nada, pues la magia de una mortal no podía engañar a una de las Greas, poseedoras del Ojo.

Un hombre común habría caído en la trampa, despojando a un fantasma de una armadura inexistente y quedando a merced de su auténtica adversaria. Makoto no era un hombre común, él gozaba de una fuerza mítica que solo unos pocos entre los mortales podían despertar, la cual ardió desde sus entrañas y recorrió el brazo y el puño que mantenía extendidos, para liberarse como un estallido de luz. El fantasma de León Negro se deshizo de inmediato, atravesado por un millar de lucillos que siguieron su camino hacia la mujer. A esta no le dio tiempo de ejecutar el ataque que ya preparaba, mucho menos defenderse, los lucillos la picotearon como un enjambre de moscas que hubiesen sido bendecidas con una fuerza sobrenatural.

—¡La máscara también! —ordenó Enio una vez la armadura negra de Ofiuco se hubo hecho añicos—. ¡Solo la máscara! ¡Solo la máscara!

Asqueado de sí mismo, Makoto vio el resultado de sus hazañas, con las que tantas veces soñó de niño. El enemigo que tenía enfrente no era un monstruo, un gigante o un dragón, sino una mujer a la que había desprovisto de todo honor y orgullo.

No temblaba de miedo, por supuesto, alguien como ella no podía permitírselo frente a un enemigo. Sin embargo, había bajado la guardia y hasta deshizo el látigo de rayos. Un último siseo se oyó en el lugar, seña de que aceptaba la derrota.

—¿Por qué ha tenido que ser así? —preguntó Makoto, ya frente a ella, mientras tocaba con suavidad la máscara que le cubría el rostro, lo único que la distinguía como algo mejor que la escoria conocida como los caballeros negros—. ¿Por qué?

—Vaya preguntas haces —dijo la mujer, riendo a su pesar—. Es porque tu causa es justa y tu voluntad férrea.

Makoto asintió solo movido por la nostalgia. Un monstruo como él, que no derramaría lágrimas incluso ahora, no merecía esas palabras. Tomó la máscara con mucho cuidado, cerrando al mismo tiempo los ojos. No quiso ver los labios que besaba.

En otro tiempo, a la vez cercano y lejano, él descubrió lo que aquella máscara ocultaba y se creyó enamorado. Ahora, roto por dentro y libre de la ilusión del primer amor, no podía contemplar el rostro tras el frío metal, no sin verse obligado a aceptar la muerte. Cuando los labios de los dos enemigos se separaron, el sonido de un cuello roto asaltó la caverna. Makoto dejó caer sus manos, asesinas de amigos. 

 

No se quedó a ver cómo el cadáver de la mujer era arrastrado a las sombras, tampoco se molestó en escuchar las quejas de Enio. Haciendo caso omiso del resto del mundo, Makoto centró su mirada en la única luz de la caverna, muda centinela de tres combates deleznables. Tuvo una idea, puro instinto. Decidido a seguirla, saltó hacia la luz con la mano extendida, tomando aquello que ocultaban las llamas.  

Cuando volvió al suelo, tenía quemaduras superficiales en la mano, pero pudo callar el dolor al ver lo que había cogido. Una esfera, semejante a un ojo humano, con una pupila aguamarina que le evocó aquel tono azul verdoso que a veces presentaba el océano.

Buscó una salida, importándole poco si las batallas que libró le hacían digno de aquel tesoro o era un ladrón preparando su huida. Solo un loco esperaría que cualquiera de las Greas despertase para preguntar algo así, y él no se consideraba uno. Decepcionante, inhumano y asesino, sí, pero cuerdo. Y, por eso, algún día respondería por sus actos.

«Algún día, no ahora. Ahora no puedo fallar.»

Motivado por ese pensamiento, Makoto se internó en la laberíntica red de caminos que conectaba la caverna con el resto de la isla. De algún modo, el solo sostener la brillante esfera en la mano le permitía saber qué camino seguir en cada bifurcación. Corría a la velocidad de una bala supersónica, envuelto en un aura distinta a la del tesoro sagrado que había recibido —o robado, pues creía estar oyendo los gritos airados de una de las ancianas—. Durante el último tramo, el más largo, temió encontrarse con León Negro esperándole al final. Por fortuna para su espíritu herido, nada pasó.

 

Al salir por la única y cambiante salida del laberinto —de entre noventa y seis caminos principales, que se encontraban y separaban en incontables bifurcaciones— Makoto se dejó caer, sumergiéndose algunos metros bajo el agua antes de regresar a tomar aire, quizá tentado con la idea de ser autor de su propia muerte. Y entonces lo vio.

El barco de los héroes, el navío de la esperanza. Argo Navis. 


Editado por Rexomega, 24 febrero 2020 - 13:18 .

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Publicado 26 febrero 2020 - 13:01

Capítulo 14. Doce años después

 

que me late que ese misterioso personaje es donald trump

 

el trabajo del sumo sacerdote es ir un paso delante de todos

 

asi que las moiras son canibales y prefieren comer a sus victimas cuando aun estan con vida

 

¿ Makoto ya sabe usar el cosmos y se convirtió en caballero negro?

 

no entiendo porque se esta dedicando a traicionar a sus antiguos conocidos y mandarlos a  sus muertes 

 

este capitulo fue muy enigmático

 

 


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Publicado 28 febrero 2020 - 18:42

Capítulo 14. Brinco temporal ¡allá vamos!
 
Jeje, cada que leo la primera escena, viene a mi mente las escenografías de los vitrales que hay en los KINGDOM HEARTS xD
 
Bien, 12 años pasaron en menos de una semana (de publicación), faltando poco para que se cumplan los 13 que prometió el genio de Caronte, y es obvio que mucho debió pasar pues vemos que Makoto y Geist son/eran caballeros negros, y que por razones terminaron en una cueva en la que quedaron a merced de un ritual para robarle su ojo mágico a las Greas, qué genial.
Makoto parece haber sido un traidor entre los caballeros negros para obtener ese artefacto mítico, y también mencionan otro al final , el Argo Navis XD A ver qué personajes vendrán en él.
¡Que empiece el nuevo arco!
 
PD. Buen cap, sigue así.

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#98 Rexomega

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Publicado 02 marzo 2020 - 15:40

Saludos

 

¡Buen review, sigue así!

 

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***

 

Capítulo 15. El Ojo de las Greas

 

Los muertos se amontonaban a las orillas de un río infinito, demasiado emponzoñado como para reflejar el cielo crepuscular del infierno. Olían el hedor a muerte y enfermedad que el Aqueronte despedía, como si aún contaran con una nariz. Veían el enfermizo color amarillo de las aguas como si aún tuvieran ojos. Pero aquellos y otros órganos se estaban pudriendo en un lugar muy lejos de donde ahora se encontraban, si es que no eran ya polvo bajo la tierra. Los seres que esperaban en aquel espacio sombrío ya no eran hombres de carne y hueso, sino sombras cuyo destino estaba ahora en manos de un ser superior, quien juzgaría cada uno de sus actos. Aquel Rey, más antiguo que el hombre, les permitía contemplar lo que para ellos era una prisión, y para él, su reino.

Entre los fantasmas, una dio un tímido paso al frente. No era distinta del resto: una silueta casi transparente y escasamente formada, como dibujada con desgano sobre el aire. Género, altura, raza, rasgos de cualquier tipo... Nada quedaba de su pasado en la apariencia de aquellas almas que esperaban su último viaje.  No se reconocerían entre ellos aunque se molestaran en verse; al lado podrían tener a un amigo, un amante o un familiar, podían estar junto a tales personas esperando por siglos, sin darse cuenta de ello. Sin embargo, algunos sí que eran conscientes de sí mismos, algunos recordaban, y Geist de Ofiuco Negro era una de aquellos.

Hacía tiempo que había llegado a aquel lugar, aunque no podía determinar cuánto: el transcurrir de los días era imposible de calcular en el Hades, tan alejado de cualquiera de las tierras del mundo. Desde entonces se había fijado en el paisaje, en los incontables espíritus que, como ella, esperaban. Le sorprendió no distinguirlos, no ver nada que diferenciara a uno de otro. ¿Quiénes eran los ricos, y quiénes los pobres? ¿Importaba si eran adultos, ancianos, niños o recién nacidos? ¿Dónde estaba el justo, y dónde se encontraba el malvado, listo para sufrir la condena que no recibió en vida? Geist se llegó a preguntar si, en el lejano pasado, los hombres que ostentaban un poder terrenal que proclamaban divino podían distinguirse de campesinos y comerciantes. La respuesta era evidente, un dicho extendido y desgastado: la muerte todas las cosas iguala. No supo si aquello le producía alegría o tristeza, y extrañó el poder reír y llorar.

Un movimiento en el agua avisó a todos de quién venía, siendo escuchado solo porque el Rey así lo había dispuesto desde el día en que creó el Hades. Geist miró hacia el horizonte, donde un hombre alto, aunque encorvado, remaba desde una pequeña barcaza que se tambaleaba de un lado a otro, como a punto de caerse. Vestía una larga túnica oscura, y una capucha ocultaba su rostro.  El Barquero había llegado, y todos los que lo estaban esperando al fin podrían iniciar el inevitable viaje final. Pero retrocedieron.

Nadie quería viajar, nadie era capaz de aceptar lo que le deparaba el reino más allá del río Aqueronte. Habían muerto, quizás hacía mucho, pero no deseaban que sus buenas y malas obras fueran puestas en una balanza, temían ser juzgados. Geist también sentía el mismo temor, pero algo la empujó hacia adelante, impidiéndole retroceder.

Ahí estaba el Barquero, esperando cerca de la orilla. Geist vio que le extendía la mano, una que no era más que hueso y una finísima capa de piel arrugada y pálida; los dedos, alargados y de uñas sucias, eran como las patas de un araña, y bien podrían rodear el cuello de un hombre grueso. En la palma anciana había una suave hendidura, de forma circular. Geist pensó en los hombres que morían de hambre, en los mendigos, hasta que recordó con quién estaba tratando. Se acercó al sombrío ser, y una moneda cayó de su cuerpo espectral —una parte de ella, pobre imitación de la mano y el brazo de una mujer—; el Barquero se aferró a aquel pago con la fuerza de la codicia que encarnaba.

Pero, ¿codicia de qué? ¿Riquezas, en el reino en el que moran las almas de los muertos? Hubo un tiempo en el que se pensó que sí, hubo personas que quisieron ser enterradas junto a sus mayores tesoros. Pero la realidad se presentaba por igual a todos una vez llegaban a la orilla del último viaje. Los muertos solo contaban con una cosa, y era lo único con lo que podían pagar los servicios del Barquero: esperanza, el último mal, el único bien con el que los hombres cuentan en sus peores momentos. Quienes habían descendido al sombrío Hades, creyeran o no en tal lugar, debían de aceptar en qué se habían convertido, y hacer de esa aceptación el pago para el Barquero. Una moneda era dada, y un ser humano enfrentaba su destino.     

Geist vio cómo la moneda, su última pertenencia se integraba en la piel del Barquero, la cual se abrió y se cerró en el espacio de un instante, consumiéndola. Luego, de forma inexplicable, la barcaza creció lo suficiente como para que ella pudiera subirse, cosa que hizo sin un atisbo de duda; no había vuelta atrás, de todos modos. Antes de empezar a remar, el guía de los muertos dirigió su cabeza, oculta bajo el embozo, hacia el fantasma que había empujado a Geist. Aquella sombra informe retrocedió, tomando posición en un lugar que sería suyo por diez mil años más.

De forma lenta y parsimoniosa, la barcaza se fue alejando de la orilla, internándose en unas aguas desconocidas para las bendiciones de Apolo. Los mismos fantasmas que habían retrocedido, temerosos del Barquero, ahora rogaban por su pronto regreso, en silencio. Geist sabía todo aquello, porque ella misma había sido parte de ese coro irracional en varias ocasiones, hasta que otro decidió por ella.

 

El tiempo pasaba, aún imposible de medir, y solo el remo y los preocupantes balanceos de la barca, quizá tan vieja como el mismo Barquero, interrumpían la mudez del viaje. Geist creía escuchar dos sonidos más, aunque lejanos: un bajo e inentendible lamento en las profundidades, y la alegre emoción de una niña un día de Navidad, quince minutos antes de que todo su mundo se derrumbara. Ignoró ambos.

—Ah, esos muchachos —dijo el Barquero. La voz, propia de un anciano acostumbrado a contar historias, contrastaba con su aspecto sombrío—. Saltaron de la barca a medio camino justo al ver ese momento. ¿Qué esperaban que les respondiera? ¿Que el Rey sería misericordioso, como los débiles mortales que dicen impartir justicia?

Mientras el Barquero carcajeaba, Geist notó puntos de luz alrededor de la barca, manando de la mano brillante de aquel ser, la misma que había tomado la moneda con mal disimulada ansiedad. No necesitó centrarse en ninguno de ellos para entender que eran sus recuerdos, los más felices, los que nunca se repetirían. Pensó en su octava Navidad, en unos asaltantes demasiado borrachos como para usar bien un arma, en una niña incapaz de esperar a llegar a casa para abrir su regalo... Recordó a su abuelo, sangrando sobre la blanca nieve, y deseó llorar. No pudo hacerlo, era un fantasma.   

—No soy mejor que ellos —dijo Geist, sorprendiéndose de que pudiera hablar.

—No, pero lo aceptas —dijo el Barquero, aún riendo—. Normalmente, incluso las sombras que me pagan prefieren quedarse como están, sin voluntad. Reciben el juicio sin defenderse y aceptan el castigo sin tratar de huir, porque no pueden hacer otra cosa. Luego están los que me pagan y acaban saltando de la barca, como aquellos muchachos tan ingenuos. Los terceros son los más divertidos: conservan su conciencia pensando que saben más que los Jueces del Hades, y se atreven a hablarles de justicia e injusticia. ¿A cuál de esos grupos crees pertenecer, joven sombra?

—He matado y causado daño a muchas personas, sé lo que me espera al final del viaje —respondió Geist, el Barquero soltó una risita, sobras de la anterior carcajada.

—¡Entonces de los cuartos, el tipo más raro! —exclamó, preso de una repentina jovialidad—. No quieres defenderte, solo escuchar la sentencia, saber que pagarás por tus faltas. Pero me sorprende, ¿sabes? Creía que vestías una de las armaduras negras... —detuvo sus palabras a la vez que dejaba de remar, como esperando una respuesta.

—Lo hice —admitió Geist—. Eso me llevó hasta aquí.

—Una armadura que imita el manto sagrado de un santo, metal muerto que no sirve a otro dios que no sea la ambición humana —recitó el Barquero, casi canturreando, mientras volvía a remar—. Quienes buscan el poder sin merecerlo, las visten y dejan de ser ellos mismos. Pero tú eres distinta, joven sombra, tú lo merecías.

—Me convertí en la sombra de Ofiuco —cortó Geist, recordando haber visto en un millar de espejos la imagen de su maestra, Shaina de Ofiuco,

—Un camino innoble —sentenció el Barquero, y por primera vez desde que empezó a hablar, su voz fue tan sombría como él mismo—, y muy humano.

—¡Nosotros somos diferentes, Barquero! —aseguró Geist, arrepintiéndose un segundo después. El orgullo la había dominado, a ella, un simple espectro.

—Caronte —se quejó el Barquero—. Mi nombre es Caronte.

—¿¡El hombre que atacó el Santuario hace doce años!? —exclamó Geist, a lo que el llamado Caronte rio una vez más.

—Estás hablando de Ilión —corrigió el Barquero—. Usa mi nombre cuando está en la tierra de los vivos, ¿verdad? Estuve presente cuando fue ungido con el alba de Plutón y fui testigo del juramento que prestó ante las aguas del Estigio. Entonces le di mi nombre porque no lo necesito fuera del reino, ¿qué puede querer un Hijo de la Noche de los mundos bajo la luz de las estrellas? —Una tercera risotada escapó mientras Geist guardaba silencio—. Un buen amigo, sí.

—Un monstruo —espetó Geist, rememorando aquella noche nefasta, a todos los compañeros que vio morir por la voluntad de un solo enemigo.

—Como tú —recriminó el Barquero—. Bueno, tú no me debes diez mil sombras, ¿o sí?

—No te debo nada —dijo Geist, tajante. Ser comparada con esa bestia mezquina, el principal enemigo de los santos en esta era, la había herido.

«El principal enemigo de los santos.»

Resonando aquella frase en su cerebro, Geist se permitió pensar en su significado, olvidando por un momento su condición. Siempre había sido una alumna atenta y una compañera que sabía escuchar, por lo que conocía bien la historia del Santuario. En especial, todos tenían muy presente a Hades, sin importar cuántos años habían pasado desde la última contienda entre aquel, dios y creador del infierno y los Campos Elíseos, y Atenea. En parte, se debía a que nadie había esclarecido el resultado de tal batalla, ni siquiera los héroes que acompañaron a la diosa y cayeron por ello en un profundo sueño. La mayoría no tenía más remedio que seguir temiendo y esperando el regreso del eterno némesis de Atenea, mientras que algunos se aferraban al rumor de que eso nunca ocurriría. Una fantasía, tal vez ingenua, en la que Hades había sido derrotado.

Aun Geist, que nunca creyó en tales rumores, sintió dentro de sí una profunda angustia. Si el Hades seguía funcionando del mismo modo que contaba la mitología, era imposible que quien lo creó hubiese sufrido una derrota definitiva. ¿De qué otro modo se explicaba que el Barquero continuase una labor tan penosa, si no era que estaba obedeciendo las órdenes del Rey? Aceptando esa realidad, por desagradable que fuera, nuevas posibilidades quedaban en el aire: ¿Y si Caronte no era el enemigo de los santos de Atenea en esta era, sino una encarnación de aquel a quienes estos enfrentaron a lo largo de milenios? ¿Podía ser que Caronte, Ilión, fuera un dios?

Si eso era así, todo cuanto había hecho el Santuario sería en vano.

«Pero el Barquero no se dirige a él como a un rey —pensó Geist, tratando de tranquilizarse—. No piensa en Caronte como su rey.»

—¡Yo me llamo Caronte, él Ilión! —repitió el Barquero con furia. Geist, más sorprendida que atemorizada al saber que aquel podía leer la mente, encontró tal arranque de ira divertido, y recordó la risa con nostalgia—.  Cuéntame. ¿En qué te diferencias de las miles de sombras a las que he guiado? —preguntó, más calmado.

—¿Con qué motivo? —cuestionó Geist, desconfiada.

—Curiosidad. Pero algo sé de trueque y comercio: te daré algo de igual valor a cambio.

 

Geist calló por poco tiempo. Los puntos de luz seguían rodeando la barca, como ventanas al pasado de quien ya no tiene futuro. Ella no quería mirar atrás, no tenía sentido para alguien incapaz de reír o llorar. Así que solo le quedaba el lamento bajo las aguas y el preocupante balanceo de la barca, que bien podría hundirse en cualquier momento. No había nada que hacer ahora, ni sería distinto después.

—Los santos protegen el mundo, pero pocos conocen de su existencia —empezó a relatar Geist. Sabía que Caronte la estaba escuchando, aunque no diera seña alguna—. En esencia, protegen a la humanidad de fuerzas que no está preparada para enfrentar, como los dioses que buscan condenarla a la extinción. Han intervenido en conflictos históricos, pero solo para contener y derrotar a algunos poderes sobrenaturales que podrían inclinar la Historia misma hacia el más absoluto caos. Aunque participaron de la caída de los grandes imperios, no castigaron sus excesos desde un principio, e incluso hoy eso no ha cambiado. ¿Por qué?

»La guerra y el crimen son solo un medio para que unos cuantos indeseables se enriquezcan del sufrimiento de sus semejantes. Si el hambre y la enfermedad siguen persistiendo en el mundo, se debe en parte a esa codicia insaciable. La humanidad es un jardín a merced de un sinfín de malas hierbas que nadie quiere arrancar, y si alguien quisiera, no podría, no tendría ayuda. Nosotros lo haremos. Somos la Espada de Damocles que pende sobre los males de la Tierra. En esta era en la que los dioses han caído y nuestra Atenea ha ascendido a los cielos de los inmortales, es tiempo de acabar con todas las Guerras Santas del único modo posible.

»Pero no nos engañamos. Incluso si no las compartimos, entendemos las razones del Santuario para permanecer neutral ante el curso de la Historia y las malas acciones de los hombres comunes. Es por eso que renunciamos al camino de los santos y decidimos vestir armaduras negras. Cambiaremos este mundo corrompido ahora, así tengamos que convertirnos en el último mal de la Tierra. Al final, cuando todo haya acabado, desapareceremos, así como lo hará el Santuario, así como lo hicieron los dioses hace miles de años. No como una leyenda que sea digna de ser celebrada, sino como un terror antiguo y olvidado, una prueba del inevitable coste de la maldad humana.  

De repente, una risa explotó en medio de aquel río, conquistando desde el lamento de las profundidades, hasta el silencio del cielo crepuscular. Geist enmudeció, limitándose a observar cómo el Barquero se tambaleaba con mayor regularidad que su barca. Creyó que, en la interminable risotada, el único guía de las almas soltaría el remo —que ya apenas sostenía con tres dedos—, se dejaría caer en la antigua madera, y se retorcería al son de las carcajadas que escapaban sin descanso de su boca. Nada de eso ocurrió: la capucha de Caronte subía y bajaba, los pliegues de la túnica se movían como oleaje de un mar oscuro, y el dedo más largo del Barquero seguía adherido al remo.

—¡Oh, señor Zeus que estás en las alturas! ¡Olvida las fronteras de tu reino y ven a mí, Caronte, y fulmíname con tu rayo! —rogó sin parar de reír. Luego invocó otros nombres, algunos desconocidos para Geist, y todas sus palabras sonaban a blasfemia.

En los escasos intervalos en los que no reía, se escuchaba el rechinar de dientes, como la hoja de un cuchillo rasgando la pizarra. Geist imaginó bajo la capucha un rostro esquelético, con pocos mechones de pelo blanco sobre una fina capa de piel arrugada. Tendría dos cuencas bajo la frente, vacías, y en el fondo de ambas, sendas luces harían las veces de ojos. Tal imagen se le antojó detestable, pero no más que el burlesco carcajeo y la dentera que le provocaban los frecuentes chirridos.

—¡Basta! —ordenó Geist, recordando la furia. Caronte siguió riendo y remando, aunque poco a poco bajó la intensidad de las risas.

—Solo hay uno como yo en el Hades, desde el inicio de los tiempos. ¿Imaginas, joven sombra, cuántas veces he escuchado esas palabras de los hombres? Entre los mortales que he recogido, muchos cayeron tras atestiguar los daños que provocaron en su cacareada búsqueda de un bien mayor, algunos juran haber fracasado por causas ajenas y ruegan por una segunda oportunidad, otros se vuelven unos cínicos muy divertidos. Dicen: mi causa era justa, pero no hay salvación para la humanidad —parafraseó el Barquero, riendo otra vez, aunque por poco tiempo.

—La humanidad puede salvarse —aseguró Geist.. 

—Con guerra y crimen. Eres idéntica a más sombras de las que podrías imaginar, creyendo que la auténtica justicia puede nacer a partir de la injusticia humana... Pero admito que eres distinta a los caballeros negros que han subido a mi barca los últimos siglos. Sigo sintiendo curiosidad: ¿todos tus compañeros piensan del mismo modo? La sombra que te empujó, por ejemplo.

Geist no respondió. La crítica que recibía no era algo nuevo, sino que repetía lo que tantas veces había escuchado de la voz de su conciencia, antes y después de librar al mundo de alguno de sus peores habitantes. Desde el día en que dio la espalda al Santuario, cinco años atrás, ese había sido su sino. Pero la risa, la burlesca risotada que Caronte disparó inclemente ante su última esperanza, era algo que no quería volver a escuchar. Deseaba que el silencio, acompañado de los buenos últimos recuerdos que se le presentaban, dominase el resto del trayecto. Vio hacia uno de los más lejanos puntos de luz, donde descubría la identidad del caballero negro, un joven guardia atolondrado al que había salvado más de una vez y que entonces la salvó a ella, en un momento en que necesitaba saber que había alguien con sus mismas inquietudes y temores. ¡Qué tonta había sido! Ella misma le había inculcado los valores del Santuario cada vez que lo pilló escaqueándose o a punto de rendirse, repitiéndole palabra por palabra lo que Shaina le había dicho siendo ella una niña. Al pensar en su maestra, no pudo evitar cuestionarse cómo habría reaccionado al escuchar sus explicaciones, sus excusas, sobre por qué decidió dejar de ser una impotente centinela. No se reiría de ella, quien había tomado una decisión y vivía con ello, tampoco la engañaría y manipularía como había hecho Makoto, fuera aquel joven una marioneta del Santuario o un astuto zorro con piel de cordero. No, Shaina escucharía, atenta, sin emitir juicio alguno.

Después la mataría, de un solo golpe, como habría hecho con cualquier enemigo.

 

—No vas a responder, ¿verdad? —dijo el Barquero de repente—. Soy demasiado honesto, ¡y no se puede hablar con honestidad a quienes se dirigen al Hades! Bueno, bueno, me has contado algo divertido, así que te daré algo a cambio: trece días.

—¿Qué? —dijo Geist, hasta el momento abstraída de aquel espacio sombrío.

—La guerra que esperan los santos durará trece días. Se está anunciando un cónclave que reunirá a todos los Señores del Hades: los ríos, las Benévolas, los Jueces... ¡Puede que incluso la señora Estigia asista! —exclamó con entusiasmo.

—¿Un cónclave...? ¿¡Para qué!?

—Los vivos bajaron a la tierra de los muertos, ¿esperabais que no hubiera represalias? ¡Algunos allá arriba incluso creen que el Rey ha muerto! Como si los dioses pudieran morir —soltó su acostumbrada risotada, aunque ahora carente de alegría—. A la humanidad le espera algo más que diez mil sombras.

—¿Planeáis conquistar la Tierra? —dijo Geist.

—Planearán. Yo nunca he pisado la superficie, ni tengo deseo de hacerlo. Y no se trata de conquista, sino de vuestra ley del talión: vida por vida, ojo por ojo, diente por diente. ¿No era así? Los justos heredarán la Tierra, y los malvados la abandonarán para siempre. El discurso que tantas veces me han dado, al fin será ejecutado con la firmeza y rectitud de la que los hombres carecen. ¿Te gustaría ser parte de esto, joven sombra?

—¿Ser...? ¿Unirme a vosotros? ¿Servir a Hades?

Caronte dejó de remar. La barca se había detenido sobre las aguas más profundas del río Aqueronte; ni la vista más aguda podría vislumbrar tierra alguna, o siquiera determinar norte o sur, si es que tal cosa era posible en el Hades. El guía del infierno volteó por primera vez desde que empezara el viaje, irguiéndose. La visión de aquel gigante de tres metros, cubierto por una túnica oscura sobre la que posaba la mano que no sostenía el remo, provocó que Geist olvidara las risas y el parloteo con el que Caronte la había atosigado durante el viaje. La sombra de Ofiuco temió,  sin saber por qué.

—Eres una sombra. Serás juzgada y pagarás por cuanto mal has causado, nada podrá remediar eso. Sin embargo, dices que sí lo hay para la humanidad, que merece otra oportunidad. Bien, en este reino existen quienes pueden dársela, ¿te gustaría hablar ante ellos? ¿Me representarías en el cónclave?

—No —respondió Geist, sin permitirse un momento de duda—. Incluso en el camino que he elegido y por el que seré condenada, me debo Atenea, mi única señora —aseguró. Caronte hizo ademán de querer aplaudir, pero se detuvo al darse cuenta de que iba a dejar caer el remo en las aguas.

—Aún así, me gustaría que asistieras. —distraído, llevó su mano libre a las sombras bajo la capucha, tal vez para acariciarse la barbilla.

Entonces, antes de que Geist pudiera ser consciente de su situación, fue empujada por un golpe seco, cayendo al río no muy lejos de la barca. De las aguas del Aqueronte surgió un centenar de sombras como ella, algunas buscaban arrastrarla a las profundidades, mientras que otras solo observaban. Geist trató de mantenerse en la superficie, pero en cuanto llegó a la barcaza, el remo de Caronte descendió sobre su ser con fuerza insospechada, arrebatándole toda esperanza.

 

Solo cuando aquella joven y prometedora sombra desapareció en las profundidades del Aqueronte, el Barquero decidió volver a remar.

—¿Me tomáis por un idiota, santos de Atenea?

 

***

 

Sintió la vieja mano sobre su corazón, los dedos de araña apretándolo con fuerza, pero no desfalleció. Permaneció firme, imbatible, tal y como había escogido ser desde que la envistió el manto sagrado de Virgo. Miró a su alrededor, cerciorándose de que ninguno de los hombres que se encontraban en la misma habitación habían sufrido lo mismo que ella. Al comprobarlo, sonrió tras la máscara de oro.

Apenas bajaba la mano en el pecho, sobre el aún palpitante corazón, cuando dirigió la mirada a la única fuente de luz en la estancia: el Ojo de las Greas, para el que ningún lugar en el mundo era un secreto, ante el que ninguna barrera, truco o distorsión de la realidad, podía ocultar lo que se deseaba ver. Uno de los preciados órganos de las Brujas del Mar, que según la leyenda vivían en los confines del mundo. La esfera ya no mostrara el viaje de Geist, sino el mágico verde azulado de los océanos, como una pupila en medio del blanco de la espuma. Resultaba decepcionante, habían estado muy cerca de obtener la información que buscaban.

Por suerte, habían descubierto algunas cosas: por ejemplo, quiénes serían los enemigos de Atenea en la próxima Guerra Santa Lo único que lamentaba era no haberlo sabido antes, cuando sobraba el tiempo y podían prepararse, pero seguía siendo información relevante que el Sumo Sacerdote debía conocer de inmediato. Que la guerra duraría trece días no le parecía igual de importante: informaba de cuánto pretendían que durase la defensa de los santos, si es que no creían directamente que todo sería un juego hasta el golpe final; tales predicciones solían ser más una muestra de arrogancia que de genio estratégico. Sin embargo, hablaría a su maestro también de aquello; desechar cualquiera de las palabras de Caronte y Geist como algo superfluo, era tanto como considerarse a sí misma mejor que el líder de los santos de Atenea.

A su lado tenía a un hombre de memoria sobrehumana, que había estado tan atento al último viaje de Geist como ella. Pero quería recordarlo todo también, considerar hasta el más mínimo detalle. Pensó en la corta conversación sobre Caronte —Ilión, según el Barquero—, y en la curiosa cifra: diez mil sombras; el mismo número de soldados que invadieron diversos rincones del mundo doce años atrás. ¿No habían regresado al Hades? Durante los primeros días tras aquella noche nefasta, llegó a fantasear con la idea de que las almas habían sido liberadas, pero solo había un más allá, con un solo Rey que no conocía la compasión. ¿Qué ocurrió con las almas de los guardias? ¿Fueron destruidas, sin opción entre el Hades y los Campos Elíseos?

Un tercer detalle, tan importante como los anteriores, provocó que dejara aquella pregunta para más tarde. Fueron muchas las razones por las que emprendió la búsqueda del Ojo de las Greas; la que presentó al Sumo Sacerdote fue la de localizar a los líderes de los caballeros negros, pero la que realmente la motivó, fue la firme creencia de que el Hades seguía funcionando. Había considerado la posibilidad de que el inframundo estuviera más allá de los alcances del Ojo, pero en el momento decisivo supo encontrar una solución: utilizar a Geist. Por mucho que los dioses condenaran a la humanidad, el alma humana era divina, y podía utilizarse como un medio para un instrumento igual de divino, como lo era el Ojo de las Greas.

Fueron unos días de espera bastante decepcionantes. Geist, a quien había escogido por considerarla la única que no desfallecería durante el viaje, no se atrevía a dar el paso. En el tercero, si llevaba bien la cuenta, se le ocurrió llamar a un viejo amigo, el misterioso santo de Cáncer, sin tenerla todas consigo.

Y resultó, de alguna forma, Nimrod había logrado dar el empujón que necesitaba.

 

Todo estaba saliendo bien. Si el Barquero no se hubiese dado cuenta… Fuera como fuese, así había ocurrido, no tenía sentido usar otra alma en pena estando aquel ser en alerta. Debía conformarse con lo poco que sabía: los posibles enemigos del Santuario, la duración que habían estimado para la guerra, las diez mil almas perdidas, la posibilidad de que Hades siguiera con vida... Pensó que Geist, que se decía fiel a Atenea, habría considerado todas aquellas cosas, sobre todo la última. La sola idea de que el rey Hades dirigiera a las infinitas huestes del infierno, hacía trizas todos los planes que los santos, ella incluida, habían hecho para proteger al mundo. Aunque era el peor de los casos,  requería una contramedida, por muy temeraria que fuera.

—¡Akasha de Virgo!

Oír su nombre la sacó de sus cavilaciones. Buscó el hombre que la había llamado entre sus allegados, algunos portadores de un manto sagrado. Detuvo su búsqueda en Ban, santo de León Menor, quien retenía a alguien contra la mesa, con la cabeza apoyada cerca de varios folios llenos de anotaciones. Akasha miró a aquel hombre, Makoto, quien había irrumpido en la habitación en el menos oportuno de los momentos. Quien fuera llamado Unicornio Negro, alzó la cabeza a pesar de la fuerza de Ban.

En la mirada de Makoto, Akasha solo encontró furia y decepción. 


Editado por Rexomega, 02 marzo 2020 - 15:41 .

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Publicado 05 marzo 2020 - 15:12

Capítulo 15. El Ojo de las Greas

 

El alma de Geist de Ofiuco Negro se puso filosófica

 

Ese Barquero solo piensa en el dinero ,me recuerda a los políticos 

 

Asi que el otro tipo se llamaba Ilión

 

¿Hades aun sigue con vida?

 

ya se que dirán que soy muy inteligente pero..........no entendí cual era el plan de Akasha de Virgo

 


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Publicado 06 marzo 2020 - 00:07

Hola Rexo, qué tal!

 

Excelente forma de presentar el estado de las almas, en casi todos los aspectos posibles, dentro de una línea xD Quedé plop. Incluso metiste el paso del tiempo dentro y fuera de este mar amarillo que sé que es el Aqueronte pero siempre imagino como el LCL de Evangelion jaja

Claro, siempre podemos discutir cuál es la lógica del castigo en la muerte si no eres consciente, y por qué algunos son. Me gustaría saber tu perspectiva sobre la primera, pero creo que tiene que ver con el concepto de Oblivion, y eso me agrada. Nu. La Nada. Y eso se relaciona con que en esta versión los muertos pueden "elegir" de alguna manera. La falta de lágrimas, el proceso de recordar emociones... todo muy lindo, a su manera.

 

Luego llegamos a algo interesantísimo. Desde que conocí a Caronte (en el fic de Kill) he deseado en secreto que se encuentre con el otro Caronte, y aquí aparece el Barquero a salvar el día (?) Y llegamos al punto más interesante de todos, donde la razón de ser de las monedas y para qué las usa el Barquero, sale a florecer. Mi teoría (y que plasmé de alguna forma en Mito) es que las transforma en una sustancia que le sirve de alimento. Para Placebo, las monedas las gasta en un centro comercial secreto al fondo del Lethe, en una esquina doblando a la derecha de donde está el camino a Elysion. A estas alturas, todo me parece igual de válido. Lo genial en todo caso es que este Caronte es amigo del otro Caronte, el que si pudiera hacer trampa en el Solitario lo haría, y que se llama Ilión, pero también le hizo trampa al nombre.

 

De todos modos, me gusta mucho la visión más "abstracta" y oscura del Inframundo que usas, menos "físico", si se quiere, sino más relacionado a las sensaciones. Me recuerda a un poco a una escena de una película bien importante para mí, pues me metió (cuando tenía unos siete años) en todo esto de la mitología griega poco después de SS (The Odyssey, de Konchalovsky). Siempre me gustó mucho la escena del viaje de Ulises al infierno, me causaba pesadillas, pero también me despertó la curiosidad. Y bueno, aquí estoy, veinti tantos años después. Y esto fue maravilloso:

 

Si el Hades seguía funcionando del mismo modo que contaba la mitología, era imposible que quien lo creó hubiese sufrido una derrota definitiva. ¿De qué otro modo se explicaba que el Barquero continuase una labor tan penosa, si no era que estaba obedeciendo las órdenes del Rey?

 

Rexomega sutil (pero intensamente) criticando el final de Hades, y el modo en que Kuru usa a los dioses. Eso me agrada.

 

 

—¿Me tomáis por un idiota, santos de Atenea?

 

La p*ta madre, Caronte, ¿otra vez? Pero bueno, siempre me ha caído bien, así que le perdonaré, además que no es cosa agradable que la otrora pequeña Doncella de Oro ande stalkeando fuera de los dominios de Atenea. Bien ahí, señor Caronte, spoileando que Hades va a volver a intentar tomar la Tierra, porque como todos sabemos, nadie es más perseverante que Nuestro Señor Infernal.


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