Esto es tan solo un One Shot inspirado en el Episode G Assassin. Espero que, los que lo lean, me dejen un comentario. No me tomo menos en serio mi obra principal por hacer este tipo de contenido, porque creo que en la variedad está el gusto, y esta idea surgió un día en mi mente, así que hoy decidí llevarla a cabo, o más bien, terminarla, ya que llevaba un mes en proceso o por ahí. Espero les guste, señores.
--------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------
La alfombra roja se extendía lisa, sin una sola doblez, a lo largo de, al menos, veinte metros. Con bordados dorados en punto de cruz, adornaba el suelo de mármol con una discreción digna de palacio. Por los ventanales, grandes y amplios, se colaba la luz, haciendo que las columnas de piedra brillasen como si estuviesen hechas de espejo. Al fondo, sobre un pedestal conectado con el suelo por dos escalones de esquina redondeada, un trono de oro macizo, totalmente vacío. Los portones de madera, tan grandes como dos plantas de un edificio, permanecían cerradas. Tras el trono había unas cortinas que cubrían el pasillo que accedía directamente a los aposentos de la figura en torno a la cual estaba montado todo aquel sitio. Las cortinas, de terciopelo rojo, hacían juego con la majestuosa alfombra que se extendía desde la base del trono hasta la gigantesca entrada.
La cortina se corrió muy lentamente. De detrás de esta salió una figura alta, ataviada con una toga blanca que llegaba hasta el suelo, con detalles dorados en las mangas y en la junta de los botones. Al cuello llevaba un pañuelo de seda de color morado, y, por último, pero quizás más importante, un casco dorado, con piezas pequeñas que se asemejaban a muchas y diminutas escamas. La figura se deslizó, sin enseñar los pies, hasta sentarse en el trono, apoyándose en los reposabrazos. Echó un largo suspiro y se llevó las manos al casco, retirándolo lentamente. Primero se dibujó su mentón, afilado como un cuchillo, luego sus pómulos blancos; una melena azul comenzó a aparecer, esparciéndose sin cuidado por toda la blancura de la sagrada prenda. Por último, unos ojos del color del cielo quedaron al descubierto. Sostenía el casco entre sus dedos, mirándolo con pasividad, quedándose embobado por su brillo y por su beldad. Los pájaros trinaban en las ramas de los árboles colindantes al enorme edificio, pero él estaba en otra dimensión, ajeno a lo que sucedía o pudiese suceder. Quizás la responsabilidad fuese demasiada para cargarla sobre sus hombros, quizás…, no fuese suficientemente fuerte, o suficientemente hábil para llevar a cabo aquel puesto. Se llevó la mano derecha a la frente, sintiendo el resquemor de la cicatriz. Cerró los ojos un instante, recordando, más involuntariamente que otra cosa.
—¡Por muchos que seáis, no podréis hacerme frente bajo ninguna circunstancia!
El universo colapsaba, el rojo del vacío se transformaba en azul, uno tan puro como el de un zafiro. Todo brillaba, con un tono fantasmagórico. Y podía oírse la voz del enemigo. La voz de aquel que intentaba matarlos, desde un lugar muy lejano. No los separaban kilómetros, no los separaban años luz. Los separaba un universo.
—¿¡Qué es esto!? —preguntó Shura, mirando a todos los lados con los ojos muy abiertos.
A su lado estaban Saga y Deathmask, igual de desconcertados, pero sin mostrar su miedo de una forma tan evidente. Los tres conocían aquella voz, la habían escuchado mucho tiempo atrás, de un héroe perdido por la maldad de uno de los que estaba allí, pero, por hache o por be, se negaban a creer que eso pudiese pertenecer a quien ellos creían.
Los tonos rojos del vacío espaciotemporal creado se mezclaban con el azul, haciendo parecer que un atardecer de verano se había llenado de miles, millones de relámpagos. Para más INRI, el carmín de la sangre, tanto de Shura, como de Saga, se perdían en el limbo cósmico. Caía hacia abajo, pero quizás pronto subiese; les era imposible saber si estaban al derecho o al revés, ya que las leyes físicas nunca habían estado tan alteradas. La gravedad era asfixiante en ciertos momentos, pero liviana cual nada en otros. A ratos, el aire parecía faltarles a los tres, pero en otros se sentían llenos de vida, como si hubiesen bebido de la fuente de la juventud eterna.
Esas circunstancias tan especiales hacían que sus músculos se contrajesen y relajasen a una velocidad inhumana, propagando un terrible dolor por todas sus extremidades. No querían mostrar debilidad delante de sus compañeros de armas, pero no podían soportar la realidad de que estaban siendo vencidos por el propio medio.
Tan rápido como la luz, los relámpagos cayeron, atravesando en cuestión de milisegundos todo el espacio. Algunos rozaban, con muchísima cercanía, a los tres caballeros, que, tan indefensos como atónitos, miraban al cielo, o quizás al suelo, sin poder ofrecer resistencia ante la lluvia eléctrica que se les estaba viniendo encima.
—¡Aiolos —gritó Saga, dando el paso que ninguno de ellos se había atrevido—. Aiolos, ¡detén esto!
—Saga… —respondió la voz tras unos segundos de pausa, en los que los relámpagos no cesaban, llenando el vacío creado por el eco inexistente—. Que tú me pidas clemencia, a mí…, es música…
De pronto, la figura de Aiolos se materializó. Vestía como el Patriarca, algo que ya sabían que era. Pero nunca imaginaron que pudiese asemejarse tanto al de su época. Saga se quedó petrificado ante el parecido con Shion. Casi pudo sentir la sangre del Santo Legendario recorrer su puño derecho de nuevo. No pudo evitar temblar ante los recuerdos que se apelotonaban en su mente mientras se quedaba impertérrito ante la magnificente presencia de Aiolos.
—Ahora…, los hombres que me mataron…, ¡morirán juntos!
Aiolos extendió la mano izquierda hacia adelante mientras los tres caballeros lo observaban sin mover un solo músculo. En su palma se generó una bola de luz de la que salían chispas. Era como si una bola de electricidad estuviese suspendida en la mano del Patriarca del Caos. Una vez se hubo hecho grande, la aplastó como si fuese plastilina y la lanzó contra el grupo.
¡Lightning Telios!
(El Límite Máximo del Rayo)
Definitivamente, el rojo desapareció de todo el espacio y el azul, y, llegado de la mano de Aiolos y su potente técnica, se hizo con todo el firmamento. Impasibles, los caballeros observaron, y, a su vez, sintieron el terrible poder cósmico que desprendía aquel ataque. Paralizados por la impresión, retrocedieron inútilmente, viendo cómo el Telios se acercaba sin piedad.
De pronto, una figura hexagonal con forma de estrella se posicionó entre ellos y los relámpagos que caían, haciendo de escudo ante el inminente choque.
—Pero recuerda que tú no eres el único Patriarca, Aiolos…
—Pero recuerda que tú no eres el único Patriarca… —recordó para sí el peliazul, saliendo de su ensimismamiento tan rápido como había entrado.
Aún sentía la sangre caliente corriendo por su cuerpo; después de tantos años, volver a usar su poder había sido difícil, pero reconfortante. No se sentía tan inútil como sentado en ese viejo trono, desde el cual, los más ancianos habían dirigido las guerras sin levantarse siquiera. Había leyendas de algunos que se fueron a primera línea a dar la vida por los suyos. Pero pensar en el Patriarca era pensar en la figura de su hermano, consumido por el mal. Aunque no lo hubiese vivido, desde que regentaba el cargo no cesaba la pesadilla de Saga con la daga dorada en la mano derecha, intentando apuñalar a Atenea. En ocasiones, la figura de su hermano se transformaba en la suya, y era él el maldito para siempre. Las noches de insomnio eran infinitas.
—¿Acaso dudas, Kanon —preguntó una voz austera que venía de ninguna parte y de todas, reverberando entre las columnas.
Tan pronto escuchó esas palabras, el Patriarca dejó caer el casco al suelo, que hizo un ruido metálico al chocar contra la piedra. Alertado, se giró hacia izquierda y derecha, sin encontrar nada. Se levantó alarmado, caminando rápido por la estancia, saliendo de la comodidad que proporcionaba la alfombra para adentrarse en el inhóspito terreno del incómodo pedregal.
—¿Dónde está? ¡Salga, lo necesito —gritó, rotando su cuerpo como peonza, oteando cualquier esquina, escudriñando las partes más oscuras del lugar, buscando cualquier anomalía—. ¡Se lo ruego!
—No te exaltes, Kanon. —Cuando más desquiciado parecía estar, frente al Sumo Sacerdote se materializó una figura.
De hombros anchos además de brazos y piernas fuertes, el recién llegado vestía una camisa vieja, arrugada, marrón y gastada, a juego con los pantalones. Su figura contorneada se dibujaba bajo la ropa, y por su espalda caía una larga melena blanca, que nunca parecía haber sido canosa.
Al instante de aparecer, Kanon se arrodilló y agachó la cabeza, como si la misma diosa Atenea se hubiese presentado frente a él. Se veía agitado, pero era solo una ilusión óptica, producto de su anterior turbación.
—Maestro —dijo en un tono bajo, sin levantar la cabeza, en señal de cortesía—. Gracias por volver.
—Nunca me fui, Kanon —respondió el otro en el mismo tono de respeto hacia su supuesto alumno—. Pero si vas a hablar conmigo, quiero que sea en igualdad de condiciones. Ponte de pie…, y llámame Caín.
El Patriarca se levantó con una sonrisa en los labios. Asintió levemente y musitó un gracias que, finalmente, se quedó para sus adentros; no quería mostrarse débil ante su gran mentor. Kanon tenía en un pedestal inalcanzable a su maestro Caín, al igual que su hermano Saga, que siempre había idolatrado al peliblanco por sobre cualquier otro.
—Dime, ¿qué es lo que te atormenta, Kanon? —A pesar de su tono de voz tan restrictivo, se respiraba confianza hablando con aquel hombre.
—Temo no estar a la altura…
—¿A la altura, dices? No entiendo lo que me quieres decir.
—No creo estar preparado para este puesto, Caín.
—¿Acaso conoces a alguien que pueda ocupar tu puesto mejor, Kanon?
Este rodó la mirada, como pensando. No quería ser egoísta, y menos aún, un creído, pero realmente no se le ocurría un nombre para estar al frente del Santuario. Sabía que Aldebarán aún vivía y que, de alguna manera, había logrado sobrevivir a la Explosión del Muro de las Lamentaciones, pero por lo demás, todos los hombres que podían aspirar al título estaban muertos, al menos tal como él los recordaba. Se deshicieron tras ayudar a los Santos de Bronce a llegar a Elysion. Un sacrificio llevado a cabo por doce hombres que, a su juicio, estaban mucho más capacitados que él para llevar a cabo tan compleja labor, por su honor y su lealtad indiscutible a la Diosa en aquel momento clave para la historia del mundo.
—Escucha, Kanon —prosiguió el peliblanco—. Te he visto estos dieciséis años. Vi tu sacrificio por los Santos de Oro hace mucho, cómo te inmolabas en el cielo con ese espectro, y cómo sobrevivías a ello. Te observé arrastrarte fuera del agujero que suponía el Hades. Percibí tu cosmos en el Santuario. Seguí tus pasos hasta que fuiste nombrado héroe de guerra y caballero legendario. Observé orgulloso cómo los Santos de Bronce que plantaron cara al mismo Hades aceptaban sus legados, sus armaduras doradas, y se arrodillaban frente a ti para rendirte tributo. Te he seguido muy de cerca, y no se me ocurre nadie, y cuando digo nadie, es realmente nadie, que pueda hacer lo que tú hiciste. Salvaste al Caballero de la Espada Sagrada, a mi otro alumno, el atormentado Saga, y al alumno de Deathtoll. Sabes que todos son pilares importantes, y pusiste en riesgo tu misma vida para alargar tanto la de ellos…, como la de este mundo. Kanon, eres un digno Patriarca…
Y tras aquel corto discurso, posó su translúcida mano en el hombro de Kanon. Caín era solo pura energía residual que vagaba por el mundo sin rumbo fijo, pero a pesar de ello podía ver, podía sentir, podía pensar…, y en ese momento, el Patriarca pudo percibir el aroma que le sorprendía cuando se levantaba de la cama cuando era niño, esos almuerzos que su maestro les preparaba tanto a él como a Saga. El calor de su cosmos no había disminuido ni un ápice, seguía siendo aquel que protegía el amor y la justicia del mundo. Y tan pronto como vino, la figura comenzó a deshacerse como si fuese arena, y voló por la ventana abierta.
—Tan solo cree en ti —dijo antes de desvanecerse por completo.
En ese momento, el portón gigante de la estancia patriarcal se abrió de par en par. Un joven vestido de traje de pana y un hombre mayor y calvo, ataviado con un esmoquin, entraron sin pedir permiso siquiera. Kanon sabía que era la hora, así que volvió a su sitio y se colocó el casco de nuevo en la cabeza. Jabú y Tatsumi esperaban sus órdenes.