Publicado 29 octubre 2010 - 13:54
-Dejo mis palabras ante Vos, ¡oh, grandes Ases!, tal y como mi mentor Birger me ha instruído-.
*The Flame Bearer deja un rollo atado con una cinta a los pies de una representación de Odín*
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‘Es sencillamente imposible’ me repetía una y otra vez. El desgraciado había cumplido su promesa: había lanzando su maldición con palabras arcanas, reverberando en el tejido mismo de la creación y distorsionándolo. El alfarero de inasequibles aptitudes había moldeado los hechos, doblegándolos mediante su voluntad y balanceándome fuera del Paradigma. Durante muchos años nadie había pasado de La Isla al Plano Mundano, pero allí me encontraba, era inconfundible. Ese vacío, esa sensación de anhelo… ahora sí empezaba a entender lo que era la falta del Spae. ¿Cómo se puede vivir sin Ørlög, sin las Leyes?
Desde pequeño tuve una afinidad con aquello que solo puede vislumbrarse a través del ojo del espíritu, quizás lo traía ya en la sangre. Mi padre, el anterior Portador del Fuego Sempiterno, había sido un tenochca quien durante su juventud buscó convertirse en sacerdote, la casta encargada de velar por el cumplimiento los deberes sagrados y de cerciorarse que se insufle de poder al sol por medio del líquido vital. La voluntad insondable de los dioses del Tlaltipac lo llevó hacia el Este. Así, por último, arrivando a mi tierra, el hogar donde crecí. Tonatiuh, el sol, siempre lo guió y así se hizo poderoso en las artes ígneas. Por las venas de mi madre, en cambio, fluía la sangre de Skadi y le era innata una conexión con el mundo natural. Diestra guerrera, se cantan canciones aún sobre su ferocidad en la batalla durante el ascenso a lo largo del Bifrost. Cayó en las puertas de Asgard, pero no sin llevarse con ella a muchos de los Einherjar.
Pasado el Ragnarök, mi padre pudo llevarme de regreso a La Isla, había estado en los mundos del Gran Árbol Ygdrassil como embajador y había intervenido en los sucesos del ocaso de los dioses. Numerosos tutores me iniciaron en las artes del combate y la guerra, como así también en la mística y otros saberes variados. Me adentraron más y más en conocimientos de índole hermética, y crecí fuerte: mi mente rápida y ágil mi cuerpo. Sobrepasando por una cabeza a la mayoría de los hombres, la estatura que herendé de mi madre me permitía aventajarme en el combate, aunque muchos de mis rasgos se parecen a los de mi padre: moreno y de cabellos oscuros, los ojos serenos y de un color miel.
Los años transcurrieron y me hice avezado en el uso de las armas, como la espada y la lanza, entre otras. Mi velocidad se tornó excepcional y entrelacé mis conocimientos del Arte con los de la lucha, incluso desarmado. Pronto pude imponerme a varios hombres ataviados en pesados arneses de placas utilizando solo mis puños, envolviéndolos en la esencia del resplandor solar. Estuvo claro que mi destreza era de un carácter distinto al allí conocido, y mi padre lo notó primero que nadie. Desperté poco a poco una fuerza desde lo profundo de mi ser y aprendí a destajar con filos incandescentes como las ascuas de una forja, o a protegerme con blancos mantos de robusta escarcha. Aún con todo aquello, mi fuerte siguió siendo la velocidad y un vigor desmesurado, casi como inspirado por los dioses, que me permite tomar esfuerzos durante tiempos muy prolongados. No únicamente en una ocasión me han dicho que daba la impresión de estar impelido por el Od. De esta manera, me gané algunos apodos, como “el-que-corre-como-el-viento,” o “el-que-ataca-incesantemente.” Sin embargo, de todos, el más adecuado ha sido “el-que-es-como-Sleipnir,” por mi velocidad, mi nobleza y mi origen.
Desgraciadamente, cierto año mi padre contrajo una enfermedad que lo llevó a la agonía. Los físicos no encontraban una cura, y se prolongaba su sufrimiento. Aún peor, porque el Fuego que ardía en su interior no le permitía abandonar la vida, no siendo suficiente tampoco para salvarlo de la muerte. Así fue que se me encomendó la custodia de La Flama. -Estás algo verde para tomar esta responsabilidad- recuerdo que me dijo con un hilo de voz y entre jadeos –pero tienes lo que hace falta. No será una tarea sencilla y deberás aprender mucho por ti mismo, pero confío en que lo lograrás. El Fuego Sagrado del que te haré entrega es mucho más que un poder abrasador y destructivo-. Tuve apenas unos días para prepararme, y luego se realizó el ritual de traspaso. Baste decir que en mi inexperiencia no supe canalizar las fuerzas y eso me causó un dolor innecesario e indescriptible. Sé lo que es arder en vida.
Apenas habiéndome recuperado de una inconsciencia prolongada, supe no solo que mi padre había fallecido, sino que escasos días atrás había llegado un misterioso personaje al lugar. Alguien que estaba agitando a las masas y causando sublevaciones. Decidí entonces intentar ponerle fin a toda esa excitación, ya que mi país no se encuentra en condiciones de sobrellevar esos problemas. Los tiempos se han vuelto duros. Fue en esa confrontación que me topé con un poderoso conjurador, cuyas habilidades excedían lo estrictamente relacionado con el Spae o el Seidhr. -¡Ah, pero si es el portador de la yesca!- fue lo primero que me dijo.
Intenté razonar con él, pidiéndole que no causara más dolor y consternación. Los estragos eran ya de una magnitud considerable; había herido a cientos y asesinado a decenas. Respaldó su negativa con una serie de poderosos cánticos, habilidad que yo jamás había presenciado y que me tomó desprevenido. Me desmoroné, mi cuerpo incapaz de sostenerse por sus propios medios. –Hoy es el día en que la Vida abandona esta Isla, muchacho-. Aturdido, solo logré escuchar las extrañas palabras de poder, con un cierto tono de malévola complacencia. Una sensación de pesadumbre me abatió y, seguidamente, me encontraba ya en el plano mundano.
Una vez recompuesto, comencé a vagar por parajes que me resultaban totalmente desconocidos. Durante largas semanas viví en unas boscosas montañas, cazando y buscando algún fruto comestible. La desesperación por regresar a mi hogar me oprimía el alma. Finalmente, errando por la espesura di con una pequeña construcción de madera, era algún tipo de vivienda. Allí encontré a un anciano que se presentó como Birger. Las runas le habían indicado que alguien llegaría y, como guardián de los ropajes sagrados, era su deber conducirlo en su camino para obtener tal envestidura. -Odín habrá sucumbido frente a Fenris en el Ragnarök, pero es la voluntad de Vidar y de Balder proseguir con esta tradición guerrera. Los nuevos Aesir así lo comandan y quizás tú harías honor a las vestimentas de Beta, como se nombra hoy día a la estrella- fue su explicación. Los ropajes eran armaduras, cada una con la bendición de cada estrella de la constelación de la Osa Mayor, relacionadas con el pasado mítico escandinavo. Él sabía de mi necesidad de retorno, y se enteró del mal que azotaba a mi pueblo. Las armaduras eran poderosas defensas, pero solo eran concedidas a los más diestros y fuertes. Según él, yo tenía lo necesario, solo que necesitaba pulimento y experiencia.
Desde entonces me esfuerzo para incrementar mi poder y así los Ases de Asgard me juzguen capaz de ataviarme con un ropaje sagrado. Con ello espero tener la posibilidad de restaurar la paz en mi hogar, haciendo honor a los deseos de mi padre y a la herencia de mi madre.
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-Posteriormente, traré un retrato de mi persona, para complacencia de los dirigentes de Asgard, y lo dejaré junto con este rollo que Os ofrezco-.
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