Yo nací un 12 de enero, en un cálido pueblo de los Pirineos catalanes, estaba situado sobre una frondosa y verde pradera, rodeada por un serpenteante y caudaloso río, que le daba el toque de tranquilidad que tanto necesitaba. La población consistía en un conjunto cerrado de casas, pallozas, hórreos y alpendres, algo característico de los pueblos de alta montaña.
Mi padre se llamaba Teman, al igual que nosotros, era un caballero que en vez de servir a Athena servía a la orden hispana, portando la armadura del Cuélebre. Era de imponente altura, su fuerza era envidiada por el resto de la orden y se caracterizaba por su gran destreza en la lucha. Sin embargo, cuando conoció a mi madre Selene, dejó a un lado su oficio como caballero y decidió ganarse la vida criando cabras. Cuando ella se quedó embarazada, llegaron las ansias de mí llegada al mundo y con ello, las esperanzas de que algún día alcanzara a ser un caballero como mi padre.
Al principio no tenían un nombre fijo para mí, pero conforme avanzaba el embarazo, mi padre y mi tío Yul barajaron varias opciones en una de sus tantas charlas. Entre ellos había uno que con orgullo y honor pronunciaba, estaba convencido de que nadie iba hacerle cambiar de opinión.
— Shura... —mi padre Teman pronunció mi nombre con su calmada y fuerte voz , orgulloso de la gran decisión que había tomado. Observó con sus verdes ojos, el cielo azul que bañaba las verdes praderas del pueblo y aspiró el limpio aire que se adentró en sus pulmones.
Durante su rutinaria charla y tras las espaldas de mi tío, se encontraba mi primo Iven, que escuchaba pendiente la larga conversación que generó en él un odio enfermizo hacia mí, por la atención que yo generaba, aun estando en el vientre materno, entre los familiares.
Con el fin de meditar y buscar el motivo de la atención que había generado entre la familia, Iven lleno de rencor, subió a lo más alto del monte que rodeaba el pueblo, para luego adentrarse en las antiguas y majestuosas ruinas de un pequeño coliseo, construido para los antiguos caballeros hispanos de la época romana. En el coliseo tenían lugar luchas entre aprendices y espectáculos públicos. No era tan grande como el de Roma, pero al menos se podía ver que la arena era lo bastante extensa para lo que pretendía ser. Tenía una torre, desde ella se podía observar el pueblo y en la antigüedad se podía utilizar para proteger el lugar de los enemigos que pretendieran atacar. A parte de eso, se podía ver que alguna fuerza sobrehumana había destruido parte de las gradas, así que dejó de usarse durante el momento de dicho enfrentamiento. Ese sitio era el lugar favorito de El Cid.
Iven se detuvo con expresión de angustia sobre lo más alto de las derruidas gradas y sobre el borde, observó por última vez el enorme y frondoso valle que se encontraba frente a sus ojos. Quería quitarse la vida, pues por mi culpa había provocado en él ese mal deseo. Miró fijamente al torreón en ruinas, donde vio a un caballero con armadura dorada, que observaba con insistencia y honra el pueblo donde yo vivía. Mi primo dejó atrás aquella tentación tan ridícula y con miedo, decidió aproximarse al desconocido de rostro lúgubre, que mantenía su asidua mirada puesta en el pueblo. El hombre volteó su atención hacia él con gesto frío, le enseñó una breve sonrisa y apuntó con su dedo la casa donde vivía, para luego desaparecer entre la oscuridad del lugar, envuelto en ríos de lágrimas que emanaban de sus ojos.
Al caer la noche, las frecuentes contracciones y el fuerte dolor, indicaban mi insistencia de querer llegar al mundo. Tras mi alumbramiento, mi madre me sostuvo y ante la atenta mirada de la familia, fui recibido con entusiasmo y alegría. Mi primo, que estaba traumatizado por lo ocurrido en el coliseo, observaba mi angelical rostro y percibió en mí, el gran parecido que tenía con el espíritu que vio. Estaba convencido que yo era la reencarnación de aquel hombre de dorada armadura.
Transcurrieron tres años tras mi nacimiento y crecí rodeado de la cálida compañía de una familia feliz. Ayudaba a mi madre a cuidar de las cabras de la granja, aprendí gracias a ella a ordeñarlas y hacer el queso que luego vendíamos en la tienda del pueblo.
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Al año, se celebraba en el pueblo una fiesta patronal, donde los aldeanos se felicitaban los unos a los otros, para participar en el evento. Con mi inocencia, decidí felicitar a mi primo Iven en la casa en la que solía vivir con mi tío, el cual había fallecido meses antes.
Frente a la puerta de su casa, se encontraba recogiendo algunos enseres que metía en la mochila de cuero, con cierta molestia se la colocó en su espalda y se sobresaltó al encontrarme ahí. Me llamó tanto la atención que me acerqué a él con cierta curiosidad. Frunció ligeramente el ceño al verme allí y bufó, pues aun me guardaba rencor. Sus ojos no podían ocultar la tristeza que le invadía, ya que su padre era la única persona que tenía y se había quedado solo. Se acercó con gesto apenado y se arrodilló para decirme lo que estaba pasando.
— Sabes que no me gusta tenerte cerca. — suspiró y con desgana me despeinó mi negro cabello. Su actitud distante fue en parte, la impulsora de mi fría personalidad, pues siempre me apartaba de su lado. — Para que lo sepas, he decidido partir al campamento de entrenamiento de los Pirineos. Me alegra mucho poder deshacerme de ti.
— Eres el único con el que jugaba en el pueblo, ahora me quedaré solo —aunque sabía que mi primo no me quería, siempre tuvo tiempo para pasar el rato conmigo. Sabía que iba a extrañarlo.
Se levantó y observé cómo me daba la espalda, cuando partía hacia su destino. En el instante que lo vi desaparecer, sentí como el corazón se me hacía añicos, quería llorar, pero mi fría personalidad me lo impedía.
Al instante sentí la presencia de una pequeña niña, de ondulados cabellos negros y de enormes ojos del color de la miel, que me miraban fijamente. Ella supo adivinar con solo una mirada, que estaba destrozado. Sin esperarme su reacción y sin conocerme, se me acercó, nuestros ojos se cruzaron y con un impulso me abrazó con todas sus fuerzas. Mi corazón reaccionó al calor de su cuerpo de una manera que aun desconocía, sentía que estaba a punto de salir de mi pecho.
Al instante, nos presentamos y me sentí feliz de haberla conocido. Con la alegría que tenía en el cuerpo, decidí dirigirme a la casa con el fin de presentársela a mi padre.
Cuando la vio, percibió en mí la alegría y se puso contento al ver que venía acompañado por una chica.
— Veo que te has hecho una amiga.
— ¡Sí! — me entusiasmé, deseoso de presentar a la pequeña que me había cautivado. — Ella se llama Minerva. — la señalé con cierta alegría.
— Me hace feliz, ver que al fin sonríes. — mi padre mostró una forzada sonrisa.
La observé y en el instante me sonrojé. En aquel momento surgió en mí un sentimiento aun desconocido, un amor que nunca borraría de mi mente. Era difícil que un chico tan frío como yo, pudiera enamorarme de alguien como ella.
Al pasar los días, Minerva y yo forjamos una amistad irrompible. Éramos como dos hermanos que nos entendíamos a la perfección, aunque en varias ocasiones solía decirme que era muy frío, sin embargo, no le daba mucha importancia mi personalidad y sacaba de mí, el lado bueno que ocultaba.
Un día escalamos la montaña para adentrarnos en las ruinas del coliseo. Nos sentamos en la última fila de las gradas y nos quedamos embobados, contemplando la belleza de la arena donde en su tiempo, los caballeros luchaban entre sí. Mientras disfrutaba de la belleza angelical de Minerva, mis ojos alcanzaron a visualizar a un hombre de armadura dorada, en la misma fila en la que nos encontrábamos sentados. En el instante que aquel caballero volteó su mirada, pudimos ver su lúgubre rostro, que provocó el terror en mi amiga y su huida del coliseo, dejándome ahí solo ante aquel fantasma. Su mirada me recordó a mi fría personalidad y sentí que compartíamos algo en común. Se levantó, se acercó a donde me encontraba y se sentó a mi lado, haciendo salir el insistente temblor de mi cuerpo, a causa del miedo que ocasionó su cercanía.
— ¿Quién eres? Me das miedo. — estaba llorando, porque Minerva me había dejado solo ante aquella presencia que me sonreía.
— Eso lo descubrirás muy pronto pequeño.
Sin borrar la sonrisa de su rostro frío, el hombre desapareció y como un inutil cobarde, salí huyendo. Corrí por la montaña, caí rodando por las colinas y me hice varias heridas en el cuerpo. Cuando llegué a mi casa, abracé a mi madre entre llantos, porque estaba aterrorizado.
Aquella noche me costó dormir y cuando caí en el mundo onírico, pude observar como aquel hombre volvía a aparecer. El caballero tocó con su mano mi brazo y sentí una sensación fría recorrer esa parte del cuerpo.
— Mi legado es tuyo, futuro caballero de capricornio y eso conlleva a que portarás la Excalibur allá a donde vayas.
Al despertar de golpe, sentí la extraña impresión de que tenía el frío filo de una espada que se había adueñado de mi cuerpo, ahí fue cuando aquel misterioso espíritu me cedió la Excalibur.
— Siento un extraño poder recorrer mi cuerpo. — fue lo único que pude soltar cuando desperté.
Sentí un mal presentimiento y tuve la necesidad de levantarme de la cama para salir de mi habitación. Cuando abrí la puerta que daba con el resto de mi hogar, contemplé el horror de la muerte ante mis infantiles ojos. La sangre invadía el suelo y las paredes de mi casa, ocasionando en mí un dolor punzante en mi pecho. Desesperado corrí hacia el cuarto de mis padres y ahí estaban, tumbados en su cama, mi padre aun agonizaba y extendió su brazo en mi dirección, con la intención de pedirme que me acercara a él.
— Salva a tú amiga y huir... — mi padre jadeaba y derramaba sangre de su boca. —... vete al campamento que se encuentra en los Pirineos y pide ayuda.
El espíritu de mi padre se apagó ante mis propios ojos, tenía ansias de llorar, pero por una vez, quería ser valiente y visualicé la misión que se había convertido en mi objetivo principal.
Al salir de mi casa pude contemplar la muerte y el dolor, al visualizar con mis ojos, el pueblo siendo consumido por las llamas. Tuve la repentina necesidad de salir en busca de Minerva y salvarla, tenía la sensación de que aun estaba con vida.