Saludos
Un mal hombre
Entre las personalidades que departían al cobijo de la mayor tienda de campaña del campamento, fue Mitsumasa Kido quien abrió la charla.
—Existe una leyenda, en las tierras de mi buen amigo, Edward Solo —dijo el hombre, contemplando a aquel tras sus anteojos—, que ha llamado mi atención desde que nos conocimos en la Universidad de Atenas.
—Buenos tiempos —comentó Edward, sonriendo.
Con cierta rimbombancia, Mitsumasa recitó la leyenda de los guerreros de la esperanza que aparecen cuando el Mal reina sobre la Tierra. Jóvenes que protegen a la diosa de la guerra, Atenea, combatiendo siempre sin armas.
Piotr, hasta ahora aburrido, hizo eco de la última parte, por él tan conocida:
—Con un revés de la mano desgarraban el aire y con una patada abrían el suelo.
Fue ese el momento en que el anfitrión alzó la mano. De gran estatura y porte, a despecho de una expresión malévola y un engañoso cabello cano, Baldur von Heinstein se sentaba en el centro de la única mesa de la tienda, entre Kido y Piotr.
—¿Qué sería ese Mal del que habla, Kido?
—Varía a lo largo del tiempo —dijo Mitsumasa, sabiendo que Edward negaba con la cabeza—. El imperio romano, los mongoles… Y, hoy en día, ustedes.
Muchos dirían que aquel japonés tenía valor para decirle algo así a un alto cargo de la SS-Ahnenerbe, tan alto que respondía directamente a Himmler. O que estaba loco.
—¿Piensa que somos malvados?
—No lo pienso, lo sé.
Baldur sonrió.
—Si los alemanes somos malvados, ¿qué tiene que decir de los suyos, los japoneses?
—Cualquier pueblo conquistador es malvado, desde el punto de vista de esta leyenda —señaló Mitsumasa sin la menor acritud—, por eso estoy aquí.
Los ojos de Baldur se abrieron de par en par, fingiendo sorpresa.
—¿No fui claro al decirle el objetivo de esta expedición?
—La antropología no es mi campo. Estoy aquí por si ustedes sois lo bastante malvados como para permitirme conocer a los afamados santos de Atenea. Piotr está aquí porque le pagáis el precio de un ejército de mercenarios, usted está aquí por alguna secreta ambición y mi amigo está aquí para conseguirse una princesa vikinga que perpetúe el milenario linaje de los Solo —concluyó, riendo sin la menor vergüenza.
—La sopa se va a enfriar —acusó Edward, abochornado.
Todos se centraron en el cuenco, de manufactura vikinga, a pesar de que se hallaban en otro mundo. Algo bueno para el objetivo oficial de esa expedición no oficial.
—Eres tú el que quiere una princesa—susurró Edward.
—Repítemelo cuando la veas —respondió Mitsumasa, sonriendo.
Al terminar la sopa, pasaron a la carne, cazada por los habitantes del campamento esa misma mañana. Contaban con cuchillos, pero no tenedores.
—¿Cuándo fue la última vez que comimos juntos? Los tres —aclaró Mitsumasa.
—17 de julio de 1917 —dijo Piotr sirviendo las bebidas en cuencos de arcilla—. Cuando rescatasteis a mi querida…
El sonido de una explosión y el consecuente temblor ahogó lo que Piotr tenía que decir. Raudos, los cuatro se apresuraron a salir de la tienda. Baldur y Piotr con la eficiencia de militares natos, Edward arrastrando a Mitsumasa, que aún tragaba un trozo de carne.
La explosión había sucedido cerca, por lo que la zona estaba llena de humo. Tras él, los oficiales gritaban órdenes, los soldados disparaban y los enemigos gruñían como bestias dispuestos a retomar aquel campamento tomado por las armas.
Un hombre surgió del gris omnipresente, con medio cuerpo en carne viva por la explosión. El tiempo que tardó en presentarse como Stenn lo aprovechó Edward para llegar hasta él, bajo el espadón que alzaba, y golpear su pecho con la palma abierta.
—Piotr —dijo Baldur, indiferente al modo en que el cuerpo de Stenn se deshidrataba antes de caer al suelo—, ve al Cuartel General, avisa a Kammler, dile que…
Ni siquiera Baldur pudo mantener la tranquilidad cuando le cayó un tanque encima.
—¡Santo Dios! —exclamó Mitsumasa, sujetado, al igual que Edward, por Piotr. No entendía qué había pasado, ¡hacía tan solo un segundo estaba al lado de Baldur!
Pero las sorpresas seguían. Mientras las SS luchaban tras el manto del humo, el olor de un campamento incendiado y el sonido del crepitar de las llamas, un gigantesco vikingo de barba gris llegó hasta ellos armado con… Tanques. Agarraba uno con cada mano, clavando los dedos en el acero como si solo fueran juguetes de papel.
—Rung os pondrá en vuestro lugar, forasteros de Hel —aseguró el gigante.
Fue muy rápido, demasiado, los tres tendrían que haber muerto.
Pero ocurrió todo lo contrario. Rung fue congelado en toda su altura junto a los tanques que usaba a modo de martillos, como prueba del poder de los guerreros azules. Tras tal hazaña, Piotr indicó con una sola mirada que cumpliría su parte.
Edward asintió con comprensión, y agarrando a Mitsumasa, salió corriendo.
Atravesaron el campo de batalla apenas viendo de reojo como las afamadas SS eran masacrados por salvajes armados con espadas, hachas y martillos. Los berserkers, que vestían y actuaban como bestias, parecían inmunes a las balas, o al dolor que estas provocaban, a pesar de que a diferencia de Rung, no les rodeaba aura alguna.
—Esto era lo que querías ver, ¡alegra esa cara! —dijo Edward.
—Ah…—Mitsumasa miraba a todos lados, viendo a soldados descuartizados saltando por los aires. De pronto, una piedra llegó volando, golpeándole en la frente.
Los dos cayeron rodando por una zanja justo a tiempo de librarse de una granada.
—¡Eh! —exclamó Edward, golpeándole la cara—. ¡Eh, despierta! Estoy aquí por ti, ¿recuerdas? Para asegurarme de que no cometas una locura. ¡Despierta!
—Estoy… —trató de decir Mitsumasa, tosiendo por el polvo.
—Vas a necesitar esto —dijo Edward, ofreciéndole un anillo de oro.
—¿Crees que es un buen momento para declararte? —preguntó Mitsumasa. Se imaginaba ridículo, con las gafas torcidas sobre su rostro golpeado y sucio.
—Mira que eres imbécil —rio Edward, poniéndole el anillo en el bolsillo de la chaqueta. Él también estaba sucio, aunque sus ojos aguamarina brillaban con luz propia—. Entrégate al enemigo, descubre quién los lidera y asegúrate de que se ponga este anillo. Es un tesoro familiar. ¿Podrás hacerlo? Sé que esto da miedo…
—¿Miedo? Para nada —dijo Mitsumasa, levantándose—. No tengo miedo, estoy excitado. Esto es increíble. ¡Increíble!
A pesar de lo dicho, cuando Edward puso mala cara, echó a correr.
Corrió a través del infierno, sintiendo que se acercaba a su sueño, que aquel mundo del que le hablaba su abuela, Saori, era real. Tal fue su expectación, que bien pudo haber muerto atravesado por la espada de un joven Ullr si Baldur no hubiese resucitado.
—¿Sabes que nadie ha sospechado nunca que tengo secretas ambiciones?
—¿Ah, no? —dijo Mitsumasa, viendo que donde estuvo hacía un segundo había ahora una grieta sin fondo—. Bueno, fue suerte.
—Suerte no, malicia —sonrió Baldur, dándole la espalda. Ullr venía a su encuentro—. Eres un mal hombre, Kido, estoy seguro de que conocerás a los santos de Atenea. Mas para eso, debes sobrevivir. Corre, sé que tienes el tesoro de los Nibelungos.
Mitsumasa no dudó en obedecer. Aun así, mientras corría, se permitió ver de reojo el breve duelo entre Baldur y Ullr, el de la espada que corta la tierra.
La hoja mágica atravesó la mano extendida de Baldur y salió del pecho de Ullr.
—Drbal… ¡Maldito traidor!
—Luchar contra mí sin estar protegido por el mithril es una…
Mitsumasa no oyó nada más. Salió del campamento, en llamas, hacia aquel gélido país que no estaba en la Tierra. Siguió corriendo, pensando que si se iba a entregar al enemigo, era mejor hacerlo lejos del campo de batalla. Corrió y corrió, hasta que desfalleció a los pies de un pequeño bosque.
La gente no siempre se despertaba en lugares tan fríos, pero Mitsumasa era un hombre con suerte, con mucha suerte. Abrió los ojos para encontrarse con una belleza norteña de cabellos blancos, ojos azules como el zafiro y un vestido a juego.
—¿Quién eres? —dijo sin más la muchacha, sola en el bosque y armada con un tridente.
—Soy Mitsumasa Kido, un forastero —respondió con sinceridad, imaginando que hablaba con la realeza—. He venido a entregarme. Esto ha sido un error. —Para dar fuerza a sus palabras, se arrodilló y juntó las manos, servil—. Quiero entregarme.
El ceño de la muchacha se frunció más y más.
—Pareces muy desesperado por hacerlo.
—Quiero hablar con vuestro líder, quiero explicar nuestras razones.
—Yo soy la líder del pueblo de Asgard —dijo la muchacha—. Sigyn de Polaris, Suma Sacerdotisa de Odín. ¿Qué quieres decirme?
Mitsumasa solo repitió la retahíla de querer entregarse hasta que la sacerdotisa lo dio por válido. Al poco tiempo, el grandullón al que Piotr había congelado llegó junto a una docena de berserkers, aduciendo que los forasteros los atacaron con un arma invisible.
«Dios te bendiga, Haber.»
—¿Y este tipo? Estaba con los demás… —gruñó Rung.
—Es mi prisionero —dijo Sigyn. Rung asintió.
Pronto se pusieron en marcha, prestando a su prisionero solo la atención justa para que no se escapara. Mitsumasa no pensaba escaparse, estaba donde quería, sabiendo por cuanto oía que al menos Edward, Baldur y Piotr estaban vivos.
«He encontrado a tu princesa vikinga, Ed. Cuando la conozcas, se te va a pasar esa costumbre rara de regalarme anillos. Pero deja que yo la conozca primero…»
El hombre encargado de tirar la cuerda que ataba sus manos murmuró:
—La batalla de los dioses ha empezado, el destino de todos ya está decidido.
***
Guía de personajes:
Mitsumasa Kido y Piotr de Bluegrad pertenecen al manga de Saint Seiya.
Drbal (Baldur von Heinstein), Ullr y Rung pertenecen a la película La ardiente batalla de los dioses.
Edward Solo, Sigyn de Polaris y Stenn son personajes de mi invención.
Erik, mitad y mitad, el nombre es inventado, pero es el pelirrojo de La ardiente batalla de los dioses.
Himmler, Kammler y Haber son figuras históricas.
Editado por Rexomega, 28 octubre 2022 - 14:25 .