Saludos
Capítulo 176. Mundo herido
La primera urbe que visitó, era una ciudad fantasma. Aunque había aterrizado como un meteoro, agujereando la tierra y agitando por un ligero temblor todo el barrio circundante en lo que se ponía de pie, nadie salió corriendo de los edificios, nadie apareció en los balcones gritando que era el fin del mundo, y sobre todo, nadie vino a preguntarle si estaba bien, o a arrestarle. Anduvo por la urbe un rato más, por si estaba en una zona abandonada. Primero a paso ligero, después corriendo como una bala.
No había ni un solo ser vivo, sin importar a dónde fuera. Los escaparates de las tiendas, intactos, se hallaban abandonados. Algunas puertas de las casas estaban abiertas, signo de que la gente había abandonado la ciudad a toda prisa. Otras señales de tal posibilidad eran los bienes caídos por las calles —muñecos de peluche, libros, muebles destrozados…—, dejados allí junto al único rastro de humanidad que quedaba en la zona. Muertos, miles de muertos, algunos asesinados con saña, como si hubiesen sido víctima de bestias, otros ejecutados con tanta eficiencia que parecían estar durmiendo. Género, posición social y edad eran tres factores que los responsables no habían tenido en cuenta. Clavado en las puertas de una taberna, justo bajo el nombre de la misma y alumbrado por las luces de neón, una masa arrugada que días atrás debió ser un hombre de gran edad y riqueza, por las ropas que vestía, se consumía a sí mismo. En una plaza, ochenta y ocho angelitos de cristal pretendían emular las constelaciones del cielo, alrededor de una mujer cristalizada que solo podía ser la responsable, con esa sonrisa de satisfacción. Aquella visión fue lo que más le impactó, no los restos de las mujeres, mordisqueados por bestias y alimañas a las que veía de vez en vez, tampoco las familias enteras incineradas en la carretera, en plena huida, ni los huesos aplastados de centenares de hombres en barrios donde la destrucción era la propia de una guerra, así como las armas, el equipo de lo que debía ser alguna clase de banda callejera. Porque todos los responsables de esa justicia salvaje podían pasar por encima del género, la clase social y la edad, pero solo una de ellos había escogido con sumo cuidado a los niños y adolescentes más indignos de la urbe, los había aterrorizado y prometido que cuidaría de ellos si hacían lo que ella les decía. Imaginaba la situación; en toda esta ciudad, cuantos obraron mal y quedaron impunes eran asesinados, ya fuera en sus casas o en plena huida, ya se resistieran o pidieran clemencia, todos eran víctimas de antiguos vecinos que convivieron con ellos con una naturalidad que desmerecía la nueva actitud de ángeles bajados del cielo para destruir el mal. Y en medio de todo, del musical formado por balaceras resonando contra el metal negro, huesos rotos, gritos de dolor y cuerpos estampándose contra la pared o el asfalto, una mujer lideraba una columna de niños y muchachos asustados, acaso prometiéndoles el cielo.
Cuando salió de esa ciudad de muerte, todavía tenía grabada la obra de la sombra de Pavo Real. Sobre todo la sonrisa le daba escalofríos. En un instante, tan breve que le sorprendió, estuvo en el pueblo más cercano, donde le explicaron que la ciudad de la que hablaba no existía. El gobierno se negaba a reconocerla y todos los que llegaron de ella preferían no hablar de esos horrores, razón por la que no habían rescatado ningún cadáver. Las protectoras de animales eran las únicas que admitirían haber pasado por ahí, y solo dirían, como prueba de su diligencia, que rescataron miles de mascotas de un montón de ruinas donde ya solo quedaban ratas.
Se permitió un momento para pensar en eso. Los hombres podían negarse a hablar de una ciudad, y quizá con el paso de los siglos, el olvido les compensaría; quizá, porque en la era que vivían toda la información estaba al alcance de la mano. Sin embargo, los que vivieron eso horror, por justos que fueran, vivirían el resto de su existencia lleno de terror y traumatizados. Quizá subestimaba a los habitantes de la ciudad y eran personas habituadas a vivir en una jungla moderna donde el fuerte se comía al más débil, pero él entendía que una buena persona no celebraría tal matanza, e imaginaba, sin que ello lo tranquilizase, que los ejecutores del mal también lo veían sí. Vivirían unas vidas muy tristes, todos aquellos justos. No prosperarían, al menos no en lo espiritual.
Quiso salir de allí, y al momento estaba en una ciudad de otro continente, en el otro extremo del mundo. Allí sí que había gente, pero como no tuvo un aterrizaje tan desastroso, apenas alborotó a un par de extraños que lo vieron aparecer de la nada y hacían signos sobre el mal de ojo. Rápido como era, Makoto recorrió cual rayo de luz las intrincadas calles de esa ciudad, viendo incontables cadáveres recogidos con carretas. Unos veían con espanto los restos de la matanza, otros se reunían en grandes grupos en las plazas para reconocer a algún ser querido, y luego estaban los que solo pasaban de largo, pues vivían en una época en la que ser justo no antagonizaba a la indiferencia. Otros habían muerto, ellos no; otros no vivirían, ellos sí.
Durante un tiempo viajó a otros sitios, en ese continente y los demás, en ciudades y pueblos y hasta bosques y montañas. Aunque esa nueva velocidad que había adquirido le permitía examinar a conciencia los lugares sin que nadie le viese, le sorprendía encontrar siempre al menos a unos cuantos muertos, aunque llegado a un punto hubo de reconocer que muchos podían deberse a los demonios. Separar unos actos de otros era difícil, las pocas veces que se detenía a escuchar los lamentos de la gente se mezclaban las historias. Aun si unos eran hombres que convivían con quienes ejecutaron y otros unos monstruos demoníacos, las obras que ambos seres realizaron fue de tal brutalidad, que la carne humana bien podía ser considerada un engaño del infierno.
La muerte llenaba el mundo tras la Semana Sangrienta, y la humanidad no tenía claro por qué, solo contaban con teorías aun menos sólidas que las que pululaban por la red digital en tiempos más amables. Y ninguna convencería a todos, ni siquiera la auténtica.
—Es nuestra culpa —decidió Makoto, quien, después de tantísimos viajes a la velocidad de la luz, había cambiado tanto de huso horario que no sabía qué hora era.
Que hubiera ciudades para recibir los cadáveres de todos los malvados, era la prueba de que los santos de Atenea habían podido contener a los demonios. Esos monstruos de fuego y hielo combinados, capaces de tornar en polvo a los hombres más valientes con armas de hierro negro, se bastarían para arrasar con toda la civilización de haber sido dejados sueltos, aunque sospechaba que la finalidad de liberar tales seres era sobre todo generar caos. Por esa sospecha, se sentía un fracasado; por cuanto vio en ese mundo salvado de la completa destrucción, se sentía dos veces fracasado.
—Es nuestra culpa —reafirmó Makoto, sobre una montaña desde la que podía ver un bosque arrasado por un incendio, sin duda refugio de bandidos—. Esto es lo que ha provocado nuestra existencia en el mundo.
Primero, los cielos se abrieron y lloraron sobre la Tierra. Después los mundos se alinearon, negando la luz del sol. Ahora antiguos amigos se volvían monstruos y lo arrasaban todo, mientras otros monstruos también destruían a placer. Para todo eso había una razón, pero la humanidad no podría comprenderlo, porque no vivía en el mundo de las Guerras Santas. Un mundo paralelo al de los hombres comunes que cada día le afectaba más y más. ¿Y para qué? El deber de los santos de Atenea era garantizar que aquellos hombres tuvieran la oportunidad de vivir, de ser mejores. No estaban para dirigirlos, no estaban para condenarlos, ni siquiera para guiarlos.
Solo donde hubiera luz, habría sombra. Los caballeros negros, responsables de esta justicia primitiva y acaso inevitable, existían porque lo hacían los santos de Atenea. Si nunca hubiese habido un Santuario, tampoco habría existido Hybris.
Desde donde estaba, podía imaginar qué clase de mundo sería la Tierra entonces. Miles de años atrás, todo el mar cubriría el mundo, barriendo con todos los malvados. Después Poseidón designaría reyes justos que lo gobernaran por siempre. Los santos de Atenea habían luchado por impedir esa clase de cosas, por negar el castigo divino, y la única recompensa que obtuvo la humanidad fue el castigo de los mortales. La imperfecta y brutal justicia de unos asesinos glorificados. Así pues, ¿tenía sentido que hubiesen existido alguna vez? ¿En verdad el Santuario fue alguna vez necesario, o, tal y como le dijera a Azrael que dejaría de serlo un día, nunca lo fue?
Ya ni siquiera había un Santuario en la Tierra y él no creía que el mundo fuera mejor. Al contrario, estaba peor que nunca. Sin esperanza, solo con desolación.
—Paz —dijo Makoto con amargura—. Desolación y paz.
En ese momento comprendió que no sufría porque tantísimas personas hubiesen muerto, sino porque el resultado le horrorizaba. Viajó a través de incontables ciudades, bosques y montañas, atravesó páramos, valles, desiertos y colinas, sin ver una sola batalla. No es que no hubiese guerras, es que ni tan siquiera había una vulgar pelea.
La humanidad no entendía por qué le tocó ese destino, pero los hombres siempre habían sido hábiles para imaginarse más importantes de lo que eran. Durante miles de años habían soñado con un fin del mundo que diera sentido a sus vidas. Y ahora lo tenían.
Desde ese punto de vista, por retorcido que fuere, Hybris había supuesto para el mundo un cambio mayor del que jamás pudo ser el Santuario.
—No durará —dijo Makoto, rememorando todos los lugares que visitó—. No durará.
El miedo podía impedir a un hombre correr a ciegas una autopista. Podía hacer que las familias agacharan la cabeza ante quienes les oprimían desde una posición ventajosa. Podía evitar que los niños jugaran con el fuego y que hasta los más codiciosos entre los líderes mundiales llevaran a sus países a guerras que podían perder. Pero, con el tiempo, un buen impulso, ya fuera locura, valor o el descubrimiento de que preferían ser libres a vivir siempre como esclavos, animaba a la gente a abrazar el peligro y hasta morir por un ideal. La conclusión que Makoto extrajo de eso era la misma que Akasha sacó tiempo ha, aunque él no podía saberlo, ni imaginar lo mucho que cooperar con Azrael y Akasha le había afectado. Lo que sí podía entender era que ninguna sociedad dejaría de engendrar criminales solo porque la posibilidad de morir estaba allí. Haría falta algo más, algo superior al miedo, algo positivo que los santos de Atenea encarnaban.
—Esperanza —dijo Makoto, golpeándose la frente con la mano; había sido un estúpido—. Nosotros dábamos esperanza al mundo, por eso éramos necesarios.
—¿Sabes que los griegos consideraban que la esperanza era un mal?
Escuchar una voz conocida tras él, donde solo habían huesos, debió asustar a Makoto. En el paso, habría tenido tal sobresalto que caería montaña abajo.
—Munin —dijo, en cambio, el santo de plata—. Era cierto que estabas… ¿Vivo?
Tuvo que decirlo a modo de pregunta, pues mientras giraba, notó que si bien Munin de Cuervo Negro estaba ante él, vistiendo de blanco, tenía una apariencia fantasmagórica. Aparte de estar flotando, la piel era semitransparente, dejando entrever la roca detrás.
—Mis pensamientos estaban en mucha gente, gente mala —aclaró Munin—. Aunque agradezco a la Suma Sacerdotisa que salvara mi cuerpo. Le tengo aprecio.
«La Suma Sacerdotisa, no mi Suma Sacerdotisa —pensó Makoto.»
De algún modo, después de cuanto habían hecho, Hybris se consideraba parte del Santuario. La sombra de la luz más brillante del mundo.
—La Suma Sacerdotisa ha muerto.
—Así es.
—Ella jamás os habría permitido hacer esto —acusó Makoto.
—Por lo que sé, el Viejo… —Munin sacudió la cabeza, apenas conteniendo el impulso de golpearse. Estuvo a punto de cometer una indiscreción, se suponía que las malvadas acciones de los caballeros negros eran fruto de los actos de Fobos. Por suerte, el santo de Mosca estaba demasiado afectado como para darse cuenta de los detalles—. Creía poder convencerla de que era lo mejor.
—No habría podido —decidió Makoto—. Matar criminales no resuelve nada.
—A largo plazo, puede que no. —Munin tenía que aceptar eso, ahora que era vigilante del mundo entero—. Pero, ¿cuántos en este mundo tienen el lujo de pensar en el mañana? Hicimos lo que había que hacer, dadas las circunstancias.
—¿Y quién decidirá lo que hay que hacer ahora? —acusó Makoto.
—El Triunvirato —respondió enseguida Munin—. Con la ayuda de cierto par de razas extintas hace miles de años, podré mantener este mundo en orden y en paz hasta que pueda sanar las heridas que les hemos infringido. Este proceso será juzgado de cerca por los líderes de la alianza de los vivos: el rey Alexer por Bluegrad, Sorrento de Sirena por el mar y Nicole de Altar por el Santuario. Es un grupo sobre el que ni siquiera el Viejo tiene control como Sumo Sacerdote, mucho menos yo.
—Así que Hybris se ha convertido en el brazo ejecutor de los guardianes de este mundo —entendió Makoto—, contigo como líder.
—Así es —respondió Munin—. Descuida, seré juzgado cuando todo acabe.
Y saldría ileso, estaba seguro de ello. Cuando el Santuario y el resto de aliados vieran las ventajas que tenía el modus operandi de Hybris, comprenderían que una paz de mil años en todo el planeta sería posible. Nadie quería acabar con algo así, ¿no?
Le vinieron a la mente los sucesos en Oriente Medio que llevaron a Leo y Virgo al exilio. La Bruja trajo paz a una zona donde siempre imperó el conflicto, el Santuario le exigió devolverle el orden natural, donde la vida se vendía barata día a día, donde los niños podían dar los buenos al día al sol a la vez que una granada rodaba hasta sus pies. Tan buen trabajo hizo Lucile de Leo antes, que para hacer que esos vecinos se volvieran a odiar tuvo que volverlos auténticas bestias que hacían estremecer a la comunidad internacional. Esta no hizo mucho por mitigar la escala de violencia, claro, pero el Santuario sí que mandó a tres santos de oro para arrestar a la Bruja y la Tejedora de Planes. Al Viejo le gustaba mucho esa historia y la contó en muchas reuniones, como ejemplo de lo cobarde que era el Santuario. Y a pesar de eso lo necesitaban.
«Las circunstancias son distintas —pensó Munin—. Ya no se puede dar marcha atrás. Y hablamos de paz en todo el planeta, para seis mil millones de hombres.»
—Dices que la esperanza es un mal —habló Makoto, sacándolo de sus ensoñaciones.
—Para los griegos —dijo Munin—. Piénsalo. Ellos vivían pensando que todo lo malo era la voluntad de los dioses, el capricho de unos seres inmortales con los que no se podía luchar. ¿Qué había de bueno en creer que un día las cosas irían mejor si eso no estaba en manos del hombre? Aceptar el mundo tal cual es suena más razonable.
—La esperanza debe ser un mal —dijo Makoto—, porque mira lo que habéis hecho esperando crear un mundo mejor.
—Touché —tuvo que decir Munin, sintiendo un estremecimiento.
Llevaba tiempo vigilando a Makoto de Mosca. Por encargo del santo de Géminis, en parte, el antiguo líder del Santuario tenía noticia de las proezas de aquel santo de Mosca y sentía fundamental que se les uniera en la batalla venidera. También lo seguía por preocupación, llegó a caerle bien durante aquel viaje y no quería verlo roto. Cada acceso de rabia y tristeza que Makoto mostraba lo sentía como un paso más a la locura, o peor, la apatía. Nunca era agradable ver a un héroe tan anticuado y tradicionalista perder la fe en lo que hacía; incluso si la esperanza era un mal, a ellos les sentaba bien.
Y a pesar de eso, cuando vio que se recuperaba, la parte más oscura de su ser lo animó a ponerlo a prueba. Ahora lo veía a los ojos, esos ojos que hacía tan poco temblaban de rabia, dolor y tristeza, viendo nada más que una serena resolución.
—Si somos un mal y el mal debe desaparecer, ¿no deben los santos de Atenea marcharse? Para que el mundo deje de sufrir nuestros fracasos.
Munin parpadeó, extrañado.
—¿No has prestado atención? Los santos de Atenea nos vigilan. Ese es su trabajo.
—¿Quién vigila a los que vigilan a los vigilantes?
Por un momento, Munin no supo qué responder. Después, los dos rieron, Makoto el que más. Al final todo era un círculo vicioso que había que romper. Lo que fuera que el nuevo Sumo Sacerdote pensaba hacer, creía que estaba relacionado con eso.
—No todo es malo en este nuevo mundo —dijo Munin al terminar de reír.
—Lo sé —dijo Makoto—. Noto la ausencia de muchas cosas malas.
—La bondad es algo más que la ausencia del mal. ¿Quieres verlo?
Se encogió de hombros.
—¿Por qué no? Tengo tiempo.
El caballero negro de Cuervo no tenía tan claro eso. La orden, que no solicitud, de Kanon de Géminis tenía aires de urgencia. Aun así, agarró el hombro del santo de plata y lo teletransportó a una fiesta benéfica a seis husos horarios de distancia de donde Makoto debía estar. Si en el archipiélago Fénix estaban a una hora del amanecer, allá apenas estaban por dar las doce de la noche y más de una cenicienta daba su último baile con toda suerte de apuestos príncipes.
Al principio, Makoto lució confundido. No habían sido nada sutiles. En lugar de aparecer en las cercanías del palacio, o en las montañas que podían verse desde allí, lo hicieron justo en el salón en que la gente bailaba, feliz, mientras miles de personas humildes convidaban tanto alrededor de la pista como el patio y los jardines, ambos tan grandes como cabía esperar de los gustos de la realeza. Nadie reaccionó a ese truco de magia, la mayoría estaba demasiado concentrada en la fiesta y los pocos que los vieron aparecer de la nada se encogieron de hombros y murmuraron una frase hecha.
—Cosas del Santuario.
—¿A dónde me has traído? —preguntó Makoto mientras veía, con cierta emoción, las gruesas columnas blancas, sostén de un techo impoluto del que colgaban lámparas de araña—. ¡Esa gente nos conoce!
A Makoto debía costarle reconocer a quien lo había visto. Miguel, con aquel grueso bigote y el cabello peinado hacia atrás, distaba mucho del salvaje jefe de seguridad que estaba dispuesto a torturar y asesinar a todo aquel que amenazara a su patrón y su señora esposa. Sin embargo, cuando Munin señaló a los señores de ese palacio, el santo de Mosca entendió todo. O la mitad, al menos.
Ludwig von Seisser y Mischa Lualdi de Seisser, vestidos con elegantísimos trajes níveos que encajaban con ese ambiente, le saludaron con un gesto de asentimiento.
—Ese era Mykene —dijo Makoto, buscando al sujeto.
—Miguel. No usa su nombre de mercenario en público —corrigió Munin, dándole un tirón de orejas—. Mira a toda esa gente, ¿vez lo felices que están?
Pero Makoto estaba muy confundido. Demasiadas personas había por todas partes, murmurando un sinfín de conversaciones que ahogaba el vals que resonaba en el salón. Tardó largo rato en distinguir a nadie menos que Kiki concediendo un algo patoso baile a una mujer a la que Spartan, también presente con esa bata blanca que siempre llevaba, veía con aire soñador. Esa joven era Tomomi, la última pareja del Viejo, nieta del profesor Asamori y miembro de los Seis de Hybris, aunque eso no lo sabía Makoto, al parecer. El hecho de que Kiki estuviera en una fiesta de alta sociedad, vistiendo de etiqueta y sin bastón, bastaba para dejarlo sin palabras.
—Solo han pasado tres minutos y ya la ha pisado tres veces.
—En las cosas que te fijas —dijo Munin, sonriendo, porque había visto eso y admiraba cómo Tomomi se aguantaba de gritar o mostrar dolor—. Él mismo llevó a Ludwig von Seisser hasta esta ciudad para otro encargo y acabaron montando esta fiesta.
—¿Ludwig…? —insinuó Makoto.
—No trabaja para nosotros. Nunca logramos reclutarlo.
—Porque yo era un santo, no un caballero negro.
Otra pareja llamó la atención de ambos, deteniendo la conversación. Se trataba de Adrien Solo, quien miraba con no poca dulzura a una muchacha de unos trece años de edad, de piel habituada al sol y cabellos claros recogidos en una cola de caballo sobre el vestido níveo. No había punto de comparación con Kiki, pues ambos eran asiduos de esas lides, y si bien la joven miraba de vez en cuando a su padre, el patrón de aquella fiesta, mantenía por lo demás la dignidad que se esperaba de la nobleza.
De vez en cuando, la manga de Adrien Solo bajaba un poco, revelando una venda alrededor de la muñeca. Los medios más escandalosos dirían que el heredero de los Solo se había cortado las venas por la repentina desaparición de su padre, que lo dejaba al frente de una de las mayores empresas del mundo. Los más moderados, sostendrían que aquel muchacho, tan inteligente, audaz y compasivo como lo fue su padre, hacía con regularidad donativos de sangre. Ambos estarían equivocados, cuando pudieran darse cuenta de ese detalle. Porque ninguno sabía que Adrien Solo era avatar del dios del océano, ninguno podía imaginar lo valiosa que era la sangre del hijo de Julian Solo.
—¿Ahora lo entiendes? —preguntó Munin.
—Solo veo a los ricos de fiesta mientras los más humildes miran y aplauden —dijo Makoto, que seguía viendo, con una sonrisa, a la compañera de baile de Adrien Solo—. Esa familia ha logrado ser feliz.
—Gracias a ti —dijo Munin.
—Yo… —Makoto sonrió a alguien que lo veía desde el otro extremo del salón. Mykene, es decir, Miguel, volvía a dejarse ver—. Me alegro.
¿De eso se trataba? ¿Salvar a una sola familia daba sentido a todo?
Era tal y como había dicho antes de la oportuna aparición del caballero negro. Los santos de Atenea representaban la esperanza de la humanidad, algo distinto, si no es que el perfecto opuesto, de la certeza del castigo al final de la vida que representaba el Hades. Salvar a las personas y defender el mundo era su trabajo, y aunque por esa inacción fue que los caballeros negros tomaron como el suyo el cambiar el mundo de la peor manera posible, Makoto comprendió que no se arrepentía de quién era. La felicidad de aquel lugar tenía más valor que sus propias dudas.
Se cambiaron las parejas de baile, cosa habitual en eventos como aquel. La mil veces castigada por Kiki no dudó un segundo en buscar a Adrien, mientras que la compañera del heredero de los Solo evitó con cierta sutileza al maestro herrero de Jamir, quien solo se encogió de hombros y se fue con Spartan a tomar un refrigerio.
—Mujeres —gruñó Munin.
—¿Pueden verte? —se le ocurrió preguntar a Makoto—. ¿U oírte?
—Nah, creen que estás hablando solo.
—Pudiste haberme avisado.
Incluso si Makoto apenas susurró aquellas palabras, sintió que alguno lo miraba demasiado de reojo. Un ligero rubor tiñó sus mejillas.
—¿Te gusta la ex del jefe? —preguntó Munin con toda la mala intención.
—¿De qué jefe hablas? —Ni siquiera cuando el caballero negro señaló a la joven japonesa que bailaba a gusto con Adrien Solo entendió a qué se refería.
Tampoco tuvo tiempo. Un escándalo en el jardín hizo que todos en el salón se detuvieran. Había gritos, unos de dolor, otros de aviso. Alguien pensaba ir a la fiesta sin estar invitado y el equipo de seguridad había desenfundado las pistolas.
—Hasta aquí llegó mi tour por la cara bonita del trabajo de santo. ¿Fue mejor que una clase intensiva en lengua extranjera, a que sí?
Sin dejarle tiempo para responder, Munin de Cuervo Negro desapareció.
Al punto, Makoto corrió como una bala hacia el jardín frente al palacio. No le sorprendió demasiado, dadas las circunstancias, que Miguel lo acompañara a la misma velocidad, cubierto de una energía relampagueante.
—Vaya, vaya —señaló el desconocido, que no era para nada un desconocido, con la bota sobre el último de los guardias derrotados—, ¿cómo tú por aquí?
Se trataba de Lesath de Orión, con el manto de plata tan agrietado que ni siquiera era posible imaginar cómo seguía siendo una armadura. Los presentes en el jardín se habían apartado, aunque lo veían con más admirada curiosidad que miedo.
—Necesitaba aire fresco —respondió Makoto.
—Tú no, Mosca —dijo Lesath, despreciativo—, él. —Señalaba a Miguel, quien esgrimía los puños en lugar de la pistola que colgaba de su cinturón—. Mykene de Hércules Negro. Te creía muerto hace seis años.
—Hace seis años… —repitió Makoto, mirando a su compañero. Sabía que Mykene era un nombre de mercenario, pero no esperaba que fuera un antiguo caballero negro. Mucho menos de la época anterior a la Rebelión de Ethel—. ¿El señor Ludwig…?
—No —dijo Miguel—. Sabe de dónde provengo, pero el señor Ludwig no trabaja con terroristas. Es un buen hombre.
Habló en susurros, demasiado bajos para que la gente apartada pudiera oírlo y hacer más conexiones de la cuenta entre Ludwig von Seisser y los caballeros negros que aterrorizaron el mundo. Ya Lesath había hablado más de la cuenta.
—Un espectáculo impresionante —dijo uno de los espectadores.
—¡Digno del señor Seisser! —celebró otro.
Y todos empezaron a aplaudir mientras el fantasma que era Munin de Cuervo Negro andaba de uno a otro lugar, acaso responsable de haber susurrado algún consejo.
—Sí… claro… —Lesath, algo azorado por la mirada fija de Makoto y Miguel, trató de entender dónde estaba parado—. Todo esto debía ser el emocionante asalto de un malvado villano que ese muchachito japonés detendría en el último momento.
—¿Muchachito…? —repitió Makoto.
—Tendré que encargarme yo —dijo Miguel, haciendo crujir los nudillos—. Se ve que a mi compañero le puede el miedo escénico.
Y se arrojó cual rayo hasta Lesath, mientras todos reían, divertidos. Para ese punto, mientras Lesath y Miguel intercambiaban golpes tan rápidos como flojos, varios del salón de baile se habían sumado, incluyendo a los anfitriones y su hija. La muchacha japonesa estaba allí también, mostrando caras de dolor cada que Miguel recibía un puñetazo. Eso, y el que Munin apareciese tras ella señalándola y sonriéndole, indicó a Makoto que fuera quien fuese estaba relacionada con Hybris de alguna manera.
—Tú eres… —dijo Makoto, acercándose a la muchacha. Tuvo el acierto de no hacerlo demasiado, porque Kiki y Spartan lo miraron ceñudos.
—¿Eh? Ah, ¿un santo de Atenea, verdad? —Por pura inercia, cerró los ojos cuando Lesath, fiel a su papel de vil villano, pateaba los leones de Miguel, quien pese a todo supo mantenerse en pie y plantarle un gancho en la mejilla—. Soy Tomomi Asamori, nieta del profesor Asamori del Centro de… ¡Ay! —Con sendas patadas bajas, Lesath había derribado a Miguel y clavaba la rodilla sobre el pecho del vencido jefe de seguridad—. ¿No podrías ayudarle? ¡Es un buen tipo! ¡Le escupió al idiota de mi ex en la cara! —exclamó, haciendo que Munin prorrumpiera en carcajadas, llevándose las manos a la barriga. Nadie más prestó atención a ese comentario.
—Y ahora… —Lesath de Orión hizo una espera dramática, elevando hacia el cielo un brazo cubierto de aura carmesí—. ¡Muere!
Como el héroe que todo aquel público esperaba —a la hija de los Seisser, en especial, le brillaban los ojos mientras comentaba en susurros la escena con sus padres—, Makoto placó al villano en un movimiento supersónico que le hizo trastabillar.
Justo en ese momento, Miguel, quien se había fingido derrotado, agarró las piernas del santo de Orión y lo sometió a una corriente de más de cien mil voltios, paralizándole.
—Bravo —decía Munin, invisible para todos salvo Makoto—, ¡bravo!
Pero había otro más que podía verlo. Kiki, quien caminaba distraído entre el público, le agarró del moflete como si fuera un niño pequeño haciendo travesuras.
El maestro herrero de Jamir le dijo algo, mediante telepatía:
—¿Qué haces aquí? ¡Deberías estar con los demás, vengándola!
—Me pides demasiado.
—¡Hijo de cain! —gritó Lesath, dando un pisotón que acaso habría dejado a Miguel sin cabeza si este no se hubiese girado a tiempo. El santo de Orión humeaba como un volcán—. Esta era una batalla de hombres, sin trucos, pero si así lo quieres…
La temperatura empezó a subir, el público, impresionado, sacó pañuelos y servilletas para limpiarse el sudor. Miguel, ya de pie, se alistó para la segunda ronda, siendo detenido por el brazo extendido de Makoto. A estas alturas, él comprendía que Lesath tenía que estar allí por él. El Santuario ya no perseguía a los caballeros negros, mucho menos aquellos que llevaban años sin actuar como tales, y Lesath no supo que uno de ellos estaba allí hasta que llegó. Esto era asunto suyo y de nadie más.
—Yo seré tu oponente.
—¿Qué puede hacer una mosca ante un gigante, muchachito?
«De nuevo —pensó Makoto, rechinando los dientes.»
Contuvo las ganas de placarlo, permitiendo que Lesath tronara el cuello e hiciera crujir los nudillos, en parte exhibiéndose y en parte preparándose para darle una paliza. Cuando todo estuvo listo y dijeron sus nombres —Lesath se describió como Giant Man—, Makoto de Mosca se lanzó dando una patada más rápida que el rayo.
Lesath la detuvo al vuelo, y apretó, satisfaciéndose el dolor que mostró Makoto. Después lo golpeó contra el suelo una y otra vez.
—¿Desde cuándo eres tan fuerte? —trataba de decir Makoto, tragando nubes de polvo.
En medio de ese bochorno, Makoto usó la pierna libre para golpear la mano de Lesath. Giant Man lo soltó, a la vez que soltaba una maldición, y Makoto pudo reponerse y arrojarle una serie de rápidos puñetazos, abrumándole a punta de pura velocidad.
—¿Desde cuándo eres tan rápido? —exclamaba Lesath, ya fuera del jardín. El público, emocionado, los siguió hasta el final—. ¡Se acabó la función!
Primero aceptó recibir los golpes que hasta ahora bloqueaba con los brazos, confiando en que la temperatura corporal, elevada por el cosmos, pelara los nudillos del santo de Mosca hasta dejarlos en carne viva. El cosmos de Makoto lo protegía bien del calor y de su propia fuerza, así que este aprovechó la oportunidad para golpear con mucha potencia, también confiando en que sería suficiente. Lesath, sin embargo, resistió el envite y lanzó contra él un fuerte puñetazo en la quijada que a punto estuvo de mandarlo al suelo, de no ser porque su oponente le agarró cabeza en plena caída. Así, antes de que pudiera reaccionar, Lesath de Orión ya lo arrastraba a toda velocidad hacia las lejanas montañas, donde podían luchar con todo lo que tenían.
—¿Lo has visto, Adrien? —dijo la joven hija de los Seisser—. ¡Es un santo de Atenea!
Mientras el heredero de los Solo asentía con cariño a su compañera de baile, Tomomi dejaba escapar un suspiro de resignación.
—Ahí va mi billete de lotería.
—Donde no hay placer, hay deber —dijo Spartan.
La nieta del profesor Asamori miró hacia Kiki, que agarraba el aire muy feliz.
—A lo mejor este se ha encontrado con una novia fantasma.
«Ya quisiera yo —pensaba Kiki. Ahora que la multitud, después de un sonoro aplauso, volvía a la fiesta mientras agradecía Ludwig por el espectáculo, podía oír bien cualquier cosa que se dijera. El empresario tuvo unas palabras con Miguel, quien aseguraba estar en perfecto estado y rechazó de buena forma irse a descansar. Debía inspeccionar los rastros ennegrecidos del poder de Lesath—. ¿Qué le pasa a Makoto? Él debería…»
—¿Vas a soltarme? —preguntó Munin, removiéndose como un niño pequeño.
—Te felicito, pupilo —respondió Kiki, mediante telepatía—. No controlabas las mentes de todos, solo les sugeriste que veían un espectáculo ideado por el patrón.
Solo entonces, cuando Munin ejercía mayor fuerza para zafarse, lo soltó Kiki. Que el caballero negro de Cuervo, a cuya merced estaban todos los poderosos de la Tierra, cayera al suelo y se sobara las mejillas espectrales le hizo sonreír.
—La verdadera belleza está en la insinuación —decía Munin, levantándose.
—Apuesto a que Lesath ha venido para que Makoto deje de hacer el vago. ¿No habría sido más útil que insinuaras al santo de Mosca la virtud de la diligencia?
Antes de responder, el caballero negro rio a viva voz.
—¿Crees que estás en posición de reclamar diligencia a nadie, maestro?
—Tomé mi decisión —dijo Kiki, frunciendo el ceño.
—Exacto. Decidiste vivir en un mundo paralelo a aquel en que chocan las voluntades divinas, como yo. No tienes derecho a recriminar nada a Makoto. ¡Dioses! ¡Es tu hija la que ha muerto, tú deberías querer vengarla!
Recibir un puñetazo del mismo Caronte de Plutón no le causaría más dolor. Muerte, tal vez, pero no más de aquel sufrimiento que le hizo retroceder.
—Akasha. —Hacía menos de un mes que la Suma Sacerdotisa del Santuario le dio la dicha de poder acompañarla y pedir disculpas—. ¿Qué derecho tengo yo a vengarla? No hice nada cuando Ethel murió. —Se le pasó por la cabeza admitir las sombrías razones de ello por una vez tras seis años, sin embargo, el nombre que Munin había dado al plan para restaurar la paz y el orden en todo el mundo no tenía por qué suponer que lo sabía todo, ni se sentiría bien confesando que alguna vez, más de un lustro atrás, sospechó que su querida hija se había deshecho de quien consideraba una hermana con tal de llevar a cabo lo que se proponía—. ¿Por qué he de ser un héroe ahora? La última vez que lo fui, mi alma estaba completa y no sirvió de mucho. Tal vez lo compliqué todo. No, dejaré que sean los santos de Atenea los que la venguen.
Porque eso quería. No esperaba justicia, sino venganza. A tal oscuridad había sido arrojada, desde hacía trece años, el alma del único discípulo de Mu.
—Para tu tranquilidad —dijo Munin, comprendiendo la seria confesión que estaba escuchando—, estoy aquí como empleado del santo de Géminis, para dar un empujón a Makoto. Lo que haga después es asunto suyo.
—Me parece bien —dijo Kiki—. ¿Y qué me dices de mi encargo? —Deseaba venganza, pero también quería el bien por los hijos que le quedaban. Algo en su corazón le decía que nunca volvería a escuchar la voz de Lucile, pero Fjalar y Nenya eran demasiado listos como para meterse en los mismos líos que sus hijas. La última vez lo miraron preocupados, así que era él el que estaba en problemas, no ellos. ¿Verdad? Desde entonces, tenía la sensación de haber olvidado algo. Algo muy importante.
—Aparte de que los del Santuario sois unos negreros… —bromeó Munin, meneando después la cabeza—. Nada. No hay rastro de Escultor y Cincel en todo el mundo.
Puesto que Adrien Solo estaba presente, conversando con los anfitriones, Munin se guardó de decir que el rastro de aquellos santos de bronce se perdía en la mansión de los Solo. De haber estado en sus cinco sentidos, en vez de ese estado permanente de culpa, Kiki habría adivinado que le estaban ocultando algo, y quizá lo habría logrado con el tiempo incluso estando así de amargado, si alguien no hubiese intervenido.
—Oye —dijo la nieta del profesor Asamori, agarrando a Kiki del hombro—, creo que ya me voy. Prefiero trabajar a hacer de florero.
La felicidad con la que Spartan, detrás de la mujer, asentía, hizo reír a Munin, pero incluso la risa de un villano como él palidecía ante la sonrisa del maestro.
—¿Trabajo? —dijo Kiki, con su propia voz—. ¿Estás de broma? ¡La noche es joven!
—Mis pies no pueden soportar más… —intentó decirle Tomomi, antes de que Kiki la agarrara del brazo y corriera de vuelta a la sala de baile, arrastrándola.
—¡Yo solo quiero trabajar! —gritaba Spartan, persiguiéndoles.
Como un eco del niño que fue, Kiki giró la cabeza y enseñó la lengua, riéndose del enojo de Tomomi y la absoluta resignación de Spartan. Ambos ni se imaginaban que era a él, discípulo de ese duende pelirrojo, a quien iba dirigido el gesto.
—Querido —dijo Mischa, la elegante anfitriona, dirigiéndose a su esposo—, diríase que para ese amigo tuyo, la fiesta debe durar hasta el amanecer.
—Que así sea —celebró Ludwig, guiñándole el ojo a Adrien Solo y su hija, quien enrojeció—. Con lo recaudado en la subasta de esta tarde podremos hacer varias cosas, pero lo importante es que la gente recuerde que puede ser feliz, incluso en este mundo loco. Por cada sonrisa que veo hoy, vale la pena trasnochar un poco.
—Vamos, papá —dijo la muchacha, Sonia von Seisser—, estoy segura de que el señor Solo tiene cosas que hacer.
—Dentro de unas doce horas estaré muy ocupado —admitió Adrien—, pero puedo quedarme un rato más siempre y cuando nadie más me diga señor Solo. Mi padre es el señor Solo, yo me llamo Adrien.
Y, galante, tomó la mano de Sonia y se la llevó de vuelta al baile, con la venia de los padres. Munin empezaba a sentirse un auténtico voyeur allí.
«Debería irme, pero, ¿qué puede tener que hacer Adrien Solo dentro de…?»
—Es él —dijo Mischa Lualdi—, ¿verdad? El hombre que venció a Giant Man.
—Sí —dijo Ludwig—. Es la misma persona que te rescató hace años, aunque con otro rostro debido a la armadura oscura. Es la razón de mi felicidad.
—Nuestra —corrigió Mischa—. Habría querido darle las gracias.
—Ya lo he hecho yo por ambos, querida —dijo Ludwig—. Aunque creo que la mejor forma de agradecerlo es luchando nuestras batallas, como él lucha las suyas.
Los esposos asintieron y se unieron al festejo en el interior del palacio. Nadie querría volver al jardín, incluso después de oír que Miguel descartaba un incendio. Este, en cualquier caso, permaneció allí por si pasaba lo peor, dedicando al tiempo un admirado vistazo a las lejanas montañas en las que dos estrellas encarnadas habían desaparecido.
—Creo que te entiendo, Makoto —dijo Munin. Miguel, no podía oírlo—. Saber que has salvado una vida sienta de maravilla. Si eso es algo malo, bien, que les jodan a los dioses. Y si es algo bueno, también, que les jodan. —Antes de desaparecer, lanzó una oración, en memoria de una discusión que tuvieron como tripulantes del Argo Navis—. Amigo, sé que al final te decidirás por lo que siempre has creído correcto, así que lucha por el mundo de las Guerras Santas, mientras yo lucho por este que todos amamos.