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Juicio Divino: La última Guerra Santa


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#441 Rexomega

Rexomega

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Publicado 02 octubre 2023 - 09:26

Saludos

 

Capítulo 176. Mundo herido

 

La primera urbe que visitó, era una ciudad fantasma. Aunque había aterrizado como un meteoro, agujereando la tierra y agitando por un ligero temblor todo el barrio circundante en lo que se ponía de pie, nadie salió corriendo de los edificios, nadie apareció en los balcones gritando que era el fin del mundo, y sobre todo, nadie vino a preguntarle si estaba bien, o a arrestarle. Anduvo por la urbe un rato más, por si estaba en una zona abandonada. Primero a paso ligero, después corriendo como una bala.

No había ni un solo ser vivo, sin importar a dónde fuera. Los escaparates de las tiendas, intactos, se hallaban abandonados. Algunas puertas de las casas estaban abiertas, signo de que la gente había abandonado la ciudad a toda prisa. Otras señales de tal posibilidad eran los bienes caídos por las calles —muñecos de peluche, libros, muebles destrozados…—, dejados allí junto al único rastro de humanidad que quedaba en la zona. Muertos, miles de muertos, algunos asesinados con saña, como si hubiesen sido víctima de bestias, otros ejecutados con tanta eficiencia que parecían estar durmiendo. Género, posición social y edad eran tres factores que los responsables no habían tenido en cuenta. Clavado en las puertas de una taberna, justo bajo el nombre de la misma y alumbrado por las luces de neón, una masa arrugada que días atrás debió ser un hombre de gran edad y riqueza, por las ropas que vestía, se consumía a sí mismo. En una plaza, ochenta y ocho angelitos de cristal  pretendían emular las constelaciones del cielo, alrededor de una mujer cristalizada que solo podía ser la responsable, con esa sonrisa de satisfacción. Aquella visión fue lo que más le impactó, no los restos de las mujeres, mordisqueados por bestias y alimañas a las que veía de vez en vez, tampoco las familias enteras incineradas en la carretera, en plena huida, ni los huesos aplastados de centenares de hombres en barrios donde la destrucción era la propia de una guerra, así como las armas, el equipo de lo que debía ser alguna clase de banda callejera. Porque todos los responsables de esa justicia salvaje podían pasar por encima del género, la clase social y la edad, pero solo una de ellos había escogido con sumo cuidado a los niños y adolescentes más indignos de la urbe, los había aterrorizado y prometido que cuidaría de ellos si hacían lo que ella les decía. Imaginaba la situación; en toda esta ciudad, cuantos obraron mal y quedaron impunes eran asesinados, ya fuera en sus casas o en plena huida, ya se resistieran o pidieran clemencia, todos eran víctimas de antiguos vecinos que convivieron con ellos con una naturalidad que desmerecía la nueva actitud de ángeles bajados del cielo para destruir el mal. Y en medio de todo, del musical formado por balaceras resonando contra el metal negro, huesos rotos, gritos de dolor y cuerpos estampándose contra la pared o el asfalto, una mujer lideraba una columna de niños y muchachos asustados, acaso prometiéndoles el cielo.

Cuando salió de esa ciudad de muerte, todavía tenía grabada la obra de la sombra de Pavo Real. Sobre todo la sonrisa le daba escalofríos. En un instante, tan breve que le sorprendió, estuvo en el pueblo más cercano, donde le explicaron que la ciudad de la que hablaba no existía. El gobierno se negaba a reconocerla y todos los que llegaron de ella preferían no hablar de esos horrores, razón por la que no habían rescatado ningún cadáver. Las protectoras de animales eran las únicas que admitirían haber pasado por ahí, y solo dirían, como prueba de su diligencia, que rescataron miles de mascotas de un montón de ruinas donde ya solo quedaban ratas.

Se permitió un momento para pensar en eso. Los hombres podían negarse a hablar de una ciudad, y quizá con el paso de los siglos, el olvido les compensaría; quizá, porque en la era que vivían toda la información estaba al alcance de la mano. Sin embargo, los que vivieron eso horror, por justos que fueran, vivirían el resto de su existencia lleno de terror y traumatizados. Quizá subestimaba a los habitantes de la ciudad y eran personas habituadas a vivir en una jungla moderna donde el fuerte se comía al más débil, pero él entendía que una buena persona no celebraría tal matanza, e imaginaba, sin que ello lo tranquilizase, que los ejecutores del mal también lo veían sí. Vivirían unas vidas muy tristes, todos aquellos justos. No prosperarían, al menos no en lo espiritual.

Quiso salir de allí, y al momento estaba en una ciudad de otro continente, en el otro extremo del mundo. Allí sí que había gente, pero como no tuvo un aterrizaje tan desastroso, apenas alborotó a un par de extraños que lo vieron aparecer de la nada y hacían signos sobre el mal de ojo. Rápido como era, Makoto recorrió cual rayo de luz las intrincadas calles de esa ciudad, viendo incontables cadáveres recogidos con carretas. Unos veían con espanto los restos de la matanza, otros se reunían en grandes grupos en  las plazas para reconocer a algún ser querido, y luego estaban los que solo pasaban de largo, pues vivían en una época en la que ser justo no antagonizaba a la indiferencia. Otros habían muerto, ellos no; otros no vivirían, ellos sí.

Durante un tiempo viajó a otros sitios, en ese continente y los demás, en ciudades y pueblos y hasta bosques y montañas. Aunque esa nueva velocidad que había adquirido le permitía examinar a conciencia los lugares sin que nadie le viese, le sorprendía encontrar siempre al menos a unos cuantos muertos, aunque llegado a un punto hubo de reconocer que muchos podían deberse a los demonios. Separar unos actos de otros era difícil, las pocas veces que se detenía a escuchar los lamentos de la gente se mezclaban las historias. Aun si unos eran hombres que convivían con quienes ejecutaron y otros unos monstruos demoníacos, las obras que ambos seres realizaron fue de tal brutalidad, que la carne humana bien podía ser considerada un engaño del infierno.

La muerte llenaba el mundo tras la Semana Sangrienta, y la humanidad no tenía claro por qué, solo contaban con teorías aun menos sólidas que las que pululaban por la red digital en tiempos más amables. Y ninguna convencería a todos, ni siquiera la auténtica.

—Es nuestra culpa —decidió Makoto, quien, después de tantísimos viajes a la velocidad de la luz, había cambiado tanto de huso horario que no sabía qué hora era.

Que hubiera ciudades para recibir los cadáveres de todos los malvados, era la prueba de que los santos de Atenea habían podido contener a los demonios. Esos monstruos de fuego y hielo combinados, capaces de tornar en polvo a los hombres más valientes con armas de hierro negro, se bastarían para arrasar con toda la civilización de haber sido dejados sueltos, aunque sospechaba que la finalidad de liberar tales seres era sobre todo generar caos. Por esa sospecha, se sentía un fracasado; por cuanto vio en ese mundo salvado de la completa destrucción, se sentía dos veces fracasado.

—Es nuestra culpa —reafirmó Makoto, sobre una montaña desde la que podía ver un bosque arrasado por un incendio, sin duda refugio de bandidos—. Esto es lo que ha provocado nuestra existencia en el mundo.

Primero, los cielos se abrieron y lloraron sobre la Tierra. Después los mundos se alinearon, negando la luz del sol. Ahora antiguos amigos se volvían monstruos y lo arrasaban todo, mientras otros monstruos también destruían a placer. Para todo eso había una razón, pero la humanidad no podría comprenderlo, porque no vivía en el mundo de las Guerras Santas. Un mundo paralelo al de los hombres comunes que cada día le afectaba más y más. ¿Y para qué? El deber de los santos de Atenea era garantizar que aquellos hombres tuvieran la oportunidad de vivir, de ser mejores. No estaban para dirigirlos, no estaban para condenarlos, ni siquiera para guiarlos.

Solo donde hubiera luz, habría sombra. Los caballeros negros, responsables de esta justicia primitiva y acaso inevitable, existían porque lo hacían los santos de Atenea. Si nunca hubiese habido un Santuario, tampoco habría existido Hybris.

Desde donde estaba, podía imaginar qué clase de mundo sería la Tierra entonces. Miles de años atrás, todo el mar cubriría el mundo, barriendo con todos los malvados. Después Poseidón designaría reyes justos que lo gobernaran por siempre. Los santos de Atenea habían luchado por impedir esa clase de cosas, por negar el castigo divino, y la única recompensa que obtuvo la humanidad fue el castigo de los mortales. La imperfecta y brutal justicia de unos asesinos glorificados. Así pues, ¿tenía sentido que hubiesen existido alguna vez? ¿En verdad el Santuario fue alguna vez necesario, o, tal y como le dijera a Azrael que dejaría de serlo un día, nunca lo fue?

Ya ni siquiera había un Santuario en la Tierra y él no creía que el mundo fuera mejor. Al contrario, estaba peor que nunca. Sin esperanza, solo con desolación.

—Paz —dijo Makoto con amargura—. Desolación y paz.

En ese momento comprendió que no sufría porque tantísimas personas hubiesen muerto, sino porque el resultado le horrorizaba. Viajó a través de incontables ciudades, bosques y montañas, atravesó páramos, valles, desiertos y colinas, sin ver una sola batalla. No es que no hubiese guerras, es que ni tan siquiera había una vulgar pelea.

La humanidad no entendía por qué le tocó ese destino, pero los hombres siempre habían sido hábiles para imaginarse más importantes de lo que eran. Durante miles de años habían soñado con un fin del mundo que diera sentido a sus vidas. Y ahora lo tenían.

Desde ese punto de vista, por retorcido que fuere, Hybris había supuesto para el mundo un cambio mayor del que jamás pudo ser el Santuario.

—No durará —dijo Makoto, rememorando todos los lugares que visitó—. No durará.

El miedo podía impedir a un hombre correr a ciegas una autopista. Podía hacer que las familias agacharan la cabeza ante quienes les oprimían desde una posición ventajosa. Podía evitar que los niños jugaran con el fuego y que hasta los más codiciosos entre los líderes mundiales llevaran a sus países a guerras que podían perder. Pero, con el tiempo, un buen impulso, ya fuera locura, valor o el descubrimiento de que preferían ser libres a vivir siempre como esclavos, animaba a la gente a abrazar el peligro y hasta morir por un ideal. La conclusión que Makoto extrajo de eso era la misma que Akasha sacó tiempo ha, aunque él no podía saberlo, ni imaginar lo mucho que cooperar con Azrael y Akasha le había afectado. Lo que sí podía entender era que ninguna sociedad dejaría de engendrar criminales solo porque la posibilidad de morir estaba allí. Haría falta algo más, algo superior al miedo, algo positivo que los santos de Atenea encarnaban.

—Esperanza —dijo Makoto, golpeándose la frente con la mano; había sido un estúpido—. Nosotros dábamos esperanza al mundo, por eso éramos necesarios.

—¿Sabes que los griegos consideraban que la esperanza era un mal?

Escuchar una voz conocida tras él, donde solo habían huesos, debió asustar a Makoto. En el paso, habría tenido tal sobresalto que caería montaña abajo.

—Munin —dijo, en cambio, el santo de plata—. Era cierto que estabas… ¿Vivo?

Tuvo que decirlo a modo de pregunta, pues mientras giraba, notó que si bien Munin de Cuervo Negro estaba ante él, vistiendo de blanco, tenía una apariencia fantasmagórica. Aparte de estar flotando, la piel era semitransparente, dejando entrever la roca detrás.

—Mis pensamientos estaban en mucha gente, gente mala —aclaró Munin—. Aunque agradezco a la Suma Sacerdotisa que salvara mi cuerpo. Le tengo aprecio.

«La Suma Sacerdotisa, no mi Suma Sacerdotisa —pensó Makoto.»

De algún modo, después de cuanto habían hecho, Hybris se consideraba parte del Santuario. La sombra de la luz más brillante del mundo.

—La Suma Sacerdotisa ha muerto.

—Así es.

—Ella jamás os habría permitido hacer esto —acusó Makoto.

 

—Por lo que sé, el Viejo… —Munin sacudió la cabeza, apenas conteniendo el impulso de golpearse. Estuvo a punto de cometer una indiscreción, se suponía que las malvadas acciones de los caballeros negros eran fruto de los actos de Fobos. Por suerte, el santo de Mosca estaba demasiado afectado como para darse cuenta de los detalles—. Creía poder convencerla de que era lo mejor.

—No habría podido —decidió Makoto—. Matar criminales no resuelve nada.

—A largo plazo, puede que no. —Munin tenía que aceptar eso, ahora que era vigilante del mundo entero—. Pero, ¿cuántos en este mundo tienen el lujo de pensar en el mañana? Hicimos lo que había que hacer, dadas las circunstancias.

—¿Y quién decidirá lo que hay que hacer ahora? —acusó Makoto.

—El Triunvirato —respondió enseguida Munin—. Con la ayuda de cierto par de razas extintas hace miles de años, podré mantener este mundo en orden y en paz hasta que pueda sanar las heridas que les hemos infringido. Este proceso será juzgado de cerca por los líderes de la alianza de los vivos: el rey Alexer por Bluegrad, Sorrento de Sirena por el mar y Nicole de Altar por el Santuario. Es un grupo sobre el que ni siquiera el Viejo tiene control como Sumo Sacerdote, mucho menos yo.

—Así que Hybris se ha convertido en el brazo ejecutor de los guardianes de este mundo —entendió Makoto—, contigo como líder.

—Así es —respondió Munin—. Descuida, seré juzgado cuando todo acabe.

Y saldría ileso, estaba seguro de ello. Cuando el Santuario y el resto de aliados vieran las ventajas que tenía el modus operandi de Hybris, comprenderían que una paz de mil años en todo el planeta sería posible. Nadie quería acabar con algo así, ¿no?

Le vinieron a la mente los sucesos en Oriente Medio que llevaron a Leo y Virgo al exilio. La  Bruja trajo paz a una zona donde siempre imperó el conflicto, el Santuario le exigió devolverle el orden natural, donde la vida se vendía barata día a día, donde los niños podían dar los buenos al día al sol a la vez que una granada rodaba hasta sus pies. Tan buen trabajo hizo Lucile de Leo antes, que para hacer que esos vecinos se volvieran a odiar tuvo que volverlos auténticas bestias que hacían estremecer a la comunidad internacional. Esta no hizo mucho por mitigar la escala de violencia, claro, pero el Santuario sí que mandó a tres santos de oro para arrestar a la Bruja y la Tejedora de Planes. Al Viejo le gustaba mucho esa historia y la contó en muchas reuniones, como ejemplo de lo cobarde que era el Santuario. Y a pesar de eso lo necesitaban.

«Las circunstancias son distintas —pensó Munin—. Ya no se puede dar marcha atrás. Y hablamos de paz en todo el planeta, para seis mil millones de hombres.»

—Dices que la esperanza es un mal —habló Makoto, sacándolo de sus ensoñaciones.

—Para los griegos —dijo Munin—. Piénsalo. Ellos vivían pensando que todo lo malo era la voluntad de los dioses, el capricho de unos seres inmortales con los que no se podía luchar. ¿Qué había de bueno en creer que un día las cosas irían mejor si eso no estaba en manos del hombre? Aceptar el mundo tal cual es suena más razonable.

—La esperanza debe ser un mal —dijo Makoto—, porque mira lo que habéis hecho esperando crear un mundo mejor.

Touché —tuvo que decir Munin, sintiendo un estremecimiento.

Llevaba tiempo vigilando a Makoto de Mosca. Por encargo del santo de Géminis, en parte, el antiguo líder del Santuario tenía noticia de las proezas de aquel santo de Mosca y sentía fundamental que se les uniera en la batalla venidera. También lo seguía por preocupación, llegó a caerle bien durante aquel viaje y no quería verlo roto. Cada acceso de rabia y tristeza que Makoto mostraba lo sentía como un paso más a la locura, o peor, la apatía. Nunca era agradable ver a un héroe tan anticuado y tradicionalista perder la fe en lo que hacía; incluso si la esperanza era un mal, a ellos les sentaba bien.

Y a pesar de eso, cuando vio que se recuperaba, la parte más oscura de su ser lo animó a ponerlo a prueba. Ahora lo veía a los ojos, esos ojos que hacía tan poco temblaban de rabia, dolor y tristeza, viendo nada más que una serena resolución.

—Si somos un mal y el mal debe desaparecer, ¿no deben los santos de Atenea marcharse? Para que el mundo deje de sufrir nuestros fracasos.

 

Munin parpadeó, extrañado.

—¿No has prestado atención? Los santos de Atenea nos vigilan. Ese es su trabajo.

—¿Quién vigila a los que vigilan a los vigilantes?

Por un momento, Munin no supo qué responder. Después, los dos rieron, Makoto el que más. Al final todo era un círculo vicioso que había que romper. Lo que fuera que el nuevo Sumo Sacerdote pensaba hacer, creía que estaba relacionado con eso.

—No todo es malo en este nuevo mundo —dijo Munin al terminar de reír.

—Lo sé —dijo Makoto—. Noto la ausencia de muchas cosas malas.

—La bondad es algo más que la ausencia del mal. ¿Quieres verlo?

Se encogió de hombros.

—¿Por qué no? Tengo tiempo.

 

El caballero negro de Cuervo no tenía tan claro eso. La orden, que no solicitud, de Kanon de Géminis tenía aires de urgencia. Aun así, agarró el hombro del santo de plata y lo teletransportó a una fiesta benéfica a seis husos horarios de distancia de donde Makoto debía estar. Si en el archipiélago Fénix estaban a una hora del amanecer, allá apenas estaban por dar las doce de la noche y más de una cenicienta daba su último baile con toda suerte de apuestos príncipes.

Al principio, Makoto lució confundido. No habían sido nada sutiles. En lugar de aparecer en las cercanías del palacio, o en las montañas que podían verse desde allí, lo hicieron justo en el salón en que la gente bailaba, feliz, mientras miles de personas humildes convidaban tanto alrededor de la pista como el patio y los jardines, ambos tan grandes como cabía esperar de los gustos de la realeza. Nadie reaccionó a ese truco de magia, la mayoría estaba demasiado concentrada en la fiesta y los pocos que los vieron aparecer de la nada se encogieron de hombros y murmuraron una frase hecha.

—Cosas del Santuario.

—¿A dónde me has traído? —preguntó Makoto mientras veía, con cierta emoción, las gruesas columnas blancas, sostén de un techo impoluto del que colgaban lámparas de araña—. ¡Esa gente nos conoce!

A Makoto debía costarle reconocer a quien lo había visto. Miguel, con aquel grueso bigote y el cabello peinado hacia atrás, distaba mucho del salvaje jefe de seguridad que estaba dispuesto a torturar y asesinar a todo aquel que amenazara a su patrón y su señora esposa. Sin embargo, cuando Munin señaló a los señores de ese palacio, el santo de Mosca entendió todo. O la mitad, al menos.

Ludwig von Seisser y Mischa Lualdi de Seisser, vestidos con elegantísimos trajes níveos que encajaban con ese ambiente, le saludaron con un gesto de asentimiento.

—Ese era Mykene —dijo Makoto, buscando al sujeto.

—Miguel. No usa su nombre de mercenario en público —corrigió Munin, dándole un tirón de orejas—. Mira a toda esa gente, ¿vez lo felices que están?

Pero Makoto estaba muy confundido. Demasiadas personas había por todas partes, murmurando un sinfín de conversaciones que ahogaba el vals que resonaba en el salón. Tardó largo rato en distinguir a nadie menos que Kiki concediendo un algo patoso baile a una mujer a la que Spartan, también presente con esa bata blanca que siempre llevaba, veía con aire soñador. Esa joven era Tomomi, la última pareja del Viejo, nieta del profesor Asamori y miembro de los Seis de Hybris, aunque eso no lo sabía Makoto, al parecer. El hecho de que Kiki estuviera en una fiesta de alta sociedad, vistiendo de etiqueta y sin bastón, bastaba para dejarlo sin palabras.

—Solo han pasado tres minutos y ya la ha pisado tres veces.

—En las cosas que te fijas —dijo Munin, sonriendo, porque había visto eso y admiraba cómo Tomomi se aguantaba de gritar o mostrar dolor—. Él mismo llevó a Ludwig von Seisser hasta esta ciudad para otro encargo y acabaron montando esta fiesta.

—¿Ludwig…? —insinuó Makoto.

—No trabaja para nosotros. Nunca logramos reclutarlo.

—Porque yo era un santo, no un caballero negro.

Otra pareja llamó la atención de ambos, deteniendo la conversación. Se trataba de Adrien Solo, quien miraba con no poca dulzura a una muchacha de unos trece años de edad, de piel habituada al sol y cabellos claros recogidos en una cola de caballo sobre el vestido níveo. No había punto de comparación con Kiki, pues ambos eran asiduos de esas lides, y si bien la joven miraba de vez en cuando a su padre, el patrón de aquella fiesta, mantenía por lo demás la dignidad que se esperaba de la nobleza.

De vez en cuando, la manga de Adrien Solo bajaba un poco, revelando una venda alrededor de la muñeca. Los medios más escandalosos dirían que el heredero de los Solo se había cortado las venas por la repentina desaparición de su padre, que lo dejaba al frente de una de las mayores empresas del mundo. Los más moderados, sostendrían que aquel muchacho, tan inteligente, audaz y compasivo como lo fue su padre, hacía con regularidad donativos de sangre. Ambos estarían equivocados, cuando pudieran darse cuenta de ese detalle. Porque ninguno sabía que Adrien Solo era avatar del dios del océano, ninguno podía imaginar lo valiosa que era la sangre del hijo de Julian Solo.

—¿Ahora lo entiendes? —preguntó Munin.

—Solo veo a los ricos de fiesta mientras los más humildes miran y aplauden —dijo Makoto, que seguía viendo, con una sonrisa, a la compañera de baile de Adrien Solo—. Esa familia ha logrado ser feliz.

—Gracias a ti —dijo Munin.

—Yo… —Makoto sonrió a alguien que lo veía desde el otro extremo del salón. Mykene, es decir, Miguel, volvía a dejarse ver—. Me alegro.

 

¿De eso se trataba? ¿Salvar a una sola familia daba sentido a todo?

Era tal y como había dicho antes de la oportuna aparición del caballero negro. Los santos de Atenea representaban la esperanza de la humanidad, algo distinto, si no es que el perfecto opuesto, de la certeza del castigo al final de la vida que representaba el Hades. Salvar a las personas y defender el mundo era su trabajo, y aunque por esa inacción fue que los caballeros negros tomaron como el suyo el cambiar el mundo de la peor manera posible, Makoto comprendió que no se arrepentía de quién era. La felicidad de aquel lugar tenía más valor que sus propias dudas.

Se cambiaron las parejas de baile, cosa habitual en eventos como aquel. La mil veces castigada por Kiki no dudó un segundo en buscar a Adrien, mientras que la compañera del heredero de los Solo evitó con cierta sutileza al maestro herrero de Jamir, quien solo se encogió de hombros y se fue con Spartan a tomar un refrigerio.

—Mujeres —gruñó Munin.

—¿Pueden verte? —se le ocurrió preguntar a Makoto—. ¿U oírte?

—Nah, creen que estás hablando solo.

—Pudiste haberme avisado.

Incluso si Makoto apenas susurró aquellas palabras, sintió que alguno lo miraba demasiado de reojo. Un ligero rubor tiñó sus mejillas.

—¿Te gusta la ex del jefe? —preguntó Munin con toda la mala intención.

—¿De qué jefe hablas? —Ni siquiera cuando el caballero negro señaló a la joven japonesa que bailaba a gusto con Adrien Solo entendió a qué se refería.

Tampoco tuvo tiempo. Un escándalo en el jardín hizo que todos en el salón se detuvieran. Había gritos, unos de dolor, otros de aviso. Alguien pensaba ir a la fiesta sin estar invitado y el equipo de seguridad había desenfundado las pistolas.

—Hasta aquí llegó mi tour por la cara bonita del trabajo de santo. ¿Fue mejor que una clase intensiva en lengua extranjera, a que sí?

Sin dejarle tiempo para responder, Munin de Cuervo Negro desapareció.

Al punto, Makoto corrió como una bala hacia el jardín frente al palacio. No le sorprendió demasiado, dadas las circunstancias, que Miguel lo acompañara a la misma velocidad, cubierto de una energía relampagueante.

—Vaya, vaya —señaló el desconocido, que no era para nada un desconocido, con la bota sobre el último de los guardias derrotados—, ¿cómo tú por aquí?

Se trataba de Lesath de Orión, con el manto de plata tan agrietado que ni siquiera era posible imaginar cómo seguía siendo una armadura. Los presentes en el jardín se habían apartado, aunque lo veían con más admirada curiosidad que miedo.

—Necesitaba aire fresco —respondió Makoto.

—Tú no, Mosca —dijo Lesath, despreciativo—, él. —Señalaba a Miguel, quien esgrimía los puños en lugar de la pistola que colgaba de su cinturón—. Mykene de Hércules Negro. Te creía muerto hace seis años.

—Hace seis años… —repitió Makoto, mirando a su compañero. Sabía que Mykene era un nombre de mercenario, pero no esperaba que fuera un antiguo caballero negro. Mucho menos de la época anterior a la Rebelión de Ethel—. ¿El señor Ludwig…?

—No —dijo Miguel—. Sabe de dónde provengo, pero el señor Ludwig no trabaja con terroristas. Es un buen hombre.

Habló en susurros, demasiado bajos para que la gente apartada pudiera oírlo y hacer más conexiones de la cuenta entre Ludwig von Seisser y los caballeros negros que aterrorizaron el mundo. Ya Lesath había hablado más de la cuenta.

—Un espectáculo impresionante —dijo uno de los espectadores.

—¡Digno del señor Seisser! —celebró otro.

Y todos empezaron a aplaudir mientras el fantasma que era Munin de Cuervo Negro andaba de uno a otro lugar, acaso responsable de haber susurrado algún consejo.

—Sí… claro… —Lesath, algo azorado por la mirada fija de Makoto y Miguel, trató de entender dónde estaba parado—. Todo esto debía ser el emocionante asalto de un malvado villano que ese muchachito japonés detendría en el último momento.

—¿Muchachito…? —repitió Makoto.

—Tendré que encargarme yo —dijo Miguel, haciendo crujir los nudillos—. Se ve que a mi compañero le puede el miedo escénico.

Y se arrojó cual rayo hasta Lesath, mientras todos reían, divertidos. Para ese punto, mientras Lesath y Miguel intercambiaban golpes tan rápidos como flojos, varios del salón de baile se habían sumado, incluyendo a los anfitriones y su hija. La muchacha japonesa estaba allí también, mostrando caras de dolor cada que Miguel recibía un puñetazo. Eso, y el que Munin apareciese tras ella señalándola y sonriéndole, indicó a Makoto que fuera quien fuese estaba relacionada con Hybris de alguna manera.

—Tú eres… —dijo Makoto, acercándose a la muchacha. Tuvo el acierto de no hacerlo demasiado, porque Kiki y Spartan lo miraron ceñudos.

—¿Eh? Ah, ¿un santo de Atenea, verdad? —Por pura inercia, cerró los ojos cuando Lesath, fiel a su papel de vil villano, pateaba los leones de Miguel, quien pese a todo supo mantenerse en pie y plantarle un gancho en la mejilla—. Soy Tomomi Asamori, nieta del profesor Asamori del Centro de… ¡Ay! —Con sendas patadas bajas, Lesath había derribado a Miguel y clavaba la rodilla sobre el pecho del vencido jefe de seguridad—. ¿No podrías ayudarle? ¡Es un buen tipo! ¡Le escupió al idiota de mi ex en la cara! —exclamó, haciendo que Munin prorrumpiera en carcajadas, llevándose las manos a la barriga. Nadie más prestó atención a ese comentario.

—Y ahora… —Lesath de Orión hizo una espera dramática, elevando hacia el cielo un brazo cubierto de aura carmesí—. ¡Muere!

Como el héroe que todo aquel público esperaba —a la hija de los Seisser, en especial, le brillaban los ojos mientras comentaba en susurros la escena con sus padres—, Makoto placó al villano en un movimiento supersónico que le hizo trastabillar.

Justo en ese momento, Miguel, quien se había fingido derrotado, agarró las piernas del santo de Orión y lo sometió a una corriente de más de cien mil voltios, paralizándole.

—Bravo —decía Munin, invisible para todos salvo Makoto—, ¡bravo!

Pero había otro más que podía verlo. Kiki, quien caminaba distraído entre el público, le agarró del moflete como si fuera un niño pequeño haciendo travesuras.

El maestro herrero de Jamir le dijo algo, mediante telepatía:

¿Qué haces aquí? ¡Deberías estar con los demás, vengándola!

Me pides demasiado.

—¡Hijo de cain! —gritó Lesath, dando un pisotón que acaso habría dejado a Miguel sin cabeza si este no se hubiese girado a tiempo. El santo de Orión humeaba como un volcán—. Esta era una batalla de hombres, sin trucos, pero si así lo quieres…

La temperatura empezó a subir, el público, impresionado, sacó pañuelos y servilletas para limpiarse el sudor. Miguel, ya de pie, se alistó para la segunda ronda, siendo detenido por el brazo extendido de Makoto. A estas alturas, él comprendía que Lesath tenía que estar allí por él. El Santuario ya no perseguía a los caballeros negros, mucho menos aquellos que llevaban años sin actuar como tales, y Lesath no supo que uno de ellos estaba allí hasta que llegó. Esto era asunto suyo y de nadie más.

—Yo seré tu oponente.

—¿Qué puede hacer una mosca ante un gigante, muchachito?

«De nuevo —pensó Makoto, rechinando los dientes.»

Contuvo las ganas de placarlo, permitiendo que Lesath tronara el cuello e hiciera crujir los nudillos, en parte exhibiéndose y en parte preparándose para darle una paliza. Cuando todo estuvo listo y dijeron sus nombres —Lesath se describió como Giant Man—, Makoto de Mosca se lanzó dando una patada más rápida que el rayo.

Lesath la detuvo al vuelo, y apretó, satisfaciéndose el dolor que mostró Makoto. Después lo golpeó contra el suelo una y otra vez.

—¿Desde cuándo eres tan fuerte? —trataba de decir Makoto, tragando nubes de polvo.

En medio de ese bochorno, Makoto usó la pierna libre para golpear la mano de Lesath. Giant Man lo soltó, a la vez que soltaba una maldición, y Makoto pudo reponerse y arrojarle una serie de rápidos puñetazos, abrumándole a punta de pura velocidad.

—¿Desde cuándo eres tan rápido? —exclamaba Lesath, ya fuera del jardín. El público, emocionado, los siguió hasta el final—. ¡Se acabó la función!

Primero aceptó recibir los golpes que hasta ahora bloqueaba con los brazos, confiando en que la temperatura corporal, elevada por el cosmos, pelara los nudillos del santo de Mosca hasta dejarlos en carne viva. El cosmos de Makoto lo protegía bien del calor y de su propia fuerza, así que este aprovechó la oportunidad para golpear con mucha potencia, también confiando en que sería suficiente. Lesath, sin embargo, resistió el envite y lanzó contra él un fuerte puñetazo en la quijada que a punto estuvo de mandarlo al suelo, de no ser porque su oponente le agarró cabeza en plena caída. Así, antes de que pudiera reaccionar, Lesath de Orión ya lo arrastraba a toda velocidad hacia las lejanas montañas, donde podían luchar con todo lo que tenían.

 

—¿Lo has visto, Adrien? —dijo la joven hija de los Seisser—. ¡Es un santo de Atenea!

Mientras el heredero de los Solo asentía con cariño a su compañera de baile, Tomomi dejaba escapar un suspiro de resignación.

—Ahí va mi billete de lotería.

—Donde no hay placer, hay deber —dijo Spartan.

La nieta del profesor Asamori miró hacia Kiki, que agarraba el aire muy feliz.

—A lo mejor este se ha encontrado con una novia fantasma.

 

«Ya quisiera yo —pensaba Kiki. Ahora que la multitud, después de un sonoro aplauso, volvía a la fiesta mientras agradecía Ludwig por el espectáculo, podía oír bien cualquier cosa que se dijera. El empresario tuvo unas palabras con Miguel, quien aseguraba estar en perfecto estado y rechazó de buena forma irse a descansar. Debía inspeccionar los rastros ennegrecidos del poder de Lesath—. ¿Qué le pasa a Makoto? Él debería…»

—¿Vas a soltarme? —preguntó Munin, removiéndose como un niño pequeño.

Te felicito, pupilo —respondió Kiki, mediante telepatía—. No controlabas las mentes de todos, solo les sugeriste que veían un espectáculo ideado por el patrón.

Solo entonces, cuando Munin ejercía mayor fuerza para zafarse, lo soltó Kiki. Que el caballero negro de Cuervo, a cuya merced estaban todos los poderosos de la Tierra, cayera al suelo y se sobara las mejillas espectrales le hizo sonreír.

—La verdadera belleza está en la insinuación —decía Munin, levantándose.

Apuesto a que Lesath ha venido para que Makoto deje de hacer el vago. ¿No habría sido más útil que insinuaras al santo de Mosca la virtud de la diligencia?

Antes de responder, el caballero negro rio a viva voz.

—¿Crees que estás en posición de reclamar diligencia a nadie, maestro?

Tomé mi decisión —dijo Kiki, frunciendo el ceño.

—Exacto. Decidiste vivir en un mundo paralelo a aquel en que chocan las voluntades divinas, como yo.  No tienes derecho a recriminar nada a Makoto. ¡Dioses! ¡Es tu hija la que ha muerto, tú deberías querer vengarla!

Recibir un puñetazo del mismo Caronte de Plutón no le causaría más dolor. Muerte, tal vez, pero no más de aquel sufrimiento que le hizo retroceder.

Akasha. —Hacía menos de un mes que la Suma Sacerdotisa del Santuario le dio la dicha de poder acompañarla y pedir disculpas—. ¿Qué derecho tengo yo a vengarla? No hice nada cuando Ethel murió. —Se le pasó por la cabeza admitir las sombrías razones de ello por una vez tras seis años, sin embargo, el nombre que Munin había dado al plan para restaurar la paz y el orden en todo el mundo no tenía por qué suponer que lo sabía todo, ni se sentiría bien confesando que alguna vez, más de un lustro atrás, sospechó que su querida hija se había deshecho de quien consideraba una hermana con tal de llevar a cabo lo que se proponía—. ¿Por qué he de ser un héroe ahora? La última vez que lo fui, mi alma estaba completa y no sirvió de mucho. Tal vez lo compliqué todo. No, dejaré que sean los santos de Atenea los que la venguen.   

Porque eso quería. No esperaba justicia, sino venganza. A tal oscuridad había sido arrojada, desde hacía trece años, el alma del único discípulo de Mu.

—Para tu tranquilidad —dijo Munin, comprendiendo la seria confesión que estaba escuchando—, estoy aquí como empleado del santo de Géminis, para dar un empujón a Makoto. Lo que haga después es asunto suyo.

Me parece bien —dijo Kiki—. ¿Y qué me dices de mi encargo? —Deseaba venganza, pero también quería el bien por los hijos que le quedaban. Algo en su corazón le decía que nunca volvería a escuchar la voz de Lucile, pero Fjalar y Nenya eran demasiado listos como para meterse en los mismos líos que sus hijas. La última vez lo miraron preocupados, así que era él el que estaba en problemas, no ellos. ¿Verdad? Desde entonces, tenía la sensación de haber olvidado algo. Algo muy importante.

—Aparte de que los del Santuario sois unos negreros… —bromeó Munin, meneando después la cabeza—. Nada. No hay rastro de Escultor y Cincel en todo el mundo.

 

Puesto que Adrien Solo estaba presente, conversando con los anfitriones, Munin se guardó de decir que el rastro de aquellos santos de bronce se perdía en la mansión de los Solo. De haber estado en sus cinco sentidos, en vez de ese estado permanente de culpa, Kiki habría adivinado que le estaban ocultando algo, y quizá lo habría logrado con el tiempo incluso estando así de amargado, si alguien no hubiese intervenido.

—Oye —dijo la nieta del profesor Asamori, agarrando a Kiki del hombro—, creo que ya me voy. Prefiero trabajar a hacer de florero.

La felicidad con la que Spartan, detrás de la mujer, asentía, hizo reír a Munin, pero incluso la risa de un villano como él palidecía ante la sonrisa del maestro.

—¿Trabajo? —dijo Kiki, con su propia voz—. ¿Estás de broma? ¡La noche es joven!

—Mis pies no pueden soportar más… —intentó decirle Tomomi, antes de que Kiki la agarrara del brazo y corriera de vuelta a la sala de baile, arrastrándola.

—¡Yo solo quiero trabajar! —gritaba Spartan, persiguiéndoles.

Como un eco del niño que fue, Kiki giró la cabeza y enseñó la lengua, riéndose del enojo de Tomomi y la absoluta resignación de Spartan. Ambos ni se imaginaban que era a él, discípulo de ese duende pelirrojo, a quien iba dirigido el gesto.

—Querido —dijo Mischa, la elegante anfitriona, dirigiéndose a su esposo—, diríase que para ese amigo tuyo, la fiesta debe durar hasta el amanecer.

—Que así sea —celebró Ludwig, guiñándole el ojo a Adrien Solo y su hija, quien enrojeció—. Con lo recaudado en la subasta de esta tarde podremos hacer varias cosas, pero lo importante es que la gente recuerde que puede ser feliz, incluso en este mundo loco. Por cada sonrisa que veo hoy, vale la pena trasnochar un poco.

—Vamos, papá —dijo la muchacha, Sonia von Seisser—, estoy segura de que el señor Solo tiene cosas que hacer.

—Dentro de unas doce horas estaré muy ocupado —admitió Adrien—, pero puedo quedarme un rato más siempre y cuando nadie más me diga señor Solo. Mi padre es el señor Solo, yo me llamo Adrien.

Y, galante, tomó la mano de Sonia y se la llevó de vuelta al baile, con la venia de los padres. Munin empezaba a sentirse un auténtico voyeur allí.

«Debería irme, pero, ¿qué puede tener que hacer Adrien Solo dentro de…?»

—Es él —dijo Mischa Lualdi—, ¿verdad? El hombre que venció a Giant Man.

—Sí —dijo Ludwig—. Es la misma persona que te rescató hace años, aunque con otro rostro debido a la armadura oscura. Es la razón de mi felicidad.

—Nuestra —corrigió Mischa—. Habría querido darle las gracias.

—Ya lo he hecho yo por ambos, querida —dijo Ludwig—. Aunque creo que la mejor forma de agradecerlo es luchando nuestras batallas, como él lucha las suyas.

Los esposos asintieron y se unieron al festejo en el interior del palacio. Nadie querría volver al jardín, incluso después de oír que Miguel descartaba un incendio. Este, en cualquier caso, permaneció allí por si pasaba lo peor, dedicando al tiempo un admirado vistazo a las lejanas montañas en las que dos estrellas encarnadas habían desaparecido.

—Creo que te entiendo, Makoto —dijo Munin. Miguel, no podía oírlo—. Saber que has salvado una vida sienta de maravilla. Si eso es algo malo, bien, que les jodan a los dioses. Y si es algo bueno, también, que les jodan. —Antes de desaparecer, lanzó una oración, en memoria de una discusión que tuvieron como tripulantes del Argo Navis—. Amigo, sé que al final te decidirás por lo que siempre has creído correcto, así que lucha por el mundo de las Guerras Santas, mientras yo lucho por este que todos amamos.  


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Rexomega

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Publicado 09 octubre 2023 - 18:52

Saludos

 

Capítulo 177. Argéntea resolución

 

Tomado el rostro por el santo de Orión, Makoto de Mosca impactó contra la falda de la montaña cuando apenas procesaba haber sido golpeado.

—¿Ya te has despertado? —preguntó Lesath—. ¿O quieres más?

Enterrado en la pared, Makoto lo miró ceñudo por toda respuesta.

Entonces el puño de Orión se llenó de cosmos carmesí, derritiendo la roca alrededor como mero efecto colateral. Una vez la temperatura alcanzó el punto máximo, le golpeó con tanta fuerza y velocidad que, en otro tiempo, le habría dejado inconsciente.

Makoto atrapó el puño al vuelo, deteniéndolo.

—¿Desde cuándo eres tan débil? —preguntó el santo de Mosca.

Por un instante, el espanto recorrió la cara de Lesath, para luego llenarse esta de rabia. Dio otro puñetazo con la mano libre, que también fue atrapado.

Permanecieron así un rato, uno firme, el otro empujando.

—Vas por ahí llenando las castigadas tierras de este mundo con tus lágrimas y babas, ¿y yo soy el débil? —cuestionó Lesath, ejerciendo más y más presión. Todo el cuerpo del santo de Orión estaba rojo, como metal recién salido de la forja. Las botas se hundían en el suelo, que se había vuelto lava. Podían adivinarse los músculos tensos entre las grietas del manto de plata y en el semblante de Lesath, quien ponía todo lo que tenía en vencer la resistencia de su oponente, sin poder mover a Makoto siquiera un poco.

—Si no eres capaz de sentir pesar por lo que ha pasado en esta Semana Sangrienta —dijo Makoto, preso de una fría serenidad—, no eres humano.

En menos de un segundo, soltó los puños de Lesath y le encajó una patada en pleno estómago, mandándolo a volar solo los cinco metros que tardó en recuperarse.

—Estuviste un tiempo en Hybris —recordó Lesath, haciendo tiempo mientras recuperaba el aliento. El cosmos carmesí dejó de cubrirlo, aunque su cuerpo seguía humeando como lo hacía toda esa zona, ahora llena de roca fundida—, debes entenderlo. Cuando ves a un hijo de cain siendo un hijo de cain, tienes que hacer algo. ¿Dejarías que un ladrón robe a una anciana delante de tus narices? —Por alguna razón, ese ejemplo le hizo reír—. ¿Harías oídos sordos a una violación? ¿Te negarías a detener la bala que ves recorrer la distancia hasta el corazón de un niño? Claro que no harías nada de eso, los santos de Atenea somos héroes y es de héroes detener al malvado.

Apenas había terminado de hablar cuando volvió a la carga, lanzando un puñetazo en pleno rostro de Makoto que este ni se molestó en esquivar.

—Eso ha estado mejor —dijo el santo de Mosca; semejante a un muro inamovible, solo había ladeado la cabeza un poco, el cuerpo permanecía firme.

El alma, por otro lado, bullía de cólera apenas contenida.

—¿Y si puedes evitar el robo? ¿O la violación? ¿O el asesinato? ¿Y si sabes que alguien va a dañar a otros? ¿Por qué no hacer algo? Hay personas en este mundo que solo viven para hacer daño, así que, ¿por qué no partirles la cara? —El santo de Orión bajó el puño—. Así he pensado yo toda mi vida. Desde que entrenaba con Milo, el perfecto santo de Atenea, tan fiel a las reglas que acabó siendo partícipe por omisión de un complot contra la diosa a la que había consagrado su vida. Desde entonces, allá en el Sáhara, di muerte a bandidos, traficantes y otros criminales, sabiendo que cada muerte salvaba más vidas de las que yo mismo podría salvar.

—Quizá por eso tú eres Orión, no Escorpio —replicó Makoto—. Los santos de oro no pueden ser así, si quieren combatir a la diestra de Atenea, a quien guardan.

Según Seiya, incluso los santos de Cáncer, Capricornio y Piscis de la pasada generación, que escogieron la justicia del Sumo Sacerdote por sobre Atenea, terminaron redimiéndose, como prueba de un alma noble corrompida por los vaivenes del mundo.

—Sí, soy un cazador, no un escorpión —admitió Lesath—. He matado a decenas, tal vez a cientos, a lo largo de varias décadas. Pero estos días han muerto millones.

—Setecientos —dijo Makoto, sorprendiéndole el cambio en el rostro de Lesath.

Más que dolido, lucía confuso, angustiado.

—Mata a un malvado y puede que puedas vivir con ello. Mata a cien y podrás excusarlo con que era necesario. Mata a millones y luego mátate, porque eres peor que a quienes hayas ejecutado —oró Lesath, a modo de mantra—. ¿Te sorprende que piense así? A mí también, he vivido mi vida pensando que el mal debe ser destruido. En estos últimos seis años pensé que había una manera mejor de cambiar el mundo y ahora debo hacerme estas preguntas. ¿Valdrá la pena? Tanta muerte en tan poco tiempo. Ningún hombre… ¡Ningún dios ha segado tantas vidas desde el diluvio universal!

—Sí —dijo Makoto, recordando las palabras de Gestahl Noah en el Egeón.

—No tengo una respuesta para esto, no sé qué pensar, ni qué hacer. Por eso iré allá donde puedo hacer algo. El lugar al que pertenezco.

—Eso es huir. Nada más.

De pronto, dos presencias surgieron a la espalda de Makoto, quien guiado por el sexto sentido pudo girarse y bloquear las garras de Nico y Bianca.

Entre el coordinado ataque de los hermanos y lo inestable de ese suelo de piedras flotando entre roca fundida, Makoto perdió el equilibrio en el momento justo que aprovechó Lesath para cargar contra él una vez más.

A lo largo de un minuto, el cazador y los perros le atacaron desde todas direcciones, sin darle un solo respiro, pues intuían que Makoto podría prever los movimientos de cualquiera de ellos si los veía. Desde la perspectiva del santo de Mosca, los tres santos de plata eran demasiado lentos, incluso con el incremento generalizado que hubo en las capacidades físicas de Lesath desde que dejó de emitir calor.

—¿Convertir hasta la última chispa de cosmos en fuerza? —preguntó Makoto, deteniendo con relativa sencillez todos los envites—. ¡Llevo haciendo eso toda…!

—¡Aliento del Sol Caído! —gritó alguien de pronto.

Era tan poco habitual que los santos gritaran a viva voz sus técnicas, salvo la primera vez que las ejecutaban para dar forma a la idea que habían creado en sus mentes, que Makoto se descolocó un poco y acabó preso de la llamarada. Veinte mil grados centígrados borraron todo el lugar justo después de que Lesath, Bianca y Nico saltaran para alejarse, y por si eso fuera poco, la destrucción causó una avalancha que al contacto con las altísimas temperaturas se volvía un pequeño lago de lava.

De no haber encendido su cosmos durante la batalla contra aquellos tres, ahora mismo Makoto estaría padeciendo de quemaduras gravísimas, por no hablar de ser aplastado bajo enormes rocas, pero las fuerzas que había adquirido a lo largo de las pasadas batallas le permitían resistir lo imposible. No sentía dolor, solo molestia.

—¡Serás animal! ¡La idea es desperezarlo, no asesinarlo! —oyó desde la incomodidad de su prisión de lava y rocas.

—Es solo el ataque de un santo de bronce —se quejó el recién llegado, Aerys.

—El señor Lesath dijo que nada de trucos.

—Ya has oído a mi hermano, panadero, si fuera por trucos nosotros…

—¿¡Panadero!?

—¡Basta de tonterías! —exclamó Makoto, liberando toneladas de roca y corrientes de lava en la explosión que desató para liberarse. Como había anunciado el ataque, todos pudieron alejarse lo bastante para poder bloquear los proyectiles.

—¿Ves? —dijo Aerys—. Está hecho de acero, como todos los santos de plata.

—¡No seas idiota! —exclamó Lesath—. Este no es un santo de plata convencional.

Y sin embargo, cubierto de un aura argéntea, Makoto no podría definirse de otra forma. A cada segundo que pasaba se volvía más y más fuerte, acercándose a aquel cosmos destellante que puso fin a un santo de Orión por mucho más fuerte. ¿Eso era lo que pretendía Lesath? ¿Devolverle las fuerzas para poder huir con él? Una huida hacia adelante seguía siendo una huida. Decidió que sería él quien les diera una lección.

—Usad todos los trucos que queráis —dijo Makoto—. Yo los destruiré todos.

Bianca y Nico se miraron un momento y saltaron lejos. A la vez, Lesath corrió hacia él, desviándose en el último momento para que el Aliento del Sol Caído cayera sobre Makoto, quien de un solo puñetazo borró la llamarada de la faz de la Tierra.

Entre los temblores de una nueva avalancha, Lesath fue a por el costado, y los canes, emergiendo otra vez desde las sombras, con fauces quebrantadoras de almas, a por la espalda. Makoto vio venir los tres ataques, deteniendo el de Lesath con un brazo y pateando a los perros de oscuridad en un rápido giro, antes de dar un salto. Tanto fue el impulso que todas las rocas que cayeron sobre él se partían ante su trayecto; a decir verdad, le dolía más el último golpe de Lesath que esto.

«Él también se está volviendo más fuerte —decidió Makoto—. ¿Qué cree que soy?»

Antes de poder darse una respuesta, vio que la ladera que él ya recorría como si fuera un suelo más, estaba llena de enmascaradas. Mera de Lebreles había llegado.

Makoto se preparó para defenderse. Sin embargo, los músculos, rememorando la vez que lucharon juntos contra Hipólita, reaccionaron un poco demasiado tarde y terminó recibiendo una fuerte patada en la boca del estómago.

Por varias veces giró escupiendo saliva y falto de aire, en lo que Mera enfrentaba también a aquellos con los que él combatía. De forma simultánea, evadía todos los lances de Lesath, las llamaradas de Aerys y los mordiscos de los canes sombríos. Todas las técnicas de estos solo lograban destruir las imágenes residuales que dejaba Mera al moverse por la montaña, las cuales, poseyendo también un rastro de cosmos, contraatacaban con tanta intensidad que era imposible definir donde estaba de verdad la santa de Lebreles. Era la Legión de Fantasmas, más terrible que nunca.

Un cosmos conocido se encendió en la cima de la montaña. Margaret de Lagarto, aprendiz de todo y maestro de nada, movió a Makoto mediante telequinesis y lo hizo descender con inesperada suavidad a los pies de Minwu de Copa.

—¿Está…? —empezó a preguntar Margaret.

—¿Vosotros también os unís? —preguntó Mera, apareciendo de pronto.

La reacción de Minwu fue brutal. Mil lanzas de hielo se formaron en el cielo y descendieron cuales rayos de tormenta, atravesando igual número de imágenes de Mera, salvo una, la auténtica, que detuvo con una mano la mortal asta.

—¿Os habéis vuelto locos? —preguntó Minwu, oyéndose su voz por encima del crujido de la lanza de hielo al romperse—. ¡Nos espera la mayor batalla de nuestra vida!

—Es justo por eso —dijo Mera antes de mirar a Margaret—. Eso no te servirá.

Un dulce aroma había impregnado la cima entera mientras el santo de Lagarto sacaba una sola flor roja. La Rosa Demoníaca, ineficaz para los santos femeninos.

—Justo por eso —repitió Margaret, sonriendo.

Y de inmediato, arrojó la Rosa Demoníaca contra Makoto, quien la esquivó en el último momento, mareado. Los sentidos se le adormecían cuando debían estar más alerta que nunca. Margaret de Lagarto, el mismo que lo había rescatado, se volvía ahora contra Minwu en complicidad con Mera; juntos, con una combinación de velocidad y telequinesis, pudieron sortear el Loto Blanco de las Lanzas de Hielo. Les iba la vida en ello, porque una sola de esas lanzas bastaba para dar muerte a un santo de plata.

—¡Señor Minwu! —exclamó Makoto, tratando de detener tamaña locura y recibiendo a cambio estar a un solo paso de ser atravesado por las lanzas, que lo cercaron.

La mirada que el santo de Copa le dirigió podía significar muchas cosas, pero Makoto optó por la peor y acometió contra él. Mera no pudo detenerle; él, haciendo arder ese cosmos suyo, podía seguirla con relativa sencillez y detectaba cuáles eran simples posiciones que había tomado. Tampoco Margaret pudo frenarlo, aunque puso en ello todo el poder psíquico que poseía. Makoto había decidido llegar a un destino y así lo logró, enterrando  el codo en el peto de un muy sorprendido Minwu.

Tal vez había leído mal la situación, porque el santo de Copa habría caído montaña abajo si no fuera porque justo entonces llegó Lesath a detenerlo.

Atrás de él, como perros falderos, aparecieron Bianca y Nico. Este último tenía la cara llena de migas, resto del regalo que sin duda Aerys de Erídano le habría obsequiado mientras combatían con Mera allá abajo.

—¿Desde cuándo eres tan rápida? —gruñó Lesath.

Mera susurró algo, o quizá solo rio, antes de saltar hacia él.

Entonces, a la vez, Nico y Bianca se cubrieron de tinieblas y aullaron, paralizando a todos los miserables que tuvieron la desdicha de escucharlos.

—¡Ahora, señor plateado, dele a la señora plateada!

Lesath de Orión no poseía la misma rapidez que Mera, ni siquiera se le acercaba, pero cuando golpeó el hombro de la santa de Lebreles, Makoto, como todos en el lugar, pudo notar cuánto la superaba en fuerza. Mera calló de rodillas, vencida por el portentoso puño que hizo estremecer la montaña entera y los alrededores.

De haber sido enemigos, Lesath la habría rematado. Incluso siendo aliados, dadas las circunstancias no habría sido raro que el santo de Orión se hubiese ensañado con ella. Sin embargo, enseguida buscó con la vista a Makoto y se arrojó contra él, febril. Por fortuna ya para ese momento había pasado la parálisis del aullido de los canes, quienes huían a como les era posible del Loto Blanco de las Lanzas de Hielo, de modo que Makoto pudo responder al asalto con su propia fuerza. Los puños de ambos liberaron tal onda de choque que Margaret y Mera, todavía recién levantándose, fueron enviados a volar. Y hubo otros más aún más intensos, que descartaban a cualquiera que quisiera unirse. Incluso si eran los huesos de Lesath los que crujían al igual que lo hacía la montaña, él era, a todas luces, el más fuerte de los oponentes de Makoto.

—Sé lo que dice esa mirada —acusó Lesath tras más de treinta asaltos—. No soy gran cosa después de vencer a un santo de leyenda, ¿eh?

A la vez que aquellos dos combatían, Minwu y Mera ponían bajo control a los demás. El Aliento de Sol Caído de Aerys era en especial problemático, al incinerar las moléculas de agua en el aire que el santo de Copa requería para formar el Loto Blanco de las Lanzas de Hielo. Había, además, un hándicap de parte del bando que trataba de devolver la cordura a la batalla, y era el dudoso propósito de la santa de Lebreles. El santo de Copa no podía fiarse de ella y mantenía siempre las distancias.

—Más o menos —dijo Makoto—. Vuestros cosmos han crecido mucho.

Para seguir los pasos de Mera necesitaba estar alerta, para soportar de las renovadas fuerzas de Lesath necesitaba defenderse, cuando antes solo bastaba con estar ahí. Podría perder contra aquellos dos si se confiaba solo un poco; por esa razón no se confiaba.

—¡No es suficiente! —gritaron, a un tiempo, varios de los presentes.

A ratos Bianca y Nico cooperaban con Margaret, otras veces este ayudaba a Minwu paralizando a los canes sombríos lo bastante para que las lanzas de hielo les pasaran de refilón. Aerys era el más centrado, contrario a toda expectativa. Sin embargo, su Aliento del Sol Caído ya había encendido la montaña cual volcán, al colarse entre las grietas de la cima que el duelo de Lesath y Makoto había abierto. Todos estaban enfrentados con todos y a la vez todos buscaban una sola cosa.

—Me buscáis a mí —dijo Makoto.

—No seas necio, Mosca —susurró Minwu, corriendo hasta ponerse contra su espalda. Un nuevo oponente había llegado, brillante como un héroe de leyenda, sombrío como una figura trágica—. No les des el gusto. Detén esto. Puedes hacerlo.

—Poder y deber son dos cosas distintas —afirmó el recién llegado, Joseph de Centauro.

Tenía un aspecto impactante, en verdad. Ahora que Makoto podía darse un tiempo para observar la situación, no solo Lesath vestía un manto muerto, ya fuera por capricho y orgullo. Nico y Bianca apenas vestían brazales, perneras y un peto tan agujereado que parecía una broma. El hombro de Mera, rojo por el golpe que había recibido, estaba tan descubierto como el resto del brazo; era más veloz que nunca, pero los enemigos que tuvo que enfrentar eran también rápidos. El propio Minwu iba cubierto por una protección, si bien viva, de brillo débil, como al borde de la muerte, lo que era prueba de que también él había combatido. Aerys y Margaret, el de mil trucos, eran los que estaban en mejor estado, y hasta a ellos les faltaba alguna pieza, como una hombrera y protectores de rodillas y brazos. Nadie había salido indemne de la última batalla.

Ninguno, excepto Joseph de Centauro. Como un héroe de cuento, destellaba como si la luna hubiese salido en esa montaña agitada por incendios, terremotos y otros desastres que los combatientes encarnaban. El manto de plata no tenía grietas visibles, y si bien solo un maestro herrero de Jamir podría determinar si estaba intacto, Makoto ni siquiera se molestó en dudarlo. Se limitó a ver, intrigado, a aquel guerrero rara vez laureado. Todo en él parecía invicto, excepto la mirada, la mirada iba cargada de un dolor sin par.

—Yu de Auriga —entendió Makoto, viendo las miradas de Margaret y Joseph.

—Se fue a luchar con los demonios del Hades, como bien sabes, luchó en el frente en que tú combatiste —recordó el santo de Centauro—. Debería honrarlo con una sonrisa. Y aun así mi alma, rota, lo llora. Es patético.

—Llorar a los muertos no tiene nada de patético, incluso si les estás haciendo la guerra.

Joseph de Centauro no pudo sino sonreír ante la chanza.

—El tiempo de llorar a los muertos es tiempo de paz. Aún no hay paz, no la habrá hasta que llevemos a las tinieblas del Tártaro al responsable de nuestro dolor. ¡Y para eso…!

Veloz y previsor, Minwu ejecutó el Loto Blanco de las Lanzas de Hielo para frenar el lance de Joseph de Centauro, sin embargo, al mismo tiempo Lesath de Orión liberó oleadas de calor intenso, el Ocaso, que se sumaron al Aliento del Sol Caído desintegrando todos los proyectiles y consumiendo el mismo cielo.

En medio de ese infierno en el que el aroma de la Rosa Demoníaca de Margaret no tenía cabida, Mera voló, de tan rápido que corría, dando la espalda a Lesath para enfrascarte en un nuevo duelo con Makoto de Mosca, quien ya la esperaba.

Joseph era rápido, también lo eran Minwu, Lesath y Aerys, de otro modo el choque de técnicas no habría podido ocurrir como ocurrió. Sin embargo, Mera y Makoto estaban en una dimensión muy distinta a la de aquellos. Antes de que el santo de Centauro les alcanzara, Mosca y Lebreles habían intercambiado ya más de cien mil puñetazos.

—¿Te he dicho alguna vez que eres rápida como el demonio? ¡Ay!

Sin más presentaciones, Joseph pateó el costado de Makoto, encajando en la piel la fuerza combinada de un cosmos argénteo y el metal sagrado.

—Tú también eres rápido, Makoto —sentenció Mera. No lo halagaba, constataba un hecho. Ella aumentó la velocidad de los golpes, pero, incluso si Joseph luchaba también con Makoto, este podía bloquear los de los dos y hasta contraatacar—. Rápido, fuerte y tan habilidoso como recordaba. Y tu cosmos…

El poder de Makoto crecía sin límites. Antes, cuando viajaba de un rincón a otro del mundo, sentía que podía recurrir a esa fuerza cuando quisiese. Sin embargo, en batalla las cosas no eran tan fáciles. Cada segundo era crucial y de todos lados venía algún nuevo oponente. Necesitaba tiempo para reaccionar, para crecer. En buena medida, todos aquellos santos de Atenea le estaban dando tiempo.

—¿¡Esperáis que luche vuestras batallas!? —exclamó Makoto.

—No seas presumido —dijo Lesath, anunciándose—, imbécil.

Makoto sintió necesario esquivar el puñetazo que este dirigía contra su cabeza, pero eso dio a Mera y Joseph la oportunidad de ejecutar un ataque combinado que le hizo trastabillar. El santo de Mosca pudo recuperar el equilibrio a tiempo de maldecirse a sí mismo.  Después, se lanzó al ataque, no hacia el cada vez más fuerte Lesath ni a la veloz Mera, sino a quien consideraba el eslabón más débil de un trío peligroso.

Entretanto, Minwu de Copa trataba de detener tamaña locura, pero incluso sin Lesath interviniendo, las llamas de Aerys combinadas con la telequinesis de Margaret hacían muy difícil darles la espalda. Además, el santo de Lagarto llevaba rato analizando el Ocaso de Lesath, basado no en generar llamas sino en elevar la temperatura. Por fortuna, o por desgracia, ya era muy difícil saber la diferencia, Bianca y Nico habían decidido unirse a él y mantenían a Aerys y Margaret a la defensiva, no fueran a recibir en sus carnes las temibles fauces de dos canes sombríos.

—¡Nadie se sumará a la batalla del subcomandante Lesath! —aulló Nico.

—Si tan solo tuviera un momento, podría… —murmuraba Margaret, ansioso por copiar esa habilidad tan útil, aunque imitar un eidolon era mucho más difícil que replicar una técnica—.  ¡Incluso podría devorar el alma de ese hombre!

—Es lo que todos queremos —asintió Aerys, arrojando llamas en los puntos justos para limitar el movimiento de los perros—. Es por eso que…

Un incendio descomunal se había alzado alrededor del combate principal, que excedía por mucho las expectativas de Makoto. Joseph de Centauro no era el eslabón débil; si bien no era más poderoso que Lesath y Mera, balanceaba mejor que estos la fuerza y la velocidad. Encarnaba un equilibrio que casaba bien con una habilidad marcial deslumbrante, capaz de adelantarse a los movimientos de Makoto incluso cuando este hacía tiempo que mantenía la mente en blanco, para evitar la habilidad de Mera.

—Toda esta gente, Mosca —decía el santo de Centauro—. ¡Toda esta gente sueña con ser mejor de lo que fue siempre! Yo, que camino por los sueños de los hombres, recibo ese anhelo, así que deja de subestimarme o te pesará.

No eran palabras vanas. Para ese momento, Joseph era pura luz de plata. Cada palmo del cuerpo del hombre de alma quebrada exudaba cosmos, llenando las falencias de Mera y Lesath. Sin embargo, había cometido un error al provocar a Makoto.

El último puñetazo de Joseph, semejante a la lanza de un caballero en plena justa, fue detenido por el dedo de Makoto, que devoró toda su fuerza.

—¡Lesath, cuidado…! —advirtió Mera, demasiado tarde.

Ya para ese momento, Makoto había golpeado a Lesath con tal fuerza que debió atravesar no solo las llamas, sino también  la montaña. El cosmos de Joseph, combinado con el suyo propio, representaba una fuerza excesiva para un santo vistiendo una mortaja. Los pedazos de Orión volaban todavía entre los combatientes cuando Makoto inició un nuevo intercambio con Mera empleando su verdadero estilo de combate, a la vez que con patadas, codazos y otros movimientos más bruscos alejaba a Joseph.

—¡Ese poder! —gritó Joseph—. ¿Qué es ese poder? ¿Qué sueños has tomado para ti?

—Vaya pregunta —dijo Makoto, cuya mera aura paralizaba los músculos de sus dos rivales y los volvía meras dianas de sus pocos y calculados golpes—. ¿Qué otros serían, sino los de nuestra Suma Sacerdotisa, nuestra Akasha?

Entonces regresó Lesath, todo cosmos carmesí y todavía con el pecho hundido por el golpe. Aun así, no cargó contra Makoto.

—Veamos de qué pasta estás hecho —desafió Lesath.

—Insensato —dijo Joseph, bloqueando los lentos, aunque potentes, ataques del santo de Orión—. ¡Mi fuerza no ha nacido para ti!

—Ya, matamoscas, confórmate con este gigante.

—¡No pienso dudar!

Poco les importaba a Mera y Makoto el desarrollo de ese nuevo enfrentamiento, pues ambos ya ponían todo el corazón en un nuevo duelo. El santo de Mosca tenía una vasta ventaja de poder, que la santa de Lebreles apenas podía enfrentar con el único recurso con el que contaba. Más que verse y oírse, el sobreesfuerzo de Mera era perceptible para el desarrollado sexto sentido de Makoto, cómo los músculos se tensaban y los huesos vibraban, sobrepasando miles y miles de veces la velocidad del sonido.

—¿Es que tu velocidad no tiene límites? —preguntó Makoto, con el rostro perlado de sudor. Las manos siempre diligentes, bloqueando hasta el último puñetazo.

—No debe tenerlo —dijo Mera, al tiempo que otras tres imágenes de ella saltaban sobre Makoto—. Debo ser más rápida. Más, mucho más que esto. —Con cada palabra se sumaban nuevos miembros a la Legión de Fantasmas. Desde una perspectiva ajena, si es que alguien tenía tiempo para ver a otros combatir, debía verse como si Makoto por sí solo enfrentara a un ejército enorme, como un Heracles cayendo de lleno en la isla de la reina Hipólita. Para Makoto, empero, era posible detectar dónde estaba Mera, de modo que podía dar el contragolpe justo para dispersar los rastros de cosmos que esta dejaba—. ¡Debemos crecer, como tú lo hiciste!

Para ese momento, toda la cima era fuego. Estelas supersónicas iban de un lado a otro intercambiando asaltos, Joseph contra Lesath, Aerys contra Minwu, Margaret contra Bianca y Nico… A veces incluso los dos hermanos, que habían optado por luchar como santos de Atenea en lugar de como canes sombríos, luchaban entre sí mientras que Margaret se volvía contra Aerys, empleando una réplica del Loto Blanco de las Lanzas de Hielo que apenas duraba un suspiro bajo tales temperaturas. Todo era una locura sin sentido; incluso si ya varios habían dado razón de ese comportamiento, era inevitable que alguien perdiera los nervios. Y así ocurrió.

—¡Ya basta de tonterías! —gritó alguien—. ¡Os vais a enterar!

Remolinos de llamas ascendieron al cielo, despejando una cima que ya no era tal cosa, pues los mil asaltos en ella librados la habían reventado. También el resto de la montaña tembló, pues el fuego que se había colado entre sus grietas se unía a una gran esfera, semejante a un sol, que daba sombra a todo el lugar. Bajo ella, el cuerpo de Aerys, que flotaba por alguna razón que escapaba a quienes observaban el fenómeno, apenas era perceptible, más aún la cara hinchada y amoratada por una patada perdida de la santa de Can Mayor, cuando luchaban ambos como aliados contra Minwu y Nico.

—¡Te dije que no debiste patearlo, hermana! —dijo el santo de Can Menor.

—¡Te iba a calcinar! —se defendió Bianca, cruzando los brazos para ocultar que temblaban. El poder concentrado arriba era tremendo, mezcla de los cosmos de Erídano y Lesath—. ¿¡No vas a hacer nada!?

—Claro —dijo Lesath, que hasta ahora había observado con franca admiración la enorme estrella que atraía hacia sí toda roca perdida, hasta el último de los escombros. Sin dejar de mirarla, caminó hacia Bianca y le asestó un coscorrón en la cabeza tan brusco que la hizo trastabillar—. Deja de sobreproteger al cachorro. ¿No entiendes que quiere crecer? ¿No comprendes que desea protegerte así como tú lo proteges a él?

—Nos cuidamos —se defendió Bianca, aunque sin demasiada convicción—. Los unos a los otros. Siempre. Desde que éramos niños.

Una vez más, Lesath la golpeó, esta vez en el estómago.

—¡Hermana! —gritó Nico, siendo retenido por Minwu.

—¡Hijo de perra! —gritó Bianca, cayendo de rodillas.

—Primero, no eres mi mamá —dijo Lesath, agarrándola del cuello y alzándola—. Segundo, ya no sois niños. Sois santos de Atenea, lucháis por un mundo lleno de gente débil, no podéis permitiros ser débiles. Míralo —ordenó, bajándola con suavidad, para luego señalar a Nico de Can Menor—. Él va a morir, va a morir porque tú vas a morir. Eso le entristece, le duele en lo más hondo del alma. Querría decirte que no vayas a esa batalla mortal, pero no lo hará, sabe que quieres hacerlo y sabe por qué. —Un gruñido fue toda la respuesta de Bianca, indicando que seguía escuchando—. Por eso quiere ir contigo y luchar. ¿Crees que podría luchar si sigue siendo solo un cachorro defendido por su hermana mayor hasta de un catarro? ¡Déjalo crecer, perra del demonio!

A cualquier otro,  Bianca le habría arrancado la yugular de un mordisco, pero había un cierto respeto entre ambos que permitía a la enmascarada aceptar cuanto le decían. Asintiendo, caminó hacia Nico sobre aquella montaña accidentada.

—¿Dices que quieres crecer? —preguntó Bianca, fría como una máquina.

—Yo… —Nico fue empujado por Minwu, quien lo miraba ceñudo—. ¡Sí!

Tan pronto oyó eso, Bianca corrió hasta él y le pateó el estómago, dejándolo sin aire.

—¡Miradme, malditos señores plateados! —dijo Aerys.

—Me parece que te están ignorando —apuntó Makoto, mudo espectador de esa escena de hermanos—. ¿Déjalo, sí? No creo que valga la pena destruir una montaña por una batalla como esta. Los santos de Atenea no luchan de esa forma.

—No es problema —intervino Mera—. Toda esta zona está protegida por Fang de Cerbero y Noesis de Triángulo. Nada de lo que aquí pase afectará a…

—¡No lo entendéis, miradme, maldita sea! —Y así lo hicieron todos. No solo Makoto, también Nico, que recuperaba el aliento y desgarraba el aire donde estaba su hermana, y Minwu, Margaret, Mera y Lesath. Todos contemplaron, en verdad contemplaron, cómo la estrella creada por Aerys lo atraía incluso a él, el ejecutor—. No podré controlarlo mucho tiempo más. ¡Allá va el Ascenso del Hijo Pródigo! ¡Un millón de grados centígrados para desayunar! ¡Detenedlo como podáis!

E intento arrojarles ese desastre natural, de verdad lo intentó, solo para verse atraído con más fuerza. En todo ese tiempo, el santo de bronce no había estado flotando porque hubiese adquirido esa habilidad, sino porque su técnica hacía de centro de gravedad.

—¿Te conté la leyenda de Fenrir, Nico?

—Somos perros, no lobos.

Aun así, asintió, y ambos se cubrieron de sombras antes de pisar el suelo como canes de oscuridad. Ver la transformación en vivo demostraba a todos que los hermanos, aun luchando como eidolon, ponían en riesgo los cuerpos tal como haría cualquier santo de Atenea y asintieron en gesto aprobador.

También Lesath tenía el deseo de probarse contra aquella estrella. Golpearla sería peligroso, dudaba que el punto de ebullición de un manto de plata estuviera por encima del millón de grados, algo así solo podía esperarse de los mantos zodiacales. Y él no era mucho de desarrollar técnicas: lo que no podía destrozar a base de fuerza física, lo hacía arder, ya fuera con oleadas de calor puro que llamaba Ocaso, ya con Mediodía. A través de esta última, con el mero contacto podía elevar la temperatura corporal de alguien hasta vaporizarlo. Ambos ataques quedaban descartados en esas circunstancias, claro, y si lo pensaba bien, hacía tiempo que el poder bruto que poseía los había dejado atrás.

—Solo me queda… —susurró Lesath, extendiendo un solo dedo, un solo aguijón.

—Yo iré —dijo Makoto de pronto—. ¡Voy a…!

—¡Maldición! —gritó Margaret, atrayendo las miradas de todos.

Por las venas hinchadas del rostro del santo de Lagarto, era claro que había hecho un gran esfuerzo desde hacía rato. Un grito brutal les hizo mirar arriba solo para ver cómo el desdichado santo de Erídano era engullido por el Ascenso del Hijo Pródigo.

Maldiciendo por debajo, Minwu de Copa arrojó miles de lanzas de hielo, todas las cuales fueron devoradas por la estrella con espantosa simpleza.

—¡amolar! —gritaba Lesath mientras corría, preparándose para saltar.

Ya para entonces lo había hecho Makoto, tan veloz que, aunque en pleno trayecto una repentina tormenta eléctrica se ensañó con él, pudo esquivar todos y cada uno de los rayos con una rapidez pasmosa. Él no volaba, corría por el aire.

Quien apareció frente a Makoto en el último momento, cargando a un congelado Aerys con el único brazo que le quedaba, sí volaba. Marin de Águila, rodeada por un aire gélido que empezaba a adueñarse de todo aquel cielo y toda aquella tierra, aprovechó la sorpresa para encajar en la cara sorprendida de Makoto una potente patada, mandándolo al suelo. En pleno trayecto, el santo de Mosca pudo ver  cómo la Ventisca de Pavlin y la Tormenta de Grigori mitigaban el poder del Ascenso del Hijo Pródigo a la vez que lo desequilibraban. Incontables llamaradas, semejantes al viento solar, caían dispuestas a borrar de la faz de la tierra la montaña entera, a pesar del gélido clima.

En el momento mismo en que, a punto de impactar contra la tierra, Mera lo cazó al vuelo, Makoto vio a Pavlin de Pavo Real, hablando a Minwu de Copa con una severidad tempestuosa, contraria a su carácter frío. La hábil guerrera reconocida por su lucha contra la legión de Leteo, en la que congeló un mar entero, era ahora más poderosa que nunca. Si su Ventisca no había hecho descender la temperatura del lugar más allá de los doscientos grados bajo cero era por la propia presencia de la estrella.

Se acercaron los dos, Lebreles y Mosca, pudiendo oír parte de la conversación.

—Deja de contenerte —ordenaba Pavlin, al tiempo que, atrás, Bianca y Nico trituraban el fuego cual una encarnación del temible Fenrir, devorador del sol. La santa de Pavo Real, como todos los demás, lucía heridas de pasadas batallas; tenía quemaduras por toda la piel y el manto sagrado—. Tu poder no es menor que el mío, maestro sanador.

—No obstante —dijo Minwu—, eso es lo que he querido ser. Sanador. No destructor.

La estrella temblaba, achicándose y agrandándose mientras los rayos de Grigori, también presente en el campo de batalla, caían sobre ella alimentándose de la Ventisca desatada por Pavlin, cuyo granizo se volvía vapor sin llegar a ser agua alrededor de ese sol artificial. Margaret, que estudiaba la técnica de la santa de Pavo Real, liberó diversos soplos de aire frío para apagar todas las llamas que ya había paralizado mediante telequinesis, al tiempo que Lesath se limitaba a destrozarlas a golpes en medio de saltos temerarios. Marin hacía otro tanto, placando el fuego con su cuerpo después de haber dejado caer, sin mucho cuidado a decir verdad, al medio congelado Aerys.

—¿Por qué sanas, Minwu? —dijo Pavlin—. Incluso antes de ser un santo de Atenea lo has hecho, salvando las vidas de muchos. ¿Por qué te escogería el manto sagrado?

Tanto Makoto como Mera, habiendo sido sanados por ese hombre, asintieron.

—Para proteger este mundo —respondió Minwu—. No, para proteger a las personas.

En el semblante del santo de Copa quedaba claro que ambas cosas no eran lo mismo. Había operado un cambio en su alma que quedaba reflejado en la mirada, espejo del espíritu, precedente de un estallido de cosmos tremendo.

La Ventisca de Pavlin se plegó a merced de la fuerza de voluntad de Minwu, tornándose en un torbellino que al punto engulló la estrella, clavándole un sinnúmero de lanzas.

El sobreesfuerzo, empero, hizo caer de rodillas al santo de Copa.

—Va a explotar —entendió enseguida Makoto—. ¡Esta vez yo…!

Pero una vez más no pudo actuar antes de que otro lo hiciese. Zaon de Perseo entró en liza, esgrimiendo Harpe, y tan pronto hizo contacto con el Ascenso del Hijo Pródigo partió en dos aquella estrella, honrando la leyenda de los santos de Atenea.

—Aquellos que pueden abrir la tierra con los pies y desgarrar los cielos con los puños —recitó Mera, con más emoción que exactitud—. ¡Incluso las estrellas…!

Sí, hasta aquel sol cedió al corte de Zaon, a cuyo paso, explotó con una energía devastadora, aunque inofensiva para todos los presentes, que ya volvían a tierra. Fuego y hielo chocaron y se anularon el uno al otro, dejando tras de sí nada más que una montaña blanca, llena de nieve y riachuelos de agua que se colaban en las grietas.

Parecía que todo había acabado, pero, Lesath cayó sobre Zaon de Perseo en el momento justo del aterrizaje. Los fuertes brazos de ambos chocaron; bajo ellos, la montaña se abrió, iniciando un temblor que puso a todos en alerta.

—¿Harpe… ha sido detenida? —preguntó Zaon, admirado.

—He aquí Amanecer —dijo Lesath. Su cuerpo lucía el cosmos de los santos de plata, mientras que el brazo brillaba como un sol rojo—. El garrote de Orión, capaz de destruir lo que se me antoje. ¡Me has dejado sin presa, maldito calvo!

Los contendientes, habiéndose medido, se separaron.

—¿Garrote? ¿Por qué no espada?

—Porque soy un bruto de una época muy antigua, las espadas déjaselas a los caballeros como Joseph. Que por cierto, ¿dónde está?

Nadie lo sabía. El santo de Centauro había desaparecido como por ensalmo.

—Alguien tenía que detener esta locura —dijo Makoto, encogiéndose de hombros.

—Oh, no —dijo Lesath, avanzando hacia él.

—Acabo de llegar —añadió Zaon.

—A estas alturas debes comprenderlo —se sumó Marin, uniéndose a sus compañeros. Ellos tres, junto a Nicole de Altar y el finado Ishmael de Ballena, habían vencido a Hipólita en el pasado—. Lo que buscamos.

—Queréis ser fuertes —entendía Makoto, mirando a Mera, la única que seguía a su lado—. Y solo podéis serlo venciéndonos.

—Te equivocas —dijo Joseph, apareciéndose. Antes de que Lesath dijera nada, el santo de Centauro aclaró—: Triángulo me convocó. Nuestra batalla está debilitando el sello, si seguimos excediéndonos, el mundo pagará nuestro capricho.

—¿Y eso significa…? —dijo Lesath, gruñendo.

—Que Noesis y Fang se unirán a nosotros, para mantener el sello desde dentro —advirtió Joseph—. Nos concederán cinco minutos.

Todos asintieron, comprendiendo. Todos, claro está, salvo Makoto.

—Dices que me equivoco, ¿en qué?

—Santo de Mosca, tu verdadero poder es el sueño del que me alimento para luchar contigo, es a lo que aspiramos, pero no luchamos solo para ser fuertes —advirtió Joseph—. Luchamos para que todos podamos luchar. Luchamos porque tememos el uno por el otro. Somos hermanos de armas, hemos perdido compañeros en esta guerra y habremos de perder más en la batalla a la que nos dirigimos, así que queremos poder darlo todo, y eso solo es posible si logramos que nos tomes en serio.

Poco a poco, los santos de Orión, Águila y Perseo ocuparon posiciones alrededor de Makoto, mientras que Mera se apartó de un salto, dispuesta a evitar más intromisiones.

—El cosmos que mostraste en Sicilia —decía Zaon.

—El Séptimo Sentido, despertado por un santo de plata —siguió Marin.

—Queremos verlo —concluyó Lesath.

Y, sin pedirle permiso, se arrojaron a él, enfrascándose en un brutal combate en el que no quedaba espacio para siquiera percibir el choque de todos contra todos que hubo alrededor. Quienes querían ayudar a Makoto luchaban con quienes querían probarlo. Las viejas alianzas no tenían ya valor, e incluso Bianca, fiel a su palabra, puso a prueba a Nico, saltando ambos entre las sombras ora como hombres, ora como perros. A veces con colmillos quebrantadores de almas, a veces con garras desgarradoras de la carne.

Pero nada de eso pudo ver Makoto, porque Harpe y Amanecer eran terribles para alguien desprotegido. Porque incluso con solo un brazo, Marin ejecutaba tantos y tan rápidos golpes con su Puño Meteórico, variante de los Meteoros, que Mera parecía lenta en comparación. Porque Joseph, cubierto de un cosmos de plata, lucía en verdad como un caballero en plena justa; defensa y ataque eran un aura plateada que desviaba todos los golpes y lo alcanzaba a la misma distancia que habría entre un lancero y la punta de su lanza. No era una técnica convencional, como las que copiaba Margaret de Lagarto, sino que todo él era una técnica, un sueño robado de invencibilidad a la que muchos santos de plata aspiraban. Milagro, podría bien ser su nombre.

Así pues, Makoto corría y bloqueaba sin descanso, creciendo al tiempo que aquellos cuatro crecían. Sintió la presión que en el pasado debía sentir Hipólita, superior a todos y sin embargo enfrentada a demasiada gente. Amanecer le dio en la espalda, Harpe le rasgó el hombro, parte del Puño Meteórico atravesó su defensa y le hundieron el pecho. ¡Milagro hizo que su rodilla pisara el suelo por un instante terrible en que el triple ataque del resto de oponentes bien pudo haberlo dejado sin cabeza!

Y todo ello, porque no estaba tomando en serio a nadie. Combatía, sí. Sangraba, también. Pero aquellos hombres luchaban dándolo todo. Todos y cada uno estaban dispuestos a morir allí, a manos de amigos, en lugar de morir a manos del terrible enemigo; así lo habían decidido, dejando atrás todas las dudas que algunos contenían, limitando su fuerza. Y mientras tanto, él los veía igual que lo hacía Bianca con Nico. Desde un principio, cuando Lesath quiso provocarlo, pensaba en los santos de plata como niños a los que tenía que proteger de su propia locura.

Detuvo Amanecer y Harpe con ambas manos.

—Tenéis unas técnicas tremendas —alabó con sinceridad Makoto, objeto de unas miradas llenas de asombro de Zaon y Lesath—. Pero en comparación con Rigel

Como si fueran un par de muñecos, Makoto zarandeó a aquellos dos y los arrojó a las alturas. Después, bloqueando con una mano los ataques de Marin, nada menos que un millón de puñetazos liberados en tan solo un segundo, Makoto rechazó con la mirada un nuevo lance de Milagro. Joseph retrocedió, aturdido. Tanto había crecido el cosmos de Makoto que incluso una burda y apenas entrenada telequinesis bastaba para rechazar a quien había excedido por mucho el nivel esperado de los santos de plata.

Pero, claro, todos habían superado los límites hacía rato. Percibía cada cosmos creciendo sin parar. A veces por el deseo de proteger a una hermana o un hermano, otras por la gente, otras por el mundo, incluso por orgullo… Veía la cólera con la que Lesath arremetía contra él una y otra vez, solo para ver cómo Makoto rechazaba su preciada técnica, Amanecer, que a buen seguro habría sido rival por sí sola contra Hipólita. Veía el anhelo en el rostro de Zaon al verlo esquivar, a la vez, sus ataques, el Puño Meteórico de Marin y los lances de Joseph. Sentía el respeto de la santa de Águila en la forma en la que esta luchaba y, en fin, entendía los sentimientos subyacentes en tantas voluntades chocando con solo ver la armadura plateada que era el Milagro del santo de Centauro.

—Si queréis alcanzar este poder —hablaba Makoto, lleno de una serenidad deslumbrante. Esquivaba todos los ataques, golpeaba con la fuerza justa para rechazar y poner de los nervios a aquellos cuatro. Bloqueaba solo por capricho. Tal era la distancia entre ambos—. Entonces solo podéis hacer una cosa. —Con un estallido de cosmos, los rechazó, llamando la atención de todos los demás—. Combatir conmigo. Todos a la vez.

Paso a paso, el poder de Makoto había crecido hasta el punto máximo. Aquel que le permitió vencer a Jäger de Orión. El Séptimo Sentido.


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Publicado 16 octubre 2023 - 08:43

Saludos

 

Capítulo 178. Tres minutos

 

El vasto poder de Makoto hizo que Lesath empezara a recular, lo que le llenaba de impotencia. ¡Cuánto habría pagado por llevar una máscara, como Marin de Águila! La subcomandante de la división Pegaso siempre había sido la más rápida entre los santos de plata cuando combatía en el aire, lo bastante como para que en el pasado, cuando combatieron contra Hipólita, esta no pudiera destrozarlos a todos mientras los miraba desde arriba. Claro que en eso también ayudó tener al lado a Nicole de Altar.

Se miró las manos, percibiendo un temblor del que nadie más tendría noticia, porque formando puños lo detuvo. Aquella batalla había sido de las más duras que recordaba. Cuando luchó contra el gigante era un poco menos que un vagabundo anquilosado que necesitaba desentumecer los músculos pateando morralla. Cuando enfrentó a Ignis, otro tanto, y si el ex-lacayo del príncipe Alexer era el mismo Campeón de Aqueronte contra el que Makoto luchó en Sicilia, bien, era evidente que entonces no empleó ni la centésima parte de su poder, contentándose con alejar a un santo de Atenea metomentodo del rey Piotr. Contra Hipólita fue diferente, él estaba siempre activo, dirigiendo cacerías contra caballeros negros como Mykene; ella conservaba los ojos, las orejas, los brazos y las piernas, estaba en el cénit de su fuerza, o eso quería creer el santo de Orión. En todo caso, comparando a aquel monstruo limitado, más que beneficiado, por la armadura negra, con quien atacó isla Thalassa y quien presentó batalla en Reina Muerte, la segunda era una sombra de una sombra.

Ahora sentía con exactitud la misma sensación que entonces. Había luchado en una auténtica Guerra Santa, había combatido demonios por sí solo, cosa que no cualquiera podía decir, al ser preferibles los ataques grupales. En el transcurso de aquella batalla, de apenas veinte minutos si calculaba bien, no solo había recuperado el poder que tenía antaño, sino que lo había dejado atrás como un recuerdo sin importancia. Y sin embargo, viendo a aquel oponente, se aceptaba inferior.

Miró a la veloz Marin y al habilidoso Zaon. Ellos también habían crecido. De forma inconsciente, buscó al estirado de Ishmael, encontrando empero al optimista Joseph, ahora tan sombrío. Lucía agotado, el muchacho, pero seguiría luchando sin lugar a dudas. Él poseía las virtudes de ellos tres, solo que más balanceadas, sin destacar en fuerza, rapidez y habilidad. Así como Margaret de Lagarto era aprendiz de todo y maestro de nada, Joseph de Centauro era el perfecto equilibrio, el perfecto promedio.

Juntos…

—Podríamos perder contra él —murmuró Lesath antes de tropezar con algo.

Se trataba de Aerys de Erídano, un cubito de hielo de lo más encantador. Sin dudar, proyectó una oleada de calor hacia su compañero de batallas.

En poco tiempo, el santo de bronce se vio liberado y empapado de agua hirviendo.

—¡Ay! ¡Arde, arde, arde! —gritaba Aerys, dando brincos y golpeándose la cabeza con desesperación. Toda la piel en ella estaba quemada, hasta las puntas de las orejas—. Ya no… arde… ¿me rescataron?

—Saliste de Guatemala —dijo Lesath una vez su compañero se tranquilizó—, para meterte en Guatapeor, ¿estás listo para seguir?

Él lo miró largo y tendido, después asintió y dirigió la mirada a Makoto.

Lesath no le dijo nada sobre la cara de tonto de pueblo que puso, porque desde que conoció a Orfeo de Lira no había visto un santo de plata con un poder semejante. Cuatro del mismo rango, incluso si eran él, Marin, Zaon y Joseph, no tenían ninguna oportunidad. Necesitaban ayuda para superar ese obstáculo, y la tenían, porque Bianca, Nico, Aerys, Mera, Minwu, Margaret, Pavlin y Grigori estaban allí. Y no solo ellos.

—Buenos días —dijo Fang de Cerbero, dando un gran bostezo.

Del manto de plata solo quedaban los brazales y esferas picudas. El resto había sido machacado en una emboscada contra los demonios, que dieron cuenta de él hasta que los mandó a su prisión personal.

Lo acompañaban Noesis de Triángulo, el responsable de ejecutar a cinco de los demonios que Fang había sellado, siendo la muerte del sexto un trabajo en equipo entre el propio Fang y Retsu de Lince, discípulo de Noesis, también presente. El santo de bronce, a pesar del rostro lampiño y lleno de esperanza, no era ningún muchacho, a la mayoría de los presentes los superaba en edad, que no en experiencia; tenía un manto sagrado tan impecable como el de Joseph. Por el contrario, el manto de Triángulo presentaba bastante grietas, a pesar de lo cual Noesis persistía en vestirlo. Lesath asintió, aquel era de los suyos, terco como una mula.

—Llevas veintiún minutos de retraso —anunció Retsu, envalentonado—. Quedan tres minutos para que el sello se rompa, otros cinco para el amanecer.

Lesath se limitó a encogerse de hombros. ¿Qué se creía aquel mocoso?

—¿Cuál es tu respuesta, Mosca? —preguntó Noesis.

La atención de todos se centró en Makoto, aquel inesperado titán que los desafiaba con el mero hecho de estar allí, respirando el poder y la gloria que solo la élite conocía.

—Si queréis conocerla —dijo Makoto—, ¡luchad!

 

***

 

Tres minutos, ciento ochenta segundos. Un tiempo insignificante. Para la mayoría de las personas, podía pasar sin que apenas se diesen cuenta. Un diminuto fragmento de la finita vida humana que se llevaba el viento del cruel Crono. Nada más.

Para los santos de Atenea, en cuyos corazones ardía el cosmos, la fuerza infinita que los animaba a desafiar incluso a los cielos, tal que el proverbial fuego de Prometeo, cada uno de esos segundos era una eternidad. Todos y cada uno de los presentes, incluyendo a Noesis, Retsu y Fang, que suspiraba con aire cansado, se lanzaron hacia un único oponente. Todas las técnicas que conocían fueron ejecutadas sobre aquel que las esquivaba con brutal simpleza, para después golpearlos con la potencia suficiente para apartarlos y lidiar con otros que venían desde otras direcciones. A cada momento que pasaba, la montaña, despedazada por las fuerzas enfrentadas, iba perdiendo altura.

—Desperdiciáis demasiadas energías —advirtió Makoto, pateando en un solo momento a Lesath, Marin, Zaon y Joseph; aquellos cuatro ya no podían siquiera servir de distracción por más de cinco segundos—. ¡Concentrad vuestro cosmos, luchad como siempre han hecho los santos de Atenea!

Ya había pasado un minuto y Marin rio, siendo la primera en todo aquel grupo que decía algo. De todos los presentes, el único que compartió esa risa era Lesath, pues él recordaba a una niña asegurando que todas esas compañeras que la vencían una y otra vez en las batallas grupales estaban mal, que las exhibiciones gratuitas de fuerza eran propias de monstruos, no de héroes. Para la niña que fue Marin, esa fue la manera de comprender el principio básico de la destrucción que todo santo de Atenea conoce. Solo Lesath conocía esa historia porque desde entonces era un metomentodo, pero dos personas más aprendieron de ella. Una fue Shaina, su única compañera de entrenamiento, que no obstante terminó cediendo a la atracción de las demás amazonas por la obtención de una fuerza sin par cuando le tocó ser maestra. El otro fue nadie menos que Seiya de Pegaso, el héroe legendario que desafió a los mismos dioses.

En ambos pensaba Marin cuando llegó hasta Makoto, liberando un sinnúmero de puñetazos a la vez que venía Mera desde el otro lado, no como un ejército, sino como una sola y velocísima guerrera. La una en tierra y la otra en el cielo, ambas eran las más rápidas de todos, exceptuando al propio Makoto, pero ya nadie estaba dispuesto a quedarse atrás, y estudiando a sus compañeras, acometieron.

Nico y Bianca, Margaret y Joseph, Pavlin y Aerys, Noesis y Retsu, Zaon y Lesath, Fang y Minwu. Todos se arrojaron a Makoto, ya no desperdiciando energías y dañando ese insignificante montón de rocas, tan frágil, sino concentrando hasta la última chispa de poder en cada golpe dado. Podían hacerlo porque solo estaban recordando algo que ya sabían, y que por el deseo de alcanzar a aquel antiguo compañero que les había superado a todos, por el anhelo de poder cuidarse los unos a los otros cuando la muerte era tan cierta en el destino al que se dirigían, olvidaron por demasiado tiempo. Tan solo Grigori, por la debilidad de cuerpo que le había provocado la lucha contra los demonios, y Margaret, imitador consumado que empleaba las técnicas de otros, quedaban algo atrás del resto de santos de plata, de tal suerte que el ímpetu de Nico, la experiencia de Retsu y la cólera de un Aerys entregado a la batalla no les iban a la zaga.

—De dos en dos no vais a lograr nada —rechazó Makoto, cuya brutal patada impactó primero en Nico de Can Menor, empujándolo contra Bianca de Can Mayor antes de que esta pudiera moverse—. Abandonad vuestros prejuicios. No existen el amigo, el hermano y el maestro, solo los santos de Atenea.

Treinta segundos habían transcurrido para entonces. De lances perdidos en el aire, de dobles ataques bloqueados por aquel cosmos imbatible. Los santos de plata y de bronce presentes decidieron dar buen uso a los siguientes treinta, que empezaron con una engañosa primera carga de los santos de Orión, Águila, Perseo y Centauro. Sacudiendo la cabeza, Makoto sometió a aquellos cuatro con una sencillez que debía impactar a todos los que vendrían después, aunque fue él quien quedó sorprendido. La potencia de los golpes estaba destinada a dejarlos inconscientes, pero, puesto que Joseph cedió el primero, su reluciente manto de plata se extinguió en el momento. ¡No solo la armadura de cosmos era fruto del Milagro, también lo era su propia vestidura!

Medio segundo después de esa carga inicial vinieron todos, todos y cada uno, atacando a la vez. Makoto gozaba de una avasalladora superioridad en rapidez, de modo que pudo hacerse enseguida una imagen de los alrededores y comprender que cada posición estaba pensada para cortar cualquier movimiento. Los más rápidos iban en vanguardia, para distraer; los más resistentes les seguían, para aguantar; los más lentos, en retaguardia, tendrían la oportunidad de concentrar todas las fuerzas que tenían para un ataque determinante. Makoto, sonriendo, voló hasta la retaguardia.

Pero ya en el momento en que sonreía, todos los demás cambiaban posiciones. Tarde, el santo de Mosca se dio cuenta de dos detalles. Que Mera no le quitaba la vista de encima y que el semblante de Margaret era de triunfo absoluto.

—Los santos de Atenea luchan con sus cuerpos —dijo el santo de Lagarto, centro de un enlace psíquico que los unía a todos—. ¿Cuándo eso estuvo peleado con algún que otro truco? —cuestionó, divertido, mientras se le escapaba mirar de reojo a Mera de Lebreles. En ese momento, todos los presentes tenían acceso a la mente de Makoto.

Mientras abría la boca para responder, los puños de Lesath, Marin, Zaon y Joseph, recién levantado, aunque ya con la misma apariencia de guerrero recién salido de un sinfín de batallas que tenían todos, con cicatrices en los brazos y el rostro bajo unos cabellos grises, herencia de su batalla con Caronte, impactaron contra la espalda del santo de Mosca, desequilibrándolo. Fue entonces cuando por fin se dio la batalla de uno contra todos, en la cual los cosmos de bronce y de plata se entremezclaron.

Un gran poder se concentraba en ese punto en el que Makoto desviaba incontables ataques con los dedos, al ser un riesgo estar esquivándolos y una cobardía el moverse lejos aprovechando su velocidad. Sin embargo, ni la montaña ni el sello se vieron más afectados de lo que ya había ocurrido hasta ahora. Porque las fuerzas de todos iban allá donde estaban dirigidas, nada más, nada menos. El poder capaz de hacer cimbrar la tierra y desgarrar los cielos estaba en las piernas y los puños de los combatientes, listo para lograr la victoria y proteger el mundo.

Transcurridos veinticinco segundos, empero, Makoto no había perdido ni un solo palmo de terreno. Llegados a ese punto, se daba cuenta de que no necesitaba esquivar nada.

—Esto es inútil —maldijo Margaret—. ¿Qué sentido tiene luchar sin usar nuestras técnicas? ¡Desde los tiempos mitológicos, los santos de Atenea lucharon con sus piernas y puños, sí, pero no como simples mortales, sino realizando prodigios!

—No entiendo —dijo Makoto, perplejo—. ¿Se supone que no podéis usar técnicas?

Todos se miraron entre sí, habiéndolo supuesto.

—¡Pero serás…! —A media maldición, Lesath cargó.

El último minuto de batalla fue el más intenso de todos, porque los cuerpos de los combatientes llevaban tiempo habituándose a aquel rival inalcanzable. Los sentidos estaban despiertos, los músculos prestos y las mentes enfocadas. Incluso si el enlace formado por Margaret ya no recibía suficiente información de la habilidad de Mera, tenían otros medios para limitar el objetivo e hicieron uso de ellos.

Primero, el Puño Meteórico, el Loto Blanco de las Lanzas de Hielo y la Legión de Fantasmas empujaron a Makoto a detener más golpes de los que podía ver. Después actuó Margaret, poniendo hasta la última chispa de cosmos en paralizar aquel ágil cuerpo. Por sí solo, el santo de Lagarto no habría servido de nada, pero a los esfuerzos de aquel se sumaron la Ventisca de Pavlin y la Tormenta de Grigori, el hielo cubrió enseguida las piernas del santo de Mosca y la energía estática le recorría los músculos hasta llegar a los nervios, mitigando la velocidad solo un poco.

Aprovechando esa apertura, en la que seis santos de plata centraban todos los esfuerzos, cargó Joseph, recubriéndose del Milagro en el último momento. Descubierto el truco, la imagen que representaba no era la del santo de Centauro, sino una encarnación de aquella mítica criatura inmortalizada en los cielos. Makoto fue capaz de frenar la acometida con la misma mano que había roto tantas lanzas y había rechazado los ataques de Mera y Marin, pero en ese mismo instante Amanecer y Harpe chocaron contra el brazo extendido. No era la primera vez que los cosmos de Joseph, Lesath y Zaon pulsaban contra aquel muro, y ni siquiera los esfuerzos en reducir la capacidad de reacción de Makoto impedían que la victoria se inclinara hacia él.

—Ya lo había dicho —decía Margaret, con las rodillas temblando—. ¡Es imposible!

—Nada lo es —intervino Noesis, a la espalda de Makoto—. Todo es posible, si el cosmos arde lo suficiente. ¿No es verdad, muchachos?

Retsu y Aerys, a la diestra del santo de Triángulo, asintieron antes de acometer contra el santo de Mosca. El primero, desgarrando el aire con las manos, creó las ondas de aire afilado que gustaba de llamar Huracán de Garras Aceradas, las cuales se incendiaron con el Aliento del Sol Caído para formar cuchillas ardientes capaces de cortar todo en el mundo, ya fueran montañas, el mar o el mismo cielo. El cosmos de Makoto, presionado en exceso en el frente, reaccionó también en la retaguardia, tal y como esperaba el propio Noesis. Este y Fang intercambiaron una simple mirada, sabiendo qué hacer.

Eran miembros de la división Dragón, estaban preparados para enfrentar cosas que no se podían matar, fueran fantasmas o el cosmos infinito de los hombres. Así, Fang, empleando las dos bolas picudas en que acaban sus cadenas, golpeó los dos costados de Makoto, ejecutando el Custodio del Infierno. Parte de las fuerzas del objetivo se desviaron al mundo personal del santo de Cerbero, y, para que sellar esta energía perdida y mantener abierta la abertura en la barrera cósmica que todos luchaban por superar, Noesis interpuso un sello en forma de triángulo de pura energía.

Nadie estaba, en todo caso, en posición para golpear esa zona desprotegida. Makoto seguía manteniendo a raya a toda la vanguardia y los que se hallaban en la retaguardia debían concentrar los esfuerzos en mantener el dique en el caudal cósmico.

¡Doble Mordisco…! —empezó a gritar Bianca.

¡… de Ortro! —concluyó Nico.

Y simultáneamente, los dos hermanos clavaron sus garras en la espalda de Makoto, quien gritó sin remedio mientras la sangre manaba por el suelo.

Una sonrisa triunfante se formó en los rostros de todos. Solo quedaban cinco segundos.

Makoto no necesitó más tiempo para el contraataque.

 

***

 

Trece santos de Atenea yacían, inconscientes, por sobre la baja meseta que un día fue conocida como montaña. Solo Lesath permanecía, terco, orgulloso y malherido, de pie, como representante de la paradigmática resistencia de los siervos de Atenea.

Enfrente estaba el responsable de tal proeza y tal destrucción. A la velocidad de la luz, mientras la sangre bañaba la tierra que pulverizaba a su paso, Makoto de Mosca venció a la fuerza, la rapidez, la habilidad y la técnica, si bien no a la unidad que aquellos bravos oponentes representaban, pues en sus costados destacaban dos graves heridas.

—Sangras —dijo Lesath, de labios hinchados y respiración agitada—. Eres mortal.

—Pues claro que lo soy —admitió Makoto, mirando sin miedo aquel brazo brillante de cosmos carmesí. Amanecer ardía con el mismo fulgor que el Ascenso del Hijo Pródigo de Aerys; en esa corta, aunque intensa batalla, el santo de Orión pudo completar una nueva técnica. Y no era el único. Se palpó las heridas, admirado—. Cuando tú eras todo un héroe, yo era un renacuajo cuya mejor medalla era ganar al fútbol contra otros enanos. Fui humano, soy humano y siempre seré humano.

—En ese caso… —Lesath dio un paso hacia adelante y trastabilló, en parte por lo débil que estaba y en parte por un temblor repentino.

Como la imagen de un espejo cediendo al impacto de una roja que arrojasen contra él, el mundo se hizo pedazos. La meseta, con esas capas de hielo y ríos de lava congelada en las faldas, fue sustituida por la montaña que fue, mientras la Prisión Fantasma de Fang de Cerbero, remodelada por el cosmos de Noesis de Triángulo, era reducida a la nada. Makoto podía comprender que aquellos dos habían creado ese escenario de batalla no solo porque se lo dijeron, sino también porque luchó con ellos.  Tuvo que dar un suspiro de alivio, pues Bianca de Can Mayor y Ban de León Menor pasaron seis meses en una cárcel semejante. No habría sido raro que el Santuario lo dejase ahí varado.

«No podrían —reflexionó Makoto—. Soy demasiado fuerte para ser contenido.»

Rio, divirtiéndole la idea, y escupió sangre.

—En ese caso —volvió a hablar Lesath, tras apenas dar tres pasos—, yo puedo vencerte. Solo. —Alzó Amanecer, amenazante.

—No —dijo Makoto, deteniendo el ataque con solo dedo.

Todo ese calor se extinguió en un momento. Lesath estaba en las últimas.

—Esos dos chuchos te vencieron —maldijo el santo de Orión, presionando.

—Se han vuelto fuertes —admitió Makoto.

—¡Yo podría ganarles a escupitajos!

—Sin duda.

—Entonces, ¿por qué?

—Porque ellos, Nico y Bianca, necesitaron de doce almas nobles para alcanzarme.

—Me niego a aceptarlo —dijo Lesath—. ¡Si un renacuajo como tú puede, yo también!

—El cosmos es infinito —declaró Makoto. Como prueba de tales palabras, golpeó a Lesath con suavidad, haciéndolo volar un par de metros—. Lo pequeño que fui, lo diminuto que soy, lo insignificante que seré. ¿Qué importa? Hay un universo en mi interior, que se expande sin límites —dijo, llevándose la mano al pecho.

Rápido, Lesath se levantó, pero en cuanto oyó tales palabras se detuvo.

—Todos tenemos ese universo, ¿verdad, Milo? —El santo de Orión sacudió la mente—. Yo quería poder. Quería traer paz a este mundo tan loco. Y fue otro el que lo obtuvo. Siempre es otro el que crece mientras yo me quedo atrás.

—No importa que el universo en tu interior sea pequeño —dijo Makoto, con algo de sorna—. Juntando muchos, al final, incluso el gran universo que nos rodea se volverá una minucia. Tú ahí estás, de pie. Tus huesos rotos. Tu cara machacada. Te da igual, te sigues levantando, cuando yo tengo unas ganas locas de descansar.

Lesath lo miró con sorpresa, luego escupió.

—Deja de amolar, Mosca, seguirías luchando aunque se te caiga la carne de los huesos.

Makoto rio, teniendo que aceptar que era verdad.

—Puede ser, pero me gustaría que trataran estas heridas.

—¡No haberte cargado al aguitado médico, Mosca!

Y como daba la casualidad de que Minwu estaba cerca, fue a patearlo.

Justo entonces aterrizó una estela de luz entre el santo de Orión y el inconsciente santo de Copa. Antes de que quedara revelado quien se hallaba tras ese velo de cosmos, ya los dos podían imaginarlo.

—Se presenta Aqua de Cefeo —saludó la ninfa, alzando los puños—. ¿Llego a tiempo para el combate de entrenamiento? —Y empezó a dar golpes.

—Hemos perdido todos —dijo Lesath, encogiéndose de hombros—. Contra una mosca.

Por tercera vez en tan poco tiempo, Makoto rio. ¡Lesath de Orión estaba dispuesto a decirse derrotado con tal de provocar a aquella recién llegada! Aqua de Cefeo, de ascendencia divina, no necesitaba de duras experiencias para poseer una fuerza sin par. Aquello le venía de nacimiento. No necesitaba hacer milagros pues ella era un milagro.

—¿Entonces, el santo de plata más fuerte ahora es…?

—Mosca.

—¡Eso no puede ser!

—Pues lo es. Y te aguantas.

A puro orgullo, Lesath se cruzó de brazos y sonrió.

—Makoto de Mosca —dijo Aqua, girándose con lentitud y haciendo crujir los nudillos—, es tiempo de que tú y yo…

—¿Podrías curarnos? —pidió Makoto—. Me he cargado al médico.

—Sigo vivo —se quejó Minwu, aunque sin levantarse—. Locos.

Uno a uno, todos los santos de Atenea dieron seña de estar con vida, lo que hizo a Lesath rechinar los dientes. El fuerte santo de Orión había abierto su propia frustración a todos aquellos compañeros, sin imaginar que lo escuchaban.

En cuanto a Aqua, era difícil saber lo que pensaba, debido a la máscara. Sin embargo, teniendo cerca a Minwu y Lesath, los apuntó primero a ellos disparándoles un chorro de agua bendita, semejante a un bombero apagando el incendio llamado mortalidad.

A un nivel celular, sin mucho mimo, Aqua restauró los tejidos de todos los heridos, mil veces golpeados por una batalla absurda, aunque necesaria.

—Y por último —dijo Aqua, muy seria, antes de meter los dedos en las heridas de Makoto—, el santo de plata más fuerte del mundo. —Insensible al grito de dolor de aquel, volvió a unir los tejidos a la vez que limpiaba las heridas—. ¿Qué digo del mundo? Del universo. —Makoto la veía con los ojos como platos, mientras todos los demás se iban levantando y observaban en respetuoso silencio—. ¡Que viva el Hércules mosquito! ¡Que viva! —Y así prosiguió la cura hasta el final.

Tan pronto esta acabó, el espacio alrededor de los santos, a la sombra de la montaña, quedó rasgado por la Otra Dimensión y todos fueron transportados.

 

***

 

El santo de Mosca apareció en el pasillo, donde Gestahl Noah consolaba a una joven santa que, por alguna razón que desconocía, no llevaba máscara.

—Lo harás bien, Lisbeth —aseguraba el Sumo Sacerdote.

—Tengo… miedo… —admitió la llamada Lisbeth—. ¿Por qué no pude reparar antes?

Makoto enrojeció. Si era una reparadora de mantos sagrados, que no pudiera hacer el trabajo antes debía ser culpa suya, aunque por lo que vio en el combate había poco que reparar. Varios de los mantos sagrados tendrían que ser reconstruidos de cero.

—Bienvenido —le saludó el Sumo Sacerdote. Ahora que las luces estaban encendidas, era visible el sencillo parche que le tapaba el ojo perdido—. ¿Has tomado una decisión?

Antes de hablar, Makoto respiró hondo.

—Los caballeros negros han asesinado a millones de personas. —Por alguna razón, la santa tuvo un sobresalto; tal vez no sabía nada del asunto—. Los argonautas, que habrían garantizado la paz entre la Tierra y el Olimpo, quizá estén muertos. —Esta vez fue el turno de Gestahl Noah de mostrar pesar, tal vez sincero—. Akasha está muerta. Azrael está muerto. —Por momentos le falló la voz, pero se repuso—. No puedo permitir que todo lo que ellos hicieron haya sido en vano.

—No lo será, tendremos venganza.

—No es venganza lo que busco.

El semblante del Sumo Sacerdote se tornó tan fatal, que sin lugar a dudas habría dicho que él sí buscaba venganza si no se hubiese contenido.

—Entonces, ¿qué?

—Creo que en esta guerra, los santos hemos sido los verdaderos enemigos del mundo. Solo piénsalo un momento, ahora que eres el Sumo Sacerdote. Guerreamos con los Astra Planeta para salvar a nuestros compañeros. El resultado es el que me han contado y he visto. No, no juzgo al antiguo líder del Santuario, admiraba a Seiya desde el fondo de mi corazón y siempre creí injusto el castigo que recibió por defendernos, pero eso es parte del problema. Los santos de Atenea estamos dispuestos a desafiar a los dioses incluso si con ello condenamos a todo un planeta, con miles de millones de personas que solo buscan vivir en paz sus vidas, ¿es eso justo?

—Los dioses matarían a esos miles de millones de vidas sin pensárselo dos veces —replicó Gestahl Noah, hablando por propia experiencia.

—Lo intentaron —aceptó Makoto—. Dos veces. Y fracasaron. Si tan solo no hubiésemos hecho nada más, las cosas habrían sido mejores.

—¿Así piensas?

—Así pienso.

—¿Reniegas de ser un santo de Atenea y de desafiar a los dioses?

—Jamás.

—¿Entonces? ¿Quién eres?

—Makoto de Mosca, un santo de Atenea dispuesto, no a desafiar a los dioses, sino a acabar de una vez por todas con un asunto que desde el principio fue personal. Sin dañar a nadie más. Sin causar más dolor a los inocentes, ni a los malvados, a nadie.

Para ese momento, no solo la joven lo miraba admirada, sino también Gestahl Noah profesaba hacia él cierto respeto.

—Así que sabes a dónde nos dirigimos.

Makoto asintió.

—A matar a Caronte de Plutón. A cortar la cabeza del general antes de que se le ocurra dirigir otra guerra entre los vivos y los muertos.

—No es necesario, ¿lo sabes? —dijo Gestahl Noah, de pronto, lo que hizo que la joven sonriera con vergüenza—. Él fue liberado, pero por mandato divino no puede regresar a la Tierra. Ni él, ni ninguno de los Astra Planeta. Estamos, como puedes ver, a salvo de más consecuencias de ese asunto personal que mencionas.

—La humanidad solo estará a salvo de ese asunto personal cuando lo concluyamos —declaró Makoto—. Nosotros. Esta generación que nació para desgracia de Caronte de Plutón. Sobre los muertos de la Noche de la Podredumbre nacimos.  Y esta ya ha durado trece años, es tiempo de que llegue el amanecer.

El Sumo Sacerdote asintió, complacido. Después mirando a la joven, preguntó:

—Lisbeth de Cincel Negro, ¿qué opinas de esto?

La joven, boquiabierta y admirada, tardó en responder el mismo tiempo que Makoto tardó en procesar que aquella joven de cálido cosmos era una de los caballeros negros.

—Yo voy a luchar. ¡Sí que sí! ¡También soy un santo de Atenea!

Y se fue corriendo, sonriendo.

—He terminado con la Ley de las Máscaras —decía el Sumo Sacerdote mientras veía a Lisbeth sin el menor reparo—, escuché cómo la Unidad Themyscira al completo me sacaba la lengua. Quienes visten un manto sagrado se encogieron de hombros y siguieron siendo quienes son. Lo comprendo, son siglos, no, milenios de tradición por el error de mi querida esposa. —Sacudiendo la cabeza, Gestahl Noah volvió la vista al santo de Mosca—. ¿Conoces al Triunvirato?

—Sí —dijo Makoto, todavía dándole vueltas a la Ley de las Máscaras. Recordaba una charla amena ocurrida hacía mucho entre él, Geist y Azrael. También pensaba en Gugalanna, el antiguo santo de Tauro, con una supuesta Atenea a la que le gustaba todo. Fue honesto con Gestahl Noah la otra vez, esos asuntos no le interesaban, ya no, pero de todas formas resonaban en la mente del muchacho que fue—. Nicole de Altar representa al Santuario, Sorrento de Sirena representa a las fuerzas del océano y el rey Alexer representa a Bluegrad. Munin de Cuervo Negro está subordinado a ellos, junto con todo Hybris. Se acabaron vuestras matanzas.

—¿Eso te tranquiliza?

—Ya te he dicho lo que me tranquilizará.

—Entonces, vamos, al Jardín de las Hespérides, en los confines del mundo. ¡Así es! Allá donde se dirigía la embajada de paz, a fin de acordar con Apolo y Artemisa el cese de las acciones de los astrales. En ese lugar nos reencontraremos tal vez con amigos, y sobre todo, nos veremos las caras con el enemigo. Allá acabará todo para mí.

—¿Tienes miedo?

—Soy inmortal —declaró Gestahl Noah, inconsciente de la sonrisa que provocó en quien lo escuchaba—. Si muero, renaceré. Una y otra vez. Salvo que me mate el regente de Plutón. Él tiene la bendición divina de Hades, quien con su espada puede quebrantar aun la protección de otros dioses. Si él me da muerte, será para siempre. ¿Qué…?

—Es que —decía Makoto—, todo el mundo es inmortal hoy en día.

Por un momento, aquellos dos, que nunca podrían entenderse, rieron juntos.

—¿Por qué has decidido ser el Sumo Sacerdote otra vez? —preguntó Makoto—. ¿Por qué no quedarte? Es asunto de los santos de Atenea, no de vosotros.

—Porque es deber del padre corregir al hijo descarriado —respondió Gestahl Noah.

Y así, con una sonrisa enigmática, el Sumo Sacerdote le indicó el camino.


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Publicado 23 octubre 2023 - 14:58

Saludos

 

Capítulo 179. Un último viaje

 

En lugar de los cazas de combate no tripulados, había en la cubierta del Egeón numerosos santos, sobre todo de bronce y de plata. Apartados de estos, cada uno en un extremo, se hallaban la nereida Tetis y un joven tan fuerte como el propio Makoto.

—No bromees —dijo Gestahl Noah—, mi hijo, Ícaro, está un escalón por encima de ti, incluso ahora que no tiene armadura.

—¿Ícaro de Sagitario Negro? —preguntó Makoto, intrigado.

De los doce santos de oro, solo quedaban cuatro. Ofión de Aries, Garland de Tauro, Kanon de Géminis y Triela de Sagitario; tres vestían destellantes mantos de oro, mientras que el guardián del segundo templo zodiacal solo tenía su cuerpo.

—Él solo cargó contra la legión de Cocito. Y después enfrentó a un ángel del Olimpo.

—Aun así, parece un héroe de la mitología —dijo Makoto, admirado—. Imbatible.

—Héroe, ¿eh? —susurró Gestahl Noah.

—¿Qué hay de la Dama Blanca? —preguntó Makoto.

El gesto sombrío del Sumo Sacerdote fue toda la respuesta que necesitaba.

Entre los santos de bronce reunidos, Makoto, que nunca había sido muy sociable, reconoció a Aerys de Erídano con una enorme bolsa llena de pan, yendo de un lado a otro para provisionar a los viajeros. Rin de Caballo Menor también estaba, aunque sola; las demás debían haberse marchado hacía rato para seguir cuidando del mundo. Nico de Can Menor y Retsu de Lince charlaban con un tercero que le sonaba mucho.

Entre los santos de plata ya veía más caras conocidas, aunque evitó mirar a Aqua de Cefeo, no fuera a ocurrírsele tener ahora un combate de entrenamiento. Ella era la que estaba en mejores condiciones, joven y exultante de poder, lo que contrastaba con el avejentado Grigori de Cruz del Sur, que miraba hacia el sol naciente con aire grave. Lesath de Orión, Zaon de Perseo, Marin de Águila y Joseph de Centauro, que hablaban entre sí, se dieron un momento para saludarlo; parecían decididos a dar en la lucha que estaba por darse lo único que no pudieron dar en el combate que los enfrentó a todos: la vida. No tenían mucho más. Heridos los cuerpos y muertos los mantos sagrados, solo les quedaba el espíritu revitalizado, aunque en la expresión solitaria de Margaret de Lagarto podía verse cuánto extrañaba a sus compañeros caídos en batalla. Y más allá de todos esos valientes estaban dos antiguas rivales, por cierto incidente entre las divisiones Cisne y Fénix, estrechándose la mano. Bianca de Can Mayor y Pavlin de Pavo Real se prometían hermandad en esa nueva lucha que estaba por darse. Minwu de Copa atestiguaba esa promesa, acompañado por Lisbeth de Cincel Negro, que observaba con atención el manto de plata. Acordarse de esa joven le hizo caer en la cantidad de santos de plata que había, los cuales eran distintos individuos, no imágenes producto de una técnica de velocidad; Mera de Lebreles estaba, de hecho, en reposo, mirando el océano. No muy lejos de allí descansaba Fang de Cerbero, de pie, eso sí, mientras que Noesis de Triángulo conversaba con un grupo de santos de Atenea sobre lo dificultoso que era sellar el poder de alguien, siendo un arte en sí mismo. Contándolo a él, Makoto de Mosca, hacían catorce santos de plata en activo.

Si se descontaba el manto de Ofiuco, perdido junto a su portadora, Shaina, durante la Noche de la Podredumbre, había veintitrés mantos de plata, uno de los cuales, Hércules, jamás había sido ocupado. Durante la guerra habían caído Ishmael de Ballena, Yu de Auriga y Fantasma de Lira. Así mismo, ya fuera por el ataque de los Astra Planeta, ya por la embajada de paz, Emil de Flecha, Hugin de Cuervo, Subaru de Reloj y Mithos de Escudo estaban fuera de la Tierra, si es que seguían con vida. Un manto de plata en paradero desconocido, otro sin dueño, tres santos de plata caídos en combate y otros cuatro de cuyos destinos no sabían nada, nueve en total.

—Veintitrés —contaba Makoto, paranoico, mientras algunos rostros, incluido el de aquel que hablaba a viva voz con Retsu y Nico, empezaban a sonarle—. Nicole de Altar sería el último, aunque él se quedará aquí, en este mundo.

—Bueno, ya no estamos en ese mundo —rio Gestahl Noah—, el barco ya ha zarpado.

Makoto de Mosca no le prestó atención. Tampoco hizo mucho caso a las pisadas que resonaron desde el interior del Egeón hasta cubierta. Apenas de reojo, vio que la capitana Eco iba acompañada por veinte soldados de la Unidad Themyscira y le sonrió.

De pronto, el santo de Cuervo apareció entre ambos, tendiéndole una rosa a la capitana con galantería. Tenía el cabello largo y ondulado, además de sombras bajo los ojos.

—Una flor para una flor. Acepta este regalo de Johann de…

Pero el tal Johann se quedó a media frase, porque en menos de un parpadeo la flor había desaparecido. Solo quedaba el tallo entre los dedos de Eco y un sonido muy peculiar.

Eco la estaba masticando.

La idea de que Hugin hubiese sido sustituido en el tiempo que estuvo inconsciente le pasó por la cabeza solo el rato que tardó en ver a un santo de Mosca de lo más voluminoso, sonriéndole. También había un santo de Escudo de rostro grueso y fornidos músculos que Mithos no habría podido alcanzar jamás, incluso si estaba en etapa de crecimiento. Un santo de Auriga que no era Yu, junto a un santo de bronce cuyo manto no pudo reconocer Makoto, agachaban la cabeza tras una reprimenda de Pavlin de Pavo Real, debido a una trifulca que estaban a punto de empezar sobre quién era el mejor.

Pensándolo bien, había al menos cincuenta santos de plata, dando lugar a repeticiones imposibles, como que por un lado estuviera la subcomandante de la división Pegaso y por otro una santa de Águila de lacios cabellos castaños y expresión decidida, libre de máscara. En cuanto a la tercera casta del ejército, contaba más de cien santos de bronce, un número insólito incluso si Makoto no podría recitar todas y cada una de las constelaciones. El ejército de Atenea solo podía contar con ochenta y ocho santos.

—Se le conoce como el Milagro de Mu —aclaró Gestahl—. Ninguno de ellos parece ya una sombra, aunque en el fondo siguen siéndolo.

—¿El Milagro de Mu…? ¡Oh, ese es…! —exclamó Makoto.

Soma de León Negro —anunció Gestahl Noah—. Al principio solo se unieron él, Eren de Orión Negro, Llama de Centauro Negro, Kazuma de Cruz del Sur Negra y una talentosa aprendiza, Yuna de Águila Negra. Después, bien, varios más quisieron unirse, Johann de Cuervo Negro, Ennead de Escudo Negro, Almaaz de Auriga Negro, Mirapolos de Lince Negro, Balazo de Retícula Negra, Fly de Mosca Negra… —enumeraba con seriedad, hasta que Makoto empezó a reír.

—¿Fly de Mosca Negra, en serio?

—¿Pavlin de Pavo Real?

—Es un buen nombre —dijo Makoto, confundido—. Pero creo que empiezo a entender, todos esos que nos acompañan son caballeros negros.

—Así es —dijo un tercero, uniéndoseles—. Es tiempo de que todos los santos de Atenea se unan, tal y como quería la Suma Sacerdotisa. Creo que no nos conocemos, serví en Hybris como sombra de Copa, pero ahora he vuelto a mi país de origen.

Makoto sí que conocía a Cristal, aunque no podía culparlo por no pensar que aquel lancero perdido en mitad de un asunto importante se hubiese convertido en un santo de Atenea hecho y derecho. Se limitó a devolver el saludo con un cabeceo.

Cristal de Bluegrad —presentó Gestahl Noah—. Cuando solicitaste acompañar a Munin hasta Bluegrad, supuse que sería una visita de cortesía. Ver a viejos amigos, prestar apoyo moral a la solicitud de asilo político… Jamás imaginé que regresarías convertido en un guerrero azul. Reconvertido, en realidad. Sin rencores, muchacho —aseguró, tendiéndole la mano. La cara de sorpresa que puso cuando Cristal le aceptó el saludo provocó en Makoto una triste sonrisa—. Este es el lugar que mereciste todo el tiempo, aunque me sorprende que no te hayas quedado en la Ciudad Azul. Eres la primera sombra que da el paso, sin duda habrías servido de ejemplo para lo demás. ¿Estás seguro de haber tomado la decisión correcta?

—Sí—dijo Cristal, llevándose la mano al pecho con decisión—. Como representante de mi ciudad, puedo hacer que también la venganza de Bluegrad caiga sobre el enemigo. No hay mayor dicha para un viejo guerrero como yo.

Cristal, con el pelo blanco, era a las claras un hombre de edad, aunque esta no había traído la debilidad que aquejaba al pobre santo de Cruz del Sur, el auténtico. Era en el hecho de que Gestahl Noah se dirigiera a él como un simple muchacho que Makoto sentía el peso de la inmortalidad del primer y último Sumo Sacerdote.

Tras un último saludo, Cristal de Bluegrad se marchó para unirse al tal Llama. Algo le decía a Makoto que ese hombre era una persona distinta a quien lo acompañó desde Reina Muerte, merced de los locos planes de Azrael y Akasha. La edad, tal vez; entre veinte y treinta años, las cuentas no coincidían.

—Milagro de Mu —citó el santo de Mosca—. ¿Qué es eso? Porque no me vas a decir que Atenea premió la Semana Sangrienta, quebrando su propia maldición.

Eso sería demasiado para el alma de Makoto, consagrada a la diosa de la guerra.

—Trescientos caballeros negros decidieron que era más importante proteger al mundo que a las personas —dijo Gestahl Noah, evocando el discurso de Munin de Cuervo Negro—. Por su sacrificio y valor, la oscuridad de sus armaduras ha sido despejada.

—Aun así, siguen siendo sombras —dijo Makoto, citando de nuevo al Sumo Sacerdote.

—No nos sobra el oricalco, no, tampoco el tiempo y la vida.

—No importa —decidió Makoto—. Lo que hace al santo no es el manto que porta, sino el cosmos. Y esos hombres, por lo que dices, ya han demostrado su valor.

—Oh, sí —asintió Gestahl—. Bien lo saben los horrores de Dagoth.

 

Entretanto, los santos de oro veían llegar el regalo del archipiélago Fénix.

Tras la asamblea, era claro que la expedición hacia el Jardín de las Hespérides requería de un medio de transporte a la altura de semejante viaje, de modo que de inmediato se iniciaron trabajos a ese respecto. Por suerte, los responsables no empezaron a ciegas. Tenían una base en la que inspirarse: un barco único en el mundo, construido miles de años atrás, que era capaz de surcar cualquier océano, incluidas las aguas del tiempo. Tal prodigio debía repetirse, pues una simple imitación no bastaría, en lo absoluto.

Los caballeros negros recolectaron el gammanium necesario, presente en el interior de esa tierra nueva. Las ninfas que habían decidido habitarla ofrendaron madera sagrada. Con esos y otros recursos, los Mu lograron construir la más perfecta imitación del Argo Navis, lo que no quitaba que fuera, pese a todo, una sombra. La falta de la guía y la sangre de Atenea debieron ser compensadas por la magia de los telquines, derramada sobre tan magnífica nave como un millar de encantamientos que habrían de protegerla de la maldad que dormía entre las lejanas estrellas. Esta protección, al igual que el propio barco, un reflejo de las bendiciones originales de la leyenda de los argonautas. No se había hecho nada igual en diez mil años, porque no había sido posible. Mu, telquines y ninfas, ya era lo bastante extraño que aquellos tres clanes trabajaran juntos, tanto más si se tenía en cuenta que dos de ellos llevaban milenios extintos.

El resultado no podía haber sido más impresionante. Titánico, el barco negro surcaba las aguas como todo un rey. No había mejores palabras para describirlo. El tessarakonteres, quizá el barco más grande de la Antigüedad, medía ciento veinte metros de eslora y diecisiete de manga, exigiendo no menos de cuatro mil remeros para poder movilizarse. Con más de trescientos metros de eslora, cincuenta de manga y suficientes camarotes como para dar cobijo a toda su tripulación, además de un tercer nivel que serviría de bodega, el Argo Navis Negro triplicaba las medidas del tessarakonteres, de modo que no le iba a la zaga al Egeón y los grandes navíos de la actualidad. Forrado de metal negro, era un acorazado listo para la batalla, que no requería de ni un solo remero, pues sería la magia lo que le permitiría moverse. Tres clanes enteros habían trabajado por toda una jornada para lograr semejante portento, resultaba irónico pensar que el tamaño era la prueba más cruda de lo lejos que estaba del original y sus espléndidos camarotes, capaces de adaptarse a los pensamientos de quienes allí descansaban.

—Una copia es solo una copia, sin importar cuánto se parezca al original —entendía Kanon, consciente de lo difícil que sería navegar los mares olvidados con ese armatoste—. Si tan solo ella estuviera con nosotros…

—Ella ya no está —dijo Ofión, tajante.

El santo de Géminis asintió con pesadez. Sin Shizuma de Piscis, dependían de la suerte, salvo que el presentimiento de aquel que un día dirigió el Santuario fuera cierto. Gestahl Noah desconfiaba de ello, lo que decía mucho de los prodigiosos medios con los que contaba el nuevo y al tiempo viejo Sumo Sacerdote para alcanzar los confines del universo, pero Kanon tenía como sustento de la fe que sentía, la experiencia de haber entrenado al más capaz de todos los santos de Atenea. Sabía a Arthur vivo, buscando sin duda un medio para volver a casa con quienes hubiese podido proteger.

Mientras los cosmos de los cuatro se acrecentaban, alistándose para realizar una proeza digna de los tiempos mitológicos, Kanon miró de reojo a Ícaro y Tetis. El primero, carente de protección, había reclamado derechos sobre el manto de Hércules, aquel por el que su madre y hermana habían luchado. Incluso si rechazó tal exigencia, no se lo recriminaba, era el orgullo el que hablaba, y el dolor, un dolor que todos podían compartir y solo unos pocos sentían en toda su magnitud. Ahora que sabía muerta a su querida discípula, Kanon comprendía que el Santuario estuvo herido de muerte desde la Rebelión de Ethel, una muerte de esas que Akasha de Virgo sabía atrasar. En cuanto a la enigmática nereida, no había solicitado ninguna concesión, estaba allí en representación del ejército marino como Cristal se había empecinado en representar a Bluegrad, aunque el propio Kanon había advertido que la Ciudad Azul ya había dado demasiado por Atenea. Según ella le dijo, era fundamental honrar la alianza entre el mar y la tierra, porque los dioses del océano viven mucho, mucho más que los recuerdos humanos, y el olvido de una maravilla como la vista en la guerra contra la muerte era inadmisible.

Habiendo perdido a dos tercios de la élite del ejército, además de aquellos santos de bronce que trascendieron todos los límites allá abajo, en el infierno, Kanon solo podía sentir agradecimiento de ese apoyo. Incluso entre los supervivientes se contaban mantos sagrados destruidos, las numerosas heridas solo podrían curarse en profundidad en la Fuente de Atenea a la que ya no tenían acceso y eso sin contar a los que no tenían salvación, estaban en una situación en cierto modo peor que aquella en la que empezaron, por lo que en la mente del santo de Géminis no había espacio siquiera para desconfiar de Gestahl Noah, si bien intuía que aquel ocultaba algo.

«Cratos, dijiste que no eras nada en comparación a los Astra Planeta —rememoraba Kanon. Quien con tanta ferocidad persiguió y combatió a Triela e Ícaro, acabó por irse, quizá intuyendo que los santos de Atenea estaban acabados hiciera lo que hiciese, quizá deseando buscar a su compañera, Bía, que desapareció junto con Shizuma—. Pero he pasado mi vida conociendo a seres que no eran nada en comparación a aquellos a los que superaron y vencieron con el tiempo. Las palabras, no son más que eso.»

Extendió los brazos hacia el cielo, juntándolos y uniendo en las muñecas entrecruzadas aquel cosmos capaz de aplastar las estrellas y estremecer las galaxias. Aun entre los santos de oro solo unos pocos igualaban la fuerza del santo de Géminis, y solo uno la superaba, aquel que se asemejaba a los más grandes guerreros del Santuario. Cuando el plan para alcanzar el Jardín de las Hespérides fue trazado e inició la construcción de la copia del Argo Navis, Kanon sintió un llamado procedente del infinito. Dejó escapar esa posibilidad dando un comentario en apariencia accidental que encendió las esperanzas de algunos, entre ellos Rin de Caballo Menor. En ese momento, la fe era mucho más importante que la fuerza, así como el conocimiento que había obtenido.

Los santos de Aries y Sagitario se colocaron a izquierda y derecha de Kanon, formando una trinidad similar a aquella que ejecutaba la técnica prohibida. Para lo que pensaba hacer, hacía falta un cosmos superior al de un santo de oro, y no deseaba mostrar a aquellos muchachos el poder de la sangre de Atenea, todavía latente en el manto de Géminis. Esa carta se la reservaba para Caronte de Plutón; incluso si por sí sola no bastaba para matarlo, si Arthur también estaba allí, juntos tal vez podrían. No, con la ayuda de todos aquellos valientes, sin duda serían capaces de vencerlo.

Tres cosmos de oro, concentrados en un solo punto, alcanzaron el infinito, Kanon escogió ese momento para mover los brazos hasta formar un círculo. El tejido espacio-temporal se rasgaba al son de tal movimiento, revelando el mundo ínter-dimensional tras el portal circular; así como la humanidad tenía un limbo espiritual, también lo tenía el universo, aunque vacío de almas y de vida. Todavía no llegaba el día en que los mortales podían volver a navegar por las estrellas, como antaño.

—Veo algo —dijo Ofión de Aries, maestro de la telequinesis—. ¡Una luz!

Kanon asintió. Así era. Nadie atrás de ellos podía verlo. Todos estarían estremeciéndose al ver aquel espacio retorcido sobre sí mismo en el que flotaban sin orden ni concierto toda clase de cuerpos celestes. Sin embargo, Ofión sí podía percibirlo y mostraba a todos los santos de oro la imagen de un cosmos magnífico abriendo el otro extremo de túnel de gusano que habría de transportarlos hasta el destino final. Los cosmos liberados en ambas entradas se cruzaron, uniéndose y magnificándose hasta el infinito.

—Ni se te ocurra teletransportarte —dijo Garland de Tauro, ajeno a esa comunión de cosmos. No era la primera vez que lo decía.

—Lo último que necesitamos es despertar a los Reyes Durmientes —dijo Ofión.

Era mucho lo que Kanon había aprendido sobre el universo mientras atestiguaba la batalla contra Caronte de Plutón, en la Máquina de Rodas. Su tamaño, inabarcable para la mente humana, su estructura, que trascendía lo que el hombre podía percibir, el plano material. Existían tres vías para llegar hasta el Jardín de las Hespérides, descartándose de antemano volar a través de billones de galaxias hasta los confines del universo. Los mares olvidados, ahora intransitables; la oscuridad primigenia, ruina de la mente y el espíritu; y la Otra Dimensión, o siendo más específicos, la dimensión que unía a todas las demás y de las cuales aquella técnica no era más que la punta del iceberg. Las dos primeras opciones quedaban descartadas de antemano, mientras que la última sería una apuesta en la que llevaban las de perder, debido a la distancia que los separaba de su destino. Considerando lo que estaba en juego, Kanon no confiaría todo a la probabilidad. Si no podían transitar ninguna vía, crearían una nueva.

«Lo hemos hecho —pensó Kanon, satisfecho.»

Esta cuarta vía, nacida del choque de seis cosmos de oro, pasaba ahora en medio de los mares olvidados, el cruce ínter-dimensional y la oscuridad primigenia. Tiempo, espacio y origen eran las paredes del túnel que solo duraría estable un día.

Tan pronto se separó la trinidad, el portal empezó a cerrarse, siendo Ofión de Aries el encargado de mantenerlo abierto. Puesto que ponía en ello todo el poder y concentración que le eran posibles, quedó en manos de Kanon crear un camino. Según sabía, iban a ir hasta el Jardín de las Hespérides siguiendo el rumbo del sol, no en sentido material, sino conceptual; serían alumbrados por la luz de Apolo, pudiendo ver cuerpos celestes mientras anduvieran bajo esta, lo que significaba que si pasaban doce horas, o quedaban varados mucho rato, acabarían rodeados de oscuridad. Sin tiempo para tales temores, Kanon actuó. Todo cuanto había a la vista, cada cuerpo celeste, colapsó en el mismo momento en que el santo de Géminis giraba la mano; después, los restos fueron manipulados por aquel poderoso guerrero para formar una cuenca hecha de piedras irregulares, que se perdía en el horizonte y cuyos bordes se alzaban hasta perderse en las tinieblas. Garland y Triela saltaron enseguida al canal, el primero para estabilizar el túnel de gusano con aquellos poderes misteriosos que poseía, la segunda para servir de exploradora. Ella se encargaría de avisarles si alguno de los Reyes Durmientes, o sus emisarios, los detectaban. Iban a cruzar todo el universo por ese camino paralelo al mismo, así que tal posibilidad era de lo más probable.

—Cuando entremos —dijo Ofión, apenas pudiendo distraerse—, podré ayudarte con el trabajo de albañilería —bromeó el santo de Aries, lo que demostraba cuanto de su mente, por lo general apartada de la gente, estaba ocupada en el trabajo.

Entonces aparecieron Triela y Garland en el Egeón. El camino era seguro.

—Aqua de Cefeo —llamó Kanon—. Es tu turno.

—¿Mi turno? —dijo Aqua, apareciéndose a la diestra del santo de Géminis—. ¿Eso es todo? ¡Mi turno! Primero me tratan de enfermera, después de bombero…

—Te trato como quien puede hacer aquello que ningún mortal puede —la interrumpió Kanon, cuidándose de mirar a Tetis. Confiaba en la alianza con Poseidón, pero ese camino debía ser cosa de los santos de Atenea—. ¿No es eso lo que significa ser una diosa? ¿No eres tú, Aqua, hija de Nereo, una diosa del mar?

—Zalamero —bufó Aqua.

—Solo un hombre de fe —descartó Kanon, encogiéndose de hombros.

El cosmos de la santa de Cefeo se alzó, primero como un aura plateada, después con un tono aguamarina que representaba bien la esencia de su alma, inmortal y divina. Aquella nereida gozaba de un poder inmenso, y aunque se hallaba un escalón por debajo de los cosmos de oro, poseía además una cualidad que estaba más allá de las aspiraciones del Zodíaco. Incluso una diosa menor seguía siendo una diosa, de modo que, cuando Aqua conjuró la Gran Inundación, no se limitó a inundar de agua la cuenca creada por Kanon de Géminis. Bendijo aquel lugar, volviéndolo transitable y respirable.

Aun después de que la cuenca se volviera un canal, la Gran Inundación siguió ejecutándose. El agua se desbordó, cayendo del portal en el cielo hasta unirse al mar corriente, abajo, mediante un camino de agua bendita.

—Listo —dijo Aqua, chocando las manos en un gesto casual.

—Seguiré necesitando de tu ayuda. Mantén el canal lleno —dijo Kanon. No esperó a que la nereida le dijera nada, sino que se dirigió de inmediato a los demás.

 

Superado por el asombro que le provocaba ver tales prodigios, Makoto no se esperaba que el antiguo líder del Santuario se dirigiera primero a él. De pronto se dio cuenta de que todo ese tiempo había estado tuteando al actual Sumo Sacerdote. Y no se arrepentía.

—¿Señor…?

—Trátame de tú. Ahora somos iguales.

—Lo dudo, señor —admitió Makoto—. ¿Qué ha pasado?

—Es complicado —dijo Kanon, mirando luego en derredor. Todos lo observaban, intrigados. Caballeros negros, santos de Atenea y representantes de otras órdenes—. Reuniendo tres cosmos de oro elevados hasta el infinito en un solo punto, es posible generar una explosión que replique la energía liberada durante el Big Bang a pequeña escala. Eso es lo que hemos hecho para abrir el portal, después dejamos que esa energía viajase hasta el otro extremo del universo, guiados por una luz. —Se oyeron varios comentarios, Rin no pudo contenerse de dar un salto de alegría—. Ofión de Aries mantiene abierto el portal, Garland de Tauro estabiliza el túnel de gusano para que la presión no nos aplaste, yo creo el camino y Aqua de Cefeo se asegura de que podamos no solo navegar en él, sino también respirar. Triela de Sagitario…

—Ejem —interrumpió Aqua de Cefeo, que no se había movido de donde estaba, ni se molestó en mirarlo—. Mis bendiciones os protegen de las cosas de más allá. También.

—¿Cosas? —preguntó Makoto, extrañado.

—Es complicado —reiteró Kanon; sobre eso no dio más explicaciones—. Triela de Sagitario, como decía, se asegurará de avisarnos del peligro, irá un paso por delante de nosotros. Y hay algo más, algo que nos lo ha facilitado todo.

Makoto asintió.

—Lo he percibido. Débil, por la lejanía. Otro inmenso cosmos chocó con el vuestro.

En la mirada de Kanon se mezclaron por igual el asombro y el respeto.

—Sin duda has despertado el Séptimo Sentido si has podido darte cuenta. Así es, otros tres cosmos de oro se unieron allá donde vamos. En el pasado, un evento así estuvo a punto de destruir el Santuario, guardado por el cosmos de Atenea. La energía del Big Bang en expansión, ese es el milagro que hemos creado al juntar nuestras fuerzas seis simples mortales. La creación de un universo paralelo.

—Uno muy chiquitito —aclaró Aqua en medio de un carraspeo—. Tenía que decirlo.

—Así es —admitió Kanon—. Pequeño, en tanto es solo un camino que cruza el universo infinito. Perecedero, de doce horas de vida frente a los trece mil millones de años de edad de la obra de los dioses. Somos mortales.

A Makoto no le importaba mucho si el universo que crearon era pequeño o grande, duradero o frágil. Era una forma de arreglar los asuntos que tenían, nada más.

Lo que sí le interesaba era lo que había más allá de ese atajo.

—Tres cosmos de oro —dijo el santo de Mosca.

—Me temo que la Suma Sacerdotisa… Akasha —dijo al fin Kanon, en un acceso de debilidad, mientras en los ojos quedaban reflejados los puños apretados de Gestahl Noah—, está muerta de verdad. Además de ella, podría haber cuatro santos de oro con vida. Lucile de Leo, Arthur de Libra, Shaula de Escorpio y Sneyder de Acuario. De mi discípulo, no tengo duda de que nos esté esperando, solo él podría recrear lo que hemos hecho aquí. Me gustaría poder contar con los demás también.

Desde luego, sería un alivio poder enfrentar a Caronte de Plutón con ocho santos de oro, aunque quedaría por ver el estado en que estos se encontraban. Con todo, Makoto se sintió preso de un gran pesar, perdidas las esperanzas.

—Makoto, santo de plata de Mosca —saludó Kanon, devolviéndole a la realidad.

—Señor —dijo Makoto, irguiéndose.

—Estamos en el punto en que los mares comunes y los mares olvidados se cruzan. El Egeón todavía puede volver a casa y lo hará. ¿Cuál es tu decisión, Makoto de Mosca? ¿Podremos contar contigo en la próxima batalla?

Antes de responder, Makoto miró en derredor, dándose cuenta de que el cielo y el mar eran un poco distintos de lo habitual. Como había dicho Gestahl Noah, quien lo veía con una sonrisa enigmática, ya no estaban en el mundo de los hombres, y al tiempo, tampoco estaban en el otro. Incluso una maravilla tecnológica como el Egeón era inútil para navegar por el tiempo, de modo que estaban en un punto intermedio, el ideal para abrir un portal sin arriesgarse a llenar la Tierra de amenazas indeseables.

Un paso hacia adelante sería el final. No tenían que explicárselo, el frágil y pequeño universo que conectaba ese punto con el Jardín de las Hespérides colapsaría hora a hora, pedazo a pedazo. Un paso hacia atrás sería otro tanto. Jamás tendría otra oportunidad. Y habiendo dado la espalda a esa batalla, no podría seguir siendo un santo de Atenea.

Aun así, viendo aquellas caras llenas de confianza, aquellas máscaras guardadoras de tantos misterios y a aquellas sombras que por una vez brillaban bajo el sol, Makoto comprendía que solo podía contestar al santo de Géminis de una forma.

—No.

—En ese caso, debes… —empezó a decir Kanon con un atisbo de decepción.

—Puedes contar con nosotros, señor —le interrumpió Makoto, mirándolo a los ojos—. Con la plata y el bronce, el azul y el negro. ¡Con todos los santos de Atenea!

Todos, al mismo tiempo, se irguieron, orgullosos de ser lo que eran.

De pronto inició un aplauso, las amazonas de Eco habían permanecido apartadas de la escena, luego del infructuoso intento de Johann de Cuervo por cortejar a la capitana. Pero estaban allí, atestiguando el inicio del último viaje de aquellos hombres.

—Deja de mirarme así —decía Eco sin dejar de aplaudir—. No estoy enfadada.

Un ligero rubor pasó por las mejillas de Makoto. En el tono de la amazona había una indicación sutil de una relación que sacó más de una risa alrededor.

—El hierro… —Makoto se daba cuenta de que no había pensado en ellos para esa batalla. Daba por sentado que la Guardia de Acero estaría allí para proteger el mundo.

—Cuidará de la Tierra, como el Muro de Hierro que construyeron la Suma Sacerdotisa y el comandante general —dijo Eco, como si le hubiese leído la mente. Entretanto, el resto de amazonas iba moviéndose, formando con dos columnas un puente que apuntaba al portal—. Ay, si los dioses hubiesen querido darle al comandante general cincuenta años más, tendríamos los medios para tomar el Olimpo por asalto.

—Lo peor es que lo puedo visualizar.

—Pero no es el caso, somos débiles. Santos de Atenea débiles, como lo fueron los de bronce hasta que cinco niños que no habían probado una mujer les buscaron las cosquillas a los señores del universo. Danos tiempo. Por ahora, desde la más baja y aun honrosa casta de guerreros de Atenea, solo podemos ofreceros nuestros rezos.

La honestidad del discurso de Eco dejó a Makoto sin palabras. Solo fue capaz de inclinarse en señal de agradecimiento, y estremecerse cuando le acarició la cabeza con dulzura, como si fuera un niño. Nunca volvería a verla. Igual que a Geist.

—Vuestros rezos serán nuestro escudo y nuestra espada —dijo Gestahl Noah—. Es hermoso, ¿sabes? Tu rostro descubierto a la luz del sol. Es como debería ser siempre.

Como movido por un resorte, Makoto se alzó, y agarrando la prenda papal, dijo:

—¡Deja de mirarla, viejo verde!

Las carcajadas que provocó aquella reacción fueron música para todos, y en especial para el propio Makoto, acostumbrado a situaciones vergonzosas. La capitana de la Unidad Themyscira, como para dejar claras las cosas o solo por simple gusto, le tomó por las mejillas y lo besó. Él cedió, pues, aquella sería la última vez que sus labios se juntaran. Sintió algo cálido y agradable, que renovaba sus fuerzas y espíritu.

Gestahl Noah, por supuesto, se quedó mirando toda la escena en primera línea.

—Deja de mirar —dijo Eco, yendo ya hasta la proa del barco, más allá de donde estaban los santos de Aries, Tauro, Géminis y Sagitario. Encabezaba el puente que sus compañeras formaban, dando la espalda al portal—. Viejo verde.

—Soy viejo —admitió el Sumo Sacerdote—. Y hombre. —Ante esa declaración, los caballeros negros rieron la gracia de su amado Padre. Ya fueran hombres, ya mujeres. Las amazonas sonrieron, desafiantes, mientras que las santas de Atenea mantuvieron ocultas las reacciones por las máscaras, pero Makoto estuvo convencido de que no se sintieron ofendidas por la pulla. Ocultar el rostro era para ellas un símbolo de su dignidad como santos femeninos de Atenea, si en el futuro eso cambiaría, a ellas ya no les afectaba. Tenían el camino trazado y lo seguían con orgullo.

En cualquier caso, el primero en cruzar del Egeón a la sombra de Argo Navis fue Gestahl Noah, al cual las amazonas celebraron como Deucalión, Sumo Sacerdote de Atenea. Le siguieron, uno a uno, todos los antiguos soldados de Hybris, encabezados por Ícaro, Soma, Yuna, Llama y Kazuma. Era sorprendente que la Unidad Themiscyra conociera todos los nombres; incluso si habían pasado revista a todos los que llegaban al Egeón, que se acordaran de cada uno decía mucho de quienes habían ofrecido sus rezos por la victoria de aquel ejército. A los caballeros negros les siguieron Cristal de Bluegrad y Tetis de Atlantis, si bien la nereida aclaró que tenía poco que ver con la ciudad, a lo que Eco se encogió de hombros y le indicó que había prisa.

Envalentonados porque una hermana de hierro dijera tal cosa a una diosa, los santos de plata empezaron a marchar. Aqua fue la primera, claro.

—Oye —susurró Eco—, si le surgen necesidades a mi chico, ¿podrías complacerle?

—Ya tenemos cita —dijo Aqua, asintiendo—. El treinta de febrero.

Y se giró hacia Makoto, alzando el pulgar, antes de saltar al barco.

Uno a uno, el resto de santos de plata fue pasando entre las amazonas mientras estas coreaban el nombre, la constelación y las hazañas de todos ellos. Solo Makoto de Mosca se quedó quieto, mirando con los ojos entornados a Eco, que lo ignoraba. Aerys, Rin, Nico y Retsu cruzaron el puente de amazonas como una cuadrilla. Ellos también habían realizado grandes gestas en la guerra. También contaban con gran fuerza y valor.

—Qué difícil es que las moscas abandonen los sitios que les gustan —dijo Eco.

Años de soportar el sentido del humor de Azrael permitieron a Makoto no enojarse y ver con tranquilidad cómo los santos de oro, salvo Ofión, saltaban.

Él fue el último, o el penúltimo, en tanto el santo de Aries era quien evitaba que el portal se cerrase. Mientras caminaba entre las amazonas, oyó todos los logros que había alcanzado a lo largo de su vida. Lancero sin lanza, por la Noche de la Podredumbre; Mosca de plata, por aquel manto que le generó sentimientos encontrados; Justicia inquebrantable, por los años que pasó bajo la seductora y salvaje justicia de Hybris, sin ceder; Perdición de Hipólita, por una batalla cuyo recuerdo le rompía el corazón; Asesino de gigantes, por haber dado muerte al santo de Orión, quizá el santo de plata más fuerte de la Antigüedad. Había sido un largo camino para llegar hasta allí, en verdad, y de todos esos títulos, todas esas hazañas, había uno que brillaba más que ningún otro, aquel que solo oyó de Eco, a modo de despedida.

—Vete, Mano izquierda de Akasha. Vete, Amigo del comandante general, Azrael.

Como el lancero que fue, estrechó la mano que aquella hermana de hierro le tendía, no como amante, sino como compañera. Después se unió a los demás en el barco.

Tan pronto puso los pies en cubierta, Ofión de Aries desvió el poder que mantenía concentrado en el portal para impulsar la copia del Argo Navis a través del camino del agua. Fue un viaje un poco turbulento, algunos corrieron a la borda y vomitaron, lo que provocó exclamaciones ofendidas de Aqua de Cefeo, pero como todas las cosas tuvo un final. El barco ingresó a través del portal y Ofión se teletransportó hasta él.

Para ese momento, Kanon y Gestahl Noah retomaban una conversación que sostenían antes de que los balanceos del barco obligaran a todos a centrarse en mantener el equilibrio. Makoto tuvo que esforzarse para oír pese a los gritos de Aqua.

—¿Y si hubiesen estado muertos? —preguntaba el santo de Géminis.

—Las cosas habrían sido mucho más difíciles, las probabilidades jugarían en nuestra contra —aseguró el Sumo Sacerdote—. Por suerte, tengo mis recursos.

—Recursos que guardas en secreto —insistió Kanon.

—Todos tenemos nuestros secretos, ¿o me equivoco? —cuestionó Gestahl Noah—. Alegra esa cara, Niké siempre favorece a los santos de Atenea. Tres cosmos de oro no habrían sido suficiente si los Astra Planeta…

Y no supo más, porque en ese momento Aqua le tiró la ropa en la cara.

Con el manto de Cefeo como el tótem del legendario rey a un lado y las vestiduras en las manos de un sorprendido Makoto, Aqua se hallaba como Dios la trajo al mundo. O los dioses del mar. Solo la máscara le cubría el rostro, y debía ser una protección muy eficaz, porque nadie más que el propio Makoto le prestaba atención.

—Cuídalas con tu vida —pidió Aqua—. Yo debo asegurarme de que haya agua que navegar y aire que respirar. ¡Es un universo pequeño, frágil e inerte!

Acto seguido, todo el cuerpo de la nereida se volvió una corriente de agua que se unió al río sobre el que flotaban. Makoto, superada la impresión inicial, percibió el místico cosmos de Aqua por todo el lugar, en el frescor del ambiente, lo limpio del aire que respiraban. Se sintió agradecido de que le acompañara en esa última travesía.

—Con estas bendiciones, los horrores no querrán acercársenos —celebró un caballero negro—. ¡Hurra por Aqua! —Los tres que lo acompañaban vitorearon con él.

—No quiero volver a saber de esos pulpos asquerosos —dijo otro.

—¡Silencio! —pidió Lisbeth, que había sacado las herramientas—. ¿Estás seguro de que puedes donar sangre? —le preguntó a Garland de Tauro, quien asintió—. ¡Michelangelo! ¡Escultor Negro! ¡Dónde estás, vejestorio!

—¿Esa es la forma de hablarle a tu padre? —preguntó el tal Michelangelo, acerándose.

Makoto sintió que se mareaba de tantas menciones a unos pulpos y unos horrores, pero al ir a la borda y mirar el agua con una cara de no muy buen color, creyó ver a Aqua devolviéndole la mirada. Más le valía no vomitar esa vez.

—¡Presea! —gritó Rin.

Entre mil conversaciones entre toda clase de soldados, se había manifestado Presea de Paloma, quien debía estar en la Tierra. El portal estaba a punto de cerrarse.

Todos guardaron silencio. Ella era la paloma mensajera, del mundo que abandonaban.

—Amiga mía —dijo Presea, recibiendo el abrazo de Rin y acariciando sus rojos cabellos. Cuando se separaron, la santa de Paloma miró a todos—. Valientes santos, os confiamos la vida de la Tierra y la humanidad. Nosotros seguiremos defendiendo el mundo, así que… —Por momentos le falló la voz, pero se repuso—. ¡Atacad! ¡Golpead con fuerza al enemigo y vengad a nuestros amigos caídos!

Hasta la última persona del navío respondió a ese ruego, incluso Tetis lo hizo. Todos juraron vencer a Caronte de Plutón. Todos lo dijeron con el corazón en el puño.

Y eso complacía a Gestahl Noah.

«Es irónico —pensaba el primer y acaso último Sumo Sacerdote de Atenea, que observaba aquella paloma enmascarada con su único ojo—. He pedido todo al futuro y se me ha negado, dejándome solo con la venganza y la decisión de escoger a la luz de qué dios deseo ser sombra. ¿Los que poseen el poder absoluto, o aquel que carece de nombre, padres, ejército o credo genuino, solo movido por el deseo de hacer lo mejor por el único ser al que puede amar de verdad? Sí, es irónico que yo haya acabado en tu lado del charco, Hijo, aunque este trabajo que voy a hacer no es deber para mí.»

Tras las promesas de todos los santos de Atenea y el resto de aliados, Presea pudo desaparecer en paz, gracias a aquella habilidad por la que era capaz de manifestarse allá donde hubiese aire. De ese modo regresaba a la Tierra a la que ningún otro podría regresar jamás, pues justo en ese momento el portal terminaba de cerrarse. Todavía podían oírse las ovaciones de las amazonas, los rezos de aquellas bravas guerreras.

Así empezó aquel viaje hasta el infinito, con Gestahl Noah girando hacia el horizonte y el navío moviéndose a través de las aguas benditas. Con el único ojo que los dioses tuvieron a bien conservarle, creyó ver al más allá de la luz al final del túnel.

En el otro extremo del universo, recostado a la sombra de un árbol de frutos dorados, estaba Caronte de Plutón, devolviendo la mirada al último siervo del Hijo.


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Publicado 27 octubre 2023 - 21:29

excelente contenido :)

#446 Rexomega

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Publicado 06 noviembre 2023 - 10:44

Saludos

 

Gigachad. ¡Gracias!

 

***

 

Capítulo 180. Desde el bajo infierno

 

Cuanto más descendías al inframundo, más perdías la noción del tiempo. Una hora se sentía como una semana, una semana pasaba por meses de angustia y tormento. Ya fuera porque el tiempo pasara más lento allí, en la más profunda sima del mundo, ya porque el alma apartada del universo material no medía igual el transcurrir de los segundos, lo cierto era que daba al castigo eterno un sentido y peso reales. Hades era un genio, el más práctico de los hermanos que gobernaban el universo.

A esa conclusión había llegado Lucile de Leo, la Bruja, tras una eternidad ante las negras puertas del Tártaro. Imponentes y robustas, eran la única protección entre el universo y aquellos que lo amenazaron, o gobernaron, en el pasado. La muralla sangraba cólera, y esa cólera alimentaba a uno de los más poderosos hijos de Océano y Tetis, el río de fuego, Flegetonte. Aquel brillaba con un fulgor lejano a pesar de la cercanía; la sola visión de aquellas aguas que eran llamas en estado líquido dañaba la vista, incluso si Lucile tan solo veía a través de la Octava Conciencia.

Cuando llegó a aquel lugar, sintió miedo, era necesario reconocerlo. No por Flegetonte, pues la flecha de Sagitario seguía presente allí, junto al sello de Atenea. El río no podría manifestarse en la Tierra por sí solo en mucho tiempo, siglos tal vez. No, el problema no era el fuego, sino quienes lo comandaban. Los guardianes del portón, colosales y tan difíciles de mirar como el propio Flegetonte; cien brazos poseían, cada uno más fuerte que cualquier mortal en el universo, y con cincuenta cabezas, nada que pasara en el lugar escapaba a la vista de aquellos tres hermanos. Y atrás, en la alta torre que fijaba la frontera entre el Tártaro y el resto del inframundo, más arriba, separados ambos por un desierto hecho para aplastar a los culpables con el peso de una vida de pecado, estaba otro de esos seres antiguos con un poder ilimitado. Tisífone, la mayor de las Erinias, con un látigo forjado por las llamas de Flegetonte, la había apresado, después de cruzar impune el desierto con ayuda divina, y le había hecho revivir todo el dolor que llegó a causar en el mundo. Sintió los dolores de cabeza de todos los maestros que tuvo, le embargó la angustia que padecieron todos aquellos necios al conocer, y empeñarse en detener  como los necios que eran, el Ocaso de los Dioses, y después de un paseo ambientado por los gritos de miles y miles de personas torturadas hasta el quebranto, después de un recordatorio de Oriente Medio, aquel oasis de paz que el Santuario le obligó a reconvertir en un infierno de guerra, supo qué sintieron Ethel y Akasha al morir. Otra cosa que debía reconocerse a sí misma: lloró entonces, de rodillas a merced de un ser tan antiguo que incluso Zeus, rey de los dioses, respetaba.

Sin embargo, sobrevivió. El alma abierta a la Octava Conciencia que era ahora la existencia de Lucile, envuelta en las vestiduras de Leo, no se quebró, para disgusto de la mujer del látigo. Así pues, se alzó de nuevo, todavía atrapada por el fuego del infierno, y dueña de sí misma indicó a la carcelera que una nueva reina había llegado al Hades.

—¿Tú? —preguntó Tisífone, aumentando la presión.

Ella tuvo la seguridad de que responder que sí habría sido satisfactorio durante el breve instante entre que hablase y fuese partida en dos. En manos de los dioses, los mortales no eran distintos a meras ramitas que podrían romperse hasta por accidente.

—Yo la llamo A… —Tuvo un acceso de debilidad. En verdad experimentaba todo el dolor de quien fue asesinada por quien tanto quería—. Atenea. Tú la llamas…

—Perséfone.

—La reina del inframundo.

La mayor de las Erinias asintió, y luego, bien, la arrojó al río del infierno.

Ver a los guardianes desde abajo era aún más horroroso que verlos mientras caía desde la torre en que se entrevistó con Tisífone. Más aún si lo único que le impedía hundirse en el fuego era que pisaba los cuerpos durmientes de los monstruos caídos durante la guerra. Se sobrepuso, no obstante, y empezó el concierto.

—¡Manifiéstate ante mí, Flegetonte, debilitado dios de la cólera!

Antes había sopesado cantar a aquel dios infernal las maravillas que el mundo se había perdido, el potencial infinito del Ocaso de los Dioses. Después de pasar por esa experiencia que honró el suelo del Hades con el peso de sus rodillas, decidió que los que vivían lejos del sol poco se interesaban en los pesares y alegrías de los que vivían y morían bajo la luz de Apolo. Aun así, el alma era soplo divino, el nexo que unía los caminos de dioses y hombres incluso si el cuerpo de unos era imperecedero y el de otros una mera anécdota en el telar de las Moiras. Decidió usar como partitura un alma, ¿y cuál podría conmover más a la tumba de todos los monstruos que la suya, que había hecho de un planeta entero toda una tragicomedia?

Llevó las manos al corazón, sacó todo lo que tenía, hasta el más vergonzoso recuerdo, para forjar una vara que habría de dirigir el concierto. Después, empezó a cantar, justo en el momento en que los guardianes empezaban a fijarse en ella y moverse, con mucha lentitud, hacia el pequeño mosquito que les estropeaba la vista. Lucile no podía culparlos, todavía no la habían oído cantar, podían confundirla con un alma simple.

Los fuegos del infierno se elevaron, insuflados de vida. El concierto había iniciado, el relato de la vida de una joven prodigiosa llamada a ser la más brillante mujer del siglo XXI, antes de que un duende pelirrojo le mostrara un mundo mucho más interesante.

Conforme pasaban los primeros capítulos y llegaban los últimos tiempos en Jamir, con la dulce Ethel y la audaz Akasha, Flegetonte empezó a manifestarse. Estaba hecho de fuego, como el origen de las voces e instrumentos que servían de apoyo a Lucile, pero no estaba a su merced, ni mucho menos. Como los guardianes, capaces de tardar todo un día en dar un solo paso, el dios estaba intrigado, nada más. Y eso lo intuía Lucile, porque ya no era solo una prisionera arrojada a aquel foso de perdición, sino una con su cosmos de oro, extendido por todo lo largo y ancho del lugar. Podía contemplarlo todo, desde la torre hasta las puertas del Tártaro. Y estremecerse.

Así pues, durante una eternidad, sin un momento de descanso, sin alimento, ni agua, ni más sustento que su propia alma y cosmos, hubo de encantar a esa serpiente que igualaba en tamaño a los guardianes centímanos. El torso de Flegetonte era una quimera de incontables monstruos mordiéndose unos a otros, de la espalda surgían un sinnúmero de alas de pájaro, dragón e insecto, por piernas solo ostentaba una larga y brillante cola dragontina que se perdía en el infierno, y el rostro carecía de rasgos. Sombras y fuego, más allá, unos ojos de rubí que la observaban tras el siseo y movimiento de un billón de especies de serpientes que vertían de sus colmillos igual número de venenos. Alrededor de tal ser, el dios que cerraba las puertas de la vida de los monstruos, volaban miles y miles de ángeles andróginos. Eran las Keres, y si el concierto perdía fuerza, o paraba, bajarían hacia ella y harían pedazos a la única responsable, sin ningún ápice de misericordia, si es que Flegetonte no la desgarraba primero con aquellas garras plasmáticas. ¿Y si retrocedía, corriendo como una niña a la velocidad de la luz? La carcelera la haría pedazos, por supuesto; a esas alturas hasta ella era parte del público.

Era tarea de Lucile de Leo enseñar a Flegetonte a compadecerse, con una historia de ascenso hasta las estrellas y caída hasta el Tártaro, en un sentido tan real como metafórico. Por eso no se detuvo, por eso no descansó.

Por eso movía incesante la vara que era su alma descubierta, y se infiltraba con su voz celestial, en el corazón de aquellos monstruos. Segundo a segundo.

Porque los centímanos, la carcelera y el dios tenían un corazón que conquistar.

 

***

 

Tanto como ardiente es la sangre del Tártaro, eran heladas las profundidades de Cocito a las que Sneyder de Acuario se dirigió.

—Yo soy la justicia.

Así había hablado la diosa de la guerra y la sabiduría, antes de estremecer con aquella fuerza divina, más allá del cosmos, el río helado del infierno.

Desde que tenía memoria, había templado su mente, alma y espíritu para forjar la espada que serviría a la justicia. Más allá de las pasiones de los hombres que aman y odian, más allá de la indiferencia de los cielos a las imperfecciones del mundo terrenal. Como santo de Atenea, poniendo en la balanza universal la existencia que una pareja de geólogos alemanes engendró, crío, amó y nombró Sneyder, decidió que sería el juez que juzgaría a los que juzgan, la barrera entre los pecados humanos y aquellos humanos que no tenían permitido pecar, bajo ningún concepto.

Todo ese tiempo, cada paso dado, cada pedazo de aquella alma suya que era ahora todo cuanto tenía, una chispa divina despierta a la Octava Consciencia, bien cubierta por un manto de oro restaurado por la voluntad divina, lo estaba preparando para ese momento.

Él servía a la justicia. Y la justicia se había manifestado ante él. Por tanto, serviría.

Como tal, había enfrentado a hombres dos veces muertos por voluntad de los dioses. Primero fueron de oro las mortajas, después de un brillante y vivo tono oscuro que nada tenía que ver con las vestiduras sin vida de los caballeros negros. En esa tercera oportunidad, vestían el azul del hielo; Cocito creaba el cuerpo y la armadura, cárcel de almas llamadas a desaparecer. Tanto fue el empeño de Cocito por apagar las llamas de aquellas voluntades rebeldes, que el poder de aquellos rivales no fue nada para Senyder, enseguida victorioso entre un millar de diminutos fragmentos movidos por el viento.

Aries, Géminis, Cáncer, Capricornio, Acuario y Piscis. El último aliento de todos esos espíritus condenados, apenas un eco del último desafío que realizaran ante la desesperanza hecha muro, penetró en el alma de Sneyder. Fue una sensación semejante a cuando era un ser vivo, los músculos se estremecieron y los huesos se helaron hasta el espinazo. Otro habría sucumbido, gritado la tristeza insondable de quienes habían sido abandonados. Él extendió la mano perdida en el mundo de los vivos, ahora hecha del puro Lamento de Cocito, y formando la Espada de Cristal acometió contra otros héroes también pertrechados de azul y con armas de leyenda. Barras, espadas y escudos chocaron contra el brazo ejecutor de hombres de Sneyder, quien siempre salió vencedor. Aries y Tauro, Leo y Escorpio, Virgo y Libra, todos fueron liberados de las cárceles que eran aquellos cuerpos de cristal, todas esas almas fueron hacia Sneyder, maldiciéndolo.

Más héroes llegaron hasta él, los que nacieron vistiendo la plata y el bronce. Después, otra generación de santos de Atenea, más numerosa, que libró una de las más sangrientas guerras entre los dioses del infierno y la guerra. Eran muchísimos guerreros, pero estancados; como moscas en ámbar, así eran aquellos cosmos. El de los vivos, empero, podía arder hasta el infinito, y Sneyder era una existencia a medio camino entre la vida y la muerte. Tenía una oportunidad de seguir existiendo, para formar parte del inframundo. Como tal venció a aquella numerosa generación de santos como se sobrepuso a la otra, y una vez más luchó y venció, una y otra vez. Batallas salvajes, sin contención, que por mero efecto colateral hacían cimbrar el río hasta las profundidades. Montañas de hielo se alzaban y colapsaban en cuestión de nanosegundos, la superficie de todo un mundo de lamento se recomponía una y otra vez, a merced de aquella voluntad enfrentada al perfecto opuesto de la voluntad humana.

Para entonces Cocito le hablaba, acariciándole la mente con la misma dulzura que una bestia hambrienta partiendo en dos el alimento por fin cazado. Por esa comunión entre prisionero y carcelero, Sneyder podía conocer la historia de los rivales que enfrentaba con solo verlos. Nombre, hazañas, poder. Todo lo era revelado. No era intencional, al dios de las lamentaciones le disgustaba eso. No obstante, sí que era inevitable.

Luchó durante días, semanas, meses y años. Tal vez siglos, o así se sentía, perdido el sentido del tiempo según el río se abría más y más por cada entrechocar de fuerzas. Almas dormidas tiempo atrás se revelaban, guerreros de diferentes épocas se cruzaban y ayudaban, confundidos en aquel aletargamiento. Sneyder, sin dudas, decidido a llevar a cabo la empresa que había iniciado, atacaba el primero, siempre. Más y más almas entraban en él, dejándole sus lamentos y luego marchando lejos, como espíritus limpios. En más de un sentido, conforme se acercaba al fondo de Cocito, más manchado por la maldad humana que combatía estaba. ¿Cuánto podría resistir hasta corromperse? ¿Y qué era esa corrupción? Tal vez, antes de llegar a su objetivo, dejaría de ser humano. Tal vez tendría que abandonar el último y delgado hilo que lo unía a la humanidad y que le permitía seguir sirviendo a la justicia en lugar de transformarse en algo que debía ser aniquilado. De llegar a ese estado de perfecta inhumanidad, podría recibir todos esos lamentos, pues ya no habría más en el espacio que era la existencia de Sneyder. Podría convertirse él mismo en el dios de las lamentaciones.

Llegó a esa conclusión al término de esa eternidad en el fondo finita que fue la lucha contra todos y cada uno de los malditos por los dioses. Para entonces, el río congelado era un valle tan hondo, que aun corriendo a la velocidad de la luz no sería fácil escalar las escarpadas paredes, forjadas tras los miles de duelos de Sneyder. Él, en cualquier caso, no miraba arriba, sino abajo, donde se hallaban a modo de ataúdes doce cuerpos de cristal. Algunos, los de Tauro, Leo, Virgo, Escorpio y Capricornio, eran receptáculos vacíos. Solo siete almas había allí abajo, cada una de las cuales, Sneyder estaba seguro, podría aplastarlo si se descuidaba un solo parpadeo.

Aun así, debía recibir también los lamentos de esos siete dioses caídos, dioses falsos. Así que saltó del saliente en que enfrentara a los vencedores de los gigantes, los ejércitos de Poseidón y las fuerzas de Ares. Cayó en el centro mismo de aquel círculo zodiacal, observando al nuevo oponente con el único ojo que poseía, aun allí.

—Las almas de los santos que vivieron y lucharon por tres mil años todavía poseían cierta fuerza —dijo un ser de hielo, portador de una armadura cuya forma Sneyder no reconoció, a la vez que se formaba a partir de los vientos de Cocito—. Todos sus pesares, tristezas y lamentos ahora son tuyos. —Señaló el cuerpo de Sneyder, pálido en la piel y el metal, hasta asemejarse a las de los miles de espectros a los que había dado el descanso eterno. Solo entonces el siervo de la justicia comprendió que tenía temblores por todo el cuerpo. Él era humano, y estaba por dejar de serlo, algo que rechazaba con la misma pasión que rechazó el mal desde su niñez—. Los que vivieron y lucharon en la era de los dioses, sirviendo a estos doce por seis mil años, ya no tienen ninguna voluntad de combatir, te entregarían sus cuellos encantados.

El desconocido alzó la mano, liberando un torbellino que era el aliento de miles y miles de vidas. Los diminutos cristales que cabalgaban cada soplo de aire se fundieron para construir doce cuerpos más, uno por cada signo del Zodíaco.

Los santos de oro existían por y para las Guerras Santas. No solían inmiscuirse en el curso de la historia humana. Ningún ejército humano justificaría tal cosa. Era una regla, y como ocurría con todas las reglas, tenía excepciones que habían dejado huella. Al igual que ocurrió con Saga de Géminis, hubo quienes no pudieron limitarse a defender al mundo tal cual era, sin juzgarlo. Ahora esas almas se alzaban, envueltas en azulados mantos, la voluntad sobrehumana que los guio en vida y un ignominioso pasado.

Neoptólemo de Aries, asesino de la familia real de Troya. Durante la fundación del Santuario, pactó una tregua con Eneas de Libra, solo para quebrantarla después. Uno sirvió a Atenea, el otro, a la diosa de la discordia Eris en la Guerra de la Luna.

Gilgamesh de Tauro, vencedor del Toro de los Cielos, Gugalanna. Por toda una vida renegó de los dioses, e incluso tras aceptar su mortalidad, había acabado allí.

Rómulo de Géminis, padre fundador de Roma, asesino de su propia sangre. Antepuso su pueblo al mundo y en secreto veneraba a los dioses de sus antepasados por encima de aquella a la que juró servir. Lo acompañaba un ejército de lobos fantasma.

Gilles de Cáncer, devoto de una mortal, realizó por reencontrarse con ella en el Hades los más viles actos. Perdonado por Atenea, se unió a las filas del Santuario en la Guerra por un Nuevo Mundo, cinco siglos atrás; la mera promesa de ver cumplidos sus deseos bastó para traicionar a la diosa. Dirigía una legión de espíritus artificiales.

Aléxandros de Leo, el más grande de los conquistadores de antaño, héroe sin parangón en la penúltima guerra de la era mitológica contra Poseidón. Ser salvado por Atenea de la muerte por envenenamiento no le hizo olvidar sus aspiraciones a una ascendencia olímpica, por las que se consideraba hermano de la diosa, no soldado.

Alhazred de Virgo. Monje loco, sirvió dos mil años atrás a Atenea, a Hades y a Poseidón con el secreto deseo de traicionarlos a todos por lealtad a los Reyes Durmientes. Por él, la Guerra Santa estuvo a punto de traer la ruina a todo el universo.

Sun Wukong de Libra, quizá el más temible de los santos de oro en tres mil años. Fue para el mundo y los dioses un dolor de cabeza, hasta que un peregrinaje destinado a impedir la Guerra de las Otras Tierras lo cambió para siempre. A él lo recuerdan con pesar muchos de los makhai de Ares, a él y su áureo armamento.

Cu Chulann de Escorpio. Enemigo del Santuario, ejecutor de su maestra por el crimen de ser una mujer llamada a vestir uno de los doce mantos zodiacales, vivió y luchó por sí mismo y por nadie más, dando la espalda a la Guerra de los Siete Pecados Capitales.

Artemisia de Sagitario, la primera mujer en portar un manto de oro tras la caída de los falsos dioses, la última en tres mil años. Fue fuerte y valiente como los hombres mortales, pero en una época en la que la oscuridad tenía nombre y forma, la de la Guerra de la Sombra, aquello no bastaba. Por su traición fue borrada de la historia junto a todas las que la amaron y siguieron, en la sangrienta Guerra de las Amazonas.

Mordred de Capricornio, el solo nombre lo decía todo de él, de los tiempos en que los santos de Atenea, héroes de la Guerra de los Espíritus, se hacían llamar caballeros dorados. Enviado por el Santuario para traer la paz, estuvo a punto de provocar una Guerra Santa que involucraría no a los dioses y sus guerreros sagrados, sino a meros hombres y países. Jamás pudo superar el odio que sentía por su padre.

Krest de Acuario. Habiendo recibido la legendaria técnica Misophetamenos, luchó junto a la diosa contra los Siete Pecados Capitales de Ares, los espectros de Hades y los Campeones de las Otras Tierras, entre otras batallas que se sucedieron a través de los siglos. El peso de la inmortalidad tornó en hiel la miel de tantas victorias inútiles, y antes de que iniciase la guerra que involucró a todas las constelaciones en el cielo, fue ejecutado por el Santuario y borrado después de cualquier registro.

Enkidu de Piscis, el segundo, no aquel que vivió y murió como el santo de Andrómeda. El más hermoso de todos los santos que sirvieron jamás bajo las alas de Atenea, fue la más excelsa obra de Mateus de Piscis y la razón de que el orgullo ciego del rey de Uruk jamás tuviera fin. Juntos libraron mil batallas y juntos descendieron al Hades.

Y como líder de aquellos caballeros malditos, de aquellos espectros de pálidas armaduras y cuerpos cada vez más vivos, estaba el responsable de su presencia.

—Asclepio de Ofiuco —se presentó aquel cuya sagrada vestidura era distinta a todos los demás, mientras la piel antes de hielo se tornaba de carne. Bajo las sombras de los ojos no había ningún odio, ningún desprecio se apreciaba en los labios rojos y carnosos. El cabello, largo, gris y amante gustoso de los vientos gélidos del lugar, liberaba el aroma de los vivos, incluso su helada armadura resplandecía con el mismo fulgor que lo hacían los doce mantos zodiacales—. Mi poder es la sanación. A través de mi poder y tu derrota, los trece nos alzaremos como el Oro Impío. ¡Los nuevos dioses del mundo!

Sneyder pudo verlo con un solo vistazo. Trece cosmos de oro, ardiendo al unísono.

—Aún no estáis vivos —entendió Sneyder al punto.

El llamado Asclepio fue armado con el manto dorado de Ofiuco, el cual había sido forjado para sellar la mayor parte del poder que dejaron atrás los dioses del Zodíaco al caer. Un ser capaz de portar encima semejante carga y convertirse aun así en una existencia incómoda a los cielos, bien podría alzarse desde lo más profundo de un infierno en el que ningún rey hacía cumplir las leyes. Era el decimocuarto Campeón del Hades, los otros doce eran su legión, creada a partir de la parte de una parte del cosmos que miles y miles de santos de bronce y de plata poseyeron al morir en la era mitológica. Eso les otorgaba una imitación de vida, de cosmos y de manto sagrado, pero una copia no era más que una copia, bien lo demostraban los caballeros negros.

—Lo que una vez estuvo vivo, puede volver a estarlo —declaró Gilgamesh, cerrando el puño. Todo el cuerpo del rey de Uruk se tensó, abriéndose grietas a través de los brazos y el torso—. Volveremos a la luz, sirviente, no lo dudes.

—La luz es lo que rehuís —dijo Sneyder—. La paz del descanso eterno.

¿Qué luminaria podía compararse al Elíseo? La ambición humana no. Jamás.

—Eso del descanso está muy bien, pero, ¿eterno? ¿Qué aburrido, no crees? —dijo Sun Wu Kong, con una sonrisa que agrietó su rostro de cristal, peludo de estalactitas—. Vida y muerte. ¿No son lo mismo? Antes de estar vivos, ¿no estábamos muertos?

Sneyder adoptó una postura de combate.

—Si la vida precede a la muerte y la muerte precede a la vida, entonces moriréis de nuevo —declaró el santo de Acuario, alzando su cosmos.

Los lamentos de todas las almas liberadas lo inundaron a la vez. Él los ignoró.

—Querido muchacho —dijo Enkidu, el hermoso Enkidu, entre cuyos dedos perfectos se formaba una rosa cristalina—, ¿de verdad esperabas que de todos los superhombres que aquí dormitaban, ninguno sentiría algo distinto por tus empeños que alegría por la liberación, u odio por el tormento eterno? Tu fuerza nos ha despertado, querido muchacho, nos has recordado la dulce luz del sol y queremos regresar a ella. Somos esa clase de personas, los peores ejemplos entre los santos de oro, signo a signo.

Asclepio no pudo menos que asentir, complacido.

—¿Ya lo ves? No todos quieren ser liberados, algunos buscamos una segunda oportunidad, y la obtendremos matándote aquí. ¿Sabes por qué, último heredero de Selvaria? Porque esto es lo que Atenea ama de la humanidad. ¡Nuestra propensión a la violencia! ¡De cómo creamos nuevas formas de matarnos los unos a los otros!

Para Sneyder no tenía importancia lo que aquel hombre vivido supusiera qué pensaba Atenea, pues tanto él como aquellos espectros de hielo en cuyos pechos ardían como teas los cosmos nacidos de tantas almas en pena, habían traicionado los votos que a todos los santos de Atenea eran comunes por uno u otro motivo. Sed de sangre, orgullo, amor, locura, hastío… Tampoco eso importaba. Los que nacieron héroes y cayeron como villanos al final de vidas más o menos largas, los que siempre fueron de un corazón negro como las tinieblas del Tártaro. Todos eran iguales a ojos de Sneyder, viles y mezquinos. El mal que nació para destruir.

—Ninguno merece misericordia —declaró el santo de Acuario.

—¿Qué sabrás tú de misericordia? —habló Artemisia, tensando el arco a la vez que tensaba el rostro hasta agrietarlo mil veces, volviéndolo irreconocible—. ¡Perro del Santuario, ciego esclavo de las órdenes de tus amos, jamás hubo misericordia para nosotras! —exclamó, disparando el proyectil cristalino, destructor de almas.

Al mismo tiempo, cien millones de haces de luz surgieron del gran orbe azur que flotaba sobre la mano de Neoptólemo, cortando a Sneyder cualquier retirada. Todo ocurrió a la vez, de modo que si hubiese decidido esquivar el proyectil, habría sido impactado por al menos uno de esos rayos, los cuales lo congelarían desde dentro hacia fuera, volviéndolo un objetivo fácil para el disparo de Artemisa. Sin embargo, el santo de Acuario desde un inicio decidió partir en dos la flecha. Y así lo hizo.

—No tuvisteis misericordia, porque no la merecíais —sentenció Sneyder, firme, mientras caía la flecha a su espalda. Una mirada al Sol bastó para que este explosionara, consumiendo el brazo de Neoptólemo y obligándolo a replegarse; muy pocos pudieron notar el fino y veloz rayo surgido del ojo de Sneyder—.  Ninguno de vosotros lo merece. Sois bestias. Trataros como humanos sería un insulto.

Rómulo y Gilles intercambiaron miradas, los ejércitos espectrales de ambos caerían sobre el santo de Acuario muy pronto. Lobos y demonios.

—Llamándonos animales —habló Alexándros de Leo—, ¿te posicionas por encima de nosotros? ¿Te crees superior a nosotros, santo de Acuario?

Aquel que vestía el mismo manto de Sneyder, Krest, lo estudiaba en silencio. Quería una respuesta, algo en lo que no hubiese pensado antes de rendirse. Esperaba en vano.

—Los humanos somos capaces de las peores vilezas. Todos nosotros. Por eso deberíamos desaparecer. Por eso ella nos ama. No lo comprendo. —Sneyder sacudió la cabeza—. Es incomprensible que un dios sienta por nosotros algo distinto al rechazo o  indiferencia. —Todos los presentes concordaron en eso, ya fuera asintiendo o, como en el caso de Gilgamesh, Sun Wukong y Enkidu, alzando los hombros sin más.

—Como dices —citó Cu Chulann, sonriendo; una sonrisa que abría todo el rostro de mejilla a mejilla—, somos bestias. Perros sarnosos.

—¿Cuándo soltaremos a los perros de la guerra, eh? —pregunto Alhazred—. ¡Este hombre habla y habla, mientras nosotros…! ¿Revivimos? —Miró de pronto a Asclepio, mudo espectador—. Oh, qué necios son los humanos.

—Tú eres humano —susurró Mordred, molesto. Más que ningún otro, él quería probar suerte contra la Espada de Cristal de Sneyder.

—Sí, yo no la comprendo, pero, ¿qué hombre podría comprender la justicia? —lanzó Sneyder, mirando al cielo. Tan lejano—. Si ella es algo que no puedo comprender, entonces ha de ser la justicia. Y yo he de servirla. Matándoos. Salvándoos.

El santo de Ofiuco movió la cabeza de lado a lado, sonriendo con condescendencia.

—Ya te lo he dicho, último heredero de Selvaria, no todas estas almas incomparables iban a ser corderos deseando seguirte. ¿Por qué ir al Elíseo a languidecer por la eternidad, cuando podemos reinar allá arriba? ¡Quédese Atenea con su piedad, tan tardía! ¡No es suficiente para nosotros, después de tanto tiempo!

Así, los trece se prepararon para asaltar a Sneyder de Acuario.

¿Qué posibilidades tenía un hombre contra trece santos de oro? La respuesta era obvia: ninguna. Solo los héroes que desafiaron a Hades saldrían airosos de algo así.

—No os estaba pidiendo permiso —acusó Sneyder, a pesar de todo.

Y atacó, henchido de cosmos, despierto a la Octava Consciencia. Los lobos de Rómulo devoraron con sus fauces tiempo y espacio, achicando distancias para que los fantasmas de Gilles llegaran hasta él. Sin detenerse, Sneyder destruyó esas criaturas espectrales. Sin detenerse, desintegró los soldados que emergían del hielo bajo el comando de Aléxandros. Sin detenerse esquivó la flecha cargada a toda prisa por Artemisia, atravesando después al punto a la única mujer de aquel escuadrón maldito.

¡Hijo de…! —La voz y las fuerzas fallaron a la santa de Sagitario. Semiviva, el Lamento de Cocito le recorrió todo el cuerpo, debilitando el cosmos que había parasitado a tantos miserables—. ¡Te…!

No quiso escuchar. Aumentando la presión de la Espada de Cristal en el vientre de Artemisia, usó el puño libre para golpear su rostro. El primer golpe falló, el enemigo también conocía el Octavo Sentido. Más golpes fallaron, mientras los compañeros de Artemisia se acercaban para ayudarla y la Espada de Cristal subía con mortal lentitud hasta el corazón, al final uno de los puñetazos de Sneyder hizo impacto, haciendo que la última guerrera de Atenea de rostro descubierto escupiera sangre y dientes. Después vinieron más. Sin dudas. Sin misericordia. O tal vez demasiada.

Para cuando llegaron los otros doce, quien querían salvar ya no tenía cabeza sobre los hombros. Sneyder le cercenó el torso para liberar la espada y retó al resto. La sorpresa de Asclepio era mayúscula: había tratado de dormirlo todo ese tiempo.

—Sí —dijo Sneyder, notando las dudas de varios de aquellos poderosos enemigos—. Soy más rápido que vosotros.

Y también más letal. No obstante, él era uno y ellos doce.

Solo le quedaba confiar en que cuantos menos sobrevivieran, más grande sería para cada uno la porción del poder al que aspiraban. El egoísmo humano sería para Sneyder un aliado equiparable al cosmos en esa empresa.


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Publicado 13 noviembre 2023 - 14:19

Saludos

 

Capítulo 181. Hasta el alto cielo

 

Al tiempo que se sucedían las brutales pruebas en el infierno, tres de los cinco héroes evocados por Sneyder llegaban al fin de un largo viaje a través de los cielos.

Nada sabían de lo ocurrido en la Tierra, mucho menos de cuanto acontecía en el Hades.   Tras la parada en el Templo de Hefesto, donde se separaron de Kiki, Seiya y los demás dejaron de tener cualquier contacto con el resto de planos de la realidad. Siguieron su camino, siempre hacia arriba, con fuerzas renovadas y mantos restaurados, si bien no como gustaría a los que ahora llevaban la forja del dios del fuego. El proyecto de Fjalar de Escultor y Nenya de Cincel seguía estando incompleto, por alguna razón.

El inicio de la travesía fue tranquilo, demasiado, en realidad, como bien señalaron en más de una ocasión Ikki y Hyoga. Mientras aquellos dos se adelantaban buscando nuevas amenazas, Seiya y Shiryu se dieron la oportunidad de debatir la opción de desandar el camino y esperar a Shun en el Jardín de las Hespérides. No tardaron demasiado tiempo en descartarla, incluso sabiendo que les permitiría afrontar lo que fuera que estuviese por venir estando juntos por primera vez en años. No era solo la urgencia que sentían por llegar al Cielo Empíreo, al desconocer qué había sido de los ángeles y si de verdad podían confiar en Narciso de Venus, sino que retroceder iba en contra de su espíritu de grupo, aquel que les había permitido superar tantas adversidades. Las instrucciones que habían dejado a Kiki, de enviar a Shun junto a ellos, partían de que seguirían adelante con su viaje, dar un paso atrás ahora sería tanto como traicionar la confianza que Shun sin duda había depositado en ellos.

—Espíritu de grupo, ¿eh? Al menos uno de nosotros debe llegar a destino, todo lo demás no importa —comentó Hyoga cuando los cuatro se permitieron un momento de descanso. Miraba al santo de Fénix con suspicacia—. No siempre fue así contigo.

En los enfrentamientos contra el Santuario, Poseidón y Hades, Ikki seguía su propio camino. Aparecía en el momento propicio, a veces como venido del mismo infierno.

—Fuimos al cielo uno a uno, año a año, para allanar el camino hacia la paz —dijo Ikki, pasando a través de la pulla—. Aunque el escenario no es el que esperábamos, el objetivo sigue siendo el mismo. No sé por qué perdéis el tiempo discutiendo tonterías.

Por hirientes que pretendieran ser sus palabras, no lograron provocar más que sonrisas. Sabían que el santo de Fénix deseaba, más que nadie, reencontrarse con su hermano.

Ese fue el último momento de insólita paz en aquellos cielos solitarios.

Veo que ya no tenéis dudas —oyeron los cuatro cuando retomaron la marcha—. Eso está bien, no es bueno que los héroes duden, mas aún es pronto para que lleguéis.

Seiya no necesitó que le dijeran nada para intuir que era Narciso de Venus quien les hablaba; en lo que le restaba de viaje, iba a acostumbrarse mucho a esa voz omnipresente. Como alguien que se mantenía en la delgada línea que separaba al aliado del enemigo, Narciso aseguraba ser su benefactor a la vez que disfrutaba poniéndoles obstáculos en aquel camino laberíntico que era la escalera al Cielo Empíreo. Decía que tenían que llegar en el momento justo, ni un minuto antes de lo debido, y no dudaba en poner a prueba la resolución de los cuatro de no hacer uso del milagro de Elíseos. Sugirió que ya era posible emplearlo en la Esfera de Venus, lanzó sobre los héroes poderosos autómatas que les pusieron las cosas muy difíciles, sin llegar a hacerles cambiar de parecer. Pudieran o no recurrir a ese poder ilimitado, los compañeros, los hermanos, habían jurado no convertirse en meros peones de ningún dios.

Había dos tipos de autómatas: una doncella de sonrisa permanente y ligera como el mismo aire; un hombre robusto, de mirada serena y fuertes puños siempre listos para la batalla. Hombre y mujer, replicados decenas de veces, a razón de dos tercios el molde masculino y uno el femenino, y todos cubiertos por una armadura platinada a juego con el color argénteo de los ojos y cabellos de los autómatas, largo y rizado los de ellas, corto y liso el de ellos. Aunque seres artificiales, no eran meras máquinas, sino que se antojaban más bien un prototipo de seres humanos, con una mente y un alma propios, e incluso un cosmos único, a despecho de aquellas formas genéricas, como producidas en masa. Aquella individualidad, sumada a los cuerpos creados para la guerra y las habilidades personales de cada uno los convertían en enemigos muy, muy duros.

—Son los ángeles —dijo Ikki tras la primera jornada de batallas, o al menos lo que ellos entendían por jornada en ese mundo. Él, junto a Ícaro, había tenido su propia aventura con los guerreros celestiales, para exorcizar la presencia de Fobos en el cielo. Por supuesto que reconocería las habilidades de los autómatas.

—¿Crees que Narciso de Venus introdujo las almas de los ángeles en esas cosas? —preguntó Hyoga—. Pues no les ha hecho ningún favor.

—Estoy de acuerdo —intervino Shiryu—. Tanto los ángeles como los autómatas que hemos enfrentado hasta ahora trascienden los límites humanos, pero los guerreros celestiales tenían un corazón más robusto, fortalecido tras una vida de dificultades.

Era obvio que tenía que ser así, al fin y al cabo, todos los ángeles fueron héroes en vida.

—Puede que aún no hayamos enfrentado a los más fuertes —propuso Seiya.

Chico listo —oyeron los cuatro antes de retirarse a descansar. Era la voz del amo del calabozo celestial, Narciso de Venus—. Si así fuera, estaríais en un aprieto. ¿Recurriréis al milagro de Elíseos ahora? Con esa fuerza, recorrer los cielos sería sencillo. Alcanzaríais la Esfera de Mercurio que guardo. Y la verdad, claro.

Si las primeras veces los cuatro habían tratado de dialogar con Narciso, cuestionándole sus motivaciones, preguntando por qué debían llegar a destino en una hora determinada e indagando sobre la naturaleza de aquellos nuevos enemigos, solo para escuchar cómo el astral seguía hablando tal cual una grabación de voz, no se molestaron en responder nada esta vez. Se fueron a descansar, conservando la voluntad de proseguir aquel viaje según sus propios términos. No recurrirían al milagro de Elíseos.

A partir de entonces, como una broma de Narciso de Venus, los autómatas antes mudos y eficientes oponentes, empezaron a presentarse como si fueran los mismos ángeles que conocieron. Las batallas se intensificaron, también, como si los anteriores rivales fueran solo un entremés. A cada nueva jornada de combates le seguía una en la que el peligro era más inminente. Si durante esa parte del viaje hubiesen sido solo tres, si en todo momento, para mitigar la impulsividad de Seiya, el ardiente fuego de Ikki y la amargura de Hyoga, herido en espíritu por Caronte de Plutón, no hubiese estado el perfecto equilibrio de Shiryu, quizás habrían muerto.

Si Seiya era el corazón del equipo, el líder natural, Shiryu era la mente. Gracias a él pudieron unirse tan grandes virtudes para vencer todas las batallas. Gracias a él, los otros tres pudieron alcanzar el último de los cielos, precedente del territorio al que solo podían acceder, una vez cruzado un gran abismo, los dioses del Olimpo.

Por sobre esa nada infinita brillaba la Esfera de Mercurio, con el mismo brillo que el planeta conocido por todos. Una escalera hecha de peldaños de luz flotantes unía el último cielo con aquel nuevo destino donde, según les reiteraba la voz que los alcanzaba tras cada día de combates, todo estaría aclarado.

Narciso les había puesto a prueba hasta cien veces, con autómatas cada vez más peligrosos. Los últimos diez, por supuesto, fueron los peores. Invocaban nombres extraños, que no coincidían con ningún ángel del que tuvieran noticia, ni tampoco con los héroes de la mitología griega, y cada uno poseía un arma sagrada que los volvía un auténtico dolor de cabeza. Blaiddyd, montando en aquel negro corcel que le permitía escapar hasta de un agujero negro, les hizo conocer mediante embrujos y maldiciones la perfidia de la magia negra, brujo era y como brujo cayó ante las llamas del Fénix; Riegan, el del arco infalible, los habría arrastrado a todos al Tártaro de no ser por el incomparable escudo de Dragón y el dúctil estilo de combate de Cisne; Lamine, aún más insidiosa que el primero, solo cayó ante la persistencia proverbial de Pegaso, mientras los demás, agotados de los pasados combates, cedían al cielo emponzoñado de un cosmos que podía por igual sanar cualquier herida y causar cualquier enfermedad. La fuerza desproporcionada de Goneril, por quien los mantos de bronce benditos por sangre divina ya no lucían intactos, la velocidad sin parangón de Charon que ninguno de los cuatro pudo seguir en un principio, la habilidad combativa de Fraldarius, quien volaba con tal habilidad que parecía ser uno con el viento, con el apoyo firme de Gloucester, que todo daño podía reparar, representaron un reto fatigante. Para cuando les derrotaron, ya habían pasado doce horas desde la última vez que descansaron, de modo que se alistaron a ello solo para ser emboscados en el último momento.

Fatigados como estaban, Ikki no pudo evitar hacer un comentario de hastío sobre cómo Daphnel, la más débil de los últimos tres, sanaba a los demás desde su caballo blanco hecho de pura luz, acaso un símil del mágico corcel de Blaiddyd. Cubierto de un cosmos llameante, fue a por ella con la misma falta de gentileza que lo distanciaba de los otros héroes, los cuales tenían sus propios problemas. Dominic surcaba el cielo como Fraldarius, solo que en lugar del escudo con el que el primero resistió mil asaltos de los héroes, enarbolaba un hacha capaz de ignorar la protección del cosmos y los mantos sagrados; Seiya de Pegaso, el mejor luchando en el aire, sintió el terrible tajo y regó con su propia sangre el lugar donde Hyoga y Gautier intercambiaban lances, él un maestro en el arte de la congelación, el otro un bastión indestructible, tan bueno en la defensa como Goneril lo era en la fuerza. Debido a la debilidad de los héroes, los tres combates estaban en un irrompible equilibrio que dependía de un cuarto.

Mientras los anteriores autómatas tenían cuerpos humanos enfundados en armaduras platinadas, dignas de guerreros celestiales, el undécimo era una auténtica máquina de guerra, todo metal reluciente. Medio humanoide, medio dragón, tenía cuatro gruesas patas y una larga cola, garras en lugar de manos y fauces en lugar de una boca, bajo la picuda corona que completaba su cráneo, dándole la apariencia de un yelmo viviente. Dos alas largas se extendían desde los hombros y una segunda cabeza observaba a su único rival, Shiryu de Dragón, desde la cintura. Era un auténtico monstruo.

—¿El prototipo de los mantos sagrados? —teorizó Shiryu—. No tiene una armadura, él mismo es una. Y vive. Sin duda vive.

Un haz de pura energía surgió de la cintura de la bestia, tan veloz que acaso pudo derribar al santo de Atenea si no hubiese estado atento para interponer aquel escudo tan confiable. Resistiendo el persistente ataque, que excitaba hasta el último de los átomos que componían el manto de bronce, amenazando con desintegrarlos todos a la vez, Shiryu comprendió que aquella no podía ser una lucha de desgaste. Enfrentaba a un enemigo que no tenía un nombre, ni un honor que proteger. Solo contaba con un objetivo, nada más, nada menos. Habiendo entendido eso, ejecutó Excálibur.

La espada que todo lo cortaba partió en dos el río de energía y sesgó el torso desde el hombro al costado. No manó ni una gota de sangre, claro.

Némesis —dijo una voz, dulce como solo la de la misma Atenea podía ser—, autorizo el uso del 50% de tu fuerza. Aniquílalo.

El llamado Némesis reaccionó, brillando de poder antes de empezar a arrojar con las manos proyectiles de energía. Shiryu bloqueó la mitad mientras esquivaba el resto, aprovechando cada espacio libre para atacar. Varias veces llegó Excálibur a aquel monstruo, sin embargo, ninguna fue determinante. Todo el cuerpo de Némesis era una armadura y solo un ataque a quemarropa serviría contra él.

—Si tan solo pudiera acercarme… —dijo para sí Shiryu, siempre mantenido a la misma distancia. No veía forma de acercarse sin ser golpeado—. ¡En ese caso…!

Recordó la broma de Kiki, tantos días atrás. ¿Desde cuándo llegaba al fin de un arduo combate con el escudo intacto? Incluso en aquella primera batalla que marcó el resto de su vida, vio la mejor defensa colapsando al mejor ataque; se vio a sí mismo destruyendo su inútil orgullo y sembrando con el resto del mismo una vida más humilde, el auténtico espíritu de un guerrero. Lleno de esa determinación, cargó como hiciesen los caballeros de siglos atrás, con el escudo al frente y Excálibur lista. Ser golpeado de refilón no le importó, enfrentaba el retroceso de los impactos con el cosmos que lo llenaba desde los pies a la cabeza. El santo de Dragón estaba decidido a golpear solo en el momento justo.

Al término de aquel arriesgado lance, atacó, poniendo en ello toda su fuerza.

Excálibur dividió en dos mitades el robusto cuerpo del autómata, dispersando por el cielo igual número de fragmentos de metal que gotas de sangre caían por el suelo, hecho de nubes. Por muchas veces Shiryu fue herido, pero no se arrepentía, y más que dolor, sentía orgullo de ver que el escudo había resistido todos los golpes.

La Luz de la Creación hace colapsar al contacto todos los átomos, desintegra la materia —advirtió la voz celestial. De algún modo, no obedecía las leyes naturales; Shiryu podía oírlo todo mientras el tiempo no avanzaba en absoluto. Él seguía en la posición de ataque; las dos mitades de Némesis, agrietadas, seguían flotando—. La sangre de Atenea te protege incluso de eso. Como imaginé, hará falta el 100%.

Después el tiempo volvió a su cauce normal, y el sexto sentido de Shiryu lo instó a interponer el escudo frente a aquel montón de metal que estallaba enfrente de él, un gesto inútil. El ataque no fue hacia el escudo que todo lo protege, sino hacia la espada que todo lo corta. Una hoja de cosmos blandida por un ser invisible atravesó el brazo de Shiryu, segando al mismo tiempo cuerpo, alma y cosmos.

Excálibur cayó, inutilizada, rota de un modo que ni Gordon de Minotauro, aquel poderoso espectro con el que combatió en el pasado, habría logrado jamás.

En el pasado se llamó Maurice —presentó la voz, a la vez que los restos de Némesis, ya un millón de fragmentos dispersos, volvían al ser invisible que blandía la hoja de cosmos. Se insertaron en él, dándole una forma tan grotesca; el cuerpo era humanoide, la piel, al tiempo armadura, un sinfín de picos irregulares, superpuestos sin ningún cuidado—, durante la Guerra de los Espíritus, diez hombres se ganaron el derecho a servir al Olimpo. Él fue rechazado.

La criatura volvió a atacar a Shiryu, quien, preso del gran dolor provocado por el previo ataque, retrocedió de un salto. Aquella hoja era terrible.

Yo le dije: si me cuidas y me proteges por siempre, yo te salvaré. Me juró amor eterno y lo traje aquí conmigo. Oculté su alma a los ojos de los Astra Planeta en un armatoste viejo y anticuado de los Mu, renombrándolo como Némesis.

Mientras escuchaba aquella declaración, Shiryu seguía retrocediendo. Dudaba poder detener cualquier estocada de Némesis, no solo porque el arma había cortado incluso aquello que no se podía tocar siquiera, sino porque el enemigo se movía con tal agilidad que le era imposible prever el siguiente movimiento.

—En ese caso —dijo Shiryu, interesado en lo que la voz tenía que decir—, ¿ese monstruo y la Luz de la Creación eran simples distracciones?

Nada de lo que habéis enfrentado es una distracción, es más bien una prueba, la segunda después del inocente juego de Fobos. Cien ángeles vinieron a mí, ejecutaron a algunos de mis amigos y siguieron su camino. Ahora están con los dioses. 

—Cien ángeles —comentó Shiryu, a la vez que liberaba los Cien Dragones del Monte Lu. El primero de los golpes obligó a Némesis a retroceder un paso, mientras que el resto los evadió danzando. No había otra forma de describirlo—. Los autómatas que hemos enfrentado obtuvieron las habilidades de esos ángeles, ¿cierto? ¡No contienen sus almas, solo han copiado sus técnicas y habilidades!

Cierto era que las habilidades, nombres y armas de los últimos autómatas no coincidían con nada de lo que habían visto en el cielo hasta ahora, mientras que en ningún momento habían debido enfrentar las técnicas de algunos ángeles, como Teseo, Ícaro y Aquiles. Tal vez ellos vieron más allá del juego y se mantuvieron apartados, tal vez había autómatas más allá de aquel monstruo tan veloz que haría sudar al mismo hijo de Peleo, también bendecido por un ser de los cielos. Fuera como fuera, después de tantas duras batallas, el santo de Dragón se creía que habían estado enfrentando el equivalente a soldados de los cielos. Si eran máquinas capaces de robar las técnicas de quienes los derrotaban, una vez restaurados, Shiryu no podía imaginar enemigo más peligroso.

Esta es la segunda y aún no acaba, debéis entrevistaros conmigo, Astrea, ángel de la Justicia, sexta virtud zodiacal y guardiana del cielo —se presentó la voz—. Y Maurice, oh, mi querido Maurice no está de acuerdo.

Con la misma gracia que esquivó los Cien Dragones del Monte Lu, Némesis llegó hasta Shiryu, quien por instinto dio una patada alta, impactándole de milagro en el pecho.

Esa es la Espada de la Creación —dijo Astrea aun antes de que Shiryu notara que la pierna caía inutilizada al suelo de nubes. Ya no podía seguir esquivando, no con un solo pie. Pensó en luchar en el aire y notó una presión que le impedía hacerlo—. Hecha del cosmos de cuatro héroes, digna de mi amado Maurice, para que me cuide por siempre. No podrás protegerte de ella, no importa cuánto lo intentes.

Shiryu lo había sabido desde el principio, a un nivel instintivo. Ahora lo comprendía. Todos esos días de viaje y batalla, cada chispa del cosmos liberado en cien asaltos, había sido reunida en la hoja invisible de Némesis, la Espada de la Creación.

Como una burla a todos los esquives de tan corto combate, Némesis movió el arma de lado a lado, segando la otra pierna de Shiryu sin necesidad de moverse de donde estaba, importando nada la distancia. La única razón por la que no cayó como una marioneta desmadejada al suelo ensangrentado, fue por su pura voluntad.

—Estoy siendo herido por mí mismo —comprendía Shiryu—. Yo mismo me hiero. Como aquella vez. —No pudo evitar sonreír.

Y mientras tanto —dijo Astrea—, tus amigos esperan a su salvador.

Aparecieron imágenes alrededor. De Seiya cayendo cual estrella fugaz, herido de gravedad por Dominic; de Ikki fallando una y otra vez en acertar a Daphnel, quien podía escapar siempre un momento antes de ser golpeada; de Hyoga tratando de llevar al punto de congelación el bastión viviente que era Gautier, cuya lanza hacía arder hasta la más baja temperatura, superando el cero absoluto. Si Shiryu no ayudaba a ninguno, agotados como estaban, podían morir, morir victoriosos, pero morir.

Maurice avanzó hacia Shiryu sin prisas, dando cortes superficiales que volvían más y más inútil el cuerpo de su oponente. Pronto no pudo sentir nada más que la cabeza, el brazo del escudo y la parte del torso que incluía el corazón. Apenas podía respirar y ni siquiera era capaz ya de sentir dolor, porque la Espada de la Creación cortaba incluso las terminaciones nerviosas. No lo estaba hiriendo, sino más bien, despojándolo de su cuerpo a un nivel físico, espiritual y mental. El siguiente paso era obvio.

El golpe decisivo lo incapacitaría por completo, y entonces todos morirían, sin duda.

Los enemigos que habéis enfrentado son autómatas de clase Ex, los que toman —dijo Astrea—. Mi amado Maurice es un autómata de clase Machina, los que reciben. Todas vuestras luchas fueron para fortalecerlo a él, cuando muráis…

—¿En qué momento fue un problema para nosotros poder morir? —preguntó Shiryu.

Incluso cuando antes puso toda su confianza en el escudo, no estaba siendo él mismo. ¿Luchar para poder combatir otra vez? ¿Unirse a las batallas de sus hermanos? Eso era absurdo. Desde un principio, ellos cuatro, no, ellos cinco, habían combatido para que al menos uno pudiera llegar al final. Así habían logrado la victoria en el pasado. Así eran. Incluso allí, en los cielos, luchaban y vendían caras sus vidas para que los que les precedían, esa nueva generación, pudiesen llegar al final.

Si con sus muertes podían preparar el camino para los jóvenes a los que habían formado, entonces, vivir habría valido la pena. Eran santos de Atenea, al fin y al cabo.

¿Está moviendo el brazo? —preguntó Astrea.

Némesis se detuvo a dos pasos de Shiryu, ladeando la cabeza, ese apenas formado montón de fragmentos que apuntaban a todas direcciones. El cosmos de Shiryu, liberado más allá del Séptimo Sentido, movía incluso el peso muerto que era el cuerpo del santo de Dragón, el cual adoptaba la más sencilla técnica que había aprendido, su punto fuerte y al tiempo débil. El corazón quedó pronto a la vista. Némesis preparó la Espada de la Creación para la estocada final.

—Esta es la técnica de mi maestro, ¡el Dragón Naciente del Monte Lu! —invocó Shiryu, sabiendo presente en su espalda al dragón. Lo estaba dando todo en ese ataque, sin pensar en lo que habría después, él no se entrevistaría con Astrea.

En el preciso momento en que la Espada de la Creación atravesaba su pecho, Shiryu ejecutó el golpe ascendente. Recordó a Shura, cómo algunos enemigos no caían solo ante la fuerza y el coraje, cómo exigían un sacrificio; él no podía alcanzar a Némesis, por eso había necesitado esperar a ese momento en que la muerte estaba a un paso.

Puño y espada atravesaron a la vez la piel del santo y la superficie del autómata, sin embargo, Némesis, sabiéndose victorioso, disfrutaba del momento, mientras que Shiryu dedicaba a ese momento su vida entera. El cosmos sustituía a las conexiones nerviosas cortadas, unía cuerpo, alma y mente a través de la Octava Consciencia, permitiéndole un impulso de velocidad que habría sorprendido al mismo Aquiles. Así el Dragón Naciente del Monte Lu atravesó en un mero instante el cuerpo de Némesis hasta llegar a su espíritu, un alma manchada que los dioses rechazaron.

¡Retrocede, Maurice! —rogó Astrea—. ¡Suelta la espada!

Para ese momento, Shiryu era el cosmos y el cosmos era Shiryu. Una consciencia que trascendía todos los límites físicos y espirituales. Podía percibir la espada atravesando poco a poco su cuerpo, podía oír los latidos acelerados de un corazón en riesgo, podía ver y oler los temores de Némesis, presentes en aquella alma manchada de sabor amargo: no podía soltar la espada, la espada y el amor de la diosa lo eran todo para él. Shiryu había previsto esto, por eso golpeó en un momento tan arriesgado, por eso, no contentándose con haber atravesado el pecho del enemigo, realizó una nueva técnica.

«Nada puede compararse a los colmillos de un dragón —pensó el santo de Atenea.»

Abrió el puño, con una facilidad asombrosa. Cinco dedos liberaron desde el interior de Némesis igual número de hojas; Excálibur se ejecutó a lo largo de cinco puntos, cortando por igual el cuerpo y el alma de Némesis, de dentro hacia fuera.

Ni siquiera entonces soltó el autómata la espada. Esta quedó a un palmo de alcanzarle el corazón, sostenida por un brazo que ya no estaba unido al resto del cuerpo. Como un torso sin extremidades superiores, apenas del grosor de las piernas, Némesis quiso recuperarla, arrojándose hacia él como un salvaje, sin su habitual gracia en el combate. Antes de poder dar un paso, empero, chocó contra el muro de los Cien Dragones del Monte Lu; uno tras otro, los portentosos golpes del santo de Dragón, henchido de fuerza, fueron destruyendo todo aquel cuerpo antes intocable.

Ambos cayeron a la vez, un hombre con el corazón sintiendo la punta de una espada que era su cosmos y el de sus amigos; el otro unas piernas deformes, sin cuerpo ninguno.

 

Mientras tanto, sintiendo el sacrificio de Shiryu, los demás santos se decidieron al fin a darlo todo. Seiya, habiendo perdido mucha sangre, aprovechó el desprecio con el que Dominic lo miraba desde arriba, enarbolando la letal hacha, y concentrando el poder de cien millones de Meteoros en un solo Cometa se arrojó hacia él a toda velocidad. Ni siquiera la luz podría alcanzarlo, a pesar del estado en que se hallaba, o quizá justo por eso, de modo que Dominic no pudo adoptar una postura de combate antes de que Seiya lo atravesase de lado a lado, destruyendo el pecho por completo.

La situación de Ikki y Hyoga era más complicada. Escogieron rivales a los que no se podía vencer solo con fuerza. Que ambos lo comprendieran a la vez sirvió para que, poco a poco y sin que sus oponentes lo notaran, acercasen los duelos fingiendo nada más que terca desesperación, solo para cambiar de lugar en el último momento. El santo de Cisne hizo que doce Anillos rodearan a Daphnel antes de que esta siquiera lo viese, y si bien la autómata desapareció para ponerse a cubierto, ya para entonces había empezado a congelarse por una temperatura que vencía incluso la materia única de los cielos. Gautier fue el último de los autómatas en caer, y no por el poder bruto; a quien el hielo no podía detener y el fuego apenas hacía mella, lo derrotó el Puño Fantasma, revelando al momento la verdad detrás de aquellos enemigos. Eran seres artificiales que robaron las vidas, técnicas y bendiciones de los ángeles que les destruyeron para seguir su camino. Robado, que no obtenido, de modo que el peso de los miedos de un auténtico ser humano fueron demasiado para Gautier. Huyó, vivo y derrotado, rabiando contra demonios internos tan invencibles a la mera fuerza como él lo era.

—Ni mis llamas podían matarlo —lamentó Ikki—, ¿cómo es posible?

—Porque yo no pude —dijo Hyoga—. Si piensas que el fuego es más ardiente que el hielo, olvídalo, amigo mío. Somos iguales.

 

Seiya no llegó a reunirse con sus amigos. Tras verlos alzarse con la victoria, voló hasta donde Shiryu había caído, sorprendiéndole ver cómo con sus propias manos se arrancaba una espada hecha de cosmos conocidos.

Él era nosotros —dijo Shiryu sin mirarle, percibía a través de sentidos más profundos que los convencionales—. El resto de autómatas nos atacaba con las habilidades de los ángeles, pero él, él se movía como tú Seiya, y golpeaba como Ikki, y luchaba como si todos mis conocimientos marciales y el arte combativo de Hyoga se fundieran en uno solo. Era un enemigo terrible. Machina. —Dejó de hablar al tiempo que la espada desaparecía, transportada a alguna parte. Ninguna de esas palabras había salido de los labios de Shiryu, era el cosmos de este el que hablaba por el santo de Dragón.

Al llegar hasta él y tomarlo en brazos, Seiya le dedicó una sonrisa de victoria, pues sabía lo que se esperaba del santo de Pegaso. La desesperanza no era algo que viniera con él; incluso si perdía hasta la última gota de sangre, seguiría adelante.

—Shiryu… —susurró Seiya, sintiendo que el cuerpo de su amigo se debilitaba por momentos. El cosmos ardía como nunca en el último momento de la vida de un santo.

Entonces llegaron Hyoga e Ikki, de rostros sombríos, acompañados por el caballo de luz que montara Daphnel. De algún modo, Seiya comprendió con un solo vistazo que la criatura no venía a combatir, incluso antes de que sus heridas empezaran a cerrarse.

Los santos de Cisne y Fénix le explicaron que ocurrió lo mismo con ellos dos, y que tal vez Shiryu pudiera salvar la vida, aunque no estaban seguros de confiárselo a un extraño. Dejaban la decisión en manos de Seiya, su líder natural. Este miró con atención a aquel ser celestial, comprendiendo por qué alguien tan débil como Daphnel había sido inalcanzable para uno de sus compañeros. Había poder en la criatura, mucho.

—Si puede salvar a Shiryu —dijo Seiya, dejándolo en el suelo—. Confiaré en él.

Ikki y Hyoga asintieron, quizá incluso Shiryu lo hizo, aunque era difícil saberlo. Como muestra de esa confianza, hicieron de ese rincón su campamento y descansaron.

Al despertar, lo primero que hizo Seiya fue preguntar por el estado de Shiryu, que reposaba en paz junto al caballo de luz. Ikki le confirmó con parcos gestos que estaba estable, aunque aún débil. No hubo ninguna discusión sobre si seguir o no, los tres sabían la clase de vida que habían escogido y ya habían tomado una decisión. Reemprendieron la marcha, aprovechando el último trayecto para intercambiar información. Ikki, sobre todo, tenía mucho que decir sobre qué eran los autómatas, cómo habían obtenido sus poderes y la clase de enemigo que enfrentó Shiryu.

—Si vencemos a esa tal Astrea y sus máquinas, ¿podremos llegar a Narciso de Venus?

—¿Vencemos, Seiya? —cuestionó Ikki—. ¿Te atreverás al fin a levantar el puño a una mujer? No lo creo, deja que sea yo el que aparte esa roca del camino.

—Si hay otro de esos autómatas clase Machina —intervino Hyoga—, dudo que puedas permitirte ese lujo. Aun así, Seiya es el más adecuado para sacarle respuestas a Narciso.

—Oh, vamos —dijo Seiya—, ¿es que a ninguno se os ocurrió zarandearlo un poco?

Los tres amigos se permitieron reír en ese último trayecto, antes de llegar a la escalera de peldaños luminosos, donde se alzaba la Esfera de Mercurio.

Fue la voz de Narciso de Venus la que les indicó qué era aquella esfera al final del viaje. La segunda prueba concluiría en ese punto, lo que solo podía significar que más de aquellos autómatas clase Machina podían estar esperándolos. Mirándose entre sí, Seiya, Ikki y Hyoga hicieron un mudo juramento antes de empezar a ascender.

Así solo uno de ellos pudiera llegar al final, llegarían, costase lo que costase.


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Publicado 20 noviembre 2023 - 09:49

Saludos

 

Capítulo 182. A prueba

 

El dolor era el principio y el final. También el camino. El dolor lo era todo y todo era el dolor, desde que empezó a descender de las aguas pestilentes que le dieron vida. Como un niño que volviese al vientre de su madre, nadando en líquido amniótico, Nimrod de Cáncer descendía hacia el momento mismo de su nacimiento.

No estaba vivo, el cuerpo que cubría su alma era, por ahora, una ilusión. Aun así, el sufrimiento tenía mucho de ilusorio también. Todo en el mundo, si lo pensaba, podía ser solo un espejismo, al fin que sin sentidos un hombre dejaría de percibir otra cosa que sus propios pensamientos. Sin poder ver, oír, hablar, oler y sentir, nada existiría más allá del ego, así que tal vez el mundo era solo un sueño desde un principio. Visto desde esa perspectiva, tener o no un cuerpo en el inframundo era irrelevante, se sufría de todos modos, y Nimrod de Cáncer sufría más que nadie.

Al principio, en la superficie, pasó lo más simple. Estaba preparado para ello. Las aguas amarillas pronto derritieron la piel de su viejo cuerpo, libre de toda prenda para no manchar sin necesidad el manto de Cáncer. Sintió los órganos rebotar entre los huesos que poco a poco se licuaban, el estómago encogiéndose y el corazón palpitando sin ninguna razón aparente, al ser la energía vital de Nimrod sorbida por el dios del dolor. Entonces pudo ofrecer resistencia, y todo lo que se le había quitado, regresó a él de inmediato. El cuerpo se restauró, cada chispa de cosmos robado volvió a darle fuerzas para nadar más y más hondo. Por descontado, los pulmones pronto se inundaron de esa sustancia vampírica y respirar era morir, eso tampoco lo detuvo. Mil veces mil murió y revivió, porque él y el río eran lo mismo, como lo eran vida y muerte.

Diez mil batallas libró Nimrod cuando ya volver atrás era imposible. En un punto en el que el río arrastraba a las almas al fondo, los condenados demasiado miserables en su tormento eterno como para haber escuchado la orden de Caronte, el Barquero, de no tocar a esa alma en concreto, se arrojaron hacia él. Nadaban de forma lenta, sin embargo, el cuerpo de Nimrod era un despojo y también iba lento. Enfermo, viejo hasta lo imposible, en la frontera entre la vida y la muerte, luchó no obstante con valor, quebrando el hierro del infierno, partiendo cráneos, brazos y piernas. Y nadando, sobre todo nadando, porque todo lo que mataba regresaba a aquella no vida en un instante. Porque si perdía demasiado tiempo, el cosmos que le arrebataban y él tenía que luchar por recuperar, acabaría en manos de esos innumerables rivales.

Muy pronto comprendió el santo de Cáncer que los dolores ya no eran la suma de los sufrimientos padecidos por los que no pudieron aceptar la muerte. No solo los guardias del Santuario a lo largo de diez mil años de vivir a la sombra de héroes vivientes, sino también otras muchísimas personas que consideraban injusta la muerte, y aún más, la vida después de la muerte. Al principio, esas fueron las sensaciones que recibió, el simple aliento del río del dolor, pero conforme más se acercaba a las profundidades, más se hacía palpable que aquellas aguas eran algo más que el infierno personal de las almas débiles. Era un dios, la encarnación del sufrimiento. En comparación a aquel despreciable hijo de Océano y Tetis, todos los dolores padecidos por los seis mil millones de hombres de la superficie eran solo una gota. El dolor de las muertes de Nimrod sucedidas hasta ese momento, un escupitajo que lanzara aquel segundo padre en la cara del hijo malagradecido en que se convirtió. Aqueronte era un dios, y por tanto, reaccionaba a los intentos de un mortal por verlo en todo su esplendor, manteniéndolo lo bastante débil como para que cada movimiento le costara. Sin destruirlo, para que no se reconstruyera una vez más. Sin atacarlo en persona, para que la reina no interviniese.  

El dolor que estaba sintiendo, era todo el dolor del mundo. Y lloraba, Nimrod lloraba sus propios ojos derretidos. Escupía sus muelas pulverizadas. Vencido, y al tiempo, negándose a reconocer la derrota.

Si ya estás así después de conocer el dolor de la humanidad —cuestionó el viejo dios a Nimrod, quien nadaba para escapar de millones de almas en pena—, ¿cómo superarás el sufrimiento del universo entero? —Dondequiera que Nimrod mirase, había hombres pálidos armados con los hierros del infierno. Armas de todo tipo removían las aguas, enviándole burbujas que eran enfermedad para su cuerpo marchito; los huesos le colgaban de un saco abierto en mil heridas supurantes e infectadas. Los sentidos, colapsados por tanta información, ya no le transmitían nada. La mente empezaba a embotarse. Solo le quedaba el Séptimo Sentido, más despierto que nunca; por él era consciente de lo embadurnado de excremento que estaba ahora mismo—. Después de todo, no eres más que un humano. En la muerte, hasta el máximo cosmos se extingue.

Y ningún humano podía cargar con todo el dolor del universo. No importaba que fuera inmortal. Vivir era algo más que sobrevivir y seguir adelante, arrastrando un cuerpo vacío de voluntad. Vivir era resistir, era luchar. Y él no resistiría mucho. No solo.

«¿Alguna vez he estado solo? —se preguntó Nimrod, sonriendo con esa boca de labios ennegrecidos—. No, nunca, no puedo estarlo.»

Llegó un punto en el que era imposible ir hacia abajo sin chocar con alguna de las amenazas que lo rodeaban. Demasiadas almas para un solo combatiente. Matarlas en el estado en que se hallaba era posible, en tanto siempre podría reconstruir su cuerpo, pero no tenía la eternidad necesaria para lograrlo. Así que hizo la primera cosa que hizo en la no vida previa a su nacimiento, cuando la gloriosa luz de la Égida bañó el líquido amniótico que era el río del dolor y juntó diez mil almas en un solo embrión. Los humanos no recordaban su vida en el vientre de su madre, él sí, incluso sabía lo que era antes de ser un recién nacido alumbrado por la constelación de Cáncer. Antes de ese momento, el inicio de la redención, él invocó soldados. Volvió a hacerlo.

Sin voz, sin fuerzas, el general llamó a la guerra a todos los que como él alguna vez creyeron en algo. Una mujer, una diosa. El único ser capaz de amar a toda la humanidad sin cuestionamientos. El único ser capaz de perdonar al más malvado de los hombres.

Nadie acudió en su ayuda, y el héroe fue engullido por los simples hombres, débiles y numerosos. Aplastado por la derrota y abrumado de dolor, cedió a la inconsciencia.

 

***

 

En un tiempo anterior a los héroes y los hombres mortales, los viejos dioses y los nuevos se enfrentaron en una guerra sin parangón. Dirigía a los primeros el rey de los titanes, Crono, mientras que los más jóvenes olímpicos eran acaudillados por el poderoso Zeus. Incluso si la fuerza del portador del rayo excedía a la del dios del tiempo, necesitó ayuda para llevar a buen puerto la rebelión contra quienes gobernaban entonces la Creación. La primera en aliarse a él, aun antes de que se intuyera siquiera que la victoria del bando rebelde era posible, fue Estigia.

De todos los hijos de Océano y Tetis, entre los que se incluía Aqueronte, dolor ilimitado, Flegetonte, cólera sin fin, y Cocito, el del lamento interminable, Estigia era la más poderosa y terrible. Aun Leteo, el olvido, se inclinaba ante la única diosa que, sin ser de su propia sangre, ni una antigua fuerza de la que dependiese el orden de las cosas, como las Moiras y las Erinias, Zeus respetaba. El rey de los dioses no olvidó jamás el gesto de Estigia, convirtiéndola en la pura encarnación del juramento divino. Cuando un dios quería jurar, no podía hacerlo por los dioses, ni siquiera por Zeus, Poseidón y Hades, los más grandes entre ellos. Debía hacerlo, pues, en nombre de Estigia. Y hacer ese juramento en vano tenía muy alto precio, como bien descubrió Ares en el pasado.

Sin embargo, Estigia ya era una diosa antes de que invocar su nombre fuera algo que sus pares inmortales temiesen. Diosa del odio, pues todo cuanto existía en la Creación, tenía un reflejo divino más allá de esta, que lo sustentaba por sobre el caos al que el universo está abocado. La laguna negra en la que confluían todos los ríos del infierno era el río del odio, capaz de destruir a los indignos más allá de toda esperanza. Cuerpo y alma eran consumidos sin dejar rastro, la misma existencia era negada.

Caronte, el Barquero, era viejo. Muy, muy viejo. Nació de la Noche, que era anterior a Titanes y Olímpicos. Por eso se preciaba de tener algo de perspectiva, de poder apreciar el orden que Hades y Perséfone representaban sin deberles una lealtad ciega.

—Habéis cometido un error, majestad —dijo Caronte a la reina del inframundo, una hermosa diosa de fría mirada y corazón frente a la chiquilla que fue—. Él ha muerto.

Perséfone, es decir, Atenea, no le contestó. Permanecía de pie, con una versión carmesí del uniforme que llevaba como prenda cuando era mortal. Tras morir, el alma de la humana Akasha se había representado no como portadora de un manto dorado, sino como un soldado más. La diosa Atenea, verdadera identidad de esa chiquilla miedosa de su propio genio, no había cambiado más que el color de aquellas ropas, ahora del color de la sangre. Otro santo femenino la acompañaba, misteriosa como un fantasma con aquel largo y fino cabello, y la máscara que llevaba. Vestía el manto de Piscis.

—Sigue vivo —dijo Shizuma—. Lo sé, señora Atenea.

Tampoco a su fiel sierva respondió la diosa de la guerra, la sabiduría y el infierno. Los ojos grises que la caracterizaban seguían fijos en el río oscuro, encarnación del odio y los juramentos divinos, en los que su más querido sirviente se había zambullido sin dudar. El Barquero respetaba a ese loco. Nadar por el Aqueronte, bucear por el Estigio, eso era valor digno de los héroes de antaño, los que le entretenían de verdad. Y si lo pensaba bien, incluso el formidable Aquiles fue introducido en las aguas del Estigio como un bebé por su hermosa madre, no hubo ni un gramo de valor mortal en ello.

Las ropas que Azrael trajo consigo estaban desperdigadas por la barca, la cual el Barquero había atracado en el punto en que el Aqueronte se unía al Estigio. Lamento e ira, dolor y olvido, todo se unía allí, para volver al Tártaro y el Elíseo, la entrada y el final del Hades. A diferencia de los santos de Leo, Cáncer, Piscis y Acuario, poseedores de la Octava Consciencia, él no había arrastrado consigo el manto zodiacal, y las ropas eran solo una proyección de cómo se veía a sí mismo. Con todo, era la primera vez que veía que los humanos se traían una pistola. La dichosa arma seguía allí, sobre la chaqueta. Caronte la movió un poco con su remo, deseoso de echarla río abajo.

—Barquero —dijo Atenea, provocándole un sobresalto. Ella nunca lo llamaba por su nombre, jamás, lo que era bueno—, ¿llegó mi orden a todos los muertos del Aqueronte?

La reina del inframundo debía estar refiriéndose a alguno de los desgraciados que mandó a conquistar los ríos del infierno. Pensó un momento y enseguida notó cuanto ocurría en el río del dolor, que él navegaba desde que el mundo era mundo.

—Vuestra voz solo llega a la superficie —se excusó Caronte—, los de más abajo ya no temen nada. Añoran la vida, buscan una nueva oportunidad.

Si tuviese saliva, el Barquero sin duda habría escupido en ese momento.

—Una nueva oportunidad tendrán —declaró Atenea. Y no habló más.

El Barquero negó con la cabeza. Por lo que sentía, al viejo se lo estaban merendando los muertos. Lo mismo le pasaría a aquella diva arrogante; aplastada por los guardianes centímanos, despedazada por el látigo de la benévola Tisífone o triturada por las fauces de los monstruos, tanto daba. En cuanto al que luchaba en Cocito, el Santuario llevaba enviando almas al Hades a ese río diez mil años. Ningún mortal podría vencerlas a todas. Conquistar los ríos del inframundo era imposible, sin más. Quizá por eso la de la máscara sin rasgos se limitaba a estar a la diestra de la reina; debía saber que hacer frente a Leteo era imposible y prefería fingir que servía para algo.

Entonces una mano salió de las aguas oscuras, aferrándose a la barca. Tan conmocionado quedó el Barquero que, antes de que reaccionaran la reina y la sierva, asió la mano humana y lo alzó como si fuera un peluche, ligero como una pluma.

Azrael no era ningún peluche, claro. Era un hombre que tendría que mostrar un mínimo de vergüenza por mostrarse así, sin prenda alguna, a su diosa.

—Lo has logrado —dijo Atenea, observando cómo la negra sustancia que empañaba cada palmo de piel de su siervo iba formando un uniforme militar de imposible tono oscuro. Las viejas ropas se habían esfumado al tiempo, perdida ya su función.

—Así es —respondió Azrael mientras el Barquero lo bajaba hasta la superficie. El hombre era ligero como cualquier mortal, pero invulnerable.

—Su majestad no te lo preguntaba —replicó Caronte—. No tenías otra opción.

Por instinto buscó la dichosa pistola, sintiendo cierto alivio de no verla hasta que la notó enfundada en la cintura del nuevo uniforme. Un arma humana reconstruida por el Estigio. Solo los dioses sabían para qué pensaba usar algo así.

—¿Cuál ha sido tu juramento? —quiso saber Shizuma.

La reina del inframundo miró en silencio a su siervo, que clavó la rodilla en la barca.

—Velar por su sueño —dijo Azrael, ambivalente—. Lo he jurado por Estigia.

—Un mortal jurando por Estigia —susurró Caronte mientras la diosa y la sierva asentían. El hijo de la Noche asió con fuerza el remo, para contener las ganas que tenía de abrirse la cabeza a golpes. ¡El regreso de Perséfone no tenía que ser así!

—Eres el primero —dijo Atenea mientras Azrael se alzaba. Después, mirando de reojo a Shizuma, añadió—: Cuando caigan los otros tres…

—Sí —se adelantó Shizuma—. Entonces estaréis a salvo y yo podré cumplir mi cometido. Odio, ira, lamento, dolor y olvido estarán en vuestras manos, Atenea, y entonces podremos dar el siguiente paso. Será el fin de las Guerras Santas.

 

***

 

En el otro extremo de la Creación, Seiya, Ikki y Hyoga se detenían a medio camino, sobre la escalera celestial que daba a la Esfera de Mercurio.

Dos autómatas clase Ex les salían al paso, el modelo masculino y el femenino. El primero despedía relámpagos, que evocaron en Ikki el intenso cosmos de Ícaro, mientras que la segunda poseía tras su sencilla sonrisa la sabiduría de Teseo.

—¿Teseo no era…? —preguntó Seiya cuando oyó las explicaciones de sus amigos.

—Eres demasiado gentil para tu edad —dijo Ikki, tronando los nudillos—. Ya me encargaré yo de la reina de Atenas.

—No, no, no digo eso —aclaró Seiya alzando las manos—. Son máquinas, sean hombres o mujeres, lucharé de todos modos. Incluso si son mujeres de verdad —reconoció, sorprendiéndole lo seguro que estaba de ello—. Lo que digo es… ¿No usaban modelos femeninos para replicar las técnicas de ángeles…?

El silencio de los santos de Cisne y Fénix fue todo lo que Seiya necesitaba. Por supuesto, no tenía la menor importancia por qué había modelos de seres artificiales según el género. Eran enemigos. Un obstáculo antes de entender la verdad de esa guerra que tanto daño había causado al mundo que amaban. Pasarían por encima de ellos.

—Mi nombre es Adán —dijo el hombre—. Sobre mis hombros han descendido veinticuatro bendiciones, incluida la Altitud Máxima de Ícaro.

—Mi nombre es Eva —dijo la mujer—. Sobre mis hombros han descendido veinticuatro bendiciones, incluido el Laberinto de Teseo.

—Somos autómatas de clase Ex —dijeron a la vez—, los originales creados por el dios del fuego. Volved a la Tierra, simios adoradores del fuego. Aquí solo muerte hallaréis.

Escupiendo una maldición, Ikki acometió contra ambos, siendo transportado al punto a un espacio infinito donde la luz jugaba a placer con la mente del prisionero. Seiya, que quiso superarlos de un salto, hubo de retroceder cuando una multitud de rayos y de haces de luz ardiente estuvieron a punto de interceptarlo.

El santo de Fénix regresó del Laberinto en el momento justo en que el santo de Pegaso volvió a pisar el peldaño previo a donde estaban los dos autómatas; no era la primera vez que luchaba contra un maestro de las ilusiones y el espacio-tiempo.

—No soy Saga de Géminis, tampoco Kanon de Géminis —negó Eva, como leyendo la mente de Ikki, quien se encogió de hombros.

—¿No vas a luchar, santo de Cisne? —preguntó Adán—. Las bendiciones de Faetón, hijo de Helios, también están en mí. ¿Pondrás a prueba las llamas del sol?

—Creía que preferíais que los simios regresaran a la selva —respondió Hyoga, sin mucha paciencia a decir verdad. Los autómatas no rieron la broma, todavía no les llegaba la actualización del sentido del humor—. Ikki, Seiya, dejadme esto a mí.

Mientras que Seiya lo miraba con los ojos muy abiertos y la boca lista para decirle si se había dado un golpe en la cabeza, Ikki, más suspicaz, preguntó:

—¿Estás pensando en lo que dijo Shiryu? Un enemigo que suma toda nuestra fuerza.

—Creo que los autómatas clase Ex han estado copiando técnicas para otorgárselas a otro, que pueda hacer algo más que imitarlas. Alguien que pueda recogerlas y mejorarlas, alguien como el enemigo que enfrentó Shiryu. Machina.

—Todos son máquinas —dijo Seiya, impaciente.

—Deus ex machina —dijo Hyoga—. Un elemento del teatro griego. Ah, ¡no importa! —Él había aceptado confiar en aquel caballo mágico, ahora le tocaba a Seiya confiar en su intuición—. Después de estos dos hay un enemigo aún más peligroso. Y después, la Esfera de Mercurio, la verdad que buscamos. Tú debes conocerla, Seiya. ¡Debes!

Los dos autómatas esperaban en silencio, muy pacientes. A Hyoga le daban ganas de abrazarlos. Se notaba que solo podían obedecer órdenes simples.

—Llegaré a la Esfera de Mercurio —prometió Seiya—. Abridme camino.

—Así me gusta —dijo Hyoga, sonriendo cuando estuvo a punto de darle un buen puñetazo en la cara—. Ese es el Seiya al que tanto esperamos

—Hyoga —dijo Ikki—. No los mates.

No hizo falta decir nada más. Los santos de Cisne y Fénix asintieron, comprendiéndose, mientras que el santo de Pegaso ya fijaba la vista más allá, a donde debía estar.

Destruir a los Ex, haría que toda la información recopilada fuera a parar al autómata de clase Machina que les esperase más adelante. Por tanto, solo Hyoga, experto en el arte de congelación, podría hacer tiempo de la forma más eficiente. Estaban siendo demasiado optimistas al pensar que solo había un autómata de clase Machina cuando habían destruido a cien de clase Ex, pero aceptaban el riesgo, no les quedaba otra.

—¿Volveréis a intentarlo? —preguntó Adán, al ver que Seiya e Ikki se adelantaban.

—El Laberinto tiene cinco grados de dificultad —advirtió Eva—. Hierro, bronce, plata, oro y… —Meneó la cabeza con aire complaciente, sin siquiera susurrar el resto.  

Sin hacer caso a tales bravuconadas, Hyoga rodeó de Anillos los cuerpos de ambos oponentes. Piernas, brazos, torso cuello se vieron rodeados por círculos de hielo que la energía eléctrica despedida por Adán vaporizó en un mero nanosegundo.

Para entonces, sin embargo, ya Seiya e Ikki, rápidos como la luz, habían cruzado por mucho la frontera que los autómatas defendían. Adán miró a Eva, la más rápida de ambos, como indicándole que los persiguiera, y Hyoga aprovechó ese momento crucial para descargar sobre el modelo femenino la Ejecución Aurora, congelándola por completo en el preciso instante en que asentía y flexionaba las rodillas para el salto.

—¿Crees que puedes…? —En mitad de la frase, Hyoga ya estaba frente a Adán, liberando contra su rostro apenas sorprendido el Polvo de Diamante.

 

Como estelas de luz, los santos de Fénix y Pegaso fueron recorriendo una escalera interminable, hasta que comprendieron estar siendo presas de una ilusión.

—Maldita sea la mano de Buda —exclamó Ikki, deteniéndose.

—No se me había ocurrido que Buda estuviera también por aquí —comentó Seiya. Al ver que Ikki lo miraba con cara de pocos amigos, añadió—: Es una broma.

—Has crecido en unas cosas, y en otras eres igual, ¿no te da vergüenza?

—Si perder el sentido del humor ayuda a descubrir uno nuevo, avísame.

De pronto, una portentosa voz hizo estremecer todo aquel abismo:

—¿Es que los simios de la superficie no saben lo que es el silencio?

Apareció como venido de la nada, aunque era probable que siempre estuviese ahí, oculto bajo la técnica ilusoria de uno de los ángeles del Olimpo. Alto, medía dos metros y medio y lucía una notable musculatura bajo la armadura negra, con los miembros bien proporcionados. Un puñetazo de aquel hombre de rostro severo, como tallado en roca, sería pesado como el proverbial yunque que medía la distancia entre el cielo y el Tártaro. Y a pesar de eso, por el cosmos que despedía era claro que se hallaban ante un rival más rápido que ambos, sin llegar a ser inalcanzable como Daphnel.

—¿Quién eres? —cuestionó Seiya, que ya se había puesto en guardia.

—Machina —respondió el sujeto con irritación—. Veintidós bendiciones pesan sobre mis hombros, incluida la velocidad del de pies ligeros.

—Aquiles —gruñó Ikki entre dientes—. Te hemos preguntado…

Pero, así como Hyoga no había dado tregua a Adán y Eva, el autodenominado Machina golpeó al santo de Fénix en el estómago; el manto de bronce aguantó de milagro, agitándose por el duro impacto. Solo el orgullo de Ikki le permitió mantenerse firme ante aquel golpe terrible, por el que escupió sangre contra el negro peto del enemigo.

—Despreciable simio —soltó Machina antes de lanzar un nuevo puñetazo. Ikki pudo retroceder a tiempo, pero no fue capaz de evitar un corte cerca del ojo.

—Diablos, ¿dónde estaban estas cosas cuando la Tierra era amenazada por las fuerzas del mal? —acusó Seiya—. ¿Es que el Olimpo no quiere mantener la paz y la justicia en el mundo, tal y como promueve Atenea?

—Cuando yo vivía, la paz y la justicia se mantenían solas. Después llegó Zeus y los míos ascendieron. Me quedé solo errando en un mundo extraño, hasta que la dama Astrea me acogió. La cuidé de todo mal, la serví en todo lo que pude e incluso acepté a ese otro simio que la cuidaba junto a mí. Y ahora estás tú aquí. —Los ojos de Machina centellearon, fijos en Seiya—. ¡Tú! —bramó el autómata, cargando contra Seiya a la vez que Ikki acometía como el ave llameante, liberando el ardiente cosmos de Fénix. Machina lo esquivó a él como pasó a través de los cien millones de Meteoros de Seiya, agarrándole el rostro y estampándolo contra el suelo—. ¡Deja de mancillar mi paraíso, simio, vuelve a donde perteneces! ¡Suficiente carga es habitar el cuerpo creado por un diosecillo que nada sabe del Cielo, la Tierra y el Mar!

 

—¿Das la espalda al enemigo, Machina? —preguntó Ikki, cuyo cosmos crecía más allá de los límites del Séptimo Sentido, tal y como hiciera Shiryu al combatir a otro de esos autómatas clase Machina—. En la superficie, subestimar al enemigo se paga caro.

—Ridículo si… —Una patada alta de Seiya interrumpió a Machina, aunque sin moverlo. Aquel autómata era tan resistente como veloz.

En lugar de retomar el discurso, alzó a Seiya y lo arrojó como si fuera un trapo viejo.

—¿Ikki? —preguntó Seiya tan pronto aterrizó al lado de su amigo. Había recuperado el equilibrio en el aire, aunque sabía que el autómata ni se había molestado en herirlo.

El santo de Fénix asintió. Shiryu lo había hecho, aunque fuera de forma inconsciente. Su cosmos, sereno como el dragón, había llegado al paroxismo, la frontera entre la fuerza de los guerreros sagrados y el milagro de Elíseos. Habían visto el poder de los ángeles del Olimpo, aquellos que estaban más allá de los santos de Atenea, los espectros de Hades y los marinos de Poseidón; ninguno de ellos, ya fueran los héroes originales, ya las copias artificiales, podía compararse con el poder que por sus esfuerzos y su lealtad a Atenea habían alcanzado. Con esa fuerza, estaban convencidos, era posible desafiar incluso a los Astra Planeta, por eso el Hijo los había salvado.

No recurrirían a ese poder, no se convertirían en los peones de ese dios innominado.

—Tendré cuidado —dijo Ikki, lleno de un cosmos tranquilo, extraño en él. Incluso quien vivió una infancia tan tormentosa, hallaba la paz cuando entraba en comunión con la sangre de Atenea presente en su manto de bronce—. ¿Lo tendrás tú? Es una mujer.

Quien les esperaba más arriba. La que ordenó a todos esos autómatas que tomaran las técnicas de los ángeles y les hicieran frente, era Astrea, ángel de la Justicia.

—¿Piensas que no haré lo que tengo que hacer? —cuestionó Seiya, molesto—. Shiryu lo hizo. También Hyoga lucha y tú harás otro tanto. ¿Crees que no puedo…?

Sin poder terminar la frase, el santo de Pegaso sacudió la cabeza.

—Eres todo un caballero, Seiya. Eso no es malo. Quisiera librarte de ser como yo.

El interpelado no pudo menos que reír.

—Tranquilo, amigo, ¡nadie podría ser tan huraño como tú!

En eso, Ikki se permitió una sonrisa. Machina no se había movido hasta ahora, observándolos con los brazos cruzados, pero ellos tampoco habían cruzado el punto que él defendía. Al igual que Adán y Eva, aquel autómata seguía las órdenes al pie de la letra, carecía de la forma de pensar de los humanos actuales.

—¿Piensas darme la espalda, simio? —dijo Machina al ver que Seiya miraba arriba.

—Parece que lo robáis todo —espetó Ikki, interponiéndose entre el santo de Pegaso y el autómata—. ¿Ni siquiera puedes inventar tus propias bravuconadas, hojalata?

 

Era ahora o nunca. Más allá de Machina estaba la posibilidad de lograr para la Tierra una paz perdurable. Ya había habido una guerra entre los vivos y los muertos, ya habían muerto muchas personas. Harto de las pruebas de Narciso de Venus, se llenó de un cosmos avasallador, semejante a aquel que despertara Shiryu y el que despedía Ikki, igual al que sentiría muy pronto en Hyoga, sin duda alguna. En ese estado en el que los límites de las leyes físicas se volvían relativos, saltó, más rápido que la luz.

Machina también acometió contra él a esa velocidad imposible. De Aquiles le venía la rapidez, así que sin duda habría podido cortarle las alas antes de emprender el vuelo, si Ikki no hubiese placado la espalda que con tanta soberbia le revelaba, desprotegida.

Fue un impacto brutal. Las Alas del Fénix consumieron por completo al autómata, el propio Ikki y la plataforma sobre la que ambos estaban. Seiya pudo ver de reojo cómo los combatientes seguían intercambiando golpes en otro de los peldaños de la escalera celestial, la cual no tardó en ser borrada la faz de los cielos. Aquello tenía tan poco sentido como que los hombres se movieran más rápido que la mayor velocidad del universo, hasta alguien como Seiya sabía que la luz se componía de fotones, una partícula semejante a las que componían los átomos. Una partícula que no podía ser destruida, y que sin embargo, había sido borrada ante sus propios ojos.

Siendo testigo de tal poder,  Seiya pudo comprender por qué su existencia y la de sus hermanos era tan peligrosa. Pero comprender no era lo mismo que aceptar, él quería la paz para la humanidad y la obtendría, al costo que fuera.

 

Tras diez asaltos en que destruyeron igual número de peldaños de luz, sin que ni el robusto cuerpo de Machina ni el manto de Fénix, bendito por Atenea, sufrieran daños severos, Ikki dejó de percibir a Seiya. Había llegado hasta Astrea, sin duda.

—Que un simio vaya a respirar el mismo aire que la dama Astrea —lamentó Machina, sacudiendo la cabeza—. Incluso si así debía ser, se siente como un fracaso.

—¿Así debía…? —Por esa vez, Ikki se permitió mostrar asombro—. ¿Dices que tú y aquellos dos, que todos vosotros esperabais que Seiya llegara a la cima? ¡Responde, Machina! ¿Todo este tiempo habéis jugado con nosotros?

Esa información no estaba entre lo que descubrió gracias al Puño Fantasma, aunque bien pensado, la mente de un ser artificial no tenía que ser fiable.

—Ipsen.

—¿Qué?

—Ese es mi nombre, simio. De cuando era humano, un humano auténtico.

—El mío es Ikki. Ikki de Fénix.

Era un principio elemental entre los guerreros sagrados. Algo que los diferenciaba de simples máquinas de guerra. Eran hombres, seres con pensamientos propios que habían decidido seguir a un dios porque comulgaban con su forma de ver el mundo.

Si lo pensaba, Ikki no seguía a ningún dios, ni siquiera a Atenea. Luchaba en el bando que luchaba por él mismo. Y por sus hermanos.

Aun así, en ese momento, se enorgulleció de luchar como un santo de Atenea.

Los combatientes retomaron la batalla, que redujo a la nada toda la escalera celestial.

 

***

 

A la sombra de la Esfera de Mercurio, meditando sobre una flor de loto hecha de luz dorada, un ser celestial esperaba paciente la llegada de Seiya.

Tan pronto el santo de Pegaso aterrizó en uno de los pétalos, sintió dos agitaciones en su alma. La primera lo afectó como hombre, pues más allá de la delicada armadura que cubría al ángel, la mitad de ébano con detalles de brillante bronce, la otra mitad de puro blancor con figuras doradas, estando ambas partes unidas por líneas argénteas, se hallaba ante el ser más hermoso que había conocido. El cabello, de un imposible tono azul, le caía lacio por la espalda. Los ojos lo miraban, limpios bajo largas y cuidadas pestañas. Los labios carnosos le sonreían, insinuando unos dientes blancos como perlas. La piel carecía de mácula, por supuesto, y todo el cuerpo de la guerrera celestial se adecuaba a la proporción ideal de la que Seiya no tenía la más remota idea.

Pudo reponerse de esa primera impresión, porque Seiya no era un hombre de mujeres, como nunca fue de esos jóvenes que vivían en torno a las fiestas, las mujeres y otras frivolidades. La segunda fue más acuciante: aquella mujer le recordaba a Shaka; la misma sensación que tuvo en el templo de Virgo, cuando era solo un novato que apenas se iba abriendo a los secretos del cosmos, la tenía ahora.

—Astrea —se presentó el ángel, alzándose con una elegancia sin par. Una espada de cosmos apareció en su mano, la cual la tomaba como un ramo de rosas—. Ángel de la Justicia, sexta virtud zodiacal y guardiana del cielo. ¿Y tú eres Seiya, verdad?

En lugar de responder, Seiya, con la vista fija en la Esfera de Mercurio, ejecutó los Meteoros. Cien millones de puños de luz atravesaron en un segundo la distancia que separaba al mortal del ángel, deteniendo esta todos y cada uno de los golpes. Negándose a retroceder, Seiya fue una vez más a aquel estado que excedía el Séptimo Sentido, decidido a tratar a ese enemigo como trató al mismo Caronte. Por un rato, Astrea siguió deteniendo los ataques, también más rápida que la luz, también poseedora de la Octava Consciencia, todo con una sola mano, hasta que falló una sola vez.

—¿Qué? —exclamó Seiya, sorprendido. Ninguno de sus puños había alcanzado a Astrea, pero la energía que proyectaba sí que llegó a impactar contra su ojo, sin siquiera estremecerlo. Era como si nunca se hubiese dado el impacto.

—Veintiocho bendiciones anidan en mi pecho —aclaró el ángel—. La invulnerabilidad de Gautier es una de ellas. No vas a dañarme, no sin el milagro de Elíseos.

—¡Lo sabía! —En vez de irritarse, Seiya soltó un aplauso que asombró a Astrea, volviéndola aún más odiosamente encantadora de lo que era en reposo—. No eres una mujer, eres un robot, como los otros.

Astrea pudo contener a duras penas las ganas de reír.

—Me has descubierto. Sí, soy un ángel del Olimpo y también uno de los doce autómatas creados por Hefesto para honrar a su esposa, la diosa del amor. Los de clase Ex recogen la información de quienes enfrentan, para copiarla y transmitirla; no les es posible usar más poder que el que copiaron, por eso habéis podido derrotar a tantos de mis amigos, a pesar de que algunos portaban armas sagradas. En cambio, los de clase Machina, reciben esa información y la mejoran.

—¿Entonces tú eres como el robot que enfrentó Shiryu? ¿Y el que pelea con Ikki?

—Mi querido Maurice, tan apasionado —dijo el ángel, alzando la espada de cosmos con aquella mano oscura que contrastaba con la otra, la que detuvo la mayoría de los golpes de Seiya—. Mi bien amado Ipsen, tan leal. Los amo, por eso los rescaté de la vil tempestad de Crono, mas te equivocas, Seiya de Pegaso, no soy igual que ellos.

—Ya, eres un robot femenino.

—Autómata de clase Deus. Soy capaz de recoger, recibir e incluso crear información. Soy la élite del ejército de Venus, que ahora está al mando de Narciso.

Fue ese el momento en que la lucha entre Ikki e Ipsen se recrudeció. Una nova de destrucción ilimitada consumió la mitad superior de la escalera celestial, negando cualquier retirada. Seiya, que nunca pensó en tal cosa, no miró atrás. 

—¿Y eso nos convierte en enemigos? —cuestionó Seiya.

—Dentro de doce minutos —empezó a decir el ángel, prosiguiendo incluso cuando el santo de Pegaso puso los ojos en blanco—, tomaré el cosmos de tus amigos, Hyoga de Cisne e Ikki de Fénix. Con ese poder, incluso podré desafiar la voluntad de Narciso y tomar a tu otro amigo, Shiryu de Dragón. A ti te dejaré para el final. Estoy muy sola en el cielo y cuatro guardianes ya no son suficientes.

—¿Cuatro guardianes? —preguntó Seiya con asombro.

—Por cada raza humana, un elegido —dijo Astrea—. Tú eres de la raza de héroes. Te quiero para mí. Si aceptas, podrás vivir aquí en el cielo conmigo.

—Ni loco.

—Sabía que dirías eso.

Sin pensarlo, pateó el suelo. Notaba los esfuerzos de Hyoga e Ikki, así no los viera. Los dos luchaban contra los tres autómatas con todo su ser. No sobraba el tiempo.

—Apártate —dijo Seiya—. O te aparto.

—De entre mis veintiocho habilidades, ver el futuro es mi favorita —comentó el ángel, sonriendo al ver que Seiya volvía arrojarse hacia ella, golpeando cada vez más y más rápido, aunque siempre de frente. Le era fácil, por tanto, bloquear todos los puñetazos mientras hablaba—. Si entras en la Esfera de Mercurio, el destino del universo será tan azaroso como lanzar una moneda al aire. Todo podría ser destruido, o más bien, todo será destruido, la diferencia radica en qué mundo sustituirá a este.

Concentrando todos los golpes en un solo Cometa, Seiya impactó contra el dedo extendido de Astrea, el cual ni tan siquiera se dobló.

—¿Dónde estabas tú cuando Caronte hacía pedazos el cielo? —cuestionó Seiya.

—Esperándote —respondió el ángel, sincera—. Deja de esforzarte. El poder necesario para vencer mis bendiciones, no lo vas a usar, así que mejor dejemos esto.

—Ya, ya, déjame adivinar. Eres la más fuerte de todos los ángeles. Invencible.

—¿Qué? No, Cratos es el más fuerte de todos los ángeles. Y yo no soy invencible, ganaría ochenta de cien encuentros contigo, si no usas todo tu poder.

Todo lo dijo Astrea con una honestidad que desarmaba a Seiya. No esperaba eso.

—¿Perderíais veinte…? —preguntó Seiya, dejando caer lo que eso implicaba.

—Sí, y nunca he perdido una pelea, porque no lucho cuando puedo perder —aclaró el ángel—. Así que te lo repito: dejemos esto y vete.

—¿Puedo seguir?

—Claro. Tienes diez minutos antes de que me coma a tus amigos.

—¡Tenía doce hace un momento!

—Y tendrás nueve si no corres.

Seiya no podía creérselo. Tanto tiempo perdido solo por capricho de aquel robot. Mientras las batallas de sus hermanos alcanzaban su punto máximo, él corrió hasta adentrarse en la Esfera de Mercurio, al tiempo que oía una voz en su mente.

Segunda prueba concluida —aclaró Narciso de Venus.

 

***

 

Desde la muerte de la primera astral, Galatea, durante la Guerra del Hijo, nadie había visitado la Esfera de Mercurio, enlace entre Creador y Creación; si acaso, se quedaban en la superficie, la capa externa. Incluso con la capacidad profética que había obtenido, Astrea era incapaz de saber lo que ocurriría dentro del último peldaño entre el universo y los dioses. Solo veía las consecuencias. Un nuevo conflicto, más vasto y sanguinario que cualquiera de los que hubo antes, todo a merced del azar. Cincuenta contra cincuenta, como lanzar una moneda al aire.

Y Narciso de Venus estaba de acuerdo con eso. Ella le había advertido de las implicaciones, mientras los invasores se entretenían con los amigos de Maurice. Él se unió al autómata que tomó tiempo ha la técnica de teletransporte automático de la chica inalcanzable, Daphnel, como un caballo, volviéndola todavía más inalcanzable, aunque sin advertirle del ataque traicionero del chico de hielo. Después, ayudó a uno de  esos cuatro mortales tan peligrosos, sin duda sabiendo lo que se proponía.

Devorar los cosmos de los peones del Hijo le daría acceso al milagro de Elíseos. Una vez lo poseyera, Maurice, Ipsen, Heldalf y Luceid podrían ir con ella a todas partes, y al Tártaro con todos los que lo vieran mal, fueran los Astra Planeta o los dioses ausentes. Sería una heroína llegados a ese punto, habría detenido los planes del dios innominado para alzarse de nuevo, ¿quién podría negarle un premio? Ella, que siempre había servido con lealtad a los dioses, había recibido a cambio un puesto condenado a la soledad. Solo aquellas máquinas le daban el dulce calor de la obediencia, y estaba obligada a mantener en secreto a las más amorosas, las más queridas.

Claro que era culpa suya encandilarse de los hombres que desafiaban a los dioses. Esa forma de vida tan antinatural le resultaba fascinante. Un autómata no podía ser así, un autómata seguía unas órdenes claras y precisas.

Las suyas eran guardar la Esfera de Mercurio durante milenios. A veces lo hacía con la fuerza, otras con el engaño. Cansando a cien ángeles con igual número de autómatas, incluyendo a su guardia personal, bien pertrechada con armas sagradas menores, envió a Heldalf y Luceid para que les sirvieran de guía al interior de la Esfera de Mercurio, en cuya frontera ahora dormían como un anillo de cien hombres. Había dioses en el reino de Morfeo, mil, de hecho, así que no era ninguna mentira decir que estaban con los dioses. Tan benévola era la Hipnoterapia con los seres humanos.

—Menos mal que no insistió en pelear conmigo —confesó el ángel haciendo un mohín—, me habría metido en un buen lío si esos ángeles despertaban.

Todo sería distinto una vez pasaran los ocho minutos necesarios, aunque ya ella misma se sentía henchida de cosmos. Las fuerzas de los santos de Cisne y Fénix eran tremendas de por sí. Cuando tuviera todo, podría convertir a Ipsen, Luceid y Heldalf en autómatas clase Deus, como ella. Con ese cosmos infinito y el Templo de Hefesto, no habría límites. Y Maurice, su querido Maurice sería el mejor de todos.

—Baila para mí —pidió el ángel, apuntando con la espada hacia el abismo en que luchaban aquellos hombres mortal—. ¡Baila, como la primera vez!

Sería maravilloso, si ella salía triunfante, todo sería maravilloso.

No obstante, ella se contaba entre las mejores obras de Hefesto. Ni se limitaba a copiar, ni a recibir, pensaba. Podía entender, así que las posibilidades estaban en su contra. Seiya de Pegaso había salido airoso de muchos desafíos. Incluso del mismo Hades.

Miró a la Esfera de Mercurio, ya habiendo bajado la espada de cosmos en que dormitaba el alma de Maurice, herida por las fauces del dragón.

—Si tú triunfas, yo fracaso —dijo el ángel—. Si tú fracasas, el universo entero desaparecerá ante mis ojos. En un mundo sin tiempo, ni espacio, ni materia, ¿a dónde irán mis amigos, a dónde irán mis amores? Lucharé, pase lo que pase, lucharé. Aun así… Yo… —Bajó el rostro, teñido de un encantador rubor.

Descubría entonces que aunque no llegara a ser poderosa y libre como quería, esperaba que el santo de Pegaso supiese qué hacer con la verdad que le sería revelada. Fuera la que fuese. De eso dependía toda la Creación, de lo que un mortal hiciese con la verdad.

—¿Una moneda? —rio el ángel—. ¡Nada de cincuenta contra cincuenta!

Las posibilidades de todos, incluida ella, eran de noventa y nueve contra uno.


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Publicado 27 noviembre 2023 - 11:29

Saludos

 

Capítulo 183. Señores del Hades

 

Mientras un hombre sintiera dolor, podía convencerse de que estaba vivo. Siendo así, la muerte no existía más que en el bendito Elíseo. Los hombres sufrían en el inframundo más de lo que lo habían hecho en vida, y Nimrod, aplastado por millones de cuerpos, perdiendo la vitalidad a merced de tan viles vampiros, sufría más que los muertos.

Porque el dolor del Hades no era algo que terminara una vez los sentidos colapsaban. Era algo más profundo. En el caso de Nimrod de Cáncer, dolor significaba rendición y derrota. Había fracasado en la única cosa por la que seguía existiendo.

—Perdóname —dijo el viejo, como hiciese trece años atrás a través de diez mil gargantas redimidas—, perdóname, Atenea. No puedo…

¿Cómo había hecho aquel chico de Orión para dominar todo ese sufrimiento y volverse el Portador del Dolor? Tal vez nunca lo dominó, quizá se entregó a él como un simple sirviente, cosa que Nimrod no podía hacer. Solo a una diosa podía servir.

Sintió un estremecimiento. La presión del río y de los cuerpos apretujados contra él en perpetua violencia, con pálidos soldados golpeando a otros muertos vivientes para poder llegar a esa fuente sempiterna de vida, empezó a disminuir. Nimrod de Cáncer, sin un cuerpo que le respondiera, percibió no a través de los sentidos que solo los guerreros sagrados despertaban de verdad, sino mediante la conexión que lo unía a ese río de perfidia. Por un momento, él fue el río y el río fue él.

Así vio a mil veces mil soldados que acudían para ayudarlo. Pálidos como eran cuando transportados por el Aqueronte ascendieron a la superficie para alzar sus armas, hierro oscuro del Hades, contra los fieles de Atenea. Nimrod quiso reír y no pudo, porque no tenía boca, quiso llorar y no le fue posible, porque ya no le quedaban lágrimas al saco de huesos molidos que malvivía entre tamaño montón de basura inhumana. ¿De qué iban a servir todas esas armas, que solo mataban a los vivos, contra los muertos?

Entonces sintió la punzada de dolor más semejante al placer que jamás había sentido, porque desde el momento en que se unió al río, no pudo cortar la conexión, y a Aqueronte le dolía como el demonio que esas espadas y lanzas cruzasen por sus aguas.

Brillaban con luz propia, todas ellas, como un eco del cosmos que jamás despertaron todos aquellos desgraciados y que ahora, en la muerte, ¡la segunda muerte!, anunciaba que siempre había estado ahí. Que tal vez todos los seres vivos tenían un universo en el interior, solo que eran pocos los que tenían permitido conocerlo. Solo los más indignos, los que tenían que probar ser merecedores de un don que poseyeron en el pasado, tenían derecho y eso no había cambiado ni siquiera ahora. Aquello no era fruto del esfuerzo, sino un milagro de la diosa, ¡eran soldados de la diosa los que venían a rescatarlo!

Santos de Atenea, santos de hierro. El negror de las armas alumbró la oscura y amarillenta sustancia que todo lo rodeaba, dañando al dios río, destruyendo por cada golpe diez mil cuerpos. El sacrificio era grande, por supuesto. Tras cada ataque, el cuerpo de un santo de hierro se evaporaba, fundiéndose con el Aqueronte al que una vez, en el remoto pasado, cayera esa misma alma al no poder aceptar la muerte. Por rescatarle, estaban regresando a esa horrenda prisión infernal que era el miedo humano, aunque Nimrod de Cáncer había nacido con el único fin de rescatarlos a ellos. Recordaba ese plan desde el momento de su alumbramiento: así como él fue redimido, todos los guardias del Santuario muertos a lo largo de diez mil años tendrían una nueva oportunidad, un segundo juicio; solo necesitaba esperar a una guerra terrible entre los vivos y los muertos que obligase a Aqueronte a levantar miles y miles de soldados. Solo necesitaba que eso ocurriera, y eso ocurrió, de modo que con su poder pudo liberarlos.

Ahora el círculo se completaba, ellos se sacrificaban para abrirle camino. Él mismo llamó para sí cada chispa de cosmos robado, reventando los cuerpos que lo rodeaban y vaporizando el agua amarillenta de alrededor. El cuerpo de Nimrod de Cáncer se renovó enseguida, aunque todo el dolor seguía allí presente, royéndolo como una rata a un hueso. Ignorando la minucia que era su propio espíritu destrozado, empezó a golpear hacia abajo. Tantos eran los que le rodeaban que el agua ya no entraba desde arriba ni de los lados, como una caverna que temblaba más y más por el sacrificio de los santos de hierro, pero al abrir él un túnel, se llenó las rodillas del Aqueronte, de sí mismo.

Aqueronte estaba cabreadísimo. Las armas de los santos de hierro eran el poder de Atenea manifestándose en el Hades con toda su magnitud.

—¡Es tu reina, imbécil! —gritó Nimrod con la boca y dientes restaurados. La sentía infectada todavía, cada muela cariada, la garganta en fuego vivo. Por eso gritaba y excavaba sin descanso—. ¡Arrodíllate ante ella!

Pronto, cuando ya el Aqueronte le llegaba a los hombros, notó que sería fácil descender. Los santos de hierro atacaban a la masa de soldados desde todas direcciones.

Se zambulló para unírseles.

Aun con fuerzas renovadas y un ejército respaldándole, fue una lucha larga. No podía desperdiciar cosmos, esto era más bien algo contraproducente y la conexión de Nimrod con el Aqueronte daba la simple, y sin embargo útil ventaja de conservar para sí todo ese poder suyo. Así que golpeaba como un hombre mortal, siempre enfermo y viejo, aunque ya no moribundo, sino vital en el sufrimiento sempiterno. Destruía sin descanso, viendo cómo más y más enemigos se sumaban mientras los aliados se mermaban segundo a segundo, hasta que comprendió que era una lucha inútil.

Aquellos miserables sin cosmos, no podían despertar a la Octava Consciencia, pues nunca poseyeron el Séptimo Sentido. Permanecerían en el Aqueronte pasara lo que pasara, incluso los que tuvieron una segunda oportunidad la estaban gastando por él. Aun si la luz de Atenea eliminaba los cuerpos y repelía las almas, prisioneras del mal, era muy posible que regresaran al río del dolor con el tiempo, si no es que inevitable.

De modo que dio la vuelta, se retiró como solían hacerlo los de su clase. Le sorprendió sentir revueltas las tripas cuando ya se había acostumbrado a que respirar era sufrir. Ahí dejaba a los santos de hierro, luchando mientras él huía hacia adelante.

Solo que no los estaba dejando atrás.

«Me siento fuerte —reflexionó tras liberar, con un puñetazo contra uno de los tantos cadáveres que le perseguían, una onda de choque que barrió todo a kilómetros.»

No era cosmos, sino algo más, algo distinto, especial. Puro poder logrado a través de la suma de cien mil voluntades. El hombre de los diez mil nombres, Nimrod de Cáncer, sintió por primera vez que las almas que liberó en la superficie bendiciendo las armas de los santos de hierro, habían ido a parar a él a través de la sustancia infernal que tragaba cada que abría la boca. Henchido de ese tremendo impulso, había repelido por igual los cuerpos que le negaban el acceso a las profundidades y las pestilentes aguas del infierno, pues ese vigor bendito no era algo que Aqueronte pudiera robarle.

Cayó a través de ese vacío sin vida, con las manos juntas hacia abajo como si solo fuese a bucear. Era la punta de una gran cuña de oscuridad formada por novecientos mil guardias, la cual, lejos de ser aplastada por el Aqueronte, que pronto llenó aquel vacío con toda su rabia, siguió avanzando. Millones y millones de almas se les interponían, costando el sacrificio de miles de guardias para abrir paso. Los santos de hierro que Nimrod de Cáncer comandaba eran como un único rayo atravesando un tifón de almas malditas, un rombo que atravesaba las profundidades del Aqueronte y que no dejaba tiempo para el descanso, pues quienes lo componían no habían logrado descansar jamás. Al igual que Nimrod de Cáncer, la muerte había sido para ellos vida, dolorosa vida.

Fue la parte más dura del trayecto, se sintió la más larga, aunque no lo era. Nimrod golpeaba y desintegraba todo abajo, los demás morían detrás de él, bloqueando los ataques que venían desde todas las direcciones. Con cada muerte de un camarada, el dolor se iba haciendo más llevadero. Un millón de guardias podía soportar todo el dolor de la humanidad, pues no eran hombres comunes, sino santos de Atenea.

Santos de hierro. Y él era Nimrod, Nimrod del hierro, la encarnación de la promesa de que un día, todos los que servían a Atenea podrían luchar al lado de la diosa.

«Pensar que un viejo como yo iba a encandilarse por un sueño infantil.»

Con aquellos pensamientos llegó al final. Por supuesto, no le sorprendió en absoluto que lo que allí hubiera fuera él mismo, con la flecha de Sagitario atravesándole el corazón.

«Yo soy tú y tú eres yo —reflexionó el hombre de un millón de rostros.»

Toda la guardia del Santuario se había sacrificado para que él llegara hasta allí. Ahora dormían, complacidos, en su corazón, mientras que el resto de miserables prisioneros del Aqueronte eran parte de ese río infernal.

Como partidas por el cayado del mismo Moisés, las aguas del Aqueronte se dividieron, o más bien fueron a parar al tapón mayor, el cuerpo que era idéntico a Nimrod de Cáncer. Alma tras alma, millones y millones de seres humanos, llenaron un cuerpo viejo y debilitado por la Enfermedad, hasta que el dios del dolor tuvo fuerzas para levantarse, ya cubierto por un majestuoso manto mortuorio con líneas de brillante amarillo, picudo. Los ojos lo observaban, enrojecidos, bajo las pobladas cejas; no tenía pelo en la cabeza, como podía adivinarse tras la sencilla diadema que usaba como corona, aunque sí que le caía en abundancia desde las sienes hasta los hombros y espalda, por no hablar de la barba y el bigote, largos como los de un mago de cuento. Era un ser viejo, muy, muy viejo, y aun así poderoso, con la musculatura y complexión de un guerrero, y, sobraba decirlo, más alto que Nimrod de Cáncer. Era un dios, por supuesto que sería más alto que un mortal, lo bastante como para que estos estuviesen arrodillados lo quisieran o no.

—Todo el dolor de la humanidad —dijo Aqueronte, tocándole el corazón con su largo dedo—, está presente en ti.

—Una gota en el océano —admitió Nimrod, con una humildad que contrastó con el acto siguiente. Veloz y decidido, agarró la flecha Enfermedad. En el proceso, la mano de Aqueronte había atravesado su cuerpo como si este fuera solo gelatina. Lo había matado con una sencillez aterradora, porque era un dios y él era un mortal, porque frente al universo, la Tierra y quienes la habitaban eran solo una mota de polvo—. ¿Saciarás al hambriento, dios del dolor? He viajado a través de tus aguas y tengo mucha sed.

—Yo soy el hambriento, mortal. Y serás tú quien me sacie.

«No es como si te gustase ni nada de eso, ¿verdad?»

La voz interna del caído Nimrod de Cáncer habló todo lo que no podía la lengua, llena de la sangre que bajaba por la barba y goteaba hacia el suelo.

Sin un corazón latiéndole, debería quedarse muerto, y sin embargo vivía, porque sufría. Y porque era parte del río Aqueronte. Tenía un millón de vidas que quemar, así que, agarrando con fuerza la flecha dorada, la enterró más en el dios, que lo observaba con aquella mirada febril. El cuerpo de Aqueronte empezó a hundirse sobre sí mismo, tornándose en una figura de aguas amarillentas que al punto entró en él, atravesando los poros de la piel descubierta del santo de Cáncer.

Por un solo instante, todo el dolor del universo lo embargó, aplastando cada una de las almas que lo conformaban, las cuales resistían con el mismo éxito que un montón de niños tratando de sostener un edificio que caía sobre ellos.

Terminó rápido, pero el dolor cambiaba la perspectiva. Fue para él una auténtica eternidad, ni todo el viaje por el Aqueronte cabría en ese instante.

—¿Estoy vivo? —se preguntó al final Nimrod, con labios limpios de sangre, con pulmones llenos de aire puro. Ninguna antigua herida, ninguna de las incontables enfermedades que padeció a través de cada una de sus células, estaba presente. Había resucitado, obtenido una nueva vida atada al Hades. El Aqueronte seguía separado, como montañas amarillas, infinitas en su altitud; incluso el manto de Cáncer tardó un rato en llegar a cubrirle cuando lo llamó—. He sobrevivido —decidió, asombrado, mientras se miraba. Ya no había dolor. Ni un gramo. No sentía nada.

Nunca antes había estado tan muerto como en ese momento.

 

***

 

Llegaba el final de la obra, el tercer acto, el mejor de todos. Lo demás era solo el preludio, preparando a un público febril para lo que en verdad habían venido a escuchar.

Febril era una buena palabra para describir a Flegetonte. Los monstruos que lo formaban, o más bien, que escudaban como una Abominación la verdadera esencia de Flegetonte, donde debía estar clavada la flecha Hambre, se relamían con salvaje descaro por el festín que iban a tener. ¡Una heroína caída en desgracia, nada menos!

Porque ella era la heroína, por supuesto, no en base a ninguna menudencia moral, sino por la grandeza de su alma y sus actos. Estaba en el foco principal de su obra, apoyada siempre por la productora, Akasha de Virgo. Desde un principio su querida amiga fue consciente de que el Ocaso de los Dioses la llevaría a la muerte, que alguien tenía que morir para que los rencores de los habitantes del antiguo orden no destruyeran el nuevo. Al final, murió, lo hizo de la peor manera posible y sin lograr nada. Por eso la obra era una tragedia griega, porque el destino, lejos de esas blandas leyes divinas de la ficción moderna, que tantos habían quebrantado, impuso su impronta por igual en quienes solo tenían buenas intenciones y quienes ni siquiera tuvieron eso en cuenta. La justicia divina fue brutal con todos, arrastrándolos al mismo Hades. Lucile de Leo fracasó incluso al vengar a su amiga, quien iba a cambiar todo el mundo no pudo cambiar siquiera su propia vida, que terminaba pronto como lo hacían todas las vidas importantes. ¿Y los que vivían demasiado? Acababan languideciendo, como esos dioses del Zodiaco, poderosos a través de los milenios, simples mortales después de todo.

Con tan deliciosa ironía, de héroes destruyéndose entre sí, ¿cómo no estaría ansioso el monumento viviente a todos los monstruos que jamás existieron? Devoraría a Lucile como había degustado su ascenso y caída. El orgullo de los héroes era banquete de los monstruos desde mucho antes de la actual era de hombres comunes y corrientes.

Huir era inútil. Atrás, el látigo de Tisífone; delante, trescientas manos capaces de aplastarla, por no hablar de la persecución de miles de keres. Quizá eso llenaba a Flegetonte de cierto grado de complacencia, animándolo a acercar con lentitud las enormes garras. Quizá era que la música lo había amansado, como quedaba reflejado en el estado de reposo de todos los monstruos que conformaban el abominable caparazón del dios de la cólera. Fuera como fuese, Lucile no se apuró, saboreó ese momento de franca derrota así el riesgo de morir por accidente fuera mayúsculo. Además, le convenía que Flegetonte se acercara lo más posible. Asió la vara con delicadeza.

Según el coro y los instrumentos, hechos todos del fuego del infierno magnificado por el cosmos de Lucile, eco de la divinidad latente en la Esfera de Plutón, bajaban el tono y la intensidad a merced de la caída de la heroína, las keres los iban destrozando. Caían sobre aquellos gigantes sin vida como un enjambre, uno a uno, sin dividir fuerzas, y el resultado era brutal y por tanto muy divertido. Aquellas arpías estaban masacrando a seres que nunca tuvieron vida, para empezar, solo porque no podían acercarse a Lucile. Todavía no. El cosmos de la santa de Leo había alcanzado el paroxismo en esa eternidad de concierto, había conectado con su don divino como nunca antes.

Sin un coro que la acompañara, sin un solo instrumento que diera a aquella pantomima la apariencia de concierto, era el momento de hacer un solo. Alzó la vara ante la destrucción de sus criaturas, y cantó, cantó el clímax de su existencia terrenal.

Muerta e ignorada, había acabado entre el los vientos fríos de Cocito, dando inicio a una eternidad de dolor. Incluso la ambición de poder iniciar una insurrección en ese infierno, mediante su voz, se derritió entre sus manos, o más bien se congeló. Cuanto más ardía el cosmos allí, con más virulencia helaba el dios de las lamentaciones.  Hasta el cero absoluto, y más allá, el punto de congelación en que las almas dejaban de sentir y hasta los átomos que conformaban la materia de los cielos se detenían. Parecía el fin, el destino trágico al que todos los héroes verdaderos estaban abocados.

Solo que no todas las obras de la Antigüedad acababan en tragedia. A veces bajaba del cielo un dios a arreglarlo todo, pues el destino de los hombres es el entretenimiento de los inmortales. A ella no fue visitarla una diosa cualquiera, sino la diosa de la guerra y la sabiduría en persona. Que todo el tiempo un alma tan grandiosa estuviera durmiendo en el cuerpo de su visionaria y en exceso ingenua amiga le sorprendió menos que ese mero hecho. ¡No esperaba ver en vida, o en muerte mejor dicho, semejante Deus ex Machina! Así fue como Lucile de Leo se salvó de la condena eterna, así fue como tuvo la oportunidad de llevar a cabo su obra magna, aunque con un público inesperado.

Si no se le permitió traer empatía y claridad a la raza humana, ahora dio paz y orden a todos los monstruos que murieron como monstruos. Así terminaba su canto, revelándose no como el auge, caída y regreso de una heroína, sino como un plan bien calculado para desarmar al dios de la cólera. Que este estuviera furioso y a un solo movimiento de destrozar a Lucile era un riesgo necesario, por supuesto.

Flegetonte abrió su boca, oculta en el rostro de sombras. El mero aliento, como llamas de dragón, sobrecalentó el manto de oro de Lucile, hirviendo hasta el último de los poros de la perfecta piel bajo la coraza. Pero no gritó, ya habría tiempo de gritar después. Más rápida que la luz, acometió contra el dios y golpeó su pecho con la vara.

Pudo ver cómo los monstruos despertaban a la vez, todos, solo para empezar a caer al fuego como cenizas. También cayeron los brazos y las alas. La Abominación entera se deshizo mientras Lucile sentía que las quemaduras crecían, consumiéndole primero la piel, luego la carne y después los huesos. El cuerpo espiritual de la Bruja que sedujo a un sinnúmero de monstruos quedó borrado de la faz del infierno al mismo tiempo que se revelaba el auténtico cuerpo de Flegetonte: una sombra andrógina, de largos cabellos hechos de unas llamas tan calientes que eran blancas, ancestrales bestias que el hombre jamás conoció bajo la membrana de su piel acorazada, y unos ojos de rubí que la miraban con fría cólera. Una flecha dorada le atravesaba el pecho. Hambre.

Ahora Lucile era solo un alma vulnerable. Flegetonte solo necesitaba respirar para apartarla del ciclo de reencarnaciones. Otro riesgo necesario. Bruja como era, voló hasta Flegetonte y golpeó la flecha con la vara en que reposaba toda su canción, todo su ser.

—Ven a mí, hija mía —saludó Flegetonte.

—Teniendo tres padres —dijo Lucile, pensando en los que la engendraron, el que le dio un futuro brillante y el tercero, que por accidente la encumbró por sobre el resto de mortales—, ¿por qué no tener cuatro?

Después de todo, aquellos compañeros suyos se habían quedado con la idea de que era un monstruo por lo que pensaba hacer. ¿Por qué no aceptarlo?

Flegetonte respiró, y Lucile de Leo fue borrada por las llamas del infierno, solo quedando la vara de luz flotando entre el vacío y Flegetonte. Esta, adquiriendo vida propia, se clavó en el cuerpo del dios de la cólera, partiendo en cuatro mitades el Hambre que había mantenido mansos a los monstruos del río infernal. Allí fueron todos los pensamientos, pasiones y deseos de Lucile, allí fue la propia Lucile, a un nuevo vientre materno en el que poder renacer.

El cuerpo de Flegetonte, una armadura viviente hecha de pura oscuridad, se agrietó como una figura de cristal, dejando escapar un torbellino de llamas aún más calientes que las más ardientes estrellas del universo. Aquella era la verdadera forma de aquella alma divina, una supernova que cubrió todo, atrayendo después tras de sí las voluntades y resentimientos de incontables monstruos, como un agujero negro que todo lo consumía. En el centro de ese centro gravitatorio en el que se condensaba todo el poder del río de la cólera, apareció una mujer libre de toda prenda, cuyo cuerpo era de fuego y cuyos ojos emanaban una luz capaz de dominar dragones e incinerar demonios.

Descendió con suavidad, la renacida Lucile, y permitió que la contemplasen los guardianes centímanos, la carcelera y las keres, los únicos monstruos que pudieron escapar del cataclismo y que ahora volaban alrededor de ella, serviles. Ahora la gravedad y otras fuerzas universales eran simples amigas a las que podía pedir favores. Una parte de los poderes del inframundo le pertenecía y estaba en su derecho buscar una existencia más allá de la vida y la muerte. Sin embargo, fiel a lo acordado, tornó las llamas en piel, adquiriendo de ese modo un nuevo cuerpo mortal. Respiró, espiró y cantó, dichosa de la victoria, y entonces sucedió un milagro.

Los átomos desperdigados por la zona de batalla se conectaron entre sí sobre el cuerpo de Lucile, adquiriendo la forma que les era propia. El manto dorado de Leo volvía a su dueña, aunque, habiendo adquirido minerales del inframundo en el proceso, ya no tenía el brillo del sol. Tampoco era del negro sin vida de los rebeldes de Hybris, sino que reflejaba el brillo de la oscuridad que yacía bajo las entrañas del mundo, como una joya.

—Falta algo —decidió Lucile, que sostenía entre sus dedos la oscura máscara. En ella veía reflejado su rostro, tan hermoso y perfecto. Desde siempre había sentido cierto encanto en negar a los simples mortales el derecho a verla, de modo que se la colocó, sonriente—. Soy Lucile de Leo. Y también Lucile de Flegetonte.

El manto oscuro de Leo, sintiendo su voluntad, emanó llamaradas que incineraron en un instante a todas las keres que la adoraban. Miles y miles de esas criaturas ardieron, entregando sus vidas. Luego, líneas llameantes pudieron verse por la metálica mortaja.

—Ahora sí —decidió Lucile, satisfecha con los rabiosos quejidos de esas arpías—. Soy la primera, sin duda, es tiempo que vaya a presentar mis respetos.

Los centímanos no la detuvieron, tampoco lo hizo la carcelera, que la reconocía ya como una de las fuerzas del infierno. Todo el Hades tenía que verla como tal, porque lo era. De modo que el trayecto hacia el palacio fue tranquilo y un poco aburrido.

 

***

 

Después de haber vencido a uno de los trece miembros del Oro Impío, Sneyder hubo de hacer frente a una pregunta capital: ¿podía vencer, él solo, a doce santos de oro?

La respuesta fue tan sencilla como terrible:

Podemos —dijo el dios de las lamentaciones, recorriendo como un viento mortal los huesos de su cuerpo espiritual—. Podemos matarlos a todos.

La fusión entre los santos de Atenea y los debilitados ríos del infierno era el propósito final de toda esa lucha. Por ello liberó a miles, para que Cocito se fijara en él, un hombre que ya apenas era humano. Un alma empujada a la rotura desde la temprana juventud, con el fin de dominar el hielo que trasciende incluso al Cero Absoluto, aquel por el que incluso los espíritus y almas se estremecían. Aun así, se suponía que los ríos rechazarían tal cosa y que solo era posible gracias a los sellos de Atenea que los mantenían debilitados. Fusionados, dioses y mortales no compartirían mente, la mente divina soñaría un sueño milenario mientras la mente humana se ocupaba de sus labores. Así debía ser, así había sido planeado por Atenea, reina del inframundo.

Que Cocito propusiera la fusión solo podía suponer que tenía intención de usar a Sneyder como receptáculo. Borrar lo que le quedaba de humanidad, eliminar la personalidad conocida como Sneyder de Acuario y hacer su voluntad.

—Ven —pidió Gilles de Cáncer, moviendo un solo dedo.

Como una versión magnificada de las Ondas Infernales, el caballero maldito hizo arrastrar a Sneyder hacia él, momento que aprovecharon los espíritus que aquel dirigía para atacar. Sneyder reaccionó a tiempo, destruyéndolos a todos con simples tajos, pero antes de poder decapitar a un pálido Gilles, Mordred se le interpuso.

—¡Veamos cómo le va a tu Espada de Cristal contra mi Clarent! —desafió el santo de Capricornio, cuyo ardiente brazo había detenido en seco el arma de Sneyder.

Neoptólemo de Aries, cuya mano había sido restaurada por el santo de Ofiuco, quiso sumarse a la refriega, pero un sencillo movimiento de Mordred liberó un gran muro de fuego. Las profundidades del río Cocito se vaporizaron, cortando el avance al furibundo hijo de Aquiles y otros que iban tras él.

—Nunca mencioné el nombre de mi técnica —adujo Sneyder mientras las llamas generadas por su rival los rodeaban como un círculo de destrucción.

—Bromeas, es muy obvio —aseguró Mordred—. Un nombre muy simple.

Y se arrojó hacia él, violento, muy rápido y aún más fuerte, cosa que contrastaba con lo bajo que era, aunque tales menudencias tenían poca importancia cuando mediaba el cosmos. El brazo derecho del santo de Capricornio era Clarent, la espada del calor, poseedora de un fuego que habría hecho las delicias del dios de la cólera, allá en el Tártaro. Una llama que el cero absoluto no podía apagar, contra eso luchaba Sneyder, y contra eso vencía tras doce asaltos, pues él era el hombre más cercano a Cocito.

—Deberías pedir ayuda —acusó Sneyder, impaciente. Quería acabar esa inútil lucha cuanto antes, no combatirlos de uno en uno en pantomimas de honrosos duelos.

—Bromeas —dijo Mordred, agitado. Tenía un pie cerca del círculo de llamas y el rostro, cada vez más vivo, sudaba agua siempre fría—, podría estar así todo el día.

Incluso si era una mentira, incluso si era evidente el sobreesfuerzo que Mordred imprimía para combatir a alguien tan rápido como el Pacificador, Sneyder decidió tomarlo en serio. Habiendo quedado claro cuál de las espadas era la más fuerte, evadió el siguiente tajo de Clarent y cortó las rodillas del santo de Capricornio. Un corte superficial, aunque doloroso. Resultaba irónico que los caballeros malditos se volvieran más vulnerables a él cuanto más pasaba el tiempo, por su deseo de volver a estar vivos.

Otro se habría puesto de rodillas, o al menos trataría de retroceder con torpeza, dejando una obvia abertura. Mordred bloqueó la estocada que Sneyder dirigía a su corazón, y con la otra mano, sajó el pecho de Sneyder de hombro a hombro. Un segundo Clarent.

Los combatientes se separaron, ambos con heridas superficiales, aunque dolorosas.

—Dos espadas —dijo Sneyder—. Yo ya he sobrepasado esa etapa. Poder golpear desde dos direcciones no compensa si la fuerza se reduce a la mitad.

—¿Dos espadas? ¡Bromeas! —Mordred rio con aquel rostro a medias humano. Ya tenía piel, carne y huesos, aunque esta estaba tan fragmentada alrededor de su boca como cuando esta era una línea en medio del hielo—. Todo mi cuerpo es Clarent.

—¡Menuda estupidez! —oyeron desde más allá de las llamas—. ¡Mi Gae Bolg pondrá fin a esta tontería de una vez por todas!

El mundo entero se detuvo, porque un ser más rápido que el tiempo mismo acometió a través de las llamas, con el puño extendido hacia el frente como una lanza mítica. La Espada de Cristal que Sneyder había interpuesto antes, durante el desafío del santo de Escorpio, fue partida en mil pedazos y luego Gae Bolg siguió su camino hasta el pecho de Sneyder, reventando el dorado metal de alrededor.

Por un momento, todos los sentidos de Sneyder de adormecieron. Dejó de oír los latidos de su corazón, aunque percibía las maldiciones que Mordred soltaba a su compañero de Escorpio y las hoscas burlas que Neoptólemo y Gilles le dirigían.

—Me importa un DIABLO si tu Clarent ablandó la espada, he sido yo el que…  —empezó a decir Cu Chulann de Escorpio, antes de escupir sangre.

—Revivisteis solo para morir —dijo Sneyder, observando con frialdad las estacas de hielo que habían surgido desde sus pies, atravesando por entero al caballero maldito de Escorpio. En los ojos de aquel vio que iba a retroceder a toda velocidad, pero tuvo un error de cálculo: pensó que huía de un rival desarmado. En el mismo instante en que la Espada de Cristal se restauró, también cortó la cabeza de Cu Chulainn—. Aprended a vivir con eso —susurró antes de volver a la carga.

En el tiempo en que el cuerpo decapitado de Cu Chulann caía, Sneyder se enzarzó en un duelo contra tres santos de oro. A un mismo tiempo, bloqueaba los rayos de pálida luz azul del Sol y los tajos dobles de Clarent, quedándole tiempo para destruir con meros reveses a los miembros del Batallón Prelati. Paso a paso se acercaba al caballero maldito de Cáncer, a quien sabía el más peligroso de aquel grupo. Notaba cómo pensaba hacer que su alma ardiera desde adentro hacia afuera, así que fingió bajar la guardia y en el momento justo, le atravesó en cerebro con un ataque ocular.

Cu Chulainn ya había caído para entonces, y la dupla formada por Mordred y Neoptólemo se detuvieron a ver, espantados, cómo otro compañero caía.

—Esto es imposible —dijo el caballero maldito de Aries.

—¿Quién demonios podría matar a tres santos de oro, uno detrás de otro? —preguntó Mordred, llenándose de un cosmos ardiente—. ¡Está bien, veamos qué te parece esto!

—Bromeas —susurró Sneyder en el segundo antes de que Mordred acometiera contra él. Todo su cuerpo era, en efecto, Clarent. Las piernas segaban el suelo gélido, llenándolo todo de nubes de vapor; los brazos extendidos, así como el torso y la cabeza ardientes, quemaban el aire. Todo era consumido por Mordred de Capricornio, todo, salvo el propio poder de Cocito, que surgió bajo sus pies como un sinfín de estacas, reventándolo hasta no dejar más que un amasijo de carne y metal—, no he visto a un solo santo de oro desde que vine hasta aquí. Vosotros solo sois despojos.

Entretanto, Neoptólemo liberaba un grito de rabia al tiempo que tornaba el Sol en la Constelación, un grupo de numerosas esferas azures que en conjunto dibujaban la gloriosa figura de su padre, el héroe Aquiles.

Mirmidones, así eran llamados los haces de luz que una sola de esas esferas liberaba. Eran tan numerosos los rayos como hormigas había en un hormiguero, y podían ser igual de difíciles de distinguir para el que no estuviera atento, aunque no era el caso de Sneyder. Él vio hasta el último del billón de ataques y corrió esquivándolos y bloqueándolos todos, hasta alcanzar a un confiado Neoptólemo. Él también veía sus propios ataques, por supuesto, y había delimitado el radio de acción de su oponente para calcular el punto justo desde el que sería atacado.

El contraataque estaba listo, así lo intuía Sneyder. Un puño que terminaría lo que Cu Chulann empezó, el Ocaso de los Reyes.  En el momento justo, todo el suelo alrededor de los combatientes brilló, anunciando que los Mirmidones también vendrían de la tierra. Un anuncio fatal que lo cambió todo.

—Dioses —dijo Neoptólemo al término del lance. Todavía trataba de procesarlo, cómo Sneyder de Acuario esquivó en medio de un salto los ataques que venían al tiempo del cielo y la tierra, cómo atravesó su puño asesino de santos de oro—, ¡dioses!

Las dos mitades en que fue partido, desde el puño extendido hasta la espalda y desde la cabeza hasta la mitad superior de la pierna derecha, cayeron mientras Sneyder observaba la sangre que había a sus pies. La suya.

Solo entonces volvió a ser consciente de algo más allá del siguiente enemigo a vencer. Los Mirmidones de Neoptólemo habían apagado las llamas de Clarent. Eran ataques terribles, todos ellos, solo que lentos para quien había despertado la Octava Consciencia. Ahora era posible ver al resto de caballeros malditos: Gilgamesh, Rómulo, Aléxandros, Alhazred, Sun Wukong, Krest y Enkidu. Asclepio permanecía apartado, como un humilde médico sin ningún interés en combatir.

Siete contra uno, y justo los siete más fuertes, ni siquiera Mordred se les comparaba.

—Este hombre es un monstruo —dijo Gilgamesh—. Me gusta.

—Los hijos de Roma contendrán a Cocito —declaró Rómulo—. Aun así, ninguno de nosotros puede vencerlo por sí solo, ¿estamos de acuerdo?

—Estamos de acuerdo en que estamos en desacuerdo. —Alhazred se alzó de hombros.

—Tomad —dijo Sun Wukong, arrojando un par de armas a cada uno de los caballeros malditos. Solo Alhazred, de quien al parecer todos desconfiaban, quedó exento—. Ese tipo me recuerda a los perros de Ares y a los perros de Ares no les gustan mis armas.

—Este demonio no tiene nada que ver con los monstruos, sean bestias u hombres —afirmó Krest, armado con dos tridentes—. Es inhumano. Indiferente a todo. Como yo.

—Como un dios —dijo Enkidu—. ¿Es este el juicio divino que nos fue prometido?

Herido como estaba, sintiendo el corazón roto tras el mortal Gae Bolg y con la sangre colmando su boca, el santo de Acuario solo podía decir una cosa:

—Soy la espada de la justicia. Y he venido a juzgaros.

Cada minuto que pudiera vivir con los órganos dañados era una eternidad. Cada eternidad era una oportunidad de vencer aquellos obstáculos. Solo necesitaba siete eternidades para salir airoso. El precio de la derrota: Cocito resucitando a través de él, sirviéndose de las miserables ambiciones de los caballeros malditos. Por eso lo ayudaba el dios de las lamentaciones, por eso luchaba a su lado.

«Bien —pensó Sneyder antes de acometer contra Alhazred de Virgo. En el proceso, los caballeros malditos cayeron sobre él con sus armas, pero muros de hielo infernal surgieron para protegerlo, desapareciendo al toque—. Aceptaré esa ayuda.»

Porque si iba a ser Sneyder de Cocito, tanto daba empezar a serlo ahora.


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Publicado 04 diciembre 2023 - 16:34

Saludos

 

Capítulo 184. Promesa del Elíseo

 

—Nunca antes había visto a un mortal sobreviviendo al Estigio sin un cosmos —comentaba el Barquero, amigo de la charla ociosa sobre todo en un momento como aquel, en que no podía ir a ningún lado hasta que la reina lo ordenase.

—¿Y habías visto a un mortal sin cosmos cruzar el Aqueronte? —Azrael, guardando las distancias respecto a Atenea, lanzó la réplica con el ceño fruncido, lo que daba la impresión de que estaba molesto. En realidad, le parecía complicado mirar  a aquel hijo de la noche a los ojos, no podía adivinarse nada bajo el embozo—. ¿Tenía Aquiles un cosmos cuando su madre lo bañó en las aguas del Estigio, siendo un bebé?

—De hecho, sí, todas las almas reencarnadas de la vieja humanidad tienen un cosmos desde que nacen. Están destinados a ser guerreros sagrados para compensar sus faltas.

—Ajá.

De algún modo, Azrael pudo mantener la mirada en la oscuridad infinita el tiempo suficiente para que el Barquero se pusiera nervioso, antes de que él empezara a estarlo.

—Para nada, tú también eres el primero que cruza a nado el Aqueronte.

—Puede que tenga que cruzar los otros tres también.

El Barquero se rio de la bravuconada, y Azrael sonrió a su pesar, pues de lo que escuchaba hasta ahora, no le iría muy bien en ningún otro río que no fuera Estigia. Allí, la diosa del odio lo aceptó como penitente. Del Aqueronte solo sufrió la superficie y aun no entendía muy bien por qué, solo sintió que era necesario llegar a la barca. Necesitaba hablar con Akasha una última vez antes de desaparecer. Ni siquiera eso le permitieron los dioses, o quizá era culpa suya, quizá había llegado demasiado tarde.

En todo ese tiempo, la barca permanecía atracada entre la laguna Estigia y el río el dolor. El Barquero aguardaba las órdenes de su reina, Azrael se mantenía a la expectativa y Shizuma iba relatando a la diosa los acontecimientos más relevantes. La misteriosa santa de Piscis, presente en todo lugar y en ninguno a un tiempo, lo veía todo. Incluso debía a estar al tanto de qué ofreció Azrael como prenda de su juramento.

«Mi cosmos queda en manos de la diosa del odio —pensó el santo de Capricornio, sintiendo ganas de reír. ¿Qué cosmos? Ya no quería hacer uso de esa cosa abominable de la que rehuyó media vida. Ya no quería hacer nada, en realidad.»

Pero vivía, así que trabajaba, siempre lo había hecho y nunca dejaría de hacerlo, en un sentido u otro. Así, escuchaba con atención a la santa de Piscis.

El primero en salir airoso fue Nimrod de Cáncer. Aquel viejo, en realidad encarnación viviente de todas las almas que enfrentara el Santuario durante la Noche de la Podredumbre, había tenido su historia con Azrael, cosa nada extraña si se tenía en cuenta que él dio algún quebradero de cabeza a esas almas en forma de gas somnífero. Por si no quedara lo bastante claro que era leal como nadie, al haber renacido con el único fin de servir a Atenea, Nimrod demostró una vez más aquella entrega sin parangón, padeciendo dolores y sufrimientos inimaginables. Tanto detalle ponía Shizuma al describir la odisea de su compañero, tanta viveza le imprimía al informe, que Azrael no pudo evitar sentir un estremecimiento. Él mismo había sucumbido al dolor, no pudo vivir con él, mucho menos fue capaz de aceptar la soledad del futuro que se abría ante él, así que habría sido devorado por Aqueronte, sin duda alguna.

Los sellos de Atenea eran clave en ese plan. Sin la Enfermedad, potenciada por la sangre y el dunamis de la hija de Zeus —¡qué irónico resultaba que fuese su última encarnación, carente de todo rasgo de divinidad, la que hiciera uso de tales tesoros!—, la proeza de Nimrod habría sido imposible. Demasiadas almas que confrontar, sobre todo si detrás de estas hubiese estado el dios del dolor en la plenitud de sus fuerzas. Del mismo modo, si el Hambre no hubiese mitigado las llamas de Flegetonte, Lucile habría tenido que lidiar con algo más que una Abominación desproporcionada durante su concierto. Ella fue la segunda en lograr la conquista de un río del infierno, y Shizuma, aunque indiferente a la leona de oro, describió con suma dulzura y franca admiración la voz incomparable de aquella diva caída del cielo. A Azrael le habría gustado poder participar de esa alegría, pero como conocedor del Götterdämmerung, era incapaz de dejar de sentir cierto recelo por la voz de la Bruja, aun ahora. Sobre todo ahora.

Cólera, eso era el Flegetonte, ira pura. Si la mejor forma de atravesar el Aqueronte era resistir el dolor, hacerse uno con él, las llamas del río que bebía las orillas del Tártaro requerían justo lo contrario. Calma, tranquilidad. Azrael había cedido a la furia, aunque no la auténtica, no la ira proverbial de Aquiles matador de hombres. Enfermo de rabia, destruyó cuanto se puso en su camino hacia la venganza, comprendiendo solo al final que prefería ir allá donde estaba cuanto había perdido que cualquier clase de retribución. Hacía mucho que la justicia humana dejó de importarle, incluso si era por su provecho. Como esclavo de una ira humana que era apenas una ilusión, jamás podría haber doblegado a Flegetonte, habría ardido y se habría desvanecido en un suspiro.

—¿Qué hay de Sneyder? —preguntó Atenea. Según Shizuma hablaba, la diosa desviaba la vista hacia uno de los afluentes de la laguna Estigia. A pesar de la amplitud, aun más grande que la de los ríos infernales que más bien asemejaban mares infinitos, ella sabía a la perfección dónde conectaban Cocito y las aguas del Estigio.

—Combate contra los peores especímenes entre los santos de Atenea —respondió Shizuma, debiendo luego hacer una corrección—. Los segundos.

Por alguna razón, Shizuma miró a Azrael, que tuvo un ligero sobresalto. Tras recomponerse, haciendo caso omiso a cómo el Barquero lo miraba con más atención que antes si es que eso era posible, volvió a escuchar en silencio. Resultaba que el decimotercero entre los santos de oro, Asclepio de Ofiuco, había resucitado aprovechando la lucha de Sneyder contra los espectros de Cocito. Era un hombre de gran poder, cuyo manto de oro fue forjado por el mismo Hefesto empleando todos los tesoros de los falsos dioses que los Astra Planeta pudieron recopilar, lo que si bien no los incluía todos, como el testamento de los Mu transmitido por Belias de Aries, seguía suponiendo un poder descomunal y una carga inhumana. Así se lo hizo saber Atenea a Shizuma con sencillez, mirándola al rostro como si la máscara no significara nada.

—Su verdadero nombre es Elidibus, el mejor discípulo del más grande de los médicos de la Antigüedad, Asclepio. Necesitaba esa nueva identidad para soportar el peso que le impuse. Decía que no era nada, que estaba acostumbrado.

—No salió bien —dijo Shizuma.

—No, desde luego que no —hubo de admitir Atenea.

Aunque no dijera más, era claro por el tono que empleaba que la diosa apreciaba a aquel sabio extraordinario capaz de sanar cualquier herida y vencer cualquier enfermedad, incluyendo la propia muerte. Que Elidibus hubiese renacido como el decimocuarto Campeón de Hades era solo la punta del iceberg: así como Sneyder había purgado todas las almas malditas por los dioses a lo largo de tres milenios, el santo de Ofiuco había reclamado para sí las de los santos de Atenea que vivieron y murieron en la era mitológica, antes de la caída de Troya. Usando tan vasta cantidad de cosmos pudo traer de vuelta a doce santos de oro que contra la tradición intervinieron de una u otra forma en la historia humana, todos con un historial manchado por la rebelión hacia el Santuario, o lo que este representaba, aunque el proceso tardaría un tiempo y por ahora eran en parte seres vivos y en parte meros espectros de vidas temporales.

Si bien el Oro Impío, como se denominaban aquellos caballeros malditos, había terminado recuperando la fuerza que tenían en vida, la fuerza de Sneyder había crecido más allá de las medidas humanas. Era uno con los ocho sentidos, había alcanzado el paroxismo más allá del cual reposaban los grandes milagros de la humanidad. Pudo eliminar a Neoptólemo de Aries, Gilles de Cáncer, Alhazred de Virgo, Cu Chulainn de Escorpio, Artemisia de Sagitario y Mordred de Capricornio. Shizuma los contó a todos y recitó sus palabras y ambiciones con neutralidad, aunque era de esperar que Atenea, traicionada por todos ellos, sintiera el rencor sobrehumano por el que la diosa de la guerra y la sabiduría era conocida en la era moderna. Y sin embargo, no había nada de eso, más bien con un solo vistazo se adivinaba que amaba a todos los caídos y a los seis que le hacían frente a Sneyder en ese momento. Sin importar cuántos pecados cometieran los seres humanos, ella jamás dejaría de apreciarlos. Atenea era una diosa única, y terrible, capaz de encontrar belleza en la más profunda oscuridad.

No era de extrañar, entonces, que se hubiese desposado con Hades en tiempos remotos.

—Si los caballeros malditos accedieran a las tumbas de los falsos dioses…

—Sneyder no lo permitirá —cortó Atenea—. Confío en él.

Azrael hubo de apretar los puños para contenerse. Y dejar de escuchar, escuchar lo estaba volviendo loco. No supo cuándo cerró los ojos, pero desde entonces trató de hacerse una imagen de lo que era pelear con miles y miles de espectros de Cocito, no en la superficie, sino a un paso del dios de las lamentaciones. Este estaba inhabilitado, la Muerte lo mantenía sellado y por tanto doblegar a su hueste era doblegarlo a él. Aun así, resultaba imposible imaginar tamaña batalla. Solo alguien sin arrepentimientos, alguien que no lamentara nada y pudiera seguir hasta el final, mientras su propia humanidad era despedazada y servida como sacrificio a un dios del infierno, podría hacer algo así.

Él no habría sido la persona indicada. Él no habría podido gozar de esa confianza de la que hablaba la diosa, ni, si lo pensaba bien, quería recibirla. Demasiados lamentos había arrastrado en la vida y en la muerte. Por toda la eternidad, siempre se arrepentiría como cualquiera de los miserables prisioneros de Cocito.

—¿Majestad? —El Barquero, cansado del mutis de Azrael, agarró valor por fin para dirigirse a Atenea—. ¿Por qué hacéis todo esto? Aunque vuestros campeones pudieran vencer a todos los ríos del infierno, cosa que no pueden, seguiría quedando Leteo.

—El más fuerte de los hijos de Océano y Tetis, al que solo Estigia se compara —dijo Shizuma—. A diferencia de Aqueronte, Flegetonte y Cocito, él no puede ser vencido en combate, está más allá de eso. Es el olvido, incluso el universo en que vivimos será olvidado un día. No pensamos luchar con él, mas agradecemos tu preocupación.

La santa de Piscis concluyó la respuesta al Barquero con una inclinación. Este se quedó más confundido que antes, porque no le habían aclarado nada.

Azrael, en cambio, sabía cómo Shizuma enfrentaría a Leteo, sabía lo que ella estaba dispuesta a sacrificar. ¿Él podría hacer algo así? No. Ni siquiera tras morir había aceptado ser una mera sombra errando por el Hades, deseó estar donde debía estar y se movió en consecuencia. Tenía miedo del olvido, porque en él se perdía no solo lo malo, sino también lo bueno, todo aquello por lo que mereció la pena que un asesino sin ninguna habilidad positiva hubiese nacido. Él sacrificaría cualquier cosa, excepto eso, por tanto sería un endeble muñeco en las manos de Leteo. Lo sería para cualquiera de los cuatro hermanos, cuyas aguas abominables jamás podría conquistar.

—Creo que es tiempo de que vayas con él, ¿no lo crees? —preguntó Atenea, dirigiéndose a la santa de Piscis.

Esta asintió, y sin decir nada más, dejó de estar presente. Al menos a la vista.

—¿Qué es eso? —preguntó Azrael, señalando el cielo.

—Pues son los recuerdos de las almas que no estoy transportando ahora mismo a ninguna parte. —Según hablaba, el Barquero pasó de un tono alto y seguro a uno cada vez más bajo, de modo que la última palabra fue apenas un susurro.

Un sector del cielo sobre la laguna Estigia se había colmado de estrellas. Brillantes luces que servían de guía a los navegantes. Azrael tuvo una intuición, atendiendo a los informes de Shizuma sobre la batalla de Sneyder. Por cada una de esas estrellas había el alma de un santo purgado por la espada del santo de Acuario. Libres de los lamentos del pasado, los guerreros sagrados llamaban a su diosa, grabando en lo alto su deseo de unirse a ella en una nueva batalla. Ninguno imaginaba, incluso si Sneyder se los hubiese dicho, el regalo que estaba por darles, la vieja promesa que se disponía a cumplir.

—Barquero —dijo Atenea, obstinada en no llamar a la criatura por su nombre.

—¿Sí? —respondió el hijo de la Noche.

—Retoma la marcha —ordenó Atenea—. Cruzaremos el río Cocito.

—Ah, sí, claro. —El Barquero hundió el remo en las oscuras aguas del Estigio, dirigiendo no obstante una advertencia a Azrael—. Tú ten cuidado, no he sabido de nadie que haya sobrevivido en Cocito sin poseer un cosmos.

Por toda respuesta, Azrael se encogió de hombros.

Pasó un tiempo, tal vez mucho, tal vez poco, hasta que por el descenso de la temperatura comprendió Azrael que estaban en el afluente de Cocito. Fue hasta ese momento que al Barquero se le ocurrió increpar:

—Vencer al dios de las lamentaciones tendrá consecuencias.

—Está bien —respondió Atenea, sin mirarle. Alzaba el rostro hacia el cielo, donde reposaban los recuerdos de tantas almas, viejos conocidos—. Todo está bien. Todo está yendo de acuerdo a mi plan, ¿recuerdas? —preguntó, evocando una charla anterior.

—¿Todas esas almas van a ir a…? ¿De verdad…?

—Todos vais a descansar. Es la hora. Mi promesa, la razón tras todos mis actos.

El Barquero siguió remando, servil. Azrael, en cambio, daba la espalda a quien se suponía que debía seguir hasta el fin de los tiempos. Todavía creía ver las oscuras aguas del Estigio. Odio. Dolor, ira, lamento y olvido eran reyes a los que se había inclinado, mientras que el odio era el compañero, o compañera más bien, que había estado junto a él, ayudándolo a levantarse. Con esa antigua fuerza sí que podía identificarse, porque no había necesitado conquistarla, estaban hermanados desde el mismo momento en que murió y fue a parar al profundo Hades, desde que se arrojó al río del dolor para buscarla y hablar, solo hablar una última vez. Solo quería eso, nada más, nada menos..

«Hablar —pensó Azrael, dando la vuelta—. Yo solo quería… solo quiero…»

La diosa que miraba al cielo con añoranza dejó de ser tal. Estaba en la misma barca, no importaba que navegaran otro río, ni que el Barquero hubiese aprendido a mantenerse callado. Era la misma barca, por tanto, tal vez viajaba en ella la misma persona.

Más baja que él, mejor de lo que él podría ser jamás. Los cabellos castaños le caían en la espalda con suaves rizos en las puntas. Acercó la mano para llamarla.

—Yo… —trató de decir Azrael.

—¿Sí? —Ella giró la cabeza hacia él. Era un rostro descubierto y de insondable mirada gris, diferente a la máscara dorada que en su delirio esperaba encontrar—. ¿También crees que es pronto para que ocupe Giudecca? ¿Dudas de Sneyder?

—Yo. No. Creo que todos lo lograrán.

—Claro.

Le sonrió, y en aquella sonrisa, de algún modo, se superpusieron dos imágenes. La mortal que fue, la diosa que era. Azrael bajó la mano, derrotado.

«Sí —pensó, llevando las manos a la espalda—. Él y yo somos uno.»

Era Azrael, Señor del Odio, campeón del inframundo.

—¿Juraste por mí, Azrael? —preguntó Atenea, mirándole con fijeza.

La pregunta lo pilló por sorpresa. No pudo evitar tartamudear al responder:

—Mi juramento fue…

—Olvídalo —negó Atenea, sonriendo—. Ya te lo habían preguntado.

Y volvió la vista al frente, de modo que la respuesta del Señor del Odio murió entre sus labios. Porque también era Azrael, el asistente, un hombre común sin cosmos.

Quien lucharía por Atenea, mientras hacerlo supusiera velar por el sueño de Akasha.

 

***

 

Lo primero que hizo Sneyder fue eliminar al más peligroso de los siete, si bien no el más fuerte. Alhazred de Virgo había tratado en el pasado abrir los Jardines de Azathoth, tal como ocurriera en la Guerra de las Estrellas, solo que entonces los ejércitos de los dioses ya no tenían la fuerza de antaño para salir airosos de un conflicto así. Hubo de ser Atenea, debilitada por la guerra contra Poseidón, quien se sacrificara en el dominio de los Reyes Durmientes, mientras el más bravo de sus campeones hacía frente al dios del inframundo en su aspiración de ascender a la superficie para juzgar a los mortales en vida. Fueron luchas desiguales, aquellas; nacida mortal, Atenea sufrió padecimientos que los mortales no conocían todavía, en la lucha con tan ignominiosos seres, mientras que el santo de Pegaso de aquella época era como una mosca tratando de frenar a un gigante que caminaba, ignorándola. La proverbial lucha de David y Goliat, en la que la vida y el alma misma de un simple hombre fueron puestas a prueba. Como resultado, los Jardines de Azathoth no llegaron a abrirse, aunque Atenea tardaría trescientos años en volver a andar por la Tierra; Hades regresó al inframundo, victorioso, con el alma de Pegaso apartada del ciclo de reencarnaciones durante mil años, pero con una herida que le haría reconsiderar el peligro que eran los humanos.

Los dioses eran seres más allá de la comprensión humana, si andaban y obraban con cuerpos de hombres era solo por el bien de las Creación que idearon. Los Reyes Durmientes podían trastornar el universo material, cambiar las leyes del juego y enfurecer a los inmortales, animándolos a borrar todo y empezar de nuevo. Para evitar que tal cosa sucediera, hombre y diosa, el santo de Pegaso y Atenea, hubieron de combatir separados y más unidos que nunca. Tal relación tardaría dos milenios en rehacerse para trastocarlo todo, debido al mal obrar de un simple hombre. Por esa razón Sneyder fue a por él con todo su ser, importándole poco el resto del mundo. Con solo verlo a los ojos dementes intuía lo primero que haría Alhazred al obtener una nueva vida: abrir las puertas del Tártaro, desatar el caos primordial en el cosmos olímpico. Ya estaba invocando a una antigua fuerza mediante su cosmos, en realidad.

—¡Déjalo ya, hombre, ya está muerto! —exclamó Sun Wukong, antes de soltar la carcajada. Al atravesar la Espada de Cristal el corazón de Alhazred, un frío sin igual consumió todos sus fluidos, que se alzaron como estacas carmesí por todas partes.

—Uno menos —dijo Sneyder, mirándole—. Quedan seis.

El cristal de brillante rojo estalló, girando los restos en un círculo perfecto del que emergió un sinfín de finísimas agujas que se proyectaron contra el caballero maldito de Libra. Este silbó, divertido, antes de arrancarse unos pelos de las abundantes patillas y masticarlos en su boca. Los proyectiles enviados por Sneyder, que contenían en sí el cosmos cristalizado de Alhazred de Virgo, no habían llegado todavía al objetivo cuanto este escupía tantas copias en miniatura de sí mismo como agujas a destruir. Todas armadas con barras de combate, que emplearon con una maestría marcial impecable.

—Se dice que el universo nació de una gran explosión, el Big Bang —dijo Rómulo, caminando hacia él desde otra dirección—, ¿qué generó tal evento? ¿Fue el Padre Tiempo? ¿Fue alguno de los reyes, Urano el tirano, el taimado Saturno o el todopoderoso Júpiter? ¿O tal vez solo fue un evento natural, la consecuencia de dos universos antiguos chocando entre sí? —Los lobos que lo acompañaron aullaron, a la vez que el caballero maldito de Géminis chocaba las azuladas armas de Libra que llevaba, escudo y espada; la presión gravitacional aumentaba por segundos—. ¡He aquí el máximo fratricidio, la muerte de dos dimensiones gemelas! ¡Colisión Universal!

Ni siquiera a la velocidad de la luz podía escaparse del peso que ahora sometía a Sneyder, el peso de los cielos generado por el cosmos descomunal de Rómulo. La realidad se combó, dividiéndose en dos paredes deformes que se perdían en un infinito oscuro e insondable en el que orbitaban los más extraños mundos. Era semejante a la Otra Dimensión; su maestro, Ikki de Fénix, le había hablado de la técnica del Sumo Sacerdote y cómo lidiar con cualquier truco semejante, aunque nunca le había preparado para tratar con dos. El manto de Acuario, golpeado con severidad por las armas de los caballeros malditos durante su carga temeraria contra Alhazred, vibraba. ¡La gravedad seguía incrementándose, sin límite, hasta un punto en que toda materia quedaba descompuesta, reducida a las más elementales partículas! Si seguía en ese lugar sería destruido sin que quedara nada de él, su alma erraría por el infinito por siempre.

Si seguía en ese lugar. Sneyder extendió las manos en ambas direcciones, bloqueando el avance de la Colisión Universal el tiempo suficiente para poder escapar.

—Te lo dije —susurró Sneyder, al tiempo que clavaba la espada en el costado del sorprendido Rómulo mientras toda materia allá donde había estado era consumida en medio de una luz imposible de mirar—, soy más rápido que vosotros.

—Lo eres —advirtió Krest de Acuario, que agarraba a sus piernas; siendo más lento que el santo de oro, se había arrojado a él para tener una oportunidad.

Desde el mero contacto, el manto de Acuario alcanzó su punto de congelación y se volvió cristal. Ni siquiera Sneyder pudo impedirlo; desde siempre para él el Cero Absoluto había sido un accesorio, no la carta magna. Ya había un mago del agua y el hielo en el Santuario, no hacían falta más. Así, el santo de Atenea vio que sus piernas se iban cubriendo de hielo y cargó el más letal e imperceptible de sus ataques.

—¡No lo creo! —gritó Sun Wukong, arreándole un golpe con su barra dorada en pleno rostro. El único ojo que le quedaba quedó cegado por la sangre derramada.

—¡Este es el final! —gritó Rómulo, golpeando con el escudo el brazo de Sneyder.

De haber tenido que lidiar solo con el caballero maldito de Géminis, habría apuñalado con más fuerza. Pero Sun Wukong seguía golpeándole en la cara, riendo, mientras que el Escudo de Hielo avanzaba, implacable. Gilgamesh, Aléxandros y Enkidu, aunque despreciando esa treta, no hicieron el menor intento por intervenir. Las copias de Sun Wukong saltaban y aplaudían por doquier, sin animarse a unirse.

A decir verdad, todo ocurrió muy deprisa. Si las palabras podían ser pronunciadas era porque todos se hallaban en aquel estado sobrenatural que era la Octava Consciencia. Cuando el Escudo de Hielo estuvo a punto de completarse, Krest soltó su presa, tomó los tridentes y los clavó en los hombros de Sneyder, a fin de destrozar su concentración. Aquel guerrero experimentado había comprendido a la perfección por qué el santo de Atenea pudo escapar de la perfecta prisión de Rómulo y no pensaba permitir que ocurriera una segunda vez, incluso si tenía que sacrificar sus armas.

Menos de un nanosegundo después, el Escudo de Hielo era un ataúd semejante a los que conservaban por la eternidad las almas de los dioses del Zodiaco. Tras él se adivinaba el brazo y rostros machacados de Sneyder, así como reflejaba la sonrisa de Sun Wukong.

—Eso enseñará a ese mequetrefe —asintió el caballero maldito de Libra—. ¡Hay que ponerle sal a la vida! No se puede estar serio todo el rato.

—Por Júpiter, Juno y Minerva —gritó Rómulo, con la mano en la herida abierta—. Creía que la fuerza de los santos de Atenea había mermado con el paso del tiempo.

—Y así era —dijo Krest, mirando los tridentes y la Espada de Cristal emergiendo de tan vistoso ataúd—. Se nota que él pertenece a la generación en la que esa mujer reencarnó. —Miró a Gilgamesh y Enkidu, los únicos que conocían en persona a los dioses del Zodiaco. Los primeros en convencer a Asclepio de apropiarse de esa fuerza ilimitada. Ninguno dijo nada, ni para alabarlos, ni para recriminarles nada.

Era una victoria deshonrosa, pero ellos eran hombres sin honor. Todos.

De repente, algo alertó a los tres compañeros. Sneyder, el hombre que había sido llevado al punto de más baja temperatura, en el que el movimiento de los átomos se reducía a cero, estaba moviéndose. No rompía el Escudo de Hielo, sino que se despegaba de él y avanzaba, con la piel pálida y el manto azulado.

—Esto es imposible —dijo Krest—. Incluso con el Octavo Sentido, un hombre sigue siendo un hombre. —El caballero maldito de Acuario negó con la cabeza. No tenía sentido quejarse. Juntó las manos, listo para ejecutar la Ejecución de la Aurora.

—¿Creéis que eso era un ataúd? —cuestionó Sneyder. La voz gélida, la piel tirante.

Tras el santo de Acuario, el resto del Escudo de Hielo junto a los congelados tridentes de Libra se convirtió en una tormenta de aire helado, cargado del Lamento de Cocito en cada soplo de viento. Comandada por los meros pensamientos de Sneyder, tal fuerza natural del infierno se liberó como una insólita variante del Polvo de Diamantes capaz de llenar todo aquel hondo valle de muerte. Los caballeros malditos hubieron de retroceder, aunque Krest, en plena posición de ataque, no pudo. Sin apenas poder darse cuenta, quedó convertido en una estatua de cristal y colapsó al segundo siguiente, momento para el cual Sneyder ya volvía a la carga.

Aléxandros se le interpuso, ansioso por librar tamaño combate. Bloqueó la Espada de Cristal con el escudo y luego contraatacó con su propia espada, llena de una energía relampagueante. Un indicio del Rayo, la máxima técnica del caballero maldito de Leo, tan seguro de ser hijo del rey de los dioses.  Sneyder sintió que era una suerte haber podido desviar el tajo, no estaba en posición de recibir muchos más golpes.

En cuanto a los otros, Sun Wukong se encargó de ponerlos a trabajar con palabras burlonas y una lengua que enseñaba sin el menor reparo. Trece almas malditas habrían podido poner el mundo del revés. Seis lo tendrían más bien difícil.

El problema era que ya Sneyder no peleaba como un ser humano. Los cinco quisieron unirse a la batalla y un muro inmenso y sólido como las murallas de Troya se levantó alrededor de los combatientes. Acto seguido, de las alturas empezaron a caer peñascos del Cocito. Enkidu saltó, grácil como era su costumbre, y reventó uno a uno los descomunales glaciares a Cero Absoluto con las barras dobles que tan bien sabía emplear. Sun Wukong murmuró algo sobre que se suponía que era con él y la guerra contra Ares cuando se empezaron a usar esas armas, pero al final soltó la carcajada y se ocupó de lo que tenía adelante, ordenando al Batallón de la Montaña de Flores y Frutas que echara abajo la fortaleza. Las numerosas y diminutas copias golpearon el muro a la vez desde todas las direcciones posibles, sin poder hacer la menor mella y recibiendo en cambio un soplo de aire gélido que los congeló al instante.

Temiendo ser presa de semejante poder, Sun Wukong dio un enorme salto con el que en un visto y no visto llegó hasta los cielos. Desde esa ventajosa posición, pudo ver a Atenea navegando junto al Barquero y un tipo tan raro que no pudo sino quedársele viendo. Tanto rato estuvo así que la diosa se dio cuenta de su existencia y lo miró.

—¡Ay, Kwang Ing, nada de jarrones, por favor!

Tan rápido como si hubiese visto al mismo Buda, el caballero maldito de Libra descendió hasta las profundidades. En el camino vio que Gilgamesh y Enkidu destruían una constante lluvia de meteoritos mientras que empleando a aquellas extrañas bestias que dirigía, Rómulo fue capaz de vencer el muro de hielo. Era fascinante, en verdad: un lobo atravesaba el hielo y al instante este era consumido de adentro hacia fuera.

—La gravedad es una fuerza universal —dijo Rómulo a modo de saludo—. No puede congelarse. ¡Dioses, el león se defiende bien!

Aunque la espada y el escudo de Libra lucían numerosas grietas, Aléxandros había podido mantenerse con vida todo ese rato. ¡Y todavía se guardaba más de una técnica bajo el bolsillo! Sun Wukong lo sabía bien. Tenía buen ojo para esas cosas.

—Será mejor que lo ayudemos —dijo el caballero maldito de Libra, arrancándose unos pelos de la mejilla. Estaba por masticarlos cuando el suelo empezó a temblar.

Todo ocurrió a la vez, sin tiempo para que los lobos regresaran. Gilgamesh y Enkidu, llenos del orgullo de luchar otra vez juntos, se vieron inmersos en una tempestad glacial aún más terrible que la que extinguió al Batallón de la Montaña de Flores y Frutas. El suelo bajo los pies de Sun Wukong y Rómulo se elevó a las alturas a la velocidad de la luz, mientras Sneyder partía a consciencia la Espada de Cristal en un mandoble brutal solo para elevar a los cielos a Aléxandros encajándole una patada en el estómago.

Sneyder vio la imagen como una fotografía. Era consciente de todo lo que ocurría en Cocito, él era Cocito y Cocito era él, un ser capaz de vencer a trece santos de oro.

Miró en derredor, sin encontrar a Asclepio de Ofiuco por ninguna parte. Podía hacer eso, distraerse. Más arriba, Cocito obedecía su voluntad y encerraba a los cinco caballeros malditos en una gran esfera de puro hielo que unía los dos extremos del partido río de las lamentaciones. La Luna Blanca.

—¿Cómo hicieron los santos de Atenea para vencer a Hades en el pasado? —se cuestionó Sneyder, juntando las manos.

La Luna Blanca estaba hueca por abajo, donde podía verse a Rómulo, Sun Wukong, Aléxandros, Gilgamesh y Enkidu zarandeados por aquel Polvo de Diamantes maximizado. Para potenciar ese particular infierno de hielo, el santo de Acuario desató la Ejecución de la Aurora, completando un ataúd en cuyo interior todo cuerpo era congelado hasta el Cero Absoluto y toda alma hasta el Lamento de Cocito. Solo necesitaba mantenerlos un rato allí, en la flotante Luna Blanca, para lograr la victoria.

—Haciendo milagros, claro —dijo Asclepio, apareciéndosele. Usó el báculo para golpear el suelo una vez, como llamando a alguien—. Lo que deberías preguntarte es otra cosa. —Volvió a golpear, manteniendo la mirada y la expresión tranquilas—. ¿Cómo pensáis derrotar al monstruo que mantenía el control sobre todos los ríos del inframundo, desde el Tártaro? —Un tercer golpe fue el preludio de la destrucción.

La Luna Blanca fue desintegrada por un ataque quíntuple. Gilgamesh, Enkidu y Sun Wukong con barras triples, dobles y de combate cercano; Aléxandros y Rómulo con sendas espadas de oro azulado. Todos carecían de aquella pálida imitación de mantos de oro, pero descendieron al suelo más vivos de lo que nunca habían estado, con la piel quemada por el frío intenso, el sudor fruto de un esfuerzo sumo y las radiantes sonrisas de quienes habían salido victoriosos contra el ardid de un espectro.

Porque, ¿qué otra cosa podría ser el receptáculo de un río del infierno, sino un espectro? Sin el menor interés en ceder a esas alturas, Sneyder dio una nueva orden al río: cerrarse, aplastar con sus dos extremos a todas aquellas almas malditas.

—No lo creo —dijo Rómulo, cuyos lobos se habían dispersado para impedir tal evento. Cada palmo que avanzaba el río, era un sinfín de hielo consumido por aquellos agujeros negros de cuatro patas—. Esta batalla no seguirá sucediendo bajo tus reglas, ¡la resolveremos en la Otra Dimensión! —exclamó el caballero maldito de Géminis.

A Sneyder no le pasó desapercibido que el punto en que antes chocara la Colisión Universal se ensanchó a una velocidad imposible, transportándolos a un espacio que no era dominio del dios de las lamentaciones, sino del olvido.


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Publicado 11 diciembre 2023 - 16:25

Saludos

 

Capítulo 185. Legado maldito

 

Ahora que era una de los Señores del Hades, Lucile no necesitaba del Barquero para transportarse de un lugar a otro. No consideraba tonta a Akasha, es decir, a Atenea, por hacer uso del transporte público, claro. La diosa podía tomar decisiones muy tontas, pero esa era una inteligente: era necesario que el pueblo supiese quién reinaba, quién daba las órdenes y quién era la fuente de todos los males y bienes del país. En ese caso, el país era todo el inframundo, la otra cara del universo. O una de las tantas aristas de una realidad infinita en la que el universo material era un plano más.

Lucile no tenía nada que demostrar, por ahora, así que apareció en el palacio de Hades, Giudecca, justo ante la sala del trono. ¡Cómo disfrutaría recibiendo a los otros perdedores uno a uno! ¡Cómo disfrutaría de los esfuerzos del viejo Nimrod y el seco Sneyder, donde ella pudo someter sin lucha a todo un dios! Tal vez le daría una palmadita en la espalda a Shizuma por el trabajo realizado. Incluso si ella había logrado una victoria tan perfecta, admitía que la santa de Piscis tendría que lidiar con alguien más poderoso que el dios de la cólera. Leteo era el río más fuerte de los cuatro.

—Bienvenida —saludó Nimrod de Cáncer, repantigado sobre el trono de Hades como si tal cosa—. Te esperaba para el almuerzo y mira lo tarde que has llegado.

—¡¿Qué!? —fue todo lo que pudo decir Lucile, al tiempo que las puertas se cerraban tras ella por sí solas. Tal cosa no le produjo ni estremecimiento, ni interés—. ¿Qué haces aquí? ¿Ya has…? ¡Qué haces aquí!

—Te veo nerviosa —dijo Nimrod, tamborileando los brazos del trono—. Siempre he soñado con mancillar la silla del dios que me ha torturado por diez mil años. ¡Querer es poder, dicen! Pues mírame, Bruja, yo quise y yo pude. —Rio a gusto, reclinándose contra el asiento para después atravesar toda la sala del trono de un salto, quedando justo frente a ella—. No hueles a rosas, sino a azufre. Buen trabajo, Bruja.

—Rosas… —Mientras apartaba con delicadeza la palmadita en la espalda que Nimrod pensaba darle, dejó escapar un suspiro—. ¡Rosas! ¡Qué simpleza!

—Es como dice la canción, ya sabes. Si un día de estos…

—Ah, Pequeño Abuelo, es mejor que no te pongas a cantar. O lo haré yo.

—¡Los dioses no lo quieran!

—Esa cara me gusta más.

Espantado y luego receloso, Nimrod tardó en cerrar la boca. Abajo, en el suelo límpido de la sala del trono, quedaban los restos de esa pompa y ese orgullo con los que el Pequeño Abuelo la había recibido. Eso estaba mejor, mucho mejor.

—Así que —dijo Nimrod, rascándose la cabeza—, ¿lo has logrado, eh?

—Lo hemos logrado —admitió Lucile, encogiéndose de hombros. El oscurecido manto de Cáncer era toda la prueba que necesitaba para saber que su portador no había dejado para el final la tarea de someter al río del dolor, con tal de gastar una broma a quienes fueran viniendo—. ¿Qué hay de los demás?

—¿Quién sabe? Hay jaleo en Cocito y ni siquiera ahora quiero estar cerca de Leteo sin necesidad. Rayos, cuanto más fuerte es uno, más se lo piensa en pelear con otros más fuertes, ¿no debería ser al revés, Bruja?

—Para los necios amantes de las batallas, seguro, para ellos es emocionante. Los que tenemos cerebro, en cambio, comprendemos mejor el poder.

Y si el poder de los ríos del dolor y la cólera era grande, mayor era el del río del olvido, por no hablar de aquel que bebía de todas las fuerzas del inframundo. Era ahora, más que en ningún otro momento, que Lucile comprendía cuan vasta era la diferencia entre los santos de Atenea y los Astra Planeta. Era ahora que entendía por qué su voz celestial habría podido poner el mundo entero en jaque.

«Soy yo quien le di esa forma —recordó Lucile—. Yo, no Fjalar y Nenya, ni Ethel…»

—¿Estás bien? —preguntó Nimrod con sinceridad.

—El negro no me favorece —se excusó Lucile, quien se había llevado las manos al estómago—. A ti en cambio…

Soltó una risilla, que el viejo compartió, convirtiéndola en carcajada.

Era la primera vez en miles de años que alguien reía en aquel sombrío lugar. Incluso si era para ocultar los pesares del pasado, sin duda las paredes de ese monumento a la desesperación lo apreciaron, tanto como unas paredes podían apreciar algo.

«Me estoy volviendo loca —reflexionó Lucile—. ¡Si esos dos no acaban su trabajo pronto, me terminaré de desquiciar!»

Sobre todo, se dijo para sus adentros, si aburrido de esperar Nimrod decidía que usar el asiento de su máximo torturador como orinal era una buena idea. Lucile se aseguraría de recordarle antes que aquel trono ya no pertenecía a Hades.

Era de Atenea, la que fuera amiga de Lucile y Ethel, mucho tiempo atrás.

 

***

 

A excepción de Asclepio de Ofiuco, todos los combatientes en el río Cocito fueron transportados a un espacio ínter-dimensional junto al suelo que pisaban.

Más allá de la plataforma, se extendía el infinito que cumplía la misma función que el espacio exterior en el universo material: llenaba los huecos entre los huecos entre los diversos mundos del Hades, o más bien, los incontables inframundos. Hubo un tiempo en que cada planeta tenía vida, y por tanto, todos los que los habitaban necesitaban de un lugar en que ser juzgados. Ahora ambos planos de la existencia estaban vacíos, debido a guerras más terribles y antiguas que cualquier Guerra Santa, y lo que antaño se conoció como el Camino de los Dioses era ahora apenas recordada como una Súper Dimensión donde nada que no contase con la protección divina podía avanzar un paso.

La plataforma en que se hallaban era parte de Cocito, una tabla de salvación para Sneyder. Si caía al abismo, ya no contaría con la protección del río de las lamentaciones. El dios estaría satisfecho con librarse de él; rescataría el alma aplastada del hombre que fue y la remendaría para que le sirviese de marioneta.

—Así es —dijo Rómulo al tiempo que los lobos que lo acompañaban, uno por cada héroe en su noble linaje, volaban hasta él y se fundían con su cosmos, en el que destellaban planetas y estrellas—. Ya no podrás apoyarte en ninguna ayuda ajena.

—Nosotros sí —rio Sun Wukong, escupiendo una buena cantidad de pelos masticados. El Batallón de la Montaña de Flores y Frutas resurgió en todo su esplendor.

—Ridículo —sentenció Sneyder, conjurando al punto la Ejecución de la Aurora.

Como dos rocas gemelas partiendo el cauce de un río, así actuaron Enkidu y Gilgamesh. Uno dejaba a cada paso las Rosas de Cristal, flores que surgían en el suelo, robando cosmos ajeno y liberándolo en forma de un polen muy especial: confundiéndose con los propios pensamientos, alma y cosmos del enemigo, se adentraban en él y lo parasitaban, consumiéndolo con el paso del tiempo. Era una técnica terrible, aunque inútil para vencer al ser en que Sneyder se había convertido. Lo que no era tan inútil era la fuerza del caballero maldito de Piscis, ni el tremendo poder que Gilgamesh exhibía; tan grande era la fuerza bruta del héroe sumerio, que en vida solo tres personas llegaron a conocer sus técnicas, incluido el propio Enkidu. Ningún oponente que enfrentara tras la caída de los dioses del Zodiaco le exigió algo más que sus puñetazos.

Surgieron estacas de hielo a los pies de los compañeros, sin alcanzarlos. Un momento después, Sneyder tenía a tan temibles oponentes a los costados. Conjurar murallas de hielo no sirvió para mitigar los golpes de las barras, las cuales reventaban con facilidad el ya castigado manto de Acuario. Superado, Sneyder fue retrocediendo hasta que sus pies de oro rozaron el borde de la plataforma. Casi podía oler el final.

—Ahora —ordenó Sun Wukong—. ¡Al ataque!

El Batallón de la Montaña de Flores y Frutas avanzó sin piedad, llenando el cielo con risas y barras de combate cercano. Aléxandros se mantuvo atrás, receloso, pero Rómulo, lleno de aquel poder cósmico que lo hacía destellar como un reflejo del universo, había empezado a conjurar la Colisión Universal, generando las dimensiones gemelas a los lados de Sneyder de Acuario. Este ya no podía ir al frente sin chocar con Enkidu y Gilgamesh, contra los que seguía intercambiando golpes y contragolpes, ahora armado con la Espada de Cristal; tampoco podía retroceder, eso sería la muerte. ¿Saltar? En el estado en que se hallaba, no era seguro poder vencer a las copias de Sun Wukong.

Solo le quedaba una dirección. Y obró en consecuencia.

—¿Qué demonios es este temblor? —exclamó Aléxandros, el único en darse cuenta.

Demasiado tarde, la plataforma ya se había agrietado de extremo a extremo y se hundía hacia la pura destrucción de todo. Desequilibrado, Enkidu dio un traspié y Gilgamesh se aferró a él con todo su cuerpo, en el que se hallaba presente el icor divino, a costa de recibir un desagradable tajo de la Espada de Cristal

—¡Demente! —dijo Rómulo, aunque no se supo a quién se dirigía.

Sun Wukong y sus copias saltaron al abismo antes de que la plataforma se hundiera, así obró también Gilgamesh, siempre abrazado a su compañero y sin proferir ninguna queja. En cuanto a Aléxandros, cargaba, febril, tras soltar la espada y el escudo. Su cosmos relampagueante creaba fotones de luz que luego concentraría en su puño, que amaestraba el rayo de su padre. Aquel era el momento de definir qué había sido toda su vida y muerte, y el caballero maldito de Leo no pensaba desaprovecharlo.

Así pues, chocaron una última vez los rivales, sobre un mundo que se desmoronaba. El puño venció a la espada, de modo que el santo de Acuario debió alejarlo de una patada rápida para poder preparar el Círculo Glaciar. Como si él mismo fuera el Hombre de Vitruvio, extendió los brazos y las piernas, creó con su cosmos un círculo perfecto que pasaba por los pies y las manos, atrayendo los restos de la Espada de Cristal. En comparación con la variante que había ejecutado contra Sun Wukong, esta vez las agujas que surgieron del círculo no pudieron ser detenidas, atravesando el pecho, hombros y cuello de Aléxandros, desgarrándole la garganta y helándole la sangre. Pero aun con el hielo formándose bajo su piel y músculos, incluso sometido al dolor que el niño Sneyder sintió al caer a las aguas a punto de congelarse en Alaska, sintiendo que todo él era apuñalado e imposibilitado de siquiera pensar en algo que no fuera tal sufrimiento,  el caballero maldito de Leo apretó los dientes, llenó su brazo con el poder del cosmos que había liberado antes y descargó el Estallido de Fotones, solo para ver cómo en el preciso instante en que impactaba, la Súper Dimensión lo aplastaba.

¿Todo este tiempo, éramos simples mortales tú y yo? —dijo Aléxandros, desvaneciéndose junto a su cosmos.

—Así es —susurró Sneyder, también consumido por el final.

 

***

 

Shizuma Aoi, santa de Piscis, estaba en todas partes y en ninguna a un tiempo. Por eso estaba allí ahora, frente a un muro que debería existir, y que sin embargo ahí estaba, como un reflejo traslúcido de un pasado olvidado, signo del despertar de Leteo.  

Por eso estuvo en el momento posterior a la victoria de Nimrod de Cáncer, cuando su cosmos hizo arder en fuegos fatuos todo rastro de enfermiza carne en el río del dolor, aceptando como compañía solo los espíritus de la guardia. Por eso observó de cerca la muerte y renacimiento de Lucile de Leo, como una mujer de fuego que adquiría por voluntad propia un cuerpo mortal, vulnerable a pesar del poder que contenía. Por eso anduvo entre los vientos de Cocito, a la diestra de quien sin dudar quebraba las prisiones cristalinas de todos los santos de Atenea, sorprendiéndole que ni tan siquiera enfrentar al Oro Impío le hiciese retroceder.  Para ella no importaban el tiempo y el espacio, estaba un paso más allá de eso, por la voluntad divina.

El Santuario se había servido bien de ese poder, no solo en la guerra entre los vivos y los muertos, sino también para mantener bajo control a los santos de oro e impedir que algo como la rebelión de Saga de Géminis volviese a ocurrir. En comparación a aquel evento del pasado siglo, el Cisma Negro era una minucia, un problema menor. Por ella Lucile de Leo y Akasha de Virgo acabaron en el exilio, por ella se supo con exactitud algunos de los movimientos de la exiliada guardiana del sexto templo zodiacal. Por ella, otros asuntos quedaron escondidos bajo la mesa. Unas veces porque consideraba necesario callar, otras porque no comprendía lo que estaba viendo. Qué era con exactitud Adremmelech de Capricornio, por ejemplo, no lo supo hasta el momento en que se reencontró con el asistente, Azrael, en la barca de Caronte. Pero lo había intuido, había comprendido que había algo raro en ese ser sin rasgos, y sin duda no era la única. De no haberse marchado a un lugar inaccesible para ella, tal vez Shiryu de Dragón hubiese resuelto el misterio. Al fin y al cabo, él entrenó a Azrael.

Tenía un gran poder que nadie más poseía, se le había conferido una responsabilidad acorde con ese poder. Arthur, Triela y Sneyder ejecutaban la justicia, ella vigilaba a los vigilantes. Ella entendía la importante de esa misión; evitar conflictos, contener en la medida posible el caos propio de las organizaciones humanas, aun las nacidas bajo las alas de una diosa. Seguía las normas por ese motivo, con ciertas dudas, que se incrementaron en los días previos a la guerra. Demasiados errores cometidos. Las reglas creadas para mantener estable la principal línea de defensa de la humanidad estaban a punto de destruirla; muchos santos de Atenea estaban bajo sospecha y la vida de una de los doce principales pendía de un hilo. Entonces se presentó la oportunidad de solucionarlo todo y no dudó, apoyó a Akasha de Virgo para que fuera la nueva Suma Sacerdotisa, a sabiendas de lo que sabía de ella. Pensó que estaba quebrando las reglas por el bien de la gente; ahora, viéndolo en retrospectiva, comprendía que en todo momento se movió en medio de un marco que la incomodaba siempre.

Ya no sentía ninguna clase de incomodidad. Todo era claro. Deber y querer se fundían por primera vez, despejando la senda hacia el mañana.

Una senda que el Muro de los Lamentos bloqueaba.

—He venido a verte —saludó Shizuma, tocando la flecha que emergía del muro. Guerra, el cisma en las huestes del olvido que había permitido a Damon apoderarse de una parte de la legión—, Leteo. Preséntate ante mí, por favor.

Todo alrededor se difuminó por un breve instante. La percepción extrasensorial de Shizuma le indicaba que no era una ilusión óptica, sino una distorsión de la realidad.

Así aparecieron ante ella quienes no debían estar allí, un hombre y una mujer.

—Bienvenida a casa, hija —dijo Minoru Shizuma.

 

***

 

Sneyder soñó que un cuervo lo despertaba picoteándole el ojo. Al despertar, no vio nada, aunque creyó seguir oyendo el graznido, obligándole a seguir.

No le sorprendió que su alma, desprovista ya de carne y manto, estuviera a los pies de los dioses del Zodiaco. Ni que una entre ellos, con túnica blanca y una corona azulada de laurel, lo observase desde arriba. Ni que la falsa diosa le resultara conocida.

—¿Es usted, maestra?

—Sí y no —dijo la falsa deidad, tendiéndole la mano. Sneyder aceptó el ofrecimiento y se apoyó en ella para levantarse—. Tu maestra nació de mi cosmos. Y el de muchos otros. Era una sombra del Trono de Hielo que ya no está en este mundo.

—¿Cómo sabe eso? —preguntó Sneyder, con un asombro que era reflejo de la inquietud que sintiera de niño, al conocer a una mujer que parecía saberlo todo de todo.

—¿Es importante por qué lo sé?

—No, no lo es.

—Tu cuerpo y tu manto sagrado han sido destruidos. ¿Sabes por qué?

—Tenía que acabar con esto, de un modo u otro.

—Te negaste a abandonar tu humanidad —dijo la falsa deidad.

—Entonces he fracasado —constató Sneyder, frunciendo el cejo. Su alma, por supuesto, tenía la misma apariencia que tuvo en vida.

—Sí y no.

—Explíquese.

—Si tu misión era convertirte en el Portador de las Lamentaciones, entonces sí, has fracasado. Si, en cambio, buscas adueñarte del poder de Cocito sin dar la espalda a tu diosa, entonces todavía tienes una oportunidad.

—He de vencerla. A usted y a los demás.

Antes de responder, la falsa diosa miró a los ataúdes. Todavía ninguno más de los que allí yacían por la eternidad había reaccionado. Todavía.

—Ya ni siquiera Belial tiene interés en subir a la superficie —dijo la falsa deidad—. Está cansado. Estábamos cansados incluso antes de morirnos, ¿sabes? Si hubiésemos querido revivir, lo habríamos hecho desde que con tanta diligencia, y algo de ayuda divina, abriste el río que Hades puso sobre nuestras cabezas huecas.

—Definitivamente, usted no es mi maestra —declaró Sneyder, sobrepasado por esa indiferencia tan honesta—. Y a la vez, lo es.

—Ajá —aprobó la falsa deidad—. Apuesto a que mi otro yo se presentó como Skadi, a mí puedes dirigirte como Selvaria. También seré tu maestra, por ahora.

—El tiempo del aprendizaje ha… —empezó a decir Sneyder, callando de pronto. Uno nunca acababa de aprender. Jamás.

—¿Conoces todo lo que hay que saber del cosmos? —cuestionó Selvaria.

Sneyder negó con la cabeza.

—Sé detener el movimiento de los átomos. También sé congelar las almas de los muertos. He alcanzado la velocidad de la luz e incluso la he trascendido, pienso… —Dudaba de eso último, por lo que tardó en añadirlo—. Pienso que el Cero Absoluto no es el límite, que puedo ir más allá de eso.

Selvaria asintió, aunque sin mostrar mucha sorpresa.

—Tres sentidos trascienden a todos los demás y se basan en conocer con profundidad nuestro cosmos, en percibir nuestro universo interior —explicó Selvaria, llevando las manos al pecho—. La superficie, lo físico, nos permite conocer las leyes del universo material y caminar junto a ellas. Eso es el Séptimo Sentido, el hombre tocando con sus manos los límites del mundo. Después viene la profundidad, lo espiritual, que nos ayuda a trascender las leyes naturales, algunas de ellas al menos. La Octava Consciencia, el hombre trascendiendo los límites del mundo. En realidad, no obtienes más poder con uno que con otro, solo aprendes a utilizarlo mejor, la fuerza ya está en ti.

—Creo que he ido más allá de esa fuerza —decidió Sneyder. Incluso antes de que Cocito se infiltrara en su cuerpo, había sido capaz de vencer en combate a varios de los caballeros malditos, que también poseían el Octavo Sentido.

—Entre la Octava Consciencia y lo que está más allá del cosmos y el alma, hay un abismo infinito —dijo Selvaria—. El borde inferior de ese abismo es lo que conocemos como paroxismo. El punto máximo de poder que los dioses permiten a los mortales. No se puede ir más allá de eso, no sin la ayuda de un dios.

—¿El milagro de Elíseos? —cuestionó Sneyder.

—El Noveno Sentido, la capacidad para crear tus propias leyes. El hombre convirtiendo su microcosmos en un macrocosmos donde él es amo y señor. Lo que llamas milagro de Elíseos no es más que un puente entre ambos estados de consciencia.

—Todo se trata de comprensión. El poder siempre estuvo ahí.

La sangre divina dada por Atenea era un medio más. En realidad, lo importante era la aprobación de los dioses a que un mortal fuera más allá de donde se les estaba permitido. Si esa aprobación existía, entonces incluso él, Shizuma, Nimrod y Lucile, podrían acceder a ese grado de poder. Si a tal propósito apuntaba la justicia, si semejante mal era necesario para poner fin a otro mayor, entonces él todavía no fracasaba. Fracasaría solo de un modo: rindiéndose ahora.

—No vas a entregarte a Cocito —afirmó Selvaria.

—Soy un hombre, a pesar de todo —dijo Sneyder, cuya alma resplandecía de cosmos y resolución. Un faro para los que buscaban una esperanza. Y para los que lo odiaban.

Antes de que Selvaria pudiera formular una nueva pregunta, el espacio se curvó cerca, formándose un portal del que emergieron el risueño y saltarín Sun Wukong, el furibundo Rómulo y el melancólico Gilgamesh, cuyo cuerpo estaba cubierto de polvo. Ninguno conservaba las armas, aplastadas por la Súper Dimensión del mismo modo que Enkidu de Piscis. Y ellos mismos habrían muerto de no ser por el icor de sus venas.

—Era mortal —dijo el caballero maldito de Tauro—. ¡Era mortal! —Pateando el suelo, hizo que el río de las lamentaciones se agitara por entero. Tan prodigiosa era la fuerza del semidiós—. ¿Por qué habría de sorprenderme? ¡La obra de los humanos es humana!

—Todo es culpa de ese miserable —decidió Rómulo, mirando a Sneyder con los ojos inyectados en sangre. Selvaria no estaba reflejada en ellos.

—Nada de eso —dijo Sun Wukong, guiñándole el ojo a Sneyder—. Todo es culpa nuestra, por debiluchos. En esta época, una existencia que trasciende los límites humanos ya no se permite con tanta ligereza. ¡Una pena!

Entretanto, Sneyder, un alma simple, carente de armadura y desarmada, se alistaba para hacerles frente. Cerró los puños, puños sin carne, e invocó el poder de su cosmos.

—Tres contra uno —dijo Rómulo, evitando confrontar a sus compañeros—. Solo…

Enuma Elish —dijo Gilgamesh—. La estrella de la Creación que divide el Cielo y la Tierra, tiempo y espacio perforados por un poder infinito. Si viviéramos en mi época, yo podría vencer a este hombre solo.

—Y si yo fuera guapo, sería más guapo —replicó Sun Wukong, encogiéndose de hombros—. ¿A qué vienen tantos arrepentimientos? ¡Hagámoslo!

El caballero maldito de Libra se adelantó a un paso, de modo que Rómulo y Gilgamesh se posicionaron a los lados. Aquellos tres cosmos, descomunales cada uno por derecho propio, se conjugaron para alcanzar el infinito.

—Ellos no pueden oírme —dijo Selvaria—. ¿Ves esa estrella, mi último heredero?

—Sí —murmuró Sneyder, tan impresionado como le era posible—. La Exclamación de Atenea, comparable al Big Bang a una escala menor.

En teoría, producía una destrucción ilimitada en un área localizada, pero eso no casaba bien con el terremoto que sacudía hasta el último trozo del hielo de Cocito. Fuera por el castigo que tantas batallas impusieron en su estructura, fuera porque nunca antes un poder así fue liberado en ese rincón del Hades, lo cierto era que desde las profundidades del río de las lamentaciones hasta la superficie se habían formado grietas. Si semejante poder no mataba a Sneyder, de todos modos este sería aplastado por el cuerpo de Cocito, quien hallaría así venganza. En los vientos liberados por la densa energía estaban presentes los susurros del dios de los lamentos: él podía apagar esa estrella.

—En mi época, era posible alcanzar ese poder —dijo Selvaria—. Oh, para realizar esa técnica son necesarias tres personas, mas cada uno de nosotros hicimos de nuestro microcosmos un macrocosmos. ¿Eso es como el Big Bang, verdad?

—No comprendo a qué quiere llegar —atajó Sneyder, seco.

Tan grande era el odio que Rómulo y Gilgamesh sentían por él, que estaban concentrando en esa técnica todo lo que tenían, hasta sus propias vidas quemarían de ser necesario. Sun Wukong mantenía semejante afán destructivo en equilibrio, como un ser más allá de los humanos que se regía empero por las reglas humanas. Según el parecer de Sneyder, tan solo Arthur podría haber hecho frente a algo así, y era una posibilidad entre mil. La Exclamación de Atenea, la única técnica que la diosa de la guerra y la sabiduría había prohibido a los hombres, representaba un poder colosal.

—Dijiste que no te entregarías a Cocito —susurró Selvaria, muy cerca de él, lo bastante para percibir un estremecimiento en el alma de Sneyder.

¿Acaso aquella falsa deidad podía leer su corazón?

—Podría hacerlo y vencer —dijo Sneyder—. Pero soy un hombre.

—Un hombre que está dispuesto a sacrificar su humanidad.

—Cargaré con los pecados de los hombres, incluso si he de enterrar mi espíritu.

—Excelente —dijo Selvaria—. Eres la persona que hemos estado esperando. No podríamos presentarnos a Ella manchados por nuestros míseros remordimientos.

No fue posible para Sneyder preguntarle a qué se refería, pues, precedida por los gritos de guerra de los tres miembros restantes del Oro Impío, la Exclamación de Atenea fue propulsada hacia él, dispuesta a aniquilarlo todo.

 

***

 

El tiempo pasaba sin que Shizuma dijera una sola palabra, aunque observaba, como siempre. El ritual que Alhazred de Virgo había empezado tiempo atrás para abrir las puertas del Tártaro, si bien interrumpido por su repentina muerte, pasaba por invocar a Leteo, a quien la caída de los ríos del inframundo ya habían despertado. Leteo empezó una lucha contra el sello de Atenea, una lucha destinada al fracaso, si bien los daños colaterales se sentían por todo el Hades. Al igual que el universo material, el reino de los muertos poseía incontables mundos, conectados entre sí por un espacio en el que el río del olvido hallaba solaz. Rómulo de Géminis pudo abrir un acceso a ese lugar, la Súper Dimensión, aunque aquello le trajo más pérdidas que beneficios.

La batalla de Sneyder y el Oro Impío llegó a su punto álgido, tal vez acabase antes de que el Barquero transportara a Atenea y el Señor del Odio a Cocito. En ese momento, Shizuma debía haber empezado ya según lo acordado. De por sí había sido arriesgado esperar tanto; sospechaba que la presencia que la separaba de su misión era alguna broma cruel del caballero maldito de Virgo. Aquella alma condenada, que bebía conocimientos sin fin de seres que jamás vivirían bajo las reglas de los humanos, bien podía saber a quiénes debía su segunda derrota. Bien pudo saberlo desde siempre: tiempo y espacio tenían un significado muy diferente para los Reyes Durmientes.

Fue en el momento en que la Exclamación de Atenea destelló en las profundidades del río de los lamentos que Shizuma se atrevió a hablar.

—He de pasar, papá. Mamá.

—Será necesario un gran sacrificio —dijo la señora Shizuma—. El más grande que un ser humano puede hacer. El mismo que hicimos nosotros.

Un estremecimiento recorrió el cuerpo de la santa de Piscis. Vio a su padre, Minoru, el famoso constructor. Él la había olvidado y el mundo se había olvidado de él y su esposa. Tuvieron una nueva vida, en los brazos del olvido, un regalo de los dioses.

—No estamos muertos —la tranquilizó Minoru—. Leteo no alberga almas, sino recuerdos. Todo lo que fue olvidado, él lo recuerda, por eso Leteo y Mnemosine son uno y son lo mismo. Hija mía, no bebas de estas aguas.

El reto quedó revelado. Un hombre y una mujer, dos charcos de los que un condenado podía beber. ¿Recordar lo que se fue, u olvidarlo todo?

Vio a la pareja, ya empezaban a difuminarse los rostros y la vestimenta, como de costumbre. Ella intuía que eran sus padres, asumía que la quisieron y cuidaron. Sin embargo, todo eso era ya poco más que un sueño, una fantasía. Tenía que elegir.

—Querido —dijo la señora Shizuma—, Aoi ya ha tomado una decisión. ¿No es así?

Los esposos se miraron, sonriéndose con afecto. Y en ese afecto, Shizuma tuvo consuelo. Por supuesto que amaba a sus padres, por supuesto que había sentido el dolor, la tristeza y hasta la ira, de quienes se abocaban sin remedio hacia la muerte, y aun así pensó que estaba bien, por cada día que pasaba con ellos, siendo querida y queriendo. Sin embargo, cuando entró en el Santuario, cuando cambió, lo hizo en un sentido que aun ahora apenas imaginaba. Quería a sus padres, por eso los sabía bien allí, donde fuera que estuviesen. Ella viviría su vida y ellos la suya. Y estaba bien con eso.

De modo que avanzó hacia Minoru Shizuma, rodeando con sus largos brazos la espalda de quien fuera para ella el hombre más fuerte del mundo, cuando imaginaba que él se bastaba solo para construir los grandes edificios de Japón. Minoru acarició su largo cabello y le susurró algo que no pudo escuchar.

Pues la Shizuma que abrazaba a su padre era la niña que fue. La auténtica, que era la misma a un tiempo, había tocado la flecha Guerra y desatado un estallido de luz.

Había escogido olvido, por supuesto.

 

***

 

A diferencia de Shizuma, Sneyder no podía saber si los demás habían tenido éxito. Tampoco pensaba en ello, estaba concentrado por completo en su propio desafío.

Mientras la Exclamación de Atenea avanzaba, con una velocidad imposible que acortaba las distancias, él alzó los brazos por encima de la cabeza tal y como hacía cuando pensaba desatar la Ejecución de la Aurora, aunque con un cambio. Los brazales entrechocaron al formar una equis, y en el vacío entre las palmas, llenas de un cosmos magnificado, se concentraba el viento frío de su alma al borde de la extinción. Su maestra solía decir que el fuego quemaba como el hielo; las llamas cristalizadas que nacieron entre las manos de Sneyder eran la viva representación de ese ideal.

Atraída por esa llama como una simple polilla, Selvaria avanzó hacia Sneyder y se fundió con él, transmitiéndole            todos los viles actos que había cometido. En comparación, el Oro Impío era un grupo de niños malcriados.

También nosotros lo éramos —dijo Selvaria, mediante telepatía—. Niños.

«Vosotros llegasteis a la adolescencia —pensó Sneyder, despectivo. Que él supiera, era la primera vez que hacía una broma.»

Entre la risa cristalina de Selvaria, el fulgor destructivo de la Exclamación de Atenea y el cosmos gélido que se le interponía, brillante y hermoso como la misma Aurora Boreal, Sneyder encaró el fin de su propia existencia.

—Con mi ayuda, podrías vencer —dijo Cocito, empleando el sonido de la destrucción de su cuerpo, el río helado, para hablar—. ¡Podrías apagar esa estrella insignificante!

A despecho de esa promesa, la Exclamación de Atenea borraba todo el hielo y el aire que se le interponía, consumiéndolos sin dejar siquiera rastro y apenas retrasándose unas pocas, aunque muy valiosas fracciones de segundo.

«No me basta con apagar una estrella, así sea la más ardiente. ¡Con el fuego de mi alma, crearé una tormenta que apague todas las estrellas malditas del Hades!»

Tal juramento precedió a la Furia Boreal.

Una vida dedicada a buscar un frío que incluso las almas temieran no cambiaba que el propio poder de Sneyder crecía, no solo durante los entrenamientos, sino también en posteriores experiencias. Había aprendido a conocer el valor del alma, la suya y la de otros. Sobre todo aquel día al término de la Rebelión de Ethel, cuando luchó contra Akasha de Virgo. También comprendió el valor de sacrificarla, de quemar ese último y delgado hilo que unía a Sneyder de Acuario con la raza humana. Así, año a año, fue naciendo la técnica que trascendía la Ejecución de la Aurora.

Lo que negó a Cocito como un necio, ahora lo entregaba. Una tempestad nacida para barrer de la faz de la existencia las estrellas del universo contrarrestó incluso la llama nacida para darle origen a uno nuevo. No hubo ninguna clase de resistencia: la Exclamación de Atenea se extinguió sin más, mientras todo era cubierto de hielo. Incluso el tiempo se detuvo durante la tormenta, congelado por el alma de Sneyder.

—Es una regla irrefutable, todo se congela —dijo Sneyder con debilidad.

Flotando, pues sus pies desaparecían poco a poco, pasó a través del hielo. La Furia Boreal había colmado las grietas en el río Cocito, desde las profundidades hasta las alturas. También había convertido a los caballeros malditos en estatuas de cristal. Rómulo lucía sorpresa, Gilgamesh aceptación y Sun Wukong, bien, él sonreía.

Asclepio de Ofiuco se manifestó ante él, pudiendo golpear dos veces el suelo antes de que Sneyder, todavía lleno de aquel cosmos inmenso, le atravesara el corazón.

—Tienes una buena espada —dijo el caballero maldito.

Después, con los últimos estertores de su fugaz existencia, golpeó el suelo, revelando así la flecha Muerte. El cuerpo del último caballero maldito se cristalizó y estalló en un millar de partículas, mientras que el alma de Sneyder, a un paso de desaparecer por completo, tocó la flecha con la Espada de Cristal que había formado, teñida de sangre.

 

Mil millones de lamentos fueron liberados en ese instante, como el cortejo fúnebre de la existencia llamada Sneyder de Acuario. La vieja humanidad, castigada por el diluvio universal y renacida para servir a los dioses una y otra vez, había sido liberada.

Sneyder de Acuario había cumplido su misión.

—Ahora es el turno de Sneyder de Cocito, ¿no? —dijo Sousuke de Géminis, emergiendo de su ataúd a la vez que sus otros cinco compañeros.

—¡Qué bonito! —celebró Sephiria, mirando con ilusión las estrellas que surgían del río según este se iba licuando. Eran los recuerdos de los condenados, sus anhelos y sueños. Sus almas—. ¿Creéis que el abuelo Damon y el abuelo Éxodo estarán allí también?

—Es posible —dijo Zemus, quien con un giro de muñeca trajo desde la Súper Dimensión el manto de Acuario, como el tótem de Ganímedes. Que semejante chatarra sobreviviese a la presión de aquel lugar era prueba más que suficiente de que la voluntad de Atenea estaba detrás de toda esa aventura—. Éxodo era el mejor de todos nosotros, aunque a Hashmal, Shemhazai y Adremmelech les duela que ser el mejor perro no sea como ser el mejor hombre.

—Solo tienes envidia porque a ti no te invitaba a sus aposentos —dijo Shemhazai. El     viejo Zemus se limitó a poner los ojos en blanco y renegar—. Por eso no te invitaba, por aburrido y cascarrabias. Oye, Sousuke, no hay ni rastro de nuestro salvador.

—Tan ciega como siempre, muchacha —decía Mateus mientras examinaba con cierta curiosidad el manto de Acuario. Este había adoptado un color oscuro que no tenía nada que ver con el gammanium en estado puro, pues resplandecía como lo hacían los mantos zodiacales—. Nuestro salvador, como lo llamas, está por todas partes. En el momento en que tocó el sello de Atenea, se convirtió en Cocito para liberarnos. ¡Belial!

—Detrás de ti, anciano —gruñó Belial—. ¿Qué quieres?

—Liberaremos nuestros cosmos, los seis —advirtió Mateus, mirándolos a todos; era todo un placer hacerlo desde arriba; allí no necesitaba una silla, podía estar de pie. ¡Pues claro que podía! Era un alma libre. Si conservaba la apariencia que en vida le otorgaba el Misphetamenos era por una cuestión de costumbre—. Así podremos guiarlo.

—A una trampa —advirtió Sousuke.

—¿Eh? ¿Por qué? —Sephiria no había dejado de mirar las estrellas. Los grandes planes del resto de dioses del Zodiaco siempre le importaron un comino.

—Porque somos unos hijos de cain —dijo Shemhazai—. ¿Por qué más?

—Y con esa boca besa a su madre… —murmuró Zemus, ganándose que su compañera de Sagitario le enseñara la lengua.

Belial, testigo de semejante niñería, torció el gesto. Selvaria solía decir, en los últimos días de los dioses del Zodiaco, que eran una caterva de mocosos esperando a ser nalgueados por sus olímpicos papás. Tal vez había tenido razón todo el tiempo.

—Esa mueca te hace más feo de lo que eres —acusó el viejo Mateus, recriminándole que estuviera ahí perdiendo el tiempo. Él siempre fue el más diligente de los doce.

«El segundo —se corrigió Belial, antes de ponerse manos a la obra.»

En todo lo que hicieran, incluso si se trataba de la cualidad en la que fueron expertos desde aquellos días del diluvio, bajo la cólera de los auténticos dioses, aquellas falsas deidades siempre segundaban a la que de forma unánime colocaron encima. Tantos recelos había entre un grupo de hombres sin fe, que para asegurarse siempre de sobrevivir, todos se hacían por cuenta propia cómplices de la misma persona, hasta que fabricaron a una diosa. Incluso ahora, que rodeaban el oscurecido y dañado manto de Acuario  en un círculo de seis, Belial sentía que la Señora podría hacerlo por sí sola.

—Qué divertido. ¿Nos cogeremos de las manos también? ¡Solo estoy bromeando, Zemus! —juró Sephiria, sonriendo—. Lo he oído todo.

—Con esas orejas que tienes, ¿quién no? —acusó Zemus.

—¡Basta ya! —exclamó Mateus—. Belial, ¿te importa hacer los honores?

El interpelado asintió, conforme, y se aclaró la garganta antes de empezar.

—Tú que te llamas Sneyder de Acuario —habló Belial, mientras los cosmos de todos se elevaban, primero como áureas torres, después con el tono trasparente y místico de quienes habían superado los límites mortales—, tú que eres el último heredero de nuestra compañera, la diosa… La mortal —prosiguió, hosco—, Selvaria de Acuario. Sigue nuestra luz, vuelve a nosotros. —Los otros cinco lo corearon, solemnes.

Para ese momento, Cocito ya se había derretido lo suficiente para que un agua siempre fría les bañara los pies. De cada grieta chorreaba, volviendo a agrietar los enormes pedazos de hielo. El río de las lamentaciones pronto dejaría de estar congelado.

El agua se alzó y colmó el cántaro de Ganímedes. Después, el tótem se reformó como el manto de Acuario sobre un ser invisible. Las grietas se llenaron de cosmos gélido.

—Te ofrecemos nuestros pecados —dijo Mateus, el primero en desaparecer.

—Todo el mal que hicimos —añadió Zemus, que siguió a su compañero como un fantasma. Juntos se fundieron en el manto de Acuario cuando un tercero habló.

—Todo el mal que pensamos hacer —confesó Shemhazai con una sonrisa cruel.

—Pero no nuestro cosmos —dijo Sephiria, con gesto decidido.

—Todo lo bueno que hubo en nosotros, hasta la última chispa le pertenece a una sola persona —advirtió Sousuke—. La única que confió en nosotros.

—La única a la que gustamos llamar Señora —dijo Belial, aunque en el momento en que, junto al resto de compañeros, ingresó en el manto de Acuario, no estaba seguro de si solo había un ser ante el que inclinaría la cabeza.

Porque en el interior del manto manchado por la muerte, ellos supieron que Sneyder los había visto y escuchado, y conocieron lo que él pensaba como él conoció lo que ellos fueron a lo largo de seis mil años. Supieron que su falsa diosa y la auténtica eran ahora un solo ser. Supieron que el círculo de las Guerras Santas se cerraba por fin de acuerdo al plan de Atenea, y les gustase o no, supieron que debían aceptarlo.

—Esta es nuestra herencia —dijeron las siete voces a la vez, los siete lamentos que reinaban por sobre los otros diez mil que había recogido—. ¡Recíbela!

Así era, también Sneyder debía aceptar esas terribles existencias, tan abominables y empero tan amadas por la diosa de la guerra y la sabiduría. Fue en base a esa comprensión que vio su cuerpo reconstruido, átomo a átomo, para albergar un nuevo e ilimitado cosmos, mientras que las últimas siete almas que había liberado ascendían. Nada quedó en el Hades del poder que atesoraron los siete falsos dioses; hasta la última pizca abandonó el mundo de los vivos y el de los muertos, para participar de una última batalla en algún remoto rincón del espacio-tiempo.

—Lo he logrado —dijo Sneyder, tomando la flecha Muerte a sus pies y partiéndola.

Más allá de la humanidad, y por tanto, parte de ella, Sneyder permaneció en las profundidades mientras el esperado diluvio colmaba aquel valle del Hades. En medio de todo le llegó un último lamento, desde un lugar lejano.

—¿Ya has decidido quién va a blandirte, Espada de la Justicia?

Sneyder, Señor de Cocito, asintió. Llevaba por manto el pecado primordial.

 

***

 

Los ríos del Hades habían caído, el inframundo correspondiente a la humanidad estaba a un paso de inclinarse a la voluntad de Atenea. Ese paso dependía por completo de Shizuma, quien flotaba en la inmensa oscuridad más allá del Muro de los Lamentos.

—Bienvenida, Aoi —la saludó el señor de ese infinito.

No tenía el rostro de Shun de Andrómeda, ni ningún otro que Shizuma conociese. Carecía en realidad de rasgos de ningún tipo, como si se tratara del molde que usaron los dioses para crear a los seres humanos. De un característico color azul oscuro, incluso la altura variaba según se miraba. El género era imposible de adivinar por el timbre de voz y solo el puro entendimiento de Shizuma lo definía como el dios del olvido.

—Estoy de vuelta —dijo la santa de Piscis—. Leteo.

—¿Quieres dar un paseo conmigo? —preguntó el dios, tendiéndole la mano.

Hablaba sin boca, miraba sin ojos. No era telepatía convencional; Leteo era, en ese momento, dueño de cada pensamiento de Shizuma. Él estaba dentro de ella, como ella estaba dentro de él. No tenía sentido negarse y aun así respondió:

—Me encantaría.

Tomó aquella mano sin dudas en su corazón. Sabía lo que tenía que hacer.


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Rexomega

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Publicado 18 diciembre 2023 - 15:14

Saludos

 

Capítulo 186. Revelaciones

 

Tan pronto entró en la Esfera de Mercurio, Seiya se vio embargado por el asombro y la quietud. La injerencia de Narciso de Venus durante el viaje por los cielos había sido sutil, aunque presente en todo momento. Ahora, Seiya se supo sometido a las leyes de ese mundo, comprendía de forma instintiva que podía ser expulsado de allí en cualquier momento sin que oponer resistencia tuviera algún sentido. Más que reglas que uno podía saltarse si lo consideraba correcto, desafiar a la voluntad de la Esfera de Mercurio era como esperar que una manzana no cayera tras soltarse del árbol.

Avanzó por un camino hecho de nubes, que se iba formando según avanzaba sobre un abismo color verdoso. Esos peldaños eran de una consistencia similar al suelo del cielo, por lo que, más que una característica de la Esfera de Mercurio, debía tratarse de una última ayuda de Narciso de Venus. Aquello gustaba a Seiya tan poco como la propia sensación de ser una marioneta enredada en los hilos de un ser que ni conocía. ¿Qué le esperaba más allá de ese horizonte que siempre parecía estar en el mismo lugar? Caminó, corrió e incluso voló. Rápido como el rayo, veloz como la luz y aun más raudo. No importaba, el camino se iba haciendo según andaba y las distancias apenas cambiaban. Cuando dejaba de mirar al frente y observaba alrededor, tenía la misma vista que tuvo durante el primer paso: había cuerpos flotando en ese lugar, distantes uno de otro a pesar de que se hallaban, estaba seguro, a la misma altura.

—Cincuenta —dijo Seiya tras la última parada, acariciándose el cuello. Le iba a dar tortícolis si seguía girando la cabeza—. Y siento un gran cosmos.

A decir verdad, se sentía como tres cosmos. Uno venía de fuera y lo reconocía como el de Astrea, la sexta virtud zodiacal, los otros dos estaban ocultos más allá de los cuerpos que veía flotando a la derecha e izquierda. Y no era como si estuvieran cerca, ni los cuerpos, ni el origen de aquellos cosmos. Si tenía que hacer una analogía, era como ver las estrellas en el cielo nocturno: estaban allí, podía taparlas interponiendo la mano, pero también estaban a una distancia inabarcable para los seres humanos y poseían un tamaño inconcebible para la gente de la Antigüedad. Los cuerpos no tenían por qué ser tan grandes como estrellas, pero sí que estaban muy, muy lejos, y si los veía debía ser porque al que fuera que se le ocurrió pintar todo ese mundo de verde le pareció buena idea que fuese así. De modo que Seiya los contaba, una y otra vez, siempre distinguiendo a cincuenta y descartando entonces que fueran lo que pensaba.

—A no ser —soltó Seiya, retando una vez más sin éxito a aquel camino mágico—, que haya otros cincuenta. ¡Si tan solo llegara al centro!

Pensando en la Esfera de Mercurio como una esfera en sentido literal, podía imaginarse a un total de cien cuerpos flotando, todos a la misma distancia unos de otros y a la misma altura, como un anillo de satélites alrededor de un planeta. ¿Eso significaba que aún no entraba en la Esfera de Mercurio, sino que estaba en la capa exterior?

—¡Qué lío! —maldijo Seiya tras dar el salto más largo de su vida. Fue un movimiento suicida, porque si el camino no hubiese llegado hasta el punto en que aterrizó, habría caído a través del abismo y no estaba seguro de que volar fuera posible allí, pero esa situación le gustaba tan poco que no podía dejar de desafiar a esas leyes—. Más que nada porque no me dejan llegar a donde debo. ¿¡No hemos tenido suficientes pruebas, Narciso de Venus!? ¡Vencimos a cada robot que nos mandaste y ahora estoy aquí! ¿Dónde? ¿Dónde están…? —Calló. ¿Con quién se supone que iba a hablar? ¿Con Narciso? ¿Con el regente de Mercurio? ¿Con los dioses?

Los cien ángeles que había en los cielos desaparecieron en el Cielo Empíreo, según había dicho Shiryu. Seiya sospechó desde un primer momento que los cuerpos que flotaban en la lejanía eran esos guerreros celestiales, sometidos a un sueño eterno por Astrea y quienes fueran que le estuviesen ayudando. Eso era aterrador. Ellos no habrían podido vencer a cien ángeles y Astrea, o la Esfera de Mercurio azuzada por Astrea, los había sometido en lo que ellos viajaban hasta llegar a ella.

—Puede que fuera por eso por lo que no quiso pelear conmigo —se le ocurrió Seiya, en lo que pateaba el último peldaño del camino y se preparaba para un nuevo intento.

Cuando se despertaba la Octava Consciencia, era posible superar incluso la velocidad de la luz. Sin esa última barrera a la velocidad, cualquier cosa era posible si el cosmos ardía con la suficiente pasión, era como moverse en medio de una teletransportanción. Incluso atacar en tiempo cero era posible, en teoría. Sin embargo, eso tenía graves riesgos, por lo que los cinco acordaron junto a Kanon aconsejar el uso de esa velocidad solo para distancias cortas. Cruzar mil metros en picosegundos era una cosa, acabar asfixiado en el espacio exterior después de haber atravesado un meteorito era otra muy distinta. Por lo que Seiya sabía, la Esfera de Mercurio podía ser tan vasta como la Vía Láctea, si no es que más, así que solo le quedaba ese recurso para atravesarla.

Narciso, los dioses o un nuevo miembro de los Astra Planeta, quien fuera que se encontrara más allá merecía un buen derechazo. Tomó impulso.

—Estás tardando mucho —dijo una voz conocida—. Seiya.

El timbre de voz lo dejó paralizado, oír que lo llamaban por su nombre le hizo perder el equilibrio y caer al suelo como si fuese un chiquillo. Tuvo que contener las manos para no sobarse el trasero, y más bien, dejar de perder el tiempo y ponerse de pie.

Entre miradas de reojo, la vio: llevaba un vestido de una sola pieza, a juego con el camino de nubes blancas, el cabello castaño le caía a través de la espalda, y los ojos eran de un gris único y mágico, semejante a un cielo tormentoso. Era la misma persona junto a la que luchó veinte años atrás en las profundidades del inframundo, la misma a la que llegó a apreciar más que nada en el mundo. Ella era, sin duda alguna, Atenea.

—Saori —saludó Seiya, paralizado. La joven era bella para estándares humanos, pero le producía mayor impresión de la que podría causarle jamás la perfecta Astrea.

—Siempre fui esa persona para ti, para todos —dijo la recién llegada, curvando con suma alegría los rosados labios—. Saori Kido. No Atenea, que ha renacido una y otra vez a lo largo de los milenios, sino Saori, la nieta de Mitsumasa Kido.

—Un desastre de niña —soltó Seiya con un carraspeo—, pero una gran mujer.

Él mismo había sido testigo del coraje de aquella joven. Criada para ser una simple adolescente hasta la muerte de Mitsumasa Kido, acabó desafiando al Santuario y a los propios dioses. No solo eso, también se había sacrificado para evitar a los seres humanos más sufrimiento. Esa decisión, según entendía Seiya, correspondía a esa encarnación de Atenea, no podía verlo de otro modo. Incluso si era el mismo ser que había protegido a la humanidad tantas veces, Saori era un caso especial.

—¿Vas a plantarte ahí todo el día? —preguntó Saori—. Te veo perdido, Seiya.

—¡Es que…! —Para taparse el sonrojo, el santo de Pegaso hizo como si se sobara la cara y miró a otra parte—. ¡Tanto verde hará que me lloren los ojos! ¿Quién pintó esto?

—Narciso de Venus reforzó la capa exterior de la Esfera de Mercurio —dijo Saori—. Él debió darle un tono aguamarina para honrar a la última regente, Galatea, hija de Nereo.

—Ajá, claro, tiene sentido.

—¿Ya sabes quiénes son los cien prisioneros?

—Los ángeles que usó Astrea para potenciar a sus máquinas —respondió Seiya, satisfecho de sus propias deducciones—. Aquiles, Odiseo, Ícaro…

—Asclepio —dijo Saori, con un hilo de voz.

—Sí, me suena que había un ángel llamado así… ¿Ocurre algo?

De pronto, el rostro de Saori estaba marcado por la tristeza.

—Es irónico. La técnica que mantiene dormidos a los ángeles la ideó él. Asclepio, hijo de Apolo, el más grande de los médicos. Como ángel del Olimpo, descendió a la Tierra durante una guerra singular junto a su discípulo, Elidibus, bajo una identidad falsa. —La mirada de Saori se perdía en el horizonte, allá donde flotaban los cuerpos de los ángeles. Tal vez podía distinguir a Asclepio entre todos los demás, aunque Seiya sospechaba que no era él quien le producía tanta inquietud—. Elidibus era un hombre sabio, puro de corazón, que rechazaba toda forma de violencia. Lo escogí como contrapeso para los santos de oro, para mitigar la desconfianza que los dioses del Olimpo sentían hacia el Santuario. Era un sanador y lo convertí en juez. La técnica que heredó de su maestro antes de que volviera a los cielos, la Hipnoterapia, capaz de sumir bajo el dulce sueño a cualquier mortal, se convirtió en un medio de control. Tenía el deber de impedir que hubiese traición en el Santuario y se convirtió él mismo en traidor, porque a pesar de sus muchas virtudes, el Sumo Sacerdote no lo tomó en cuenta como sucesor por no ser parte de los doce santos de oro. Suena familiar, ¿verdad?

Antes de que Saori lo mirara, Seiya ya sabía en qué estaba pensando.

—Saga.

—Sí —dijo Saori—. Saga de Géminis temía tanto fallar, que reprimió esa otra personalidad con la que convivía. Le arrojó todo lo malo, cada pecado, por minúsculo que fuera. Es tanta la presión que pongo sobre los hombros humanos que ellos acaban aplastados —lamentó, para luego negar con la cabeza—. Perdóname, Seiya, aquí en la Esfera de Mercurio todo lo que fui, soy y seré es lo mismo y me distraigo.

—Pues nunca fuiste muy distraída, que yo recuerde —se atrevió a decir Seiya—. Hasta en buscar tu propio caballo humano le pusiste empeño.

Los dos se miraron. Saori muy seria, Seiya enseñando todos los dientes.

—Me gustaba mucho la leyenda de Pegaso —confesó Saori—. Quería volar a lomos de un caballo volador y tú jurabas que irías volando a buscar a tu hermana.

—¿En serio era por eso? —dijo Seiya—. ¡Menuda…!

Tontería, iba a decir, aunque de pronto se dio cuenta de que le gustaba mucho perder el tiempo si estaba con ella. Que todo el rato estaba evadiendo lo importante. Ya debían haber pasado de sobra los doce minutos dados por Astrea.

—Descuida —dijo Saori—. El tiempo aquí avanza más lento.

—¿Me lees la mente? —preguntó Seiya, más azorado que nunca.

—Solo los apuntes que veo en tu cara —señaló Saori—. Aunque tienes razón, la Hipnoterapia que Astrea tomó de Asclepio le exige a ella y sus dos autómatas clase Machina, Luceid y Heldalf, toda su concentración por ahora. Si llega a absorber los cosmos de Shiryu, Hyoga e Ikki, ya no necesitará mantener dormidos a los ángeles, podría someterlos a punta de fuerza bruta, como creo que pretende hacer.

—Está mal que yo lo diga —dijo Seiya, con los ojos bien abiertos—, pero, ¿somos tan fuertes? ¡Estamos hablando de cien héroes de la mitología!

—Oh, Seiya, el cosmos no tiene límites cuando se lucha con el corazón, y no creo haber conocido nunca guerreros con más corazón que el vuestro, excepto… —Saori se mordió los labios, pensativa. Dudaba de si contar algo—. Imagino que tendré que decírtelo todo, pero, ¿por qué no caminamos? Hay algo que me gustaría que vieras.

—Caminar aquí es un dolor de pies inútil —acusó Seiya—. Es un sitio muy grande.

—Te quedas corto —rio Saori—. Las Esferas de Crono son los nueve aspectos de la vieja Creación, anterior al reinado de mi padre. No cualquiera pude recorrerlas sin ayuda divina, pero tú cuentas con mi ayuda, Seiya.

El susodicho asintió, conforme.

—Bueno, entonces vamos, porque tengo muchas preguntas que hacer.

Saori sonrió, iniciando la marcha. El camino, en vez de formarse lo justo para que sus pies no cayeran al abismo, se adelantaba por bastante.

—Y yo responderé las que pueda, mas primero deja que te cuente una cosa.

Así, mientras hombre y diosa avanzaban, Seiya conoció el mayor secreto de los dioses.

 

***

 

Similar viaje realizaban Shizuma y Leteo, a través de un mar de estrellas y mundos. Estaban en el río del que manaban por igual recuerdo y olvido. Un lugar más mental que físico; debido al sello de Atenea, no era posible ir más allá del Muro de los Lamentos de otra forma, del mismo modo que el resto de ríos habían quedado sellados en el Hades, con sus rescoldos en la Tierra siendo controlados por otros.

—¿A dónde me llevas? —quiso saber Shizuma.

—Tus amigos han muerto —respondió Leteo, que volaba un poco más adelante. La miró solo para confirmar que le estaba escuchando—. ¿Lo sabes, verdad?

—Sí. Por eso están aquí.

—No me refiero a la primera muerte. Nimrod de Cáncer fue fulminado por la flecha Enfermedad de Triela de Sagitario. Akasha de Virgo halló su final a manos de Azrael. Lucile de Leo cayó bajo la cólera de Adremmelech de Capricornio, potencial regente de Marte. Sneyder de Acuario murió presa del veneno de Shaula de Escorpio. Azrael fue ejecutado por Hipólita de Hércules. Y tú, Aoi, te perdiste a ti misma luchando contra el ángel de la Violencia, Bía. No me refiero a nada de eso.

—Entonces, ¿qué? —dijo Shizuma, sintiendo curiosidad.

—Quienes han alcanzado el Octavo Sentido, pueden llegar vivos al Hades —explicó Leteo, paciente. Parecía disfrutar ese simple paseo por el infinito, lo bastante para no tener ninguna prisa—. También, quienes lo despiertan al morir, mantienen fuerte el hilo que une alma y cuerpo, de modo que ambos acaban en el Hades, aunque no siempre al mismo tiempo. Es lo que ocurrió con algunos de vosotros, también es lo que pasó con Shaka de Virgo y la anterior reencarnación de Atenea.

—Creía que ese milagro se debía a la propia intercesión de Atenea —comentó Shizuma. Conocía la historia por boca de su maestro, Shun de Andrómeda. A él mismo le sorprendió saber que Saori hubiese regresado del inframundo para vivir un tiempo más en la Tierra.  Todo ese asunto del Octavo Sentido le resultaba muy confuso.

—Interesante —dijo Leteo, guardando silencio por un minuto, como reflexionando—. Puede que sea por eso que algunos llegasteis con vuestros cuerpos. El arma que acabó con la vida de Akasha de Virgo cortó el lazo de cuerpo y alma, imposibilitándolo. Solo era un alma imitando la persona que fue mediante un envoltorio espiritual. Eso nos vino bien —admitió el dios sin el menor tacto—. Despojada de su última vida mortal, los rescoldos del tiempo que Atenea reinó sobre el inframundo se sumaron a su alma, despojada ya de divinidad por los dioses del cielo. Gracias a eso el Hades volverá a tener una reina, cosa que unos agradecen y otros rechazan.

—¿Y qué hay de ti?

—Creo que sabes bien lo que pienso, Aoi.

¿Qué podía importarle al dios del olvido si había una reina que pusiera orden en el reino de los muertos? Todo y nada. Porque para Leteo los mejores recuerdos eran un manjar; cuanto más perduraban en la memoria de los hombres, más valiosos eran para él. Sin embargo, si el Hades colapsaba sobre sí mismo, merced del caos, sería olvidado pronto y acabaría uniéndose con él, tal y como ocurría con todas las cosas. Él ganaba siempre, por lo que no tenía que preocuparse demasiado por esas cosas.

—No me has respondido —cayó en la cuenta Shizuma tras un rato.

—Las muertes de Nimrod de Cáncer, Lucile de Leo y Sneyder de Acuario son muertes verdaderas —aclaró Leteo—. Un hombre no puede luchar con un dios del infierno y esperar conservar su alma. Para lograr su cometido, han perdido la opción de reencarnar. Mis hermanos, incluso sellados por una diosa del cielo, son muy fuertes.

—Los he visto morir —asintió Shizuma—. Y renacer.

—Renacieron en el Hades, son parte del Hades ahora —insistió Leteo—. Ya no tienen el derecho a caminar bajo la luz del sol. Aunque si la reina tiene éxito, dejará de ser una tragedia formar parte del inframundo.

Shizuma asintió. Aquello tenía sentido. De las aguas del Aqueronte, el hielo de Cocito y el fuego de Flegetonte, construyeron Nimrod, Sneyder y Lucile nuevos cuerpos. La materia no se creaba ni se destruía en el universo físico, y era de esperar que la materia espiritual del Hades obedeciera reglas similares. Por tanto, ellos habían convertido los ríos del inframundo en sus cuerpos empleando su propia existencia como molde.

Ella tendría que pasar por lo mismo. Vencer al recuerdo y renacer en el olvido, vencer al olvido y renacer en el recuerdo.

—¿Qué eres en esto, Leteo? ¿Un aliado o un enemigo?

—Soy el altar, Aoi. Para el sacrificio que planeas hacer.

Palabras sencillas que confirmaban sus temores. Siguieron viajando.

 

***

 

Entretanto, en la Esfera de Mercurio, Seiya tenía muchísimo en lo que pensar. La verdadera naturaleza de la Guerra del Hijo no lo cambiaría, él siempre sería Seiya, sin embargo, sí que le hacía replantearse la justicia de obrar como pensaba obrar.

Y luego estaba todo lo demás. Mientras entrenaba, Seiya había escuchado muy de vez en vez a algún guardia borracho soltar que Atenea era tan bondadosa con los hombres de bien como despiadada con los orgullosos, que así se la retrataba en la mitología. Que todos los que hablaran de ese modo de la diosa protectora de la humanidad acabasen recibiendo un buen rapapolvo, cuando no desapareciendo de la faz de la Tierra, no ayudaba a que el pequeño Seiya pensara que estuviesen mal. Incluso cuando Saori les reveló a todos que era Atenea, esos recuerdos infantiles le sobrevinieron y lo primero que pensó fue que tenía sentido. La niña que quería usarlos de monturas y que lo chantajeó para luchar a cambio de encontrar a su hermana, era caprichosa como una de esas diosas griegas de las que hablaban los borrachos.

Pero todo fue cambiando más adelante, comprendió lo mucho que Saori se había esforzado por estar a la altura de esa identidad sobrehumana, habiendo sido criada como un ser humano más. Sintió la calidez, el cariño y también el valor de esa muchacha, solo para ahora descubrir cuán certeras podían ser las palabras de aquellos miserables. Sin ocultarle nada, Saori admitió haber engañado en el pasado a Poseidón para que la antigua humanidad, irredimible, manchada desde el nacimiento por impulsos destructivos, sobreviviese al castigo divino. Lo hizo no porque creyera en que algún día los seres humanos se volverían gente de bien, sino porque le parecía fascinante esa tenacidad a prueba de todo,  esa capacidad para adaptarse tanto a la ayuda como a la indiferencia de los dioses. Gracias al fuego de Prometeo, el motor del espíritu humano, los hombres aprendieron a prosperar de un modo u otro, aunque tropezaban. El fruto de la jugarreta de Atenea a Poseidón fueron doce santos de oro enfermos de poder y orgullo que por su codicia provocaron no solo su propia ruina y la Guerra de Troya, sino también la Guerra del Hijo en sí. El desastre de los autoproclamados dioses del Zodiaco fue tan grande, al involucrar más de un solo universo, que Atenea hubo de luchar en la línea de frente, cuando por miles de años había sido una simple observadora.

—Tuve muchos trabajos —dijo Saori con añoranza—. Enseñé, tejí y hasta serví. ¡Cómo se habría reído Poseidón de mí entonces! Una vez fui doncella de Pirra de Virgo, aunque eso nadie más lo sabe. La escuché y no supe ver con claridad lo mucho que esa niña me necesitaba, aunque no dejaba de hablar de su esposo, al que aún esperaba tras cinco mil años. Para Atenea, después de haber conocido la vida mortal, aquella falsa diosa la había traicionado y no merecía más que el olvido. Tras la Guerra de Troya se fundó el Santuario sobre el cementerio de los dioses del Zodiaco. Recuerdo haber rasgado la lápida de su líder con mis propias manos —admitió la joven, mirando cómo estas temblaban—. Otros sufrieron mis desaires, es muy difícil vivir como un dios si eres humano, tardé miles de años en llegar a donde quería. Y habría tardado más de no haberos conocido. —Se giró hacia él, sonriendo—. Gracias, Seiya.

—Yo no merezco esas palabras, Saori —respondió el santo de Pegaso. Estaban más cerca del horizonte, ya hasta podía adivinar la silueta de los dos autómatas clase Machina que sustentaban la Hipnoterapia, así como otros ángeles dormidos—. Más bien, debería disculparme contigo. Yo, lo siento mucho.

Desde hacía mucho, mucho tiempo, tal vez desde el mismo momento en que cierta niña se abrazara a él, desesperada, Seiya necesitaba expresar esas palabras.

—Nunca me has hecho ningún mal —aseguró Saori—. Al contrario, llegasteis a los Campos Elíseos desafiando a la misma Muerte y me otorgasteis Almagesto. Gracias a eso pude poner fin a la Guerra Santa. Pude hablar con Hades de igual a igual.

—Pudimos haberte ayudado entonces. El Sueño nos venció. Nos olvidamos de ti, del mundo y de nuestros amigos por muchos, muchos años.

—Lo sé, te vi.

Por un momento, Seiya dejó de hablar, faltándole la respiración.

Él ya apenas recordaba esa vida en la que nunca llegó a ser un santo de Atenea. Era un sueño, después de todo. Pero evocó cierta conversación casual, un uno de diciembre.

—Desde entonces, siempre te he buscado —admitió Seiya—. Año tras año.

Después, despertó en un mundo extraño. La Noche de la Podredumbre acababa de terminar, llevándose consigo a Shaina. Ni siquiera pudo hablar con ella, aunque sin duda le habría hecho daño al lamentar que Saori no estuviese con ellos.

—Seiya —dijo Saori—. Yo siempre he estado con vosotros. Todo el tiempo.

Inseguro, el santo de Pegaso se rascó la cabeza.

—Sí, claro. Atenea vela siempre por la humanidad.

—Es humano cometer errores —dijo Saori, cambiando de tema, o más bien, retomando el asunto original—. Yo no creo que hayas hecho nada malo. Más bien, me habría gustado que ese sueño fuera real.

—Era lo que esperabas de nosotros —entendió Seiya—. Querías que viviéramos una vida normal. Pero es imposible, somos lo que somos.

—Lo sé. Y es mi culpa.

—Se ve que estamos empeñados en echarnos la culpa los unos a los otros.

Ella sonrió ante la ironía y también lo hizo Seiya, sintiendo, no obstante, cierto recelo. En el momento en que Saori habló de culpa sintió que ya habían tenido esa conversación. Cuándo, no pudo decidirlo, pues se distrajo pensando en cuál era la palabra que describía la sensación de haber vivido dos veces una misma experiencia.

—¿Eres tú de verdad? —se le ocurrió preguntar a Seiya. No había dado con la palabra.

—¿Preguntas si soy Saori Kido, aquella por la que luchaste y sangraste tantas veces?

—Se suponía que aquí podríamos negociar con los dioses. O algo así.

Para reunirse con los dioses del Olimpo viajaron los ángeles, aunque Astrea les reservase un destino distinto. Ellos cuatro también habían llegado al cielo con ese fin, para determinar hasta qué punto Caronte de Plutón hablaba por los inmortales, y si era el caso, alcanzar la paz del modo que fuera. Todos estaban dispuestos a sacrificarse.

«Hasta Shiryu —lamentó Seiya. Era desagradable decirlo, pero el resto no tenían tantos lazos con el mundo de los hombres. Su hermana había rehecho su vida y era feliz, mientras que él no podía dejar de pensar en…—. Es ella, tiene que ser ella.»

—La Esfera de Mercurio ofrece los dones divinos de Hermes, mensajero de los dioses.

—¿Cómo? Creía que las Esferas de Crono estaban relacionadas con los titanes.

Que fuera un ignorante en cuanto a mitología pese a criarse en el Santuario no quitaba que supiese quién era Hermes. Hijo de Zeus, era uno de los doce olímpicos.

—Para mantener bajo control el poder de los titanes que subyace a las Esferas de Crono —explicaba Saori con suma paciencia—, es necesario del dunamis de los olímpicos. Hades y Plutón están ligados, por eso Caronte emplea a las huestes del inframundo como ejército, mientras que Urano y Neptuno, al estar bajo mi autoridad y la de Poseidón, no pudieron actuar de forma tan directa. Apolo y Artemisa para Saturno, Zeus y Hera para Júpiter, Ares para Marte, Afrodita y Hefesto para Venus, Hermes para Mercurio. Todo esto es parte de un plan de contingencia contra fuerzas que trastoquen el orden universal, por no decir sin más, contra los reveses del destino que derrocaron a Urano y Crono. Mientras sigan pudiendo usar a los Astra Planeta como vanguardia, el reinado de los dioses del Olimpo sobre la Creación jamás terminará. Esa es la verdadera razón por la que mi hermano Apolo fundó la orden. Vencer a los dioses del Zodiaco, que habían trastocado el sentido de las Guerras Santas, fue un asunto menor en comparación. Una prueba de fuego, por así decirlo.

Con cierta reticencia, relató la auténtica Guerra de Troya, que no tenía mucho que ver con la que le habían contado al propio Seiya. Cosas del cine moderno, supuso. Falsos dioses protegiendo una ciudad condenada; la Atenea de entonces, con la ayuda de solo cinco santos de plata, tratando de arrojar una luz de justicia sobre héroes que no veían nada más allá del saqueo, la conquista y el hastío de una guerra demasiado larga. Y ese era solo uno de los frentes que se dieron a lo largo de diez años, pues se libraban batallas en las Otras Tierras gobernadas por los dioses del Zodiaco. Durante aquel conflicto sin parangón en la historia de la humanidad, Apolo reunió a campeones de diversos dioses en una sola orden, siendo el noveno y último miembro quien puso fin a la rebelión que le dio origen. A partir de entonces, cualquier problema que excediese los límites de una Guerra Santa, sería atajado por la recién fundada orden de los Astra Planeta. Ellos eran la línea defensiva no del planeta, sino del universo entero.

—No estoy seguro de si está bien que sepa esto —decidió Seiya, frunciendo el ceño.

—Tienes preguntas y yo respuestas —dijo Saori.

—Bueno, yo sigo esperando una —acusó Seiya.

En lugar de avergonzarse, Saori lo miró de hito en hito, como si no se creyera que Seiya desconociera de lo que estaba hablando. Seiya frunció más el ceño, enfurruñado.

—Hermes es el mensajero de los dioses, yo soy un mensaje. No, este lugar entero es un mensaje que trasciende el tiempo y el espacio. No te habrías sentido cómodo escuchando a antiguos enemigos, ni hablar de auténticos desconocidos y Zeus podría ser demasiado similar a mi abuelo para tu gusto, así que decidimos de forma unánime que fuera yo quien se comunicara contigo, desde mi regreso a los cielos.

—¿Zeus, rey de los dioses, parecido a Mitsumasa Kido? ¡Menuda broma! —rio Seiya. Calló solo un momento para decir—. No, no me pienso disculpar por eso.

¿Así que todo ese momento eterno, mientras sus amigos peleaban sin descanso y Astrea contaba los segundos contenidos en doce minutos, era un mensaje de los dioses? Tenía sentido, más o menos; se suponía que los dioses podían hacer cualquier cosa. Incluso el hecho de que no hubiesen puesto fin a la humanidad no cambiaba eso, en tanto que Atenea siempre había estado allí para apoyarlos. Durante miles de años.

De pronto tuvo sentido que la superficie de la Esfera de Mercurio fuera un camino interminable de nubles rodeado de verde. Saori misma le estaba dando tiempo para aclarar sus ideas antes del momento de la verdad.

—Si quieres una respuesta más directa —dijo Saori, malentendiendo su silencio—, sí, soy yo quien habla contigo ahora, desde el pasado.

—¿Sabes dónde estás ahora? —preguntó Seiya, intrigado.

—Claro.

—¿Dónde…?

Ya te lo he dicho, Seiya, con vosotros. Todo este tiempo.

Ajá.

Siguieron hablando de temas que dolían menos, por no ser personales. Tras la caída de los dioses del Zodiaco, el espíritu de la Guerra de Troya, Ilión, persiguió a los santos de Atenea por todo el mundo. Por ese motivo, Neoptólemo de Aries, Eneas de Libra y Odiseo, quien adoptó el nombre de Nadie al ser nombrado Sumo Sacerdote, fundaron el Santuario para mantenerse siempre unidos. Se sucedieron las Guerras Santas, con Atenea reencarnando para defender a la humanidad una y otra vez. En cada vida equilibraba mejor la divinidad y la mortalidad, tras cada muerte, más pecados cometía y menos derecho tenía a ascender a los cielos, lo que era parte del plan.

A lo largo de diez mil años, Atenea había estado errando a propósito para acabar administrando el Hades y poder destruirlo. Decía haber defendido a la humanidad por un sentimiento muy distinto de la compasión humana, que los hombres no podían entender teniendo vidas tan fugaces; sin embargo, incluso si diez milenios eran un parpadeo en la vida de un inmortal, aquella diosa había dedicado cada día desde el diluvio a reparar mil millones de muertes, salvándolas del tormento eterno.

—Estamos cerca —comentó Saori.

Seiya tuvo que taparse la cara, pues de repente el horizonte resplandecía con un odioso color rosado que además latía como un corazón humano.

—¿No estás en el inframundo, verdad? —preguntó Seiya. El silencio que obtuvo como respuesta le heló la sangre—. ¡Es injusto! ¿Qué esperaban los dioses que hiciéramos con Hades, después de que tratara de matar toda la vida en la Tierra? ¿Es eso? —exclamó, apartándose la mano para poder mirarla. El color rosado que lo bañaba todo desde la distancia realzaba su perfil—. ¿Los dioses te enviaron al inframundo por haberte enfrentado a él? ¡No pueden haber sido tan…, tan…!

Solo que podían. Así como los hombres obedecían leyes humanas, los dioses tenían que seguir sus propias reglas. De lo contrario, cualquier dios podría hacer lo que quisiera y el universo sería aún más caótico de lo que ya era.

—Hades… —dijo Saori, tardando en decidir cómo continuar—, ya no actuará en este universo. Él se fue con los demás.

Ella no podía describirle la Guerra del Hijo, nadie podría poner en palabras el daño que esta causó en la Creación. Lo que sí podía decir era que los dioses habían tomado la decisión de reparar ese daño, razón por la que habían abandonado el universo, uno tras otro. Hades, rey del inframundo, había sido el último en hacerlo.

—Así que es verdad —dijo Seiya—, ya no hay dioses en el cielo.

—A mí y a Poseidón todavía nos queda algo que hacer —replicó Saori.

—Sí, de eso me había olvidado —admitió Seiya, rascándose la cabeza—. Poseidón actúa a través de un nuevo avatar, el hijo de Julian Solo, Adrien. ¡Todo es cosa de la nueva Suma Sacerdotisa! Es mi discípula, bueno, mía y de varios más. —La idea le hacía sonrojar, ¿qué tan malos podían ser como maestros? Lo normal era que bastase uno por santo, aunque Shaula tuvo dos—. Es muy lista y aún más buena, solo que a veces toma unas decisiones muy, muy raras, como liberar a Poseidón.

Por alguna razón, Saori no dijo nada a ese respecto, limitándose a sonreír. Debía estar tomándole el pelo porque la mención de Adrien la había sorprendido; no conocía todos los detalles del futuro, es decir, el presente que para ella era el mañana.

Aprovechando que surgió el tema, Seiya contó a Saori todo lo que sabía sobre la nueva generación de santos, tanto lo bueno como lo malo. Habló de aquellos jóvenes, y no tan jóvenes, con cierto orgullo, sobre todo, expuso la victoria del Santuario sobre el reino de los muertos como si él mismo hubiese estado en ella y no combatiendo contra Caronte junto a sus compañeros. Allí se lió un poco, hablando de un lado sobre el juramento de no seguir los planes del Hijo, fueran los que fuesen, y aun así ir al Olimpo a buscar respuestas, cuanto todas las desventuras que debieron ocurrir para que surgiera el nuevo Santuario. Santos de Atenea en el exilio y bajo sospecha, un cisma, ejecuciones en masa, la extraña rebelión de una inocente aspirante, la Noche de la Podredumbre, Hipólita y Jaki… Había oscuridad en el hogar de los héroes, una tan profunda que ni Seiya ni los demás pudieron despejar del todo. Tal vez Akasha pudiera.

—Ethel —dijo Saori, deteniéndose de pronto.

—Sí, ella es la que… —Seiya hubo de callar al ver lo que estaba señalando su guía. Ya se había acostumbrado a ese horroroso rosado que lo llenaba todo. Ahora que estaban más cerca, si por cerca se podía decir a estar a un millón de kilómetros de distancia, pudo ver que era una especie de estrella, o planeta, que albergaba dentro de sí un poder que lo animaba a recular—. ¿Astra Planeta? ¿El regente de Mercurio?

—La Esfera de Mercurio es el enlace que une Creación y Creador, así como Hermes une entre sí a todos los dioses del Olimpo. Muy pronto nacerá la regente de Mercurio y campeona de Hermes, cuando llegue ese momento tendrás que tomar una decisión.

—¿Decisión? Saori, si he venido aquí ha sido para garantizar la paz. No queremos guerrear con los dioses, nunca lo hemos querido. Lo sabes.

—¿Perdonarás a Caronte de Plutón? —cuestionó Saori, mirándolo a los ojos. Aquella estrella, planeta, o lo que fuera aquella mancha rosada gigantesca, la favorecía un montón—. La guerra que dirigió. La Noche de la Podredumbre. ¿Lo perdonarás todo?

Aquella no era una pregunta fácil. Todo el cuerpo del santo de Pegaso tembló de rabia.

—Si es necesario —dijo Seiya—. Haré incluso eso, por el bien del mundo.

—Porque no quieres seguir los planes de otro —advirtió Saori.

—Así es —dijo Seiya—. Es obvio hasta para mí. El Hijo nos liberó del Sueño Eterno sin pedir nada a cambio, provocando que uno de los Astra Planeta se fije en nosotros y nos ataque. ¿Qué íbamos a hacer sino responder? Tal vez, luchando los cinco juntos habríamos podido vencerle. Tal vez, sí, si no es que hacerlo convertía la Tierra en la diana de todos los ejércitos del cielo. Por eso fuimos ascendiendo aquí año a año, aunque a mí me costó soltar la mano de nuestros compañeros, para encontrar respuestas. Bueno, ahora tengo algunas y siento que estuvimos bien todo este tiempo. Tú no buscas más Guerras Santas, sino todo lo contrario, buscas la paz. Ahora que hemos vencido a Hades y su hueste, ahora que Caronte está sellado y Poseidón es un aliado, creo que es el momento de obtenerla. Por fin, después de tantos sacrificios. Los santos de oro, Geki, Nachi, Ichi, Shaina… —Siguió nombrando a otros más, tardando en oír las palabras que le dirigía quien hasta ahora lo observaba en silencio.

—Shaina está viva —dijo Saori—. En algún lugar, Shaina está viva.

—¿Cómo…?

—Lo sé porque tú lo sabes. Lo leo en tu corazón.

En lugar de decir nada más, volvió la vista hacia la fuente de luz rosada.

Seiya cayó en la cuenta de algo, algo que creía importante.

—¿Por qué mencionaste a Ethel?

—Porque es Ethel —dijo una voz conocida, surgiendo de un ser de luz que recién llegaba—. O, siendo más específicos, es el recuerdo de la niña conocida como Ethel.

Seiya había recibido bastantes sorpresas ese día como para no caerse de espaldas porque un caballo le hablara con la voz de Narciso. Que el equino, tras un destello, adoptara la forma de un apuesto caballero de aire principesco, con una corona de laurel metálica ciñendo los cabellos castaños, ayudó bastante a mantener la calma. Narciso de Venus despedía una presencia similar a la de la fuente de luz rosada y Caronte de Plutón. Por instinto, sabía que era un ser peligroso, mucho.

—Narciso de Venus —saludó Saori, a lo que el interpelado inclinó la cabeza, llenándose la frente con flequillos castaños—. Esto es poco convencional.

—Una Esfera de Crono conteniendo otra. Lo es, sin duda. En mi defensa, no soy el primero en saltarse las reglas, aunque desconozco si eso está en vuestro libreto, diosa de la guerra —dijo Narciso, mirándola con intensidad un momento. Pronto volvió la atención a la luz rosada, sobre la que dijo—: Tomé el recuerdo de Ethel que conservaba su madre, Hipólita. Es el vestido que los recuerdos de mi señora siempre merecieron. Como ya te han informado, santo de Pegaso, la regente de Mercurio pronto nacerá y podrás decirle lo que harás en adelante con toda confianza.

Más confundido que nunca, Seiya no pudo menos que soltar:

—Con todo el respeto, lo que buscamos es acordar la paz con los dioses, no hablar con recaderos. Además, Saori ya ha escuchado lo que tengo que decir.

—Atenea —corrigió Narciso, inclinando no obstante la cabeza al ver que Saori le restaba importancia al asunto—. Sea, diosa de la guerra. Bien, santo de Pegaso, dices que quieres la paz y que perdonarás los crímenes de Caronte. ¿Te mantendrías firme con esa decisión incluso sabiendo que Shun de Andrómeda ha muerto? —La pregunta sorprendió por igual a Saori y Seiya. Y había más—. ¿Aceptará Caronte, es decir, mi hermano, esa paz de la que hablas ahora que se ha liberado del sello?


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Publicado 25 diciembre 2023 - 15:39

Saludos

 

Capítulo 187. Olvido y recuerdo

 

A través de infiernos, estrellas malditas y galaxias regidas por un desconcertante caos, Shizuma de Piscis llegó al más insólito de los destinos. Un vacío helado, sin nada que ver salvo quien la había acompañado en todo ese trayecto y unas luces lejanas, difíciles de mirar. Otra estaría desorientada, ella seguía siendo consciente de quién era, pues contaba con la confianza de Atenea y no necesitaba de más para resistir cualquier adversidad. El lugar en que se hallaban el dios y la mortal carecía de importancia para ellos, era solo desde el punto de vista del que lo viera desde muchos, muchísimos años luz, que semejante rincón del Hades empezaba a cobrar relevancia.

Sí, al igual que las estrellas en el cielo de la Tierra formaban las constelaciones, también los soles del Hades dibujaban un homenaje a los grandes héroes de antaño. Leteo la había llevado hasta el reflejo de la constelación de Piscis.

—Un lugar apropiado para morir —recitó Shizuma, mirando al dios.

—¿Sabes dónde estamos? —alabó, sorprendido, Leteo.

—Aquí fue donde la voluntad de Hades forjó el manto mortuorio que llevó mi predecesor, Afrodita, a la superficie.

—¡Exacto! Las constelaciones son tan maravillosas como aterradoras, recogen lo olvidado y lo mantienen en el recuerdo de las generaciones venideras. El maestro Hefesto quiso elevarlas al reino de los dioses para honrar a su esposa, creando doce autómatas sin parangón; el rey Hades dispuso hacerlas descender al inframundo para castigar la arrogancia de los hombres. Ambos se equivocaron, solo Atenea supo extraer de ellas la máxima fuerza. ¿Y por qué no? Es hija de su padre y las constelaciones fueron idea de Zeus en primer lugar. ¿Conoces la historia de esta en concreto, Aoi?

—Representa a Eros y Afrodita —contestó Shizuma—. Los dioses del amor, aterrados por el último hijo de Gea, Tifón, escaparon muy lejos convertidos en peces.

—Atenea fue testigo de ese acontecimiento, por eso el templo de Piscis es el último de su Santuario. La más grande de las doce leyendas tenía que ser el último obstáculo a superar, mas ni siquiera el más fuerte de los guardianes del duodécimo templo estuvo a la altura —señaló Leteo, mientras un hombre muy viejo se adivinaba en su cuerpo hecho de las aguas del olvido, como borbotones—. Tú tampoco lo estás, Aoi.

Ella no pudo menos que asentir.

—Lo sé. Soy débil.

Gracias a la habilidad que poseía pudo ser útil al Santuario, a pesar de lo cual este se había hecho pedazos lejos de su alcance. Era improbable que en la Tierra se enteraran del resultado de la expedición de paz, improbable, no imposible. Ya se estaban haciendo los preparativos en ambos rincones del universo para el reencuentro que pondría fin a todo. Ella era consciente de eso, de lo que implicaba y de lo poco que podría hacer al respecto. No era una luchadora, tampoco una buena diplomática, solo observaba.

—Es por eso que te pido esta ofrenda, Aoi.

El dios del olvido le tendía la mano. Todo el cuerpo de aquel era de la misma sustancia de oscuro azul, sin rasgos, aunque del tamaño de Shizuma ahora que se daba cuenta.

—Me pides demasiado —acusó Shizuma.

—Una de las leyendas del Zodiaco que protegieron a la humanidad por diez mil años, una de doce —apuntilló Leteo, como si eso lo cambiara todo—. A cambio tendrás todo mi poder. No dormiré como mis hermanos. Yo seré tú y tú serás yo.

Shizuma comprendía que hablaba en serio, que a Leteo le interesaba tanto esa joya del cielo que Hefesto, Hades y Atenea tanto apreciaron como para ceder sin lucha.

«Aun así —pensó la santa de Piscis—. Taifu Aranshi no Hansha

Ella era débil, dependiente en exceso de una habilidad que era fruto de las bendiciones que recibió en la niñez, y del esfuerzo realizado según le explicaba el maestro Shun con insistencia. Pero había querido ser fuerte. Más que orar a su constelación guardiana, dedicó buena parte de su juventud a contemplar el espacio entre las estrellas que la conformaban, creyendo que así descubriría algún secreto inesperado. Tal cosa no ocurrió, por supuesto, con el tiempo comprendió que eran necesarios dos componentes para que la fuerza de las constelaciones naciera: la divinidad del cielo y la mortalidad de la tierra, de quienes observaban las estrellas desde su minúsculo planeta. Si Zeus había diseñado tal realidad al detalle, con ello había construido un auténtico milagro.

Miró al dios del olvido. En el cuerpo de aquel burbujeaban imágenes de todos los que la precedieron. Un hombre que creía en la justicia como fuerza, otro que buscó alejarse de amigos y enemigos para no herir a nadie, otro que temía a la muerte más que nada en el mundo, otro que dio la espalda a los dioses por su única hermana…, así hasta el soldado definitivo y su creador, el primer legatario de la leyenda de Eros y Afrodita. Todos esos nombres y vidas le vinieron a la cabeza de golpe, llenándola de sentimientos encontrados. ¿Estaba bien que todas esas vidas fueran arrojadas para siempre al olvido? ¿Estaba mal sacrificarlas si con ello el mundo era salvado? Al fin y al cabo, los santos de Atenea desde la Antigüedad habían luchado al borde del olvido y el recuerdo.

«Taifu Aranshi no Hansha —pensó Shizuma una vez más, empleando para ello el idioma de su tierra y de sus padres. Era curioso el efecto que eso causaba en ella, como un amuleto contra los malos espíritus. También le servía para entender a Leteo: con esas simples palabras evocaba la constelación que aprendió a adorar y con esa maravillosa figura celeste logró al menos soñar con la fuerza que no tenía. Un poder vasto, secreto e ilimitado, escondido tras tantos campeones, valerosos y viles, admirables y trágicos. Un tesoro enterrado no en las profundidades de la tierra, ni los confines del cielo, sino en el punto que los unía a ambos. No podía renunciar a algo así, no le pertenecía. Shizuma prefería entregarse a sí misma como ofrenda, para que otros mejores que ella pudieran heredar la leyenda de Eros y Afrodita.»

Tomada la decisión, hizo entrega al dios del olvido del más valioso tesoro que sí era suyo. Su propia máscara, carente de rasgo alguno, acabó en manos de Leteo.

—Yo, Shizuma de Piscis, soy la ofrenda para el sacrificio.

—Aoi —dijo Leteo con voz entrecortada. Por encima de las imágenes de antiguos santos de Piscis, surgió una única, a medio camino entre la alegría, la meditación, la apacibilidad y la sensualidad. De facciones afiladas que no desmerecían una expresión suave, pacífica y relajada, dos ojos escarlata destellaban entre los flequillos de su largo cabello, resaltando contra su blanca piel. Ante aquellas joyas quedó enmudecido el dios del olvido, pues poseían un brillo sobrenatural—. En verdad eres hermosa.

 

***

 

La noticia golpeó a Seiya como un mazazo. Tanto como la posibilidad de que Shaina estuviera viva le alegró el corazón, así lo destrozaba saber que Shun, el más amable de todos ellos, había muerto tratando de lograr lo que más quería en el mundo. Paz.

—No puede ser. ¡No puede ser! —Fuera de sí, el santo de Pegaso se abalanzó sobre Narciso y lo agarró por aquellas ropas delicadas—. ¡Estás mintiendo!

¿Quién podría matar a Shun? A despecho de su amabilidad, era más fuerte que cualquiera en el mundo. Ni siquiera Arthur podía compararse con el cosmos del santo de Andrómeda. Y eso que Arthur era un monstruo que equilibraba como nadie poder y conocimiento, pero Shun era Shun. Si la Muerte no se lo había llevado en los Campos Elíseos, ¿por qué habría de hacerlo ahora? Era imposible. Tenía que ser mentira.

—Ío de Júpiter —explicó Narciso, deshaciendo la presa de Seiya con odiosa facilidad. Era un adulto deshaciéndose de un niño berrinchudo—. Él lo mato.

—¿Uno de esos malditos Astra Planeta? —exclamó Seiya, apretando los dientes. Había sido sincero al decir que podría perdonar incluso a Caronte de Plutón, pero aquello ya sobrepasaba todo límite. ¡Shun solo quería hacer la paz! ¿Por qué querrían matarlo? A no ser…—. Si ese Ío de Júpiter quiere guerra se las va a tener que ver conmigo.

A medio camino de dar la vuelta, Saori le dijo con tranquilidad:

—Así que esta es tu respuesta, Seiya.

—¿Eh? —El santo de Pegaso giró, extrañado—. ¿No lo has oído? ¡Shun…!

—Murió en combate singular contra Ío de Júpiter, nuestro comandante, el mejor de todos nosotros —aclaró Narciso, observando a Saori, quien inclinó en gesto de aquiescencia—. Esa batalla, así como vuestro despertar, ocurrió como parte de un plan del Hijo que aun los Astra Planeta apenas intuimos. Solo sé que el dios sin nombre necesita librarse de Caronte de Plutón tanto como necesitaba a uno de los suyos rigiendo sobre la Esfera de la Ley y los Héroes.

—¡Nosotros no somos de los de ese Hijo! —exclamó Seiya, también mirando a Saori. ¿Qué pintaba aquel sujeto ahora, de todos modos?

Ella se limitó a preguntar:

—¿Qué fue de Hashmal, es decir, Ío de Júpiter?

—También murió —lamentó Narciso—. Que no te extrañe la serenidad de la diosa de la guerra, santo de Pegaso. Ella se encuentra más allá del dolor de diez mil años de reencarnaciones. Si está aquí es para guiarte, no para llorar contigo.

Apretando los puños y los dientes con fuerza, Seiya logró refrenarse. ¿Saori, trascendiendo el dolor? ¡Eso debía ser una broma! Había visto las manos de esa mujer temblar por quien había traicionado su confianza. Sufría, como siempre, solo que lo escondía bien. E incluso si diez mil años conviviendo con la humanidad era demasiado tiempo como para que la muerte de un solo hombre le pesara, Saori seguía siendo Saori. Había sido más para ellos que la diosa por la que debían morir, y ellos habían sido más que sus campeones, podía comprenderlo ahora que veía en retrospectiva cómo quiso alejarlos del peligro cuando la Guerra Santa contra Hades estaba próxima.

Él, Shun y los demás no eran los soldados de Atenea, sino los amigos de Saori. Así lo sentía Seiya. Por tanto, volvió a acercarse a Narciso, listo para golpearlo.

—Todos vosotros, Astra Planeta, siempre estáis causando problemas. ¿De parte de quién estás tú, si se puede saber? ¿Eres otro que habla de paz mientras hace la guerra?

La forma con la que apareció Narciso de Venus en un principio, un caballo de luz, no dejaba lugar a dudas. Era la montura de Daphnel, la misma criatura mística que se encargó de la sanación de Shiryu. El mismo ser en que decidieron confiar todos, porque no tenían más remedio. Ahora, ese hecho le parecía la broma de un ser caprichoso que había jugado a gusto con los cuatro, así como con los ángeles que ahora dormían. ¡Se suponía que estaban en sus dominios, por tanto, él podía liberarlos!

—La Esfera de Venus son mis dominios, la Esfera de Mercurio no. Si Astrea no hubiese dormido a los ángeles, el corazón de este lugar los habría sopesado como potenciales regentes de Mercurio. —Se refería a la fuente de luz rosada, a la cual miraba con gran devoción. Más de la que dirigía a Saori—. Todos habrían fallado. Todos habrían muerto. Astrea les ha salvado la vida a todos ellos. Deberías darle las gracias.

Más que agradecimiento, lo que Seiya tenía para aquel sujeto eran cuestionamientos. ¿Qué se suponía que había sido de Shiryu? ¿Y de Hyoga e Ikki?

Narciso de Venus dio a su pregunta sin formular una respuesta que carecía de palabras. Imágenes de las batallas sin cuartel entre Hyoga y los autómatas Ex, así como entre Ikki e Ipsen, quien exhibía los mismos poderes congelantes que el santo de Cisne, lo hicieron trastabillar. Contemplar la forma en que Shiryu se levantaba una y otra vez contra los ataques de Astrea, por el contrario, le hizo sonreír. ¡Su amigo estaba recuperado del todo y luchaba con una tenacidad que no le iba muy a la zaga!  La sexta virtud zodiacal se había puesto de pie, reconociendo al santo de Dragón como un enemigo y no un simple entretenimiento, aunque era evidente la superioridad del ángel, de cuyo espaldar surgían ahora dos pares de alas metálicas. Las visiones se extinguieron igual que empezaron, sin previo aviso.

—Quedan menos de tres minutos allá fuera —advirtió Narciso—. Incluso si tus amigos resisten a mis autómatas, acabarán en el estómago de Astrea de todos modos.

—¿Y tú no quieres eso? —preguntó Seiya, extrañado.

Tanto habría dado que preguntase si Narciso quería derrocar a Zeus. Asombrado de que insinuase algo semejante, lo miró con los ojos muy abiertos.

—Si Astrea tiene vuestros cosmos, se volvería un peligro potencial para nosotros. Algo debe tener la constelación de Virgo para darnos tantos dolores de cabeza —lamentó Narciso en voz baja, como hablando para sí, antes de continuar—: ¿Sigues dudando de mí? Salvé a tu amigo, tu hermano por línea paterna, de la muerte. A estas alturas debes comprender por qué os puse tantas pruebas para llegar aquí.

Seiya hizo una mueca. ¿Pensaba decirle que quería que crecieran como guerreros? Para eso, la clase exprés de Caronte de Plutón bastaba, jamás habían combatido con un guerrero tan poderoso. Las batallas subsiguientes contra autómatas clase Ex y Machina los habían curtido, sí, pero Seiya podría jurar que el único y verdadero propósito de Narciso de Venus era que llegaran a ese lugar en el momento que él quería.

—No confío en ti —advirtió Seiya—. Ni una pizca, ¿¡me oyes!?

 —Alto y claro —respondió Narciso, palpándose la oreja. Por supuesto, el grito no pudo haberle dolido, era todo un teatro.

—Aun así… —Miró a Saori, tan callada. Incluso si no rompía a llorar, se había abstraído así de todo desde que recibió la noticia de Shun. Debía dolerle. Sin duda le dolía—. El tiempo apremia y no quisiera que esa Esfera de Mercurio quiera emplearme… ¿Dónde…?

Calló de forma súbita, al ver la sonrisa del regente de Venus. Demasiado elegante como para estallar en carcajadas, el astral sacudió la cabeza, divertido.

—Mercurio jamás aceptaría un alma tan podrida como la tuya, santo de Pegaso —dijo Narciso sin parar de reír. Solo un intercambio de miradas con Saori le hizo detenerse un tiempo después—. Incluso guerreros celestiales con ascendencia divina son rechazados. Gusta de almas puras, como la de mi señora Galatea y la niña Ethel. No, incluso esa aspirante al manto de Hércules habría sido descartada, por eso debí recurrir a la figura idealizada de una niña que solo la mente de una madre posee. Una madre que hizo el sacrificio máximo a Leteo para tratar de reparar las cosas allá abajo. El vestido perfecto para que mi señora reencarnase, porque en tanto conservaba sus memorias, no veía necesario que otro ser consciente ocupara su lugar. ¡Y aquí estamos! ¡Qué afortunado es que los ideales correspondan a la Esfera de Venus! ¿Cómo, sin el Templo de Hefesto, habría podido completar esta obra maestra? —cuestionó el regente de Venus, girando hacia la fuente de la luz rosada que veneraba sin el menor pudor.

—Hay algo que no me cuadra —observó Seiya—, aunque no sé bien qué.

Viendo allá donde Narciso dirigía la mirada, estaba seguro de que el alma de Ethel no se encontraba en ninguna parte de la Esfera de Mercurio, por lo que no tenía nada que exigirle en ese aspecto. El astral, además, hablaba de un desastre, de una madre haciendo el máximo sacrificio y demás cosas sin sentido, entre las cuales la que más le hacía ruido era que la Esfera de Mercurio hubiese sido modificada desde dentro de la Esfera de Venus. Si ambas eran aspectos de un universo anterior al actual, algo así debía tener consecuencias. Saori debió pensar lo mismo, porque preguntó:

—Me sorprende que la Esfera de Mercurio no te hubiese rechazado. Incluso conservando las memorias de la anterior regente, esta es solo una parte de un mecanismo mayor, que involucra el dunamis de Hermes y el de los titanes. Y no te has limitado a envolverla con la Esfera de Venus, sino que la has modificado para tus propios propósitos. ¿Es la mano de mi hermano la que está detrás de este milagro?

De nuevo la expresión de Narciso fue de asombro. Ni se le había ocurrido tal cosa, o eso quería aparentar, porque esta vez a Seiya le costó creerlo.

—Es cierto que las Esferas de Crono imponen sus propias leyes e impiden que otras las impongan, obligándonos a usar nuestras albas para entrar en ellas. Para lograr esto he necesitado recurrir a toda la sabiduría y el poder de la Raza de Oro, a la cual pertenezco, como bien sabéis —indicó Narciso mostrando abiertas las límpidas manos—. Además, me favorecen dos cosas, que no hubiese un regente y que Hermes y Afrodita… bueno, por decirlo con suavidad, se entienden y no ven ningún problema con que cree una vida nueva. —En los ojos de Saori había una crítica honesta que el astral no podía descartar, por lo que, girándose hacia Seiya, cambió de tema con brusquedad—: Incluso si ya lo intuyes, te lo explicaré. Buscas comunicarte con unos dioses que ya no están en este universo, por razones que ya te ha explicado la diosa de la guerra. —Seiya asintió a modo de confirmación—. Bien, una vez nazca la nueva regente de Mercurio, podrás acceder a algo mejor que un mensaje establecido hace veinte años, podrás pedir consejo a quienes mis hermanos y yo mismo tanto extrañamos. ¿Lo comprendes, santo de Pegaso? Estaba predestinado que hablaras con la diosa de la guerra, mas lo que ocurrirá ahora pasará solo porque yo he retrasado el momento en que ello ocurra.

El santo de Pegaso hizo una mueca. Que hubiese acertado no fue ningún consuelo.

—La única razón por la que no parto la cara es porque insistes en que eso —dijo Seiya, señalando la luz rosada, cada vez más brillante—, no es el alma de una compañera.

—Te equivocas, santo de Pegaso. No lo haces porque no puedes.

—Si lo dices porque no soy como tú, jugando con cosas que no comprendo…

—Al revés —dijo Narciso con una sonrisa de satisfacción—. Te comportas igual que yo ahora, aunque no es tu naturaleza. Respetas el orden de las cosas y trabajas según lo que dicta el destino. Eres un santo de Atenea protegiendo a la humanidad, así que no lucharías con todo tu corazón contra Caronte sabiendo que eso la podría poner en peligro. ¿Y qué crees? Tienes razón. Que tú, Dragón, Cisne y Fénix enfrenten a Caronte de Plutón es tan parte del plan del Hijo como el combate entre Ío y Andrómeda.

—¿Qué hay de malo en querer la paz? —cuestionó Seiya, pensando justo en Shun de Andrómeda, quien tanto la deseaba—. ¡Contesta!

—No hay nada malo en que se quiera la paz —dijo Narciso—, a menos que no se quiera en realidad. Si ese es el caso, pienso que lo bueno es que sigas a tu corazón.

—¿Incluso si eso provocara el fin de todo? —dijo Seiya.

—Oh, es lo más probable que lo provoque, sobre todo ahora que no hay un regente de Júpiter para equilibrar la balanza. Con la fuerza que mostrasteis en los Campos Elíseos, podríais ser todo un dolor de cabeza para nosotros. Sin ella, no sois nada.

—¿Y tú, qué piensas que debo hacer? Saori.

Se dirigía a ella, porque entendía que Narciso solo daba vueltas en círculos. No le decía de forma explícita que quería el peor de los destinos para el universo, tampoco lo negaba, y eso lo estaba poniendo de los nervios. Necesitaba una respuesta.

Necesitaba que alguien le cortara las alas y ese alguien solo podía ser Saori.

 

***

 

El dios del olvido tomó a la mortal por las mejillas. Él era ahora un reflejo perfecto de ella, como si se estuviera viendo en un espejo.

—¿Estás segura de esto, Aoi?

—Para acabar con todas las Guerras Santas, necesitamos doblegar el Hades.

Los ríos del inframundo delimitaban el reino de los muertos. En ellos sufrían millones y millones de almas que para entonces sus hermanos de armas ya habían liberado. Ahora solo quedaba Leteo por dominar, lo que en cierto sentido pasaba por recibir. El cuerpo de Nimrod fue consumido por el dolor, el de Lucile fue incinerado por la ira y el de Sneyder fue cristalizado en un sinfín de lamentos ajenos. Entonces tenía sentido que la existencia conocida como Shizuma Aoi se extinguiera a cambio de todos los recuerdos olvidados por el universo, aunque el riesgo de no poder cumplir con su parte era grande.

—Vas a desaparecer, Aoi. Nadie recordará que alguna vez exististe.

—Está bien, siempre cuando la promesa de Atenea se cumpla al fin.

La promesa del Elíseo. Por un sueño así, incluso Sneyder se había abandonado a sí mismo. Esa era la justicia inalcanzable que tantos hombres quisieron comprender como fuerza o compasión, quedándose todos cortos. Esa era Atenea, una diosa hecha mortal.

—Si es lo que quieres…

—Es lo que quiero.

—Sea. Cierra los ojos.

—¿Será doloroso?

El rostro de Shizuma enrojeció como no le pasaba desde que era una chiquilla. No entendía por qué había preguntado eso en voz alta.

Haber cerrado los ojos la ayudó un poco, nada más. Fue consciente de cómo Leteo descendía sobre ella como un amante, aunque en realidad él era ella misma, consumiéndose. Aquella unión pondría fin a su ego y ya no podría auto-percibirse. Incluso si el siguiente paso no fuera ser devorada por un dios, aun en ese caso ideal, pasaría a dispersarse por todo el universo en un estado similar al que llevó al ángel de la Violencia. De eso, Atenea podía salvarla; de lo que de verdad estaba por ocurrir no. Aunque, ¿qué significado podía tener un sacrificio que no era tal?

El contacto con Leteo, semejante a un beso, fue de un frío por el que el mismo Cocito tiritaría. El dios del olvido estaba lleno de recuerdos, y a la vez, estaba vacío, porque ninguno de esos recuerdos merecía tal nombre, al no ser recordados por nadie.

A no tardar, Shizuma fue desvaneciéndose. No hubo dolor, ni un poco. Solo esa sensación permanente de frío que la llenaba de tristeza por aquel dios solitario.

Al final, no quedó un solo rastro de Shizuma.

 

***

 

—Correríais un riesgo muy grande enfrentando a Caronte de Plutón —aseguró Saori—. En eso, Narciso de Venus no miente. Puedo ver que mi hermano os ayudó a romper la maldición de Hipnos con ese objetivo.

—Tu hermano, el Hijo —entendió Seiya—. ¡Entonces…!

—Hubo una vez un mundo lleno de malas personas —le interrumpió Saori—, solo un alma buena se escondía entre todas ellas y era posible para los dioses salvarla sola a ella para que conviviese con la nueva raza humana, el Pueblo del Mar. El mundo habría sido un lugar mucho más tranquilo si yo no hubiese salvado a los demás, es posible que la era de las Guerras Santas no hubiese empezado jamás si en lugar de competir con Poseidón le hubiese ayudado desde un principio. Eso lo sé ahora como lo sabía entonces, e incluso si el riesgo del pasado es una certeza en el presente, no cambiaría mi decisión. Incluso si la maldad humana ha pervivido a través de diez mil años, no pensaría en erradicarla de raíz. Porque enfrentando ese lado del alma humana, el otro se ha fortalecido, ha crecido. Esa es la respuesta de Saori Kido, aquella que luchó junto a vosotros —aclaró, resuelta, antes de sonreír. Era la sonrisa más fría que Seiya hubo visto en aquella mujer, incluso cuando era una niña viéndolos desde arriba como los huérfanos desamparados que eran—. Atenea lo hizo porque el universo, arrasado por un cataclismo sin precedentes, estaba condenado a unos patrones demasiado previsibles. Nacer, crecer, morir; el mismo proceso en todos los componentes del universo material aplica al mismo universo material. Quería un cambio, algo que fuera imprevisible y desafiase al destino. Por eso alentó a los hombres para luchar hacia el final, por eso guió los pasos de un hombre santo para que pusiera a prueba el juicio de Poseidón. ¿El dios del océano estaría bien con destruir una sola vida inocente, si con ello destruía a todos los malvados? Incluso si la respuesta era afirmativa, para entonces los atlantes ya se habían manchado con los pecados humanos en la guerra que ella había forzado, dándole a la condenada humanidad los medios para combatir contra las fuerzas de la naturaleza. La retirada de Poseidón fue algo que Atenea previó desde antes de hacer la apuesta de encontrar a alguien que no mereciera morir bajo el castigo divino. No en vano, Poseidón se enfrentaba a Atenea, la diosa de la guerra y la favorita de Zeus.

—Como dices, esa decisión la tomó Atenea. —Apenas en ese momento se daba cuenta de que veía a la mujer y a la diosa como dos personas diferentes—. Criada en el Olimpo, rodeada de inmortales, viendo el universo con los ojos de un ser eterno. Tú naciste en un cuerpo mortal y sangraste a nuestro lado, no habrías obrado igual.

Ella rio. Una risa cálida, que derretía la gélida sonrisa de antes.

—Seiya, yo soy Atenea.

—Aun así… ¡Tú misma lo has dicho! Como diosa, actuaste por aburrimiento. Como humana te movió la compasión hacia los seres humanos. ¿Quién tiene derecho a decidir que toda una especie merece desaparecer, de todos modos? ¿Cómo podría yo decidir por todo el universo, solo para resolver un asunto personal?

Porque era eso, un asunto de ellos, no de la gente que poblaba el mundo. Incluso si decía odiar a Caronte de Plutón, incluso si aquel merecía ser destruido por todo cuanto hizo, al final el verdadero problema estaba en el propio Seiya. Ni siquiera Saori podría eximirlo de la culpa que sentía. La Noche de la Podredumbre y todas las tragedias que sucedieron después, como la rebelión de aquella niña cuyo recuerdo emplearía Narciso de Venus, ocurrieron porque ellos fueron salvados de su propio y complaciente infierno. De hecho, estaba convencido de que habían sido salvados para que todo cuanto ocurrió, ocurriera, y aun así, puestos a repartir responsabilidades no podía acusar al Hijo sin más, no era ningún crío. Él debió haber sido mejor, él deseaba haberlo sido, por eso deseaba reparar el daño y sentía que solo venciendo aquel mal tendría paz su alma.

Apretó los dientes con rabia, haciendo no obstante una mueca que aparentaba una risa congelada. Era un desastre, contradicciones dentro de contradicciones.

—Yo soy Atenea —insistió Saori, llevándole la mano al hombro—. Todo lo que he hecho y pensado, es parte de mí. Mis logros y mis fracasos por igual. Dices que temes poner en riesgo el universo, tomando una mala decisión, podría disculparme por haberos puesto en esa situación, por haberos guiado a despertar ese universo interior que mi padre concedió a la raza humana en los albores del tiempo, mas tú no buscas eso. —Seiya negó con la cabeza, sabiendo que no le dejaría interrumpir—. Yo misma he puesto en riesgo el universo por salvar una de las razas que habitaban en un planeta que ni siquiera tenía entonces la importancia que hoy tiene. Saori Kido lo haría por una fe inquebrantable en el potencial de los hombres para hacer el bien, incluso si en el proceso han de tropezar mil veces a través de diez mil reencarnaciones. Atenea lo hizo porque el universo era demasiado predecible sin ellos, e incluso con ellos lo sigue siendo en realidad, la probabilidad de que deje de serlo es tan minúscula que solo un loco o un dios habría buscado ese futuro. Y yo soy ella y ella es yo. 

—Si de algo estoy seguro —dijo Seiya, tentándose por ese camino y por tanto resistiendo con más empeño que antes—, es que no eres ninguna loca.

—¿Sabes en qué punto se unen nuestros motivos, Seiya?

—En que valía la pena.

No tuvo que pensarlo mucho. Era todo lo que entendía del discurso de Saori. Para ella…

—Así es, valía la pena salvar a la humanidad. Es mi convicción, y me mantendría en ella hasta el final, incluso si otros dioses y hasta mi padre, Zeus, me demostraran que estuve mal todo el tiempo. Aun en el peor de los casos, actuaría como he actuado siempre por ese simple momento. Correría el riesgo porque vale la pena, sin más.

Si Seiya no podía decidirse entre hacer justicia con Caronte y salvar a la humanidad, Atenea había antepuesto a la humanidad a todo el universo. ¡Saori lo hacía!

—¿De verdad lo vale? —se atrevió a preguntar Seiya, evocando viejas discusiones con Hyoga en ese último viaje por el cielo, que solo era una versión más lúgubre de las charlas que tuvieron según crecía el nuevo Santuario—. Somos tan egoístas.

Él lo era, sin duda, por estar feliz de que Saori lo entendiera. Todo ese tiempo había deseado que aquella mujer lo refrenara, que le dijera que estaba mal, que no debía seguir los pasos que el Hijo escribió para él en el guion de la obra de teatro llamada universo. Él, que alguna vez hablo de convivir con el destino, rehuía de él por miedo a causar más daño del que había causado por enfrentarlo, allá en los Campos Elíseos.

—Sí —respondió Saori—, pocos seres hemos creado más egoístas que los seres humanos. Muy pocos, aunque los hay.

—Aun así…

—Sí, aun así vale la pena.

—¿Y si estás equivocada? ¿Y si solo te arrastramos en nuestra condena eterna?

—Ya es tarde para eso. Además, ¿no acabo de decírtelo? No admitiría mi error incluso si lo tuviera delante. Verás, Seiya, así como los hombres son egoístas, los dioses somos… —Saori hizo una pausa para sonreír de esa forma que no era propia de ella, y al tiempo, según entendió Seiya, lo era—. Caprichosos.

En ese momento de absoluto silencio, Narciso, que había permanecido al margen todo ese tiempo, dijo con aire de urgencia:

—A tus amigos les queda un minuto allá fuera.

Al mismo tiempo, la luz rosada empezó a contraerse en un solo punto.

 

***

 

La imagen de Shizuma se había extinguido en el momento en que ella y Leteo se unieron. Solo quedaba el propio dios del olvido y el manto dorado de Piscis frente a él, que lo reflejaba no como una figura sin rasgos, sino como una doncella delgada, de piel pálida, sedosos cabellos blancos y brillantes ojos escarlata.

—¿Por qué? —preguntó la voz de una muchacha a través del dios.

—Tal vez es amor —respondió Leteo, lejano como el rumor del viento.

El manto de Piscis, que envolvía la nada en la que alguna vez existió Shizuma, se desensambló para vestir a Leteo, cuyo cuerpo ahora femenino se cubrió primero de finas prendas. No era saludable que el metal y la piel descubierta hicieran contacto en según qué zonas. En menos de lo que dura un parpadeo, del olvido de Shizuma de Piscis surgió el recuerdo de Shizuma de Leteo, cuyas doradas vestiduras se oscurecieron, como una joya de ébano llena de una vida extraña, difícil de mirar.

—Estaba dispuesta a hacer el sacrificio —aseguró Shizuma con aquella nueva voz, palpándose el rostro ya cubierto por la máscara que había entregado. El recuerdo de que no debería existir la paralizaba, sentía que ya no se pertenecía a sí misma.

—Se hará un gran sacrificio —explicó Leteo—. Lo presiento. Todos lo presentimos.

—Caronte de Plutón.

—Sellarnos ha vuelto posible lo imposible, podéis ganar. Todos juntos.

—¿Los cuatro…?

—Todo el ejército de un dios, con las bendiciones de un dios.

Shizuma sintió el peso de tal proeza. Ahora mismo ella, Sneyder, Lucile, Nimrod y Azrael eran parte del Hades, no podían ir sin más a donde estaba Caronte y unirse con los que fuera que hubiesen sobrevivido a tanta tragedia.

Pensar en eso le hizo ser consciente de todo. Una reunión de grandes personalidades que marcaría el ritmo del mundo de ahora en adelante, los argonautas naufragando por los mares olvidados. Los susurros en el Hades sobre la reina, los intentos del ángel Cratos por salvar a su compañera Bía del Torrente Cósmico al que ella la había condenado, Makoto poniendo a prueba a más de una docena de santos, el antiguo Sumo Sacerdote persiguiendo una forma de alcanzar el Jardín de las Hespérides, el nuevo y último líder del Santuario abrazando la salvaje justicia que inculcó a los caballeros negros, Arthur y Shaula teniendo una idea similar en el otro extremo del universo. Legendarios santos de bronce luchando en el cielo y el más grande de los héroes de la pasada generación hablando con nadie más que Atenea, la anterior reencarnación, gracias a la Esfera de Mercurio. Ella seguía siendo el reflejo de la luna en el agua, solo que el río en que se reflejaba su auténtico ser eran todos los recuerdos olvidados y por olvidar, los esfuerzos de los marinos y guerreros azules por defender el mundo, los remordimientos de los caballeros negros, los temores de la gente común y el honesto deseo de los santos de Atenea que quedaban en tierra por dispersarlos. Todo lo percibía, pasado y presente, porque estaba en todas partes, o estuvo, viendo a amigos, enemigos y extraños. El mal que dormía más allá de las estrellas y los hombres que lo custodiaban, con sus destellantes glorias y torturadas voluntades. El universo era muy grande, y a la vez muy pequeño; estuvo a punto de perderse en él, hasta que recordó dónde estaba.

Ella era Shizuma de Leteo, y se hallaba dentro de sí misma, en la Súper Dimensión.

—Gracias —dijo Shizuma, llevándose las manos al pecho—. Por darnos esta oportunidad. En verdad, gracias.

—¿Sabes, Aoi? —dijo Leteo, sin dar muestras de haberla escuchado. Somnoliento, se rendía a la misma forma de existencia que sus hermanos menores. Él, Cocito, Flegetonte y Aqueronte, pasarían a ser fuerzas divinas con una consciencia mortal—. Me he dado cuenta de que la mejor forma de honrarme no es olvidando algo, sino recordando. Incluso en el viejo universo, todo lo que esperaba de la victoria de Zeus era lo mismo que esperaban mi padre y mi madre. Que pudiéramos volver a existir.

El latir del corazón de Shizuma agitó sus manos.

Taifu Aranshi no Hansha —recitó Shizuma, en el centro de la oscura constelación de Piscis—. Reflejo de Tifón y Tempestad.

—No eres débil, Aoi. Nunca lo fuiste —aseguró Leteo—. Solo debes recordar.

Así lo hizo Shizuma. Mientras el dios del olvido, entregado a ella por simple voluntariedad, dormía en el Hades del mismo modo que fue apartado de la superficie, Shizuma evocó la historia que latía a través de todos los portadores del manto de Piscis. Buscó dentro de sí el miedo primordial que dio nacimiento a la constelación de los Peces y que la muchacha que fue deseó emplear como molde para la fuerza que no tenía. Por largo rato permaneció así, observando su propio cosmos en busca de respuestas. Al final, sin dirigirse a nadie en concreto, desapareció.

Cuando Atenea vio a Shizuma frente a ella, en la barca que ya navegaba el descongelado río de las lamentaciones, dirigió unas simples palabras:

—¿Lo ves, Barquero? Todo va según lo planeado.

Y siguieron navegando. El Barquero, la diosa, la mortal y el callado Azrael.

 

***

 

Notas del autor:

 

Aprovecho que es 25 de diciembre para desearos a todos, lectores de esta larga historia, que paséis una Feliz Navidad, tengáis una alegre Nochevieja y que el 2024 sea próspero para todos vosotros. ¡No habrá más publicaciones este año!


Editado por Rexomega, 26 diciembre 2023 - 16:09 .

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Publicado 01 enero 2024 - 18:30

Saludos

 

Capítulo 188. Encarando al destino

 

La presencia de un astral bastaba para estremecer el alma de un hombre, no importaba si este poseía un cosmos de bronce, de plata o de oro. Incluso uno que hubiese alcanzado el límite que los dioses establecieron para la humanidad, sabría que aquellos seres estaban más allá, que eran un peligro lo mirasen como lo mirasen. Seiya lo había comprendido cuando luchó con Caronte y lo comprendía ahora que tenía a Narciso cerca; ni siquiera podía imaginar qué sería estar frente a dos Astra Planeta a la vez.

Pronto lo sabría. La luz rosada, tras alcanzar el máximo brillo, se contraía a gran velocidad mientras iba adoptando una forma semejante a la de un ser humano.

—Saori, ¿tú no hiciste todo eso solo por el futuro de la humanidad, verdad?

Tenía la vista al frente, donde se manifestaría una nueva amenaza. Aliados o enemigos, los Astra Planeta eran amenazantes de todas formas, y Seiya, como todos los santos de Atenea, era por encima de todo un defensor. Aun así, el corazón lo mantenía atrás, donde permanecía Saori. Desde allí venía la respuesta que había esperado:

—Todo este tiempo he querido compensar el costo de mi capricho. Tomé sobre mis hombros los pecados de la humanidad para que los dioses me arrojaran a las tinieblas cuando todos se dirigían a la luz. Como te dije antes, solo reinando sobre el Hades podía lograr mi propósito… —Se interrumpió por la risa de Seiya—. ¿Qué ocurre?

—Es que… ¡Me imagino que a Hades no le hará ninguna gracia que hayas ocupado su lugar! Estoy seguro de que estás haciendo un mejor trabajo que él. ¿Cómo…?

—¿Quieres preguntar cómo pensaba pasar de ser la favorita de Zeus y defensora de la Tierra a la reina del inframundo? Es simple, por todas las normas que trasgredí, sería convertida en mortal. Como mortal, moriría con el tiempo y acabaría en el Hades, donde reclamaría mis derechos como esposa del dios del inframundo.

Semejante revelación hizo que Seiya se envarara, aturdido. Al demonio con la amenaza de enfrente, tuvo que girar la cabeza hacia quien se había proclamado esposa de Hades.

—¿Atenea y Hades…? —cuestionó Seiya, sin tartamudear de milagro.

—Perséfone y Hades. Una larga historia —dijo Saori.

Confundido, Seiya empezó a decir tonterías, como por ejemplo:

—Hades era Shun.

—Tal vez por eso me gustaba tanto.

—¿Te gustaba? —repitió Seiya, sintiendo ganas de que alguien lo bajara de las nubes. Sin embargo, Narciso estaba ocupado contemplando el nacimiento de la astral.

—Desde siempre me han gustado los humanos. Lo heredé de mi padre. A vosotros cinco os quise mucho. Fue distinto a mis otras reencarnaciones, en más de un sentido. Sí, os quise. La gentileza de Shun, que la guerra no supo quebrantar; la sabiduría de Shiryu, que alguna vez yo misma creí envidiar; la fortaleza de Hyoga y el coraje de Ikki, quienes supieron vencer a sus propios demonios. Y tu tenacidad, Seiya, que a todos nos servía de ejemplo. Tú hacías que todo pareciera posible, incluso aquí y ahora, que veo las cosas con una nueva perspectiva, hablar contigo hace que sienta que puedo hacer realidad mi sueño. Puede que te haya favorecido más que a nadie por eso… —Acercó la mano hacia Seiya, quien estaba por corresponderla cuando una onda expansiva lo obligó a devolver la atención al frente. Las siguientes palabras, por tanto, no fueron escuchadas por nadie—. Mas no puedo permitirme amar a nadie.

—¡Cuidado, Saori! —exclamó Seiya, interponiéndose entre ella y el ser que estaba por nacer. La luz rosada ya había adquirido la forma y tamaño de una niña pequeña. Tanta energía condensada generaba una presión descomunal que bien podría hacerlo pedazos si se acercaba un poco más—. ¿Qué estás haciendo? ¡Tranquilízala!

En lugar de hacer algo por el estilo, Narciso miraba con admiración a la criatura rosada hacia la que todo ese mundo, la superficie de la Esfera de Mercurio, era atraído y repelido con ondas expansivas cada vez más intensas. Seiya empezó a avanzar, paso a paso, siendo el primero el más difícil. Además de la pura presión que suponía acercarse a aquel ser, la mente del santo de Pegaso era agujereada por el recuerdo a partir del cual fue creado. Cada segundo se estiraba hasta abarcar la eternidad, sometiéndole a experimentar con todo detalle la vida de Ethel, hija de Hipólita y Jaki.

A grandes rasgos, conocía esa tragedia, o creía conocerla. Siempre había asumido la versión oficial: al igual que le ocurriera a la madre, la hija vio rota su máscara en combate con un compañero, quien le vio el rostro; incluso si Tiresias no era como Jaki, tal vez llegó a pensar en las consecuencias de ese hecho y quedó horrorizada. Parecía una tontería, pero, ¿qué podría pensar una niña al ver en la mente de un hombre adulto una historia como la de Hipólita y Jaki? Sin duda pensaría en rebelarse para cambiar las cosas. Esa línea de pensamiento mantuvo la cohesión en el Santuario fracturado que sucedió al Cisma Negro. En realidad, lo salvó de la guerra civil.

Un nuevo descubrimiento perturbó el alma del santo de Pegaso. El cuerpo, como consecuencia, dejó de resistirse por un momento. E incluso si clavando los pies en el suelo pudo mantener el equilibrio, Seiya estuvo convencido de que se habría convertido en una nube de protones y electrones de no ser por la sangre divina presente en el manto sagrado. Estaba cerca, muy cerca. De la entidad y de la verdad.

Ethel no se había rebelado contra el Santuario por las consecuencias que tenía para ella la Ley de las Máscaras, sino por el modo en que esta había aislado a su amiga. La mente de Seiya estaba sincronizada con los últimos pensamientos de Ethel, los cuáles contenían a su vez el sueño de Akasha de Virgo leído en la mente de un tercero. Un nuevo mundo se abrió a los pies de Seiya, donde el mal solo era un recuerdo y todas las personas sabían qué era correcto. Unido por la empatía de los individuos, el mundo dejaría atrás todos los males mundanos, incluida la guerra, transformándose en un perfecto reflejo de los Campos Elíseos. Un paraíso que ningún dios querría destruir.

—El Ocaso de los Dioses —dijo Seiya, a un metro de distancia de la criatura. Resistiéndose al mundo entero, extendió la mano con todas sus fuerzas. Ethel quería salvar a Akasha, no imaginaba que por ese deseo estuvo a punto de condenarla y se acabó condenando a sí misma. ¿Quién era Adremmelech, el verdadero ejecutor de la aspirante al manto de Hércules? Ethel lo conocía, intuyó quién era, aunque debía estar confundida al respecto, porque la identidad del Caballero sin Rostro permaneció oculta. Debía ser parte importante del plan de Akasha, en todo caso, si actuó de ese modo

Sintió ganas de gritar. Toda esa tragedia originada de una ley que no habría existido si Atenea hubiese actuado de otro modo. Los pensamientos de Seiya y Ethel se entremezclaron, lo que ambos sabían les llevó a una conclusión que ninguno habría alcanzado por sí solo: los crímenes de Pirra habían estallado en su cara, tres mil años después de ser perpetrados. ¡Cuán crueles eran los dioses, cuán caprichosos…!

—¡Ay! —gritó una niña pequeña, golpeada por el puño de un adulto.

Seiya tardó en comprender que él era quien la había golpeado. En realidad, solo lo supo porque la niña le plantó una bofetada que por poco lo hizo caer.

Entonces, Narciso, todavía admirado, se apresuró a acercarse a la niña. Moviendo las manos a toda velocidad, tejió con luz un vestido que le cubriera el cuerpecito, sobre el cual cayeron unos cabellos largos del mismo color de aquel mundo, esmeralda. Una corona de laurel que evocaba la superficie de Mercurio los ceñía, un poco ladeada.

—Tú no eres Ethel —dijo Seiya, tras cerciorarse de que Saori estaba bien, de pie y con las manos sobre el vientre en gesto respetuoso.

—Pues claro que no soy Ethel —respondió la niña, parpadeando con aquellos ojos de gato. Hizo amago de sonreír, aunque luego le dio vergüenza y, sacudiendo la cabeza, se presentó—. ¡Soy Galatea de Mercurio! ¡Buenos…! ¿Días? ¿Tardes? ¿Noches?

La astral miró hacia arriba. A Narciso, diseñador de su sencillo vestido de una pieza, parecía importarle poco qué era ella. La abrazaba como un padre protector.

—Por fin estás de nuevo conmigo. Mi señora Galatea.

—Siento haberte picado el ojo —aprovechó para disculparse Seiya, si bien era consciente de que golpear el ojo de una niña con un puñetazo era mucho más que picárselo. Se había pasado de bruto—. Es que se supone que debía hablar contigo y estabas atacándonos. —Eso era una verdad a medias. El mero hecho de nacer había puesto la Esfera de Mercurio patas arriba, eso era todo. No un ataque per sé, sino el efecto colateral de un evento cotidiano en un ser sobrenatural—. ¿Eres aliado o enemigo? —Tan pronto hizo la pregunta, la mejilla empezó a arderle.

—Ya te lo he dicho —respondió Galatea, todavía viendo a Narciso con gesto confuso; el astral no la soltaba—. Soy Galatea de Mercurio. Y si quieres hablar, habla.

—Primera astral —saludó Saori. No se inclinó, por supuesto, ella era una diosa; los Astra Planeta trabajaban para los dioses. Aun así, sonó más respetuosa de lo que Seiya podría ser nunca—. Es deseo de Seiya de Pegaso comunicar su decisión a los dioses.

—¿Y no te lo pudo decir a ti? —Galatea parpadeó—. ¡Tú eres una diosa!

—Lo soy —respondió Atenea—. Y he dejado de serlo.

Galatea asintió como si lo comprendiera. Con suavidad, apartó los brazos con los que Narciso la mantenía quieta y caminó hacia Seiya. Con cada paso, más vasto se volvía el poder que desprendía. En ambos ojos, el iris se volvió de un uniforme color esmeralda antes de que empezara a hablar con una voz que no era la suya.

—Habla, mortal.

Incluso si Seiya no hubiese venido hasta allí con ese fin, habría obedecido a aquel sonido que no era solo sonido. Obstinarse en desobedecer las normas de cualquier sociedad, incluidos el Santuario y el resto de órdenes sagradas, no se comparaba a la sensación que recorrió hasta el último de sus átomos; desafiar las leyes de la naturaleza con el poder infinito del cosmos, era un gesto insignificante, como los primeros pasos de un bebé, frente a aquella agitación en el alma del santo de Pegaso.

Impelido por la orden divina, Seiya al menos pudo formular la pregunta con firmeza. No era ningún niño, incluso si actuaba a veces como un mequetrefe. Tampoco era un muchacho, incluso si reencontrarse con Saori lo descolocó. Era un hombre.

Él, por encima de todo, era un santo de Atenea y se haría valer.

—¿Enfrentarme a Caronte de Plutón supone seguir los planes del Hijo?

—¿Por qué querría un santo de Atenea enfrentar a uno de los Astra Planeta? —cuestionó la voz divina, imprimiendo solemnidad en cada palabra. No era que el mundo empezara a temblar ni nada por el estilo, la divinidad no radicaba en muestras gratuitas de fuerza, aunque sí que se intuía que había poder tras el ser que empleaba a Galatea de Mercurio como receptáculo—. Yo, Hermes, te estoy haciendo una pregunta, mortal.

—¿Hermes? —repitió Seiya, salvándose poco de tartamudear. ¡Pues claro que era Hermes! Le acababan de decir que la Esfera de Mercurio y el dios de los mensajeros estaban relacionados—. Creía que iba a hablar con los dioses en general.

Si estos se iban a manifestar allí, en la Esfera de Mercurio, o si lo transportarían a donde fuera que estuviesen, ni él mismo lo sabía.

El dios de los mensajeros no respondió, tampoco puso mala cara a través de Galatea de Mercurio, si es que esto era posible. Con todo, el silencio ya era bastante opresivo de por sí. Saori le había dicho que los dioses eran caprichosos, así que para Seiya era normal pensar que incluso en situaciones como aquella, en las que el universo estaba en riesgo, cometer una blasfemia sería el fin de las negociaciones.

«¿Estoy negociando con el portero del Olimpo? —pensó Seiya, frunciendo el ceño—. ¡En menuda me he metido! Shiryu habría sido mejor para esto...»

Pero Shiryu estaba arriesgando la vida contra un ángel robótico con más de mil trucos bajo la manga, por no hablar de que Ikki y Hyoga tenían que mantener un cierto equilibrio con los rivales que les tocaron para no agravar la lucha del otro. Si debía hacer caso a Narciso, sus amigos tenían un minuto antes de que los cosmos de los tres acabaran en el vientre de Astrea, y aunque nueve minutos fuera le habían bastado para recorrer toda la Esfera de Mercurio hasta allí, no era bueno tentar a la suerte.

Decidido a ir al grano, soltó:

—Eso no importa, mi pregunta…

—Seiya —lo interrumpió Saori—. Hablar con Hermes es hablar con los dioses. Es el mensajero del Olimpo, el único nexo entre el universo y los dioses, que ahora se hallan ausentes. Ten mucho cuidado con lo que dices.

La última advertencia llegó justo a tiempo para impedirle decir que Hermes parecía una antena parabólica, o alguna de esas cosas modernas de Internet sin cable.

—Narciso de Venus, expulsa a este mortal… —empezó a decir Hermes.

—Caronte de Plutón ha cometido crímenes imperdonables —dijo Seiya—. Asesinó a muchos de los nuestros por el pecado que podríamos cometer, después habló de paz y le sorprendió que quisiéramos defendernos. De él y las huestes del Hades que dirigía. Merecía la muerte y aun así Akasha…, nuestra Suma Sacerdotisa —se corrigió—, lo selló como el espíritu del mal que había demostrado ser. —Tampoco había mucho remedio contra un enemigo inmortal, aunque se guardó de aclarar eso. Al fin y al cabo, que Akasha hubiera matado a Caronte de haberle sido posible era solo una conjetura suya, por probable que fuese—. Para comprobar si de verdad Caronte actuaba en nombre del Olimpo, viajamos a los cielos. Impedimos una rebelión.

—¿Es así? —preguntó Hermes, mirando a la diestra de Galatea de Mercurio.

Narciso de Venus asintió y al parecer eso fue suficiente.

—La rebelión fue detenida antes de la guerra contra Caronte —recordaba Seiya, pensando que quizás, de no haber revuelto Fobos tanto las cosas, habrían podido llegar a entrevistarse con los dioses mucho antes de que esta sucediera. La idea de que el dios del miedo y Caronte fueran cómplices empezó a parecerle probable, aunque solo era él buscando una explicación conveniente a todo—. Impedimos la guerra en el cielo y tuvimos que dejar la guerra en la tierra en manos de los jóvenes a los que preparamos para ella, mientras seguíamos mirando al horizonte. El plan no cambiaba: buscar respuestas. Vencido Caronte, ¿el resto de Astra Planeta se nos echaría encima? ¿Buscaban los dioses del Olimpo la destrucción del Santuario? Para encontrar respuestas seguimos viajando. Yo, Shiryu, Hyoga, Ikki… Y Shun.

—Shun de Andrómeda murió en combate singular contra Ío de Júpiter —explicó Narciso de Venus—. La razón de ese combate era definir quién se adueñaría de la Esfera de Júpiter. Me temo que nuestro comandante acabó muriendo también.

—Eso significa que no solo Caronte es nuestro enemigo —dijo Seiya—, sino…

—Te precipitas, mortal —aseveró Hermes—. El objetivo de los Astra Planeta es salvaguardar el orden universal en nombre de los dioses del Olimpo. Los santos de Atenea, los marinos de Poseidón, los espectros de Hades, los makhai de Ares y las guerreras satélite de Artemisa, así como los caballeros negros, los guerreros azules y los gigantes, no les importan lo más mínimo.

—Eso no cambia lo que han hecho —insistió Seiya.

—Los mortales solo siguen el guion que los dioses escriben para ellos, eso incluye a Shun de Andrómeda y Hashmal de Leo. También Caronte… —Mantuvo el silencio, como si se planteara decir algo más. Al final, prosiguió con una pregunta—: Entonces, ¿deseas enfrentarte a Caronte de Plutón por venganza?

Adelantándose a Seiya, Saori intervino una sola vez, con sencillez:

—Ha habido excesos que deben ser reparados. Que la venganza sea el único medio posible se debe a la naturaleza imperfecta del mundo, no culpéis a este hombre.

—Hablas con audacia, hija de Zeus —acusó Hermes.

—Deseo que haya paz, ya que Caronte de Plutón fue liberado, entonces los Astra Planeta… —El santo de Pegaso calló a media frase. Podía tratar de mentir a un dios, incluso si sabía que era inútil esconder algo a quienes veían todo el universo desde arriba. Lo que no podía hacer era engañarse a sí mismo. Shun quería la paz, una par perdurable; Shiryu, menos idealista y sabio como pocos hombres había conocido Seiya, quería una tregua que permitiera a los humanos crecer, que tuvieran la oportunidad de redimirse de tantísimos pecados. Ikki deseaba acabar con todo de una buena vez, en el fondo, aclararse con quién era el enemigo, mientras que Hyoga necesitaba reafirmar esa nueva realidad, vieja en el fondo, a la que había despertado trece años atrás. Cada uno tenía sus propios motivos, y Seiya no iba a ser menos, él no quería luchar con Caronte por venganza, ni evitaba hacerlo porque hubiera paz—. Solo soy un hombre, nada sé de los grandes planes que los dioses tienen para nosotros, si es que tienen alguno más allá de matarnos… —Hizo una pausa breve, como esperando que Saori lo recriminara, o que Narciso lo mirara con espanto, o que aquella niña que hacía de micrófono para Hermes empezara a tirarle rayos. Nada de eso pasó—. Si lo que haga o no haga es un riesgo para el universo, no es la cuestión, lo que yo quiero es dejar de huir del destino. Sí, estoy cansado de escapar de los planes del Hijo, deseo encararlos y luchar en mis propios términos —concluyó, sintiendo el alivio de quien se quita un peso de encima.

—¿Eres consciente, mortal, de que Shun de Andrómeda pudo morir para que sintieras odio no solo hacia Caronte de Plutón, sino contra todos los Astra Planeta?

—Lo soy.

—Entonces, ¿tu forma encarar el destino que has querido evitar, es entregarte a él?

—De eso se ha tratado siempre. Yo nunca he rehuido mi destino.

—Todos los hombres lo hacen alguna vez, hasta que aprenden a obedecer.

Antes de responder, Seiya reflexionó sobre cierto niño, huérfano japonés, que solo quería reencontrarse con su hermana. No tenía ningún otro motivo para hacer lo que aquel viejo misterioso y su hija repelente querían. Aun así, entrenó, creció donde otros murieron, sabiendo de algún modo que era así como debía ser. Y no con resignación. Si lo pensaba, antes de sentir arder el cosmos en su pecho, jamás se había sentido pleno. En aquel mundo pasado que soñó, sin duda siempre se sintió incompleto. De esos recuerdos manchados por el olvido, vinieron unas palabras que pronunció sin dudar.

—Nosotros, los santos de Atenea, no somos como el resto de los hombres. Como seres vivos únicos en el universo, nuestro cosmos arde siempre con intensidad. —Y así lo hacía, ahora. Al igual que el Big Bang que creó el universo, la energía cósmica de Seiya se expandió hasta el infinito, cuando hacía tan solo un momento estaba condensada en un solo punto imperceptible a los sentidos convencionales—. Por eso llevamos una vida plena, que no depende de los patrones creados por la sociedad. Vivimos regidos por el destino que marcaron las estrellas en nuestro nacimiento. —Un aura mística lo rodeó. No era de oro, de plata o de bronce, sino algo que estaba más allá del simple color, como una luz tenue que venía desde el territorio de los dioses. Los cabellos de Seiya se alzaron a la vez que los ojos de aquel destellaban con resolución—. Algunos nacen con una buena estrella, otros bajo una mala y los hay quienes la buscan hasta el final de sus vidas. ¡Pero yo decidí vivir con valentía —exclamó, dando un paso al frente—, sean cuales sean las estrellas que me guíen!

—Te contradices, mortal —advirtió Hermes—. Los humanos no pueden vivir ajenos al destino que se les ha impuesto. Ni siquiera los dioses pretendemos cambiarlo.

Seiya sonrió. Golpeándose el pecho con el puño, dijo:

—Yo tampoco pretendo hacerlo. Los santos de Atenea forjamos nuestro propio destino, ¡y eso también está escrito en las estrellas! No huiré más. ¡Confrontaré mi destino!

—Quienes sirven al Hijo, son enemigos de los dioses —declaró Hermes.

La Esfera de Mercurio empezó a girar sobre sí misma, manteniéndose solo la plataforma de nubes en la que se hallaban, como si el fenómeno no pudiera afectar el centro. Por lo demás, aquel esmeralda omnipresente se tornó en infinidad de remolinos con toda clase de tonos de verde, retorciéndose cada uno por su cuenta y avanzando a la vez hacia donde se hallaba Galatea de Mercurio, que flotaba. Hilos de poder surgían desde cada espiral, concentrándose en la mano de la pequeña astral, movida por Hermes.

Con un solo vistazo, Seiya comprendió que aquello no era nada que hubiese visto antes. No era un fuego que todo lo quemase, ni un hielo capaz de congelar a los dioses. No era una ilusión prodigiosa, ni el poder de las estrellas, las galaxias y el universo. No era viento, tierra o agua, ni rayo, luz u oscuridad, tampoco algún veneno pomposo. Y era, aunque sonara paradójico, a la vez todo eso y más. Era todo. Toda la realidad condensada en un solo punto. La forma en que Hermes describió la técnica fue:

Apeiron. Desaparece, mortal, junto a tu destino nefasto.

La propia fuerza de la Esfera de Mercurio, uno de los nueve aspectos del viejo universo, se descargó sobre Seiya. Todo un macrocosmos se le venía encima y él solo tenía sus pequeñas manos para detener semejante cataclismo.

—Adelante —dijo Saori, detrás de él—, hazlo. Tal y como ocurrió entonces.

Hubo una vez cinco jóvenes que hicieron arder sus cosmos más allá de lo que ningún hombre logró desde la fundación del Santuario. A través del sexto sentido, empezaron a comprender la mente; a través del Séptimo Sentido, empezaron a percibir el cosmos; a través de la Octava Consciencia, contemplaron por primera vez su alma. Mente, cuerpo y espíritu unidos, eso era el cosmos, y aquello que estaba más allá, el llamado Noveno Sentido, no era más que el máximo grado de comprensión. El momento en que un hombre conoce la verdad sobre sí mismo. Aquellos cinco jóvenes lo lograron; por la comunión entre los esfuerzos de los héroes y las bendiciones de los dioses, entendieron la realidad de esa antigua alianza. Los hombres eran las criaturas de los dioses.

—Todas las almas son inmortales —recitó Narciso de Venus, en cuyos ojos abiertos se revelaba, en medio de una inmensidad blanqueada por el efecto colateral de Apeiron, la transformación del manto de Pegaso—, pero las almas de los justos son inmortales y…

El grito de guerra de Seiya, junto al posterior estallido provocado por su cosmos magnificado y Apeiron, imposibilitó que escuchara la última palabra.

No lo necesitaba, pues él, como en los Campos Elíseos, lo comprendió todo.

Había un rastro de divinidad en los seres humanos.

—Así que esto es —anunció Hermes, cuando todo hubo acabado—, el milagro de Elíseos que detuvo a la misma Muerte por nueve días con sus noches.

—La Muerte de toda la humanidad —aclaró Narciso—. Aun así, es impresionante.

Apeiron seguía allí, como una mancha sin color, la suma de todas las cosas, detenida por el cosmos que Seiya expulsaba de la mano extendida a modo de barrera. El manto de Pegaso había sufrido una transformación, cubriendo al portador por completo con una vestidura que unía de forma prodigiosa el azul de un cielo infinito y el oro de la Edad Prometida en que hombres y dioses caminarían juntos. Dos alas le nacían de la espalda, extendidas y magníficas. Eran las alas del caballo inmortal hijo de Poseidón y Medusa. Era el poder de una de las constelaciones materializado por fin. Lo que ni el mismo Hefesto pudo lograr, lo lograba Atenea caminando junto a los mortales.

—Solo necesito un esfuerzo más —dijo Hermes, a la vez que alzaba un dedo de Galatea—, para destruirte por completo.

—Lo sé. —Seiya estaba tenso. Pulsando contra el poder condensado de la Esfera de Mercurio, sabía que si un dios ejercía un poco de presión sería borrado de la faz de la existencia. De hecho, en el choque sintió que así había sido, que todos los colores del mundo eran consumidos por Apeiron. Entonces su cosmos, expandido hacia el infinito, redibujó la realidad misma. La Esfera de Mercurio ya no estaba en caos, los extraños remolinos se habían detenido, regresando a la habitual calma; el universo interior de Seiya chocaba con el de Galatea de Mercurio, invitándolo a la paz. Y ese era un precario equilibrio si se tenía en cuenta que el de aquella niña contaba con el dunamis de un olímpico y un titán. Sí, tan solo un poco de presión más y estaría acabado—. Aun así, he tomado mi decisión. Enfrentaré a los Astra Planeta y lo que pase después.

Al mirar atrás de reojo, vio la sonrisa de Saori, y algo más.

—¿Y qué pensáis vosotros? —preguntó Hermes.

Para Seiya había sido un borrón, por lo que un segundo antes de aparecer frente a él debía estar muy, muy lejos. Y a pesar de eso y de que la cólera de Hermes y el contraataque de Seiya habían destruido cualquier camino posible hasta allí, ahí estaba. Un ángel con cara de efebo, sonriente, con unas botas doradas que resaltaban con su sencilla armadura platinada. Llevaba sobre los hombros a otro ángel.

—Ryuthos, ángel consagrado a Hermes. Un placer —saludó el recién llegado, tendiéndole la mano. Seiya sintió ganas de patearle entre las piernas. ¡Estaba un poco impedido para esos saludos ahora mismo!—. Este es Aquiles. ¡Ahora vuelvo!

—¡Odiseo! —corrigió a gritos Aquiles, después de ser arrojado como un saco de papas. Ryuhos pudo ir al borde de la Esfera de Mercurio y volver allí tres veces en ese tiempo.

Ícaro, Teseo y Asclepio se sumaron al sorprendido Aquiles. Ryuthos los estaba recogiendo a todos en plena caída, porque, según explicó Asclepio, el despertar del universo interior de Seiya había interrumpido la Hipnoterapia de Astrea. Pronto hubo en la plataforma cien guerreros celestiales.

—Uf, menudo viaje —dijo Ryuthos, limpiándose el sudor de la frente con la mano—. Ah, señor Hermes, ¿me preguntaba qué pensamos nosotros de todo esto?

Por las caras que mostraban los ángeles, era claro que algo sabían.

—Es evidente —dijo Ícaro—. Queremos cumplir con nuestro destino. Fuimos escogidos a través de las eras por los dioses para defender toda la Creación. El dios sin nombre, la mayor amenaza al orden universal de los olímpicos, es nuestro enemigo jurado. Deseamos enfrentarnos a él, así seamos destruidos en el proceso.

Sin importar el rango de aquellos capitanes celestes, todos los ángeles asintieron, prestando conformidad. Ryuthos, después de ver todo eso, abrió la boca para hablar.

—Si buscáis destrucción —dijo Hermes—, veréis cumplido vuestro deseo.

Y con un movimiento de dedo, Galatea de Mercurio, siguiendo instrucciones del mensajero de los dioses, empujó Apeiron contra Seiya.

El santo de Pegaso apretó los dientes, clavó los pies en la plataforma de nubes y tensó todo el cuerpo, ofreciendo a aquella realidad condensada toda la resistencia que le era posible. Y aun así empezó a retroceder, poco a poco, porque lo contrario sería ser consumido. Entonces, cuando se planteaba contraatacar, sintió que un centenar de manos se posaba sobre su espalda. No de forma literal, no tenía espalda para tantas manos, era solo la sensación que le daba ser respaldado por cien cosmos.

—Cien cosmos —dijo Seiya, sonriendo—. Más uno.

El poder combinado de los ángeles había frenado el avance de Apeiron. Cuando Saori se colocó a la diestra de Seiya, fue aquella técnica destructora la que empezó a retroceder.

—Tu camino solo conduce a la muerte, Seiya.

—Sí.

Lleno de determinación, el santo de Pegaso pudo al fin atacar. Usando ambas manos, delimitó la fuerza destructora de Apeiron. Enfrentaría el poder del viejo universo con el suyo propio; uno pequeño, tal vez, que crecía a través de las batallas y desafíos.

—Todos vais a morir —lamentó Saori, cerrando los húmedos ojos.

—Puede ser —aceptó Seiya, aplastando Apeiron con las manos llenas de divinizado cosmos. Hubo de hacer un esfuerzo titánico, y cuando aquella energía ultra-condensada se extinguió entre sus dedos, por poco cayó de rodillas, siendo Saori la que lo ayudó a mantenerse en pie. Con todo, lo había logrado—. Puede que muramos, como Shun. Si ese es el caso, créeme que iremos a donde sea que tú estés, para luchar a tu lado.

Había sentido el temblor en el cuerpo de Saori. Ella lloraba por ellos, como lloraba por Shun. Había abandonado el mundo de los hombres sabiendo que sus queridos amigos estaban condenados. O dormían por la eternidad, o morían en una guerra injusta.

—Seiya —dijo Saori, mirándolo a los ojos—. Habéis luchado a mi lado. Todo este tiempo lo habéis hecho, estoy segura de ello.

—¿Otra vez…? —Pero algo impidió a Seiya insistir en el poco consuelo que le daba la cercanía espiritual de la diosa y los santos de Atenea. Por primera vez desde que se encontraron se atrevió a verla sin que la culpa lo aguijoneara. Estaban tan cerca que sus respiraciones se entrecruzaban. Por encima de aquella mujer capaz de agitar su corazón hasta destrozarle el pecho, creyó ver algo más; otro cosmos, otra forma de peinarse, otra forma de moverse, muchas diferencias que impedían imaginar lo similares que eran ambas personas—. ¿Akasha…? ¡Todo este tiempo, tú estabas con nosotros! —exclamó Seiya, asombrado. Ya no podía verla sin acordarse de su pupila. Tal vez, sin la máscara, se habría dado cuenta antes. Resultaba irónico que aquella ley hubiese mantenido a Atenea en el anonimato. Parecía incluso conveniente—. ¿Entonces…?

—Así que has completado tu Gran Plan, hija de Zeus —intervino Hermes. No parecía en absoluto preocupado de que Apeiron hubiese sido detenido. Los grandes ojos de Galatea lo miraban todo con suma tranquilidad—. Por tus crímenes, nuestro padre te convirtió en humana. Como humana naciste, creciste y moriste. Ahora te hallas en el Hades que has querido gobernar desde hace diez mil años. ¿Todo para salvar a un puñado de almas? Desperdicias tu inteligencia, hermana.

—Es tal como dices —respondió Saori.

Nada añadió Seiya. Apartándose del apoyo que la diosa le confería, se adelantó. Una onda de choque lo golpeó tras el quinto paso, el puro poder de Galatea de Mercurio liberado de forma omnidireccional. Lo hizo estremecer, pero no le detuvo.

—Pensar que Atenea escogería unir la última de sus vidas con Pirra de Virgo —murmuraba Narciso—. Aun así, nada de esto importa.

—Sí —dijo Hermes, al tiempo que Seiya seguía avanzando, detenido por lapsos de tiempo cada vez más largos por los impactos que recibía—. Sin la ayuda de mi padre es imposible salir victoriosos de una nueva Guerra del Hijo.

—Mi padre no habría querido que dependiéramos siempre de él —dijo Saori—. Él está más allá de nosotros los dioses. Es la Gran Voluntad que trasciende todos los universos.

—Y el Hijo desea usurpar ese lugar.

—Así es.

La conversación entre los dioses se detuvo. Seiya estaba cara a cara con Galatea y Narciso. Cada una de aquellas ondas de choque le había remecido hasta el último hueso, pero el manto de Pegaso no lucía ninguna grieta. Era la defensa definitiva, un legado de la diosa portadora de la Égida, el escudo que repelerá todo el mal del mundo. La cristalización de la voluntad de quienes nacieron por Atenea, ¡un manto celestial!

—Es como el nacimiento de un nuevo universo —observó Narciso, cuyos ojos leían con nitidez la fuerza infinita tras esa aura en reposo.

—Eres un bebé que ha aprendido a gatear —explicó Hermes, mientras el caos volvía a la Esfera de Mercurio. Los remolinos, los hilos de poder… Apeiron estaba por ser invocado y era imposible asegurar la supervivencia frente a algo así a tan poca distancia—. Los Astra Planeta son hombres. Ya lo has comprobado, mortal, sin Atenea y los ángeles respaldándote, no tendrías ninguna oportunidad contra una sola de ellos.

—¿Y qué con eso? —preguntó Seiya—. ¡Hay otros tres más como yo!

—Puede que ese sea el objetivo del Hijo —aventuró Hermes, pensativo—. Que no haya Astra Planeta ni santos de Atenea que puedan arruinar sus planes.

Apeiron ya estaba formado. El puño de Seiya se llenó del divino cosmos.

—Defenderé la Tierra y la humanidad, así eso me ponga en contra de los dioses —aseguró el santo de Pegaso—. ¿Es así? ¿Seréis mis enemigos?

—Todos los que sirven al Hijo son enemigos de los que servimos a Zeus —respondió Hermes—. Desaparece, mortal.

A esa distancia, ni los ángeles ni Saori podían ayudarle. En un lapso de tiempo que se aproximaba infinitamente a cero, Seiya descargó sobre aquel vasto poder cuatrocientos mil millones de golpes, deteniendo el avance el tiempo suficiente como para sumar el poder de todos los Meteoros en un Cometa capaz de perforar el mismo cielo y alcanzar a los dioses. Tal era el impulso de aquel hijo de hombres y dioses, y frente a tamaña voluntad, incluso la suma de todas las cosas cedió. Apeiron, aquella mancha de color que era todos los colores unidos en un solo punto, fue atravesada por el puño de Pegaso.

—Si mi fuerza no es suficiente, seguirá creciendo —dijo Seiya, deteniendo el Cometa a centímetros de la astral empleada por el dios—. ¡Si caigo, puedo levantarme!

—Ya veo —dijo Hermes, indiferente a aquella proeza. Con un gesto, reformó Apeiron a partir de los restos, a la vez que se alejaba de Seiya y los demás con suma tranquilidad—. Los humanos sois incorregibles, sobre todo vosotros, los santos.

—Por supuesto. No somos de los que desaparecemos sin lucha.

—Eso es lo que os convierte en perfectos peones del Hijo. Aun así, el equilibrio roto debe recomponerse. —Por un momento, Hermes no dijo nada. Quizá meditaba lo que iba a decir, quizá lo debatía con los dioses. Fuera como fuese, terminó diciendo—: Caronte de Plutón se halla en el Jardín de las Hespérides. Obra según tu voluntad, mortal. Los Astra Planeta y los ángeles existirán para arreglar vuestros desastres.

Entonces, aquel dios abandonó la Esfera de Mercurio. O quizá era más apropiado decir que el dunamis de Hermes regresó a cumplir su función de sello en el corazón de ese mundo. Fuera como fuese, Galatea cayó, siendo recogida por Narciso. Parecía que no habría más batallas y el santo de Pegaso se giró hacia Saori.

Una cosa más —le dijo Hermes—. Nosotros no enviamos a Caronte de Plutón en vuestra contra. No hemos interferido en este universo desde hace mucho tiempo.

Aquella revelación heló la sangre de Seiya. Presuroso, quiso decirlo, pero Saori corrió hacia él y más allá, con la mano extendida de un modo que no recordaba haberle visto nunca. Aquella mujer tan bondadosa, aquella diosa de la guerra, destruyó Apeiron con el canto de la mano. ¡Ni siquiera tuvo que ejecutar una técnica!

—Fuera de mi casa —gruñó Galatea, zafándose una vez más del abrazo sobreprotector de Narciso. Tenía los ojos entornados y los pelos flotando sin orden ni concierto. La Esfera de Mercurio empezó a cubrirla, fundiéndose con ese cuerpo.

—Señora Atenea, incluso si sois vos, sin un manto divino y con vuestra divinidad negada por el… —Narciso calló a media frase, paralizado por la mirada de Saori.

Entretanto, los ángeles corrían para formar un muro defensivo entre Saori y Seiya. Eran muchos los cosmos allí reunidos, y hasta el menor de todos ellos eclipsaba a la pasada generación de santos de oro. Aquello, empero, solo hacía más terrible que el grito de una niña convertido en una onda de choque los hiciera retroceder a todos un metro.

—¡Largaos! —gritaba Galatea—. ¡Fuera de mi casa! ¡Molestáis! ¡No sois de los dioses, los que no sois de los dioses no sois de Galatea! ¡No lo sois!

Y empezó a negar, una y otra vez. Ahora que no era solo una marioneta siguiendo las instrucciones de Hermes, formar Apeiron le tomaba una fracción de segundo, y si bien Saori lograba bloquear esa técnica sin importar cuántas veces la repitiera, aquello le exigía toda su concentración, de modo que los ángeles debían bastarse solos para aguantar las ondas de choques mientras que el cielo se llenaba de universos comprimidos colapsando por las ráfagas de cosmos de una diosa negada por el mismo cielo. Presa de semejante debacle cósmica, la Esfera de Mercurio empezó a temblar.

Era una situación desesperada. Por tanto, los ángeles, antaño héroes, dieron un paso al frente. Al son del grito de guerra de dos hombres de aspecto regio, los cien guerreros celestiales desplegaron alas destellantes, manifestando así su auténtica fuerza. Ante la siguiente onda de choque, no solo no retrocedieron, sino que avanzaron.

—¡Ve, Seiya! —exclamó Saori, formando un sinfín de orbes de puro cosmos, para confrontar igual número de ataques de Galatea—. ¡Tu gran batalla te espera!

—Saori, esto… —Seiya apenas lo comprendía. Esos ángeles acababan de salir de un sueño mágico y luchaban para protegerlo sin pensárselo dos veces. Ni hablar de que un mensaje establecido tantos años atrás presentara batalla a una recién nacida astral, nada tenía el menor sentido—. ¿Es necesario que luchéis?

—¡Dale las gracias de mi parte! —exclamó Saori, a punto de arrojar sus proyectiles. Cada uno de ellos era aterrador, y no eran diez, ni cien, sino miles—. ¡Cuando la veas, dile que le estoy muy agradecida, Seiya!

El choque se dio, generando tal destrucción que el santo de Pegaso no habría salido ileso si no hubiese escapado antes. Creyó oír, durante el salto que dio, cómo Aquiles, Odiseo o como fuera que quisiese ser llamado, celebraba junto a un tal Héctor el poder luchar a la derecha de nadie menos que la diosa de la guerra. Pero debía ser un delirio que tuvo, el sonido no iba tan rápido como él se movía ahora. Ni el sonido, ni la luz. A la velocidad de los santos de oro no habría podido evadir la conflagración de poder que alumbró toda la Esfera de Mercurio desde su centro.

Henchido de poder, y sobre todo, comprensión, Seiya atravesó aquella distancia infinita en un momento. Ya no temía perderse al emplear aquella velocidad superior a la de la luz en grandes distancias, tenía completo control sobre sí ahora mismo.

«Me siento como si fuera Triela —pensó Seiya, esquivando el pobre intento de los dos autómatas clase Machina por interceptarlo. Ni Luceid ni Heldalf pudieron rozarlo siquiera—. Lo siento muchachos, ya está bien de batallas inútiles.»

Le bastó un impulso más para salir de la Esfera de Mercurio.


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Rexomega

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Publicado 08 enero 2024 - 10:21

Saludos

 

Capítulo 189. Así estaba escrito

 

Desconocedores de cuanto ocurría en el interior de la Esfera de Mercurio, los santos de Fénix, Cisne y Dragón resolvían sus propios asuntos.

A pesar del intento de Hyoga por mantenerse a la defensiva, Adán y Eva eran una combinación letal de fuerza y velocidad. Obligado a responder, había dado a conocer a aquellos autómatas clase Ex el frío que desafiaba las leyes de la física. Ellos recogieron ese poder e Ipsen, rival de Ikki, lo recibió. Las llamas de Fénix y el frío de Cisne replicado por el autómata clase Machina entrechocaron, solidificándose ambas fuerzas en una parodia de escalera que orbitaba entre el fin del cielo y el dominio de Astrea.

Shiryu no necesitó de ese nuevo camino para llegar a donde quería. Sanadas las heridas y abiertos los siete sentidos a la Octava Consciencia, el santo de Dragón se impulsó más rápido que la luz. Gracias a Hyoga, Adán y Eva no pudieron interceptarlo en final del cielo, mientras que el viaje hasta el  punto sobre el que se alzaba la Esfera de Mercurio, fue turbulento, entre los estallidos de destrucción y creación que representaban el santo de Fénix y el autómata de clase Machina. Shiryu pudo sentir el ardor capaz de destruir la misma luz, a pesar de lo cual llegó con bien hasta su rival.

Desde entonces habían pasado seis minutos de intensa batalla. Astrea apenas dio explicaciones, ni hacía falta cuando aquel ángel estaba tomando de los combatientes la energía cósmica desperdiciada en batalla. Hombre y autómata entablaron un combate singular sujeto a un precario equilibrio, destinado a romperse.

—Es inútil —advirtió Astrea, bloqueando uno de los numerosos intentos del santo de Dragón por cortarla—. El Acero de Gautier hace mi cuerpo invulnerable. ¡Y ese es solo uno de mis veintiocho trucos bajo la manga! ¿Qué esperas lograr, solo resistiendo?

—Hacer tiempo —contestó Shiryu, bloqueando con el escudo una patada del ángel que hizo que todo el brazo le temblara—, no necesitamos nada más.

No era la primera vez que probaba esos golpes nutridos del Poder, la bendición de Goneril mediante la que los músculos se fortalecían a través del cosmos, del mismo modo que el Acero endurecía los huesos y la piel para resistir cualquier daño. Si había alguien entre aquellas máquinas capaz de superar a Maurice, con su recolección de las habilidades combativas de ellos cuatro, esa era Astrea. Shiryu, aun al borde del territorio prohibido, henchido del paroxismo cósmico, en verdad solo podía extender esa batalla tanto como lo necesitara Seiya. Así, había resistido por seis largos minutos sin avances.

—Tiempo es lo que no tienes —dijo Astrea—. ¡Con vuestro poder y las veintiocho bendiciones que ahora poseo, me convertiré en el ángel más poderoso del cielo!

Las bendiciones que la fortalecían el cuerpo tenían un límite: velocidad. El combate con Maurice había despertado los reflejos de Shiryu de tal modo que para Astrea no era fácil imponerse en un cuerpo a cuerpo, incluso si solo el santo de Dragón podía ser dañado de recibir un mal golpe. Por esa razón la lucha había durado tanto. El ángel se recubrió de fuego divino y lo arrojó sobre su oponente como la llamarada de una bestia mítica. Shiryu contraatacó con Excálibur, una técnica igual de legendaria. A los flancos del hombre se perdió el río de fuego, partido en dos.

Miró a Astrea. El ángel no solo podía fortalecerse y arrojar fuego, también tenía algunas de las habilidades pasivas copiadas por los autómatas. Bastaba verla para sentir terror, bastaba oler el aroma que desprendía para encandilarse.

Nada de eso serviría con él. Cargó, sintiendo el pecho oprimido. Cada paso volvía más cierto el hecho de que no podía vencer a esa amenaza, que era invencible.

—Ni siquiera contra los dioses hemos retrocedido —afirmó Shiryu.

—Muy pronto yo también seré una diosa —replicó Astrea, al tiempo que el espacio-tiempo se curvaba en torno a su mano extendida—. ¡Podré ser amada por quien quiera!

Shiryu sabía que el siguiente ataque no podría ser bloqueado por el escudo, así que se concentró en atacar antes de que fuera ejecutado. Confiaba en que el manto de Dragón, llamada la máxima armadura entre los mantos de bronce, pudiera resistir aun en el peor de los casos. A tres pasos de su destino, a una minúscula fracción de segundo del choque final, las dudas se volvieron intolerables. El miedo lo dominó todo. Era Fobos, la técnica de un ángel consagrado a Ares, perfeccionada como todas las demás por el terrible oponente que era la sexta virtud zodiacal.

«No estoy solo —reflexionó Shiryu, alistando Excálibur para un último tajo. Aquella no era la misma espada quebrada del pasado. Mientras era sanado, la había reconstruido a partir del cosmos de sus amigos impreso en la Espada de la Creación. Era, de hecho, una nueva arma que acaso podría vencer a ese enemigo—. ¡Yo…!»

En un mismo instante, Shiryu movió el brazo quince centímetros, Astrea hizo caer la mano siete, la Esfera de Mercurio se contrajo y expandió, y Seiya, más veloz que nunca, acometió contra la sexta virtud zodiacal. Sin presentación de ningún tipo, encajó un puñetazo en la mejilla del ángel, mandándola a volar más allá de la flor de loto.

—¡Seiya! —exclamó Shiryu, asombrado. Excálibur se detuvo en el aire. Aún no era el momento de revelar ese nuevo poder.

—Si es un robot, no cuenta como mujer —dijo Seiya, para luego detenerse a recuperar el aliento. Sudaba mucho, lo que dejaba pocas dudas de la clase de amenaza que había dejado atrás. El manto celestial de Pegaso lo cubría y por encima de tal poder hacedor de milagros solo estaban los Astra Planeta—. ¡Deja de mirarme así, le pegué flojito!

Lo cierto es que Shiryu no estaba en posición de sorprenderse porque Seiya golpeara a una mujer. Más adelante podría reírse de eso, y quizá para entonces Seiya sintiera vergüenza, por no estar ya la urgencia de llegar a tiempo. Ahora había cosas más importantes, como el hecho de que su amigo hubiese trasgredido la norma más fundamental de cuantas se impusieron tiempo atrás, cuando decidieron servir como embajadores de la Tierra en el Olimpo. Tal decisión no podía ser azarosa. En la Esfera de Mercurio tenía que haber pasado algo grave para que Seiya la tomara.

—Despreciables simios —gruñó Ipsen, vencedor en su batalla contra Ikki, justo cuando pisó la flor de loto. Sostenía en brazos a Astrea, que deliraba.  

—No quiero estar sola, papá. Mírame, ¿no soy perfecta? Soy mejor que esos hombres mortales. Envidio a esos hombres mortales. No quiero estar sola. Quiero que me amen. Quiero amar a quien quiera. Quiero ser una diosa, para no perder nada nunca más.

—Dioses… —lamentó Seiya, viendo la hinchazón en el ángel. Media cara enrojecida, nada menos—. Sí que es dura.

—¡Seiya! —exclamó Shriyu, alarmado.

—Nunca más —repetía Astrea, abrazándose al recién llegado.

—Calmaos, dama Astrea. Yo me encargaré de esos simios de una vez por todas.

Sin dejar de mirar al santo de Pegaso, el autómata se inclinó para dejar a Astrea en el suelo. Justo en ese momento, la temperatura descendió de forma súbita, cristalizando por igual a ambos en lo que dura un suspiro.

Acto seguido, Hyoga de Cisne aterrizó. También él había despertado el manto celestial y miró a Seiya no con asombro, sino con un sumo grado de comprensión.

—¿Esos gemelos…? —preguntó Shiryu.

—Unas hermosas estatuas de hielo… —afirmó Hyoga, poniéndose en guardia enseguida—. ¡Imposible, a esta temperatura…!

—¡Soy Ipsen, el primer autómata clase Machina al servicio de la dama Astrea! —habló el sujeto de armadura negra, al tiempo que el hielo que lo cubría se agrietaba y rompía, liberándolo—. La Visión del ángel hace realidad sus sueños, y yo soy su sueño de un guerrero invencible que la protege de todo mal. Aun así… —Miró a Astrea, todavía recubierta de hielo y sumida en el plácido reino de Morfeo.

—He sellado a tu señora, ya no seguirá robándonos el cosmos. Por ahora. —Hyoga, viendo el gran poder que Ipsen escondía, tuvo un acceso de prudencia.

—Vosotros sois muy fuertes —intervino Seiya, acercándose a Ipsen. El autómata lo miró con hosquedad, aunque no se levantó, sosteniendo todavía al ángel—. Quiero decir, de verdad sois muy, muy fuertes.

—Lo bastante para vencer al más débil de vosotros —murmuró Ipsen, solo para abrir mucho los ojos al siguiente segundo.

Allá donde había concluido la batalla del autómata contra Ikki de Fénix, se encendió un fuego más ardiente que las llamas solares que debiera enfrentar Hyoga durante su enfrentamiento contra Adán y Eva, y más intenso que el río flamígero que partiera Shiryu en su duelo con Astrea. Era un ardor que aun las estrellas envidiarían, nacido de un alma que había caminado a la par de una diosa y que había superado el nocivo tacto del odio, la ira, el lamento, el dolor y el recuerdo. Aquel prodigioso espíritu, entrelazado por la sangre de Atenea, formó el manto celestial de Fénix, que permitió a su portador llegar hasta la flor de loto en lo que Ipsen parpadeaba. Entre el hombre que creyó haber vencido y aquel, había un abismo.

—De modo que ni siquiera el frío de Cisne puede con el fuego de Fénix —alabó Hyoga—. Bueno, una copia es una copia, al final del día.

—Déjate de bromas, Hyoga —acusó Ikki, cuyo ceño fruncido bien podría ser usado para aplastar oricalco—, ¿qué has hecho con esa mujer? No siento ningún cosmos en ella. Es como si no existiera.

Ipsen era el más interesado en obtener una respuesta. Él había recogido cada una de las técnicas de Hyoga y las había empleado contra Ikki, apagando incluso por un momento las llamas del Fénix. Bien que había sido en un momento de máxima desesperación, cuando no pensaba en otra cosa que rescatar a su señora, aquella fuerza congelante y el hielo del que debió librarse después bordeaban la imaginación del autómata. El hielo que cubría Astrea estaba más allá de toda comprensión.

—Quedaban escasos segundos para que el ángel alcanzara el suficiente grado de poder para devorarnos. Primero iría Shiryu, después nosotros dos, planeaba sorber hasta la última pizca de nuestro cosmos. Si lo hubiese logrado… —Miró a Seiya, magnífico en su manto celestial. No tuvo que decir nada para indicar que ni ese poder ilimitado habría bastado contra Astrea de haber cumplido su objetivo—. La he sellado. Cuerpo, alma y mente reposarán durante un tiempo. Como ya he dicho, no será permanente. 

Ikki asintió, conforme con la explicación.

—Así que estamos a salvo —entendió Seiya, relajándose por fin.

—No usaste ninguna técnica —observó Shiryu—. Ni el Polvo de Diamantes, ni la Ejecución de la Aurora. Ni siquiera he visto Anillos.

—Ahora mismo mi poder es algo más que poder —dijo Hyoga, siendo claras las dudas en el semblante tenso—. Aquello que deseo que se detenga, se detiene. No solo los átomos. Es como si impusiera mis propias leyes a este mundo. De alguna forma.

—Lo que tú detengas, yo lo pondré de nuevo en movimiento —dijo Ikki, posando la mano en el hombro de su compañero, que lo miró extrañado—. Así que descuida.

—A esta mejor no, ¿eh? —comentó Seiya. Ikki y Hyoga sonrieron, mientras que Shiryu, demasiado equilibrado para ese humor chusco, negaba con la cabeza.

—¿Qué sois vosotros? —preguntó Ipsen, alzándose—. Interrumpir la Hipnoterapia,  sellar a la dama Astrea, quemar un hielo aun más frío que el más helado rincón del universo… Vencer a dos autómatas clase Machina sin sufrir daños. Es imposible que unos simples simios puedan obrar tantos milagros.

—Ah, sí, no me he cargado a tus amigos, aunque tardarán un rato en llegar. Son lentos —aclaró Seiya—. Y ya que ahora nos reconoces como humanos…

—¿¡Humanos!? —exclamó Ipsen, con los ojos muy abiertos y la boca formando una desagradable mueca—. Sois monstruos. La peor clase de monstruo imaginable. Si no os destruyo ahora, arrastrareis el universo entero a la destrucción.

Con cierta reticencia, Ipsen dejó de custodiar el cuerpo cristalizado de Astrea y dio un decisivo paso hacia los santos de Atenea.

Antes de que pudiera avanzar más, algo lo detuvo. Algo que unía a todos los seres humanos sin importar la raza: instinto. En un simple segundo, el cosmos de Shiryu, en perfecto equilibrio, encendió la sangre divina en el manto de Dragón, del cual emergieron las alas del ser legendario inmortalizado en los cielos por los dioses. Era hermoso y brillante, como una piedra preciosa que fungía a la vez como armadura y prenda sagrada. El color principal era esmeralda, salvo algunos detalles dorados que honraban el futuro prometido en que dioses y hombres caminarían juntos. De oro era también el signo del sol grabado en el escudo, una defensa que ni los autómatas clase Machina ni la propia Astrea podrían mellar jamás, por mucho que lo intentasen. Y en cuanto a la espada, esta no residía más en el brazo derecho del santo de bronce.

El propio cosmos de Shiryu era una espada envainada, capaz de partir a Ipsen en dos si hacía un mal movimiento. La espada que todo lo cortaba, la versión definitiva de Excálibur que obedecía los pensamientos de aquel milagro viviente.

—Vosotros sois aquellos que retuvieron a la Muerte —reconoció Ipsen—. Este es el milagro de Elíseos que mi dama Astrea buscó dominar.

—Robar —se quejó Seiya—. La palabra es robar.

—A ti te habría conservado —sugirió Ipsen—. Por cada raza de hombres, escogió un alma notable. Por el oro, yo; por la plata, Luceid; por el bronce, Heldalf; por el hierro, Maurice. Tú no tienes nada que ver con eso, tienes el alma de un héroe.

Para ninguno de los santos de Atenea pasó desapercibido el desprecio con el que aquel sujeto hablaba de los héroes. Cuando los trataba de simios o monstruos era más digerible. Tampoco se les escapó la referencia apenas velada del destino que pudo tener Seiya en manos del ángel de la Justicia. El rostro de aquel no se tiñó de rojo solo por la urgencia de la situación, aunque sí que miró a la criatura a la que había golpeado. Una perfecta estatua de hielo, en perfecto reposo, salvo por una imperfección en la cara.

—Eres un auténtico animal —observó Ikki.

—Salvaje como un héroe griego —añadió Hyoga.

—En eso estamos todos de acuerdo —aprobó Shiryu.

—Ah, no tenemos tiempo para estas tonterías, ¡dejad de comportaros como una panda de mocosos! —gritó Seiya, logrando transmitir con sus ojos lo que no podía con las palabras—. Estamos atrapados. Lo hemos estado todo el tiempo.

—¿Como monos en la palma de Buda? —preguntó Ikki, mirando al autómata. Este permanecía en silencio, cauteloso de desafiar a cualquiera de los cuatro.

—Como hombres en la palma del Hijo, más bien —corrigió Seiya, pasando a través de la broma—. Entraré en detalles cuando nos vayamos de aquí. Saori no podrá retener mucho más a los Astra Planeta —explicaba presuroso el santo de Pegaso. La expansión y contracción de la Esfera de Mercurio ejemplificaba a la perfección la urgencia que ahora lo movía. Por ello, aunque sorprendidos por escuchar el nombre de su diosa, su amiga, ninguno de los santos de bronce hizo algún comentario. No era el momento—. Sea como sea, he decidido dejar de huir de nuestro destino, sea el que sea. ¿Me seguiréis, amigos? Puede que sea un camino sin retorno.

—Dioses —gruñó Ikki—, ¿desde cuándo hablas tú de arrepentimientos y demás tonterías del resto de la gente?

—Eres Seiya —dijo Hyoga—. No piensas en el mañana, ni en el ayer, sino en el hoy. Lo que tienes que hacer, lo harás.

—Deja que nosotros nos preocupemos de las consecuencias —dijo Shiryu—. Tú ve adelante, nosotros te acompañaremos. En realidad, ya hemos empezado a hacerlo. Como siempre. Desde aquel día en Reina Muerte.

Los cuatro intercambiaron miradas llenas de nostalgia. Sentían que una vida los separaba de aquellos días en que eran extraños. Enemigos, incluso.

—Sobre las consecuencias… —No sin dudas, Seiya acabó dirigiéndose al autómata—. Voy a necesitar tu ayuda. La tuya y la de tu ama.

—¿Ayudarte yo a ti? —preguntó Ipsen, lleno de desprecio. Seiya no habría puesto peor cara de haberse encontrado una cocina infectada de cucarachas—. Tu manto sagrado te delata, has tomado la decisión que traerá la ruina a todo el universo.

—Toda la Creación —fue la sombría corrección que dio Seiya al autómata. Aprovechando la sorpresa, añadió—: Caronte de Plutón es nuestro enemigo. Nadie puede cambiar eso ya. Lucharemos con él y contra los Astra Planeta si es necesario.

El semblante de Ipsen pasó del desprecio a la burla.

—Moriréis. Ningún mortal puede vencer a los Astra Planeta.

—Es posible que muramos, como es posible que mueran ellos —dijo Seiya, encogiéndose de hombros—. Tal vez muramos todos. En ese caso… —Sorprendiendo por igual a aquel enemigo y sus amigos, le tendió la mano—: Contamos con vosotros para reparar las consecuencias de nuestros actos.

Ahora los bien abiertos de Ipsen reflejaban la más pura confusión.

—Bromeas…  

—Todo el tiempo. Y mira que no hay nada más serio que esto. Tu señora es el ángel de la Justicia, ¿no? Pues acompáñala a la Esfera de Mercurio. Ahora debería ser posible. Debe reunirse con los dioses y el resto de guerreros celestiales.

—Los dioses no apreciarían nuestra presencia —dijo Ipsen, mirando a Astrea con no poca devoción. La idea de que su sueño no fuera eterno lo tranquilizaba.

—Tampoco me aprecian a mí y tuvieron que hablar conmigo —replicó Seiya—. Tengo un mal presentimiento, no me iré tranquilo de aquí si no aceptas.

Pasó el tiempo. La Esfera de Mercurio seguía achicándose y agrandándose, liberando unas ondas de luz rosada que lo bañaban todo hasta donde alcanzaba la vista. Shiryu, además, recordaba que había enemigos que estaban por llegar, así que sintió deseos de pedirle a Seiya que olvidara eso, que ellos podrían encargarse de cualquier peligro que corriera el mundo. Para eso habían nacido, eran los santos de Atenea.

Cuando Ipsen estrechó la mano de Seiya, sin embargo, él mismo sintió alivio. Pensar en que aquellos rivales formidables pudieran luchar cuando ellos no estuviesen lo tranquilizaba. Llevó su mano al corazón, que había latido deprisa y furioso.

—Yo también me alegro —dijo Ikki, como leyéndole la mente.

—Podría dejar de mirarnos como si fuésemos nosotros los que queríamos comernos a su ama y no al revés —apuntó Hyoga, carraspeando.

—Jamás podría vernos de otra forma —creyó Shiryu con sinceridad. Veía la dura expresión de Ipsen y veía toda una historia detrás—. Para él, nosotros somos los belicosos humanos que vinieron mucho después de su raza.

Ni Seiya ni Ipsen dijeron nada, bastándoles lo ya dicho y lo que reflejaban los ojos de uno en los de otro. El santo de Pegaso giró, y de un salto, recorrió todo el abismo entre la flor de loto y el último de los cielos.

 

—¡Rayos, por poco y tengo que convencer también a los otros dos! —exclamó Seiya.

Shiryu, Ikki y Hyoga no tardaron mucho en alcanzarle. La ventaja que les llevaba en cuanto a rapidez lucía mejor en el combate. Cuando se dominaba una velocidad superior a la de la luz, las distancias largas dejaban de importar.

—Así que vamos a hacerlo, después de todo. Matar a Caronte —dijo Hyoga, sin sutilezas. Justo la brusquedad que Seiya necesitaba.

—Aunque eso sea justo lo que quiere el Hijo —añadió el prudente Shiryu.

—Creo que no podemos escapar a los planes del Hijo. Ya no —respondió Seiya—. Hay muchas cosas que debo contaros… —Dónde estaba Caronte, para empezar. La verdadera historia de las Guerras Santas, qué eran los Astra Planeta, el Gran Plan de Atenea… Sobre todo, tenían que saber que Caronte de Plutón no había sido enviado por los dioses del Olimpo. Y Shun, ¿sería correcto decirles ahora que nunca más volverían a verle? ¿Sería correcto negarles el derecho a llorarle? Si lo que descubrió en la Esfera de Mercurio era verdad, entonces era muy posible que todos, santos de Atenea y Astra Planeta, se destruyeran de forma mutua. Miró a Ikki—: Para empezar, Shun…

—¿No te parece que tuvimos bastante charla ahí arriba? —Lo interrumpió Ikki. La Esfera de Mercurio destellaba poder puro, latiendo en la lejanía como un corazón humano. La flor de loto, así como Astrea e Ipsen, había sido consumida por ella en un instante—. Más nos vale mover el trasero. Después decidiremos qué hacer.

—Estoy de acuerdo —dijo Hyoga—. No es momento de dudar. Despertamos nuestros mantos celestiales, el poder dormido por veinte años. No hay vuelta atrás.

—Aunque me gustaría saber algunas de esas cosas —dijo Shiryu, mirando a Seiya.

El santo de Pegaso asintió. Podían hablar por el camino. Había mucho que contar.

Tras asentir los cuatro, Hyoga y Shiryu emprendieron la marcha, cubriendo una enorme distancia en un simple parpadeo. Seiya los habría seguido, alcanzado y superado, de no ser porque Ikki lo detuvo, agarrándole del hombro.

—Shun ha muerto, ¿verdad?

—Ikki… —En la mirada del santo de Fénix había tal certeza que no pudo mentir—. Sí. Murió luchando con uno de los Astra Planeta, por el dominio de la Esfera de Júpiter.

—Lo imaginaba. —Echando la cabeza atrás, Ikki contempló las alturas del cielo. La luz lo impregnaba todo sin venir de ninguna estrella. Éter. Bañado por esa luminiscencia, las sombras entre los rasgos lucían más lúgubres y pesadas—. Desde hace días, los dioses sabrán cuántos. Sentí que el frío de la muerte me atravesaba la espalda. Desde entonces no he podido concentrarme ni una sola vez, hasta ahora.

Se golpeó el peto, quizá con demasiada fuerza. Aquel manto celestial era mucho más que un nuevo poder. Era la consecuencia de un nuevo despertar. A Seiya le había aclarado las ideas, imaginaba que era lo mismo para los demás.

—Has hecho lo que has podido —dijo el santo de Pegaso—. Sin ti, no habríamos llegado hasta aquí. Y ahora viene lo más difícil.

—Sí —aceptó Ikki, mirándole de reojo. La expresión cansada, abatida; una sonrisa forzada, más triste que el llanto que no se permitía. Como si el fuego de Reina Muerte hubiese incinerado su capacidad de sentir tristeza—. Shun quería la paz.

—Sin duda.

—Nosotros pondremos en riesgo el universo, traeremos la guerra.

—El Hijo la traerá. Nosotros seremos parte de ella. No, ya lo somos, en realidad.

—Me pregunto si Shun sabía que llegaríamos a esto.

Seiya lo pensó por un momento. Narciso había indicado que la falta de un regente de Júpiter complicaba las cosas. A la vez, Hermes sugirió que el objetivo del Hijo pudo ser, no controlar al futuro regente de Júpiter, sino que no hubiera uno, a la vez que generaba en ellos un odio ciego para los Astra Planeta. Conectando toda esa información, comprendía por qué Shun había dado su vida. No era la lucha de la marioneta del Olimpo contra quien buscaba destruirlo, sino el deseo genuino de un gran héroe por seguir protegiendo la Tierra y la humanidad.

—Shun combatió por sus propios motivos —declaró Seiya—. En todo momento, hasta el final, no fue una marioneta. Tampoco lo seremos nosotros.

—Te creo —aseguró Ikki, con la vista fija en el horizonte—. Vamos a tener que hablar, los cuatro, una vez salgamos de este cielo vacío de dioses. Es mejor que no les hables de Shun hasta el final. Nuestra confianza en lo que hacemos pende de un hilo.

Puesto que aquella había sido la forma en que Seiya había pensado, asintió, conforme, y juntos volaron, Pegaso y Fénix, para reunirse con Dragón y Cisne.

Fue un viaje largo y solitario en el que pudieron hablar de muchas cosas. 

—Para empezar —dijo Seiya en el momento en que se reunieron los cuatro—, debéis saber que los dioses no enviaron a Caronte de Plutón en nuestra contra.

 

***

 

Fue una batalla terrible. Cien soles chocando una y otra vez contra la Estrella de la Mañana, alrededor de un macrocosmos que nacía y moría sin descanso.

Como resultado, la Esfera de Mercurio había cambiado. Una espiral infinita, conteniendo una estructura inmensa. Esta última, pilar del corazón de aquel mundo, poseía la composición del mismo tipo de nubes que conformaban la superficie del cielo, así como la forma de una mujer de mala vida marina. Sobre la misma se hallaban, derrotados e inconscientes, los valerosos ángeles que habían desafiado a los Astra Planeta.

—Me habéis hecho sudar —dijo Narciso—, héroes.

Así como los santos de Atenea poseían los mantos celestiales, los Astra Planeta contaban con las albas, cristalizaciones del poder de las Esferas de Crono que les permitía eludir las leyes del universo. Desde los pies a la cabeza, el alba de Venus cubría ahora el cuerpo de Narciso de Venus, sin dejar una sola zona vulnerable. Más que una armadura, era una segunda piel, conectada a la Esfera de Venus por el disco solar que flotaba tras su espalda. La superficie del alba, semejante a un espejo, había reflejado toda suerte de técnicas, haciendo entender a todos aquellos guerreros celestiales el peso del karma. Ícaro fue el primero en verse atravesado por sus propios rayos, que llamaba con arrogancia Altitud Máxima, y si mil veces se había vuelto a levantar ese curioso guerrero, mil veces había caído de nuevo sin lograr nada.

Luceid y Heldalf, con sendas túnicas blancas cubriéndoles desde la cabeza a los pies, estaban cerca, observándole. Debido a los movimientos de flexión y extensión de la Esfera de Mercurio, para cuando la atravesaron, los santos de bronce ya se habían marchado, y poco después esta absorbió la flor de loto junto a todos los que allí se hallaban. Fue un momento de gran caos, pues el gran poder que se desataba en el centro de aquel lugar hacía que las distancias se agrandaran más allá de los límites establecidos y se achicaran después, de tal manera que apenas había distinción entre estar en la superficie y en el corazón de la Esfera de Mercurio. Sin embargo, a diferencia de Ipsen, que yacía entre los cuerpos ensangrentados de Ícaro, Aquiles y Teseo, Luceid y Heldalf no se habían sumado a la pequeña rebelión, sino que se centraron en resguardar el cuerpo de Astrea que Hyoga de Cisne había sellado.

Lo que más le intrigaba era la facilidad con que Seiya había convencido a Ipsen de rebelarse, sin siquiera sugerirlo. Había algo muy valioso en aquellos cuatro, algo que el dios del miedo no pudo vencer. Era la más pura cristalización de la esperanza que jamás se hubo visto, un tipo de alma humana tan querida por la diosa de las guerras justas como lo fue la de su más querida discípula, Pirra de Virgo. Como resultado de ese mal recóndito de la Caja de Pandora, él, Narciso de Venus, había sentido frío. Recordaba con precisión el momento en que se vio cubierto de hielo, el instante en que se sintió tan vulnerable al asalto de cien ángeles que necesitó tomárselos en serio. ¿Qué habría sido de él si no hubiese estado protegido por el alba y el aprecio de Galatea de Mercurio? Como poco, la inmortalidad de un astral se habría puesto a prueba.

—Serás útil —dijo Narciso, viendo al único miembro de la Raza de Oro que se negó a ascender a los cielos, cuando pudo hacerlo. Era un gran hombre, aunque algo obstinado. Que tomara los poderes de uno de los héroes legendarios que vencieron a la Muerte era un as en la manga más por si todo se arruinaba—. Ahora, ¿me pregunto qué ocurrirá…? —No podía moverse desde hacía rato. Hilos áureos se lo impedían. Como los restos de un telar deshilachado, o una telaraña salida de las manos de la mismísima Aracne, el cosmos de Atenea había cubierto todo el campo de batalla, limitando a dos miembros de los Astra Planeta a la vez. Toda una proeza—. Quizá podría deshacerlo.

Él era de la Raza de Oro, podía transformar la realidad con sus manos. Con esa facultad había preparado el camino para el renacimiento y posterior liberación de su señora. Era posible que pudiera cambiar uno de esos hilos, también, solo que para eso tendría que tocarlos y eso sería el fin. Al principio, la antigua reencarnación de Atenea había empleado el vasto cosmos que poseía, capaz de envolver el universo entero como si este fuera nada más que una perla, en bruto. Ráfagas de poder puro. Según combatía a Galatea de Mercurio, si es que a esa riña se le podía llamar combate, fue refinando la ofensiva gracias a los recuerdos de su antiguo yo que enfrentara a Encelado, dándole al poder una forma con sentido único, el secreto transmitido a los guerreros sagrados que era llamado sin más como técnicas de combate. Aquellos hilos tenían, pues, varias particularidades, como que cubrían todas las dimensiones espaciales, descartando cualquier forma de movimiento incluyendo el teletransporte, y que el más mínimo roce sellaría cuerpo, alma y mente del responsable en el acto. 

Él no podía dormir por la eternidad, tampoco se hallaba en la Esfera de los Espíritus de la Creación, de modo que solo le quedaba reconocerse derrotado y esperar lo que fuera que la diosa deparara para ellos. El alba de un astral daba inmunidad para las leyes dictadas por los dioses sobre el universo, no para la cólera personal de un dios.

Al fin y al cabo, todo ese asunto ya estaba previsto.

 

—¿Qué parte de iros de mi casa no entiendes? —preguntó con sumo agotamiento Galatea. Se había fundido con la Esfera de Mercurio, de modo que esta la cubría de los pies a la cabeza dándole la apariencia de una masa humanoide de energía color esmeralda, con dos grandes ojos rosados resaltando en lo que sería la cara.

Alrededor de Saori estaban los derrotados ángeles y el también vencido Narciso, todos sobre el telar que presurosa había tejido para poner fin a la lucha inútil. Más allá, el mundo giraba como una espiral interminable de océanos verdosos que burbujeaban recuerdos. No de Ethel, al alma noble que cimentaba el recuerdo del que nació Galatea de Mercurio, ni tampoco de esta última, o la anterior regente de la primera Esfera de Crono, sino de seres olvidados por el universo. Antiguos campeones que se elevaron por sobre sus semejantes para formar la vanguardia de la Creación. Eran las vidas de los antiguos Astra Planeta, escenas de las más largas existencias que jamás conocieron los mortales, representadas bajo una agradable luz rosada.

Por mucho que miró, no pudo encontrar un solo momento de la larga y tortuosa vida de Hashmal de Leo, fuera antes o después de convertirse en el único discípulo de Zeus.

—¡Mírame! —exigió Galatea, saltando hacia ella.

—Es —dijo Saori, deteniéndola con solo posar un dedo en su frente—, idos. —Galatea salió propulsada unos cuantos metros, donde rebotó y se quejó como una simple niña—. Puedes dejar de fingir ya, mis amigos se han marchado hace rato.

—Oh, lo sabías. —Callando el supuesto dolor como si nunca hubiese existido, Galatea se puso de pie—. Ese bruto fue un inconsciente. El poder de los hombres y el de los dioses, unidos aquí, rompió el sello que mantenía este lugar bajo control.

—Ah, ya veo, de eso se trataba. —Saori sonrió, comprendiendo por fin el secreto detrás de los movimientos de Narciso. Estaba previsto que ella se comunicara con Seiya, pero el astral había retrasado el momento demasiado—. Envolvió las memorias de la antigua regente de Mercurio con el recuerdo idealizado de una madre sobre su hija. Engañando a la Esfera de Mercurio, pudo ganarse la confianza de los poderes divinos que aquí fluyen para hacer cambios menores en la superficie. Garantizó tu nacimiento, a sabiendas de que él no habría podido liberarte por sí solo.

—Pues claro. La Esfera de Mercurio está sellada en la Esfera de Venus. Por eso se me ha pegado encima, porque todavía no la rijo, solo soy parte de ella.

—El núcleo. Ahora el sello está roto.

—Aunque soy la reencarnación de la antigua regente, no puedo saltarme el proceso de renacimiento de los Astra Planeta. Todo ese ciclo de creación y destrucción debe ocurrir. ¡La Esfera de Mercurio está pariéndome! —explicó Galatea con alegría—. Existe el riesgo de que destruya los cielos en el proceso, ya que los dioses no están. Además, si no apuraba a ese bruto, los otros brutos habrían acabado en la panza de Astrea —añadió llevándose las manos a la barriga, que palmeó sin reparos.

—Ha sido todo un detalle pensar en mis amigos —dijo Saori—, por eso perdonaré esta vez este intento de un humano por manipularme. —Galatea ladeó la cabeza, confundida—. Los miembros de la Raza de Oro son tan humanos como los de las razas que vinieron. Y Narciso no se valió solo del despertar del manto de Pegaso para romper el sello, también me usó a mí. Sabía que uno de los dioses del Olimpo se manifestaría en la Esfera de Mercurio, así que retrasó esta reunión hasta que tuviera a su disposición todos los medios para traer de vuelta a su señora. Es muy posible que previera la respuesta de Seiya y que como consecuencia ambas nos enfrentaríamos.

—Entonces él no ha intentado manipularte, te ha manipulado y ya está. —Con las manos en las caderas, añadió a viva voz—: ¡Eres tan bruta como el otro bruto!

—Sí —respondió Saori con una gran sonrisa—. Somos tal para cual.

Empezó a desaparecer. No era más que un mensaje enviado veinte años atrás. Un milagro de los dioses ausentes a los que ella jamás podría unirse ya. Y los milagros lo eran porque no perduraban. Un momento en que lo imposible se volvía posible, nada más. Galatea la observó en silencio, parpadeando con extrañeza, hasta que dijo:

—Si hubiese tenido el alba, habría ganado yo.

—¿Había algo que ganar? Yo ni siquiera existo.

—Aun así —insistió Galatea—, habría ganado. Soy fuerte.

—Tú no has nacido para las batallas —replicó Saori, quien había comprendido incluso esa parte de la manipulación de Narciso—. Eres una niña y siempre lo vas a ser.

Los Astra Planeta eran inmortales. Jamás envejecían, tuvieran la edad que tuvieran.

—Oye —dijo Galatea, cuando ya el cuerpo de Saori era apenas la imagen traslúcida de un fantasma—, ¿qué debemos hacer ahora? Los dioses hablaron con ese bruto. ¿Por qué no me dicen nada a mí? Que me siente y espere, dicen.

—Seguid actuando como hasta ahora —contestó Saori—. Siguiendo los dictados de vuestro corazón. Es tarea de los cielos resolver los errores humanos.

Dicho aquello, Saori Kido desapareció para siempre.


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Publicado 15 enero 2024 - 12:12

Saludos

 

Capítulo Especial. Al otro lado del mar

 

Tras la desaparición de Saori Kido, la dorada telaraña que mantenía a Narciso preso empezó a disiparse. Pronto, el regente de Venus pudo reunirse con una confundida Galatea. No pasó desapercibido a los sentidos del astral que los ángeles estaban recuperando la consciencia y se levantaban, con el ánimo de volver a luchar.

—¿Tú le has entendido? —preguntó Galatea, cruzado de brazos.

—Lo he escuchado todo, mi señora. También he comprendido. Parece que la tercera prueba ha concluido con el éxito esperado —dijo Narciso, inclinándose ante la pequeña tal que otrora hiciera ante Galatea, hija de Nereo.

—Es mejor que no hagas eso —pidió Galatea—. Yo soy yo. Tú me diste la vida, así que eres… —En el tiempo que tardó en averiguarlo, el regente de Venus la observó con curiosidad—. Hermano debería estar bien. Hermano menor.

—Sea —dijo Narciso, levantándose. Por supuesto, aquello tenía todo el sentido del mundo: Galatea había renacido en la Esfera de Mercurio, de modo que los pensamientos de una se mezclaban con la voluntad de la otra; aun él era joven en comparación con los titanes, cimientos de los nueve dominios—. Debemos hacer lo que creamos correcto.

—Decídelo tú, yo no lo sé.

—¿Yo?

Fingiendo sorpresa, miró en derredor. Doce de los ángeles más fuertes se habían levantado. También Ipsen, cuya prudente postura, en guardia, sirvió de aviso a los guerreros celestiales de que no les serviría de nada volver al ataque.

Con solo verlos, Narciso adivinaba un cosmos formidable en cada uno de esos héroes de la humanidad, a despecho de unos cuerpos malheridos y glorias hechas pedazos. Ícaro, el misterioso guerrero cuya historia el propio Narciso desconocía; Teseo, perdición del Minotauro; Asclepio, el más grande de todos los sanadores; Aquiles, vencedor de Héctor, auto-nombrado Odiseo para honrar a su compañero… El propio Héctor estaba al lado de aquel que le dio muerte, signo de un milagro que podía ser la clave para la salvación del universo. Si en lugar de atacarle como un ejército, aquellos cien ángeles lucharan como un solo hombre, Narciso no lo habría tenido tan fácil para vencer.

—Querían ir con los dioses —dijo Narciso—. Ahora que riges la Esfera de Mercurio, hermana mayor, pueden llegar hasta ellos sin peligro de ser devorados.

Más guerreros celestiales se levantaban, uno tras otro. Principados, arcángeles y ángeles. Peor, el sello de Hyoga de Cisne sobre la sexta virtud zodiacal empezaba a debilitarse, los dos autómatas clase Machina habían estado haciendo algo más que vigilarla y ahora que Ipsen no combatía, podía hacer algo con ese hielo. ¿Y después, qué? Una batalla sin importancia, con riesgos que no podían ser más inoportunos. Narciso comprendía a aquellos héroes, más todavía a las máquinas que como perros falderos seguían a su ama a todas partes moviendo la cola. El regente de Venus había jugado con los sueños de unos y las vidas de otros. No era muy distinto a Fobos, al haber dejado que durmieran por días para que su plan funcionase a la perfección.

«Pensar que la hija de Zeus leería a través de mis excusas —reflexionaba el astral, meneando la cabeza—. Mas fui sincero. Habrían muerto si hubiesen ido más lejos. Y estaba previsto que destruyera a Astrea y su harén si mataban a esos cuatro.»

Al final, era demasiado bueno para su propio bien. Compasivo, como todos los sabios y poderosos miembros de la Raza de Oro. Un ser digno de ser amado por los dioses.

Un ser que amaba a los dioses por encima de todo.

—¿Qué ocurre, Narciso de Venus, segundo general de los ejércitos del cielo? —preguntó Astrea al tiempo que la Espada de la Creación salía desde el fondo de su corazón. Los tres autómatas clase Machina se habían valido de aquel arma, nacida de los cosmos de los héroes legendarios, para romper el sello del santo de Cisne sin que el ángel de la Justicia tuviera que recordar quién era en realidad bajo aquel cuerpo obra de Hefesto—. Somos los capitanes de tu ejército, deseosos de luchar. ¿Vas a negarnos incluso eso? —cuestionó, balanceando el arma que era el alma misma de Maurice.

Se habría visto muy digna de no ser por la cara hinchada. Y por los bajos deseos que la habían motivado por miles de años. Y el hecho de que estuvo a punto de traicionarle.

—Como he dicho, os mando con los dioses a los que tanto deseáis ver.

—Lo primero, buenos días, buenas tardes y buenas noches —saludó Galatea, inclinando la cabeza—. ¡Adiós, muchachos! —Moviendo la mano con el conocido gesto de despedida, transportó fuera del universo a todo aquel ejército en un solo instante.

Cien ángeles, tres autómatas y la misma Astrea. Ninguno tuvo la oportunidad de resistirse. De nuevo, Narciso se planteó cómo serían las cosas si actuaran como uno.

«Esto es misericordia —reflexionó el regente de Venus. Los ángeles no sobrevivirían nacimiento de un astral, denominado con cuestionable acierto como apoteosis. Quizá la capacidad adaptativa de los autómatas podía hacer el milagro, sobre todo en el caso del juguete de Hefesto, mas incluso con las especiales circunstancias de Galatea, afín de forma natural a la Esfera de Mercurio, el parto divino podía durar hasta doce horas tras el surgimiento del Huevo Cósmico. Tiempo durante el cual no habría escapatoria, ni siquiera para las almas de quienes murieran en el proceso—. Claro que también es raro el caso de los mortales que sobreviven allá donde los dioses se reúnen, apartados del universo a fin de reparar los daños causados por el Hijo, ruina de la Creación. —Enfrentado a ese dilema, sopesó el mal y el bien en la acción que había realizado, terminando por concluir—. Aquí habrían sido destruidos. Muerte sin propósito. El riesgo de morir más allá de la eternidad y el infinito, se balancea con una razón, la razón que todos esos héroes perseguían: luchar por sus dioses, morir por sus dioses.»

Ojalá él pudiera ser igual de simple, como antaño. Ser de los Astra Planeta tenía desventajas comparables a los dones divinos que se les concedían.

—Bien, creo que Titania ya habrá solucionado el asunto de las Otras Tierras. Es tiempo de que me reúna con mis queridos hermanos y les cuente parte de la verdad.

—Primero tienes que arreglar el lugar de la reunión, hermanito —advirtió Galatea—. ¿Dónde será? ¿El Santuario de Atenea? Sé que lo arreglaste y que está en el Jardín de las Hespérides, sería bonito reunirnos allí, hay tanto éter como en la Esfera de Venus.

—Creo que el Cielo Lunar es un mejor lugar —repuso Narciso, acariciándose el mentón. Los ojos del astral podían de hecho verlo aun desde esa altura, mientras calculaba el tiempo que tardarían Pegaso y los demás en recorrer todos los cielos—. Titania tiene que reunirse con Caronte y Tritos, así que esos cuatro tendrán tiempo de abandonar los cielos y llegar hasta la Torre de Babel. —Ese era el nexo entre la Esfera de Venus y el Jardín de las Hespérides, el puente que en otras circunstancias habría debido recorrer Shun de Andrómeda para reunirse con sus hermanos. No había lugar más apropiado para que los héroes legendarios sopesaran todo lo que estaba en juego, para que los santos de Dragón, Cisne y Fénix reflexionaran sobre todo el conocimiento que el santo de Pegaso poseía. A partir de ahí, todo era incierto. La batalla entre Shun de Andrómeda e Ío de Júpiter había dejado bastante claro que ni siquiera uno de los héroes legendarios podía, por sí solo, matar a un astral, de modo que si no había acuerdo, el enfrentamiento entre Seiya y Caronte no sería nada más que un suicidio. De mediar acuerdo, en cambio, la balanza de tan anunciado combate se inclinaría en sentido contrario, habida cuenta de que el alba de Plutón estaba inutilizada. Una situación complicada, que a buen seguro animaría a Tritos o Titania, si no es que los dos, a intervenir. Por eso debía hablar con ellos, hacer tiempo—. Si todo va bien, debería poder reparar el Cielo Lunar antes de que mis hermanos se pongan de acuerdo.

—¿Y si todo va mal?

—Entonces nos encomendaremos a los dioses, pues por ahora estoy solo.

Podía llevarse la Esfera de Mercurio y enmascararla como si fuera la luna, mas, durante la apoteosis, Galatea no podría ayudarlo. Ya desde ese momento preveía que Caronte estaría de un humor de perros, y Tritos y Titania, tan apegados a él, lo secundarían.

«Es más que eso —reflexionó Narciso—. Las cosas que Titania hace no son normales, incluso considerando ese factor. Tomar las memorias de Júpiter, desafiar a Atenea…»

—Si te sientes más seguro, llévame —dijo Galatea—. No se atreverán a hacerte nada conmigo de testigo —aseguró con aparente seguridad, solo para añadir, más dubitativa—. Creo. —También debía intuir la naturaleza voluble de sus compañeros.

—Será un placer —dijo Narciso, haciendo una reverencia.

—Ya te dije que no soy ella. Trátame como tu hermana mayor.

—Entre hermanos, el respeto se da por descontado.

Una mentira tan descarada bastó para tranquilizar a la regente de Mercurio, cuyo cuerpo, unido al tejido de la primera Esfera de Crono, se desdibujó poco a poco. Los límites que le daban la apariencia de una niña dejaron de ser, y Galatea pasó a convertirse en la Esfera de Mercurio en sí misma, un proceso previo al verdadero nacimiento de uno de los Astra Planeta, que pasaba por la transformación de la Esfera de Crono en un Huevo Cósmico. Las memorias de la recién nacida se unirían a las de los anteriores regentes, ampliando el plano astral; desde allí, la Esfera de Mercurio formaría una nueva existencia que la contuviera; lo que era Galatea antes de esa evolución, formaría el núcleo, lo más parecido a un corazón que poseían los máximos campeones de los dioses. Aquellos tres aspectos, memoria, esfera y núcleo, eran uno y lo mismo, en realidad; los Astra Planeta no tenían un alma, ellos mismos eran la perfecta combinación entre lo mental, lo material y lo espiritual.

Sería todo un lujo asistir a aquel parto divino. Sin embargo, la unidad entre Galatea y la Esfera de Mercurio ya era plena, y la presencia de un astral con su alba era tan amenazante como lo sería un virus mortal para un simple hombre.

De modo que se marchó, veloz como el propio Seiya. Una vez estuvo en sus dominios, rodeó con un lazo de luz la vibrante Esfera de Mercurio y tiró de ella.

Como el célebre ladrón que robó la luna, Narciso atravesó los cielos sin prisas.

 

***

 

Así, mientras iniciaba la apoteosis de Galatea, el mundo siguió girando. Los santos de bronce pudieron cruzar los cielos según las previsiones de Narciso de Venus, y este, al amparo de la luz de la Esfera de Mercurio, tuvo tiempo de sobra para reparar el Cielo Lunar, pues por alguna razón, Tritos y Titania se tomaron su tiempo antes de reunirse con Caronte, solitario vigilante en el Jardín de las Hespérides.

—¿Qué hay de nuevo, viejo? —saludó Tritos, envuelto en las aguas de Neptuno.

—Así que es verdad, Fobos abrió el ánfora de Atenea —advirtió Titania, quien vestía el cielo estrellado de Urano. No dio señas de que ello la alegrase.

—Veo que estáis bien informados —dijo Caronte, hasta ahora observando el otro extremo del universo. Sin mucha prisa, se alzó cuan alto era, dirigiendo hacia ambos sus violáceos ojos—. ¿Cómo? Ni Cratos, ni Bía estaban presentes.

Titania guardó silencio, manteniéndole la mirada.

—Tuvo el detalle de informarnos sobre las travesuras de Fobos antes de dejar de responder a nuestras llamadas, el resto lo averigüé yo con un inofensivo sondeo mental —explicó Tritos—. En este momento, está buscando una forma de recuperar a su hermana. Parece que los santos de Atenea y sus aliados le dieron muchos problemas —comentó con asombro, como si no terminara de creérselo.

Los ojos de Caronte se deslizaron más allá de donde estaban los regentes de Neptuno y Urano, al punto en que se hallaban el Argo Navis y el portal que daba a la Tierra.

—Los santos de Atenea son peligrosos, hay que matarlos a todos.

—También mencioné a sus aliados, aliados oriundos de los mares —aclaró Tritos—. La dama Dione, el general Sorrento… ¿Y no estaba Damon en la Máquina de Rodas, donde se abrió el ánfora de Atenea? ¿Es verdad que selló el alba de Plutón? —Sin mucha sutileza, constató que el laurel no ceñía los cabellos de Caronte.

—Esa batalla —gruñó Caronte, devolviendo la atención a donde correspondía—. Es todo muy confuso, aunque… Sí, el alba de Plutón no acude a mi llamada.

Tritos dejó escapar un suspiro antes de mirar a Titania. Había tenido esperanzas en que ese asunto fuera solo un error de percepción, que Caronte hubiese fingido no poder convocar el alba de Plutón para salir de aquel atolladero. Al fin y al cabo, en parte para no dejar huella, en parte porque la mayoría de los que conocían esa información de primera mano ya no se encontraban en la Tierra, Tritos se había limitado a leer la mente de testigos indirectos, como el Sumo Sacerdote en funciones, Nicole de Altar.

—Así que, solo para dejarlo claro, no tienes el alba de Plutón y además fuiste exiliado de la Tierra por Poseidón en persona —señaló Tritos, aún mirando a la silenciosa Titania—. El mismo Poseidón que estaba por marcharse desde hace días…

—¿Marcharse? —bufó Caronte—. Si yo puedo saberlo desde aquí, con más razón lo sabrás tú que has sondeado las mentes de los hombres. No se ha marchado.

Adelantándose a Tritos, Titania intervino, cortante:

—Los dioses obran según sus designios. Ni siquiera a nosotros, sus campeones, nos corresponde cuestionarles. —La regente de Urano alzó la vista hacia lo alto—. Tenemos mucho de qué hablar y es mejor que lo hagamos lejos de oídos indiscretos.

Tan pronto los regentes de Plutón y Neptuno asintieron, Titania hizo que los tres desaparecieran del Jardín de las Hespérides, frontera de los dominios de Narciso.

 

***

 

Los Astra Planeta, campeones del Olimpo, generales del cielo, se reunieron en el Horizonte de Eventos, la frontera de la Esfera de Urano. El universo al completo se extendía bajo sus pies, sustituyendo al suelo del Jardín de las Hespérides. Allá donde antes estaba el árbol de frutos dorados bajo el que Caronte esperaba la batalla inevitable, se alzaba un trono, que Titania no ocupó por deferencia a sus hermanos. De pie, en ese rincón de la existencia a salvo de toda intromisión, pudieron ponerse al día.

En primer lugar, la regente de Urano explicó sin ambages sus intervenciones en la Tierra y los mares olvidados: la separación del Santuario, la embajada de paz, el enfrentamiento contra Titán de Saturno y la aparición inesperada de las réplicas de los dioses del Zodiaco… Titania había tenido poco que ver con los Días de Locura; imposibilitada para actuar en la Tierra, se sirvió de otros para buscar el ánfora de Atenea, los cuales tuvieron el poco acierto de dejarse manipular por Fobos, guardián de la Esfera de Marte. Al final, la amenaza de Poseidón hacia la intervención de los Astra Planeta en la Tierra había jugado en contra de los humanos. En medio de las explicaciones, que Caronte recibió con un incómodo silencio al saberse nada más que un prisionero durante aquellos acontecimientos, pudo al menos señalar que el padre del actual avatar de Poseidón, quien ocupara ese rol el pasado siglo, estaba junto a Damon y Alexer. Julian Solo se hallaba en la Máquina de Rodas, junto a Oribarkon y...

—Revestido del poder de Poseidón —aclaró Caronte.

—¡Así que ahí fue a parar el dunamis que protegía los mares olvidados! —dijo Tritos.

—No está en ningún rincón del universo —aseguró Titania, quien desde esa posición podía verlo todo—. Es posible que esté en las Otras Tierras. O en el multiverso —añadió a destiempo, con un leve atisbo de preocupación—. En cierto sentido, Poseidón se ha marchado, tal y como decías Tritos. En cierto sentido —reiteró.

—Se ha marchado de un sitio y sigue en el mismo sitio, una estrategia más propia de Atenea que de papá —advirtió Tritos, pensativo—. ¿Puede que las travesuras de Fobos lo hayan obligado a cambiar de planes? ¿O siempre estuvo previsto que…?

—Como dijiste, Titania, los dioses sobran según sus designios —cortó Caronte, sabiendo que esa conversación no les llevaría a nada—. Es bien conocido el afecto de Poseidón por la Tierra, es posible que desee sumarse a los esfuerzos de los dioses del Olimpo por reparar los daños de la Guerra del Hijo sin abandonarla a su suerte. También lo es que de verdad solo desee aislar el universo de toda injerencia externa.

Fue Tritos quien se encargó de explicar qué tan aislado había quedado el universo, con las Otras Tierras selladas por un poder inmenso que podría, o no, provenir de Poseidón. Después, Caronte supo del final del portentoso enfrentamiento entre Tritos y Titania y las fuerzas del Hijo presentes en las Otras Tierras. Incluso si había sido una distracción, el regente de Plutón consideraba toda una hazaña la derrota de los Gladiadores, portadores de espadas sagradas. Tras esa victoria, el dios innominado solo contaba con seis sirvientes: Orestes de la Corona Boreal, el Segundo Hombre… Y los cuatro héroes legendarios, porque uno de ellos, Shun de Andrómeda, había muerto a manos de Ío de Júpiter. La alegría por esa noticia duró poco, pues enseguida el regente de Neptuno aclaró que quien fuera el más poderoso de los Astra Planeta murió ante los santos de Atenea, rechazado al final por la Esfera de Júpiter. Quedó en manos de Narciso decidir quién sería el próximo regente de la Esfera de la Ley y los Héroes, mientras que Titania conservaría las memorias de Ío, como hija suya que era.

—Siempre tienen que ser los santos de Atenea —dijo Caronte, sombrío—. Me sorprende que Narciso haya permitido esto. La mente, el cuerpo y el alma de un astral son uno y son lo mismo, separar las memorias de un regente de la Esfera de Crono es…

—… ¿El estado natural de las cosas, no? —preguntó Tritos, a la defensiva—. Todo este tiempo, el comandante vivió con esas memorias y no ha habido problemas.

Era cierto, desde luego. Varias mujeres habían regido la Esfera de Júpiter sin necesidad de contar con las memorias de Ío. No obstante, una cosa era que las conservase el portador original y otra que estuvieran en manos de un miembro de los Astra Planeta.

—No sospecho de Titania —dijo Caronte con sequedad. Sabía que le ocultaba algo, desde luego, pero no sospechaba de ella, sino de Narciso—. Sé quién es el traidor.

Ni siquiera Titania pudo ocultar la sorpresa, si bien esta fue más visible en el rostro de Tritos. El traidor. No era necesario añadir nada más, pues bien sabían los Astra Planeta del estigma que perseguía a su orden desde la fundación: nueve adalides para la Creación, ocho leales al monte Olimpo, un traidor, en un sentido u otro.

Habían hablado sobre los eventos en la Tierra, las Otras Tierras e Hiperbórea. Era el momento de que hablaran de los cielos sin dioses, en los que Narciso de Venus había hecho su voluntad. Caronte relató con sumo detalle lo ocurrido allí, en la Esfera de Venus, incluyendo la batalla que sostuvo con los héroes legendarios, bajo las normas del regente de Venus. Aún recordaba cada palabra expresada por Shiryu de Dragón, quien aseguraba haberlas escuchado del líder de los ángeles, Narciso de Venus. Aún recordaba, con suma cólera, cómo aquel se había atrevido a tacharlo de traidor.

Las reacciones de Tritos y Titania no podían haber sido más opuestas. Mientras que los ojos del regente de Neptuno se abrían de par en par, de puro asombro, Titania, indiferente a los puños que Caronte cerraba con fuerza, esbozaba una sonrisa.

—¿Entiendes ahora por qué me sorprende que te dejara poseer las memorias de Júpiter? —cuestionó el regente de Plutón—. ¡Haberlas poseído…!

—No habría servido de nada —se adelantó Titania, atrayendo la atención tanto de Caronte como el del sorprendido regente de Neptuno—. Ya lo has dicho, Tritos, las regentes de Júpiter no necesitaron las memorias de mi padre para ocupar su lugar. Narciso no necesita las memorias de mi padre para buscar a un nuevo regente de Júpiter.

—Eso me tranquiliza mucho —comentó Tritos.

Entretanto, Caronte iba aflojando los puños. Leía algo en la sonrisa de Titania.

—Cuerpo, alma y mente. Todo es uno para nosotros, los Astra Planeta —dijo Titania—. Puede que Narciso no lo haya imaginado, puede que haya estado tan preocupado conspirando que no lo pudiera ver venir. Yo que poseo las memorias de mi padre, puedo impedir que un nuevo regente de Júpiter nazca. Es más —añadió, todavía conservando esa leve sonrisa de demonio, herencia materna—, puedo controlar la Esfera de Júpiter. —De algún modo, los ojos de Tritos se abrieron todavía más—. Puedo aspirar a convertirme en regente de Júpiter. Después de todo, soy hija de mi padre.

—¡De tu madre, más bien! —exclamó Tritos—. ¿Te das cuenta de que es una locura?

Por toda respuesta, Titania asintió. Con suma lentitud.

—Es consciente de que lo es, por lo tanto, también Narciso lo sopesará con el tiempo, si no es que lo ha hecho ya —observó Caronte—. No necesita intentar apoderarse de la Esfera de Júpiter, basta la mera posibilidad para limitar las opciones de Narciso. Para arrebatarle las riendas del destino —añadió, apenas insinuando una sonrisa.

—¿En serio? —dijo Tritos, mirándolos a ambos—. Bueno, si ninguno de los dos lo hace, no seré yo el que se queje de partir con ventaja.

—No te haces a la idea —aseguró Titania, llevándose los dedos a las sienes—, poseer los conocimientos del único hombre entrenado por Zeus ha ampliado mis horizontes. Lo sé todo —aclaró poco después, mirando a Caronte a los ojos—. Todo.

Esta vez fue el turno de Caronte para asentir en silencio. Solo había un secreto lo bastante importante como para que Titania hiciese tanto énfasis, el mismo que descubrió Ío gracias al Portal del Tiempo, con él como testigo. Por la cara de Tritos, debía estar entendiendo lo que sentían los mortales cuando lo escuchaban hablar sobre los complejos asuntos de los Astra Planeta. De forma silenciosa, sin siquiera recurrir a la telepatía, Caronte buscó dilucidar si Titania pretendía contárselo a Tritos en algún momento. Debía haber tenido sus razones para no hacerlo hasta ahora.

El regente de Neptuno aprovechó ese intercambio de miradas para deslizarse tras Titania y recitar, con los ojos brillantes de emoción y una voz demasiado aguda:

—¡Oh, hermano mío, me alegro de verte libre y con bien tras tanto tiempo!

—¿Tanto tiempo? —repitió Titania, alzando la ceja.

Mas Tritos, habiéndose transportado tras Caronte, continuó con voz grave:

—Ya ves, hermana, que nada puede detenerme. Siempre regresaré con vosotros.

—Tritos… —dijo sin más Caronte, cerrando los ojos.

El regente de Neptuno volvió a donde estaba al principio, con los brazos extendidos.

—Ahora es cuando os dais un emotivo y fraternal abrazo.

—¿Como personas normales? —cuestionó Caronte, sacudiendo la cabeza—. No somos normales, Tritos, ni siquiera somos personas. Los Astra Planeta somos otra clase de existencia, única en la Creación, destinada a su salvaguardia. —Prefirió ahorrarse recordarle que antes de ser el regente de Plutón era uno de los makhai, un demonio que nace, vive y muere por la guerra y el caos. Conoció entonces mucha clase de relaciones, la del amo y el siervo, la del invasor y el defensor, la de dos enemigos que se encuentran en el campo de batalla e incluso la de los aliados que se unen por una causa común, mas como algo que nació desde las tinieblas, la noción de familia le fue ajena hasta que pasó a ser parte de un grupo tan único, tan solitario, entre lo divino y lo terrenal.

—Somos armas —aclaró Titania, a lo que Caronte asintió—. Aun así… —En el breve momento en que la astral reflexionó sobre lo que pensaba decir, el regente de Plutón recordó quién era, qué clase de vida había tenido. La hija del más fuerte de los hombres, de la más poderosa entre los mortales—. Tengo que ser honesta, he buscado apoderarme del ánfora de Atenea con el objetivo de ser yo quien escogiera cuándo serías liberado. Fobos no me hizo ningún favor al abrirla, nos ha causado tantos problemas al hacerlo como el propio Narciso al jugar su propio juego. Poseidón hizo bien en exiliarlo.

—Crees que moriré si lucho contra esos santos de bronce —advirtió Caronte.

—Tras la muerte de mi padre, tú eres lo único que se interpone entre el Hijo y la Creación que un día buscó señorear. Hará uso de cualquier medio para destruirte —aclaró Titania—. Tal vez esos santos de bronce, tal vez espere que los mates para que Atenea descienda sobre este mundo, convirtiéndose en su involuntaria espada. Sé que eres un soldado, como también sé que no disfrutas siendo solo una marioneta.

—Creía que lo de que Atenea mataría a Caronte era solo una mentira piadosa para enredarme a mí en este asunto —comentó Tritos, risueño—. Resulta que solo es la preocupación de una hermana por su hermano. Sí, lo sé —se adelantó el regente de Neptuno, objeto de las miradas de sus compañeros—, no somos gente corriente y nuestra forma de preocuparnos los unos de los otros puede ser muy única, mas, Caronte, Titania: «Al pan, pan, y al vino, vino.» Sigue siendo preocupación.

En silencio, los tres lo aceptaron. Eran un grupo solitario, dentro del grupo más solitario de la Creación, sin iguales con los que coexistir. Aunque no lo dijeran con palabras —ni siquiera Titania llegaba a insinuarlo—, era claro el sentimiento que los unía.

Hubieron de conversar un tiempo más, repasando sobre todo los confusos acontecimientos de la Máquina de Rodas, no obstante, cuando abandonaron la Esfera de Urano, eran un frente unido. Estaban listos para acceder a los cielos para pedir cuentas a Narciso. Incluso consideraron dar los tres caza a los santos de bronce.

 

***

 

—Fui yo quien juró matar a todos los santos de Atenea, Titania —dijo Caronte, de nuevo bajo las ramas del árbol de frutos dorados.

—Los planes del Hijo, el juego de Fobos y los extraños movimientos de Narciso. Estamos rodeados por una situación anormal, dejemos de actuar con normalidad —sugirió Titania—, dejemos de seguir las reglas y sorprendamos a nuestros enemigos.

Mientras Caronte sopesaba aquella sugerencia, Tritos prefería sopesar una manzana dorada, que partió en tres trozos mediante telequinesis.

—Sé que guardáis un secreto que no queréis que yo sepa. Y me da igual. —Dos de los trozos aparecieron sobre las manos de Caronte y Titania, quienes por sus reflejos no los dejaron caer—. Os seguiré porque estamos juntos en esto.

Luego, mordió el pedazo de manzana que tenía.

Los otros no tardaron en imitarlo.

 

***

 

Al ingresar en el restaurado Cielo Lunar, los regentes de Plutón, Neptuno y Urano no llevaban armadura, aunque las coronas de laurel ceñían los cabellos de los dos últimos, listas para transformarse en las indestructibles albas en cualquier momento.

Narciso de Venus no tardó en manifestarse, como una figura traslúcida hecha de los rayos lunares que descendían sobre la tierra adyacente a un lago cristalino.

—Venís de batallas muy duras —dijo el regente de Venus. No llevaba el laurel, pues ningún astral podía combatir a tres al mismo tiempo—. ¿No podíais haber esperado?

Tritos lo señaló, con el rostro encendido de enojo.

—¡Lo sabemos todo!

—Vaya —exclamó Narciso, despreocupado—. ¿Estáis al tanto de que Ío de Júpiter me hizo una visita? Después de la guerra entre los vivos y los muertos, quiero decir. A nuestro comandante siempre le resultó más sencillo romper juramentos que mantenerlos. Aprovechando que el monte Estrellado acabó en sus dominios, viajó a los cielos, siguió el rastro del santo de Pegaso y sus compañeros… Y les dejó seguir su camino, tras tener una conversación de lo más productiva conmigo sobre quién podría ser el traidor de nuestra generación, claro. ¿Estabais al tanto de eso?

Por las caras de los tres visitantes, era evidente que no.

—El comandante Ío no pisó el Olimpo —apuntó Tritos.

—Así es, todo es cuestión de perspectiva al final —aceptó Narciso—. Si seguís respetando la opinión de nuestro comandante, me dejaréis seguir obrando tal y como lo he hecho hasta ahora, pues sigo la voluntad de los dioses, como todos debemos hacer.

—¿Dónde están los santos de bronce? —dijo Caronte, cortante.

—Han realizado un largo viaje. No es fácil alcanzar el corazón de la Esfera de Venus. Querían respuestas y respuestas encontraron. Ahora saben todo lo que yo sé —dijo Narciso, lapidario—. La verdad sobre este universo, el origen y el final de los Astra Planeta, la auténtica misión por la que fueron despertados… Pasado, presente y futuro les fueron revelados a los más grandes campeones de Atenea, por los mismos dioses.

Los tres astrales se miraron entre sí, conscientes de que los dioses no se hallaban en la Esfera de Venus, ni en ningún otro plano del universo, si bien sí que había uno en el que pudo haber quedado reflejada su voluntad antes de partir. La Esfera de Mercurio.

—En la reunión, dijiste que la primera Esfera de Crono, dominio de Hermes, mensajero de los dioses, estaba presente. ¿Es porque se hallaba en tu interior? —cuestionó Titania.

—No escogí la Esfera de Venus por azar —dijo Narciso, misterioso, mientras llevaba las manos a su vientre—. Tebe de Júpiter selló allí la Esfera de Mercurio, porque es el dominio de los Espíritus de la Creación, en contraposición a Marte, dominio de los Espíritus de la Destrucción. Solo el regente de Júpiter podía. Cuando nuestro comandante Ío y Shun de Andrómeda murieron, pensé que mi esperanza de romper el sello había muerto, mas los hermanos de aquel hicieron el milagro.

—Ningún peón del Hijo regirá la Esfera de Júpiter —atajó Titania, poseedora de las memorias de Ío—. ¿Dónde están, Narciso? Los santos de bronce, ¿dónde se esconden?

El regente de Venus esbozó una sonría de lástima, hiriente.

—Ellos no se esconden, Titania. Están debatiendo lo que deben hacer. Ya os dije que ellos ahora saben lo que yo he sabido desde hace tiempo: la batalla entre Caronte y los cinco santos de bronce bendecidos por Atenea acabará con la Creación tal y como la conocemos, solo el regente de Júpiter podrá evitar la completa destrucción. Pensáis en mí como un traidor cuando mi intención fue que esa batalla se diera bajo mis condiciones, me juzgáis cuando soy yo quien ha de juzgaros a vosotros.

—Has protegido a esos peones porque los necesitabas para tu provecho —espetó Titania, imperturbable—. No eres ningún santo.

—Soy mejor que eso, Titania. Un auténtico ángel, divino antes de recibir el alba de Venus. Comprendo que mis acciones escapen a la comprensión de quienes nacieron como mortales, mas, las vuestras podría entenderlas hasta un niño pequeño. Caronte, tú podrías evitar esa batalla que nos condenará a todos, tan solo regresando al Tártaro. Es tu tarea vigilar el encierro del Hijo, ¿recuerdas? En cuanto a ti, Titania, tu capricho de conservar las memorias de tu padre ha resultado ser más dañino de lo que habría imaginado, pues en lugar de usar esos conocimientos por el bien de la Creación, obstaculizas el nacimiento del nuevo regente de Júpiter, poniendo en riesgo la existencia entera. ¿No deberías tú, Tritos, que prefieres acompañarlos a ocuparte de tus labores, devolverlos al buen camino? No como compañero, sino como amigo.

Contra todo pronóstico, fue Tritos el primero en replicarle:

—¿Sabes lo que ha ocurrido en el universo mientras jugabas a ser el líder de los ángeles, difamando a tus compañeros y usando a los peones del Hijo para tus asuntos personales? —Mientras hablaba, el regente de Neptuno señaló a la luna, de un mágico tono rosado, sabedor de lo que se ocultaba tras ella. El Huevo Cósmico a partir del cual renacería como astral Galatea de Mercurio, otrora hermana de Tetis, Dione y el resto de nereidas—. Los antiguos sellos peligran en el lado oscuro del universo, debido a la apertura de las Puertas de Yog-Sothoth. En estos momentos deberías estar prestando apoyo a los ángeles de la Segunda Orden, mas, ¿lo haces? No, claro que no. Tienes que atender a un parto divino, que tanto podría durar unas horas como días.

En lugar de responder, Narciso se acarició el mentón, pensativo, como si hasta ese momento no hubiese tenido en cuenta aquella cuestión.

Tal fue el espacio que aprovecharon los regentes de Plutón y Urano para intervenir.

—He hecho un juramento en nombre de Estigia —dijo Caronte—, el de matar a todos los santos de Atenea. Sabes que no puedo retractarme por eso.

—El Hijo quería a Shun de Andrómeda como regente de Júpiter —añadió Titania—. Lo ha perdido, como perdió la batalla contra los dioses del Olimpo. Una vez mate a los otros cuatro, podremos preocuparnos de quién será el próximo regente de Júpiter.

Por toda respuesta, Narciso suspiró.

—¿Dónde están los santos de bronce? —dijo el regente de Neptuno.

—Nuestro comandante me pidió dos cosas, como muestra de buena voluntad —empezó a decir Narciso, a modo de respuesta—. La primera fue entregarle la Fuente de Atenea, por si caía muerto frente a Shun de Andrómeda y era necesario sanar las heridas de este. Después me solicitó restaurar el Santuario y devolverlo a la Tierra, una vez todo esto haya acabado. En eso he dedicado el tiempo, en reparar lo que habéis dañado. El Santuario, el Cielo Lunar, nuestra reputación… Y algo más.

La luz de la luna se tornó rosada, de pronto. Por momentos, aquel astro inmenso se asemejaba a un gran ojo de ese color, fuente del potencial psíquico de cierta ateniense.

—Los santos de bronce están en el puente que une la Esfera de Venus con el Jardín de las Hespérides: la Torre de Babel, la antigua fortaleza de los dioses del Zodiaco, visible en cualquiera de las Otras Tierras. Se dirigen al Santuario, en el Jardín de las Hespérides,  porque solo allí consideran poder tomar una decisión final.

—Yo tomaré la decisión por ellos —dijo Titania de Urano. Narciso alzó una ceja, incrédulo, a lo que la astral añadió—: Con las memorias de mi padre, puedo deshacer las restricciones de la Esfera de Venus, si es que piensas oponerte.

—Mientras evites manifestar la Esfera de Urano, puedes hacer lo que quieras, Titania. Solo te advierto que esos héroes de leyenda no estarán indefensos. Han pisado el cielo y hablado con el mensajero de los dioses, conocen el Noveno Sentido.

—Ningún guerrero esperaría menos de sus enemigos.

 

—¿A ti te parece bien todo esto? —susurró Tritos, sintiéndose de pronto un extraño en un mundo donde solo Titania y Narciso parecían importar.

—Narciso es un ángel, decir la verdad es su modo de mentir —dijo Caronte—. Si mi batalla con esos santos de bronce es lo que desea el Hijo, está bien actuar de otra forma.

Tritos asintió, no muy convencido.

Titania y Narciso llegaron a un acuerdo, llegando incluso a estrechar las manos para sellarlo. La regente de Urano podría enfrentar a Pegaso, Dragón, Cisne y Fénix sin ninguna restricción, el regente de Venus no prestaría más apoyo a aquellos santos de bronce. Y se guardó de especificar que solo se refería a aquellos cuatro.

La luz de la luna, de un rosado mágico, vibró al son de una cancioncilla infantil. Los Astra Planeta, sin nada más que decir, se limitaron a oírla en silencio.

 

***

 

De ese modo, con medias verdades y la astucia de un ser que nació siendo superior, Narciso de Venus logró convencer a aquellos tres de que dejaría de interponerse en el camino entre ellos y los santos de bronce, escondiendo de ese modo una secreta intención. Lo consideró una victoria; incluso si solo retrasaba lo inevitable, valía la pena ver si Titania de Urano era capaz de derrotar a aquellos cuatro héroes. 

Sí, Narciso velaba por el cumplimiento del destino, el pegamento que mantenía unida la realidad bajo el orden universal de los dioses del Olimpo. Eso no lo impelía a perseguir a quienes lo desafiaban, consideraba el desafío una reacción lógica del débil ante el fuerte, o más bien, del débil ante la fuerza en sí misma. Dejaría que Titania luchara con Pegaso, Dragón, Cisne y Fénix, en el momento preciso. La selección de palabras durante las negociaciones había sido exquisita, no podía ayudar a esos cuatro en específico y en ese presente en concreto, lo que no contrariaba ninguna de las ayudas que les hubiese ofrecido en el pasado, incluso si estas se conectaban con su futuro.

Las Esferas de Crono, aspectos del viejo orden universal, solo fluían de forma coherente con el tiempo del universo material por la influencia de sus regentes. Makhai, atlantes, humanos, gigantes, ninfas, miembros de la Raza de Oro… Por excepcionales que hubiesen sido antes de la apoteosis, los Astra Planeta eran hijos de este universo y pensaban como tales. Narciso no escapaba de eso, de forma natural dejaba que el tiempo fluyera a la par que el del universo material; entendía que la conexión entre un astral y su dominio le permitía cierto grado de manipulación, por supuesto, pero había preferido colocar obstáculos a Pegaso y los demás para que todo ocurriera en el momento justo, que controlar el flujo del tiempo. Fue el modo en que los dioses garantizaron que su mensaje fuera recibido lo que inspiró a Narciso de Venus a hacer una última jugada, mientras arrastraba la Esfera de Mercurio a través de los cielos.

La entrada al Olimpo implicaba abandonar el plano físico, lo que se conocía como universo material, para acceder a uno superior. Sin la ayuda de un dios del Olimpo, quien lo intentara corría el riesgo de ser rechazado y perderse por algún punto del espacio-tiempo. Tal vez otro planeta, tal vez el vacío del espacio, tal vez los Jardines de Azathoth. Era imposible saberlo una vez el visitante se adentraba en la miríada de realidades que hacía las veces de frontera. Narciso ya pensaba aprovechar esa barrera dimensional para mandar a los santos de bronce, no al monte Estrellado en el reparado Santuario, donde podría darse la lucha contra Caronte de Plutón, sino la Torre de Babel que hacía de puente con el Jardín de las Hespérides, solo tuvo que cambiar un poco los ajustes durante el viaje de los santos de bronce a través de los cielos; una tarea fácil, la Esfera de Venus, más que suya, era él mismo. Para cuando Pegaso, Dragón, Cisne y Fénix cruzaron el Cielo Lunar, todo estaba listo: los cuatro saltaron a través del tiempo y el espacio, doce horas en el futuro, un tiempo prudencial, ni tan corto como para ser irrelevante, ni tan largo como para causar suspicacias. Era un retraso sin importancia para una batalla que se daría de un modo u otro, bajo los cielos de los dioses ausentes.

En cualquier caso, la séptima astral no obraría de inmediato. La Torre de Babel era grande, y contaba con una serie de defensas naturales como antigua fortaleza de los dioses del Zodíaco. Quizá la examinaría piso a piso, quizá enviaría a alguno de sus sirvientes a hacerlo, tras eliminar todos los obstáculos. Sin prisa, pues al dejarle libre acceso al lugar volvía innecesario tomar por la fuerza el refugio de su madre. Debía saber que Narciso no había mentido respecto a que los santos de bronce estaban en la Torre de Babel, como también sabía que la única forma de salir de ese lugar era llegar hasta la cima, de manera que solo necesitaba que el último piso estuviera bajo vigilancia en todo momento. Ni siquiera era necesario que Titania permaneciera allí. Por otro lado, una vez transcurrieran las doce horas, los héroes legendarios tendrían que despejar las dudas que tenían sobre su papel como marionetas. Un tiempo de discusión de lo más útil. En el mejor de los casos, aquellos santos de bronce le comprarían un tiempo más para poner en marcha el as bajo la manga que había preparado durante tanto tiempo.    

«Esos dos santos de bronce han sido muy útiles —reflexionó Narciso, solitario a la luz de la luna que era su señora—, ha valido la pena velar por ellos todo este tiempo.»

Quedaba por ver si tantos esfuerzos rendían fruto. Deseando averiguarlo, miró hacia abajo. Del mismo modo en que podía ver todos los cielos desde el último de ellos, siendo la misma Esfera de Venus, también podía ver cualquier punto de la Creación que los dioses no hubiesen velado para él, como era el caso del inframundo. Poco le preocupaba si era la nueva reina o los Señores del Hades quienes le negaban ese conocimiento, solo había tratado de ver por capricho, tras percibir la presencia de una mortal que debía estar muerta en todas partes, en verdad todas partes. Con todo, él no se movía por curiosidad, sino por necesidad, y se centró en los santos de Atenea que habían partido de la Tierra. No era la primera vez que lo hacía. Antes de la visita de sus hermanos, vio a los santos de oro buscar una forma de ir allá donde había sido expulsado Caronte de Plutón, dispuestos a todo para impedir cualquier riesgo de que regresara, también llegó a atestiguar cómo los santos de plata y bronce se ahogaban en sus propias dudas, buscando la fuerza infinita de la que siempre hablaron los mayores. Había sentido curiosidad por los segundos, en los primeros vio la necesidad. Sobre todo, en el hilo de esperanza que estos terminaron por encontrar.

Un hilo que había adquirido consistencia propia, como una distorsión que serpenteaba entre el tiempo, el espacio y la oscuridad, conectando la Tierra con el otro extremo del universo. Aquel prodigio resultado del choque de seis cosmos de oro, la Senda de Oro, permitía a santos, sombras y otros aliados atravesar el universo sin quedar a merced de la maldad que dormitaba en su lado oscuro. Narciso podía verlo con claridad: el canal, el río formado por la hija de Nereo, la réplica del Argo Navis… Por tanto, Titania, como regente de la Esfera del Espacio y las Dimensiones, debía ser consciente de este acto. Podía ser que no hacía nada al respecto porque solo consideraba como amenazas a los cuatro héroes legendarios, mas la mención de Tritos al estado de los sellos tras la apertura de las Puertas de Yog-Sothoth abría las puertas a otra posibilidad.

«Tal vez Titania espere que los santos y los que moran en el lado oscuro del universo se encuentren, poniendo fin al problema —decidió Narciso.»

También era posible que no le diera importancia. Al fin y al cabo, que los Reyes Durmientes se desperezaran un poco al sentir la apertura de las Puertas de Yog-Sothoth no justificaba una mayor preocupación por los sellos a corto plazo que la habitual, siempre y cuando los ángeles de la Segunda Orden no cedieran a la tentación. Mientras pensaba eso, los ojos de Narciso contemplaron a un tiempo el universo material, con los antiguos sellos y quienes los vigilaban, y la Senda de Oro, en toda su extensión hasta los confines de los mares olvidados. En cierta galaxia conocida como Nabatea localizó a un grupo de ángeles al borde de la desesperación, los niños de Sothis, custodios de Aquel que se desliza en la oscuridad. O mucho se equivocaba, o ellos serían los primeros en caer, lo que conduciría a la liberación de uno de los Reyes Durmientes más hábiles a la hora de manipular a los hombres. Y nadie hacía nada por remediarlo. La guardadora del Espacio y las Dimensiones tenía los ojos puestos en otros asuntos; ni siquiera la valedora de los sellos, Dafne de Gea, daba la menor muestra de intervenir.

Primero pensó en hacerse cargo, a costa de dejar sin vigilancia el tan esperado nacimiento de Galatea, mas pronto supo que podía sacarle provecho a la situación. Usaría a los santos para poner a Titania en un dilema. ¿Era un ser taimado capaz de anteponer sus motivaciones personales al bien de la Creación? ¿O era en verdad un ser digno de ser parte de los Astra Planeta, meros instrumentos del Olimpo? Fuera lo que fuese lo que escogiera, solo con que se distrajera un rato ya sería ganancia. Entretanto, los terrestres se encargarían de contener la crisis de Nabatea, en parte culpa suya. Aquel que se desliza en la oscuridad estaba por actuar a causa de lo ocurrido en la Tierra.

Había, por supuesto, el pequeño inconveniente de que la Senda de Oro no pasaba por Nabatea, ni por ninguna galaxia que contuviera a un Rey Durmiente, en realidad, lo que justificaba hasta cierto punto la inacción de Titania. Tendría que remediar eso. En el momento y lugar justos, la Senda de Oro sufriría un pequeño desvío.

—Espero que podáis superar esta prueba que os pondré —susurró Narciso, fijos los ojos en el barco que cruzaba el universo—. Todo depende de que lleguéis a destino.

Sí, incluido el encargo que los dioses hicieron caer sobre él, hacedor de bienes.

 

***

 

 

La tripulación del Argo sobrellevó el naufragio en los mares olvidados amparándose en el silencio y la evasión. Casi nadie hablaba con otros, con la sola excepción de una pequeña reunión que se llevó a cabo para hablar sobre la extraña desaparición de los cuerpos de Hugin y Sneyder. Fue una conversación de lo más tensa, más por lo que se callaba que por lo que llegó a decirse. La intervención de Arthur fue crucial para que nadie responsabilizara a Emil por el suceso.

—Quienes despiertan la Octava Consciencia al morir, arrastran su cuerpo hasta el Hades. Solo podemos asumir que Hugin lo siguió de algún modo.

—¿Y qué hay de Akasha, eh? ¡Ella también…!

Emil no pudo terminar de decirlo, se le quebró la voz. Húmedos los ojos, dio la espalda al severo juicio de los argonautas y se abandonó a sí mismo en cubierta. Ninguna palabra de agradecimiento para el juez que lo había absuelto, como esperaban todos.

Por lo demás, los días transcurrieron con muy contados encuentros. Ni siquiera Subaru buscó a Shaula y Mithos, quienes ahora compartían habitación. La santa de Escorpio no decía nada al respecto, pero su compañero sabía bien que quería disculparse, así que acabó por buscarlo cada que tenía un momento a solas.

Había pasado más de media semana desde que regresaron a los mares olvidados cuando, en la cubierta, Mithos se encontró a Subaru cerca del mascarón de proa.

—Shaula quiere hablar contigo.

—¿Dices que l-lady S-Shaula quiere hablar conmigo? —repitió el santo de Reloj, imitando con gran habilidad la voz del griego.

—Shaula quiere hablar contigo —repitió el santo de Escudo sin el menor titubeo, sorprendiendo, o invitando a mostrar una falsa cara de sorpresa, al japonés.

—Ya eres todo un hombre. Me alegro. —Guiñando un ojo, Subaru empezó a estirarse, como si hubiesen acabado de hablar. Mithos no se movió un centímetro—. Ya hablamos. Me pidió disculpas y yo le dije que no hacía falta. Así de encantadora nació nuestra compañera —murmuró sin el más leve deje de sarcasmo—. ¿Puedo seguir considerándola nuestra compañera, no? No vas a convertirte en Otelo de pronto.

—Seguro que ya has visto que no me enfadaría por eso.

—Veo más de una rama en el árbol del tiempo. Si te digo que alguna vez abrí vuestra puerta para quedarme viéndoos así, tan mansos y acurrucados, podrías reaccionar de un modo u otro según el momento, el tono que use…

—No serías capaz… —El ceño de Mithos empezaba a fruncirse. La cara se le enrojecía, aunque no era fácil determinar si de vergüenza o enojo.

—… según si removí un poco las sábanas…

—Subaru —gruñó el griego, rechinando los dientes.

—Manzanas. Redondas.

—¡Basta!

—¿Qué? ¿No has probado las manzanas? —preguntó Subaru con un tono inocente que no era respaldado por la pícara sonrisa—. Me refiero a las de Alcioneo. Están ricas.

Encendido como el fuego de un horno, Mithos se lanzó hacia el japonés, agarrándolo por el costado y levantándolo como si fuera un saco de plumas.

—¡Retira esas palabras o te tiro por la borda!

—No, no lo harás.

La negativa de Subaru estaba envuelta en la misma molesta seguridad de siempre, aunque Mithos no tardó en notar algo distinto. Un temblor tan intenso que podía notarse a pesar del manto de plata que lo protegía. Con un solo vistazo, Mithos pudo ver algo en los ojos de Subaru, distinto a la malicia habitual. Miedo genuino, terror.

Por el espacio de un instante, el santo de Escudo creyó compartir con su compañero la visión de un futuro funesto. El santo de Reloj aprovechó para escabullirse.

—¡Buenos días!

—¡Aún no subo! —exclamó la santa de Escorpio a la vez que pasaba la escalera de tres en tres, apareciendo en la cubierta vistiendo el octavo manto zodiacal y un cosmos letal en un dedo extendido. Mithos se quedó de piedra al verla—. Ahora sí estoy…

Ambos santos de plata tragaron saliva a la vez mientras la joven ninfa se acercaba.

—Subaru —susurró, bajando el brazo, aguijón del escorpión, solo cuando estuvo a dos pasos del par—. Yo quería disculparme por lo del otro día.

Sin mediar palabra, Mithos miró a Subaru de reojo.

—Es tu culpa que haya tardado tanto. ¿Quién te dijo que nos evitaras? Juramos que seríamos como un solo guerrero —les recordó, bajando y alzando el tono de voz sin darse cuenta—. Yo no sé lo que nos depara el futuro y no quisiera estar en tu lugar. Lo que sí sé es que esto no me gusta. No me gusta nada. Yo no quería golpearte tanto.

—No tienes que preocuparte por eso —interrumpió Subaru—. Yo ya me olvidé. Casi ni se nota —aseguró, palpándose la cara ya sanada—. Los tres seguimos siendo un solo guerrero. La hermosa doncella, el escudo y el reloj que quiso daros un poco de privacidad —concluyó con no poca picardía.

Fue un milagro que Shaula no prestara atención a las últimas palabras. Se acercó a Mithos a tal velocidad que este estuvo a punto de salir disparado de un salto. Sin embargo, no lo tomó con la brusquedad descontrolada del pasado, sino con suavidad.

—Hasta que estemos de nuevo en la Tierra y a salvo, no vuelvas a extraviarte. Sabes que siempre te haces daño cuando te alejas.

—¿Mithos es la hermosa doncella? Eso sí que es un giro inesperado.

Aunque el santo de Escudo quería estar irritado, acabó riendo.

—Subaru, ¿qué hora es? —preguntó Shaula, de pronto.

—No tengo ni idea. Yo solo veo el futuro. El fabuloso poder de ver el presente está más allá de mi comprensión —declaró con desparpajo el santo de Reloj.

—Como las jóvenes sibilinas de la Antigüedad —apuntó Shaula, provocando que esta vez fueran los dos santos de plata quienes rieran. Ella se les unió gustosa.

De haber un vigía sobre el mástil del Argo Navis, ya estaría gritando que había tierra a la vista, aunque lo que destacaba en el horizonte no podía ser descrito así. Las aguas de los mares olvidados lamían una costa de lo más extraña, a medias líquido y sólido, extendido hacia el oeste, el este y el sur más allá de lo donde alcanzaba la vista como una capa infinita de mercurio que reflejaba un atardecer eterno. Lo único que había a kilómetros a la redonda era un largo pasillo de altas columnas alzadas en medio de la nada, sin un techo que sostener ni paredes que las recubriesen.

En cuanto lo vieron, los tres compañeros supieron que estaban a punto de llegar al Jardín de las Hespérides, desde donde Apolo y Artemisa habían viajado en el albor de los tiempos para traer respectivamente el día y la noche.

También supieron que si habían llegado a ese lugar sin la guía del astro rey no podía ser casualidad. La ira de Azrael los había puesto en camino hacia ese lugar.

—Tengo un mal presentimiento.

—Confío en ti, Mithos, mi escudo —le aseguró Shaula, quien en todo aquel tiempo no lo había soltado—. Y en nuestra sabia sibilina, por supuesto.

—De verdad que sois rencorosos —se quejó Subaru, compungido. Sonó especialmente convincente esta vez, pues detrás de la teatral vergüenza había el miedo que Mithos había visto en los temblorosos, rasgados y casi húmedos ojos del japonés—. Mi pronóstico es que saldremos con bien, como siempre.

Shaula y Mithos asintieron, llenos de confianza.

 

Entonces, se detuvo de pronto el barco. Todos sintieron la presión del poder de Arthur incluso antes de que este subiera a cubierta, acompañado por Orestes.

—Es solo una posibilidad —insistía el caballero.

—Mi maestro sabe que el barco sigue existiendo, por tanto, sabe que yo vivo —respondió Arthur, observando a Shaula y los demás—. ¿Lo has sentido tú también?

En lugar de responder, Shaula agudizó los sentidos, inconsciente del modo en que Subaru desviaba la mirada hacia el océano, preocupado. Sentía algo, un resquicio de un poder más grande del que ella podía soñar, lo que solo dejaba dos posibilidades. O bien estaba sintiendo a alguno de los héroes legendarios, donde fuera que estuviesen, o bien a tres santos de oro se les había ocurrido la feliz idea de ejecutar la Exclamación de Atenea. Arthur, intuyendo lo que pensaba, negó con la cabeza.

—¿Entonces…? —La voz de Shaula se le quebró, costándole varios segundos reponerse—. ¿Podemos… volver a casa?

—Están abriendo un portal —respondió Arthur—. Necesitamos abrir el otro extremo.

—¡Seis cosmos de oro! —exclamó Mithos. También él había percibido el infinito poder que titilaba más allá de los mares olvidados—. Tanto poder, ¿no enfadará a los dioses?

—Lo que los hombres llaman infinito, es para los dioses un número más —replicó Orestes—. El poder que nos llama desde el otro extremo del universo no es más que una chispa frente a los dioses, hacedores de la Creación.

—Shaula. —Arthur ni se había molestado en mirar a Mithos, u Orestes. Solo le interesaba lo que la santa de Escorpio tuviera que decir—. Necesito tu ayuda.

—Mientes —dijo Shaula—. Aun así, te ayudaré.

La guardiana del octavo templo se puso a la izquierda de Arthur. Cuando Mithos quiso unirse, Subaru lo agarró del hombro, apartándolo. Estaba por liberarse un poder terrible, no importaba lo que dijera Orestes. La Exclamación de Atenea exigía la unión de tres cosmos de oro no solo por una cuestión de poder bruto, sino de equilibrio, era necesario poder balancear tal fuerza destructora si no se quería acabar con todo. Ahora se estaba haciendo algo similar, aunque con otra finalidad: abrir las puertas del espacio-tiempo.

—Son solo dos —se quejó Mithos—. ¡Déjame, yo puedo…!

—¿Estás ciego? —le dijo Subaru cuando ya se hubieron apartado—. Son tres.

Orestes de la Corona Boreal se posicionó a la derecha de Arthur de Libra. Tres cosmos sin parangón se unieron, estremeciendo a los santos de plata.

—Si es necesario, haré que las estrellas nos ayuden —dijo Shaula—. Todas ellas.

—La Unidad de la Naturaleza —musitó Orestes, asombrado.

Una vez el poder de tres alcanzó el límite máximo, la fuerza que emulaba el nacimiento del universo, Arthur empezó a rasgar con las manos el tejido espacio-temporal, formando un portal dimensional. La presión era inmensa, los dientes de Mithos castañearon, sentía que los dioses se iban a enfadar mucho por eso.

—Los veo… —susurró Shaula, feliz—. ¡Los veo! ¡Hay una luz!

—Concéntrate —dijo Arthur—. Vamos a enviar nuestro poder a través del túnel.

Se decía que una Exclamación de Atenea emulaba el poder del Big Bang. Para Arthur, cuya comprensión del universo excedía la del resto de santos de Atenea, era más correcto decir que reproducía las condiciones del universo en el momento en que ocurrió el Big Bang, a una pequeña escala. Las Salas Gemelas del templo de Virgo habían sido arrasadas durante la Guerra Santa contra Hades, y si la destrucción no fue más allá se debió solo a la barrera natural que poseía el Santuario, lleno de divinidad en cada una de sus piedras con el fin de sobrevivir como un todo a través de los milenios. Sin embargo, después de aquel aparente acto de traición por parte de los santos de oro que Hades había revivido, dos Exclamaciones de Atenea habían colisionado. De no ser por el valiente acto de Shiryu de Dragón, la explosión de ambas habría liberado la destrucción sin ningún límite. El Santuario, el mundo, todo habría desaparecido.

Al principio pensó que la idea era abrir un túnel de gusano y escapar de ese infierno, así debieran sacrificar el Argo Navis. En cuanto abrió el portal, comprendió muchas cosas. Allí, lejos, en la Tierra, no había amigos esperando recibirles con los brazos abiertos, sino camaradas, compañeros de armas que se unirían a ellos en una lucha final. Para garantizar que aquello ocurriera, necesitaba crear algo más que un túnel de gusano. Requerían un nuevo mundo, aislado de todo lo demás. Un camino paralelo a los billones de galaxias que distanciaban la Tierra del Jardín de las Hespérides.

—¡Zeus, Hera y Atenea! —gritó Mithos, en el momento en que los seis cosmos de oro se encontraron, generando justo el efecto deseado por Arthur.

—Ya —dijo el santo de Libra—. Podéis idos. Para mantener el portal me basto yo.

Orestes obedeció de inmediato, apartándose con la velocidad justa para no parecer descortés. Shaula, confundida, lo hizo un poco más tarde, observando con cautela a Subaru. Los ojos de aquel le devolvieron la mirada, sin esperanzas.

—Arthur, ¿qué ocurre?

El santo de Libra mantenía el portal, tal y como había dicho; de hecho, tras alejarlo a una distancia considerable, lo agrandó mucho más de lo necesario para que el Argo Navis pudiera pasar a través de él, por si acaso. No sudaba, ni mostraba el menor esfuerzo, aunque sí que una parte de él se concentraba por completo en esa tarea.

—Mediante el Octavo Sentido se inhiben los límites físicos que nos imponemos como criaturas del universo. Trampeamos las leyes físicas, podría decirse, lo que nos permite superar la velocidad de la luz. Cuando rompemos esa barrera, ya no hay límites.

—Lo sé —dijo Shaula—. No es nada recomendable usar esa velocidad en largas distancias, por eso reprendí a la idiota de Akasha cuando… cuando…

—Lo que hemos hecho ha sido crear un universo en miniatura —explicó Arthur—. Empieza en la Tierra y acaba aquí, empieza aquí y acaba en la Tierra. A través del Octavo Sentido, existe una pequeña posibilidad de que llegues al final.

—Sola.

—Sola.

—¡No abandonaré a mis amigos! —exclamó Shaula.

—La teletransportación es demasiado arriesgada —dijo Arthur—. Incluso ahora, hay cosas en los bordes del camino que hemos creado que podrían interceptarte.

—¿Por qué me dices todo esto? —exclamó Shaula—. ¿No vamos a…?

—El Santuario ha tomado una decisión —le interrumpió Arthur—. Esto no es una misión de rescate, es una declaración de guerra. Van a ayudarnos a combatir. Decide pronto, Shaula. El portal de la Tierra no permanecerá abierto por siempre.

—No tengo que decidir nada, es obvio que no pienso abandonar a nadie. Mithos, Subaru, Alcioneo, Emil… ¿Y tú no piensas decir nada?

Orestes no respondió. Permaneció en silencio, indiferente al reproche.

—Ya que vuestros cosmos están unidos, es posible que puedas salvar a Mithos y Subaru. La posibilidad existe si te decides ya a hacerlo.

—¡Eres un hijo de cain, Arthur!

Tras aquel grito, lágrimas bañaron el rostro de la santa de Escorpio. No de rabia, ni de tristeza, sino de impotencia. Mithos de Escudo solo pudo tomar su mano en silencio y acompañarla abajo con cada vez más lentitud. Paso a paso, Shaula sentía el peso de la decisión que había tomado, el camino que se había negado. Las miradas sombrías y huidizas de Subaru la atormentaban: ¿era ese el destino funesto que el santo de Reloj había visto para ella? Quedarse allí y combatir, junto a todos los demás. ¿Era lo correcto? Mientras bajaba las escaleras, murmuró unas palabras:

—Soy una cobarde.

 

Una vez dejó de escuchar las pisadas en las escaleras, Subaru corrió a la barandilla y vomitó el puré de manzana que Alcioneo la había preparado esta misma mañana.

Arthur seguía donde estaba, viendo el portal, consciente de los esfuerzos que se realizaban en el otro extremo para alcanzar el Jardín de las Hespérides. Las aguas de los mares olvidados se filtraban hacia la infinita oscuridad del nuevo universo, de breve vida. Solo duraría doce horas, las doce horas que Subaru había ganado para Shaula.

—Ni se me pasó por la cabeza que esta decisión le disgustaría —admitió Arthur.

—¿Ahora crees en mis poderes? —preguntó Subaru, con el sabor amargo del vómito llenándole la boca—. ¿Quieres que te diga lo que va a pasar ahora?

—Mi maestro y mis compañeros llegarán. Lucharemos contra el único enemigo que justificaría tal movimiento de tropas. Caronte de Plutón. ¿Cómo luchar con él es menos arriesgado que cruzar un camino recto, adivino?

—Sabes esa respuesta.

—Sí, la supe desde que le propuse que lo hiciera. Es obvio que si ninguno del otro lado intentó llegar hasta aquí a punta de velocidad, es por algo. No obstante, la ira de Shaula fue demasiado visceral. De verdad quería volver.

—Pues claro —dijo Subaru—. Está enamorada. Eso lo cambia todo. Quería irse a la Tierra a tener muchos niños con Mithos, hasta que tuviera el primero y decidiera que con uno bastaba, solo para que los dioses la bendijeran con tres más. ¡Deseaba la salvación! Incluso si todos nos sabíamos condenados desde que regresamos a los mares olvidados. Todo habría sido más fácil si hubiese profetizado eso. Todo.

—Por eso me dijiste que Shaula nunca aceptaría quedarse aquí, que le propusiera marcharse a casa. Psicología inversa, ¿eh? —dijo Arthur.

—Te odia mucho —apuntó Subaru—. Solo así pude salvarla.

—¿Ella está embarazada? —preguntó Arthur.

—No llegaré a saberlo —dijo Subaru—. Creo que no.

—Pensaba mandarlos a todos a casa. A todos salvo a mí.

—Lo sé.

Tras mucho, mucho tiempo envueltos en un incómodo silencio, Arthur hizo una mueca. Aunque Subaru sabía la razón, no pudo evitar preguntar:

—¿Ya estás cansado? —dijo el santo de Reloj, con cierta malicia.

—He dejado de sentir a Caronte de Plutón. Estaba en el Jardín de las Hespérides, lo sé, y ahora… —El santo de Libra sacudió la cabeza con cierta irritación, cosa extraña en él—. No importa, sé que volverá, y sé que nos enfrentaremos.

—Lo haréis.

—Pienso vencerlo.

—No lo verás derrotado, Arthur de Libra.

Nada más se dijeron aquellos dos. Arthur se centró en los peligros que esperaban a los nuevos argonautas, si bien él solo podía actuar como observador. En cuanto a Subaru, rumiaba la parte de su vida que le quedaba por vivir, la más dura.

«Hice lo correcto —pensaba el santo de Reloj—. La muerte es mejor que la oscuridad.»


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Publicado 22 enero 2024 - 10:03

Saludos

 

Capítulo 190. Navegando entre tinieblas

 

En los primeros minutos de viaje, los más angustiosos, Makoto encontró a Soma conversando con Nico y Retsu. Parecían haber conectado, los tres, así que enseguida empezó a dudar de si era el momento adecuado para cumplir su palabra.

—¡Señor Makoto! —exclamó Nico, irguiéndose de pronto.

—¿Señor? —preguntó Makoto, viendo que los otros también se cuadraban. Soma sin poder evitar soltar una risa—. No estoy pasando revista. Descansen —terminó por añadir, sintiendo que era el tipo de cosa que Azrael diría. Demás estaba decir que los tres obedecieron. Por supuesto, él era el señor Makoto—. Solo he venido a… —Miró por un par de segundos a Retsu y Nico, recordando la batalla que sostuvieron—. Tengo un mensaje de tu padre, Soma. Me lo dio antes de que nos separáramos.

—¿Y ahora me lo vienes a dar? —cuestionó Soma, quizá aburrido ya de fingir ser un buen soldado—. En unas horas me lo dará él en persona, así que despreocúpate.

Eso sería lo mejor. Incluso si había pasado mucho desde que llegó a la Tierra hasta ese momento, no parecía tener mucho sentido dar ahora ese mensaje. Él mismo le había dicho a Ban que debía decirlo él, su padre, no otro.

—Ban está orgulloso de ti —dijo Makoto, no obstante—. Quería que lo supieras.

Por un momento, Soma se limitó a verlo con los ojos bien abiertos.

—Vaya, ¿eso es todo? Pensaba que sería algo importante —rio Soma, pasando la mano por el rostro—. Todo en orden por aquí, señor Makoto, siga pasando revista.

Makoto frunció el ceño, callando la risa del muchacho antes de que empezara.

—Que sea la última vez que me llamáis señor Makoto. ¡Soy Makoto a secas!

Y así, se fue, sintiendo que ya había cumplido su palabra.

 

Pasó toda una hora antes de que los nuevos argonautas se hicieran a la idea de que el viaje era seguro. En todo ese tiempo, un sinnúmero de cuerpos celestes colapsaron ante los ojos de todos, merced del poder combinado de Ofión de Aries y Kanon de Géminis, quienes emplearon los restos para ampliar el canal más allá de la insondable oscuridad. Para impedir que el agua del canal, una nereida ungida con la plata, se desbordase, cada ampliación se cerraba con un muro de piedra que era derribado en la siguiente ampliación, que nunca sucedía antes de que Triela de Sagitario hiciera su trabajo de reconocimiento. Cada ida y vuelta de la Silente cortaba la respiración de quienes solo podían atestiguar tan valiente gesto; ningún otro en el barco se sentía cómodo solo viendo la oscuridad más allá del sol, mucho menos se planteaban internarse en ella. Quizá era por eso, por saber que contaban con alguien capaz de superar el miedo mismo, el ejército se fue llenando de seguridad a lo largo de sesenta minutos de reloj.

Entretanto, Lisbeth de Cincel Negro, asistida por Michelangelo de Escultor negro y diez voluntarios de Hybris, reunían los mantos sagrados más dañados, así como las herramientas que emplearían para restaurarlos. Nadie dijo nada respecto a los recursos que poseían: había sido imposible localizar a los verdaderos santos de Cincel y Escultor, y los caballeros negros del barco servían al Sumo Sacerdote, era normal que tuvieran ciertos privilegios. De los medios que iban a emplear, el más valioso era la sangre de un santo de oro que no tenía mucho que hacer salvo estar ahí. Garland se había ofrecido para ayudar al renacimiento de todas esas estrellas. Solo que la tensión del momento había retrasado el trabajo. Lisbeth, sobre todo, estaba muy nerviosa.

Cuando todos se relajaron un poco, al mismo tiempo que el resto de santos de oro y Aqua de Cefeo seguían formando el camino, Garland de Tauro se desgarró las muñecas. Una con el canto de la mano, la otra con los dientes, bañando en una cascada carmesí el tótem de Orión, un gigante de plata destrozado, sin vida.

—Es inútil —dijo Lesath, negando con la cabeza.

—Ajá —convino Makoto sin prestarle demasiada atención. Tenía los ojos, abiertos como platos, fijados en el santo de Tauro.

—¿Qué estás mirando? —dijo el tranquilo Gran Abuelo, con una cara llena de violencia. Venas hinchadas, ceño fruncido y unos dientes manchados de sangre fresca.

—Yo… —Makoto tragó saliva. Varios de los tripulantes se iban retirando de la cubierta con el propósito de descansar. Cristal, caballeros negros, santos de bronce y plata… Algunos incluso pudieron fingir que la escena no les revolvía el estómago—. ¿Por qué hace… haces… todo esto? —¿Era él un igual de ese hombre?

—Para reparar los mantos sagrados —respondió Garland, como si fuera la cosa más obvia del mundo. Cosa que era cierta, en realidad.

La sangre de Garland caía sobre el manto de Orión, que Lisbeth miraba en silencio, sosteniendo con fuerza las herramientas para ocultar el temblor de las manos. Makoto no estaba asustado, aunque sí le hipnotizaba ese noble sacrificio envuelto en tal salvajismo. Para restaurar la vida del manto de Orión, Garland tendría que sacrificar un tercio de ese líquido vital que perdía sin hacer ni una queja, aunque aquello lo debilitaría, aunque al final de ese viaje les esperaba la más dura de las batallas.

—Eres muy valiente —decidió Makoto.

—Lo que soy es muy inmortal —replicó Garland—. Juraría que ya te lo había dicho.

Que las heridas del santo de Tauro se cerraran en ese preciso instante, cortando el flujo de vida, dio tal fuerza a las palabras de aquel que Makoto retrocedió, espantado.

—¡Todo el mundo es inmortal hoy en día!

—Así es, Mosca —dijo Garland con una sonrisa afectuosa que por efecto de la sangre pareció feroz—. ¡Así es! Venga, niña, es hora de trabajar.

Tras el sobresalto que le produjo ver a Garland chocar palmas, Lisbeth se puso manos a la obra, llamando a gritos a su padre aunque lo tenía pegado a ella, también asustado. El par de herreros solo dejaron de temblar cuando se pusieron manos a la obra.

Hasta el último de los presentes en cubierta desviaron la mirada, exceptuando a los laboriosos santos de oro y quienes los acompañaban vigilantes: Tetis, Gestahl e Ícaro. De pronto no importaban los ruidos del espacio, sino el de las herramientas celestes trabajando el metal sagrado. Esa era la primera vez que verían cómo trabajaban los herederos de la herrería Mu. Entonces, veloz como pocos, Mera de Lebreles rodeó a los trabajadores como un ejército de cincuenta amazonas. A lo largo de toda la segunda hora, mientras Lisbeth y los demás trabajaban sin prestar atención a nada más, Mera mantuvo esa barrera a prueba de curiosos, poniendo tan esfuerzo en ello que ni quienes habrían podido ver más allá de ese truco de velocidad lo hicieron.

—Lo que siempre ha sido un secreto, debe seguir siéndolo —murmuró Gestahl Noah.

Iniciada la tercera hora, Mera se tomó un descanso sin decir ni una palabra, todo lo contrario a Lesath. El santo de Orión, hasta ahora lleno de una aparente indiferencia, descruzó los brazos y saltó, boquiabierto, hacia el tótem.

—Impecable —decía Lesath—. ¡Impecable! ¡amolar! ¡Impecable! ¡amolar! ¡Te besaría ahora mismo! —Como estaba viendo el tótem desde todos los puntos posibles, parecía que se estaba refiriendo al restaurado manto de plata, el cual al mínimo contacto vistió al santo de Orión, reluciente como la misma luna.

Aun así, Lisbeth se apartó, diciendo:

—Puedes besar a mi padre, si quieres.

—¡No cojeo de ese pie!

—amolar —gritaba Lesath, ilusionado como un niño. Si había escuchado a los herreros, no lo demostró al abrazarlos con fuerza—. Os quiero, amolar, ¡sois unos grandes! —Los voluntarios, de pie frente a otros mantos sagrados pendientes de reparar, retrocedieron algunos pasos—. ¡Vuelvo a sentirme vivo! ¡Podría aplastar una mosca con un dedo!

—Sí… bueno… tu manto… está… bien —decía Lisbeth con dificultad, hasta que pudo zafarse del abrazo—. Ahora falta que tu cuerpo lo esté. Ocho horas de sueño.

—¿Qué descaradas son las amazonas de Hybris, eh? —preguntó Lesath a Michelangelo, cuyo rostro enrojecido por la presión apenas reaccionó—. Hablándome de cómo debe estar mi cuerpo como si… —En media frase, bostezó—. A lo mejor sí que necesito dormir. Pasé toda la noche espantando moscas.

Tras soltar a Michelangelo, que no tuvo la menor vergüenza en respirar como si hubiese estado a punto de ahogarse en el más profundo de los océanos, Lesath de Orión bajó a los camarotes bajo cubierta dando zancadas y bostezando. Nadie podría recriminar la alegría del santo de plata, en verdad el manto había revivido.

—¿Puedes…? —Lisbeth no se atrevía a hacer la pregunta. En parte por miedo al enorme santo de Tauro, en parte por respeto por lo que había hecho.

—Mi cuerpo inmortal se recupera de cualquier tipo de daño —respondió Garland—. Incluyendo la pérdida de sangre. Creo que podremos restaurar diez mantos más. O…

—¡Diez mantos están bien! —le interrumpieron Michelangelo y Lisbeth.

Para Makoto era evidente lo que pensaban: si aquel hombre se debilitaba más de lo necesario solo para restaurar un puñado de mantos de bronce y de plata, en la batalla que vendría contarían con un santo de oro menos.

«Nunca podremos dejar de pensar así —reflexionó Makoto—. El oro siempre brillará más que la plata y el bronce, a pesar de las excepciones.»

En lugar de repetir el proceso, Lisbeth comenzó a inspeccionar los mantos sagrados que no estaban muertos, aunque sí dañados. Se sentía segura de poder restaurarlos. Los portadores de estos, confiando en aquella herrera, se retiraron, tranquilos. Les siguieron varios tripulantes más, hasta que solo quedó un tercio de los nuevos argonautas sobre cubierta. Zaon de Perseo en popa, Marin de Águila y Joseph de Centauro en babor y estribor, cada uno respaldado por un nutrido grupo de caballeros negros a los que Ícaro inspeccionaba solo de reojo, orgulloso del valor que mostraban como guardianes. Tetis, la nereida, se apartó de proa, donde seguían el Sumo Sacerdote y los santos de Géminis y Aries, trabajando sin descanso y recibiendo los informes rutinarios de la santa de Sagitario, para observar con sumo interés cómo Garland de Tauro bautizaba otro manto.

—¿Cómo te volviste inmortal? —preguntó la hija de Nereo—. Tus nuevas heridas cierran sin dejar cicatriz. Las viejas, aunque las hubo, han desaparecido.

—¿Y a ti qué te importa? —respondió Garland. Luego, como sintiendo en la nuca la mirada desaprobadora que le dedicó su lugarteniente, Zaon, añadió—: Estoy maldito. Dejémoslo así. Dejaré de renacer el día en que sea un buen hombre.

—Pues pórtate mal. —Tetis se encogió de hombros—. Nos viene bien un inmortal cuando estamos por desafiar a otro.

—¿Es una proposición? —Garland sonrió, aunque sin ganas—. ¿Qué buscas aquí?

—¿Y a ti qué te importa?

—Exacto, a mí qué me importa.

Sin decir nada más, Garland siguió insuflando de vida el manto sagrado. Esta vez, una escuadra de caballeros negros protegía la privacidad de Lisbeth y los voluntarios, aunque al ojo parecían demasiados guardianes. Tetis no se había acercado al santo de Tauro solo para molestarlo, estaba generando una ilusión simple, aunque efectiva, para proteger el secreto de la reparación Mu.

—Demasiados esfuerzos —renegó uno de los caballeros negros—. Vamos a morir.

—¡Cállate, idiota! —dijo otro, dándole un coscorrón.

—¡Hombres! —gritó Kazuma, el oficial al mando de los caballeros negros que respaldaban a Zaon de Perseo. Todos se cuadraron al momento—. La vista al frente. Atrás dejamos con exactitud la misma oscuridad a la que nos adentramos.

No fue la primera vez que un oficial del antiguo Hybris hubo de levantar los ánimos. Mientras unos reparaban, otros vigilaban y los demás creaban un camino, a la vez que Makoto paseaba, indeciso, de un lado a otro de la cubierta, las tinieblas de más allá de las estrellas los rodeaban más y más. Era la luz del Apolo lo que los alumbraba, pero, si se retrasaban tan solo una hora, si todo fallaba tan solo una vez, ¿qué ocurría?

«Moriríamos —se respondió Makoto—. Moriríamos todos.»

Esa certeza le hizo entender por qué tantos hombres valientes se habían retirado a descansar, y también le hizo darse cuenta de por qué él era incapaz de hacer lo mismo.

 

***

 

Sentía un acceso de nostalgia al pasear entre los camarotes del Argo Navis Negro, como si aún fuera un miembro de la división Andrómeda listo para informar a la jefa de alguna misión resuelta. Una tontería, claro: Lesath de Orión pasó el último año de existencia efectiva de esa parte del ejército de Atenea conviviendo con la buena gente de Bluegrad, sin ningún objetivo a la vista hasta que empezaron a ocurrir problemas como aquel primero que no supo resolver. Después, la cacería de brujas y los seis meses en coma de aquella en que recaían todas las sospechas. ¿Quién habría imaginado que algo así concluiría con Akasha, Tejedora de Planes, como Suma Sacerdotisa?

Nadie más que la propia Akasha. Para Lesath era evidente, incluso si nadie más se quiso dar por enterado, que las decisiones arriesgadas tomadas por la santa de Virgo se tomaban previendo el juicio y condenación de todos los involucrados. La consecuencia lógica de algo así era ofrecer un cabeza de turco, y si la mártir resultaba ser una de los doce santos de oro a las puertas de la mayor guerra del milenio, el Santuario tendría que torcer las reglas una vez más. Sí, todo era evidente ahora que se tenían todos los datos, pero, si de verdad Akasha lo había previsto, la muy hija de su madre merecía su título. Era lista como el mismo diablo de los cristianos.

«Si ella era el diablo, ¿qué fui yo? —Tocaba las paredes de madera mágica según caminaba, preguntándose si habría cambiado algo de haberse unido a los argonautas—. ¿Qué pregunta? Soy del diablo. Por el bien de los demás.»

Uno de los camarotes estaba abierto de par en par, para facilitar la ventilación sin duda. Minwu de Copa, incansable, examinaba al debilitado Grigori de Cruz del Sur. Lesath solo los vio de reojo, y aun así, en un lapso tan breve de tiempo, pasó de una mueca despectiva a una sensación de asco para sí mismo. Si él no hubiese provocado a Makoto, ese rato de combate habría servido a todos para descansar un poco, de verdad.

«Déjate de tonterías —se dijo Lesath cuando ya dejó atrás el camarote—. Si no hubieses provocado a Makoto, no contaríamos con el mejor de los santos de plata. ¡Y tú también te has hecho fuerte! ¡El trabajo dignifica al hombre!»

Pero él quería descansar. Si seguía viendo camarotes ocupados, se echaría en el mismo pasillo como un mendigo cualquiera. Por el camino se encontró con Mera de Lebreles, llena de una furia tan fría que Lesath se apartó de inmediato, olvidándose de saludarla. No sabía si era por algo que había visto, o por la muchacha de Hybris que la seguía a todas partes, sin máscara para ocultar esa cara resuelta y admirada.  Fuera cual fuese la razón, pisaba la madera con tal fuerza que bien podría estar matando cucarachas, lo que hablaría muy mal del trabajo de los habitantes del archipiélago Fénix. ¡Ninguna cosa del espacio exterior os detectará, ninguna garantía para las cosas de la tierra! Qué bueno que tenían a tan diligente perro de caza con todo y ave de presa.

«Es águila. Como Marin. E Hipólita. —Lesath sintió un estremecimiento. Primero, los caballeros negros tenían armaduras más resistentes, después la oscuridad de estas desaparecían. ¿Cuánto faltaba para que santos y sombras fueran iguales?»

Junto al enésimo camarote cerrado había, cómo no, una de esas sombras. Kazuma de Cruz del Sur Negra, con cara de pocos amigos, soltaba cansados suspiros cada que la puerta que custodiaba temblaba por fuertes golpes. Habría dado un aspecto muy digno de no tener migas de pan en la barbilla.

—¿A que está bueno? —preguntó Aerys, quien también estaba por ahí.

—El pan siempre es bueno —dijo Kazuma, tratando de formar una sonrisa que se tornó en gesto iracundo cuando la puerta volvió a temblar—. ¡Malditos mocosos!

—Calma —dijo Lesath, tomando el pan que Aerys le ofrecía. Siguió hablando mientras se lo zampaba—: Te dará un infarto.

Kazuma abrió la boca para reprenderlo, quizá con alguna genialidad como que el santo de Orión podría ser su padre, pero entonces la puerta estalló al paso de un muchacho. Lesath agarró la cabeza de Soma en pleno trayecto y lo arrojó de vuelta al cuarto sin el más mínimo cuidado, donde lo vio caer a los pies de la santa de Pavo Real.

Nico de Can Menor y Retsu de Lince estaban también ahí, llenos de moratones.

—Bianca pidió que le diera una lección a su hermano —contestó Pavlin con sencillez.

—¡Si no piensan dormir, montón de imbéciles, no ocupen el camarote! —gritó Lesath, importándole un comino que llenara el suelo de migas en el proceso. Lo cierto fue que todos se cuadraron, reconociendo la voz de mando. Y eso incluía no solo a Pavlin, sino también a Soma. El hijo de Ban debía estar más confundido que el propio Lesath con ese manto de bronce del mismo color que el de su padre.

Él habría podido sacarlos en ese momento a patadas. Sin embargo, algún extraño sentido del deber le impelió a seguir patrullando. Aerys y Kazuma, quien sacudía la cabeza como un padre frustrado, lo siguieron. No tenían nada mejor que hacer.

A poco de llegar al fondo del pasillo, se encontró de nuevo con Mera, la sombra de Águila y las cucarachas invisibles que pisaban todo el rato.

—¿Te estás ocupando del pasillo de babor? —preguntó Mera con formalidad.

—Digamos que sí —dijo Lesath.

—Bien, así puedo limitarme al pasillo de estribor —dijo Mera, saludando con una inclinación a Aerys y Kazuma. No le molestaban los caballeros negros, al parecer, pero se negaba a mirar de cualquier manera a la muchacha sin máscara.

—Es una cuestión de honor —dijo Kazuma, leyendo la situación.

—Oh, sí, el patrullaje es muy digno —añadió Aerys, no leyendo nada en absoluto.

Al final del pasillo, más o menos por debajo de la popa, se encontraron la escena más inesperada y por tanto la más lógica que podrían encontrar.

—Hola, subcomandante —dijo Bianca, congelada desde los pies hasta el cuello, con los brazos extendidos tal que estuviese crucificada—. ¿Qué tal?

Kazuma tenía los ojos tan abiertos que parecía que se le iban a disparar, aunque nada tenía que ver con ello el encanto de Can Mayor. Llevaba la máscara, como todas, así que no era fácil verla como una mujer. Se sabía que lo era, pero no se pensaba demasiado en eso. No, el caballero negro estaba espantado de que algo tan propio de una chiquillada infantil les pasara a los intachables santos de Atenea.

Y eso que aún nadie le explicaba nada. Se notaba que era uno de los Cazadores de Hybris, tenía buen ojo para leer el ambiente.

—Informe… —dijo Lesath, muy serio y tratando de no reírse.

—Le dije a Pavlin que Nico no había besado nunca a ninguna mujer —explicó Bianca, inconsciente de lo rojo que se volvía el rostro de Kazuma. De nuevo, no por libido, sino por vergüenza ajena—. Le propuse que ella le diera una lección.

—Después te congeló —entendió Lesath.

Bianca negó con la cabeza.

—Me dijo que ella tampoco había besado a ningún hombre y que no había ninguna vergüenza en eso. Que eran guerreros y… —Un acceso de risa, breve e intenso, le hizo callar—… que… —Otra risa—… le daría… —Otra—… le daría la lección.

Lesath se acarició el mentón, pensativo.

—Pues lo que les está dando a los tres mocosos son unos buenos azotes. Estoy seguro de que te entendió que querías una lección de técnica combativa.

—¡Me entendió a la perfección! —exclamó Bianca, riendo—. Entendió mi broma pesada. La cargó con esos brazos suyos y me la devolvió, cambiada para menores de siete años en un envoltorio de… Ah, no sé nada de películas para niños, alguna empresa que haga dibujos animados. El caso es que yo le pedí que me congelara, por los viejos tiempos. ¡No deberíamos perder las formas así! Vamos a vengarla, no a morir.

—Puedo entender a Pavlin —dijo Kazuma, puro auto-control—. La vida de un guerrero es dura, no hay nada indigno en querer alejar a quien quieres de…

—Hablamos de besos, no de amor —le interrumpió Bianca—. Yo he besado a muchos hombres y solo he amado una vez. Son cosas distintas. Deber, placer y amor.

Previendo que habría un choque de opiniones entre el caballero negro y la santa congelada, Lesath dio una sonora palmada a la espalda de Aerys, metiéndole en la conversación con una pregunta cargada de mala intención:

—¿Y qué hay de ti? ¿Has dado tantos besos como Bianca?

—Pues no —respondió Aerys—. Ninguno.

—Parece que entre nosotros tres solo yo puedo competir con ella —celebró Lesath con descaro. Si Kazuma se lo tomaba mal, que le echara limón.

Pero no se lo tomó ni bien, ni mal, sino que se le quedó mirando, extrañado.

—¿Has besado a muchos hombres? —dijo Aerys—. Vaya.

—Es algo muy griego, según dicen —murmuró Kazuma, carraspeando.

Se hizo un silencio durante un rato, el tiempo que tardó Lesath en entender cómo se había metido él solito en su propia trampa. Después, el santo de Orión rio a pleno pulmón. También lo hicieron Bianca y Kazuma, mientras Aerys los miraba a todos como si se hubiesen vuelto locos. Cosa que era, de hecho, cierta.

Ojalá hubiesen seguido así un rato más. Ojalá Lesath, desinhibido por la falta de sueño, hubiese tenido más tacto al hacer la siguiente broma.

—Con lo desastrosa que eres, Bianca, no me explico cómo sigues obedeciendo una norma que ahora es opcional. ¡Piénsalo! Sin la máscara podrías dar todos los besos que quisieras. A lo mejor si besaras a Pavlin conseguirías que se enfade de verdad.

Según iba comentando, bajaba le tono de voz, pues advertía el crujido del hielo. Lo bastante frío como para destruir un manto de bronce, era de una resistencia comparable a los Hielos Eternos de Siberia, y Bianca lo estaba quebrando no con alguna técnica elaborada, ni un golpe preciso que rompiera los átomos que lo componían, sino con la mera acción de los músculos. Aquello era señal suficiente para adivinar lo enfadada que estaba. De no haber dado un salto hacia atrás a tiempo, las garras recién liberadas que arrojó sobre su cuello le habrían rajado la garganta.

—¡No me jodas, maldito! —exclamó Bianca, placándole entre pedazos de hielo. Pronto lo tuvo contra la pared, en todo sentido—. ¡Jamás renunciaría a la máscara!

—Aunque la odias —dijo Lesath.

Llegados a ese punto, tenía que ir hasta el final.

—¡Pues claro que la odio! —gritó Bianca. Si Kazuma y Aerys no habían encontrado una razón para evitar intervenir, la tenían ahora—. La detesto. Cada gota de sangre que se ha vertido en nombre de esa maldita ley, la maldigo. ¿Y qué con eso? ¿Cómo podría darle la espalda a los barrotes que yo misma acepté? ¿Cómo podría hacerlo si ella vivió con este peso todo su vida? ¡Odio todo esto, Lesath de Orión, ser santo de Atenea no es lo que esperaba que fuera! Pero ella, ella iba a cambiar tantas cosas. —La voz empezaba a quebrársele por el llanto, así que respondió con ira, golpeando el impecable peto de Orión sin que quien lo portaba reaccionase en lo más mínimo—. ¿Por qué sigo obedeciendo una ley maldita, dices? Porque sigo el camino fijado por la única diosa a la que alguna vez le importamos algo. Porque lo que diga un cantamañanas al que ahora todo el mundo llama Su Santidad no me sirve ni para limpiarme el culo.

Justo en ese momento llegó un nutrido grupo de santos y sombras. Margaret de Lagarto dirigía a seis caballeros negros. Como una especie de vigilante, estaba Rin de Caballo Menor, quien tras avisar de su llegada con un carraspeo, dijo:

—Cuida esa lengua, Bianca.

—Este idiota dice que debemos quitarnos las máscaras y ponernos a besar hombres como si solo valiéramos para eso, ¿qué opina de eso la hijita del Juez?

—Que puede decir lo que quiera porque hablar es gratis. Y que no eres la clase de persona a la que le importe lo que digan de ti los demás.

—¿Quién te crees que eres para…?

—Y —añadió Rin con el dedo alzado—, que deberías cuidarte un poco. Romper el hielo después de ser congelado no es como quitarte un chicle. —Señaló los brazos, que presentaban algunas quemaduras. La ropa también tenía varios desgarrones, pegados al hielo—. Es bonito que lo lleves. Tal vez todos debimos hacerlo.

Solo entonces Lesath se dio cuenta de que Bianca llevaba el uniforme militar ideado por Akasha para las operaciones que pudieran entrar en el radar de los gobiernos del mundo. El resto, incluido el propio Lesath, había optado por sencillas ropas de entrenamiento.

—Tengo que ver a Minwu —admitió Bianca.

—¿Sabes por qué se ha enfadado tanto conmigo, Rin? —Lesath hizo caso omiso de las miradas acusadoras de algunos. «¿Tú no aprendes, verdad?» «Ya está arreglado, deja de estropearlo todo.» «Si tienen hambre, lo mejor es comer pan.» A buen seguro que pensaban todas esas cosas, pero una vez empezado algo, había que terminarlo—. ¿Sabes por qué has soltado todo ese odio que llevas dentro hacia mí, de todas las personas? —Veloz como pocos entre los santos de plata, agarró con fuerza los brazos de la santa de Can Mayor y la inmovilizó contra la pared—. Pues yo no tengo ni puñetera idea, pero óyeme bien, mantén esa furia encendida, nos hará falta. Sabes a dónde vamos. Ishmael murió por Caronte de Plutón. Apostaría lo poco de hombre que me queda a que nuestra Suma Sacerdotisa murió por alguna de las maldades de ese bastardo. Toda esa rabia que sientes por el mundo, ponla en el caldero de tu alma, deja que se cueza a fuego lento estas horas de viaje y encájaselo a nuestro enemigo en el estómago. Yo me encargaré de que no tenga dientes para evitar tragar lo que le toca.

Ahora estaba hecho. La soltó, importándole un demonio si al verse liberada Bianca le sacaba el cerebro con las uñas.

—Gracias —dijo en cambio la santa de Can Mayor—. Subcomandante.

—Ya no soy… —trató de decir Lesath, notando que eran el centro de todas las miradas—. Ah, basta de protagonismo para mí, no nací para eso. ¿Qué quería el Lagarto de Plata de este lado del barco, el mejor, el más tranquilo de todos?

Margaret se le quedó mirando un momento, hasta que al fin dijo:

—Les decía a estos amables señores…

—¿Ese no es el que le lanzó los trastos a la novia de Makoto? —preguntó Lesath.

El caballero negro de Cuervo sonrió, nervioso. En ese momento, quería ser avestruz.

—Es Johann —dijo Margaret—. También Ennead, Almaaz, Balazo, Fly y Eren.

Lesath no sabía qué pensar de aquel grupo. Debían ser fuertes si habían sobrevivido a la batalla en el continente Mu, sin embargo, Johann era un patán y Fly no era precisamente de los que vivían una vida austera, con aquel vientre voluminoso que acaso ocultaba una musculatura inesperada. El último le daba más confianza, y no por ser la sombra de Orión, para nada, sino porque tenía un aire de poder listo para liberarse en cualquier momento que le agradaba. Los demás estaban como de fiesta al cien por cien, Eren solo a una cuarta parte. Ni siquiera el propio Lesath era tan precavido.

—Es bueno que confraternicemos —aprobó Lesath, mirando de reojo a Kazuma.

—Señor Lesath —dijo Rin—, justo estos siete habían sido expulsados del otro lado por estar armando escándalo. La señora Mera…

—Te echó también a ti —le cortó en seco Margaret, agitando la mano ante las excusas de la santa de Caballo Menor sobre que ella solo les estaba pidiendo que bajaran la voz—. Era una conversación productiva. Mi especialidad es copiar técnicas y aquí hay… ¿Cuántos soldados? ¿Ciento sesenta? ¿Ciento setenta? Mi repertorio ya es bastante extenso —dejó entrever disparando como si tal cosa una Aguja Carmesí muy cerca del cuello de Lesath, quien fingió no darse por enterado—, pero puede mejorar más y más. Viéndome a mí imitar sus técnicas, tal vez aprendan sus debilidades.

Todos los caballeros negros asintieron, incluido Kazuma, parecía algo muy razonable.

—Si puedes copiar cualquier cosa, ¿por qué no aprendes a fermentar vino? —sugirió Lesath, quien conocía el tiempo necesario para hacerlo.

—Da la casualidad de que nuestros amigos de Hybris aprovisionaron el barco con algunos alimentos —dijo Margaret—, incluyendo una botella de vino por cada doce tripulantes. —Johann de Cuervo Negro asentía tan satisfecho que sin duda habría sido el que informó al santo de Lagarto sobre eso—. ¿Qué os parece si nos reunimos todos en una pequeña fiesta antes del almuerzo? Nada como una buena comida para hablar del delicado arte del combate —concluyó, siendo ovacionado con simples gestos.

A Lesath le parecía demasiada gente para un solo camarote, así que iba a intentar sacar a la pobre Rin del entuerto cuando Bianca se deslizó hasta Kazuma.

—¿Qué prefieres? ¿Estrujarte con siete hombres sudorosos, o acompañarme a mí a ver al médico? —preguntó la santa de Can Mayor sin el menor pudor—. Es posible que tenga que examinarme y todo. —Ni el más mínimo rastro.

—Un caballero debe… —Con un solo vistazo, Kazuma comprendió que no sentía a Bianca como una mujer. Por ahora—. Un camarada ayuda a un camarada.

—¡Exacto! —exclamó Bianca, arrastrándolo.

El intento de la santa de Can Mayor por llevarse también a Aerys fue sofocado por Lesath, quien de forma rápida y sin fuerza le golpeó la mano.

—¡A mi amigo no te lo vas a llevar también!

La única respuesta que obtuvo fue la risa de Bianca mientras esta se dirigía, custodiada por Kazuma, al camarote ocupado por Minwu para las inspecciones.

—¿Amigo? —dijo Aerys.

—Amigo —dijo Lesath—. Un amigo no le roba a un amigo.

—¿Y qué te iba a robar?

—No importa.

Entretanto, Margaret y los caballeros negros habían arrastrado a Rin a su fiesta.

—Alguien tiene que vigilar que no se emborrachen, además, la práctica me viene bien.

Lesath le dio el permiso que le pedía de forma implícita con un cabeceo.

—¿No beberás, estimada Rin? —preguntaba Margaret, mientras se iban.

—Soy muy joven —respondió la santa de Caballo Menor—. Y vosotros solo beberéis una copa. Ni una sola gota más.

—¿De verdad importamos tanto? —preguntó Ennead—. Como para no poder emborracharnos. ¡Ese Caronte de Plutón es demasiado fuerte para nosotros!

Para cuando el caballero negro de Escudo terminó de hablar, ya estaban lejos, así que a Lesath se le escapó la respuesta de Rin. Sin embargo, podía intuir la importancia de esas amistades. Sí, Caronte de Plutón era demasiado fuerte. Los santos de oro estaban por debajo de él, los santos de plata no eran siquiera un entretenimiento y los santos de bronce tenían que morir para que siquiera los tuviese en cuenta. ¿Qué ayuda podría representar un caballero negro, o diez, o cien, frente a un enemigo de tal calibre?

La respuesta a esa pregunta, estaba en el tiempo que santos y sombras pasaran juntos. Tenían que descubrir, el uno y el otro, que la oscuridad del pasado había sido dispersada por alguna razón venida de arriba. Si pensaban en sí mismos como un ejército de doscientos santos de Atenea, en lugar de la amalgama que eran, tal vez habría alguna oportunidad. Nunca un enemigo de la diosa había enfrentado a algo así.

—¿Y ahora qué? —preguntó Aerys—. ¿Quieres…?

—¿Pan? —dijo Lesath—. No, gracias. Puedo esperar al almuerzo.

—Tú siempre pensando en el pan. Tienes que hacer algo con esa obsesión, muerto de hambre —le reprendió el santo de Erídano.

—Para ti soy el teniente muerto de hambre —dijo Lesath tras un momento inicial de sorpresa—. ¿Santo de plata, recuerdas? ¡Yo planeo las patrullas y yo las dirijo!

Aerys no se cuadró como lo hicieron en el camarote de la lección de combate, lo empezaba a conocer demasiado bien. De todas formas, obedeció, y juntos se aseguraron de que las siguientes horas pasaran sin demasiados percances, ya que no pudieron encontrar siquiera un par de camarotes libres en los que poder dormir un rato.

 

***

 

Las horas pasaron y lo imposible ocurrió. Fang de Cerbero se aburrió de dormir, de modo que salió del camarote en busca de algo que hacer.

Si debía ser sincero, aquello le pasaba con relativa frecuencia desde la batalla con el rey Bolverk, si es que se le podía llamar batalla a ser pisoteado como una hormiga. Sin importar las curas que le realizaran, la cara le picaba horrores y apenas podía descansar como antes, lo que le obligaba a tomar muchas y pequeñas siestas al día. De pie. Nadie podía recriminarle nada, porque él no se quejaba del dolor.

—Vino —dijo mientras paseaba entre los camarotes. Más que olerlo, lo intuía por las risas fiesteras que oía tras las puertas—. ¡Vino! Qué vulgar es la gente.

—La gente debería dormir, sí.

—¡Silencio!

Fang, que había estado mirando a otro lado, notó que tenía enfrente a Mera de Lebreles y la portadora del manto de Águila que no era Marin. La primera era quien había dado la orden, tan estricta y estirada como siempre, la otra, Yuna si recordaba bien, mostraba una mezcla de desafío juvenil, madura resolución y una pizca de dudas. Mostraba, porque no tenía máscara que le ocultara el rostro. Tampoco tenía el sentido común de comprender lo mucho que eso debía molestar a alguien como Mera.

—Si pudiera dormir, dormiría —dijo Fang después de ser escrutado unos segundos por la enmascarada—. No tengo el cuerpo para fiestas, ni para la soledad.

La santa de Lebreles no dijo nada, alzó el puño, cerrado.

—Tal vez —le interrumpió Yuna, tocándole el brazo con suavidad—, deba ir a esa habitación. Los ocupantes no están durmiendo, ni armando una fiesta.

Luego de pensarlo un momento, Mera dijo:

—Que deje el pasillo ya.

Y se zafó de la mano de Yuna como si fuera un bicho, marchando demasiado rápido. A la sombra de Águila apenas le dio tiempo a darle las señas del camarote.

 

***

 

—Bienvenido —saludó Cristal, sentado en la cama frente a una mesa que él mismo había construido, congelando los átomos de la estancia.

—Fang de Cerbero —dijo Noesis, quien había abierto la puerta.

El recién llegado no respondió el saludo, pues toda su atención estaba centrada en las dos tazas que había sobre la mesa, llenas de café.

—Esto sí es una bebida como mandan los dioses —dijo Fang, cuya nariz aspiraba el aroma del café como su fuera néctar del mismo Olimpo—. ¿Vino? Bah. ¿Cerveza? Bah. La mente debe estar despierta, no embotada.

—Que tú digas eso, amigo mío, me deja sin palabras. —Sacudiendo la cabeza, Noesis cerró la puerta y ofreció la única silla que había, como buen anfitrión. Fang negó el ofrecimiento, prefiriendo estar de pie, y hasta ahí llegaron las buenas formas del santo de Triángulo—. ¿Trajiste una taza de más, Cristal? —preguntó tras sentarse.

El guerrero azul rebuscó en una bolsa que tenía al lado hasta encontrar una, que puso sobre la mesa. Con sumo cuidado, tomó la cafetera y vertió el café en la taza, que ofreció a Fang con una sonrisa. La cara de felicidad de aquel le parecía simpática.

—Maravilloso —dijo Fang tras el primer sorbo.

—Es un buen café —dijo Cristal—. Cultivado por…

—Qué va, sabe a excremento de vaca —le interrumpió Fang—. Aun así, es café. Si pudiese acompañarlo con un poco del pan de Aerys, sería como volver a los viejos tiempos. Con el maestro Sneyder. Jamás habríamos sobrevivido al entrenamiento sin el mejor invento ideado por el hombre. —Alzó la taza en señal de agradecimiento—. Pero no se habla del entrenamiento del maestro Sneyder, nunca jamás.

—A mí no me importa que Retsu hable del entrenamiento —dijo Noesis—. Es duro, pero no se defiende a la humanidad desde una cuna de oro.

—La tercera taza era para Retsu, de hecho —intervino Cristal—. ¿Sabes algo de él? Se separó de nosotros diciendo que traería a Soma y algunos más.

Tras terminar la taza y dejarla en la mesa, Fang respondió:

—No tengo ni la más remota idea.

—Bueno, está en la edad de querer algo de libertad. —Noesis se encogió de hombros—. Por lo que a mí respecta, que haga lo que pueda ahora que puede.

—Aprecias mucho a ese muchacho —entendió Cristal, tomando un sorbo.

—Contaré mi historia si tú cuentas la tuya.

—Ah, ¿este es ese tipo de reunión?

El par miró a Fang, como pidiéndole permiso.

—No se habla del entrenamiento del maestro Sneyder. Nunca jamás.

—Bueno, entonces solo escucharás —dijo Cristal—. La mía es una historia simple.

El lazo que unía a Bluegrad y los guerreros azules era tan fuerte como el que unía a maestro y discípulo entre los santos de Atenea, de modo que Cristal no podía contarles de las misiones que completó como mercenario. Sí que les contó, en cambio, de la primera tentativa de golpe de Estado de Alexer, hacía ya unos veinticinco años. Los tiempos en que la URSS y Estados Unidos parecían rivales comparables estaban por acabarse, de modo que el hijo del Señor del Invierno vio la oportunidad de convertir Bluegrad en la nueva capital de Rusia. Si se apoderaban de la nación ahora que estaba débil, la Ciudad Azul controlaría la mitad del mundo.

Demás estaba decir que la reacción del rey Piotr fue la misma que la del segundo intento de golpe de Estado, cuando Alexer salió del inframundo dispuesto a cumplir su cometido. Él era, más que un hombre de paz, un hombre de su pueblo. No llenaban su corazón la sed de poder, ni la codicia, sino el canto de unos niños que no conocían el hambre, el valor de hombres y mujeres que ganaban la batalla más importante de todas, la del día a día, la bondad de un mundo que no necesitaba abandonar ni a los mayores, ni a los enfermos, por ser demasiado débiles para sobrevivir. Pero para Alexer el apoyo de su padre era un mero accesorio, no tenerlo no cambiaba nada. Haría lo que tenía que hacer, antes de que Bluegrad fuera parte de una nación destinada a desaparecer.

—Era un peligro —dijo Cristal—. Sabéis lo que hace el Santuario con esa clase de peligro. —Los dos santos asintieron, Noesis con especial gravedad.

El joven Camus de Acuario fue enviado para ejecutar al entonces príncipe Alexer. Un adolescente contra un hombre adulto, parecía excesivo, una estratagema del Sumo Sacerdote para desembarazarse de un soldado demasiado despierto, en exceso observador. Fuera esa la razón, o no, el resultado hablaba por sí mismo: Camus había nacido para ser santo de oro, ya siendo un niño vestía el manto zodiacal que superaba al resto de armaduras de la Tierra, por lo que el hijo de Piotr cayó en combate y su ejecutor regresó al Santuario como un héroe y un elemento valioso.

—El hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra —dijo Fang, palmeándose la cara—. Que el príncipe nos sirva como ejemplo.

—Lo importante es que aprendió la lección —replicó Noesis—. A la tercera va la vencida. Eso también se dice mucho.

—Os equivocáis. —Cristal tomó lo que le quedaba del café, sabiéndose observado por el par—. No se trata de lo falibles que somos los humanos, ni nuestra capacidad para redimirnos o corrompernos, sino de confianza. El príncipe Alexer era mi camarada y yo hice llegar al rey Piotr sus inquietudes mezcladas con mis propios prejuicios. El resultado fue la muerte prematura de un hombre que albergaba el bien en su interior.

—Como dices, somos falibles —señaló Noesis, dejando la taza vacía en la mesa.

—Yo, por ejemplo, tengo más sueño ahora que antes de llenarme de cafeína —admitió Fang, cuyos párpados se abrían y cerraban a merced de un picor que combatía haciendo muecas, para evitar rascarse—. Todos tenemos nuestros fallos.

—Sabéis lo que quiero decir.

—Lo imagino —dijo Noesis—. Tú eres un guerrero azul, un hermano de armas para nosotros, los santos de Atenea. Los caballeros negros… Bien, nuestra camaradería fue impuesta por la Suma Sacerdotisa.

—Que está muerta —intervino Fang.

—Sí —prosiguió Noesis—. Se podría decir que con ella murió ese lazo que lo unía todo. Por eso estás aquí, Cristal, por eso está aquí Tetis. La alianza entre todos los defensores del mundo debe sobrevivir a todo esto, acabe como acabe. El caso de los caballeros negros es más complicado. Todo lo que nos unió durante la guerra entre vivos y muertos se hizo añicos durante la Semana Sangrienta. Que justo nos acompañen los que no participaron de esa matanza, bien, hace que la confianza entre santos de Atenea y las sombras esté en un punto intermedio entre la vida y la muerte.

Con ese discurso, Noesis no se ponía a favor, ni en contra de los caballeros negros que navegaban junto a ellos. Dándose cuenta de ello, Cristal dijo:

—¿Acaso tú no has cometido errores imperdonables?

—Soy humano.

—Sé que, como Lesath de Orión, no acudiste al llamado del Santuario durante la Guerra Santa contra Hades. Tampoco en la Noche de Podredumbre se supo de ti.

—Estaba expiando mis pecados.

Así como Cristal relató esa pequeña parte de su pasado, Noesis habló de un santo de plata notable. El más grande en un tiempo en que Orfeo de Lira había desaparecido. Sin entrar en detalles, explicó que había sido enviado a ejecutar a un cierto grupo de personas especializado en la magia por el peligro que podían suponer para el mundo. Noesis obedeció, infiltrándose en el grupo, haciendo amigos e incluso involucrándose en un embarazoso triángulo amoroso con una mujer que, por decirlo con sencillez, movía su mundo cada que le guiñaba un ojo.

—Después los maté —dijo Noesis—. A todos. Quinientas personas.

—Déjame adivinar —señaló Fang—. Dejaste vivir a la chica.

—Ella estaba encinta —admitió Noesis—. No me atreví. Cuidé de ella y de su hijo, sin recibir nunca su perdón, yo tampoco me sentía digno de él. Cuando se lo pedí, estando ella en su lecho de muerte, me escupió en la cara. Solo entonces sentí un poco de paz.

—Porque dudaste —dijo Cristal—. Todo este tiempo, dudaste si era lo correcto o no.

—Esa gente era grande en la magia —explicó Noesis—. Poseían el poder para sellar espíritus maléficos y tenían el convencimiento de poder exorcizar al Sumo Sacerdote del Santuario, que se había negado a incluirlos en su seno. Yo fui a ver a Su Santidad después de saber el objetivo de ese grupo de magos errantes, habiendo sido instruido en la magia y descubierto un nuevo método de sellado que combinaba la magia y el cosmos. Si el representante de Atenea en la Tierra estaba poseído por algún diablo, sentía que yo mismo debía ayudarle, pues ese hombre confiaba en mí y yo confiaba en él. ¿Sabéis lo que sentí entonces, solo en el trono papal, ante él?

—Si me dices que sabías que era Saga de Géminis, te golpearé —advirtió Fang—. Porque no revelarlo te convertiría en alguien más vago que yo.

—Eso es una falacia lógica —bromeó Cristal, aunque sin sentir verdadera alegría.

—Con solo ver al Sumo Sacerdote, supe que no había nada en su interior. Ningún espíritu malvado susurrándole que tomara malas decisiones. Así que regresé a mi puesto y cumplí con mi deber. Pensé que el objetivo de esa gente, tal vez no fuera exorcizar al representante de Atenea en la Tierra, sino todo lo contrario. Esos chamanes podían sellar espíritus, así que, ¿por qué no iban a poder controlarlos? La posibilidad bastó para que mi mano matara a los ancianos, las mujeres y los niños, pero no me permitió matar a quien aún no había nacido. Quedé a un solo paso de cometer un genocidio, porque en realidad no tenía ninguna seguridad de nada.

—¿Estás seguro de que no estaba poseído? —dijo Fang—. Se sabe que algo surgió de Saga de Géminis, el usurpador, cuando lo alumbró la luz de la Égida.

—Algo, sí. El propio Saga de Géminis. La tercera constelación del Zodiaco, a diferencia de las demás, existe bajo la influencia de dos almas. Cástor y Pólux. Una piensa como un hombre, capaz de lo peor y lo mejor; la otra piensa como un dios, con la férrea convicción de poder dar al mundo lo que necesita. ¿Qué ocurre cuando el alma más débil arroja sus inseguridades a la más fuerte? La fortaleza se vuelve debilidad. Así nació un tirano incapaz de ver sus propios errores. Ese es el mal que extirpó la Égida. Ahora lo sé, pero entonces, cuando supe que quien había usurpado el trono papal había muerto suicidándose, de verdad creí haberme equivocado. Durante años, fui incapaz de decidir si había hecho lo correcto o no, si era un héroe o un monstruo.

—¿Y qué decidiste? —preguntó Cristal.

—Que era un hombre.

Sencillas palabras para una raza sencilla. Los tres podían entenderlo. Fang y Cristal, sin haber estado ahí, imaginaban a Noesis de pie frente a la mujer que amaba, sintiendo su odio recorrerle el rostro. Comprendían, como él lo comprendió entonces, que para Noesis nunca fue una cuestión de si era necesario matar a esa gente. Él, en todo momento, se había juzgado culpable. El acto en sí era para el santo de Triángulo, vil.

—Somos falibles —dijo Cristal.

—Somos imbéciles —soltó Fang, sin poder contener el impulso de rascarse.

—¿Retsu…? —preguntó Cristal.

—Sí. Como jamás le ha crecido la barba parece más joven de lo que es. A diferencia de su madre, nunca ha podido odiarme, soy todo lo que conoce. Su modelo a seguir. —Noesis esbozó una mueca triste—. Me duele más el cariño que me tiene que todas las discusiones que tuve con su madre —admitió, acariciándose la cabeza; ciertas cicatrices podían verse bajo el cabello y en el cuero cabelludo, si se prestaba atención—, supongo que la diferencia está en lo que un hombre como yo merece.

—Él te animó a volver al Santuario —adivinó Cristal.

—Así es. Para exorcizar espíritus malignos. De algún modo eso acabó en los dos encerrados en una prisión infernal bajo la acusación de acosar a unas ninfas que ni siquiera habíamos visto. —Por primera vez desde que empezó a hablar, sonrió. La respuesta gesticular de Fang podría parecer una sonrisa—. De ahí, nos enrolamos en la división Dragón, destinada a defender el mundo de las huestes del Hades.

—Zombis inmortales, monstruos de leyenda, espectros de hielo, fantasmas… ¿Esperabas tantos exorcismos en tu vida, chamán? —preguntó Fang.

—Había más maldad bajo nuestro mundo de la que jamás imaginé —admitió Noesis—. Y sin embargo, en comparación a la maldad que nos rodea ahora, no es nada.

Mientras llenaba de nuevo las tres tazas, Cristal sintió un estremecimiento. Las palabras de Noesis, ahora que sabía su pasado, tenían un aire profético.


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Publicado 29 enero 2024 - 09:53

Saludos

 

Capítulo 191. Tan solo una disculpa

 

Tras seis horas de trabajo constante, Garland se dejó caer el suelo, agotado de donar sangre. Le parecía algo de risa, verse tan debilitado por tan poco. En su día, había tenido que combatir por más de cien semanas, conteniendo un ejército interminable, sin apenas comer o dormir, teniendo fe en que se resolviera el entuerto en que la humanidad se había metido. Luchar con la legión de Cocito fue lo más parecido a esos tiempos locos, no esto, esto era un donativo sin importancia. Cerrando los ojos, preso de un sueño tremendo, el santo de Tauro reflexionó que tal vez fue esa batalla lo que lo había debilitado; incluso si solo eran la recreación de los miedos de los santos de Atenea, incluso si el Lamento de Cocito, sellado en el Hades, no se manifestaba en la superficie, había sentido el frío del infierno. El manto de Tauro había muerto en esa batalla.

Se llevó la mano al pecho, sintiendo los latidos de su enorme corazón. Todavía latía con fuerza, aunque faltaba algo. Era una tontería pensarlo; cristalizado a Cero Absoluto, el manto de Tauro habría sido de las vestiduras imposibles de restaurar, dado el tiempo que tenían. Estaría en la misma situación que los mantos de Cerbero, Can Mayor y Can Menor, si no se hubiese lanzado como un kamikaze contra aquel ángel del Olimpo. Sin embargo, ahora, rodeado de oscuridad en tiempo y espacio, extrañaba esa luz maravillosa capaz de despejar las tinieblas del mismo Hades. Añoraba esa segunda piel que le impelía a ser mejor de lo que era, de lo que jamás había sido.

—Tal vez sea bueno que te portes un poco mal —sugirió Tetis.

—Eres cruel —replicó Garland.

—Ráptala —insistió Tetis—. La maldición necesita ser recargada.

—Eres… —Garland miró a un lado. Los mantos sagrados restaurados se mezclaban con aquellos que no tenían salvación. Lisbeth descansaba a los pies del tótem de Triángulo, siendo abrazada por su padre. Ella también se había agotado, aunque el resultado bien valía la pena el esfuerzo: Zaon, Marin y Joseph vestían los mantos de plata relucientes, carentes de la menor grieta visible, aunque eso no tenía por qué significar que había sido una completa recuperación. Con todo, era algo bueno de ver. Una sonrisa se formó en el rostro del santo de Tauro hasta que recordó el comentario de Tetis—. Eres cruel. ¿Por qué los dioses sois tan crueles con nosotros los humanos?

—Dímelo tú, inmortal.

—Saber que sobrevivirás a los tataranietos de tus amigos y enemigos no ayuda a ser una buena persona, desde luego.

—¿Sugieres que Hades tuvo razón todo este tiempo?

—La incertidumbre sobre la vida después de la muerte ha movido a la humanidad durante miles y miles de años. Eso hace que el método de Hades funcione.

—Mas no que sea correcto.

—Si los hombres siempre son niños, los dioses se aburrirán de ellos.

—¿Insinúas que no nos hemos aburrido todavía? —dijo Tetis.

—Estás aquí —espetó Garland—. ¿Por qué? ¿Te espera a alguien al otro lado?

—Es posible.

—Ya, a mí que me… ¡Espera! ¿He acertado?

En lugar de responder, Tetis dio media vuelta, eliminando la ilusión bajo la cual se habían dado todas las reparaciones. Ni lo dicho en esa parte del Argo Navis Negro había sido escuchado por la tripulación, ni lo allí hecho había sido visto.

 

—Sí que han trabajado muy duro —advirtió Makoto, observando en silencio cómo Michelangelo vigilaba el sueño de su hija.

El tótem de Erídano había sido el último trabajo de la herrera, si bien no fue necesaria la sangre para revivir aquel manto sagrado. Uno de los caballeros negros lo observaba con sumo interés, dibujándose una sonrisa entre el tupido bigote y la cuidada barba. La abundancia de vello facial en Llama, pues no era otro más que él, junto a las numerosas cicatrices que tenía en la cara, hacían que pareciera mayor de lo que era en realidad. Justo lo contrario que pasaba con Retsu de Lince. Makoto se hizo notar con un carraspeo, sintiéndose mal por haberse quedado mirándolo; Llama tardó en reaccionar.

—Es un gran manto sagrado —dijo sin dejar de mirar el tótem—. Incluso si es de bronce, la constelación que le dio origen representa las aguas donde murió el hijo del dios Apolo, por eso quienes lo portan suelen aprender a crear y manipular el fuego. ¡Oh! Han pasado seis horas, esperamos un relevo pronto.

—No estaba pensando en eso —replicó Makoto, consciente de haber puesto cara de extrañeza mientras lo escuchaba. Él mismo había visto ya cómo varios caballeros negros, inquietos, murmuraban que abajo se lo estaban pasando muy bien y que eso era malo para la misión, aunque era bastante probable que en su fuero interno más de uno quisiera pasarlo bien también. No le extrañaba que una de las sombras se apartara del grupo, cansado de esperar, lo que le resultaba extraño era—: Es raro que le des tanta importancia a si un manto es de bronce o de plata.

—¿Por qué no habría de dársela? —Llama ladeó la cabeza, mirándole por fin—. En Hybris, los caballeros negros de Fénix son soldados rasos, el resto de caballeros negros de bronce son la fuerza de choque y los caballeros negros de plata son nuestros oficiales. Hay pocas excepciones, como en vuestro ejército.

—Pero tú eres un caballero negro de plata —dijo Makoto.

—Empecé como uno de bronce —explicó Llama. A Makoto no le sorprendió que la herética orden de Hybris considerase los ascensos—. Erídano Negro, como mi padre.

Una idea pasó por la mente de Makoto, quizá debido al encuentro con Cristal.

—¿Tu padre también respondía al nombre en clave de Llama?

—Ajá.

—¡Entonces, era un guerrero azul!

—Un guerrero azul que fingió ser caballero negro, hace muchos años, para investigar al hombre al que ahora sirvo yo sin reservas. Eso sí que es raro, ¿no crees?

—Rarísimo —reconoció Makoto—. ¿Tu padre…?

—Murió durante la Pacificación —dijo Llama, el nuevo y joven Llama—. Yo soy su hijo natural, no tengo nada que ver con Siberia y la Ciudad Azul. Las campañas de los mercenarios de Rusia son muy largas, ¿me entiendes? —Sonrió con cierta picardía, y a Makoto le resultó ridículo sentir vergüenza por eso, pero la sintió de todas formas—. Es largo de contar, digamos que Cristal sumó muchos efectivos a Hybris, incluyéndome.

—Y ahora es un guerrero azul.

—Nunca dejó de serlo, en el fondo, como yo nunca dejaré de ser una sombra.

Makoto asintió, notando el peso de esa declaración.

—Fuiste caballero negro de Erídano. Aun así, hablaste de los que portan el manto de Erídano, sin incluirte a ti.

—Ni las nuevas armaduras negras construidas por Oribarkon para la guerra, ni tampoco vernos en un espejo tal cuales somos, cambia que somos insignificantes frente a los santos de Atenea. Sombras. Imitaciones.

Con el permiso de sus oficiales, que a su vez lo obtuvieron de Ícaro, treinta de los cincuenta caballeros negros de cubierta se movilizaron hacia las escaleras. El ruido de los pasos de tantos hombres contra la madera se confundió con el de los remos del navío hendiendo las aguas benditas de la santa de Cefeo y el de la destrucción interminable que daba forma a la cuenca. Justo en ese momento llegaba Triela de Sagitario con un nuevo informe de reconocimiento: sin necesidad de palabras, indicaba que era seguro seguir. El viaje proseguía sin percances, aunque ya para esas alturas estaban tan distanciados de la Tierra como del Jardín de las Hespérides, a donde se dirigían. 

 

Poco después, llegaron treinta caballeros negros de refresco, algunos de los cuales lucían caras enrojecidas por el vino, lo que les granjeó duras palabras y aún más duros golpes de Icario, ora en la cara, mandándolos al suelo, ora en el estómago.

—¡Esto es una guerra, soldados! —gritó Ícaro, un simple muchacho, desprovisto de armadura—. ¿Es la guerra tiempo de festejos?

—Pues lo cierto es que sí —respondió desde abajo Eren, enderezándose. El alcohol le había teñido de rojo las mejillas, pero no embotado los sentidos. Miró a Ícaro a los ojos, y sin el menor titubeo, dijo—: ¿Si no celebrara cada victoria en batalla, qué le quedaría al bando que pierde la guerra? Solo la suma de un montón de esfuerzos inútiles.

Una mueca despectiva se formó en el rostro de Ícaro.

—¿Qué batalla crees haber ganado, tú que ya nos crees derrotados?

Eren se golpeó el pecho con el puño.

—¡Celebro que estoy vivo!  

Los caballeros negros censurados por el líder se fueron levantando, dubitativos al principio, con decisión tras que Eren diera otro dos golpes contra el pecho.

—Cualquiera puede vivir —dijo Ícaro.

—Lo que puede hacer cualquiera es morirse —negó Eren—, solo tiene que saltar hacia el cuchillo. Eso es lo que estamos haciendo en esta lúgubre cubierta. Desviamos la mirada de los santos, avergonzados por lo que hicimos y no hicimos. Ansiamos poder morir en batalla para poder redimir nuestros pecados. ¡Llevo toda mi vida pensando que el alcohol revuelve las tripas, cuando es la cobardía lo que lo hace! Es ahora que siento la muerte tan cerca que quiero vivir con más ganas que nunca.

La mueca de Ícaro se formó en sonrisa. Una sonrisa cruel.

—Podría tirarte por la borda para que nades de vuelta a casa. ¿Eso es lo que quieres?

—Yo no quiero morir, señor. Lo que me pregunto es si usted quiere vivir.

Se hizo el silencio. Más y más caballeros negros fueron subiendo a cubierta, uniéndose a los más descansados. Eran un semicírculo de sesenta hombres desde babor a estribor, con Ícaro y los que no habían dormido una pizca en el centro, con Eren como líder.

—Aparta, oficial —ordenó el caballero negro de Sagitario.

Lo curioso fue que Eren lo hizo. Todos se apartaron, permitiendo que su líder militar bajara a tomarse un respiro. Tal era la obediencia que le debían a aquel muchacho que era el mejor de todos ellos. El resto de hombres en cubierta que llevaban seis horas de vigilancia lo siguieron en riguroso orden, siendo los puestos de todos ellos ocupados por las tropas de refresco. Un murmullo llenó el lugar, de oficiales de la antigua Hybris presentándose a los santos de Perseo, Águila y Centauro, quienes no daban signos de fatiga. Los santos de Atenea estaban hechos de otra pasta, decían muchos.

 

Otra cosa que decían era que a lo mejor el caballero negro de Sagitario conocería el verdadero placer en ese día. Era un ejército disciplinado, pero algunos de sus miembros se habían pasado con la bebida, en opinión de Makoto.

—Creo que me voy a dormir —dijo Llama, conteniendo un bostezo—. Cristal no tardará en aparecerse por aquí. No te le acerques. Apestará a café.

—¿Cómo uno puede apestar a café? —preguntó Makoto—. Ah, no importa. Solo quería decirte… —¿Debía él mismo hacer una chanza sobre cómo le gustaría festejar la vida a las puertas de la muerte? ¿Hablarle de cómo seguirían siendo sombras mientras se vieran a sí mismos como tales? ¿Reprenderlo por vago y obligarle a seguir trabajando?—. No importa. Oro, plata y bronce. No importa.

—Sí que importa. —Ladeando la cabeza ante los santos de oro, que mantenían todo en orden sin quejarse lo más mínimo, dio toda la explicación que podría darse con meras palabras. Y más—. Sabes que sí importa mucho.

De nuevo la santa de Sagitario se internaba en las tinieblas que todos temían. De nuevo sin ninguna queja, aunque ayudaba que Triela no hablaba.

—Pegaso, el caballo inmortal, llevó a los héroes de antaño a los cielos de los dioses. Perseo, hijo de Zeus, obtuvo lo que ni el mismo Heracles: un final feliz. A Amaltea debe el rey de los dioses haberse sentado en el trono, pues uno debe estar vivo antes de ser rey, incluso si es un dios. Todas las constelaciones en el cielo son valiosas, leyendas inmortalizadas hace mucho tiempo. Erídano no es inferior a Centauro, Centauro no es inferior a Sagitario, todos esos mitos fueron queridos por los dioses. Y el infinito poder de esos mitos inmortales está ahora en nuestras manos mortales, para hacer milagros.

Llama se le quedó mirando, boquiabierto. En realidad, si Makoto se fijaba, muchos lo veían con curiosidad, incluyendo a Marin, que asentía aprobadora.

—Pensaré en lo que me has dicho, amigo.

Makoto hizo un gesto de asentimiento. El caballero negro se dirigió a las escaleras, siendo el último de los suyos en retirarse.

—¡Hay sombras porque hay luz! —exclamó Makoto en el último momento.

—Las sombras no están tan mal —dijo Llama, mirándolo de reojo. Sonreía como un sátiro—. Se hacen cosas muy divertidas. Si quieres probar, aquí te esperamos.

Muchos rieron la chanza alrededor incluso después de que las pisadas de Llama dejaron de oírse. Hasta Makoto participó de ellas, aunque no porque la idea de descansar le tentara demasiado. En parte, tenía un mal presentimiento, por eso se quedaba ahí.

Sí, en parte, porque también había otra razón. Caminando hacia la barandilla, entre dos caballeros negros que se aferraban con fuerza el estómago, espantados de la idea de vomitar en esas aguas, Makoto terminó mirando hacia abajo. Le recibió la cara enojada de Aqua, toda líquido, incluyendo el cabello. En las mejillas hinchadas nacía una encantadora espuma, mojando los bordes de la máscara.

Makoto reunió por fin fuerzas para hablarle, mediante telepatía.

Hola. ¿Todo bien por ahí?

¿Me hablas del espacio entre espacios, al borde de las dimensiones, la oscuridad que subyace al universo y el tiempo hecho agua que son los mares olvidados? —preguntó Aqua en el mismo lenguaje que resonaba solo en la mente de los seres pensando—. Seguro. La máscara ayuda con el frío. Un poco.

En cuanto los dos caballeros negros se alejaron, el rostro enmascarado de Aqua se confundió con el resto de aquel río infinito, aunque seguía ahí, presente.

Yo quería… —empezó a decir Makoto, callando al poco rato.

Será mejor que empieces con alguna tontería —dijo Aqua. Aunque seguía usando la telepatía, de algún modo sonaba como si le hablara desde donde los remos hendían el agua sin descanso—. Así empiezan todas las conversaciones aquí.

Y como para animarlo a hablar, le dio un suave bofetón, como el viento que también era. Aqua, diosa del mar, era la garantía de que pudieran respirar en ese sitio y podía tomar esas libertades sin que nadie le quejara nada. Aun siendo de plata, era tan fundamental en esa misión como los santos de oro.

«Si empiezo a pensar así, tendré que disculparme con Llama —reflexionó Makoto.»

Entonces supo cómo empezar.

Pude hablar con Llama.

Ah, claro, Llama. ¿Quién es? Creía que solo contábamos cuatro santos de oro. Bueno, y el chico al que mangonean sus propios soldados, y mi hermana mayor Tetis, y Deucalión, digo… ¡Ah, como sea, el Sumo Sacerdote!

Él no es un santo de oro —dijo Makoto—. Ni siquiera es un santo de Atenea. Es el hijo de un guerrero azul que fingió ser un caballero negro.

¡Qué lío! —dijo Aqua con honestidad. Ahora estaba del otro lado del barco y la voz sonaba lejana, aunque eso solo eran apariencias.

Conocí a su padre hace trece años —prosiguió Makoto—. Entonces yo era un lancero, había fracasado en el entrenamiento como santo. ¿Quién mandaría a un renacuajo como yo a aspirar al manto de Hércules? —Por un momento se recordó a sí mismo siendo llevado al Santuario por nadie menos que Marin de Águila. El recelo que le causó que al final fuera Ichi de Hidra quien lo entrenara se volvió nítido en sus pensamientos; parecía uno del montón, mientras que la santa de plata lucía como alguien muy importante, demasiado en aquel Santuario sin Sumo Sacerdote como para dedicar tiempo a entrenar a alguien de cero. Llegó a culpar a Ichi de su fracaso y llegó a perdonarlo mucho antes de la Noche de Podredumbre, cuando aceptó su sino y tomó la lanza—. También vi a Cristal, otro de nuestros tripulantes, aunque él no me vio a mí. Porque era un donnadie. Aquella noche lo era, mientras que ellos, los caballeros negros, los traidores, eran gente excepcional que salvó nuestras vidas.

Te has tomado a pecho lo de empezar con tonterías… —bromeó Aqua, de nuevo bajo la barandilla en que estaba Makoto. Casi esperó que la lengua de la santa de Cefeo le saliera de la máscara—. ¡Es una broma! Sigue.

El barco se detuvo. Una nueva ampliación iba a tener lugar. Mientras hablaba, Makoto vio los cuerpos errantes de alrededor colapsar, para dar forma a la cuenca más allá de la oscuridad. Pudo leer en esa operación delicada el cosmos de Kanon y de Ofión, y a la vez, creyó notar que era este último el que hacía mover los remos. El santo de Aries era un auténtico maestro de la telequinesis, como era de esperar.

Tú solito te haces la fama.

La barrera que marcaba el final de la cuenca fue pulverizada ante un gesto de mano del santo de Géminis, aunque eso Makoto, desde donde estaba, solo pudo intuirlo. La santa de Sagitario volvió a hacer lo que había hecho ya un par de docenas de veces. Aun así, muchos caballeros negros ahogaron gritos de asombro y al propio Makoto se le puso la piel de gallina. ¡Hacía falta mucho valor para internarse sola en lo desconocido!

«También hace falta mucha cabeza para no arriesgar a todo un ejército por no saber dónde te diriges —se tranquilizó Makoto, confrontando las labores de líder y soldado.»

Antes era un lancero, ahora soy un santo de Atenea —dijo Makoto.

—¡Hay sombras porque hay luz! —gritó Aqua, haciendo reverberar todo el río. Más de la mitad de los argonautas se sobresaltaron y al resto no le dio tiempo de reírse de la imitación de voz, si bien Gestahl Noah se atrevió a dirigirle una sonrisa cargada de intención—. Además, por lo que sé, de haber sido lancero habrías sido parte del ejército que puso de rodillas a mi hermano Aqueronte.

Makoto no pudo menos que parpadear, dándose cuenta de que la escena que vivió trece años atrás no sería igual ahora. Terminando de comprender hasta qué punto Akasha de Virgo lo había cambiado todo; mientras que él solo podía rabiar por los cambios que suponía la Guardia de Acero, los cambios se daban de todas formas.

¿Soy un hipócrita?

Eres contradictorio, como todos los humanos.

Un chorro de agua surgió de donde había estado la santa de Cefeo hacía un momento, trazando un arco sobre el Argo Navis Negro hasta el otro lado. La máscara destellaba en medio como la luna, la silueta de una doncella se intuía en el fenómeno.

Todo lo que ha pasado, nos ha llevado hasta aquí —reflexionó Makoto.

He estado pensando —dijo Aqua. La voz, siempre presente en el cerebro de Makoto, iba acompañada del sonido de chapoteos. No le dio tiempo al santo de Mosca de hacer una broma—. ¿Por qué te encuentras con esas personas ahora? Me parece que puede tener que ver con que estuviesen en el Santuario la Noche de la Podredumbre.

¿Qué tanto podrías saber de eso? Estabas…

Muerta, sí, ¿y qué? Lo que todo el mundo sabe, lo puedo saber también yo.

—Tiene sentido —admitió Makoto.

Vencer a Caronte de Plutón es la razón de existir de esta generación de santos —dijo Aqua—. De los que obtuvieron un manto sagrado y de los que no. Tú y ese tal Llama sois parte de eso. ¿Ves como es muy simple?

Ahora lo veo —dijo Makoto. De pronto, el estómago empezó a rugirle.

Oigo tus tripas desde aquí —señaló Aqua, frente a proa, en espera. Triela estaba tardando más de lo habitual en traer el informe—. Atrévete a vomitar sobre mi cuerpo y veremos si eres tan excepcional como presumes.

Makoto iba a descartar ese nuevo intento de desafiarlo cuando su mente, tan distraída y dispuesta a evitar lo que de verdad quería decir, hizo una nueva conexión.

Vomité en el pelo de una sirena, una vez.

Yo no soy una sirena. Nací siendo diosa, no un pescado.

Por alguna razón, aquello último lo dijo con especial enfado.

No pretendía ofenderte —aseguró Makoto—. Solo caí en la cuenta de que nunca volví a verla, ni pude disculparme. En realidad, nunca pensé que necesitaba disculparme hasta que te vi con esa… máscara… condenando nuestros estómagos.

Pues si no pensaste que debías disculparte, estoy segura de que no la buscaste, así que es normal que nunca la vieras. En la guerra lucharon muchas sirenas y marinos. Bastantes murieron —lamentó Aqua, transmitiendo al santo de Mosca el aguijón de la tristeza—. Si te hace sentir mejor, los peces ya están acostumbrados a que los humanos llenéis su mundo de basura. Un vómito más, un vómito menos, ¿qué importa?

Con cierta pesadez, Makoto asintió. Cierto era, pensar en eso era perder el tiempo. Ya había desechado la posibilidad de volver a la Tierra. Iba al Jardín de las Hespérides a luchar y morir, como muchos en el Argo Navis Negro. ¿Qué sentido tenía pensar en si pudo o no disculparse con alguien a quien ni siquiera había conocido?

Sobre todo, cuando lo que de verdad deseaba era disculparse con quien sí conocía. Quizá no llegaron a ser amigos, pero la apreciaba de todas formas.

—Lo siento —se atrevió a decir Makoto, por fin—. Yo maté a Ignis, tu amigo.

Apenas cuando vio a Aqua aparecer ante él, no como un rostro en el río, sino como un ser de agua apoyado en la barandilla, mirándole, se dio cuenta de que habló en voz alta.

Lo sé —dijo Aqua, de forma mental—. Hiciste tu trabajo como santo de Atenea. Yo, en cambio, quise salvar a un enemigo de Atenea. Yo y Terra lo intentamos. Incluso si solo éramos tres almas errantes que renacieron en la Tierra, creo que pudimos ser una familia, si a él se le pasaba el trauma con las mujeres fuertes. —Durante un momento, Aqua se acarició el cuello, puro líquido—. Sus demonios internos eran demasiado fuertes para nosotros, y había hecho demasiado daño a nuestro amigo, Alexer, como para que este le diera una nueva oportunidad. Quizá, si no hubiese perdido la consciencia… —sacudió la cabeza—. No, lo que ocurrió, debía ocurrir.

—dijo Makoto—. Habría hecho un gran daño al mundo, mayor a lo que hizo en Bluegrad, pero eso no cambia mucho, ¿verdad?

Terra, Ignis y Alexer siempre serán mis amigos —asintió Aqua—. Si ellos no lo ven así, me da igual. —Se encogió de hombros y rio antes de deshacer ese cuerpo, volviendo al río. La máscara flotaba por la corriente, hacia abajo, mientras seguía hablando—. Ahora Ignis tiene una nueva oportunidad en ese infierno sin rey, Terra anda por este mundo que ya no venera a los reyes y Alexer debe ser el primer Señor del Invierno en gobernar sin un Trono de Hielo. Los envidio a todos, yo que soy una diosa en un mundo que ya no cree en los dioses.

Yo creo —dijo Makoto.

No lo haces, nadie lo hace ya. Y está bien, los dioses lo quieren así.

Te reconozco como una diosa, ¿no es suficiente?

Para nosotros, nunca es suficiente estar abajo.

¿Qué? ¿¡Desde cuándo estábamos hablando de esas cosas!?

Avergonzado, se apartó de la barandilla y empezó a golpearse las mejillas, rojas. El silencio de Aqua podía indicar que no había entendido el cambio de tema, pero antes de que se pudiera aclarar nada, llegó Triela.

Los santos de oro hablaron en proa, al parecer el camino se estaba haciendo tortuoso. Tetis, de sentidos acordes a su divinidad, advirtió que un mísero desvío y acabarían cerca de uno de los Reyes Durmientes, si bien Makoto no pudo entender el nombre, demasiado raro. Gestahl tranquilizó a todos, aduciendo que contaba con el recurso que los habría llevado hasta el Jardín de las Hespérides de no haber nadie más allí para abrirles el otro lado del túnel de gusano, un tesoro que podía salvarlos en caso de necesidad. Pasados un par de minutos, aquella élite se puso de acuerdo y el Argo Navis se puso en marcha, justo a tiempo de que la luz no los abandonara.

Veo tu sonrisa —dijo Aqua, desde algún lugar en la lejanía—. Cuando viste a la Silente, sentiste alivio, y peor aún, esperanza. El peor de los males, aquel que separa a los hombres del resto. Es triste vivir en un mundo lleno de esperanza.

La esperanza no tiene nada de malo —replicó Makoto—. ¿Acaso tú no la sientes? Porque ese amigo tuyo, Terra, viva en paz. Porque Alexer sea un buen rey.

Siento la esperanza latiendo en mi pecho —admitió Aqua con voz dolida—. De que un día, tú y yo, cumplamos juntos una misión. Aunque me han dicho que Azrael está muerto, aunque conozco la fuerza de los Astra Planeta y sé que toda esta tripulación moriría con que solo uno de ellos respirara muy fuerte ante nosotros, a pesar de todo eso, espero ese futuro. ¿Imaginas algo más cruel que una esperanza vana? Existe la desesperación porque existe la esperanza. No son opuestos, son lo mismo.

Es doloroso —dijo Makoto, llevándose la mano al pecho—. Pero es el dolor del que nacimos los santos de Atenea. Y en el que moriremos.  

Atrás, Lisbeth de Cincel Negro se despertaba de una pesadilla. Hablaba de armaduras sin vida, de un agujero negro consumiendo las estrellas del cielo, sangre del universo. Michelangelo la tranquilizó con suaves palabras, e incluso Garland se alzó para decirle que podían continuar el trabajo después, que él tenía que recargar la inmortalidad en algún enchufe mágico. La broma hizo reír a la herrera, que volvió a dormir.

Entonces, Makoto recordó algo. Aun si no estaba seguro, a esas alturas, decidió que Aqua necesitaba saberlo. Que merecía saberlo.

—Él estaba sonriendo. Al final, incluso él halló la paz que estaba buscando.

Por un momento, Aqua se quedó mirándole, ocultos sus sentimientos por la máscara.

Gracias, Makoto —dijo Aqua—. Por sentir esa pena por mí, gracias.

Para eso están los amigos —respondió Makoto, sintiendo que era sincero.


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Publicado 05 febrero 2024 - 12:01

Saludos

 

Capítulo 192. Vuelta de tuerca

 

Al igual que Lisbeth, Bianca de Can Mayor se levantaba de una pesadilla. Estaba en isla Thalassa, cumpliendo su parte en el plan de la Bruja y la Tejedora de Planes. Un hombre acabó sobre ella, rendido a sus encantos, llevaba las manos al lugar prohibido. Ella lo apartaba del rostro y él la ahorcaba, acusándola de ramera.

Que ella hubiese sentido felicidad por quién era ese hombre, sobre todo al sentir las manos en el cuello, era lo que hacía del paseo por el reino de Morfeo una pesadilla.

—¿Ocurre algo? —preguntó su compañero, tendido como ella en una cama sin mantas.

Bianca se puso de pie, respondiéndole entre estiramientos:

—Comparado con mis otros amantes, eres un honroso seis, chico de Hybris.

—¿Un seis? —La mirada ceñuda de Kazuma fue hacia la cama, donde pequeñas gotitas de sangre evocaban la época en la que la virtud de una doncella era cuestión de estado. Ese rojo no tenía nada de femenino, claro, había bajado desde la espalda que Bianca había marcado, movida por el frenesí mientras decidían quién estaría arriba y quién abajo—. No sonabas como un seis, mujer.

Bajo la máscara, Bianca relamió el sabor del orgullo herido, pero no duró mucho esa fachada de chica mala. Al pisar su uniforme arrojado entre las mantas desperdigadas de cualquier manera, sintió un estremecimiento que la empujó a abrazarse a sí misma. Tenía parte del cuerpo vendado, después del tratamiento exprés y caballeroso de Minwu, quien por supuesto estaba a mil mundos de distancia de la capacidad de Bianca para seducir a los hombres. ¿Cómo reaccionaría Kazuma si supiera que lo había admitido en su camarote por la frustración que le supuso que el médico del barco estuviera más interesado en Grigori de Cruz del Sur que en examinarla a ella a fondo?

—¿Es desagradable, no crees? —preguntó Bianca—. Yacer con una mujer sin poder besarla. Eso solo pasa con las prostitutas y conmigo.

—Respeto tus deseos —dijo Kazuma, mirándola con aquellos ojos castaños y decididos, bajo pobladas cejas—. ¿Esperabas que no lo hiciera?

—¿Crees que deberíamos desaparecer? —preguntó Bianca, saltándose ese aburrido tema y dejando boquiabierto a su amante—. Los santos de Atenea aparecen cuando el mal surge en la Tierra. Yo que pisoteo todo lo que significa la orden a la que sirvo, tú que tienes las manos manchadas de sangre, ¿no somos un par de esos malvados a los que nuestros camaradas deben eliminar? ¿Pensó alguna vez Hybris qué hacer al final de su trabajo, sabiéndose una organización formada por asesinos?

A través de la respuesta a esa pregunta, Bianca sintió que podría hallar una para sus propias inquietudes. Incluso si no podía hablar de estas de forma directa. No mancharía el recuerdo de esa persona si podía evitarlo, no lo haría.

Padre siempre dijo que seríamos nosotros los que decidiríamos nuestro destino.

—¿Y qué decide el hijo?

El retorcido juego de palabras pasó de noche en la mente de Kazuma, pues se había puesto en alerta al escuchar moverse la puerta.

Donde habrían esperado ver a alguno de los vigilantes autoproclamados, fuera la estirada de Mera, fuese el mal perdedor de Lesath, los dos amantes se encontraron al más fuerte de los caballeros negros, quien lució como el muchacho que era en realidad al ver a Bianca plantada allí, devolviéndole la mirada a través de la máscara. Paralizado, rojo, hipnotizado; iba a decir algo, pero tenía los labios entumecidos. Kazuma se apresuró a taparse de cintura para arriba con lo primero que encontró y saludar:

—¡Oficial Kazuma de la Cruz del Sur Negra!

—Ícaro de Sagitario Negro —respondió el joven, recuperando el control de sí mismo y haciendo notables esfuerzos por fingir que tenía la mirada en otra parte—. De los Seis de Hybris. Deberías descansar, oficial.

—Así lo haré, señor.

—Bien. Adiós, entonces.

No le salieron palabras para despedirse de Bianca, así que se limitó a hacer una inclinación antes de cerrar la puerta. No se apresuró mucho en eso.

—Vaya con vuestro general —rio Bianca—. Tiene sangre en las venas y todo.

—Es un muchacho —negó Kazuma—. Y creo que le han dado de beber. Ah, no entiendo nada, ¿esa máscara no debería ocultar tu feminidad?

—¿Hablas de mis caderas, mis pechos o mi vagina? —cuestionó Bianca con franqueza. No se había esforzado en esconder nada a los ojos de aquel muchacho. Nada, claro, salvo el rostro—. La gente no siente que combate con una mujer, si esta lleva la máscara y su oponente no la ama. Lo sabe, incluso los hay quienes se dirigen a nosotras, faltando a la costumbre, como mujeres, pero no lo siente así.

—¿Estás diciendo que Ícaro…? —La cara de espanto de Kazuma hizo que Bianca estallara en carcajadas. ¿Qué tan inocente podía ser un hombre hecho y derecho?

—Tengo mis trucos para enamorar a la gente.

—¿Los has usado conmigo, acaso?

—No te quejabas hace un rato.

—Esto es una tontería.

Irritado, el caballero negro se apresuró a la puerta, sujetando la sábana que lo rodeaba de cintura para abajo. Bianca se le interpuso, divertida.

—Estábamos hablando, ¿recuerdas? De crimen y castigo.

—Mi crimen es el asesinato. Mi castigo es no ver el mundo que nacerá de ello.

—¿Cómo acabó un hombre tan blando en la cadena de mando de Hybris? —cuestionó Bianca, moviéndose con suma agilidad para impedir a aquel hombre huir.

—Basta —pidió Kazuma, sujetándole los brazos. En el mismo momento en que hicieron contacto, el caballero negro recordó quién había llevado la delantera en el negocio del amor, la misma persona que lo llevaría ahora en la guerra. Como para desquitarse de aquella escena con Lesath, Bianca se zafó de la presa de la sombra y mandó a Kazuma de vuelta a la cama con un golpe de su palma. Parecía ligero como una pluma—. Lo lamento, no es correcto que un hombre… ¡Dios misericordioso! —La marca de la mano de la santa de Can Mayor resaltaba en el pecho de Kazuma, roja—. Si te respondo, ¿dejaremos esta farsa?

Cruzándose de brazos, Bianca respondió:

—La dejaremos, o la continuaremos, lo que tú prefieras.

—Está bien —dijo Kazuma, pasándose la mano por la marca y calculando los riesgos de un combate—. Estuve allí, en la Pacificación. Otros quisieron huir de la justicia del Santuario, yo confié en ella solo para ver cómo mis amigos eran decapitados por uno de los santos de oro a los que esperé toda una vida. Seguí muchas horas más, no fui parte de la camada del Cisma Negro, aunque el Santuario tampoco me prestó mucha atención. Soy débil para los altos estándares que la orden se puso. —Con un gruñido, Kazuma dejó escapar la amargura que eso le provocaba, el esfuerzo sobrehumano que debió realizar para convertirse en un simple descartado más—. Yo escuché el discurso de Akasha de Virgo. Era brillante, como la luz del sol saliendo al final de una noche muy larga. Entonces estaba desesperado y pensé así, ahora siento que ella era la legataria de los héroes legendarios que desafiaron a los dioses. Entrenada por todos ellos, continuó las enseñanzas de estos haciéndonos ver que no había más barreras que las que nosotros mismos nos imponíamos. A todos nos unía una cosa: vivíamos a la luz de la misma diosa, Atenea, desde el hierro al bronce, desde la plata hasta el oro. Éramos iguales.

—Siempre tuvo la cabeza llena de pájaros —dijo Bianca.

—Sí, claro, no somos iguales en realidad —admitió Kazuma—. Los caballeros negros que os acompañamos nos contamos entre los mejores de la orden y aun así no siento que aportemos nada. ¡Diablos! Yo, un monstruo para la gente común, no soy más que un juguete en tus manos, pero la voluntad de los santos de oro allá arriba hace del universo mismo un juguete aún más fácil de manejar.

—El universo no me excita mucho que digamos —murmuró Bianca, siendo de todas formas claro que le estaba escuchando con interés.

—Pero creer que es verdad, pensar por un solo momento que no hay barreras y que todos somos iguales, me llenó de paz. Por primera vez en toda mi vida supe lo que tenía que hacer. Incluso en la inmensidad del espacio exterior, donde reina la oscuridad, las estrellas pueden brillar. Me uní a los rebeldes del Cisma Negro porque sabía que eran como yo, simples muchachos que necesitaban que alguien les guiara, les mostrara el camino. Incluso si nuestros pecados fueron innumerables, podemos ser juzgados por ellos debido a que todos estos años fuimos seres humanos, no bestias.

Habiendo abierto su corazón, Kazuma esperó la sentencia. Bianca lo estudió en silencio, leyendo en la musculatura del hombre el trabajo duro que todos los hijos del Santuario conocían, desde aprendices truncados que se unían a la guardia hasta los santos de Atenea. En eso había pocos diferencias, todo el que entrenaba para convertirse en uno de los defensores del mundo tornaba su cuerpo en un arma matadora de hombres. Eso era lo que le había atraído del sujeto, eso y que hablaba como un buen chico, incluso si no lo era. Bastante bueno como para desquitarse, ahora adivinaba algo más y mejor, el alma humana, el espíritu de un héroe que desde un principio se negó a serlo.

—Así que, eso eres —se burló Bianca—. Otro fanático de Akasha.

—Confieso que soy de los que celebró el día en que la nombraron Suma Sacerdotisa. —Una sonrisa que era todo lo opuesto a ser un buen chico se formó en el rostro de Kazuma al añadir—: Esa celebración no fue un seis. Para nada lo fue.

—¿Enamorado?

—¿De una niña? Bromeas. La admiraba.

—La venerabas, como un ídolo.

—Puede ser. Por eso quise convertirme en lo mismo para quienes no podrían escucharla más. Tenía pretensiones demasiado elevadas, si lo pienso bien. Nunca logré nada.

—Sí que has logrado algo —dijo Bianca—. Despertar mi interés.

—¿Ahora? —Kazuma dejó escapar una risa cansada, que duró demasiado tiempo.

Paciente, Bianca esperó a que la garganta del caballero negro se secara.

—Ya sé tus razones para convertirte en la única persona a la que de verdad querrías matar, Ahora, ¿qué? ¿Lo dejamos, o continuamos?

Abrió las dos manos, una a cada lado, como invitándolo a escoger.

—No volveré a yacer contigo si no puedo besarte —respondió Kazuma, aunque todo su cuerpo respondía por él—. No eres ninguna prostituta.

—Ah, ¿no? —dijo Bianca, acercándose—. Durante el incidente en isla Thalassa, un hombre estuvo a punto de besarme. Yo vi que él quería y él vio que yo quería también. De no ser por la inoportuna de Hipólita, aquel habría sido el mejor de mis recuerdos, en lugar del quinto lugar en mi lista de episodios vergonzosos.

—¿Isla Thalassa? —repitió Kazuma. Todo un caballero, a diferencia de su superior; miraba al rostro enmascarado sin titubear—. No estuve allí.

—Algo me explicó la señora Lucile sobre ilusiones que se vuelven reales y demás tonterías —descartó Bianca, inclinándose hacia Kazuma—. Bien, respóndeme, ¿lo dejamos, o continuamos? Tu cuerpo simplón habla, tu interesante alma calla. Decide.

—Ya he decidido. No volveré a faltar a tu honra.

—¿Tu honra? ¿Quién habla así en esos tiempos?

Se alejó, riendo, mientras pensaba que muchos en el Santuario usaban ese tipo de lenguaje. Vivían en un pasado sempiterno, tan aislado del mundo en tiempo y espacio que apenas podían entender los cambios que allí ocurrían. No podían ser como los caballeros negros, tampoco podían ser mejores, estaban condenados a solo poder asegurar que quienes sí entendían a la gente hicieran algo, impidiendo el juicio divino.

—¿Vas a marcharte? —cuestionó Kazuma, sin animarse a perseguirla—. ¿Tanto miedo me tienes a mí, tu juguete? No sé de qué me extraño, ninguna bruja es valiente.

—Menudo carcamal estás hecho, las brujas pueden ser muy valientes. —Bianca se guardó de no incluirse en eso. Al fin y al cabo, ella no sabría decir qué era el valor cuando contabas con el poder para desgarrar el cielo y abrir la tierra; el límite entre valentía y cobardía se difuminaba a merced del cosmos infinito—. Y yo no he dicho nada de que me vaya a ir. ¿La edad te ha dejado sordo, también?

Apuntó a la única luz del camarote, una diminuta llama en una lámpara de aceite. El puño cerrado, dos dedos extendidos, uno de ellos hacia el objetivo. Bianca pensó en los tiempos en que era una niña jugando a policías y ladrones. Mucho antes de que le gustaran los chicos y su vida se pusiera patas arriba. Entonces disparó un poco de aire a velocidad supersónica, apagando la llama y reventando la lámpara.

Entre las sombras, oyó a Kazuma poniéndose de pie. La máscara de Bianca y la sábana que usaba el caballero negro como protección cayeron al suelo a la vez.

—Desde que llevo esta máscara, solo las personas que amo han visto mi rostro —aseguró Bianca, antes de patear aquella odiosa pieza de metal.

—Incluso si no me encuentro entre esos hombres, hoy te amaré —afirmó Kazuma.

A pesar de la oscuridad, Bianca adivinó los brazos del caballero negro acercándosele para abrazarla. Ella saltó hacia él, plantando los labios en los suyos. Más que un beso, fue un mordisco. La boca de Bianca goteaba sangre cuando le susurró al oído:

—Dije personas. Yo también soy una fanática. Yo también la admiré.

Y yacieron la santa y la sombra, quebrando con su unión, vacía de amor, pero no de alegría, el lecho en el que antes apenas se hubieron conocido.

 

***

 

No perdieron el espíritu por los más sombríos relatos, no callaron ante las más bien poco educadas llamadas de atención de Lesath a través de la puerta e incluso pudieron sobrevivir a las adivinanzas que Noesis de Triángulo les lanzaba, como por ejemplo:

—¿Qué es aquello, que cuanto más grande es, menos se ve?

—¿Qué es lo que corre sin tener pies, canta sin tener boca y posee lecho sin una cama?

Preguntas sencillas, que una vez respondidas se revelaban de lo más inoportunas. Fang descubrió la primera, recordando a Cristal, algo adormilado para ese entonces, lo que rodeaba la totalidad del barco. Al único representante de Bluegrad entre los argonautas le tocó pillar la última, que no podía ser otra cosa sino un río.

—Admito que hablar de la oscuridad fue de mal gusto en este contexto —dijo Noesis—. Pero, ¿qué problema tenéis con los ríos? El ejército del mar es nuestro aliado.

—Sí, nos ayudaron mucho —dijo Cristal, ceñudo—. Contra los ríos del Hades.

—Una relación un tanto rebuscada —adujo Noesis, sin que Cristal, ni Fang, cedieran—. Está bien, puede que me haya pasado…

Un gran y largo bostezo lo interrumpió. Fang tenía de verdad mucho sueño.

Y no había café.

—Para soportar el duro pasado, las aún más duras reglas y el todavía más duro sentido del humor del santo de Triángulo, necesitamos café —dijo Fang.

—Aceptaremos que lo hagas como compensación —añadió Cristal.

Noesis de Triángulo aceptó encantado, diciendo antes de salir:

—De paso os daré tiempo de curar esa sensibilidad herida.

Desde entonces había pasado no menos de media hora. Párpados cayendo y ruidosos bostezos llenaron el silencio posterior a las pocas veces en que Cristal quiso iniciar otra conversación. Fang siempre decía lo mismo, de todas formas:

—No hay café.

—¿Quién me iba a decir a mí que un hombre tan noble como Noesis tendría tan poco tacto? —se quejó Cristal tras tres cuartos de hora esperando.

—Si un hombre puede seguir siendo noble después de masacrar a todo un clan, no sé qué hace falta para ser innoble —dijo Fang, mirándolo como si estuviera loco—. Tienes que prestar más atención a lo que te dicen. Noesis no tiene una pizca de sensibilidad.

—Respetó la vida de una mujer —lo defendió Cristal.

—Ah, bueno, genial, tiene una pizca —bufó Fang—. Siempre tiene que ser una chica, si es bonita mejor, y si te gusta ya está todo dicho.

Cristal lo miró, perplejo, tanto mal humor no era normal en Fang.

—Creía que erais amigos.

—¿Cómo que éramos? ¡Somos amigos! No hay nadie al que aprecie más en todo el Santuario, salvo el panadero y el maestro de Sneyder.

De pronto, se oyó detrás de la puerta:

—¿A quién llamas panadero, chucho tricéfalo?

Cuando Noesis de Triángulo regresó, iba acompañado por Aerys de Erídano, cuya mirada encendida ya estaba clavada donde Fang de Cerbero antes de que se abriera la puerta. Este último no respondió con agresividad, al contrario, lo saludó con un gesto amable y despreocupado, más propio del perezoso miembro de la división Dragón.

Con tal de apartarse de ese extraño escenario, Cristal se levantó, dirigiéndose al santo de Triángulo entre cuidados susurros:

—¿Por qué habéis tardado tanto?

—Ah, un espectáculo de lo más peculiar —dijo Noesis, despreocupado—. Lesath se había quedado dormido en el pasillo. Según nos dijo Aerys, cayó rendido de repente. Ah, porque entonces me había encontrado con Rin de la división Pegaso e Ícaro de Sagitario Negro. Ese muchacho estaba muy alterado y se tomó bastante mal que Rin sugiriera dejarlo en su camarote, aunque le ayudó a levantarlo de todas formas.

—¿Lesath en el camarote de Rin? Pero, ella lleva máscara. —Siendo parte del Cisma Negro, Cristal conocía a la perfección cómo empezó todo.

—¿Y?

—Es una chica.

—Es una guerrera, aunque eso no importa en ese contexto. Lo que importa es que como buena compañera que es cedió su cama a un compañero agotado.

—No se supone que las damas cedan su cama a los hombres.

—Ni chica, ni dama, guerrera. Santo femenino de bronce, para ser precisos.

—Justo de eso estábamos hablando antes, ¿cómo puedes tener tan poca empatía después de lo que hablamos hace un rato?

Entretanto, Aerys y Fang seguían hablando.

—¿Cuántas tazas de café has tomado? —cuestionó el santo de Erídano, viendo la cafetera en la mesa, abierta y vacía, junto a tres tazas.

—Sí —respondió el santo de Cerbero con tranquilidad.

—¡Idiota! —exclamó Aerys—. ¡Sabes que la única forma de controlar nuestra rabia interior es a través de la comida y el sueño! ¡Yo como, tú duermes, ambos tranquilos!

—Como si pudiera… —dijo Fang, rascándose el lado malo de la cara—. Pica como el demonio. No puedo dormir, y si no puedo dormir quiero estar despierto, y si quiero estar despierto necesito café. ¿Dónde está el café?

—¡No hay!

—Ya veré yo si hay.

—¡Basta! —gritó Noesis, al tanto de los problemas de todos los presentes—. En primer lugar, vosotros dos. ¿De dónde viene eso de que un par de santos de Atenea hechos y derechos necesitan de algo para controlar sus problemas de ira? Al general Garland le basta con respirar hondo… —Miró al santo de Cerbero, quien negó con la cabeza: el suyo era un caso distinto—. ¿Empezasteis a tener ese problema antes, o después del entrenamiento con Sneyder de Acuario? ¿Usó con vosotros el Lamento de Cocito? ¿Aprendió a controlarlo usándoos como conejillos de indias?

Fang de Cerbero y Aerys de Erídano se miraron en ese instante, petrificados. A la vez, como si fueran la misma persona, se cuadraron, exclamando:

—¡No se habla del entrenamiento del maestro de Sneyder!

—Dios misericordioso —susurró Noesis, ganándose la mirada desaprobadora del par—. Cada uno cree en lo que quiera. Por ejemplo, nuestro amigo Cristal piensa que Lesath de Orión, nuestro hermano de armas, es una especie de asaltador de mujeres.

—¿El señor plateado? —dijo Aerys, atónito.

—¿Lesath? —preguntó Fang, no muy incrédulo que digamos.

—Pido disculpas, solo… —trató de decir Cristal.

—Además —prosiguió Noesis—, afirma que tengo la empatía de una piedra. ¿En serio se puede extraer eso de un par de adivinanzas? ¿Qué mundo es este en el que tengo que pensar bien si alguna palabra que digo herirá la sensibilidad de alguien?

—Es un exagerado —confirmaron los santos de Erídano y Cerbero.

Sabiéndose vencido, Cristal inclinó la cabeza, hundiendo los hombros.

—Os ofrezco mis disculpas, puede que esté algo tenso.

Todos las aceptaron sin reservas, permitiéndose intercambiar algunas peculiaridades más sobre el ambiente en los camarotes, esta vez estando todos de pie. Había, por fin, gente descansando en todos lados, como debía ser y quizá era hora de que ellos también descansaran. Aerys hizo especial énfasis en que Fang necesitaba dormir, si no querían que acabara pensando que lo mejor que podía hacer era hundir el barco.

—Es tarde para eso —dijo Fang—. Un barco sin café no merece navegar.

—¿¡Lo ven!? —exclamó Aerys.

—Lo que veo es que todos deberíamos descansar un rato —dijo Cristal—. ¿Tal vez podrías ayudar a Fang de alguna forma?

—Puedo reducir el dolor a cero —asintió Noesis.

—¿Solo el dolor físico? —cuestionó Aerys—. Porque si yo no me fui a dormir cuando el señor plateado cayó contra el suelo, no fue por gusto. Tuve un mal presentimiento.

Los cuatro callaron, sintiendo el peso de aquellas palabras.

—Si ha llegado al punto en que hasta el panadero lo siente…

—¡Vuelve a llamarme panadero, chucho tricéfalo! ¡Te reto a que…!

—¿Entendéis algo sobre este viaje? —cuestionó Noesis, cortando de raíz la nueva discusión. Cristal podía concederle eso al santo de Triángulo. No era un hombre intachable, empatía y justicia fallaban en su corazón, pero tenía madera de líder—. Cada vez que se hace una ampliación de la cuenca, ocurre algo parecido a lo que llamamos un salto dimensional. Este río que navegamos tiene muchas capas superpuestas, en las que tiempo y espacio funcionan de forma extraña. Para nosotros han pasado siete horas desde que salimos, para el resto del universo también, para este finito, pequeño y perecedero universo, doce horas convencionales se vuelven un tiempo inconcebible para los humanos. Cada vez que la Silente sale a reconocer el terreno y cerciorarse de que ninguna de las cosas de más allá nos espera en la oscuridad, se arriesga a no volver nunca. ¿Comprendes, entonces, Cristal, por qué quise distraeros con un par de adivinanzas y algo de charla desenfadada?

Cristal no calificaría el pasado de aquel hombre como charla desenfadada, y tampoco trataría de par de adivinanzas a las cien preguntas inoportunas que les lanzó sobre el suicidio, la guerra civil, la ley del Talión y otros tópicos sensibles, pero asintió de todas formas. En ningún momento había buscado ganarse la compasión de nadie, solo trataba de distraerlos del desconocido mal del universo, con la simple maldad humana.

—Hablaste del mal que nos rodeaba —dijo Cristal—. Uno mayor al que anduvo por la superficie durante la guerra entre vivos y muertos.

—Soy incapaz de comprenderlo. Mi sexto sentido no puede discernir lo que nos observa ahora mismo. —Noesis miró a Fang, quien como respuesta se limitó a apartar la mirada—. Los de la división Dragón tenemos buen ojo para estas cosas, apuesto a que el subcomandante Zaon también lo ha notado a estas alturas. Antes estábamos en el punto de mira de lo que hay más allá. Ahora estamos al alcance de su mano. Aunque lo que hay más allá de este universo artificial no posee ojos para ver, ni manos para tocar, esta es la mejor forma de describir. Nuestra vida y nuestra muerte dependen del simple capricho de seres a los que no podríamos comprender de ninguna manera.

—¿No sabemos nada, de nada? —dijo Aerys.

—Sabemos algo —intervino Fang, pálido—. Que los que duermen más allá de las estrellas son malvados.

 

***

 

Solo al fin, Margaret de Lagarto apartó en un rincón las copas, botellas y bolsas de aperitivos que había reunido para su pequeña fiesta. Al final no había aprendido ninguna técnica que le fuera útil en una batalla contra el ser más poderoso y terrible que había conocido jamás, habida cuenta de que nunca pudo conocer a uno de esos dioses por los que luchaban. Resultaba, de hecho, curioso que tantos caballeros negros pudieran ser derribados por la simple técnica de la santa de Caballo Menor, la misma que el legendario santo de Pegaso había heredado de la subcomandante Marin. Nada más que un cierto número de puñetazos dados en una cierta fracción de tiempo. Algo tan simple excedía la fuerza del mejor de los caballeros negros con los que convidó, si bien Eren, sabía, había ocultado su mejor técnica a los ojos de todos.

En cualquier caso, lo que sí había conseguido era corregir vicios de principiantes en todos ellos. A Rin, por ejemplo, le había dicho que era bueno combinar puñetazos ligeros y rápidos con otros más lentos y potentes, dedicando más tiempo a cargar la energía en los puños. Era todo lo contrario a la técnica de Puño Meteórico que había aprendido, basada en que los golpes eran más peligrosos cuanto más rápidos eran, pero justo por eso podía causar alguna que otra sorpresa. Aquella diferencia de opiniones generó el debate más interesante del festejo, cosa buena, porque era difícil disfrutar de una buena comida si se tenía que usar demasiado seso en explicaciones. Unos tenían que controlar mejor cada movimiento de sus cuerpos, otros tenían que dejar de tratar de ser lo que no eran y aprovechar sus puntos fuertes, algunos necesitaban tener más confianza en virtudes que dejaban de lado, como la telepatía que todos esos caballeros negros dominaban y que bien podría ayudarles a coordinarse mejor… En definitiva, que había esperanza en esas sombras, una que Margaret encendió con gusto.

Todavía sentía ganas de bailar y reírse, se había pasado un poco con el vino, no lo bastante como para embotar los sentidos, solo para desinhibirse. Extasiado, y libre de la actitud desaprobadora de la hija del Juez, empezó a danzar.

—Ups —dijo Margaret, tras pisar un par de los papeles que había repartido para que los caballeros negros tomaran apuntes—. ¡Apuntes! ¿En serio?

Se agachó para recoger el papel, el desorden no era bueno, ni siquiera cuando navegaban directos hacia el fin de los días. Sin embargo, alguien se le adelantó. Un destello de luz, semejante a la forma que adquirió Joseph la vez que enfrentaron a Caronte de Plutón, durante la guerra entre vivos y muertos, pasó frente a sus ojos y tomó el papel como si fuera la mano de un hombre.

Cuando Margaret se puso de pie, quedó tan espantado que retrocedió, presa del pánico. Un ser de luz pura se había manifestado ante él. No podía percibir su cosmos, sino una ominosa sensación de poder que solo un selecto grupo de seres emitía.

—¡Astra Planeta! —exclamó el santo de Lagarto, aterrado.

Él, Joseph y el finado Yu habían pretendido combatir con un astral, pero ahora que lo veía con retrospectiva, sintiendo la inmensidad que era la esencia de esos seres, se daba cuenta de que solo estuvieron en su camino. Al igual que robustos edificios se encuentran en el camino de la naturaleza, cuya furia arrasa la obra del hombre. La mera idea de que él, Margaret de Lagarto, pudiera combatir con uno de los Astra Planeta era tan ridícula como que una simple persona quisiera detener un huracán con sus manos.

—¿Y acaso no imitáis los santos de Atenea la furia de la naturaleza y los misterios del cosmos? —preguntó la aparición—. Tu mente está reflejada en tu cara, Lagarto.

—¿Quién sois? —preguntó Margaret.

—Narciso de Venus —respondió la aparición, agitando el papel que sujetaba con dedos de luz—. ¿Conoces la teoría de los agujeros de gusano? Es fascinante. Mira: los extremos de este papel son dos puntos distantes en el universo, pongamos que el primero es la Tierra y el otro los confines del universo, añadiendo, ya de paso, que cada centímetro vale por mil millones de años luz. ¿Parece mucha distancia, verdad? Mas si hacemos esto —señaló, juntando los bordes del papel de tal forma que el papel quedaba doblado sobre sí mismo—, y luego hacemos esto —añadió, descargando un haz de energía desde la mano libre, que hizo un pequeño agujero en ambos extremos de un papel—, hay un atajo que podemos utilizar para llegar a nuestro destino. 

El santo de Lagarto tardó un rato en comprender que aquel ser de luz le estaba hablando un serio. Y otro más en aguantar una risa nerviosa.

—¿Sois fan de Sam Neil? —preguntó Margaret a pesar de su auto-control.

—Ah, has pillado la referencia —dijo Narciso, reduciendo el papel a cenizas—. Entonces, comprenderás lo que voy a hacer.

—¿Lo que vais a hacer? —repitió Margaret, pálido—. Ya estamos en un túnel de gusano. No necesitamos otro.

—Estáis en un universo paralelo que retuerce el espacio-tiempo hasta el punto en que funciona de forma conveniente, si bien no la que ambos necesitamos. Vais con retraso —advirtió Narciso—. Demasiada prudencia. Demasiadas paradas. Tenéis suerte de que mi hermano sea un sádico incorregible, de lo contrario ya habría hecho volar por los aires el barco con toda la tripulación original de argonautas. —La palidez de la cara de Margaret se acentuó, para satisfacción del astral—. Oh, sí, el Argo Navis os espera más allá.  El problema es que a la velocidad que va vuestro navío, bien, tardáis demasiado y he decidido acelerar un poco las cosas.

Antes de poder hablar, Margaret hubo de tragar saliva.

—¿Vais a hacer un túnel de gusano en el túnel de gusano?

—Voy a unir los extremos de lo que os queda del camino y resituar vuestro canal en un atajo de mi manifactura. Espera un momento.

Margaret tardó tres segundos en decidirse a tratar de impedirlo.

—¡Tú…! —gritó el santo de Lagarto, encendiendo su cosmos. Poco le importaba no tener protección. Los mantos sagrados eran como el cristal para esos seres.

—Ya acabé —dijo Narciso.

Todo el barco empezó a temblar, como pasando a través de una tormenta. Las bendiciones recaídas sobre su construcción se pusieron a prueba. Margaret trastabilló, dándose cuenta que el poder que había reunido, ya esfumado, era para enfrentar su propia debilidad. Para calentar su alma cobarde con el valor de los héroes.

—¿Qué habéis hecho? —preguntó Margaret, tratando de caminar. El camarote viró hacia un lado y él acabó chocando contra una pared.

Todo se deslizó, la cama, el mobiliario y la lámpara de aceite, que Narciso pudo recoger porque todo su ser seguía en la misma posición en la que estaba. Si el barco se movía, él se adaptaba al movimiento, sin ser arrastrado por él.

—Al abrir las Puertas de Yog Sothoth, los humanos atrajisteis la atención de Aquel que se desliza en la oscuridad, por lo tanto es justo que seáis vosotros los que os ocupéis de eso —aseguró Narciso, colocando de nuevo la lámpara en cuanto el barco volvió a enderezarse—. Descuida, no es el peor entre los suyos, se entretiene más de la cuenta en romper a los héroes, solo tenéis que resistir. En el mejor de los casos, ambos, humanos y Rey Durmiente, serviréis de distracción para Titania de Urano, dos pájaros de un tiro —sonrió—. Resistid, santos de Atenea, porque la tarea que os habéis propuesto no es menos dificultosa que esta desagradable aventura. Pondría por ello mi mano en el fuego.

Margaret quiso hablar, pero ya había gastado todo el valor que tenía. ¡Era tan insignificante frente a aquel ser! ¡Tan pequeño! ¡Tan diminuto!

«Si pudiera golpear como el héroe legendario —pensaba el santo de Lagarto, viendo sus manos temblorosas—. Golpes cada vez más rápidos. Aceleración permanente, hasta alcanzar la velocidad de la luz. Es un principio tan simple…»

—Ahora me retiro —dijo Narciso—. Mándale mis saludos a tus compañeros. Os deseo lo mejor, santos de Atenea.

—Alto —dijo una tercera voz, mitigada por una máscara de metal.

Fue algo difícil de describir, a pesar de que el santo de Lagarto observó todo sin parpadear. Según vio, Narciso debió haber desaparecido en el preciso instante en que les ofreció sus buenos deseos, de modo que las palabras de la recién llegada fueron pronunciadas después; según sabía, la enmascarada de delgado cuerpo cubierto por un manto mortuorio, brillante como una joya, siempre estuvo ahí.

Shizuma de Piscis, con la marca del Hades en su vestidura, sujetaba la mano de Narciso como si en vez de fotones estuviese hecha de carne.

—Traición —fue lo primero que pasó por la mente de Margaret—. ¡Traidora! —La señaló, fuera de sí. Aquel era el peor escenario posible, que los santos de oro muertos se hubiesen vendido a Hades. Sí, era una posibilidad tan mala como ridícula, considerando que fue la élite del Santuario la que selló el inframundo para empezar, pero él no podía pensar ya con claridad—. ¡Presentarás tus excusas ante el Sumo Sacerdote!

No estaba pensando en Gestahl Noah al hablar del Papa, sino en quien vestía el manto de Géminis. A pesar de todo, cuando Shizuma lo miró con aquella máscara sin rasgos, sintió que toda la estupidez que vomitaba le rebotaba en la cara.

—Así que tú eres la que ha estado yendo desde el Hades hasta el universo material todo este tiempo —observó Narciso, fascinado.

—Yo estoy en todas partes y ahora estoy aquí —recitó Shizuma—. Mi señora, la reina Perséfone, te reclama en Giudecca de inmediato.

—Nada nos place más a los Astra Planeta que servir a los dioses —convino Narciso—. Mas temo que hay asuntos que requieren mi atención. Aceptaré gustoso reunirme con Su Majestad dentro de dos horas.

—Lo harás de inmediato —insistió Shizuma.

La tensión en el ambiente era tan densa que Margaret se sentía prisionero de ella. ¿Qué pintaba allí? ¿Por qué a él le habían hecho partícipe de tanta locura? Aprendiz de todo, maestro de nada. Un simple copista. Joseph era el héroe del grupo, el que podía hacer realidad cualquier empresa que se propusiera, con él debían hablar.

Margaret de Lagarto solo era lo que su constelación dictó que fuera desde el vientre materno. Una criatura capaz de desprenderse de partes de sí para sobrevivir. Todo en él, cada técnica que había aprendido, era prescindible, carecía de cualquier recurso vital.

—¿Yo… puedo…? —trató de decir el santo de Lagarto.

—¿Conoces a Aquaman, el superhéroe del mar? Es un personaje formidable, siempre que el enemigo esté en el océano. Cuando no está allí, bien, al menos tiene salud.

—Solo el cielo es el límite para mí.

—¡Qué casualidad! El cielo es mi casa. No me malentiendas, tus poderes son impresionantes, mas los Astra Planeta pertenecemos a una dimensión más elevada.

—No es a mí a quien debes responder, sino a la reina del inframundo.

—Distan mucho el cielo y el infierno.

—Mi señora preside la vida y la muerte.

—Solo de palabra —insistió Narciso—. Ni siquiera Hades se atrevió alguna vez a romper la rueda de reencarnación. Algunas almas fueron malditas, no todas.

—Crees que puedes evitar la cólera de mi señora si evitas pisar el inframundo —entendió Shizuma—. No obstante, parte de su dunamis está disperso a través de los diversos planos de la existencia. Eso incluye la Esfera de Mercurio; estuvo ahí, ¿me equivoco? —La tranquilidad de Narciso fue sustituida por un silencio repentino, fúnebre incluso—. La reina Perséfone puede abortar el nacimiento de tu obra, con solo chasquear los dedos —amenazó sin titubeos, empujada por una fría cólera.

Poco tardó el regente de Narciso en inclinar la cabeza, a modo de rendición.

—De verdad necesito esas dos horas. De lo contrario, esta gente morirá.

—Por tu culpa.

—¿Le importará mucho a tu señora quién tuvo la culpa? —cuestionó Narciso.

—Dos horas —respondió Shizuma al poco tiempo.

Después soltó al astral, quien no tardó un solo segundo en esfumarse, diciendo:

—¿Ves, Lagarto? Nunca hay que perder las formas, ni siquiera cuando te sabes apresado por un ser superior.

De algún modo, esa sugerencia de un enemigo dio nuevas fuerzas a Margaret, quien se irguió dispuesto a confrontar a la traidora santa de Piscis. Esta, como un fantasma, se deslizó a través del suelo hasta que quedaron frente a frente.

—Contarás lo que has visto aquí —advirtió Shizuma—. Y darás un mensaje de mi parte al Ermitaño. Es fundamental que lo recuerdes.

—Contaré todo —dijo Margaret, fijos los ojos en el oscuro manto de Piscis.

—La mente es un lugar más —dijo Shizuma—. Él recordará y sabrá qué hacer.

 

Cumpliendo ella misma con esa sugerencia, Shizuma entró en la mente atribulada de Margaret y arrancó el recuerdo del manto oscuro de Piscis. Habría sido más fácil viajar hasta allí sin armadura, pero Kyoka Suigetsu necesitaba un punto de referencia si no quería perderse en la inmensidad del Caos. Y ahora era Heraldo del Olvido.


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#460 Rexomega

Rexomega

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Publicado 12 febrero 2024 - 09:22

Saludos

 

Capítulo 193. Lo que esconde el corazón de los héroes

 

Primero, el barco hizo movimientos bruscos, virando de lado a lado, como si fuera a hundirse. Luego vino la calma, y más tarde, un sonido desagradable que escuchó como si lo tuviera delante de la oreja y a la vez lejos. Algo se arrastraba, una serpiente tal vez, o un gusano, o alguna otra cosa. Era imposible saberlo, pues ni se veía nada en el camarote, ni sentía algún cosmos desconocido fuera.

Otro habría teorizado que el movimiento de aquel ser no era tridimensional. Minwu de Copa no comprendía los entresijos del universo tan bien como para llegar a conclusiones tan peregrinas. El sanador se limitó a aceptar la solicitud de Grigori de Cruz del Sur para inspeccionar el terreno. Desde entonces, esperaba en aquel solitario camarote en donde en vano había tratado de encontrar una forma para retrasar el envejecimiento acelerado de un joven prometedor.

Grigori no estaba a la par de dos veteranos como Zaon y Marin, era normal que si uno de esos tres iba a recibir más golpes que los demás, siendo quienes más demonios habían cazado en la Tierra, tenía que ser él.

—Demonios —paladeó Minwu, sentado en la silla y mirando siempre la puerta entreabierta—. Qué buena palabra para describirlos. Demonios.

Los poderes de los ríos del infierno, unidos. Incluso si el Lamento de Cocito no se había manifestado en los espectros que el Santuario combatió tras la guerra entre los vivos y los muertos, o mejor dicho, después de que la Suma Sacerdotisa sellara la frontera entre el reino del Hades y la Tierra, aquellos enemigos eran de temer. No en vano fueron originalmente llamados Hijos de Fobos. Todo lo que podía dañar el espíritu humano, lo poseían ellos, así que Minwu había asumido que el estado de Grigori era un reflejo de su alma maltratada. Demasiados golpes recibidos, demasiadas luchas. Pensó que era una buena cosa descubrir que el problema, en realidad, era físico: envejecimiento acelerado a nivel celular. Pegó un grito entonces, faltando a su papel como médico:

—¡Eureka! —recordaba haber dicho, chocando las palmas.

Para ese momento, llegó Bianca en compañía del oficial Kazuma de Cruz del Sur Negra con unas inexplicables quemaduras de hielo, los habituales intentos de seducción  de esa pobre muchacha y una exanimación rutinaria. De cintura para arriba, tenía algunas heridas que pudo tratar allí, con el equipo rudimentario que había sacado del aprovisionamiento de ropa, comida y utensilios de primera necesidad que había en el barco, dispuestos en los diversos camarotes y en el almacén de abajo. El cosmos era algo maravilloso que cambiaría la medicina para siempre si el Santuario decidiera romper algunas barreras, cosa harto difícil ahora que la Suma Sacerdotisa se había muerto. Una fuerza universal que podía detener el movimiento atómico y destruir los propios átomos, por supuesto que podía reparar el tejido dañado hasta cierto punto, siendo una cuestión de precisión y técnica, más que de fuerza. Una vez acabó, vendó el cuerpo de la santa de Can Mayor para que terminara de sanar mejor y volvió al asunto principal. Oyó, de pasada, una invitación indecente hacia el caballero negro, quien por lo menos la acompañó hasta fuera, pero eso le importaba poco.

El estado de Grigori era lo que importaba. Había luchado mucho durante los Días de Locura. El último, cuando se decidió el viaje que ahora realizaban, recibió instrucciones de descansar un poco y él aprovechó para ayudar a la Guardia de Acero en diversas partes del mundo. Como el brazo militar más visible del Santuario, los santos de hierro trataban de reparar las relaciones entre el mismo y los gobiernos mundiales haciendo control de daños. Muchísimos informes pasaron por las manos del santo de Cruz del Sur antes de que una batalla ocurriera demasiado cerca de la ciudad en que estaba. Junto a Zaon y Marin, Grigori era invencible, solo estuvo a punto de perder la vida. Admitió dormir solo después de que le jurasen que no lo dejarían atrás.

Tras terminar de examinarlo, Minwu de Copa decidió que tal vez habría sido lo mejor dejarlo atrás. Grigori de Cruz del Sur estaba, a falta de un término mejor, maldito. No tenía la mente dañada, como el maestro herrero de Jamir, Kiki, ni arrastraba una herida en el alma, como Joseph de Centauro, sino que todo él estaba maldito. Cuerpo, mente y alma apuntaban a la misma dirección: el fin. Lo sometió a un duro interrogatorio con un doble propósito: entender qué había sucedido en cada uno de sus combates contra los demonios y cansarlo, para poder mandarlo después a dormir. Nada en claro sacó de las explicaciones de Grigori, tan llenas de orgullo incluso si la tos lo interrumpía en los mejores momentos, pero sí que logró que al final accediera a descansar.

—Sí —dijo Grigori entonces—. Tengo mucho sueño.

—Puedes dormir aquí —aseguró Minwu, aunque él ya se había tendido en la cama sin apenas darse cuenta—. A menos que a algún otro idiota se le ocurra atacar a un compañero, dudo que nadie más necesite mi atención por ahora.

Sin embargo, era todo lo contrario. El santo de Copa pudo darle vueltas al asunto, sentado en la silla sin que un solo ronquido quebrara el preciado silencio. Si no había nada raro en la batalla de Grigori y los demonios, si el envejecimiento había sido paulatino y no producto de aquella última batalla con un rezagado de los Días de Locura, entonces todos los que los habían combatido estaban en la misma situación. La mayor parte de los santos de Atenea, en ese barco, estaban condenados a morir de la misma forma pasara lo que pasara. Todos estaban malditos, condenados. Todos necesitaban la ayuda de Minwu y este sabía que podría salvarlos, accediendo a la Fuente de Atenea. Si actuaba a tiempo, ninguno acabaría como quien dormía allí, tan apacible que tanto podría estar en brazos del Sueño, como de su hermano gemelo, la Muerte.

Luego empezaron a pasar los eventos inesperados, una especie de tormenta en medio del universo, más allá de donde distaban las últimas galaxias conocidas por el hombre.

Minwu sentía que hacía una eternidad desde que Grigori se presentó voluntario para resolver el misterio, aludiendo a su sueño infantil de ser un detective incorruptible como si de verdad fuera tan viejo como aparentaba. Conmovido por ese recuerdo y harto de darle vueltas a un imposible, Minwu se apresuró hasta la puerta.

Esta se propulsó contra él, lanzándole al suelo de bruces. Quiso levantarse, sintiendo que la madera lo aplastaba, pisoteada por un gigante.

—Me duele —dijo Jaki, el salvaje Jaki, con la armadura de entrenamiento reducida a jirones de cuero y metal abollado—. Me duele, creo que me han roto un hueso. —Aumentó la presión sobre la puerta; la madera empezó a astillarse—. Cúrame, sanador, para que pueda darle una paliza a ese enano japonés que osa hablarle a mi mujer. ¡Cúrame, sanador, para que pueda matar y torturar! —El pisotón hizo estallar la puerta y se enterró contra el estómago de Minwu, quien se quedó sin aire—. ¡Cúrame, sanador, mi cómplice! Tú sanas a todos, ¿no? A los buenos y a los malos. A los leales y a los traidores. Tú no eres un ser humano. —Grande como era, Jaki apenas necesitó estirar el brazo para agarrar uno de los pedazos de madera, el más afilado y relamerse ante la idea de clavárselo al sometido santo de Copa—. Eres igual que esto, una tabla salvavidas a la que se agarran los justos y los malvados. ¡No puedes juzgarme, por eso nunca lo hiciste! Me duele —repitió entre gemidos—. ¡Cúrame!

Minwu debió hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para apartarse, oyendo cómo el arma improvisada de Jaki se detenía a centímetros del suelo. El gigante rio, divertido, girando la cabeza hacia él.

Tenía esa misma cara cuando, sanado por el propio Minwu, puso fin al sueño del joven Makoto de convertirse en santo de Atenea. Un fin temporal, gracias a Akasha, pero fin de todas formas. Muchos le preguntaron a Minwu por qué curó a Jaki para esa batalla, si la paliza que le dio Shaina era bien merecida: ¡un aspirante, así fuera por accidente, había muerto combatiendo con él! Minwu podía oírse diciendo con su propia voz que esas cosas siempre habían pasado en el Santuario. Cassios dio muerte a nueve aspirantes. La vida era dura, y diez veces dura debía ser para quienes querían alzarse sobre sus semejantes, para protegerlos. Él era sanador, no juez; si Shaina no había querido matarlo, entonces él no tenía que dejarlo morir. Era así de simple, y las consecuencias de esa decisión, si debía ser honesto, nunca le habían atormentado.

—Esta ilusión es una ridiculez —dijo Minwu, levantándose. Sentía el cosmos de Grigori muy cerca, tanto que era un sinsentido que no hubiese llegado ya—. Sí, te sané. Sanaría a cualquiera que visitara la Fuente de Atenea, porque eso es lo que soy.

—No siempre sanaste —espetó Jaki, agarrándole la cabeza por las orejas y alzándolo tal que fuera una pluma. No podía usar su cosmos, no contra ese monstruo. Ni una pizca. Era igual que un simple humano, en manos de un gigante—. Para apropiarte de ese manto de plata, dejaste morir a un muchacho, ¿me equivoco?

No le dejó hablar. De un cabezazo, le abrió la frente en un corte terrible. La cara se le bañó de sangre, llena de recuerdos dolorosos.

—Déjame morir —pidió Laphicet, aspirante al manto de Copa, mucho tiempo atrás.

—El veneno es mortal —concedió Minwu—, pero puedo tratarlo. No te preocupes.

—Debo morir —insistió Laphicet—. Lo vi en la copa.

—¡Insensato! —exclamó Minwu—. Se dice que si se vierte agua en el manto de Copa, el reflejo le muestra su futuro. Es por eso que nadie lo hace. La incertidumbre sobre el mañana es la única garantía de los mortales contra la indiferencia de los dioses.

En aquel momento, golpeado sin piedad por aquella existencia imposible que se veía y movía como Jaki, Minwu entendió al fin que había hablado como un imbécil. Profesor, antes que amigo; santo, antes que médico. La tradición le hizo censurar algo que ya no podía cambiarse, negándole la oportunidad de al menos ofrecer consuelo.

—Por favor —rogó Laphicet, tomando las manos del quien lo condenaba sin escucharlo—, dame al menos una muerte pacífica. Es necesario.

—Yo… —Minwu no tuvo entonces valor para enfrentarse al destino. Tampoco lo tenía en el presente. En eso y en muchas cosas no cambió lo más mínimo. El sanador que dejó morir a un muchacho enfermo, acaso delirante, era el mismo que ahora era vencido por un fantasma del pasado. Peor, era el mismo que no podía confrontarse ni siquiera a sí mismo—. Si me contaras la profecía, tal vez haya otra opción —fue todo lo que pudo decir. Demasiado tarde, según vio en los ojos del aspirante.

En el presente, Minwu cayó al suelo. Las ropas rasgadas y sangrantes. Resultaba ser él quien necesitaba una visita al médico. Mareado, vio imágenes dobles reflejadas en el líquido carmesí, la de un médico y su paciente. Un penitente y su confesor.

—Si yo vivo, no vestirás el manto de Copa. Tú que eres el mejor de nuestro tiempo, tú debes ocupar mi lugar. De lo contrario, todo será un desastre.

—¿Yo, un santo de Atenea? ¡Solo sé curar a la gente, no sirvo para luchar!

Era una imagen descorazonadora. Minwu sintió el mismo frío que entonces, cuando percibió que el cosmos de Laphicet se alzaba como una tenue luz argéntea. Aquel que había entrenado para recibir el único manto sagrado que reunía las facultades de la sanación y la lucha, usó todo cuanto había aprendido para garantizar aquello que le negaban, si bien no pudo evitar el dolor. Puesto que ni siquiera un veneno mortal escapaba a la habilidad de Minwu, debía ser drástico. Casi podía oír todavía el sonido del corazón del aspirante al desgarrarse, presionado desde fuera, junto a otros órganos vitales. Casi pudo sentir la sangre que aquel desgraciado vomitó, diciendo:

—Esto… también… lo vi…

Laphicet, aspirante al manto de Copa, murió ese día y Minwu fue testigo. Cerró los ojos del muerto, anegados de lágrimas y sangrantes. Más adelante, anunció su deseo de completar lo que aquel no pudo hacer, ocultando a todos un sucio secreto que ahora Jaki, desde arriba, anunciaba:

—Incluso entonces, pudiste haberlo salvado.

 

***

 

El brusco movimiento del barco no bastó para despertar a Kazuma; como un buen soldado, el caballero negro seguía al pie de la letra las órdenes de su general. Bianca de Can Mayor, en cambio, no había sido invitada al reino de Morfeo, y ante semejante evento buscó saltar al suelo y ponerse en guardia.

El temblor fue breve, en todo caso, y ella no pudo zafarse del abrazo del caballero negro. No estaba en sus cinco sentidos, la cálida piel de ese hombre amable la turbaba. Por instinto, buscó la máscara en su rostro, tan odiada, sin encontrarla.

Con sumo cuidado, se deslizó a través del engaño del amor, vistiéndose después en la oscuridad con toda la habilidad de una ladrona furtiva. El uniforme tenía las rasgaduras cosidas, una pequeña sorpresa de parte del irrelevante Grigori de la Cruz del Sur. ¡Aquel joven con cara de anciano resultó ser habilidoso con el hilo y la aguja! Ni siquiera las sugerencias que Bianca le dedicó, sabiéndose ignorada por el centrado médico, lo distrajeron lo más mínimo y ella no pensaba jugar con el libido de quien le estaba haciendo un favor gratis. Mientras, ya vestida, buscaba la máscara, perdida en un rincón, rio para sí, era una total, completa e incorregible desgraciada.

—Puede que hayas sido un siete —murmuró Bianca, mirando hacia su amante dormido—. Sí, puede que haya sido un siete.

Tenía la máscara entre los dedos. Se planteó lo divertido que sería solo pasearse por ahí sin ella, sobre todo si se encontraba con el más fuerte de los caballeros negros. Al final, empero, recordó sus propias palabras, introduciéndose en su piel a través del uniforme:

—Si ella la llevó todo el tiempo, entonces yo debo.

Cuando abrió la puerta, era un santo femenino desde los pies a la cabeza.

No podía ser de otra forma tras el desagradable sonido que había recorrido todo su mundo. Semejante al paso de una serpiente, o de un gusano.

 

***

 

Tras horas de vigilia, Mera había sopesado la idea de transmitirle su tarea a otro cuando el barco se ladeó. No esperaba eso, no lo esperaba para nada, por eso tropezó y estuvo a punto de caer al suelo, siendo detenida por aquella pesada insufrible.

—Deberías descansar —le dijo Yuna, ayudándola a enderezarse.

—Gracias —replicó Mera con sequedad. Luego vio su rostro, sintiéndose juzgada en todo momento. Percibiendo la lástima que los jóvenes confundían con la compasión—. ¿Por qué me persigues? No te has separado de mí en todo momento.

La sombra de Águila la miró en silencio, como meditando.

—Crecí en una zona de guerra, viviendo de la rapiña como todos los demás. Sin familia, sin amigos, sin país. Todo me fue arrebatado, así que pensé que arrebatar estaba bien.

—No tengo tiempo para esto.

Pero antes de que Mera terminara de girarse, Yuna la tomó del brazo. Era fuerte, como todos los caballeros negros del barco. Se decía que las sombras solían estar por debajo de los portadores originales de los mantos sagrados, siendo escasas las excepciones. Era parte de la maldición de Atenea para aquellos que osaban corromper las leyendas celestes que ella y los Mu hicieron descender sobre la Tierra. ¿Era posible que eso hubiese cambiado, así como ahora sus auténticos rostros se revelaban al fin? Incluso las armaduras negras lucían como mantos sagrados.

—Sí que estás agotada —dijo Yuna, acaso dudando de su propia fuerza—. Para mí la santa de Atenea que me rescató era una diosa, una valkiria que vino a recogerme a mí, su einherjar. Me enseñó a domar el viento que antes temía. Después de un año de entrenamiento, fui capaz de detener yo sola un huracán que habría arrasado mi pueblo. Entonces comprendí que mi maestra no era ninguna diosa, que el poder que ella tenía, también lo tenía yo y que podía ser mejor que todos aquellos que me rodeaban. Me ofreció un camino de redención, una forma de pagar mis deudas.

—Yo no te conozco —espetó Mera, convencida de ello. La división Cisne estaba centrada en vigilar el posible regreso de Poseidón, no se involucraban en asuntos mundanos. Ella e Icario siempre respetaron ese código. La única excepción era…

—Tú eres igual que mi maestra. Tan segura de ti misma. Siempre firme, entregada a tu deber, sin titubeos. Verte me trajo recuerdos, los mejores recuerdos de mi vida.

—No serían tan buenos, si…

Un desagradable sonido la hizo callar. Algo se deslizaba, en alguna parte, enrareciendo el ambiente. Después, nada, solo silencio.

—Podía convertirme en santa de Atenea, con el tiempo —prosiguió Yuna. La guardia alzada, los sentidos alerta—. Si aceptaba la máscara que mi maestra me ofreció, lo sería. Yo la rechacé. Incluso siendo tan joven, rechacé esa fría máscara.

—Fuiste débil —acusó Mera, colocándose no obstante espalda contra espalda de quien sabía una guerrera capaz. Algo iba a atacarlos, algo peligroso.

—Con mi fuerza y mi talento, fui saltando de grupo mercenario en grupo mercenario hasta que conocí a Padre. Él mismo supervisó el resto de mi entrenamiento.

—Desperdiciaste tu vida, muchacha. Ese hombre solo estaba criando monstruos.

Un aplauso resonó en el pasillo, donde reinaba un silencio extraño, antinatural.

—Bravo —dijo Icario, manifestándose de la nada como un fantasma—, bravo. Esa es la palabra perfecta para describir a esa pobre chica. —Aunque vestía el manto de bronce, avanzó hacia ellas con las manos a la espalda y la expresión que solía tener como capitán de la guardia, sabiendo de antemano que alguien se iba a ganar una reprimenda y fingiendo pese a todo que estaba de buen humor—. Ese manto sagrado es un insulto cuando tú lo llevas, Yuna. ¿Águila? —Icario rio—. Eres un ave de rapiña.

Extendiendo la mano derecha, el santo de Boyero invocó una vara de castigo, toda hecha de metal. Esta también apareció sin ninguna explicación.

—Incluso entre los caballeros negros, que querían parecerse a los santos de Atenea, mi decisión era mal vista —admitió Yuna, todavía unida a Mera, confiando en ella—. ¿Qué tiene de malo? ¿Por qué Atenea odia a tanto a las mujeres?

—Débil —sentenció Icario—. Nunca habrías podido portar el manto sagrado.

La vara de castigo se alzó, negra, toda hecha de gammanium. Yuna quiso atacar, a esa distancia podía encajarle a aquel viejo una buena patada allá donde se halla la debilidad de los hombres, pero no pudo moverse. Todo el cuerpo quedó paralizado, la armadura negra de Águila, similar en apariencia al manto de Águila tras el Milagro de Mu, empezó a aplastarla, ejerciendo una presión terrible. En ese estado bastó un golpe para derribarla; Yuna de Águila Negra cayó al suelo con una herida abierta desde la frente hasta la ceja, de modo que vio borroso cómo Icario volvía a golpearla.

—¿No lo entiendes, verdad? —Otro golpe—. ¡Mera de Lebreles es fuerte! —Más—. Está. —De nuevo—. Orgullosa. —Tres barridos seguidos—. De su máscara.

Una y otra vez, el arma bajaba y subía. Una y otra vez, los intentos de Yuna por liberarse eran confrontados por su luminosa armadura, como si considerara indigna a quien nunca había dejado de ser una sombra.

—¡Basta! —dijo Mera, interponiéndose entre quien fue como su padre y aquella desconocida. Solo verla de reojo le dejó claro que estaba reaccionando tarde. Aquella cara desafiante y valiente, ahora estaba tan hinchada por los golpes que ni siquiera podía abrir bien los ojos y ella se había quedado sin reaccionar—. ¡Basta, Icario nunca fue así! ¡Era un buen hombre, el mejor de los hombres! Esta vil ilusión…

El cuerpo de Yuna se alzó hasta arriba como un guiñapo. Los brazos extendidos a los lados como parodia de crucifixión. En el rostro, deformado por las heridas, se adivinó una sonrisa desafiante. Los ojos brillaban bajo la piel hinchada.

—Eso digo yo —asintió Icario, a la vez que retorcía el extremo de la vara de castigo, tornándola una lanza. Lo hizo con aquel poder suyo capaz de señorear cualquier metal. Aunque sus palabras reflejaban un alma oscura, por lo demás era en verdad el santo de Boyero. El mismo cosmos, la misma voz, el mismo cuerpo. Hasta en los más mínimos gestos se parecía aquella aparición al hombre al que Mera conocía—. Basta de violencia gratuita. Acaba con esta chica que tanto enturbia tu corazón. Tienes una misión importante y ella solo te estorbará.

Le tendió la lanza con afecto. La misma sonrisa paternal. Mera no pudo creérselo cuando aceptó aquel regalo envenenado, su cuerpo se movía solo, merced de la ilusión.

—Te está engañan… —trató de decir Yuna, siendo interrumpida por el dolor.

Algo increíble ocurrió. Apretando los dientes entre los labios agrietados, la sombra sacó fuerzas renovadas, llenándose de un cosmos lleno de esperanza que casaba bien con la nueva apariencia de la armadura negra. Poco a poco, muy poco a poco, pues su carne y huesos resistían a duras penas la presión, Yuna movía los brazos, preparando alguna clase de técnica. Icario, observador de ese fenómeno, la apuntó con la palma abierta, que empezó a cerrar, subiendo la presión y arrancando un grito a la joven.

—Esta ave de rapiña morirá —afirmó Icario—. ¿Aplastada por sus pecados, o con la misericordiosa parálisis de su corazón? Decide pronto, Mera. Hasta los cuervos pueden sacarles los ojos a los héroes si los pillan dormidos.

 

***

 

—Esto es inaceptable —dijo Ícaro, no por primera vez, cruzado de brazos frente al camarote que una joven compartía con un anciano. El asesino de su hermana, nada menos—. ¡Inaceptable! Los santos de Atenea son como bestias. ¿Qué derecho tienen a juzgarnos a nosotros? —Sintió que le llegaba una fragancia imposible. Las provisiones del Argo Navis Negro eran bienes de primera necesidad: ropa, comida y medicina. Nada de perfumes. En todo caso, el aroma le llegaba, haciéndole recordar aquella visión en aquel otro camarote. Esa mujer, esa hermosa mujer, que tenía la poca cabeza de hacer esas cosas en un viaje como aquel—. Inaceptable. La misión lo es todo.

Oyó unos pasos y miró a los lados. Le pareció que las distancias se habían incrementado mucho desde que el barco virara, como si hubiese un mundo entre puerta y puerta. Siguió oyendo un rato las pisadas hasta que divisó a la mujer. Bianca de Can Mayor vestía el uniforme militar del Santuario, remendado y con un par de botones desabrochados. Icario apartó la vista, encontrándose con el rostro descubierto de la santa de plata, tan sugerente como era de esperar de aquella mujer.

—Hola, general —saludó Bianca. Una cicatriz le afeaba la cara, cruzando la mejilla desde el ojo como una media luna, o una lágrima. Icario no pudo evitar mirarla; era mejor que distraerse con lo demás—. ¿Cómo te trata la vida?

—¿Es que los santos de Atenea no dormís? —dijo Ícaro, inundado por ese aroma artificial, producto del cosmos de la santa de plata. ¿Era esa la forma en que podía controlar a los hombres? ¿Y por qué lo revelaba ahora con tanto descaro? Hasta donde sabía, Hybris nunca descubrió cómo Can Mayor podía hacer lo que quisiera con los oficiales masculinos de la organización hasta ahora, lo que significaba que podía enmascarar su habilidad—. Es tan… inaceptable… todo… —Empezaba a sentir que su cuerpo y su mente se separaban. No iba a permitirlo—. Lárgate.

—¿Inaceptable? —repitió Bianca cuando estuvieron cara a cara—. ¡Qué recuerdos, Ishmael siempre me decía eso. ¡Ishmael, qué hombre! ¡Tan recto, tan varonil, tan…! —De la emoción, se derramó algo de vino de la única copa que traía—. En fin, que no había nada mejor en mi vida que hacerlo rabiar. Dilo otra vez, general. Dilo y puede que te premie con beso. —Bebió algo del vino, sin dejar de observarlo.

—Lárgate —insistió Ícaro, aquel asalto sin sutilezas no lo turbaba en absoluto, si bien se condenaba por no haber visto la copa. Si ese detalle se le escapaba, ¿qué pasaría si alguna amenaza viniera en ese preciso instante?

Oyó un fuerte golpe atrás, contra la puerta, aunque sin ningún otro sonido. Otro ruido extraño más, como aquel deslizamiento que se imaginó, como de serpiente.

—Ya he probado a tu oficial —dijo Bianca, tranquila antes de arrojarse hacia él, empujándolo contra la puerta. Tenía una mano apoyada en esta, la otra sostenía la copa, agitando el contenido—, me apetece general para postre.

—¿Es que estás sorda? —cuestionó Ícaro. Bianca terminó la copa—. He dicho que…

Aprovechando que Sagitario Negro hablaba, Bianca lo besó. El vino que estaba degustando fue de su boca a la de Ícaro, quien la apartó con brusquedad, tosiendo.

En el proceso, la copa había caído contra el suelo. Era de buen cristal y había resistido la caída, pero Bianca la partió del pisotón que dio para volver a acercarse a Ícaro.

—¿Paramos, o continuamos?

El caballero negro siguió tosiendo mientras Bianca mordía su cuello.

 

***

 

Lesath podía dormirse donde hiciera falta, estaba acostumbrado a la vida austera, pero pasado un nivel de cansancio le gustaba dormir de un tirón como a cualquiera. Por eso, que su cama, cuarto y casa se ladearan de un momento para otro, tendía a ponerse de mal humor. Si, además, un ruido proveniente de otro mundo le obligaba no solo a abandonar el reino de Morfeo, sino también el merecido descanso, el enojo se mezclaba con la preocupación y empezaba a actuar como un héroe descerebrado. Se levantó de la cama con una sonrisa: ¿cómo se le ocurría quedarse dormido con el manto de Orión puesto? Para él no pesaba nada, su cosmos y la sagrada vestidura estaban conectados por el destino. Para la cama, bien, era una suerte que fuera robusta.

De un solo vistazo, entendió que estaba en un camarote ajeno. Rin de Caballo Menor permanecía dormida, aunque estaba sentada en la silla. Otro santo de Atenea de la cabeza a los pies, si bien santo femenino. De todos modos, le pareció que esa postura no era nada buena para el tortícolis, así que se acercó a la santa de bronce.

Alguien llegó hasta ella antes que él, alguien que jamás habría esperado ver. La debilidad de la niñez había cambiado con los años, resultando en un cuerpo, si bien todavía delgado para un guerrero, sano y entrenado. El manto de Hércules la cubría desde los pies a la cabeza, si bien no ocultaba algunas cicatrices, resaltando en especial una que le bajaba desde el rostro cubierto por la máscara hasta la clavícula. El cabello, corto y revuelto a primera vista, le caía tras la espalda como dos trenzas formadas por hilo de plata. Era la misma persona que Lesath había visto morir, si hubiese sobrevivido a aquel mal golpe. Era, sin lugar a dudas, Ethel, vistiendo su manto sagrado.

—El rostro de una mujer al servicio de Atenea es como una isla —declaró la supuesta Ethel, desprovista de casco. Lo tenía bajo el brazo, como si estuviera por marchar al combate y ahora se despidiera de una vieja amiga. La mano libre la usaba para acariciar el borde de la máscara de Rin—. Aislada en el mar, sin que nadie pueda llegar a ella sin mediar primero cierto esfuerzo. Ocultando un tesoro, para el que sabe buscar. Ese tesoro se llama conocimiento. El conocimiento que lleva a la paz.

—No eres ella —decidió Lesath, relajándose—. Esa niña tan dulce no se habría convertido en otra filósofa más.

—Asha hablaba de cosas complicadas, después de la rebelión —aclaró Ethel, mirándole—. Cambié mucho, con los años. Ah, tú tuviste que dar muchas explicaciones al Sumo Sacerdote y esos héroes legendarios, por el bien del Ocaso de los Dioses. Lamento que nuestros compañeros aceptaran con tanta facilidad que tú, viendo repetida la tragedia de mis padres, pensaras: «Anda, ahora el buenazo de Tiresias tendrá que enamorar a una niñita. Qué gracioso.»

—Eso no es lo que pensé —dijo Lesath, recordando aquellos días—. Yo… lo que viste… lo que Ethel vio en mi mente… —No se atrevía a decirlo, ni siquiera ahora que sabía muerta a la Suma Sacerdotisa. Él había aceptado su odio, considerando incluso la posibilidad de que la Tejedora de Planes hubiese hecho de algún modo que todo ocurriera así. Fuera ese el caso o no, Lesath de Orión necesitaba que el Ocaso de los Dioses ocurriera, ¿qué importaba si engañándose, Akasha de Virgo podía seguir adelante? ¿Qué importaba si no era ningún engaño y otro había puesto fin a la tragedia? Aquellos tiempos de horror terminarían con el tiempo, solo tenía que esperar—. ¿Quién te mató? —preguntó al fin, porque descubrió que eso sí lo importaba.

—El hombre de mis sueños.

—¡No juegues conmigo!

—Asha no sabía nada. Me lo prometió. Volvimos a ser amigas y ahora el mundo es un lugar mejor. ¿Quieres verlo? Solo tienes que salir de este barco.

—En eso estaba pensando, solo deja que busque mi traje de astronauta.

—Tiempo y espacio se retuercen aquí, por el cosmos de oro y el poder de los dioses que vuestro nuevo Papa sostiene en su mano —explicó Ethel—. Huye de este futuro truncado y ven al nuestro. Asha te extraña, muchos murieron en la Guerra Santa. El Ocaso de los Dioses agotó demasiados recursos y el enemigo atacó con más virulencia.

—No existe tal futuro —negó Lesath, aunque las imágenes aparecían en su mente. El mundo soñado por Akasha. El mundo al que rindió su propia alma—. Sal. ¡Sal, bruja! —gritó, llevándose las manos a la cabeza. No estaba solo viendo ilusiones. Aquel ser que decía llamarse Ethel estaba dentro de su cerebro. Retrocedió, espantado, comprendiendo que desde un primer momento fue él quien le dio tal nombre y ella solo reaccionó a sus propias palabras. ¿Por qué había estado siempre allí, paseándose en su cerebro? ¿Qué era? ¿Alguna clase de parásito?—. ¿¡Qué eres!?

La santa se alzó del suelo, moviendo las manos con aire teatral.

—Soy Ethel de Hércules, comandante de la división Pegaso al servicio de Akasha, diosa de la guerra y la sabiduría. Y la mayor maestra de telequinesis que existe en la Tierra, pero eso es lo de menos, ¿verdad?

Lesath gritó de pura impotencia, llenándose de un poderoso cosmos. Si no podía sacársela de la cabeza, al menos cortaría el problema de raíz. Veloz como fue en aquel combate contra Makoto, el santo de Orión cargó con aquel ser sobrehumano.

Detuvo el puño ante su máscara, no porque Ethel lo detuviera, sino por algo mucho más simple y vergonzoso.

Él nunca, jamás, golpearía a esa niña.

 

***

 

Rin de Caballo Menor era un ser diminuto. Más que diminuto, insignificante. Ni siquiera destacaba demasiado entre sus compañeras de bronce. De hecho, sin ellas a su lado, se sentía una mota de polvo estelar flotando a merced del viento.

Así era en ese preciso momento. Algo muy pequeño en un mundo de gigantes de plata y titanes de oro. Su padre la esperaba lejos, en el infinito, a los pies tenía la mortaja bajo la cual descansaba por siempre la Suma Sacerdotisa. Rin llevaba mucho tiempo corriendo hacia allí, observada por el resto de portadores del manto zodiacal, pero siempre veía lo mismo, porque era tan pequeña que no adelantaría siquiera a una hormiga en una carrera tras un millón de pasos. Llamó al cosmos, la fuerza universal que unía a todos, que engrandecía lo insignificante, expandiendo el espíritu tal y como el universo se expandió en los albores del tiempo. Así obtuvo el impulso para seguir corriendo, sin descanso, sin mirar atrás.

Atrás estaban los felices recuerdos del pasado, cuatro amigas maravillosas con las que compartió por igual aventuras y pesares. Con ellas se vio a sí misma fracasada, con ellas se levantó una y otra vez para seguir intentándolo.

Atrás estaban los malos recuerdos del pasado, habladurías en susurros, mitigadas por el paso de los años hasta el punto en que nadie parecía recordar que las hubo. Un santo de Atenea se casó con una mujer y formó una familia.

—Venga, Rin, ya verás que con tiempo y esfuerzo le damos una lección a Aqua —aseguraba Elda, palmeándole la espalda.

—¿Tu padre es consciente de lo que ha hecho? —preguntó Faetón, una vez que hacía de mensajero—. Casarse, siendo un santo. ¡Debería consagrarse solo a Atenea!

«Corre.»

—Eres la mejor líder que podríamos tener —aseguró Alicia—. Haces que lo mejor de nosotras se una en un solo puño. ¡Contigo podríamos alcanzar las estrellas!

—Bueno —dijo Icario cuando le preguntó, el año de la Rebelión de Ethel—, Ban formó una familia antes que tu padre. Las viejas tradiciones se agotan, es ley de vida.

«¡Corre! ¡Corre! ¡Corre!»

—Cómo te envidio —dijo Xiaoling—. Los ataques a distancia son mi punto flaco. ¿Podrías enseñarme algún truco? ¡Si me tocara con esos soldados apestosos, no sabría que hacer! Ay, aunque en ese caso lo mejor que podría hacer es correr, ¿verdad?

—¿Tú eres la hija de ese que usa las reglas del Santuario como papel higiénico? —preguntó Celeris, el hombre que habría portado el manto sagrado de Caballo Menor si nunca hubiese habido una Pacificación—. Menudo ejemplo da, el Santuario está patas arriba. No tardaremos en ver a otra Hipólita y otro Jaki. —El tiempo le dio la razón, aunque no sintió por ello ninguna alegría.

«¡Más rápido!»

—Contigo pudimos volar —dijo Presea.

—Allá va la hija del Juez —comentó el público, el día en que luchó para vestir el manto de Caballo Menor—. ¿Peleará sin máscara? Las reglas no existen para esos héroes.

«¡Mucho más rápido!»

Había corrido toda una vida, buscando su meta, segura bajo la máscara. Aquella pieza de metal la protegía de las tontas recriminaciones que solo una tonta como ella tomaría en serio. Ella había nacido de una tradición rota, así pues, conservaría con orgullo otra, para que todos la vieran. Para que todos supieran que Arthur de Libra era un hombre de justicia, un hombre de ley al que todos habrían de respetar.

Presionando las rodillas, forzando los músculos agarrotados, rompió la barrera del sonido de un salto y siguió corriendo, acelerando paso tras paso. Mach 10, mach 100… Su padre la esperaba a lo lejos, pero esa no era su meta inmediata. Más allá de los titanes de oro que la vigilaban como columnas inamovibles, había el cielo estrellado de la noche. Allí colgaban unos puntos, diminutos como ella, inmensos en realidad. Saber lo inmensas que eran las estrellas de las que su alma era hija en lo espiritual, fue una de las razones por las que decidió convertirse en santo femenino de Atenea. Ella quería ser así de grande, un ser inmenso que alumbraba con sus sueños y esperanzas cuanto estaba en el otro extremo del universo, donde orbitaban otros mundos.

La otra razón, la leyó en las estrellas, que dibujaban una carta que leyó seis años atrás, a la sombra del árbol de hojas azules que puso fin a la Pacificación.

«Mi estimada Rin, hija de Arthur de Libra, el Juez, hija de Seika, la alcaldesa. Sobrina de Seiya de Pegaso, el héroe legendario que desafió a los dioses. Se dirige a ti en estos días extraños el humilde Celeris, hijo de un hombre y una mujer sin riquezas, ni gloria. Sobrino de nadie, hermano de todos los que sueñan con el cielo y padre de mis propios sueños frustrados. Como mis padres, no poseo nada, por no tener no tengo ni buen porte, vaya. Hay tantísima gente queriendo convertirse en santo de Atenea hoy en día, que a mí no me notan, ni del lado de fuera, el Santuario al que debo mi lealtad, ni del de dentro, la niña a la que ofrezco toda mi compasión. Porque, perdona que te lo diga a ti que sabes mucho de reglas y esas cosas complicadas, pero para mí Ethel es una niña todavía, una niña asustada. La gente que hoy se ríe de mí, mañana pensará igual que yo y eso es muy triste, porque sé que el corazón de Ethel es tan fuerte como bondadoso. Para que no quede reducida a la víctima que ahora es, yo, Celeris, me infiltraré entre su grupo, le tiraré de las orejas y la llevaré conmigo hasta Su Santidad en persona. Estoy seguro de que eso se puede arreglar por las buenas, y es más importante para mí que mi Prueba de Armadura, tan próxima. ¡Vaya, si habría sido mañana si esta Ethel ahora tan famosa no hubiese abducido ya a todos los otros aspirantes! Si me pasara algo…»

Rin cerró los ojos, dejando de ver las estrellas. Al ver enfrente, supo que seguía sin avanzar lo suficiente. Tal y como era, diminuta, incluso la velocidad de la luz no cambiaría nada. No tenía sentido pensarlo, pues la velocidad de la luz era una constante y el tamaño poco tenía que ver, pero estaba en un mundo extraño, presa de poderes extraños. Las estrellas cayeron del cielo como lucillos, trazando alrededor de ella el resto de la carta, mojada por sus lágrimas la primera vez que la leyó.

«Si me pasara algo, ¿podrías ser tú la que me sustituyera? Eres una buena persona, y solo una buena persona puede cabalgar por el cielo a la par de Pegaso, como yo soñé con hacer. Desde que lo vi derribar a Cassios, siendo yo un guardia, lo admiré. La gente me trataba de tonto, porque había perdido mucho dinero apostando al obvio campeón. Ah, puede que no debiera decir eso, la guardia del Santuario no hace apuestas, ni bebe en acto de servicio. El caso es que desde entonces he querido luchar al lado de ese hombre, algún día, y ahora siento que ese día no llegará, así que… ¿Por qué no legarte a ti, su sobrina, este tonto sueño mío? La gente piensa en quién eres y quiénes son tus padres, la gente se da cuenta de que el Santuario entero está cambiando porque a la fracasada pupila del Sumo Sacerdote y otros seis maestros se le antojó. Aquellos que nos beneficiamos, lo celebramos por ahora, aquellos que fracasemos podríamos sentir celos de los que triunfen en nuestro lugar. Son tiempos locos, incluso sin esta rebelión, así que permíteme confesarme el primer y único admirador de una niña que hace oídos sordos a todo eso. Si el barco se hunde, sé que tú serás de las que ayuden a recomponerlo, porque eres muy valiente y muy buena, como Ethel. Si no puedo rescatarla, si no puedo lograr que esa niña se convierta en soldado, ¿puedo irme pensando que tú sí lo lograrás? Ahora eres una niña, y estoy seguro de que serás una gran mujer, o un gran soldado, o ambas cosas. No lo sé, ya te dije que a mí todos esos asuntos me parecen demasiado complicados. Solo puedo decir lo que siento.»

Agotada por completo, lanzó un grito desesperado. Su voz alimentada por un alma forjada en los cielos, debía alcanzar a su estrella guardiana, tan lejana.

Pero las estrellas que acudieron en su auxilio no estaban lejos, sino alrededor. Se unieron a la santa de Caballo Menor, todas a la vez, encendiendo su cosmos, diminuto e inmenso al tiempo. El compañero de Pegaso surcaba el infinito, la santa de bronce aceleraba más allá de sus propios límites, sintiendo que el cuerpo se le desgarraba.

«Postdata: He dejado instrucciones de que quemen esta carta si no me pasa nada drástico. En ese caso, dejaré que me recuerdes como el patán que te ve como una niña mimada que pisoteará todas nuestras reglas. Total, al menos seré el más sincero de todos los patanes que te lo dicen, ¿cierto? Estos comentarios despectivos traumatizan a los niños que aspiran a ser adultos, pero para ti, que tienes alma de soldado, tal vez sean el impulso que te llevará muy lejos. Tal vez en esta generación, sean tres los caballos que alcancen las estrellas, iluminando este mundo tan loco.»

—No hay tres constelaciones del caballo —recordaba haber dicho Rin cuando acabó de leer la carta. El recuerdo de la cabeza decapitada de Celeris estaba grabado en su mente. Aquel hombre había sido suprimido por Ethel tan pronto se acercó a su territorio.

Él era insignificante, como ella, como las estrellas. Pequeño, visible solo en la lejanía, y sin embargo, capaz de arrojar sus esperanzas desde una distancia lejana en tiempo y espacio. Así debía ser ella, incluso si a lo lejos se veía como nada más que un puntito colgando de la inmensidad del cosmos, debía poder recorrer el infinito. Lanzó un nuevo grito, no para pedir ninguna clase de poder, sino para expulsar el suyo propio.

 

Rin rompió el hechizo mental justo antes de que el cuello de Lesath, sometido a la aparición, terminara de torcerse. Su cosmos se liberó sin mesura, haciendo estremecer el camarote entero. En ese mismo instante, contenido en una insignificante fracción de segundo, la santa de Caballo Menor llegó a golpear a aquel nuevo y extraño enemigo a una velocidad tal que no podía reconocer nada a su alrededor.

Cayó al suelo tras ese único puñetazo, vomitando sangre. Todo su cuerpo lucía cortes, los huesos le temblaban, los músculos se sentían agarrotados. Miró hacia arriba, mareada. Vio por partida doble a Lesath cayendo al suelo. ¡Estaba tan débil!

Entonces fue elevada hasta chocar contra el techo, bañando con numerosas gotas de su vida todo el suelo. El enemigo la miraba a través de la grieta de la máscara.

—Velocidad relativista, ¿eh? Asha tenía razón.

Lesath reaccionó pronto, dando honrosa prueba de que era todo un veterano. Sin embargo, el cosmos del santo de Orión, de natural superior al de la propia Rin, se esfumó por un simple gesto del enemigo, quien lo sometió de nuevo.

«No —decidió Rin—. Antes de que ese ser atara los pies y manos de Lesath con telequinesis, su cosmos ya se había dormido.»

—La sangre de Kido —continuó Ethel—, es muy fuerte


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