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Juicio Divino: La última Guerra Santa


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#421 Rexomega

Rexomega

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Publicado 05 junio 2023 - 16:09

Saludos

 

Capítulo 163. La batalla de los argonautas

 

—… Diez mil años de opresión, llegan a su fin —aseguró Gestahl Noah, poniendo fin a un largo discurso que había recitado para incontables mentes, las de los caballeros negros que no formaban parte del ejército aliado. Con esas palabras, cerraba el trato que hizo con aquellas almas al pedir que se unieran a una orden tan sombría y solitaria, destinada a ser condenada por las futuras generaciones. De forma tácita, en ese momento dejaba de ser el líder de Hybris, si bien seguiría siendo la sombra de Altar hasta el día en que muriese—. Brindaré por vuestro éxito, hijos míos.

Mientras presentía como la legión de sombras se preparaba para la última fase de la Cacería, el padre de la humanidad llenó la copa con un temblor nervioso, jovial incluso. Parte del mantel que cubría la pequeña mesa pasó del blanco impoluto a un tono rosado, a la vez que algunas gotas salpicaron el plato de carne con papas.

Fue extraño no escuchar ningún comentario al respecto, así como lo fue haber puesto una única silla donde solía haber seis. Mirando en derredor, recordó que Hipólita ni siquiera estaba en el mismo mundo que él, mientras que la conexión con Munin seguía cortada, al estar Cuervo Negro inconsciente. Asamori Tomomi compartía con su familia alguna celebración en la que no era bienvenido. Oribarkon y Adremmelech habían acudido al llamado de sus auténticos amos, Poseidón y Atenea.

—No, no lo creo. —Un trozo de carne colgaba a medias en el tenedor, que Gestahl giraba con cierto aburrimiento—. Adremmelech no volvió con Atenea, sino con…

Dio un respingo, dejando escapar el cubierto. Los acontecimientos del pasado se le presentaron como un círculo perfecto, desde la Guerra de Troya hasta lo ocurrido décadas atrás, cuando empezó a moverse. En especial, el día en que se encontró con Ethel y el momento en que brindó con Akasha, cuyo rostro descubierto era idéntico al de su esposa, brillaban con fuerza, no como confiables faros que lo guiaban por el camino correcto, sino como un incendio incontrolable que reducía a cenizas los entresijos del plan que de forma tan meticulosa había elaborado. ¡Todo sería tan fácil sin esos giros inesperados! Sin embargo, no se arrepentía de haberlos vivido.

Siguió comiendo, distraído, apenas prestando atención a cómo el plato se iba quedando vacío. En el fondo, sabía que el problema no era la ausencia de los líderes de los caballeros negros, sino que además extrañaba otras presencias que le habían acompañado durante un millar de vidas, maquinaciones y lamentos.

—Ahora que Hashmal murió, solo quedo yo, ¿cierto? —murmuró después de masticar el último trozo, algo endurecido. Pensó de pronto en Gugalanna, ese gigante atado por el rey Gilgamesh y su amigo, Enkidu de Andrómeda, como la bestia que siempre fue, en el fondo. ¿Qué había sido de él? Nunca lo supo—. Garland de Tauro se le parece. No es tan evidente como el caso de Azrael y Akasha, pero… 

Dejó la frase a medias, riendo para sí. Era un hablador empedernido, no podía quedarse callado ni estando solo. Por suerte, Hipólita, con quien mantenía una conexión telepática gracias al poder de Ethel —aquel que él mismo había transportado para ella desde el Santuario, dándole una razón para seguir viviendo—, se dirigió a él en ese momento. No es que el resto del tiempo hubiese sido ajeno a las experiencias de Águila Negra, había estado al tanto de la inesperada muerte del regente de Júpiter, pero no habían hablado desde la conversación que tuvieron cuando el Argo Navis zarpó en dirección a Hipérborea. No tuvieron oportunidad, hasta ahora.

 

Al principio, Gestahl no pudo escuchar bien lo que Hipólita le decía, pues estaba viendo lo mismo que Águila Negra: una inmensa esfera roja en la medio de un océano turbulento. Con un poco de imaginación, había cierta similitud entre la construcción energética y la forma que parecía tener el planeta Marte, un pequeño juego de los dioses del miedo y el terror, quienes protegían la Esfera de las Emociones hasta encontrar un sucesor digno. Sin embargo, no era el color lo que preocupaba a Gestahl, sino lo que sentía al mirarla. Miedo, no. Terror, tampoco. Solo un mal presentimiento.

—¿Vas a ayudarnos o no? —cuestionó Hipólita, irritada. Para que los argonautas no la escuchasen, estaba volando tan alto como podía, siempre por sobre el barco—. Los muchachos están desesperados.

No es mucho lo que puedo hacer —tuvo que admitir Gestahl, en cuya mano ya no estaba el báculo Niké. Tal bendición estaba reservada para una batalla futura, más importante que cualquier asunto personal—. ¿Ningún santo de oro en la tripulación? Creía que ibais a buscar a Arthur de Libra, entre otros.

Hipólita resopló. No le quedaba mucha paciencia para tratar con el distraído líder y las actuales circunstancias le impedían ser comprensiva respecto al plan de los caballeros negros, que ya debía estar en su fase final. A pesar de eso, el tiempo que compartieron como algo más que líder y subordinada la tranquilizó, de modo que con un rápido movimiento descendió hacia la cubierta del barco y volvió a subir hasta las alturas.

La tripulación del Argo Navis era numerosa: Emil de Flecha, Hugin de Cuervo, Ban de León Menor, June de Camaleón, Mithos de Escudo y Subaru de Reloj. Orestes de la Corona no se hallaba presente, pero pronto Hipólita aclaró a qué era debido.

Los siervos del Hijo siempre logran sorprenderme —comentó Gestahl para sí—. Me temo que ninguno de esos santos podrá abrir la Esfera de Marte.

Ya había llegado a esa conclusión…

Desconcertado por el evidente sarcasmo en aquella respuesta, Gestahl frunció el ceño. ¿A qué se debía todo eso? Cierto, él estaba preocupado por Akasha, le resultaba imposible no estarlo aun después de la tácita amenaza de muerte que le dedicó, y había pedido de forma expresa a Hipólita que cuidara de ella. Sin embargo, eso no explicaba del todo el interés de la sombra de Águila.

Altar Negro sospechaba que no serviría de nada mencionar que ya había agotado la carta del triunfo que le permitía poner en aprietos a los Astra Planeta: el evento que su esposa había construido para él, con reconstrucciones de los primeros santos de oro. Desechó enseguida cualquier idea parecida al arrepentimiento. Si Titán de Saturno no estuviese ocupado, en cualquier momento podría volver a traer a su presencia a todos los que estuvieron luchando en la Cámara de las Paradojas. Tomó la decisión acertada, de eso no tenía la menor duda.

Yo…

Espera —cortó Hipólita, cuyo único ojo se dirigió a los mares olvidados, que brillaban con un tono dorado—. Es la Suma Sacerdotisa.

La Suma Sacerdotisa —repitió Gestahl, entendiendo al fin la situación. Aun si la lealtad de Hipólita había estado con él desde que la acogió hacía tiempo, en ese viaje la guerrera había aprendido a sentirse como algo más que una sombra,  una ateniense. No podía culparla—. Sí, yo también lo noto. 

Fue de esa forma que ambos decidieron no actuar por el momento, una decisión de la que no tardarían en arrepentirse.

 

***

 

La prodigiosa fuerza de Akasha de Virgo logró manipular las corrientes de los mares olvidados por un tiempo, arrastrando el Argo Navis hacia la esfera roja que había aparecido allá donde antes se alzaba el Santuario. Los argonautas, silenciosos espectadores de aquel evento que parecía distorsionar el tiempo y el espacio, temieron lo peor cuando percibieron a un gigante con un enorme saco de comida y bebida sobre una armadura esmeralda. Que aquel gritaba que venía para ayudarlos no arregló demasiado las cosas. Todos se prepararon para una lucha inminente.

Entonces, todo se detuvo. El gigante desapareció por la misma distorsión causada por Akasha desde la lejanía, una senda que habría de permitir al Argo Navis entrar en aquel mundo rojo y salir después. La energía de la Suma Sacerdotisa empezó a disiparse.

—¡No podía ser tan bueno, os lo dije! —bramó Hugin, apoyándose a la barandilla de un barco que parecía a punto de volcarse. Las aguas golpeaban el navío con fuerza, como en represalia del intento que hubo de domarlas—. ¿Y ahora qué?

 

A modo de respuesta, el aire frente al mascarón de proa pareció cristalizarse para luego romperse como un espejo al que le hubiesen lanzado una piedra, manifestándose de ese modo un portal hacia un mundo que los tripulantes conocían bien. Aun si no podía verse nada, pues todo era oscuridad tras aquella grieta en el tejido del espacio-tiempo; incluso si los cosmos que se amontonaban en el interior, avanzando hacia ellos como un ejército, no les sonaban de nada, sí que podía percibir algo más, una sensación que les llegaba al alma. El mundo tras el portal era una parte de la Esfera de la Ley y los Héroes, así como lo fue Hiperbórea, donde toda suerte de monstruos habían vivido según la voluntad del último regente, el caído Ío de Júpiter.

Los argonautas se alistaron para la batalla. El ejército enemigo era numeroso, y la fuerza que los lideraba, de un poder terrible, colosal.

—¡La mejor defensa es un buen ataque! —gritó Mithos, dirigiéndose al audaz Emil. Estaba al tanto de la técnica que había diseñado, Fortaleza de Luz, así como de que el santo de Flecha era mucho mejor en la ofensiva—. Sin ofender —se le escapó, sonrojándose al ver que Subaru reía a pleno pulmón.

—¿Por qué me iba a ofender? —soltó Emil, encogiéndose de hombros.

Mithos, viendo con un ojo cómo el santo de Flecha saltaba hacia el mástil, apuntando al portal con el brazo extendido, clavó el otro en el risueño santo de Reloj.

—Creía que solo podías ver el futuro de la señorita Shaula.

—Y es así —admitió Subaru, despreocupado—. No sé lo que va a ocurrir ahora. Podríamos morir y todo.

—¡Prometiste que nos reencontraríamos más tarde!

—Más nos vale —expuso Subaru, serio por un segundo—. Nos va a necesitar.

Aunque el santo de Escudo quería replicar, no pudo hacerlo, pues al acostumbrado griterío de Hugin, que llevaba un rato instándoles a todos que se dejaran de cháchara, se unió un severo gruñido de Águila Negra. Mithos no conocía a la mujer más que por los rumores, habiendo vestido el manto después de la época en que fue considerada uno de los mayores enemigos del Santuario. Cuando se encontraron en el barco, hablando de la situación en la que estaban y de formas de salir de ella, pensó que no era tan fuerte como había imaginado. Ahora, en cambio, la mujer le parecía de lo más temible.

Un batallón de lestrigones armados hasta los dientes ahogó el consejo de June hacia el avejentado Ban, a quien le pedía que se quedara atrás. La horda enemiga, balanceando con locura guerrera enormes espadones, cayó fulminada por una lluvia de flechas.

—¡Qué decepción! —Emil ni siquiera sonrió. Luego de las batallas que habían librado, tener que lidiar con aquellos mastodontes le parecía casi un insulto, pero cuando estaba a punto de lidiar con una segunda oleada, una flecha le rasgó la mejilla—. ¡Esto está mejor! ¡Amazonas! ¡Diversión!

Respaldando a los lestrigones, que atravesaban el portal sin reparar en que eran demasiados para hacerlo a la vez, había jóvenes doncellas de armaduras oscuras y letales arcos. Las guerreras satélite de Artemisa.

 

June, acaso malentendiendo la fama de Emil con las mujeres, temió que este tuviera piedad de aquellas hermosas guerreras. Saltó del barco sin dudar, cayendo en una extensión de tierra que no debía estar allí, una parte de la única ciudadela que había escapado a la destrucción de la Esfera de Júpiter, así como el ejército que ahora los asediaba. Quienes eran y por qué luchaban no estaba entre las prioridades de la santa de Camaleón. La determinada guerrera ni siquiera se molestó en mirar atrás al sentir que Ban la seguía. Estaba bien. ¡Todos tenían derecho a escoger cuándo y cómo morir!

Después de todo, ella ya lo había hecho.

 

Lestrigón tras lestrigón, todos caían con una rapidez mortal, amontonándose en una montaña de cadáveres que pronto June había dejado atrás. Los cuerpos, prueba de la letalidad de Emil, se derritieron para asombro de aquel y el resto de santos de Atenea que seguían en el barco. Por igual, una fuerza misteriosa licuó el metal y la carne, dejando un maloliente charco bajo el montón de huesos que quedaron.

—Tienes razón, santo de Flecha. ¡Estos caníbales son una auténtica decepción! —gritó un gigante cubierto por una extraña armadura, en apariencia hecha de huesos. Extendiendo la mano hacia los restos de los lestrigones, los redujo a nada a la vez que consumía para sí las almas de los muertos—. Yo, Anteo, prometo ser un mejor oponente para los asesinos del señor Ío.

Emil, quien casi sentía lástima por el presuntuoso gigante, le apuntó al corazón, pero antes de poder disparar cayó del mástil soltando un alarido de dolor. ¡La pierna! ¡Alguna de las amazonas le había acertado en plena rodilla!

—Ahora soy yo el decepcionado —rio Anteo, moviendo la mano para que los lestrigones que habían cruzado el portal se quedaran quietos—. ¡Derribado por una de las bailarinas de Artemisa! —exclamó, risueño.

Si al gigante Anteo le hubiesen dicho que semejante bravata estuvo a punto de costarle la vida, quizá hubiera medido sus palabras.

 

Y es que June y Ban habían sido implacables con las feroces amazonas, a quienes ni por un segundo subestimaron. La santa de Camaleón las decapitaba con veloces latigazos, mientras que Ban acometía primero a las de la retaguardia, convirtiéndolas en bombas humanas que no tardaban en explosionar. Solo una fue más audaz que el dúo imbatible, disparando una flecha que se movía por sí sola, más rápida que ambos santos de bronce. Esa saeta fue la que hirió a Emil, y la siguiente habría salido desde las cejas de Anteo, luego de atravesarle el cerebro, si June hubiese estado de humor como para esperar a que la guerrera satélite se presentase.

—Mi nombre…

—¡No te lo he preguntado! —bramó la santa de Camaleón. Ya para ese momento, su látigo desgarraba el fino y largo cuello de la guerrera satélite, pero esta se defendió con increíble fiereza, resistiéndose a una muerte rápida—. Si esas tenemos…

Dejó caer a la mujer, quien por la impresión no pudo entender a tiempo lo que ocurría. June tampoco se lo permitió, pues estando aún en el aire, ella ya le había encajado un puñetazo en plena cabeza. La amazona terminó por caer sin vida.

—¿Estás bien, Ban? —se apresuró a preguntar, girándose hacia aquel. El santo de León Menor rugió como respuesta—. Ya me lo parecía…

Si bien la batalla proseguía en el barco —Hugin había bajado a tierra, aceptando el desafío de Anteo, mientras que Hipólita, al igual que Mithos y Subaru, se mantenían a la expectativa de un enemigo mayor—, la parte del ejército que se había resguardado detrás del portal había caído. Así lo atestiguaban las amazonas calcinadas o decapitadas que el dúo de santos de bronce había dejado atrás. Muchos lestrigones perecieron en el fuego cruzado, debido a las ardientes explosiones que Ban desataba.

Eso solo les dejaba con la presa mayor. Aquel que lideraba el contingente.

—Os he subestimado, mortales, por última vez —aseveró una voz que parecía provenir de todas partes—. Doce segundos tendréis para arrepentiros de vuestros pecados.

June y Ban se miraron, primero confundidos y luego asintiendo con decisión. Al término de tan singular plazo, el dúo había pensado en todo, menos en arrepentirse.

Al ser que se les apareció enfrente tampoco le importaba demasiado. Era un hombre cubierto por blancas túnica de sacerdote, ceñidas por un cinto dorado del que colgaba una espada envainada. En la cabeza, morena, no había ni un solo pelo más allá de las dos finas cejas, apenas dibujadas por sobre los ojos rasgados.

—Así sea, santos de Atenea —dijo, calmado, mientras abría un libro que sostenía con la mano derecha, manteniendo la izquierda tras la espalda—. June, Ban. El nombre de aquel que ejecutará vuestra sentencia es Zelo, ángel del Olimpo.

 

***

 

Contrario a las expectativas de Subaru, por segunda vez en años sin saber qué le deparaba el futuro cercano, de los problemas se encargaron con relativa facilidad Emil, Hugin y el par de kamikazes que eran June y Ban. Lo más arriesgado que hizo el santo de Reloj fue restaurar la rodilla y la protección de Emil mientras este cojeaba de un lado a otro del barco, disparando a cuanto enemigo, lestrigón o amazona, viera.

Esa era la segunda vez que usaba sus poderes con alguien distinto a Shaula y Mithos, lo que le exigió una excesiva concentración. Debía unir su propio cosmos al del paciente hasta que ambos fueran uno solo, de modo que su particular habilidad pudiera actuar sobre alguien distinto a él mismo. A decir verdad, fue toda una odisea.

«No está bien —supo Subaru—. Estoy estancando su crecimiento, su vida.»

Aun así, realizó esa labor, pues era todo lo que podía hacer de momento.

 

Entretanto, el santo de Cuervo ponía fin a la batalla con Anteo. El gigante de ósea armadura había tenido ventaja al principio, cualquiera podía notarlo con solo echar un vistazo a la cara amoratada y desprotegida de Hugin. Pero la situación dio un giro inesperado cuando este desplegó dos largas alas, una blanca y otra negra. Desde ese momento, el ateniense había tenido una ventaja aplastante sobre el enemigo, que no había dejado de presumir que era invencible mientras pisara el suelo.  

—¡Bájame, maldito seas! —gritaba el gigante, de cuyos cabellos Hugin tiraba cada que podía para volver a lanzarlo más y más arriba, manteniéndolo siempre en el aire—. ¡Cuando te atrape, sentirás el peso del mundo entero sobre tu escuálido cuerpo!

Como ya estaba acostumbrado a ese tipo de amenazas, no solo del gigante sino de otros enemigos del pasado, Hugin las desoyó. Hasta se permitió mostrar la desagradable sonrisa que le dejó el último puñetazo de Anteo, directo a la mandíbula. No le habría molestado mantener a ese animal desesperado un rato más si no hubiese presentido la venida de un peligro mayor que lo obligaba a ponerse serio.

—Lo lamento —dijo el santo de Cuervo, cruzado de brazos ante Anteo, quien estaba inmovilizado en el aire. El gigante no sabía la razón, pero intuía que tenía que ver con las plumas que el guerrero le había arrojado a la armadura, con la cual se fundieron—. De repente me sentí más fuerte que nunca, je. Bueno, acabemos el juego.

Le bastó un ademán para que la armadura, más que romperse, se apartara del punto que quería golpear. Fue una sensación extraña para Anteo, que siempre había confiado en aquel tumulto de almas robadas para la gloria de su padre. Ahora, esos espíritus parecían cobrar conciencia de nuevo, decidiendo abandonar al acabado gigante.

Hugin golpeó el estómago descubierto con saña, sin importarle que las entrañas fluyeran a través del brazal. Solo cuando supo que Anteo estaba muerto, se decidió a liberarlo del dominio que ahora poseía sobre la materia y la mente, gracias al eidolon que su hermano le había implantado para protegerlo de Orfeo de Lira. El cadáver chocó contra el borde del Argo antes de caer al suelo, donde antes estuvo la montaña de muertos de la que tanto se burló. Una imagen curiosa por la que el ateniense sintió regocijo.

La alegría duró el tiempo que dura un suspiro. El portal, todavía abierto, expulsó un calor abrasador junto al cuerpo de un santo, el cual Hugin se apresuró a atrapar.

—¡Por Atenea! —bramó el santo de plata, sintiendo que el mero roce con el inconsciente Ban, aún protegido por Nemea, le habría carbonizado el brazo si no vistiera el restaurado manto de Cuervo—. ¡Nada de ataques suicidas si no es para ganar! —le gritó mientras volvían al barco.

A medio camino, Hugin notó que algo chocaba contra su espalda, aunque no se molestó en girar hasta que dejó la carga en la cubierta, donde quizás Subaru podía atenderlo.

 

—¿Eso es el brazo de la subcomandante? —preguntó Emil, impresionado.

Los argonautas miraron a una sola dirección: la santa de Camaleón salía del portal, retrocediendo con largos saltos para esquivar lo que todos veían como meros destellos de luz. Zelo salió medio segundo después, recibiendo en la cara un latigazo de parte de June; apenas le movió la cabeza un poco para esquivar el primer ataque y los vientos que desató como lobos sedientos de sangre.

Otra explosión luminosa, que no era sino el rápido saque de la espada de Zelo, precedió a la caída del brazo derecho de June. Esta, desarmada, no tuvo tiempo de asimilarlo, pues de una patada el ángel la mandó contra el barco.

—Veamos. —Zelo, rápido como la luz, apareció frente a los estupefactos santos de plata. Con la mano derecha sostenía un libro, ahora abierto, en el que parecía leer algo—. Hugin, Emil, Mithos, Subaru… —Miró arriba, donde una sombra veloz estuvo a punto de golpearle en plena frente; le detuvo la pierna con la mano izquierda—. Hipólita. El nombre de aquel que os ejecutará es Zelo, ángel del Olimpo.

Una energía blanca cubrió al de ropas sacerdotales. Acto seguido, Hipólita salió volando hacia los mares olvidados, rodeada por fragmentos de la armadura negra de Águila.

El siguiente objetivo de Zelo era claro: Hugin. Pero el santo de Cuervo ya había salido del Argo Navis, volando tan rápido como podía para que Hipólita no cayera a aquellas aguas malditas. Tan terrible era el adversario al que daba la espalda, que Hugin ni siquiera pensó en lo irónico de la situación.

—Es inútil, lo que yo hiero, solo los dioses pueden revertirlo —advirtió Zelo, siendo ignorado por el santo de Cuervo—. Sea. Todos moriréis igualmente.

Emil disparó una andanada de flechas hacia el ángel. Cabeza, corazón y hasta la entrepierna fueron blancos que tuvo en mente, pero Zelo las detuvo cuando estaban a centímetros de alcanzarlo y luego cambió el rumbo de todas ellas. El santo de Flecha, marcado por sus propios proyectiles, cayó al suelo preso de un sopor mágico. En su último instante de consciencia, maldijo no haber empleado el Arco Solar.

Luego, demasiado rápido para que Mithos y Subaru, pudieran reaccionar, Zelo desenvainó el sable y cortó a ambos. Al menos, esa fue su intención, pues la energía blanca que emitía al atacar se quedó orbitando entre dos capas del Rho Aias, infranqueable barrera del santo de Escudo.

—Eso ha sido arriesgado —comentó Subaru, con más entusiasmo que miedo en el tono de voz—. Recuerda que Shaula no está aquí.

—Con más razón debo ser fuerte —argumentó Mithos, decidido.

Los labios del santo de Escudo formaron una sonrisa triunfante que Zelo leyó demasiado tarde. La energía que Mithos había atrapado fue redirigida contra el ángel como una columna de puro poder incendiario.

 

***

  

Lejos, entre violentas ráfagas de viento que parecían querer arrastrarlos hacia el mar que sobrevolaban, Hugin cargaba a una delirante Hipólita.

—Poder… Necesito poder… —murmuraba la mujer, cuya armadura se caía a trozos desde las botas  hasta las hombreras—. Poder para salvar… Poder para aplastar…

Lo que desconocía el santo de Cuervo era que Gestahl Noah escuchaba los ruegos de Águila Negra, semejante al dios que escucha las plegarias de sus fieles. O más bien, al padre que oye a una hija algo orgullosa pedirle ayuda una vez más.

Tienes poder. El de Ethel —explicó, cabeceando de pronto—. Pero no es suficiente, tú no eres la guerrera en que esa niña se habría convertido.  

—Deseo serlo —afirmó Hipólita—. Sé algo de magia…

Hugin se estremeció al oír esa palabra, rememorando la brutal batalla que sostuvieron con esa misma mujer a la que ahora trataba de salvar. Águila Negra no solo era fuerte, sino que además podía invocar un cierto poder del mismo infierno a cambio de recuerdos. De ese modo obtuvo el brazo y la pata de una bestia, intercambiándolos por el recuerdo de haberlos tenido alguna vez, el síndrome del dolor fantasma.

Si sacrificas algo que es importante para ti… —Gestahl, muy lejos de ese lugar en que tantas vidas estaban en juego, tragó saliva—. Si haces eso, obtendrías un poder increíble, aunque no duradero.

El caballero negro de Altar tardó en decir cada palabra porque sabía que Hipólita no iba a dudar. Él mismo tenía claro la clase de recuerdo al que la mujer tendría que renunciar para pararle los pies a un ángel del Olimpo, incluso si este no vestía la gloria.

 

Debido a la conexión que compartían, Hipólita pudo confirmar las sospechas de Gestahl. En las mentes de ambos apareció una escena, la de una mujer que debió huir por haber sido débil, que siempre relacionó —y relacionaría— debilidad con dolor, pero que en ese tiempo se sentía feliz de la fragilidad que la mantenía en cama.

Entre los brazos tenía a un niño recién nacido, Ícaro, hermano menor de Ethel. Gestahl, estaba en el otro lado de la cama, jugueteando con el pequeño como si no fuera más que otro padre algo payaso. A Hipólita siempre le hacía reír, sobre todo cuando no entendía lo que aquel hombre decía con tal de alegrar al bebé. De vez en vez, los miembros de la orden de los caballeros negros, pequeña en ese entonces, entraban al cuarto con la excusa de informar al líder, pero que en realidad solo querían ver a la criatura.

Siempre creyó que sin el amor que Gestahl le había dado, no habría podido vivir tanto tiempo. En especial, los primeros años  le dieron la fuerza necesaria para sobreponerse al duro pasado, pues aquel hombre, por entonces un misterio incluso para ella, fue más que un amante. Se comportó, así fuera por poco tiempo, como un esposo atento y un padre cariñoso, apenas dándole importancia a cualquier otra cosa. El corazón de Hipólita estaba lleno de rencor, caldo de una visión cínica sobre el mundo, los héroes y los propios motivos que pudiera tener Gestahl para esforzarse tanto, pero era incapaz de siquiera plantearse que aquellos años fueron una mentira.

Y era por eso, porque fue una vida auténtica, genuina, que resultaría un sacrificio ideal para el río del olvido al que Hipólita acudía a través de la magia.

 

—En verdad me habría gustado compartir el resto de esta vida contigo.

Ya más consciente de que estaba apoyándose en Hugin, Hipólita tuvo la prudente idea de hablar a través de la telepatía.

—Lo sé. Pero, Gestahl…

Deucalión, mi verdadero nombre es Deucalión.

Está bien, Deucalión. Yo no soy lo más importante para ti, a veces dudo de que tú seas lo más importante para mí. —Sin poder evitarlo, rio, palpándose la máscara en un vano intento de alcanzar el ojo que era recipiente del poder de Ethel, de su alma. Recordó a aquel pequeño bebé llorón al que no supo cuidar, recordó a Ícaro y la confianza con la que Akasha le hizo entrega de aquella máscara oscura—. Si lo eres, ¿mejor, no? Más poder recibiré.  

Eres importante para mí —repuso Gestahl.

Hipólita sacudió la cabeza, agradecida por las palabras de aquel hombre.

Te quiero, Deucalión —dijo en aquel mundo solitario al que solo ellos y el alma de la fallecida Ethel tenían acceso. Luego, decidió que aquellas palabras debían ser oídas por el mundo exterior—. Te amo.

En ese preciso momento, el sentimiento que vivió en el corazón de Hipólita durante más de quince años, desapareció como si nunca hubiese existido.

 

Hugin no era tan imbécil como para creer que aquellas palabras eran para él. No dijo nada al respecto. Solo se quedó mirando a la fuerte mujer que poco a poco iba cubriéndose por una segunda piel, oscura como las profundidades del mar. Solo la máscara resaltaba en esa nueva forma en la que los brazos y las piernas terminaban en amplias zarpas. La pieza metálica brillaba con un tono rosado.

—¿Vamos? —preguntó Hipólita, usando la misma voz burlona de siempre. En opinión de Hugin, seguía siendo la misma—. A aplastar un ángel.

La oferta fue honesta, pero la tremenda velocidad de Hipólita no podría haber sido seguida por Hugin de ninguna forma.

 

***

 

Una y otra vez, Zelo había tratado de cortar a Mithos. Ataques en horizontal, verticales o diagonales; desde arriba o el suelo, de frente o por la espalda. El resultado era siempre el mismo: no era capaz de atravesar las veinticuatro mil placas de escudo, que además se reparaban en poco tiempo. Lo más que podía lograr el ángel era evitar el contraataque, lo cual resultaba inaceptable para el guerrero celestial

Aquella era en cierto modo una Batalla de los Mil Días. Zelo no llegaba a herir a Mithos, pero Mithos no tenía recursos para alcanzar y dañar a Zelo, más allá de las quemaduras que le provocó al principio del duelo.

Ninguno de los guerreros que habían perdido la consciencia —Emil, Ban y June—, daban señas de poder levantarse. Subaru, atento espectador, mantenía una cara de póker que Mithos no podía descifrar. El japonés tanto podría estar esperando el momento propicio como hallarse paralizado de miedo al no tener una respuesta para lo que acontecía, debido a la ausencia de Shaula. El santo de Escudo no contaba con que lo ayudase hasta el último momento, es decir, cuando Zelo dejara de empecinarse en atacar al enemigo imbatible en vez del barco sobre el que se hallaban todos.

Como un bólido de luz, Hipólita se interpuso entre los combatientes, golpeando de lleno el estómago de Zelo. El ángel, lejos de mostrar dolor, más bien estaba sorprendido. Mostró una vez más el saque rápido que lo caracterizaba, desenvainando la espada para cortar a la velocidad del relámpago a aquella inoportuna mujer.

La espada pasó a través del Manto de Deyanira sin causar daño alguno. Aquella armadura hecha de magia olvidó haber sido atravesada por el arma mítica.

—Interesante —comentó Zelo, quien rápido cayó en la cuenta de la máscara que se sobreponía a la extraña piel acuosa que cubría a Hipólita—. E insuficiente.

Quiso cortar aquella pieza metálica, y debía haberlo logrado en circunstancias normales, pero contra todo pronóstico la sombra de Águila le atrapó el brazo en pleno saque. El ángel miró más allá de la mujer: Mithos veía la escena estupefacto, mientras que Subaru se encogió de hombros,  casi disculpándose al poner una cara inocente. Él mismo no solía tener necesidad de profundizar en sus propias capacidades; hasta ese día, combatir consistía en preservar las vidas de Shaula y Mithos. Nada más, nada menos.

 

El flujo del tiempo estaba siendo manipulado alrededor de Zelo e Hipólita, invirtiendo la diferencia que los separaba según la ley natural.

—No vas a romper esto —aseguró Hipólita, apretando el brazo con tal fuerza que los huesos empezaron a crujir—. No lo permitiré.

—Interesante —repitió Zelo, usando la mano libre para acercar el libro que siempre llevaba encima. Al leer la página por la que se abrió, frunció el ceño—.  ¿Quién eres?

La única respuesta que obtuvo fue un fuerte rodillazo, inicio de una paliza de la que no parecía haber escapatoria. Hipólita saboreó cada golpe que encajaba en el ángel, sabiéndose ahora poseedora del poder que necesitaba para salvar la situación. El recuerdo de otra persona se adueñó de su mente. La máscara brillaba con fuerza.

—Ya verás que pronto te recuperas —le dijo hace mucho tiempo cierta niña a otra de su edad, recién llegada a Jamir—. Mientras tanto, yo te protegeré, Asha.


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#422 Seph_girl

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Publicado 14 junio 2023 - 17:48

Cap 60. Damon, el power Ranger Azul
 
Mientras Alexer y su ejercito de ensueño pelean con cosas cada vez con mayor nivel de combate.
Julián *papacito* Solo y Oribarkon siguen su tediosos camino hacia donde esperan encontrar a Damon. Pero el camino no solo iba a ser un puzzle de cerebro y habilidades místicas, no, porque se les aparece otro Telkin molesto para complicarles las cosas, así que le toca a Ori el quedarse y dejar que su señor siga avanzando.
Así pues Julián se embarca solo al tercer piso de se lugar donde al fin da con Damon quien esta esperando, y fíjate nada mas que el mago ese tenia la intención de reunirse con Akasha, por ser la reencarnación de Pirra, pues bueno, sorpresa se va a llevar si vive para enterarse.
 
Anda que pese a lo malote que lo quieran hacer ver, Damon no planeaba sustituir el mundo actual por su mundo de ensueño, sino que iba a ir a un lugar donde la tierra ya fuera cosa perdida y ahí plantar su creación para no alterar el orden de las cosas (o eso entiendo yo)
Pero bueno, el tipo se pone a divagar sobre la tan nombrada Guerra del Hijo, y como es que se pone paranoico pensando que tal vez todos ellos están encerrados en un bucle o que ellos mismos son parte de la guerra del hijo y... santos dolores de cabeza, yo mejor dejo de pensar y solo sigo leyendo.
 
Para mi suerte en eso llega Julián, y Oribarkon siendo previsor y sin estar allí en la escena acomodó todo para que su amo se vea genial y tenga un lugar acorde a su casta para negociar con el mago (escenario, sillas y en un descuido hasta la maid que les va a servir café)
Pues anda, que Julián intenta convencer a Damon que deje de pensar en qué están haciendo los otros dioses, que mientras Poseidón esté con ellos con eso basta, que los protegerá y toda la cosa (vaya giros que puede dar Don Poseidón XD) y que por eso debería él tambien querer porteger la tierra actual y dejar de desvivirse por en un mundo que ni existe todavía.
 
Total, siguen hablando sobre el hijo quien parece nació fuera del espacio-tiempo lo que podría haberle permitido estar metido en la creación de muchos de los mundos y discretamente ser el arquitecto de acabar con el Politeísmo entre los humanos e idear el Cristianismo... OMG ¿el Hijo es DIOS? XD
El punto es que la charla sigue y Julián llevó a Damon a teorizar que es el Hijo quien lo ha estado manipulando para hacer cosas, y bueno Julián rápido le dice que use todo ese poder que ha reunido para ponerse en contra de quien intenta controlarlo de esa manera tan sucia (buen intento señor, buen intento)
 
Entonces según el plan de Julián es él irse a las otras tierras, el multiverso a protegerlas a todas mientras su hijo Adrien solo se encarga de una sola (que avorazado), pero pues ya sabe mi Don Poseidon que en el ELDAverso es usted bienvenido y tratado como Rey. Ejem, sigamos.
 
Para finalizar ya la negociación y debate filosófico que se ha alargado demasiado, Julián le dice a Damon que solo tiene de dos sopas: o sigue buscando su sueño de mundo ideal sirviendo así a los propósitos de su titiritero, o elige proteger el mundo en el que nació y servir a su Dios don Poseidón.
 
Y en esa decisión nos quedamos por ahora. ¿Qué elegirás Damon, power ranger azul?
 
PD. Buen Cap, sigue así.

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#423 Rexomega

Rexomega

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Publicado 19 junio 2023 - 16:47

Saludos

 

Seph Girl. Estos Power Rangers, que eran seis y ahora solo quedan dos, ¿por qué pensaba en tres? ¿Y por qué se ve todo rosa?

 

Oh, sí, ¿dónde estaba ese ejército cuando los ejércitos de los muertos asolaban el mundo,  Alexer? Sí, eso, finge demencia, eso es muy real. Me gusta haber podido hacer que Julian Solo y Oribarkon hicieran dupla en esta historia, y claro que no podía hacer que su aventura fuera coser y cantar, nada es fácil en esta historia. Como dato, no es que sea otro telquín molesto, es que es el telquín molesto por excelencia, el mago que causara tantos problemas a Lesath, Emil y Aerys hace mil ayeres. ¿Será tan larga la batalla de nuevo? No sabemos, porque Oribarkon nos recuerda que esta es una historia de Saint Seiya, donde muchos pelean para que solo uno llegue a destino. ¿Quién le diría a Julian Solo que un día ocuparía el rol de Seiya y demás burros con alas de la franquicia? Admito que en una primera lectura no entendí por qué sería una sorpresa. Ahora que sí, debo darte la razón, a veces los planes se arruinan antes de siquiera empezar a llevarse a cabo, como el sueño de los Martell de emparentar con los Targaryen a través del hermano de Daenerys. (Me parece que eso no se vio en la serie.).

 

Típico, Damon no es malo, es solo la mala publicidad que puede. En realidad, es parte de ese entrañable grupo de personajes que no están de acuerdo con el mundo tal cual es y quieren cambiarlo/crear otro. Haces bien, ya vendrán las explicaciones luego, o no.

 

Oribarkon es el mejor mago que un griego recipiente de un dios olímpico podría tener de su parte. Así es, ¡voten seguro, voten Julian Solo!

 

No mentiré, no es la primera vez que leo sugerir que un dios al que se refieren como el Hijo es aquel al que nombras. De tanto guerrear con Atenea, a la familia Solo se le han pegado dos cosas. Lo primero es hacer de Seiya y lo segundo es la manipulación emocional…, quiero decir, la guerra estratégica, aquí nadie (bueno) manipula a nadie. Como sea, el padre protegerá el multiverso, el hijo cuidará del universo y… Vaya, de nuevo todo tiene de forma accidental un tono religioso. ¿Quién me iba a decir a mí que esa sería la consecuencia de escribir tanto sobre divinidades?

 

Oh, sí, como lector del ELDAverso puedo dar fe de que eso es cierto.

 

A unos les dan a escoger entre plata y plomo, a otros entre sueño y realidad. ¿Qué escogerá Damon? Lo verás en próximos episodios. O no.

 

***

 

Capítulo 164. Cielo inclemente

 

El primero en llegar al océano Pacífico fue Ofión. No era capaz de seguir esperando en Heinstein mientras la Alianza del Pacífico era arrasada por aquel nuevo enemigo. Durante el viaje, incluso, llegó a teletransportar a los marinos y caballeros negros que seguían luchando, si bien no pudo hacer lo mismo con Sorrento de Sirena.

—¡Qué monstruosidad! —exclamó el santo de Aries, contemplando con gran espanto la perversa sonrisa de Bía. Esta juntaba las manos en un solo puño, semejante a un inmenso meteoro dispuesto para poner fin a todos los seres vivos. Entre los apretados dedos podía sentirse el cosmos de Sorrento—. ¿Será posible derrotarla?

Atrás estaba el continente Mu, lleno de esa bruma omnipresente que lo había vuelto inexpugnable para el ejército aliado. Y por encima de esa tierra arrancada del pasado remoto, seguía brillando como un extraño sol el lugar donde residía Damon. Resultaría de lo más conveniente que dos enemigos del Santuario, el ángel y el Rey de la Magia, se destruyeran el uno al otro, aunque Ofión dudaba que a ambos les importara el daño colateral. El mundo entero bien podría ser arrasado en tal duelo de titanes.

Desoyendo el sonido de su tembloroso corazón, Ofión tornó el aura que lo rodeaba en una infinidad de hilos que rápido lanzó hacia las manos del ángel. Los Husos Desgarradores se enroscaron alrededor de uno de los dedos, hendiendo la piel. Un manantial de sangre bajó desde las heridas, más alargadas que profundas.

Al ver cómo enormes gotas carmesí bajaban desde las manos de Bía, que seguían atrapando a Sorrento, Ofión se permitió tener esperanza. Sin embargo, el líquido rojo pronto se convirtió en una infinidad de lanzas, las cuales no tardaron en impulsarse, arrojadas por una fuerza invisible, hacia el santo de Aries. Tan veloz ataque fue detenido por los pelos por una barrera, el Muro de Cristal.

—Es un demonio, no un ángel —decidió Ofión mientras las lanzas iban rompiéndose frente al escudo una tras otra. Luego de que la última explotara, el Muro de Cristal se mantuvo oscilante durante un rato, algo muy extraño—. No puede ser…

El santo de Aries optó por hacer caso a su instinto antes que a la razón, justo a tiempo de esquivar un manotazo de una versión más humana de Bía. En lo que respectaba al tamaño, al menos, pues la piel, los cabellos y el vestido tenían la misma consistencia del Muro de Cristal invocado por Ofión, del que había surgido aquel ser.

 

Entretanto, Bía  rio, pareciendo una estruendosa tormenta llena de truenos y relámpagos. No parecía muy preocupada por la presencia que de forma silenciosa se había ocultado en la punta de una de sus alargadas orejas.

—¿A dónde pretendes llevarme? —cuestionó, divertida al sentir sorpresa en el corazón de Shizuma de Piscis, quien no estaba acostumbrada a ser detectada con tal facilidad—. Yo no soy una simple Abominación, pequeña humana. Para sacarme de aquí, tendrás que llevarte contigo el planeta entero. ¡Seguro que sería todo un espectáculo!

El ángel sacudió la cabeza entre risas. Shizuma saltó hacia el amplio hombro del enemigo, debiendo correr para no caer en las profundidades del océano que usaba por vestido. Bía la observó con curiosidad, dando de vez en cuando un fuerte soplido que habría mandado a volar a cualquier otro hombre. La joven santa de Piscis, sin embargo, no cedía, por lo que Bía decidió probar otra cosa.

—¿Vas a huir todo el tiempo, pequeña humana? —cuestionó Bía, no con la voz del coloso elemental que había formado, sino con un tono tan metálico como el manto en que había formado un nuevo rostro, el de Piscis.

Shizuma, así fuera por un segundo, perdió la concentración, cediendo al soplo huracanado que salía de los labios del ángel.

 

El santo de Aries, quien aún peleaba con el ser que Bía había creado a su semejanza usando el Muro de Cristal como materia prima, se teletransportó de inmediato hacia donde caía la santa de Piscis. El constructo enemigo lo habría perseguido de no ser porque un bólido henchido de cosmos dorado pasó a través de él, quebrándolo en mil pedazos sin perder por ello velocidad.

Garland de Tauro, corriendo desde el invicto campamento Titán, allá en Naraka, golpeó la mano de Bía con tanta brutalidad como le era posible. Un hueco se abrió, revelando al malherido Sorrento entre trozos de carne chamuscada, huesos pulverizados y vapor rojo, que era la sangre del ángel ardiendo por el tremendo puñetazo.

—¿¡Qué haces!? —exclamó el Gran Abuelo luego de rodar por la palma de la otra mano de Bía. El Gran General, cuyos brazos rotos le colgaban, teniendo apenas fuerzas para mantener la flauta entre dos dedos ensangrentados, lo miró con claro cansancio y lamento—. ¡Sal! ¡Ya!

Sorrento asintió, aunque para entonces Bía ya estaba reparando la mano atravesada por el santo de Tauro. Se había tomado más tiempo de lo normal, observando la herida con curiosidad, pero le bastó desearlo para que el hueco fuera cubierto por aire y nubes de tormenta. De la quimérica mano surgieron miles de rayos allá donde estaba Garland, quien los esquivó con una agilidad notable.

—¡Increíble! —exclamó el ángel, olvidándose de la doncella enmascarada a la que el otro guerrero acababa de salvar, o del marino que saltaba entre un par de sus dedos, honrando de ese modo la ayuda del santo de Tauro. Ninguno de ellos le importaba en ese momento—. Veamos lo bien que resistes esto.

El ataque de Garland pudo haberle reventado buena parte de la mano, pero los dedos seguían ahí, largos e inmensos. Usó dos para aplastar al guerrero de piel oscura, quien interpuso los dos brazos para impedírselo. El manto de Tauro, cristalizado por el poder combinado de toda una legión del infierno, tembló bajo aquella terrible presión, extendiéndose diversas grietas desde los brazales hasta el peto.

—No estoy aquí para divertirte —juró el Gran Abuelo con dificultad. Los músculos, tensos, se notaban tras las grietas, sobre todo cuando nuevos rayos lo golpearon, iluminándolo para deleite del sádico ángel. El yelmo no tardó en caer, partido en dos.

—Oh, sí que lo estás —replicó Bía, ejerciendo más fuerza.

En medio de aquel absurdo pulso, revisión del duelo eterno entre David y Goliat, Garland recibió un mensaje telepático de Ofión. Un consejo que él y Shizuma habían pensado en base a la unión que Bía aseguraba tener con el mundo.

Garland esbozó una sonrisa, sabiendo que no tenía nada que perder por intentarlo. Una vez más, le pidió un favor al universo, algo arrogante, a decir verdad.

—Tiempo. ¡Detente!

 

*** 

 

El cielo y el mar se habían vuelto grises, así como los restos de barcos e islotes triturados por Bía, que naufragaban en un océano turbulento.

En realidad, eso es lo que debería estar ocurriendo. También el viento debería estar meciendo a los santos de oro y el ángel, las olas tendrían que estar rompiéndose en la lejanía, agitadas. Pero nada de eso ocurría, todo estaba estático. El mundo se había convertido en una fotografía incolora con algunas presencias interpuestas.

—Sois aburridos —se quejó Bía, ahora cubierta por la gloria de la Violencia, armadura que la definía como uno de los afamados ángeles del Olimpo. Frente a ella estaban Shizuma, la doncella de dorado manto, y Garland, con la cristalizada prenda hecha una ruina, ambos de pie sobre una ola a punto de romperse—. Muy aburridos.

Ofión de Aries se había quedado detenido junto al resto del mundo, aunque manteniendo una sonrisa triunfante. El Ermitaño estaba de pie sobre un trozo de hielo casi tan pequeño como una balsa, los brazos cruzados y la mirada apuntando justo a donde estaba Bía, ya sin algo a lo que aferrarse.

—Te dije que no estoy aquí para divertirte —acusó Garland, quien pese a la pulla no tenía intención de subestimar a la mujer. Ahora que la tenía enfrente, con la oscura armadura cubriéndole un cuerpo más pequeño y menudo que el suyo, el largo cabello pasando por orejas puntiagudas y la mirada ansiosa de muerte y destrucción, el santo de Tauro intuía que todo lo que había pasado hasta ahora no era más que un juego—. Ah, perdona, lo que dije fue que no estaba aquí para divertirte, ¿cierto?

—Vaya, en ese caso…

Shizuma no le dejó terminar, apareciéndose a la espalda del letal ángel tan pronto este dejó de mirarla. Ya no estaba unida al mundo, así que podía llevársela.

El ángel la miró, quizá el peor acto que pudo cometer. Los ojos de Bía vieron durante demasiado tiempo aquella máscara tan singular, fiel reflejo de la indeterminación en la que Shizuma de Piscis vivía desde que vistió el manto sagrado.

En ese momento, cuando Bía y Shizuma se sumergieron en el abismo al que llamaban Caos, el tiempo volvió a avanzar.

 

Los sobrenaturales reflejos de Ofión salvaron a Garland de una bochornosa caída al mar, transportándolo en un instante hacia donde estaba. El santo de Tauro se rascó el corto pelo blanco, avergonzado por la situación. Ninguno dijo nada mientras esperaban, casi una eternidad, al final del enfrentamiento entre Shizuma y Bía.

Ni siquiera el santo de Aries conocía del todo el alcance de Kyoka Suigetsu, la habilidad de la santa de Piscis. En consecuencia, tampoco tenían demasiada información sobre el uso ofensivo que la japonesa podía dar a tan extraña técnica, más allá de lo que podía recordar sobre la expedición de esta en su propia mente. Tuvieron, eso sí, un momento para barajar opciones mientras Garland peleaba con el ángel. Mediante telepatía, Shizuma le habló del Torrente CósmicoUchū kyūryū, en sus palabras—, una técnica mediante la cual arrastraba al enemigo al mismo lugar en el que ella se movía. Al menos era así como Ofión lo entendía, pues no era tanto un lugar como un estado, una forma de existir fundida al todo, que le permitía hallarse en todo lugar y en ninguno a un mismo tiempo. Tal estado había sido dominado por Shizuma no solo a través de un único y riguroso entrenamiento, sino también, según creía, con la ayuda de Atenea.

Así que tanto Ofión de Aries estaba equivocado al pensar en el estado de Shizuma como el Caos del que todo procede, aquel al que Garland de Tauro enviaba toda materia, y también erraba al imaginar las consecuencias. Si para él ver el universo en toda su inmensidad e infinitas posibilidades era un proceso doloroso, desquiciante, para Shizuma era todo lo contrario. Fundirse con el macrocosmos de esa forma era deseable, pues significaba el fin del ser, el término de todo mundano dolor. Esa era la promesa que Shizuma tenía para el ángel de la Violencia, Bía.

—¡Allí! —exclamó el Ermitaño en cuanto la Dama Blanca apareció de improviso en el cielo, visiblemente agotada—. ¡Lo ha conseguido!

La alegría no duró mucho, pues en la máscara blanca no tardó en aparecer una gran boca de extremo a extremo, así como los sádicos ojos de Bía.

—Ya te advertí que eso no funcionaría conmigo —le recordó a la japonesa, cuyo cuerpo se retorcía en un vano intento de quitarse la máscara; el ángel no se lo permitía—. Ha sido muy inteligente de tu parte hacer que me fundiera con todo el universo, pero…

Habiendo tomado posesión del cuerpo y cosmos de Shizuma, Bía movió aquel joven brazo de aspecto delicado hacia los gallardos atenienses que no sabían qué hacer. Tanto Garland como Ofión se pusieron las manos sobre el pecho.

—Soy la sangre que expulsan vuestros corazones —aseguró el ángel, viéndolos caer de rodillas—. Soy el aire que respiráis. Soy, bueno, puedo ser todo lo que quiera. Así que si tú tienes una forma de regresar de ese estado cuántico —apuntilló, tintineando la máscara blanca sobre la que había dibujado su rostro—, algo que te diga que tú siempre eres tú, yo puedo usarlo para regresar. ¿No es divertido?

En el vano intento de liberarse de la presión que le apretujaba el corazón, Ofión cayó al mar. Garland, respirando con brusquedad, sintiendo que su propio cosmos podría volverse un enemigo en cualquier momento, no pudo seguirle para ayudarlo. Se preguntó, asqueado por lo ingenuo que había sido al dejar todo en manos de la santa de Piscis, si ese podía ser el fin. ¿Qué poder había en la Tierra capaz de detener algo así? En un lance desesperado, se levantó y saltó sin saber muy bien qué haría, sintiendo que el manto de oro era reducido a polvo por el poder del ángel. El puño, desprotegido, pero aún lleno de fuerza y vigor, estuvo a punto de alcanzar el rostro enmascarado de la poseída Shizuma, pero Bía movió la cabeza hacia atrás a tiempo, para luego morder.

 

—¡Delicioso! ¡Delicioso! —gritó el ángel. Los feroces dientes trituraron con avidez un trozo de carne, mientras que los ojos seguían ansiosos la caída de Garland hacia el mar, donde podría reunirse con el otro inútil—. ¿Ya ha terminado? ¿Eso es todo?

Según sabía, le quedaba la santa de Sagitario, pero no era capaz de sentir su presencia en ninguna parte. Debía estar a la expectativa.

Aún quedo yo —repuso una voz ominosa que resonó en las mentes de Bía y Shizuma a un mismo tiempo, acompañada de la imagen de un guerrero marino con los brazos rotos—. Sorrento de Sirena.

—Ah, sí, el músico… —Bía torció los labios, aburrida. No le costó mucho someter al Gran General, así como no le había costado vencer a los atenienses—. ¿Dónde te escondes? ¿Acaso tendré que meter estos tiernos dedos en los sesos de la joven?

Yo estoy en todas partes —afirmó Sorrento—, y en ningún lugar. Supuse que un ángel del Olimpo no caería fácilmente, así que le pedí a Piscis que me permitiera experimentar unos minutos ese mundo sin límites donde ella vive todo el tiempo.

—Pequeño y listo humano… —masculló Bía—. ¿Cómo…?

Esta flauta es un regalo de Poseidón para uno de sus hijos, reyes de la Atlántida, antecesores de los generales marinos —expuso, lleno de orgullo, sabiendo que en la mente de Bía y Shizuma aparecería él tocando el instrumento. No lo hacía solo, claro, pues un ente invisible y divino se encargaba de ser los brazos que él no podía mover—. No es posible destruir el alma de una diosa, ángel del Olimpo. Ni siquiera la de una de las pacíficas y alegres nereidas que desde tiempos antiguos cantan para mi señor.

Bía no dijo nada, pero era evidente que reconocía la figura de Dione abrazada al general Sorrento. Ambos flotaban en medio de un aura del color del mar.

Atacad ahora, santos de Atenea —instó Sorrento al tiempo que las aguas del Pacífico, bajo la poseída Shizuma, se agitaban—. Yo guiaré a vuestra compañera allá donde debe estar. Lo juro por el dios en el que creo y al que siempre seguiré.

Algo brilló en las profundidades del océano, con tal intensidad que en la superficie pareció reflejarse el sol del amanecer con un par de horas de adelanto.

—No se atreverán —comentó Bía, encogiéndose de hombros—. Son demasiado…

Ofión de Aries salió de las aguas como el más veloz de los proyectiles, con el puño al frente. La Justicia de Atenea surgió de él, golpeando de lleno el rostro de Bía y la máscara blanca sobre la que se formaba, quebrando esta última.

Por un breve instante, los santos de Aries y Piscis compartieron miradas, quizás de despedida, antes de que la Dama Blanca volviera a la corriente caótica en la que todo era uno y uno era todo. Donde toda individualidad era disipada sin remedio.

El último pensamiento del ángel de la Violencia fue escuchado únicamente por la santa de Piscis, a la que acompañó a fuerzas.

«Parece que perdí. Qué le vamos a hacer…»

 

***

 

Mientras tanto, lejos, muy lejos de la Tierra, Zelo no encaraba su situación con tanta tranquilidad como Bía. Quizá influía que él no enfrentaba a la élite de los ejércitos de Poseidón y Atenea, sino a una vulgar sombra.

Los puños y las piernas de Hipólita le caían encima desde todas direcciones, sin darle un respiro, un deseado segundo para recuperar la espada que había dejado caer a tierra, cerca del portal, y que poco a poco rodaba hacia las malditas aguas del tiempo. Tanta brutalidad le resultaba incomprensible, pues estaba más allá del odio humano, asemejándose a la rabia de las peores bestias.

Mithos, Subaru y Hugin, que habían hecho todo lo posible por los malheridos santos de bronce y el dormido Emil, observaron la masacre azorados. No podían ayudar a Hipólita, meterse en medio de un águila y su presa los convertiría en estorbos en el mejor de los casos. Sin embargo, todos tenían claro que el poder que Hipólita poseía no era para siempre y que superaba el de cualquier otro guerrero en el barco; quizá, querían creer, sería lo bastante grande como para abrir una brecha en la Esfera de Marte.

—¿Tú no eras el más fuerte de los santos de plata? —cuestionó Hugin, entre burlón y nervioso. Mithos asintió—. ¡Pues demuéstralo! ¡Dale una paliza!

—Es un ángel del Olimpo —señaló Subaru, quien a diferencia de los otros dos estaba interviniendo en la batalla, alternado el flujo del tiempo para que siempre fuera Hipólita la más rápida entre los combatientes—. Podría pelear con un santo de oro, demonios, podría pelear con varios si tuviera una armadura. Mithos tiene que reunirse con la señorita Shaula antes de correr esos riesgos —terminó, muy serio.

—Si esto sigue así, ganemos o perdamos no importará. Je, ¿nuestro destino será naufragar para siempre en los mares olvidados o regresar a la Tierra con la Suma Sacerdotisa y cinco santos de oro perdidos para siempre?

Un temblor interrumpió las divagaciones del santo de Cuervo. Cerca, Zelo al fin había podido llegar a tierra, aunque no como quería. De una potente patada, Hipólita lo enterró a varios metros de profundidad. A pesar de la piel acuosa, invulnerable, y el resplandor de la máscara, que rezumaba un poder que el mismo Hugin envidiaba, Hipólita no tenía una respiración normal. Se estaba exigiendo demasiado y a la vez trataba de guardar algo para lo que realmente tenía que hacer.

—Este es un lugar para morir como cualquier otro —murmuró, dubitativo, sintiendo una pizca de orgullo al saber que era él y no el impenetrable Escudo de Plata el que daría ese paso decisivo—. Solo tengo que aguantar…

Una mano se le posó sobre el hombro, ardiente como el fuego, aunque no quemaba. Solo transmitía la tranquilizadora calidez del despertar del cosmos.

—Yo estoy primero en esa fila, santo de Cuervo —apuntó June, por primera vez confesando aquel sombrío pensamiento.

Hugin abrió grandemente los ojos. La enmascarada había perdido ambos brazos por el arma de Zelo, y ni él ni Subaru de Reloj habían podido reparar algún daño provocado por el ángel, en ninguna medida. A pesar de eso, de cada muñón cicatrizado y humeante surgía un brazo hecho de puro cosmos, ligero como el aire, cálido como la luz del mediodía. En ese momento, no veía en June a la subcomandante de la división Andrómeda, que recorría el campo de batalla invisible y letal, sino a una guerrera lista para combatir a su enemigo cara a cara.

En eso, Zelo ya se había levantado, escupiendo algo de tierra y sangre. No lucía ninguna herida o moretón, hasta la túnica estaba más sucia que dañada, pero era notorio que la batalla con Hipólita le había pasado factura.

—Ya sabes lo que tienes que hacer —acusó June, mirando a un recién levantado Ban. La piel extra de energía ardiente, Nemea,  ya no lo cubría; el León Menor pensaba concentrar todo el poder que poseía en una ofensiva total. Los últimos pensamientos de la enmascarada fueron para la Suma Sacerdotisa en quien Shun puso todas sus esperanzas, y le dolió recordar que un día fue tan solo una niña encandilada por un cuarteto de bocones, un peón manejado por cierto duende pelirrojo, que había decidido cambiar el mundo—. Si tú nunca te arrepentiste entonces yo tampoco. Vivimos según nuestras creencias. ¡Morimos según nuestras creencias!

La santa de Camaleón saltó con la decisión que Hugin no pudo transmitir con palabras, poniéndose detrás del ángel justo antes de que los dedos de aquel tomaran la espada del suelo. June detuvo los largos brazos del esbelto guerrero con aquellas extremidades nacidas del cosmos, más temibles y sólidas que su fiel látigo. De la energía que los formaba surgieron sendas cadenas que al punto aumentaron las ataduras del cautivo.

 

Hipólita observó todo aquello con expectación y un poco de admiración. Decidida a honrar ese sacrificio, voló presurosa más allá del portal, hacia la Esfera de Marte.

A Zelo, que se retorcía desesperado en la molesta prisión que eran los brazos de la enmascarada, no se le escapó lo que entendió como una cobarde huida. Teniendo el cuerpo atrapado, de momento, acudió a la telequinesis para elevar la espada por encima de la tierra y arrojarla como si fuera una lanza a la espalda de Hipólita.

El arma no llegó a su destino, desviándose al rozar cierta placa de metal plateado. El manto sagrado fue hendido, la sangre derramada.

—Va… —Hugin no fue capaz de soltar la hiriente frase que había ideado antes de interponerse entre un arma celestial y una renegada. Se sintió de repente sin fuerzas, apenas pudiendo aletear de regreso al barco.

Para entonces, Ban ya había abandonado el Argo Navis, apareciendo frente al furioso Zelo, que no tardaría en liberarse. El santo de León Menor dedicó una última mirada a June antes de iniciar el Gran Bombardeo de León Menor.

Miles y miles de puñetazos golpearon un solo punto en la hasta ahora intacta túnica, a la vez que June arrastraba al ángel con cadenas de cosmos, cruzando el portal. Ban sintió una pequeña ayuda, cierto compatriota jugando con el tiempo para acelerar la velocidad de sus golpes; un griego, temeroso de morir antes de encontrarse con su hija, recubriéndolo con una barrera plateada de varias capas que lo mantuvo a salvo de los asaltos psíquicos de un cada vez más desesperado Zelo. El león de bronce sonrió, pues no era un hombre orgulloso que desestimara la ayuda de los amigos.

Cuando los pies de la santa de Camaleón y el ángel estuvieron tras el portal, en aquella oscuridad llena de cadáveres de amazonas y lestrigones, Ban realizó el último golpe, poniendo fin al largo segundo en el que no había dejado de atacar. El santo de León Menor no dudó en saltar antes de que el incendiario resultado de la técnica iniciase. Y no habría sido suficiente sin una última e inesperada ayuda.

 

—La mejor defensa —dijo Emil, a la espalda del resto de argonautas. Tenía una mano apuntando hacia el portal, que empezaba a iluminarse—, es una buena defensa.

Una increíble explosión llenó por completo no solo el interior del portal, sino también la tierra que había a los pies de este. Solo la Fortaleza de Luz invocada por Emil puso límite al fulgor blanco que consumió los restos del muerto Anteo a la vez que sobrecargaba, tal y como Ban y June habían planeado, el nexo entre los mares olvidados y  el espacio usado por el ángel para atacarlos.

El barco y la tripulación se vieron sacudidos por fuertes y calurosos vientos. Hasta los mares olvidados se agitaron mientras la grieta en el tejido del espacio colapsaba sobre sí misma, cerrándose a la vez que la vida de June se extinguía.

Para Ban, la imagen de la antigua subcomandante de la división Andrómeda aún sosteniendo al ángel con aquellas cadenas imperecederas mientras el resto de su cuerpo carbonizado empezaba a desprenderse, era tan nítida como la visión que ahora tenía.

¡Hipólita lo había logrado! ¡La Esfera de Marte se había abierto y los atraía hacia ella! Ni siquiera tuvieron que poner el barco en rumbo, ya lo estaba.

 

***

 

Era tal la expectación que Gestahl tenía sobre aquellos acontecimientos, que ya poca atención prestaba a la operación que los caballeros negros estaban llevando a cabo.

Paseando de un lado a otro, bajo un cielo lleno de estrellas titilantes, no dejaba de preguntarse qué sucio ardid estarían llevando a cabo Fobos y Deimos, los guardianes de la Esfera de Marte. Deseaba saberlo, lo ansiaba, por lo que —aunque fue sincero en cuanto a sus sentimientos por la sombra de Águila— no hizo todo lo posible por convencer a Hipólita de encontrar otra solución.

Cuando el poder de Ethel, desbloqueado ya en su auténtico potencial, abrió una brecha en la esfera carmesí, Gestahl se quedo quieto. Todos los sentidos dejaron de importar, excepto el ojo que mantenía cerrado, conectado con la visión ciclópea de Hipólita.

La sombra de Águila voló a toda velocidad, dejando atrás a sus compañeros, pasando por encima de sucesos de lo más extraños. El moribundo santo de Acuario rechazaba la ayuda de Shaula, la ninfa que vestía a Escorpio; cerca, Lucile, con varios dedos cortados, sollozaba sin obtener consuelo de nadie. Arthur de Libra permanecía quieto, como esperando a alguien…

—¿Y Azrael? —cuestionó Gestahl, imaginando que a esas alturas la verdad ya habría salido a la luz. Hipólita, bajando a la entrada del bosque que precedía a la Fuente de Atenea, chistó, casi ordenándole callar—. Lo lamento.

Pasaron varios minutos en los que la sombra de Águila anduvo en aquel bosque misterioso que acostumbraba a jugar con las mentes de visitantes no deseados. Gestahl asumía que era esa la razón por la que Hipólita no avanzaba con mayor rapidez, sin poder imaginar que los sentidos de aquella eran incapaces de detectar la presencia de Akasha o Azrael. Empezaba a temerse lo peor.

—Allí —advirtió Gestahl, apremiante.

Hipólita no le hizo caso. Ya había visto aquella extraña y enternecedora imagen. Akasha estaba acostada en la hierba, sin máscara. Azrael, dormido quizás, tenía la cabeza sobre su estómago. No parecía haber nada raro, salvo que a Virgo le faltaba un brazo.

En cuanto se acercó lo suficiente, lo que se negaba a ver Hipólita, influenciada por el alma de Ethel, resultó evidente.

Las mejillas de Azrael estaban ensangrentadas, bañadas por un líquido que no hacía mucho había expulsado una herida en el estómago de Akasha. Una herida de cuchillo. Había una daga dorada cerca de la mano del asistente.

—No —balbuceó Gestahl—. No… No es…

—Está muerta —advirtió Hipólita, luego de tomar el pulso de la joven—. ¿Qué ha pasado aquí? No lo comprendo… ¡Ah!

Luego de un grito de dolor, Hipólita se llevó las manos a la cabeza. Visiones de los últimos minutos de vida de Ethel la asaltaron. El secreto que siempre anheló conocer se descubrió ante ella en el peor momento posible.

 

Y Gestahl no era capaz de ayudarla. No podía pensar. Estaba superado por la situación, por la distancia que lo separaba de aquella escena imposible, de aquella segura ilusión. En su delirio, no notó que alguien se había aparecido tras él, dándole una palmada y masajeándole el hombro. Gestahl giró con lentitud, totalmente confundido, solo para encontrarse con la anciana y tosca cara de un viejo conocido.

Desde que decidió ayudar a los siervos del Hijo, aquel perverso ser era el primer dios en prestarle atención, que él supiera. Al Olimpo no debía parecerle grato que el único hombre que debía salvarse fuera parte de la rebelión.

—Lo sé, lo sé —dijo Fobos, con una amplia sonrisa que quería escapársele de las mejillas, mostrando todos los dientes—. Nunca es igual que la primera vez.


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#424 Seph_girl

Seph_girl

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Publicado 20 junio 2023 - 18:14

Cap 161. ¿Se acuerdan que había dos ángeles del Olimpo en algún lado?
 
Pues vamos con Sorrento quien vigila desde afuera el territorio de los Mu, dentro del cual se han perdido unas pobres ninfas que bueno... ya sabemos lo que los telkins hacen con las ninfas (báculos al 2x1)
Entre tanto vemos ahí a Joseph de Centauro que se me había olvidado que estaba maldito como por 100 reencarnaciones solo porque a Caronte se le antojó ese día jajaja (este fic se hace cada vez más largos y mi disco duro cerebral ya casi no tiene espacio para recuerdos tan detallados)
 
Como sea, Joseph y los dos perros del zodiaco se meten a ese lugar a buscar a las ninfas, a quienes encuentran apenas vivas, pero sin escolta.
Mientras, afuera, a Sorrento y su ejercito se les juntan lo que quedan de los ríos del inframundo que se niegan a abandonar el fic, goddamit. Pero anda, que Sorrento sobrepasa todo ese intento de Fobos y los despacha.
 
Por fortuna, la pelea pasó rápido y el resultado fue el esperado, salvaron a las ninfas, ¿y ahora? Pues que de repente Dione se pone rara y toda la escenografía también y la chica esta terminó haciéndose pedazos tal cual así, CRACK. ¿La razón logica? no estoy segura pero la aparición de esa mujer gigante emergiendo del océano fue en parte la causa, y jajaja lo tengo que decir pero conforme lees la descripción de la mujer yo me acuerdo de la diosa Tefiti en la peli de Mohana (Disney) jaja, claro que tu versión es muy diabolica y la de la otra es mucha pureza jaja
 
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Pero anda, que la que surge pues es la ángel Bía, quien se comió a todo el ejercito que Sorrento tenia a su disposición tras esa entradota jajaja, ahora de nuevo están jugando a la Kingdom Hearts  contra cosas gigantescas.
Y ahí esta Sorrento usando la carta de "Si los santos de Atena pudieron vencer cosas peores, los marinos podían con eso", pero pues... Sorrento, ¡no son protas! RUN B*TCH!! RUUUUUUN!!!!!! jajaja
 
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Y mientras tanto, en Bluegrad llegó el otro ángel, Cratos quien con un destello acabó con los molestos guerreros azules, salvo Gunther (Papá de Mime, creo recordar) quien se salvó por los pelos.
Cratos sin grandes entradas o frases que sacudan el corazón de sus enemigos, decide caminar recto ignorando a la molesta Aqua, con el único objetivo de encontrar el Trono de Hielo aunque tenga que buscar debajo de cada roca.
Aqua estuvo por petar pero en eso que la Silente aparece para salvarla y pelear con el ángel del olimpo, pero pues así como quitarse a un mosquito de encima es que Triela cayó jaja. Que fuerte el sujeto este.
Pero anda, que entonces Fobos también dice "Aqui estoy" y entre sus manipulaciones le propone a Cratos que vaya y mate a Gesthal Noah, y por alguna razón el tipo acepta, cosa "buena" para Aqua ¿no? Pero vamos, ¡que es Fobos! quien a través de simples cosillas acabó con el Ocaso de los Dioses, por lo que Aqua... RUN B*TCH! RUUUN!
 
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Bueno, entonces... Fobos vio el rostro de Triela ¿o no? en esa parte me perdí un poco pero supongo que sí... ¿para qué? Sepa Dios.
Tras alguna maldad difícil de prever, Fobos se va, dejando a Aqua con la tarea de decidir a quien curar (y quizá salvar) primero, si a Triela o a Gunther...
 
Por favor Aqua, es fácil, solo mira a quien dejarás huérfano.
 
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(MIME DE NIÑO)
 
A nadie le importa Triela, la verdad XD
 
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(LAS COSAS COMO SON)
 
PD. Buen cap, sigue así :)

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#425 Seph_girl

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Publicado 23 junio 2023 - 15:40

Cap 162. Fobos, el único villano que se sale con la suya en este fic.
 
Empezamos con el narrador intentando explicarnos las maquinaciones que realizó Fobos en el cap anterior y todo se resumen a que nadie importante y/o peligroso fuera a molestarlo en su paseo nocturno por Bluegrad.
Así pues Fobos decidió bañar la ciudad en pesadillas y alucinaciones variadas solo por el placer de hacerlo.
 
Mientras la gente se mataba entre ella, Fobos llegó a las puertas del dormitorio del papá de Alexer, con la intención de ver si podía matarlo de un infarto, pero pues ahí aparece Nadia a intentar detenerlo, ya que la magia de nivel 1 que usó Fobos no bastó para hechizarla notablemente así que tuvo que subirle el nivel y ahí ya la tuvo tan dócil como a un gatito para que lo lleve hacia el Trono de Hielo.
 
Obviamente la entrada del lugar está custodiado por ese triangulo amoroso tan raro que son Folkell, Katyusha y Baldr, pero pues Fobos solo siente peligro de la espada y de la armadura que trae puesta el Sumo Sacerdote, por lo que despacha rápido a Folkell y a la mujer con ilusiones que fueron los eventos ocurridos en otros universos XD : El que Alexer mató a su padre y que Folkell dejó huérfano a Mime.
 
La mujer se sobrepuso al embrujo y como Folkell seguía paralizado es que ella dijo "Pues yo usaré Balmung!" e intentó a hacer lo mismo que Éowyn contra el Rey Brujo en LOTR, pero la espada es re-machista como para dejarse emplear de esa manera jajaja, No es digna, por lo que la rechaza y Fobos se ríe en su cara  y la ataca... Me perdí un poco aquí pero, Fobos quería hacerle puré la mente pero como tenia el cuervo de Munin dentro de ella es que le sirvió como un "salvavidas" de ese golpe mortal o es que Fobos desde el principio se lo quería sacar?
Como haya sido, la mujer quedó sin algunas neuronas pero continuó atacando pese a la inutilidad de sus fuerzas, pero pues en eso Folkell regresa a la batalla y vuelve a esgrimir la espada... Todo sería más facil si Baldr la usara y ya, PERO NOOOO, CÓMO VAN A CAMBIAR SUS FORMAS DE MACHOS QUE HICIERON UN ACUERDO, Barld prefiere jugar al titiritero y controlar los movimientos de Folkell... Lo único que lo excusaría es que no quiera recibir daño y el que se lleve los daños sea Folkell jajaja, pero si no es por eso, pues que complicaciones, caramba. HOMBRES TIENEN QUE SER. Digno para un CÓMO ESTA PELEA DEBIO HABER TERMINADO.
 
Fobos, pese a ser herido por la espada, pues no le hizo realmente nada, decepción, pero le despertaron las ganas de dejar a Folkell y su disque novia en estado de volver a usar pañal, mas Baldr no lo iba a permitir por lo que usó la técnica del ESCUDO DE ODÍN para encerrar a Fobos... Yo no me confiaría... y habría hecho bien porque ahora Fobos esta usando a Baldr como recipiente para seguir haciendo maldades jaja. Pues aunque Baldr se medió resistía, terminó dejando sin oreja a la mujer y no siguió el acoso porque en eso aparece el antiguo viejo rey a hacerla de distracción para que Folkell de una estocada justo en el momento en que la armadura abandona a Barld por... por... no sé por qué, solo sucede, y así pues Fobos sale por la herida y se mete como el humito que es a la habitación donde esta el Trono de Hielo.
 
Dentro del ese lugar esta el cuerpo de Alexer, sentado mientras su alma estaba en otro lugar. (¿Osea que Oribarkon y Julián si fueron de cuerpo presente al viaje?)
Y pues bueno, parece que Fobos solo quería llegar hasta allí para abrirse camino hacia donde fueron Alexer, Oribarkon y Julian, y por alguna razón eso es MAAAALO.
 
PD. Buen cap, sigue así.

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#426 Rexomega

Rexomega

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Publicado 26 junio 2023 - 08:37

Saludos

 

Seph Girl. Hay más frentes abiertos en esta historia que en la Segunda Guerra Mundial. Descuida, yo mismo batallo para estar al pendiente de cada detalle. Caronte es muy rencoroso, no como los telquines, ellos solo quieren un mundo nuevo y mágico.

 

Los ríos del inframundo son una metáfora de cómo la franquicia Saint Seiya lleva viviendo de Hades desde hace 30 años. (¡No me lo creo ni yo!) Ya le tocaba a Sorrento lucirse, no en vano es el Gran General del ejército marino.

 

Sí, ella fue la causa. Pues si hay una Liga de la Injusticia tenía que haber una versión oscura de la diosa Tefiti. ¡Es la ley del Multiverso!

 

Es uno de los clichés de esta historia, los enemigos enormes, como la Abominación de Leteo en el arco 2 y Titán en el arco 4. ¡Entendí la referencia!

 

Así es, cuando busqué no vi que el papá de Mime tuviera nombre, así que le di uno relacionado con El Anillo de los Nibelungos (la historia de Siegfried, Hilda y otros personajes populares). Así es, Cratos es un jugador moderno que se salta las escenas de vídeo y los diálogos. Supongo que nunca pude quitarme la idea que dejó el Tenkai Hen Overture de que los ángeles del Olimpo era gente muy fuerte (hacía falta dos protagonistas para vencer a cada uno), aparte de quién es Cratos, claro está. Todo lo que no implique morir de nuevo es bueno para Aqua, pero todo lo que quiera Fobos es malo para el mundo, como bien dices. Escoge tu veneno.    

 

No, no le vio el rostro, pero sí que pude haber dado a entender que sí. ¡Lo siento!

 

¿Quién vive? ¿Quién muere? ¡Aqua decide!

 

A nadie le importa Triela. ¡Cuánta maldad!

 

Tanto Astra Planeta, ángel del Olimpo, Portador del Inframundo…, para que al final baste Fobos para hacer todo el trabajo. Diabólicamente eficaz.

 

Porque quiere, porque le apetece, porque puede. And it´s so easy when you´re evil

 

La inutilidad de las magias de estado en el JRPG es legendaria. Pero Fobos es un hacker y trasciende los clichés del género. ¡Pobre Nadia! ¡Afortunado Piotr!

 

Justo yo leyendo un libro de fantasía con un triángulo amoroso (no tan) raro. Típico, neutralizar a personajes de un fanfiction mostrándoles el canon. Cierto Spiderman diría que esos eran eventos canon que no debían cambiarse.

 

Ya ves, resultó no ser digna. La espada tendría algo contra las mujeres, o contra los rusos, o contra las personas liberales de estos tiempos modernos. Nunca lo sabremos. Se salvó a medias gracias al regalo de Munin, eso es lo que quería transmitir. No hay nada más norteño que ser berserker. Me temo que así, todo es sobre el pacto que hicieron y el temor (¿certeza?) que tiene Baldr de que con la armadura y la espada sería tan poderoso que nada ni nadie podría contener su ambición. En su mundo, porque ya sabemos que en este levantas una piedra y aparece alguien poderosísimo. Pues sí, los muchachos de ese programa podrían hacer un Cómo el arco 7 pudo haber terminado.

 

Un villano no es villano si no guarda rencor a la gente que le causa problemas. (Te veo, Caronte, el de las cien reencarnaciones de sufrimiento. ¡Ni siquiera a la princesa Elizabeth le fue tan mal!) Tenía que usar esa técnica otra vez, por alguna razón siempre me ha gustado mucho cómo se ve. Piotr se resiste a quedarse en el grupo de personajes de escenografía… ¡Viejo, mira que me costó mucho que tu hijo no te abriera la cabeza, quédate en un lugar seguro! Ah, que serviste de ayuda, no dije nada. La armadura de Odín abandona a Baldr-Fobos porque está Fobos ahí dentro, una referencia a cuando Cáncer abandona a Deathmask, también un poco más tarde de lo que debería.

 

Sí, Alexer está ahí (tiene que estarlo aunque sea físicamente, para usar el Trono de Hielo), pero Oribarkon y Julian viajaron en cuerpo y alma.

 

Todo lo que haga, piense y diga Fobos es malo. 

 

***

 

Capítulo 165. Piedad tornada en odio

 

La niña tiró del pomo con suavidad, olvidando, emocionada como estaba, que la puerta de la casa en la que vivía se abría empujando. Por suerte, para esos pequeños percances tenía a un asistente de lo más atento, que desde detrás empujó la puerta antes de que la pequeña la arrancase sin darse cuenta.

—No me acordaba —reconoció, tosiendo de pronto.

—Suficiente helado por este mes, señorita —advirtió Azrael, ceñudo, antes de entrar. Él debía inspeccionar el terreno, como le gustaba decir, para asegurarse de que no había ningún peligro—. Despejado.

—Claro que es seguro, es nuestro hogar —exclamó Akasha, poniendo los brazos en jarras—. Y me pondré bien en un rato, solo comí un poco.

Tosió otra vez antes de adentrarse en la casita, sacando unas risas a Azrael, quien ya se había sentado para hojear unos papeles desperdigados en la mesa. Cosas de la Fundación, suponía Akasha; era la razón por la que aquel hombre había venido hasta el Santuario, después de todo.  El chico de la Fundación.

Al igual que sucedía con todas las viviendas del Santuario, a excepción de los templos del Zodiaco y aquel que estaba llamado a cobijar a Atenea y su representante, el sitio al que Akasha y Azrael llamaban hogar no era para nada ostentoso. Era pequeño, con lo esencial para vivir y solo tenía privacidad en el rudimentario cuarto de baño. Pero nadie sensato diría que la vida de un santo, incluso un aspirante, era sencilla. Los lujos, según la tradición de la orden, solo servían para debilitar el espíritu; Azrael, habiendo vivido como un soldado desde que tenía memoria, podía entender esa clase de prueba.

El sonido de una silla que Akasha trajo para sentarse fue lo único que interrumpió el extraño silencio que reinaba en el lugar. No era que tuvieran algo que reprocharse, cualquier problema que pudo haber entre la aspirante y su particular asistente había quedado resuelto, la niña estaba de hecho feliz por la fiesta que le habían preparado. Sin embargo, también aquel alegre festejo se había salido por completo de la rutina a la que estaba acostumbrada, de sentarse a hablar con Azrael sobre los avances en el entrenamiento y formas de mejorar. En ese día que ya acababa, había hablado más con él que en cualquier otro, así que ahora no sabía bien qué decir.

Y parecía tan serio mirando aquellos papeles. 

—¡Estoy feliz! —dijo Akasha, alzando la voz—. De verdad, ¡lo juro por Atenea!

Azrael, sobresaltado, la miró de hito en hito, para después sonreír y asentir, volviendo enseguida a los papeles. No era la primera vez que Akasha aseguraba estar bien para no preocuparla. Akasha, siempre agradecida porque la máscara le permitiera realizar esa mentira piadosa, la vio por primera vez como un obstáculo.

—Señorita… Señorita, ¿qué está haciendo? —exclamó Azrael, tapándose de inmediato la cara con un manuscrito sobre el arte combativo de los santos. ¡Akasha, sin ninguna razón aparente, se había quitado la máscara!

—De verdad estoy contenta —aseguró la niña con su voz natural, ya no modulada por la pieza metálica—. No estoy triste. Lo puedes comprobar si miras.

Esa era la razón por la que Azrael montó aquel evento único en la historia reciente del Santuario, reuniendo a tanta gente para celebrar una fiesta en plena tierra sagrada. Todo para contentar a una niña que se creía ya incapaz de convertirse en santa.

—Sabe que no puedo, señorita. La Ley de las Máscaras…

—Es para que nuestros compañeros y enemigos nos vean como guerreros, no como mujeres. —La niña, después de recitar casi de memoria lo que el maestro Kanon le había enseñado, se encogió de hombros—. No me importa si tú… ¡Hoy es un día especial! —exclamó de repente, cambiando de enfoque—. Todos me trataron como una niña hoy, no como un guerrero, a pesar de la máscara.

Lo último no lo dijo como si fuera algo malo. No había tristeza ni decepción en la voz de Akasha, que en el esfuerzo por expresar lo feliz que se sentía, no había dejado de sonreír desde que puso la máscara sobre la mesa.

Pero Azrael no estaba convencido de que aquello estuviera bien. Pensando que podía ser peligroso para ella como aspirante ahora que su compañero la había superado, decidió decir lo primero que se le vino a la mente. O más bien, lo que veía en los papeles.

—¡Yo podría llegar a ser un santo también!

—¿Eh?

Totalmente sorprendida, Akasha se puso de pie sobre la silla y colocó las manos en la mesa, inclinándose. Un mal movimiento y caería de bruces al suelo.

—Lo que ha oído. Podría convertirme en un santo. Un santo de plata. El santo de… —Azrael, recordando que no estaba muy enterado de cuáles eran las constelaciones según el parecer del Santuario, tardó en pensar en una interesante—… ¡Espada!

—No hay una constelación de Espada —objetó Akasha, todavía atónita por el giro de la situación—. Hay un manto de Escudo y creo que es de plata…

Aún protegido por el muro de papeles, Azrael parpadeó, inconsciente del terreno en el que se había metido. Lo cierto era que santo de Escudo le sonaba bien. Estaba demasiado acostumbrado a atacar, asesinar, como una espada; ahora quería proteger, no a toda la humanidad —no era tan altruista—, sino a cierta terca personita.

—¿De verdad quieres ser un santo de Atenea? Es muy duro… —musitó Akasha, dubitativa. No imaginaba a Azrael sobreviviendo al entrenamiento de Kanon.

—La vida es dura, en general.

Un crujido hizo que Azrael se sobresaltara, Akasha, llena de curiosidad y distraída, no había controlado su fuerza, la de la aspirante al manto de Virgo, y ocurrió lo inevitable.

Entre la mesa colapsando y los papeles volando por los aires, Azrael pegó un salto y atrapó a la niña al vuelo, poniendo de inmediato la espalda para que fuera él quien chocara con el suelo. Ni se le pasó por la cabeza que ella era mucho más fuerte que él.

—No me importa que veas mi rostro.

Tendido en el suelo, con la niña sentada sobre él, ya era imposible no ver esos ojos grises, brillando de emoción. Esa pequeña boca forzando una amplia sonrisa, ocultando todo lo que le preocupaba.

—No me importa que lo veas. Porque yo te quiero mucho Azrael. Mucho. —Posó el dedo sobre los labios, cerrando los ojos—. Este puede ser nuestro secreto.

Sin saber qué decir o hacer, se quedó allí tendido, observándola en silencio. Pensando en que de verdad estaría bien ser el santo de Escudo. Deseando poder protegerla.

Siempre.

 

***

 

En la Tierra, el Santuario era una parte de Grecia. Así estuviera aislado del mundo entero, del espacio y del tiempo, el único acceso a la montaña sagrada había estado, durante tres milenios, siempre en ese país, cerca de la ciudad consagrada a Atenea.

Para los argonautas fue más bien extraño anclar el barco frente a lo que sin duda se veía como el Santuario, pero que era como una isla en medio de un océano infinito.

El grupo de atenienses, al no tener noticias de Hipólita, decidió bajar a tierra y poner rumbo hacia donde detectaban el mayor número de presencias. Hubo solo un momento de duda, pues el dormido Orestes permanecía en el navío, pero no tardaron en concluir que el caballero del Hijo era más fuerte que todos los demás juntos. Y ellos no podían permitirse dejar atrás a un solo hombre para vigilar su sueño.

Hugin fue el primero en llegar al destino, volando con las alas de cuervo, blancas y negras, que aún no había deshecho. La imagen con la que se encontró le removió las entrañas, causándole un mayor impacto que el que los venían detrás tuvieron.

—¿Qué esto? —preguntó Emil, pasando los ojos de Shaula y Sneyder al pensativo Arthur, sintiendo por primera vez algo distinto al miedo mientras miraba de soslayo a Lucile, que se tapaba las orejas y renegaba—. ¿¡Qué demonios es esto, Juez!?

—L-lady Shaula, me alegro de… ¿N-Necesita ayuda? —se apresuró a decir Mithos, corriendo enseguida a socorrer a la ninfa, que seguía tratando de ofrecer ayuda al santo de Acuario—. S-Señor Sneyder, si quiere, yo puedo…

La mano de Mithos no pudo ni acercarse a aquel hombre, cubierto por un aura gélida que cortaba al tacto. El santo de Escudo, alejando las manos sangrantes y azuladas, se maldijo por la falta de reflejos, aunque no debería. ¿Quién alzaría una barrera ante aliados malheridos? Subaru, que veía todo de lejos sin perturbarse, alzó los hombros en cuanto Mithos le hizo una muda pregunta, mirándolo con reproche.

—Juez —gruñó Emil, llegando al extremo de apuntar al santo de Libra. Ban, incapaz de hablar a esas alturas, lo obligó a bajar el brazo de inmediato—. ¿Qué crees que…?

—Akasha ha muerto —dijo al fin Arthur. Una sentencia directa, fría, sin rodeos. Todos callaron al serles revelado algo que ya todos, los que llegaron y los que estaban allí, intuían. El único sonido por un largo rato fueron dos rápidos, débiles y secos golpes por parte de Lucile. Entonces, el santo de Libra añadió—: Azrael, influenciado por la Esfera de Marte, la asesinó con una daga que había robado del Santuario.

 

En ese punto, fue el prudente Ban quien alzó el puño para golpear al Juez, pero el guardián del séptimo templo había calculado el momento propicio para hablar.

—Dice la verdad —aseguró Hipólita, quien aterriza frente a los santos de Flecha y León Menor teniendo entre los largos brazos el pálido cadáver de quien todos conocieron como Akasha, santa de Virgo. Una daga dorada flotaba, ensangrentada, a la vista de todos; el arma del crimen. Hipólita la guardó antes de proseguir—: No sé por qué lo hizo, no sé por qué ese hombre hizo muchas de las cosas que hizo, pero no hay duda de que fue quien apuñaló a nuestra… a vuestra Suma Sacerdotisa, matándola.

De las puntas de una de las garras, gotas de sangre cayeron al suelo, acelerando los latidos del corazón en más de uno. Hipólita no tuvo que dar explicaciones.

—Esto es ridículo… —murmuró Emil, esforzándose por no perder los estribos, conteniendo las lágrimas que no le ayudarían a conocer la verdad—. Si hay alguien en todo el mundo que nunca tocaría un pelo de Akasha, ese es Azrael.

—Como ya he dicho —terció Arthur, cuya expresión no había variado en lo más mínimo—. Fue debido a la influencia de la Esfera de Marte. No, del dios que la resguarda, Fobos. Shaula fue testigo de cómo el dios del miedo en persona se ocupó de traer a Azrael hasta aquí. Puedes preguntarle, Ban.

El santo de León Menor no lo hizo. No desvió en ningún momento la mirada del santo de Libra, en especial cuando oyó, con espantosa claridad, que Shaula contenía una arcada. Mithos, fiel escudo de la ninfa, le preguntó si quería decir algo.

 

—Yo… —La santa de Escorpio sopesó las posibilidades que tenían de salir de ese infierno sin Arthur y luego las enfrentó con las posibilidades que tenían de someterlo en medio de tanta confusión. Acto seguido, tomó una decisión—. Es la verdad. Fobos trajo a Azrael aquí. Yo luché con él, aunque no fui capaz de dañarle.

La ninfa soltó una risa nerviosa, dolida. Por el momento, Ban pareció tranquilizarse, lo que invitó al santo de Libra a seguir con las explicaciones. Cómo salió a la luz que el chico de la Fundación, el asistente de Akasha, no era más que un espía de los caballeros negros, uno de los comandantes de la orden y probable siervo del Hijo: Adremmelech. No le costó tanto convencer a todos de la veracidad de sus palabras, pues en ese punto, no estaba diciendo ninguna mentira.

Poco a poco, la furia se fue convirtiendo en dolor, así como les había pasado a Lucile y Shaula antes de que los demás llegaran. Hasta Mithos, que no se sentía tan cercano a la guardiana del sexto templo, sentía el corazón en un puño cada que la veía. ¡Ella era Akasha, la que siempre decía que los santos no mueren!

 

Solo había un lobo solitario apartado de todos, de los que se acercaron a la santa de Virgo, acariciándole el cabello y despidiéndola; de la leona de oro a la que sirvió durante tres años, cuando era general de la división Fénix; del hombre al que fiel y gustoso había seguido los años que siguieron al exilio de esta.  Hugin no quería que se fijaran en él, no quería permitirse hablar para no sacar a la luz la evidente mentira.

Porque al parecer, solo él veía con aplastante nitidez el sello de Sneyder en el brazo que Akasha había perdido. Solo él parecía tener claro que Sneyder —y por tanto, también Arthur— eran responsables del asesinato de la Suma Sacerdotisa.

Si la herida del ángel, imposible de reparar, fuese lo bastante grave como para permitirle morir ahora mismo, sin decir una palabra, habría sido feliz.

«No lo puedo comprender —pensó, viendo por un breve instante más allá de la máscara de preocupación de Subaru, bien actuada, ensayada a lo largo de quién sabe cuánto tiempo—. Como él puede sobrellevarlo.»

 

***

 

Se despertó solo en un bosque sin hojas. Un niño y un anciano lo miraban, juzgándolo con la indiferencia de quien pisa a una hormiga y la severidad del mismo Hades. Esas dos personas eran él mismo, lo sabía, pues se reconocía en ellos.

Trató de buscar a alguien más, alguien muy importante, pero donde debía estar no había nada más que una gran llama, mágica, flotando sin quemar nada.

Nada ardía, porque nada había en ese bosque. Todo estaba muerto.

—Te dije que le habías fallado —espetó el niño, frío como una máquina—. En este mismo lugar, después de que olvidara el plan. No me escuchaste.

—Huir era una opción —apuntó el viejo, aun esbelto, fuerte y seguro, más que su yo actual—. Nunca te importó la humanidad. Sin ti, se habría desmoronado.

—Sin ti, nunca se habría convertido en Suma Sacerdotisa —acusó el niño.

—Sin ti —insistió el viejo—, nunca se habría descubierto lo que planeaba.

El hombre, que estaba en medio de ese frío niño soldado y ese anciano lleno de arrepentimientos, los fulminó con la mirada.

—Así supiéramos que todo acabaría así, ninguno la habría abandonado.

El niño y el viejo asintieron, desapareciendo. La llama, silenciosa hasta el momento, creció, iluminando al asistente Azrael.

—Tu corazón anhela poder —advirtió una voz ominosa, que hacía temblar el mismo alma de quien lo escuchaba—. Y poder sagrado se te otorgará, si así lo pides.

—Fobos, ¿eh? —murmuró Azrael, más cansado que enfurecido. Odiar a los dioses era una pérdida de tiempo, no pensaba darle la satisfacción de verlo intentando destruir lo que no podía ser dañado—. Todo esto es tu obra. Acábala tú.

—No soy Fobos, mi nombre es Deimos.

La llama se avivó tanto que estuvo a punto de alcanzar a Azrael, obligándole a levantarse y retroceder a pesar de que la muerte no le parecía ya algo terrible. No en comparación de lo que en nombre de los dioses y sus perros había hecho.

—Es cierto —dijo el dios de pronto, devolviendo la llama a su forma limitada, casi inofensiva—. Todo esto es obra de mi hermano, Fobos. El miedo de una herramienta a acabar con los primeros días de felicidad que vivió, te hizo renunciar a tu vida de servidumbre junto a Deucalión. El miedo de un soldado a ser demasiado terrible para una niña pura e idealista, convirtió al personaje Azrael en tu auténtico yo. El miedo de un mentiroso a revelar la verdad demasiado tarde, mantuvo la existencia de Adremmelech en secreto, manteniendo a tu señorita Akasha a salvo de los enemigos de fuera y de dentro. Sí, tu vida es la obra de mi hermano, no lo dudo.

—Lo tendré presente en mis oraciones la próxima vez.

—Tú no rezas, mortal. No crees en los dioses y mucho menos en los hombres —aseguró el dios, que parecía saberlo todo sobre el derrotado asistente—. No importa, no es lo que mi hermano espera de ti. No es lo que yo espero de ti.

Azrael frunció el ceño. Deseaba mandar a Deimos al mismo infierno, pero era mayor el deseo de saber por qué lo habían usado de ese modo. Tenía que haber un motivo. 

—¿Y qué es lo que esperáis de mí?

La llama pareció ascender hacia el firmamento, aunque finalmente solo fueron algunas chispas las que alcanzaron las nubes rojizas.

—Marte es la Esfera de las Emociones y los Espíritus de la Destrucción —explicó el dios—. Desde los primeros días, el poder que contiene y que nosotros resguardamos solo ha podido ser usado por los seres humanos. Sí, me refiero a los hombres comunes, los que viven ajenos a las Guerras Santas. Tú, Azrael, eres el santo de Capricornio, pero también un simple mortal. Es por eso que te he escogido como heraldo de mi padre. Sí, heredero del poder inconmensurable de uno de los Astra Planeta.

Tan inesperada oferta dejó a Azrael sin palabras. El corazón le bullía de pura rabia hacia los cielos, la cual trataba de controlar más por orgullo que por sensatez. La cabeza, fría y práctica como el interior de una máquina bien engrasada, sopesó los límites que había al poder que le estaban ofreciendo. No podía imaginar ninguno.

—¿Eso es todo? —cuestionó en un débil achaque de resentimiento—. ¿Hicisteis que hiciera todo esto para enloquecerme?

—Los mortales tenéis la facultad de elegir. En consecuencia, solo vosotros sois responsables de vuestros actos. —En eso, el dios que volvía a ser una llama tranquila flotando por encima de la tierra muerta, era inflexible—. Los hijos de Ares no caminamos en la misma senda, porque la guerra no tiene una única faceta. Mi deseo y el de mi hermano, Fobos, no coinciden; lo que acabaremos provocando, sí lo hará.

—Entiendo que quieres darme poder para detener una nueva Guerra del Hijo. —Azrael calló un momento, formando una sonrisa astuta—. O para que la permita.

—Poder sagrado se te otorgará —repitió el dios, restando importancia a cualquier suposición del asistente—. Lo que hagas con él solo queda en tus manos.

—Sabes lo que quiero.

—Sí, destruir. —Por primera vez desde que empezaron a hablar, el asistente percibió algo de humanidad en la voz del dios. Tal vez satisfacción—. Destruye a los santos de oro. Destruye el mundo, a mi hermano y a mí si es lo que deseas. Destruye todo desde el profundo Tártaro hasta el alto Olimpo. Destruye y sé destruido. Ese es tu sino. Y también es el deseo de quien acabó con su razón para vivir.

Los puños del asistente se cerraron con fuerza. La expresión se endureció, volviéndose un bloque de hielo más semejante al rostro de Sneyder que al suyo. Había tomado una decisión, la que Deimos había previsto desde que lo salvó de las garras de Hipólita.

—Está bien entonces. Dame el poder que te arrastrará a ti y a tu hermano hacia el profundo Tártaro —anunció Azrael, sin la menor intención de fingir lealtad.

—¿Darte poder? —repitió el dios a la vez que la llama se agrandaba hasta envolver al sorprendido asistente, el indefenso santo de Capricornio—. ¡Ya tienes poder! ¡Despierta, Adremmelech, Rey Demonio! ¡Demuéstrame que eres digno!

Envuelto en aquel fuego infernal, por un momento o una eternidad, Azrael sintió que perdía la consciencia. La imagen de Hipólita creyendo que lo mataba —arrancándole la cabeza sin el menor miramiento— se le apareció en la mente, así como las imágenes de muchos santos de plata y uno de bronce llegando hasta el Santuario.

«No habrá perdón —pensó, sintiéndose en medio de una oscuridad ilimitada que le quemaba sin descanso—. Si alguien se interpone…»

 

***

 

Envueltos por un silencio incómodo, los argonautas hicieron esfuerzos notables por recordar a los abatidos santos de oro que debían marcharse. Emil trataba de sacar del trance a Lucile, quien ya se había levantado, mientras que Mithos, cansado de los desplantes de Sneyder, decidió dejar de tratarlo como el hombre a las puertas de la muerte que veía. Hasta Subaru quedó sorprendido con los gritos del griego.

—Mithos, es posible que no pueda oírte —sugirió Shaula.

—Eh, claro que me oye y me ve y me huele y… Acuario no es la clase de persona que se duerme por algo como estar muriéndose, ¿no? —Mithos giró la cabeza hacia Sneyder antes de que Shaula respondiera—. Escúcheme, Pacificador, no tenemos tiempo para su orgullo o sus reniegos. Hemos perdido compañeros en este viaje inútil y todavía nos queda lo peor. Tenemos un enemigo al que derrotar, todos juntos, todos… —calló, sintiendo que se ahogaba al ver hacia Hipólita, que aún cargaba el cadáver—… todos los que aún quedemos. ¿Va ayudarnos? Porque si no lo va a ser, bien puede morirse ahora mismo y dejar que sigamos nuestro camino.

Todos los que escucharon tan altivas palabras se quedaron perplejos, sobre todo por la falta de una intervención por parte de Hugin. El que más, fue el destinatario. Sneyder miró a los ojos del griego, que no desvió la mirada por largos segundos de escrutinio. Finalmente, un rápido cabeceo dejó claro que había cedido.

Shaula quiso ayudar a Mithos a levantarlo, pero Subaru se le adelantó. Mientras Sneyder se apoyaba en el par de santos de plata, una mano cálida se apoyó sobre la hombrera de Escorpio. Era Ban.

—¡Padre!

La máscara dorada ocultó bien el rubor en las mejillas de la ninfa. Tan terribles eran las circunstancias que apenas le había echado un vistazo a su propio padre. Tan débil, avejentado, herido… El Hades reclamaba a la presa que cazó trece años atrás.

 

De repente, un grito desvió la atención de todos hacia Lucile. La leona de oro mantenía entre dos dedos, con serias dificultades debido a que el resto estaban cortados —por mano de Sneyder, supo enseguida Hugin—, una larga vara de luz. Emil, que era quien había gritado, repetía una y otra vez un mismo ruego:

—¡No debí decirle que había un ángel! ¡No debí decirle que había un ángel!

Arthur, preocupado, se preparó para detener lo que fuera que estuviese haciendo la bruja de dorada cabellera. Tarde, demasiado tarde.

—¡Que así sea! —exclamó Lucile, que llena de rabia y odio golpeó el aire con la vara, escapándosele esta de las manos para luego desaparecer en un millar de puntitos de luz. La leona de oro chistó, dolorida—. ¡Aún no está todo perdido si morís!

Muy pocos en el lugar pudieron entender a qué se refería la santa de Leo. Tampoco había tiempo para hacer preguntas que nadie pensaba responderles con la verdad.

Zelo, vestido por la gloria del Fervor, había aparecido. Aun si el portal había colapsado, estaba entre las facultades de los ángeles del Olimpo el viajar de un plano a otro.

—¿Quién me ha llamado? —cuestionó el ángel enseguida. Tenía la espada envainada, el rostro sereno a pesar de la batalla que perdió. Hojeaba el libro a la vez que miraba de soslayo a Hipólita, quizá con temor—. ¿¡Ella no es…!?

Se oyó un chasquido. Lucile, usando la mano buena, tenía toda intención de usar a aquel guerrero celestial como uno más de sus perros.

—Yo, yo te he llamado. Quiero que le cortes la cabeza a todo hombre que vista un manto de oro —exigió con suma soberbia, para luego inclinar la cabeza hacia Shaula—. También puedes podar a este árbol inútil e indeciso, si quieres.

Un escalofrío recorrió la espalda de Shaula, así como la de Mithos, pero esta vez no fue él quien se interpuso ante ella como un escudo.

—Era una broma, león de bronce —prometió Lucile, de pronto inocente—. Si tú puedes perdonarle que no tuviera visión para entender nuestro plan, yo también.

—¿Nuestro plan? —repitió Shaula, atemorizada—. ¿Padre? ¿Acaso…?

Tanto Hipólita como Arthur se mantenían apartados de los demás. Podían ver la falta de servil obediencia en los actos y expresiones de Zelo, que no apartaba la vista del cuerpo de Akasha ni un segundo, muy extrañado. Y es que tal era el dolor en el corazón de Lucile que no debía darse cuenta de que sus poderes serían inútiles de esa forma. Algo que siempre había sido natural para ella, concentrarse, ahora era un imposible.

El ángel iría a por todos los santos, de negro, bronce, plata y oro. Eso la incluía a ella, por supuesto. Y si seguía creyendo que tenía poder sobre él, sería la primera en caer. El santo de Libra se preparó para ello; ahora que Akasha y Azrael habían muerto, tendría que llevar a Lucile con vida ante la justicia del Santuario. Junto a él mismo.

—Lucile. Aquel que te juzgará será…

 

—Silencio —ordenó una voz que todos conocían, al tiempo que el cuerpo del ángel quedaba sometido a una repentina parálisis—. Callad todos.

Los santos de oro miraron hacia el recién llegado preguntándose cómo era posible. Hipólita contuvo el deseo de volver a matarlo, esta vez para siempre. Los argonautas tenían suficiente con el hecho inaudito que estaban viendo.

Se trataba de Azrael, vestido con el manto de Capricornio.

—Primero… la señora Pirra… y ahora… ¿vos? —trataba de hablar el ángel, dominado por un temor reverencial—. Señor… Adremmelech…

—¿Él mató a June? —cuestionó Azrael, ignorando el dolorido lamento de Zelo. Los ojos del santo de Capricornio barrieron la zona, recibiendo solo respuesta de Emil. Un rápido y nervioso cabeceo—. Bien.

Una palabra, una mirada, eso fue todo lo que la mayoría pudo ver. Acto seguido, el poderoso ángel quedó reducido a una mancha de sangre en el suelo. Ni rastro de la gloria del Fervor. Solo los santos de oro e Hipólita llegaron a percibir el proceso con relativa nitidez: era el poder del Caballero sin Rostro, eso era claro.

 

—No habrá perdón —advirtió Azrael antes de que nadie pudiera decir nada. Los ojos ardientes del santo de Capricornio se movían entre Sneyder y Arthur, aunque eso solo Lucile y Shaula lo pudieron notar—. Vais a morir aquí. Ahora. 


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Seph_girl

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Publicado 03 julio 2023 - 15:35

Cap 163. Power up
 
Comenzamos con  Gesthal Noah brindando después de un largo discurso que no leímos pero que sí escucharon los caballeros negros que están haciendo algo que mencionan como "Cacería"... ¿A qué o a quién están cazando exactamente? Misterioso.
Supondré que en algún punto nos enteraremos.
El caso es que mientras bebe buen vino y come carne con patatas dramatiza que está solo donde alguna vez estuvieron 6 compartiendo pizza y soda... quizá seguirían ahí sentados también si no hubiera sido tan cacique antes y aquella vez también les hubiera servido carne, pero nooo, no, no, no había dinero para esos gastos al parecer.
Total, el vino hace que se ponga aún más melancólico, pensando que con Hashmal muerto (si hubiera una tumba habría ido a bailar sobre ella... tal vez) y de repente se pregunta sobre Gugalanna y su medio parecido con Garland de Tauro... Pero esos pensamientos no son importantes cuando en HIPOLITA TV se acaban los comerciales y la función sigue (hasta a él le importa un pepino lo que les pasa a los personajes secundarios y escenografía jaja)
 
Pero bueno, como la escenografia ocupa acción y no solo estar tranquilamente disfrutando del paisaje en el barco, en el Argonavis se les aparece algo para que luchen, pow pin pow, todo fácil sólo por un minuto para que los santos esos se medió luzcan, y de paso volvemos a ver a Antheo, el gigante ese que quiere casarse con Shaula.
Y entonces les aparece el oponente mayor, porque en este fic no habrá jamás una pelea fácil: un ángel del olimpo. Agárrense los calzones.
 
 
Como era de esperar, el ángel de un manotazo los pone en su lugar, a June hasta se le cayeron los brazos, my god!
 
Pero pues como no es posible que todos se vayan a morir, se busca un milagro y todo queda en manos de Hipólita que exige un power up ahora!
Y pues vale, decide sacrificar un recuerdo valioso por un Power Up momentáneo usando el poder de Ethel y así replicar la clase de poder fenomenal que la niña habría podido haber desarrollado si no se hubiera alocado de más.
Total que lo que el destino le señaló a Hipolita qué es lo que quería a cambio por ese deseo fue según el amor que sentía por Deucalion, y así sin más la mujer olvidó que alguna vez sintió eso por aquel sujeto.
Y así es que Hipólita se volvió tan fuerte que pudo empezar a darle golpes al ángel aquel. Me cansas Hipólita…
 
PD. Buen cap, sigue así

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#428 Rexomega

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Publicado 03 julio 2023 - 17:21

Saludos

 

Seph Girl. Oh, sí, está previsto que la historia lo aclare, aunque ya dejé pistas sobre qué es la Cacería en la reunión pasada, hace mil ayeres. Sí, justo en esa que mencionas donde Gestahl Noah llegó a niveles de tacañería Scrooge McDuck. Como dirían Pascu & Rodri: «Buenas tardes, soy Gestahl Noah, y te pillé (a Hashmal) dándole guerra a mi mujer (Pirra).» Su religión no le prohíbe sentir rencor, pero nunca sabremos qué haría con la tumba porque no quedó una. (Me dicen por el canal de emergencias que la Esfera de Júpiter pidió una orden de alejamiento a Zeus, por si acaso.). Más misterios para sumar a la lista, algo inevitable cuando un inmortal se pone nostálgico. Gestahl Noah siempre ha sido un hombre con prioridades, no en vano es el hombre que tuvo que escoger quién se salvaba y quién no… Y del que se bajó de su propia arca. Muy gracioso lo de Hipólita TV, por cierto, también muy acertado.

 

Es como en los JRPG antiguos, caminas tranquilamente de pueblo en pueblo y te salen enemigos comunes para conseguir experiencia, dinero y objetos. Creo que ya había mencionado por encima cierta conversación entre Akasha y Anteo sobre este tema, pero a veces me confundo entre lo que está publicado y lo que está por publicar, espero que no sea el caso. ¡Ah, pero sí hubo! Está esa donde Makoto derriba a Christ de la Cruz del Sur y… y… Y eso fue todo, sí que es verdad que hay puras peleas complicadas aquí.

 

Es así como serían las batallas de Saint Seiya sin el elemento milagroso que le da alma a toda la franquicia. Pero, como dices, no todos pueden morir, así que toca lo que toca. Es como dices, sacrificando un recuerdo muy querido (que no el más querido), Hipólita obtiene la fuerza para carrear ese frente de la historia. ¿Cuánto durará?

 

***

 

Capítulo 166. Abandonad toda esperanza

 

—¿Cuántas veces tengo que matarte?

Sin abandonar el cuerpo de la fallecida Akasha, que podía sostener con un solo brazo, Hipólita apuntó con la mano libre —una armada con zarpas bestiales— al asesino. El santo de Capricornio frunció el ceño, aunque sin decir nada.

Emil, primero con tímidos pasos y luego dando largas zancadas, casi saltos, se acercó a Azrael. Aun no creía que el alocado asistente fuera un santo de oro, ni siquiera viéndolo armado con el manto zodiacal. Había demasiadas cosas que no podía creerse.

—Vamos, dinos que no es cierto —rogó el santo de Flecha—. Tú no pudiste matarla, ¿cierto? Solo dos hermanos siameses estarían más unidos que tú y ella.

—Él la mató —espetó Hipólita—. Así como también mató a Ethel.

Lo que fuera que Emil quisiese añadir, se quedó en unos torpes balbuceos. Varios en el lugar, incluyendo al hasta ahora tranquilo Arthur y Lucile, sintieron un escalofrío frente a aquella revelación. Y fue a mayor cuando quedó claro que Azrael no lo negaría.

—¿El bueno de Azrael matando niñas? —lanzó Emil, desconcertado. Nadie decía nada, ni siquiera el hablador de Hugin; todos mantenían un desagradable silencio.

—Azrael, el asistente, no haría algo como eso —contestó el santo de Capricornio con sequedad—. Pero a veces es necesario  hacer lo impensable. Ethel tuvo muchas oportunidades de salvarse. De haber intentado hablar con…

—No trates de justificarte —cortó Hipólita de inmediato.

—Está bien. —Azrael hizo un gesto de asentimiento—. Sí, soy responsable de la muerte de Ethel. Por el bien de la señorita Akasha. —Al percibir que Emil iba a protestar, añadió—: No tuviste problema en cooperar con Lesath de Orión aun cuando todos en el Santuario asumían que fue él quien la asesinó.

El santo de Flecha se quedó sin habla. Shaula, hasta ahora en silencio, se adelantó a pesar de las protestas de Mithos, que seguía apoyando a Sneyder junto a Subaru.

—¿Fue por el Ocaso de los Dioses, verdad? —cuestionó, al tiempo que Lucile se pasaba las manos por el estómago. Hipólita ladeó la cabeza, por instinto, aunque la voz que quería escuchar debía oírse en su mente—. Ese plan vuestro para salvar a la humanidad… Enfrentándoos a vuestros compañeros, matando niños…

La ninfa pasaba la mirada de Azrael a Ban todo el tiempo, indecisa.

—¿Valió alguna vez la pena? —decidió preguntar al fin.

Azrael negó con la cabeza.

—La humanidad nunca ha valido la pena. Desde que tengo memoria lo he sabido. Los humanos solo nacen para matar y morir, para dañar y ser dañados. No soy tan idealista como vosotros los santos, siempre en vuestra montaña sagrada envuelta en mitos y leyendas; tampoco soy un soñador como los caballeros negros, hablando de justos y malvados.  En lo que a mí respecta, no hay salvación para nosotros y si la hubiera no la mereceríamos. Desprecié formar parte de esta especie hasta que la conocí…

Por momentos, aquel extraño personaje que se veía como Azrael, aun cubierto por el manto de Capricornio, aun hablando como una sombra de lo que el alocado asistente había sido para todos los presentes, se atragantó. Miraba el cuerpo que Hipólita sostenía, tembloroso; los ojos se humedecieron, solo por un momento.

—Ahora ya no está. No hay nada que me impulse a creer en esta especie. Así vuestra diosa bajara en este instante, eso no cambiaría. No soy un hombre de fe. No sé por qué Capricornio me escogió, pero mientras me proteja, la usaré, ¡a Amaltea!

Dio un paso al frente. Ban de León Menor dio muchos más, arrojándose hacia él como una bestia embravecida. Y como tal, Azrael lo detuvo en seco.

—Conoce tu lugar —musitó, presionando el cuello del japonés; solo Nemea, la piel de cosmos que lo protegía, impedía que le partiera el cuello—, santo de bronce.

En eso, Emil disparó una andanada de flechas que estallaron nada más salir del brazal. Azrael arrojó al impotente Ban a un lado, apareciendo a la diestra del santo de Flecha. Mientras que con una sola mano detenía una nueva acometida de Ban, con la otra agarró la cara de sorpresa de Emil; el solo roce de los dedos dorados pulverizó el casco.

—Ella os apreciaba. Incluido a ti, Hugin.

El santo de Cuervo descendía desde el aire a toda velocidad. Un ataque suicida, un intento de escapar de la verdad que no quería —y a la vez deseaba— confesar. Azrael le concedió el deseo, en parte, pues de un solo movimiento del brazo libre cortó el manto de plata como si fuera de papel. La sangre lo bañó a él y a Emil antes de que Hugin cayera al suelo de bruces; tenía los ojos en blanco.

—Ella ya no está —afirmó, suprimiendo límites—. Podéis idos vosotros también.

Aun sin entender del todo por qué los santos de oro no intervenían, ni Emil ni Ban se arrepentían de lo que habían hecho. El santo de León Menor iba a auxiliar al santo de Flecha cuando, de forma repentina, Azrael se esfumó como por arte de magia.

Un agujero de gusano, invocado por Arthur, se lo había tragado en un instante.

Emil cayó de rodillas, sintiendo que se ahogaba. En toda la piel pulseada por los dedos dorados de Capricornio había quemaduras, humeando, sangrando.

Apenas se dio cuenta de que Hipólita se le había acercado, ofreciéndole lo último que quería ver. El cuerpo frío de Akasha; el rostro descubierto que alguna vez quiso ver, ahora lívido, casi sin color a excepción de los labios azulados.

—Hasta los débiles tienen misiones que ejecutar —apuntó la sombra de Águila—. El último deseo de vuestra ingenua líder era que todos volvieseis a casa a salvo. Ya es hora de que se cumpla, marchaos de este infierno. 

—Hablas como si fueras a quedarte —apuntó Arthur, aun con una sombra de consternación en el rostro seguro y sereno—. No necesitamos más sacrificios. Del Veredict Seclusion no hay escapatoria posible, salvo para los Astra Planeta. 

Hipólita, mientras cedía el cuerpo de Akasha al enmudecido Emil, que ya no podía contener las lágrimas, rio. Rio con la sonoridad de un terremoto.

Entonces, la tierra y el cielo temblaron, bañadas por ondas de luz doradas. Los mares olvidados se tornaron del color de la sangre. Por instantes tan breves que solo unos pocos en el lugar podían percibir, el mundo en el que se hallaban desaparecía por completo. Era una sensación extraña, inexplicable al principio.

—¿Pretende destruir el tejido del espacio-tiempo? —exclamó Arthur con los ojos muy abiertos. El temor lo dominaba, embargando pronto a los demás. Sneyder se removía entre sus forzados guardianes, Mithos y Subaru, deseando luchar. Lucile miraba el charco de sangre al que quedó reducido el ángel del Fervor, Zelo—. Bruja de las Emociones, ¿qué harás ahora que sabes la verdad?

Lucile no dijo nada, ni siquiera miró a nadie en particular. Bajo la máscara, los ojos de la leona de oro iban en todas direcciones, captando un mundo que parecía parte de una película vieja, interrumpida por la estática.

Para cuando al fin la de dorados cabellos pensó que le estaban hablando, el santo de Libra ya se había marchado a la Sala del Veredicto.

 

***

 

Gestahl había desoído las preguntas de Hipólita, pues no tenía respuesta. De ese modo, no escuchó las explicaciones de Arthur, no pudo desentrañar el titubeo de Shaula o la rabia de Lucile, no estuvo presente del todo cuando Azrael apareció con una ira ilimitada que a pesar de todo se mantenía fría. Lo único que había en él era un odio tan antiguo como la última raza de los hombres de la que era padre.

—Oh, vamos, no me mires así —pidió Fobos, mostrándose compungido—. Sabes que quería mucho a Pirraa, así como ella quería a todos. ¿O soy yo el que quiere a todos? —divagó, sonriendo—. La manzana nunca cae muy lejos del árbol, como se suele decir. Los hijos de Ares salimos a nuestro padre, el primer humanista, podría decirse.

—Os haré caer —musitó Gestahl—. Os haré caer desde la cima. Cuando el Hijo se levante… —trató de amenazar, apenas dándose cuenta de que era inútil.

—Sigue, sigue —rogó Fobos—. Cuando el Hijo se levante y dirija, quiero decir, manipule el mayor ejército jamás visto, habrá una guerra entre los hombres y los dioses. ¡Qué terrible sería eso! Sangre derramada, vidas desperdiciadas. ¿A quién, me pregunto yo, beneficiaría algo así? ¿Qué dioses aprobarían tan terrible retroceso?

—No está en los planes del Hijo que haya más dioses —advirtió Gestahl, aun aferrado al clavo ardiendo que era el ser un peón en los asuntos de los inmortales—. Solo él.

—Se sentirá muy solo si gana, ¿no crees? —bromeó Fobos—. No pensemos en el final tan pronto, apenas estamos en el preludio. Ver el futuro es problemático, no imaginas el camino que escogió Titania cuando le mostré una muerte inevitable. ¿Recuerdas a Titania, no? —Se encogió de hombros al no encontrar respuesta—. Sigues mirándome con esa cara. ¿Cómo esperabas que reaccionásemos a vuestro Ocaso de los Dioses? Qué nombre más pomposo, por cierto. El que quiere guerra debería ir a la guerra, de frente, por los lados o desde la retaguardia; a la luz del sol o al cobijo de la noche, lejos de la luna y las estrellas. No importa cómo se haga, solo que se haga. Una revolución necesita sangre, no paz. La paz es aburrida, es estancamiento, es muerte, es olvido.

La perorata del dios cansaba a Gestahl, quien se descubrió pensando que así debían sentirse los que lo escuchaban deseando estar en cualquier otra parte. O ahorcándole. Extendió la mano, invocando a Niké. Sintió el cálido tacto del báculo solo un segundo antes de que un fuego abrasador le quemara un ojo.

—Oh —murmuró Fobos con preocupación—. ¡Qué hermano tengo! Siempre hace lo que quiere y cuando quiere… ¡Ha nacido el nuevo regente de Marte! 

Mientras el dios se lamentaba, Gestahl hizo esfuerzos sobrehumanos por mantenerse de pie. El ojo había explotado a la vez que se rompía la conexión que lo unía a Hipólita, a la vez que el inconmensurable poder que Azrael había obtenido llegaba incluso a ese lugar sin más propósito que la destrucción. Ondas de oro se dispersaban por todo el espacio estrellado que por años había sido la base de Hybris. El antiguo líder de la orden, tapándose la herida, sintiendo la sangre brotar, empezó a correr por la escalera de peldaños de piedra, mientras el último regalo de su esposa se derrumbaba.

—Corre, corre, corre —pedía Fobos, volando a la diestra del desesperado padre de la humanidad. El tono preocupado del dios no era muy fiable dada la sonrisa que no dejaba de mostrar—. Si no cierras este lugar, toda nuestra querida humanidad podría desaparecer. ¿Y a quien, me pregunto, beneficiaría algo así? —Riendo, dio una respuesta desoladora—. ¡A nuestro estimado paladín, por supuesto!

Gestahl siguió ignorándole. Saltando de peldaño en peldaño, escuchando cómo la piedra desaparecía en el vacío. Creyendo que las estrellas en la lejanía eran más numerosas hacía tan solo un minuto.

 

De repente, un ángel se le interpuso. Cratos, enfundado en la gloria de la Fuerza, aunque sin desplegar las alas. Tal y como el dios del miedo le había prometido, el secreto del Segundo Hombre se había revelado. Solo tuvo que esperar durante un corto período de tiempo, entre las tinieblas adyacentes al universo material.

—No te resistas —pidió el guerrero celestial, de expresión severa—. Los santos de bronce marcados por el Hijo ya no están en la Tierra. Los Astra Planeta acabarán con lo que queda de los ejércitos del Hijo. Vuestra revolución acaba aquí.

—Es lo que yo decía —terció Fobos, asintiendo, aunque solo Gestahl podía verlo y escucharlo. Pues era mucho y muy grande el miedo que este tenía ahora—. Ya volverá a intentarlo en otra ocasión. En la eternidad, siempre hay un momento que es la mejor oportunidad de hacer algo. En cambio…

Sombrío, el dios del miedo se deslizó hasta estar al costado del caballero negro de Altar. Bajó la voz aun si solo él podía oírlo, por mero gusto.

—Los humanos hacen grandes planes y se marcan metas imposibles como dar una lección a los dioses, solo para acabar de este modo. ¿Cuándo llegarán los gritos y el llanto? ¿Cuándo harás un ovillo como un niño recién nacido? ¿Cuándo comprenderás, como tu esposa hizo, que toda obra humana no es más que un castillo de arena que los dioses pueden derribar con solo soplar? —Cambiando la expresión a una más afable, el dios palmeó a Gestahl en la espalda—. No tienes que sentirte mal por esto. Es así de fácil poner fin a los sueños e ilusiones de los hombres, sean los comunes o los guerreros sagrados. Ni siquiera los falsos dioses o los Astra Planeta están por encima de esto.

Cratos, ajeno a las palabras de Fobos —aunque no de una presencia tan preocupante como la fuerza que estaba arrastrando aquel espacio hacia la destrucción—, bajó hasta un peldaño de piedra y empezó a descender.

—No os unisteis a nosotros en Troya —recordó el ángel de la Fuerza—. No servisteis al Hijo durante la guerra. Y a pesar de eso, te rebelas contra los dioses que te bendijeron ahora, que no hay ninguna esperanza de victoria, si es que alguna vez la hubo. ¿Buscas la muerte, Deucalión? ¿Tan simple es el hombre al que la señora Pirra siempre esperó?

Un fuerte sonido obligó a Cratos a detenerse. Era el báculo, Niké, golpeando la piedra sobre la que Gestahl se hallaba de pie. A pesar de que tenía la otra mano sobre el rostro ensangrentado, tapando el ojo que había perdido, no parecía ni de casualidad débil. ¡Hasta el inconmensurable poder que estaba destruyendo el espacio se había frenado! Así como el discurso incesante del dios del miedo.

—Busco lo que siempre he buscado —advirtió el padre de la humanidad—. El bien de Atenea, cuyo amor y protección jamás hemos merecido.

—Oh, Atenea —comentó Fobos, distraído—. Hija de Zeus y Metis, hermana melliza del dios sin nombre, el mayor enemigo del Olimpo.

Las manos de Cratos se cerraron, formando puños más sólidos que el oricalco, más fuertes que los de cualquier hombre al que enfrentase. La mano derecha de Gestahl se cerró sobre el báculo hasta que los nudillos se volvieron blancos.

 

Pero una explosión de luz negra golpeó al ángel antes de que iniciara la batalla. Respaldado por dos largas alas metálicas, hacía aparición Ícaro, sombra de Sagitario.

De inmediato, cien millones de golpes cayeron sobre Cratos, obligándolo a retroceder. Para el apesadumbrado Gestahl, aquello fue una red oscura que estuvo a poco de aprisionar al ángel, una versión sombría del Plasma Relámpago.

Padre, no tiene que preocuparse de él. 

—Hablas demasiado… ¡Ah! —Una flecha dorada atravesó el hombro del ángel, quien de inmediato giró, solo para ver a otra guerrera alada.

Triela de Sagitario no dijo nada. Aqua de Cefeo había decidido tratar a Günther, mientras que ella debió regresar por sí misma de la Colina del Yomi, despertando la Octava Consciencia. Después, a pesar de la vistosa grieta en el manto de Sagitario, a la altura del corazón, siguió el rastro del ángel de la Fuerza hacia un lugar que el Santuario bien habría querido tomar por la fuerza, si supieran la operación que los caballeros negros estaban llevando a cabo. Todos los santos de Atenea lo desconocían, empero, por lo que Triela, una vez más, se vio en la situación de defender a los miembros de aquella orden impía, a aquellos aliados incómodos, y sin embargo, necesarios para lidiar con un enemigo de la talla de Cratos. Esta vez no dudó un instante en apoyarlos.

Juntos, los guerreros asolaron al ángel desde todas direcciones, asegurándose de esquivar cualquier golpe. Cratos, poco a poco, empezó a volar para tener mayor libertad de movimiento, aunque Triela combinaba su dominio absoluto de la velocidad de la luz con calculados saltos que la trascendían, a través del Octavo Sentido, siendo imposible para el ángel el alcanzarla. No había ni una brecha en los sobrehumanos reflejos de la Silente, mientras que el número de ataques que ejecutaba Ícaro no hacía sino aumentar, cubriendo cualquier vía de escape de relámpagos oscuros. Así, Cratos no hacía más que subir y subir hacia la salida, tal y como los aliados esperaban, dejando a Gestahl solo.

 

Solo. El caballero negro de Altar se daba cuenta de que Fobos había desaparecido. No imaginaba la razón, pero tampoco le importaba. Atrás y adelante, los peldaños de piedra temblaban y no tardarían en caer. Debía salir de aquel espacio cuanto antes.

—Adiós —fueron las únicas palabras del hombre antes de golpear el suelo con el báculo y desaparecer, justo antes de que la plataforma se hundiese en el abismo. No supo bien a quién se dirigía. No era a la orden que dirigió, a aquel lugar que abandonaba o a la muchacha que juró que lo mataría en cuanto pudiera. Al final, lo entendió. No se despedía del pasado, sino del futuro que pudo ser. El futuro que ya jamás sería.

Porque estaba seguro de que ya no volvería a verla. Estaba seguro de que después de miles de años viviendo en el pasado, se había quedado solo, en el duro presente.

 

***

 

La Sala del Veredicto, el espacio aislado en el que Arthur había visto los estertores de Ío de Júpiter, estaba a punto de desaparecer. Y no tardó en entender por qué.

—¿En qué te has convertido, Azrael?

De cada grieta en el manto de Capricornio salían rayos dorados, hendiendo la oscuridad con furia y odio extraordinarios. Cada uno de ellos llegaba lejos, muy lejos, causando daño en aquel infinito, forzándolo a verterse en el mundo del que el santo de Libra lo había aislado. Uno de aquellos haces estuvo a punto de dar de lleno a Arthur, quien creó cuatro esferas de gravedad distorsionada para luego mandarlas a los cuatro puntos cardinales; el rayo se desvió en una de aquellas direcciones.

Fue ese el momento en que Azrael se percató de su presencia, acometiendo de inmediato con sendos movimientos cortantes. De los brazos, extendidos como si fuesen espadas, salieron ondas de cosmos que Arthur esquivó, prudente. En un punto lejano aparecieron dos brechas a través de las cuáles podía verse el Santuario. Todos —santos de oro, plata y bronce, así como Hipólita— se habían marchado, sin duda al Argo Navis. El santo de Libra se sintió aliviado, aunque no llegó a expresarlo.

Salir y entrar de aquel espacio era para Arthur como ir y venir de su propia casa, así que no dudó en aprovecharlo para esquivar los incesantes y descontrolados ataques de Azrael, acercándose lo suficiente para encajar la Contracción Estelar a quemarropa. En cuanto vio el momento oportuno, anuló cualquier influencia innecesaria de la gravedad, volviendo su puño el eje al que su oponente sería atraído con toda certeza, solo para ser aplastado por el peso del cielo estrellado.

El puño chocó primero contra el estómago del santo de Capricornio, luego en un hombro y finalmente en la cabeza. Tres golpes, a cual más terrible, pulverizaron gran parte del manto dorado, liberando una explosión de energía solar.

—¿Cómo es posible? —Saliendo de la Sala del Veredicto solo para regresar, Arthur pudo evitar ser presa de la energía que estaba a poco de destruirla—. ¿Cómo puedes seguir consciente después de todo?

Estaba enfrente de él, no podía tratarse de una ilusión. El peto, una hombrera y el casco habían desaparecido, revelando numerosas heridas, tanto de aquella batalla como la que sostuvo con Sneyder. Pero Azrael no trastabillaba, seguía firme, clavándole unos ojos llenos de ira a los que el manto de Libra empezaba a reaccionar.

—Si esto sigue así… —murmuró Arthur sopesando utilizar la técnica más poderosa que había ideado. Apuntó con una sola mano hacia el guerrero, de cuyo cuerpo no cesaban de venir rayos con no más objetivo que la propia dimensión.

Y entonces, de repente, Azrael no estaba más cubierto por el manto de oro. Era un niño, de ojos implacables, que se escabulló hasta su espalda y estuvo a punto de golpearle. Arthur, de rápidos reflejos, bloqueó el puño del chico solo para acabar envuelto en un mano a mano con una versión mayor de Azrael. Un hombre con el pelo ya cano, la cara marcada con las arrugas de una vida amarga, llena de arrepentimientos. Y el cuerpo heredero de una experiencia digna de admiración.

Cada ataque de Arthur, el anciano Azrael lo veía venir, atacando en la dirección y momento precisos para desviarlo. La Armadura de Urano no desviaba los golpes, tampoco las esferas de gravedad distorsionada, que Arthur solo empleaba cuando el viejo guerrero volvía a la apariencia joven, furibunda, del otrora simple asistente. En esa forma, más que un guerrero, el santo de Capricornio era una masa de destrucción dispuesta a arrasar con todo lo que tuviera a su paso.

Hasta que al fin lo consiguió.

—No es posible… —susurró Arthur, viendo cómo el manto de Capricornio era desintegrado por el poder descontrolado de su portador. Tamaña energía apenas podía ser contenida por todo el esfuerzo del santo de Libra, solo temporalmente.

Sintió que la oscuridad en la que tan seguro se había sentido en el pasado estaba a punto de caer en una sombra más densa, profunda. Tal vez la misma nada a la que él pensaba condenar al santo de Capricornio, cuya forma —visible apenas en medio de una gran esfera de cosmos dorado— variaba desde el niño, el hombre y el viejo. Arthur asintió, sabiendo perdida la fortaleza.

En cuanto el santo de Libra desapareció del lugar, un grito bestial se oyó a través de todo el infinito, siendo aquel el último sonido, la última luz, el último segundo de existencia, que habría en la Sala del Veredicto

 

***

 

El Argo Navis era azotado por un mar de sangre, heredero de la furia de Azrael. Ninguno de los tripulantes sabía qué hacer. Mithos y Subaru, recibiendo órdenes de Shaula, se encargaron de llevar a los heridos y a Akasha abajo, a sabiendas de que el barco no era ya un lugar seguro, fuera en cubierta o los camarotes.

Lucile estaba sentada en la proa. La máscara se le había caído al mar mientras vomitaba. El veneno de Shaula le atacaba ahora con más fuerza que nunca. Cuando el Santuario desapareció, sin más, la leona de oro no lloró ni rio. Solo murmuró unas palabras.

—¿Tú también me abandonaste, Akasha?

Poco después, Arthur llegó, exhausto, con una respiración agitada que era del todo insólita en el más fuerte de los santos de oro. Shaula quiso decir algo, pero no decidía si era bueno o malo que Arthur estuviera allí, así que fue otra quien se adelantó.

—¿Ahora sí está muerto?

A Arthur ni tan siquiera le dio tiempo de sonreír. Azrael, como un niño que era a veces adulto y anciano, apareció sobre el mar de sangre, levitando cual ángel listo para castigarlos a todos. Tras él, donde estuvo antes la tierra sagrada, había una gran brecha del tamaño de una montaña. Un agujero negro que tragaba por igual el cielo y el mar hacia la nada absoluta a la que quedó reducida la Sala del Veredicto.

 

Los cabellos dorados de Lucile se alzaron por esa fuerza de atracción cósmica, revelando una enigmática sonrisa. 


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Publicado 11 julio 2023 - 19:18

Saludos

 

Capítulo 167. León de tres cabezas

 

En medio de un mar de sangre, los argonautas veían próximo el fin, fuera a manos del iracundo santo de Capricornio o en las profundidades de la brecha en el tejido del espacio que lo respaldaba. Una puerta hacia la más absoluta nada.

De entre tantos guerreros valientes, aunque azorados por unas circunstancias desgarradoras, solo Lucile parecía en paz, tranquila.

La leona de oro sonreía, acariciando el aire con una larga vara de luz. No la sostenía con la mano sana, sino con aquella que había perdido la mayor parte de los dedos junto a un buen trozo de carne. Para asombro de muchos, la falta de sustancia física no parecía ser un problema para la bruja de dorada cabellera, pues tal y como manejaba aquella vara, cualquiera habría dicho que la mano estaba completa, aunque en parte invisible.

—¡Detente! —ordenó la mujer de voz melodiosa, ya no más modulada por una máscara. Ella apuntó al abismo y todo cuanto devoraba, aunque también se dirigía a Azrael, quien la observaba implacable—. Deseo parlamentar.

Desde las alturas, Azrael alzó una ceja. No podía ver bien el rostro de la mujer, pues el viento no dejaba de mover los largos y dorados cabellos. Apenas pudo vislumbrar un reflejo de unos ojos más azules que el cielo más claro.

Ninguno de los que estaban en cubierta intervino en aquel encuentro, pues lo tenían todo en contra, incluido el escenario en el que se daría el combate. Aun Hipólita, a la que le sobraban ganas de combatir, tenía claro que sin el apoyo constante de Subaru ni siquiera podría seguir el ritmo a un santo de oro, por lo que poco importarían la fuerza, la ayuda de Leteo o lo bien que se le daba luchar en el aire.

¿Parlamentar? —oyó Lucile, sabiendo que nadie más escucharía—. No hay nada de qué hablar. No esperes que le perdone. 

Tampoco tú debes esperar que te perdone —acusó la leona de oro, aún sosteniendo la vara más como una domadora de bestias con un látigo que como una directora de orquesta. Claro que las bestias a las que trataba de domar eran un ángel vengativo y un agujero negro que iba a devorarlo todo. Lo único que lograba era detener el avance, calmar las aguas sangrientas y alimentar la curiosidad de Azrael—. Tú mataste a Ethel y Akasha. Tanto deseo la muerte de Arthur y Sneyder como la tuya.

Por un segundo, Azrael cerró los ojos, sabedor de que era ya tarde para las explicaciones. Había sido Adremmelech quien dio muerte a Ethel, como un reflejo del temor que Akasha, sin saberlo, le había transmitido mientras viajaban al Santuario. Sin embargo, no se arrepentía ahora. Había decidido hacer suyas las acciones de Adremmelech, las aprobara o no. Además, a alguien como Lucile no le habrían importado esas minucias. Los hechos seguirían siendo los mismos, siempre.

Ethel murió hace  años. Nunca la vengaste.

Eran un par de niñas atolondradas. —El tono de Lucile, que claramente hacía caso omiso al apunte de Azrael, era de una dulzura inesperada, genuina, retoño de la infinita tristeza que ocultó durante más de cinco años—. Mas eran mis niñas atolondradas. Nadie en este mundo tenía derecho a arrebatármelas, mucho menos un simio que no sabe hacer otra cosa que obedecer órdenes. 

Akasha no te pertenece, no es tu juguete, hechicera —acusó Azrael, por momentos colérico—. Ella habría muerto si no hubiese actuado. Era demasiado pronto para que el Santuario entendiera el Ocaso de los Dioses. ¿Puedes comprender eso?

Seguramente estaba confundida. Yo habría podido ordenar sus ideas, tranquilizarla —aseguraba Lucile, más para convencerse a sí misma que otra cosa—. ¡Dioses! Akasha la habría convencido de al menos tratar de entenderlo. Lo sabes.

Akasha tenía miedo —se apresuró a decir Azrael, algo de lo que pronto se arrepintió. Sus faltas eran suyas y de nadie más, no quería dejar ni una sola mancha en aquella a quien juró servir—. Una conversación, solo una con cualquier elemento importante del Santuario y todo habría estado más allá de nuestras manos. Fue la mejor decisión posible, dadas las circunstancias —sentenció, tan frío y pragmático como en otro tiempo le enseñaron a ser, mucho antes de que conociera a Gestahl Noah, incluso.

¿Crees que matar a Akasha fue la mejor decisión

Eres demasiado lista como para creer que Arthur no tuvo nada que ver en todo esto —replicó Azrael, golpeándose la frente en un rápido movimiento. Se rascó la piel con rabia y nerviosismo, llenando las uñas de niño de sangre.

¿De qué hablas? Arthur no era nadie entonces. Que aprobara u ordenase la Pacificación no son más que habladurías de pueblerinos.

La sonrisa de Lucile se ensanchó, pues percibía que el callado Azrael estaba entendiendo a dónde quería llegar.

Tú marcaste la senda que aquí acaba, con Akasha muriendo como una enemiga más del Santuario. Una senda en la que ella no podía contar con su querida amiga. Al matar a Ethel, también mataste a Akasha —espetó, toda desprecio

El silencio reinó entre ambos conspiradores por una eternidad. La sonrisa de Lucile contrastaba con la línea severa, dura e implacable que eran los labios de Azrael.

Tú también Lucile —dijo Azrael, pronunciando cada palabra con lentitud—. Tú también pusiste a Akasha en esta senda de sacrificio.

 

***

 

Aunque el resto de la tripulación era ajena a la conversación que se estaba dando entre aquellos dos, nadie allí era tan estúpido como para creer que habría una solución pacífica. Tenían que huir de la Esfera de Marte antes de que la brecha en el espacio volviera a recordar que tenía que devorarlo todo; también tenían que detener a Azrael. No podían hacerse esas cosas a la vez, alguien tenía que quedarse.

—Oye, ¿Emil? —Fue Hipólita la primera en hablar, notando que Ban y Shaula se alejaban a la otra punta del barco, donde no los verían.

—Ese soy yo —contestó el santo de Flecha, sorprendido de no haberlo gritado a viva voz. Quería hacerlo, estaba seguro, porque la apariencia demoníaca de la sombra de Águila le daba miedo—. ¿Qué ocurre?

—Cuando veas al pequeño Makoto… —Hipólita se detuvo un momento para pasar la mano por la cabeza, fue un espectáculo grotesco, debido a lo largas que eran las zarpas—. Dile que lamento no haber cumplido la promesa.

—¿Qué promesa? —Pese a las circunstancias, Emil no fue capaz de controlar un rubor. Así como después no pudo terminar de formar una sonrisa.

—Él lo entenderá…

 

*** 

 

Cerca de la popa, Shaula se alistaba para despedirse. No tenía fuerzas para confesar la verdad a esas alturas, pero sí que era consciente de que al callar, al defender a Arthur y Sneyder por omisión, no era muy diferente a ellos. Debía responsabilizarse.

—Papá, yo me quedo —dijo, decidida—. Puedes… ¿Puedes pedirle a esos dos…? —cabeceó con brusquedad, sabiendo que esas podían ser las últimas palabras que escucharían de ella—. ¿Puedes decirles a Mithos y Subaru que no me odien?

Las cejas cenicientas de Ban se alzaron a la vez. Estaba sorprendido.

—Yo quería proteger a Akasha, de verdad —juró enseguida, temiendo la desaprobación de su padre, atormentaba por demonios internos—. No pude, así que… Permíteme que os proteja… ¿Qué haces?

El león de bronce posó las manazas heridas, avejentadas, en ambos lados del rostro de la ninfa. Sin querer, le hizo cosquillas en las orejas —como cuando era muy niña—, pero contuvo la risa. Tardó varios segundos en entender la muda petición de su padre, momento en el que asintió con cierta torpeza.

 

Ban tomó la máscara dorada, sabiendo que no había nadie cerca. Todos estaban con sus propias preocupaciones, despidiéndose como la joven ninfa pretendía hacer. Se decía que si alguien veía el rostro de una santa de Atenea, sin importar el rango, esta tenía dos opciones, matarlo o amarlo, razón por la que en todo ese tiempo Ban no había visto el rostro de su hija ni una sola vez en muchos años. No por la ley en sí —hay muchas formas de amar a alguien en el mundo; el amor que une a un padre y su hijo, por ejemplo—, sino por la firme convicción de que Shaula solo podría sobrevivir convirtiéndose en algo más que la hija a la que quería, en una poderosa guerrera.

En ese momento, al ver la decisión que gobernaba el rostro de la muchacha, Ban se sintió un estúpido. Enternecido, sereno, vio a la ninfa que danzó con él —algo un poco más decente que un sátiro, si recordaba bien las palabras de Kushumai— durante más de un tiempo inolvidable, reflejada en la fina e impoluta piel, sin mancha ni cicatriz alguna. Deseó hablar, decir unas palabras de aliento, pero no tenía voz.

Lo único que el león de bronce pudo hacer fue darle sus bendiciones a su hija, aunque no como en el ya lejano pasado, sino como la guerrera en la que se había convertido. Le puso la mano en el hombro, transmitiéndole la decisión que había tomado.

Estoy orgulloso de ti —fue lo que el santo de bronce quería decir. Imaginaba que Shaula lo intuía, a pesar de todo.

Cuando Ban quiso apartarse, Shaula no se lo permitió. Sabía que no podía hacerlo por siempre, no tenía el derecho de negarle lo que ella misma estuvo a punto de hacer, pero al menos quería abrazarlo una última vez. Prestarle apoyo. Los brazos dorados de Shaula, de un momento a otro, se cerraron a lo largo de la espalda del guerrero, del padre, que ya no pudo aguantar las lágrimas.

Se quedaron así todo el tiempo que se les permitió. Ban acariciando el cabello rojo de la muchacha, ella otorgándole fuerzas para luchar. Poder, cosmos.

 

***

 

Arthur no se había movido en todo aquel tiempo, tampoco lo hizo cuando Lucile, parsimoniosa, empezó a girarse. Estaba convencido de que la leona de oro no tenía nada que pudiera preocuparle. Se equivocaba.

—Hay algo en lo que concuerdo con Azrael. La humanidad no merece que me esfuerce más de lo que he hecho. No regresaré a la Tierra.

De alabastro la piel, zafiros los ojos, oro el cabello revuelto de un modo a la vez caótico y bello. Un único lunar en la mejilla izquierda destacaba en un rostro pálido, que sin duda había agradecido la protección que la máscara le otorgaba frente a la luz solar. Aquella cara perfecta, como cincelada en mármol así como las estructuras griegas, aquella mirada brillante e intensa, aquellos labios rosados, con la sombra del carmín —¿o la sangre?— apenas insinuada, todo en la leona de oro quedaba al descubierto para un único hombre. El hombre al que había condenado.

—¿Tienes algo que decir? —Lucile se acercó al Juez de un salto, alegre—. No es que haga falta. Tu expresión lo dice todo. Soy hermosa.

—Tanto como perversa.

—Sigues con esa falta de visión, ¿no? Me aburre esa canción. También a él —añadió, inclinando a la cabeza hacia Azrael. La mirada del santo de Libra no se había apartado del fino y delicado rostro de Leo—. Muere, Arthur.

—¿Eso es todo? —comentó Arthur, decepcionado—. Sin florituras ni sutilezas. Tus poderes no me afectan, Lucile.

—Muere —repitió la leona de oro, apretando el peto de Libra con la mano sana. El manto era sólido, más que ningún otro. Nadie había logrado romperlo en una guerra que los había enfrentado a los mayores enemigos que el Santuario había conocido en su larga historia—. Busca la muerte. Y si no la alcanzas, busca la desesperación del lobo solitario en que te convertirás. Tú, fuerte, poderoso, invencible Arthur.

El santo de Libra no se apartó. Tampoco mostró el menor rasgo de pavor, lo que en parte disgustó a Lucile. La duda fue una sombra en aquellos ojos claros como el cristal, pasando de forma inadvertida, furtiva.

—Mas no ahora, no, tienes un deber que cumplir.

Al final, fue Lucile la que cedió, escuchando pisadas metálicas y la madera temblar bajo dos patas de bestia. Para cuando Ban e Hipólita llegaron, ella ya estaba de nuevo en el mascarón de proa, alzando la vara de luz, preparándose para una batalla imposible.

—Primero tienes que salvar a los santos de nuestra querida Suma Sacerdotisa —dijo, aún dirigiéndose a Arthur—. ¿No queremos que este barco se hunda, verdad?

Con más arrogancia que decisión, Lucile dio un paso al frente, pero no cayó al mar. El aire no osó recordarle que no era sólido, la gravedad no se atrevió a arrastrarla como haría con cualquier otro cuerpo que no supiese volar. Hipólita la siguió enseguida, poniéndose a la diestra de aquella extraña que resultaba ser una de las queridas amigas de Ethel. Ban fue el último en partir, recibiendo del cielo el mismo trato que tuvo Lucile; no pudo sino recordar la batalla que ambos sostuvieron contra Tritos, la visión de una pirámide de caballeros negros sosteniendo a una sola persona.

Arthur se quedaba atrás, con la amenaza rondándole la mente, fría maquinaria impulsada por la razón, no la emoción. Pronto Emil y una agotada Shaula se le unieron, entendiendo que ahora el santo de Libra era el líder.

Las órdenes no se hicieron esperar. Un manto de cosmos cubrió el barco entero, pero fueron Lucile, Ban e Hipólita quienes formaron una barrera para retener, con gran esfuerzo, un rayo dorado que Azrael desplegó con solo fruncir un ceño infantil. La Fortaleza de la leona de oro, en conjunción con Nemea, el poder de Ethel y el Manto de Deyanira, lograron en conjunto frenar también un segundo ataque.

—Ethel te quería —decidió decir Hipólita, por un segundo alterando la resolución de la leona de oro—. Tú y Akasha erais como hermanas para ella.

—¿Por qué me dices lo que ya sabía, sombra? Ya entonces podía leer las emociones de una niña atolondrada —aseguró, forzando una sonrisa.

—Hay cosas que… —La mujer se detuvo, negando con la cabeza—. Porque para serviros de ayuda he de sacrificarlo todo. Dejar que los muertos descansen en paz.

La sombría máscara de Hipólita brilló con aquel místico tono rosado una última vez. Solo entonces, solo durante un breve instante, Lucile lamentó no sacar a aquellos dos del engaño. Decirles que también Arthur merecía sentir la furia del león de bronce y aquella que estuvo llamada a vestir el manto de Heracles.

Desistió porque, según creía, ellos ya debían saberlo.

—¡Azrael! —exclamó Lucile, cabeza central de aquel león tricéfalo—. Akasha está ahora en la costa del Aqueronte, sola y desamparada. Es hora de que estés a la altura de tu autoproclamado título, asistente. ¡Y la acompañes al infierno!

Aquel vano grito apenas resonó en el lugar. Los cielos y el mar carmesí estaban siendo consumidos por un agujero negro apenas interrumpido por rayos dorados que el trío detenía a la vez que el Argo Navis avanzaba, alejándose. Arthur se encargaba de buscar una salida en el espacio, mientras que Shaula mantenía el barco a flote y Emil, sobrepasando las incomprensibles circunstancias, levantaba la Fortaleza de Luz.

Los esfuerzos de los argonautas no eran suficientes, Lucile lo sabía, así que decidió darlo todo. Arrojó la vara hacia Azrael, como una lanza que el ahora anciano santo de Capricornio destrozó con un solo movimiento de mano. Una distracción que la de dorados cabellos no dudó en aprovechar.

Empezó a cantar. La Tormentosa y Patética Sinfonía dio inicio, durando poco como una única aunque angelical voz, pues pronto esta se tornó en un sinfín de instrumentos hechos a partir del aire, el agua y la oscuridad que trataba de devorarlos. La orquesta, de un modo prodigioso, llenó incluso lugares por los que ningún sonido podía ser transmitido, alcanzando al confiado Azrael.

El terror trastocó el corazón de la misma Esfera de Marte, aunque Lucile ya no creía estar en el interior del auténtico dominio de un astral. Más bien, se hallaban en la superficie, un espacio creado por los temores de todos los que se habían quedado varados en Hiperbórea tras la muerte de Ío. Sin embargo, eso era lo de menos. Para el mundo, el negro cosmos de Hipólita se entrelazaba con las violentas flamas de Ban y el dorado halo de Lucile, formando una bestia aterradora. Fauces que parecían unir el cielo y el mar, colmillos que triturarían las estrellas más lejanas. La oscuridad, de repente, pareció retroceder ante un poder más allá de la razón.

Pero Azrael no retrocedía. No desviaba la mirada. No temblaba. Hasta donde sabía Lucile, era más probable que Arthur se hubiese estremecido, aunque ya no dedicaba ni la más mínima atención al Juez. Le había prestado la ayuda suficiente.

—Todo está siendo destruido —advirtió el santo de Capricornio, ya con la forma del asistente, herido en varias partes y sin embargo aparentando ser imbatible—. Hasta el mundo que teme será destruido. Hasta los mares olvidados a los que ellos van.

Lucile casi podía ver en los ojos de Azrael, caldo de odio y furia, el Argo Navis entrando en los mares olvidados solo para acabar volcado. La tripulación cayendo en unas aguas que los dispersarían por toda la corriente temporal. Ese momento de duda —uno entre un millar que había tenido, lo sabía—, la volvió presa de una onda cortante que fue bloqueada por Ban. El mundo en el que estaban lo debía haber interpretado de un modo más impresionante: la cabeza de un león ensangrentado partiendo una espada de energía, para luego caer sin remedio a la profunda oscuridad.

No pasó mucho tiempo antes de que Hipólita también cediera. El Manto de Deyanira mandó al olvido muchos de los ataques de Azrael, pero todos, salvo los dioses, tenían un límite. La armadura hecha del líquido oscuro se volvió sólida y se cuarteó. La feroz sombra cayó de repente, como un águila al que le hubiesen cortado las alas.

Dos veces Lucile sintió que había muerto. Ban e Hipólita fueron más que compañeros en esos breves momentos de lucha, fueron parte de ella. ¿De qué otra forma habrían podido seguir luchando a la vez que escuchaban la Tormentosa y Patética Sinfonía? Por ellos y por sí misma siguió cantando, respaldada por lo que quedaba del cosmos de aquel par. Sintió la ardiente piel de Nemea encima de la suya; también el frío tacto de Leteo, listo para entregarla al olvido.

Había oscuridad en el norte y en el sur, el este y el oeste. Arriba y abajo, nada había, solo ella, en el centro. De ese modo, se sintió capaz de decir unas últimas palabras.

—Lo siento, Akasha. Parece ser que todos los santos mueren.

Al terminar de hablar, dejó de oír los latidos de su corazón, y supo que era el fin.

 

***

 

La mano de Azrael era la base de una lanza infinita de energía, puro y destructivo poder sobre el que cada vez tenía menos control. Ahora, mientras veía el cuerpo de Lucile caer a la misma oscuridad que devoró el cadáver de Ban —uno partido en dos, la otra sin esa imitación de corazón humano que tenía bajo el pecho—, sentía que su propio cosmos ansiaba triturarle los huesos, desgarrarle los músculos, matarlo.

—Todavía no —decidieron a la vez el niño, el adulto y el anciano.

Esas palabras despejaron la oscuridad, revelando un prado infinito donde solo había vacío. El cielo era del color de los ojos de Lucile.

—¿Una ilusión?

El truco quedó en evidencia de inmediato, pues una niña de cabello trenzado se le acercaba con largos saltos, las manitas extendidas, la risa saliendo de un rostro enmascarado. Era Ethel.

—Un estorbo —espetó el niño, el soldado, el gólem Adremmelech.

—La amiga de Akasha —lamentó Azrael, el asistente.

—Peligro —advirtió el anciano, heredero de ambos rostros.

La niña desapareció justo antes de alcanzar al santo de Capricornio. Viejos nombres le resonaron en el oído —Asha, Lucy—, dejándolo desconcertado, pese a todo.

Surcando los cielos azules de esa ilusión, una sombra del color de las profundidades del mar llegó hasta Azrael, semejante a un bólido. Cada poco que avanzaba más y más pedazos del Manto de Deyanira iban quedando desperdigados, desapareciendo enseguida tanto del mundo como de la memoria de cualquiera.

Azrael llegó a ver lo que había tras la coraza de una mujer que había sacrificado todas sus memorias, todo su dolor y su alegría. Nada le quedaba, ni siquiera el recuerdo de haber sido madre. Pero no estaba desamparada, ni herida ni debilitada. No tenía vendas que le cubrieran el rostro, los brazos y el cuerpo, sino un reluciente manto brillando como la luna llena, un cabello corto y rubio enmarcando la faz de la inestimable ateniense que pudo ser si una cierta tragedia no hubiese ocurrido.

Ya que el adulto y el anciano estaban incapacitados, el niño tomó por última vez el mando, moviendo la mano como una espada. Incluso él lamentó destruir algo tan puro, tan digno de alabanza.

La santa de Heracles esquivó la onda de energía cortante, contraatacando con una brutal patada que dejó al niño soldado sin aire.

El cuerpo de Azrael se tornó en el del experimentado anciano.

—No —susurró la mujer que alguna vez fue Hipólita, sombra de Águila, a la vez que esquivaba los ataques del anciano con una velocidad inaudita—. Tú no.

La mano de la santa de Heracles voló ya no como la zarpa de una bestia, sino como un puño humano y fuerte. El viejo rodó por el prado saboreando la sangre que le bajaba por la nariz, totalmente desconcertado. Al terminar el viaje, este ya era Azrael, el asistente, poniéndose de pie justo antes de que la mujer le cayera encima. El embate fue velocísimo, un único intercambio de golpes, como el duelo de dos samuráis.

—Sí —dijo Hipólita, arrodillada entre un sinfín de flores. Un corte se le abrió en el cuello, pintando de carmesí los pétalos blancos—. Eras tú quien debía hacerlo.

La heroína, vacía de recuerdos, avatar de la voluntad humana, cayó muerta.

 

—Ahora lo comprendo —dijo con dificultad Azrael, cuyo cuerpo entumecido poco a poco se recuperaba del vil hechizo de Lucile. Demasiado tarde, pues una daga dorada estaba clavada en su pecho, atravesándole el corazón—. Lo que yo quería…

El prado y el cielo desaparecieron mientras el santo caía de rodillas. Lo único que le impedía hundirse en la oscuridad era una influencia divina. Una llama que iluminaba la eternidad de tinieblas, tentándole a seguir.

—Lo que yo quería era estar con ella —susurró el asistente, ya sin fuerzas para alimentar esa ira que lo dominaba. Los ojos ardientes se derretían en cascadas de tristeza—. Siempre.

Deimos, testigo de tal confesión, dejó de atar a aquel demonio al mundo de los vivos, devolviéndolo al único lugar en el que debía estar. 


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Publicado 17 julio 2023 - 18:28

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Capítulo 168. Revelaciones

 

—Este lugar es peligroso —apuntó Julian Solo, el primer mortal en estrechar la mano del Rey de la Magia—. Si se va a hacer, debe hacerse ya.

—¿En qué sentido es peligroso, emisario de Poseidón? —cuestionó Damon, sin ánimo de horadar la mente de aquel hombre, así fuera de forma superficial.

—Un dios sin nombre, apartado de la historia de mortales e inmortales por igual. No se me ocurre mejor símil para el olvido, salvo el propio Leteo, y ahora mismo estamos en una parte de ese río del inframundo, ¿cierto?

—Sí. Leteo era necesario para recuperar la Máquina de Rodas. ¿Dices que eso entraba en los planes del Hijo para manipularme?

—No llegaría tan lejos.

—Mas no lo descartas.

El silencio de Julian Solo fue de lo más elocuente. Con eso terminaba una dura negociación, librada no solo gracias la habilidad de Julian y la voluntad de Adrien, del que era emisario, sino también por la sangre del rey Alexer. El último Señor del Invierno había sido el campeón de Poseidón, mientras que Damon se había valido de los autómatas como representantes de sus propios intereses. Por el hecho de que ninguno cayó, pudieron llegar a entenderse, el mago y el avatar.

Damon sellaría las Otras Tierras en nombre de Poseidón. Después de eso, nadie más que Julian Solo, arropado por el dunamis que sustentaba los mares olvidados, podría viajar entre ellas. Se convertiría en el dios de aquellos nueve mundos.

—¿Qué harás si los dioses del Olimpo deciden cambiar de opinión sobre las Otras Tierras? —preguntó Damon, interesado.

—Es una de las razones por las que iré al multiverso —contestó Julian Solo—. Debo reunirme con los dioses, con una en particular, en realidad.

—Nos abandonaron.

—Si es así, debo saber por qué.

Los labios de Damon se abrieron para dar la respuesta más probable, esa que había evitado pronunciar antes, pero al hacerlo aspiró un humo tóxico. Tosió, irritado, mientras el último nivel de la Máquina de Rodas cambiaba de forma drástica.

El océano se secó por completo, tornándose en un yermo árido y agrietado, golpeado por un sol caluroso. Esta estrella, surgida de la nada, era una gran esfera del color de la sangre en un cielo similar al que veían los habitantes de Bluegrad durante aquella noche maldita. Tal visión era dolorosa hasta para los ojos del mago, el cual solo pudo dejar de toser a pura fuerza de voluntad. Con todo, antes de recuperar el porte solemne, envidió la bendición que caía sobre Julian Solo. Así como había andado a pesar de la tempestad antes, también ahora seguía firme, oteando el horizonte en busca de la fuente de aquella malevolencia que lo impregnaba todo. No tuvo que buscar mucho tiempo.

—Los dioses han ido al multiverso dañado por el Hijo —respondió un anciano en la lejanía, con una voz dolorida que llegaba a ellos a pesar de la distancia—, para repararlo. ¿Por qué iban a quedarse en uno de los pocos mundos que se salvaron, habiendo otros por reparar? Claro que es tarde para eso, demasiado tarde. ¿No decidieron ellos mismos borrar la existencia del Hijo de toda la Creación? Ahora lo único que pueden hacer es juzgar a la humanidad por ese espíritu rebelde insuflado por un dios inexistente. Un juicio divino, podría decirse, que de forma inevitable lleva a la destrucción de todo, sea a manos de los dioses, sea a manos de los hombres.

El anciano ya estaba frente a los negociantes cuando terminó el soliloquio. Se trataba de Fobos, herido de gravedad. Una línea le atravesaba un buen trozo de la cabeza, manando no sangre humana, sino pura oscuridad. Lo mismo se derramaba a través del agujero en el pecho, manchando las prendas sacerdotales, y desde las manos, que goteaban cristales de hielo entre nubecillas del color del ébano.

—Llegas tarde para confirmar mis sospechas —desechó Damon con un ademán—. Si los pecados de los hombres se deben al libre albedrío o los ardides de un dios, sea el que sea, no importa, pues siempre pudieron elegir.

—En una cosa podemos estar de acuerdo —dijo Fobos, dejándose caer. Una silla apareció de la nada, hecha por las calaveras de todos los que habían muerto en Bluegrad hasta ahora—. No importa la razón por la que la humanidad está condenada. Oh, vamos, sentaos, Rey de la Magia. Sentaos, recipiente de Poseidón. Será una historia larga la que os contaré, con la muerte de un dios como guinda del pastel.

Ni Julian Solo ni Damon le hicieron caso. Aun si aquel viejo se viera en las últimas, deshaciéndose pedazo a pedazo en volutas de sombras, tenían serias dudas de que aquello representara su muerte. Eran conscientes, con solo mirar las tinieblas latiendo tras cada herida, de que estaban frente al responsable de instaurar el caos en el mundo. Alguien así no se entregaría a sus enemigos para morir sin más.

—Yo mismo tardé en comprenderlo —maldijo Fobos, riendo—. Sellar al Hijo parecía la opción más lógica, si no era posible matarlo. Por fortuna, tuve tiempo para reflexionar sobre ello. Si el Hijo ya había influenciado cada universo posible antes de caer, ¿qué ocurre cuando se le extrae de todos ellos? ¡Los dioses arrebataron a todos los seres mortales su razón de existir! Sustituyeron la peor guerra jamás librada por un ciclo infinito de Guerras Santas, esperando obtener la respuesta que cada mundo no tuvo la oportunidad de alcanzar. Si te diriges al multiverso, recipiente de Poseidón, morirás de pura desesperanza, ya que todo lo que se cree en ellos está manchado.

—No todo —replicó Julian, mirándole a los ojos. El sano, demente, y el herido, poco más que una costra de oscuridad condensada, iluminada por un brillo remoto—. Los hombres siempre tendrán la oportunidad de soñar.

—¿La humanidad abandonará la realidad para entregarse a los dominios de Hipnos?

—Ni la humanidad ni los dioses se han rendido. Por eso sé que tú no eres ninguno de ellos. ¿Quién eres? No, mejor, ¿qué eres?

Por toda respuesta, Fobos rio, apretando los brazos de su trono de huesos para inclinar su cabeza hacia aquel valiente, capaz de desafiarlo incluso a él.

—Por eso Poseidón selló el Portal del Tiempo. No para ocultar qué cuerpo ocuparía, sino la senda que iba a seguir. ¿Pretendes atravesar las Otras Tierras y viajar hasta ese multiverso convulso? Bien, necesitarás a alguien que te acompañe…

La sugerencia fue cortada con tanta brutalidad como las palabras del guardián de la Esfera de Marte. Damon lo señalaba con el dedo extendido, ejecutando un hechizo lo bastante poderoso como para devolver a aquel ser a su trono, partiéndole la espalda.

—Responde a la pregunta —exigió el Rey de la Magia.

—Como queráis —dijo Fobos, sonriendo—. Será una historia larga. Tomad asiento.

Nadie le hizo caso, de nuevo.

 

***

 

—Empezó hace trece años. Cierto soldado detectó la influencia del dios del miedo en los corazones de los hombres, a pesar de que este debía hallarse confinado en el Olimpo. Por esa época, el soldado desconocía que no había un Olimpo, que los dioses se habían marchado, de modo que se limitó a corregir ese desequilibrio sin que nadie lo notara. Año tras año cosechó los temores que Deimos sembraba en busca de un candidato digno de la Esfera de Marte, hasta que se vio tan envuelto entre ellos que el dios del terror, hermano del cautivo Fobos, tuvo que hacerlo partícipe de su empresa.

»El cautivo dios del miedo buscaba soldados, el dios del terror quería un general. El soldado, confiado de sus hermanos, consideró que los esfuerzos debían centrarse en debilitar al enemigo, antes que fortalecer a los más grandes campeones del Olimpo.

»La cuestión, Rey de la Magia, recipiente de Poseidón, es la siguiente: el soldado necesitó trece años para identificar al enemigo, pues había querido ver en él un aliado. Un buen día, empero, una mujer despertó de su sueño y decidió que era bueno que un dios despertase ese mismo día. ¿Qué imagináis que pensó el soldado frente a tamaña traición para con su buena voluntad, estimados oyentes? Guardaos vuestras conclusiones, pues son los hechos y no los pensamientos lo que en verdad importa, y si debemos a ceñirnos a los hechos, el soldado dejó de ser un personaje en la obra de teatro a la que llamamos mundo de los hombres, para convertirse en director.

»Puede que os suene la historia que decidió dirigir, en absoluto original, de un hombre odiado por el pueblo con el que busca una alianza, de un pueblo que odia a un hombre y une fuerzas con antiguos enemigos con tal de derrotarlo. Nuestro protagonista se enfurece y acelera una guerra que él habría podido evitar, entre los vivos y los muertos, para terminar encerrado en el mismo recipiente que al abrirse inició todo este problema. Así se pierden por igual la ira del hombre y el odio del pueblo. El camino a la alianza añorada vuelve a estar despejado. ¿Brillante, cierto?

Cansado de la vaguedad del relato, Julian Solo increpó:

—¿El protagonista…?

—Caronte de Plutón.

—¿El director…?

—El soldado. Un cuerpo hecho de los temores recogidos a lo largo de trece años y que por varios días buscó un sucesor para la Esfera de las Emociones y los Espíritus de la Destrucción. Quien debería responsabilizarse de este delicado asunto estaba atado de pies y manos, pues no debe abandonar el Olimpo bajo ninguna circunstancia. Tampoco tuvo interés en ello, hasta ahora, pues allí estuvo a punto de provocar una rebelión entre los guerreros celestiales —advirtió Fobos, para asombro de los oyentes.

»Celebrad a nuestro director, ese soldado anónimo, pues en todo momento trató de atajar una guerra inevitable. Los dioses del miedo y el terror no habrían tenido tantos miramientos. Nada sabía el soldado del método que emplearían para forzar la aparición de un traidor entre los Astra Planeta, provocando una aceleración de los acontecimientos y echando por tierra la obra que tanto le costó con las manos de anciano que se había hecho. —Como para dar muestras de ese lamento, el hijo de Ares tronó los nudillos, oyéndose el sonido de los huesos al crujir por toda la estancia—. ¡Nada sabía el soldado de que los dioses del miedo y el terror le traicionarían, obligando a los Astra Planeta a iniciar una serie de batallas innecesarias! Fallida la rebelión en el cielo y descubierta la ausencia de dioses vigilantes, Fobos y Deimos cambiaron el curso de sus planes sin contar con el soldado. El paciente, leal y diligente soldado.

»Así pues, la alianza entre tres hijos del dios de la guerra perdura solo hasta el punto en que los objetivos que cada uno persigue convergen. Debilitar al enemigo es el deseo del soldado; encontrar al candidato idóneo para la Esfera de Marte era el deber del soldado.

 

***

 

—¿Era? —preguntó Julian. A pesar del estado de aparente debilidad en que se hallaba, el anciano habló en exceso, como si no quisiera llegar al final.

—Ya está hecho —dijo Fobos—. Hay un regente de Marte listo para acabar con todos los santos de Atenea, los que están en la Tierra y los que se hallan muy lejos. Mi misión ha acabado, por fin, lo noto en la debilidad de este cuerpo marchito, hecho por los temores de seis mil millones de almas. Balmung merece toda la fama que ha tenido y tendrá, si ha cortado a través de mí siendo empleada por meros mortales.

—Te burlas de los mortales, habiendo sido una marioneta de dos deidades menores. Te lo preguntaré de nuevo, ¿qué eres?

El viejo rio en su trono de huesos, junto a todas las calaveras.

—Soy Fobos, dios del miedo, hermano de Deimos, dios del terror. ¡Ese fue el pacto entre el soldado y los hijos de Ares y Afrodita! Usando el miedo de los hombres como envoltura, hablaría y actuaría como Fobos, aquel que quiso usurpar el puesto de la Muerte. Mi contrato, como ya he dicho, ha concluido, mas me aprovecharé de una cláusula sin importancia antes de abandonar esta identidad.

Julian Solo alzó una ceja, intranquilo.

—Eres Fobos —repitió Damon, a la diestra del empresario—. Todo lo que has pensado, dicho y hecho, serán parte del dios del miedo tan pronto ese envoltorio desaparezca. En verdad debes ser un hijo de Ares, si eres capaz de desear venganza en tus circunstancias.

—¡No es venganza, sino retribución! —exclamó quien había usado el rostro del dios del miedo. Por momentos la ira le llenó la cara, hasta que una vena estalló, llenando el rostro de más oscuridad. Volvió a reír—. Ni siquiera he querido debilitarlos, sino todo lo contrario. He manipulado los corazones de todos los hombres para que reciban a Fobos con los brazos abiertos. ¡Él ya se ha manifestado frente al Segundo Hombre! ¿Qué importa que no fuera percibido por Cratos? Cuando este cuerpo desaparezca, ya no podrá rebelarse contra mis planes, ¡hasta los dioses quedan atados por sus promesas!

La risa demente de aquel ser daba escalofríos, pero en Julian Solo estaba más presente la confusión. Entendía que Fobos, el auténtico, estaría atado por un pacto que hizo con aquel ser muy pronto, pero se le escapaba la razón por la que eso importaba.

—¿Qué has hecho que pueda perjudicar al dios del miedo? —preguntó el empresario, siendo esa la única opción que se le ocurría—. ¿Qué actos has cometido?

—¿Qué se necesita para vencer a un dios? —cuestionó el anciano, a medias un cuerpo humano, ladeado hacia la izquierda, a medias una sombra demasiado densa—. ¡Otro dios, por supuesto, como Poseidón! Tal y como he dejado las cosas, tu hijo tendrá que arrojar a Fobos al Tártaro si quiere salvar a la humanidad. En todo caso, yo me desentiendo. Abandono este papel detestable, regreso al camino recto…

—¿¡Cuándo piensas callarte, charlatán mentiroso!?

 

Solo después de atraer la atención de los presentes, fue que Oribarkon se dignó a aparecerse, con una mano tironeando de las orejas de su contrincante, el telquín ladrón, y la otra señalando acusadora al ser que se hizo llamar Fobos.

—¡He oído todo! ¡No has hecho más que mentir todo este tiempo!

—¿En qué parte, si puede saberse, mago?

—¡El momento en que tu trabajo de villano empezó a ejecutarse, héroe!

—Oh, es una lástima que ningún santo de Atenea esté presente para dar fe de mi sinceridad. Veréis, Fobos, el dios del miedo, no puede dañar a nadie de forma directa, ni siquiera con una pistola…

El anciano volvió a reír, agitando aquel cuerpo marchito. Grietas se formaron por toda la piel, supurando hilos de oscuridad y ennegrecida niebla al son de crujidos de huesos. Era un sonido incómodo, capaz de revolver las entrañas del más valiente. No obstante, Oribarkon no lidiaba con la incomodidad con tan buen talante como Julian Solo y Damon. Él gritó, muy, muy alto, hasta dejar a aquel villano sin palabras.

—¡Mentiroso! —Raudo, Oribarkon miró al antiguo avatar de Poseidón, desoyendo los quejidos del telquín que seguía agarrando de la oreja—. ¡Es él, señor Julian! ¡Es él quien me animó a traicionar a ese inútil…! ¡Demonios, a Tritos de Neptuno!

Una nueva risa se oyó, aunque en esta no formó parte el anciano moribundo. Eran las calaveras las que chocaban sus mandíbulas. De pronto, todas menos una dejaron de hacerlo, mientras que la que encabezaba el brazo derecho del trono expulsó una llamara purpúrea, llena de una malevolencia tóxica para el cuerpo y el alma. Oribarkon y el telquín cautivo se vieron enseguida envueltos por una gran antorcha, acaso una pira funeraria, ante la cual el ser que se hacía llamar Fobos pareció agrandarse.

—La propuesta de Tritos de Neptuno era razonable. Al abrir el ánfora de Atenea, el Santuario iba a meter a Poseidón en un conflicto que no tenía nada que ver con él. Si hubieses sido sensato, mago, él mismo habría liberado al dios de los mares en el tiempo y lugar correcto, solo tenías que evitar que se abriera antes de eso. No obstante, preferiste escucharme a mí. Te alegraste cuando te informé de que el octavo astral no pudiera ser otra cosa que una voz en tu cabeza, mago, no lo niegues. Después actuaste en consecuencia, dejando atrás la razón por la emoción, como un humano.

—¡Basta de cháchara! —gritó Oribarkon desde las llamas, a un tiempo furioso y dolorido—. Tú, mequetrefe, fuiste un villano seis meses antes de la liberación de mi señor, has sido un villano mientras usabas ese cuerpo desecho y seguirás siendo un villano cuando lo abandones. ¡Sé quién eres!

El fuego purpúreo pareció ceder al brío del mago, achicándose hasta desaparecer en las manos del telquín con el que Oribarkon había estado combatiendo en el nivel inferior. Aquel, toda una espina en el trasero para las gentes de Bluegrad el pasado año, demostraba una vez más lo hábil que era robando cualquier cosa, incluso una muerte inevitable. El anciano dio un sonoro aplauso desde su trono, celebrando el truco de magia y perdiendo lo que le quedaba de mano en el proceso.

—Buen trabajo, buen trabajo. ¿Calcón, era tu nombre? —preguntó el que se hacía llamar Fobos. El pequeño mago respondió con un gesto burlón e infantil—. Desaparecer mis Llamas del Purgatorio no es algo que haga cualquiera.

Se oyó un gruñido, después un grito.

—¡Es conmigo con quien hablas!

—Basta, Oribarkon —dijo Julian Solo, andando hacia él. También Damon se dirigió hacia Calcón—. Ya hemos hablado de esto. Tomaste tu decisión, sin importar qué fuerzas te animaron a ello. Responsabilízate por ella.

—Señor Julian… —murmuró Oribarkon, enseñando al anciano todos los dientes. Por cómo lo miraba, cualquiera diría que deseaba fulminarlo con todas sus fuerzas.

Sin embargo, él no tenía poder para ello, así que se calmó.

—¿Qué es lo que escucho, avatar de Poseidón? —cuestionó el anciano con voz lúgubre, un eco venido de las sombras. La parte del rostro que seguía aparentando ser de carne y hueso ya ni se movía—. ¿Gratitud por daros poder, a ti y a tu hijo?

Julian Solo no miró con odio a aquel manipulador. No había furia en la mirada del empresario, sino un frío desprecio que el anciano encontraba divertido.

—Todos debemos responsabilizarnos por nuestras acciones —aseveró el griego—. Yo, Oribarkon, Damon, la humanidad… Que hayamos sido peones en el tablero para los dioses del Olimpo no nos exime de nuestras faltas, ni resta mérito a nuestros logros. Nuestra mortalidad fue compensada, desde antiguo, con la libertad de elegir. Eso nos dignifica. Tú, soldado, no eres como nosotros. Ni humano, ni dios, saciaste tus deseos de sangre y destrucción a sabiendas de que sería otro quien sería juzgado por ello. No necesito que Oribarkon diga la clase de ser que sería capaz de algo así, pues conozco el nombre de tu raza, makhai, y el tuyo, ¡Ilión, encarnación de la Guerra de Troya!

Todo sonido se extinguió tras la acusación. Por un segundo, largo en exceso, nada surgió de la oscuridad que conformaba dos tercios del cuerpo del anciano, con trozos de carne reseca y tela unidos entre sí por hilos imperceptibles, flotando a duras penas por sobre las tinieblas de debajo. Después, una luz violeta apareció en el lado despellejado de la cabeza, a modo de ojo, mientras que los resecos labios se vieron completados por una línea distorsionada de luz haciendo las veces de boca. Una boca que sonreía.

—Estaban tardando demasiado —dijo Ilión, al tiempo que cuatro brazos oscuros surgían de su espalda, uno por cada enemigo de enfrente.

Veloces como eran, atravesaron el espacio hasta Oribarkon, Calcón, Julian y Damon de forma instantánea, pero los dedos no llegaron a cubrir las cabezas de ninguno. Se detuvieron en pleno acto, merced del más poderoso de todos los magos.

—No, makhai, eres tú quien ha alargado esto —dijo Damon, con la mano extendida hacia el revelado hijo de la guerra—. Demasiado.

Al término de tal declaración, los brazos y el propio Ilión fueron removidos de la existencia, desapareciendo sin dejar una sola hebra de oscuridad.

 

***

 

Folkell no fue consciente de que alguien lo sacaba del salón del Trono de Hielo. Era demasiado baja la temperatura en aquel sitio glacial, la cual le habría hecho perder la vida de haber estado tan solo un minuto más allí. El cero absoluto es el fin de toda materia, según creían los padres fundadores de Bluegrad, y por tanto, las dos líneas sucesorias del rey Bolverk, la de los Señores del Invierno y la de los reyes de Midgard. Los guerreros al servicio de ambas casas reales vivieron por mil años bajo esa creencia, por lo que tenían un muy fundado respeto por el frío más bajo posible.

Por esa razón no era extraño que la primera reacción de Folkell fuera de asombro absoluto de encontrarse en la antecámara, vivo, aunque tiritando. La segunda reacción, empero, fue más inesperada, ya que no se molestó en buscar a su salvador, ni se preguntó la razón por la que sus manos no sostenían Balmung, sino que raudo acudió en auxilio de su prometida. Tendida en el único rincón libre del frío antinatural de la instancia, Katyusha temblaba, con los ojos en blanco y los labios abriéndose y cerrándose sin control. Folkell se sentó a su lado, abrazándola en un desesperado intento de dar calor a quien solo en su alma sentía frío. Así permanecieron por un tiempo indeterminado, hasta que el más mundano sonido rompió el silencio.

Baldr de Alcor, de pie en el otro extremo, masticaba un tercio de una manzana.

—270 grados bajo cero, la chica tiene potencial —aprobó el Sumo Sacerdote, viendo el hielo que cubría todo, salvo el rincón de la responsable de aquella técnica suicida—. Como guerrera, quiero decir. Como mujer… —Baldr arrugó el rostro, como si acabara de fijarse en la herida de la siberiana, allá donde debía estar una oreja—. ¡Por las barbas de Odín, es más fea que un fratricidio! Una lástima. De verdad creía que era la indicada. ¡Se suponía que aquí engendraría a mi dinastía, la más grande de los nueve mundos!

Folkell abrió mucho los ojos, entre la ira, la indignación y el asombro. La herida que él mismo infligió a Baldr con tal de herir al demonio que se había apoderado de él se estaba cerrando como por arte de magia. Miró la manzana en su mano izquierda, dorada como los mantos zodiacales. ¿La leyenda de un alimento divino capaz de prolongar la vida de los mortales era cierta, después de todo? Folkell estaba por formular esa pregunta cuando notó algo no menos sorprendente: la mano derecha de Baldr sostenía Balmung, el arma que se había negado a usar incluso en la anterior batalla.

—Tú me sacaste de la sala del trono —decidió Folkell, percibiendo el último detalle digno de mención. La armadura de Odín seguía sin cubrir el cuerpo, fuerte, pero mortal a fin de cuentas, del Sumo Sacerdote; se manifestaba como los siete zafiros orbitando tras su cabeza, como una especie de nimbo—. Balmung te protegió.

—Es un arma magnífica —concedió Baldr—. Extrañaré los días en los que la guardabas para mí, mas cuando un asgardiano toma una decisión, no da marcha atrás.

Tras mirar la manzana con evidente apetito, el Sumo Sacerdote la arrojó hacia Folkell, quien no necesitó levantarse para tomarla al vuelo, cubierta por un papel especial. Un salvoconducto para viajar a Midgard.

—No puedo abandonarla —dijo Folkell, acariciando mejilla de la mujer.

—¿Suena bien, verdad? Asgardiano. Así se harán llamar los de mi pueblo de ahora en adelante —aseguró Baldr mientras andaba hacia la sala del trono. No parecía ver que de nuevo la entrada estaba cubierta de hielo—. Ese chico con el que te encariñaste, Mime, tiene potencial. Háblale de nosotros, Folkell. Háblale de un reino en el que los más grandes guerreros pueden vivir sin miedos ni vergüenzas. Sobre todo, dile que si muestra ser digno, yo mismo le cederé tu titulo de Lord de Benetsnach Eta.

—Este salvoconducto…

—Es mío. No lo necesito para llegar a Asgard.

—Pronto no será posible acceder a los nueve mundos, Baldr, no volveremos a vernos.

—¿Quién sabe? Cuando Poseidón corte toda entrada y salida, es posible que el tiempo y espacio de cada mundo empiece a funcionar de un modo distinto. Un día aquí podría significar mil años en Asgard, y viceversa, ¿no es interesante? Tú me sobrevivirías a mí, a pesar de los frutos de mi jardín secreto.

Folkell miró la manzana, dorada de un modo imposible.

—Alimento de dioses.

—De falsos dioses. Dáselo a tu prometida. No le crecerá una oreja nueva, lo lamento, mas le permitirá recuperar la sanidad mental.

—¿Piensas convertirte en un dios, Baldr? —cuestionó Folkell sin tapujos.

—Regresa un día y lo sabrás, ya en esta vida, ya en la siguiente —contestó el Sumo Sacerdote, de pie frente al grueso hielo. Sus puños, aun desprotegidos, podían aniquilarlo en un abrir y cerrar de ojos. También le sería fácil convertirlo en una nube de vapor de un golpe de Balmung—. El dios de los mares nos ampara. Un día las aguas se calmarán, entonces podremos volver a encontrarnos. Así deban pasar mil, no, diez mil años, yo viviré para veros reencarnar en Asgard, el cielo de los héroes. A ti, a tu pupilo y a esa mujer os veré. Puede que ese día decida robártela, si conserva sus orejas.

Baldr se permitió reír ante aquella posibilidad, acaso imaginando la furibunda mirada de Folkell, quien sentía con dolor cómo la siberiana deliraba entre sus brazos. En ese breve encuentro, el Sumo Sacerdote se mostraba tal cuál era, un hombre sin justicia que había seguido el camino recto solo porque tuvo un amigo en el que apoyarse. Un amigo que lo abandonaba por amor a la mujer que se había permitido desear.

El espacio se distorsionó en torno al hielo, abriéndose una nueva entrada a la sala del trono. Cuando Baldr la atravesó y el portal se cerró, Folkell y Katyusha quedaron solos.

La gratitud y la admiración pronto ahogaron el acceso de ira que aquel hombre le supo arrancar con tan retorcido y desagradable humor. Se alistaba para enfrentar a un enemigo invencible y aun así le otorgaba la que quizás fuera su única ventaja.

—Nos encontraremos, viejo amigo —contestó Folkell, partiendo en pequeños pedazos la manzana. El salvoconducto lo enrolló aparte—. Tengo que cerciorarme de que no te conviertes en lo que despreciamos en el pasado. Y si es así, bueno, puede que Mime no quiera ser un guerrero bajo tus órdenes. Puede que ese muchacho se convierta en algo más que un aprendiz, en un maestro capaz de enseñarte mejor de lo que yo hice.

Pero esa promesa tendría que esperar, había una que debía cumplir primero. En nombre de ella, tomó con cuidado cada trozo de la manzana, dándoselas a la malherida Katyusha. La joven masticaba con dificultad, pero lo hacía.

Y eso llenaba al norteño, al asgardiano, de una paz que no alcanzaría en ningún campo de batalla. Folkell sonrió, había encontrado su lugar.

 

***

 

Entretanto, el tercer nivel de la Máquina de Rodas rieló, como un espejismo en medio del desierto, solo que en lugar de desaparecer cuanto veían los telquines y Julian Solo, lo que ocurrió fue la reaparición de un ser humanoide hecho de oscuridad, con no más facciones en el rostro que dos orbes violetas y una línea cruzando lo que debían ser mejillas. Ilión se hallaba de nuevo sobre su trono, sin los quejidos ni la supuesta debilidad de un anciano moribundo. La farsa había acabado.

—¿Eso es todo lo que puedes hacer, Rey de la Magia?

—Lo mejor que puedo hacer es abrir las Puertas de Yog-Sothoth y hacer que te reúnas con los Reyes Durmientes, hijo de Ares.

—Es inútil —advirtió Ilión, mientras las calaveras del trono abrían de nuevo sus mandíbulas—. El dunamis de Fobos del que me valía ha infectado la Máquina de Rodas. Aquí, incluso en este estado, soy inmortal. No puedo decir lo mismo de vosotros. Adiós, Rey de la Magia. Adiós, avatar de Poseidón.

De cada calavera surgió la llamarada de un auténtico dragón, hasta que las Llamas del Purgatorio llenaron todo aquel espacio. Bajo el peso de los pecados de toda la humanidad, ni siquiera la bendición de Poseidón salvaría a Julian Solo de la muerte. Otra razón más para que Adrien Solo se ocupara de Fobos, aquel traidor que estuvo a punto de estropearlo todo. Satisfecho con esa idea, Ilión se levantó.

Al calor de aquellas llamas, el tamaño de Ilión variaba desde una figura humanoide hasta un gigante. Como el hombre ve arder el hormiguero, así contemplaba los alrededores el último de los makhai. Todo era tan insignificante.

—A vuestras cenizas contaré el fin de mi relato. La Suma Sacerdotisa ha muerto, a manos de sus santos de oro. El Santuario está acabado, ocurriera lo que ocurriese aquí. Todo según el guion de mi obra. No soy tan mal director como creía.

 

—¡Un director ciego! —clamó la voz del rey Alexer, resonando desde el segundo nivel de la Máquina de Rodas. Allí, después de que Oribarkon y Calcón concluyeran su lucha, fue transportada la réplica cósmica de Bluegrad, junto a todo un ejército que vitoreaba al victorioso monarca—. ¡También yo he escuchado todo, demonio!

Así como el sello de Oribarkon pudo transportar la ciudad entera del primer nivel al segundo, también permitió al ejército llegar al tercero, si bien los Mu, cansados de guerrear, se abstuvieron de unirse a esa última batalla.

Y es que no solo los guerreros azules se unieron al grito de guerra del último Señor del Invierno. Aquel y sus hombres habían librado una batalla dura, en la que ningún bando pudo aniquilar al otro. La legión de Leteo, una vez derrotados los veinticuatro autómatas, delegó su liderazgo en el rey Alexer, con la bendición del Rey de la Magia. Fantasmas y guerreros azules se fundieron en una sola horda de nueve mil cosmos. La vanguardia, siberianos que descendían sobre la ardiente tierra como una tormenta en invierno, como un soplo gélido asesino de estrellas. Las Llamas del Purgatorio no tardaron en ceder, y la retaguardia, de todos los rincones del mundo y del tiempo, aterrizó en las zonas seguras como auténticos meteoritos. Toda la tierra tembló, se abrieron grietas bajo el trono de huesos, el cual flotaba por capricho de Ilión.

—Si Damon no puede matarme, ¿qué esperas hacer tú? —preguntó Ilión a Alexer, cuyo cuerpo y armadura no lucían los daños sufridos durante el pasado combate. Tal era el poder del Trono de Hielo—. Bien, que la obra continúe, ¡hasta su final!


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Publicado 18 julio 2023 - 15:58

Cap 164. Shizuma mejor vete a tu casa...
 
Parece que Hipólita me cansó tanto pero taaanto que por eso tardé en regresar a los reviews, jo.
 
Comenzamos con Ofión ¿se acuerdan de Ofión? ¿el santo de Aries que por tener el efímero pensamiento de que una bebé se muriera es que se le jodió la vida?
Pues volvemos a la carga con él, pues llega al escenario donde esta el boss tamaño colosal, Bia, y al llegar su primer pensamiento es si es que podrán vencerla. Pues éñ da el primer ataque intentando salvar a Sorrento, pero pues nada, que la tipa parece será OTRO de esos villanos "navaja-suiza" que sacará cada cosa de la manga sólo para fastidiar (está por ejemplo puede volver su sangre en lanzas explosivas)
 
Anda, que la cosa es re-seria porque hasta aparece Shizuma de Piscis, esa mujer que en la vida ha peleado en este fanfic y cuando decide hacerlo que Bia se ríe en su cara y la neutraliza. Ah , plus parece que Bia también puede apropiarse de los poderes de los otros y usarlos de maneras raras... sí, es otra de esas monas... my god.
En eso pues llega también Garland de Tauro a rescatar a Sorrento porque los otros dos tortolos no pudieron hacer nada.
 
Total que a través de telepatía los tres santos de oro se ponen de acuerdo y no para hacer la exclamación de Athena, sino para que Tauro detenga el tiempo y pues como era de esperar,  sobre la cabeza de Bia aparece la palabra INMUNE unos segundos, pero cuando menos la obligó a dejar su cosplay de Dark Tefiti y volver a un tamaño normal y según con eso ya Shizuma se la podía llevar a.. algún lado, al caos que existe en algun lado... Odio estas batallas con técnicas de EFECTOS, al final termino mareada y fingiendo que entendí lo que pasó, pero pues sigamos.
 
Lo que haya pasado entre Bia y Piscis fue fuera de cámaras, por lo que cuando ven aparecer a la Shizuma, creen que obtuvo la victoria... pero este fanfic nos enseña que no hay batallas rápidas (exepto la de cuando Makoto mató al de la Cruz del Sur hace muchos episodios con un solo rayito laser)
De alguna forma la contienda terminó con Bia poseyendo el cuerpo y cosmos de Shizuma.... Chica, si ibas a participar solo para ser poseída mejor quédate en otro lado del planeta.
Y entonces Bia dice "puedo ser todo lo que quiera", agua, sangre y cualquier otro fluido corporal de la gente, por lo que les causa ataques cardiacos a Ofión y a Garland y bueno, cuando ya creyó que habia terminado con los oponentes importantes, que reaparece Sorrento diciendo que él todavia es peligroso aun cuando tiene los brazos rotos.
Pero bueno, resulta queee Sorrento también esta ahora en todos lados y en ninguna parte por... que porque Shizuma le dio permiso de fundirse con el universo o que se yo, ¿ya dije que me cansan estas peleas con técnicas tan raras y hasta cuanticas? No trataré de explicar nada, solo digamos que hasta Dione (que se hizo pedazos de cristal hace unos caps) anda allí y junto con Sorrento usarían el poder de la Flauta para... para mandar a Bia y a Shizuma a... algún lado para que no molesten. Pero pues antes de, que Ofión de un golpe desenmascara a Shizuma, se vieron las caras y bueno, ya saben que significa. Pero ese drama queda allí porque pues Shizuma se esfuma a donde quiera que el plot la envío.
 
VOLVIENDO con los argonautas...
Zelos ha de ser de poco nivel porque mientras Bia hizo morder el polvo a 3 dorados, este inútil no puede con Hipólita (me cansas Hipolita...)
Pero bueno, June decide que no se va a ir de este fic sin hacer algo importante más que encamarse con Shun, por lo que hace la de agarrar al enemigo por detrás para que Hipolita use su poder y entre a la esfera de Marte a ver si podía salvar a alguien.
Pero pues Zelo no quería que la pajarraca se fuera así que lanzó su espada por  telequinesis pero en eso Hugin recibe el ataque para que Hipolita se vaya de la escena.
Así pues solo les queda a los demas personajes hacerse cargo de Zelo, y ahí en bola lo empujan hacia un portal y June se muere.
 
No dicen ZELO PETÓ por lo que seguro regresa si es un angel del Olimpo respetable, pero eso no importa ahora, todos muy contentos porque ya podrán avanza hacia el interior de la esfera de Marte y ver lo que se han perdido... Van a enloquecer.
 
Terminamos con Gestahl quien a través de Hipólita TV esta también ansioso por ver lo que ocultaba la esfera de marte.
Mientras Hipólita vuela, ve a los dorados y sus estados, y sin ningún contexto pues no entienden qué ha pasado, pero pues ellos no importan, sino qué fue de Akasha, y pues ya en su búsqueda.
 
La escena que se encontró solo sirvió para que Hipólita viera el Flashback de la noche en que murió Ethel y bueno, como Gesthal está tan lejos, de seguro se desquitará del verdadero asesino de su hija (curioso que en la vida se le ocurrió cobrarse de Lesath ¿eh? ), ya luego le tocará al mentiroso que no recuerda amar (si es que llegan a volver a verse XD)
 
Y todo termina cuando Fobos se le aparece a Gesthal y le dice "A que esta bien chida mi obra de teatro, ¿te gusta?" Y Fin.
 
PD. Buen cap, sigue así :D

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


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Publicado 25 julio 2023 - 11:50

Cap 165. El capítulo más triste de todo este fic...
 
Empezamos con un flashback de mejores días para chibi Akasha quien tras una fiesta de cumpleaños donde comió mucho helado, regresa a su casita junto con Azrael y allí... allí ya podemos confirmar como un hecho que este par se AMABA, ¡¡¡SE AMAAAAABAAAAAA (¡MALDITO SEAS ARTHUR JOD3T3 X 100000000000)
Más claro no puede quedar pues Akasha se quitó la máscara por voluntad propia ante Azrael para que este la mirara y aunque él se resistió porque sabía que lo tacharían de Pedobear y llegaría el SWAT, el destino quiso que las cosas sucedieran, y Akasha tomó rápida su elección solo que es algo que mantendrían en secreto ambos... el tiempo suficiente para que ya fuera legal, supondremos, pero pues no me escandalizo, es un romance muy japonés y he leído muchas historias donde se hacen la promesa como que de esperarse y eso, por lo que no los juzgo, los adoraré siempre ;__;
"No me importa que lo veas. Porque yo te quiero mucho Azrael. Mucho." ............. FUC*ING SAAAAAD (llanto desconsolado).
 
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Luego vamos con los chicos del barco quienes llegan a donde están los dorados magullados, y sin contexto cada uno comenzó a armar sus deducciones.
Lucile esta toda trastornada sin una mano y pocos dedos en la otra; Shaula parece que anda rogándole a Sneyder para que se deje ayudar pero este la manda a la joda con su silencio y un escudo de ventisca gélida para que nadie allí se atreviera a acercársele o ponerle un dedo encima.
El único entero es Arthur quien sin el mínimo temblor en la voz viene a decir "Akasha Murió. Azrael la mató ¿ok?. No fue mi culpa, en serio no tuve nada que ver con eso, fue la esfera de Marte. Fobos de hecho."
 
Creo que no había un personaje al que pudiera decir que ODIO en este fic hasta ahora. El Aqueronte es la cosa más molesta del universo, y aunque Fobos es quien orquestó el escenario, no fue quien le dijo a Arthur que le ordenara cosa tan terrible a Azrael, so, nada de eso se compara por lo que siento ahora por el personaje Arthur, a quien le deseo la muerte y si no se muere que tenga una vida tormentosa y que nunca conozca la paz, ni muriéndose..... JOD3TE ARTHUR, hasta la eternidad.
 
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Encima la perra de Hipólita llega con el cadáver de Akasha y bueno, el cadáver cuenta otra historia. Emil no puede creer las palabras de Arthur quien se ve tuvo mucho tiempo para acomodar las cosas a su conveniencia y que lo exonerara ante los ojos de los que no estuvieron allí, y encima la monigota del árbol se quedó callada...  No me importa que "Ay es que si todos se enojan con Arthur nadie de aquí va a volver a la Tierra", ¡BAH! Mejor muéranse todos con dignidad, ojetes. Sneyder ya está con un pie en la tumba por lo que no me puedo enojar más con é (él no fue quien hizo algo tan horrible como el fu*kin Arthur), ya está sufriendo, ¿pero el inmaculado Arthur? NADA. F*CK HIM!
Resulta que el único listo del grupo es Hugin quien se dio cuenta que lo que dijo Arthur son chorradas y que era claro que quien participó activamente en el asesinato de la Suma Sacerdotisa fue Sneyder, no por nada ahí está el cadaver manco y con escarcha.
 
Y mientras estos zopencos están allí asimilando lo que pasó.
Vamos con Azrael quien despertó solo, en un bosque muerto, acompañado por dos partes de si mismo que le reclaman lo sucedido. Su versión niño y su versión avejentada, muy filosófico todo.
También que como con Moisés, hay una flama allí que como Yahvé le habla y pues le ofrece un POWER UP.  Azrael cree que es Fobos pero rápido ésta dice que no lo perro-confunda, que es es DEIMOS, el hermano del primero.
Y pues anda, que Deimos tras leer todo el Curriculum de Azrael le suelta la oferta de empleo para ser el ASTRA PLANETA DE MARTE, ¡¡OH MY GOD!! Di que sí maldita sea, ¡¡di que sí y mata a Arthur!! Por favorrrrr, al car*jo con lo que la venganza es mala y envenena, di que sí, ¡FIRMA!
Y como si hubiera leído mis ruegos, el muchacho acepta, claro que primero debe pasar un periodo de prueba como en cualquier trabajo respetable, por lo debe demostrar que es digno y para ello pues solo desbloquearan los poderes dormidos que tiene de manera 'natural' al ser la reencarnación de Adremmelech, Rey Demonio, Dios falso que siempre estaba allá donde iba Pirra (excepto el día en qué murió... ¿¿dónde estaría ese dude en ese momento?? Es algo que este fic creo que nunca me resolverá jaja pero bueno, sigamos)
 
Afuera, pues el grupito quiere iniciar la partida, por lo que Mithos le suelta a Sneyder un tirada de manipulación + carisma para sacarlo de su arrebato y así puedan irse todos al barco.
Pero pues a Lucile le dieron el chisme de que había un angel encerrado en alguna parte y eso la convenció de que ella también quiere venganza, y no se iba a ir de ahí sin la cabeza de Arthur, por lo que de alguna manera la tipa fue capaz de invocar a Zelo... (no me pregunten por qué, solo pasó) Plus, nos enteramos que Ban tambien sabía del plan del CLARIDAD Y EMPATIA, y estaba de acuerdo.
Como sea, Zelo reaparece y casi como genio de la lámpara pregunta quien lo ha invocado y para qué. Lucile le dice que quiere que decapite a Arthur y a Sneyder, pero claro que Zelo podría decidir matarlos a todos, sin embargo, antes de que pase algo, que aparece Azrael cuya voz paraliza al ángel.
Hipólita no se lo cree porque según ella había matado al tipo mientras estaba inconsciente, pero ya leímos que Deimos lo salvó y puso una carta trampa antes de que la vengativa madre le hiciera algo.
Total que Zelo lo reconoce como el antiguo Adremmelech, pero para Azrael era un tipo equis y que había matado a June y por eso lo hizo papilla, con una sola mirando a la Doctor Manhattan, de Zelo solo quedo una mancha de sangra en el suelo........ OMG.
 
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Y pues yo estoy con Azrael en esto, si mata a todos yo sería muy feliz... pero lo dudo, snif. Aun así celebraré su intento de vendettaaaaaa!!!!
 
 
Fue un cap que me llena de tristeza ¡pero al mismo tiempo de una gran ira!  Aaaah!  Genial trabajo para hacerme sentir dos cosas tan opuestas en un solo cap, maldita sea.
 
PD. EXCELENTISIMO CAPITULO, sigue así :D (y mata a Arthur de paso)

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#433 Rexomega

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Publicado 25 julio 2023 - 13:44

Saludos

 

Seph Girl. ¿Qué hiciste Hipólita? ¡No me dejes sin lectores?

 

Por suerte, la maldición de olvidarse de Ofión ya no está entre nosotros. Así es, los jefes enormes siempre impresionan. ¿Verdad, Abominación de Leteo y Titán? Bía es bastante fuerte, sí, pese a que en un inicio quería que los ángeles fueran guerreros sagrados del nivel de los santos de oro, en lugar de los monstruos a prueba de protagonistas del Tenkai Hen Overture, al final la historia se me rebeló, como tantas otras veces. (No ayuda que escogiera darles los nombres de los hermanos de Niké.).

 

Es complicado hacer pelear a Shizuma de Piscis, está más rota que Cid en FFT y que Caballeros de la Mesa Redonda en FFVII. (Podemos verlo, por ejemplo, cuando derrota a Ker durante la guerra entre vivos y muertos.). Pero si algo nos enseñó Dragon Ball (el shonen en general) es que siempre hay un rival más duro.

 

¡Menudo grupo se ha formado! ¿Podrán con este enorme enemigo?

 

No voy a discutir que, ya sea porque no se lo plantean, ya porque siempre pasa algo, como que huyo de la Exclamación de Atenea en la historia. Oh, la palabra inmune, todos los que jugamos algún JRPG la hemos visto. Tantas magias de estado solo para que en las batallas en las que de verdad las necesitamos no sirvan para nada. Bien, en este caso ha ayudado a ahorrarme una denuncia por copyright de Pixar. ¡Algo es algo! Dijo un calvo al ver un peine sin dientes. Lo que Shizuma pretendía hacerle a Bía es algo parecido a lo que el oficial Schrödinger le hizo a Alucard en Hellsing.

 

Makoto Vs Christ de la Cruz del Sur es la batalla de esta historia que hace honor a la velocidad de la luz… ¡Y ninguno de los contendientes la alcanzaba entonces!

 

¡Pobre Shizuma, ella hace su mejor esfuerzo! Solo que, como dije, Bía está rota.

 

Me gustan mucho Poseidón y el ejército del mar, en tanto he repartido mucho el protagonismo, no sé si he podido darles el lugar que merecen, pero Sorrento tenía que ser parte de la nota final de esto. (¿Lo pillan? Nota final, porque Sorrento es músico. Ya, me voy al rincón de pensar.). Sí, es gracias a Shizuma que Sorrento puede alcanzar ese estado. Dione es una diosa, menor, pero diosa, por eso sigue viva. La forma más sencilla que se me ocurre de explicarlo es que Shizuma esperaba que Bía se dispersara, pero Bía decidió unirse a ella, lo que obligó a Ofión a destruir el medio mediante el cual Shizuma puede ir y venir de ese estado especial, que es la máscara. Como dices, si hay o no drama entre esos dos, parece que por el momento queda pendiente.

 

Se ve que Zelo ha descuidado su entrenamiento de tanto tiempo que lleva en la Esfera de Júpiter. Es como Gohan, pero con ninfas y ambrosía en vez de familia y trabajo.

 

Si algo nos enseño Saint Seiya es que el trabajo en equipo hace milagros. Al menos en el lado de los buenos. Puedo decir que no, Zelo no murió, a diferencia de June. Con su caída, de los llamados santos de bronce secundarios de la historia original (por no ser parte del quinteto protagonista), ya solo queda Ban.

 

Gestahl Noah es el típico pirata que no puede esperar a que la serie llegue a su país y se cuelga del streaming para… Espera, ¿qué es eso que va a caer sobre mi casa, meteoritos? Quién nos iba a decir hace ciento veinte capítulos que Hipólita tendría en tanta estima a nuestra, ya muerta, protagonista.

 

Se me ocurren algunas razones por las que Hipólita pudo no haber ido a por Lesath (por ejemplo, que no se crea que él fue quien la mató), pero la realidad es que es un error de mi parte. Tenía tan claro que Lesath no era el verdadero asesino, que quizá no hice que las partes interesadas lo vieran como tal, salvo por Akasha, que ya sabemos qué le hizo. ¡Prepárate Gestahl Noah, te van a cerrar Cuevana para siempre!

 

Fobos no podría ser más malo ni volviendo a salir en La Leyenda.

 

Esta es otra de esas veces en la que la historia se me rebela. No estaba previsto que a Akasha y Azrael les uniera algo más que una relación, afectuosa eso sí, de ama y sirviente. Pero mis personajes cobraron vida propia y yo me dejé llevar por ellos. Sobre esto, solo me resta decir que me siento muy agradecido del efecto que esta escena, y en general, esta relación, ha tenido en ti como lectora. ¡Cero arrepentimientos!

 

Desde luego que los eventos en Marte son para que se te rompa la cabeza incluso si los has vivido, pero si solo ves el final. (¡Nunca empiecen la historia por el final.)

 

Por distintas razones, pareciera que tanto Lucile como Sneyder están acabados.

 

Pues noto un poco de odio hacia Hipólita… ¡Es broma! Qué curioso que con tanto villano que tiene esta historia sea Arthur de Libra quien se ganara tu odio, pero no puedo decir que me pille de sorpresa. ¿Ya ven, Caronte de Plutón, Gestahl Noah y dios sin nombre? Ninguno se ganó una mención en esto, no juegan en la liga de Fobos y… ¿Aqueronte? Sí que llegó alto el dios del dolor, yo creo que nadie saldrá de leer esta historia sin recordar el nombre de ese río del Hades y relacionarlo con pesadez.

 

Es difícil de creer, para cualquiera que conociese a Akasha y Azrael, que algo como lo que cuenta Arthur sucedería. Es lo que hace terrible lo que sucedió, e imagino que es lo que hace que sea a Arthur a quien odies y no a Fobos, que preparó todo, y Sneyder, que habría terminado de matar a Akasha de haber podido. En efecto, esa es la razón por la que Shaula guarda silencio, lo que no impide que alguien tan fijado como Hugin note en Akasha efectos que cabe esperar en los guerreros del hielo.

 

Ya habíamos tenido un adelanto de las otras versiones de Azrael en el capítulo psicodélico del bosque, durante el arco 3, pero antes de la guerra.

 

Por si eran pocas las sorpresas, ¡apareció Deimos con una oferta astronómica!

 

Es una buena comparación. Un período de pruebas para el futuro Azrael de Marte.

 

Bravo por Mithos, que logró que Sneyder acompañe a la fiesta, digo party, digo grupo.

 

Pues Lucile lo invocó con su prodigiosa voz… ¡No preguntes, solo gózalo! Hay tan poco sobre Ban que creo que nadie podría decir si apoyaría, o no, un plan como este. Imagino que sobre Shun habría más debate por ser del quinteto protagonista.

 

Primero…

La única batalla corta de esta historia es la de Makoto y Christ.

 

Tres doritos después…

Azrael VS Zelo.

 

Azrael ha regresado. Y de qué manera.

 

Se derramará sangre. ¿Cuánta? Solo leyendo los próximos capítulos lo podrás saber.

 

Hacer sentir algo a la gente cuando te lee ya es un logro. Que además sea tan intenso hace que sienta que valió la pena escribir esto. ¡Muchas gracias!

 

Ojo, ojito, este no es un buen capítulo, ni un gran capítulo, ni capítulo excelente…

 

¡Es un excelentísimo capítulo, señores, ojo al dato que la diferencia importa!

 

***

 

Capítulo 169. Poder ilimitado

 

Ni Ilión ni Alexer querían una batalla larga, por eso actuaron como actuaron.

El Señor del Invierno conjuró el Impacto Azul, descargando una esfera de energía, de la misma altura de un hombre, contra el enemigo. El trono de huesos se cristalizó al instante, alcanzando el cero absoluto. Quien allí se sentaba se vio cubierto por un ataúd de hielo del que no debería poder salir de ninguna forma.

—Si no puedo matarte, te sellaré por toda la eternidad, demonio.

—¿Por segunda vez?

La respuesta de Ilión vino desde todos los rincones de aquel espacio, tercer nivel de la Máquina de Rodas, infectado por el dunamis del dios del miedo. Solo entonces Alexer comprendió el gran error que había cometido desde un principio, cuando se sentó en el Trono de Hielo. ¡El lugar escogido por la Suma Sacerdotisa para esconder el ánfora de Atenea, fue empleado por las maquinaciones de quien allí se hallaba cautivo!

Huir fue una orden que recibieron todos los guerreros bajo el mando de Alexer. Este, además, dirigió una mirada a quienes había venido a proteger. Llegaron a tiempo de salvar a Julian Solo de las llamas, y ahora dos telquines se encargaban de cuidarlo, de nuevo armados con sus báculos. Puesto que los asientos que había antes en ese lugar, de la misma madera que los bastones, habían desaparecido, Alexer concluyó que estaban relacionados de algún modo. Así mismo, recordó los problemas que uno de los telquines había causado en Bluegrad. No debía subestimar a esos magos, ni a sus herramientas.

El tercer mago debía ser Damon, sin duda, pues sentía mucho poder en él, así como en la esfera que flotaba sobre su mano abierta, revelando todo un universo en miniatura junto a nueve esferas, las Otras Tierras. En qué concentraba sus fuerzas el Rey de la Magia, Alexer no podía saberlo. Sellar la conexión entre el universo y las Otras Tierras, tal vez. Detener lo que Ilión pensaba hacer, quizás, o puede que quisiera ir más lejos, purgarlo por completo de la Máquina de Rodas, con tal de conservarla.

Fuera como fuese, el último Señor del Invierno pronto debió pensar en sus propios problemas. Los cosmos de los guerreros azules y los fantasmas decrecieron de pronto hasta una décima parte, momento en el que los más débiles entre las fuerzas originales de Alexer empezaron a convulsionarse, muriendo antes incluso de caer al suelo. De las bocas de los cadáveres y de los vivos, guerreros de gran fuerza y fama que se encogían sosteniéndose un estómago que ardía como el infierno, surgió un humo negro. Corrientes de oscuridad nacieron de miles de gargantas, recorriendo el aire tóxico hasta Ilión, quien sonreía bajo el hielo irrompible. Todo había salido según sus deseos.

—Es cierto —habló la criatura de sombras, al tiempo que un nuevo cuerpo nacía desde la más profunda oscuridad, elevando su voz por sobre el sonido del hielo rompiéndose y los huesos creciendo bajo una piel invulnerable—. Sellar el ánfora de Atenea en el Trono de Hielo fue una estrategia brillante, sobre todo si además se impide a los Astra Planeta actuar en la Tierra —apuntilló, mirando por un momento a Julian Solo. La pupila seguía siendo violeta, pero ahora era un ojo humano, no un orbe de luz flotando entre tinieblas—. Hice que vierais al Rey de la Magia como un enemigo para llegar a este momento. El Trono de Hielo usado como arma, el ánfora de Atenea revelada. Ha sido muy fácil destaparla, llegados a este punto. Debo agradecer que la diosa de la guerra y la sabiduría no fuese la encargada de sellarme.

Ilión se alzó de aquel sitial de calaveras como un hombre, aunque estaba lejos de ser humano. La sonrisa, los ojos despiadados bajo el cabello plateado, eran los de Caronte de Plutón, el noveno astral, renacido. El trono tras de sí estalló en mil pedazos, miles de rodillas se clavaron en el suelo y hasta el propio Alexer trastrabilló, preso de un aura capaz de arrebatar la vida a todos los seres vivos. Una barrera equivalente a la que protegía el territorio Heinstein en la pasada Guerra Santa cubría ahora todo el tercer nivel de la Máquina de Rodas, por obra y gracia de su campeón.

Alexer se sobrepuso, sin embargo, generando por doce veces consecutivas el Impacto Azul. Una tras otra, las esferas golpearon al nuevo enemigo con el poder capaz de detener el movimiento atómico de cualquier cosa en el universo. Las explosiones eran destellantes, nocivas para la vista, pero si bien muchos miembros de su ejército apartaron la mirada, él no lo hizo, como tampoco lo hicieron Bor y otros tan tercos como él. Así evitaban guardar falsas esperanzas, así guardaban en sus retinas la odiosa visión de un ser en apariencia invencible, sobreviviendo indemne a tan tremenda sucesión de ataques. Al final, solo quedó una densa niebla de todo el cosmos desplegado, la cual se iba deshaciendo según avanzaba el astral.

Las botas de Caronte pisaron la tierra con un sonido metálico, revelando lo que la niebla apenas ocultaba. Alexer sintió un escalofrío. En la pasada guerra, el regente de Plutón había luchado desprotegido, y aun así había hecho gala de un poder sin igual, requiriéndose el cosmos de Atenea contenido en el Santuario para sellarlo. Ahora, el noveno astral iba cubierto por una armadura desde los pies a la cabeza, sin un solo palmo de piel revelándose a la luz del desagradable sol de aquel espacio. El yelmo solo dejaba ver los ojos, tan brillantes e inhumanos como los que ostentaba como Ilión. Los dedos eran ahora garras de tres articulaciones, acabadas en las más afiladas cuchillas. Todo ostentaba el mismo color, encarnación misma de la desesperanza, como una grieta en la más profunda oscuridad, o quizás lo único que merecía ser llamado oscuridad. Hechizado por ese terror primigenio, Alexer tardó en distinguir las líneas plateadas que, como las venas de un cuerpo humano, cruzaban el alba de Plutón.

—He regresado —anunció Caronte—. ¡Con todo mi poder!

 

***

 

Algún tiempo antes, Baldr llegó a la Máquina de Rodas, siéndole sencillo llegar hasta el segundo nivel de aquel espacio henchido de poder. Allí, por un momento, se imaginó luchando de nuevo con la legión de Leteo, pues incontables fantasmas de la antigua raza de los Mu giraban por el cielo, en torno al círculo en el que podía contemplarse al rey Alexer encarando al demonio que había traído la ruina a Bluegrad. Ilión, al parecer.

Ninguno de los Mu lo atacó, y aun así, Baldr no sintió deseos de ascender al tercer nivel. Se adentró en la réplica de Bluegrad, sintiendo el magnífico cosmos detrás de su construcción, así como la magia que le servía de base, con cada paso que daba.

—¿No piensas ayudarles? —dijo una voz, la voz de Bluegrad. Femenina, sin duda, aunque distinta a cualquiera que Baldr hubiese escuchado antes. No era como la de Katyusha, impredecible y a veces iracunda, como una tempestad, sino de una serenidad indiferente a cualquier emoción humana, semejante a un páramo cubierto de nieve tras una tormenta. Sí, en verdad sobrehumana, divina.

—Yo no he venido aquí a luchar —aclaró Baldr, sonriendo ante tal ironía. Todavía sostenía la espada Balmung por sobre esas calles de brillante azul, las cuales iban a juego con los zafiros que orbitaban tras su cabeza—. Cuando este asunto de la Tierra termine, regresaré a mi mundo. Los míos ya deben de haberlo hecho.

—Suelta esa espada, si no vas a usarla.

—¿Quieres mi tesoro, diosa?

—No soy digna.

—¿Y yo lo soy?

—Sí, eres de la sangre de Bolverk, primer rey de Bluegrad.

—Vaya, sí que era libertina la familia real de Midgard.

Baldr rio, sin dejar de andar. No tendría que sorprenderle tanto que hubiera una gota de sangre real en él como que aquel ser de voz femenina conociese todo el árbol familiar de los reyes de Midgard, incluyendo a los bastardos. ¿Era posible que el Trono de Hielo no solo hubiese acogido el cosmos de los guerreros azules, sino también el de los Lores de Midgard? No debería, durante siglos, las dos líneas familiares en que se dividió la descendencia de Bolverk estuvieron separadas, no por un océano, sino por el tiempo y el espacio. Cada una creció en un mundo diferente, sin ninguna conexión.

—Siempre la hubo —corrigió la voz de Bluegrad—. Solo que era muy débil.

—Lo seguirá siendo, diosa —insistió un impaciente Baldr—. Folkell se casará con Katyusha, mas como un hombre más de este planeta. Nada atará a Asgard y la Tierra.

—¿Es una propuesta?

—Puede.

El azar quiso que los andares de Baldr lo llevaran al centro de la ciudad, donde la encarnación de Bluegrad, o más bien, del cosmos contenido en el Trono de Hielo, se manifestó en forma de una esbelta mujer de cabellos claros. Una corona de laurel azulada ceñía su cabeza, por sobre unos ojos de pupilas rojas como la sangre, mas carentes de ningún instinto asesino. Baldr no pudo sino contemplar, enmudecido, aquel dominio absoluto de las emociones, el perfecto opuesto de un berserker

—¿Qué esperas obtener de esto? —cuestionó la de ojos rojos. La túnica blanca que vestía era en verdad la de una diosa, pero ella no lo era.

—Un rey necesita una reina —advirtió Baldr, caminando hacia ella.

—Ni tú eres un rey, ni yo soy una reina.

—Entonces, ¿qué somos?

—Sombras.

—¿A la luz de quienes?

Ya frente a aquella mujer, Baldr tendió su mano. Había ido a la Tierra para este momento, eso lo tenía claro. Cualquier molestia que le supusiera la victoria de Folkell sobre él se extinguió por completo, quedando solo un resquicio de alegría porque el único hombre que pudo llamar amigo alcanzara la felicidad, así fuera una tan mansa.

—Tú eres la sombra de tu hermano, yo soy la sombra del Trono de Hielo. Tu verdadero yo murió por tu propia mano, mi verdadero yo yace en el río de las lamentaciones, aun si nada lamenta, aun si volvería a cometer los mismos errores, como tú volverías a cometer fratricidio. Somos el hilo que une el pasado con el futuro. Midgard con Asgard, la primera portadora de Acuario con quienes le sucedieron.

—No lo dices con desprecio.

—Tampoco con alegría.

—Porque todavía no me has dado la oportunidad de demostrártelo. No somos sombras, ni luces, sino seres humanos, capaces de brillar como un sol para todo un pueblo.

Como para dar fe de sus palabras, se cubrió de un cosmos tan rojo como los ojos de aquella mujer. Grande, enorme, el aura pareció hacer temblar la ciudad entera, pero era otra la fuerza responsable del cataclismo. Arriba, en el cielo sobre las cabezas de ambos, Caronte era cubierto por el alba de Plutón, condenando a una muerte inminente a toda la Máquina de Rodas. Los Mu, pese a sus números, se sobrecogieron de dolor. Lloraron con amargura su suerte, sin dejar de volar en torno a aquel círculo de imágenes desgarradoras, como almas mortales arrastradas por los ríos del infierno. En comparación a aquello, el gesto de Baldr parecía ridículo, pero él no dejó de arrojar sobre la Ciudad Azul la luz sanguinolenta de su aura, de encender con los fuegos de Muspelheim los hielos de Niflheim. Esa era su manera de unir las líneas familiares.

—Tus palabras no cambiarán nada —insistió la de ojos rojos, sin la menor muestra de asombro—. Sombras somos, sombras seremos por siempre.

—Que sean mis actos los que cambien eso —clamó Baldr, cuyo cosmos llegó hasta el círculo en el firmamento como el pilar que une el cielo y la tierra—. Abandonemos nuestros nombres de sombras y empecemos una vida nueva. ¡No seré más Baldr de Alcor, idéntico en cuerpo a Baldr de Mizar, mas no en alma, no en determinación! ¡Conóceme como Drbal, Sumo Sacerdote de Asgard, hijo del pasado, señor del futuro!

Todavía sin impresionarse, la encarnación del Trono de Hielo se animó a tomar la mano que Baldr le tendía. Clavó en ella sus ojos, mientras todo temblaba, abocándose a la destrucción más absoluta. Tras estudiarlos por un minuto, dijo:

—En verdad, tu alma no debería ser llamada como Baldr, dios de la luz. Por tu ambición y astucia, el nombre que mereces es el de Loki, dios del engaño.

—Sé mi Sigyn, entonces, para poder acompañarme en mis triunfos y derrotas.

Tal propuesta no pudo ser respondida. Las calaveras de incontables muertos decoraron los cielos del segundo nivel de la Máquina de Rodas. Uno tras otro, los Mu caían muertos sin oponer resistencia, deshaciéndose las túnicas y quebrándose las máscaras.

Baldr echó un vistazo al punto en el firmamento en el que su cosmos abrió una brecha. Los siete zafiros y Balmung anhelaban dirigirse allí, él dudaba.

El poder que lo esperaba estaba más allá de toda razón.

—Un rey necesita a una reina —comentó la mujer a la que había decidido llamar Sigyn. No le había soltado la mano—. Ambos necesitan un reino para ostentar tal título. No habrá Reino de Asgard si Caronte de Plutón puede acceder a tu mundo.

—¿Y tú? —preguntó Baldr. El cosmos del Sumo Sacerdote los cubría a ambos, los dos iban a ir a una muerte segura—. ¿Qué esperas obtener de esto?

—Sneyder será el último santo de Acuario. Mi tarea en este planeta ha concluido. Aun si soy solo una sombra de lo que fui, deseo ver el mundo que Pirra creó para mí.

—Pirra, no la señora Pirra, ni Atenea. Solo Pirra. Serás una compañera interesante.

Los dos se miraron un instante. Después, Sigyn fue la primera en desaparecer, como un dragón de puro hielo recorriendo en espiral la columna del más ardiente fuego. Había escuchado un llamado que no podía desoír por ninguna razón. La ciudad bajo los pies del Sumo Sacerdote empezó a difuminarse, el poder empleado para crearla volvía al último Señor del Invierno, para la batalla definitiva.

—Interesante, orgullosa e indomable —alabó Baldr—. Era a ti a quien buscaba.

El Sumo Sacerdote no tardó mucho en abandonar el segundo nivel de la Máquina de Rodas. Para entonces, la mitad de los Mu ya había muerto.

 

***

  

Mientras aquellos dos guerreros, quizá los más grandes en la historia milenaria de Midgard y Bluegrad, sellaban un pacto decisivo, Alexer enfrentaba lo imbatible.

Elevando el puño a los cielos, llenos de imágenes de los cráneos de su gente, a buen seguro dañadas por aquel demonio insaciable, Alexer conjuró una versión titánica del Impacto Azul. Cien veces más grande, la esfera destellaba como una estrella frente a la cual los doce ataques previos apenas se le antojaban cerillos. Sin dudar un solo instante, el rey de Bluegrad hizo descender tamaña hecatombe sobre el enemigo del mundo. Damon se había encargado de alejar al ejército del peligro, teletransportándolo.

Caronte detuvo el avance del Gran Impacto Azul con un solo dedo. Acto seguido, empero, los dos metros y medio que representaba una vez vestida el alba de Plutón, más un nuevo cuerpo que una simple armadura, se cubrió de una gruesa capa de hielo.

—Necesitarás una temperatura inferior —dijo Caronte, destacando la voz por sobre el hielo estallando—. Infinitamente inferior, para congelar el alba de Plutón.

Lejos de desfallecer, Alexer aplicó sobre el Gran Impulso Azul todo lo que sabía de telequinesis. La esfera fue impulsada con tal brío que Caronte optó por destruirla con un movimiento superlumínico que no tomó desprevenido a Alexer. Estaba abierto al Octavo Sentido y también él podía trascender la velocidad de la luz. Incontables rayos surgieron desde el Gran Impulso Azul, perdiendo una fracción de su energía a cambio de alcanzar al enemigo por todos los ángulos posibles en busca de un punto débil.

Uno tras otro, aquellos ataques destructores de toda materia y finos como agujas chocaron contra cada milímetro del cuerpo inmenso del enemigo, sin llegar a alcanzar su piel. En ese punto Alexer descubrió que ni tan siquiera los ojos de Caronte estaban desprotegidos. Y eso no era en lo único que superaba a las armaduras que Alexer conocía: todas ellas, sin riesgo de equivocación, tenían un punto de rotura.

El alba de Plutón no tenía ninguno. Ni un solo palmo de esta quedó sin ser golpeado para cuando su portador, despreocupado, partió con sus garras el Gran Impulso Azul.

La energía ni siquiera explotó. Fue borrada, sin más. Eliminada de la existencia.

—No soy el mismo que luchó en la guerra entre el Hades y la Tierra —aseveró Caronte. Avanzando a paso lento—. Tampoco soy ese ser al que Damon podía destruir con un solo pensamiento —añadió, exponiendo los intentos del Rey de la Magia por alterar la sustancia que conformaba el alba de Plutón. En todo momento, Damon trataba de transmutarla, manipulando las partículas que la conformaban, sin éxito—. Ilión es mi recuerdo, una copia de las memorias de Plutón, en el fondo de un sinfín de temores humanos. Yo poseo las memorias, el alba y la Esfera de Plutón, ¿sigues creyendo tener alguna posibilidad, rey de Bluegrad? Si te retiras, puede que perdone a tu ciudad.

—Si no destruyes el Trono de Hielo, no podrás salir de aquí —decidió Alexer—. El ánfora de Atenea ha sido abierta en este lugar donde reina el olvido, eso no tiene por qué significar que esté abierta en el mundo de los hombres, el mundo de los recuerdos.

—Aquí no reina el olvido, sino el miedo, el caos.

—Ya mi pueblo despojó tus memorias de un caparazón. ¡Yo lo haré de nuevo!

La carga del rey ya había iniciado cuando terminó de hablar. Si no le era posible congelar los átomos que conformaban el alba de Plutón, los destruiría. Con esa determinación golpeó el peto de Caronte con todas sus fuerzas, hiriéndose a sí mismo.

Miró con asombro el puño sangrante sobre el irrompible metal, pero acertó a dar un salto hacia atrás para esquivar el contraataque, movido por instinto. Con todo, debió generar una barrera frente a su yugular para que las garras de Caronte no lo decapitaran. Gracias a esta tuvo tiempo de teletransportarse a la espalda del enemigo, pero ni tan siquiera pudo pensar una nueva táctica antes de que las garras de Caronte volvieran a caer sobre su cuello. Una vez más, se vio obligado a desaparecer y aparecer en otro lugar, cediendo terreno. Todo lo contrario a lo que debería hacer.

No alzó ilusiones, estas no servirían con quien jugó el papel de ilusionista por tanto tiempo. No persistió en congelarlo, pues el alba de Plutón estaba más allá de toda alteración. No se decidió por simples golpes, pues estaba claro que el poder bruto no bastaba. Descartó cada truco con el que contaba hasta percibir un cambio en el tercer nivel de la Máquina de Rodas. La fuerza que se estaba apoderando de ella, tan desagradable para el espíritu de los hombres, se retiraba merced de una voluntad ajena al miedo. Alexer tomó aquello como una buena señal, y antes de encontrar una mejor solución para el combate, placó de nuevo a Caronte de Plutón.

En lugar de intentar destruir el alba con un golpe decisivo, optó por acumular daño, sabiéndose sonreído por la suerte. De repente, el azar, la probabilidad y hasta las leyes que regían ese espacio se pusieron en contra de Caronte, lo que permitía a Alexer atacar y distanciarse sin recibir daños. Creó portales para alargar y desviar la distancia en momentos cruciales, construyó barreras para bloquear por un instante fugaz aquellas garras y poder ejecutar más de un golpe, formó barras de energía y gruesas capas de hielo para limitar los movimientos del enemigo un poco, solo un poco… Hasta que al fin sintió un crujido, el de su propia armadura desgarrada, a la altura del abdomen.

—El que nace mortal, debe quedarse como mortal —sentenció Caronte, barriendo con una onda de choque tanto las veinticuatro lanzas de hielo formadas alrededor de él como a quien las conjuró. Alexer fue empujado hasta los pies de Damon, quien se ocupaba de defender, junto a Oribarkon y Calcón, a Julian Solo de cualquier percance—. Tu magia no hará que tu campeón deje de ser débil, Rey de la Magia.

—No es mi campeón —repuso Damon—. Es el hombre que sobrevivió a tu ataque.

Alexer solo oía a medias cuanto decían aquellos dos. El dolor lacerante en el estómago le recorría todo el cuerpo, inundándole los oídos de un desagradable zumbido. Se trató de levantar, no obstante, y tras una visión borrosa, contempló estelas de luz cayendo sobre Caronte. El ejército del rey tratando de frenar al invasor.

—¡No! —quiso gritar a Alexer.

Fantasmas y guerreros azules acometieron contra el enemigo, bajo la máxima de que la suma de tantas fuerzas sería devastadora hasta para alguien como él. Pero lo poderoso que fuera el ejército en conjunto poco importaba. Muchos habían caído después de que Caronte se liberara a sí mismo del Trono de Hielo y los supervivientes solo poseían la décima parte de su poder. Caronte, además, ni siquiera necesitaba tocarlos para matarlos de grupo en grupo. Aquellos guerreros que ni siquiera dominaban el Séptimo Sentido parecían colapsar sobre sí mismos ante la sola presencia del alba de Plutón.

Cientos murieron, miles prefirieron acumular fuerzas en la retaguardia, a lo que Caronte, sabedor de las numerosas técnicas que tamaño ejército podría dominar, generó un centenar de brazos oscuros, terminados también en garras demoníacas. En conjunción, el ejército tal vez habría podido bloquearlos, pero cada que un guerrero azul era tocado por la oscuridad, se vaporizaba sin poder siquiera gritar; cada que un fantasma trataba de golpear aquellas tinieblas solidificadas, alma y carne se separaban, solo para ser ambas incineradas por un fuego semejante a las Llamas del Purgatorio.

La furia dio a Alexer las fuerzas que necesitaba para levantarse, pero no sintió que pudiera llegar hasta Caronte antes de que todo su ejército fuera diezmado. Alzó montañas de hielo alrededor del enemigo, dando tiempo para la retirada a sus hombres, pagando la deuda que había contraído con ellos. Acto seguido, creó cien manos de energía glacial antes de que las montañas se derrumbaran por el mero paso de Hekatonkheires, la técnica de Caronte, para repelerla.

Se inició así, en la distancia que separaba al rey de Bluegrad y el invasor, un sinfín de golpes y contragolpes a velocidad imposible. El espacio-tiempo no tardó en distorsionarse por la fuerza desplegada, generando un agujero negro que pronto los alcanzó a ambos, llevándolos a algún punto del infinito.

 

***

 

Alexer no tardó en oír la voz de Damon, avisándole de que había cerrado la grieta en el tejido dimensional y que seguían hallándose en la Máquina de Rodas. Sintió alivio solo el tiempo que tardó en ver a Caronte enfrente de él. Hekatonkheires seguía activa. Solo una quinta parte de los brazos había sido destruida y ya se estaban reparando, por no hablar de los dos que recubría el alba de Plutón, letales como siempre.

Tomó distancia, sabiendo que en el cuerpo a cuerpo no tendría ninguna posibilidad. Descargó hasta cien veces el Impulso Azul para ello, reservando buena parte de sus fuerzas para una nueva jugada. En la lejanía, una nova capaz de arrasar ejércitos enteros llenaba el punto donde estuvo Caronte de Plutón, pero no se engañaba, ese ser seguía vivo. Alzó los puños, llenos de cosmos, voluntad y desafío hacia las leyes del mundo.

—Te haré conocer una temperatura en la que ni siquiera el fuego de tu existencia inmortal podrá arder —clamó Alexer, alzando ambos puños hacia un cielo tan negro como cualquier punto en ese infinito. Dos estrellas se formaron allí, a partir de su cosmos, el Doble Gran Impacto Azul. El rey de Bluegrad concentró todo el poder de su mente para hacer que las dos esferas colisionaran allá donde localizaba a Caronte.

Vio las estrellas chocar, percibió la temperatura descender hasta el cero Absoluto. Más allá, incluso, pues la materia del cielo obedecía reglas ajenas al universo conocido por los hombres. El noveno astral se resistió, desde luego, pero fue ese el momento escogido por Damon para intervenir, incrementando la presión sobre Hekatonkheires hasta que los brazos se retorcieron sobre sí mismos, desapareciendo enseguida. Una vez cayó aquel obstáculo, las estrellas se fundieron, consumiéndolo todo.  

La explosión resultante le obligó a cerrar los ojos.

Cuando los abrió, Caronte de Plutón estaba enfrente de él.

—Insuficiente —afirmó el noveno astral, apenas cubierto de escarcha.

Después le encajó un puñetazo en el rostro, reventándole el casco junto a un ojo. Tuerto, Alexer fue empujado a través de una distancia increíble, sin poder reaccionar.

Caronte le siguió el paso, quizá frustrado por saberlo vivo. La presencia del noveno astral era tan terrible, que Alexer fue más consciente que nunca cuando lo tuvo cerca, corriendo sobre la nada mientras él caía sin remedio. El rey de Bluegrad habría debido huir entonces, por supuesto, pero se negaba a ello. Estabilizándose en el vacío, giró sobre sí mismo y encajó una patada directa a la cabeza de Caronte. La bota estalló en mil pedazos, el pie se dobló lleno de quemaduras y Alexer mordió sus labios, callando el dolor, para ejecutar un rodillazo en el peto de Plutón.

El resultado fue el mismo. Alexer ponía en cada golpe toda la fuerza que poseía, excediendo incluso lo que su cuerpo podía aguantar. Vendía su vida a cambio de una posibilidad de victoria, por pequeña que fuera.

—Eres igual que Bolverk —sentenció Caronte, cuando ya no había más que pedazos de armadura cubriendo el malherido y ensangrentado cuerpo del rey Alexer.

 

Acto seguido, el noveno astral cerró el puño y golpeó.


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Publicado 03 agosto 2023 - 09:22

Saludos

 

Capítulo 170. Rey del Invierno

 

Damon sacó a Alexer de aquel vacío a tiempo, pero tenía serias dudas de que eso sirviera de algo. El último Señor del Invierno estaba más muerto que vivo; si bien se negaba a caer, dar un solo paso le hizo tambalear. Las pocas piezas que todavía le recubrían el cuerpo empezaron a caer pedazo a pedazo sobre charcos de sangre.

Caronte no tardó en aparecer, indemne como de costumbre. Damon miró la esfera que flotaba sobre su mano, esa maqueta que tanto lo entretuvo hacía un tiempo.

—Cuida de esto, emisario de Poseidón, no, avatar de Poseidón —dijo el Rey de la Magia, al tiempo que la esfera con el universo en miniatura pasaba a manos de Julian Solo—. Yo solo necesito una herramienta para lo que tengo que hacer.

Calcón y Oribarkon hablaron a la vez, siendo imposible distinguir lo que cada uno decía. Damon no les hizo caso. Con un gesto sencillo, hizo aparecer un alargado báculo.

—Si luchas contra mí, nunca podrás crear tu nuevo mundo —dijo Caronte.

—De nada me sirve crear mi nuevo mundo si tú vives —replicó Damon.

Sin ánimo para discusiones inútiles, Caronte avanzó hacia el mago desde la misma posición en la que estuvo antes de su lucha con Alexer en el vacío. Nada le interesaban los restos del ejército, ni siquiera la cabeza de aquel, por mucho que estuviera en su camino. En ese momento, al parecer, solo tenía ojos para Damon.

El Rey de la Magia alzó el báculo, solemne, antes de golpear el suelo.

Entonces, sin más, desapareció.

 

—¡No puedes huir de mí, Rey de la Magia! —exclamó Caronte, a un solo paso de la risa—. ¡El cuerpo que empleé ha llenado tu Máquina de Rodas con los miedos de la humanidad! ¿Sabes lo que eso significa? Este mundo se convertirá pronto en el nuevo cuerpo de Fobos. Un cuerpo capaz de dañar y ser dañado, como tanto deseó desde que su intento de usurpar a la Muerte le negó incluso eso. Tú y tus huéspedes no sois más que alimentos en el estómago de un dios, ¿comprendes?

—Estamos muertos —dijo Oribarkon.

Calcón se limitó a asentir, despreocupado.

Ahora que Damon no estaba para proteger a Julian Solo, los telquines restantes hicieron las veces de guardianes. Cruzaron los báculos, listos para resistir.

—Tú… tú también… —dijo Alexer antes de escupir sangre.

—Mi alba de Plutón me aparta de las leyes de este mundo, si eso te preocupa —aclaró Caronte, adivinando la intención del monarca.

—Fobos no…

—¿No me perdonará haberle dado un cuerpo material y un candidato para la regencia de Marte, tal y como prometí, a cambio de hacerle ostentar mis logros?

—Tus villanías.

—Según mi punto de vista, son heroicidades.

Alexer clavó en Caronte su único ojo.

—Tú has atacado a mi pueblo.

—Tu pueblo es insignificante, lo que me importó todo este tiempo es el Santuario. Los santos de Atenea. Despertar a Leteo, atar de pies y manos a Tritos de Neptuno, animar a Oribarkon a hacer lo que de verdad desea… Todo eso fue calculado, sí, mas no por la razón que habéis pensado todo. Mi deseo no era iniciar una guerra.

—¡Me dan igual tus deseos!

—A mí me daría igual tu existencia si esa mocosa no hubiese complicado tanto las cosas, mas tolero y respondo tus dilemas existenciales.

Furioso, Alexer saltó hacia Caronte, siendo repelido por una onda de choque oscura. El astral no tuvo ni que moverse para hacerlo rodar hasta los dos telquines.

—¿Qué vas a decir, eh? —exclamó Oribarkon a la vez que susurraba, sin demasiada, ánimos para que Alexer se levantara—. ¿Provocaste una guerra porque querías paz?

—Puse a los santos de Atenea en una situación en la que podrían mostrar quiénes eran en realidad. Quería, no, necesitaba demostrar a los dioses la auténtica cara de los santos de Atenea, para poder destruir el Santuario sin las restricciones de mis juramentos. Tú lo sabes, Oribarkon, es posible que todos aquí lo sepan. Del mismo modo que ellos fueron una amenaza en el pasado, lo serán en el futuro. Yo solo me adelanto a los acontecimientos, acelero el momento en que el héroe se distingue del monstruo.

—Es porque odias a los santos de Atenea.

—Desde el día en que nací.

—El señor Julian tiene razón. Ni eres un dios, ni eres un hombre. No puedes elegir.

Por toda respuesta, Caronte apuntó a los magos con un único dedo. Lethe surgió de aquel, abarcando al caído Alexer, los dos telquines e incluso a Julian Solo.

La técnica no llegó a dañar a ninguno, todos estaban indemnes cuando se disipó, para asombro tanto de los magos como Caronte. Los primeros, tras mirarse con los ojos muy abiertos, giraron las cabezas hacia Julian Solo, entre cuyas manos se hallaba la maqueta de Damon. Allí ya no se reflejaban ni el universo ni el multiverso, sino las Otras Tierras, nueve esferas de luz que se tornaban mundos increíbles si se les miraba con suficiente atención. Aquel regalo dejado por el Rey de la Magia los había salvado.

—La oportunidad de evitar la guerra estuvo en manos de esa mocosa todo el tiempo —clamó Caronte, molesto—. Esa es la prueba de mi capacidad de elegir. ¿Cuál es la prueba de la justicia de los santos de Atenea? En nombre de una venganza personal, su Suma Sacerdotisa condenó a toda la humanidad, y ahora paga por ello en el Hades.

Las últimas palabras del astral calaron hondo en Julian Solo y Alexer, quien con serias dificultades trataba de levantarse, a pesar de los huesos rotos. El empresario no presentaba herida alguna, solo un cansancio abrumador, sobre todo en lo mental y espiritual, pero imaginar truncado el futuro en el que Adrien había decidido confiar lo hizo trastabillar. Caronte, por supuesto, vio la oportunidad y la aprovechó.

 

Alexer solo tuvo tiempo de alzar la mano, incapaz de siquiera formar una barrera, pero eso fue suficiente. Los guerreros azules lo tomaron como una orden real y alzaron una muralla inmensa ante el regente de Plutón, la cual fue reforzada por los cosmos de los fantasmas de antiguos santos de Atenea. Todos los involucrados en tal proeza eran, de forma individual, carne de cañón, pero en conjunto todo cambiaba. Unidos, los cosmos de meros mortales podían llegar a imitar a escala la fuerza creadora del universo.

Sin embargo, ni la más sólida barrera podía resistir la fuerza del olvido por siempre. Lethe consumió el hielo como habría consumido la débil existencia de Alexer de no haberse interpuesto un sacrificio más lleno de vida.

—Eres igual que Bolverk —dijo Bor tras ponerse frente a Alexer de un salto. Lo miraba por encima del hombro, no con desprecio, sino con orgullo.

No había tiempo para despedidas. Bor de Osa Mayor sostuvo el hacha y se apresuró a cortar a aquella energía aniquiladora en compañía de otros seis guerreros azules, los mismos junto a los que había resistido a setenta y dos fantasmas pertenecientes a la era mitológica. Los siete, unidos, se sintieron invencibles por un momento.

Solo un momento. Pues las estrellas, tras su instante de mayor brillo, mueren al igual que cualquier otra cosa en el universo.

Así cayeron, todos a la vez, los padres fundadores de Bluegrad.

 

Lethe se detuvo a un metro de alcanzar a Alexer. La técnica había sido bloqueada por una barrera que recordaba a la forma de un cristal de hielo, si bien estaba hecho de pura energía. Tras esta, una joven apareció, dando la espalda al enemigo y mirando a Alexer. Enseguida le ofreció la mano, para ayudarle a levantarse.

El rey de Bluegrad no estaba en posición de ser orgulloso, por lo que aceptó el ofrecimiento. Tomó la mano de aquella mujer serena, guardando para sí cualquier quejido de dolor, evitando por el momento pensar en que Caronte caminaba hacia ellos. Atrás, Julian Solo ya había recuperado el control de sí mismo, pero no pensaba olvidar que era él quien se había impuesto la misión de defenderlo. Por el bien de Bluegrad, de toda la humanidad, aquel hombre debía cumplir su objetivo, sobre todo ahora.

—¿Sabes quién soy? —preguntó la mujer.

—Skadi —contestó Alexer sin dudar—. ¿Tú también eras parte del Trono de Hielo?

Ja —oyó el rey de Bluegrad en su cabeza. La voz de Bor—. Ella es el Trono de Hielo, la guardiana de su auténtico potencial. Solo aparece cuando caemos nosotros, los padres fundadores. Mientras tanto busca jovencitos cada doscientos años, para convertirlos en santos de Acuario, según dice.

El primer pensamiento de Alexer fue que era imposible que estuviese oyendo a Bor. Caronte lo había matado. Pronto, empero, cayó en la cuenta de que aquel nunca fue Bor en realidad, sino el cosmos que legó al Trono de Hielo al morir. Había sido él, Alexer, quien dio una forma y una vida a ese cosmos y a todos los demás. Y podía volver a hacerlo. En cada pizca de la energía que ardía en sus entrañas, estaban la fuerza, la voluntad y las experiencias de todos los guerreros azules de todas las épocas.

—¿Aceptarás mi bendición? —preguntó la mujer.

Alexer abrió los labios, dispuesto a decir que la aceptaba así tuviera que morir por ello, pero entonces Caronte destrozó la barrera alzada por la mujer, cansado de esperar.

La mujer giró tan rápido como pudo, solo para ver su cintura desgarrada por un ataque de Caronte. Tres gotas de sangre cayeron sobre el cuerpo del paralizado Alexer. El resto del fluido vital, junto al cuerpo entero de la recién llegada, se convirtió en aire. Un viento frío lleno de cuchillas de hielo, el cual rodeó a Caronte como un tornado. Aun asediado desde todas direcciones por incontables fragmentos, el astral comentó:

—Selvaria de Acuario, una de los falsos dioses. ¿Qué esperas conseguir entregando tu poder a este hombre condenado?

Las cuchillas de hielo, tras incontables choques con el alba de Plutón, se reunieron en un punto y dieron forma a la mujer, quien contestó:

—Soy Sigyn de Polaris, la sombra de Selvaria de Acuario. Maestra de Sneyder, Camus y otros muchos campeones de Atenea. Aceptaré tus palabras, Caronte de Plutón, como un halago, pues sé que fueron los Astra Planeta quienes nos derrotaron.

Caronte hizo un violento movimiento, decapitando a la mujer.

—Entonces sabes que esto es inútil. No eres rival para mí.

Pero la cabeza se  tornó en hielo, así como el cuerpo. Este estalló, tornándose en miles y miles de fragmentos, los cuales se proyectaron sobre Caronte a tal velocidad que equiparaban la fuerza empleada por Alexer en la pasada batalla.

 

—Es magnífica, ¿no crees? —dijo el ahora llamado Drbal, apareciéndose a la diestra del Señor del Invierno. Puesto que le estaba tendiendo una espada, no era claro a qué se refería—. Me refiero a ella, mi futura reina.

Una mujer fuerte, en verdad, pero insuficiente para vencer a Caronte. Aquel, de hecho, parecía tomar la tempestad que lo rodeaba como un juego. Alexer pasó la mano por los puntos de su cuerpo en los que cayó la sangre de Sigyn, sintiendo un calor único. Solo entonces se percató de que las fuerzas de aquella sombra decrecían conforme pasaba el tiempo. Se las estaba transmitiendo a él, poniendo en riesgo su vida.

—Solo te devuelve lo que es tuyo —aclaró Drbal.

—¿También tú pretendes devolverme lo que es mío? —preguntó Alexer, mirando la espada con su único ojo. Deseaba tomarla, claro, pero también desconfiaba.

—Es un préstamo. Pudimos haber sido familia.

—Mi sangre y la de Skadi, quiero decir, Sigyn, no tienen relación alguna.

—Oh, vamos, no quieras fingir que no me entiendes.

—Un préstamo.

Sabiendo escaso el tiempo, Alexer tomó Balmung por el mango, sin estar preparado para lo que iba a ocurrir. Siete zafiros aparecieron de pronto ante él, fundiéndose con su destrozada armadura y transformándola en una nueva, manifestación pura del invierno.

También cambió el cosmos del rey, tornándose de un tono transparente, místico. Los guerreros azules que seguían en aquel espacio se convirtieron en pura energía, regresando a la fuente de su existencia, mientras que los fantasmas ya se habían unido a Sigyn, aquella tempestad viviente, del mismo modo. Reconociéndola como uno de sus dioses, los antiguos santos de Atenea quemaron sus vidas para restablecer parte de las fuerzas que esta perdía, de modo que al final, también ese poder acabó en manos del último Señor del Invierno. Una fuerza inconmensurable, más allá incluso que la de los ángeles del Olimpo, pero, ¿sería suficiente para enfrentar a un astral?

 

—Eso no nos concierne —decidió Drbal, cuyo avance despreocupado se detuvo ante los bastones cruzados de dos telquines—. Se nos prometió regresar a casa, antes de que los nueve mundos fueran aislados. ¿Has cambiado de opinión, Julian Solo?

—Ya es tarde. —Julian Solo, henchido por el poder del regalo de Damon, sonreía, sabedor de que el más poderoso de los magos no había estado ocioso—. Las Otras Tierras están selladas, ya nadie puede viajar a ninguna de ellas.

—Salvo por ti.

—¿Pides nuestro favor, Sumo Sacerdote? A tu gente les permitimos regresar a casa, sí, pero tú no volverás solo, ¿cierto?

La mirada de Julian Solo iba más allá de Drbal, hasta donde la tempestad que era Sigyn llenaba todo desde el lejano horizonte hasta donde Alexer se erguía, malherido aún, mas poseedor de una fuerza espiritual infinita. Entre vientos huracanados, proyectiles más rápidos que la luz, montañas de hielo alzándose y derrumbándose y una temperatura imposible en el mundo regido por la lógica humana, resonaron los más temibles golpes, intercambiados por Sigyn y Caronte. Toda la tierra y el cielo temblaban por un terremoto anunciante del fin de todas las cosas. Ya para ese momento no quedaban fantasmas, todos habían entregados sus vidas, y en todo caso, nada podrían hacer si estuviesen allí. Ningún hombre mortal podría sobrevivir a aquella tempestad.

Drbal estaba, en verdad, en una posición incómoda. Si Julian Solo no los ayudaba a salir, él y la consorte que pretendía morirían sin remedio.

—Tienes una deuda con ella —decidió apuntar Drbal, orgulloso en la adversidad.

Calcón le enseñó la lengua. Antes de que Julian Solo respondiera, Oribarkon gritó:

—¡Sabes lo que es esa mujer! ¡Una de los falsos dioses! ¿Prefieres que tu mundo sea regido por una mortal glorificada antes que el señor Poseidón? ¡Pues muérete entonces, tú y ese ídolo! ¡El señor Julian no les debe nada ni ella ni a ti!

—A mí nadie me va a dominar.

—Eso es lo que hacen los falsos dioses, por eso fueron exterminados.

—No me refiero a Sigyn…

La blasfemia fue interrumpida a medias, del mismo modo que Oribarkon se quedó por un rato con los ojos y la boca bien abiertos. La tempestad planetaria, rugiente y virulenta, quedó muda de un momento para otro. Caronte y Sigyn estaban a no más de diez metros de ellos, la guerrera golpeando el peto del astral, a la altura del corazón, el astral rozando la frente de la guerrera con un dedo afilado. Los vientos se disiparon como por arte de magia, la temperatura volvió a su cauce y los fragmentos, estáticos por el puro poder mental del regente de Plutón, fueron desintegrados por una onda de choque omnidireccional, más oscura que la noche.

Sigyn fue empujada por ella con velocidad endiablada, si bien pudo recuperar el equilibrio justo antes de chocar con Drbal. Puso los pies en la tierra, en la única tierra que quedaba, pues el desierto congelado en que habían convertido el tercer nivel de la Máquina de Rodas había desaparecido por completo. Los cinco se hallaban en medio de una isla flotando sobre la nada, hasta el cielo sanguinolento había sido borrado por la oscura fuerza que Caronte de Plutón había desplegado.

—Eso ha sido decepcionante —confesó Drbal.

Desde luego, esperaba más resistencia de una de los falsos dioses.

—Te dije que no soy más de la sombra de lo que fui —admitió Sigyn—. Mi momento ya pasó, Drbal. Ahora le toca a él.

 

El dolor existía en algún punto lejano para Alexer, demasiado insignificante como para gastar las energías necesarias para reparar los daños provocados por Caronte.

Quien reunía en su cuerpo toda la fuerza de los guerreros azules, quien iba armado y protegido por todo el poder de los reyes de Midgard, ya no se engañaba pensando que todo era tan sencillo como desearlo. Ahora comprendía la magnitud del cosmos inconmensurable del Trono de Hielo de un modo distinto al que lo hizo en la Tierra, cuando se preparaba en cuerpo, mente y alma para utilizarlo. Era mayor al de cualquier mortal, lo bastante grande para que un hombre se haga llamar un dios, incluso si no es más que un niño rebelde en comparación a los inmortales. Sin embargo, no era ilimitado, sobre todo si uno combatía a alguien como Caronte de Plutón.

Economizar los movimientos se convirtió en su prioridad. El astral vino hacia él, un agujero negro en medio de la oscuridad a la que redujo aquel mundo. Alexer alzó la espada y atacó, resistiendo una gran presión cuando las garras y Balmung chocaron.

Pero no retrocedió ni un solo palmo.

Así ocurrió con los otros diez intentos de Caronte por asaltar aquella isla improvisada, protegida de la aniquilación gracias a Julian Solo y el regalo de Damon. Las letales garras del alba de Plutón se cruzaron con el sagrado filo de Balmung, destructora de todo mal, en diez puntos del borde al mismo tiempo. Alexer no cedió ni una vez.

Caronte de Plutón se elevó por sobre las alturas. Con el dedo extendido, desató Lethe, pretendiendo arrasar con la isla y los defensores de un solo golpe.

La corriente del olvido topó con una barrera, semejante a un cristal de nieve, frente a la cual se dividió en cuatro enormes haces de energía. Todos ellos se perdieron en el infinito más allá de la isla, para frustración del astral.

Alexer se permitió respirar el tiempo que tardó su enemigo en atravesar la barrera como un meteorito, partiéndola en mil pedazos. Luego, de inmediato, se aferró a Balmung y bloqueó los intentos de Caronte por cortarle la cabeza. Seguía subestimándolo, en eso radicaba la suerte del Señor del Invierno, quien se acostumbraba a la realidad de que no había hecho uso del auténtico poder del Trono de Hielo. No antes de recibir la bendición, la sangre, de Sigyn, último miembro fundador de Bluegrad. 

Desde su perspectiva, se movía, caminaba, corría. Lanzaba golpes de espada para bloquear ataques mortíferos, olvidándose de cualquier artificio. Para quienes lo veían, incluso Drbal y Sigyn, se teletransportaba en todo momento, pues eso aparentaba la facultad de Alexer de moverse por el espacio como si este no existiera, de ejecutar ataques instantáneos sin necesidad de emplear el viaje ínter-dimensional. El último Señor del Invierno se hallaba ahora, sin más, en un estado más allá del universo material. Y a pesar de todo no era suficiente.

 

—Hice bien en confiarle nuestros tesoros —aprobó Drbal, asombrado.

—Es como nosotros —anunció Sigyn—. Mas combate con la clase de ser que nos destruyó. Cuando el enemigo deje de subestimarlo, las tornas cambiarán.

Ambos miraron a Julian Solo, quien, ignorando los gruñidos disconformes de Oribarkon y Calcón, tocó con las manos el regalo de Damon.

La esfera se transformó en un portal. Dos serpientes hicieron las veces de marco.

 

Aquello pareció alertar a Caronte de Plutón, pues cerrando el puño, ejecutó varios ataques consecutivos que obligaron a Alexer a retroceder. Acto seguido, quiso decapitarlo, pero el cuerpo del Señor del Invierno reaccionó al peligro. La espada Balmung se interpuso, negro y azul chocaron con intensidad. La isla cimbró.

—¿Abandonas este mundo, avatar de Poseidón? —cuestionó el astral—. ¡Sea! ¡Para los Astra Planeta, viajar entre universos es un juego de niños! ¡Encontraré a los dioses del Olimpo por mi cuenta! Anúnciales mi venida, emisario, diles que vendré con una ofrenda. ¡Las cabezas de los peones del Hijo en bandeja de plata!

Mientras hablaba, Caronte ya había avanzado algunos metros. A Alexer le dificultaba cada vez más detener los ataques y no había espacio de tiempo para responder, ni siquiera en un punto en que el tiempo no le afectaba como al resto de mortales. Tampoco ayudaba que la isla se estuviera resquebrajando bajo sus pies.

Drbal y Sigyn se alistaron para servir como última línea de defensa. Oribarkon y Calcón se les unieron, alzando los báculos, pero fue Julian Solo el que habló:

—Si yo no pude vencer a esos jóvenes, hacedores de milagros, mucho menos lo harás tú, el vástago de los arrepentimientos y odios de Deucalión.

Nada más dijo el griego. Dio la vuelta, con una confianza absoluta en que Alexer mantendría a raya a la muerte encarnada que era Caronte, y entró en la puerta, seguido por Drbal y Sigyn. Ninguno de aquellos dos tenía muy claro si Oribarkon les picaba con el báculo para apurarlos a avanzar o para insistir en que no podían acompañarles.

Calcón despidió al curioso grupo con la mano, aunque nadie se dio cuenta de que él no los acompañaría. En los ojos del pequeño mago quedó reflejado el momento en que los cuatro desaparecieron en aquel portal, quedando a salvo.

Las serpientes del marco empezaron a retorcerse, devorándose a sí mismas. El portal se cerraba a toda velocidad, pero el enemigo estaba más allá de ese concepto.

 

Tras desviar hacia abajo la hoja de Balmung, Caronte saltó hacia el portal. Encontrar a los dioses, hallar una explicación para los extraños acontecimientos que había vivido, parecía ser más importante que su deseo inicial por matar a Damon, así como su batalla con Alexer. No obstante, para este último no había ahora nada más importante que detenerlo, de ejecutar su venganza contra el asesino de su pueblo. Sin furia ardiendo en sus entrañas, con nada más que la determinación de un rey por obtener justicia, Alexer dio un velocísimo corte sobre la espalda del regente de Plutón.

La energía resultante, destelló desde el azul de los océanos hasta uno tan claro que se perdía en la blancura. Un cosmos inconmensurable se extendió desde ese punto hasta el infinito, arrasando la isla y llenando todo el espacio de un suelo liso y sólido, de la misma consistencia que la réplica de Bluegrad que Alexer había creado antes, si bien había mucho más poder en ella. Tanto era, que por no colapsar sobre sí mismo, el cosmos sobrante se elevó hasta las alturas como auténticas estrellas que titilaron en la negrura del firmamento, asemejando el cielo nocturno de la Tierra.

Caronte, detenido por largos segundos debido a tan magno golpe, vio cerrarse el portal. Giró con lentitud hacia el responsable, alzando ambas manos.

—No me des la espalda —dijo una voz por todos reconocida—. Así como las Otras Tierras han sido aisladas de nuestro universo, también el segundo y tercer nivel de la Máquina de Rodas ha sido apartado del primero. Fobos tendrá que conformarse con la superficie. Nunca vendrá ayudarte. Jamás tendrá el poder que he obtenido.

Se trataba, por supuesto, de Damon, regresando triunfante de una lucha contra la infección de la Máquina de Rodas. Había llegado en el momento justo para salvar a Calcón del demencial choque entre aquellos campeones divinos.

El telquín saltaba de alegría y temblaba de miedo. Todo a la vez.

—Estos son mis enemigos, ¿eh? —dijo Caronte, como si no hubiese oído nada. Nada en absoluto—. Las personas a las que debo matar. Destruir. Aniquilar.

Alexer mantuvo el silencio y el temple. La batalla apenas había empezado.

 

—Hermano —dijo Damon, dirigiéndose a Calcón—. Ya sabes lo que debes hacer.

El pequeño telquín asintió, desapareciendo enseguida.

El rey de todos ellos alzó el báculo hacia aquel cielo de gélidas estrellas.

Recitando un hechizo más antiguo que la Tierra, Damon atrajo el horror a su morada. Las Puertas de Yog-Sothoth se abrieron de par en par, aunque dudaba de que Alexer pudiera verlas con aquellos ojos humanos. Solo él, y quizás Caronte Plutón, podrían entender algo que funcionaba más allá de las dimensiones convencionales.

Lo que sí estuvo a la vista de todos fueron los doscientos ojos brillantes sobre el cielo estrellado, pertenecientes a las cabezas del guardián divino de los jardines. Una de estas, de la misma consistencia y color del rubí, bajó hasta ser visible. Ojos de reptil, cuernos de demonio, colmillos grandes como torres y afilados como la espada de un gigante. Una de las cien cabezas de Ladón, Dragón de las Hespérides.

Destruye —ordenó Damon con aquella lengua antigua.

La cabeza de rubí abrió sus fauces. Un fuego abrasador nació en su garganta, devoradora de soles, para derramarse como una columna flamígera sobre Caronte. Le dio de lleno, aunque sin causar daño alguno al astral.

Otra cabeza, esta de esmeralda, emergió enseguida para frenar el contraataque. Lethe no llegó a acertar en la hacedora de fuego, sino que fue atraída hacia la cabeza que encarnaba la fuerza de gravedad. El olvido ingresó en una garganta insaciable, extinguiéndose por completo antes de causar ningún daño.

 

Más cabezas se hicieron visibles. De perla, señora del cero absoluto; de zafiro, madre de las tempestades; de ónice, fuente de venenos incontables. Todas derramaron una tras otra su poder sobre Caronte, cuya armadura parecía ajena a toda forma de destrucción, invencible. Alexer quiso sumarse a la batalla, colocándose entre el astral y el mago con la espada alzada. Bajándola, comandó a las estrellas del firmamento a prestarle ayuda, en forma de un sinfín de rayos. Pero también estos fueron desviados por el alba.

—¡Resiste, Rey del Invierno! —pidió Damon, antes de que Ladón volviera atacar con diez de sus cien cabezas—. Resistamos. En los Jardines de Azatoth reside todo el conocimiento del universo, hallaré una forma de sellar esa armadura indestructible. Entonces tú cortarás a este mal con tu espada divina. ¡Resiste, Rey del Invierno!

Las palabras no pudieron ser más apropiadas. Una vez soportó el ataque múltiple de Ladón, Caronte saltó hacia Alexer. Ni la burla ni la ira las mostraba con palabras, pero sí con acciones. Aparecía y desaparecía para atacar desde todas direcciones, pretendiendo alcanzar a Damon. Alexer desconocía lo que la muerte del Rey de la Magia supondría, pero estaba convencido de que eso sería tan peligroso como dejar que Caronte de Plutón campara a sus anchas en la Tierra ahora que poseía todo su poder. El reino del que había venido Ladón, los Jardines de Azatoth, hacían que su mente magnificada por la fuerza, voluntad y experiencia de tantísimos guerreros se estremeciera. ¡Hacía temblar su espíritu, así fuera solo por momentos! Si iban a valerse de él, no debía ser por mucho tiempo, antes de que ocurriera lo peor.

Así pues, nada cambió para el guerrero ungido por la falsa diosa. Él volvió a ser defensor de otro, si bien en esta ocasión ambos luchaban, cada uno a su modo. Rey, mago y dragón, combatían juntos contra un verdadero demonio.

—Necio —decía Caronte, cuyos ataques obligaban a Alexer a dar todo de sí para mantenerse firme—. No sabes lo que has hecho. ¡No lo sabes!

—Sé que debo detenerte —dijo el rey de Bluegrad—. Eso es lo que sé.

Lanzó un tajo hacia el cuello de Caronte, acompañado de fuego, hielo, rayo, ácido y veneno, los poderes de las cinco cabezas principales de Ladón. El astral apartó todo de un manotazo, ignoró los rayos estelares que caían de la lejanía y los incesantes intentos de Damon por sellar el alba de Plutón. Saltó, sabiéndose invencible, hacia Alexer, pero este logró detener la acometida dando un nuevo corte. Mientras el regente de Plutón se oponía a retroceder por el ataque, el Rey de la Magia logró empujarlo con un portentoso hechizo, una corriente de poder que evocaba al Amanecer del Tiempo, el nacimiento del universo. Ningún daño fue provocado, pero se ganaron preciosos segundos.

Así persistió la batalla. Por tres días y tres noches, los reyes de Bluegrad, la Magia y los Dragones lucharon un combate lleno de pequeñas victorias, sin una oportunidad de cerrar las Puertas de Yog-Sothoth. Sin la oportunidad de proteger el nivel superficial de la Máquina de Rodas, el cual, como Caronte había anunciado, no tardó en ser empleado por Fobos como recipiente. Aquel descuido costaría mucho a los combatientes, pero, inmersos en una lucha así, no habrían podido hacer otra cosa.

Ante la fuerza de Caronte de Plutón, una vez cubierto por el alba, cualquier segundo de distracción habría supuesto una muerte segura. Alexer conoció el auténtico significado del agotamiento en todos los campos. Damon, por su parte, alcanzó a comprender la verdadera locura. Y no solo por horadar con su mente los Jardines de Azatoth.

Después de todo, en cada segundo de aquel prolongado combate, el Rey de la Magia había impedido que toda la Máquina de Rodas fuera aniquilada en un suspiro.

En cualquier caso, ninguno se arrepintió jamás de su sacrificio.


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Rexomega

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Publicado 07 agosto 2023 - 15:04

Saludos

 

Capítulo 171. Que reine el caos

 

El primer día, Gestahl Noah llegó a Adrien Solo erguido, a pesar del dolor; orgulloso, a pesar de la derrota. La sangre de su ojo perdido manchaba el suelo de la mansión mientras el padre de la humanidad pedía al dios de los océanos lo que en el pasado trajo para la humanidad: castigo divino, destrucción para quien tanto mal había hecho.

Adrien Solo escuchó con atención de las villanías de Fobos, pero se negó a ayudar a aquel hombre en su venganza. Bluegrad estaba volviendo a la tranquilidad, gracias a una barrera levantada por Aqua de Cefeo y a las palabras que el antiguo rey, Piotr, tenía para hasta el más humilde habitante de su querida ciudad. Inspiradas por el meticuloso trabajo de la hija de Nereo, las ninfas de Dodona purificaron las áreas bajo su cuidado: Siberia Oriental, el territorio Heinstein y Naraka. Aquellas que debieron retirarse del continente Mu dedicaron sus empeños a auxiliar a Minwu de Copa para sanar al Gran General Sorrento lo antes posible, pues él se encargaría de apartar la influencia de Fobos de todos los rincones del mundo, mientras el ejército aliado se ocupaba de las criaturas nacidas de sus propios temores. Triela de Sagitario e Ícaro de Sagitario negro mantenían una batalla de lo más particular con el ángel de la Fuerza, llena de persecuciones, emboscadas y luchas de desgaste que lo mantenían alejado de su aparente objetivo, la Ciudad Azul. Garland de Tauro estaba inoperativo, pero Ofión de Aries bastaba por sí solo como línea de defensa en el continente Mu, a donde descendían seres de una galaxia distante, horrores de la Guerra de las Estrellas.

—Fobos y la Máquina de Rodas se han unido. Destruir a uno es destruir ambas. ¿Quieres que las Puertas de Yog-Sothoth se abran en este planeta?

Con esas palabras despachó Adrien Solo la presencia de Gestahl Noah, pero no lo echó de su casa. Al contrario: ordenó que lo lavaran como el más honorable huésped, otorgándole incluso una habitación en la que pasar la noche.

 

***

 

El segundo día, Gestahl Noah llegó hasta Adrien Solo suplicante. En lugar de la cólera divina de la antigüedad, rogaba por la misericordia para con la raza humana.

En todas las ciudades del mundo se manifestaron toda clase de demonios. Resultaban de una mezcla terrible, entre Cocito y el Flegetonte, equilibrada por el río del dolor y con un núcleo tomado del río del olvido, nada menos que el cuerpo de un fantasma caído en la batalla sostenida en la Máquina de Rodas del día anterior. Aquellos enemigos obligaron a los aliados a redoblar esfuerzos en defender el mundo, abandonando la mayoría los refugios seguros, donde ninguno de los Hijos de Fobos, como eran llamados tales engendros surgidos del miedo y el terror de los hombres, se manifestaban. En las profundidades del océano, en una ciudad maldita, hundida, el pueblo de R´lyeh se alzaba para despertar a su abominable dios, el Sumo Sacerdote de los Reyes Durmientes; dos tercios de los marinos debieron encargarse de aquel, bajo el mando de Tetis, lo que dificultó de gran manera la defensa de la superficie. Caída la noche, empero, un grupo de trescientos caballeros negros llegó como refuerzo para Ofión de Aries, quien en solitario libraba una lucha tremenda con el líder de los horrores, Dagoth, el Príncipe Durmiente, precursor de la Guerra de las Estrellas.

—¡La humanidad desaparecerá! —clamó Gestahl Noah, sabedor de que los horrores surgidos de la Máquina de Rodas ya no limitaban su acción al continente Mu, sino que se esparcían a lo largo de toda Asia.

—Los asuntos humanos deben ser resueltos por los humanos —repuso Adrien Solo—. Destruir la Máquina de Rodas no solo iniciaría una guerra con los Reyes Durmientes, sino que también provocaría la liberación de Caronte de Plutón.

—¡Él está encerrado en el ánfora de Atenea!

—El ánfora de Atenea, el Trono de Hielo y la Máquina de Rodas están conectadas de forma irremediable. Fobos me provoca para que lo ataque, para que desate en el mundo un caos más allá del que él mismo puede crear.

Adrien Solo guardó para sí lo más preocupante. La posibilidad de que abyectos seres de otra galaxia se convirtieran en el ejército de Ares, para sustituir a los santos de Atenea y la armada de Poseidón como refuerzo contra los que servían el Hijo. Por el momento, el avatar del dios del mar presumía que Fobos solo quería divertirse a costa del sufrimiento ajeno, pero la muerte de la Suma Sacerdotisa parecía un acto demasiado cuidadoso, más allá de la crueldad, como para ser producto del azar. Algo planeaba con todo aquello, el hijo de Afrodita y Ares, de eso estaba seguro.

Así que decidió confiar en las fuerzas aliadas. Piotr ordenó a los guerreros azules prestar toda la ayuda posible a los santos de bronce y plata contra los demonios, batallones de caballeros negros y marinos cazaban a los horrores allá donde aparecieran y la Guardia de Acero servía de apoyo a la policía y los ejércitos humanos. Costó sangre, sudor y lágrimas, pero ninguna ciudad ni pueblo cayó durante ese día de lucha interminable.

—Todo se derrumba —afirmó Gestahl Noah frente a una taza de té. Había pasado la tarde hablando con su anfitrión sobre cuanto vio a través de Hipólita. No era la primera vez que lo hacía, ni la primera vez que lloraba—. ¿Por qué no lo ves?

—Damon no morirá sin cerrar las Puertas de Yog-Sotthoth —contestó Adrien Solo, ocultando las dudas que ya le embargaban. Lejos, en el fondo del Pacífico, Garland de Tauro seguía fingiendo haber muerto, acaso dándose también por perdido—. Una vez lo haga, actuaré. No antes. No pondré en riesgo este planeta.

Gestahl asintió. Poco después, sin darse cuenta, se quedó dormido, entrando en un reino onírico de pesadillas. En comparación, Adrien Solo no fue capaz de dormir.

 

*** 

 

Todo empeoró el tercer día, a pesar del peregrinaje del recuperado Sorrento de Sirena, cuya flauta y buena voluntad despejaron el mal y el temor de pueblos y ciudades.

Antes de que Gestahl Noah despertase, Adrien Solo fue informado por Polifemo, Egeo y otros capitanes de la armada sobre la caída de R´lyeh. Tetis en persona había decapitado a su líder y asegurado el sueño de la abominable entidad a la que pretendían despertar. Los marinos volvían a ayudar a los santos de Atenea, permitiendo cierto descanso para los guerreros azules. Fueron estos últimos quienes lo agradecieron, sobre todo, ya que habían sufrido severas bajas el día anterior. Deseaban regresar a casa y velar por sus seres queridos, como Folkell, quien de inmediato fue al hospital donde Katyusha se recuperaba. Algunos ni tan siquiera miraron atrás, pues salieron de la Ciudad Azul a fuerzas. Entre ellos estaba Nadia, quien tras visitar a la capitana Katyusha y su compañero Günther, también reposando, habló largo y tendido con su esposo e hija de la posibilidad de renunciar. Ambos la animaban a no hacerlo.

Porque en momentos de necesidad, el mundo necesitaba héroes. Así lo entendía Adrien Solo, quien sonrió al ser consciente de dos hechos formidables. Primero, el resurgir de Garland de Tauro. El Gran Abuelo había oído una voz en su largo reposo bajo las aguas, la de Fobos de Marte, quien a buen seguro le informó de la muerte de la Suma Sacerdotisa y lo animó a volverse contra sus camaradas. Bien, que el santo de Tauro se uniese a Ofión de Aries para combatir a Dagoth demostraba a las claras qué respuesta tenía para el dios del miedo. Con todo, ni las fuerzas combinadas de Aries y Tauro podían con el Príncipe Durmiente, ni los caballeros negros, por grande que fuera su valor, eran capaces de destruir a todos los horrores, mucho menos esa mañana en que las brumas los rodeaban a todos, confundiendo sus sentidos y hasta llevando a más de uno a una locura suicida. Y ahí radicaba el segundo hecho digno de ser contado, pues tras varios días de batallas, Triela e Ícaro habían llegado a una tregua con el ángel Cratos: los horrores y su líder, Dagoth, eran detestables para todos los guerreros celestiales; obedecían a unos seres, llamados dioses por su inconmensurable poder e infinito conocimiento, tan aborrecibles para los Astra Planeta como los siervos del Hijo. Así que pronto no fueron dos guerreros los que encararon al Príncipe Durmiente, sino cinco, librando una batalla como no se hubo visto desde la era mitológica.

La superficie del continente fue arrasada como daño colateral del enfrentamiento. Los caballeros negros debieron apartarse del epicentro del cataclismo, si bien no para un merecido descanso, sino para cazar a las huestes de Dagoth.

—Por favor —rogó Gestahl Noah al avatar de Poseidón, quien desde el acantilado miraba en dirección al Pacífico. Dagoth, hijo de una sacerdotisa humana y uno de los Reyes Durmientes, había muerto. A pesar de que una flecha de oro y otra de ébano atravesaban su corazón, Cratos aplastó su cabeza con la bota, desparramando sus sesos sobre el mismo mar que un día ocupó la isla Reina Muerte—. Salva a la humanidad.

—Son tus caballeros negros los que reparten tanta muerte por el mundo —dijo Adrien Solo, girándose. Al contemplar a Gestahl Noah de rodillas, quedó enmudecido.

Tan concentrado había estado en las batallas contra los demonios, la ciudad hundida de R´lyeh y los horrores que no se dio cuenta de lo que pasaba en la parte de la humanidad que prefería dejar en libertad, por respeto al trato implícito entre Poseidón y Atenea de hacía veinte años. Era una locura. Los Estados Unidos y Japón declaraban derechos sobre el nuevo continente, China amenazaba con tomar Naraka por la fuerza y Rusia exigía al rey de Bluegrad personarse en Moscú a la mayor brevedad posible. Las potencias del mundo, atemorizadas por las apariciones de monstruos, habían puesto sus ojos en los lugares donde nada malo había pasado, animados los líderes de estas por una voz que llegaba a toda la humanidad, desde la Máquina de Rodas.

Eso no era algo que Adrien Solo pudiera tolerar. Fobos se había hecho demasiado fuerte,  y si bien desconocía el por qué, era necesario hacer algo al respeto.

—Es lo mismo —dijo Gestahl Noah, cabizbajo—. Vida y muerte, creación y destrucción. Las dos caras de la misma moneda, ¿no es así?

—Comprobémoslo —contestó Adrien Solo.

Gestahl Noah, aceptando la propuesta tácita, se levantó.

 

***

 

La caída de Dagoth rompió la tregua, de modo que Triela e Ícaro se alzaron por sobre la primera capa de la atmósfera, en pos de Cratos. Garland estaba sirviendo de apoyo a un agotado Ofión cuando Adrien Solo llegó, acompañado por Gestahl Noah.

No quedaban ya en esa tierra ni montañas ni bruma, nada salvo un páramo sin vida, el cuál temblaba a cada paso del avatar de Poseidón. Adrien iba vestido para la guerra, con las escamas del dios del mar cubriendo su cuerpo y sosteniendo el mismo tridente que, eones atrás, creó continentes y océanos donde solo había una tierra y un mar. No obstante, la armadura no era tan digna de atención como el divino cosmos que surgía de aquel cuerpo humano, más intenso que el de las estrellas y galaxias, un poder capaz de abarcar la inmensidad del universo. Como quien tomara una sola gota del océano, Adrien hizo fluir a través del tridente una fracción de esa fuerza infinita, descargando un único rayo hacia los cielos, donde se hallaba la Máquina de Rodas.

«Salva a la humanidad.» Esas fueron las palabras de Gestahl Noah. No pedía por los héroes que habían protegido a los hombres de tantas amenazas, sino a estos últimos, quienes lejos de agradecerles, pensaban volvérseles en contra, animados por el dios que era amo y señor de seis mil millones de corazones en ese momento. Y es que en un conflicto entre los legatarios de la vieja raza humana y la nueva, no había duda alguna de cuál sería el resultado. Ni las potencias del mundo tendrían oportunidad contra Hybris y Bluegrad, mucho menos contra los ejércitos de Poseidón y Atenea. Aun la Guardia de Acero, compuesta por humanos comunes, se estaba planteando intervenir en Sicilia y declarar el monte Etna como territorio del Santuario, algo que sin duda lograrían, pero que encendería la mecha de una nueva Guerra Mundial, una matanza. Eso era lo que Fobos deseaba, eso era lo que Gestahl Noah quería que evitara.

La Máquina de Rodas tenía la apariencia, el color y el brillo del planeta Marte. Podía sentirse la presencia de Fobos en toda la superficie, así como su influencia se extendía por todo el ancho mundo, aunque no con tanto descaro como durante la invasión de Bluegrad. A un mismo tiempo, el dios del miedo había sido sutil, ora susurrando en los oídos indicados, ora apareciendo a la vista de todos, causando un caos sin sentido, para distraer al mundo. Pero Adrien Solo no pensaba dejar que aquella deidad retorcida se saliera con la suya. Si el Ocaso de los Dioses no salvaba a la humanidad, lo haría un dios, como antaño. Y él, avatar de Poseidón, sería ese dios.

El rayo del tridente golpeó la Máquina de Rodas, aquel mundo contenedor de otros mundos, aquel refugio para los recuerdos olvidados y las esperanzas de los héroes del hoy. En menos de un parpadeo, aquel prodigio de la magia cayó hasta la superficie.

Ofión de Aries y Garland de Tauro se vieron rodeados por sendas barreras, idénticas a la esfera perfecta que cubría a Gestahl Noah. Desde esa segura posición lo vieron.

La destrucción de la Máquina de Rodas y el continente Mu.

 

***

 

Alexer abrió los ojos, cerrándolos enseguida. Un sol rojo sonriente, un demonio erguido sobre un campo de batalla sembrado de cabezas de dragón, un mago que era un solo ser y acabó convertido en siete… Era difícil retener la pesadilla que fue aquella batalla, solo el resultado le era claro: Damon había muerto, Ladón había muerto, él…

—Voy a morir —susurró un momento antes de chocar contra un insólito prado. Era tanto el dolor que sentía, que ni siquiera notó la caída. Aun malherido, sin poder moverse, miró la pequeña isla donde se hallaba. Tan verde. Alzó la espada, bañada en una sangre negra como el pecado. Después la soltó y Balmung desapareció.

Al abrir los ojos por tercera vez, creyó que había muerto y estaba en el infierno, pues el diablo venía hasta él. Dos tercios de su cuerpo eran un hombre bien vestido, de ropas oscuras salvo la camisa del color de la sangre, mientras que el resto era una sombra tridimensional, con un ojo violeta fijo en él. Pero alguien se le interpuso.

—¿Te habías olvidado de mí? —preguntó el recién llegado.

—¡Así que también tú sobreviviste! —exclamó Caronte, con el rostro que terminaba de restaurarse—. ¡Kanon de Géminis!

El susodicho, envuelto en el tercer manto zodiacal, no se molestó en responderle. Cruzado de brazos, dejó en claro que no le permitiría pasar. Para Alexer aquello era surrealista. Sabía que el antiguo Sumo Sacerdote se encerró en el ánfora de Atenea junto a Caronte de Plutón, y también sabía que esa herramienta se había fundido con el Trono de Hielo, por petición expresa de la nueva Suma Sacerdotisa, pero no esperaba que hubiese sobrevivido. ¿Era el último regalo de Damon, acaso?

Nuevas imágenes asaltaron al rey de Bluegrad, quien se retorció. Su insólito compañero de batallas había causado un gran revuelo en la Tierra por su búsqueda de conocimiento,  pero tal y como Adrien Solo había asumido, no se permitió morir sin resolverlo. Aun despedazado por el enemigo, cerró las Puertas de Yog-Sothoth usando lo que quedaba de aquella energía que atesoraba, el poder para crear un nuevo universo.

—Mi alba —dijo Caronte, ya regenerado—. El alba de Plutón, ¿por qué no…?

Sí, una parte del poder reunido por Damon había sido usado para expulsar a los Reyes Durmientes y sellar las Otras Tierras, pero no toda. La mayor parte pasó por el filtro de un conocimiento que llevó a la locura al Rey de la Magia, resultando en una batalla en que la realidad variaba a cada segundo, siendo el universo interior de Alexer, manifestado en el exterior, lo único que permanecía. El final del último tramo de aquel combate había supuesto por igual la muerte de Damon y la desaparición del alba de Plutón. Sellada, más no destruida, por Damon de la Memoria.

 

Fue en ese momento en que nuevas presencias vinieron a la isla. Primero Ofión y Garland, los cuales fingieron entereza al ver indemne al eterno enemigo del Santuario. Después Gestahl Noah, en cuya mirada se reflejó por un solo momento un odio absoluto. Tras ellos, como una suave ola que toma su tiempo para llegar a la costa, apareció Adrien Solo, pisando con suavidad aquellas verdes tierras.

—Los Astra Planeta no son bienvenidos en la Tierra —aseveró el avatar de Poseidón—. Márchate y no vuelvas, Caronte de Plutón.

—¡Mátalo! —pidió Gestahl Noah—. Sabes que encontrará la manera de volver.

—¿Ahora le das órdenes a un dios? —cuestionó Caronte, sonriente, para luego mirar con más seriedad a Adrien—. Eliminar a Damon fue necesario.

—He arrojado a tu cómplice al inframundo —advirtió el avatar de Poseidón, sin paciencia para excusas—. A ti no te daré esa opción, pues no eres un dios. Si no sales de mi planeta ahora, haré que conozcas la mortalidad a la que tanto subestimas.

—¿Fobos, mi cómplice? —interpretó Caronte, extrañado—. ¡Él es un traidor! ¡Al igual que Narciso de Venus! Si os habéis encargado de él, me habéis hecho un favor, pues yo mismo pretendía arrastrarlo a las tinieblas del Tártaro.

Se oyó un carraspeo. Kanon de Géminis, todavía cruzado de brazos, dijo:

—¿Es que estás sordo? Te han dicho que te marches. Ahora.

Con una velocidad inhumana, Caronte giró hacia el santo de oro, listo para cortarle la yugular con los Colmillos de Cancerbero. Chispas de energía divina surgieron del tridente, frenando en seco el ataque.

—¿El Jardín de las Hespérides es lo bastante lejos para vos, Poseidón? —preguntó Caronte, con una deferencia quebradiza como el cristal. El regente de Plutón ni tan siquiera esperó a una respuesta para desaparecer de aquel planeta, aquel plano.

Después de todo, había logrado lo que se había propuesto.

 

Alexer oyó toda aquella conversación en silencio. Nada más podía hacer. No obstante, cuando Adrien Solo se le acercó, hizo un esfuerzo sobrehumano para al menos sentarse.

—Las heridas de tu cuerpo astral también afectan a tu cuerpo físico —afirmó el avatar de Poseidón, observando al ensangrentado rey con unos ojos sin pupilas, sobrenaturales. Ninguna armadura lo cubría ya—. Así de fuerte fue tu conexión con el Trono de Hielo.

—¿Fue? —dijo Alexer, más un quejido que una palabra.

—El Trono de Hielo ha perdido su poder. Sellar el alba de un astral sin ayuda divina no podía requerir menos. A decir verdad, en el sitial del invierno ahora solo debería estar tu cadáver, listo para ser sepultado.

—Mas estoy vivo. Lo siento. ¿Por qué?

En lugar de responderle con vanas palabras, Adrien Solo le hizo ver el último instante de la Máquina de Rodas. Aquel mundo hacedor de deseos era peligroso de destruir, porque la superficie se había convertido en el recipiente de Fobos, y en el interior se habían abierto las puertas hacia rincones del universo para los que la humanidad no estaba preparada, por eso mismo la solución al problema no era destruir, sino crear.

Aun si la energía reunida por Damon se había agotado, la Máquina de Rodas en sí era una gota del río del olvido, una serie de recuerdos que podían adquirir consistencia física, si estaba de por medio el dunamis, la fuerza más allá del cosmos. Para Adrien Solo, era tan sencillo como que el océano era algo más que las aguas de la Tierra, era el origen mismo de toda la vida. Eso representaba el dios del que era recipiente, por eso creó nuevas tierras a partir de la destrucción de aquel mundo infectado por el miedo y el terror, para que sirvieran de hogar a nuevas vidas tomadas del olvido.

El continente Mu fue destruido, eso había sido inevitable, tal fue la consecuencia de extirpar a Fobos de la Máquina de Rodas y arrojarlo al Hades. No obstante, de las cenizas de aquella tierra olvidada surgió una nueva. Alexer había caído en una de las islas del recién creado archipiélago Fénix, el hogar de los Mu y los telquines.

—Todos ellos murieron —aseguró Alexer, si bien le costaba recordar cómo.

—Los fantasmas de los santos de Atenea, sí, también los ingenios mecánicos —explicó Adrien Solo—. En cuanto a los Mu, un pequeño telquín pudo salvarlos por orden expresa de Damon. Desconozco de dónde surgieron los siete telquines de la isla vecina, mas ningún daño pretendo hacerles por los errores de su rey. Todo eso…

—¿Está olvidado? —completó Alexer, sonriendo—. Creo… Creo que sé… —Tosió, escupiendo sangre, como debía hacerlo allá en Bluegrad—. Los telquines surgieron de Damon, de su carne y espíritu. Sacrificó su vida para resucitar a sus hermanos.

—Es interesante —dijo Adrien Solo—. Ha sido Poseidón, a través de mí, quien dio un cuerpo y alma genuina a los fantasmas de los Mu. ¿Damon previó lo que haría? ¿Se aprovechó, como tú, de la energía vital que resultaría de este acto divino?

A pesar del estado en que se hallaba, Alexer pudo comprender lo que decía el avatar de Poseidón. Pudo comprender por qué estaba vivo. Después de la muerte de Damon, Adrien Solo había tornado el miedo en esperanza, devolviendo a la Máquina de Rodas su función original. No una fuente de terror, horrores y pesadillas, sino una máquina de los deseos, capaz de crear un nuevo mundo. ¿Y qué eran aquellas Islas Fénix, sino un nuevo mundo, capaz de albergar a una raza olvidada? A él mismo se le había insuflado esa vida nueva, al igual que a los pedazos en que el propio Damon se dividió.

—Regresa a tu pueblo y descansa —dijo Adrien Solo—. Ya llegará el tiempo de hablar.

—Gracias —dijo Alexer mientras desaparecía—. Gracias.

 

Apartados del dios y el rey, los santos de oro ya habían agotado la alegría por el regreso del santo de Géminis. Este último también había ensombrecido el semblante en cuanto Gestahl Noah le anunció el destino sufrido por Akasha, su pupila.

—Todo es culpa de Fobos —anunció la sombra de Altar—. Y Caronte. Se confabularon para eliminar a Damon. ¿Quién sabe en qué más estaban relacionados esos dos?

Ofión y Garland miraron a Kanon, antiguo líder del Santuario.

—Mataremos a ese bastardo. Pero, primero, deseo saber qué ha pasado.

Adrien Solo no se involucró en esa conversación. No era de su incumbencia, como sí lo era ofrecer apoyo a los Mu y los telquines en ese nuevo camino que estaban por recorrer. Desapareció, pues, de esa isla sin atender a cómo Gestahl Noah contó la historia de los primeros santos de oro, a cómo Ofión y Garland dieron un parco resumen sobre los acontecimientos posteriores a la guerra y cómo el propio Kanon, tras la exposición del viaje del Argo por parte del caballero negro de Altar, anunció un pequeño secreto que había traído consigo de su estancia en el ánfora de Atenea.

—Fui consciente de lo que ocurrió en esa batalla de locos —dijo el antiguo Sumo Sacerdote—. Los ejércitos de Alexer y Damon, Fobos liberando a Caronte, las Puertas de Yog-Sothoth… He aprendido algún secreto sobre el espacio-tiempo que nos podría llevar hasta el Jardín de las Hespérides, si mi pupilo ha hecho bien su trabajo.

Y, por supuesto, Kanon de Géminis estaba convencido de que lo había hecho. Nadie le haría dudar de que Arthur de Libra seguía con vida, protegiendo con ella el navío.

 

***

 

Enfrascados como estaban en el duelo que les hizo sobrevolar todos los rincones del mundo, ni la dupla formada por la santa de Sagitario y su sombra, ni el poderoso rival al que enfrentaban, pudieron contemplar el portento ocurrido en el Pacífico. Tampoco se permitieron intervenir en las luchas contra los Hijos de Fobos, aquellas Abominaciones, bien llamadas demonios, nacidas del miedo que reunían los males de los cuatro ríos del infierno, o en las veladas ejecuciones que los caballeros negros llevaron a cabo en aquellos tres días de guerra interminable. Los poderes entrechocando de Cratos, Triela y Ícaro, podían iluminar hasta la noche más oscura, pero esa luz no hacía más que generar nuevas sombras en las que la sangre no dejaba de ser derramada.

Así como había sido planeado desde el Cisma Negro.

Quiso el destino que fuera precisamente cerca de Bluegrad donde un malherido Ícaro cayera al igual que lo haría un meteoro. La armadura oscura de Sagitario, obra maestra de Oribarkon, había cedido a la fuerza ilimitada del ángel, revelando un cuerpo donde eran más las heridas, moretones y cicatrices que la piel sana, fruto de sus luchas con Dagoth y Cratos. A pesar de ello, Cratos no le siguió desde su posición en la órbita terrestre, donde aún tenía problemas con el absoluto dominio que Triela tenía sobre su velocidad y reflejos. La misión que se le había propuesto había concluido.

Sin intercambiar palabra alguna, Cratos y Triela descendieron a toda prisa hasta el lugar en el que Ícaro había caído inconsciente. En la gloria de la Fuerza, armadura de Cratos, se habían abierto siete brechas; dos en el hombro, a causa de la flecha de Sagitario, mientras que en el resto, apenas perceptibles, quedaban residuos invisibles de una energía eléctrica, oscura y temible. Por razones que no se molestó en explicar, el ángel había eludido desplegar las alas de brillante metal que lo respaldaron durante la carga contra Dagoth, quizá porque consideraba aquella una batalla menor, quizá por otros motivos que solo él conocía. No obstante, desde ese momento, no volvería a subestimar lo que una mera sombra era capaz de hacer si se sentía acorralada.

En cuanto los enemigos pisaron el suelo, la nieve de los alrededores desapareció. Triela fue la primera en entender que se hallaban en la Otra Dimensión, por lo que instó al ángel a calmarse con un gesto.

Alguien apareció caminando desde el espacio estrellado que los rodeaba, como venido de la nada. Vestía las prendas del Sumo Sacerdote de Atenea, pero no se trataba de Akasha. Triela no reconoció en un principio al hombre tuerto, de barba y cabellos descuidados, que se inclinó hacia Ícaro en un gesto paternal. Pero Cratos, que conocía demasiado bien la historia de aquel, sí que lo hizo.

—¿Has abandonado ya la protección de Poseidón, Deucalión? —lanzó el ángel,

siendo ignorado por este—. ¿Dónde te has estado escondiendo todo este tiempo?

Fue otro quien respondió a esa pregunta, apareciendo como ningún otro santo de Atenea en la Tierra podría, con el manto sagrado intacto, resplandeciente. 

 

—Hablaba conmigo —explicó Kanon—. De lo que ha ocurrido allende los mares olvidados, de lo que ocurre aquí tras la caída de las fuerzas del Hades.

La presencia del santo de Géminis completó la escena en la mente de Cratos. El Segundo Hombre era el Sumo Sacerdote, el Santuario se había rendido a los intereses del Hijo. Determinado, desplegó una vez más las alas de la gloria de la Fuerza, tornándola en una protección más robusta. Su cosmos se incrementó de forma súbita, sorprendiendo por igual a los santos de Géminis y Sagitario. Convirtiendo tamaña energía en una espada de luz sólida, devoradora de toda materia, se propulsó con aquellas alas hacia el Segundo Hombre a una velocidad súper lumínica, capaz de pasar a través de las galaxias. Tal acometida debía ser tan inevitable como mortífera.

Pero una oscuridad tan profunda como la ambición humana protegía a Gestahl Noah, quien de nuevo cargaba sobre sus hombros todo el mal del mundo. A partir de cada grano de miedo y terror sembrado por el hijo de Ares y Afrodita en los corazones humanos durante los últimos días, el líder de Hybris había reconstruido parte de la fuerza que tuvo en su primera encarnación. Cratos, empero, no era de los que se rendían con facilidad, por lo que probó una estocada directa al corazón emponzoñado del padre de la humanidad. La hoja se detuvo justo en el punto donde rozaba la prenda sacerdotal.

—Hasta un falso dios está por encima de los ángeles —aseveró el Segundo Hombre, generando desde la oscuridad que era su cosmos hilos de un fulgor resplandeciente, con los cuales despedazó la espada de luz a la vez que ataba al poderoso ángel.

Cratos descendió al suelo, de rodillas por un solo momento.

—¿Derramarás la primera sangre en diez mil años? —cuestionó el ángel, alzándose—. ¿Qué pretendes con todo esto?

 

El padre de la humanidad no respondió enseguida. ¿Qué quería? En el pasado, pudo tenerlo todo y no le fue suficiente. Por miles y miles de años tuvo la oportunidad de regresar, de sentarse en un trono a la derecha de su esposa, como dios autoproclamado de los océanos. Henchido de ese orgullo, extendió el dedo hacia Cratos, inmovilizado por hilos de oro, dueños de su destino. Pensó en darle muerte, pero no deseó hacerlo.

No quería poder, ni el que poseía, ni ningún otro. Quería, por encima de cualquier cosa, venganza. Justicia divina, así tuviera que venir de la mano de los hombres.

Liberó a Cratos de sus ataduras en el mismo momento en que Kanon habló de nuevo:

—Triela, te presento a Deucalión, primer líder de los santos de Atenea, el primero en representar a nuestra diosa en la Tierra durante la era mitológica.

—Y también Gestahl Noah, el líder de los caballeros negros y el siervo del dios innominado que os ha arrastrado a la destrucción —completó Cratos.

Triela, con las alas extendidas dando sombra por igual al inconsciente Ícaro y el hombre que lo atendía, inclinó a la cabeza hacia el arco que aún sostenía, sin saber qué debía hacer. Al notar aquello, Gestahl la miró con el único ojo que le quedaba, y evitando las presentaciones que ya le habían ahorrado, le extendió la mano.

—Sí, fui el primer Sumo Sacerdote en el pasado. También pretendo ser el último.


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#436 Rexomega

Rexomega

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Publicado 14 agosto 2023 - 16:22

Saludos

 

Capítulo 172. Asamblea

 

En la isla principal del archipiélago Fénix, Poseidón decidió alzar los muros en torno a los cuales sería construida, con el tiempo, la primera ciudad para quienes quisieran habitar esas islas. Ese fue el lugar escogido por los líderes del ejército aliado, Nicole de Altar, Sorrento de Sirena y Lord Folkell, en sustitución del rey Alexer, quien se debatía entre la vida y la muerte en el mismo hospital donde reposaban su sobrina y hombre de confianza, para tratar el delicado asunto de devolver la paz a un mundo convulso. Los tres coincidían en que cuanto significaba aquella obra, no solo la futura urbe, sino aquellas nuevas tierras, era justo lo que buscaban: renacimiento, regeneración.

La reunión se daría en el centro de la isla. Antes de que llegaran todos los que habían sido invitados, ya estaban los líderes de los clanes Mu, en un extremo, y los telquines, en el otro, responsables, gracias a su magia y telepatía, de que ningún poder en el mundo ni fuera de él, salvo Poseidón, pudiera enterarse de cuanto se discutiría en aquella isla. Todos estaban ansiosos por conocer la forma en que los humanos se gobernaban en la actualidad. También fue la curiosidad lo que motivó a las ninfas de Dodona a enviar representantes desde los tres poblados en que se habían asentado —en Naraka, Alemania y Siberia—, sumándose a las que se hallaban en el Pacífico junto a la armada de Poseidón, pero mientras estas, ocultando sus hermosas formas bajo pulcras túnicas, no sintieron ningún asombro por el regreso de aquellas razas antiguas, los últimos en venir para asegurar los preparativos quedaron enmudecidos.

Se trataba de la Guardia de Acero, cuyo barco insignia, el Egeón, atracaba a un par de leguas de la costa de la isla. La ponzoña de Fobos seguía en los corazones de muchos de los llamados santos de hierro, por lo que se habían propuesto proteger el archipiélago de cualquier incursión armada. Tenían, además, una razón más noble para estar allí. Lo que estuvieron a punto de hacer en Sicilia les llenaba de culpa y consideraban que era ya tiempo de destruir las armas de gammanium, otorgar a las almas de los antiguos guardias, que tanto les habían ayudado, el derecho a recibir una vez más el juicio divino. Querían realizar tal ritual en la isla, pero por supuesto, había otras prioridades primero. Ellos se encargarían de que la asamblea se diera sin ningún percance.

—Sí, son azules, pedazo de imbéciles, dejad de mirar —ordenó Faetón al centenar de hombres que comandaba, dirigiéndose a donde estaban los telquines.

—Si tú eres el que más los mira —comentó Helena, al frente de cien mujeres de la Unidad Themiscyra. Ella se unió a las ninfas de Dodona.

—Amigos míos, os pido que por esta vez estemos a la altura de nuestro rango —dijo Leda—. Sin Azrael, ahora nosotros dirigimos la Guardia de Acero.

Los otros dos oficiales asintieron, guardándose para sí cualquier nueva pulla. Leda escogió situarse junto a los Mu, hombres idénticos en todo a cualquier ser humano, salvo en lo que concernía a la fuerza de su mente; niños y ancianos, hombres y mujeres, todos carecían de cejas y lucían los mismos puntos morados en la frente, tal y como ocurría con el maestro herrero de Jamir. Lo acompañaba un solo soldado, el manco líder de los Heraclidas, quien respondía al nombre de Garan.

El triunvirato conformado por Nicole, Sorrento y Folkell guardó silencio mientras los oficiales mantenían el orden en la soldadesca. Tampoco dijeron nada según aparecían los invitados: Kiki, teletransportándose desde Jamir con una extraña bata blanca y el infaltable bastón; Ludwig von Seisser y Asamori Tomomi, aterrizando el jet privado del primero extramuros; Kanon de Géminis, cayendo como una estrella fugaz, y Gestahl Noah, simplemente apareciendo desde alguna sombra. Él despertó más comentarios que los magos de piel azulada, las ninfas de afamada belleza y los sabios Mu, pues vestía como el Sumo Sacerdote de Atenea. Y, por si eso fuera poco, tras él aparecieron seis caballeros negros mostrando sus verdaderos rostros, no los de legítimos santos.

Cristal de Copa Negra, Llama de Centauro Negro,  Kazuma de Cruz del Sur Negra, Eren de Orión Negro, Soma de León Negro y una joven siberiana de nombre Yuna, segunda sombra Águila en toda la historia de Hybris. Aquel grupo se colocó en el centro del círculo formado por los espectadores, con Kiki, Tomomi y Ludwig no demasiado distanciados, en espera de su turno de participar en tan importante reunión.

Kanon de Géminis y Gestahl Noah, por el rango que cada uno ostentaba, se permitieron colocarse a la diestra y la siniestra del triunvirato.

—Señor Kanon, me habéis contado la historia de ese hombre, pero esto… —empezó a decir Nicole de Altar cuando un graznido de cuervo lo interrumpió.

De un momento para otro, Munin apareció frente a los seis caballeros negros.

—Sé lo que estáis pensando —dijo el recién llegado, acariciando los brazos de su asiento—. Un poderoso telépata en silla de ruedas. Bueno, cuando inserté un eidolon en la cabeza hueca de mi hermano para protegerlo de un músico demente, pensé que si me moría valía la pena cederle a él mis vastos poderes. Ahora mismo estoy vivo no por mi propia fuerza, sino la de mis Hijos de Mnemosine, ¡los parásitos más amistosos de la naturaleza! Descuidad, muy pronto estaré andando de nuevo.

—¿Quién hablará por los crímenes de Hybris? —dijo Nicole, impaciente.

—Yo, por supuesto —dijo Munin, desviando la mirada hacia Folkell—. Quiero pedir asilo en Bluegrad para toda nuestra orden, si no es mucha molestia.

 

Resultaba claro que los últimos días habían sido duros cuando alguien tan comedido como Nicole quedaba boquiabierto y mudo ante semejante propuesta. El santo de Altar, más diestro en gestionar un ejército que en el combate, se descubría en ese punto agotado, deseoso de un descanso para él y para todos. Sin embargo, él era un hombre justo, no aceptaría la paz sin que el culpable recibiera su castigo.

Y, por lo que sabía Lord Folkell, los caballeros negros eran culpables.

—Los caballeros negros habéis asesinado a muchos —apuntó el representante de Bluegrad—. El mundo de los hombres se derrumba por vuestra culpa.

—Fue Fobos —atajó Munin—. Varios países estuvieron a un solo paso de iniciar una guerra en la que moriría mucha más gente y los habéis perdonado. Allí está el buen Piotr, con su fiel Gigas, haciendo entrar en razón a Moscú. El Santuario trata a China con guante de seda a través de su diplomático, Shoryu, a pesar de que estuvo a punto de invadir un campamento perteneciente al ejército de Atenea. ¿Por qué ocurre esto? Simple: Fobos es el responsable de que el mundo se volviera loco, no los hombres.

—Tenemos pruebas de que vuestras acciones iniciaron desde la guerra entre el Hades y la Tierra —insistió Folkell.

—¿Quién nos puede decir cuándo empezó Fobos a manipular a la humanidad? —repuso Munin, ante lo cual el norteño no tenía respuesta.

 

Cuervo Negro era consciente de que caminaba sobre arenas movedizas. Un mal paso y se hundiría en su propio orgullo, ni siquiera vivía en esos momentos como una persona normal, sino como la fuerza psíquica resultante de controlar tantas mentes por el ancho mundo, la cual por pura nostalgia movilizaba ese cuerpo suyo. No era un hombre ya, ni en ese día ni en lo que le restara de vida, sino una herramienta.

«La herramienta de Akasha de Virgo —pensó para sí Munin, seguro de que Kanon le abriría la cabeza de un puñetazo si se atrevía a ensuciar el nombre de su fallecida pupila. Pero en su mente, esa era la verdad: Akasha lo salvó para que se convirtiera en un comodín—. El Ocaso de los Dioses debe ocurrir, de un modo u otro.»

Un carraspeo impaciente de Sorrento dio al líder de Hybris ánimos para soltar su propuesta, pero prefirió esperar a que aquel hablara. Las prisas nunca eran buenas.

—Nicole de Altar, Lord Folkell, ¿podemos permitirnos perder tiempo en castigar a esos hombres, cuando los fuegos de la guerra arden en todas las naciones del mundo?

—Nunca es demasiado tarde, ni demasiado temprano, para la justicia —contestó Nicole de Altar, quien, empero, debió acotar—: No obstante, es cierto que vivimos una situación problemática. Aun si los líderes mundiales han ratificado la lealtad de las naciones al Santuario, ya han probado lo que significa rebelarse en contra del único equilibrio global que jamás se ha roto, sin sufrir consecuencia alguna.

—Debisteis pedir una compensación —propuso, no por primera vez, Folkell, revolucionario de corazón, al líder en funciones del Santuario.

Antes de que Nicole pudiera formular por qué no era bueno ir con exigencias en esas circunstancias, aunque tuvieran poder suficiente para ello, Munin atrajo la atención de la asamblea con una sencilla palmada. Había llegado su turno.

—Solo hay una compensación posible para la rebelión: sumisión absoluta. No me miréis así, sabéis que estamos al borde de la Tercera Guerra Mundial, por muy buenos diplomáticos que sean el hijo de Shiryu de Dragón y el padre del rey Alexer. Ni Piotr ni Shoryu borrarán con bonitas palabras los terrores manifiestos del pueblo ruso y las gentes de China. Ni hablar del resto de naciones, también afectadas por Fobos de Marte. Los viejos rencores de diez mil años de Historia se despertarán uno tras otro, los conflictos escalarán desde escaramuzas en poblados apartados de la mano de los dioses hasta las grandes ciudades bombardeadas una vez más. Con la política actual del Santuario, lo único que podréis hacer es mirar mientras los humanos se matan entre sí, como tantas otras veces, y eso, creedme, es un pecado peor del que se me acusa, cuando tenéis una forma de evitarlo. ¡Con mi técnica, Hijos de Mnemosine!

Nicole desechó tal posibilidad con un cabeceo.

—Ningún mortal puede controlar a toda la humanidad. Ya es hora de que tú y el resto de los caballeros negros entendáis que el bien y el mal son una parte de nuestra naturaleza con la que tenemos que convivir todos los hombres.

—Tal y como está el mundo, bastará con controlar a un puñado de personas. Los que tienen el poder. Todas las organizaciones criminales del mundo han sido aplastadas, el terrorismo internacional ha quedado reducido a pilas de cadáveres sin identificar… Los malvados han sido castigados, ahora queda asegurarnos de que los justos prosperen, para lo cual sería una buena idea acabar con toda guerra humana, presente y futura. Yo puedo hacerlo —aclaró Munin con gesto teatral—, sobre todo en este momento. Muchos gobiernos en el mundo se están reponiendo en estos días, debido a las acciones que Fobos nos impulsó a cometer. A nadie le extrañaría que un nuevo presidente iniciara negociaciones de paz, ¿no creéis? Y eso es solo el lado público del nuevo orden mundial que instauraríamos. Pensad en todos los servicios de inteligencia del planeta cooperando por prevenir, en verdad prevenir, el crimen y la delincuencia.

Mientras Nicole de Altar se horrorizaba conforme avanzaba el discurso, Folkell dejó escapar un suspiro. Mirando a Cuervo Negro como si fuera un niño, dijo:

—La humanidad no puede existir sin la guerra. En todos los mundos es así.

Se extendió un murmullo por la zona, apenas acallado por los comandantes de la Guardia de Acero. Unos se escandalizaban por el pesimismo de Folkell, otros concordaban con él, aunque a regañadientes. Las personas luchaban para sobrevivir, eso no iba a cambiar de la noche a la mañana. Una voz, empero, resaltó por sobre las demás.

—Todas y cada una de las guerras libradas en este planeta tienen una cosa en común —dijo Garan, capitán de los Heráclidas—: La muerte de personas inocentes. Si la guerra es una parte necesaria de la humanidad, tal vez la humanidad deba desaparecer.

Las discusiones se intensificaron, así como las llamadas al silencio de Leda, Helena y Faetón. Pero no fue un ateniense quien devolvió el orden a la asamblea, sino el Gran General Sorrento, alzando la flauta mágica, disipadora del mal, a la vista de todos.

—Mi señor Poseidón ha dado una oportunidad a la belicosa raza de los hombres. No permitiré que nadie insulte su voluntad, ni la de Atenea, en mi presencia.

—Así es —intervino Nicole de Altar—. De antiguo, Atenea ha protegido a nuestra especie del juicio divino. A la falible humanidad, no a seis mil millones de marionetas a merced de un cuervo. Porque de eso estás hablando, de tomar las riendas del mundo.

Previendo la acusación, Munin dejó escapar un teatral bostezo.

—Esa nunca ha sido la intención de Hybris —aseguró el caballero negro de Cuervo—. Seré yo el que tome el control de determinadas personas, claro, pero todo bajo la atenta mirada del ejército aliado. Las riendas del mundo estarán en manos de vosotros. Nicole de Altar, Sorrento de Sirena y… —Calló un momento, rascándose la cabeza—. La verdad es que no sé quién es el barbudo, esperaba que Alexer o…

 

Mientras Munin de Cuervo Negro era informado de la situación del rey de Bluegrad y su sobrina, demostrando qué tan separados habían estado el antiguo líder de Hybris, Gestahl Noah, del nuevo, Ludwig von Seisser vio su oportunidad de intervenir. Kiki y Asamori Tomomi lo acompañaron hasta estar frente al triunvirato.

—No soy más que un hombre de negocios que tuvo la suerte de encontrarse con los santos de Atenea en su momento de mayor necesidad. No obstante, ¿me permitís unas palabras? —El triunvirato, conociendo la ayuda de aquel hombre al Santuario, asintió al unísono. Munin también lo hizo, conmocionado por cuanto Folkell le dijo—: Guerreros azules, caballeros negros y la Guardia de Acero, tres órdenes militares sin parangón. ¿Cuál sería su propósito en un mundo en paz?

—Bluegrad dependería por completo de Rusia —observó Folkell.

—Tendríamos que cambiar de oficio —dijo Munin—. Con nuestra fuerza hercúlea, podríamos ser albañiles. Fobos nos cegó, como ya he dicho, no pensamos en el futuro mientras dábamos rienda suelta al tipo de vida para el que fuimos entrenados.

—Nací vigilante y moriré vigilante —dijo Faetón, pura simplicidad.

Ningún santo de hierro creyó necesario añadir nada.

—¡Escuchad a ese hombre, pues se ve que es el más listo de todos nosotros! —alabó Ludwig, señalando al antiguo jefe de los vigilantes. Faetón, ruborizado, miraba en todas direcciones, como cerciorándose de que Tiresias e Icario no hubiesen salido de la tumba—. Eso es lo que un ejército puede ofrecer a un mundo en paz: protección, vigilancia. ¿No es ese el objetivo original tras la creación de la Guardia de Acero? Un ejército capaz de proteger a cualquier persona, en cualquier parte del mundo.

—La verdad es que no —soltó Kiki, sin más.

—Es más bien una policía internacional —dijo Tomomi, agitando un manuscrito que rezaba: Proyecto Edad de Hierro. Fase final—. Había un largo, largo proceso para instaurarla, que pasaba por reducir el arsenal nuclear en el mundo…

—Innecesario —cortó Ludwig—. Con esa técnica milagrosa. Los Hijos de Mnemosine permitirían que el mundo cuente por primera vez con héroes no ligados por la política, la ambición económica y otros intereses ajenos al bienestar humano.

 

A Sorrento la intervención de Ludwig se le antojaba demasiado conveniente, pero Gestahl Noah había pasado los últimos días a la sombra de Adrien Solo y el santo de Géminis. No parecía posible que hubiese previsto una situación como la que vivían, sobre todo en lo relativo a la intervención de Fobos de Marte. En cualquier caso, no se le antojaba mala la propuesta de Ludwig, salvo en un detalle.

—¿Quién decidirá lo que es el bienestar humano? —cuestionó Sorrento, imitando el cuestionamiento que realizó Nicole de Altar a Munin de Cuervo Negro.

—El Santuario —contestó Ludwig sin dudar—. De él dependen mis empresas y el Centro de Investigación Asamori, construimos el equipamiento de la Guardia de Acero para que los santos de Atenea le dieran el uso correcto. Estoy seguro de que mi colega, Tokumaru Tatsumi, les diría lo mismo si estuviera en condiciones de venir hasta aquí, porque no hay hombre en la Tierra más leal a Atenea que él, entre las gentes comunes. Si habláis del mando ejecutivo, imagino que seguirá estando en sus actuales comandantes, los señores Leda, Faetón y Garan, así como la señora Helena.

—Solo quiero saber una cosa más —advirtió Sorrento, aunque ya no miraba a Ludwig ni a la mujer que lo acompañaba, sino a Kiki—. ¿Estás de acuerdo con esto?

El duende pelirrojo se encogió de hombros.

—Hubo una mejor forma de hacer lo que os proponéis hacer ahora, pero esa oportunidad ya no existe. Haced lo vuestro, que yo haré lo mío.

 

El triunvirato discutió largo y tendido el asunto a través de telepatía. Puesto que estaba Kanon presente, ni el poderoso Munin se atrevió a horadar en la red psíquica compartida por Nicole, Sorrento y Folkell, este último un primerizo en estos asuntos.

—Bien, hemos llegado a una conclusión —dijo Nicole con evidente desánimo—. Pospondremos el juicio de los caballeros negros para el momento en que se restablezca el equilibrio del mundo. Tal tarea te la encomendamos a ti, Munin de Cuervo Negro. Desharás la obra de Fobos de Marte bajo la estricta supervisión de este triunvirato, a sabiendas de que ello no te eximirá de ser juzgado y condenado, si procede. ¿Estás de acuerdo con esto? Eres libre de retractarte ahora.

Munin sonrió de oreja a oreja.

—Solo si me permiten ponerle nombre a esta operación. Tengo uno muy bueno.

 

***

 

La asamblea fue larga, porque eran muchos los temas a tratar. No obstante, concordar en aquella medida para contrarrestar los actos de Fobos de Marte fue lo que determinó el destino del mundo y de los santos de Atenea.

—¿Por qué siento estar traicionando a quienes debería proteger? —dijo Nicole de Altar mientras se levantaba del asiento, al igual que Folkell y Sorrento.

—Estamos creando un mundo sin guerra y sin crimen —espetó, escandalizado, Munin—. Los cuatro acabaremos en el Tártaro, sin duda alguna.

—Si los hombres crean su propio infierno, estás más cerca de la verdad de lo que crees, hijo mío —anunció Gestahl Noah, siendo esa la primera palabra pronunciada desde que llegó allí—. Los cuatro deberéis responsabilizaros, en verdad. Que el mundo os recuerde como salvadores o destructores dependerá de vuestras acciones de aquí en adelante, mas me temo que mi único ojo no lo verá.

—¿De qué hablas, Viejo? —preguntó Munin, extrañado.

—Un mundo sin guerra es un mundo sin guerreros —dijo Folkell.

—Un hombre puede luchar sin ser un guerrero —completó Sorrento—. Pero quien busca la lucha, no puede vivir en un mundo en paz.

—Me confundís —murmuró Munin.

También Ludwig, Tomomi y Kiki veían extrañados la escena. Sobre todo la mujer.

—Voy a golpear a quienes nos han golpeado —dijo Gestahl Noah, cerrando el puño—. Para que podáis mirar al mañana sin viejos odios, yo mismo me encargaré de Caronte de Plutón. Es por esto que cedí la palabra a Nicole de Altar. Soy el Sumo Sacerdote de un Santuario que ya no existe en este mundo, que quizá no exista en ningún otro. Me marcho, hijo mío, a los confines del universo. Esto es un adiós.

—¡No…! ¡No puedes…! ¡Demonios! —gritaba Munin, frustrado. Por una vez quiso levantarse de la silla, quizá para abrazar a aquel hombre, quizá para golpearlo. Nadie lo sabría nunca—. Lo estamos consiguiendo… ¿No podrías…?

Gestahl Noah posó su mano en el hombro de Cuervo Negro, en gesto conciliador.

Kanon de Géminis, por su parte, miró uno a uno a los miembros del triunvirato, para terminar en Munin. No había en sus ojos ni un rastro de piedad.

—Nada habéis conseguido hasta el día de hoy, más que gastar saliva —espetó el antiguo Sumo Sacerdote—. Limpia tus lágrimas, mocoso, y repara lo que habéis hecho, ya no hay ningún monstruo debajo de la cama al que echar las culpas.

Munin, enmudecido, asintió.

—¿De verdad no hay forma de hacer la paz con ellos? —cuestionó Sorrento de Sirena, sabedor del poder de los Astra Planeta—. Ahora no pueden volver a la Tierra.

—Hubo una embajada de paz —contestó Gestahl con amargura—. Llevaría a Shun de Andrómeda a los cielos, para reunirse con sus hermanos y convencer juntos a los Astra Planeta de que la paz era posible. El resultado es de sobra conocido: Shun de Andrómeda muerto, Akasha de Virgo asesinada… Guerra es lo que los Astra Planeta quieren, así que guerra es lo que tendrán.

Comprendiendo la verdad de aquellas palabras, Nicole intervino una vez más.

—Llevan todo este tiempo luchando, no contra simples delincuentes, sino frente a auténticas Abominaciones. Es una locura llevarlos a la batalla ahora. Necesitan descansar, recuperarse, reparar sus mantos sagrados…

—Tendrán unas horas —cortó Gestahl Noah—. Cada día que pasa aumenta la probabilidad de que el Argo Navis se haya hundido en los mares olvidados. ¿Comprendes eso, santo de Altar?

—Sí —dijo Nicole tras un rato—. Sumo Sacerdote.

 

Kiki cerró las manos en los bolsillos de su chaqueta, guardándose las ganas de golpear a aquel insensato. El propio Ludwig lo miraba con mala cara, a pesar de ser compañeros de negocios, pues la intención de Gestahl Noah se le antojaba suicida hasta a alguien ajeno a las Guerras Santas. Muchos santos de bronce y de plata vestían mantos sagrados muertos sobre cuerpos maltratados, incluso Garland carecía de protección, y él era uno de los pocos santos de oro con los que contaban.

«¿Es que todos los santos de Atenea quieren reunirse contigo, hija mía? —reflexionaba el maestro herrero de Jamir, con más amargura que tristeza, lo que volvía todo dos veces más doloroso—. Con tu marcha, los santos han olvidado que no deben morirse.»

Él mismo se planteaba seguir a Gestahl Noah en su cruzada. No podía ser tan malo si Kanon de Géminis pensaba hacerlo. ¿Y qué tenía que ofrecer él al mundo? Reparar mantos sagrados, fabricar imitaciones de acero, eso era todo. ¿No podía él luchar como los santos de Atenea? Tal vez en los confines de los mares olvidados, en la lejana costa de la eternidad, se hallara su otra hija, Lucile, esperándolo. Pensar en ello le hizo considerar la otra posibilidad, llenándole de un sentimiento que no podía identificar.

—Déjanos a nosotros los mantos sagrados —le exigió Nenya el día de ayer.

—Encárgate de ese proyecto tuyo y déjanos trabajar —añadió Fjalar entonces.

Esa fue la última vez que les vio. Por supuesto, trató de seguirles la pista, localizándolos en la mansión de Adrien Solo. Pero allí desapareció aquel par de santos de bronce, y desde luego Kiki no estaba tan loco como para indagar en la vida del avatar de Poseidón, así que desconocía qué se proponían sus últimos discípulos.

«Morirse, como todos —se dijo Kiki, sombrío—. Solo yo, sobrevivo, al parecer.»

Oyó de nuevo las palabras de Nenya y Fjalar, con voces más dulces que las que recordaba haber escuchado. Intuyó en ellas preocupación, miedo y acaso amor de unos hijos díscolos para un padre no muy bueno. Un padre terrible, de hecho.

De pronto, pensó que ya que estaba vivo, bien podría dedicarse a hacer algo de provecho. Nada muy exagerado como salvar el mundo, solo pequeños detalles.

—Es un idiota —soltó Kiki, dando una palmada en el hombro de Tomomi—. Tu novio, digo. Ni siquiera te ha mirado al decirte que se va.

—Gestahl nunca fue nada mío —dijo Tomomi, sonriendo—. Gracias, de todas formas. Creo que me centraré en mi investigación por ahora. Ya habrá tiempo para los hombres.

—Bien dicho. ¿Nos ponemos manos a la obra?

—¿Te ofreces a llevarme?

—Nunca he sido parte de una teletransportación —confesó Ludwig, dirigiendo una rápida mirada hacia donde había aparcado el jet—. ¿Podrías llevarme a mí también?

 

El grupo de caballeros negros llegó hasta Munin justo después de que aquellos tres desaparecieran, pero no era a quien se dirigieron, sino al antiguo líder de una orden que estaba por desaparecer, ya fuera por recibir asilo de Bluegrad, si Alexer despertaba, ya por ser absorbida por la Guardia de Acero según el plan de Ludwig von Seisser.

—Su Santidad —dijo Soma, de menor rango que los otros cinco, mas no menor entrega—. ¿Nos permitiríais acompañaros en vuestra cruzada?

—Todos los santos de Atenea sois bienvenidos a ella —contestó Gestahl, a lo que Kanon de Géminis asintió—. Tendremos nuestra venganza, os lo juro.

Los seis oficiales de Hybris asintieron, entusiasmados, mientras que Nicole cabeceaba en sentido negativo. Folkell carraspeó, atrayendo la atención de Gestahl.

—Bluegrad no puede permitirse enviar más hombres. Nuestro rey, la capitana de los guerreros azules y su mano derecha están en una situación muy grave.

—Lo sé, Lord Folkell. No pensaba pediros más ayuda de la que ya habéis prestado.

—No lo digo por eso.

—Lord Folkell, si pasa lo peor, serías vos quien regiría Bluegrad. No puedo permitiros partir conmigo, de ninguna manera.

—¡Ni yo mismo puedo hacerlo! Para proteger la Ciudad Azul, para convivir con sus gentes, abandoné a mis amigos y a mi señor. Es por eso que mi corazón arde en deseos de venganza. Contra Fobos de Marte, Caronte de Plutón y todos los Astra Planeta. Es por eso que os pido, Sumo Sacerdote, que lo matéis. Que matéis a ese bastardo.

—Tal es mi intención, Lord Folkell. Y también mi deseo.

El triunvirato se separó de Gestahl Noah y Kanon de Géminis, listo para atender los ruegos y preguntas de los Mu y los telquines, hasta ahora espectadores de la reunión. En el nuevo mundo que estaba por prepararse, era fundamental decidir cuál sería el papel de aquellas razas, incluso si era intención de las tres cabezas de la alianza el permitir que se auto-gobernaran, de momento lejos de la presencia de cualquier nación. Las ninfas, más interesadas en ese asunto que en lo discutido con anterioridad, decidieron permanecer un rato más en tan decisiva asamblea. Ellas jugarían un papel crucial más adelante, como puente entre el mundo actual y el de la era mitológica que representaban aquellos magos y aquel pueblo telépata, sobre todo una vez se revelara lo que ni el propio Munin de Cuervo Negro quería decir de forma directa: él había propuesto su plan, delante de los Mu y los telquines, porque iba a necesitar de ellos para llevarlo a cabo con corrección. Un solo hombre no podía controlar con sus pensamientos todo un planeta. Necesitaba ayuda, algo que el triunvirato no tardaría en descubrir.

 

A Kanon de Géminis, en todo caso, ese asunto no le concernía. Desapareció de la isla del mismo modo que aterrizó, mientras que Gestahl avanzó hacia las sombras seguido por los seis caballeros negros. No pensaba mirar atrás, pero una voz le detuvo.

Viejo —dijo Munin.

—¿Sí? —dijo Gestahl Noah.

—¿Podré redimirme algún día? Por no haberla salvado.

—Esa es una pregunta que solo puedes responder tú mismo, hijo mío.

Munin asintió. Después, quiso decir algo, alguna frase ingeniosa, pero la garganta se le secó de pronto y solo pudo ver en silencio cómo Gestahl y los demás desaparecían en la profunda oscuridad que fue su hogar desde el día en que Ethel murió.

—Protege el mundo de las Guerras Santas, Viejo. Ya nos encargaremos nosotros de cuidar del otro, para que ningún dios vuelva a bajar a destruirnos.

Recordando cierta conversación con Makoto de Mosca, Munin de Cuervo Negro sonrió. Acto seguido, avanzó hacia el triunvirato, predispuesto a ayudar del modo que fuera. 


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Capítulo 173. Náufragos de la esperanza

 

La tripulación del Argo Navis pudo escapar a la devastación ilimitada que Azrael había desatado. Fue una ironía del destino, en opinión de Shaula de Escorpio, que la senda que Akasha trataba de crear entre el Santuario y los mares olvidados pudiera servirles en el último momento, gracias a las prodigiosas habilidades de Arthur.

El paso por aquel túnel en el espacio-tiempo no estuvo exento de sorpresas. Alcioneo abordó el barco de improviso sin que nadie tuviera fuerzas ni ánimos para enfrentarlo. Por fortuna, el gigante nada tenía que ver con el ejército de Zelo, no les guardaba rencor por la desaparición de Hiperbórea. Lo que sí tenía, empero, era un enfado mayúsculo, pues lo que fuera que cortó la comunicación con Akasha, le hizo perderse en el agujero de gusano que esta estaba creando para alcanzar a lo que él describía sin descaros como un barrendero olímpico al mando de un montón de carne de cañón. Durante todo ese tiempo había estado vagando en medio de la nada, hasta que sintió el paso del Argo Navis como un faro de luz en el horizonte. Después, solo tuvo que avanzar.

—A puñetazos —exageró Alcioneo—. Bien, ¿dónde están mis enemigos? Tengo que salvar a un hombre de ellos, ¿Ban de León Menor se llamaba?

Nadie tenía ánimos para responderle. Alcioneo, por su lado, no entendía nada de nada, excepto que la mujer que pretendía ser su esposa estaba triste. Extrajo una manzana del saco que había llevado desde Hiperbórea y le ofreció un trozo.

—Prefiero la carne —dijo una agotada Shaula, negando con la cabeza.

—Nadie es perfecto.

Con un encogimiento de hombros, Alcioneo devoró el pedazo de fruta de una sola vez. Ese simple intercambio fue todo lo que se escuchó hasta que el barco llegó hasta unos turbulentos mares olvidados. Y también cuando estos se calmaron de forma súbita, revelando con toda seguridad la muerte de Azrael. 

 

A la mañana siguiente, o al menos lo que los santos, disciplinados como eran, sentían que era la mañana, subieron a la cubierta para preguntar a Arthur cuándo iban a regresar. Lo hicieron en desorden, incluso Shaula fue sola, sin la compañía de los hasta el momento inseparables Mithos y Subaru. Todos obtuvieron la misma respuesta negativa: Arthur no podía explicarse por qué, más allá de hacer algunas conjeturas, pero el barco se negaba a obedecerles. Esta situación, que debería haber preocupado a todos, no causó demasiado impacto. Si acaso, algún comentario locuaz de Emil y Subaru sobre lo afortunados que eran de tener un saco de comida para gigantes a mano. No es que lo necesitaran en ese momento —ya en la época de entrenamiento debían seguir un régimen espartano, carente de lujos a la hora de vestir, comer y vivir— sino que el hambre y la sed no augurarían un futuro aceptable, como solía decir Subaru.

La mayoría no tenía tiempo de tener tan buen humor. Mientras Orestes ya había despertado, recuperado de haber cedido sus fuerzas a Akasha como compensación por sus faltas en la batalla con Titán, Hugin y Sneyder no hacían sino empeorar. Shaula había puesto tanto empeño en desarrollar una técnica infalible, la Muerte Roja, que lo acabó logrando al punto de ser incapaz aun ella misma de curarla, y Sneyder no dejaba que Subaru siquiera se acercara al camarote en que descansaba. El santo de Cuervo no fue tan orgulloso, pero la herida que Zelo le había infringido no podía sanar y en cada descuido volvía abrirse, habiéndose perdido mucha sangre en las últimas horas.

 

Sin saber bien qué hacer, Shaula tuvo que acudir una vez más al hombre que había encubierto por la más vergonzosa de las razones: para que los demás pudieran salvarse. Golpeó la puerta del camarote destinado a Libra. La puerta, que estaba entreabierta, se movió como impulsada por un fuerte golpe de viento, revelando al Juez escribiendo un manuscrito, de lo más tranquilo, sentado frente a un escritorio.

Shaula iba a decirle algo, dando airados pasos hacia el frente, cuando vio una flecha partida en dos en la mesa. Una flecha dorada.

—La Maldición de Apolo tiene tres usos, uno por cada cíclope. A la tercera vez, el santo de Flecha muere de forma súbita. Requiere autorización papal —explicó Arthur.

—Se lo has contado —dijo Shaula. No era una pregunta.

—Emil vino a mí con una idea bastante audaz. Al parecer, Alcioneo resguarda la comida que trajo desde Hiperbórea en uno de los camarotes. Emil cree que si eres amable con nuestro polizonte, todos podrán comer.

—Emil es un idiota. Ya lo sabes.

—Un santo de Atenea no puede permitirse serlo hasta ese punto. —Sin dejar de escribir en ningún momento, Arthur miró de reojo la flecha partida—. No esperaba que aún le quedara tanto odio en el corazón. Me sorprendió.

—Ahora se lo dirá a todos.

—¿No es lo que querías? Pensé que estabas cansada de mentirles.

—Querrán matarte —advirtió Shaula. Por un momento sonó preocupada, pero tal matiz desapareció por completo de su voz al continuar—, y yo no te ayudaré.

—No es necesario. Nadie en este barco es un peligro para mí. Juntos o separados.

El afamado santo de Libra no iba cubierto por el manto sagrado, que se hallaba en un cofre metálico con la balanza de la justicia en relieve, situado en una de las esquinas del cuarto. No tenía más protección que un largo abrigo marrón tapándole el resto de la ropa, ni más arma que una pluma siempre unida al papel en el que no dejaba de escribir con el más absoluto detenimiento. Aun así, Shaula estaba convencida de que no podría vencerle; la Muerte Roja sería tan peligrosa para él como lo había sido para Sneyder, pero jamás podría alcanzar a aquel hombre.

—Ya que no podéis comprender que era necesario detener ese plan —prosiguió Arthur—, al menos tratad de aceptar esta realidad.

—¿Era necesario hacer que Akasha muriera a manos de Azrael?

—Azrael descubrió lo que implica ser manipulado para lograr un bien mayor con el que no está conforme —expuso Arthur, ignorando cómo Shaula apretaba los puños y los dientes—. Tuve que prepararme para el peor de los escenarios posibles, en el que Lucile nos manipulaba a todos. Ordené a Azrael que asesinara a quien estaba detrás del Ocaso de los Dioses queriendo creer aún que esa persona no era Akasha.

—¡No te justifiques! —exclamó Shaula—. Por los dioses, ni siquiera pienses en justificarte. Haz lo que quieras, sé tan inhumano como quieras ser, pero no trates de justificar lo que hiciste delante de mí.

La distancia que separaba a Shaula de Arthur no era lo bastante pequeña como para representar lo cerca que estaba de desear asesinarlo. Sin embargo, el Juez no le dirigió siquiera la mirada hasta que al fin terminó de escribir. Mientras dejaba a un lado la pluma y juntaba y ordenaba los papeles, soltó un suspiro.

—Esa furia tuya es una mentira.

—¿Qué?

—Tu furia es una mentira —repitió Arthur—. ¿Cuántas veces hablaste con Akasha mientras entrenabais bajo la tutela de Hyoga y Lesath?

—Apenas nos conocíamos entonces. El señor Hyoga intentó enseñar a Akasha el arte de la congelación mientras yo heredaba la técnica de la Aguja Escarlata a través de Lesath, que compitió junto a Milo por el manto de Escorpio décadas atrás.

—En esa época, cada semana recibía una carta suya. Me hablaba del frío que sentía en las estepas siberianas, de lo inferior que se sentía a cierta compañera de entrenamiento que no quería hablar con ella porque no deseaba otra cosa que hacerse más y más fuerte, a pesar de ser una niña. —Con un ademán, Arthur frenó el intento de Shaula por intervenir—. Y antes de eso, cuando Akasha entrenaba con Seiya junto a Makoto, hablábamos cada semana sobre la diferencia entre nuestros maestros. Akasha era muy buena memorizando, gracias a algunos trucos que le enseñó… —Cabeceó de un lado a otro—. Pero las enseñanzas de Seiya consistían en olvidar lo que tanto se esforzó en aprender, de seguir lo que dictaban su corazón y su instinto para darlo todo en la lucha. A ella le confundía tanto ese cambio de paradigma, que nunca llegó a ponerse al día y acabó en manos de Ikki, librando duelos con Sneyder en la isla Reina Muerte. También me habló de ese lugar, aunque muy pocas veces; no llegan muchas cartas desde la isla más cercana al infierno, como comprenderás. No obstante, cada vez que ella dudaba, me lo hacía saber porque confiaba en mí. No fui todo lo amable que debería ser un amigo ni todo lo duro que debería ser un verdadero santo de Atenea, la guié para que siguiera intentándolo, le sugerí al Sumo Sacerdote, mi maestro, que la sacara de Reina Muerte y la enviase a otros campos de entrenamiento, donde chicas más jóvenes entrenaban.

—Yo no sabía nada de eso…

—Supe de la admiración que sintió por Shun, de que respetaba al sabio Shiryu de Dragón tanto o más que al Sumo Sacerdote, de que en Jamir era feliz, verdaderamente feliz. —Arthur cerró los ojos, frunciendo el ceño. Al volver a abrirlos, contrario a lo que Shaula esperaba, no estaban húmedos ni temblaban, seguían devolviendo una mirada tan dura y fría como siempre—. Estuve pendiente de Akasha durante todo ese recorrido mientras la mayoría ni siquiera la miraba. Emil se unió a ella hace tres años por un enamoramiento platónico. Su furia, su odio, es tan falso como el tuyo, Shaula. 

El dominio que Arthur tenía sobre la gravedad no habría podido someter a la santa de Escorpio a un peso mayor que el de aquellas palabras. Cabizbaja, cuestionó:

—¿Y crees que eso te justifica? ¿Esperas que nadie juzgue todas tus acciones?

—El nuevo Sumo Sacerdote tendrá ocasión de juzgarme, si no es que lo hace la misma Atenea. —Tomó los papeles que había escrito, otorgándoselos a Shaula: era un informe detallado sobre todo lo que había ocurrido durante aquel viaje, incluida la verdadera razón detrás de la muerte de Akasha y Azrael—. No puedo asegurar que vayamos a regresar a la Tierra. Tengo el presentimiento de que Azrael ha causado tal caos en los mares olvidados que nos haya condenado a no encontrar nunca el camino a casa. Sería una buena forma de vengarse de mí aun después de muerto.

—Serás recordado como un criminal, Juez —sentenció Shaula al terminar de leer—. No como un mártir. No dejaré que escapes de esto.

—Lo sé. Me alegro de que estés con vida, pues estoy seguro de que hablarás con la verdad cuando llegue el momento. Eres el único testigo.

—Sneyder aún vive.

—Sí —convino Arthur—. Tienes mucho que aprender de él.

—No deseo aprender de ninguno de vosotros.

—Aun así, debes hacerlo. No burles la memoria de alguien a la que solo tomas en cuenta cuando su vida peligra. Para ti, Akasha no es más que una compañera que crees que murió injustamente. Para mí, Akasha era mi hermana menor, una ingenua, idealista y valiente niña de Rodorio a la que no supe guiar antes de que se corrompiera —lamentó—. Aquí soy el único que tiene derecho a sentir rabia y odio hacia mí mismo. A los demás, como Sneyder, solo les queda elegir entre la justicia y la hipocresía.

 

***

 

Meses atrás, la división Andrómeda se había reunido en aquel cuarto para probar el Ojo de las Greas. Al entrar, Emil no pudo encontrar a ningún miembro del grupo junto al que había realizado tantas aventuras.

Primero se había retirado Makoto para proteger la Tierra, llevándose también a Soma y Munin. Por lo que el santo de Flecha sabía, tanto podían seguir luchando como haber muerto; no tenía forma de saberlo, por mucho que quisiera creer que seguían vivos. No era ese el caso de Shun, que cayó combatiendo al líder de los Astra Planeta, ni de June, que tuvo la dicha de morir como una heroína, en la ignorancia, ni de Akasha…

—Maldita sea —gruñó Emil, mirando a todos a los que había podido reunir. Mithos y Subaru, siempre juntos; Hugin, en tan mal estado que ni reía, ni hablaba siquiera. Hasta Orestes estaba allí, aunque en completo silencio—. Tenemos que matarlo.

El Juez no había tenido el menor atisbo de piedad o consideración a la hora de contarle lo que había sucedido en realidad con Akasha. Por supuesto, Arthur no había estado presente, pero había sido él quien usó el Satán Imperial sobre Azrael, sabía lo que había ocurrido y aun así lo omitió, ¡todos lo omitieron, hasta Lucile y Shaula! Y el viejo Ban, lanzándose como un kamikaze, como un samurái creyendo que estaba vengando a su señora. Le repugnaba el solo hecho de pensarlo.

Nadie dijo nada al principio, por lo que Emil abrigó esperanzas de que en cualquier momento Kiki aparecería trayendo a todos consigo, jurando que todo había sido una de sus bromas de mal gusto. Hasta pudo imaginarse a Azrael y Makoto discutiendo por algo sin importancia y a Akasha empeorando la situación al tratar de arreglarlo.

—Arthur nos vencería —advirtió Subaru, rompiendo el silencio—. No suponemos un peligro real para él en este momento.

—¿Le dijiste lo mismo a esa…?

—Mide tus palabras —se adelantó Mithos, que en el espacio de un instante pasó de una mirada preocupada a una severa—. No creas que puedes insultar a lady Shaula mientras ella no está, santo de Flecha.

—Lo cierto es que no le dije nada —aseguró Subaru—. Vi lo que ocurriría si Shaula les decía la verdad antes de que nos fuéramos de ese lugar, pero decidí permitirle elegir y eligió bien. De cualquier otra forma, todos habríamos muerto. Hasta tú debes saberlo, ¿cierto? Sin Arthur, jamás habríamos llegado a los mares olvidados.

—Ya estamos en los mares olvidados —apuntó Emil, guardándose para sí todo lo que opinaba de alguien que veía el futuro y ayudaba tan poco—. Ahora podemos matarle.

—¿Y qué hay del Ocaso de los Dioses? —cuestionó Hugin de pronto.

—No estamos hablando de eso…

—Sí que estamos hablando de eso —corrigió Hugin—. Pretendes enfrentar a un santo de oro por haber orquestado el asesinato de la Suma Sacerdotisa. Bien, no te falta razón, la legítima representante de Atenea en la Tierra tenía derecho a ser juzgada antes de que se tomaran tales medidas. Sin embargo, hubo una razón por la que se actuó de ese modo: el Ocaso de los Dioses. Me sorprendió que no nos ocultaras ese plan al hacer que nos reuniéramos, eso habla bien de ti y de tu causa, siempre que estés dispuesto a juzgar a todos con la misma vara, santo de Flecha.

Emil dio un débil golpe en la mesa. Lo cierto era que no había pensado demasiado las cosas antes de actuar y ahora se arrepentía tanto de contar lo que Arthur le dijo sobre el plan de Akasha y Lucile como de traer a Hugin a ese lugar. Buscó apoyos, sin hallar a ningún compañero; solo santos de plata confundidos y un caballero taciturno.

—Como un hombre de guerra —empezó a hablar Orestes al sentirse observado—, entiendo el temor que Acuario y Libra sintieron por ese plan. No es algo fácil lidiar con la manipulación de las emociones a tal escala. Si os sirve de ejemplo, pensad que alguien os obligase a admirar a quienes ahora odiáis, imaginad que de forma súbita creéis que lo que hicieron es lo correcto y merecen todo vuestro apoyo.

—A mí no me miréis —pidió Subaru—. Desconozco que habría pasado si ese plan se hubiese llevado a cabo —aseguró, con tanta sinceridad que nadie en la sala pudo dudar de él. Mithos, en silencio, entendió lo que el japonés no decía: en todo futuro en el que le Ocaso de los Dioses sucedía, Shaula no estaba viva.

—Me da miedo dejar de controlar mis propias emociones. Dioses, me daba miedo Lucile —reconoció el santo de Escudo—. Pero creo que lo habría aceptado —añadió, sacando de Hugin una mirada de espanto a la vez que Subaru asentía. Mithos no veía el futuro, así que no podía guiarse por algo más que su propia forma de pensar—. Ni siquiera estoy seguro de que sea algo malvado ayudar a la gente a sentirse un poco mejor. Y hacer que el poder implique no tener libertad… Me parece mejor a que muchos no sean libres por unos pocos que usan mal el poder que tienen. Es lo que creo.

A Emil le pareció que el corazón se le salía del pecho al imaginar que podía tener un aliado en el más fuerte de los santos de plata.

—¡Claro que sí! Si era un plan de Akasha, no podía ser tan malo.

—Sí que eres imbécil, santo de Flecha —terció Hugin—. Piensa en lo que te dijo el caballero, ve la otra cara de la moneda antes de decir algo de lo que podrías arrepentirte. ¡Ponte en el lugar de la gente a la que juzgas desde tu cómodo asiento!

De un momento para otro, las palabras dejaron de ser suficiente para ambos santos de plata. Emil lo apuntó con el brazo, mientras que Hugin adoptaba una postura de combate. Mithos, Subaru y Orestes se limitaron a observar.

—La única razón por la que no mato a tu amo es porque no soy tan despreciable como para ir a por un moribundo.

—Je, da gracias a los dioses de que el señor Sneyder necesite descansar —rio Hugin—. Y créeme que aun en ese estado te mataría antes de cruzar la puerta.

—Eso se le da bastante bien. Matar a sus compañeros.

—Es lo que significa servir a la verdadera justicia, que no está manchada por las emociones humanas. Je, ¿no te das cuenta? Tú odias al Juez mientras que el señor Sneyder no odia a Akasha. Yo mismo le serví de apoyo para llegar hasta el cadáver de nuestra Suma Sacerdotisa y otorgarle un ataúd incomparable, eterno, cuando vuestra única opción era arrojarla a estas aguas antes de que empezara a descomponerse.

—¿Crees que me importa lo que haga con los muertos quien nada hizo por los vivos?

—El señor Sneyder hizo más por los vivos en este viaje que tú en toda tu vida.

Por largos minutos, los espectadores creyeron que la batalla sería inevitable. Sin embargo, al final ambos bajaron los brazos y se volvieron, cada uno por su lado. Antes de que Hugin cerrara la puerta, Mithos y Subaru le siguieron, abandonando la habitación. Solo uno se quedó con el embravecido Emil.

—Tengo mis reservas sobre ese plan —reiteró Orestes—. Soy un hombre de guerra, me resulta difícil de entender la forma en la que se vive en este tiempo. Mas mi deber era el de proteger a la Suma Sacerdotisa en este viaje.

—Pues te has lucido, caballero de la Corona Boreal. Te has lucido de verdad.

—Lo que quiero decir es que si deseáis vengarla, podéis contar conmigo —dijo Orestes, avanzando a un inmóvil y callado Emil—. No debo ninguna lealtad a Libra. Y el poder de mis compañeros caídos fluye por mis venas.

 

***

 

Mithos y Subaru buscaron a Shaula por todo el barco, rehuyendo tanto el cuarto en que se habían quedado Emil y Orestes cuanto el camarote de Arthur. Al final acabaron encontrándola por casualidad cerca de la habitación destinada a Escudo.

Lo último que Mithos habría esperado fue ver a la ninfa golpear la cara de Subaru, quien fue el que lo había guiado hasta allí.

—Tú lo sabías —dijo Shaula, presionando el pecho del santo de Reloj hasta que este quedó pegado a la pared. Le dio otro puñetazo al ver que no respondía, manchando de sangre los nudillos dorados—. ¡Tú lo sabías todo! ¡Sabías que Akasha moriría! ¡Sabías que Azrael moriría! ¡Sabías que mi padre moriría!

—¡Basta, Shaula! —pidió Mithos, agarrando el fuerte brazo de la ninfa justo antes de que un nuevo golpe terminara de romper la nariz de Subaru, que cayó al suelo sin oponer resistencia—. ¡Lo va a matar si sigue así!

Shaula lo apartó con brusquedad, haciéndole trastabillar. Luego miró a Subaru, sentado junto a una pared con la cara hinchada, roja y morada. No le reprochaba nada, claro, pues ya había visto —si no es que escogido— esa escena. Hasta lo ocurrido en la Esfera de Marte, la ninfa no había terminado de concebir lo terrible que podía llegar a ser la habilidad de ver el futuro, así sea el de una única persona.

—No has tartamudeado —dijo Shaula, de pronto, dirigiéndose al extrañado Mithos—. Me llamaste por mi nombre y no tartamudeaste.

—Sí… bueno… yo…

—Ven. —Veloz como la luz, Shaula agarró el brazo de Mithos con mucha más fuerza de la que este había usado para detenerla; el santo de Escudo parpadeó varias veces, sin saber qué decir—. Vamos.

—Eh… Subaru…

—¡Él no puede venir!

—¿P-Por qué? —preguntó, lamentando que de nuevo le temblara la boca. Imaginó que tenía el rostro enrojecido—. No entiendo.

—Te necesito —soltó Shaula con voz quebrada, empezando a arrastrar al griego—. Te necesito. Por favor, vámonos.

Por el espacio de un instante, Mithos creyó ver más allá de la máscara. Relajó el cuerpo, dejando de ofrecer resistencia, dispuesto a ayudar a aquella joven en todo lo que le fuera posible. Solo dudó un segundo cuando vio cómo Shaula abría la puerta y la atravesaba, aún sujetándole de la mano con fuerza. Empezó a entender y de algún modo sintió miedo, miedo de no poder dar paz al caos emocional que era el corazón de la ninfa.  Pero la santa de Escorpio no permitiría que nadie más cayera derrotado por el miedo. De un tirón atrajo al griego a la estancia, cerrando después la puerta.

Al escuchar, aún pegado a la pared, cómo piezas metálicas —una máscara, corazas, brazales, perneras…— caían al suelo, Subaru sonrió.

 

***

 

El santo de Cuervo tardó más de lo normal en llegar a donde se dirigía, en parte por miedo, aunque no se engañaba: la herida del ángel se había abierto, la sangre bajaba por las grietas del maltratado manto de plata. Si no lo trataban, moriría.

—No puedo volver a allí —masculló Hugin, orgulloso—. Tengo que hablar con el señor Sneyder y prevenirle de ese nido de víboras. Sí, eso debo hacer.

Así había hablado porque así pensaba, lo que no hizo menos claro que al estar frente al camarote de Acuario, se quedó clavado al suelo como una estatua. De repente, la mano le pesaba más que el mundo, no podía levantarla para llamar a la puerta, y eso alimentaba una excusa de lo más absurda: entrar sin llamar no estaría bien; se quedaría haciendo guardia por si Emil, como todo santo de Flecha en la larga y agitada historia del Santuario, faltaba a su palabra y venía a vengarse.

Pasaron los minutos sin que se notara el menor movimiento o sonido en las cercanías. Los párpados de Hugin dejaban de obedecerle, cayendo traviesos así como la sangre seguía fluyendo, gota a gota, desde la herida.

Cuando la puerta se abrió tras del santo de plata, este casi dio un salto.

—¡Señor…!

El saludo se quedó colgado en el aire, la boca de Hugin no terminó de cerrarse. El hombre que tenía enfrente era, sin lugar a dudas, Sneyder. Solo un hombre como él podría estar en pie, firme y regio, estando al mismo tiempo tan demacrado. Las mejillas hundiéndose, el único ojo sano ahora sin brillo, el cabello ahora con más hebras blancas que negras, el cuerpo —en especial los brazos y las piernas— delgadísimo. Y eso solo era el exterior, pues según Shaula llegó a explicarle, la Muerte Roja tanto podía matar al sujeto como hacer que todo su cuerpo se volviera en su contra, en caso de que no muriera pronto. Un santo de oro podía ofrecer resistencia, siempre que tuviera una razón de peso para hacerlo, algo que alimentase el fuego de Prometeo que habita en el corazón de todos los siervos de la diosa, a la par que el alma y el cosmos: la voluntad de los seres humanos, capaz de permitirles obrar milagros, hacer lo imposible.

La razón por la que Shaula trataba de mantenerlo vivo escapaba al entendimiento de más de uno en el Argo Navis. Según le había confesado al santo de Cuervo —quien decidió creer cada palabra—, la Muerte Roja había caído sobre Sneyder mientras Shaula era marioneta de Lucile, y ella haría todo lo posible por repararlo.

—¿Tienes algo que decir, Hugin? —cuestionó el santo de Acuario. La voz gélida, sin el menor temblor, como siempre.

—Emil podría venir por aquí, puede que le acompañe el caballero del Hijo, no estoy seguro. ¡Debemos estar preparados para lo peor!

—¿Tienes algo que decir, Hugin? —repitió el santo de Acuario, al que tales palabras, por mucha que fuera la convicción del santo de Cuervo, no le convencían.

—Yo… —Un escalofrío recorrió la espalda del santo de Cuervo, semejante a la sensación que tuvo al ver el cadáver de Akasha. Tembló desde los pies a la cabeza, los ojos se le humedecieron y en una mente caótica oyó fieros reproches de su yo más joven, que graznaba más que hablaba: ¿por qué él estaba así por perder un poco de sangre? ¡Sneyder estaba allí, había dejado de descansar solo para ver qué tenía que decirle!—. Yo no… Yo… Yo no apruebo lo que hicieron, señor Sneyder.

Finalmente pudo decirlo, costándole las fuerzas que lo mantenían de pie. Se puso de rodillas, avergonzado por las lágrimas que le recorrían el rostro. ¿Por quién lloraba? ¿Por la mujer a la que había despreciado durante más de cinco años o porque él mismo estaba siendo débil, pusilánime, al igual que Emil de Flecha?

—Discúlpeme, yo… Yo debería…

Esperó unos segundos. Como no hubo respuesta, empezó a levantarse, volviendo a ver el casi blanco, frío y despiadado ojo de Sneyder, que lo miraba desde arriba.

—Dime, Hugin. ¿Sirves a la justicia?

El santo de Cuervo siguió levantándose con la boca entreabierta. Tantas veces había respondido a aquella pregunta en menos de medio segundo que le sorprendió tardar un largo minuto en siquiera ponerse de pie, pensar, reflexionar sobre la magnitud de una palabra que había llevado a los hombres por una infinidad de caminos, todos distintos.

—Sí —contestó, por primera vez, pensando en sí mismo, no en aquel a quien se dirigía, que ahora le dedicaba un gesto de asentimiento.

—Entonces, está bien.

Dejando tras de sí la puerta cerrada, Sneyder volvió a la cama. Hugin, que oía el lento y cansado paso del guerrero, se juró no volver a decaer. Haría guardia hasta que volviesen a casa y hallasen una cura. Sí, eso es lo que haría.

 

***

 

Una hora después, solo había dos personas despiertas en el Argo Navis, atravesando el pasillo en busca del camarote de Escorpio, donde Alcioneo se había apalancado con el saco de comida y exigencias sobre un matrimonio que no le importaba a nadie más que a él. Ni a Emil ni Orestes les importaba, desde luego, y tampoco iban en busca de saciar el hambre o la sed con las manzanas, el agua y el vino que el gigante resguardaba. Ellos solo querían un aliado más, alguien capaz de matar a un ángel del Olimpo.

El destino quiso que en el camino pasaran por el camarote de Acuario, custodiado por un único hombre. Un guerrero de pelo rubio y corto, nariz ganchuda y manto quebrado, a medias plateado y carmesí. Estaba sentado bajo el pomo de la puerta, con una expresión de serenidad que heló el alma de Emil.

—¿Hay alguien en esa habitación? —preguntó Orestes.

—Ya no —dijo Emil, con un estremecimiento paralizándole las piernas, hacía un momento tan fuertes y seguras—. Si hubiera alguien, Hugin nos estaría echando a patadas. Orestes, ¿puedo preguntaros algo?

—Podéis hacerlo, Flecha.

—Si lográramos matar a Arthur, ¿me sentiría aliviado? —cuestionó al saber al caballero parte de una sangrienta venganza en contra de su propia madre—. ¿Serviría de algo?

—No os daría paz a vos ni a nadie en este lugar. Tampoco a los muertos, ellos ya no están en el mundo de los vivos y en nada les importa lo que ocurra. La razón que nos impulsa a buscar la muerte de alguien debe ser la justicia, no por los que ya no están ni por nosotros mismos, sino por los que vendrán después de nosotros.

—Justicia, ¿eh?

Atragantado, Emil volvió a pensar en todos los miembros de la división Andrómeda. Esta vez se acordó de Lesath, la oveja negra del grupo, quejándose todo el rato de lo pesado que era Sneyder con cierta pregunta sobre aquella vaga, abstracta idea.

Ahora ahí estaba, viendo al único santo que quiso creer en esa frase y el hombre que estaba detrás, defendiéndola con una espada de hielo, del todo implacable. Al ver allí a Hugin, Emil dejó de creer que tuviera la más maldita idea de lo que era la justicia. 

 

Notas del autor:

 

Si bien me he limitado a delimitar esta historia por arcos, a la hora de editar tuve presentes tres bloques. El primero, desde el primer capítulo hasta el número cien, abarca la guerra entre vivos y muertos. El segundo, que cubre los arcos Saturno, Júpiter, Marte y Tierra, trata la embajada de paz del Santuario, que ya sabemos cómo acabó. El tercero comienza con el siguiente volumen, Venus, el comienzo del fin de esta obra, que espero que deje satisfechos a todos los que seguís conmigo. ¡Muchas gracias a todos!

 

Como es costumbre, antes del cambio de arco, me tomaré un descanso, pero para que la espera no se haga muy larga, en medio espero publicar el interludio Tierra. ¡Estad atentos, porque será muy importante para los próximos acontecimientos!


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Publicado 04 septiembre 2023 - 11:28

Saludos

 

Interludio – Tierra

 

A través de un mar de agua amarillenta, mal llamado río, una barca avanzaba, tal y como había ocurrido desde siempre. Una capa de niebla se adhería a la madera, ya vieja en el tiempo en que fue creada, así como al Barquero, alto y misterioso ser siempre cubierto por prendas oscuras, con la cabeza oculta bajo una amplia capucha. Cada vez que el remo hendía las enfermizas aguas, acababa trayendo consigo algunas almas desdichadas, anhelando volver a tener la oportunidad que alguna vez desecharon. Entonces, el Barquero las devolvía a donde pertenecían con una completa indiferencia, sabiendo que el destino de ese viaje eran más almas, más saltos desesperados desde la barca en un vano intento de negar la propia muerte. Más molestias.

Él era hijo de la Noche, hermano por tanto de la Muerte, el Sueño, la Venganza, el Destino y otros muchos seres a quienes aun los dioses del Olimpo tenían en alta estima. Se decía que hasta Eros, el Amor, era hermano suyo. Él no tenía una labor tan fundamental en el orden natural de las cosas, solo guiaba las almas de los muertos hasta el juicio final que a todos correspondía recibir, de esa forma tenía la oportunidad de sustituir el silencio del reino de Hades con historias. Algunas eran aburridas, como invitándole a tirar el remo y echarse a dormir en la mitad del trayecto, cosa que nunca había llegado a hacer; otras, en especial las de los héroes, llenas de valor y tragedia a partes iguales, llegaban de interesarle a tal punto que se olvidaba de que tenía un remo en las manos. Y al final estaban las más insólitas, de seres humanos tan bondadosos que sin duda conseguirían acceder a los Campos Elíseos, el lugar al que él podría ir a descansar en cuanto todo acabase. La Tierra, los humanos, el universo. Todo.

Las últimas almas que tuvo que guiar no le aburrieron, tampoco le dieron historias interesantes o enternecedoras. Lo único que le provocaron fue un repentino resentimiento hacia la inmortalidad, la suya, por supuesto.

Primero fue una diva, hermosísima para los hombres, igual que cualquier otra para el Barquero. Desde la costa hasta el palacio del rey Minos no dejó de cantar a viva voz. Fue un viaje de lo más molesto, pues las almas del río no paraban de venir para escuchar, teniendo la osadía de intentar subirse a la barca desde todas direcciones. ¡Nunca había tenido que trabajar tanto! Y no mentiría diciendo que era uno de los seres más trabajadores que habían existido, no como un dios manteniendo el equilibrio del universo, sino como un barquero, remando siempre, sin quejarse. Cuando la dejó en tierra, dio gracias a los dioses, pero siguió escuchándola durante mucho, mucho tiempo después de eso. La canción de esa mujer debía haber llegado a todos los rincones del infierno, si no es que fue más allá, hacia el mundo de los vivos que ahora luchaban una nueva guerra, para no variar, contra Fobos de Marte.

El siguiente pareció una respuesta a sus plegarias, pues era la encarnación misma del silencio y la apatía. No dijo ni una sola palabra, no realizó más movimiento que subirse a la barca y bajar más adelante. No dirigió la vista hacia ningún lugar en concreto. Tener una estatua habría sido más agradable que viajar con ese gélido mortal que apestaba a Cocito, el río congelado del infierno en el que seguían aprisionadas las mil millones de almas que se cobró el diluvio hacía tiempo. Aún le daban escalofríos de recordar ese trayecto, por el que no había tenido mucha prisa para regresar. Ni siquiera había golpeado a los condenados del río, no demasiado, al menos.

La costa estaba atiborrada de almas, víctimas de la guerra que se estaba librando en la Tierra ahora mismo. El Barquero no recordaba tantos potenciales viajeros desde hacía décadas, pero no temió que todos se subieran al bote de una sola vez. Los humanos siempre necesitaban tiempo para decidir que estaban muertos. Algunos hasta tenían la desfachatez de quedarse como fantasmas en la superficie. Y luego de esos indecisos estaban los más cobardes, empujando a los más débiles hacia el frente cuando los veían confundidos por la llegada de una barca dirigida por un escalofriante encapuchado.

En esa ocasión le tocó a una mujer de largos cabellos castaños, ligeramente ondulados, y ojos grises. Vestía un traje semejante a los de los oficiales del ejército griego, solo que con un galón de lo más inusual, con el símbolo de Niké contra un cielo estrellado. Esa debía de ser la última imagen que la humana tuvo de sí misma antes de morir, aunque aún ni ella ni los que la empujaron eran conscientes de ello. Solo el Barquero podía ser consciente de la forma y la identidad de quienes transportaba. Si escrutaba lo suficiente, bastaba con extender la mano y una moneda aparecería sobre la palma.

—¡Akasha de Virgo! —susurró el Barquero, sorprendiéndole que un alma con tanto miedo en su corazón aceptara tan pronto la muerte—. Sube.

La ateniense dudó un segundo, solo uno. Miró hacia atrás en busca de alguien, aunque por supuesto no pudo identificar ni una sola de las almas que habían retrocedido. Pese a ello, se subió a la barca de un salto a la vez que la moneda se fundía en la vieja piel del Barquero. Este empezó a remar de inmediato, sin esperar a que nadie más se uniera.

No tenía tiempo para lo demás. No ahora.

 

***

 

Akasha era lo bastante consciente de su situación como para apreciar la ironía. Ella había jugado con el alma de Geist para que viajara en la barca antes de tomar la decisión y sonsacara información al Barquero. Ahora era ella quien se había visto empujada hacia la penitencia que llevaba mucho tiempo evitando, no antes de que tomara la decisión, sino antes de poder volver a ver a sus compañeros, una última vez.

Sobre todo quería volver a ver a una persona, como bien demostraban las luces que se iban liberando alrededor de la barca. Brillaban con gran intensidad, despejando la niebla y ahuyentando a los condenados del río. Y si se les ponía la suficiente atención, se agrandaban mostrando diversas escenas mudas. Eran la vida de Akasha, la odisea turbulenta de quien contra todo pronóstico quería servir a Atenea como los héroes de su infancia, sin importar el precio. Tres personas y un lugar apartado en el Himalaya determinaron la costosa victoria sobre el destino. Y como todos los que querían ser más de lo que debían ser, debió pagar un alto precio.

—¿Eres de las calladas, eh? —comentó el Barquero sin voltearse ni dejar de remar—. Ten un poco de piedad. Tendré que llevar a todas las almas que dejamos atrás tarde o temprano. Y créeme si te digo que ninguno tendrá algo interesante que contarme.

No hubo más respuesta que el sonido de la joven replegándose en el otro extremo de la barca. Estaba sentada, cabizbaja, con las manos sobre las rodillas juntas.

—Yo sí tengo algo que contar, pero… —Pausó unos segundos, como dudando. Los dedos, semejantes a patas de araña de lo largos que eran, se enroscaron al remo con gran fuerza—. ¿No quieres hablar de cómo tu plan habría salvado a la humanidad? ¿No vas a lamentarte? ¿No te enfadarás y desearás venganza contra quienes te traicionaron?

Los labios de Akasha, desprovistos ya de una máscara recubriéndolos, no se abrieron. El Barquero volvió a remar, tardando un largo, largo rato en retomar la charla.

—Hubo una vez, hace mucho tiempo, una diosa sin par. Nacida sin madre, era hija del más poderoso de los dioses y de él heredó gran fuerza y aun más sabiduría. Nació ya armada, lista para la batalla. En todo combate que libró halló la victoria, toda gesta que emprendió rindió frutos y hasta llegó el día en que luchó codo con codo con el rey de los dioses, deteniendo junto a él al hasta entonces imbatible Tifón. A aquel ser, padre de todos los monstruos, se le detuvo no con el poder de la destrucción, sino con el de la creación, conteniéndolo en un nuevo mundo que pronto estaría lleno de vida. En ese planeta, los dioses depositaron las esperanzas que habían perdido tras la batalla contra Tifón y la caída de la Raza de Plata. No solo guiaron a los hombres hasta allí, sino que caminaron entre ellos y hasta yacieron juntos, engendrando a los llamados héroes. 

 —Atenea —interrumpió Akasha.

—¿Decías? —El Barquero, ensimismado en el relato que contaba, apenas la había oído.

—La diosa sin par es Atenea.

—¿Quién iba a ser si no? —El remo salió de las aguas cargando tres almas. Al bajar, estas volvieron a la corriente sin que el hijo de la Noche siquiera se hubiese percatado del suceso—. La hija favorita de Zeus, así como el rey de los dioses es el único entre los inmortales al que Atenea en verdad aprecia y respeta. No es que odie al resto, solo que como diosa de la guerra siempre fue bastante conflictiva.

—Es la diosa de las guerras justas —objetó Akasha, alzando la cabeza y la voz—. Solo lucha para defender, no para atacar.

Aunque los ojos de la joven parecieron relampaguear, el Barquero no volteó para verlo.

—Miento, ella también apreciaba y respetaba a otra diosa. Una que según dicen había heredado la belleza de Gea, aunque no la fertilidad de quien algunos consideran la madre de todos los dioses —terció, rechinando los dientes en una risa que tenía achaques de rabia—. Zeus vio la solitud de Deméter y tuvo una idea tan descabellada que ni siquiera llegó a sobrevivir como leyenda en el mundo de los hombres. Primero, dio a Atenea la orden de proteger a Deméter. Luego, a Deméter le dijo que cuidara de Atenea tal que hubiese salido de su vientre. Ambas diosas se sintieron dichosas por motivos tan distintos entre sí como respecto a la verdadera intención de Zeus.

—¿Y cuál sería esa intención? —preguntó Akasha, sin poder ocultar su curiosidad. 

 —Zeus quería que Atenea, su hija predilecta, descubriera otras cosas además del combate. El amor de una madre, al principio; el amor de un hombre, en el trágico e inevitable final de esa relación.

—Estás mezclando mitos —observó Akasha, sacudiendo la cabeza. Arriba, flotaba una infinidad de puntos dorados que revelaban cuanto le ocurrió a la joven después de la Rebelión de Ethel y el Cisma Negro, eventos que ella no había querido volver a ver—. La única hija que tuvo Deméter fue Perséfone, que se convirtió en reina del inframundo después de que Hades la secuestrara… Oh…

—Eres inteligente —aprobó el Barquero—. Atenea protegía a Deméter adoptando el papel de una inocente deidad floral. Y no dejó de fingir cuando un sombrío auriga salió de las profundidades de la tierra en un carro tirado por caballos de pesadilla. Es la diosa de las guerras justas, que solo lucha para defenderse, así que decidió acompañar a Hades para poder decidir si el dios del inframundo era un aliado o un enemigo para Deméter. Ni se le pasó por la cabeza que Zeus había dado alas a Hades cuando este vino a él, desconociendo lo que era el amor que el rey de los dioses tanto y tan bien había experimentado. ¿Divertido, no lo crees? ¡Tu diosa y mi dios, unidos en matrimonio!

Akasha tenía muchas formas de describir aquella historia. Divertido, desde luego, no era la primera palabra que le venía a la mente.

—Atenea jamás habría probado el granado —advirtió luego de varios minutos de franca estupefacción—. El fruto que Ascálafo sirvió a Perséfone, provocando que la reina del inframundo tuviera que quedarse en el reino de los muertos un tercio de cada año.

—No tienes por qué ser tan literal —explicó el Barquero, riendo—. Para los griegos, la historia de Deméter y Perséfone es una forma primitiva de explicar el ciclo de las estaciones tal y como ocurre en el hemisferio en el que vivían. La auténtica historia es más compleja que eso, vida contra muerte, creación contra destrucción. Y en medio de todo, los dioses, cuya presencia en este universo no es más que una pequeña parte de todo lo que son y hacen. Le doy forma de mito porque es la mejor forma que tienen los humanos de entender a los dioses, mas si quieres saberlo, sí, Atenea se ató al inframundo en cuanto detectó el juego de Zeus de intentar colmar de alegría los corazones de Deméter, Hades y ella misma. ¿A dónde crees que va Atenea después de desaparecer, si reencarna cada varios siglos como una simple mortal? ¿Quién creías que mantenía el orden en el inframundo mientras Hades, quiero decir, el avatar de Hades que actúa frente a la Tierra y los hombres, permanecía sellado? No puede ser que nunca te hayas hecho alguna de esas preguntas. Pareces lista, para ser mortal.

Un punto dorado se fundió en el rostro de Akasha, que había enmudecido. Se transportó durante un tiempo que no pudo cuantificar hasta aquella reunión en el Argo Navis, alrededor del Ojo de las Greas, donde hablaron sobre lo que estaba ocurriendo en el Hades después de la derrota —y muerte, según esperaban— del dios del inframundo.

—Lo que dices no tiene sentido —decidió al fin—. Atenea y Hades son enemigos.

—Nadie esperaba que la diosa de la guerra mantuviera ese papel por demasiado tiempo. Como de costumbre, la culpa fue de los humanos. Se envilecieron, el juicio de Hades se volvió implacable y Atenea no hizo nada para atenuarlo. Estaba pendiente de Poseidón y el inminente castigo que el dios del mar desataría contra la humanidad. Mientras los inmortales, uno a uno, habían abandonado ese mundo, ella anduvo por toda la tierra y el mar en busca de un hombre digno de salvarse.

—Conozco esa historia —cortó Akasha—. La de Deucalión y Pirra.

—Y los primeros santos de oro —añadió el Barquero. Ahora las luces que los envolvían mostraban el inicio de las batallas contra los Astra Planeta, así como el último viaje del Argo Navis—. Creo que ese fue el momento en que lo planeó todo.

—Hace mucho que no puedo seguirte, Barquero.

—Me llamo Caronte.

—Eres tan hablador como él.

—¡Intenta tú resumir la vida de una diosa! —Golpeó con el remo las aguas varias veces, salpicando la barca de gotas de un hedor asfixiante. Akasha tosió—. Lo que quiero decir es que Atenea sabía bien lo que hacía. Por los humanos que murieron, se enfrentó a Hades, mientras que por la nueva raza que creó junto a Deucalión se enfrentó a Deméter. Es la diosa de la sabiduría, tenía que haber previsto que el planeta dejaría de ser el paraíso que estaba destinado ser, tenía que ser consciente de que para salvar las almas de la vieja humanidad que Hades juzgó con tanta dureza, tendría que regresar al inframundo no como una reina consorte, sino como soberana.

—¿Dices que fue Atenea quien atacó a los otros dioses? —La sola idea revolvía el estómago que Akasha no creía tener—. ¿Pretendes justificar a tu rey?

—Los dioses no necesitan ser justificados por nadie. Lo único que hago es explicarte por qué estás aquí ahora. —Se giró con brusquedad, aún sosteniendo el remo, aunque ahora como una suerte de bastón—. Atenea venció a Poseidón defendiendo a la vieja humanidad. Atenea provocó a Hades defendiendo a la vieja humanidad. Dejó que el pequeño ejército que había formado se ocupara de la naciente Atlántida mientras planeaba la toma del Hades. Durante miles de años se ocupó de dialogar con dioses y espíritus divinos por igual, hasta que solo fueron tres los inmortales de los que tenía que preocuparse. Y de repente bajó a la Tierra como una humana para derrotar en igualdad de armas a la humana que se había convertido en una diosa.

—Sé que soy la reencarnación de Pirra —tuvo que admitir Akasha, provocando un achaque de cólera en el Barquero. La base del remo golpeó la barca.

—Derrotó a Poseidón defendiendo a Odiseo. No me atrevo a decir que derrotó a Ares, pero no dudo que derrotó al señor Hades el día en que murió por primera vez, defendiendo por igual a los vivos y los muertos. Un buen plan, todos lo admitimos. En este reino no parecía indefensa ni tampoco una amenaza, sino la reina que alguna vez fue, esa pizca de misericordia que a nuestro rey le faltaba. Ni el rey ni ninguno de los Señores del Hades imaginábamos que con cada reencarnación iba dejando una parte de sí en este lugar a la vez que era más imprudente en la siguiente vida. Como diosa no habría podido ser juzgada, ni siquiera aquí; como humana, ya conoces la historia, una y otra vez se opuso a los dioses para defender a los seres humanos, hasta que llegó al extremo de asesinar al señor Hades. No murió como había hecho durante milenios, sino que ascendió al Olimpo solo para regresar a la Tierra como una humana.

Dejó caer el remo como si fuera un peso demasiado grande. Las manos, huesos envueltos en una fina capa de piel reseca, se enroscaron en los hombros de una totalmente confundida Akasha. Bajó la cabeza encapuchada hacia ella.

—Vosotros creéis que Atenea siempre descendía a la Tierra como un ser humano; os equivocáis. La primera vez formó e instruyó a los santos como la diosa que es, diosa de la guerra y la sabiduría. Mucho tiempo después encarnaba en un cuerpo humano que solo aparecía en la tierra golpeada por un rayo, como un bebé envuelto en mantas limpias. La sangre que le corría por las venas era bendita, el cabello podía ser utilizado en una pócima de la juventud y recibía siempre un trato deferencial, siendo criada en el Santuario cada vez que encarnaba. Hasta que tuvo que vivir al margen de su propia orden, volviéndose más humana y falible que nunca, tal y como planeó. Solo la falta de previsión de los hombres, emponzoñada de emociones, pasiones y sentimientos, podría llevarla a mancillar los Campos Elíseos con la sangre de Hades. La siguiente reencarnación no podía ser como las demás, no habría nada divino en el cuerpo en que Atenea habría de encarnar, ¡incluso nacería en el vientre de una simple pueblerina!

La presión de los dedos sobre los hombros de Akasha creció de forma alarmante. La joven, con un violento movimiento, logró zafarse, y ponerse de pie.

—Nadie es más vil y mezquina que vos, majestad —afirmó Caronte, el Barquero, haciendo una reverencia—. Atenea. No, nuestra reina, Perséfone.

—¿Es esto una clase de broma? —Akasha sacudió la cabeza, mascullando posibles maneras de continuar hablando. No terminaba de encadenar más de dos sílabas, pues la sugerencia del Barquero era demasiado absurda—. Soy una sierva de Atenea. Jamás creería ser una diosa, ¡yo no soy Pirra!

—¿Una sierva de Atenea? Interesante. La diosa de la guerra es lo bastante audaz como para usarse a sí misma. Ella planeó que se volvería una simple humana que moriría tarde o temprano, momento en el que tomaría el control del inframundo y podría hacer al fin su voluntad: liberar las almas de la vieja humanidad. Brillante, lo único con lo que no contó, creo, fue que al vivir como una humana podría querer luchar como lo hicieron los santos que la sirvieron durante tanto tiempo. ¿O sí contó con ello?

—¡Yo tomé esa decisión! ¡Solo yo!

—Y sobre si eres Pirra o no, esa es la mayor broma de los dioses, a mi parecer. —Como dándose cuenta de que hacía mucho que no reía, el Barquero soltó una larga y sonora carcajada que estremeció a Akasha—. ¡La falsa Atenea se volvió la auténtica!

Mientras reía, vio que Akasha planeaba atacarle con aquel cuerpo que no era más que un alma como cualquier otra. La joven no pudo dar un paso antes de que el Barquero le aferrara el cuello con una sola mano, alzándola con una facilidad insultante. La miró un momento, siendo solo él consciente de lo que planeaba hacer.

Pero un cuerpo subió a la barca antes de que cualquier decisión fuera tomada. Raudo, aquella alma en pena se puso a la espalda del Barquero y le colocó un arma tras la capucha. El sonido inconfundible de una pistola al amartillar sorprendió tanto al hijo de la Noche que soltó sin más a Akasha. Aquel hombre, fuera quien fuese, sin duda estaba loco, ¡debía ser así para que pensara en inmovilizarlo sin una pizca de cosmos!

—¡Azrael! —exclamó Akasha en cuanto pudo incorporarse. Reconociendo de inmediato al rubio hombre, decentemente vestido, que apresaba al Barquero.

—Me alegro de volver a verla con bien, señorita.

—¿Alguien me puede explicar qué está pasando aquí? —rogó el Barquero.

De repente todo el resentimiento que tenía por aquel ser quedó guardado en algún rincón lejano. También a ese lugar apartado en su mente mandó Akasha la confusión que la atormentaba. Porque nada podía ser más confuso y raro que lo que veía.

—Te está apuntando con una pistola… ¡Azrael! ¡Esto es una locura!

—¿Esto es un secuestro, entonces? —preguntó el Barquero.

Azrael presionó el arma contra la oscura túnica. Tenía el dedo firme sobre el gatillo.

—Puedes llamarlo un golpe de Estado. Si no pudimos salvar a los vivos, al menos salvaremos a los muertos. Señorita, vámonos de aquí.

Con rápidos y calculados pasos, sin dejar de apuntar al Barquero con una seriedad que este se creía obligado a respetar, Azrael avanzó hacia donde estaba Akasha.

La joven pestañeó varias veces. Sonreía y lloraba a un mismo tiempo, bebiéndose lágrimas que no deberían existir. Sintió el deseo de tomar la mano que su asistente le tendía, anheló abrazarlo para asegurarse de que estaba allí, con ella.

Y sin embargo, cuando los dedos de ambos se rozaron, el alma de Akasha recordó al fin lo último que le había sucedido. La reacción fue instintiva: saltó hacia atrás.

 

—¡No! —gritó Azrael, demasiado tarde. Akasha había caído al río.

El Barquero escogió justo ese momento para recordar lo poco amenazante que era un hombre con pistola. A pesar de lo grande que era, se deslizó por la barca hasta el asistente sin hacer ningún ruido y le agarró del cabello —abarcando medio rostro debido a los largos dedos— antes de que saltase al agua.

—¡No tan rápido! ¡Tienes muchas cosas que explicarme! ¿Cómo has venido hasta aquí?

—De la misma forma que saldré —gruñó Azrael tratando de morder las manos huesudas. La pistola se le había caído—. ¡Nadando! Y ahora tengo el poder de…

—Tú no tienes ningún poder, humano. A ver, la última vez que un alma llegó tan lejos nadando desde la costa fue… ¡Nunca! ¡Dime la verdad, humano, o haré que conozcas al dios del sufrimiento en las profundidades de estas aguas endemoniadas!

—Mi cosmos… —musitó el asistente—. No… No puedo…

—Sí, no puedes hacerme ningún daño. Yo soy Caronte, hijo de la Noche. Ni siquiera podrías despeinar a un espectro, ¿qué esperas hacerme a mí? ¡Nada! ¡No puedes…!

 

Tres presencias se hicieron sentir alrededor del asistente y el Barquero.

—Sí, él no puede hacerte nada —convino Sorrento, en la proa.

—Sin embargo… —añadió Nimrod, quien había venido desde la Colina del Yomi.

—Nosotros sí —completó Shizuma.

Los santos de Cáncer y Piscis, junto al Gran General del ejército de Poseidón, habían llegado a aquel lugar sin que nadie pudiera sentirlos. El Barquero, pese a todo, no se amedrentó. Más bien, mientras seguía aferrando la cabeza del pobre diablo que seguía queriendo lanzarse al río, usó la otra mano para atraer el remo y blandirlo como arma.

—¿Qué haces?

Caronte soltó el remo de inmediato.

Las aguas del río, siempre agitadas, se calmaron. Las almas se alejaron de la barca, aterrorizadas. Las luces que reflejaban los últimos momentos de Akasha de Virgo se esfumaron en cuanto la voz de la joven fue escuchada por todos, incluido Azrael.

El asistente vio a Akasha sostenida por Nimrod.

—Responde. —El Barquero, paralizado, se sintió un prisionero en los ojos grises de la joven cuya voz era ahora tan sonora y temible como la de la diva de la otra vez—. ¿Qué haces con mi sirviente, escoria?

 

***

 

Sneyder de Acuario había cerrado los ojos pensando que jamás volvería a abrirlos. Tanto en el Argo Navis como ante el tribunal del rey Minos. No tenía nada que decirles a los vivos o a los muertos. No tenía nada de lo que arrepentirse ni nada por lo que sentirse más justo que cualquier otro hombre, así que no diría nada.

Cayó a una superficie lisa, más fría que las estepas siberianas, como despertando de una pesadilla. Vestía el manto de Acuario, aunque no en muy buenas condiciones.

—Agradezco que trajeras a Shizuma hasta aquí, Sorrento —oyó de una voz que era idéntica a la de Akasha y a la vez totalmente distinta. Una niebla espesa le impedía ver más allá de dos palmos. También le atrofiaba el resto de sentidos—. Tu ayuda para infiltrarnos en Cocito sin que nos vieran también ha sido invaluable. 

—Fue Shizuma quien guió mi yo astral hasta este lugar, señora Atenea. Al perder la máscara, debió buscar algo más que le permitiese reconocerse a sí misma. Escogió el manto de Piscis y a través de ella llegó hasta vos. Aun no puedo creer que vos…

—Tranquilízate, Sorrento. Es mucho lo que te debo, pero debo pedirte que te marches. Este es el reino de los muertos, no de los vivos.

—Comprendo —aceptó el marino. Sneyder pudo verlo inclinando la cabeza a modo de respetuoso saludo. Se dirigía a una mujer muy similar a Akasha, si se obviaban el tono carmesí del uniforme militar, los ojos grises sin pupilas y el cabello plateado—. Sabed que nuestra alianza sigue en pie. Juro en nombre de mi señor Poseidón que defenderé la Tierra hasta el último aliento.

—Lo sé bien, Sorrento. Y es por eso que te envío de vuelta. Algo terrible está pasando en la Tierra, lo noto. Mis santos no podrán resolverlo solos.

—Sí, yo también oigo el llamado. El santo de Copa y las ninfas han restaurado mis heridas. ¿Quién iba a decirme que podría sobrevivir a la lucha con un ángel?

Tras sonreír, Akasha dio a Shizuma las instrucciones que esperaba con un mudo cabeceo. A Sneyder le sorprendió ver a la Dama Blanca, en apariencia intocable, en las profundidades del infierno, pero pronto vio que esta no había perdido ni un ápice del poder que poseía en vida. Sorrento desapareció el lugar sin necesidad de que hubiera contacto, regresando en un instante su yo astral a su cuerpo.  Sneyder no podía saberlo, pero de algún modo, Akasha había aprovechado ese momento para borrar los recuerdos del Gran General; lo que ocurría en el Hades, debía quedarse en el Hades.

Antes de hablar, el santo de Acuario notó la presencia de otra persona. Azrael estaba a la sombra de Akasha, como siempre, aunque no sentía cosmos en él. No vestía el manto de Capricornio, sino las sencillas ropas de un simple asistente.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó mientras se incorporaba.

Shizuma se adelantó al ceñudo Azrael. Ahora desenmascarada, quedaba a vista un rostro suave, pacífico y relajado a pesar de las facciones afiladas. Los ojos rojos de la Dama Blanca, de un brillo casi sobrenatural, escrutaron a Sneyder un momento.

—Después de morir, la Suma Sacerdotisa Akasha adoptó su auténtico ser —informó con apabullante seguridad, sorprendiendo a Azrael a pesar de que este había sido testigo de la revelación—. Ella es Atenea. La diosa de la guerra y la sabiduría a la que todos los santos debemos obedecer. Ha descendido a este lugar para terminar lo que inició veinte años atrás. La liberación de todos los que fueron condenados a pasar aquí la eternidad.

Extendiendo los brazos a los lados, pareció abarcar la inmensidad de Cocito, donde podían verse aún los cuerpos de algunos santos medio enterrados en el hielo.

—¿Esperas que lo acepte de ese modo? —preguntó Azrael—. Podemos hacerlo sin él.

—Nimrod se ocupa del Aqueronte y yo me ocuparé de Leteo —explicó Shizuma sin apartar la vista del callado Sneyder—. Cocito es algo que ningún humano puede controlar. Tratar de dominarlo supone sacrificar tu humanidad. ¿Lo harías, Azrael?

—Si es por su bien… —musitó el asistente, mirando a Akasha de soslayo.

El santo de Acuario dirigió la mirada a cada uno de aquellos fantasmas que hablaban y andaban como si aún estuviesen vivos. No podía conservar el rostro inexpresivo de siempre, no ante una situación tan descabellada. En tales circunstancias, solo podía aferrarse a la única verdad en la que había podido creer siempre.

—¿Quién eres? —terminó preguntando primero. Tenía toda su atención en Akasha, la mujer a la que había tratado de matar. La mujer que había muerto a manos de Azrael y que sin embargo los reunía a ambos siendo tratada como Atenea.

—Akasha es parte de mí. Así como Saori Kido, Sasha y otras muchas encarnaciones de Atenea que anduvieron entre los hombres. Soy todo lo que queda de la diosa de la guerra y la sabiduría en este universo, todo lo que quedó de esas vidas en el inframundo, esperando el momento propicio para despertar. ¿Sacia eso tu curiosidad, Acuario?

—No. Aún tengo una pregunta.

A punto estuvo Azrael de abalanzarse sobre el santo de Acuario. Shizuma se le interpuso de inmediato, negando con la cabeza.

—Atenea, ¿sirves a la justicia?

—No —contestó la diosa enseguida, sin siquiera pensarlo.

Y así como las aguas del Aqueronte se calmaron ante la voz de Atenea, el hielo eterno del que Cocito estaba compuesto se quebró como si no fuera más de un gran vaso de cristal. Sneyder huyó de la explosión y esquivó los fragmentos disparados a gran velocidad por puro reflejo, viendo al mismo tiempo que los demás ni siquiera se movieron. Atenea se quedó de pie sobre un cráter humeante, Azrael y Shizuma también levitaban a su lado, uno leal a la mujer, la otra a la diosa que decía ser.

Un cuervo graznó de pronto. A medias blanco y negro, el ave vino de la nada para posarse sobre el hombro de la auto-proclamada diosa de la guerra y la sabiduría.

—Yo soy la justicia.

 

En lugar de esperar la respuesta de Sneyder, la llamada Atenea descendió con suavidad hasta el fondo del cráter que se había formado. Azrael, Shizuma y hasta el santo de Acuario no tardaron en seguirla.

Con un solo vistazo entendieron la razón detrás del violento movimiento de Atenea. En todo momento había habido una mujer enterrada bajo sus pies.

Esa había sido la forma que el infierno escogió para callar su voz.

—Vaya —susurró Lucile, con las manos y rodillas apoyadas sobre el hielo y el rostro sonriente alzado ante la mujer cuya muerte había tratado de vengar—. Al final conseguiste tenerme a tus pies. Tú siempre me sorprendes, Akasha.  


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Rexomega

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Publicado 18 septiembre 2023 - 12:19

Saludos

 

Capítulo 174. ¿Victoria?

 

En la enfermería del buque de guerra Egeón, Makoto despertó lleno de confusión. ¿Cuánto tiempo había pasado? Lo último que recordaba era que estaba luchando contra el Portador del Dolor… ¡No! Después de derrotar a tan poderoso enemigo, la legión de Aqueronte vino a por él, numerosa y mortífera. Entonces… La cabeza empezó a darle vueltas, signo evidente de que Azrael tenía algo que ver con lo que ocurrió, y así era. El asistente de la Suma Sacerdotisa gaseó al ejército de muertos tal y como hizo trece años atrás, durante la Noche de Podredumbre, salvándole la vida. Después debió llevarlo hasta allí, tal vez en brazos, lo que ahora mismo solo le incomodaba un poco.

Miró en derredor, no había nadie haciendo guardia, lo que significaba que hacía ya varios días de la batalla. El Portador del Dolor, Jäger de Orión, le había dado una paliza antes de despertar el Séptimo Sentido. Sintió un estremecimiento, esas cosas solo ocurrían con héroes de leyenda y él no se sentía muy heroico que digamos. No más que el capitán Icario,  el subcomandante Ishmael y otros que cayeron durante la guerra.

—Nadie más ha muerto, ¿verdad? —susurró, temeroso. Que no sintiera ningún cosmos tanto podía significar que las batallas hubiesen concluido cuanto que un contraataque del enemigo presente en el continente Mu, por mucho más peligroso que Jäger de Orión, hubiese resultado mortífero. Que el Egeón siguiera en pie lo consolaba un poco, era imposible que el Santuario cayese derrotado en un mundo donde ese armatoste todavía surcara el océano—. Sí, seguro que hemos ganado, pero…

Se llevó las manos a la cabeza, el único sitio de su cuerpo que le dolía. Estas estaban vendadas, lo que le hizo recordar los duros meses posteriores a la Batalla del Pacífico. Entonces el Santuario no le veía con buenos ojos, era uno de los santos potencialmente rebeldes a los que nadie debía tratar, cosa que nunca le avisaron a la candidata a santo femenino, Aqua. ¿Le había sanado otra vez? ¿Estaría bien? Él no se había portado muy bien con ella que digamos, se suponía que lucharían juntos un treinta de febrero.

Team Azrael —murmuró Makoto con una triste sonrisa—. Go! Go!

Con cada palabra, la jaqueca aumentaba y nuevos recuerdos se sumaban al rescate temerario de Azrael. Gasear a mil soldados en un recinto cerrado era eficiente, desproporcionado, pero eficiente. Sin embargo, en la batalla del monte Etna no había un millar de soldados de Aqueronte, sino decenas de miles. No tardaron en levantarse, alzando al cielo la muerte hecha metal que esgrimían. Setenta mil enemigos, demasiados para Makoto incluso si las aguas del río del dolor, devoradoras de cosmos, no estuvieran presentes. Como si estuviera de nuevo allí, sintió la certeza de la muerte, y la sorpresa que vino después, dándole un vuelco al corazón.

Azrael expulsando su cosmos. Azrael despertando el Séptimo Sentido. Azrael destruyendo a setenta mil soldados en un instante fugaz, a la velocidad de la luz. De no haber tenido despiertos los sentidos, Makoto habría supuesto que todo fue un milagro de Atenea, que se apiadaba de uno de sus valerosos adalides y de un tipo muy loco.

—Deja de negarlo —se dijo a sí mismo Makoto, golpeándose la frente—. Azrael pudo ser un santo de oro todo este tiempo, solo que se reprimía.

¿Por qué? Simple. Ser uno de los doce le impediría estar pegado a Akasha todo el tiempo, sobre todo en los años que estuvo exiliada. Ya para cuando la santa de Virgo ascendió a Suma Sacerdotisa, había otro vistiendo el manto de Capricornio, la constelación guardiana de Azrael, según supo en ese mismo barco gracias a un inofensivo combate práctico entre Azrael y la oficial Helena. ¡Menudo insensato, ese asistente! De haber sido honesto consigo mismo, el Santuario nunca hubiese perdido al santo de Capricornio por cinco largos años. Adremmelech nunca habría recibido el décimo manto zodiacal y tal vez el Cisma Negro pudo haber sido detenido a tiempo.

—A no ser… —El dolor de cabeza no podía deberse solo a recordar algo tan disparatado como Azrael salvando el día a la velocidad de la luz. Él lo vio, él lo aceptó y hasta le dio un abrazo; quizás haberlo descubierto justo después de que él despertara el Séptimo Sentido ayudó a que no se sintiera ofendido—. El cosmos de Azrael me resultó familiar. Demasiado familiar. —Adremmelech de Capricornio, el Caballero sin Rostro. No tenía historia, ni pasado, ni futuro. Ayudó a la fundación de Hybris, pero, tan pronto Akasha se convirtió en Suma Sacerdotisa, cambió de lealtades como quien se cambia unos calzoncillos—. ¿Es posible…? —De pronto, le sobrellevaron pequeños detalles. Los frecuentes dolores de cabeza de Azrael mientras Makoto y el resto de argonautas, incluido Adremmelech, surcaban los mares olvidados. La desaparición de Adremmelech una vez los santos de oro despertaron—. ¿Todo este tiempo…?

Conforme aceptaba esa posibilidad, tal vez certeza, el dolor de cabeza mitigaba. Se bajó de la cama a toda velocidad, tropezando en el proceso y cayendo al suelo. Así, sin levantarse, se arrastró hasta la papelera y abrió la boca, listo para vomitar.

No vomitó. No se sintió asqueado, como creía estarlo. Ni siquiera enfadado. Tampoco duró mucho en su mente la idea de que Akasha lo supiera.

—Me pidió que lo protegiera —recordó Makoto—. Que cuidara de él.

Un santo de plata no podía cuidar de un santo de oro, ¿verdad?

Él solo… solo sentía miedo. Si Azrael estuviera vivo, estaría haciendo guardia.

—Habrás tenido tus motivos —dijo Makoto con voz ronca—. Tienes que estar vivo.

Apenas que el mismísimo Zeus bajara del cielo armado con el rayo se creería que Azrael podría morir antes que Akasha. Y eso lo pensaba antes de saber su secreto.

De pronto, alguien llamó la puerta. Makoto tuvo tiempo de levantarse y limpiarse la cara, azorado de que se le hubiesen humedecido los ojos. ¡Pues claro que estaba vivo! ¡Era Azrael, el asistente, inmortal y por siempre molesto!

—Tranquilo, muchacho —dijo el recién llegado, un sanador de la Fuente de Atenea—. La guerra ha terminado. Ya puedes descansar.

Solo entonces Makoto se dio cuenta de que estaba alzando los puños y enseñando los dientes. Sonrojado, los bajó con brusquedad, y también la cabeza, que ya no le dolía.

—¿De verdad ha acabado? —dijo Makoto, sin atreverse a preguntar lo que quería.

—Así es. —El sanador se acercó a él con cautela—. Hemos logrado la victoria en el frente oriental, algunos demonios siguen por ahí dando problemas, pero los santos de Atenea los… ¿Quieres quedarte quieto muchacho?

—No soy ningún muchacho. —En cuanto oyó hablar de demonios, Makoto se puso en alerta; no había demonios en las cuatro legiones del inframundo—. Tengo veintiséis años y si me llevas alguna ventaja, no será mucha.

—Ajá. —El sanador lo estudió en silencio a través de las gafas—. Cierto, no eres ningún jovencito, aunque te comportes como uno. Ahora, quieto.

Mientras era examinado, Makoto cumplió con esa orden, en tanto nunca incluyó que estuviera callado. Entre una y otra pregunta de rigor sobre cómo se sentía cuando el sanador palpaba las zonas donde sufrió las peores heridas durante la pasada batalla, el santo de Mosca lo interrogó sobre cómo había sido el final de la guerra. El sanador, con más bien poca paciencia, le informó de que no estaba el tanto de los detalles. Solo que después de tres días de guerra con los demonios y otras abominaciones, Poseidón destruyó el continente Mu y creó en su lugar unas islas ahora conocidas como archipiélago Fénix. En ellas, por alguna razón vivían ahora el extinto pueblo de los Mu y una pequeña comunidad de hechiceros de piel azul.

—¡Los creadores de los mantos sagrados, aquí, en este mundo! —exclamó Makoto, sorprendido—. El Santuario querrá hacer un montón de preguntas…

—Ya las han hecho —dijo el sanador—. Esta mañana hubo una reunión.

—¿De qué…? —quiso preguntar Makoto, justo antes de sentir un pinchazo—. ¡Ay!

—Ese he sido yo —admitió el sanador, severo—. Dicen que eres decente en el arte de golpear los puntos cósmicos, así que imaginarás lo que puede hacer un experto contigo si no te comportas como alguien que ha salido apenas con vida de una batalla mortal.

Puesto que Makoto lo sabía, asintió y se limitó a responder el resto de preguntas. No le dolía nada, nada físico por lo menos. Estaba listo para combatir de nuevo.

—Parece que está todo en orden —observó el sanador—. Ahora descansa.

—Yo creo que ya he descansado suficiente —dijo Makoto—. Tres días, como poco, mientras la guerra para la que me he preparado media vida seguía su curso. —Lleno de rabia, más para sí mismo que para el enemigo, se golpeó la mano con el puño e ignoró el latigazo de dolor que le recorrió el cuerpo—. Basta de eso, ¿hay demonios que…?

—Por Atenea —suspiró el sanador—, sí que eres un crío. ¿Crees que estar inconsciente tras una batalla mortal es descansar? No lo es. Y antes de que me lo digas —se adelantó, viendo que Makoto estaba por abrir la boca—, llegaste a ese estado por dar un golpe decisivo al enemigo. Si la raza de los gigantes hubiese resucitado, a estas alturas no habría habido mundo por el que luchar. Hiciste tu parte, y tus compañeros que vinieron después de ti hicieron la suya. Hasta el último soldado de la Tierra significó algo, tal y como quiso nuestra Suma Sacerdotisa. Ahora la mayoría de ellos descansa, porque poseer un poderoso cosmos no los hace menos mortales que tú y que yo.

Tras ver que aceptaba esa lógica, el sanador se levantó.

—Espera —pidió Makoto, agarrándole del brazo—. Quiero saber…

—Después —dijo el sanador, comprensivo.

—¿Azrael está bien? ¿Está en el Egeón?

—No está aquí.

Los ojos de Makoto se abrieron, llenos de emoción.

—¿Es que Akasha… Su Santidad, ha vuelto ya? ¿Azrael está con ella? ¿E Hipólita…?

—¡Después!

Y con un tirón algo brusco, el sanador se libró de la presa. Antes de salir, sin embargo, se giró hacia Makoto, dedicándole una ligera inclinación.

—Gracias.

—¿Por qué?

—Es por lo que hicisteis en Sicilia que mis compañeros y yo hemos tenido mucho trabajo —declaró el sanador—. Muchos heridos a los que tratar, en lugar de muertos a los que enterrar. Gracias, Makoto de Mosca, has hecho un gran trabajo.

Acto seguido, se marchó, cerrando la puerta tras de sí.

Pese a las dudas que lo consumían, Makoto decidió hacerle caso al sanador. Se recostó, tratando de dormir, siéndole imposible. ¡Necesitaba saber lo que había ocurrido! Un segundo después de que las luces de la habitación, al no detectar movimiento, se apagaran, saltó de la cama y corrió hacia la puerta de nuevo iluminada. La abrió un poco, solo un poco. Y escuchó.

Dos soldados de la Unidad Themiscyra hablaban de cómo la reunión en el archipiélago Fénix podría impedir la Tercera Guerra Mundial. Una de ellas celebraba que el Santuario le pusiera por fin un bozal al mundo, mientras que la otra, más tradicionalista, pensaba que se estaban pasando de la raya. Después de tres días de batallas por todo el mundo contra los demonios de Fobos y los horrores de Dagoth en el continente Mu, lo que los santos de Atenea necesitaban era recuperarse para seguir protegiendo al mundo de las auténticas amenazas. Al fin y al cabo, aunque vencieron, las fuerzas aliadas no pudieron impedir que miles de compañeros murieran; la otra le replicó que el número de muertos ascendía a millones. Espantado, Makoto retrocedió, olvidándose de cerrar la puerta, hasta chocar con la cama, en la que cayó falto de fuerzas.

Esta vez sí que se quedó dormido, incluso antes de que se apagaran las luces. No lo supo en un primer momento, ni cuando, guiado por el instinto, se levantó de la habitación todavía a oscuras y atravesó la puerta. Incluso cuando salió de la enfermería de un navío militar en la mitad del océano y acabó en medio de Rodorio tardó en entender que soñaba, pues estaba demasiado centrado en examinar cada calle y cada casa en busca de un rostro conocido. Durante una eternidad, buscó y buscó sin encontrar a nadie. Todos habían muerto, luchando; todos murieron defendiendo el mundo de las fuerzas del inframundo mientras él descansaba con placidez.

Lo despertaron de la forma más brusca posible, de un pellizco. Revolviéndose entre las mantas, se llevó las manos al trasero, alertando a la recién llegada.

—Sé que estás despierto —saludó Eco.

Solo que él no quiso aceptar que fuera Eco, no de inmediato. Con lentitud, giró la cabeza hacia ella y la miró. Entre parpadeos, quiso ver en ella a Akasha, vistiendo el uniforme de oficial de antaño, aunque eso no habría tenido sentido para una Suma Sacerdotisa, incluso si Eco no podría ser más distinta que la guardiana del sexto templo zodiacal. Vestida para el combate, Eco era más alta que él, con el corto cabello de color pajizo y una amplia sonrisa decorándole el rostro. Un rostro descubierto, de ojos que miraban con una sempiterna picardía; como tantas otras amazonas, Eco había renunciado a la máscara y a servir en el ejército regular de Atenea.

—Tranquilo —susurró Eco, acercándose—. Ya no te tengo que matar.

—Dicen que ganamos —replicó Makoto; incluso si las amazonas habían aceptado vivir bajo nuevas reglas, a él le resultaba incómodo. Desvió la mirada.

—Qué mono —dijo Eco, obligándole a mirarla con una caricia algo brusca—. Monísimo. ¡Pues claro que ganamos! —exclamó, llena de orgullo—. ¿Cómo íbamos a mirar a la cara a nuestras camaradas en el Hades si no?

Entonces, Makoto se dio cuenta de que el uniforme de combate que vestía Eco no era el de un soldado raso, ni siquiera el que cabría esperar de la Unidad Themyscira. Recordaba haber visto a la capitana de la unidad vestir del mismo modo.

—Lo siento.

—¿Eh? —Eco lo miró, extrañada, luego ojeó su propio uniforme—. Ah, descuida, Helena está bien. Gritaba a pleno pulmón la última vez que la vi, atada a una cama con cadenas mientras un sanador guapísimo le cosía la herida del vientre, ¿quién la manda a cargar ella contra uno de esos demonios? Y luego la loca soy yo. Vi a Li sonreír mientras distraía a esa cosa para que pudiéramos salvarla, ¡la muy zorra! —Hizo un gesto con la mano alrededor del cuello, dejando claro cuál fue el destino de Li, la valiente la amazona cegada por Caronte de Plutón—. ¿Quién sabe por qué estaba tan arisca? A lo mejor es más de pescado… o se arrepiente de nombrarme capitana…

—No imaginaba a Helena renunciando… —comentó Makoto, extrañado. ¿Se moría una de sus compañeras y ella la trataba de zorra? ¡Qué extraño personaje!

—Verás —empezó a explicar Eco mientras, por alguna razón, se despojaba de la armadura—, algunas jóvenes de Rodorio se me acercaron para alistarse en el ejército de Atenea, pero no querían llevar máscara. ¿Te lo puedes creer? Yo, Li y otras compañeras más las trasladamos hasta el archipiélago Fénix, sin imaginar que uno de esos demonios nos seguía la pista. Le agradezco a Helena que viniera al rescate —aclaró, asintiendo, a la vez que tiraba hacia atrás la última pieza de la armadura—, no tanto que se lanzara de cabeza. Destruir a esas cosas es asunto de santos de Atenea, no de mortales.

—Vosotras seguís siendo santas de Atenea —dijo Makoto, un poco incómodo. Sin la armadura y con el rostro descubierto, la feminidad de Eco salía a relucir—. Santas de hierro. Dime, ¿Akasha…? ¡Qué estás haciendo!

Como si tal cosa, Eco se sacó la parte superior del uniforme, hablando a través de la oscura ropa con una tranquilidad que dejaba a Makoto de piedra.

—Así es, Li y Helena lucharon como auténticas santas de Atenea. Por cierto —añadió mientras volvía la pieza superior del uniforme en una bola—, no digas por ahí que la estoy llamando Helena. Incluso si acordamos que ahora yo capitanearé la Unidad Themyscira, Helena ha ascendido a comandante y sigue siendo mi superior. Sí, no me mires con esa cara, te dije que había nuevas reclutas en Rodorio. Mujeres. Si ya hemos roto la tradición de la máscara, no podemos meter a todas las mujeres en una sola unidad, solo las mejores estarán bajo mi mando —declaró con no poco orgullo.

—¿Y todo eso lo acordaste con la capitana Helena, malherida y en pleno tratamiento? —preguntó Makoto, desviando la mirada. De cintura para arriba, Eco solo tenía sostén.

Al menos ahora entendía una cosa. Estaban lo bastante cerca del archipiélago Fénix como para que en un solo día Eco pudiera viajar desde allí hasta el Egeón. No imaginaba a los dirigentes del ejército aliado haciendo una reunión en el mismo sitio en que atacó un demonio; ese evento debió suceder después, mientras él dormía.

—Pues sí, para eso vine a esa isla, aunque no me invitaron —dijo Eco, lanzándole la pieza. Makoto no habría puesto más esfuerzo en esquivar un misil; rodó hasta caer al suelo, donde ya estaba la amazona, pisándole el pecho—. ¡Qué mono!

—¡Deja de decir eso! —pidió Makoto, agarrándole la pierna; quiso apartarla, pero la hábil amazona se las apañó para caer sobre él—. ¿Qué haces?

El corazón de Makoto latía a toda velocidad, resonando como un tambor.

—Te dije que lo celebraríamos, ¿no? La victoria. —Eco se acercó al santo lo bastante para que se entrecruzaran las respiraciones de ambos, y luego, sonriendo, bajó todavía más para susurrarle al oído—. Me habría gustado ser fiel a mi palabra y celebrarla los tres. Tú, yo y el comandante general. Lástima que él no… —Se le fue la voz y retrocedió, sacudiendo la cabeza—. Nada que hacer, tú y yo tendremos que bastar.

—Comandante general —repitió Makoto, aletargado—. ¡Azrael! ¿Dónde…?

—Depende.

—¿De qué?

Ella puso la misma expresión que ponía cuando le decía lo mono que era, aunque no habló, sino que veloz como una gata le apresó ambas manos y las separó. Incluso si Makoto no se estaba defendiendo, aquello le pareció increíble.

—El comandante general no está aquí —dijo Eco, muy seria, para de pronto volver a la característica picardía. Se le acercó al oído en un santiamén, murmurando—: Así que debe estar allá donde está nuestra Suma Sacerdotisa, ¿no?

Hasta ese momento, Makoto no había imaginado cuanto esperaba que alguien le dijera eso. Pudo preguntarle al sanador que había sido de Azrael y no lo hizo. Pudo salir del cuarto para buscarlo y tampoco lo hizo, a sabiendas de que hacerlo acabaría con la incertidumbre. Lo sabía. Lo entendía. Sin embargo, todo ese tiempo había temido que le dijeran que lo imposible había ocurrido. Que, mientras él dormía, Azrael había muerto luchando por el mundo. Ahora venía Eco a decirle lo obvio, lo que quizá él ya había pensado: Azrael no estaba en el Egeón porque Akasha no estaba en el Egeón, así de simple. Ya mucho había tardado en irse a buscarla, pensándolo bien.

Sintió unas ganas locas de besar a la portadora de tan buenas noticias, pero fue Eco la que tomó la iniciativa, plantando sus labios en los suyos en un visto y no visto.

Al separarse, el santo de Mosca quedó sin habla.

—¿Qué? ¿Habrías preferido a la comandante? ¡Si huele a pescado!

A Eco le apestaba el aliento a cerveza, pero Makoto se guardó de decirlo. Tampoco tuvo mucha oportunidad, porque la amazona le dio por besarlo de nuevo, y otra vez, y otra, y otra, mientras enumeraba a todas sus compañeros. Lo peor era que Makoto recordaba todos esos nombres y la sola idea de imaginarse besando a compañeras de armas lo ponía nervioso, dejándolo incapaz de compensar la inexperiencia de Eco. La amazona le lanzaba besos tan fugaces que parecía estar atrapando moscas.

—Espera —dijo Makoto, justo en el momento en que su inesperada amante dudaba al pronunciar el nombre de Li—. Esto no está bien. Soy un santo de Atenea.

—Anda, como yo —exclamó Eco, sacudiendo la cabeza para apartar los malos pensamientos—. Una santa de hierro, estéril. Ni me vas a preñar, ni te voy a arrastrar al altar después de esto. ¿Creo? —Calló un momento, como preguntándoselo de verdad—. Vamos, disfrutémoslo. Hemos ganado. ¿Imaginas cuantos hombres del ejército aliado, santos incluidos, se han ahogado con las sirenas hoy?

—¿Tantos como amazonas fugándose con tritones? —se atrevió a preguntar Makoto. Era lo primero que era capaz de pronunciar.

—Ah, de eso nada, entre las amazonas soy la única que quiere fiesta —rio Eco.

Y acercó el rostro, ya no para atrapar moscas, sino con una lentitud que invitaba a Makoto a responder. Este no dudó, correspondiéndola con un largo y cálido beso.

—Qué mono —susurró Eco, separándose solo un poco—. Estás temblando.

—Es que se sintió… Bien.

Recordaba el último beso que había dado. Geist, su primer amor. Fue un beso frío, presagio de muerte. Él había tenido que matarla con sus propias manos, para salvarlo.

Desde entonces había dejado de lado la idea de enamorarse. Besar chicas era algo de gente normal, no de santos de Atenea. Lo de Hipólita no contaba, no había querido besarla, sino un poco vencer y otro tanto salvar la vida, por mucho que la gente lo molestara con eso. Aun así, había aprendido a apreciar a la sombra de Águila en el viaje que realizaron por los dominios de los Astra Planeta.

«¿Qué habrá sido de ella? —se preguntaba Makoto—. ¿Qué habrá sido de todos?»

—Claro que se siente bien —replicó Eco, algo ofendida—. Las amazonas que vivimos y morimos para servir a Atenea no es que sepamos mucho de besar, pero un beso siempre sienta bien. Y lo demás, mejor, mucho mejor.

Tras asentir, Makoto volvió a besarla a la vez que acariciaba la desnuda espalda de la amazona. Notaba cicatrices en ellas, así como quemaduras recientes.

—Creía que Helena era la insensata —murmuró el santo.

—La comandante Helena —corrigió Eco, poniendo una cara muy seria y alzando un dedo—. Tuve que llevármela a cuestas mientras gritaba de dolor, ¿recuerdas?

Él quiso decirle que no había mencionado lo de los gritos de dolor, solo el sacrificio de Li, pero ella lo calló. Cada vez besaba mejor, aquella amazona. Los labios de los dos amantes no se separaron mientras Makoto trataba de desabrochar el sostén, terminando por romperlo de un tirón. Eco, sin separarse, rio divertida.

—No importa —decidió Makoto, alzándose y alzándola a ella. La amazona se mantuvo aferrada a él mientras la recostaba en la cama.

Allí, entre caricias y risas, terminaron de desvestirse y dieron rienda suelta a su pasión. Ni siquiera notaron cuando una amazona que pasaba por ahí cerró la puerta. Durante unas cuantas horas no se darían cuenta de nada más.

 

***

 

No hubo pesadillas esta vez, aunque un sueño demasiado idílico para ser real. Akasha apareciendo en el Egeón con la promesa de una paz duradera entre el cielo y la tierra; la  acompañaba Azrael, que por supuesto había ido a buscarla a la velocidad de la luz. Hipólita también estaba allí y le estrechaba la mano como un igual, aunque la sonrisa bobalicona que Makoto le dedicó le granjeó que tanto las amazonas como los argonautas lo llamaran infiel a coro mientras la capitana Eco reía a gusto.

Supo que era un sueño porque hasta Hugin participaba de la broma. Mirando, eso sí, de reojo a ver si Sneyder de Acuario no lo censuraba.

Le habría encantado seguir soñando, de todas formas. Era un buen mundo.

—El reino de los sueños no está hecho para nosotros —se le ocurrió decir a Makoto mientras abría los ojos—. ¡Qué frío hace!

Le bastó mirar hacia atrás para descubrir la razón. Al lado del santo, Eco dormía abrazada a la almohada. De algún modo ella se había quedado con las mantas y la mayor parte de la cama mientras que él en un lado, a solo un paso de caer de bruces al suelo. No pudo menos que sonreír. Que una amazona pudiera dormir con tanta tranquilidad después de tantas batallas era maravilloso.

—Recuerdo compartir escenas así con Hipólita.

Gestahl Noah, sentado en una silla enfrente de la puerta, se hizo notar. Makoto hizo un notable esfuerzo por no dejar entrever a aquel hombre que lo había sorprendido. Ayudaba que el movimiento ya no provocara que se encendieran las luces, tal vez por lo tarde que era. Todo estaba en penumbra y los pequeños detalles se perdían.

—Solía ser sobre una cama rota —confesó Gestahl Noah—, hasta que nació Ícaro. Fue hace catorce… no, quince años —decidió, palpándose la corta barba que ahora tenía en gesto pensativo—, yo era muy joven. Y a la vez no. Como fuera, Hipólita cargaba a nuestro hijo con esos brazos suyos de amazona, de mujer dedicada al combate, como los de ella. —Señaló a Eco, ganándose un gruñido de Makoto. Altar Negro lo ignoró—. Yo estaba a su lado, eso sí, sin vendas. Nunca he sido un hombre afín a las peleas y en esta vida las he evitado todo lo que he podido. ¡La idea era morir sin ser herido, viendo cómo mis hijos ganan las batallas! Y de pronto mi ojo explota. —Hizo un gesto grandilocuente para explicarlo. Después, riendo, se encogió de hombros—. Y aquí estamos tú y yo, la nostalgia y el eterno nostálgico. ¿No es bonito?

—¿A qué has venido? —exclamó Makoto, impaciente. Había tenido tiempo para discernir la figura de la sombra de Altar. No iba vestido con el acostumbrado traje, sino con unas vestiduras que le recordaban demasiado a la toga papal.

Un mal presentimiento le recorrió todo el cuerpo incluso antes de que le contestaran.

—A responder preguntas, claro está. Entiendo que la primera de todas es sobre mi uniforme. —Se alzó con una dignidad tal que Makoto no pudo recriminarle el que manchara tan laureada vestimenta. Se movía como si ese fuera el estado natural del líder de Hybris. No el señor de una orden herética, sino el legítimo Sumo Sacerdote de Atenea—. Nuestra Suma Sacerdotisa, Akasha, ha muerto.


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Publicado 25 septiembre 2023 - 16:19

Saludos

 

Capítulo 175. Un mal permitido

 

Makoto había escuchado las palabras de Gestahl Noah, pero era incapaz de procesarlas. Ya tenía una visión de lo que ocurrió con el viaje final del Argo Navis, una visión maravillosa, que no admitía una alternativa tan terrible.

—¿Qué has dicho? —fue todo lo que el santo de Mosca pudo preguntar.

—Fue asesinada —respondió Gestahl Noah, tajante, aunque luego  permaneció en silencio por algunos segundos, observándole. Tal vez pensaba que se le arrojaría encima en cualquier momento, tal vez decidía qué detalles de los grandes acontecimientos que habían ocurrido podían ser conocidos por un simple santo de plata—. Los dioses. Sí, los dioses —decidió, asintiendo para sí—. Ellos los llevaron a la muerte. A Akasha y a Azrael —enumeraba, inconsciente de la palidez de quien lo escuchaba—. Es posible que toda la tripulación del Argo Navis haya muerto. He perdido mi conexión con Hipólita y ya no sé qué está ocurriendo en los confines del universo.

Cabeceando, Makoto rechazó tan nefastas noticias.

—Lo que dices es imposible. ¡Hicimos una promesa!

Antes de responder, Gestahl Noah se llevó el dedo a los labios y miró a Eco.

—Lucile de Leo, Akasha de Virgo, Arthur de Libra, Shaula de Escorpio y Sneyder de Acuario. Si sumamos a Nimrod de Cáncer y a Shizuma de Piscis, que lleva un buen tiempo sin aparecer, diría que el Santuario ha sufrido un muy duro golpe, la Corona del Zodiaco está rota. Pensé que era el momento de decir la verdad. Me dirigí a Kanon de Géminis. —Los muy abiertos ojos de Makoto fueron todo lo que necesitaba el líder de Hybris para comprender que no entendía nada—. Debido a las acciones de los dioses, Caronte de Plutón está libre, y por tanto, también vuestro antiguo Sumo Sacerdote. A él le revelé mi auténtica identidad. Soy Deucalión, primer representante de Atenea en la Tierra y el primero en portar el manto de Escorpio. Mis ropas datan de esa época, aunque me temo que no hay más de un yelmo papal —explicó, palpándose la sien.

Por un momento, Makoto rememoró el encuentro con Gugalanna y algunos de los comentarios de Jäger, Portador del Dolor, sobre el auténtico pasado de los santos de Atenea, descubriendo lo poco que le importaba esa revelación.

—Me da igual quien seas —dijo el santo de Mosca—. Me da igual todo.

Comprendía que la pesadilla no era tal, sino un sueño que lo preparaba para lo peor. En verdad Azrael y Akasha habían muerto, sin duda para proteger el mundo. Era más de lo que podía soportar, pero lo hacía, pues él sí había sobrevivido.

—Está bien —dijo Gestahl Noah, con más comprensión de la que recordaba en él—. Aun así, debo informarte de que ya no soy el líder de Hybris. Los caballeros negros pidieron asilo a Bluegrad para protegerse de la justicia del Santuario.

—Eso tiene gracia —rio Makoto, captando la ironía—. ¿Puede existir la justicia del Santuario si no hay Santuario? Y hablando de eso —dijo, endureciendo la mirada—, ¿os vino bien que no lo hubiera, verdad? Solo hay una razón para que los caballeros negros teman la justicia de los santos de Atenea. Hicisteis justo lo que prometisteis no hacer a cambio del perdón papal. Mientras los santos de Atenea, los marinos de Poseidón y los guerreros azules luchábamos la guerra entre vivos y muertos, vosotros engrosabais las filas del Hades asesinando criminales. Sois unos aliados muy confiables, ¿eh?

—Los caballeros negros mataron, es cierto —admitió Gestahl Noah—, aunque no solo criminales. Esa era solo la primera fase, destinada a purgar el mundo de la mano de obra del verdadero objetivo. Los políticos, empresarios, periodistas, jueces, abogados, banqueros… Toda esa gente que movía el mundo por su propio interés ya no está. El equilibrio de poder del mundo contemporáneo, que se mantenía a base de que el débil siempre fuera débil y el poderoso cada vez más poderoso, ha sido destruido, aunque eso no es algo que un simple soldado pueda comprender —apuntó, respondiendo de esa forma a la desaprobación presente en el rostro del santo de Mosca—. Si el Santuario no nos hubiese perseguido, habríamos podido realizar la segunda fase de la operación de un modo más limpio y ordenado. Pero las cosas se dieron como se dieron y para poder enfrentar a las fuerzas del Hades debimos hacer ciertas concesiones, lo que dejó todo un patio de juegos a los dioses para hacer del mundo un caos.

—Cuando dices dioses —le interrumpió Makoto con sincera preocupación—, ¿te refieres a…? —Si Akasha había muerto sin lograr la paz que buscaban, todo habría sido en vano. Cada muerte. Cada batalla librada. Solo habrían logrado una prórroga.

—Fobos fue la mano ejecutora, si eso es lo que preguntas —dijo Gestahl Noah—. Fue enviado por los Astra Planeta para liberar a Caronte de Plutón y causó un gran daño en el proceso. Primero Bluegrad, después todo el mundo. Las naciones estuvieron a punto de entrar en guerra con el Santuario, la anarquía cundió en las ciudades y los demonios ejercían sobre los hombres una justicia por mucho más salvaje que lo que Hybris tenía previsto hacer. Para las fuerzas del Hades, después de todo, justicia es aquello que Hades considera justo. Y todo pudo ser mucho peor, si mis muchachos y otras fuerzas aliadas no hubiesen contenido a Dagoth, el Príncipe Durmiente, y los horrores en el continente Mu. Defendimos la Tierra tanto como vosotros lo hicisteis.

—Fue una guerra brutal —entendió Makoto, apesadumbrado—, incluso después de que ganáramos. Akasha… La Suma Sacerdotisa es… era muy sabia.

—Lo era —aseguró Gestahl Noah con sincera tristeza—. No habríais podido proteger este mundo sin números. Crear la Guardia de Acero, aliarse con Poseidón y perdonar a sus enemigos fue la clave de esta victoria. —Pocas veces esa palabra era pronunciada con tanto desgano—. La Tejedora de Planes. Un buen título. No me sorprendería saber que ella supo, o incluso preparó de algún modo, que Alexer iba a ser rey de Bluegrad. Lo tenía todo previsto, hasta el más mínimo detalle.

—Eso es falso. No previó vuestras acciones.

—Cumplimos nuestra parte del trato.

—Los Cazadores, seguro que sí —dijo Makoto, sin dejarse convencer—. ¿Qué hay de los Observadores, los que solo estudiaban quién iba a ser el objetivo?

Era una institución más bien decorativa en Hybris, que poseía a un telépata de la talla de Munin de Cuervo Negro, pero existía. Muchos caballeros negros viviendo vidas normales en apariencia, con la fuerza para hacer una matanza donde y cuando quisieran.

—Sabía que tarde o temprano lamentaría haber dejado vivir a un santo de Atenea que fue parte de mi organización. —Contrastando con esas palabras, Gestahl Noah sonrió, tal vez satisfecho de poder hablar con franqueza—. Situaciones desesperadas requieren medidas desesperadas. ¿Qué preferiría el mundo? ¿Una Tercera Guerra Mundial que agitara los cinco continentes y los siete mares? ¿O extirpar las malas hierbas para que el jardín llamado humanidad pueda seguir viviendo? Los Observadores tuvieron que tomar una decisión y lo hicieron. Llevaban tiempo viendo de cerca a los que aseguraban un mundo en el que el malvado sale bien librado y los justos son aplastados. Te habría sorprendido ver esa lista, porque muchos de ellos son celebrados como filántropos e intachables defensores de los Derechos Humanos a la luz de los focos. Lo que hacen en la sombra se pierde en la larga lista de conspiraciones que ha llenado la Red con su venia, un regalo de la era digital. Todo se sabe, la verdad y la mentira. Rituales satánicos, redes de prostitución para la élite de la élite, crisis mundiales calculadas para mantener el status quo… En comparación, los que solo matan, roban y dañan son mera mano de obra, como ya he dicho. No hay peor malvado que aquel que está convencido de estar haciendo lo correcto, lo que siempre se ha hecho.

—¿No te muerdes la lengua? —acusó Makoto.

—No hemos hecho lo correcto, solo lo necesario.

—Porque el Santuario lo ha permitido.

—No tiene otra opción —aseguró Gestahl Noah—. Hay un tercer grupo en Hybris. Los Pastores, preparados para aminorar las consecuencias de que todos los poderosos de este mundo desaparezcan de la noche a la mañana. Los Observadores mutilaron el poder militar, político y económico de las grandes potencias y otros grupos de poder. Los Pastores son el único medio que tiene el Santuario para que las naciones no desaparezcan merced del caos perpetrado por Fobos.

—Felicidades —dijo Makoto—. Has conquistado el mundo.

Gestahl Noah se encogió de hombros.

—Al mundo le fue mejor que si las fuerzas del Hades hubiesen hecho el trabajo y peor que si el plan se hubiese llevado a cabo como debía ser. No me arrepiento de haber dejado que esos muchachos cumplieran su sueño de traer paz y justicia a la Tierra.

—¿Paz y justicia?

El tono de burla de Makoto no hizo mella en Gestahl Noah.

—Es una etapa temporal. La economía, la política y hasta la propia sociedad de cada país se resentirán por un tiempo, en lo que gente mejor ocupa tantos puestos de poder ahora vacíos. Entretanto, los hombres se preguntarán por qué. ¿Por qué tanta muerte? ¿Tuvo una razón de ser la Semana Sangrienta? Puedo imaginarlo porque yo mismo me hice esa pregunta mientras oía caer la lluvia sobre el arca, a sabiendas de que debía abandonar a la única persona que pude salvar, la única que me amaba y a quien yo aprendí a amar. ¡Porque un día fui el único hombre en toda la Tierra digno de sobrevivir! —Por un breve momento, se llevó una mano a la cabeza. Quizá para limpiar algunas lágrimas, quizá solo por un repentino dolor de cabeza.

A Makoto no le importó. ¿Cómo iba a compadecer a quien instigó el asesinato de…?

—¿Cuántos?

—La Semana Sangrienta duró…

—No, ¿cuántos muertos? —le interrumpió—. ¿A cuántos mataste?

—Alrededor de setecientos —respondió Gestahl Noah—. Desconozco la cifra exacta.

—Setecientos mil personas… —repitió Makoto, consternado. El diluvio de Poseidón había barrido con un millón de vidas en más de dos semanas. Eso era peor, mucho peor. Setecientos mil asesinatos calculados a detalle eran comparables a los peores actos de la humanidad. Un genocidio basado en una brújula moral retorcida.

—Setecientos millones —corrigió Gestahl Noah—. Una décima parte de la humanidad.

De inmediato, Makoto se llevó las manos al estómago, revuelto. Horrorizado, ni siquiera fue capaz arrojarse a aquel asesino dominado por la ira.

—Una Tercera Guerra Mundial habría dejado más muertos. Con el armamento actual, solo una de cada diez personas en todo el mundo sobreviviría, en el mejor de los casos.

—Cállate.

—Y aun sin una guerra, en cien años habríamos tenido cien veces ese número de muertos. Si supieras cuántos mueren cada segundo por el hambre y la enfermedad…

—Cállate.

—Los Pastores se asegurarán de que el mundo cambie —dijo Gestahl, suponiendo que eso tranquilizaría a Makoto—. A diferencia de los Observadores y los Cazadores, los Pastores son una institución encarnada en un solo hombre, Munin, y en las memorias que ha logrado manipular a lo largo de estos seis años. Cuervo Negro supo cubrir con creces el puesto que había reservado para Ethel.

—¡Cállate, maldita sea! —gritó Makoto. Oír ese nombre borró la sonrisa que le produjo saber que Munin estaba vivo. ¿De qué le servía saberlo si era partícipe de semejante monstruosidad?—. Ella era demasiado pura para vosotros.

—Todos somos inocentes alguna vez, hasta que empezamos a vivir demasiado —lamentó Gestahl—. Eso es todo sobre los caballeros negros. No llores por los muertos, Makoto, deja que yo lo haga por ti. Son mis hijos, después de todo. Soy el padre de todo aquel que nunca podrá vestir un manto sagrado. Ya que estoy, te agradezco lo feliz que hiciste a mi hija hoy —añadió, señalando la espalda desnuda de Eco.

El santo de Mosca también miró a la amazona, sorprendiéndole que siguiera dormida. Luego se levantó, removiendo la manta para cubrirla mejor. Sabía que Gestahl le estaba diciendo algo importante sobre quién era en realidad, pero fue sincero al decirle antes que no le interesaba en absoluto. Las pocas veces que no pensaba en el daño que Hybris había hecho, lo hacía en Akasha, Azrael y el resto de argonautas. No quería creer que habían muerto justo los que habían viajado para lograr la paz, mientras los que solo pensaban en nuevas guerras que iniciar seguían pavoneándose por la Tierra, cuando no exhibiéndose como mártires. Con todo, Makoto no se sentía capaz de enfrentar a Gestahl Noah, porque al fin y al cabo él mismo no llegó a hacer nada para impedir esa matanza. Desconocerla no lo exculpaba; era un santo y le había fallado al mundo.

—Si eso es todo, ya te puedes largar —dijo Makoto, sin siquiera mirarle.

—Solo quería sincerarme con al menos una persona en este mundo —dijo Gestahl Noah—, el resto del Santuario y las fuerzas aliadas, aunque sospecha, asume que Fobos nos volvió a todos un poco locos. —Sin decirlo de forma directa, el líder de Hybris, dejaba entrever que conocer la verdad de palabra no cambiaría nada a esas alturas. El Santuario necesitaba mantener el mundo en paz y solo los Pastores, es decir, Munin, podían lograrlo—. Pero hay algo más que debo decirte.

—¿Por qué tendría que escucharte? —preguntó Makoto, apretando los puños.

—Porque soy el Sumo Sacerdote de Atenea, claro —respondió Gestahl Noah—. Una hora antes del amanecer, todos los santos de plata y de oro han sido convocados aquí, en la cubierta del Egeón. Puedes venir, y puedes no hacerlo, nadie te lo reprochará.

Así, sin más explicaciones, Gestahl Noah se marchó. Tan pronto Makoto oyó la puerta cerrarse se giró listo para patearla y aplastar con ella al nuevo Papa.

Pero alguien le agarró el brazo y lo arrojó a la cama.

—Al fin se larga —dijo Eco, risueña—. amolar con el nuevo Sumo Sacerdote, habla hasta por los codos. ¡No me dejabais dormir, amolar!

—¿Estabas…? —El rostro de Makoto enrojeció.

—Estuvisteis hablando media hora conmigo delante, ¿quién puede dormir así? ¡Espero una compensación! —exigió Eco, muy seria.

—Yo… —A su pesar, Makoto sintió que reaccionaba a la exigencia como cualquier hombre mortal—. Ahora no puedo… ¿Sabías…? ¿Sabías lo de Azrael y Akasha?

Ella pareció preguntarse si debía responder. Él le acarició el rostro, sin dejar de mirarla.

—En cuanto al comandante general, vi cómo una sombra lo raptaba cuando nos reunimos cerca del monte Etna, después de que vencieras al Portador del Dolor —respondió Eco—. Tú estabas ahí, decías que era un santo de oro. ¿No lo recuerdas?

Makoto se llevó las manos a la cabeza. No podía recordar nada después de descubrir la verdad sobre Azrael. Quizá por culpa de esa sombra, quizá porque no quería hacerlo.

—No, no lo recuerdo. ¿Estás segura de que solo fue raptado?

—Segurísima. Según lo que se cuenta por ahí, debió ser cosa de Fobos. El dios del miedo se ha convertido en el Coco al que culpamos de todos los males.

—Él dice que han muerto.

Y, por lo menos esa noche, estaba seguro de que había sido sincero.

—Le conviene —dijo Eco, bajando la voz con un aire de secretismo—. Cuantos más muertos, más fácil le resulta movilizar a los santos de Atenea. A algunos no les gusta esto, como a Helena, por eso buscó batallas después de que terminara la asamblea. Sentía que si los de oro y de plata iban a darle la espalda al mundo, los de hierro teníamos que echarle una mano a los de bronce. —Sacudió la cabeza, como tachándola de loca, antes de volver a la habitual sonrisa—. ¿Quieres saber mi opinión?

—Sí —dijo Makoto, quien si bien oía todo lo referente a santos de plata y de oro movilizándose para alguna batalla próxima, no lo escuchaba en realidad.

—Conociendo al comandante general, habrá ido al infierno, vivo, para rescatar a la Suma Sacerdotisa y salvarnos de este Papa que no respeta las horas de sueño —dijo Eco, henchida de orgullo. Le ofrecía una nueva fantasía para que lo arropara.

Él no pudo aceptarla, estaba harto de fantasías.

—Están en el Hades. Han muerto.

Conforme más lo repetía, más se lo creía, más se le quebraba la voz. Eco lo abrazó, de modo que sus sollozos se apagaron contra la piel de la amazona, que le susurraba palabras de aliento y le peinaba el cabello con inesperada dulzura.

Así, abrazado a aquella mujer, Makoto volvió a los dominios de Morfeo.

Por un tiempo interminable, anduvo por un páramo infinito, lleno de cadáveres, señoreado por Akasha y vigilado por Azrael.

 

***

 

Eran las cuatro de la mañana en los mares del archipiélago Fénix cuando Rin, Alicia, Xiaoling, Elda y Presea aterrizaron en la cubierta del Egeón. De todas ellas, la líder era la única que conservaba el manto de bronce en condiciones para un nuevo combate, aunque no se engañaba: tras la apariencia de una armadura intacta, había grietas que solo un habilidoso herrero como Kiki y sus dos desaparecidos discípulos, Fjalar de Escultor y Nenya Cincel, podrían ver. En esos momentos, en los que los santos de Atenea habían tomado por misión cazar hasta el último de los demonios del Hades, tal situación era la de muchos compañeros.

Durante el viaje hasta el Egeón, después de librar un duro combate en Sicilia que podría o no estar relacionado con un intento de las fuerzas del inframundo por romper el sello del monte Etna, Elda, sin pelos en la lengua, señaló que la orden del Sumo Sacerdote era un suicidio. Si querían combatir al mayor de todos los enemigos del Santuario, no podían ir a la batalla con mantos sagrados al borde de la muerte, cuando no muertos, sin más. Necesitaban tiempo, para terminar para siempre con esa guerra, para restaurar los mantos sagrados y reponer fuerzas. Alicia y Xiaoling coincidieron, por lo que Rin se atrevió a dar el paso que llevaba tiempo deseando dar.

—Yo iré —dijo la santa de Caballo Menor.

—¿Qué? —preguntó Xiaoling.

—Los santos de bronce estamos exentos —observó Elda—. El santo de Altar nos necesita para mantener el orden. El mundo no puede depender solo de los ejércitos de Poseidón y Bluegrad. —Tras el pedido de asilo de Munin de Cuervo, era normal pensar que Hybris se desmantelaría y los caballeros negros pasarían a engrosar las filas de Bluegrad, o de la Guardia de Acero, según la voluntad de cada quien.

—Estoy de acuerdo —intervino Alicia—. Somos los santos de Atenea, nuestra misión es defender el mundo, no cobrarnos venganzas personales.

—Mientras Caronte de Plutón viva, el mundo no estará a salvo —dijo Presea.

Las cinco tuvieron esa conversación mientras sobrevolaban los cielos sin prisas. Gracias a esa sensación de privacidad, Rin pudo sincerarse con sus hermanas de armas.

—Mi padre está allá, en el otro extremo del universo. Es por eso que debo ir.

—Rin, tu padre… —Alicia fue incapaz de decir lo que pensaba.

—Podría estar muerto —declaró Elda—. Lo sabes, ¿verdad?

—Creo que es por eso que Rin quiere ir —dijo Xiaoling—. Ya sea que esté vivo, o muerto, Rin no podría vivir el resto de sus días sin saberlo, pensando que pudo hacer algo. Aun así, ¿de verdad podemos hacer algo? ¿Nosotras?

En las mentes de las cinco persistía la idea de que pese a las batallas libradas estaban muy verdes. En comparación a Pavlin, Mera, Marin y Bianca eran poca cosa. Y si añadían a Aqua a la ecuación eran nada, sin más.

—Es la hija del Juez —señaló Presea, mirando a la santa de Caballo Menor—. Por supuesto que puede hacer algo. Su puño es más rápido que el rayo.

Nada de eso significaba demasiado contra un enemigo por mucho superior al santo de Libra, sin embargo, reconfortaba a las santas saber que su compañera se iría a combatir, no a abrazar la muerte. Olvidando las comparaciones con otros guerreros más veteranos, vieron fuerza genuina en las proezas del pasado. No les había ido mal contra aquel demonio en Sicilia, pese a todo. Xiaoling incluso le aplicó un súplex aéreo.

—No será lo mismo sin ti —decía la santa de Osa Menor cuando aterrizaban.

—Pero nos las apañaremos —aseguró Alicia, palmeando el hombro de la santa de Caballo Menor mientras daba un golpecito a la espalda de Xiaoling.

—Insisto en que deberíamos esperar. —Elda, cruzada de brazos, no dejaba de darle vueltas al asunto—. Aunque sea reparar los mantos sagrados. Minwu de Copa no ha podido tratar a los santos de plata porque no han parado de luchar en todo este tiempo. ¡Dioses, si hasta el propio maestro sanador ha tenido que luchar todo este tiempo!

Una vez más, tuvo que ser Presea la que impactara a las demás contra la realidad.

—Nuestra líder —empezó a decir la santa de Paloma, ignorando el alborozo que aquel título causaba en Rin—, va a luchar contra Caronte de Plutón, el ser más poderoso que hemos visto nunca, solo por debajo de los dioses. ¿Podría hacerlo si diera su sangre para reparar uno de los mantos de plata muertos? ¿Podrían los santos de plata ir a luchar si vertieran un tercio de su vida para que el manto de Caballo Menor esté en perfecto estado? ¿Debemos hacerlo nosotros y dejar indefenso el mundo?

—Si primero eliminásemos a los demonios, podríamos… —empezó a decir Elda.

Justo en ese momento aterrizaban tres santos de plata, cada cual en peor estado que el anterior. Zaon de Perseo vestía una prenda sin brillo, si bien conservaba el escudo de Medusa. Marin de Águila había perdido el brazo izquierdo. Grigori de Cruz del Sur, en los tempranos veinte hasta donde sabían las santas de bronce, lucía la misma vejez antinatural por la que el león de bronce, Ban, se hizo famoso. Los pocos pelos que le quedaban eran blancos, los ojos las veían cansados y la sonrisa que pese a todo exhibía, como desafiando a la muerte tan cercana, estaba rodeada de arrugas.

Las cinco se cuadraron de un modo muy gracioso que hizo reír a Rin. Ella no había pasado tanto tiempo con Azrael como las otras, adoptadas por la Fundación Graad a través de él para ser entrenadas como santas de Atenea. Pero sí que había luchado a la par que las demás, y como solía decirse, todo se pegaba.

—Es como ver a Azrael por quintuplicado —dijo Zaon, riendo.

—Descansad, soldados —ordenó Marin, haciendo que el santo de Perseo estallara en carcajadas. Rin, por el contrario, calló de súbito.

Todas obedecieron, relajando la postura.

Aquel trío argénteo era conocido como la Perdición de los Demonios. Pocos en el ejército de Atenea habían dado muerte a tantos como ellos, lo que decía tanto del poder que poseían como de la compenetración con la que luchaban y lo diligentes que eran. No en vano, dos de ellos eran subcomandantes de división. Por tanto, Rin sentía por ellos algo más que el respeto a un superior, los tenía como modelo a seguir.

—¿Sabéis que los santos de bronce están exentos, verdad? —preguntó Marin.

—Solo iré yo —dijo Rin de inmediato, ahorrándoles a las demás el mal trago de admitir que no se sentían capaces. Ella los comprendía, pero todo santo de Atenea tenía su orgullo—. Rin de Caballo Menor se presenta voluntaria para luchar.

—¿Para luchar, eh? —repitió Marin. La burla chocó contra Rin como un soplo de tormenta; ella resistió—. Yo pensaba que te presentabas voluntaria para vencer.

Con gran esfuerzo, Rin contuvo un suspiro de alivio.

—Así es —confirmó Rin—. Ya hemos vencido a muchos demonios, toca vencer al mayor de todos ellos. A Caronte de Plutón.

Ambas, subcomandante y subordinada, asintieron.

Entretanto, Presea empujaba de un golpecito a Elda, quien la miró por un momento.

—¿Tienes algo que decir? —dijo Marin, dándose cuenta.

—¿Por qué no…? —Elda, mirando al ahora viejo Grigori, dudó en hablar. Ya no estaba segura de que estuviera sonriendo, llevaba todo el rato con la misma expresión apacible; si fuera Fang de Cerbero, pensaría que estaba dormido—. ¿Por qué no esperar?

Asumiendo que era a él a quien preguntaba, el santo de Cruz del Sur respondió:

—Porque odiamos a Caronte de Plutón. El daño que nos ha hecho, no es algo que podamos perdonar. El fuego que arde en nuestro corazón, solo su sangre podrá apagarlo.

Elda hubo de hacer un gran esfuerzo para no retroceder ante la crudeza de Grigori.

—Hay otra razón —añadió Zaon de Perseo—. Según se nos ha informado desde Bluegrad, Caronte de Plutón padece una maldición que le impide luchar con todo el poder que posee, debido a la batalla que libró contra el Señor del Invierno. Un poder que no puede ser derrotado sin intercesión divina. Cuanto más esperemos…

—Vamos, Zaon —dijo Marin, cuya única mano se posaba en la hombrera de Cruz del Sur. Grigori temblaba, aunque era difícil decidir si era de ira o solo una prueba de lo cerca que estaba de la muerte; él no podía esperar—. Puedes decírselo.

El santo de Perseo frunció el ceño, dudando. Rin y las demás se miraron, confundidas, hasta que Zaon se les acercó, muy serio.

—¿Sabéis a dónde nos dirigimos, no?

—Al Jardín de las Hespérides. —Rin, que desde que oyó el aviso telepático del antiguo Sumo Sacerdote había decidido ir, solo convenciéndose al escuchar las dudas de sus compañeras, sabía bien que ese lugar estaba más allá de las estrellas, en los confines mismos del universo. Hasta ese punto había exiliado Poseidón al enemigo del Santuario, negándole la entrada a la Tierra. Y había otra razón para conocer ese lugar—. Es a donde se dirigía el Argo Navis, antes de que…

Según se rumoreaba, todos los argonautas podían estar muertos. Y eso incluía no solo a la tripulación original del barco, sino a los que se sumaron a ella durante la embajada de paz, provenientes del Santuario fragmentado. Arthur de Libra, por ejemplo.

—Es posible que tu padre haya sobrevivido —dijo Zaon—. Solo posible.

—¿Cómo…? —Rin no estaba segura de preguntar. ¿Cómo lo sabía? ¿Cómo era posible que su padre hubiese sobrevivido?

—Para alcanzar el Jardín de las Hespérides, ahora que no contamos con el Argo Navis, es necesario crear un túnel de gusano. La entrada se abrirá aquí, sobre el Egeón, en el mismo momento del amanecer. Tendremos doce horas exactas para viajar a través de millones y millones de galaxias, antes de que caiga la tarde. En ese tiempo podríamos perdernos, incluso conectando dos puntos de nuestro planeta hay un billón de desvíos que podrían tomarse si el portal es creado por alguien inexperto. Ahora hablamos de conectar dos extremos del universo. —El silencio absoluto con el que Rin aceptaba las explicaciones hizo sonreír a Zaon, quien negó con la cabeza—. Parecía imposible, por eso el señor Kanon ha convocado a todos los santos de oro y de plata, para aprovechar los cosmos de todos y formar un camino sin incidentes.

—Sería sencillo si mi papá estuviera en el otro lado, ¿no? —entendió Rin—. Él podría abrir el otro extremo del túnel de gusano. Juntos, mi papá y el Sumo Sacerdote… el señor Kanon —se corrigió la santa de Cabello Menor—, podrían reunirnos.

La esperanza llenó el corazón de Rin por un breve momento.

—El señor Kanon ha sentido el Argo Navis. El barco sigue en pie.

—¡Eso significa…!

—Sí —asintió Zaon—. Con las muertes de la Suma Sacerdotisa y Shun de Andrómada, tan solo el Juez podría mantener en pie ese navío contra la voluntad de los dioses.

—¿Qué demonios? —dijo una voz conocida por todos, recién llegada a cubierta.

 

Makoto de Mosca no habría podido escoger un momento más inoportuno para llegar. Tras un buen rato atormentado por pesadillas, despertó abrazado a la nueva capitana de la Unidad Themyscira. No le costó mucho irse del cuarto sin despertarla, si ella misma no se despertaba con aquellos ronquidos de osa. Después, vestido con la sencilla ropa de pieza única que llevaban los pacientes, anduvo por el interior del Egeón, saludando a más santos de los que recordaba haber visto nunca. Tantos que las cuentas no le salían y se sentía mal por no reconocerlos, porque ellos sí lo conocían a él.

Devolvía los saludos con cabeceos y otros gestos vagos. Necesitaba escapar. Respirar aire fresco. Corroborar por sí mismo cuanto le habían dicho.

Entonces llegó a la cubierta del Egeón, oyendo nuevas noticias funestas.

—El bello durmiente —saludó Elda, recibiendo un sutil codazo de Alicia.

—Me alegra que estéis bien —les dijo Makoto. La última vez que se vieron estaban en guerra—. Hicisteis un buen trabajo en Sicilia, por lo que me han dicho.

—¡Le hice un súplex aéreo a un demonio! —presumió Xiaoling, golpeándose el pecho.

—Tonta —negó Presea—. Creo que se refiere a lo del alma del gigante. Aunque en esa batalla recibimos ayuda de alguien, no sabemos bien de quién.

Podía ser que se pasara de impertinente, pero mientras Rin se acercaba para contarle esa batalla, Makoto se adelantó hacia los tres santos de plata. Tan desmejorados, y aun así, listos para aceptar el llamado del nuevo Sumo Sacerdote.

—¿Qué es eso de que Shun ha muerto, subcomandante?

—Según ha dicho el Sumo Sacerdote, el santo de Andrómeda murió en batalla contra Ío de Júpiter. Los dos cayeron, acabando con la embajada de paz. Después, nuestra antigua Suma Sacerdotisa y su asistente, Azrael, murieron. Fueron asesinados —se corrigió Zaon, quien ni tan siquiera mostraba sorpresa de que Azrael hubiese llegado hasta Akasha—. También tenemos constancia de la muerte de June de Camaleón.

—Por supuesto —dijo Makoto con voz quebrada.

Así como Azrael no podría vivir en un mundo sin Akasha, tampoco lo haría June en un mundo sin Shun. Aun así, le causaba pesar que personas tan buenas hubiesen muerto.

—Les vengaremos —juró Zaon, acercándose.

—No —negó Makoto, evitando la mano argéntea del santo—. Les vengaréis.

Él no podía seguir luchando. Ya no tenía fuerzas. Corriendo a toda velocidad, saltó del Egeón demasiado rápido para que los gritos de Rin y las demás lo alcanzaran. Después aceleró hasta volverse un rayo que sobrevoló el archipiélago Fénix. Sabiéndose observado por los habitantes de ese nuevo y fantástico mundo, Makoto se impulsó todavía más, tornándose en una estela de luz que al punto se hallaba en la otra punta de la Tierra. Una ciudad desconocida en la que aterrizó como un meteorito.


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