Saludos
Capítulo 163. La batalla de los argonautas
—… Diez mil años de opresión, llegan a su fin —aseguró Gestahl Noah, poniendo fin a un largo discurso que había recitado para incontables mentes, las de los caballeros negros que no formaban parte del ejército aliado. Con esas palabras, cerraba el trato que hizo con aquellas almas al pedir que se unieran a una orden tan sombría y solitaria, destinada a ser condenada por las futuras generaciones. De forma tácita, en ese momento dejaba de ser el líder de Hybris, si bien seguiría siendo la sombra de Altar hasta el día en que muriese—. Brindaré por vuestro éxito, hijos míos.
Mientras presentía como la legión de sombras se preparaba para la última fase de la Cacería, el padre de la humanidad llenó la copa con un temblor nervioso, jovial incluso. Parte del mantel que cubría la pequeña mesa pasó del blanco impoluto a un tono rosado, a la vez que algunas gotas salpicaron el plato de carne con papas.
Fue extraño no escuchar ningún comentario al respecto, así como lo fue haber puesto una única silla donde solía haber seis. Mirando en derredor, recordó que Hipólita ni siquiera estaba en el mismo mundo que él, mientras que la conexión con Munin seguía cortada, al estar Cuervo Negro inconsciente. Asamori Tomomi compartía con su familia alguna celebración en la que no era bienvenido. Oribarkon y Adremmelech habían acudido al llamado de sus auténticos amos, Poseidón y Atenea.
—No, no lo creo. —Un trozo de carne colgaba a medias en el tenedor, que Gestahl giraba con cierto aburrimiento—. Adremmelech no volvió con Atenea, sino con…
Dio un respingo, dejando escapar el cubierto. Los acontecimientos del pasado se le presentaron como un círculo perfecto, desde la Guerra de Troya hasta lo ocurrido décadas atrás, cuando empezó a moverse. En especial, el día en que se encontró con Ethel y el momento en que brindó con Akasha, cuyo rostro descubierto era idéntico al de su esposa, brillaban con fuerza, no como confiables faros que lo guiaban por el camino correcto, sino como un incendio incontrolable que reducía a cenizas los entresijos del plan que de forma tan meticulosa había elaborado. ¡Todo sería tan fácil sin esos giros inesperados! Sin embargo, no se arrepentía de haberlos vivido.
Siguió comiendo, distraído, apenas prestando atención a cómo el plato se iba quedando vacío. En el fondo, sabía que el problema no era la ausencia de los líderes de los caballeros negros, sino que además extrañaba otras presencias que le habían acompañado durante un millar de vidas, maquinaciones y lamentos.
—Ahora que Hashmal murió, solo quedo yo, ¿cierto? —murmuró después de masticar el último trozo, algo endurecido. Pensó de pronto en Gugalanna, ese gigante atado por el rey Gilgamesh y su amigo, Enkidu de Andrómeda, como la bestia que siempre fue, en el fondo. ¿Qué había sido de él? Nunca lo supo—. Garland de Tauro se le parece. No es tan evidente como el caso de Azrael y Akasha, pero…
Dejó la frase a medias, riendo para sí. Era un hablador empedernido, no podía quedarse callado ni estando solo. Por suerte, Hipólita, con quien mantenía una conexión telepática gracias al poder de Ethel —aquel que él mismo había transportado para ella desde el Santuario, dándole una razón para seguir viviendo—, se dirigió a él en ese momento. No es que el resto del tiempo hubiese sido ajeno a las experiencias de Águila Negra, había estado al tanto de la inesperada muerte del regente de Júpiter, pero no habían hablado desde la conversación que tuvieron cuando el Argo Navis zarpó en dirección a Hipérborea. No tuvieron oportunidad, hasta ahora.
Al principio, Gestahl no pudo escuchar bien lo que Hipólita le decía, pues estaba viendo lo mismo que Águila Negra: una inmensa esfera roja en la medio de un océano turbulento. Con un poco de imaginación, había cierta similitud entre la construcción energética y la forma que parecía tener el planeta Marte, un pequeño juego de los dioses del miedo y el terror, quienes protegían la Esfera de las Emociones hasta encontrar un sucesor digno. Sin embargo, no era el color lo que preocupaba a Gestahl, sino lo que sentía al mirarla. Miedo, no. Terror, tampoco. Solo un mal presentimiento.
—¿Vas a ayudarnos o no? —cuestionó Hipólita, irritada. Para que los argonautas no la escuchasen, estaba volando tan alto como podía, siempre por sobre el barco—. Los muchachos están desesperados.
—No es mucho lo que puedo hacer —tuvo que admitir Gestahl, en cuya mano ya no estaba el báculo Niké. Tal bendición estaba reservada para una batalla futura, más importante que cualquier asunto personal—. ¿Ningún santo de oro en la tripulación? Creía que ibais a buscar a Arthur de Libra, entre otros.
Hipólita resopló. No le quedaba mucha paciencia para tratar con el distraído líder y las actuales circunstancias le impedían ser comprensiva respecto al plan de los caballeros negros, que ya debía estar en su fase final. A pesar de eso, el tiempo que compartieron como algo más que líder y subordinada la tranquilizó, de modo que con un rápido movimiento descendió hacia la cubierta del barco y volvió a subir hasta las alturas.
La tripulación del Argo Navis era numerosa: Emil de Flecha, Hugin de Cuervo, Ban de León Menor, June de Camaleón, Mithos de Escudo y Subaru de Reloj. Orestes de la Corona no se hallaba presente, pero pronto Hipólita aclaró a qué era debido.
—Los siervos del Hijo siempre logran sorprenderme —comentó Gestahl para sí—. Me temo que ninguno de esos santos podrá abrir la Esfera de Marte.
—Ya había llegado a esa conclusión…
Desconcertado por el evidente sarcasmo en aquella respuesta, Gestahl frunció el ceño. ¿A qué se debía todo eso? Cierto, él estaba preocupado por Akasha, le resultaba imposible no estarlo aun después de la tácita amenaza de muerte que le dedicó, y había pedido de forma expresa a Hipólita que cuidara de ella. Sin embargo, eso no explicaba del todo el interés de la sombra de Águila.
Altar Negro sospechaba que no serviría de nada mencionar que ya había agotado la carta del triunfo que le permitía poner en aprietos a los Astra Planeta: el evento que su esposa había construido para él, con reconstrucciones de los primeros santos de oro. Desechó enseguida cualquier idea parecida al arrepentimiento. Si Titán de Saturno no estuviese ocupado, en cualquier momento podría volver a traer a su presencia a todos los que estuvieron luchando en la Cámara de las Paradojas. Tomó la decisión acertada, de eso no tenía la menor duda.
—Yo…
—Espera —cortó Hipólita, cuyo único ojo se dirigió a los mares olvidados, que brillaban con un tono dorado—. Es la Suma Sacerdotisa.
—La Suma Sacerdotisa —repitió Gestahl, entendiendo al fin la situación. Aun si la lealtad de Hipólita había estado con él desde que la acogió hacía tiempo, en ese viaje la guerrera había aprendido a sentirse como algo más que una sombra, una ateniense. No podía culparla—. Sí, yo también lo noto.
Fue de esa forma que ambos decidieron no actuar por el momento, una decisión de la que no tardarían en arrepentirse.
***
La prodigiosa fuerza de Akasha de Virgo logró manipular las corrientes de los mares olvidados por un tiempo, arrastrando el Argo Navis hacia la esfera roja que había aparecido allá donde antes se alzaba el Santuario. Los argonautas, silenciosos espectadores de aquel evento que parecía distorsionar el tiempo y el espacio, temieron lo peor cuando percibieron a un gigante con un enorme saco de comida y bebida sobre una armadura esmeralda. Que aquel gritaba que venía para ayudarlos no arregló demasiado las cosas. Todos se prepararon para una lucha inminente.
Entonces, todo se detuvo. El gigante desapareció por la misma distorsión causada por Akasha desde la lejanía, una senda que habría de permitir al Argo Navis entrar en aquel mundo rojo y salir después. La energía de la Suma Sacerdotisa empezó a disiparse.
—¡No podía ser tan bueno, os lo dije! —bramó Hugin, apoyándose a la barandilla de un barco que parecía a punto de volcarse. Las aguas golpeaban el navío con fuerza, como en represalia del intento que hubo de domarlas—. ¿Y ahora qué?
A modo de respuesta, el aire frente al mascarón de proa pareció cristalizarse para luego romperse como un espejo al que le hubiesen lanzado una piedra, manifestándose de ese modo un portal hacia un mundo que los tripulantes conocían bien. Aun si no podía verse nada, pues todo era oscuridad tras aquella grieta en el tejido del espacio-tiempo; incluso si los cosmos que se amontonaban en el interior, avanzando hacia ellos como un ejército, no les sonaban de nada, sí que podía percibir algo más, una sensación que les llegaba al alma. El mundo tras el portal era una parte de la Esfera de la Ley y los Héroes, así como lo fue Hiperbórea, donde toda suerte de monstruos habían vivido según la voluntad del último regente, el caído Ío de Júpiter.
Los argonautas se alistaron para la batalla. El ejército enemigo era numeroso, y la fuerza que los lideraba, de un poder terrible, colosal.
—¡La mejor defensa es un buen ataque! —gritó Mithos, dirigiéndose al audaz Emil. Estaba al tanto de la técnica que había diseñado, Fortaleza de Luz, así como de que el santo de Flecha era mucho mejor en la ofensiva—. Sin ofender —se le escapó, sonrojándose al ver que Subaru reía a pleno pulmón.
—¿Por qué me iba a ofender? —soltó Emil, encogiéndose de hombros.
Mithos, viendo con un ojo cómo el santo de Flecha saltaba hacia el mástil, apuntando al portal con el brazo extendido, clavó el otro en el risueño santo de Reloj.
—Creía que solo podías ver el futuro de la señorita Shaula.
—Y es así —admitió Subaru, despreocupado—. No sé lo que va a ocurrir ahora. Podríamos morir y todo.
—¡Prometiste que nos reencontraríamos más tarde!
—Más nos vale —expuso Subaru, serio por un segundo—. Nos va a necesitar.
Aunque el santo de Escudo quería replicar, no pudo hacerlo, pues al acostumbrado griterío de Hugin, que llevaba un rato instándoles a todos que se dejaran de cháchara, se unió un severo gruñido de Águila Negra. Mithos no conocía a la mujer más que por los rumores, habiendo vestido el manto después de la época en que fue considerada uno de los mayores enemigos del Santuario. Cuando se encontraron en el barco, hablando de la situación en la que estaban y de formas de salir de ella, pensó que no era tan fuerte como había imaginado. Ahora, en cambio, la mujer le parecía de lo más temible.
Un batallón de lestrigones armados hasta los dientes ahogó el consejo de June hacia el avejentado Ban, a quien le pedía que se quedara atrás. La horda enemiga, balanceando con locura guerrera enormes espadones, cayó fulminada por una lluvia de flechas.
—¡Qué decepción! —Emil ni siquiera sonrió. Luego de las batallas que habían librado, tener que lidiar con aquellos mastodontes le parecía casi un insulto, pero cuando estaba a punto de lidiar con una segunda oleada, una flecha le rasgó la mejilla—. ¡Esto está mejor! ¡Amazonas! ¡Diversión!
Respaldando a los lestrigones, que atravesaban el portal sin reparar en que eran demasiados para hacerlo a la vez, había jóvenes doncellas de armaduras oscuras y letales arcos. Las guerreras satélite de Artemisa.
June, acaso malentendiendo la fama de Emil con las mujeres, temió que este tuviera piedad de aquellas hermosas guerreras. Saltó del barco sin dudar, cayendo en una extensión de tierra que no debía estar allí, una parte de la única ciudadela que había escapado a la destrucción de la Esfera de Júpiter, así como el ejército que ahora los asediaba. Quienes eran y por qué luchaban no estaba entre las prioridades de la santa de Camaleón. La determinada guerrera ni siquiera se molestó en mirar atrás al sentir que Ban la seguía. Estaba bien. ¡Todos tenían derecho a escoger cuándo y cómo morir!
Después de todo, ella ya lo había hecho.
Lestrigón tras lestrigón, todos caían con una rapidez mortal, amontonándose en una montaña de cadáveres que pronto June había dejado atrás. Los cuerpos, prueba de la letalidad de Emil, se derritieron para asombro de aquel y el resto de santos de Atenea que seguían en el barco. Por igual, una fuerza misteriosa licuó el metal y la carne, dejando un maloliente charco bajo el montón de huesos que quedaron.
—Tienes razón, santo de Flecha. ¡Estos caníbales son una auténtica decepción! —gritó un gigante cubierto por una extraña armadura, en apariencia hecha de huesos. Extendiendo la mano hacia los restos de los lestrigones, los redujo a nada a la vez que consumía para sí las almas de los muertos—. Yo, Anteo, prometo ser un mejor oponente para los asesinos del señor Ío.
Emil, quien casi sentía lástima por el presuntuoso gigante, le apuntó al corazón, pero antes de poder disparar cayó del mástil soltando un alarido de dolor. ¡La pierna! ¡Alguna de las amazonas le había acertado en plena rodilla!
—Ahora soy yo el decepcionado —rio Anteo, moviendo la mano para que los lestrigones que habían cruzado el portal se quedaran quietos—. ¡Derribado por una de las bailarinas de Artemisa! —exclamó, risueño.
Si al gigante Anteo le hubiesen dicho que semejante bravata estuvo a punto de costarle la vida, quizá hubiera medido sus palabras.
Y es que June y Ban habían sido implacables con las feroces amazonas, a quienes ni por un segundo subestimaron. La santa de Camaleón las decapitaba con veloces latigazos, mientras que Ban acometía primero a las de la retaguardia, convirtiéndolas en bombas humanas que no tardaban en explosionar. Solo una fue más audaz que el dúo imbatible, disparando una flecha que se movía por sí sola, más rápida que ambos santos de bronce. Esa saeta fue la que hirió a Emil, y la siguiente habría salido desde las cejas de Anteo, luego de atravesarle el cerebro, si June hubiese estado de humor como para esperar a que la guerrera satélite se presentase.
—Mi nombre…
—¡No te lo he preguntado! —bramó la santa de Camaleón. Ya para ese momento, su látigo desgarraba el fino y largo cuello de la guerrera satélite, pero esta se defendió con increíble fiereza, resistiéndose a una muerte rápida—. Si esas tenemos…
Dejó caer a la mujer, quien por la impresión no pudo entender a tiempo lo que ocurría. June tampoco se lo permitió, pues estando aún en el aire, ella ya le había encajado un puñetazo en plena cabeza. La amazona terminó por caer sin vida.
—¿Estás bien, Ban? —se apresuró a preguntar, girándose hacia aquel. El santo de León Menor rugió como respuesta—. Ya me lo parecía…
Si bien la batalla proseguía en el barco —Hugin había bajado a tierra, aceptando el desafío de Anteo, mientras que Hipólita, al igual que Mithos y Subaru, se mantenían a la expectativa de un enemigo mayor—, la parte del ejército que se había resguardado detrás del portal había caído. Así lo atestiguaban las amazonas calcinadas o decapitadas que el dúo de santos de bronce había dejado atrás. Muchos lestrigones perecieron en el fuego cruzado, debido a las ardientes explosiones que Ban desataba.
Eso solo les dejaba con la presa mayor. Aquel que lideraba el contingente.
—Os he subestimado, mortales, por última vez —aseveró una voz que parecía provenir de todas partes—. Doce segundos tendréis para arrepentiros de vuestros pecados.
June y Ban se miraron, primero confundidos y luego asintiendo con decisión. Al término de tan singular plazo, el dúo había pensado en todo, menos en arrepentirse.
Al ser que se les apareció enfrente tampoco le importaba demasiado. Era un hombre cubierto por blancas túnica de sacerdote, ceñidas por un cinto dorado del que colgaba una espada envainada. En la cabeza, morena, no había ni un solo pelo más allá de las dos finas cejas, apenas dibujadas por sobre los ojos rasgados.
—Así sea, santos de Atenea —dijo, calmado, mientras abría un libro que sostenía con la mano derecha, manteniendo la izquierda tras la espalda—. June, Ban. El nombre de aquel que ejecutará vuestra sentencia es Zelo, ángel del Olimpo.
***
Contrario a las expectativas de Subaru, por segunda vez en años sin saber qué le deparaba el futuro cercano, de los problemas se encargaron con relativa facilidad Emil, Hugin y el par de kamikazes que eran June y Ban. Lo más arriesgado que hizo el santo de Reloj fue restaurar la rodilla y la protección de Emil mientras este cojeaba de un lado a otro del barco, disparando a cuanto enemigo, lestrigón o amazona, viera.
Esa era la segunda vez que usaba sus poderes con alguien distinto a Shaula y Mithos, lo que le exigió una excesiva concentración. Debía unir su propio cosmos al del paciente hasta que ambos fueran uno solo, de modo que su particular habilidad pudiera actuar sobre alguien distinto a él mismo. A decir verdad, fue toda una odisea.
«No está bien —supo Subaru—. Estoy estancando su crecimiento, su vida.»
Aun así, realizó esa labor, pues era todo lo que podía hacer de momento.
Entretanto, el santo de Cuervo ponía fin a la batalla con Anteo. El gigante de ósea armadura había tenido ventaja al principio, cualquiera podía notarlo con solo echar un vistazo a la cara amoratada y desprotegida de Hugin. Pero la situación dio un giro inesperado cuando este desplegó dos largas alas, una blanca y otra negra. Desde ese momento, el ateniense había tenido una ventaja aplastante sobre el enemigo, que no había dejado de presumir que era invencible mientras pisara el suelo.
—¡Bájame, maldito seas! —gritaba el gigante, de cuyos cabellos Hugin tiraba cada que podía para volver a lanzarlo más y más arriba, manteniéndolo siempre en el aire—. ¡Cuando te atrape, sentirás el peso del mundo entero sobre tu escuálido cuerpo!
Como ya estaba acostumbrado a ese tipo de amenazas, no solo del gigante sino de otros enemigos del pasado, Hugin las desoyó. Hasta se permitió mostrar la desagradable sonrisa que le dejó el último puñetazo de Anteo, directo a la mandíbula. No le habría molestado mantener a ese animal desesperado un rato más si no hubiese presentido la venida de un peligro mayor que lo obligaba a ponerse serio.
—Lo lamento —dijo el santo de Cuervo, cruzado de brazos ante Anteo, quien estaba inmovilizado en el aire. El gigante no sabía la razón, pero intuía que tenía que ver con las plumas que el guerrero le había arrojado a la armadura, con la cual se fundieron—. De repente me sentí más fuerte que nunca, je. Bueno, acabemos el juego.
Le bastó un ademán para que la armadura, más que romperse, se apartara del punto que quería golpear. Fue una sensación extraña para Anteo, que siempre había confiado en aquel tumulto de almas robadas para la gloria de su padre. Ahora, esos espíritus parecían cobrar conciencia de nuevo, decidiendo abandonar al acabado gigante.
Hugin golpeó el estómago descubierto con saña, sin importarle que las entrañas fluyeran a través del brazal. Solo cuando supo que Anteo estaba muerto, se decidió a liberarlo del dominio que ahora poseía sobre la materia y la mente, gracias al eidolon que su hermano le había implantado para protegerlo de Orfeo de Lira. El cadáver chocó contra el borde del Argo antes de caer al suelo, donde antes estuvo la montaña de muertos de la que tanto se burló. Una imagen curiosa por la que el ateniense sintió regocijo.
La alegría duró el tiempo que dura un suspiro. El portal, todavía abierto, expulsó un calor abrasador junto al cuerpo de un santo, el cual Hugin se apresuró a atrapar.
—¡Por Atenea! —bramó el santo de plata, sintiendo que el mero roce con el inconsciente Ban, aún protegido por Nemea, le habría carbonizado el brazo si no vistiera el restaurado manto de Cuervo—. ¡Nada de ataques suicidas si no es para ganar! —le gritó mientras volvían al barco.
A medio camino, Hugin notó que algo chocaba contra su espalda, aunque no se molestó en girar hasta que dejó la carga en la cubierta, donde quizás Subaru podía atenderlo.
—¿Eso es el brazo de la subcomandante? —preguntó Emil, impresionado.
Los argonautas miraron a una sola dirección: la santa de Camaleón salía del portal, retrocediendo con largos saltos para esquivar lo que todos veían como meros destellos de luz. Zelo salió medio segundo después, recibiendo en la cara un latigazo de parte de June; apenas le movió la cabeza un poco para esquivar el primer ataque y los vientos que desató como lobos sedientos de sangre.
Otra explosión luminosa, que no era sino el rápido saque de la espada de Zelo, precedió a la caída del brazo derecho de June. Esta, desarmada, no tuvo tiempo de asimilarlo, pues de una patada el ángel la mandó contra el barco.
—Veamos. —Zelo, rápido como la luz, apareció frente a los estupefactos santos de plata. Con la mano derecha sostenía un libro, ahora abierto, en el que parecía leer algo—. Hugin, Emil, Mithos, Subaru… —Miró arriba, donde una sombra veloz estuvo a punto de golpearle en plena frente; le detuvo la pierna con la mano izquierda—. Hipólita. El nombre de aquel que os ejecutará es Zelo, ángel del Olimpo.
Una energía blanca cubrió al de ropas sacerdotales. Acto seguido, Hipólita salió volando hacia los mares olvidados, rodeada por fragmentos de la armadura negra de Águila.
El siguiente objetivo de Zelo era claro: Hugin. Pero el santo de Cuervo ya había salido del Argo Navis, volando tan rápido como podía para que Hipólita no cayera a aquellas aguas malditas. Tan terrible era el adversario al que daba la espalda, que Hugin ni siquiera pensó en lo irónico de la situación.
—Es inútil, lo que yo hiero, solo los dioses pueden revertirlo —advirtió Zelo, siendo ignorado por el santo de Cuervo—. Sea. Todos moriréis igualmente.
Emil disparó una andanada de flechas hacia el ángel. Cabeza, corazón y hasta la entrepierna fueron blancos que tuvo en mente, pero Zelo las detuvo cuando estaban a centímetros de alcanzarlo y luego cambió el rumbo de todas ellas. El santo de Flecha, marcado por sus propios proyectiles, cayó al suelo preso de un sopor mágico. En su último instante de consciencia, maldijo no haber empleado el Arco Solar.
Luego, demasiado rápido para que Mithos y Subaru, pudieran reaccionar, Zelo desenvainó el sable y cortó a ambos. Al menos, esa fue su intención, pues la energía blanca que emitía al atacar se quedó orbitando entre dos capas del Rho Aias, infranqueable barrera del santo de Escudo.
—Eso ha sido arriesgado —comentó Subaru, con más entusiasmo que miedo en el tono de voz—. Recuerda que Shaula no está aquí.
—Con más razón debo ser fuerte —argumentó Mithos, decidido.
Los labios del santo de Escudo formaron una sonrisa triunfante que Zelo leyó demasiado tarde. La energía que Mithos había atrapado fue redirigida contra el ángel como una columna de puro poder incendiario.
***
Lejos, entre violentas ráfagas de viento que parecían querer arrastrarlos hacia el mar que sobrevolaban, Hugin cargaba a una delirante Hipólita.
—Poder… Necesito poder… —murmuraba la mujer, cuya armadura se caía a trozos desde las botas hasta las hombreras—. Poder para salvar… Poder para aplastar…
Lo que desconocía el santo de Cuervo era que Gestahl Noah escuchaba los ruegos de Águila Negra, semejante al dios que escucha las plegarias de sus fieles. O más bien, al padre que oye a una hija algo orgullosa pedirle ayuda una vez más.
—Tienes poder. El de Ethel —explicó, cabeceando de pronto—. Pero no es suficiente, tú no eres la guerrera en que esa niña se habría convertido.
—Deseo serlo —afirmó Hipólita—. Sé algo de magia…
Hugin se estremeció al oír esa palabra, rememorando la brutal batalla que sostuvieron con esa misma mujer a la que ahora trataba de salvar. Águila Negra no solo era fuerte, sino que además podía invocar un cierto poder del mismo infierno a cambio de recuerdos. De ese modo obtuvo el brazo y la pata de una bestia, intercambiándolos por el recuerdo de haberlos tenido alguna vez, el síndrome del dolor fantasma.
—Si sacrificas algo que es importante para ti… —Gestahl, muy lejos de ese lugar en que tantas vidas estaban en juego, tragó saliva—. Si haces eso, obtendrías un poder increíble, aunque no duradero.
El caballero negro de Altar tardó en decir cada palabra porque sabía que Hipólita no iba a dudar. Él mismo tenía claro la clase de recuerdo al que la mujer tendría que renunciar para pararle los pies a un ángel del Olimpo, incluso si este no vestía la gloria.
Debido a la conexión que compartían, Hipólita pudo confirmar las sospechas de Gestahl. En las mentes de ambos apareció una escena, la de una mujer que debió huir por haber sido débil, que siempre relacionó —y relacionaría— debilidad con dolor, pero que en ese tiempo se sentía feliz de la fragilidad que la mantenía en cama.
Entre los brazos tenía a un niño recién nacido, Ícaro, hermano menor de Ethel. Gestahl, estaba en el otro lado de la cama, jugueteando con el pequeño como si no fuera más que otro padre algo payaso. A Hipólita siempre le hacía reír, sobre todo cuando no entendía lo que aquel hombre decía con tal de alegrar al bebé. De vez en vez, los miembros de la orden de los caballeros negros, pequeña en ese entonces, entraban al cuarto con la excusa de informar al líder, pero que en realidad solo querían ver a la criatura.
Siempre creyó que sin el amor que Gestahl le había dado, no habría podido vivir tanto tiempo. En especial, los primeros años le dieron la fuerza necesaria para sobreponerse al duro pasado, pues aquel hombre, por entonces un misterio incluso para ella, fue más que un amante. Se comportó, así fuera por poco tiempo, como un esposo atento y un padre cariñoso, apenas dándole importancia a cualquier otra cosa. El corazón de Hipólita estaba lleno de rencor, caldo de una visión cínica sobre el mundo, los héroes y los propios motivos que pudiera tener Gestahl para esforzarse tanto, pero era incapaz de siquiera plantearse que aquellos años fueron una mentira.
Y era por eso, porque fue una vida auténtica, genuina, que resultaría un sacrificio ideal para el río del olvido al que Hipólita acudía a través de la magia.
—En verdad me habría gustado compartir el resto de esta vida contigo.
Ya más consciente de que estaba apoyándose en Hugin, Hipólita tuvo la prudente idea de hablar a través de la telepatía.
—Lo sé. Pero, Gestahl…
—Deucalión, mi verdadero nombre es Deucalión.
—Está bien, Deucalión. Yo no soy lo más importante para ti, a veces dudo de que tú seas lo más importante para mí. —Sin poder evitarlo, rio, palpándose la máscara en un vano intento de alcanzar el ojo que era recipiente del poder de Ethel, de su alma. Recordó a aquel pequeño bebé llorón al que no supo cuidar, recordó a Ícaro y la confianza con la que Akasha le hizo entrega de aquella máscara oscura—. Si lo eres, ¿mejor, no? Más poder recibiré.
—Eres importante para mí —repuso Gestahl.
Hipólita sacudió la cabeza, agradecida por las palabras de aquel hombre.
—Te quiero, Deucalión —dijo en aquel mundo solitario al que solo ellos y el alma de la fallecida Ethel tenían acceso. Luego, decidió que aquellas palabras debían ser oídas por el mundo exterior—. Te amo.
En ese preciso momento, el sentimiento que vivió en el corazón de Hipólita durante más de quince años, desapareció como si nunca hubiese existido.
Hugin no era tan imbécil como para creer que aquellas palabras eran para él. No dijo nada al respecto. Solo se quedó mirando a la fuerte mujer que poco a poco iba cubriéndose por una segunda piel, oscura como las profundidades del mar. Solo la máscara resaltaba en esa nueva forma en la que los brazos y las piernas terminaban en amplias zarpas. La pieza metálica brillaba con un tono rosado.
—¿Vamos? —preguntó Hipólita, usando la misma voz burlona de siempre. En opinión de Hugin, seguía siendo la misma—. A aplastar un ángel.
La oferta fue honesta, pero la tremenda velocidad de Hipólita no podría haber sido seguida por Hugin de ninguna forma.
***
Una y otra vez, Zelo había tratado de cortar a Mithos. Ataques en horizontal, verticales o diagonales; desde arriba o el suelo, de frente o por la espalda. El resultado era siempre el mismo: no era capaz de atravesar las veinticuatro mil placas de escudo, que además se reparaban en poco tiempo. Lo más que podía lograr el ángel era evitar el contraataque, lo cual resultaba inaceptable para el guerrero celestial
Aquella era en cierto modo una Batalla de los Mil Días. Zelo no llegaba a herir a Mithos, pero Mithos no tenía recursos para alcanzar y dañar a Zelo, más allá de las quemaduras que le provocó al principio del duelo.
Ninguno de los guerreros que habían perdido la consciencia —Emil, Ban y June—, daban señas de poder levantarse. Subaru, atento espectador, mantenía una cara de póker que Mithos no podía descifrar. El japonés tanto podría estar esperando el momento propicio como hallarse paralizado de miedo al no tener una respuesta para lo que acontecía, debido a la ausencia de Shaula. El santo de Escudo no contaba con que lo ayudase hasta el último momento, es decir, cuando Zelo dejara de empecinarse en atacar al enemigo imbatible en vez del barco sobre el que se hallaban todos.
Como un bólido de luz, Hipólita se interpuso entre los combatientes, golpeando de lleno el estómago de Zelo. El ángel, lejos de mostrar dolor, más bien estaba sorprendido. Mostró una vez más el saque rápido que lo caracterizaba, desenvainando la espada para cortar a la velocidad del relámpago a aquella inoportuna mujer.
La espada pasó a través del Manto de Deyanira sin causar daño alguno. Aquella armadura hecha de magia olvidó haber sido atravesada por el arma mítica.
—Interesante —comentó Zelo, quien rápido cayó en la cuenta de la máscara que se sobreponía a la extraña piel acuosa que cubría a Hipólita—. E insuficiente.
Quiso cortar aquella pieza metálica, y debía haberlo logrado en circunstancias normales, pero contra todo pronóstico la sombra de Águila le atrapó el brazo en pleno saque. El ángel miró más allá de la mujer: Mithos veía la escena estupefacto, mientras que Subaru se encogió de hombros, casi disculpándose al poner una cara inocente. Él mismo no solía tener necesidad de profundizar en sus propias capacidades; hasta ese día, combatir consistía en preservar las vidas de Shaula y Mithos. Nada más, nada menos.
El flujo del tiempo estaba siendo manipulado alrededor de Zelo e Hipólita, invirtiendo la diferencia que los separaba según la ley natural.
—No vas a romper esto —aseguró Hipólita, apretando el brazo con tal fuerza que los huesos empezaron a crujir—. No lo permitiré.
—Interesante —repitió Zelo, usando la mano libre para acercar el libro que siempre llevaba encima. Al leer la página por la que se abrió, frunció el ceño—. ¿Quién eres?
La única respuesta que obtuvo fue un fuerte rodillazo, inicio de una paliza de la que no parecía haber escapatoria. Hipólita saboreó cada golpe que encajaba en el ángel, sabiéndose ahora poseedora del poder que necesitaba para salvar la situación. El recuerdo de otra persona se adueñó de su mente. La máscara brillaba con fuerza.
—Ya verás que pronto te recuperas —le dijo hace mucho tiempo cierta niña a otra de su edad, recién llegada a Jamir—. Mientras tanto, yo te protegeré, Asha.