Saludos
Interludio – Júpiter
Tras la retirada de Dafne y Narciso, solo cinco de los nueve tronos estaban ocupados, y la inmensidad del lugar se hacía más notoria e innecesaria. Doce estatuas sosteniendo una bóveda segmentada en nueve partes, cada una bellamente cubierta por pinturas que evocaban a alguno de los aspectos de la Creación. El reino de los muertos, el mar primordial, el cielo estrellado encarnando los destinos de todos… Lo más cercano a una referencia al reino de los hombres eran los animales que decoraban el sector correspondiente a Deméter, y ni siquiera destacaban demasiado entre el paraíso salvaje que era aquel mundo representado.
Y en el centro de aquel techo, el ojo de los dioses observaba implacable a los que aún permanecían allí sentados, cavilando sobre cuanto se había planeado en esa reunión.
—Decidme, ¿queréis ver el futuro? —preguntó Ío de pronto.
—¿Qué? —atinó a decir Titania, visiblemente sorprendida.
—Nadie quiere repetir la tragedia de Casandra, comandante —dijo Tritos.
Caronte prefirió mantener el silencio.
—¿Ver el futuro y no poder cambiarlo? ¿No es ese el modo de vida de quienes seguimos la senda de servir a los dioses? —cuestionó Ío—. Habéis sido lo bastante valientes como para tomar una decisión frente a nuestro actual problema, ¿os faltará valor ahora aceptar las consecuencias? ¿Qué teméis? ¿El fin de la inmortalidad, o despertar de esa ilusión de guerreros invencibles?
—Está jugando con las palabras, comandante —apuntó Admeto, quien miraba de forma compulsiva las llaves que había cedido a Titania—. La voluntad de los Hados y la del Olimpo no siempre es la misma. Las Hilanderas conocieron demasiado bien a…
—Entiendo los riesgos, Admeto —aseguró Ío—. Los acepto.
—¿Por qué, comandante? —preguntó Titania—. Esto es demasiado repentino, ¿acaso sabe algo que nosotros no? Conteste, comandante. No, ¡padre!
—A veces para cambiar el lejano futuro, debemos aceptar el más cercano. Deseo que veas los resultados de tu estrategia, Titania, y de acuerdo a ellos, te prepares.
—Titania podría morir en esa visión —murmuró Tritos—. ¡No podríamos cambiarlo! ¡Si vemos nuestra caída en el futuro, nada podríamos hacer! —exclamó al sentir que Admeto compartía sus temores.
—No veremos el futuro de Titania, y en cuanto a ti, Tritos, no creo que vayas a meterte en una situación en la que puedas morir. Me gustaría decir lo mismo de mí —añadió, sonriente—. Si pensáis lo que yo, entenderéis que es la mejor opción.
—Eso no tiene sentido… A menos que… ¿Cree que hay un traidor en nuestras filas?
— El primer traidor fue un ángel —recordó Titania, a lo que Caronte asintió.
—Y desde que lo derrotamos, siempre ha habido un traidor entre los nueve Astra Planeta. El último fue Oberón de Urano, y fue necesaria toda la astucia de Proteo de Neptuno para siquiera descubrir que era una posibilidad. ¿Imagináis por qué?
Tritos y Titania se miraron el uno al otro, en busca de una respuesta. En menos de un segundo el regente de Neptuno pensó en una idea muy descabellada; la sola presencia de Admeto en una reunión tan privada era pista suficiente.
—El traidor siempre ve el futuro —dijo Admeto—. Lo fija. Si reveláis el futuro, descubriréis al traidor, prisionero del reino de Crono. ¿Dije que la ocurrencia de Titania de Urano era arriesgada? Comandante, está proponiendo atar a los campeones del Olimpo con cadenas hechas del mismo destino, la única vez que esa estrategia funcionó, se trató de la peor guerra que jamás hemos luchado.
—El fin de la peor guerra que jamás hemos luchado —corrigió Ío—. Y no es una cadena lo que forjaré, sino un brillante ataúd que ilumine el olvido al que estamos destinados. Oh, no me mires así, Titania. Si la Esfera de Júpiter no estuviera esperando un nuevo regente, no se atrevería a renegar de mi autoridad.
—Aunque estuviera de acuerdo con esto, el Portal del Tiempo fue sellado con el despertar de Poseidón.
—Por fortuna, ya me he tomado la molestia de indagar qué parte del Portal del Tiempo fue sellada —apuntó Ío—. Mientras no pretendamos conocer lo que hace Poseidón, no habrá problema. Si no estás dispuesta, siempre podemos pensar en una estrategia menos arriesgada. Devuélvele a Admeto las llaves, y repasemos con tranquilidad nuestras opciones. Tenemos toda la eternidad para deliberar —le recordó, ampliando la sonrisa.
—No puedo hacer eso.
—Tranquila, Titania —dijo el regente de Neptuno, quien percibía una repentina alteración en las emociones de la octava astral—. Yo también pienso que el comandante tiene una edad y… Evidentemente sabe lo que hace —se corrigió de inmediato, recordando que la Lengua de Plata no lo protegía de los sentidos de Ío.
—No apruebo esto, comandante —dijo Admeto, más en tono de lamento que con enojo—. Acotar vuestras posibilidades por una sospecha es… Mi señor prohibió esta clase de actos por una buena razón. El futuro es asunto de dioses, no de mortales.
—Tu señor es uno entre los doce a los que sirvo —replicó Ío—. Me inclino con humildad ante su sabiduría, pero tristemente luego he de levantarme y seguir mi camino. Abrazaré mi destino como siempre he hecho, con alegría.
Ío de Júpiter puso fin a sus palabras y a la reunión con un fuerte golpe, como el martillo de los dioses anunciando el fin de todas las cosas. Entre las efigies olímpicas, el universo se manifestó en todo su magnífico esplendor, con un sinfín de nebulosas representando distintos momentos en el tiempo, el reino que Titán salvaguardaba.
—Ahora, amigos, ¡contemplemos el futuro!
***
Para Ío no fue extraño que Tritos y Titania prefirieran marcharse antes que observar el futuro y atarse a él. El destino determinado por los dioses era el mayor obstáculo para los que se hallaban en la cima del poder de los mortales. Así, era natural que incluso los Astra Planeta fueran reacios a mirar más allá, separándose del arbitrario aliado que eran el caos y la posibilidad. Por supuesto, tampoco Admeto quiso saber nada del futuro. Para él, ese era un aspecto de la realidad que solo concernía al señor Apolo.
El único que permaneció en la Sala del Destino fue Caronte, más movido por la curiosidad de si Ío en verdad iba a hacerlo que porque se le antojara que le pusieran una correa hecha con decisiones que todavía no había tomado.
Sin embargo, no fue el futuro lo que el Portal del Tiempo les permitió ver desde sus tronos, elevados por sobre la eternidad. Lo que vieron los regentes fue el pasado, un pasado no especialmente remoto, un par de décadas atrás, pero que ninguno de ellos podía recordar. Ni Caronte ni Ío conocían al joven que junto a Orestes de la Corona Boreal viajaba a través de la nada oculta en lo más profundo de la Creación, dirigiéndose a un único punto de luz, el palacio de los sueños.
—Esto está mal —advirtió Caronte—. El que acompañó al caballero fue Kanon de Géminis. Es por eso que no luchamos en el Santuario.
—No es lo que yo veo —apuntó Ío mientras se frotaba el mentón, pensativo—. ¿Me he vuelto demente, acaso? A lo largo de mi vida he visto cómo los años pesan para todos, excepto para mí. ¿Llegó ya mi hora de perder la cordura?
Sin ánimo para responder, Caronte se limitó a sacudir la cabeza y seguir mirando. Desconocía el acuerdo al que había llegado Orestes con Hipnos para lograr despertar a los santos de bronce que mancillaron el Elíseo, pero estaba convencido de que Kanon lo había acompañado. De otro modo, incluso ese hombre solitario habría acudido al Santuario en auxilio de sus habitantes, sabiéndolos demasiado débiles como para sostener una defensa contra alguien como él. Pronto desechó haber sido objeto de algún maleficio que entorpeciera sus sentidos, o que su memoria fuera alterada; como uno de los makhai, había heredado del mismo Ares la capacidad de estar más allá de esa clase de trucos. Controlarle no era una opción, todo su ser era indoblegable desde el momento en que nació; quienes quisieran enfrentarlo, tendrían que hacerlo a la vieja usanza.
El mundo que estaba reflejado en el Portal del Tiempo siguió fluyendo sin atender a los cuestionamientos de Caronte. El muchacho que acompañaba a Orestes, cuyo nombre y constelación era incapaz de pronunciar, dificultándosele incluso retener una imagen mental de él por un segundo, fue guiado por Ifigenia como un estúpido enamoradizo. Mientras el grupo ascendía en un elevador hasta lo alto del palacio de los sueños, Caronte recordó la petición de Ifigenia: que respetara el plazo que había ofrecido, que no actuara antes. Los amplios conocimientos que el regente de Plutón tenía sobre la estructura del macrocosmos le sirvieron para hilar unas ideas, que se deshilacharon en cuanto otros pensamientos le sobrevinieron. Una fuerza muy poderosa se negaba a que aceptase la existencia de aquel muchacho.
Entonces, los dos —tres, insistía Caronte— viandantes llegaron hasta la cueva de Hipnos, que quizá para ellos se vería de otra forma. Allí, el más joven fue el juguete del hijo de la Noche por un rato, enfureciéndose cuando el dios del sueño lo preveía, llegando a las mismas conclusiones que aquel antiguo y poderoso ser esperaba que sacase. Nada de eso tuvo demasiada importancia para el astral, excepto el contenido del contrato que Orestes formó con Hipnos en nombre del Hijo.
—Comandante… —susurró Caronte, dudando si romper el silencio que Ío mantenía según leía el manuscrito y sopesaba lo que este implicaba.
El contrato entre Hipnos y Orestes fue firmado. La letra en uno de los manuscritos era dorada como los cabellos del dios del sueño. La del otro, que quedaba en manos de Hipnos, poseía una firma del color de las esmeraldas.
—Ya veo —dijo Ío con una triste sonrisa—. Así que era eso.
No lanzó gritos airados. No derramó una sola lágrima. Solo miró en silencio.
—Usted ya lo sabía —observó Caronte.
—Lo intuía, sí. ¿La anterior generación de Astra Planeta…?
—Lo sabía —decidió confesar Caronte—. Yo, Proteo, Egeón, Tebe… Todos luchamos por la misma causa, excepto Oberón.
—El hombre vivo más viejo del universo no iba a adaptarse a un cambio así —apuntó Ío, pese a todo, comprensivo.
Las últimas horas de vida del valeroso muchacho sorprendieron a Caronte y atenazaron el viejo corazón de Ío. Incluso si habrían de olvidarlo en cuanto terminase aquella visión, por la voluntad de los dioses y de él mismo, aquellos seres inmortales, adalides del olvido y el recuerdo, no podían desestimar el orgullo de quien lo dio todo por su causa. No solo la vida, sino su papel en el universo infinito, su existencia.
Así de sorprendentes eran los santos de Atenea, los únicos guerreros sagrados que en verdad luchaban junto a una diosa. Quienes eran parte de la imbatible Atenea.
—Debemos matarlos —sentenció Caronte—. A todos ellos.
—Esa es tu tarea. No la mía —replicó Ío, sintiendo húmedo el único ojo sano. La ciudad de Tokio, Japón y todo aquel mundo de ensueño desaparecieron. Los cinco santos de bronce que el muchacho mató, despertaban ahora en un mundo en cierta forma distinto al suyo, aunque jamás lo sabrían—. Mas es cierto que debemos hacer algo. Los planes del Hijo ya son claros para mí.
El Portal del Tiempo reaccionó a la comprensión que Ío y Caronte tenían ahora de los acontecimientos. Decenas de imágenes se sucedieron sin orden aparente, unas de importancia y otras azarosas, aunque ninguna expresaba el destino final de los observadores, que era el mayor riesgo a la hora de ver el futuro. Shun de Andrómeda se embarcaba en el Argo Navis; el Argo Navis llegaba a las costas de Hiperbórea, lo que era tanto como atracar en la Esfera de Júpiter; Titán de Saturno era retenido por las réplicas de los falsos dioses; Titania de Urano, malherida, luchaba con un único objetivo en mente, aunque de su rival solo podía adivinarse que era una mujer. Esas eran las más importantes que aparecieron antes de que Caronte desviara la mirada.
Ío no fue tan prudente, pues no deseaba serlo. Así fue como observó el resultado de la batalla entre el regente de Plutón y cuatro de los santos de bronce escogidos por el Hijo. Por lo que en esa visión vio y escuchó, solicitaría a Titania formar parte de su plan, escogería el monte Estrellado como el sector del Santuario que habría de acabar dentro de la Esfera de Júpiter y hasta haría una visita a la Esfera de Venus, una vez derribara la barrera que su regente, Narciso, hubiese interpuesto entre la montaña y sus dominios. Pero no pretendía contárselo a Caronte, él lo descubriría en el momento y lugar señalados. Incluso Ío, habiendo echado un vistazo al futuro, solo podía estar seguro de esto y de los planes que ya elaboraba al respecto. Desconocía la provechosa conversación que sostendría con Narciso de Venus sobre cómo el bien mayor y el bienestar de los Astra Planeta no tenían por qué ser lo mismo, ni se imaginaba que los cuatro que combatieron a Caronte habían sobrevivido y mucho menos sospechaba que él mismo les perdonaría su vida sin que ellos siquiera supiesen que los había seguido un buen trecho. Sí, incluso Ío de Júpiter no deseaba saberlo todo, por ello parpadeó en el último momento, descubriéndose una imagen del pasado reciente en cuanto abrió el ojo.
Esa imagen, la última en manifestarse, sí que la vio Caronte. El anhelo de ver el futuro, el deseo de ponerse en contra de este, era demasiado grande hasta para él.
—Fobos —bramó Caronte.
—No le gusta que no sintamos miedo —dijo Ío, casi sonriendo—. Debió haberle mostrado que tú morirás a manos de los santos de Atenea.
—Tal y como espera el Hijo.
—Un santo de Atenea heredará la Esfera de Júpiter. Otro, la reencarnación del héroe que hirió el cuerpo mitológico de Hades, pondrá fin al regente de Plutón. Y no dudo que tenga planes para el resto… —Pese a la calma con la que hablaba, el movimiento que realizó con el brazo fue tan violento como si estuviera en plena batalla. El Portal del Tiempo se cerró en ese mismo instante, como retrocediendo a la fuerza de Ío—. ¿Qué opinas de todo esto, Caronte? ¿Qué harás?
Ya no había visiones de ninguna clase. Solo un espacio vacío entre los tronos que Caronte e Ío ocupaban. Los regentes, sin embargo, seguían recordando los retazos que llegaron a ver. Pedazos del destino que no podrían cambiar.
—Debo destruir el Santuario, de un modo o de otro —espetó Caronte—. Adelantaré el ascenso de los ejércitos del Hades, daré a Bolverk la corona del caudillo y lucharé como un soldado más, hasta que Pegaso se vea obligado a luchar conmigo.
—Sabías que esa guerra no tenía futuro incluso antes de ver lo que has visto —dijo Ío, pensando en Shun de Andrómeda embarcándose en un viaje que todavía ni siquiera había sido planeado—. ¿Harás del destino tu nuevo enemigo, Caronte?
—Nada hemos visto de la supervivencia de Pegaso, Dragón, Cisne y Fénix —advirtió Caronte—. Dejaré que usted se encargue de Andrómeda, ya que ese es su deseo.
—Me conoces bien —dijo Ío—. ¿Qué hay de Fobos?
—Él no puede causar ningún daño físico a nadie.
—Tan cierto como que las pistolas no se disparan solas.
—No a menudo, comandante.
—¿Dices que no fue más que un accidente?
En una de las imágenes que habían visto, un hombre sin importancia acababa herido por su propia arma mientras Fobos lo atormentaba. No era lo más interesante que habían descubierto, considerando que todos los Astra Planeta estaban al tanto de aquella manifestación de la Esfera de Marte en la Tierra. Por ese conocimiento, el imprevisto encuentro entre el dios del miedo y los regentes de Plutón, Neptuno, Urano y Júpiter fue tan agrio, pues ya intuían que tramaba algo. ¿Pensaron, así fuera por un segundo, que el más retorcido hijo de Ares se atrevería a forzar la aparición de un traidor entre los Astra Planeta? En absoluto, eso era llegar demasiado lejos. Hasta para Fobos.
—Creo que podríamos hacer uso de él, ya que tanto se place en usarnos a nosotros.
Ante el audaz comentario de Caronte, Ío no pudo menos que sonreír.
—¿Ese es tu capricho? ¿Convertir a enemigos en aliados?
Caronte le devolvió el gesto, más cruel que malicioso.
—El Santuario iba a ser un aliado. Fobos, Deimos y el próximo candidato a la Esfera de Marte serían sus marionetas. Tendrá tiempo para pensarlo, en todo caso.
Caronte se levantó del trono. Andando sobre el aire, dedicó a Ío un rígido saludo militar propio de la última nación humana por la que luchó. La Antigua Roma.
—Fue un honor conocerle, comandante.
—¿A dónde vas? ¿A la muerte que tus amigos intentan evitar?
—Yo siempre he caminado a la diestra de la muerte, comandante, así como usted avanza en contra del destino. Esto que somos, es lo que buscamos ser.
Los ojos violáceos del regente de Plutón fueron hacia una sombra demasiado alargada. En ese momento, un rostro de ninfa emergió de las tinieblas. La sonrisa que llenaba aquel rostro siempre joven y hermoso no era leve ni sutil, sino llena de un sadismo y crueldad que no conocían límites. No en vano era la encarnación de toda violencia. El ángel Bía que junto a Cratos, Zelo y la diosa Niké sirvieron a los primeros santos de oro a lo largo de seis milenios de batallas, a veces incluso sin que fueran conscientes de ello.
—Si caigo, busca a tus compañeros y ponte a las órdenes de Titania —ordenó Caronte, a lo que la criatura solo asintió antes de volver a fundirse en las sombras. Sabiendo que la mujer seguía allí, añadió—: Los ríos de las lamentaciones y la cólera, tomad una parte. No deseo que el rey Bolverk y su corte desperdicien todos nuestros recursos.
—Todos los que le declaran la guerra a la humanidad que Atenea protege acaban fracasando —observó Ío, que también se había levantado. Aun en ese momento en el que un negro futuro quedaba reflejado en el ojo del regente de Júpiter, este no dejaba de verse digno, fuerte y sabio—. ¿Te sorprendería saber que espero que seas derrotado?
—Las viejas mañas no se olvidan, comandante. Yo soy de los makhai, mis enemigos son santos de Atenea. Parece evidente quién debe perder en esta guerra.
—Mas no puedes morir, Caronte. De ninguna manera.
El regente de Plutón asintió.
—Nuestros caminos se separan aquí —advirtió Ío—. Si tus ejércitos siguen en pie cuando llegue el momento de tomar la Esfera de Júpiter, los reduciré a cenizas. A los Campeones del Hades, las legiones del inframundo, a todos, sin excepción —concluyó mirando la sombra tras Caronte, sabedor de que la criatura permanecía allí, espiando.
—Será un espectáculo digno de verse, comandante —aseguró Caronte, sonriendo una vez más como debían sonreír los demonios—. Si sucede.
Con un rostro sombrío que poco conocía de la esperanza, Caronte de Plutón abandonó aquel espacio eterno en el que los Astra Planeta podían reunirse, más allá del flujo natural del tiempo, llevándose consigo a la vil criatura que lo respaldaba.
En solitario, Ío dio un largo suspiro.
—Los que nacen monstruos, morirán monstruos. ¿No solías decir eso, Shemhazai?
***
Tiempo después de que los planes de aquellos hombres fueran barridos por los vientos del destino, Titania caminaba a través de un largo sendero de piedra. El camino que recorría flotaba sobre el espacio ínter-dimensional, delimitado en un sinfín de giros y ascensos por estacas oscuras que también levitaban cerca de los bordes.
Gracias a los dones divinos de Urano, lidiar con el remanente del ejército del Hijo había sido una tarea más tediosa que complicada. Ni los caballeros supervivientes, ni los ángeles caídos que les respaldaban, ni los ejércitos que estos últimos capitaneaban, eran un peligro real para un astral. En consecuencia, dependían de la ventaja numérica, la capacidad de movilizar tropas y la amplitud del campo de batalla.
Las Otras Tierras, mundos paralelos al universo original.
Si bien Titania no era afín a la manipulación y los juegos mentales, como Tritos, tampoco no contaba con los mismos instintos asesinos que llevaron a Caronte a provocar la Noche de la Podredumbre. No arrasaría a sangre y fuego mundos enteros para cumplir su cometido, aquel que ya llevaba a cabo incluso antes de que iniciara la guerra entre vivos y muertos: la caza de los siervos del Hijo, la destrucción de toda semilla que pudiera dar lugar a una nueva rebelión. Con este fin, ocupó infinidad de posiciones en el espacio, librando infinidad de batallas y viendo demasiadas veces cómo el enemigo, sabiéndose inferior, se retiraba a alguna de las Otras Tierras en busca de protección y cobijo. La guerra pronto se volvió rutinaria. Titania nunca terminaba de aplastar los focos de rebelión, sin embargo, en ese estado de las cosas el ejército del Hijo no podía influir en la Tierra del universo original. La caída del Santuario, el viaje de los nuevos argonautas y las batallas en los mundos de la Rueda de Reencarnaciones se dieron sin que nada cambiara, permitiendo a Titania atender ambos asuntos a la vez.
Entonces sucedió el levantamiento de Kyoko de Caballo Menor. Antaño una santa de Atenea semejante a los héroes legendarios, aquella mujer tenía el deber de lograr una alianza militar entre dos mundos que no podían ser más distintos. Una teocracia unificada gobernada por sacerdotes, un sinfín de reinos dirigidos por señores de la guerra asesorados por brujos. Unos podían invocar ángeles para mantener la paz, otros pactaban con demonios para garantizar la guerra. Kyoko de Caballo Menor estaba a poco de lograr su cometido, había logrado que al menos de puertas para adentro los brujos y sacerdote reconocieran lo que de verdad eran: chamanes llamando a la batalla a los espíritus del cielo estrellado, radicando la diferencia en la naturaleza individual de esos espíritus. Por ello pudo reunir un considerable ejército para que fuera capitaneado por la hueste de ángeles caídos que el Hijo había puesto bajo sus órdenes. Ruina, Malicia, Asesinato, Desorden… Muchos males respaldaban a Kyoko, también muchos bienes, en su carga suicida hacia la Esfera de Urano. Y aun así, ella, enfundada en el vestido sagrado de Caballo Menor, original de su mundo, lograba brillar con luz propia. Por el poder y la magia que la respaldaban, pudo llegar bastante lejos.
El levantamiento fue sofocado con la muerte de Kyoko de Caballo Menor. Ella contaba con la determinación y los números, no obstante, enfrentar a un astral en sus dominios era una temeridad. Así se lo explicó Titania a Tritos, cuando este apareció ante ella con una disparatada historia sobre cómo Poseidón pensaba abandonar el universo.
—Sí, por supuesto, en la Esfera de Urano eres invencible. Es una locura que hayan querido desafiarte allí, a no ser que lo sepan —observó Tritos, preocupado.
Ambos sabían que Titania no habría dejado de atender la Cámara de las Paradojas solo para acelerar un suicidio. La mera posibilidad de que los remanentes del ejército del Hijo supieran demasiado sobre los Astra Planeta ameritaba precaución.
—Kyoko de Caballo Menor se llevó el secreto a la tumba —aseguró Titania—. Dejemos de lado lo que desconocemos y centrémonos en lo que sabemos.
En la seguridad de la Esfera de Urano, rodeados por el infinito, los astrales pudieron desentrañar con mayor detalle y claridad la situación de Poseidón. Era posible que Tritos hubiese mezclado hechos con deducciones para tratar de convencer a los tercos santos de Atenea de volver a casa y dejar de incordiar con una imposible entrevista con los dioses, no obstante, era cierto que los mares olvidados, que Tritos referenciaba como el Mar de Tetis, ya no contaban con la protección del dios de los océanos. También lo era que la Tierra estaba por convertirse en territorio inaccesible para los Astra Planeta.
—Si quieres tomar el ánfora de Atenea, más vale que lo hagas ahora —sugirió Tritos.
—Perdí la oportunidad al asumir que la Suma Sacerdotisa sería tan estúpida como para guardarla en algún lugar del Santuario —respondió Titania—. Ahora es mejor no atraer la cólera de Poseidón. Me serviré de otros medios menos directos para ese asunto.
—Ah, cierto, tenemos al santo de Orión… —dijo Tritos, sin traerlas todas consigo.
—Él es solo una distracción —replicó Titania, misteriosa—. Yo tengo otros asuntos de los que ocuparme. Ya que huiste de la Cámara de las Paradojas en cuanto creíste que podías ser herido, asumo que podrás echarme una mano.
Tritos tragó saliva.
—No soy un hombre de batallas. Y estaba seguro de que Titán se las apañaría solo.
Titania se mantuvo imperturbable un tiempo, antes de aclarar:
—Entraba dentro de mis cálculos que te retirarías en cuanto el Segundo Hombre emplease su as bajo la manga. —La sorpresa de Tritos fue mayúscula—. Sí, también preví esa posibilidad desde el momento en que supe que ese hombre podía invocar el poder de los dioses del Zodíaco. Aun siendo solo copias, no existe en el universo mejor recurso que utilizar contra Titán de Saturno, el más fuerte entre nosotros. —Como el regente de Neptuno no decía nada, añadió—: Despreocúpate, nuestros enemigos se han quedado sin su mejor baza, y por lo que puedo sentir, no será suficiente para que la batalla se decida pronto. Todo sigue ocurriendo de acuerdo a mis planes y deseos —aseguró la astral, absteniéndose de especificar de nuevo cuáles eran.
Después de pensarlo por un rato, o al menos fingir que lo pensaba, Tritos se desperezó palmeándose las mejillas. Un gesto bastante informal para un campeón de los dioses.
—Entiendo que no hace falta que le echemos una mano al grandullón. ¿En qué quieres que te ayude? No soy bueno luchando y creo que ha quedado claro que tampoco soy un buen diplomático, aunque esos santos de Atenea podrían ser un poco más agradecidos.
Tritos juntó dos dedos, como solía hacer, mientras sin duda daba vueltas al hecho de que si el Argo Navis podía atravesar los convulsos mares olvidados era por su ayuda.
—Apruebo la manera en que trataste el asunto de los argonautas —dijo Titania—. Los héroes legendarios son un problema para más adelante. Mi trabajo actual es eliminar al ejército rebelde. Es decir, a todas las fuerzas que sirven al Hijo en las Otras Tierras.
—¿Fuerzas como el batallón que aplastaste sin despeinarte? —preguntó Tritos.
Titania ni siquiera alzó las cejas ante tan descarado cuestionamiento.
—Gané la batalla, siempre lo hago, así como siempre hay supervivientes.
De forma somera, Titania explicó dónde radicaba la dificultad de aquella tarea. El respaldo de mundos enteros, así como la capacidad de moverse entre ellos.
Por supuesto, estaba de más considerar la opción de destruir las Otras Tierras.
—Los Astra Planeta defendemos los mundos, no los destruimos —dijo Tritos—. Quieres evitar que puedan movilizarse entre ellos. Cortarles toda vía de escape para que salgan todos de su madriguera, en fila.
La regente de Urano asintió.
La oscuridad adyacente al universo material, los mares olvidados que reunían los restos de cada era y la dimensión que unía todas las demás, de la cual la técnica de los santos de Géminis no era sino la punta del iceberg. A través de cualquiera de esos planos existenciales podía accederse a los mundos paralelos creados por Pirra de Virgo y Astreo de Saturno, pues preexistían a tan blasfema obra de una mera mortal y un miembro de una raza de humanos glorificados. Cerrar la primera era innecesario, pues muy pocos llegaban demasiado lejos en las tinieblas primigenias, muchas veces a costa de su cordura, por lo que los regentes de Neptuno y Urano centraron esfuerzos en las otras dos. Como custodio de los mares olvidados, Tritos podía impedir la entrada y salida en esa dimensión temporal a la vez que garantizaba que el viaje de los argonautas llegaba a buen puerto. Al tiempo, Titania podía hacer lo mismo en la dimensión especial, manifestando la Esfera de Urano en el vacío que separaba el universo original de aquellos artificiales que unos llamaban Otras Tierras y otros Nueve Mundos.
No obstante, había un plano que podía oponerse a la voluntad de una astral. Un camino alternativo a la oscuridad, el tiempo y el espacio: el pasaje que los dioses del Zodiaco, guiados por Sousuke de Géminis, construyeron y más tarde recorrieron para ir en busca de quien consideraban Atenea, exiliada de la Tierra y el universo original por Poseidón. Para encargarse de ese último escolio, Titania debió manifestarse una vez más fuera de la Esfera de Urano, llamando así la atención de las fuerzas del Hijo.
Era una trampa muy obvia, no obstante, el ejército del Hijo no tenía otra opción. No había ningún lugar al que dirigirse más allá, en el multiverso sellado por los dioses. Permanecer en las sombras de los nueve mundos era una apuesta de vida o muerte. Kyoko de Caballo Menor había tenido éxito, por la pureza de su corazón; Ionia de Capricornio, en cambio, murió durante la guerra civil orquestada por Baldr de Alcor y Folkell de Benetsnatch, en Midgard. No podían permitirse perder la última vía de escape, del mismo modo que Titania no podía consentir que hubiese supervivientes, así que tal y como vaticinó Tritos, los necios que servían al dios sin nombre empezaron a salir de sus madrigueras, empezando por el remanente de la hueste de ángeles caídos.
Ya no podía recordar cuántas estacas había dejado tras de sí, cada una empalando a un ángel del Olimpo que se retorcía, moribundo. Alma, cuerpo y mente eran atormentados hasta la extinción. El precio a pagar por servir al Hijo.
Tritos se compadecía de todos los caídos, hasta de caudillos como Belcebú, Astaroth, Eligor y Mois que habían renegado de su propio nombre y fe. No por el castigo que recibían, pues como antiguo hijo de la Atlántida, consideraba justo que los malvados fueran apartados del resto. No. A parecer del regente de Neptuno, lo peor de todos aquellos guerreros celestiales era que alguna vez tuvieron esperanza de ganar. Quizá los cuatro, como todos los ángeles caídos que Titania había fulminado, creyeron que podrían vencerla con aquellas alas, regalo de Hermes, que les permitía alcanzar la velocidad suficiente como para recorrer las galaxias. Ni por asomo debían entender que Titania de Urano luchaba también en otros muchos, muchos lugares.
En cierto modo, ya que Tritos debía mantener estables los mares olvidados, la regente de Urano se estaba ocupando de todo el ejército rebelde ella sola. Y él podía querer mucho a esa terca mujer, pero no era estúpido. La facilidad con la que se estaban ocupando de todo significaba que estaban en medio de una distracción.
—Te he mentido, Tritos —llegó a decir Titania de pronto.
Para entonces, estaban frente al último de los portales que los falsos dioses fijaron en ese espacio ínter-dimensional durante su odisea. En teoría, Poseidón haría uso de ellos cuando se retirara del universo, si es que lo hacía. Tritos estaba por reiterar que no podía haberse equivocado con eso cuando Titania soltó semejante confesión.
—¿En qué cosa? —preguntó Tritos, sonriendo—. ¿En que todo ocurre de acuerdo a tus planes y deseos? ¡Oh, vamos! Ambos sabemos que eso se dice para quedar bien.
—Fobos me mostró la muerte de mi padre —dijo Titania—. No la de Caronte.
Por un momento, Tritos se quedó sin palabras.
—¿Tu padre el que es más viejo que los héroes? ¿El que luchó contra Atenea en combate singular? Perdiendo, claro… ¿¡Tu padre, Ío de Júpiter!?
—Sí. La lucha contra Shun de Júpiter será la última que libre.
—¿Por qué…? —dijo Tritos con voz ahogada. No quería creer lo que Titania decía. Y era difícil creerle si lo decía de forma tan seca, desapasionada. Sin embargo, al verla a los ojos, supo que decía la verdad.
La mente de Tritos, quizá la más poderosa entre los mortales, se vio aguijoneada por un mensaje telepático de Titania.
***
Mil imágenes inconexas fueron poco a poco formando una escena del pasado. A Fobos mostrando a Titania una visión que él mismo había observado, de Ío de Júpiter recibiendo a Shun de Andrómeda. Después, muerte.
—Mi mayor placer es bajar de la cima a los hombres arrogantes —admitía el dios del miedo—. Miento —sonrió—. Lo que más deseo es la guerra.
—¿¡Guerra contra los dioses!? —cuestionaba Titania.
—Que gane el mejor. ¿No es lo que se suele decir? —Fobos se encogió de hombros, aunque en realidad Titania y él no hablaban en el mundo físico, sino en el plano astral. Un lapso ínfimo de tiempo para los que acompañaban a la regente de Urano entonces hacia la reunión, incluido Tritos—. Todos sabemos que el Hijo caerá de nuevo, así que… ¿Qué hay de malo en que sea a través de la sangre y el fuego?
La mirada que Titania entonces dedicó al dios del miedo heló la sangre de Tritos, quien solo estaba observando un recuerdo de la astral.
—¿Tú también abrazarás tu destino con alegría, como el viejo Ío? ¿Quieres saber qué les espera al resto de tu familia? ¿Caronte? ¿Tritos?
—Desaparece.
—Tal vez si acabaras con todos los seres vivos del universo, incluyéndote, podría preferir vivir en el paradisíaco Hades.
—Desaparece.
—Tú no harías eso para vengarte de mí. Eres la hija de tu padre.
—Desaparece.
El rostro de Fobos se ensombreció en cuanto Titania repitió aquella palabra por tercera vez. El miedo seguiría anidando en el corazón de la astral durante un tiempo más, pero el avatar de aquella fuerza ancestral empezó a difuminarse.
—También eres hija de tu madre, después de todo.
***
Una vez Tritos dejó de ver aquel recuerdo, no supo qué decir. Guardó silencio durante segundos, minutos… No creía que hubiese transcurrido siquiera un cuarto de hora antes de que volviera a escuchar algo, pero se sintió como una eternidad.
—¿Por qué?
—Si te hubiese dicho la verdad, habrías tratado de convencerme de impedirlo de alguna forma, aunque sabes que eso no es posible. No en este universo.
—El mal de Casandra —apuntó Tritos, apesadumbrado.
—No abrazo este destino con alegría. Mas puedo andar entre las leyes de los dioses y descubrir así lo que es posible cambiar. El Hijo necesita acabar con los regentes de Júpiter y Plutón para que lo ocurrido en la Guerra del Hijo no se repita. Yo me aseguraré de que no obtenga lo que ansía. Eliminaré a todo soldado de ese dios sin nombre, luche o no creyendo en él. Eso incluye a esos héroes legendarios.
—Podría incluir a Atenea —dedujo enseguida Tritos—. No dejará que los mates.
—Titán de Saturno es un viejo enemigo de la diosa de la guerra. Mas —admitió Titania, inclinando la cabeza en señal de respeto—, si no es lo bastante fuerte, tendré que enfrentarme a Atenea al final de este viaje. Soy consciente de ello.
—¡Morirías!
—Si mi muerte nos libera del yugo del Hijo, la aceptaré.
—¿Qué ha sido de todo eso de luchar por un amigo? —cuestionó Tritos, molesto.
—Es verdad —aseguró Titania—. Los Astra Planeta solo nos tenemos los unos a los otros. El resto del universo es perecedero. Los dioses están más allá de nuestro entendimiento así como nosotros lo estamos del de los mortales. En este momento, sé que me rebelaría contra el destino por proteger a mi familia. Es por eso que estoy aquí, negándome la posibilidad de cometer un error que me impida estar donde debo estar. No seguiré el juego de Fobos, tampoco me quedaré sin hacer nada. Impediré el regreso del Hijo acabando con los únicos guerreros que podrían darle muerte a Caronte.
—Tu hermano… Tu hermano… ¡Cierto! —exclamó Tritos, sorprendiendo por un momento a la regente de Urano—. Esa niña de Virgo es la reencarnación de Pirra. Y el Segundo Hombre, que está ahora del lado del Hijo…
—¿En qué estás pensando?
—Solo una forma de engañar al destino, si todo sale mal. Porque Caronte nació como Ilión, encarnación de la Guerra de Troya, a partir de los cadáveres de Pirra y el Segundo Hombre. ¿No podría renacer de la misma forma, si muriera?
Titania meditó la propuesta de Tritos solo un momento. Entendía por qué había pensado en eso. Pronto sacudió la cabeza de un lado a otro.
—No te estoy mintiendo Tritos. La muerte de mi padre es cuanto vi. Caronte sigue en el ánfora de Atenea y no pretendo liberarlo hasta cumplir mi cometido.
—Bueno, no sé cómo nació Ío…
—Es inevitable —cortó Titania, habiendo pensado en todas las posibilidades ya.
—¿Y cómo es que no lloras? ¿Cómo lo haces?
Antes de responder, Titania observó las mejillas pálidas del atlante, cruzadas por sendas lágrimas. Desvió la mirada hacia sus brazos, indemnes de toda herida, cubiertos por un manto que era el mismo tejido del espacio-tiempo. Planetas, estrellas y galaxias brillaban con la majestuosidad, orden e indiferencia propias del universo.
—Creé este cuerpo para luchar, no para que mis emociones me dominen.
Rápido, Tritos se secó el rostro. Sentía que doce ángeles volaban hacia ellos desde alguna dirección. Un escuadrón invencible para cualquier otra orden de guerreros sagrados; para ellos, nada más que los restos de la hueste de Kyoko de Caballo Menor.
—Entonces, déjame entrar en tu mente. Sé que es un mar tempestuoso. Se me da bien calmar los mares —aseguró, desapareciendo del lugar en cuanto Titania asintió.
—Ahora, vamos. Luchemos juntos, Titania.
Para cuando los guerreros celestiales pudieron ver a Titania, de Tritos solo quedaba un brillo sutil en los ojos ambarinos de la astral. Esta, fulminando con la mirada a los ángeles, liberó el mayor poder con el que contaba.
Oblivion. No era el negro de la oscuridad, ni el blanco que precedía a todos los colores. No podía verse ni determinarse, la vista moría antes de solo contemplarlo. Y entonces, barridos por una oleada de poder incomprensible, los ángeles, el espacio ínter-dimensional y el sendero que con tanto trabajo habían creado en el pasado los falsos dioses, fueron consumidos sin dejar el más mínimo rastro.
Doce ángeles se extinguieron sin gritar, para sorpresa de Tritos. Estaba convencido de que él mismo habría sido borrado por esa fuerza si estuviese fuera, sin el alba. ¡Ni tan siquiera tuvo tiempo de ver morir al caballero que los dirigía!
Entonces, para asombro de ambos, la nada volvió a armarse en torno a los portales hacia las Otras Tierras, lo único que no había sido aniquilado. El pasaje pudo haber sido construido por hombres inexpertos y desesperados, pero la mortal más cercana a convertirse en una auténtica diosa lo debió haber perfeccionado después. Sería necesaria la intervención de un verdadero dios para destruirlos por completo.
El intento, empero, no fue en vano. Los tres caballeros que quedaban escondidos emergieron de igual número de mundos. El primero capitaneaba al Culto del Zodiaco en un mundo estancado en un Medievo eterno, temeroso de los dioses y rico en magia. El segundo no tenía ejército, pues nunca había dejado de ser un soldado más, ya fuera como santo de Atenea, ya como caballero del Hijo; Lo que olvidan quienes recuerdan lo movía como una marioneta, si bien la más brillante de entre los horrores que dirigía. El tercero, tal vez el más fuerte de los nueve caballeros supervivientes a la Guerra del Hijo, era quien más preocupaba a Titania, pues había llevado consigo del caos antaño llamado multiverso, ahora sellado por los dioses junto a la Guerra del Hijo en sí, soldados de todos los ejércitos que hubiesen enfrentado los Astra Planeta, incluyendo a los Gladiadores del anti-Papa, hasta el más avanzado de los nueve mundos. Por sí solo, ese último habría sido un problema; junto a los otros dos, representaba la razón por la que todavía no iba a por su verdadero objetivo.
La primera hora de la batalla transcurrió a la par que la muerte anunciada del regente de Júpiter. En ella Titania quiso acabar primero con los Gladiadores, pero estos resultaron estar a la altura de su fama. En tres ocasiones cargó contra ellos, siendo tres también las veces que las armas de los más veloces, Excálibur y Kusanagi, rasgaron su piel.
—Por suerte, tienes las memorias de Ío —comentó Tritos durante la retirada..
—No necesito los recuerdos de mi padre para esto —replicó Titania
Aquel enfrentamiento entre dos miembros de los Astra Planeta y tres ejércitos en los que guerreros diestros en la manipulación del cosmos no eran más que soldados rasos, duró días, a la sombra del flujo de los acontecimientos del mundo, que no se detenía por nada ni nadie. Los Gladiadores, portadores de las espadas sagradas, siguieron presentando batalla aun cuando no había un solo palmo de piedra que no estuviese atestado por los cadáveres de los siervos de un millar de dioses de igual número de religiones. No lo hacían en nombre del Hijo, claro. Solo un caballero luchaba por la gloria de ese dios sin nombre. El resto, desde los ángeles que cayeron del cielo hasta los doce líderes del Culto de Zodiaco, que todavía adoraban a los falsos dioses como lo hicieron sus ancestros, durante la fundación de Roma, creía estar haciendo lo que era justo, al igual que lo creían los que estaban en el bando contrario. Así era la guerra.
Y así era la voluntad del Hijo, a quien ninguna faceta de la Creación le es ajena.
Titania no pudo reflexionar sobre eso hasta que la batalla hubo concluido. Al final, mientras sanaban las heridas del cuerpo y Tritos hacía otro tanto de la mente, la séptima astral empezó a comprender que matar a todos aquellos hombres no había cambiado nada. Ni siquiera matar a aquellos cuatro santos de bronce resolvería las cosas. Ambas batallas, la que había librado y la que pensaba iniciar, eran parte del plan del Hijo desde un principio. Tenía que ser más lista, tomar un camino en el que aquel dios innominado no hubiese pensado. Después se encargaría de Pegaso, Dragón, Cisne y Fénix.
—Es arriesgado —dijo Tritos.
—También necesario —replicó Titania.
Pero todavía siguieron un tiempo más en la oscuridad a la que había sido reducida una de las mayores obras de los falsos dioses. Tal y como hicieron antes de que la batalla se encrudeciera, se dirigieron hacia cada uno de los portales que daban hacia las Otras Tierras, sorprendiéndoles ver en ellos el símbolo del tridente. Poseidón había hecho algo más que aislar el universo original, había sellado la entrada a las Otras Tierras. ¿Por qué lo haría, si su voluntad radicaba en alejar a los Astra Planeta de la Tierra? Esa era una pregunta que solo el dios de los mares en persona podía responder.
—Decías la verdad, después de todo —comentó Titania.
—No sé… —dijo Tritos—. Tengo un mal presentimiento.
Las dudas del regente de Neptuno le animaron a poner a prueba aquel sello. Por un largo minuto, desató sobre la barrera una tormenta psíquica capaz de desintegrar a tres ángeles en menos de un parpadeo. El símbolo del tridente se llenó de energía eléctrica.
—¿Satisfecho? —cuestionó Titania.
—No sé si es cosa de papá —insistió Tritos—, pero nada por debajo de los Astra Planeta podría romper este sello. Parece que hemos ganado.
Titania asintió, satisfecha. Sabiendo seguros los nueve portales, sabiendo derrotado al ejército del dios sin nombre, sabiendo que no habría refuerzos de esa orden, la regente de Urano se permitió por fin un descanso, antes de continuar con sus planes.
***
Los regentes de Urano y Neptuno concluyeron su viaje a las profundidades de la Creación. Como astrales, no necesitaron de guía alguna para llegar a donde querían llegar. No obstante, en lo alto del palacio de los sueños, que adoptaba la forma del Gran Salón desde donde reinaban los falsos dioses, estaba Ifigenia.
—Bueno —dijo Hipnos, con voz suave y sin embargo fácil de oír aun para quienes estuviesen en el otro extremo de la amplia sala—, ¿a qué debo esta visita?
Titania de Urano y un cabizbajo Tritos de Neptuno avanzaron a través de la alfombra roja, ignorando una mancha de sangre que apenas interrumpía el pulcro suelo. El manto de Titania mantenía casi hipnotizada a Ifigenia, que creía poder ver el cielo de su patria en uno de los pliegues de aquella prenda.
El manto de Hipnos era semejante a aquel, aunque sin un solo planeta, estrella o galaxia. Ningún cuerpo celeste interrumpía la monotonía de la oscuridad inicial.
La primera y última noche era seña del dios del sueño.
—Señor Hipnos —anunció Titania, más segura que nunca—. Deseo pactar con vos.
Notas del autor:
Buenas a todos los lectores, siento el (enorme) retraso debido a las fiestas. Espero que hayan tenido un Halloween lleno de dulces, diversión y sangre. Sangre ajena a poder ser. Aquí les dejo el interludio del ya terminado arco. La semana que viene será de descanso, por lo que el lunes 7 de noviembre tampoco habrá capítulo.
(Aprovechando la fecha de publicación.). ¡Feliz día de los muertos!