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J.F. KENNEDY


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Publicado 24 enero 2005 - 06:16

LA MUERTE DE JOHN F. KENNEDY
UN MISTERIO SIN RESOLVER


El asesinato de Kennedy permanece oculto en el misterio. Cualquier tentativa por explicarlo ha sucumbido ante la incredulidad de una opinión pública que ha situado este magnicidio en la categoría de los hechos inexplicables e irresolutos.

Cuando el 22 de Noviembre de 1963 una bala cruzó los aires de la pequeña población de Dallas en busca de la cabeza del presidente de los EE UU, se iniciaba un capítulo en la historia de la humanidad cuyo punto final, tras cuarenta años, aún no ha podido colocarse. Existen demasiadas dudas, demasiados interrogantes sin aclarar. ¿Quién fue el autor o autores de los disparos? ¿Cuántos disparos hubo? ¿Se debió todo a una loca actuación individual o fue obra de un grupo de conspiradores? ¿Se halló involucrado algún organismo oficial o estado extranjero en la planificación o en la ejecución del terrible magnicidio?

Todas esas preguntas planearon desde el primer día sobre el orbe terrestre. La opinión pública demandaba respuestas. Y las que le iban llegando no le satisfacían lo más mínimo. Ochenta minutos después de cometido el asesinato, era detenido en la penumbra de un teatro de Dallas un antiguo marine apellidado Oswald. Sobre él recayeron todas las sospechas; sobre él, todas las responsabilidades. La policía había sacrificado en su captura a uno de sus agentes, J.D. Tippit, quien había intentado identificarlo en plena calle y había recibido una descarga de plomo en su propio cuerpo. Los policías tejanos, no obstante, se habían mostrado efectivos. Las férreas manos de la ley habían caído sobre el culpable y lo tenían bien sujeto. Las televisiones de todo el mundo inundaron aquella población. El nombre de Dallas circuló a la velocidad del rayo. La imagen de Lee Harvey Oswald aparecía con profusión tras el cristal de la pequeña pantalla. Los rostros satisfechos, casi engreídos, de los representantes de la Ley, llenaban muchos espacios gráficos. Había cierta locura informativa, mucha permisividad hacia todo aquél que quisiera deambular por el interior de la comisaría con una cámara o con un micrófono en la mano. Allí no había un portavoz. Cada agente contaba su anécdota, su impresión, su punto de vista. Se requería a éste para que hablase en directo; a aquel otro aunque fuese para guardar en lata sus opiniones; a todos, para engordar la bola gigantesca de las más descabelladas y aberrantes teorías.

Son las 11:17 de la mañana del 24 de noviembre. Entre tanta confusión, no le resultó difícil a Jack Ruby penetrar en los sótanos de la comisaría. Lee Harvey Oswald iba a ser trasladado a la prisión de Dallas. El tumulto en el interior del edificio era inmenso. No habían pasado ni 48 horas desde que el presidente Kennedy cayera abatido. Los agentes que escoltaban al presunto asesino caminaban entre empujones de los congregados. Sus altos gorros tejanos sobresalían por encima de todas las cabezas. Pero el tumulto hacía que sus pies y sus manos vacilaran y se mostraran inseguros en la custodia del prisionero. La luz de los flashes se estrellaban contra las paredes y en su rebote cegaban a los presentes. En un segundo, en uno de esos segundos repletos de luz blanca, Jack Ruby sacó su pistola, se acercó tanto como quiso a Oswald, le disparó a bocajarro y acabó con su vida. El reloj marcaba las 11 horas y 21 minutos de la mañana. La pasmosa expresión de los agentes de policía quedaba inmortalizada por aquel torrente de fotografías y por aquellas cámaras de televisión que no cesaban de enfocarlos.

Tras este insólito epílogo, las dudas crecieron, las sospechas aumentaron, las explicaciones, por peregrinas que parecieran, proliferaron. A las viejas preguntas de antes se añadieron las nuevas de ahora. ¿Quién era Jack Ruby? ¿Por qué, cómo había matado a Oswald? De nada valía propagar la teoría de que Ruby era un indignado ciudadano que se había tomado la justicia por su mano. Este implacable vengador no era otro que un vulgar componente del hampa local. Poseía un club nocturno con el que se ganaba la vida. La gente receló inmediatamente de este personaje. Rechazó la idea de considerarlo como a ese héroe que surge de las sombras para castigar al asesino. Lo vieron más bien como a una mano invisible que movía los hilos para que nada se aclarara. Muerto Oswald, ¿qué quedaba? ¿A quién preguntar ahora? ¿Qué indagar? Las versiones que pudiera dar un personaje tan siniestro como Jack Ruby no podrían llevar más que a la confusión y al engaño. Con la muerte de Oswald, la desolación crece en EEUU. Los hechos quedan enterrados y más ocultos que nunca. La verdad es, sin duda, la auténtica víctima de la pistola de Ruby.

Ante un hecho tan desolador, el ciudadano medio americano contempla la situación y se da cuenta, aterrorizado y perplejo, de que la muerte de su presidente corre el riesgo de quedar sepultada para siempre en la región de los hechos indescifrables. Separando el grano de las briznas quedan muy pocos datos claros.

En primer lugar, y como autor unánimemente acusado, se halla un desconocido muchacho de 24 años llamado Lee Harvey Oswald. De este joven se ignora casi todo. Pero los medios de comunicación van filtrando las noticias imparablemente. Se da a conocer que las tendencias políticas de Oswald lo convertían en un activo admirador de las tesis marxistas. Defensor del régimen dictatorial cubano de Castro, unos meses antes de su criminal acción se había significado como componente de un movimiento comunista denominado "Juego limpio para Cuba". Durante el verano de 1963 repartió pasquines en Nueva Orleáns divulgando estas ideas y también viajó a Ciudad de México desde el 26 de septiembre al 3 de octubre visitando las embajadas de Cuba y de la Unión Soviética.

Indagando con mayor profundidad, otros datos relativos a la vida de Lee Harvey Oswald ganan la luz pública. En 1957 había ingresado en el Cuerpo de Marines de los Estados Unidos. Destinado a una base de Japón considerada de alta tecnología, se adiestró en el manejo de las armas y adquirió una notable cualificación. Trató de aprender la lengua rusa e incluso en el ejército se sometió a exámenes para determinar el nivel alcanzado en esta disciplina. Después, marchó a Rusia, donde conoció a Marina Nikolaevna, con quien se casó y tuvo una hija. Vivió 3 años en la ciudad de Minsk y luego regresó a EE UU. Semanas antes de apretar el gatillo para asesinar al presidente Kennedy, había encontrado un nuevo trabajo: en el Texas School Book Depository, un almacén de libros en pleno centro de Dallas, un lugar perfecto para vislumbrar con absoluta nitidez la plaza Desley, por donde iba a discurrir la comitiva presidencial en su visita a esta localidad. El destino encajaba sus piezas y los hechos sucedían tal como la historia tendría luego que contarlas. Mientras tanto, Oswald compraba por correspondencia un rifle de segunda mano, un Mannlicher Carcano al que modernizaba ligeramente adaptándole un teleobjetivo.

Desde el sexto piso del almacén de libros la vista era perfecta; las interferencias, nulas; podía permanecer oculto y ver sin ser visto. A Lee Harvey Oswald no le quedaba más que esperar. Y a las 12,30 horas del viernes, 22 de Noviembre, Oswald había presionado el gatillo por tres veces. Luego venía su detención y posterior muerte a manos de Jack Ruby.

El enigma, el misterio en torno a la muerte de John Fitgerald Kennedy había comenzado a germinar en la cabeza del pueblo americano. Cada ciudadano tenía una explicación…Al menos, para un día. Al día siguiente, a la luz de nuevas revelaciones, muchas de ellas inexactas, incompletas o totalmente inventadas, elaboraba una nueva teoría y buscaba unos nuevos culpables. Oswald no podía haber matado al presidente más carismático y admirado del siglo XX. Oswald solo,no. Era demasiado poca cosa. Y eso horrorizaba al más común de los ciudadanos norteamericanos. Le horrorizaba todavía más que el mismo hecho criminal que había acabado con la vida de su amado Presidente.

Se imponía una explicación oficial. Y L.B.Johnson, el nuevo ocupante de la Casa Blanca, se aprestó a nombrar una Comisión –La Comisión Warren- con el mandato imperativo de aportar sus conclusiones para antes de las elecciones que iban a celebrarse en noviembre de 1964.

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Publicado 24 enero 2005 - 06:48

LA MUERTE DE JOHN F. KENNEDY
EL FISCAL GARRISON INVESTIGA (Parte I)


La versión sobre la muerte de John Fitgerald Kennedy que ofreció la Comisión Warren en 1964 tuvo el efecto sedante de frenar la proliferación de teorías en torno al magnicidio.

Pasados los primeros efectos tras su publicación, el informe de esta Comisión había sido aparcado, ridiculizado y despreciado por la opinión pública del país y los medios de comunicación , en general, de todo el mundo. Costaba creer que un loco sin ayuda de nadie, sin más impulso que su propia locura, les hubiera privado a los americanos de aquel joven presidente de verbo arrebatador, de mirada luminosa y de ilusionante trayectoria política.

Aún resonaba en los oídos de todos las mágicas palabras pronunciadas por aquel hombre, el más joven presidente que había tenido EE UU, ya que a los 43 años accedió a la Casa Blanca: "No os preguntéis qué puede hacer vuestro país por vosotros; preguntaos más bien, qué podéis hacer vosotros por vuestro país". Y en estos momentos de dolor y de muerte, cuando unos proyectiles de plomo habían sesgado su vida, la mayor parte de los americanos, abatidos y fulminados por el rayo de la sorpresa y de la indignación estaban dispuestos a hacer lo posible para que el asesino o los asesinos recibieran su castigo. Uno de esos norteamericanos que no se contentó con estar brazo sobre brazo contemplando el magnicidio que no cesaban de proyectar las cadenas de televisión gracias al film de 27 segundos que había conseguido Abraham Zapruder, un anónimo espectador del desfile de Kennedy por la plaza Dealy, fue el fiscal de Nueva Orleans, Jim Garrison.

Jim Garrison era a la sazón el fiscal de esta ciudad de Lousiana. Alertado por el rostro de Oswald que inmediatamente apareció como el único e indudable asesino, Garrison se puso manos a la obra. Lee Harvey Oswald era un sujeto conocido en la ciudad. Había nacido en Nueva Orleans 24 años antes y, a pesar de haber permanecido ausente de forma regular los últimos años, durante el verano anterior había estado en la ciudad unos meses, desempeñando labores propagandísticas en favor del régimen de Fidel Castro.

Acompañando a Oswald durante su estancia en Nueva Orleans, había sido visto por multitud de testigos un tal David Ferrie, el ser más estrafalario que pudiera concebirse. Ferrie llevaba una peluca roja y las cejas ostensiblemente pintadas, pues carecía de pelo en cualquier parte de su cuerpo. Pero Ferrie no era un joven desocupado como pudiera serlo Oswald. Gozaba de una sólida fama como piloto de avión y no había quien le igualase en tomar tierra o despegar en condiciones climatológicas adversas Es decir, que su competencia como piloto era verdaderamente de élite. Y eso no era todo. Poseía unas dotes intelectuales fuera de lo normal y había conseguido cualificarse en derecho, filosofía, teología y medicina. También gozaba de un merecido prestigio como tirador experto. Garrison afirmaba, además, que David Ferrie era un agente de la CIA.
Ahondando en su investigación, el fiscal Garrison descubrió que este estrambótico personaje había viajado a Texas la misma mañana del asesinato y había regresado por la tarde. Garrison no necesitó más. La terrible acción emprendida contra Kennedy podría tratarse muy bien de un complot en el que Oswald no fuese más que una pieza insignificante; incluso una pieza inservible, utilizada sólo después del crimen.

Garrison había estado analizando el film de Zapruder una y mil veces. Contabilizaba el breve tiempo empleado por el franco-tirador en efectuar los tres disparos con una carabina que precisaba ser recargada tras cada disparo, y estaba convencido, como lo estaban millones de americanos, que en el magnicidio había intervenido un segundo asesino, realizando los disparos tras la valla de un montíretaguardia situado frente a la limusina. La cabeza del presidente impulsada por el impacto hacia atrás así parecía demostrarlo. El fiscal de Nueva Orleans no lo dudó: alertó al FBI y unos agentes se llevaron a David Ferrie para interrogarlo. Pasaron los días y Ferrie volvió a verse por las calles de Nueva Orleans. El FBI lo había interrogado y, a pesar de que el sospechoso había realizado su viaje a Texas el día del magnicidio en unas condiciones climatológicas realmente desastrosas para tan sólo, según declaró, pasar unas horas patinando en una pista, fue puesto en libertad sin cargos.

Garrison tuvo que aceptar el resultado de ese interrogatorio y se olvidó del caso, considerándolo una pista fallida.

Pero en 1966 el inquieto espíritu de Garrison iba a conmocionarse de nuevo. El senador por EE UU Russell Long, miembro de la Comisión Warren que había, por tanto, contribuido a elaborar la versión oficial del asesinato de JFK, le manifestó al fiscal de Nueva Orleans sus dudas y desconfianzas en torno a cómo había trabajado la Comisión para extraer sus conclusiones. Le confió a Garrison que en el proceso de investigación, los comisionados habían advertido todo tipo de irregularidades, como la desaparición o el ocultamiento de pruebas, el abandono injustificado de ciertas vías de investigación, los métodos empleados por el FBI en los interrogatorios, contrarios a los más elementales derechos ciudadanos y, sobre todo, un detalle que venía a revitalizar las antiguas sospechas de Garrison en torno a la vinculación de la CIA en el asesinato de Kennedy: Oswald había pasado exámenes de ruso durante su estancia en el ejército.

El fiscal se puso a atar cabos sueltos. ¿Cómo era posible que un soldado sin graduación siguiera cursos de ruso y realizara exámenes sobre esos estudios?. Indagando, averiguó que Oswald fue destinado a una base japonesa desde la que aviones U2 desarrollaban misiones de espionaje sobre cielo ruso. Súbitamente se le despierta a Oswald un entusiasmo desorbitado por las ideas marxistas hasta el extremo de que, en plena guerra fría entre su país y la URSS, pasa en este segundo país tres años de su vida. Allí conoce a Marina Nikolaevna, una mujer vinculada por su nacimiento - es hija de un coronel- al ejército soviético. Se casará con ella. De regreso a los EE UU, Oswald encuentra con suma facilidad trabajo, nada menos que en una empresa dedicada a confeccionar mapas para los militares estadounidenses, entabla relación con David Ferrie y frecuenta la compañía de exiliados rusos de extrema derecha.

Simultáneamente, Oswald mantiene contactos con el Partido Comunista de EE UU y con el Partido de los Trabajadores Socialistas. Crea, además, la Asociación "Juego Limpio para Cuba", dedicándose a repartir pasquines propagandísticos del régimen de Castro por las calles de Nueva Orleans. Contemplando con frialdad las cosas, Garrison llega a la conclusión de que había adelantado muy poco con respecto a lo que ya sabía en 1963. Había que seguir descubriendo conexiones y perfilando mejor al personaje principal -Oswald- que se le escurría entre los dedos sin dejarle nada a cambio.

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Publicado 24 enero 2005 - 06:54

LA MUERTE DE JOHN F. KENNEDY
EL FISCAL GARRISON INVESTIGA (Parte II)


La doble personalidad de Oswald tiene confundido al fiscal Garrison. Un personaje tan complejo no encaja demasiado con la imagen de él que se difunde a los cuatro vientos. Garrison está dispuesto a llegar al fondo de un asunto que se presenta tan embrollado.

Por un lado, tiene a un joven sin oficio ni beneficio que recurre al ejército como una manera de orientar su vida. Desierta tres años a la Unión Soviética y regresa a su país donde mantiene un comportamiento ambiguo: su relación con miembros de la extrema derecha choca frontalmente con su militancia política e ideológica. Estos aspectos de su vida inducían a desconfiar, en algún grado, de que su salud mental estuviera perfectamente regulada. Por otro lado, Garrison contemplaba a un segundo Oswald muy diferente. Marine brillante, fue inmediatamente destacado a una base supertecnificada de Japón y se ocupó de labores vinculadas con los U2, aviones que ejercían funciones de espionaje en Rusia. Este joven aprendía ruso y cuando convino dio el salto al otro lado del telón de acero. ¿Con alguna misión de espionaje? ¿Era Oswald un agente de los Servicios de Inteligencia de su país?. El hecho de que al regreso de EE UU no se le sometiese a ningún tipo de interrogatorio y a que encontrase trabajo en una empresa subsidiaria de la Oficina de Defensa, así pueden hacerlo pensar. Sus contactos con David Ferrie, hombre de la CIA, le hacen sospechar a Garrison que Oswald mantiene una doble personalidad intencionada, con algún fin concreto. ¿ Es ese fin concreto atentar contra el Presidente?

El fiscal Garrison se halla a un paso de establecer relaciones comprometidas entre Ferrie y Oswald; o, lo que es lo mismo, entre la CIA y Oswald. Su investigación mantiene una línea que puede desenmascarar e involucrar a sectores muy influyentes de los EE UU. Es entonces cuando, sospechosamente, los medios de comunicación emprenden una campaña contra el fiscal Garrison. Lo acusan de dedicar tiempo y dinero público en el establecimiento de unas teorías absurdas y fantasiosas en torno a la muerte de Kennedy. Estos medios airean nombres, ofrecen datos. Ferrie es presentado como el único asidero que tiene el fiscal para hacer prosperar sus absurdas versiones. Ferrie se convierte en el centro de aquel huracán. Garrison sabe que una presión sobre este hombre puede resquebrajar su resistencia. Trata de protegerlo, de salvarlo de esa vorágine de expectación que se origina en torno a su persona; pero cuando llega a su lado, Ferrie ha muerto de una embolia cerebral. Esta muerte le resulta rara al fiscal. Junto al cadáver se han encontrado dos notas de suicidio, ambas sin firmar.

La muerte de Ferrie sitúa al fiscal de Nueva Orleans en la encrucijada de descubrir nuevos hilos de la trama o abandonar el caso. Sus investigaciones corren el peligro de transformarse en simple papel mojado. Casualmente, por un chivatazo, Garrison se pone tras la pista de un tal Clay Bertrand que había intervenido en la nacionalización americana de la esposa de Oswald. ¿Quién era ese personaje? ¿Por qué le había prestado apoyo a Oswald?. Indagando, Garrison llegó al convencimiento de que Clay Bertrand respondía al seudónimo de un vecino de Nueva Orleans, cuyo nombre auténtico era Clay Shaw. Ese tal Shaw había mantenido contactos con David Ferrie, y multitud de testigos podían afirmar que también se le había visto con Oswald. El cerco parecía ir estrechándose en torno a una trama que vinculaba a personajes en apariencia tan dispares como Oswald, Ferrie y Shaw.

Pero faltaba la pieza que encajara las aristas que presentaban cada uno de ellos. Y esa pieza la encontró Garrison en la persona de Terry Russos, alguien que estaba dispuesto a contar todo lo que sabía. Russos manifestó que había participado en una reunión con Shaw, Ferrie y Oswald y a la que también se habían sumado relevantes anticastristas. En esa reunión corrió el alcohol con profusión y Ferrie y los cubanos se pusieron a hablar de un plan para terminar con la vida del presidente Kennedy.

A partir de esas evidencias, el fiscal de Nueva Orleans actuó con decisión. Encarceló a Shaw y lo presentó ante los tribunales bajo la gravísima acusación de haber intervenido en la conspiración que acabó con la vida del Presidente de los Estados Unidos.

El testimonio de Terry Russos era valiosísimo. Garrison podía presentarse ante un jurado y demostrar que Oswald no fue ningún chalado que actuó por propio impulso, sino que formaba parte de una trama urdida por agentes de la CIA y elementos anticastristas, despechados, seguramente, por el frustrado intento de invasión de Bahía Cochinos en la que faltó el apoyo de la aviación yanki en el último momento.

Garrison estaba convencido de que Clay Shaw y Ferrie habían actuado siguiendo órdenes de la Agencia de Inteligencia -CIA-, y que habían captado a Oswald para que desempeñase el papel de bufón en aquella tragedia.

¿Quién había interpretado, pues, el papel principal en Dallas? El fiscal siempre había pensado que en el escenario del crimen hubo un segundo asesino que había disparado desde un montíretaguardia situado frente a la limusina presidencial. En esos momentos de su investigación, estaba más convencido que nunca de que, efectivamente, así había sido. Ferrie era su hombre, aunque para entonces ya estuviera muerto.

Durante el juicio, celebrado en enero de 1969, Clay Shaw declaró bajo juramento que él no conoció en ningún momento a David Ferrie ni a Lee H. Oswald y que por lo tanto nunca había utilizado el seudónimo de Clay Bertrand, como pretendía demostrar el fiscal. Además, ante la pregunta de que si pertenecía o había pertenecido en algún momento a la CIA, Shaw manifestó con absoluta serenidad que tal acusación era falsa. Lo cierto es que años después se supo que Clay Shaw mintió en aquella ocasión; pero aún hoy en día es práctica habitual entre los agentes de esa organización -la CIA- ocultar, incluso bajo juramento, su pertenencia a la misma. Garrison no ganó el juicio; aunque en la sentencia se señalan pruebas sobre la posibilidad de una conspiración en el magnicidio de Dallas.

Oliver Stone recogió en 1991 las tesis del fiscal de Nueva Orleans y realizó una película -JFK- en la que el FBI, la CIA y la industria armamentística estadounidense constituían la auténtica mano negra que estranguló las ilusiones de todo un pueblo aquel fatídico y ya lejano día del 23 de noviembre de 1963. Oswald tan sólo fue, en todo caso, un chivo expiatorio al que unos poderes en la sombra le pidieron prestado el rostro para pasearlo por todo el mundo como único causante de una muerte injusta y terrible.

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Publicado 24 enero 2005 - 20:22

VERSIÓN OFICIAL SOBRE LA MUERTE DE KENNEDY
::COMISIÓN WARREN::


Fuese para acreditar su inocencia o fuese para acabar con toda la sarta de interpretaciones sobre lo sucedido en torno a la muerte de Kennedy, lo cierto es que el nuevo Presidente, Lyndon B. Jonson, ordenó que una Comisión investigara con minuciosidad los pormenores del caso y que los diese a conocer a la opinión pública en el más breve espacio de tiempo.

Al frente de esa Comisión situó a Earl Warren. ¿Pero quién era Earl Warren? Para los entendidos en temas jurídicos o en la vida política de los últimos decenios, ese personaje no era ningún desconocido. El californiano Warren había ocupado el cargo de gobernador de su estado entre los años 1942 y 1953. En el año 1948, siendo pues la máxima autoridad política del Estado de California, se había presentado como candidato a la Vicepresidencia de la nación por el Partido Republicano; pero no fue elegido y cuando concluyó su periodo como gobernador ocupó la más alta cumbre a la que puede aspirar un jurista: fue nombrado Presidente del Tribunal Supremo de EE UU. Con una vida tan dilatada al servicio de la comunidad americana, y con jalones de semejante altura, Earl Warren se convirtió en la persona idónea para encabezar una Comisión que debía desenmascarar el turbio asesinato presidencial acaecido en Dallas.

La Comisión Warren contó con todos los medios a su alcance. Con todos, excepto con uno que tal vez mediatizó sus conclusiones de manera decisiva: el tiempo. Las elecciones presidenciales iban a celebrarse en noviembre de 1964; es decir, a menos de un año desde que se iniciaran las investigaciones. Y Lyndon B. Jonson deseaba a toda costa que esas elecciones se celebrasen tras una explicación lo suficientemente honesta y creíble sobre lo sucedido en Dallas para evitar que el fantasma de la duda y de las falsas interpretaciones pudiera arrojar también su papeleta en el interior de las urnas.

Las conclusiones de la Comisión Warren fueron las siguientes:
El Presidente JFK viajaba en el asiento trasero de una limusina descapotable al lado de la Primera Dama, su esposa Jacqueline. Los asientos delanteros iban ocupados por el gobernador de Texas, John Connally, y por su esposa Nellie. Eran poco más de las doce del mediodía y las calles de Dallas se hallaban concurridas por los curiosos que querían ver de cerca a los famosos inquilinos de la Casa Blanca. La limusina circulaba a una velocidad moderada. Kennedy necesitaba incrementar su prestigio en aquella zona del país y había dado órdenes muy estrictas para que los escoltas no rodeasen el vehíretaguardia, dificultando la visión de la gente.

Pero alguien tenía una atalaya de privilegio. Lee Harvey Oswald se hallaba apostado tras una ventana del 6º piso, en la esquina sudeste del Texas School Book Depository, un almacén de libros en el cual trabajaba desde hacía pocas semanas. Sus manos empuñaban una carabina Mannlicher Carcano de 6,5 mm de fabricación italiana. No era un rifle moderno como los que Oswald había tenido años atrás cuando se enroló en el Cuerpo de Marines de los EE UU. Pero acoplándole una mira telescópica podía valer para la ocasión. El objetivo era muy simple: matar al Presidente. Estaba resueltamente decidido a cometer el crimen. Odiaba a Kennedy porque representaba el mundo capitalista, en oposición a un marxismo más igualitario en el que sí creía Oswald. Aquel Presidente, tan luminoso para las masas ignorantes, representaba el tenebrismo y la oscuridad para el mundo comunista. Castro se hallaba amenazado, Rusia intimidada y permanentemente fustigada. Él iba a poner remedio a aquella situación con su carabina Mannlicher Carcano; él y ese gatillo que a la menor presión iba a dejar escapar un pedazo de plomo que cambiaría la suerte del mundo.

Cuando el reloj marcaba las 12,30 horas la comitiva presidencial se encontraba en la Plaza Dealey. Oswald había subido su mortífera arma a la altura de los ojos. Miraba a través del telescopio. Veía a los egregios visitantes desde atrás. La cabeza del Presidente representaba un blanco perfecto. Era el momento. Oswald apretó el gatillo. Por ser el primer disparo, tal vez alguna fibra tembló en las manos del asesino. La bala se perdió en un choque furioso contra el parabrisas de la limusina. Pero Oswald había adquirido una gran destreza como tirador en el ejército. No era ningún principiante. Cargó el arma, apuntó de nuevo y disparó por segunda vez. La vieja carabina respondió como si los años no la hubiesen dejado casi inservible. El proyectil hizo blanco en la parte trasera del cuello del Presidente, le perforó su parte delantera y, mágicamente, ya que ninguna ley física se atrevería a corroborarlo, penetró en la espalda del gobernador Connally, salió por la parte derecha de su pecho, atravesó la muñeca del mismo lado y fue a alojarse en el muslo del costado opuesto. Esta ansiosa y voraz bala iba a ser bautizada más tarde como la "bala mágica"; pero a pesar de sus extraordinarias características y de sus portentosos culebreos no fue capaz de acabar con la vida del Presidente. Oswald –en un intervalo que no sobrepasó los nueve segundos desde que iniciara los disparos- apuntó por tercera vez y, sin que le temblara lo más mínimo el pulso, sin la más mínima misericordia para aquel hombre de 46 años que ya sangraba por su herida del cuello, realizó un tercer y definitivo disparo que le rompió el cráneo y le hizo perder parte del cerebro.

A continuación se produjeron momentos de confusión, de desconcierto, de señas hacia los balcones, hacia las ventanas. La Primera Dama se encaramaba a gatas sobre la puerta del maletero en busca de una ayuda que ya resultaba tardía. Y el coche del Presidente partía veloz buscando el hospital de Parkland.

Oswald arrojaba el fusil entre unos cartones y abandonaba el edificio a toda prisa. Para cuando algunos testigos de la zona encaminaron a la policía hacia el Texas School Book Depository, Lee H. Oswald ya deambulaba por las aceras de la ciudad como un ciudadano más. Cerca ya de su casa, el agente Tippit observó un comportamiento sospechoso en aquel joven. Procedió a su identificación y el asesino, nervioso y desconcertado, puso en manos del policía dos documentos acreditativos con nombres diferentes. Antes de que el agente Tippit pudiera reaccionar, Harvey Oswald lo tiroteó con una pistola del calibre 38 y lo dejó sin vida.
Asustado, sin saber muy bien donde esconderse, Oswald buscó la oscuridad de un teatro. Allí fue cercado y detenido. Desde el principio se le consideró el asesino del Presidente, a pesar de que él siempre lo negó.

En las dependencias policiales se hizo todo un espectáretaguardia de este arresto. Los representantes de la radio, la televisión y la prensa escrita campaban por sus arrestos. Entrevistaban a los agentes, inquirían por los detalles, explicaban cualquier movimiento del preso. El caos circulaba por aquel departamento. Así transcurrieron dos días. Oswald era el muñeco sobre el que se concentraba el pim – pam – pum de aquella febril actividad. Incluso se conocía públicamente que iban a trasladarlo a la cárcel del condado en la mañana del 24 de noviembre.

Pero de nuevo, el sobresalto y la sorpresa les iba a estallar entre las manos a los representantes del orden. Con total impunidad, armado con un revólver, se introdujo en los sótanos del departamento de policía de Dallas un hampón, alguien llamado Jack Ruby. Eran las 11,17 de la mañana. Oswald atravesaba los sótanos en medio de un pasillo de periodistas y de fotógrafos. De pronto, surgiendo de improviso, la pistola de Jack Ruby se le aproximó a pocos centímetros de su cuerpo y le vació todo el plomo que guardaba en el cargador.

Sobresalto, desconcierto, confusión…; de nuevo todo ello hacía acto de presencia en aquel inacabado drama nacional. El asesino del Presidente quedaba eliminado. En su lugar –y sin saber muy bien si les iba a servir para esclarecer algo- los norteamericanos se encontraron entre las manos con un tenebroso personaje del mundo de la noche tejana.

La Comisión Warren concluía así su informe. De este modo quedaba excluido cualquier complot de un estado extranjero; pero también salían con el rostro limpio la CIA y el FBI, sobre los que se habían concitado serias sospechas.

Para Warren y los suyos, Lee Harvey Oswald había actuado completamente solo, sin más ayuda que su aberrante y furibunda locura personal.

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