Saludos
Seph Girl.
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Capítulo 96. Sacrificio
—Tú eres el último rey de los Mu, por eso te confío a ti los recuerdos que no viví. Pero, Belial, yo soy más que mis pensamientos. De ahora en adelante, mis actos me definirán.
Así habló el Guerrero al Rey. Ninguna réplica salió de los labios de Belial, sino que este asintió, dándole su voto de confianza. Ofión, quien ya se había preparado para el exilio de sus propias memorias, prefiriendo morir sin recuerdos a vivir ahogado por ellos, no pudo menos que sentirse agradecido. Ahora solo tenía que luchar con valor, no por una promesa que no comprendía, ni por un pueblo que jamás conoció, sino por el camino que había escogido, en el que empero tal pasado lo acompañaría una vez más.
Antes de desaparecer de la sala del trono, giró hacia Leteo con la intención de disculparse por no escoger el camino que este le había ofrecido. No pudo hacerlo, pues la sonrisa del dios ya no era amistosa, sino amenazante.
El río del olvido había venido a borrar para siempre una parte de él.
***
El tiempo en que Leteo fue su aliado desapareció de su mente en el breve lapso que tardó en volver a tomar posesión de su cuerpo. Sin siquiera darse cuenta, pasó de lamentar el hecho de tener que enfrentar a un viejo aliado a temer por el estado de impotencia en el que se hallaba, aprisionado por el Escudo de Odín.
Por fortuna, Shizuma había salido también de su mente y comunicó la nueva situación a Baldr, quien enseguida canceló la técnica y lo hizo aparecer entre ambos.
—¿Qué ha ocurrido? —dijo Ofión, preso de un dolor terrible. Sentía el cuerpo desgarrado y el manto de Aries era un peso muerto. ¿Había hecho todo eso el norteño? Por su estado, no parecía posible. Lucía demasiadas heridas y no dejaba de masajearse las sienes, como aquejando un terrible dolor de cabeza—. Siento el daño que…
—Ah, no importa —gruñó Baldr, arrojándose al sorprendido Ofión y apretando sus hombros. Tenía los ojos bien fijos en él—. ¿Quién es la Señora de ese bastardo? ¿En quién reencarnó? ¡Debo saberlo! ¡Los Nueve Mundos no pueden permitir…!
Al superar la sorpresa inicial, Ofión apartó al norteño de un manotazo y volvió la vista al abismo. Allí, una ciudad conocida se esfumaba como el humo de un incendio, revelando una vez más la entrada que usaba Leteo para entrar en el mundo de los vivos.
—Tengo una misión que cumplir —dijo Ofión, sin prestar más atención a aquel hombre y sus secretas ambiciones—. No hay tiempo, ¿verdad, Aoi?
—En efecto —dijo Shizuma—. La guerra se encrudece minuto a minuto.
Ella lo sabía mejor que nadie, pues estaba en todas partes y todo lo veía como una participante más de las decenas de batallas que se libraban por el continente. Katyusha no podía alcanzar a Munin, de tan rodeada que estaba de Keres en la cima de una montaña incendiada por los fuegos del Flegetonte; la Guardia de Acero, a pesar de sus fuerzas renovadas, perdía hombres a decenas por una nueva clase de gólem, de hasta trescientos metros de pura roca desprendida de los montes por líderes de cada clan Mu; el Aqueronte se había vuelto poderoso al sorber energías de los marinos y caballeros negros que tenían que ayudar a los meros mortales, por lo que Egeo y el resto de Oceánidas ya no podían contener el avance del río del dolor durante tanto tiempo… De los cuarenta y dos batallones, solo el de Sorrento seguía en plena forma, si bien la legión de Leteo era demasiado numerosa como para pudieran mandar a alguna de aquellas escamas andantes a cualquier otro rincón del continente. Uno solo de los fantasmas de los Mu con los que lidiaban, un solo grupo de los fantasmas de antiguos santos de Atenea que cargaban sin dudar contra el oricalco consagrado al Reino Submarino, bastaría para inclinar las batallas de la retaguardia a favor de los muertos.
—¿El señor Belial nos ha abandonado? —El autómata, Beta, era una mezcla de metal derretido y cristal, muy lejos del enemigo imbatible que demostró ser en un inicio. La estrategia de Katyusha de combinar altas y bajas temperaturas había dado resultado y se había limitado a ser la última línea de defensa de la Abominación Equidna, engendradora de los monstruos que asediaban sin descanso a Cuervo Negro y la guerrera azul—. Yo no abandonaré, por el señor Mateus y la señora…
Saltó con toda intención de fulminar a Munin, pero en medio del aire una chispa de fuego blanco la golpeó en el pecho. Se desintegró antes de volver a pisar el suelo.
Las llamas habían sido conjuradas por los legionarios de Marte, los soldados de Flegetonte. Acababan de terminar su ascenso por el monte guiando a los catoblepas y se disponían a reducirlo todo a la nada con aquel fuego divino, incluyendo al sirviente del mortal que osó imponer su voluntad sobre las fuerzas del Hades.
Shizuma solo pudo confiar en que Munin y Katyusha podrían arreglárselas solos. También tenía una misión que cumplir, como una de los santos de oro.
—¿Esta vez lo harás bien? —preguntó Baldr a Ofión, inquisitivo—. Por alguna razón el Santuario te envió a ti contra Leteo, me he asegurado de no matarte porque…
—… te falta poder —completó Ofión, mirándolo de reojo—. No te preocupes, ya mejorarás con el tiempo, como hizo el Rey en su día.
Sin dejar tiempo al norteño para replicar, Ofión de Aries se arrojó al abismo, acompañado por Shizuma de Piscis.
***
Atenazado por el dolor, Garland abrió los ojos solo para contemplar el helado páramo de Cocito. Se levantó enseguida, sintiendo que la piel le ardía por el frío muy a pesar del manto sagrado, pero nada más dar un paso tropezó contra algo y estuvo a punto de caer. Le asaltó una visión fugaz del frente oriental: un inmenso eidolon con forma de bestia marina como escenario de las muertes de dos santos de plata.
—¡Dioses! —exclamó al notar que era el cuerpo de Ishmael de Ballena lo que estuvo a punto de pisar. No tenía de qué sorprenderse, pues estaba en el lugar al que desde un principio habían ido a parar todos los santos de Atenea, pero aun así le impactó saber que el subcomandante de la división Cisne había caído—. ¡Dioses!
Miró en derredor, apenas pudiendo distinguir a Yu de Auriga. No necesitó tocarlo para que en su mente se dibujara la forma en la que cayó.
Garland apretó los dientes con furia, entendiendo que Cocito —el dios de las lamentaciones, a cuyo cuerpo, uno de los círculos del infierno, había ido a parar— se estaba burlando de la determinación de los santos. Aquellas visiones no eran gratuitas: el fuerte viento que azotaba aquel río congelado le estaba afectando mentalmente; cada brisa era un cuchillo invisible ignorando la sagrada protección, la carne y el hueso, para terminar clavado en el espíritu de quien había vivido demasiado.
Avanzó con convicción. No estaría todo perdido a menos que recibiera el Lamento de Cocito en carne propia, momento en el que ser uno de los hombres más fuertes del mundo se volvería en su contra. Conforme caminaba, la duda empezó a embargarlo: era Sneyder quien debía luchar contra Cocito, se había formado precisamente para esa clase de fin, así como Lucile era la carta del triunfo contra las huestes del Aqueronte. Pero Sneyder acabó enfrentado a otro Campeón del Hades y la voz de Lucile estaba todavía sellada, así que el Santuario tendría que conformarse con un par de viejos misteriosos. El Pequeño Abuelo, Nimrod, y él, quien ahora respondía al nombre de Garland.
—Es tarde para arrepentirme, ¿no? —preguntó, oteando el neblinoso horizonte. Los grandes ojos del guerrero se blanquearon al tiempo que todo cuanto veía era consumido por un terrible poder capaz de borrar por completo la materia, el tiempo y el espacio.
Al final, las nieblas y el viento cruel dejaron de atormentar a las almas aprisionadas en aquel círculo del infierno, por lo menos durante un tiempo. En el vacío incoloro que ahora hacía las veces de cielo por sobre Cocito, se hizo presente la silueta de un rostro inmenso: dos ojos alargados, hechos de pura y fría luz azul en medio de una oscuridad insondable, bajo un yelmo espectral que asemejaba a la corona de un antiguo rey.
—¿Osas manifestar lo innominado en este lugar, mortal? —cuestionó Cocito. Si las montañas pudiesen hablar, así como él lo habrían hecho, con un bramido titánico que hizo vibrar los oídos del dolorido Garland.
—Se dice que el Hades es el lugar más parecido a la forma original del mundo —dijo el santo de Tauro, casi avergonzado por lo débil que sonaba la voz de un hombre frente a la de un dios. No importaba, decidió al fin, pues de todos modos lo estaba oyendo—. El Tártaro, en particular, tiene mucho de esa fuente primigenia. Caos.
Un poder incontrolable, hasta para él. La Tabla Rasa no consistía en él borrando todo lo que veían sus ojos, sino transportar hacia tal visión aquello que era anterior al principio del universo. El resultado en el mundo material solía ser descrito como la manifestación de la nada, aunque era más bien la ausencia de todo. Shizuma Aoi tenía su propia forma de describirlo: la ausencia de lo que los humanos entendían como existencia.
Pensar en la Dama Blanca le hizo sonreír. Hasta donde él sabía, ella era la única aparte de los dioses y los Astra Planeta capaces de viajar hasta aquel inhóspito lugar. ¿Lo salvaría si olvidaba todas las restricciones impuestas a lo largo de los años para enterrarse junto a Cocito en el más hondo de los abismos? ¿Le importaría tanto a la más misteriosa de cuantas mujeres había conocido?
—Ahora lo entiendo. Los mortales están dispuestos a blasfemar con tal de ser escuchados… —Un millón de garras parecieron raspar el páramo helado en la lejanía; se generó una desagradable dentera como si el hielo fuera pizarra. Garland no pudo determinar si Cocito reía o rugía—. Bien, ven, mortal. Ven a mí. Ven para que pueda escuchar tus deseos insignificantes, tus inconfesables lamentos. Ven, mortal, ven.
—Con todo el tiempo que he vivido, no esperaba que me siguieran tratando como un mortal más —dijo el santo de Tauro, casi en tono de agradecimiento. Ya ni se molestaba en taparse los oídos sangrantes.
Y entonces, sin previo aviso, el manto sagrado que con tanto esfuerzo Kiki había reparado se congeló, cristalizándose antes de que este pudiera reaccionar.
—Ven, mortal —repitió Cocito con aquella voz ominosa—. Ven.
Como si la naturaleza del círculo infernal funcionara a la inversa de las intenciones de Cocito, una tempestad inició desde donde se encontraba. Vientos fortísimos azotaron al santo de Tauro, cuyo manto, falto de fuerzas, no dejaba de agrietarse.
A la vez, allá donde el aire helado chocaba con el suelo, un guerrero sagrado se levantaba desde las profundidades. Podía ser un santo, un guerrero de los mares o cualquier otro mortal que tiempo atrás hubiese creído ser un campeón de los dioses, cuando no era más que un peón en el gran esquema de las cosas. Pronto el ahora desprotegido Garland se enfrentó a una imagen desalentadora: el camino que lo separaba de Cocito estaba atestado de guerreros, todos los cuales poseían el Lamento de Cocito, un arma de lo más efectiva en contra de los santos de oro; el propio entorno no ayudaba, pues ahora pisaba con pies descalzos un hielo tan frío que ardía con el mero roce, mientras que el viento no hacía sino fortalecerse con cada segundo que pasaba.
—Es lo que cabría esperar de un dios, supongo —musitó Garland, apenas cubierto por una peso muerto. Y el cosmos, un halo dorado que habría de destellar como el lejano sol de la Tierra—. Si la montaña no viene a Mahoma…
Tuvo que completar la frase en su mente al sentir la boca llena de aquel aire infernal, helado y asfixiante. Respirar se parecía cada vez más a ahogarse en las profundidades de los mares del Ártico. Pero Garland de Tauro ya había superado milenios de una existencia sin significado; no tenía intención de ceder ahora que podía lograr algo.
Acometió como un toro embravecido hacia los primeros oponentes a los que vio. Yu e Ishmael lo recibieron con brazos gélidos, miradas vacías y una sonrisa quebrada.
***
Ofión también había descendido al Hades en persecución de uno de los ríos del infierno, solo que él no llegó a vivir una vida tan larga como la de Garland, al menos no en un sentido físico. Él, santo de Aries, cargaba con las memorias de los antiguos guardianes del primer templo zodiacal, miles de años de historia —la historia del continente perdido de Mu— le habían avasallado desde que superó la prueba de Estigia. En ese día, glorioso y terrible a un mismo tiempo, perdió toda noción de identidad, se zambulló en un océano de vidas desconocidas e intereses contradictorios que solo tenían una orilla: Atenea, diosa de la sabiduría y las guerras justas.
—Dos —susurró, con voz trémula—. ¿Por qué pienso que hay dos?
Cerró los ojos unos segundos. Como de costumbre, era una el alma en discordia entre todas las que le susurraban día y noche. Y no podía desoírla, pues se trataba de la razón de que estuviera allí en ese momento crucial: era el primer santo de Aries, legatario de la historia del continente Mu una vez este se hundió y el responsable de la creación de los mantos sagrados. Un hombre destinado a ser el arca de toda una cultura, paradójicamente olvidado por la humanidad, reducido a una leyenda. No, en verdad no podía dejar de oírlo, no deseaba hacerlo, pues era el guardián de sus memorias.
Al despertar de ese corto trance, no tuvo enfrente el escenario infernal al que había ido a parar, sino una máscara blanca sin rasgos. Reconoció enseguida a Shizuma Aoi, la Dama Blanca, quien viajaba en el mar de lo indeterminado al igual que los hombres andaban por la tierra. Conocía a aquella dama de tan solo diecisiete años casi tan poco como cualquier otro santo de oro, pero eso no significaba que no pudieran ser amigos.
Después de todo, él mismo no sabría responder con honestidad a cualquiera que le preguntase quién era. No le costaba mucho congeniar con aquella doncella de la que tan poco podía saberse. Más bien al revés: lo poco claro que había sobre ella le resultaba un soplo de aire fresco frente al resto de santos de oro, envueltos en largas historias que podían contar al detalle si quisieran. ¡Dichosos ellos!
—¿Dudas? —cuestionó Shizuma. El manto de Piscis, de hermosa hechura, estaba envuelto en una capa de tela transparente, mecida por unas ráfagas de viento seco.
—Siempre —admitió, agachando la cabeza con humildad—. ¿Me acompañarás?
Ofión, de ojos en apariencia despiadados, como los de un cazador implacable, pidió ayuda a la única persona en la que podía confiar, quien lo había salvado de sí mismo.
—Serás tú quien derrote a Leteo —anunció con un tono casi profético, sorprendiendo por completo a Ofión—. Yo no puedo hacerlo, tengo otra misión.
Atendiendo a sus palabras, Shizuma volteó hacia atrás. Allí se alzaba el Muro de los Lamentos, por mucho tiempo infranqueable hasta que doce santos de oro, la anterior generación, se sacrificaron a fin de que la luz del sol brillara en las profundidades del infierno. En el borde de la grieta que resultó de tal milagro había un hombre sentado, en apariencia de Oribarkon, pero bajo los párpados no estaban los ojos de un hombre, sino dos abismos del color de las profundidades del mar, sin pupilas.
—Vosotros sois santos de Atenea —expresó el ser, empleando una docena de voces que se superponían una sobre otra. Shizuma no podía saberlo, Ofión apenas era capaz de intuirlo, pero lo cierto era que hablaba como si los doce santos de oro del pasado estuviesen allí, presentes—. Vosotros nos arrebatasteis a nuestro rey. Seréis la ofrenda para el regreso de la reina —anunció, extendiendo la mano.
Por el rostro del ser, algo le había salido mal. Ofión vio con el rabillo del ojo a Shizuma; la Dama Blanca seguía tranquila. Viéndola, nadie habría dicho que estuviese en plena batalla con el río del olvido.
—Soy el reflejo de la luna en el estanque —aclaró la joven, como percibiendo la confusión en amigos y enemigos, no por primera vez—. Por mucho que se agiten las aguas, nada le ocurrirá a luna que orbita en el mar de estrellas.
La sorpresa de Ofión fue total. ¡Esa era la técnica de la que Shizuma Aoi le había hablado en el pasado! Kyoka Suigetsu. Aun su mente, torturada por la Reminiscencia —el testamento del continente Mu, contenido en el manto de Aries— hasta que el mero humano Ofión dejara de ser una parte importante de aquella, no podía aprehender todo el alcance de tan terrible habilidad. Lo que entendía era que la santa de Piscis se hacía uno con el cosmos que había despertado, a la vez que aquel se volvía uno con el mundo.
Era una paradoja que dependía completamente de la conciencia de la joven Shizuma Aoi. Si Ofión era incapaz de encontrarse a sí mismo en medio de los recuerdos de un centenar de antecesores, la santa de Piscis era capaz de reconocerse en todo momento y lugar, de modo que podía estar en todas partes y a la vez en ningún lugar. Le parecía increíble que Kyoka Suigetsu hubiese funcionado con un dios.
—¿Tan limitados son los poderes de quien sobrevivió al resto de los telquines? —se preguntó el que aparentaba ser Oribarkon—. Quizás deba usar como recipiente a quienes desafiaron a nuestro rey.
—¡No es posible! —exclamó Ofión, fijándose mejor en el ser que ahora saltaba hacia donde ellos se encontraban. Era Shun—. La sangre de Atenea debía haberte rechazado.
—¿No hemos tenido esta conversación antes? —cuestionó Leteo.
El dios del olvido extendió el brazo, que era ahora el brazo de Shun de Andrómeda, protegido por unas cadenas tan sólidas como los mantos de oro. Pero de nuevo solo pudo agitar las aguas del estanque, no tocar la luna.
A Ofión le bastó intercambiar miradas con aquel señor del infierno para darse cuenta de lo que pensaba. Bajo las cuencas oculares hervían estanques oscuros, donde no había lugar para la multitud de pensamientos que se permitían los hombres, sino para uno solo, un hilo fino de un recuerdo tan breve como un parpadeo. Seguir intentándolo. Eso era todo lo que el dios del olvido pretendía hacer.
Y de algún modo el santo de Aries tuvo el presentimiento de que lo lograría tarde o temprano. ¡Estaba buscando la conciencia de Shizuma Aoi, para quebrarla, para condenarla a la nada, al olvido!
—¿Dudas? —volvió a preguntarle la Dama Blanca, extrañamente ajena a los intentos de Leteo. De momento, seguía a salvo de todo ataque.
—No de nuestra amistad —contestó Ofión, más seguro que antes, dispuesto a todo por cumplir con la misión para la que creía haber nacido. Si los santos de Aries podían estar en desacuerdo sobre qué significaba ser Atenea, ¿por qué él, fiel devoto de la diosa, no podía albergar el deseo de ayudar a Shizuma Aoi? Sin saber si ese dilema era suyo, de Ofión, o de la multitud de conciencias que lo atosigaban, decidió proseguir—: Desde el fondo de mi corazón, te doy las gracias por haber sido mi amiga. Ahora cumplamos con nuestro deber, como santos de Atenea.
La Dama Blanca hizo una leve inclinación, agradeciendo las palabras de Ofión antes de desaparecer. Por lo general, podía afectar a las mentes de quienes observaban el momento en que dejaba de estar en un lugar, llegando a hacer que se replantearan si había estado allí para empezar. No hizo eso con el santo de Aries.
Una cadena de cosmos se formó alrededor de Ofión, quien a través de la Reminiscencia logró teletransportarse a otro lugar. ¡Leteo no solo tenía la forma de Shun, sino que también podía usar las técnicas del héroe legendario!
Indiferente al veloz movimiento del santo de Atenea, Leteo siguió actuando con franca parsimonia, como si enfrentara a poco más que una tortuga a la que siempre podría alcanzar. Liberó, de una mano extendida con desgano, la Onda del Trueno, que acabó chocando con un pilar de luz expulsado desde el puño derecho de Aries.
Mientras la Justicia de Atenea chocaba con la punta de la cadena, llenando el palacio del Hades de rayos, Ofión reflexionó lo duro que había sido llegar hasta allí desde el abismo de Reina Muerte, donde sin duda muchos seguirían combatiendo a la hueste infinita de Leteo. Si bien él era el único capacitado para luchar contra el dios del olvido, al atesorar los recuerdos de toda una civilización, no habría llegado tan lejos sin la ayuda de Shizuma Aoi, quien acudió a su llamado mientras era arrastrado por la corriente que unía a la Tierra con el punto del Hades donde se hallaba Leteo.
Durante una eternidad, pasó por un torrente de memorias borradas, no solo de las mentes de algunos hombres, sino de las de toda la humanidad. Él mismo se vio asaltado por el voraz dios del olvido, siempre hambriento de recuerdos. Percibió que las reminiscencias de las vidas de muchos santos de Aries empezaban a perderse en la nada. Y aunque muchas veces había deseado que todas esas presencias molestas con las que convivió durante años desaparecieran, cuando estuvo a punto de pasar se sobrecogió de terror. Ahora creía recordar que pudo haber llorado como un niño, tal vez incluso gritado, antes sentir la suave mano de Shizuma Aoi tocando la suya.
Así, ambos santos esquivaron las garras de un lobo inmenso, apocalíptico, solo para saltar de cabeza a las fauces. Ofión pudo evitar los peligros de uno de los cuatro nexos que conectaban la Tierra y el Hades, pero ahora estaba frente a frente con la fuente de uno de aquellos ríos infernales. Solo.
—No —afirmó, teletransportándose justo antes de que la Onda del Trueno lo alcanzara, después de haber superado su ataque. Volvió a aparecer a la espalda de Leteo, quien se giró apenas interesado—. No estoy solo. No dudaré, Shizuma Aoi.
—¿Quién eres tú? —cuestionó Leteo, percibiendo el repentino impulso en el cosmos del santo de Atenea, que latía con el arrojo de un millar de voluntades.
—Soy Belial, primer santo de Aries, quien promovió la creación de los mantos sagrados. Fui un falso dios que hincó la rodilla ante quien no era Atenea.
Esa fue solo la primera de muchas presentaciones, voces de mayor o menor fuerza que alguna vez había oído, no como voces reales —ahora podía saberlo— sino como reminiscencias ocultas en el manto sagrado que le llenaban la cabeza de historias que no eran la suya. Tomó cada uno de aquellos eventos que consideraba ajenos y por fin los hizo suyos, creando poco a poco una coraza invisible, por encima del manto de Aries.
Leteo escuchó cada nombre con interés, como saboreando los recuerdos que pronto le servirían de alimento. La mirada indiferente del dios se mantuvo fija en el santo de Aries, quizás tratando de ver más allá de las palabras, de escudriñar cada historia.
—Soy Mu de Aries, penúltimo entre guardianes del primer templo zodiacal. Junto a mis compañeros, me sacrifiqué para abrir una entrada hacia los Campos Elíseos —explicó, señalando la grieta en el Muro de los Lamentos—, sin saber las consecuencias que eso traería. Tu poder ha estabilizado los círculos del infierno todo este tiempo.
—El río del olvido es el camino al Elíseo, separando el más allá de cada mundo en el vasto universo —aceptó Leteo, asintiendo—. Cuando abrimos esta grieta —continuó, usando esta vez solo la voz de Mu—, el río del olvido se desbordó. No puedes verlo, pero está en todas partes, manteniendo a salvo el reino hasta que llegue la reina.
Ofión asintió, considerando por alguna razón que la honestidad era la forma que había escogido Leteo para recompensar todo lo que le había contado. Claro que él desconocía la forma de pensar de los dioses, y bien podría ser que este tan solo hubiese dejado de considerarlo un enemigo por el momento. Sería propio del dios del olvido, desde luego.
—Mi nombre es Ofión de Aries —aseguró con tono solemne, como haciendo un juramento—. Y he venido a sellar esa brecha.
Si lo hacía antes de que llegara la supuesta reina, era posible que los círculos del infierno se desmoronaran sobre sí mismos, ya que Hades no estaba. Quería creer que había muerto, aunque gran parte de él le recordaba que los dioses no podían morir. Fuera como fuese, la sola posibilidad de liberar a todas las almas condenadas en aquel siniestro reino a lo largo de milenios hacía que valiera la pena luchar.
El cosmos del santo de Aries se alzó, llenando la estancia a la vez que el suelo bajo Leteo se abría. El dios, lejos de impresionarse, movió la mano haciendo un vago ademán, bloqueando la Estrella Fugaz que el griego le había lanzado desde las profundidades del mismo infierno.
Una explosión de luz surgió entre ambos oponentes. Para cuando terminó, Ofión ya se había alejado lo más posible de Leteo, desplegando los Husos Desgarradores para cortar las cadenas de cosmos que aquel había levantado.
Podía ser una locura, la de un hombre contra un dios, pero Ofión de Aries había jurado que no iba a dudar más. Lucharía con todo, así lo perdiera todo al final.
***
Kanon de Géminis trató de seguir a Ker a través del nexo que unía a la Tierra, en Alemania, con el infierno, en el borde del Tártaro. No lo logró.
Porque eran muchos los pecados que llevaba encima, las llamas del Flegetonte pudieron retenerlo y luego arrastrarlo según era el deseo del río infernal. Así le pareció al santo de Géminis mientras dedicaba un esfuerzo sobrehumano a repeler el fuego lo bastante para no ser calcinado en cuerpo y alma, pues no le quedaba espacio para reflexionar sobre que el Flegetonte no tenía avatar, sino un enviado —Ker, una Abominación hecha de monstruos—; era pura furia, no un ser que pudiera tener una voluntad concreta.
A pesar del dolor y la impotencia que sintió al saber inútiles las habilidades que había desarrollado para viajar entre las dimensiones, hubo algo que Kanon no olvidó en ningún momento: la razón por la que había seguido a Ker. Ser atrapado en medio de la persecución entraba dentro del plan que había desarrollado, uno demasiado ambicioso como para esperar que los riesgos fueran mínimos. Fracasar era una opción.
Así, con ese extraño pensamiento en la mente, se permitió aparentar vulnerabilidad. La sangre de Atenea que había vertido sobre el manto de Géminis lo mantuvo a salvo durante el trayecto, pero a la vez incentivó al Flegetonte a atacarlo con más y más rabia, hasta que aterrizó como un meteorito en una superficie que parecía estar viva.
—Qué débil… —acusó Ker, el ángel flamígero, mientras aleteaba a pocos metros del caído santo de Géminis—. Esperaba algo más.
—Yo también —contestó Kanon, mientras se levantaba. Ker creó un látigo de fuego y lo golpeó antes de que pudiera hacerlo, transmitiéndole el dolor de algunos de los que habían muerto por culpa de sus pequeñas ambiciones. Que esas vidas le importaran ahora solo hizo que el dolor se incrementara.
En ese momento se hallaban a la sombra de las más altas murallas del Hades, que marcaban la frontera entre lo que los humanos llamaban infierno y el único lugar en toda la existencia que merecía tal sobrenombre. Un río brillante surgía de las paredes, era la sangre derramada por el Tártaro, el llamado Flegetonte.
Temiendo el juicio de las Benévolas, Ker decidió terminar pronto con el cautivo, pero el látigo no volvió a tocar a Kanon. Tampoco al suelo en el que se hallaba.
—Incluso tú deberías tener problemas en regresar desde los confines del universo —dijo Shizuma Aoi, proyectando su voz directamente al espíritu flamígero que había transportado junto a ella—. Desaparece.
Ker no pudo comprender a tiempo lo que ocurría. Sí, vio el espacio estrellado que había sustituido al Tártaro, con las altas torres, el río de fuego y el suelo que latía como un ser viviente. Y no tenía problemas en volar en tal lugar, mucho menos con el frío o la evidente falta de combustibles, pues el suyo era un fuego eterno. Sin embargo, Shizuma Aoi había hecho mucho más que llevarlo a la otra punta del universo.
Miles de millones de años atrás, quizá hubo vida en aquella galaxia lejana, pero ahora solo quedaba algo, una brecha en el espacio devoradora de planetas, soles y cualquier cosa que hubiese a mil años luz de distancia, incluido el propio Ker. Ni siquiera la velocidad de la luz le permitió escapar de la colosal atracción del agujero negro, que lo devoró en un instante tan fugaz que era imposible de percibir, aun para Shizuma Aoi.
La santa de Piscis, sin embargo, permaneció en medio de la oscuridad infinita. Ella realmente no estaba en ese lugar, por lo que podía ignorar lo que para Ker fue una condena, y no temía morir por falta de oxígeno. Con todo, aquella no era una táctica que se habría atrevido a usar en el pasado, ni siquiera se le ocurrió hasta el momento en que un nuevo poder llegó hasta ella, abriéndole nuevos horizontes. Ocurrió mientras ayudaba a Ofión a defenderse de la corriente de Leteo y llegar hasta el Muro de los Lamentos, cuando creía que su misión era proteger al santo de Aries.
«¿Qué esperáis de mí, Suma Sacerdotisa? —se preguntaba Shizuma, a sabiendas de que solo ella, a través de Almagesto, podría haberle dado ese impulso.»
No hubo respuesta, así que la Dama Blanca puso de nuevo su atención en el nacimiento del río Flagetonte, visible a sus extraordinarios sentidos pese a la infinita distancia
Allí, las Erinias, mal llamadas Benévolas, se manifestaron ante el santo de Géminis justo cuando aquel acababa de levantarse y sacar un papel. Uno de los sellos hechos con la sangre de la anterior reencarnación de Atenea, Saori Kido.