El ritual de los inocentes
Mientras la batalla entre el centauro y Ctonia tomaba lugar, los secuestradores se alejaban más y más de Biddestone, desplazándose con rapidez por un frondoso bosque aledaño al pueblo.
La gran velocidad de esos individuos era una muestra de la prisa que tenían en llegar a su destino. Su marcha continuó hasta que estos se vieron frente a un altar, el cual, estando compuesto por una gran mesa de madera, se encontraba adornado por una multitud de cráneos de diversos animales, ubicados simétricamente a los lados del mismo.
—¡Debemos darnos prisa, Arkadios! —masculló con nerviosismo el hombre que tenía a la joven en brazos.
—Tu trabajo es más relevante que el mío, Waramunt —replicó Arkadios depositando a los niños en el altar—. Yo empezaré mi labor, pero tú debes llevarte a la chica, la necesitan en otro lado y te tomará tiempo llegar.
—¿Estás seguro de lo que dices?
—Totalmente, no sabemos si hay más caballeros por aquí, es un riesgo que tú, teniendo algo tan importante seas capturado o derrotado, debes irte.
Al escuchar esas palabras Waramunt asintió, luego y con la joven aun en brazos, empezó a correr por el bosque, dejando atrás a su compañero.
Cuando Arkadios se vio solo, inició una plegaria al tiempo que miraba a los niños de los que pronto dispondría, luego el hombre elevó sus manos al cielo. Seguidamente una esfera negra apareció en el espacio que él dejó entre los infantes, dicha esfera empezó a emitir un fulgor azulado mientras se elevaba poco a poco, volviéndose en el proceso un faro que iluminó buena parte del bosque.
Sabiendo que debía darse prisa, Arkadios tomó una daga que colgaba de su cinturón y ejecutó un leve corte en las muñecas de los niños. Al instante la sangre de estos empezó a salir y flotar en dirección a la esfera que se volvía cada vez más opaca.
La plegaria de Arkadios continuó un par de minutos hasta que un destello azulado, originado a su espalda, llamó su atención, cuando se giró, recibió una potente patada que lo elevó por los aires y lo hizo caer varios metros lejos del altar.
—Nunca me imaginé que ustedes fueran tan descuidados —comentó una mujer que llevando una tiara en forma de águila, unas rodilleras simples, un peto azulado, unas hombreras, un brazalete en su brazo derecho y una máscara para cubrir su rostro, se encontraba ahora revisando el estado de los niños.
Cuando Arkadios se alejó del altar, la esfera paró de robar la sangre de los infantes. Al notar aquello, la mujer tocó las heridas en las muñecas de los niños, haciendo que sus manos emitieran un resplandor azulado que cauterizó los cortes que amenazaban sus vidas.
—Tú eres… Marín del Águila. —dijo Arkadios poniéndose en pie con dificultad.
—Ustedes son bastante débiles, creo que hasta los caballeros de bronce de más bajo rango podrían vencerlos —dijo Marín caminando hacia Arkadios.
—No se suponía que ustedes llegaran aquí, las desapariciones no fueron tantas como para que…
—¿Para qué sospecháramos? —adivinó Marín—. En eso tienes razón, pero no es tanto el número de víctimas lo que llamó nuestra atención, sino la forma en la que estas eran encontradas. Es obvio para mí que están haciendo sacrificios humanos. ¿Son para algún dios?
Sin previo aviso, Arkadios cargó hacia Marín, en ese momento el hombre se quitó la túnica que cubría su cuerpo, dejando ver una armadura que apenas protegía su torso y extremidades. Pero que para sorpresa de aquella mujer, parecía evocar la forma de una serpiente.
—¿A que dios sirves? —preguntó Marín dando un paso hacia atrás para encajarle un rodillazo en el estómago a su atacante, cosa que lo hizo caer al suelo, privado de dolor.
—No te diré nada… No eres más que un simple caballero femenino.
—Entonces tendré que arrastrarte al santuario para que te interroguen, hay muchas formas de hacer hablar a alguien como tú.
—¡Me alegró mucho de verte, Marín! —dijo una voz que se proyectó desde la arboleda, a espaldas de la mujer.
Cuando esta se giró pudo ver como Yaakov se acercaba, sosteniendo en sus manos el yelmo que había pertenecido a Nicomedes.
—Estos sujetos atacaron el pueblo, yo derroté a uno —dijo lanzando el casco de Nicomedes al suelo, cerca de los pies de Arkadios, pero hay un tercero que se llevó a una joven. ¿No lo viste?
—Cuando llegué solo encontré a esta rata —replicó Marín señalando a Arkadios
—¿Dónde está la joven que se llevaron? —demandó Saber Yaakov.
—Con seguridad ya debe estar muy lejos de aquí, aunque me maten ya nuestro objetivo se ha cumplido, mi trabajo aquí era opcional. Debieron priorizar a la joven por encima de la de estos mocosos —dijo Arkadios señalando a los niños con la cabeza.
En ese momento, Yaakov extendió sus brazos y abrió las palmas de sus manos, instantes después, una gran bola de fuego apareció a pocos centímetros del caballero de plata.
Aquella esfera salió disparada hacia Arkadios, quien a pesar de intentar evitarla la recibió de lleno. Cosa que causó que esta callera inconsciente y con evidentes quemaduras al suelo.
—No lo maté, creo que nos servirá para entender mejor que es lo que está pasando aquí —comentó Yaakov girándose para hablar con Marín.
—Hiciste bien —dijo Marín asintiendo mientras seguía revisando el estado de los niños—. Lo llevaremos al santuario. El patriarca y Athena decidirán de qué forma le sacaremos la información que necesitamos.
—Regresemos estos los niños al pueblo —sugirió Yaakov—. Sus familias deben estar preocupadas. Aunque me gustaría encontrar a la joven que se llevaron.
—Perdimos el rastro, es una pena en verdad, pero nada podemos hacer por ella de momento. No siento ningún cosmos que nos pueda guiar a ella.
—¿Crees que vaya a estar bien?
—Lo dudo —dijo ella negando con la cabeza.
Una nueva guerra
Eran las nueve de la noche cuando seis figuras se reunieron en las costas del sureste de Australia, allí, cerca de un acantilado habían hecho un altar de granito, el cual era iluminado por seis llamas de colores que danzaban por el aire, describiendo círculos de un lado a otro.
—Veo que Nicomedes y Arkadios se retrasaron —dijo una voz femenina que se distinguía del resto por llevar una túnica con capucha rojiza.
—Se suponía que vendrían detrás de mí… creo que esos malditos caballeros pudieron con ellos —comentó Waramunt con pesar mientras caminaba con la joven que había traído hacia el altar.
—Ya hemos perdido mucho tiempo, sería prudente iniciar de una vez —comentó un hombre envuelto en un hábito azul.
—De todas formas su tarea no era vital, aunque confieso que me hubiese gustado tener la treceava esfera de nuestro lado —informó una mujer de cabello castaño y ojos azules tras quitarse la capucha de una túnica verdosa.
—¡Ya está listo! —afirmó Waramunt dejando a la joven en el centro del altar.
—Entonces, daré inicio —anunció la mujer de túnica rojiza—, no debemos perder mas tiempo.
Al escuchar esas palabras, todos los presentes hicieron aparecer en sus manos una esfera negra fulgurante, luego se arrodillaron pareciendo caer en un estado de meditación profundo.
Cuando abrieron los ojos, aquellos hombres y mujeres se pusieron en pie, en ese momento las esferas en sus manos empezaron a flotar en dirección al altar. Allí empezaron a girar una detrás de otra, emitieron un destello enceguecedor que obligó a los allí reunidos a cubrirse los ojos.
Un temblor hizo que la tierra se sacudiera, en ese momento las esferas se dividieron hasta formar un total de doce, instante en el que un pilar de luz cayó desde los cielos.
La joven en el altar profirió un grito que en circunstancias normales habría desgarrado sus cuerdas vocales, pero esta vez no fue así, dado que ese cuerpo ya no le pertenecía.
Las facciones del rostro de esa muchacha empezaron a cambiar. Su piel se volvió más pálida y sus cabellos rubios en antaño, adquirieron un tono que alternaba entre el plateado y el azabache.
Luego de eso, el cráneo de una cabra apareció sobre su cabeza, adornándola como si de una corona se tratase, mientras sus ojos perdían todo rastro de humanidad, adquiriendo un tono amarillento en su totalidad.
—¡Señora Hécate! —dijo la mujer de túnicas roja—. Nuestra amada diosa.
—Mi estimada Euphrasia, ha pasado tanto tiempo —replicó la mujer elevando sus manos al tiempo que las doce esferas en el altar flotaban a su alrededor.
En ese momento la diosa empezó a mirar con atención a los que eran sus súbditos.
—¿Quién falta? —preguntó Hécate con tristeza.
—Nicomedes y Arkadios, cayeron luchando por usted —señaló Euphrasia cabizbaja.
—Es una horrible pena —dijo Hécate con pesar—. No los olvidaremos, nunca lo haremos.
—Los caballeros de Athena deben pagar por lo que han hecho —dijo Waramunt con rabia—. Con usted aquí tendremos mayores posibilidades de luchar contra ellos.
—En efecto, Waramunt, ustedes serán más fuertes —afirmó Hécate—, pero son mis niños y no quiero que sufran. Para eso es que tenemos estas doce esferas aquí.
—Eso quiere decir… —empezó a decir la mujer de túnica verdosa.
—Quiere decir, mi querida Gaiane, que ya sé cómo iniciar nuestra guerra contra Athena. ¿Ya Hades descendió a este mundo? —preguntó la diosa.
—Hades fue vencido hace seis años, señora mía —informó Euphrasia.
—Tanto mejor, entonces las fuerzas de Athena deben estar menguadas, es algo que vamos a aprovechar.
Al decir esas palabras, el piso sobre Hécate y sus sirvientes empezó a sacudirse, luego de eso, un enorme fragmento de tierra con forma discoidal se levantó del suelo alrededor del altar, llevando consigo a la diosa y aquellos que la adoraban.
El fragmento de tierra se desplazó a toda velocidad por el océano pacifico, recorriendo sin que aquellos sirvientes lo supieran, los antiguos vestigios del continente de Mu, lugar donde en el pasado los alquimistas dieron vida a las primeras armaduras del ejercito de Athena.
Al llegar a un punto concreto, justo por encima de la ubicación de la Isla Death Queen, aquel enorme fragmento de tierra se detuvo.
—¿Estamos en…? —empezó a decir Euphrasia.
—En un lugar de historia, mi hermosa niña, un lugar donde nuestros nuevos camaradas duermen —añadió Hécate dando respuesta a la pregunta que pensaba hacer su sirviente.
Al decir esas palabras, Hécate alzó sus manos al cielo. Un gran sismo sacudió la tierra y para sorpresa de todos menos la diosa, una gran porción de tierra empezó a emerger de lo profundo del océano. En ese momento las doce esferas que acompañaban a Hécate descendieron a toda velocidad, penetrando el suelo en distintas direcciones.
Segundos después, doce columnas de luz purpura emergieron del suelo, la sonrisa y satisfacción de Hécate se hicieron notorias cuando ella, dando tres pasos al frente y mirando lo que sucedía, empezó a hablar.
—Despierten ahora, traigan la ruina a la tierra una vez más, ustedes que fueron olvidadas y desterradas por sus contrapartes doradas —clamó Hécate—. Vengan a mí… Armaduras del zodiaco negro.
De lo más profundo de la isla emergieron doce cajas de pandora, estas contenían las armaduras que iban desde el signo de Aries hasta Piscis.
—Los doce caballeros negros… —murmuró Euphrasia—. Ellos lucharan de nuestra parte.
—La sangre pura reunida por ustedes alimentará las armaduras que tienen siglos dormidas, así las dotaremos de vida. De igual forma, las almas que habían apresado en las esferas obligaran a los dueños originales de esos ropajes oscuros a obedecernos, es así como los arrastraré del reino de los muertos —dijo Hécate girándose a ver a sus sirvientes con una sonrisa en su rostro—. Recuerden este día, mis niños, hoy inicia la guerra del zodiaco negro. Y sus primeras víctimas serán los caballeros de Athena.