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Los reinos de Etherias


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92 respuestas a este tema

#41 SagenTheIlusionist

SagenTheIlusionist

    Ocioso las 23:59 horas.

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Publicado 11 julio 2020 - 02:31

Buenas. Habiendo pasado ya diez días, pues publico otro capítulo como es lo acostumbrado.
 
Como acabo de iniciar ciclo ---virtual por la situación, pero ciclo al fin y al cabo---, quizás el avance de la escritura de Etherias se ralentice ligeramente, depende de la cantidad de tareas, exámenes, eso... Pero como aún es incios de ciclo veré como me las arreglo para seguir continuando paso a paso la historia.
Quizás a partir de agosto o setiembre vuelva a variar el ritmo de publicación, en forma bisemanal ahora. Por que si bien llevo algunos capítulos ya escritos, prefiero mantener un cierto margen por si no escribo alguna que otra semana. Por ahora y hasta nuevo aviso se mantienen los 10 días.
 
Lamento la parrafada, pero algún momento tendría que haberlo escrito :ninja:
 

No se si en esta historia Poseidón es tío de Atenea, pero en todo caso es interesante la manera en que se encuentran. Es incómoda y rara, lo que corresponde para dos tipos que se conocen, y al mismo tiempo no. Supongo que habrá un torneo, y habría que ver cómo se dan las cosas, y como luchan. Imagino que habrá Platas luchando, como el tal Agravain, que tiene el nombre del único de los cuatro hijitos de Lothus al que se le ocurrió trabajar para los malos en los mitos artúricos. Eso no augura nada bueno.
 
Un par de contradicciones, cuando Pose habla de que no confía en ella, e inmediatamente después dice "no es que no lo haga". Se entiende lo que hay detrás, pero faltó un "más bien", o "en realidad". También en que Atenea no haya visto nada interesante de la ciudad más que bosques, y recién después tanto ella como Pose recuerden el coliseo. A menos que no sea interesante tampoco, claro.
 
A ver qué cosas tienen los atlantes de interesantes, y de diferentes con los atenienses. Y si se viene esta suerte de torneo, espero que esté a la altura.

 
Efectivamente, en esta historia (al igual que en la mitología) Athena es hija de Zeus y, por ende, sobrina de Poseidón. Pero a pesar de ello, durante bastante tiempo han estado en conflicto. Mas esta reencarnación del dios de los mares es quizás menos conflictiva que el resto de sus antecesores con respecto a su sobrina, mostrándose abierta al diálogo con la diosa, pero apartándose un poco pues tantos años de rencores entre las deidades vuelven incómoda la situación.
 
El torneo, sí, espero que sea de su agrado... Platas luchando... Que graciosa frase Señor Felipe, todos sabemos que en SS esa es una categoría de relleno. Que apenas y hacen algo. Que un Santo de Plata haga algo es digno de elogio, casi tan extraño como una estrella fugaz a la que debes de pedirle un deseo. 
 
Con respecto a la primera contradicción, sí quizás se hubiera entendido mejor con alguno delos terminos que propone. O un diálogo que indique un cierto pensamiento intermedio y no mostrarlo tan instantaneamente como si sufriera bipolaridad como el tal Sumo Pontífice de Mito.
Con respecto a la segunda, habiendo releído ese fragmento en cuestión, quizás podría haber aclarado un "Athena no recordaba haber visto ningún coliseo de camino allí". Pues Poseidón conoce como la palma de su mano su ciudad Neptuno, mas no sabe si Athena miro de un lado a otro, en todo el recorrido, desde su carroza. Quien sabe si la regente de Atmetis justo en ese instante se dio una siestita de un par de minutos y se le pasó por alto.
Como siempre, hago un mea culpa por no haber visto las dos situaciones que me señala. 
 
Muchísimas gracias por leer el capítulo, Señor Felipe y gracias por el comentario. Aún le voy debiendo varias semanas un comentario en su fanfic, quizás este finde me ponga a terminar sus Doce Casas.
 
 

Una nota antes del capítulo: Como Camus era maestro de Isaak, me vi forzado a cambiarle la temática de técnicas al General mostrado a continuación. Y no será el único para mala suerte mía ¬¬.

 

 


 Capítulo 10. El primer encuentro: Kraken

 

 

11:00 horas (Po), 31 del Tercer Mes — Año 3015 E.O.

 

          Siete días habían transcurrido en los que habían tenido que dormir en un espacio tan angosto, como lo era el carruaje, que era incluso comprensible que ninguno de ellos quisiese levantarse aquella mañana. Las mullidas camas y almohadas eran tan suavecitas que incluso entre sueños algunos se habían peleado por ellas. Los lechos habían quedado como un completo desastre, ya que los habían dejado sin las sábanas que en un inicio habían cubierto con varias capas el blanquecino colchón. Cuando Aruf y Kyouka se encargaron de despertar a sus compañeros, les dieron una reprimenda que incluso a Athena misma hubiera asustado, pese a que ellos también cometieron las mismas acciones que les reprocharon.
 

          —En verdad esto es un desastre. Franz, explícame cómo pasó esto en tan solo una noche —criticó Rhaenys, su inseparable compañera de entrenamientos. 
          —Por los mil espectros, Rhaenys. ¿Podrías solo ayudarme a acomodar esto antes de que nuestra maestra Nadeko venga? —pese a mantener el ceño fruncido, seguía doblando con tranquilidad la sábana en mitades una y otra vez, sin darse cuenta de que había olvidado dentro su preciada lira.
          —¿Y quién fue el que me pidió ayuda en primer lugar? —Respondió la Santa de Dragón mientras colocaba bien las almohadas dentro de las fundas—. ¿Y dónde está nuestro amiguito Kadoc? Se supone que debería estar ayudándonos, es su habitación después de todo.
          —El osezno se levantó temprano y me dejó a cargo de todo este espacio. Me mencionó que debía ir de compras ya que necesitaba ver ciertos medicamentos que el señor Parsath le había encargado —contestó el Santo de Lira, mientras desenvolvía las sábanas y retiraba de allí su amado instrumento, recién dándose cuenta de su torpeza.
          —Ese desagradecido… Me pregunto, ¿qué tanto le costaba venir a Ophelia? Siendo también alumna del Santo de Tauro hubiera cumplido una mejor labor que Kadoc. Tu y yo, y todos en realidad, sabemos que se fue a ligar con más de una chica que se encuentre por la calle —comentó ofuscada la Santa de Bronce.
          —Déjalo, no tiene nada de malo ir de galán fallido explorando la capital. Piensa que, si sale mal todo, el que conozca la ciudad nos dará una ventaja.
          —Es cierto, pero… —hizo una pausa para pensar mejor sus palabras—. Pero eso no quita que ese perezoso no esté deambulando mientras nosotros hacemos todo el trabajo sucio. Es solo un egocéntrico que no sabe más que sonreír a cualquier cara bonita que se le plante en frente.
 

          Pasos se escucharon en el pasillo —no tan pesados, eso les indicó que se trataba de una mujer—. «Rayos, es la maestra Nadeko», pensaron al mismo tiempo los dos Santos en cuanto las oyeron. Se apresuraron y acomodaron todo lo que no hicieron en quince minutos en tan solo diez segundos, dándose incluso el lujo de quedarse estáticos unos instantes frente a la puerta, como rígidos soldados, tratando de disimular que todo estaba yendo en orden. Ellos conocían bien la furia que podía despertarse en su apacible maestra, por ello trataban de hacer todo lo que ella ordenase por más ridículo que les pareciese con tal de no incentivar a su monstruo interior.
 

          —A ver, a ver… —dijo la Santa de Escorpio mientras abría la puerta de forma intempestiva. Analizando de forma rápida la habitación terminó de plantar su mirada en los dos Santos frente a ella—. Oigan, que Nadeko sigue en sus cosas, pueden tranquilizarse un poco. Aunque, ya que ordenaron, será mejor que vayan a la recepción y nos esperen.
          —A sus órdenes señorita Kyouka —respondieron ambos al unísono.
 

          Al llegar ambos a la entrada del hospedaje se encontraron con la sorpresa de verse cara a cara con las mismísimas diosas, en especial con Athena. Estos hicieron una reverencia para demostrar su respeto, pero lo único que consiguieron fue sonrojar a la pequeña Ariadne ante la vista de todo el mundo. No mediaron palabra alguna más hasta estar todos presentes, algo que tardó casi un cuarto de hora entre que volviese de su paseo matutino Kadoc de Osa Mayor y que los Santos Dorados deliberasen en una habitación acerca del trato que Ariadne había logrado con el dios Poseidón.
          Faltando diez minutos para el mediodía se apareció ante todos Nessa de Dragón Marino, a quien todos conocían como la guerrera atlante capaz de destruir sus sueños y, quizás, uno que otro hueso. Ella los condujo por la avenida principal, desierta hasta el punto de la extrañeza, en dirección al centro de la ciudad, al Coliseo. Athena estaba justo su lado, sintiéndose tan a gusto ella como con cualquiera de sus Santos. En las puertas exteriores del recinto con una sonrisa los recibió Poseidón junto a su séquito de Generales y, aprovechándose de su caballerosidad, le dio un beso en el dorso de la mano a la diosa del reino vecino.   
          Entraron al Coliseo por la puerta grande, con los vítores atlantes que apoyaban, en principio, a los todopoderosos y magnificentes Generales Marinos que día a día luchaban por ellos. Los provenientes del reino de Atmetis no recibieron abucheo alguno pese a que seguían siendo reinos rivales. Y, quizás, dentro del público incluso había algún espécimen extraño que los apoyase a ellos, ya sea como parte de una broma o ya sea en serio, los atmetienses lo agradecían en silencio pues en ello podían imaginar a sus seres cercanos y habitantes conocidos que les ofrecían a ellos hasta su último aliento con tal de verlos vencer en combate.
 

          —Habitantes del próspero reino de Atlantis muchas gracias por venir —exclamó Poseidón alzando los brazos al cielo—. El día de hoy es un momento histórico. Tras años de conflictos, siglos de guerras, hoy por fin les presento ante vosotros a la mismísima diosa Athena, deidad regente de nuestro vecino Atmetis —proclamó, señalándola en cuanto la mencionó—. En el transcurso de estos tres días contemplarán cinco combates en los cuales se decidirá nuestra posición con respecto a ellos. Espero que los guerreros que pisen este suelo combatan con todo de sí y que permitan darles a ustedes un espectáculo que se grabará en sus retinas y en la de vuestros descendientes. ¡Aliado o enemigo, que la Madre Gaia sea la que decida! ¡Que dé comienzo a esta lucha del destino!  
 

* * *

 

11:50 horas (Po), 31 del Tercer Mes— Año 3015 E.O.

 

          En extremos opuestos del campo de batalla estaban ubicadas dos especies de terrazas en las cuales se podía observar con total tranquilidad los combates. En ambos lugares se habían construido tronos de mármol blanquecino donde los dioses deberían decidir a cuál de sus subordinados enviar en su defensa, como si estuviesen moviendo piezas en un gigantesco juego de ajedrez.
 

          —Nuestro primer oponente será el General de Kraken, Fionn —dijo de pronto Athena, sorprendiendo a quienes le acompañaban.
          —Diosa Athena, ¿cómo lo sabe usted? —Preguntó sorprendida Sylene, alumna de la Santa Dorada Kyouka, olvidando las formalidades con las que debían actuar siempre.
          —Me lo dijo una fuente de confianza —respondió ella con una pequeña carcajada que los dejó confundidos—. Ahora bien, ¿a quién debo legarle la responsabilidad de combatir contra él?
          —Las películas siempre muestran que los primeros oponentes son un poco menos fuertes que los siguientes, así que podría usar ese comodín diosa Ariadne —comentó Aruf sin darse cuenta de que había llamado por su nombre a su reina estando presentes Santos que consideraban ello un pecado—. Envíe a una dupla para el primer combate.
          —No sé, Aruf... ¿Qué dice nuestra Patriarca? —Preguntó la diosa de la sabiduría esperanzada en que ella opinase algo.
          —Quiero enviar a mis alumnos a combate. Quisiera probar qué tanto han aprendido estos años —pensó ella en voz alta.
          —Es una idea excelente Nadeko, hagámoslo. Rhaenys, Franz, ¿creen que podrán traernos la victoria? —preguntó Athena dándose la vuelta y observándoles. A ellos no les quedó más opción que asentir.
          —Espera, ¿eso lo dije o lo pensé? —Preguntó Nadeko, volviendo a la realidad y dándose cuenta de su despiste—. Diosa Athena, por favor reconsidérelo. No estaba pensando bien, yo…
          —Valoro tu instinto Nadeko, es por ello que seguiremos con tu idea. Aruf quizás tenga razón: no puedo permitirles a ustedes combatir ahora. Y, si tengo que elegir a un par, ¿qué mejor que aquellos dos Santos que han entrenado juntos desde siempre?
 

          «Por la Madre Gaia, lo he arruinado todo», pensó la aún Santa de Aries mientras cruzaba los dedos, como haciendo un hechizo mágico que les concediese la victoria a toda costa. Sus alumnos cruzaron la salida tras ellos, dándose prisa por llegar a la arena. Bajaron un par de segmentos de escaleras hasta llegar a un largo pasillo recto, donde la luz del sol alumbraba el final de su camino.
 

          —Solo no nos entrometamos en el camino del otro —dijo la Santa de Dragón al colocarse su armadura.
          —Debemos cooperar, Rhaenys. Escucha, tengo un plan. Mientras tú…
          —Ni siquiera sabemos si eso funcionará, no conocemos nada sobre nuestro rival, Franz —comentó ella, tratando de parar la explicación de su compañero—. Hagamos lo de siempre.
 

          Entraron en el campo de batalla al mismo tiempo que lo hacía su oponente Fionn de Kraken. Sorpresivo era para ambos que desde todas las tribunas empezaron a vitorear y abuchear en misma medida al General. Al Kraken nada de esto le sorprendía pues algunas veces en el pasado ya había sido recriminado por crímenes que no había cometido y suponía, entre sus pensamientos, que era otro actuar normal en la gente espectadora. Levantó su brazo derecho como si fuera el vencedor y todos los gritos, tanto positivos como negativos, elevaron su intensidad.
          El muchacho de cabellos negros, no era el más alto de entre los suyos, pero aun así su cosmos era lo que más hablaba de él. Desde el primer instante en que se vieron no escatimó en esconder siquiera lo más mínimo de su poder, rodeándose de una anaranjada aura solo visible por aquellos que podían manejar a voluntad el poder interior de cada uno. El rey atlante debía dar la orden para comenzar a pelear, pues eran sus territorios y él era juez y verdugo allí, a pesar de ello Fionn se anticipó y demostró el porqué era un General Marino.
 

          —¡Que dé comienzo al combate! —Se escuchó proclamar a Poseidón desde su tribuna, y resonó a través de los altavoces dispersos por todo el Coliseo.
 

          En el rostro del Marino sus ojos se encendieron y una sonrisa blanca y deslumbrante se mostró ante los dos Santos. Dio un golpe fuerte contra el suelo, remarcando grietas en él. No lo había hecho por presumido, era parte de su estrategia según se había confiado. El sonoro puñetazo no solo había servido para formar varias deformidades en el suelo del campo de batalla, sino que tras unos cuantos segundos varias decenas de tentáculos grisáceos aparecieron en torno a él, rodeando por completo a los extranjeros.
 

          —Sientan el temor —exclamó el General mientras manipulaba varios tentáculos como si fuese él un director de orquesta—. En menos de cinco minutos mi Calamidad de Ventosas los acabarán. ¡Considérense perdidos, siervos de Athena!
 

          El destellar de un cosmos verde, invisible para muchos, hizo voltear la vista a quienes sí podrían presenciarla. Rodeada de pies a cabeza por un aura única, ella iba de un lado a otro golpeando una y otra vez cada tentáculo para así destruirlo. Rhaenys empleaba el Vuelo del Dragón —un golpe con el puño, acompañado de un gran impulso que le dotaba de poder destructivo— cada cierto momento para no desperdiciar tanta energía, pero aun así su trabajo resultaba complicado de realizar, teniendo que esquivar ya sea saltando o dando volteretas hacia el costado. La Santa de Bronce no lo sabía con certeza, pero en sus pensamientos podía gestarse la idea de que, si alguna de las ventosas la atrapaba, ella sería derrotada.
          Se había separado de su compañera al inicio del combate, pero eso no implicaba haberse mantenido como un cobarde, escondiéndose de su oponente. Siempre prefería trabajar solo para no molestar a nadie, mucho menos a sí mismo. Al tener diferentes acordes en los que pensar, le resultaba una tarea más complicada de ejecutar. Con sus dedos, ya diestros en el arte de los instrumentos de cuerda, iba danzando desde la cuerda Do hasta la Si, pasando antes por el Mi, con tal de ejecutar una melodía que envuelva a su oponente y no a su aliada.
 

          —Esta sinfonía no solo hará que tus destrezas bajen, sino que… —explicó Franz a toda voz, dándose los aires de ímpetu.
          —¡Que te calles, idiota! —Le gritó su compañera de equipo desde el otro lado de la arena—. No expliques tus técnicas, recuerda que esto no acaba hasta que el enemigo esté inconsciente en el suelo.
 

          Las cuerdas de su lira crearon duplicados de cada una, ahora habiendo catorce de ellas unidas al instrumento en su base metálica inferior —Franz acostumbraba nombrarlas añadiendo el “Menor” al nombre de la cuerda a la que pertenecieron en un inicio—. Los hilos adicionales se movían en torno al cosmos plateado del Santo de Lira, cortando más de un tentáculo en pos de proteger a su amo. Mientras ideaba un plan rápido, mandó a cada una de las Menores a que le rodeasen y le mantuvieran lejos del exterior, formando una barrera inexpugnable con el incesante movimiento de las afiladas Menores.
          Casi no había hecho nada desde que había comenzado el combate, por lo cual Fionn decidió dar una pequeña caminata mientras seguía moviendo sus dedos según se le apetecía. Sin desearlo así, se acercó demasiado a Rhaenys y esta sin siquiera dudarlo concentró su cosmos en su puño izquierdo, elevándolo hasta el infinito. Avanzó casi agachada, a una velocidad mayor al promedio, tratando de que el poco campo de visión de ambos fuera una distracción perfecta para asestarle la técnica por sorpresa, pero, al estirar su brazo con fuerza tratando de golpear el mentón del General Marino, este hizo retroceder su mitad superior lo suficiente para no ser alcanzado. Apoyándose sobre su pierna izquierda, Fionn hizo un pequeño juego con sus extremidades pues, al terminar de dar un giro completo, cambió su punto de equilibrio a la pierna derecha y usó la otra para dar una potente patada que provocó que el cuerpo de Rhaenys se estampara contra el muro límite de la arena, destruyéndose un poco ante el impacto.
 

          —¿Es este el poder de los Santos de Athena? —Cuestionó el perteneciente a la élite de los atlantes—. ¡Simple patetismo, un espectáculo deplorable! ¡Más combate me ofrecen los acorazados enviados por Hefesto!
 

          «Me falta acabar con el otro», pensó en ese momento.
 

          Entre la jungla de gigantescos tentáculos que se movían sin parar de un lado a otro, las Menores comenzaron a desplazarse por un sitio diferente cada una. Ninguna seguía una ruta en particular, pero seguían a una misma presa: Fionn. Al atraparle le rodearon primero las piernas, como si fuesen serpientes, y, al tirar de las cuerdas, el General cayó de espalda al suelo. Había sido tomado por sorpresa, y caído en la trampa más básica, pero aun así el Kraken rio. Las Menores siguieron en su avance, desplazándose zigzagueantes sobre el cuerpo de su oponente, cada vez apretándole más, e incluso provocándole cortes superficiales en las partes que no protegía la Escama.
          La melodía que entonaba el hasta ahora inmóvil Santo de Lira cambió del violento conjuro que haría perder parte de su poder al General a una tonada melancólica en la cual lo único que podía verse reflejada era la tristeza que causaba el final de una vida. El Acorde Final continuaba provocándole cortes a su oponente mientras este incluso soltaba alguna lagrimilla, no por el dolor, sino por la risa que todo le causaba.
 

          —Debo reconocértelo, tu ataque ha logrado dañarme siquiera un poco. Es mucho más de lo que me hubiese esperado de ustedes, debo decir —dijo Fionn tras escupir en el suelo un amasijo de saliva y sangre, proveniente de un par de heridas internas—. Pero no es suficiente.
 

          Consiguió sentarse con tranquilidad pese a estar atrapado entre las Menores y su constante restricción del movimiento. No estaba en perfectas condiciones, eso hace tiempo que había pasado al olvido. Su confianza en sí mismo seguía en vilo, ya que aún no se había visto forzado a usar su as bajo la manga, por el cual muchos en el reino de Lemnos —gobernado por el dios de la forja— deberían estar en ese momento repitiendo su nombre hasta el cansancio. El Kraken gobernaba sobre los mares de Etherias, o al menos lo hacía en el que se interponía entre su rey Poseidón y Hefesto. Estaba un poco cegado por sí mismo, pero no lo suficiente como para no notar al enemigo a sus espaldas.
          Pensando que ya había acabado con ella, la descuidó y eso había sido en parte su error. Mientras se enfrentaba a las cuerdas del Santo de Plata, ella había ido reuniendo poco a poco su cosmos en sus brazos izquierdo y derecho en proporciones iguales. Su voluntad estaba firme, tratando de desearle la victoria a Athena con un último golpe, pues estaba herida y no sabía a certeza si podría levantarse tras usar su técnica definitiva, los Cien Dragones. Ahora que era presa de las Menores era su única oportunidad, así que extendió ambos brazos en dirección a Fionn, creando en el espacio entre ellos un vórtice de energía el cual creo un centenar de dragones verdes que se dirigieron hacia su adversario, destruyendo todo lo que se interpusiese a ellos.
          El golpe lo recibió de lleno, usando todo de sí para poner sus brazos frente a él, pese a la restricción, y frenar siquiera un poco la potencia de aquella técnica. Los brazales y las piernas de la Escama suya se resquebrajaron demasiado, no rompiéndose en el acto, pero sí dejándolas por completo inutilizadas de cumplir su función única de protegerle. Sintió que ahora eran un peso muerto y por ello, decidió quitárselas de encima. Con las manos ahora desnudas cogió las afiladas cuerdas y tiró de ellas, sin importarle siquiera si pudiese cortarse con ellas. Antes de que Franz se diese cuenta, él estaba ya cara a cara con el General Marino.
 

          Destructor de Navíos —pronunció Fionn mientras preparaba su puño derecho para lanzarle el golpe al Santo de Plata que se acercaba a toda velocidad y no por voluntad propia.
 

          Sabía lo que él había dicho en voz alta, pero no iba a retractarse. Así era como llamaba a su arma secreta en la lucha contra las invenciones del rey de Lemnos, pero era una completa mentira el que lo usaría allí por tres simples motivos. El primero, porque había mucha gente allí presente y no era un espectáculo, era una técnica devastadora que podía desaparecer barcos —y quizás el Coliseo entero— en un abrir y cerrar de ojos. El segundo porque no planeaba eliminar por completo a sus oponentes, de hacerlo moriría a manos de la Santa esa de nombre Nadeko que le veía con desprecio puro desde su tribuna. Y tercero, porque no podía: sus heridas, aunque habían sido tontas, habían hecho un pacto común para agravar la situación.
          Con el golpe imbuido en cosmos que le dio al Santo de Lira pudo lograr destrozarle la hombrera e incluso impulsarlo y lanzarlo contra su compañera que apenas podía mantenerse en pie tras haber gastado tanta energía en esa técnica de dragones. Franz cayó sobre Rhaenys, quedando apilados el uno sobre el otro y, de forma inexplicable para el propio atlante, Fionn sintió su cuerpo un poco más ligero desde entonces. Al quedar el Santo de Lira inconsciente, los efectos que habían causado esa primera melodía sobre su cuerpo estaban desapareciendo. El Kraken se acercó a ellos, ahora tendidos en el suelo de la arena, cubiertos por un velo de polvo.
 

          —Me han sorprendido, si me hubiera tardado siquiera un segundo más en recibir tu ataque, dragoncita, quizás habría perdido este combate —dijo él mientras los llevaba consigo, con ambos cuerpos inmóviles por el cansancio sobre las hombreras de su Escama.
 

          Al desaparecer la polvareda y el bosque de tentáculos creado por el General Marino —aunque todos aquellos que habían entrenado su vista lo habían observado todo—, los ciudadanos de Neptuno volvieron a aplaudir y ovacionar con más motivación al ganador del encuentro. Fionn alzó el brazo victorioso y sonrió al ver en dirección a donde estaba su rey Poseidón. Quería celebrar lo más rápido posible el resultado, pero antes había algo que tenía que hacer. Llevó consigo a los Santos todo el camino hasta donde se encontraba Athena y los dejó con sus demás compañeros.
 

          En cuanto estuvo lejos de la vista de cualquier Santo, cayó desplomado sobre una de las paredes del largo y oscuro corredor por donde se entraba y salía de los combates. No podía caminar ni un centímetro más, ya había agotado hasta sus últimas fuerzas en ese acto casi desinteresado por aquellos dos extranjeros. La voz de su dios fue escuchada por todos lados dando un anuncio.
 

          —El ganador del combate ha sido el General Marino Fionn de Kraken —se le oyó proclamar a través de los altavoces—. Atlantes míos, continuaremos con la segunda contienda del día de hoy al marcarse en las manecillas del reloj las tres de la tarde. Aliméntense y regocíjense, glorificando la victoria de nuestro Kraken el día de hoy.


Si deseas leer un fanfic, puedes echarle un vistazo a mi historia, se agradecería:

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                              "Los Reinos de Etherias"      Ya disponible hasta el Cap. 34

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Publicado 21 julio 2020 - 20:15

Capítulo 11. La barrera del Hipocampo

 

 

15:00 horas (Po), 31 del Tercer Mes — Año 3015 E.O.

 

          Con el resonar de las campanadas, llegaron las tres de la tarde a tierras atlantes. Todos ya habían vuelto a sus lugares, antes de incluso faltar cinco minutos para la hora indicada por su rey Poseidón. Con miradas expectantes el público observaba de un lado a otro del Coliseo esperando que la nueva contienda comenzase. Muchos de ellos conocían del poder y las hazañas que se prodigaban acerca de los Marinos, pero nunca antes los habían visto en acción y era normal que, tras una pequeña probada, les fascinase ver las peleas entre caballeros, aunque solo pudiesen apreciar cómo se desgarraban los suelos y se destrozaban las armaduras.
          En las tribunas donde Athena y los suyos aguardaban, ellos discutían sobre lo que debían hacer a continuación. Durante el entretiempo ellos no dijeron palabra alguna sobre su derrota en la primera ronda, tenían cosas más importantes qué hacer. La Patriarca acompañó a sus estudiantes a la enfermería a donde les condujo la Dragón Marino y ahí ella esperó todo el tiempo necesario hasta que se recuperasen. Por su parte, Kadoc también les evaluaba para comprobar que las lesiones de Lira y Dragón no fueran tan severas como parecían desde un primer momento.
          A último momento, junto con las campanadas, la Santa de Aries se hizo presente ante la diosa, haciendo una reverencia disculpándose por su tardanza. Hasta último momento Kadoc de Osa Mayor le había insistido el que fuese él solo quien se quedase en resguardo de sus compañeros. Casi empujándole él tuvo la osadía de expulsar a la Patriarca de la enfermería, diciéndole que no debía quedarse allí, que ella debía estar al lado de Athena en todo momento, dada su posición como Patriarca. Ella lo comprendía a la perfección, pero aun así seguían preocupándole sus alumnos.
 

          —Entonces, ¿a quién designamos para este combate? —Preguntó ella llevándose la mano al mentón, pensando en qué sería buena elección.
          —Nadeko, ya escogimos a nuestro representante —interrumpió Kyouka, quien se encontraba sentada sobre el suelo, apoyada en uno de los costados del trono donde se sentaba su diosa.
          —¿En serio? Entonces no me necesi… —comentó ella, viendo de lado a lado para descubrir quién de ellos era su peleador.
          —Patriarca, le recomiendo mantenerse callada —dijo Miare con el tono molesto de siempre, evitando decir alguna grosería como en sus tratos habituales con Nadeko. No se había acostumbrado del todo a su nuevo cargo—. Hemos estado aquí esperándole mucho tiempo, aunque es responsabilidad suya velar por todos en Atmetis, tus alumnos incluidos, Athena es nuestra prioridad. Eso deberías haberlo aprendido de nuestro maestro Haloid.
          —Está bien Miare, gracias por el consejo. Creo —añadió ella mientras seguía pensando en quién faltaba frente a sus ojos.
          —Ya que subestimamos al Kraken, nos aseguraremos una victoria —comentó Kyouka viendo hacia el escenario.
          —Espera… ¿Han mandado a Aruf al combate? —Preguntó ella casi dando un grito en cuanto se dio cuenta—. Aruf no ha tenido demasiada oportunidad de demostrar sus habilidades en combate. No sé qué tan buena idea ha sido mandarlo ahora.
          —Hubiera sido gracioso que viniese mi hermanito en lugar del león… —Pensó en voz alta la Santa de Escorpio—. Así hubiéramos venido Los Tres de Aquos. Confío en que el león hará un buen trabajo, después de todo, él es el principal encargado de la región de Ignar.
          —En eso tienes razón, pero olvidas los motivos Kyouka. Él lo es porque a Berud no le interesa comandar, y yo además no podía por mi labor en Minerva. Su sangre ardiente y la valentía heredada de las estrellas que le protegen fueron lo que le concedieron aquel cargo —comentó la Santa de Aries—. Aun así, no puedo afirmar con certeza que su valentía se corresponda con su fuerza.
          —Ya deja de preocuparte en vano, mi querida Nadeko —dijo la diosa Pallas, quien se había sentado al borde de la plataforma, jugando a mover sus piernas a varios metros del suelo más cercano—. Incluso si pierde lo único que debemos hacer es ganar los tres combates que restan.
          —Ten un poco más de confianza en  Aruf, Nadeko —Nike estaba al lado de su hermana de misma edad, imitándole los actos cual niña pequeña. Aunque ella sí tenía más temor de caerse de ahí y morir que Pallas—. Confío en que él ganará.
          —¿Ya lo ves Nadeko? —Preguntó Pallas dirigiéndole la mirada—. La mismísima diosa de la victoria nos ha dado su bendición. Y si Aruf no gana es sencillo, combatimos Kyouka, Miare y yo. No hay nada que impida luchar a una diosa de la guerra como yo —presumió la diosa de dorados cabellos, aunque sabía a la perfección que ella no iba a pelear mientras permaneciese en Atlantis.
 

          La bulla acrecentaba en los alrededores, donde se encontraban las tribunas de los espectadores. Era ensordecedor como alborotaban, pero eso también era indicio de que el General Marino ya había cruzado el umbral y se había mostrado. Solo había vítores para el joven Hipocampo, quien no parecía superar los veinticinco años, pero aun así se había ganado el cariño de los ciudadanos atlantes. Al otro lado de la arena, por la puerta grande, entraba el Santo Dorado con su reluciente armadura puesta de pies a cabeza, mostrando alrededor de su rostro la ardiente melena áurea del león, cortesía del casco de su constelación.
          Si al dúo de Santos que le precedieron le habían concedido ovaciones unos cuantos graciosos, el Santo de Leo consiguió aún menos que eso. Esas facciones que denotaban una constante emoción y alegría también eran reflejo de su juventud y de aquello que los atlantes veían en él: inexperiencia. La audiencia no se hacía problemas en murmurar en voz alta sutilezas carentes de tacto como “este combate está servido para Gareth. Pobre, lo va a destrozar”. Mientras caminaba hasta el centro del Coliseo, volteó un poco su cabeza para observar a sus compañeros. Ellos no hacían ese mismo desorden característico, esperaban tranquilos viendo con atención cada uno de sus actos. Antes de volver la mirada al frente, pudo observar cómo la pequeña Ariadne, regalándole una sonrisa, movió su cabeza asintiendo. El Santo Dorado se dio media vuelta y, sorprendiendo a los atlantes, se inclinó en dirección a su diosa y le dedicó su victoria, creando en el rostro de ella una alegría aún más pura, si es que se podía.
 

          —Veo que eres devoto a tu diosa, me has sorprendido Aruf —el General hizo el comentario apenas el León Dorado llegó frente a él—. Si me lo permites también haré público mi devoción por mi rey Poseidón.
          —Adelante —dijo el Santo Dorado haciendo un ademán con la mano y manteniendo una sonrisa amistosa en el rostro.
 

          Repitió las acciones del Santo Dorado, pero quitándose él el casco de su Escama protectora, ya que le cubría demasiado el rostro y podría ser considerado incluso una ofensa hacia el rey al que le debía todo. Lo mantuvo por un momento entre sus brazos mientras rendía su venia al dios atlante, mostrando a todos su alborotado cabello marrón, aunque tendía más a mostrarse un poco pelirrojo con los rayos del sol alumbrándolo. Antes de quedarse frente a frente con su oponente, el Hipocampo colocó sobre su cabeza el casco anaranjado que poseía pequeñas aletas en su parte posterior, quizás semejándose a las crines de un equino terrestre.
 

          —¡Que dé comienzo al combate! —Exclamó Poseidón mientras alzaba el tridente con ímpetu, alegrando aún más a la gente asistente.
 

          El Santo de Leo fue el primero en atacar. Tomó impulso y se abalanzó sobre su oponente, con el puño derecho en posición para darle un golpe que destruiría la hombrera dorada izquierda. Por apenas unos centímetros, el General Marino logró esquivar todo el impacto de aquel puñetazo potenciado por poderoso cosmos. A pesar de ello, parte de la armadura sufrió los daños, dejando al descubierto el hombro de Gareth.
 

          —Discúlpame por haberte subestimado —soltó el Hipocampo tras sentir con su mano la pérdida de aquella pieza de su Escama—. No pensé que fueras tan veloz. Descuida, no se va a volver a repetir.
 

          El León Dorado no respondió. Sus sentimientos seguían involucrados de lleno en la batalla, no permitiéndole reaccionar a lo que el Marino le había dicho. Sus miradas seguían fijas en el Hipocampo como un león contemplando la presa a la que va a dar caza. Su anterior movimiento no había fallado, ese ataque había sido perfecto y había cumplido con su objetivo que era dañar ya sea a él o a su armadura. Con convencimiento, Aruf se abalanzó una vez más contra su oponente, repitiendo la misma jugada que la ocasión anterior. Salvo que sin explicación su puño no alcanzó nada, quedó detenido en el aire.
          El Santo Dorado era veloz, como ningún otro, pero también Gareth lo era. En solo un instante, el atlante logró mover las palmas de sus manos frente a Aruf, creando delante de sí una barrera invisible que detuvo el puño del León el tiempo suficiente para que su cosmos se acumulara en su puño izquierdo y, estando su oponente aún atónito, contratacó dándole un golpe en el vientre desprotegido gracias a la postura ofensiva que mantenía su rival. Leo pudo aguantar bien el impacto gracias a las múltiples reparaciones y cuidados que había tenido a lo largo de la historia, pero aquella fuerza hizo parecer que la armadura no existía. Aruf sintió el dolor como si no hubiese llevado a su preciado amigo encima y ese descuido podría haberle costado el combate.
 

          —Eres bueno —dijo el Santo de Athena, elogiando al General—. Repetiré tus mismas palabras: No volveré a cometer este fallo.
          —¿Sorprendido por mi Barrera de Aire? Es una de las mejores defensas entre las Marinas —comentó con cierto dejo de orgullo.
 

          Parecía que no hubiese sido dañado en lo absoluto, pues Aruf continuaba con una sonrisa en el rostro. Podía mentir con su cara, pero no con su cuerpo. Por unos cuantos segundos se llevó la mano izquierda sobre el vientre, tratando de calmar el dolor por arte de magia. En cuanto se dio cuenta de que podía hacerlo ver como alguien débil, volvió en sí y se colocó en posición para combatir. Ahora que el mago había develado el nombre de su as bajo la manga, podía tener una ligera ventaja inesperada. Solo debía aguantar otro golpe más.
          Por una tercera vez volvió a arremeter contra el General Marino, esta vez no iba a concentrar la totalidad de su energía en sus puños, sino solo la mayor parte. En voz baja el Santo pidió a Leo que recibiese el golpe, le bañó en su cosmos dorado como compensación. Al chocar el golpe con el muro invisible que se interponía entre su objetivo, pudo observar que tras unos contables cinco segundos este se desvanecía, justo un instante después de que el cosmos abandonase sus puños. Ante sus ojos su camino hacia la victoria se había formado.
 

          —La barrera dura cinco segundos, ¿cierto? —Preguntó el General Marino mientras concentraba cosmos—. Hace tiempo que dejé de contarlos y me habitué a corresponder ese tiempo a otras cosas. Como esta.
 

          El Hipocampo llevó sus brazos hacia atrás y, en un violento movimiento, los impulsó hacia adelante formándose entre ambos un gigantesco vórtice de vientos a los que él bautizó con el nombre de Brisa del Emperador. La corriente huracanada se concentró en el oponente y lo levantó por los aires hasta por encima del Coliseo. Cuando Aruf cayó, pudo levantarse y acto seguido se limpió el polvo que había impregnado su rostro de suciedad. Su mejilla sangrante desprendía un manojo de hilos rojizos que caían sobre el peto de Leo. Agradeció a su armadura por haberle protegido de, quizás, un golpe que hubiese sido fatal para ambos.
 

          —Te daré una pequeña pista, me has dado lástima. Ya que lograste sobrevivir a mi técnica, te concederé ese mérito. —dijo el Hipocampo—. La barrera no es lo que dura cinco segundos, ese es solo su vestigio. Mi verdadera barrera dura hasta cuando yo lo desee. Ríndete de una vez si no deseas continuar con este combate unilateral.
 

          La respiración de Aruf se tornaba poco a poco más agitada. Sin lugar a dudas, si se tratase de una guerra sin cuartel ya hubiese muerto por su completa imprudencia. Pero sus pensamientos eran más veloces aún que sus puños, e ideó una estrategia que probaría por primera vez en su vida. Era arriesgado, y él lo sabía, pero aun así no podía permitirse fallar ante la diosa que siempre se había mostrado como un ser puro y bondadoso. Este combate le había sido confiado a él y cumpliría la voluntad de Athena hasta desfallecer.
 

          —Está bien —exclamó el Santo de Leo—. La cuarta es la vencida.
          —Tonto, la frase es a la tercera —replicó el General sin saber bien cómo debería pensar a continuación. Habían sido un par de errores bastante tontos: eso y el continuar combatiendo contra él—. Deberías haber tirado la toalla cuando aún podías mantenerte en pie, ahora es tarde.
 

          Los ojos de Gareth se habían plantado en su adversario y le estudió como hizo las anteriores veces. Observó cómo había hecho concentrar su cosmos en ambos puños y por ello consideró volver a usar su movimiento infalible. Incluso si miles de golpes azotaran la Barrera de Aire, esta no se movería ni un centímetro. Una defensa férrea atraparía todos los golpes del León, es por eso que al realizar su movimiento de palmas habitual por primera vez se mantuvo firme y dejó delante suyo sus palmas. Su dibujada sonrisa burlona se reía del vano esfuerzo del Santo Dorado que había estirado su puño derecho hacia adelante, queriéndole golpear como si de un superhéroe de historieta se tratase.
 

          —¡Rugido del Rey! —Gritó el Santo de Leo a los cuatro vientos, dejando al Hipocampo con los ojos abiertos como platos.
 

          Había hecho una finta ante los agudos sentidos del Marino, y cambió de mano al instante. Su puño izquierdo lo dirigió hacia los cielos y elevó su cosmos aún más que antes. Ambos bandos pudieron observar como el aura dorada que le rodeaba empezaba a dibujar un gigantesco león en los cielos, con la cabeza bien en alto y dando un potente rugido que había provocado que su oponente doblegara las rodillas, pero a pesar de ello mantuvo las manos puestas para no desvanecer nunca la barrera de la que se jactaba siempre. La gravedad había aumentado su intensidad y no le dejaba moverse a voluntad a Gareth. Sus brazos, sus piernas, todo se sentía más pesado y lento que antes.
 

          —Cuando el rey habla, los súbditos se callan y doblegan —continuó hablando el Santo de Leo, ahora viendo al Hipocampo casi postrándose ante él—. Si no podía detenerte por el frente, te atacaré desde arriba, y si persistes…
 

          Su puño derecho, que antes había servido para el engaño, aún continuaba bañado en cosmos. Una energía aún más fuerte que en su siniestra. Casi podía decirse que al arrodillarse él se colocó a la misma altura que su oponente. Pero Aruf no era afectado por su propia técnica, porque allí él era el rey que mandaba por sobre todas las cosas. Golpeó con su diestra el suelo del Coliseo, emanando de él su cosmos y creando grietas por doquier. Cientos de pilares de luz nacieron y atravesaron a su oponente destrozando gran parte de su Escama.
 

          Relámpago Depredador: Corona de Truenos.
 

          Al ser presa de dos fuerzas que le atacaban sin parar desde los cielos y desde el infierno, Gareth no pudo hacer más que tratar de aguantar cada uno de los impactos de los relámpagos con su propio cuerpo. Él no se iba a rendir, era un orgulloso General Marino y no podía perder contra un foráneo proveniente del reino más pacífico ante las fronteras atlantes. Solo podía considerar ello como un insulto. Cuando escupió sangre por primera vez, sintió cada una de las hemorragias internas que iban incrementando de intensidad. Su Escama estaba a un soplido de romperse en cientos de pequeños pedazos.
          Golpeó su puño contra el suelo, no como una técnica secreta de último momento, sino como una pataleta. «Maldición», pensó Gareth rehusándose aún a rendirse ante alguien. Pero no tenía forma de escapar, incluso si usaba su técnica solo lograría quedar más débil e indefenso. Lo único que los separaba era la barrera que aún continuaba en pie por la voluntad del Hipocampo, pero era esa misma defensa la que lo había hecho presa del engaño de aquel Santo Dorado. «Un sirviente del dios Poseidón no puede perder así».
 

          —Declaro como ganador del combate a Aruf de Leo, quien empata el marcador uno a uno —exclamó el emperador de los mares ante el asombro de todos, el Hipocampo incluido—. ¿Ahora podrías deshacer tu técnica Santo Dorado?
          —Ningún problema, dios Poseidón —exclamó él disminuyendo su grandioso cosmos hasta el cero, provocando que el aura que rodeaba todo el escenario desapareciese.
 

          El General Marino continuaba con la mirada perdida. No lograba procesar que su propio rey hubiese pronunciada tales palabras. Con toda la alegría del mundo, Aruf colocó su mano sobre el hombro de su oponente, tratando de felicitarle por el gran combate que habían tenido ambos. El Hipocampo seguía rehusándose a haber perdido y se quitó de encima la palma del Santo Dorado. Gareth se había preparado para seguir luchando, pero nadie en las tribunas le aplaudió, solo existió un silencio mudo. Al voltear a ver a su señor, este negó con la cabeza observándole con esos ojos duros con los que un maestro castiga a un mal aprendiz.
 

          —No creas que seremos aliados. Sé que mis compañeros vencerán a los tuyos y entonces, cuando tomemos Atmetis, yo te asesinaré con mis propias manos —murmuró Gareth intentando que solo el Santo de Leo le escuchase.
 

          Mordiéndose el labio inferior, el General Marino abandonó la arena de combate. El joven Santo Dorado hizo lo mismo, pero sin hacer tanto berrinche. En su caminata hasta la salida, él alzó el brazo derecho y casi la totalidad del aforo del Coliseo le aplaudió, celebrando así su victoria. Al levantar la mirada y observar a su diosa antes de cruzar el umbral del largo camino que la llevaría ante ella, le pudo observar tan contenta como lo estaba él. Eso lo motivó a seguir caminando hasta poder estar a su lado pese a las muchas heridas que había recibido en combate.
 

          —Bien hecho —dijeron todos y cada uno de ellos a destiempo en cuanto apareció el Santo de Leo.
          —Sabíamos que ganarías, Aruf. Felicitaciones —le dijeron Pallas y Nike, tratando de contener la emoción de haber conseguido su primera victoria.
          —Ahora estamos un paso más cerca de conseguir nuestro objetivo, pero no debemos permitir que las ínfulas se nos suban a la cabeza. Aún hay posibilidades de ser derrotados y no podemos permitirnos eso —comentó en voz alta Athena, manteniéndose fija en el trono observando el Coliseo. Tras unos cuantos segundos se dio media vuelta—. Pero esta noche celebraremos tu triunfo Aruf, me honra demasiado que seas mi guerrero.
          —Athena, yo siempre le he prometido devoción y eso es lo que me motivó a combatir —con las piernas temblorosas por la ardua pelea, él se postró ante su diosa con dificultad—. Creo en sus ideales y lucharé hasta que mi luz interior se apague, eso téngalo por segu…
 

          El Santo de Leo en ese momento cayó rendido y se quedó sin fuerzas ni energías para seguir continuando. Tras confirmar que aún seguía con vida, tomándole el pulso en su cuello, los Santos se rieron de la voluntad tan inusual de Aruf.
 

          —Miare, ¿podrías cargarlo sobre tu espalda hasta el hotel? Él merece un descanso más digno que todos nosotros. El día de mañana combatiremos otra vez, y espero que descansen como es debido.


Editado por SagenTheIlusionist, 21 julio 2020 - 20:15 .

Si deseas leer un fanfic, puedes echarle un vistazo a mi historia, se agradecería:

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                              "Los Reinos de Etherias"      Ya disponible hasta el Cap. 34

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Publicado 01 agosto 2020 - 11:57

Esta vez toca un capítulo cortito.

 

Capítulo 12. La noche del cambio de mes

 

00:00 horas (At), 01 del Cuarto Mes — Año 3015 E.O.

          Ninguno de ellos sabía qué era lo que estaba ocurriendo en tierras atlantes ya que se encontraban a miles de kilómetros de distancia. Unas tres o cuatro horas de diferencia entre ambos reinos, dictaban que sus compañeros ya habían entrado al cuarto mes del año, mas ellos no. La región de Ventus, como la frontera con el dios del comercio y los engaños, estaba asolada de constantes guerras con el reino vecino de Maiestas. Su ciudad principal se hallaba en mitad de un inmenso cañón rocoso, protegida por una gigantesca muralla que construyeron sus antepasados para detener cualquier avance de los Pléyades de Hermes.
          La muralla era el símbolo de aquella ciudad y su monumento más preciado, pues la convertía en un bastión impenetrable. Había sido construida tras las primeras guerras que se dieron con los reinos vecinos, en una era que nadie prefería recordar, a base de emplear piedras, e innumerables placas de oricalco, gammanio e incluso un poco de polvo de estrellas —la misma composición que tenían las armaduras—. Con resistencia inigualable y una característica única de regeneración tenía todas las papeletas para convertirse en la maravilla arquitectónica más impresionante del reino. Los habitantes de Ventus podían respirar y caminar con tranquilidad gracias a ella, solo porque desconocían toda su verdad.
          La protección más fuerte de todo Atmetis tenía un secreto a cuestas: hasta ese entonces no había recibido ningún ataque enemigo. Sus Santos defensores obviaban ese hecho para preservar la paz reinante en Ventus, ellos se encargaban de proteger sus exteriores a cualquier coste ya que, si los dichos acerca de la resistencia de la muralla eran meros bulos ideados por sus antecesores, podía significar pagar un coste muy elevado: las vidas de ellos y de los habitantes. Proteger esa región significaba, en letras pequeñas, estar en guerra constante con los Pléyades, evitando a todo coste que atacasen aquel gigantesco muro de más de doscientos metros de altura.
 

          —¿Qué crees que están haciendo ahora nuestros compañeros, Dreud? —Preguntó Nereida mientras daba un sorbo de café, preparándose con ello para aguantar la vigilancia nocturna desde lo alto de la muralla.
          —¿Quién sabe? —Dio un sonoro bostezo, capaz de contagiar a la persona menos cansada en el lugar—. Si logramos aliarnos con Poseidón, será una ventaja táctica importante para por fin derrotar a Hermes y los suyos. Supongo que conocerás los rumores del Dragón del Norte, ¿no?
          —Por cómo lo dijiste, intuyo que debes referirte a algún atlante. Pero no, esos comentarios no han llegado a mis oídos —dio otro sorbo de café, esta vez tomando aún más que la vez pasada. El bostezo de Dreud ya había comenzado a afectarle un poco, pero debía ser fuerte si quería proteger Ventus.
          —El Dragón del Norte y el Leviatán son las dos leyendas más impresionantes de Atlantis, capaces de derrotar Pléyades como si se tratase de un juego de niños. Aunque, en estos últimos tiempos casi no he escuchado nombrarse al segundo, quizás ya se haya retirado considerando que tenía sus años…
          —Deberías dejar el cuchicheo y ya irte a descansar, Dreud. Te necesito despierto lo más pronto que puedas, recuerda que la noche es oscura y alberga horrores —comentó ella terminando por fin de tomar. Se levantó apresurada a lavar lo que había ensuciado.
          —Está bien, Nereida. Hasta mañana —dijo él desapareciendo por el umbral de la puerta en dirección a su habitación—. Cualquier cosa me llaman, recuerda que peleo mejor dormido que despierto.
          —Ja, ja, muy graciosillo… Hasta el sueño ha afectado a tu inexistente sentido del humor. Hasta luego Dreud —por si no le escuchaba, forzó su voz un poco para elevar su tono—. Si un águila o una avispa te comienzan a picotear la cara para que abras los ojos, ve corriendo al sitio de siempre.
 

          No recibió respuesta alguna. Escuchó una puerta ser abierta y cerrada por el Santo de Géminis tras ello, así que intuyó que, siendo él tan generoso, dejaría la ventana abierta por si algún ave de sus subordinados necesitaba importunarlo en medio de la nocturnidad. Apenas salió de allí bajando escaleras llamó a Aquarius, era una regla no escrita que cualquiera que subiese a lo alto del muro debiese vestir su armadura. Allí en la cima no solo estaban expuestos al frío de las alturas, o a la inminente y dolorosa caída a un abismo de cientos de metros, también debían prepararse por si los Pléyades los atacasen. No conocían a ninguno de sus enemigos, pero si tan solo hubiese uno con las habilidades y precisión del Santo de Sagitario, significaría la muerte segura de no estar protegido por un Manto Sagrado.
          Al comienzo el muro había sido construido solo considerando un par de salidas laterales, por donde los Santos hasta el día de hoy llegaban al otro lado de la construcción. Pero con el paso del tiempo, y de las diferentes evoluciones en el pensamiento de los Patriarcas regentes, se construyó un elevador con el cual se podría alcanzar nuevos horizontes. La ventaja táctica que suponía el poder observar desde las alturas era invaluable ante un territorio montañoso tan azaroso como aquel.
          Nereida abordó la plataforma del ascensor junto a los demás miembros del turno nocturno de vigilancia. Diez Santos de los diferentes rangos bastaban para observar toda la explanada que se extendía más allá de ese inmenso muro. Aunque, en realidad, uno de ellos siempre se mantenía junto al Santo Dorado encargado. Esa noche era el turno de Sophie, alumna del Santo de Libra, protegida por la constelación del Águila. Su misión era, en principio, ordenarles a sus aves que se mantuvieran con cada uno de los Santos por si era necesario comunicarse entre ellos. Aunque, también tenían la labor de patrullar cierto perímetro que estaba un poco más allá de la máxima capacidad de sus vistas.
 

          —Sophie, ya sabes qué hacer —ordenó ella estando en lo alto de la muralla.
          —Como ordene, señorita Nereida —replicó la Santa de Plata con cortesía, tal y como se lo había enseñado su maestro.
          —La diosa Athena y el resto están en Atlantis ahora mismo quien sabe qué haciendo. ¿Ser aliados del dios de los mares? No parece mala idea en papel, solo espero que no reactivemos la guerra con Atlantis —pensó Nereida en voz alta.
          —Nuestra joven reina lo logrará, señorita Nereida, es imposible que su corazón tan puro y cautivador no convenza de su buen accionar al dios de los atlantes —comentó Sophie en el tiempo entre que llamaba a sus preciadas mascotas con un silbido y el que llegaban ante ella.
          —Si nos aliásemos con Deméter de Delusia tendríamos tres frentes desde los cuales atacar a la amenaza que es Hermes. Hasta donde sabemos, ella no es aliada por completo del rey de Maiestas y eso es un punto a nuestro favor —Nereida se sentía un tanto incómoda cuando observaba a su asistente darle caricias a cada una de sus águilas para que cumpliesen su misión sin contratiempos—. No obstante, no podemos decir lo mismo de Hades o de Dionisio con certeza.
          —¿Y acerca de Afrodita o de Apolo?
          —Nosotros no conocemos mucho más allá de nuestras fronteras. La única que puede opinar al respecto es nuestra reina Athena, quien conoce a cada uno de los dioses olímpicos que rigen Etherias —señaló la Santa de Acuario, sin despegar su mirada del horizonte—. Hubiese deseado que el antiguo Patriarca Haloid nos hubiera mencionado más al respecto, después de todo el asistió a las reuniones en Delfos por casi veinticinco años. 
          —¿Pero no podríamos decir que Su Ilustrísima Nadeko ya conoce a todos los reyes? Si mal no recuerdo ella fue quien asistió la última ocasión en reemplazo del antiguo Patriarca.
          —Conocer sus rostros no es lo mismo que entender sus formas de pensar. Por una única vez en que ella los haya observado no significa que conozca cada pormenor de ellos —criticó ella acercándose a la barandilla que impedía una caída fácil desde lo alto de la muralla—. Eso requiere de mucho tiempo, y no solo eso, requiere de alguien que sepa entender a las personas. Es por eso mismo que Nadeko es nuestra líder ahora, porque sabemos que ella lo conseguirá más temprano que tarde.
          —Mi maestro también me comentó lo mismo, aunque no le entendí aquella vez.
          —De entre todos, sabíamos que tu maestro Aiza era la mejor elección posible. Alguien que posee una inteligencia y formas envidiable, una fuerza descomunal y experiencia en combate. Tenía cada una de las cualidades para serlo, menos la más importante: la empatía completa con alguien.
          —No puedo comentar demasiado al respecto, ustedes los Santos Dorados son quienes mejor se conocen. Y es como usted dice, señorita Nereida, saber quién es alguien por solo aprenderte su rostro es casi desconocerlo por completo.
          —Exacto. Quizás muchos no entiendan nuestra elección, pero lo harán algún día.
 

          Las águilas que provenían del norte empezaron a aletear apresuradas por llegar junto a su dueña. Casi igualando la velocidad de un Santo de Plata, tardaron unos cuantos segundos desde que los avistaron. Sophie alzó su brazo derecho y lo colocó de tal forma en que el ave se posara en su muñeca apenas descendiese. Ella había aprendido a domesticarlas y a entender lo que intentaban decirle. Los enemigos por lo general no pensarían que aves serían usadas a manera de centinelas.
 

          —A ver, Marin, dime —escuchó siete chillidos de su águila—. Señorita Nereida, hay enemigos a menos de setenta kilómetros de aquí.
          —¿Estás segura de ello? —Preguntó la Santa Dorada con el semblante sombrío. Había pasado tiempo desde que habían intentado invadir Atmetis en plena noche.
          Marin nunca se equivoca. Pero si así lo desea puedo buscar dentro de sus recuerdos para asegurarnos.
          —Hazlo —ordenó al instante Nereida. Si era cierto no había tiempo que perder.
          Vista del Águila —dijo la Santa de Plata elevando su cosmos para emplear su técnica. Dedicándose a fondo en su concentración ella podía visualizar en sus propios ojos todo lo que Marin había observado desde las alturas—. No puedo darle un número exacto, pero parece que son de cincuenta a más enemigos. Todos ellos con armaduras.
          —¡Maldición! —Exclamó furiosa Nereida golpeando el barandal—. Calculo que el tiempo aproximado de su llegada deberían ser unas tres o cuatro horas como mucho. Restémosle una hora, debemos interceptarlos antes de que puedan siquiera visualizar la muralla.
          —¿Hago que Yuna vaya a despertar al señor Dreud?
          —No, no debemos hacer eso. En esta ocasión no hablamos de diez o quince bastardos que tratan de atravesar nuestras defensas. Hablamos de todo un batallón de medio centenar de personas, Sophie —la Santa Dorada se llevó la mano derecha al mentón para poder pensar más tranquila—. Ahora mismo el Santo de Géminis está cansado, no podemos contar con él porque podría ser más una carga para nosotros. En el peor de los casos, él y el resto de los diurnos serán quienes defiendan Ventus cuando nosotros no estemos más en este mundo.
          —No sea pesimista, señorita Nereida. Entonces, ¿qué hacemos?
          —Llama a todos aquí. Bajaremos dentro de veinte minutos. Necesitaré diez minutos para ir y venir de la Torre de los Guardianes. Hay algo que debo hacer allí y preciso que me acompañes a ello.
          —Así se hará —contestó la Santa de Águila.
 

          Sin demora alguna, Sophie ordenó a Marin y a Yuna que surcaran los cielos hasta alcanzar al más alejado de sus compañeros, llamándolos junto con los Santos que tenían al costado. Para mantener una comunicación como esta, habían mantenido como regla que, si dos águilas se encontraban allí arriba frente a un Santo, este debería volver al punto de partida. Ninguno de ellos, además de Sophie, sabía cómo descifrar lo que las aves tenían que decirles, pero, por el contrario, sí podían entender las indirectas que acarrearían el mantener un cierto comportamiento.
En cuanto los diez vigilantes nocturnos se reunieron en el centro de la muralla, donde se hallaba el único ascensor. Los nueve restantes se ordenaron en una fila, todos mirando a Nereida tal y como harían unos buenos soldados. La Santa de Acuario se llevó las manos atrás y comenzó a recorrer de un lado a otro frente a los demás atmetienses. Ellos ya conocían la misión desde que las principales águilas de Sophie les llamaron hasta allí, pero aun así la Santa Dorada les recordó qué estaba ocurriendo, dándoles a conocer un par de detalles más.

 

          —Necesito que tú, Keran de Flecha, te mantengas aquí y vigiles desde las alturas cualquier movimiento enemigo. Al primer Pléyade que se acerque al muro…
          —… le atravieso el cráneo de un flechazo —completó el Santo de Bronce—. Como ordene, señorita Nereida —respondió él agachando la cabeza y asintiendo.
          —Bien, cuento contigo. Los demás vengan conmigo, tenemos unos invitados no deseados que debemos recibir con todos los honores. ¡Demostrémosles a esos de Maiestas una cordial bienvenida a las tierras Atmetis!
 

          Todos levantaron el brazo derecho y gritaron eufóricos. Tras bajar en el rústico ascensor Nereida se llevó consigo a Sophie, ordenándoles al resto que se adelantaran.
          Ambas se adentraron en silencio en la Torre de los Guardianes de Ventus, pues debían tener cuidado si no querían despertar al somnoliento Santo de Géminis quien descansaba tranquilo sin conocer de la batalla que se aproximaba. Sentándose en la mesa donde acostumbraban los Santos Dorados a tomar desayuno, ella escribió en una hoja de papel la situación de Ventus, reportando algunos detalles de lo que se aproximaba. Escribió una segunda hoja, esta vez redactando de manera más informal cosas como el número de enemigos y un “urgente” que ocupaba media pieza de papel. Lo dejó bajo los especieros que usaban para condimentar y que dejaban en la mesa. Cogió la primera nota que hizo, la dobló hasta reducirla a casi un cuarto de su tamaño original y luego la enrolló, tal y como se acostumbraba hacer con mensajes enviados a través de aves.
 

          —Envíale esta carta a Athena en Atlantis —dijo Nereida, extendiéndole el rollo de papel a la Santa de Plata—. Una guerra está por iniciar y, aunque no quiera preocuparla más de lo debido, es necesario que lo sepa.
          —Entendido, señorita Nereida. Yuna se encargará, ella es el águila más veloz de todo Atmetis.
 

          «Ariadne, discúlpame. Los derrotaré a todos para que así puedas estar tranquila y solo pensar en el asunto de Poseidón. Te lo prometo, Ariadne, venceremos», pensó Nereida mientras cruzaba las puertas que separaban la ciudad y el cañón donde recibirían a los extranjeros.


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#44 -Felipe-

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    Bang

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Publicado 04 agosto 2020 - 15:52

Leí el 10 y 11. Las batallas estuvieron muy bien llevadas, en particular el asunto de las técnicas (los tentáculos del Kraken, por ejemplo, lo que apruebo pues está en oposición a la mantaraya de Kuru), las cuerdas muy interesantesy cretivas de Lira (fue bueno que tanto a él como a Dragón les dieras algo de historia al principio). Mejoraste bastante en este aspecto. El HIpocampo vs León fue magistral, muy muy bien llevado, con algo de arrogancia y orgullo de los dos dos, y posibilidades para ambos bandos que nunca dieron un ganador asegurado.

 

Ambos Marina me gustan muchísimo. Creo que respeto y valoro al ejército de este muy respetable y buen Poseidón más que a los Santos. Los Marina son organizados, honorables, respetuosos, estratégicos. Son todo lo contrario a malos malosos que hay que vencer. De hecho, los que pasan haciendo barbaridades son los atenienses (me chocó un poco el tema de que "las películas" terminaran decidiendo quienes iban a luchar en el primer combate, cuando son se supone soldados entrenados. Lo mismo me pasó con la nueva patriarca desconfiando de las habilidades de uno de sus Santos (más allá de que las tenga o no, no se supone que la líder diga esas cosas en voz alta). De otro Santo lo puedo entender, pero no de la líder, en especial cuando termina ganando. Serían mis dos críticas, lo demás muy bien.

 

Saludos!


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#45 El Gato Fenix

El Gato Fenix

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Publicado 09 agosto 2020 - 03:07

hola, agarré la tablet y me leí de una sola vez hasta el capítulo 9. Te cuento mis impresiones.

Lo negativo pero sin importancia: En los primeros capítulos hay 2 veces en las que te confundís plurales. Al contar por primera vez de Haloid, no queda claro si es hombre o mujer. Cuando hablas de que están tomando vino y después decis "bebida alcohólica", es redundante. Cuando escribís "inquirió preguntándole", lo mismo y tambien en "amplia sonrisa en su rostro". La expresión "crema y nata" para referirte a los atlantes, la usás 2 veces. Otro detalle es que la palabra "solo" cuando la querés usar para decir "solamente" o "unicamente", se escribe "sólo", con acento grave. Esto es menos importante aún porque por contexto se entiende tu intención, sólo te digo que alguien te lo podría objetar.

Al principio la historia me pareció un toque blanda, con el asunto de la vieja del 71, esa reminiscencia del Chavo del 8, me chocó pero después me entusiasmó cuando contás que la mató la escorpiana. La palabra "repletaban", me gustó. Nadeko mirando la hora en un reloj que no tiene, perfecto. Interesante que haya más personajes femeninos de lo usual en ss. Llamativo el gesto de la venia de Miare, me hace sospechar ese tipo, es una clase de gesto de obediencia o lealtad parecido al de los generales poniendo el puño sobre su pecho... Ingenioso que Miare se niegue a decir "Patriarca Nadeko" simultáneamente. El grito "Ahhhhhh", en vez de "Aaaaaaah", lo hace más ensordecedor porque trae a la mente esa pronunciación rasposa de la hache en árabe. La opción del exilio o la muerte para Miare, me recuerda a Sócrates. Muy bien llevado hasta el capítulo especial, el primer duelo, justo en el momento oportuno. Las Rosas parásitas, absorve-cosmos, original. Por último, tengo la idea de que podría haber una especie de profecía autocumplida en tu historia. Basicamente Gaia o la intérprete del oráculo podrían estar impulsando la guerra al profetizarla y decírsela a los dioses. Lo mejor: la palabra "ultimaba", no sé si la inventaste vos o no pero yo la desconocía y te tengo que confesar que la voy a apuntar para algún escrito mío.

Gracias por este rato de disfrute, Sagen, disculpá si escribo muy desordenado, mi mente funciona así.


Editado por El Gato Fenix, 09 agosto 2020 - 03:57 .

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             Caerguirse!


#46 SagenTheIlusionist

SagenTheIlusionist

    Ocioso las 23:59 horas.

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Publicado 15 agosto 2020 - 12:39

Muchísimas gracias por ambos comentarios! 
 

Leí el 10 y 11.
...
Saludos!

 
Saludos Señor Felipe! Espero que esté bien y con salud pese a estas situaciones que estamos viviendo.
 
Es grato leer que mejoré en la redacción de combates, debo decir que fue un buen reto el hacerlo ya que, recordando intentos pasados, quizás no saldría tan bien por la falta de práctica escribiéndolos. 
Los marinos de hecho fueron un poco molestia, porque no tenía una personalidad definida para ambos en un comienzo, sin embargo con el transcurso en que iba escribiéndolos y mencionándoles podía ver más o menos qué es lo que quería con ellos. 
Es probable que se note esa diferencia de barbaridades por oración ya que el foco principal de los sucesos recae mayormente en Athena y los suyos. Eso si bien los expone mejor, les da más visibilidad y quizás personalidad, también ayuda a reflejar defectos que pueden haber. Con respecto a Nadeko, difiero un poco. Si bien ella es la líder, lo ha sido por un par de semanas cronológicas y aún está aprendiendo a ser capaz de manejar dicho cargo, incluídas las formas que debe mantener.
 
Saludos, nuevamente. (Y se que lo repito como mil veces, pero algun día de estos me paso por su fic. Ahora sí :unsure: ) 
 

hola, agarré la tablet y me leí de una sola vez hasta el capítulo 9. Te cuento mis impresiones.
...
Gracias por este rato de disfrute, Sagen, disculpá si escribo muy desordenado, mi mente funciona así.

 
Saludos Gato, gracias por pasarte por aquí. Ya lo había dicho por medio de la cuenta, pero nunca está de más expresar mi gratitud.
 
Al principio, como anécdota, el fanfic empezó con esa referencia al chavo del 8, en un momento en que no sabía donde quería ir, ni si iba a volver a este fic un nuevo Etherias. Como un recuerdo de esos momentos mantuve esa serie de oraciones en el corte final y debo admitir que me hizo un poco de gracia también. 
Es grato saber que hay varios detalles que te hayan gustado, aunque he de admitir que el "Ahhh" no lo escribí adrede, es bueno aprender algo como eso para futuros capítulos.
En esta historia adelanto que habrán una gran, gran cantidad de técnicas inventadas, para buena o mala suerte. Espero que al menos la mayoría logre una buena acogida.
Descuida, Gato, no me parece una redacción muy desordenada, comenta como te parezca, que yo lo leeré. Tú tranquilo.
 
Gracias por leer y espero que continuúes pasando por estos lares. :lol:

 

Capítulo 13. Los guardianes de la noche I

 
 

02:00 horas (At), 01 del Cuarto Mes — Año 3015 E.O.

 
          Siguiendo con lo estipulado, el escuadrón de la guardia nocturna fue comandado por Nereida, la Santa Dorada de Acuario, quien era su líder incondicional desde que fue promovida hasta tal rango en la tierna edad de dieciocho, seis años atrás. Su mano derecha, la Santa de Águila, apenas había cumplido su cargo de guardiana por unos veinte meses, una novata recién aprobada como Santa por el más fuerte de los Guardianes de Ventus, el único de ellos que protegía a las diosas en la ciudad sagrada de Minerva, capital del reino de Atmetis. Los diez Santos que trabajaban en nocturnidad conocían a la perfección el uno al otro, tratándose casi como hermanos unidos por un lazo más fuerte que la sangre misma.

          Quizás en la ciudad de la Muralla lo único por lo que se le conocía Nereida era por ser una chica aburrida y quizás un poco aguafiestas. Todos menos sus “hermanos”, quienes sabían que ella trataba de reprimir sus emociones la mayor parte del tiempo, pues, en el fragor de la batalla, el ver cadáveres de personas con las que una vez hubo entablado amistad podría destrozarla por dentro. Ventus no era región tan pacífica como el resto, incluso no hubiese sido tan descabellado el afirmar que en esas tierras había corrido más sangre que incluso en las regiones de Ignar y Minerva juntas.
          Los ocho ahí presentes observaban a Nereida dar pasos firmes, avanzando entre la polvareda que los vientos de la oscuridad levantaban. Le seguían con las piernas igual de rígidas y el semblante serio característico de alguien que con cada metro que avanzaba, más iba adentrándose en una guerra donde vidas se extinguirían tan pronto como la llama de una vela cuando es apagada con solo dos dedos de una mano o un soplido. Ellos eran Santos de Athena, quienes dedicaron sus vidas a las diosas que juraron proteger, así como a los habitantes por cuyas vidas se acabarían para no borrar las sonrisas que la grandiosa Athena creía parte de un próspero camino a la eterna felicidad de un mundo sin guerras.
          Ellos lo conocían como el Cañón de las Lamentaciones por las innumerables disputas que en la historia ocurrieron allí, donde los lamentos de ambos bandos hacían eco al retumbar en las paredes montañosas que bordeaban ambos flancos del terreno de combate. Un territorio conocido por su desconocimiento casi absoluto sobre él, pues bestias inimaginables le habitaban y, ocultas entre las rojizas rocas, cientos de peligros se escondían ante los ojos despreocupados de los guardianes. Conocido por sus guerras, había sido ese siempre un impedimento para lograr descubrir cada uno de los secretos que se ocultaban tras las cortinas de arena que se cernían allí mismo.
          En todo el recorrido, la Santa de Acuario se había preocupado por no avanzar demasiado, era cauta con respecto a todo y es por ello que había ordenado que Marin estuviera en los cielos delante suyo, siendo sus principales ojos ante las adversidades de la naturaleza. Además, caminaba lento con tal de retrasar lo más posible su inevitable combate contra las fuerzas de Maiestas. Debía ganar cada segundo posible por si el peor escenario posible ocurría ante sus ojos y tuviese que ser Dreud quien termine con el trabajo de los caídos.
          Los enemigos deberían llegar en tres horas aún, sesenta minutos antes de que la carta que ella había redactado llegase a manos de su tierna Ariadne, quien aún estaba ocupándose de los asuntos referidos al rey Poseidón. Si los vientos corrían a su favor, podrían vencer en la guerra venidera sin tener que preocuparse la diosa. Eso era lo que más deseaba Nereida en ese momento, poder ser capaz de detenerlos a todos y cada uno de los Pléyades, pero no tenía esa certeza esta vez. Los números eran capaces de atemorizar incluso a quien es diestro en combate. Era bastante extraño que medio centenar de hombres armados atravesasen la frontera de manera tan imprevisible, las cosas no encajaban.
          Con el paso de los años, y el ocurrir de las expediciones, la Santa de Acuario había aprendido a reconocer ciertos paisajes del Cañón de las Lamentaciones, lo cual ahora le servía para determinar qué tan lejos del hogar se hallaban ellos. A pesar de haber transcurrido un par de horas, tiempo más de lo esperado, aún no habían alcanzado el umbral de los veinte kilómetros, donde tendría lugar la prueba más grande que ellos debían de realizar. Se había retrasado a propósito, con el fin de mantener energías y no permanecer tanto tiempo estático en un punto determinado en el cual podrían ser presas fáciles de cualquier cosa que habitase ese lugar. Faltando media hora para cumplirse la tercera hora desde su partida de la principal urbe de Ventus, Nereida les ordenó detenerse.
 

          —Es aquí —extendió el brazo derecho hacia un costado—. Esperaremos en este lugar a los enemigos. Sophie, ¿cuál es la situación?
          —Deme un momento —pidió la Santa de Plata. Elevó su cosmos para así atraer consigo a su guardiana de las alturas. Apenas se posó en su brazo, empleó su Vista del Águila para responder la pregunta de su superior—. En veinte minutos los tendremos en nuestro campo de visión. Quien parece ser su líder avanza en vanguardia.
          —Gracias —dijo ella, dándole por primera vez en su vida una caricia a Marin. Volteó su mirada para observar a los ojos a cada uno de los Santos que tenía a su cargo—. Ya escucharon. La hora decisiva y nuestros enemigos se acercan. Nos ha sido encomendada la sagrada misión de defender Ventus, y eso es lo que haremos hoy.
 

          Los vientos resoplaban como siempre y agitaban la corta cabellera oscura de la Santa Dorada, dejándola a merced de las corrientes. La tiara de Aquarius seguía adornando su rostro y remarcando sus expresiones, delineándolas de oro. La capa azulina que cubría sus espaldas era arrastrada hacia el oeste por la misma fuerza invisible que trataba de despeinarle. Colocó su mano derecha sobre su corazón, sintiendo cada latido un poco más rápido que el inmediato anterior. Debía calmar sus pulsaciones, así que respiraba lento para lograrlo.
 

          —Es muy probable que muchos de nosotros perezcamos en este lugar, muchos no llegaremos siquiera a volver a contemplar la luz del sol —Nereida trataba de morderse el labio inferior para no retractarse de las palabras duras que estaba pronunciando—, pero lucharemos hasta las últimas consecuencias para que quienes sobrevivan sí lo hagan. En nuestras manos está el destino del norte de Atmetis, luchemos por las diosas a quienes juramos proteger. ¡Consigamos prevalecer con su bendición de nuestro lado!
 

          En el horizonte podían verse las sombras enemigas, resguardadas entre las nubes de polvo que también los ocultaban a ellos. La Santa Dorada acudió a su encuentro conformando ella sola la vanguardia del ejército de Athena, mientras que el resto solo le siguió. Nereida sabía a la perfección que en un combate así, donde la superioridad numérica se encontraba en el otro bando, ella debía ser quien diese el primer golpe. Con un gesto de su mano les mandó a detenerse unos segundos, intentando así entrar sola en la formación enemiga. Lo que podría haber sido considerado un suicidio.
          Su velocidad era inigualable, al menos entre las huestes de Athena ahí presentes. Al aproximarse a quienes conformaban la vanguardia, ella dio un giro brusco y atacó primero a quienes se encontraban en el flanco derecho. El primero de ellos ni la vio venir, pues en cuanto Nereida le colocó la diestra sobre su rostro, tapándole los ojos, el hielo empezó a emerger de sus manos comenzando a cubrir la vista del Pléyade. El agua congelada se adentró en sus cavidades oculares y cortó los nervios ópticos, privándolo de uno de sus sentidos para siempre. Los desesperados gritos del desvalido sorprendieron al resto y ninguno se dio cuenta de que la Santa de Acuario seguía avanzando.
          La Santa Dorada seguía atacando de forma indiscriminada a la armada del reino vecino, empleando técnicas básicas del manejo de hielo que no merecían siquiera recibir un nombre especial. A sus espaldas le seguían los miembros de la guardia nocturna, quienes se encargaban de terminar con la vida de aquellos a quienes Nereida había dejado sin la capacidad de mover los brazos y piernas.
          El primer Pléyade afectado por las gélidas habilidades de la Santa de Acuario continuaba con las manos cubriéndose el rostro, intentando palpar más allá de ese trozo de hielo que cubría la mitad superior de su cara. El frío del hielo era insoportable para él, e incluso le dio unos cuantos golpes con los nudillos, reforzados por su armadura color carmesí. El hielo se agrietaba poco a poco, pero también se hacía demasiado daño a sí mismo. Su desesperación fue tal que no sintió el ataque de Draik de Dorado, la Cuchilla del Pez Espada. La técnica del Santo de Bronce atravesó la poca resistente armadura del invasor y remarcó en su pecho una gran equis. Por la postura en que este se encontraba también cortó con facilidad ambos brazos del Pléyade, dejándole marcas imborrables de la cual salieron ríos escarlatas que desaparecían bajo las arenas. Con cada segundo que transcurría, perdía más y más fuerzas sin saber bien porqué, hasta que cayó rendido en el arenoso suelo empapado de su sangre. No tenía más sentido el seguir atacando a alguien ya condenado a morir, así que Draik decidió pasar de largo y continuar peleando con quienes sí mereciese la pena usar técnicas más potentes.
          Siguiendo la estela de destrozos causada por la Santa Dorada, los Santos de Plata atacaron a quien había sido impedido de caminar a causa de haber sido congeladas sus rodillas, extendiéndose de a pocos lo cobertura de hielo gracias al cosmos de Nereida. Alder de Cefeo aprovechó la oportunidad, y al igual que su líder, él restringió los movimientos de su oponente con las cadenas pertenecientes a su Cloth. Las cabezas de las serpientes rosadas envolvieron el cuello del Pléyade de armadura color cereza y lo estrujaron con tal fuerza que se escuchó el quebrar de sus huesos. El Sacrificio del Reino, mantenía cautivo al objetivo que él desease y, con el aumento del cosmos de Alder, les obligaba a las cadenas a estrangular aún más a su presa. Su enemigo comenzaba a tornarse morado por la falta de aire en su organismo, pero eso no detuvo al Santo de Plata hasta que su oponente dejó de moverse y sus brazos cayeron tiesos. Retiró sus cadenas de la escena, pues a pesar de todo no le gustaba usarlas como collar para cadáveres.
 

          —Esto está siendo demasiado fácil —declaró el Santo de Plata, mientras se retiraba lejos de la multitud boquiabierta para observar los movimientos de su lideresa.
          —No seas ingenuo, Alder. ¡Cuidado! —Exclamó otra Santa de Plata, cubriéndole las espaldas de un descomunal Pléyade cuya armadura lucía tonos granates. Había estado siguiendo de cerca al Santo de Cefeo. La Santa tomó aire en sus pulmones, recuperando un poco la energía que empleó para acercarse a su compañero y atacó—. ¡Reflejo de Vanidades!
 

          Con un golpe del puño, ella embistió al grandulón oponente que se abalanzaba sobre ellos. El golpe había pasado por su costado y no le había esquivado siquiera, motivo por el cual solo empezó a reírse como un desquiciado.
 

          —¿Estos son los afamados Santos de Plata? Una sarta de inútiles buenos para nada —se burló en seguida. Tomó del cuello desprotegido a la Santa y con una de sus manos comenzó a estrangularla cada vez con más fuerza hasta que, con la otra, separó su cabeza del resto del cuerpo con ligera facilidad—. Mujer inútil.
          —¡Midna! —Exclamó el Santo de las cadenas atónito mientras veía como el cuerpo decapitado de su amiga caía sobre las arenas desérticas, bañándose la Cloth azulina con la sangre de su portadora.
 

          La cabeza de la Santa Plateada se hallaba sangrando, con los nervios y músculos del cuello destrozados y visibles, colgantes y asquerosos. Le seguía agarrando del pelo, como si de Medusa se hubiese tratado, y se la mostró al portador de Cepheus, quien le dedicó una sonrisa de oreja a oreja. No entendió que ocurría en los pensamientos de ese patético que había perdido a una compañera frente a sus ojos, por más inútil que hubiese sido. Volvió a contemplarla y no observó nada extraño. Mantenía la expresión horrible con los ojos atónitos de cualquiera que lucha por su vida en vano.
 

          —¿De qué te ríes, bastardo? —Preguntó el proveniente de Maiestas aún confiado. Enseñaba su sonrisa de dientes incompletos y torcidos, como si se jactara de lo que había hecho—. Acabo de matarla, y ahora es tu turno.
          —¿Eso crees? —La voz era de una mujer, la misma que el Pléyade había oído advertir a uno de sus compañeros. La misma que él había decapitado.
 

          Rodeándose de cosmos puro, la cabeza que llevaba en manos tiró de él. Ya no controlaba siquiera su propio brazo, el cual era ahora propiedad de la cabeza. Sin ser su voluntad esa, levantó la cabeza cercenada y la colocó frente a sus ojos. La boca aún se movía como si nada hubiese ocurrido, y delineaba las finas palabras sin voz que la Santa pronunciaba desde el más allá. Cruzando miradas, se dio cuenta de que sus ojos ahora habían retomado una mirada confiada, dejando atrás la desesperación. Su visión se nubló y el negro fue el único color que pudo observar.
          Al volver a abrir los ojos, aún la miraba hacia abajo, quedando sus ojos a la altura de la frente de su enemiga. Ahora le mostraba una inexplicable sonrisa con esos descuidados dientes, amarillentos de tanto consumir tabaco. Con la mirada recorrió desde arriba hasta abajo el rostro de la mujer, pero no solo eso. El cuello destrozado suyo ahora estaba como si no hubiese ocurrido nada, y tanto su brazo derecho estaba allí… así como el izquierdo que le sujetaba de los cabellos como antes él había hecho dentro del mundo imaginario creado por la Santa de Casiopea.
          La vista del Pléyade se apagó en el momento en que se dio cuenta de lo ocurrido. El puño no había sido un ataque directo, era una ilusión. Ella había atravesado su inconsciente, llenándole la cabeza con imágenes falsas que sus pensamientos consideraron como reales. El gigantón se mantuvo parado haciendo caras estúpidas y murmurando cosas en voz alta que ellos no alcanzaron a escuchar y ni les importaba hacerlo. Alder empleó sus cadenas en el atontado y le rompió el cuello —tal como al otro individuo que enfrentó—, provocando que este se quedara sin respiración. Sin quererlo, él le sacó de la ilusión de Midna en aquel momento, permitiéndole al pobre iluso observar la realidad una última ocasión.
 

          —Alder, Midna, no crean que me ganarán. ¡Esta vez yo derrotaré más Pléyades que ustedes! —Exclamó el Santo de Mosca pasando por su costado, actuaba como si se tratase de una competencia. Incluso los invasores le miraron con desconcierto.
          —Demuéstrame qué puedes hacer, Jings—dijo el Santo de Cefeo con algo de jocosidad en sus palabras mientras detenía con los eslabones de sus cadenas el puñetazo de un Pléyade que había ido de frente contra él.
 

          La agilidad de Jings no se comparaba a la de muchos de los vigilantes nocturnos, pues solo se trataba de un Santo de Bronce. Avanzaba en mitad del campo de batalla observando en todas direcciones, como el insecto al que representaba, en búsqueda de una presa que su líder hubiese debilitado antes. Sus compañeros hacían lo mismo, así que un poco de gloria no le vendría mal a él también. Adentrándose entre las innumerables luchas donde los demás Santos peleaban con todas sus fuerzas, encontró a un oponente digno para él. Un Pléyade al cual Nereida había congelado la parte posterior del peto.
 

          ¡Ascenso del Águila! —Exclamó una voz femenina que cada vez se acercaba más y más a donde se encontraba el Santo de Mosca.
 

          Un destello blanco lo sorprendió. Su superior Sophie había empleado una de sus técnicas teniendo como objetivo al mismo Pléyade que quería derrotar Jings. La impresionante patada envuelta en cosmos que cayó desde los cielos había sido tan poderosa que destrozó tanto la armadura como la columna vertebral de su portador. El hielo acumulado en su espalda había detenido el normal recorrido de los átomos, forzando a aquella Extellar —las protecciones de los Pléyades— a volverse tan resistente como una hoja de papel. El enemigo cayó derrotado al quedarse parapléjico por tal ataque. Seguía moviendo sus brazos en pataleta, pero las piernas quedaron muertas desde entonces. La Santa de Águila se retiró del campo de batalla junto con el tullido, jalándole de las insensibles piernas y arrastrándole contra su voluntad. Jings apretó el puño muy fuerte, llegando a hacerse daño, molestándose por que le habían robado a su objetivo.
          La Santa Dorada se había adentrado demasiado en las huestes enemigas. Su autodenominado discípulo número uno le seguía de cerca, a pesar de las notables diferencias entre Nereida y él. Los Pléyades trataron de abalanzarse sobre él y su maestra, rodeándolos unos ocho fornidos guerreros, de armaduras de todos los tonos de color rojo, pasando del tenue bermellón al oscuro borgoña. Espalda con espalda chocaron los Santos de Acuario y Cisne, sin dejar de observar a quienes les rodeaban.
 

          —¿Por qué diantres estás aquí, Feeris? —Se permitió decir la Santa Dorada, molesta por la imprudencia del Santo de Bronce—. ¿Acaso quieres suicidarte?
          —Maestra Nereida, por favor permítame demostrarle mi fuerza una vez más —dijo el Santo de Cisne confiado. Sus cabellos rubios se elevaban al mismo tiempo que su cosmos, al son del aire gélido que creaba su poder.
          —Si no nos queda más opción… —cedió ella. Nereida elevó su cosmos hasta envolver incluso al Santo de Bronce, compartiendo un vínculo que muchos consideraban posible solo entre una armadura y su portador—. A la cuenta de tres atacamos.
          —Tres —exclamó impaciente el joven de armadura blanca y casco alado con un cuello y cabeza de cisne en el justo medio del cintillo que recorría la parte superior de su cabeza. Lo inesperado era un acuerdo entre los dos.
          ¡Polvo de Diamantes! —Gritaron ambos al unísono. El aire frío formado a su alrededor se condensó en esferas que los dos Santos mantuvieron cautivas en sus manos hasta el momento en que todo su poder se hubiese acumulado tras unos cuantos segundos.
 

          Al cerrar sus puños y abrirlos de nuevo, el poder del aire congelado salió disparado contra quienes les rodeaban, cubriéndolos poco a poco con una superficial capa de hielo irrompible, que se hacía más y más gruesa conforme el tiempo transcurría. Los enemigos ahora eran solo unas estatuas de cristal sin estética alguna, que los rodeaban por todos lados como si fuesen parte de una prisión, aunque aún les quedaba la opción de salir por encima de ellos. Ágiles como todo guerrero debiese ser, con solo un salto les bastó para atravesar la barrera que ellos mismos habían creado.
 

          —Santa Dorada… —gritó una voz que ella desconocía. Estaba segura de que pertenecía a uno de los Pléyades—. ¡Has caído en mi trampa!
          —Muchas agallas debes tener para decir eso —contestó ella, buscando con la mirada de donde provenía esa voz tan irritante.
          —Acabas de derrotar a soldados rasos que les dimos Extellars hace apenas unos días, ¿y aun así presumes? —Se burló el desconocido. La multitud se abrió ante Nereida, dejándola frente a frente con quien parecía comandar las tropas de Maiestas.
          —Si crees que con algo así me confundirás, estás demasiado fuera de tus cabales. Ríndete, más de una decena de tus hombres ha muerto en el campo de batalla —Aunque no lo quería admitir, existía la posibilidad de que tuviese la razón. Los Pléyades que había enfrentado veces atrás le habían dado más pelea.
          —Conocemos tu patrón de ataque… Nereida de Acuario… —declaró el hombre frente a ella, quien por algún motivo conocía su nombre. Su cosmos era tan fuerte como el de un Santo Dorado, o quizás más—. Fue muy sencillo adivinar que atacarías ese lado porque eres más hábil usando tu diestra, ¿o me equivoco? Así que concentrar a los más débiles allí era un sacrificio que podía permitirme.
          —Aun así, has perdido hombres por tu incompetencia. Es solo cuestión de tiempo acabar con el resto de ustedes —declaró la Santa de Acuario.
          —¿Incompetencia? ¿Mía? ¿Estás insinuando que yo, Reonis de Estérope, comandante de Hermes, líder de batallón, ganador de cincuenta guerras, soy un incompetente? Que hipocresía la tuya, usuaria del hielo, cuando tú fuiste la que permitió esto —con su mano izquierda estaba levantando del cuello a un Santo de armadura celeste. Por las antenas que poseía su casco, Nereida intuyó de quién se trataba. El Pléyade se limitaba a alzarlo como si de un trofeo se tratase—. Eres una pésima lideresa y estratega. Aunque bueno, no importa, ya que no saldrás viva de este lugar.
          —¡Suéltalo ahora mismo! —Reclamó la Santa Dorada, no deseaba perder a uno de sus hombres, y mucho menos quería que fuese a manos de un sucio Pléyade.
          —¿Soltarlo? Está bien, me convenciste Nereida de Acuario. Lo haré —respondió Reonis con una maliciosa sonrisa. 
 

          Los ojos furibundos de la Santa Dorada le fascinaron, sintiéndose como nunca antes en un combate. Era una satisfacción tremenda el ser tan odiado por una insignificante Santa de Athena. En su júbilo, solo atinó a elevar su cosmos, tan amenazador y escalofriante como siempre. Dotado de una velocidad exclusiva de los dioses, nadie pudo notar el momento en que el Santo de Mosca emprendió un último vuelo. Se elevó varios metros por encima de los aires, impulsado por la monstruosa fuerza del comandante Pléyade.
 

          —¡Maldito infeliz! —Gritó Nereida usando todas sus fuerzas, incluso quedándose sin aire en los pulmones.
 

          El comandante de los Pléyades alzó su mano derecha y una poderosa energía cósmica la envolvió, apareciendo en ella una lanza, rojiza de inicio a fin—con el brillo característico de los rubíes—, cuya hoja triangular ocupaba casi un tercio de su longitud total. El Santo de Bronce había quedado inconsciente hace mucho, por ello no gritó por ayuda cuando su cuello era prisionero de Reonis. Las corrientes de aire hicieron que recuperara el control de su ser, pero estaba impedido de moverse con libertad en los cielos. La caída empezó a hacerse más rápida y su cuerpo ya sufría los efectos de la fricción, recibiendo quemaduras en codos y nuca, además de rasgársele las prendas que llevaba bajo la Cloth. Pero nada de eso marco la diferencia al final, el Pléyade lo había calculado todo en su cabeza. Solo un tajo bastó para destruir todo: una armadura, una vida, y los suelos que se encontraban en el paso circular de la cuchilla. 
 

          —¿Entonces? ¿Quieres comenzar con la verdadera lucha? —preguntó Reonis, mientras se limpiaba del rostro la asquerosa y sucia sangre de la Mosca.
          —Pagarás por esto… —murmuró entre dientes la Santa de Acuario.


Editado por SagenTheIlusionist, 15 agosto 2020 - 12:40 .

Si deseas leer un fanfic, puedes echarle un vistazo a mi historia, se agradecería:

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El Gato Fenix

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Publicado 15 agosto 2020 - 14:20

leì del 10 al 12 esta vez. Me gusta que ya hay combates màs recurrentemente, ahora uno puede especular esos asuntos tìpicos de fan de ss, como los niveles de poder y versus imaginarios. El geminiano dormilòn todavìa no se luce pero estoy seguro de que le vas a dedicar todo un duelo y una muestra màs interesante de su personalidad. Tambièn las cosas ya se pusieron sangrientas y por efecto de contraste con los  primeros capìtulos, la violencia resalta màs. Dijiste que este fic surgiò a partir de uno anterior que incluìa cosas de un tal anime llamado Fairy Tail o algo asì, no lo conozco pero te puedo decir que tu relato està bien delimitado dentro del universo ss, no parece otra cosa. Y un tema a destacar: es muy difìcil narrar en texto una escena de acciòn, son mucho màs digeribles en viñetas o animaciones; aùn asì en este fic los duelos estàn muy bien escenificados, se siente cada instante de las peleas, lo cual es todo un logro. ¡Se viene la guerra mundial divina! Supongo que los sobrevivientes van a festejar con chocolates y vino y a Nadeko le van a poner de vuelta vodka en su copa. Saludos Sagen.


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             Caerguirse!


#48 SagenTheIlusionist

SagenTheIlusionist

    Ocioso las 23:59 horas.

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Publicado 02 septiembre 2020 - 22:27

leì del 10 al 12 esta vez. Me gusta que ya hay combates màs recurrentemente, ahora uno puede especular esos asuntos tìpicos de fan de ss, como los niveles de poder y versus imaginarios. El geminiano dormilòn todavìa no se luce pero estoy seguro de que le vas a dedicar todo un duelo y una muestra màs interesante de su personalidad. Tambièn las cosas ya se pusieron sangrientas y por efecto de contraste con los  primeros capìtulos, la violencia resalta màs. Dijiste que este fic surgiò a partir de uno anterior que incluìa cosas de un tal anime llamado Fairy Tail o algo asì, no lo conozco pero te puedo decir que tu relato està bien delimitado dentro del universo ss, no parece otra cosa. Y un tema a destacar: es muy difìcil narrar en texto una escena de acciòn, son mucho màs digeribles en viñetas o animaciones; aùn asì en este fic los duelos estàn muy bien escenificados, se siente cada instante de las peleas, lo cual es todo un logro. ¡Se viene la guerra mundial divina! Supongo que los sobrevivientes van a festejar con chocolates y vino y a Nadeko le van a poner de vuelta vodka en su copa. Saludos Sagen.

 

Gracias por pasarte a leer Gato.

Creo que no me expresé bien. Lo que quería decir es que el nombre Etherias evocaba a Fairy Tail, pero no que en algun momento estuviese su desarrollo enfocado a esto. Tambien gracias por el reconocimiento, como decía antes, no sabía si las escenas de acción narradas estarían bien escritas en un comienzo, pero creo que poco a poco he ido aprendiendo con esta historia. Espero no decaer en este aapecto en el futuro.

 

Saludos.

 

Capítulo 14. Los guardianes de la noche II

 

 

 

05:37 horas (At), 01 del Cuarto Mes — Año 3015 E.O.

 

          Una altura incomparable, unas grandes hombreras carmesí que sujetaban una capa negra que cubría la mayor parte de su Extellar, exceptuando esa brillante gema roja que bien podría ser un rubí de casi el mismo tamaño que las huellas de sus pulgares. Su armadura le hacía ver como un fornido guerrero, cubriendo por completo el cuerpo de Reonis apenas dejando espacios entre las piernas y brazos para poder moverse con tranquilidad. Su casco solo cubría la parte delantera, el rostro, sin ocultar las despreciables facciones muertas y soberbias que profería cada vez que usaba su lanza para agrietar la armadura del caído, destrozando aún más el cuerpo inerte del Santo de Bronce que acababa de asesinar a sangre fría.
 

          —¡Déjalo de una vez por todas, maldito! —Exclamó la Santa de Acuario, mientras acumulaba su cosmos. Sus ojos parecían dos hienas hambrientas dispuestas a abalanzarse por su presa. Con la mano izquierda trataba de tranquilizar el puño que se había formado en su diestra. Ella sabía que enfurecida no iba a ganar nada, solo perdería los estribos.
          —¿Dejarlo? ¿Para qué? Estoy consiguiendo lo que vine a buscar. Deseaba tener frente a mí a la grandiosa guerrera que decían que había impedido siempre nuestros avances de conquistar Atmetis —los cabellos grisáceos y plateados de Reonis ondeaban con el viento asemejándose a la forma de una llama. Contrastaban dichos colores con la jovialidad que evocaba su rostro de tez clara—. Pero vaya decepción me he llevado, no esperaba que solo se tratase de una niñata con problemas de actitud.
          —Eres solo un bastardo… —dijo la Santa de Acuario, exhalando con fuerza. Debía conseguir todo el tiempo que pudiese. La guardia nocturna de Ventus no podía acabar sola con todos los invasores y ella ya lo había aceptado.
          —Permíteme corregir tu error, mi querida Nereida. Yo soy Reonis de Estérope, comandante de Hermes, líder de batallón, ganador de cincuenta guerras. Creí ya habértelo dicho antes —sus ojos combinaban bien con lo que soltaba esa lengua viperina. A la Santa Dorada ya le estaba costando aguantar la conversación siquiera un minuto más con aquel despreciable —. ¿Debería añadir a la lista el “incompetente” o el “bastardo” que me acabas de decir? Uhm… el bastardo que acabó con las fuerzas de Athena, ¿para qué mentirte? Suena bien para mí.
          —Cállate de una vez, si no quieres que congele hasta la última gota de tu sangre.
—Como si dejara que eso ocurriese. ¿Ves esto? —Preguntó el Pléyade extendiendo hacia Nereida el arma que había segado la vida de uno de sus Santos subordinados—. Esta es la Lanza del Dios de la Guerra. Encomendada por el mismísimo Ares a su amante Estérope en la era del mito. Mientras la tenga entre mis manos no vas a poder acercarte a mí.

 

          Cuanto más la contemplaba, más mala espina le daba aquella lanza roja. Si era tan afilada como parecía serlo, las afirmaciones de Reonis no se alejaban de la realidad cuando mencionaba con orgullo que no se le podría aproximar ni un poco. Partir un torso humano, protegido con Musca y su propio cosmos, no era tarea sencilla ni siquiera para las gloriosas Armas de Libra. O al menos de lo que decían de ellas, las cuales pocas veces habían sido empleadas para el combate desde que ocupó su rango el primero de los Santos del séptimo signo zodiacal.
          El amanecer estaba cerca, en el horizonte ya se vislumbraban los primeros rayos de sol. Pronto se cumpliría una hora desde que había comenzado el combate entre ambas fuerzas y, por palabras de Reonis, los Santos eran los que más habían perdido en esos sesenta minutos. Ahora ellos tenían ocho dispersos en el campo de batalla, y los Pléyades aún unos cuarenta. Si en realidad habían sido, o no, peones era discutible, pues bien podría ser un engaño del manipulador comandante de Maiestas, o también podría ser cierto ya que en ningún momento sintió el manejo de cosmos en ninguno, además de que sus armaduras cubrían menos partes del cuerpo que muchas otras.
          A Nereida no le quedó más remedio que dar un salto hacia atrás para así aumentar la distancia entre ella y Reonis. Seguía jactándose de sus actos el portador de la Lanza, y eso le dio una oportunidad a la Santa Dorada de poder observar a su alrededor. Once bajas en los Pléyades era un avance increíble, aunque no del todo meritorio. Aún quedaban allí veinte guerreros más a los cuales debían derrotar, su líder incluido. «Espera, conté veinte. ¿Dónde están el resto?», pensó la Santa de Acuario rápido. Se había cegado tanto por la muerte de Jings que en ningún momento se había dado cuenta de que se habían escapado de sus manos unos cuantos.
 

          —Veo que se te perdió algo, Santa Dorada —dijo con sorna el portador de la Extellar de Estérope—. Si quieres te ayudo a buscarlo con gusto.
          —Vete al infierno —exclamó.
          —¿Al infierno? Me halaga que quieras que te lleve yo mismo a tu sitio de descanso eterno, pero sería muy cansado para mí hacerlo. ¿Y si te acompañaran los tuyos? Deberías sentirte como en familia. Viajar en grupo tendría que resultarte más placentero.
          —¡Maldición, dime! ¿Dónde diablos se han metido el resto de los Pléyades que comandabas? —preguntó la Santa de Acuario, haciendo que el resto de los guardianes se percatara de esto.
          —Buena pregunta, ¿dónde estarán esos buenos hombres que piensan sin autonomía? ¿Quizás huyeron al ver tu cosmos violento? No, no lo creo, son buenos hombres, al fin y al cabo —hizo una pausa para llevarse la mano a la boca. Con su mirada burlesca decía demasiado—. ¿Quizás… estarán yendo en dirección de Atmetis?
 

          Los ojos de Nereida debieron lucir sorprendidos —y esa era la respuesta corporal que buscaba Reonis—, pero no lo hicieron. Al Pléyade de Estérope no le gustó aquello. «¿Por qué no hace nada, ni siquiera una mueca?», pensó Reonis previendo que algo se le escapaba de sus planes. Planeaba seguir importunándola hasta que ese insípido rostro de la Santa frente a él cambiase, aunque sea por instinto.
          Los pensamientos de la Santa Dorada se hicieron realidad, demostrando que la inferioridad numérica que poseían les era una desventaja en todos los aspectos posibles. Si ella no quería conseguir incrementar el número de cadáveres aliados lo único que podía hacer era quedarse atenta siempre con un ojo puesto sobre el comandante Pléyade, tratando de impedir cualquier acción que Reonis intentase para acabar con ellos. Sus movimientos tenían que mantenerse sincronizados: si él se movía hacia la derecha, ella debía hacer lo mismo. Sus pasos tendían que ser miméticos, defendiendo a todos aquellos a quienes arrastró al combate. Aún se lamentaba por la muerte de Jings, pero no era momento de hacerlo. Solo ella podía mantener a raya al líder de los invasores y se encargaría de que no causase más daños a los miembros de su amada guardia nocturna.
          Con Nereida ocupada, los Santos de Plata debían demostrar su duro entrenamiento ya que ellos eran los que seguían en rango a la portadora de Aquarius. Por ninguna parte aparecía Sophie —quien hace unos momentos había combatido y ganado al batirse contra un Pléyade insignificante—, lo que implicaba que tanto Cefeo como Casiopea debiesen esforzarse mucho más si querían acabar con todos los enemigos que se les ponían enfrente. Ambos se llamaron con el cosmos y acudieron a un mismo sitio, replicando la estrategia que habían empleado su lideresa en conjunto con el Cisne. Ahora, manteniéndose espalda con espalda, sus puntos ciegos habían disminuido en consideración ya que estaban seguros de que el otro le protegería.
 

          —Midna, usa esa técnica, aunque no te guste. Es nuestra única oportunidad de conseguir ventaja numérica. ¡Hazlo rápido! —Gritó Alder al verse rodeado por una buena cantidad de invasores rojos. Sabía que a su compañera no le fascinaba la idea, pero no les quedaba de otra.
          —Está bien —respondió con voz insegura. Suspiró, decepcionándose de sí misma. Sus puños se envolvieron de cosmos, azulino como la coloración de su Cloth—. ¡Reina del Crepúsculo!
 

          La Santa Plateada arremetió contra el oponente que tenía frente a sus ojos. Con una velocidad increíble, avanzó hasta el Pléyade quien de forma instintiva se cubrió el rostro para no ser dañado por el puño de Midna. Unos segundos pasaron antes de que abriese los ojos y se diese cuenta de que ella no estaba allí. La Santa dio un salto en un punto ciego y le propinó un golpe en la nuca, el cual provocó que viese negro por unos segundos, cayendo derrotado ante un aparente ataque normal y corriente. Se desplomó al suelo, ante la mirada atónita de sus compañeros, quienes no creían que alguien de su contextura hubiese acabado con alguien que podría triplicarle en masa corporal.
          En cuanto se abalanzaron, tratando de vengar a su compañero caído, las cadenas de Cefeo se prendieron a sus torsos, quedando prisioneros del Santo de Plata. Las armas que eran parte de Cepheus comenzaron a usar electricidad de gran intensidad la cual hizo someter de forma más sencilla a dos de los atacantes. Un tercero se hizo presente, acercándose demasiado y viéndose Alder impedido de actuar al solo poseer una cadena por brazo. La Santa de Casiopea observaba el horizonte confiada, dándole la espalda al Pléyade que trataba de matarle. Su puño se acercó bastante al abdomen desprotegido que no cubría Cassiopeia, faltándole centímetros de conseguir un golpe que podría haberle causado heridas muy graves.
          El brazo del Pléyade fue detenido por un gigantesco puño que provenía del suelo. Levantándose de sus cenizas, el enemigo que fue atacado por Midna en pleno descuido se colocó de pie.
 

          —Me alegra que no estés muerto, Herell. Ahora suéltame y acabemos con esta mujerzuela —dijo el individuo, tratando de zafarse del agarre de su compañero con todas sus fuerzas.
          —No tocarás a mi reina, ¿lo entendiste? —Sus gruñidos hicieron cambiar el rostro confiado de su compañero. Su mirada sombría solo hacía acrecentar ese miedo interno.
          —¿Qué dices Herell? ¿Acaso estás loco? Déjate de tus bromas y terminemos con su vida ahora que no intenta hacer nada —exclamó, llamando la atención de la Santa Plateada, quien, a pesar de todo, no dejó de darle la espalda al enemigo.
          —Él no te escucha —dijo Midna tranquila e imperturbable, observando las palmas de sus manos con sentimiento de culpa—. Ahora siendo presa de mi técnica, lo único que le queda es obedecer mi voluntad, defenderme, pelear por mí, asesinar por mí. Ante sus ojos soy la mismísima reina Casiopea, quien hasta el final de los días fue adorada por sus súbditos.
 

          El puño de Herell ahora seguía las órdenes de su reina. Él no era una marioneta de la Santa de Casiopea, sino de sus propios pensamientos. Era controlado por ilusiones vívidas que habían borrado muchos de sus recuerdos pasados, reescribiéndolos hasta que cada fragmento se vuelva una imagen realista, manteniéndose así mientras Midna pudiese continuar tranquila con su manejo del cosmos. Ella les proveía de buenos recuerdos y un envidiable cosmos, y solo debían retribuirle lealtad. Herell cerró su puño con fuerza, y tanto la parte de su armadura que recubría sus manos, como el brazal de la Extellar de su antiguo compañero, fueron destruidos a la vez al poseer la misma resistencia. Lo soltó, y comenzaron ambos a pelear dándose golpes y patadas que solo en entrenamientos habían intercambiado hasta ese momento. 
          Cuando en la era del mito vivió la reina Casiopea, sus sirvientes la alabaron a ella, resaltando su belleza por sobre otras deidades. Quizás la diosa Afrodita no escuchó estas palabras de vanidad absoluta, pero sí lo hizo el emperador de los mares Poseidón quien enfureció al ser su reina Anfitrite afectada por las vulgares declaraciones de aquella simple mortal. Las mareas subieron y cubrieron por completo la isla de Etiopía un día al atardecer, borrándola de los mapas para siempre. Casiopea nunca dejó su vanidad de lado, negándose a aceptar su error incluso en los últimos instantes de su vida. Ni ella, ni sus súbditos admitieron que sus palabras habían causado la caída de su ciudad y de su gente. Vivieron cegados, y murieron cegados al apagarse también las luces en el cielo. Es por ello que, al emplear la Reina del Crepúsculo, Midna creaba súbditos quienes la seguían sin importar sus órdenes. Súbditos que alguna vez fueron personas pensantes, pero que ahora solo eran marionetas de una Santa de Plata. Podría decirse que la compañera de Alder empleaba la fuerza de su oponente contra ellos.
          Metros más allá la Santa de Liebre, Sidhea, luchaba por su vida. Ella comprendía bien que, en combate alguno, ella tendría la menor fuerza cósmica, y sería derrotada en combate tan pronto alguien le asestara un golpe a su frágil Cloth Lepus. Su cosmos lo usaba para escabullirse, correr, y dar enormes brincos, todo con tal de que ninguno de los Pléyades le alcanzase. Ese no era su estilo de vivir, no le gustaba pelear, pero tampoco le gustaba la idea de morir. Su labor siempre había sido el de exploradora, mas no el de combatiente. Aunque, si bien ella no lo quería admitir, lo que tenía de miedosa lo tenía también de inteligente. Sus inesperados saltos tomaban por sorpresa a los Pléyades, y en cuanto iban a atraparle, persiguiéndole, siempre caían presa del desierto en zanjas donde las arenas movedizas impedían sus movimientos cuanto más cosmos usasen para escapar de allí.
          Nunca quedándose en el mismo sitio, pues sus enemigos no eran demasiado tontos tampoco, ella dio varios saltos de gran altitud hasta que llegó donde su compañero Vestra de Avispa se mantenía expectante del combate lejos de cualquier enemigo. Su estilo tampoco era confrontarlos de forma directa, él tenía sus métodos propios. Su cosmos creaba pequeños insectos de la misma especie que su Cloth de Bronce, dotándoles a cada uno de la bondad de poder explotar. Quizás cada una de las avispas por sí solas no lograría el efecto deseado por Vestra, pero era el trabajo en equipo el que lo lograría. La picadura de una avispa podía ser inofensiva, pero no el de una furiosa colmena entera.
          Sus criaturas tenían la capacidad de ser unas envidiables destructoras, pero solo podía limitarse a crear una a la vez. Necesitaba tiempo, segundos que no podía ganar la Santa de Liebre. La tranquilidad no duraba para siempre, y eso le jugó en contra. Sidhea tuvo una buena idea al escapar de ellos en lugar de pelear, pero al mismo tiempo los había conducido directo a la ubicación de su compañero. Quizás los Pléyades que se acercaron no eran tan ágiles como ella para llegar tan alto con saltos, aunque sí eran unos brutos capaces de moler a golpes los pilares que sostenían la roca sobresaliente donde los dos Santos de Bronce estaban.
          Aunque la vida le costara aquello, Feeris de Cisne lanzó un desesperado Polvo de Diamantes. En su cuerpo aún quedaba un cierto rezago del cosmos que le prestó alguien a quien consideraba él una maestra. El cosmos dorado dio sus últimos destellos en el joven en cuanto él lanzó su técnica, con tal de congelar los cimientos y así proteger a sus compañeros de una muerte segura. Logró llegar a tiempo el aire gélido para recubrir de hielo la pared montañosa, pero no fue suficiente para dañar a los Pléyades que observaban atentos y burlones al Santo de Bronce. Intentó acumular nuevamente su cosmos, pero uno de sus enemigos se le adelantó y, con increíble velocidad, le dio una patada que lo propulsó cientos de metros más allá. Feeris quedó atrapado entre la roca, quedando varios metros en profundidad y sin poder moverse a causa de las múltiples fracturas que consiguió. El emblema de Cygnus se resquebrajó, rompiéndose el cuello del cisne y varias partes de la Cloth.
 

          —Maldición… —se quejó el Santo, tosiendo sangre y manchándose la camiseta que llevaba debajo del peto del Cisne—. Creo… creo que esta es nuestra última pelea juntos Cygnus. Sobrevive… Ya no me quedan fuerzas… Continúa sirviéndole a Athena tal como siempre…
          —¿Ya te rendiste, Feeris? —le preguntó una voz que conocía, pero que por su condición no atinaba a recordar a quien pertenecía. Era una voz de hombre—. Tranquilo amigo, te sacaré de aquí de una forma u otra…
 

          Los demás guardianes nocturnos estaban ocupados y lejos como para ayudar a Draik de Dorado. Con sumo cuidado trató de sacar a su compañero de entre las rocas, intentando no empeorar más su ya complicada situación. Le cogió de los brazos, lo acomodó encima suyo y se lo llevó cargado en su espalda, esperando estar aún a tiempo de poder salvarle la vida. Se ocultó, avanzando entre las formaciones rocosas que cubrían una parte del cañón y bordeaban una parte del terreno de combate. El Santo de Bronce sabía que para salvar a su camarada debía de llevarle a un lugar seguro.
 

          —Detente de una vez —dijo Feeris sin fuerzas en su voz, cogiéndole del brazo a su compañero—. Tú debes pelear… Ayuda a la maestra Nereida…
          —No digas insensateces. Solo sigue luchando contra la muerte, que yo trataré de salvarte. No cierres los ojos en ningún momento —mencionó Draik mientras continuaba escabulléndose entre las mil y una rocas que había.
 

          Cada paso que daba era una señal de traición al campo de batalla, a su valor como combatiente. Cualquiera de sus compañeros haría lo mismo por los demás, y eso era una enseñanza grabada a fuego que se había arraigado en el frente combatiente de Ventus, donde todos eran parte de una familia que no podía permitirse la pérdida de ninguno de sus miembros. Ahora lo más importante era conseguir las menores bajas posibles porque todos los Santos eran importantes en igual medida para la justa diosa Athena. Sus sentimientos los guiaban a todos y les daban fuerzas para continuar, y debían retribuirle de misma forma asegurándose de vivir para ella.
 

          —¡No crean que no me di cuenta de ustedes dos! —exclamó un Pléyade, quien les había seguido saltando de roca en roca, no haciendo ruido para evitar que le descubriesen. Saltó y se les plantó en frente—. ¡El gran Haematya de Argifonte no será engañado por unos simples guerreros de segunda!
          —Genial, lo que me faltaba… —dijo el Santo de Bronce. Con su amigo herido no podía hacer movimientos tan bruscos.
          —¡Jajaja! —Rió en voz altísima el Argifonte—. ¡Solo son unos simples bichitos que se escabullen del gran poder de alguien como yo! ¡Sufrirán la ira del tercero al mando del batallón rojo del rey Hermes!
          —Mis tímpanos… Cállate que con tremendo estruendo despertarás a toda Etherias —dijo en tono de burla Draik, concentrando cosmos en sus piernas para atacar con su mejor técnica desde el comienzo—. Esto va a ser un dolor…
 

          La Santa Dorada se mantenía atenta, esquivando cada golpe que podía de Reonis, el comandante del batallón rojo de Maiestas. Ya le había lanzado un par de veces atrás el Polvo de Diamantes, pero había hecho poca mella en el Pléyade. Su Lanza era lo más peligroso de su ser, ya que le propiciaba de una defensa impenetrable y una ofensiva que iba más allá de las capacidades de cualquier mortal. Su mente se mantuvo clara y firme en el combate, tratando de no pensar en nada más. Mas un sentimiento la invadió por dentro, provocando que se llevara la mano al corazón. «Feeris, Draik… Ustedes no…», pensó Nereida sin querer soltar una lágrima en frente de un oponente tan molesto como Reonis. Ella dejó de sentir sus cosmos al mismo tiempo, presintiendo lo que había sucedido con ellos.
          Su percepción del cosmos no fallaba, y por ello sabía que al menos seis miembros de la guardia nocturna eran aún capaces de combatir. Las seis y media estaban a punto de cumplirse, y ellos ya habían perdido un tercio de los guerreros que acudieron en defensa de las tierras de Atmetis. No tenía la certeza de saber si la guardia diurna había ya despertado de su sueño, ya que ella confiaba en que habían ganado suficientes minutos como para que se alistasen para un combate sin tregua alguna. Los Pléyades no tardarían en alcanzar la Muralla y eso le preocupaba de sobremanera, motivo por el cual observó repetidas veces hacia el sur, donde se hallaba Ventus.
 

          —¿Qué ocurre Nereida, porque observas tanto hacia tu hogar? Uhm, tal vez sea eso… Cierto, debí haberlo pensado antes… ¿Es que acaso temes que la Muralla esa no sea una defensa eficaz contra nosotros simples Pléyades? —Preguntó Reonis con su timbre de voz molesto de siempre.
 

          «¿La Muralla? Su existencia solo la conocíamos nosotros… Nos aseguramos de no dejar vivo a ningún Pléyade, ni siquiera si nos suplicase de rodillas… Eso solo significa que…», pensó la Santa de Acuario. Era improbable, pero en medio de una guerra debía considerar posible cualquier escenario. Seguía moviéndose entre los innumerables Pléyades, tratando de no ser alcanzada por el filo de la Lanza que portaba Reonis.
 

          —¿No dices nada, mi querida Nereida? ¿Acerté? ¿Es que acaso no confías en tus hombres? Estoy seguro de que los míos se van a llevar un buen flechazo en el cráneo si llegan hasta allí —se burló el comandante Pléyade sin darse cuenta de que había dicho algo que no debía.
 

          «¿Un flechazo en el cráneo? Espera… Eso quiere decir que… ¡Soy una tonta por no haberme dado cuenta antes! Debo volver rápido».
 

          —¿Nereidita, te quedaste dormida parada? Espero que no resulte un problema tan grave atravesar ese bello cuello desprotegido que tienes —no obtuvo respuesta. Nereida seguía entre sus pensamientos averiguando cómo podría volver pronto con Dreud y el resto e informarles lo que había descubierto—. Esperaba este momento. La Lanza del Dios de la Guerra no ha probado sangre desde hace mucho, mucho tiempo. Es decir, desde que maté a tu subordinado. 
          —Eres demasiado insoportable.

 

* * *

 

06:25 horas (At), 01 del Cuarto Mes— Año 3015 E.O.

 

          A pesar de que confiaba en sus compañeros, el Santo de Flecha se mantenía expectante sobre lo que pudiese ocurrir en el horizonte. Los primeros rayos de sol alcanzaron la infranqueable muralla. Se había mantenido apoyado en la baranda durante las últimas horas, desde que había recibido la orden de boca de su lideresa Nereida. No estaba en posición de cuestionar, pero tampoco le disgustaba pues eso le daba la oportunidad perfecta de practicar sus habilidades desde las alturas menos imaginables posibles.
          Cuando varios Pléyades se acercaron corriendo a gran velocidad, aproximándose al lugar que debía defender, él apuntó con su brazo derecho. Aunque su técnica no debería haber surtido mucho efecto, de entre todas las flechas que lanzaba una de ellas era, sin lugar a dudas, letal. Las Flechas de Cacería no eran una técnica que él pudiese usar con libertad en un campo de batalla, pues lo exponía a grandes riesgos. En cambio, con trabajos especiales como el que le había encargado la Santa Dorada era perfecto.
          Observaba con detenimiento cada avance de los Pléyades, tratando de predecir sus siguientes movimientos y no fallar en el intento de darles caza. Cerró el ojo izquierdo para tener una mejor perspectiva a la hora de disparar. Sus pensamientos quedaban relegados entre tantos cálculos que él empleaba para así poder acertar.
          Sin esperárselo, un fuerte dolor de cabeza le molestó por unos segundos, en los cuales sus ojos solo pudieron observar oscuridad. Sin importarle en lo absoluto, volvió a fijar su objetivo en los caminantes que se acercaban a la Muralla, más veloces que antes. Su visión se agudizó por un momento justo y contempló al detalle los rostros de quienes se aproximaron. Una sonrisa sádica se formó entonces en lugar de la apacible mueca irreal que llevaba por costumbre. Había liberado a la bestia que ocultaba en su interior.
 

          —Es una pena, me habías caído muy bien Keran —dijo una voz que él reconoció al instante. ¿Cómo no hacerlo si trataba con ella cada día? Era masculina, un tanto grave y perezosa.
 

          Las manos doradas se acercaron al codo desprotegido del Santo de Flecha. El cosmos ardiente empezó a recorrer cada centímetro del cuerpo, envolviendo al sin armadura con un aura brillante y poderosa, como la que le rodeaba siempre que él iba a combatir. Esa aura era característica de un Santo Dorado. Pronunció sin dificultad “Otra Dimensión” y, solo con esas dos palabras, un vórtice gigante se abrió frente a Keran. A pesar del enorme poder que podía llegar a alcanzar, se controlaba para no ocasionar más destrozos de los debidos. No iba a acabar con él usando todas sus energías. Se agarró fuerte de la baranda, pero fue inútil y terminó flotando, suspendido frente al ojo del vórtice. Sin ser esa la voluntad del Santo, Sagita se desprendió con cierta facilidad de su portador, antes incluso de que este intentara arrastrarse fuera del portal dimensional.
          Como si nunca hubiese existido, el Santo de Bronce desapareció sin dejar rastro alguno. Allí solo le esperaba un futuro: desintegrarse y volverse polvo mientras quedaba sumido en la más absoluta desesperación durante sus últimos momentos de vida. El aura dorada se apaciguó, volviendo a su estado normal y vegetativo. No iba a desperdiciar más energías en vano. Como el ser vivo que era, Sagita volvió por cuenta propia a la Torre de los Guardianes de Ventus, donde descansaría en la Caja de Pandora.
          Unas voces le llamaron desde abajo, y él solo correspondió a ellas haciendo un gesto, tratando de que le esperaran solo un poco más. Tomó aire, para así volver a su semblante aburrido de siempre y caminó recto hacia la única forma de bajar segura allí.
 

          —Listo. La misión fue completada con éxito —se dijo para sí mismo Dreud de Géminis, mientras se dirigía al elevador—. Es momento de recibir a mis amigos Pléyades…


Si deseas leer un fanfic, puedes echarle un vistazo a mi historia, se agradecería:

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                              "Los Reinos de Etherias"      Ya disponible hasta el Cap. 34

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#49 ALFREDO

ALFREDO

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Publicado 21 septiembre 2020 - 21:38

Hola Sagen. Es primera vez que visito tu fic. Creo que eres un antiguo fiker según lei por ahí pero no se tú antiguo nombre. Me pareció curioso el nombre de tu fic, la verdad desconozco que significa la palabra Etherias, pero me resulta muy novedosa la idea que los olimpicos convivan en una sola tierra "Pangea" divida en 12 estarías.

 

Tomará tiempo aprenderme los nombres de los reinos, pero le daré una oportunidad a este fic. El cual según lei el cap 1 transcurre en los tiempos mitologicos. Me parece curioso eso q cada dios tenga un nombre como Athena "Ariadne" y la santa de Aries me parece muy servicial, juju.

 

Hades por otro lado muy elocuente, ya distingue como un antagonista y ni se guarda sus planes maquiavelicos para decirlos en la cara cosa q no me parece muy mala idea, me pregunto que querrá en el reino de Athena que quiere tanto jaja.

 

Saludos, volveré. 


Editado por ALFREDO, 21 septiembre 2020 - 21:41 .

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FANFIC: La condenación de los caballeros de Athena

Capitulo final N°66.- Publicado!

Fichas de personajes


#50 El Gato Fenix

El Gato Fenix

    Aura Interior

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Publicado 23 septiembre 2020 - 10:17

como va Sagen. Este último capítulo me produjo cierta confusión, muchos personajes, escenarios y batallas simultáneas. Se sintió que todo era una guerra absoluta pero me perdí un par de veces.

El fic es muy bueno pero el ritmo de publicación es muy lento y a cada nuevo capítulo uno tiene que refrescar la memoria. Te cuento que voy a hacer a partir de ahora. Calculo que serán 70 u 80 capítulos por el ritmo que llevas, así que cuando hayas terminado lo voy a leer completo. No te desanimes por esto porque me interesa la historia, escribís bien, sólo que yo quiero darme con una dosis de emoción más abrupta. ¿cuántos capítulos calculas?

saludos y gracias de nuevo por este rato de lectura placentera.


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             Caerguirse!


#51 SagenTheIlusionist

SagenTheIlusionist

    Ocioso las 23:59 horas.

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Publicado 24 septiembre 2020 - 13:16

Bueno, tras una dura semana, y algo más, al fin me digno a publicar el capítulo 15.
Por otra parte, para el cap 16 no habrá tanta espera, solo 1 semanita a partir de ahora (?) Espero. Y sí, lo digo porque cae último día del mes, no porque adelante estreno. 
 

Hola Sagen. Es primera vez que visito tu fic. Creo que eres un antiguo fiker según lei por ahí pero no se tú antiguo nombre. Me pareció curioso el nombre de tu fic, la verdad desconozco que significa la palabra Etherias, pero me resulta muy novedosa la idea que los olimpicos convivan en una sola tierra "Pangea" divida en 12 estarías.
 
Tomará tiempo aprenderme los nombres de los reinos, pero le daré una oportunidad a este fic. El cual según lei el cap 1 transcurre en los tiempos mitologicos. Me parece curioso eso q cada dios tenga un nombre como Athena "Ariadne" y la santa de Aries me parece muy servicial, juju.
 
Hades por otro lado muy elocuente, ya distingue como un antagonista y ni se guarda sus planes maquiavelicos para decirlos en la cara cosa q no me parece muy mala idea, me pregunto que querrá en el reino de Athena que quiere tanto jaja.
 
Saludos, volveré.

 
Hola Alfredo, bienvenido a este humilde fic. 
Pues creo que la mayor parte de mi estadía siempre he sido Sagen, la verdad jajaja. Realmente tan tan antiguo no soy, solo unos cuantos años... cuatro creo. 
Espero que el fic siga interesándote poco a poco, los primeros caps quizás puedan resultar un poquito lentos, pero espero no te decepcionen. Una pequeñísima corrección, el capítulo 1 no transcurre en tiempos mitológicos, quizás pueda dar la impresión ya que la mayoría de interlocutores pareciese vivir en esas épocas, pero es más porque los dioses no les gusta mucho eso de modernizarse tanto (?).  

 

Saludos.
 

como va Sagen. Este último capítulo me produjo cierta confusión, muchos personajes, escenarios y batallas simultáneas. Se sintió que todo era una guerra absoluta pero me perdí un par de veces.
El fic es muy bueno pero el ritmo de publicación es muy lento y a cada nuevo capítulo uno tiene que refrescar la memoria. Te cuento que voy a hacer a partir de ahora. Calculo que serán 70 u 80 capítulos por el ritmo que llevas, así que cuando hayas terminado lo voy a leer completo. No te desanimes por esto porque me interesa la historia, escribís bien, sólo que yo quiero darme con una dosis de emoción más abrupta. ¿cuántos capítulos calculas?
saludos y gracias de nuevo por este rato de lectura placentera.

 

Hola Gato, muchas gracias por pasarte un rato por acá.
Sí, incluso yo consideré en su momento que hubo una considerable cantidad de personajes participando. Claro, para mí es más sencillo relacionar cada nombre con su constelación, porque tengo mi Excel, pero para los lectores quizás no. Es por eso que peco mucho de repetir nombres y constelaciones juntas a cada rato. 

 

Si estimo bien, quizás quedándome algo corto, diría que unos 125 capítulos tal vez. Sé que la espera, como se dice, desespera un poco. Yo el primero de eso, de hecho... Pero también es que me demoro un poco mucho escribiendo y tal, aparte de corregir detalles, hacer mis cosas en la facultad virtualmente... Por eso la publicación es quincenal y no semanal como me gustaría. Porque debo conocer mis límites. Y sí, se que eso provocará que el fic dure mucho más de lo esperado. 

 

Por mi no hay problema Gato, regresa cuando gustes. Siempre serás bienvenido por acá  :lol: Saludos.

 

 

Capítulo 15. El hilo de Ariadne

 

 

08:45 horas (Po), 01 del Cuarto Mes — Año 3015 E.O.

 

          Los aleteos de un ave atravesaban los vientos atlantes a una velocidad impresionante, provenía de territorios de la diosa de la sabiduría. El cosmos dorado que le envolvía era prueba de su labor como mensajero de élite de la diosa Athena, motivo suficiente para que las fuerzas armadas del emperador de los mares no le atacasen. A su paso todos los ciudadanos que se hallaban cerca le notaron pues el desplegar de sus majestuosas alas cortaban el viento, dejando atrás un estruendo un tanto perceptible a pesar de la gran altura a la que viajaba. El cosmos de Athena le guio a su destino, avanzando sobre los cielos de la capital Neptuno hasta llegar al templo de Poseidón, donde en una habitación aledaña se hallaba la diosa de la guerra aún dormida.
          El cosmos que emitía el águila alertó a Lauren, a quien le había tocado quedarse vigilando a la pequeña Athena en aquella noche. Se despreocupó en cierta medida al notar que solo era un ave, pero la nota enrollada en su pata derecha le llamó la atención. Podría haber quedado presa de su curiosidad, e informarle a su majestad de lo ocurrido, pero ella durante su viaje había aprendido que esa chiquilla a su costado no era mala, ni en el exterior ni en el interior. Se tomó unos segundos para reflexionar sobre si lo que hacía estaba bien, pero sus sentimientos habían dictaminado algo. Le dio unos ligeros toques en el hombro derecho a la diosa, despertándola de improviso.
 

          —Diosa Athena, llegó un mensaje para usted —dijo la General Marino llevándose las manos atrás, y jugueteando con sus dedos sin dejar que la diosa extranjera lo viese. Athena dio un amplio bostezo que le hizo sentir ternura a Lauren.
 

          Ariadne sentía su cuerpo pesado aún, como siendo dominado por el dios de la pereza. Aún mantenía los ojos cerrados, con pequeños rezagos de haber dormido sobre sus párpados. Estiró los brazos hasta más no poder, y luego las piernas, con un pensamiento constante de que así crecería algunos centímetros más aquel día. Volvió a dar otro bostezo, igual que el anterior, y con sus manos se frotó los ojos, para así despertarse aquella mañana. Su cabello se había alborotado con el roce, producto de haberse cubierto por completo con las sábanas que le habían proporcionado. Ni siquiera en Atlantis podía superar ese interiorizado temor a la oscuridad.
 

          —Diosa Athena, llegó un mensaje para usted —volvió a decir Lauren, tosió una vez para darse importancia, aunque acto seguido se cubrió la boca con la diestra para no ser descubierta riéndose del despeinado aspecto de Athena.
          —¿Un mensaje? —Repitió con voz somnolienta y los ojitos entrecerrados. Pensando unos segundos su cerebro recobró con rapidez su agilidad habitual y se dio cuenta de sus palabras—. ¡Un mensaje! Pero no esperaba nada —pensó en voz alta.
          —La mejor idea quizás sea abrir la carta que lleva allí atada, diosa Athena. Supongo que debe tratarse de algo urgente ya que esa águila llegó volando tan rápido que me impresionó, sin lugar a dudas —comentó la General de Lymnades.
          —¿Águila? —Volteó a observar el ventanal, donde se hallaba el águila posada con el pecho inflado. La observó a detalle, —. Tu eres Yuna, ¿cierto? Si estás aquí eso significa —no cabía lugar a dudas en la diosa, sabía a la perfección lo que implicaba su presencia allí—. Lauren, ¿podrías hacerme un favor? Busca en esa maleta de la esquina un vestido, el que te parezca más apropiado y me lo pasas. Necesito leer con atención esto, si me permites.
          —Con gusto, diosa Athena —respondió ella con cortesía, aunque en realidad no estaba obligada a ello ya que no era su reina.
 

          Se acercó al águila estando ataviada solo con un vestido grisáceo enterizo que le servía de ropa de dormir el cual le cubría hasta por debajo de las rodillas. Con su delicadeza característica deshizo el nudo que mantenía sujetada la carta que le enviaban desde Ventus y tomó el trozo de papel con su mano derecha. Los ojos castaños de la diosa recorrieron la nota de inicio a fin, deteniéndose en varios detalles que le indicaron lo urgente de la correspondencia. La firma de Nereida al término de esta, y la apresurada caligrafía que se notaba alarmaron aún más a la reina de Atmetis.
 

          —Supongo que este estará bien —dijo en voz alta la guerrera atlante con un vestido blanco entre sus manos, doblado con dedicación por la misma Ariadne—. Si eso es todo, creo que mi deber es retirarme —comentó mientras le extendía la prenda a la diosa de la guerra.  
          —Lauren, necesito de tu ayuda —dijo ella. Acomodó sobre su cama la ropa escogida por la Lymnades y bajó el cierre del vestido que aquel día iba a lucir frente a todos, quedando abierto desde la espalda y listo para que Ariadne se lo colocase—. Quiero que me lleves al hotel donde se hospedan mis Santos lo más rápido posible. Es una urgencia —imploró ella sin dirigirle la vista. Se sacó el enterizo de dormir, dejando ver aún más su blanca piel por unos segundos.
 

          Unos segundos demoró en cambiar de ropas frente a los ojos de Lauren, quien se sorprendía no por la figura un tanto delgada de la gobernante, sino de la confianza con que ella se cambiaba de traje frente a alguien que apenas conocía. La urgencia podía haber sido una razón plausible, pero aun así no dejaba de parecerle cada vez más curiosa aquella niña que tenía dentro de sí una diosa tan impresionante y aterradora como lo era Athena. Cuando volvió de sus pensamientos, Lauren observó como la pequeña trataba de alcanzar la cremallera para cerrar su vestido. Sus esfuerzos eran inútiles, pero hasta cierto punto graciosos por tantear tantas veces donde se encontraba este. A la General no le quedó más remedio que ayudarle ella misma, tomándose las libertades del caso.
 

          —Lauren, por favor. Necesito llegar rápido con mis Santos, no hay tiempo que perder —dijo la diosa, acercándose a la puerta y girando el picaporte que abría esta—. Por favorcito —pidió, sin fijarse que no estaba con los suyos, sino con una guerrera de élite de Poseidón.
          —Está bien —cedió—. Pero primero, ¿no se olvida de los zapatos, diosa Athena? —preguntó, señalándole con el dedo índice sus piececillos descalzos—. No vaya a querer resfriarse.
 

          Buscando con prisa en el suelo, sobre todo debajo de la cama, encontró uno zapato a cada lado de la cama, escondidos de la vista por el cobertor tan largo que llegaba incluso a tocar el piso. Se colocó los zapatos a juego tan rápido como pudo y le volvió a implorar a la General que la llevase pronto con sus conocidos. Lauren se quedó dubitativa por unos segundos, tratando de trazar en su cabeza una ruta rápida y precisa para llegar hasta allí. Al conocer como la palma de su mano la ciudad no le resultaba ningún problema. Se colocó encima a Lymnades, incluido el casco —ya que no quería ser reconocida—, le tomó de la mano a la joven deidad y en unos segundos llegaron a las puertas del hospedaje donde descansaban sus guerreros.
 

          —Pensaba que solo Wallace podía usar la teletransportación —comentó la reina de Atmetis, desprendiéndose de la mano de Lauren.
          —Diosa Athena, vaya con ellos. Usted tenía prisa de venir, conocerá sus motivos. La visita de aquella águila no será desconocida para mi rey Poseidón, y usted deberá de hablar con él pronto.
          —No esperaba menos del rey Poseidón, en cuanto nos veamos le diré todo lo que necesite saber —usando su diestra empujó la puerta de vidrio para entrar en el edificio—. Gracias por traerme, Lauren.
          —Es lo menos que podía hacer por usted, nuestra invitada de honor, diosa Athena. Sea lo que sea que haya ocurrido espero que pueda resolverlo. No se olvide que hoy seré su peor pesadilla. Suerte —terminó de decir, apresurada y en voz baja, antes de desaparecer de su vista tras usar una segunda ocasión la habilidad que le había traído hasta ese lugar.
 

          Se adentró en los pasillos del hotel, saludando con cordialidad a todo aquel que se cruzara en su camino. Su prisa no tenía por qué arruinar sus modales cuidados por quince años. Ella ya había recorrido esos caminos el día anterior, pues se lo había pedido expresamente a Nadeko mientras sus guerreros se alistaban para partir al Coliseo. Subió dos pisos por las escaleras que se encontraban al final de un entramado de cuartos en el laberíntico primer piso. El tercer piso se abría en un pequeño recibidor, donde había sofás a ambos extremos, y en el centro una mesita de vidrio, que le llegaba casi a la cintura, con unas cuantas revistas encima. 
          Los Santos Dorados eran muy madrugadores y, aunque no hubiesen tenido la necesidad, se levantaban a tempranas horas solo para ver con el rabillo del ojo el recorrido que daba el sol en el firmamento. Los cuatro se hallaban sentados: Kyouka degustaba un postre que había pedido al servicio a la habitación, Aruf se había quedado presumiéndole a su compañero las heridas del combate del día previo con orgullo, Nadeko leía un periódico tan grande que cubría todo rasgo suyo a vista del resto y Miare ignoraba las palabras de su compañero, asintiendo de vez en cuando mientras se preguntaba si su nueva líder se había quedado dormida o no.
 

          —Diosa Athena —dijeron los Dorados al unísono, excepto Nadeko, quien demoró unos segundos en notar el cosmos de su diosa que la apartaba de las garras de Morfeo.
 

          El rostro de Ariadne siempre se había caracterizado por ser muy tierno y risueño, por lo que se sorprendieron al verla atormentada por un pensamiento que ellos desconocían. En sus manos estaba la carta que recién le había llegado, aunque el aura dorada que le rodeaba se había desvanecido al haber sido leída por la diosa. El corazón de Ariadne poco a poco se agitaba más, y no podía contener las emociones que le generaban las palabras escritas en la misiva. Al ser sentido su cosmos, tanto Pallas como Nike abandonaron sus aposentos y se mostraron ante su hermana afligida, dándole un cálido abrazo como hacían desde siempre.
 

          —Necesito hablar con ustedes —dijo Ariadne, con voz temblorosa—. ¿Hay algún cuarto en el que podamos discutir las cosas rápido?
          —Puede usar el nuestro si así gusta, diosa Athena —respondió Miare, quien se levantó pronto y se adelantó a llevarla ante la habitación que le habían dado.
          —Gracias Miare. Por favor, todos síganme.
 

          Dentro de las cuatro paredes donde se albergaban tanto Miare como Aruf estaban frente al cuarto donde pasaban la noche las diosas hermanas de Athena. Miare, el más responsable de los dos, sacó la llave de su bolsillo y con ella abrió la puerta de madera. La diosa Athena se sentó en el lecho donde sus Santos habían descansado, mientras que el resto se mantuvo parado alrededor suyo esperando las palabras que no podía mencionar fuera de aquel sitio. Ariadne comenzó a contarles lo que había ocurrido, enseñándoles la carta que le había llegado aquella mañana.
 

          —Entonces, estás preocupada por Nereida y los demás, ¿cierto Ariadne? —preguntaron las diosas hermanas a la vez.
          —Así es. Siento que no puedo dejarlos solos y que si no hago nada ahora mismo no podré descansar bien. ¿Y si les ocurre algo? Están dando su vida por mí en estos momentos, mientras yo me siento aquí despreocupada —dijo ella desde el fondo de su corazón—. Debemos ir a ayudarles ahora mismo.
          —Ariadne, no podemos hacer eso —comentó cortante Nadeko—. Estamos en medio de negociaciones con el emperador de Atlantis. Retirarnos ahora significaría perder dos cosas: la confianza de Poseidón y la vida de quienes resguardan Ventus.
          —Lo sé, pero quiero ayudarles… Sé que me dijo Nereida que no me preocupe, pero presiento que me está mintiendo. Quiero volver a ver la sonrisa de todos aquellos que luchan por mí. No voy a abandonarlos.
          —Ariadne… —dijo Miare interrumpiendo sus llantos de doncella—. Sabemos cómo te sientes, pero nos hemos esforzado por esto, Aruf y los demás están heridos, y más tarde y mañana continuaremos peleando en Atlantis para conseguir fuerzas contra Hermes. ¿No lo entiendes? Esta es la forma en que mejor podemos ayudarlos. Si no es a ellos, a quienes les sucedan…
          —Miare… —comentó Kyouka con una mirada incisiva.
          —¿Qué? Alguien debía decírselo. La verdad puede ser dura, pero es eso: la verdad. Estoy seguro de que ese amable pingüino que se tomó la molestia de escribirte la carta no quería que te preocupases porque sabe que nosotros estamos defendiendo Ventus ahora mismo con nuestras decisiones.
 

          La Patriarca se había mantenido de pie con los brazos cruzados todo el tiempo, pensando si era buena idea decirlo. Cada vez que se le pasaba por la cabeza, sus pensamientos le bombardeaban, pensando en que no era el momento apropiado para decirlo. En el fondo ella se preocupaba por Nereida, ya que conocía los hábitos que regían en la Muralla del norte, y eso significaba que solo ella y unos cuantos más combatirían contra los innumerables Pléyades. Cerró los ojos y soltó rápidamente lo que tenía que decir antes de arrepentirse.
 

          —Hay una forma en que podemos ayudarles —comentó la Patriarca—. El hilo de Ariadne. 
          —¿El hilo? ¿Desde cuándo nuestra pequeña reina comenzó las clases de costura? —Preguntó Miare, desconcertado por las palabras de su superior—. Nadeko, no estamos para juegos.
          El hilo de Ariadne es una de las habilidades que desarrollé con mi teletransportación, en un inicio la llamé así porque era mala niñera de Ariadne y a veces se me perdía cuando era más pequeña… —hizo una pausa esperando que nadie la criticase, aunque las miradas de todos se posaron en ella—. Como sea, con dicha habilidad puedo llevar a quien sea al lugar donde se halle uno de los cinco objetivos de mis hilos. En este caso, a donde se encuentra Dreud.
 

          Los ojos de Ariadne brillaron esperanzadores y se levantó pronto de la cama, tomándole de las manos a su vieja amiga, su cómplice más confiable. Levantó la mirada para observar su sonrisa siempre presente, mas no la encontró. Nadeko seguía preocupada, encerrada en su mundo mental. Sus expresiones tenían cierto grado de dolor, pues no podía negarle nada a aquella pequeña. Había aceptado tantas veces sus caprichitos desde que reencarnó, que ahora le resultaba duro. Duro, pero justo.  
 

          —Ariadne entiéndelo, por favor. Como Patriarca en funciones te recomiendo no ir. Si tú no estás presente, las negociaciones con el emperador de los mares acabarán. Piensa en lo que opinará Poseidón si cedes ante esto. Pensará que no eres alguien digna, y que nunca podríamos ser aliados —dio un suspiro. Sus brazos envolvieron a su pequeña diosa, tratando de tranquilizarle con un abrazo—. ¿Recuerdas lo que me dijiste aquella noche? Si yo tomo una mala decisión, ustedes me detendrán. Déjame decirte lo mismo: si tú tomas una mala decisión, nosotros te detendremos si así lo creemos necesario.
          —Hermana mía, ¿en verdad estás tan preocupada por los demás en Ventus? —Las suaves manos de la bella Pallas le rozaron las sonrosadas mejillas a una llorona Ariadne, limpiando sus lágrimas. Solo podía observarle con cariño, debía protegerla a toda costa—. Nadeko, una preguntita. ¿No estarás en contra si voy yo?
          —Nada en contra, diosa Pallas —respondió Nadeko—. Si esa es su voluntad, solo me queda cumplirla.
          —Con tal de que mi pequeña hermana no se preocupe iría hasta los confines de Etherias solo para saber que ella está bien con que yo haga eso —el cosmos guerrero de Pallas envolvió cálidamente a su hermana menor, en un intento por consolarle—. Mantente fuerte, Ariadne. Te prometo volver a casa pronto, y cuando las tres nos reunamos nuevamente comeremos un postre juntas como en los viejos tiempos.
 

          Siempre sonriente, la diosa de cabellos dorados le dio un beso en la cabeza, y continuó tratando de contener las lágrimas del dolor que le provocaría el separarse de la quinceañera. Lloraba a mares por dentro, pero al igual que Nereida, ella no quería preocupar a nadie más. «Esto es algo que solo yo puedo hacer», se decía la diosa Pallas a sí misma. Había estudiado la situación tan rápido como sus decisiones en combate. Los Santos Dorados debían quedarse en Atlantis: dos para combatir, uno un poco herido y otra, por su puesto de líder, no podía abandonar el lado de Athena. Cada uno tenía una función que cumplir, menos ella.
 

          —Creo que es hora de irme, me necesitan en Ventus —comentó con un arqueamiento en sus labios que no terminaba de convencer ni a ella misma. La diosa de la victoria se acercó rápido y se aferró a su cintura, no queriéndose desprender de allí—. Vamos, Nike, no estés triste. Lo hago por el bien de todos. Miare, por favor —pidió con amabilidad.
 

          El Santo Dorado con cierto desgano se aproximó a las tres diosas a las que él servía. Rodeó con el brazo la cintura de Nike y la levantó del suelo, intentando por todos los medios posibles alejarla de Pallas, ya que esa era la voluntad de ella. Consideraba aún tener un poco más de amistad con la diosa maldecida como para que los actos del Piscis no se vean como una ofensa a sus ojos. No podía hacer lo mismo con Ariadne pues, aunque también eran —en cierto sentido— cercanos, no tenía más sentimientos por ella que una sincera lealtad y amistad. Con la mano que no mantenía cautiva a Nike, Miare invitó a su reina a abandonar el costado de su compañera de juegos. Sin reproches ella lo hizo.
 

          —¡Hermana! —Exclamó la pequeña diosa de largos cabellos negros con los ojos relucientes repletos de lágrimas—. No has traído tu armadura, ¿piensas ir desarmada? ¡Eso es un suicidio!
          —No me queda de otra. Si le pido a Nadeko que me lleve a Minerva, quizás sea muy tarde. Quiero ayudarlos, y si están en guerra ahora mismo, un segundo puede marcar una diferencia considerable —comentaba ella, rememorando los consejos que le habían dado en cada uno de sus entrenamientos.
          —Pero… Es una locura… —protestó Nike nuevamente, sin fuerzas en su voz.
 

          En la esquina de la habitación se hallaban arrumadas las Cajas de Pandora en las que los dos Santos de Oro almacenaban sus armaduras cuando no estaban peleando o defendiendo a sus diosas. Las dos se abrieron al mismo tiempo, provocando dos destellos dorados que se presentaron en el centro de la habitación. Cuando ambas descansaban, volvían a sus formas como un león y un pez dorado. Ambas resonaron y sus cosmos dorados propios se propagaron como si estuviesen mandando un mensaje. Mensaje que no podía ser interpretado por muchos allí, y solo Nadeko, al ser su reparadora, podía entenderles.
 

          —Diosa Pallas, tanto Leo como Piscis están al tanto de su situación. Ellos quieren ayudarla a usted —comentó Nadeko tras mirar fijamente a ambas Cloths.
          —Pero yo no debería ser capaz de usarlas, no me considero capaz de… —fue interrumpida.
          —Pallas, las armaduras que nosotros vestimos son seres vivos. Tienen su propia conciencia, al igual que nosotros. Y es por sus pensamientos, por sus ganas de servirles, que les permiten vestirlas —Nadeko se colocó la mano en el corazón como si estuviera recitando poesía. Le enamoraba hablar sobre las armaduras—. Pallas, acepta su buena voluntad, por favor.
          —Piscis… No me vayas a traicionar, eh… Recuerda que aún está pendiente nuestro combate… —la Cloth dio un breve destello con mayor intensidad, como si intentara reprocharle algo a Miare. Nadeko no tuvo más opción que reírse al verlo.
          —Entonces Aruf, ¿me permites vestir tu Cloth, aunque sea por esta ocasión? —Preguntó Pallas, siempre correcta en sus formas.
          —Sería un magnífico honor, diosa Pallas —exclamó muy contento—. Aunque… Leo ya había dado su venia antes.
 

          Las dos armaduras doradas volvieron a descansar dentro de sus Cajas de Pandora, tal y como lo habían hecho desde el término del combate del día pasado. La Patriarca comenzó a recordar qué nombres había escogido como receptores de su Hilo, y qué dedos correspondían a cada uno de ellos. Tras memorizárselo nuevamente, tuvo bien claro que debía despegar el dedo índice del resto al momento de realizar su técnica. Esperaba no equivocarse, porque de hacerlo se metería en un buen lío.
 

          —Promete que volverás sana y salva —pidió la pequeña Ariadne mientras le tomaba de la mano a su también menuda hermana Nike.
          —Lo prometo —contestó ella llevándose al hombro la Caja de Pandora que almacenaba al León Dorado.
          —Entonces, ¿ya está lista, diosa Pallas? —Preguntó Nadeko solo para confirmar.
 

          Ella asintió.
 

          —Hasta luego, amigos —dijo Pallas, ofreciéndoles una última sonrisa a todos los presentes en aquel cuarto.
 

          De un segundo a otro, en cuanto Nadeko le colocó la mano en el hombro y conjuró el nombre de su técnica, Pallas desapareció de la vista de todos. 


Si deseas leer un fanfic, puedes echarle un vistazo a mi historia, se agradecería:

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                              "Los Reinos de Etherias"      Ya disponible hasta el Cap. 34

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Publicado 02 octubre 2020 - 14:48

Bueno, el capítulo siguiente es un tanto largo, así que espero que todo sea comprensible.
 

Capítulo 16. La Muralla del Norte

 

06:28 horas (At), 01 del Cuarto Mes — Año 3015 E.O.

 

          En la cima de la muralla iba Dreud caminando con tranquilidad tras haber eliminado al traidor. Sus presentimientos se lo habían indicado hace buen tiempo, pero debía confirmar sus sospechas. Al haber lanzado su Juicio de los Dioscuros sobre el infame Keran de Flecha, el Santo Dorado pudo entender sus verdaderas intenciones, viéndose obligado a borrarlo de la faz de Etherias. Con su técnica le había implantado una imagen mental al portador de Sagita, haciéndole ver que quienes se aproximaban a él eran sus compañeros de la guardia, y no los Pléyades. Al pensar que nadie controlaba sus pensamientos pudieron más que su consciencia, mostrándole al Géminis que lo quería era ver a Nereida y al resto muertos.
          Antes de poder pisar el ascensor y bajar hacia donde sus compañeros de la guardia diurna se encontraban, escuchó entre sus pensamientos la voz de su Patriarca. Todos los Santos Dorados sin excepción conocían de las maravillosas habilidades mentales de Nadeko, de entre las cuales podía nombrarse la telepatía. Su sorpresa fue grande pues, sabiendo que ella se encontraba en Atlantis —a cientos de kilómetros de distancia al sureste de allí—, no esperaba que le contactase desde allí.
 

          —Dreud, querido amigo… ¿Estás despierto? —Preguntaba Nadeko, empleando un tono de desagrado que era indisimulable. Su ansia también se hacía notar—. Dreud…
          —Nadeko, tiempo sin hablar… ¿Ahora por qué estás molesta? ¿Te volviste a pelear con alguien? No me digas que Aruf volvió a causar problemas en otro reino… —comentaba él con tranquilidad y desgano. En su cerebro había almacenado recuerdos de todos y cada uno de sus compañeros.
          —Mira, no tenemos tiempo… Están bajo asedio, ¿no?
          —Pues, así parece. Nereida me dejó una bonita nota en la mesa donde almorzamos. Aparte de escribirme que me compre unos huevos, para freír en el almuerzo y eso, también añadió que unos cuantos Pléyades estaban viniendo hacia acá —dijo con toda tranquilidad. Los compañeros que le esperaban abajo le miraban pensando que podría haberse vuelto loco por hablar solo.
          —Pallas quiere ir a ayudarte a limpiar unos cuantos. En realidad, era Ariadne quien quería ir allí, pero se lo prohibí. Ya debes saber cómo me siento por haber sido dura con ella.
          —Vaya que el puesto de Patriarca te hizo madurar un poco. Justo con Nereida estábamos comentando eso ayer, es una alegría saberlo —con su parsimonia habitual, descendió del elevador ante la mirada molesta de algunos de sus “hermanos”—. ¿Ella vendrá? ¿Estás segura de ello? ¿No consideras que es algo… peligroso?
          Leo ha accedido a ser portado por ella. Además, nuestra diosa ha superado todos y cada uno de los entrenamientos de Aiza. Espero no equivocarme al aceptar su petición, ya que eso me volvería la peor Patriarca de toda nuestra historia —la voz que Nadeko proyectaba en la cabeza del Santo de Géminis cada vez acentuaba una tristeza que Dreud comprendía. Sonaba un poco apurada—. Te encargo a Pallas, no puedo retrasar más su llegada allí con nuestra conversación. Más tarde me cuentas cómo resultó todo.
          —Está bien Nadeko… Suerte cuidando de Ariadne. Yo protegeré a Pallas, descuida —su voz despreocupada no le inspiraba mucha confianza a la Patriarca.
          —Cuida bien de Ventus, te lo encargo —dijo Nadeko sin despedirse antes de terminar la conversación. Eso era muy común en ella, incluso en tiempos de paz.
 

          Un poderoso cosmos apareció frente a sus ojos y a los de sus compañeros. Sabía lo que su amiga de toda la vida le había dicho, pero eso había sido más rápido que inmediatamente. El destello que había aparecido a su lado reveló primero los hermosos cabellos dorados de la diosa de la guerra que le había concedido el honor de ser su guardián protector —aunque ella no conociese de la conversación que tuvo con la Patriarca—. Con su belleza de siempre, llamó la atención de los Santos y Santas que se habían reunido para proteger la región septentrional. La teletransportación no era algo de todos los días para ella, por lo que normalmente le dio un poco de mareo, el cual le hizo perder un poco el equilibrio al cargar sobre su hombro derecho la pesada Caja de Pandora donde descansaba el león dorado.
 

          —Bienvenida sea, señorita Pallas —dijo cortésmente el Santo Dorado hincando la rodilla en el suelo. Agachó la cabeza para demostrarle su respeto. Sus inferiores le siguieron.
          —No hace falta ser tan formal, Dreud —respondió ella haciendo un gesto con la mano, tratando de desviar su preocupación por ella—. Dime, ¿qué es lo que sabemos por ahora?
          —Aparte de lo obvio, pues que a menos de diez minutos hay unos quince o veinte Pléyades intentando invadir Ventus, señorita —respondió el Géminis mientras se colocaba de pie junto a su equipo—. Diría que no conocen acerca de la muralla que se interpone entre nosotros y ellos, pero… —Pensó por un momento y no sabía si era buena idea el revelarle que uno de sus hombres había sido un traidor—. Tal vez a este punto del recorrido ya la vislumbraron.
          —Solo nos queda salir a combatir, ¿no? —Preguntó la diosa mientras elevaba su cosmos para corresponder la buena voluntad que había tenido Leo al ir con ella—. Yo te sigo, Dreud.
 

          La Caja de Pandora se abrió en respuesta a la actitud de la diosa Pallas. El león dorado rugió y su cuerpo se descompuso en pequeñas piezas de armadura que se acoplaron al cuerpo de la muchacha, vistiéndola de oro en el acto. Dreud había observado tantas veces la Cloth ensamblada en su gran compañero Aruf que le resultó extraña a primera impresión. Al ser portada por la deidad guerrera, la armadura había conseguido que su faldón se volviese menos tosco, más largo y un poco asimétrico, extendiéndose sobre el muslo derecho —curiosamente junto con el vestido color vino que llevaba puesto debajo Pallas—. La zona del pectoral se notaba ligeramente más acentuada, quizás para no incomodar a su portadora. Las hombreras doradas habían disminuido su longitud, cubriendo la mitad de lo que en un inicio hacían, pero dotándoles de elegancia. Quizás algún detalle más había, pero el Santo de Géminis no le dio más importancia.
 

          —Recuérdenlo —exclamó Dreud a sus compañeros de guardia—. Primero acabaremos con los Pléyades cerca nuestro, después iremos a ayudar a Nereida y a los demás. ¡Vamos, no hay tiempo que perder!
 

          Teniendo la espalda del Géminis como guía, Pallas y el resto avanzaron por los caminos que ocultaban el paso entre el interior y el exterior de la gruesa muralla. Sin demora debían ir a defender los arenosos suelos que ahora pisaban los sucios invasores. Sus amigos esperaban kilómetros más allá y ellos, sin poder sentir su cosmos por tanta distancia, se sentían llenos de energía, con las esperanzas de llegar y encontrar a todos con vida. Sueños vanos quizás, pero eso les daba más fuerzas para enfrentarse a todo lo que se interpusiera en su camino.
          Los Santos de Plata iniciaron el ataque, quedándose atrás el Géminis vigilando que ninguno de los suyos tuviese complicación alguna. De tenerlas, él llegaría con ellos en el último segundo y les salvaría como un héroe de cuento de hadas. Ese era su plan para volverse importante en esta ocasión, y en realidad no era mala idea dada su increíble velocidad sobrehumana, capaz de igualársele a la luz según decían algunos rumores. Mientras que otros se desangraban frente a sus ojos, él es mantenía con los brazos cruzados, en principio expectante por ver los frutos de sus numerosos entrenamientos. La guardia diurna no acostumbraba mucho a combatir dada la naturaleza de los ataques ordenados desde Maiestas, por lo que esto era una oportunidad que no debía perder.
 

          —Contemplen la ira celeste del compañero fiel de Orión —exclamó Zethis de Can Mayor, rodeándose de Pléyades para así poder ejecutar su técnica con mayor efectividad.
 

          Los Pléyades observaron con extrañeza a la Santa de Plata cuando se acercó a ellos sin hacer más que ir de un lado a otro. Ella esquivaba cada obstáculo en el camino con gracilidad, llamando la atención de estos provocando que le siguiesen más y más. Había ido siguiendo una trayectoria invisible, corriendo en círculos. No solo lo hacía para despistar a sus enemigos, sino para que, con su maravillosa velocidad y cosmos, crease potentes corrientes de aire en forma de torbellino, los cuales levantaron por los aires a media docena de Pléyades rojizos. Los vientos caóticos que su técnica creaba tenían la suficiente fuerza destructiva para deprender a pedazos las Extellars portadas por los siervos de Hermes.
 

          ¡Vendaval del Sirio! —exclamó Zethis de Can Mayor mientras corría. Al ver que sus esfuerzos habían dado frutos se obligó a detener sus movimientos para recuperar energías.
          —Ahora déjame el resto a mí, ¿vale? —Exclamó jocoso uno de sus compañeros, colocando su pesada mano encima del cansado hombro de la Santa Plateada. Él era un hombre corpulento de unos cuarenta y cinco años, con rostro ya viejo, pero alma de joven.
          —Está bien, lo dejo en tus manos, Xárine —. Como señal de motivación afirmó el brazal con pinchos que llevaba en la siniestra, sujetando más la protección verduzca a su cuerpo. La Cloth de Hércules era gruesa y tosca, haciendo parecer más enorme a su portador de lo que ya era en un principio.
 

          Todo lo que sube debía de bajar, ese era un principio clave para las furiosas corrientes que elevaban por los cielos a los oponentes del Can Mayor. Aunque la fuerza de la técnica era mermada conforme más resistía y protegía la armadura de su contrincante, pudiendo tanto romper todos los huesos del cuerpo para unos, como resultar nada más que una simple caricia para otros. Quienes habían sido bendecidos por las estrellas del fiel compañero de Orión y del héroe más grande que pudo haber pisado Etherias siempre trabajaban juntos para compensar sus debilidades.
          Mientras iban bajando los cuerpos malheridos del sexteto de Pléyades, el Santo de Plata de Hércules acumuló en un instante su cosmos y rodeó su cuerpo con este. «Que divertido va a ser usar de nuevo los Mandatos de Alcides», pensó Xárine en cuanto sus pies despegaron del suelo cuando dio un brinco. Con su técnica quizás su fuerza destructiva no podía llegar a compararse a la del temible Jabalí de Erimanto, pero su velocidad se volvía inigualable como la de la esquiva Cierva de Cerinea. Atacaba a tantos enemigos como cabezas podía conseguir la feroz Hidra de Lerna, obteniendo una resistencia momentánea capaz de equiparársele al del León de Nemea. Sus oponentes cayeron rendidos al suelo, propulsados por los golpes aéreos del cuarentón barbudo que se burlaba de ellos conforme los iba cazando.
          La diosa de la guerra de cabellera rubia iba avanzando en el campo de combate, propinándole golpes imbuidos de cosmos a cualquier oponente que se entrometiese en su camino. Ella no buscaba pelear por pelear, aunque lo disfrutase en el fondo. Conocía su misión allí y debía asegurarse en hacer un trabajo limpio y rápido con tal de llegar al lado de Nereida, quien necesitaba de ellos. Pallas era todo un prodigio de guerrera, teniendo tanto dominio de artes marciales que ningún punto era ciego para ella. Siempre recibía un ataque directo atrapando entre su codo y brazo izquierdo la extremidad del oponente para luego librarse de él con suma facilidad de un golpe bien dado con su diestra.
          Aunque era una gran peleadora, la mayor de sus destrezas se veía en el manejo de armas, siendo su armadura portadora de un tridente dorado y carmín, de puntas irregulares pero simétricas. Este era un reflejo de su linaje no tan conocido como descendiente del emperador de los mares Poseidón, linaje que abandonó tiempo atrás al decidir permanecer toda la eternidad como leal acompañante de Athena. Estaba segura de que, durante su estancia en Atlantis, el rey de allí había notado su —según ella— molesta presencia. Quizás era porque evitaba verle a la cara, o porque nunca se había dirigido en persona a ella, pero sentía que no era tan bienvenida por él pese a la cordialidad que su rostro reflejaba. Ahora le aliviaba no soportar esa presión, mas seguía con el rencor de no poder permanecer junto a su hermana como habían planeado las tres en un principio.
          El conflicto de sus pensamientos no era un impedimento para seguir peleando. Su devoción a su hermana adoptiva lo era todo, y el amor que profesaba por todos los guerreros atmetianos también le daba fuerzas. A falta de su siempre confiable tridente ella usaba sus delgados brazos como única arma, ya que, aunque a primera vista pareciesen poco entrenados y frágiles, había logrado derrotar tanto a Aiza de Libra como a Parsath de Tauro, ambos reconocidos como lo mejor de lo mejor en cuanto a combate cuerpo a cuerpo. Sus habilidades resaltaban por mucho con respecto al resto de Santos, pues ella no usaba ninguna técnica especial más que sus puños. Es por ello que llamaba la atención, incluso de ojos que no debían.
 

          —Señorita Pallas, ¿está bien? —Preguntó el despreocupado Géminis tras ver a los pies de Pallas los cadáveres de cinco Pléyades.
          —No es nada Dreud, creo que Aiza era más exigente en los combates —comentó ella con una sonrisa en el rostro. Sabía lo que decía, pero aun así su cara estaba empapada de sudor, el cual no tardó en quitarse con el dorso de su mano—. Dreud, hazme un favor. No te entrometas.
          —¿Diosa Pallas? —El Santo Dorado estaba desconcertado, pero luego entendió sus motivos. Los sentidos de ella eran más entrenados, o quizás solo mejores que los suyos. Había notado una mirada incisiva que se dirigía hacia ellos—. Está bien, no intervendré si ese es su deseo. Confiaré en su criterio, por ahora, pero lo traicionaré cuando vea que esté en peligro de muerte.
—Me parece bien Dreud, muy bien —mencionó ella levantándose un mechón de cabello del rostro. No se lo había cortado en unas cuantas semanas y ahora le incomodaba que sea tan largo como para cubrir parte de sus ojos. Tuvo que acomodarse el peinado por debajo de la diadema de león.

 

          De su lado desapareció el Santo de Géminis, pues veía que allí su misión había sido pausada por un momento. Su diosa no necesitaba de sus servicios, pero estaba comprobando que quizás unos Santos de Bronce como Zanya o Beklar tenían ciertas dificultades a la hora de luchar contra esos oponentes. Quizás las habilidades de ellos no estaban entrenadas lo suficiente, pero no se permitiría perder camaradas, así que acudió raudo en su ayuda. Sus compañeros de rango inferior le agradecerían, pero mucho más Pallas, quien en sus pupilas ya podía verse reflejada su oponente.
 

          —Erithra de Enagonio —se presentó la Pléyade con elegancia. Esta era ya una mujer de cierta edad, quizás llegando a duplicar en días vividos a la diosa de la guerra.
          —No pregunté tu nombre, pero sería correcto decir el mío también. Pallas… de Leo —acotó al final. Quizás era una pequeña mentira, pero debía ocultar cualquier rastro de divinidad. Había aprendido en sus lecciones que a veces su linaje podría atraer más peligros hacia ella—. Entonces, ya que eres la única que decidió hablar, ¿solucionamos esto por las buenas o por las malas?
          —No te confundas, patética Santa Dorada —exclamó con vanidad. Sus arrugas del rostro eran apenas visibles por el maquillaje, pero estaban allí. Sus ojos estaban bordeados de un rosado chillón que nada combinaba con su rostro, y su boca lucía un carmesí radiante con unos cuantos brillos. De no ser por la Extellar rojiza que portaba, bien podría haber sido una bailarina de corte  en épocas decadentes—. Soy la segunda al mando del Batallón Rojo del dios Hermes, obviamente no renunciaré sabiendo que puedo matarte aquí y ahora.
 

          Sus cabellos negros y lacios estaban tintados de violeta de forma desprolija, quedando en una mezcla no tan agradable para la vista, llegando a cubrirle media espalda. Por otro lado, su rostro estaba completamente despejado de cualquier mechón de cabello, pero mostrado una amplia frente, por suerte cubierta por el casco guinda perteneciente a su armadura. Esta cubría toda su cabeza —exceptuando el rostro—, llevando a los costados, en relieve, adornos que evocaban a una especie de fusión entre orejas y alas. En el centro del casco, para la parte posterior, este se abría y dejaba caer libre el cabello de la Pléyade. Las hombreras de su armadura eran un par de discos sobrepuestos a dos placas que se ajustaban a las carnes sobre sus clavículas. Aunque quizás su rasgo más característico era el brazal izquierdo, que llevaba encima una especie de escudo con una afilada sobresaliente punta redondeada en el justo medio que, aunque quizás le jugasen una broma sus ojos, había jurado que crecía y decrecía por orden de su usuaria.
 

          —Es hora de acabar con tu vida, Santa Dorada —exclamaba la Pléyade. No sabía que estaba en un error, pero Pallas no pensaba corregirle tampoco. A pesar de lo que pudiera aparentar a primera instancia, el cosmos de Erithra era enorme, quizás incluso de nivel similar al de Dreud.
          —Como si te lo fuese a permitir —comentó la diosa colocando sus brazos frente a ella, adoptando una postura de pelea típica de ella. El aura de su oponente era diferente al del resto y debía mantener cuidado.
 

          Erithra llevó hacia atrás su brazo izquierdo, colocando como único obstáculo entre ella y su rival su diestra, la cual no era su mano predilecta. Avanzó corriendo hacia el frente, sin darse más tiempo que idear un ataque directo. Pallas había observado cada uno de sus movimientos, eran torpes, algo lentos a comparación de un Santo Dorado, pero estaba cien por ciento segura de que algún detalle se le había pasado por alto. Un destello captó la atención de la diosa, en la protección del brazo una parte metálica sobresalía tal y como ella había notado más antes. Los movimientos lentos no eran nada contra una diosa de la guerra y tendría que ser menos predecible si querían ganarle.
 

          ¡Impulso de halteras! —Exclamó la Pléyade llevando su mano izquierda al frente a toda velocidad cuando estuvo a un par de metros de la guerrera de dorados cabellos.
 

          El arma que llevaba oculta en la protección del antebrazo se mostró ante los violáceos ojos de Pallas como lo que era: una jabalina con punta. Ella había reconocido la posición en que estaba lanzando sus ataques, en sus pensamientos resonaban un recuerdo distante. Mas cuando la diosa de la guerra volvió a observar los movimientos de su oponente la jabalina que sobresalía ya no estaba allí. A Erithra solo le había tomado un parpadeo el cambiar de movimientos, apoyándose sobre su propio eje y atacando con su pierna zurda, que antes había aguantado todo su peso. La hermana de Ariadne recordaba haber contemplado una maniobra similar en el combate contra Kraken el día anterior.
 

          Sus ojos y las situaciones que presenciaban podían ser los mejores maestros, eso le había enseñado su tutor Aiza cuando combatían. Ayer había observado atenta la pelea de los alumnos de Nadeko, en búsqueda de un punto débil para cuando tuviese que afrontar una situación similar. Dio un pequeño salto justo a tiempo para no conseguir ser golpeada por la primera patada de la Pléyade, pero esta llevó su mano al suelo y se apoyó en ella, colocándose de cabeza y obteniendo otra oportunidad de atacar a la portadora de la Cloth de Leo. Pallas se giró justo a tiempo para detener el impacto con el brazal derecho de Leo por instinto, pero tras recibir la patada esta se resquebrajó, llenándose de grietas profundas que incluso revelaban la piel que debían cubrir.
 

          —Imposible —pensó en voz alta la diosa de la guerra. Sus facciones no se molestaban en ocultar su asombro y miedo. No miedo de morir, miedo de saber la reacción de Aruf al observar en dicho estado su armadura guardiana—. ¿Cómo? ¿Cómo lo hiciste?
          —¿Sorprendida? Naturalmente, los Santos Dorados no conocen de nuestros poderes. ¿De verdad pensaban que a quienes mandábamos a combatir eran nuestros mejores hombres? Ja, ilusos. Fueron solo peones para mí y para Reonis, lo que buscábamos era conocer sus debilidades —declaró la Pléyade—. Ahora no tememos nada porque todas las piezas están en orden, acabaremos con todos ustedes y no tendrán ningún conocimiento sobre nuestros poderes.

          —Ahora entiendo, usaron señuelos mientras nos estudiaban. Fueron inteligentes en muchos sentidos, menos en dejarte a ti a cargo.
          —Niña estúpida, sufrirás por deslenguada —Pallas había conseguido su objetivo: encender la llama de la furia en su oponente con sus declaraciones. Eso indicaban los furibundos ojos de la cuarentona—. Témeme. Todas y cada una de mis técnicas tienen el poder suficiente para destruir esa armadura dorada.
 

La diosa de la guerra era hábil, y obteniendo una información como esa le daba camino libre a idear una estrategia. Pero no conocía a su oponente, y no había desarrollado técnicas de las cuales vanagloriarse como el resto de Santos. Daba varios pasos hacia atrás observando con fijeza a su adversaria, pues cada golpe que ella le propinase era decisivo. Debía mantener una adecuada distancia entre ambas. Erithra no le iba a permitir mantenerse con calma por más tiempo, y las patadas que daba no eran su único fuerte. Aún tenía todo un arsenal oculto de técnicas que, según sus propias palabras, podrían destrozar incluso una armadura dorada.
          Volvió a hacer la misma táctica de antes, llevando atrás su brazo izquierdo y dando tres pasos hacia atrás. En respuesta dio tres saltitos hacia adelante, propulsando hacia adelante el antebrazo con la jabalina oculta. Estaba a una distancia prudente para ser usada como un arma de lanzamiento, por lo que Pallas no dudó en centrar su vista en aquello. Sentía el cosmos provenir de aquella jabalina que se acercaba con furia hacia ella, de aquella que se había multiplicado en el aire ante su visión ocultando entre la multitud la verdadera. Mas no era lo único que podía sentir, atrás donde se hallaba Erithra también había una gran acumulación de cosmos, imperceptible si solo se hubiese fijado en la jabalina.
          Su vista podía engañarla. Cerró sus ojos para que su cosmos y oídos hicieran gran parte del trabajo al detectar qué era lo real y qué lo falso. Pudo sentir cuatro cosas que se aproximaban a ella. La más próxima era la jabalina que había sido lanzada en primera instancia. Al haberse privado de lo mundano que engañaba a sus ojos, también se había privado de conocer que eran dos de las cuatro que estaban acercándose a toda velocidad a ella. Pero de algo estaba segura, Erithra estaba aproximándose a ella. Su inmundo olor a perfume barato le revelaba su presencia siquiera sin escucharla.
          Las corrientes de aire del cañón era algo que no había previsto, y era un problema para escuchar los movimientos de su oponente. Volvió a abrir los ojos cuando estuvo segura de donde se encontraba la jabalina que había sido lanzada contra ella. Colocó sus manos frente a ella, tratando de atraparla desde la punta antes de que llegase a impactar contra su peto. Su fuerza fue tal que logró hacer retroceder unos cuantos centímetros a la diosa, pero no logró más daños que la destrucción de la protección en las palmas de la mano. Su cosmos divino había envuelto a Leo dotándole de nueva vitalidad y resistencia, con lo que sus daños fueron mínimos.
          Por suerte ella se encontraba a una distancia suficiente como para darse el lujo de darle vuelta a la jabalina y usar en contra de Erithra su propia arma. Aún quedaban dos objetivos inciertos, observó hacia sus flancos donde dos discos grandes se aproximaban a ella a gran velocidad, uno a cada lado. La Pléyade no se había mantenido tranquila y ella, con cierta lentitud, también iba acercándose a la diosa Pallas. La deidad tanteó el arma enemiga, la agitó levemente para tantear su peso y ligereza, los cuales no se comparaban a las de su propio tridente, pero igual podría servirle.
          Obligó a su cuerpo a acercarse más al disco de la derecha para darse tiempo. Este era rojizo, afilado en todo su borde y tan grande como dos de sus manos juntas. Quizás se podía haber arriesgado de más, pero era algo que debía hacer. Calculando con precisión de relojero ella dio un salto y de una patada envió aquel disco al suelo. Pallas no podía detenerlo con sus manos tal como había hecho antes con la jabalina, pues ahora no tenía protección en sus manos y un corte así podría haberle destrozado todos los dedos. Aun manteniéndose en el aire, el disco que quedaba se aproximaba, pero no estaba en la posición de darle otra patada para mandarlo al suelo. Sus movimientos los midió y, al aproximarse, Pallas clavó la jabalina en el justo centro del disco que permaneció girando sobre su eje como si nada hasta que el círculo cortante se despedazó regando las piezas sobre la arena. Ambos hubiesen sido destruidos a la vez de no ser porque el cosmos con el que Pallas había envuelto su arma era mayor al que Erithra depositó en ambos discos. Como un último esfuerzo, extendió hacia adelante lo que llevaba entre sus manos, apuntando a su oponente.
 

          —Se acabó el juego Erithra —dijo Pallas. Al volver a realizar su técnica del Impulso de halteras se había propulsado hacia la guerrera de Atmetis, dándole la opción de colocar la jabalina entre ellas, deteniéndola al perforar su pie. La Pléyade aulló desde lo más profundo de su ser por el dolor.
          —Maldición —exclamó Eritrea cayendo al suelo. Propinó mil insultos impronunciables a la diosa en cuanto observó la punta de su propia arma sobresalir por sobre su rodilla. Pallas le había destrozado la pierna izquierda sin remordimientos.
          —Mira, no soy de matar a mis oponentes. Si te rehúsas a pelear por Maiestas te dejaré vivir —declaró la diosa de la guerra. Ella disfrutaba de los combates, no de acabar con vidas.
          —Antes muerta —respondió cortante entre quejidos. Ni siquiera una herida así le había bajado el ego—. Yo no me atemorizaré ante un enemigo jamás. Soy una orgullosa sirviente del rey Hermes y así lo seré por siempre. Si tú quieres rendirte en algún punto solo serás una cobarde de allí en adelante.
          —Están acabados, su plan falló. Sus fuerzas están derrotadas, has caído.
          —Te equivocas. Ni yo estoy muerta, ni nuestro plan ha fracasado. Nuestra verdadera misión era destruir esa Muralla que se interpone entre nosotros y Atmetis, esa es la misión que el rey Hermes le encomendó al Batallón Rojo. Reonis acaba de usar su as bajo la manga, jaque mate Santos de Athena.
 

          Las palabras de Erithra tomaron más fuerza en cuanto el campo sensible de Pallas se extendió por todo el valle desértico. Un cosmos increíble se acercaba a ellos a unos cien metros de altura, con una gran velocidad y ellos no sabían de qué se trataba. Si esa Pléyade podía igualar en poder a Dreud —expectativas que fueron demasiado altas por parte de la diosa—, aquel volador no identificado era en todo sentido superior a la segunda al mando del Batallón Rojo. No tenía rastros de vida, así que Pallas lo catalogó como un objeto. Un objeto capaz de superar la fuerza de los Santos Dorados.
 

          —Ahí viene —comentó entre risas la ahora inválida Pléyade, tirada en el suelo desangrándose—. Mi misión fue cumplida, mi señor Reonis —dijo para sí, sin que ninguno de los suyos la escuchase.
 

          Voces que la deidad de la guerra reconocía se aproximaron a ella por órdenes del Santo de Géminis. A lo lejos él se hallaba mirando el horizonte por donde venía el objeto. Él también había sentido el peligro y ahora comandaba a los Santos de Plata bajo su mando. Nunca había visto en Dreud unos ojos tan centrados en algo, estaba calculando la trayectoria a seguir de sea lo que sea que estuviese acercándose.
 

          —Diosa Pallas, por favor retírese —comentó Zethis de Can Mayor al pasar por su lado. Ella sintió su cosmos arder y no tuvo más opción que hacerle caso—. ¡Vendaval del Sirio! —Usando al máximo todo su cosmos la Santa realizó su técnica, obteniendo una mayor fuerza por la bendición de Pallas.
          —¿Diosa? —Sorprendida la Pléyade se quedó pensativa, quizás jactándose del combate justo que había tenido con alguien del calibre de una deidad. Presumió tanto dentro de sí que no se dio cuenta del torbellino que la elevaba varios metros sobre el aire.
          ¡Kornephoros! —Escuchó la divinidad gritar a Xárine de Hércules. Con su robusto cuerpo podía aguantar los azotes de aire del ataque de su compañera, y podía tener tiempo de lanzar su técnica para elevar mucho más en el aire a la Pléyade, rompiéndole la columna al darle el potente puñetazo de su técnica en la espalda.

          En las lejanías se vio un rayo dorado acercarse. Dreud corrió a toda velocidad desde donde se encontraba, entrando en el vórtice creado por Zethis tras dar un potente salto hasta llegar a superar la altura donde se hallaba flotando Xárine. El fornido guerrero juntó sus antebrazos y le sirvió de apoyo a su líder, propulsándolo a donde se hallaba la Pléyade. Este le dio una potente patada que había calculado con precisión. «Por favor, que esto funcione», imploraba entre pensamientos. Sabía a la perfección que, aunque en ese momento él también se había vuelto despiadado e inhumano, era la única opción para detener la lanza que podía ver aproximarse.
          Su poder cósmico propio le impedía ser destruido por algo que no fuese resistente, siquiera ser desviado de su trayectoria era imposible si eso no se cumplía. Había visto todos los combates a su alrededor y había llegado a la conclusión que solo la Pléyade contra la que peleaba su diosa era la única que podría haber cumplido con tal misión. Era una enemiga, después de todo, nadie de allí se lamentaría su pérdida, pues todo el resto de Pléyades acabarían muertos tarde o temprano.
          Erithra abrió los ojos después de haber recibido tres golpes seguidos. Ahora levitaba en el aire a decenas de metros del suelo, pero la caída no era un problema. Su Extellar podía soportar eso y más. Levantó su cabeza con dificultad, tratando de observar donde estaba la Lanza del Dios de la Guerra que Reonis había lanzado para destruir la asquerosa muralla. La afilada hoja de la lanza destrozó a su paso el cuerpo de Erithra sin piedad, partiéndola por la mitad y mandando su cuerpo a ambos lados del campo de batalla. Los asquerosos pedazos regaron una lluvia de sangre que ninguno de los Santos de Plata, Oro e incluso Pallas pudo esquivar. En sus rostros habían caído unas gotas del rastro rojo que dejaban los vasos sanguíneos de la Pléyade tras haber muerto de tan horrible forma, recordándoles lo que habían presenciado.
          El Santo de Géminis lamentaba por momentos lo que había hecho, pues ella también era un ser humano como ellos, pero guiada por el mal camino. Cuando escucharon el aire ser cortado a su paso, Dreud tuvo miedo. Había asesinado a alguien para nada, pues su cuerpo no había sido suficiente para modificar el rumbo que tenía la lanza de Reonis. Y el estruendo que aconteció segundos después en la muralla le indicó que había fracasado.


Si deseas leer un fanfic, puedes echarle un vistazo a mi historia, se agradecería:

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                              "Los Reinos de Etherias"      Ya disponible hasta el Cap. 34

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#53 El Gato Fenix

El Gato Fenix

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Publicado 03 octubre 2020 - 11:33

bueno, al final no me aguantè la intriga y seguì leyendo. Esta vez no lo sentì tan caòtico y pude figurarme bien mentalmente las escenas. Me encantò la palabra "deslenguada".  Me gusta que por ahora los niveles de poder de los distintos ejèrcitos estàn parejos y eso anticipa futuros buenos combates. El problema de que uno tiene que refrescar la memoria al leer cada nuevo capìtulo sigue ocurriendo pero se me ocurriò una simple forma en que podrìas solucionarlo: Antes de empezar el capìtulo hacè una recapitulaciòn que contenga los detalles de los eventos pasados que sirvan para entender el capìtulo que se viene. Bueno, gracias de nuevo, nos vemos x ahì Sagen.

PD ¿Quièn habrà lanzado la lanza?


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#54 SagenTheIlusionist

SagenTheIlusionist

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Publicado 31 octubre 2020 - 21:36

Luego de una imprevisible pausa de un mes, continuamos con la historia. 
Espero la espera haya sido leve para los lectores.
 

bueno, al final no me aguantè la intriga y seguì leyendo. Esta vez no lo sentì tan caòtico y pude figurarme bien mentalmente las escenas. Me encantò la palabra "deslenguada".  PD ¿Quièn habrà lanzado la lanza?

 

Bueno Gato, la respuesta es sencilla: Reonis, el portador original de la Lanza y comandante de Hermes fue quien lo hizo. 
Gracias por aconsejar lo del resumen Gato, espero no enredarme a la hora de escribirlos y que puedan ayudar a recordar más que a entreverarse más.
 
Saludos.
 
Resumen:
 

Spoiler

 

 

Capítulo 17. Duelo en las sombras

 
 
 

09:30 horas (Po), 01 del Cuarto Mes — Año 3015 E.O.

 

          La partida de Pallas creó un vacío más grande de lo esperable en la pequeña Ariadne, quien se mantuvo abrazada a su hermana Nike los minutos siguientes. La diosa de la victoria solo podía sonreír a cambio, aunque en su mente aún se mantuviese un conflicto entre sus personalidades pudiendo llegar a ser tanto infantil como madura en ciertos casos. Nike guardaba dentro de su corazón todo el llanto que le provocaba separarse de Pallas, su presumido busto y su divertida forma de ser. En esta ocasión ella debía mantenerse fuerte como la hermana mayor que era, pero no aparentaba. Demás estaba decir que no podía soltar lágrimas delante del Piscis que ahora le negaba la mirada.
 

          —Diosas, lamento interrumpirlas, pero no hay más que podamos hacer —dijo Miare intentando no observar fijamente a la diosa portadora de la maldición—. Solo recemos porque Pallas esté bien.
          —Debemos ver también por los combates de hoy, diosa Athena —interrumpió la Patriarca—. Ariadne, creo que será lo más prudente… Lo siento. Sé que no te encuentras con los ánimos por ahora, pero es necesario preguntártelo. ¿Sabes quiénes serán los oponentes de hoy?
          —No. No los dos —corrigió la diosa de cabellos castaños—. Solo Lauren me mencionó que combatiría. Si hubiese otro combate no tengo ni la más mínima idea, Nadeko.
          —Lauren… Quizás ella sea un problema —pensó Nadeko en voz alta, llamándole la atención a los hombres en la habitación. La mirada de Ariadne le hizo cambiar su sospechoso tono de voz—. Bueno, bueno… ¿Quién quiere combatir hoy?
          —Nadeko, Ariadne, ¿hay algo que nos estén ocultando? —Preguntó el Santo de Piscis, quien había visto esa actitud en ambas más de una vez en Minerva—. Ariadne… —hizo una larga pausa, acercándose a su diosa en el acto. Le colocó la áspera mano sobre el hombro, lanzándole una mirada a su recién ascendida lideresa.
          —Está bien, está bien, lo admito… Se podría decir que la conocemos antes de haber llegado a la capital de Atlantis. Además… —soltó de repente la Santa de Aries, quien no podía solo observar ver cómo uno de sus compañeros presionaba a su reina por un secreto que ella también conocía.
          —Verás, Miare… —empezó a hablar la pequeña diosa quinceañera. Como era su costumbre, siempre quería salvar a Nadeko de cualquier lío en el que ambas estuviesen involucradas.
          —No es necesario que lo expliques, Ariadne. Miare no tiene por qué saberlo todo en esta vida —Kyouka se mantenía como siempre con los brazos cruzados y una mirada neutra. Había pasado tanto tiempo con su hermano que hasta se le había pegado ese hábito—. Si sabes algo que nos pueda ayudar para el día de hoy, dilo.
          —Kyouka, ¿tú también ocultas algo con respecto a esa tipeja que siempre lleva el maldito casco puesto, aunque su Escama de por sí ya sea un horno a mediados de día? —Preguntó Miare, con su desabrido rostro de por medio. Arqueaba las cejas pensando que así su buena amiga de Aquos le revelaría lo que quería saber. Sentía que era el único de allí que no sabía nada sobre Lauren.
          —Por supuesto. No sería una digna investigadora de lo contrario —comentó con cierto sarcasmo la Santa de Escorpio—. Pero no voy a decirte nada de lo que sepa, después de todo has estado amenazando a nuestra diosa y a nuestra Patriarca… ¿qué ganaría yo premiando a aquel que se rebela contra sus superiores?
          —Calma chicos, calma —medió Nadeko, colocándose entre los dos Santos Dorados y sus egos tan grandes como Etherias mismo. Si no quería crear un conflicto interminable entre ambos debía de ceder ante la petición del Piscis—. Lauren se especializa en ilusiones. Ella engaña a la vista de su oponente.
          —Ya la debes conocer, Miare —comentó Kyouka—. Ya le has visto antes, aunque no supieras en aquel momento que se trataba de ella —dijo, pensando en la ocasión cuando dijo ver distante a Nike en el trayecto hacia la capital.
          —Entonces ella era… —se colocó a pensar por un rato en todo lo que él había visto los últimos siete días. Sin lugar a dudas él era…—. Ella era quien decía llamarse Nessa, ¿no? —Él era malo para las adivinanzas.
          —Ajam… —atinó a mentir Kyouka. En su cabeza no tenía sentido revelarle detalles que no venían al caso. No hubiese cambiado nada decirle un nombre u otro.
          —Entonces yo combatiré —exclamó Miare, un poco molesto—. Le mostraré que fue una tonta al presentársenos de forma tan petulante. Demostraré el orgullo del cual los Santos Dorados nos vanagloriamos.
          —Ajam… —repitió Kyouka en el mismo tono poco convencido de antes—. Entonces bien, Miare luchará hoy contra Lauren… ¿Eso me dejaría contra Wallace la Escila o Cedric la Sirena Alada?
          —Así es —respondió rápidamente Nadeko.

          La Santa de Escorpio se vio las manos en aquel momento. Sabía lo que podía aparentar delante de ellos, pero sentía muy en su interior que no estaba lista para aceptar tal responsabilidad. Miare, aunque aún molesto con ella, le observaba. Podía recordar a la perfección cada instante, cada momento de inseguridad que Kyouka había tenido desde que le conoció tras ser exiliado. Tanto los miedos del entrenamiento, así como el año que le demoró a ella conseguir el nivel para portar a Escorpio. Armadura que tiempo atrás había pertenecido al difunto padre del que casi no conocía de nada más que de sus propios lazos sanguíneos. Nike solo podía quedarse callada al verle actuar preocupado por su compañera, conocía tan bien a Miare. O eso era lo que pensaba.
          La diosa de la victoria quería gritar por dentro. Quería decir todo lo que había guardado desde que Miare y ella escaparon juntos tiempo atrás. Ahora Pallas ya no estaba allí para consolarle con esos consejos tan propios de hermana mayor que Nike debería saber al ser de la misma edad. La diosa de cabellos negros sintió un dolor en el pecho, uno tan profundo que pensó estar muriendo de a poco. Ella estaba bien de salud, Parsath —quien cuidaba de la salud de las diosas— se lo había dicho antes de su partida. «¿Entonces por qué respirar me cuesta tanto?», se preguntaba al notar que tenía que morderse el labio con tal de no llamar la atención de su hermana menor.
          Ya lo que se hablaba en la habitación no era de relevancia para la reina de Atmetis, los asuntos a los que había ido allí ya habían sido resueltos de una u otra forma. Nike tiró de la mano de su hermana menor y le hizo un gesto para así salir de la habitación. No aguantaba estar ni un minuto más allí presente, no tenía la valentía necesaria para ello. Se disculparon ambas con el resto y abrieron la puerta. A jalones ella la llevó a su habitación, donde hace apenas unas horas había descansado junto a Pallas, quien a esas horas debía estar en el frente de batalla. Velaba tanto por su victoria que se olvidaba incluso de desear la victoria en el corazón del Santo de Piscis, siempre pensando en haber sido derrotada sin siquiera haber movido una ficha.
          Los minutos transcurrieron con normalidad hasta que llegó la hora de salir del hotel para dirigirse al Coliseo, tal como habían hecho el día anterior. Nessa les esperaba en la recepción del hotel, tamborileando con sus dedos diestros por sobre el pliegue de su codo izquierdo. Sin desearlo así le habían hecho esperar más de lo debido, y la espera le incomodaba como ninguna otra cosa en el mundo. Incluso la paciencia con la que caminaban los miembros de la comitiva de Atmetis frente a sus narices era un tanto desesperante. No entendía cómo podían tomárselo tanta parsimonia.
          Sin mediar palabras ella los condujo al lugar donde los esperaba el rey de los mares. A diferencia del día anterior, la gente repletaba las calles por las que pasaban. Transcurriendo sus vidas con total normalidad, algunos viendo pasmados por horas enteras los escaparates de cuanta tienda se cruzasen en sus paseos. La Dragón Marino era toda una celebridad por esas tierras, su Escama era reconocible por todo el mundo y por ello le abrían paso en cuanto le veían pasar. Una heroína de su calibre no merecía menos respeto, ya que ella luchaba para que el resto no lo hiciese.
          Al ver a Nessa escoltar gente, no pudieron quedarse sin satisfacer su curiosidad. Los quedaban observando ya que no era normal ver gente con esas Cajas de Pandora tan particulares que llevaban en la espalda. De entre todos, quien más les resultaba familiar era Aruf, aquel muchacho de tez un tanto morena que el día anterior había ganado su lucha contra el Hipocampo en un magnífico combate. Murmullos se escuchaban sobre dicha hazaña, preguntándose si de verdad era él ya que no llevaba una Caja a sus espaldas como el resto. El joven Santo de Leo solo se limitó a sonreír y saludar con la mano a ambos lados como si se tratase de alguien famoso. Nadie podía negar el carisma que podía llegar a tener esa promesa atmetiense.
 

          —Diosa Athena, hay algo que debe saber —dijo Nessa apenas llegaron a puertas del Coliseo—. Como habrá podido notar, nadie conoce que ahora mismo hay un combate a puertas. ¿Sabe entonces porque la he traído hasta aquí?
          —¿Nos has traído a una emboscada? —Comentó Miare metiéndose en la conversación.
          —Tranquilízate, Piscis. Tanto yo como mi rey, el señor Poseidón, siempre cumplimos nuestra palabra —dijo Nessa restándole importancia al asunto. Aquel Santo Dorado ya le había demostrado ser una molestia antes, por lo cual ya se había acostumbrado a ignorarle.
          —Si estás tan convencida de ello, no te ocultes Lauren —el Santo de Piscis recordó las formas elegantes pero ofensivas que había usado cuando se vieron por primera vez en la frontera—. Quizás puedas engañar al resto, pero a mí no. Solo eres una cobarde, una General buena para nada que le vale esconderse tras la imagen de alguien más. ¿Así como quieres que confiemos en ti?
 

          Había molestias que Nessa podía aguantar, pero esa era la gota que derramó el vaso. Si había algo que no podía soportar ella era que hablen mal de sus seres queridos a sus espaldas. Miare estaba demostrando de que, si hubiese una deidad de la estupidez, él sería su reencarnación sin lugar a dudas pues méritos había de sobra. La General extendió su mano hacia él y, con tres de sus dedos apoyándose en el pecho del Santo Dorado, liberó su cosmos con la fuerza suficiente para mandarlo volar varios metros. Había muchos atlantes observando la escena, pero no le importaba en lo absoluto: si alguien mancillaba la valía de su amiga, no se iba a contener de darle una lección al deslenguado.
 

          —Espero me disculpe, diosa Athena —se lamentó la guerrera con una venia—. Si lo hice, fue por motivos personales, espero no considere esto como una declaratoria de guerra.
          —Puedes quedarte tranquila Nessa, comprendo cómo te sientes. Miare se arrodillará y disculpará con Lauren en persona, frente a todos —dijo ella, pensando en que sería una buena reprimenda para su leal guerrero. Él recién se había levantado del suelo, pues al llevar la pesada Caja de Pandora a espaldas le había costado no parecer una tortuga boca arriba.
          —Con respecto a eso, necesito que me sigan —«Me cae bien esta diosa», pensó en aquel momento la morena guerrera—. Diosa Athena, debes hablar con motivo de urgencia con nuestro rey. Él me solicitó que viniese a informárselos, y no puede esperar a acabar el combate del día de hoy.
          —Comprendo… —dijo la pensativa Ariadne tomándose del brazo con su hermana Nike. Una noticia como tal le había tomado por sorpresa y buscaba en ella el apoyo para tranquilizarse—. Entonces vayamos.
 

          Sin demora Nessa abrió la puerta metálica a sus espaldas, conduciéndolos por el mismo amplio y oscuro pasillo por el cual habían entrado apenas ayer, el mismo por donde los peleadores debían caminar hacia el lugar del encuentro. Algunos por inercia se desviaron de la ruta principal, tratando de ir por las escalinatas que había a un lateral y conducían a la plataforma donde espectaban los atmetienses sin ningún tipo de peligro. Al darse cuenta, la Marina les advirtió que debían seguirle. Cruzaron el umbral por donde los peleadores a muerte se asomaban antes de lanzar sus técnicas sin piedad, y observaron el Coliseo completamente vacío.
          Frente a las diosas y el resto se hallaban de pie el emperador de Atlantis rodeado de toda su élite, faltándoles solo Nessa, quien se incorporó a su costado en cuanto dio por concluida su labor de guía. Todos portaban sus Escamas, tal y como habían hecho cuando se conocieron en la sala del trono de Poseidón. El rostro furibundo de Gareth indicaba que su rencilla con el Santo de Leo no había acabado aún, estaba motivado a pegarle ahí y en ese instante, pero fue detenido por el brazo de Wallace, insinuando que no era momento de tonterías. Él era el único capaz de detenerle, pues sus órdenes eran casi absolutas como las del dios al que servía.
          Buscaba con la mirada a sus oponentes del día anterior, mas Fionn no los encontró. Se preguntaba si había sido muy cruel con ellos en su combate y decidió buscarlos a la enfermería donde deberían estar descansando por sus heridas. Nessa se había llevado la mano a la cintura, y observaba sus uñas con tranquilidad, mostrándole esa soberbia que Miare había odiado desde que la conoció. A su lado estaba Lauren —para sorpresa del Piscis— quien, aún con ese deforme casco puesto, no se veía como una temible oponente a ojos del pescado. Mas ahora le observaba de otra manera, ya no le odiaba. Quizás el golpe había hecho más mella en él de lo pensado, pero no tenía ningún sentimiento por ella, solo sentía apatía pura, desmotivándose un poco de combatir. Él quería batirse a duelo y darle una lección a quien se mostró prepotente ante su diosa, no ante una bicha rara que no se despegaba de su armadura.
 

          —Athena, ¿tienes algo que contarme? —Preguntó el dios dando un paso hacia adelante. Su rostro no mostraba enfado alguno, ni molestia, solo curiosidad. Aún así Ariadne se sintió intimidada y le apretó más fuerte la mano a su hermana mayor—. Veo que tienes menos acompañantes incluso que ayer.
          —Dios Poseidón, quizás no sea una prioridad para usted saber de ello, pero mis tierras fueron atacadas por Hermes. Tuvimos que mandar un refuerzo para sobrellevar la lucha allí —respondió con algo de miedo la diosa de la sabiduría.
          —¿Entonces es por eso que Pallas no estaba aquí presente? No ha dejado de ser una chiquilla insensata en estos milenios —pensó en voz alta—. Patriarca, ¿fue su poder el que llevó a mi nieta a tan remotos lugares? —Preguntó. Sin lugar a dudas había despertado intriga en el dios aquel poder tan grande que se manifestó por unos instantes esa mañana.
          —Así es —asintió con la cabeza también—. Ella misma lo pidió, dios de los mares. Espero no lo considere como una ofensa hacia usted.
          —Para nada. La voluntad de los dioses es algo impredecible y si así lo quiso, no puedo detenerla. Traté de hacerlo tiempo atrás cuando se unió a su bando, pero fracasé una vez por mi egoísmo y eso provocó que nos distanciemos demasiado —cada vez que recordaba cosas del pasado, su voz se tornaba un poco más grave que de costumbre, como si hablase otro que no fuese él en sí mismo—. Eso resuelve un asunto, ahora falta el otro. ¿Sabes por qué te cité hoy a pesar de tener el Coliseo vacío?
          —Es porque quieres ocultar la habilidad de Lauren, ¿cierto?
          —Me sorprendes Athena, quien diría que acertarías no solo lo que pensaba, sino también a quien se enfrentarían tus Santos el día de hoy —volteó a ver a su General Marina, y sus ojos provocaron que ella tratase de disimular admirando detalles que no había descubierto en el escenario a su alrededor—. Así es. Fue un imperdonable fallo mío el permitir que ella combatiese, pues no pensé en un primer momento que el mostrar dicha habilidad frente a miles de espectadores pudiese suponer gran problema. Mas no daré un paso atrás y permitiré que el combate suceda, pero solo lo observaremos los aquí presentes.
          —Gracias por concederme tal honor, emperador Poseidón —dijo Lauren, sintiéndose halagada y llena de vida por la dicha que sentía—. No le fallaré.
          —Descuida Lauren, eres una de mis más confiables guerreras y como tal no debo traicionar mi palabra ante ti —le dedicó una momentánea sonrisa que ella agradeció y generó cierta algarabía en Wallace, quien le palmeó en el hombro a la Lymnades—. Los líderes deben confiar en sus guerreros si quieren de verdad ser eso, un líder, ¿no lo crees así, Athena?
 

          La reina extranjera solo se limitó a asentir.
 

          —Athena, ¿te puedo hacer una petición? —Preguntó el emperador de Atlantis. Athena le observó sorprendida, y respondiéndole al asentir levemente con la cabeza—. ¿Podrías permitirme oficiar un combate más de lo prometido?
 

          Ariadne no sabía qué decir.

          —Athena, sé lo que me dijiste días atrás, de que no permitirías luchar a tu Patriarca. Respeto dicha decisión, por lo que no te obligaré a aceptar si no lo quieres —continuó hablando—. Sé que es imperdonable haberte prometido cinco pruebas, y ahora pedirte seis de repente. Comprendo tus dudas y por ello te haré la siguiente oferta: si ganas tres de los seis combates, aceptaré, pese a que se traten de la mitad y no de la mayoría como acordamos. Fue mi error no haber pensado en las habilidades de Lymnades antes y por ello yo te ofrezco esta oportunidad. ¿Qué dices?

 

          Ariadne agachó la cabeza, mirando al suelo y observando de reojo los rostros de los hombres y mujeres que le habían acompañado todo el camino hasta allí. No querían opinar, como si de manera unánime se hubiesen decidido mantener silenciosos como momias. Solo una vez escuchó dentro de su cabeza, la de Nadeko. «Si debo luchar por ti, lo haré. Prometo no fallarte, Ariadne. Pero la última decisión la tienes tú, al fin y al cabo», le decía su Patriarca mediante la telepatía que ella dominaba. Antes de levantar su rostro Ariadne ya tenía una decisión plasmada en su interior.

          —Agradezco su oferta, dios Poseidón, pero no me puedo permitir abusar de su generosidad —respondió ella dejando atónita a todos quienes le rodeaban, fuesen amigos o desconocidos—. Continuaremos con los combates planeados. Mas comprendo su situación, usted prometió cinco peleas a sus ciudadanos, y eso les dará —tomó aire y lo botó intentando así no tener complicaciones antes de pronunciar ello—. La sexta será extraoficial. No quiero que influya en la decisión de alianza, solo quiero ayudarle a cumplir con los suyos. Los líderes están allí porque sus leales los consideran como tales —añadió Ariadne con una sonrisa.
          —Me sorprendes Athena —rio Poseidón sin cortarse—. Está bien, acepto tu trato.
 

          La diosa de Atmetis se levantó un poco el vestido e hizo una reverencia con elegancia antes de retirarse de la reunión. Todo el mundo abandonó el campo de batalla dejando atrás a los combatientes. Lauren y Miare ahora estaban solos sobre la arena, ambos portando sus armaduras. El Santo de Piscis solo resoplaba y exhalaba por tedio cada vez que volteaba a ver a los suyos sobre el palco abierto. La mirada de Ariadne le calaba hondo, provocando que sintiese odio por sí mismo incluso.
 

          —¡Si es difícil arrodillarte, puedo ayudarte con mi Rugido del Rey! —Exclamó entre risas el Santo de Leo observándole desde lejos, siempre animado.
          —¡Que te calles! —Respondió Miare, igual de gritón que su amigo. Se llevó la mano al rostro. «Estoy rodeado de tontos», se lamentaba.
 

          Los ojos desafiantes de Miare se cruzaron con los de Lauren, que apenas se asomaban bajo el extraño diseño de su casco que cubría casi en su totalidad su femenino rostro. Dio un último suspiro de cansancio antes de agachar su cabeza e inclinarse para pedir perdón. Se disculpó de las palabras que falsamente había pronunciado sobre ella, y de los insultos que había dicho a sus espaldas. Sus compañeros, a quienes no veía, se reían sin parar pues era un espectáculo sin comparación el ver a Miare así.
 

          —No entiendo de lo que te disculpas, pero, como la guerrera que soy, debo agradecer tu acto. Mas ni por un segundo te imagines que me contendré en lo más mínimo
          —No esperaba menos de ti —levantó la cabeza, no con orgullo pues Ariadne se lo había quitado al obligarle a disculparle. Mas una nueva vitalidad se observaba en sus ojos—. Ahora atácame con todo lo que tengas, ¡aquí te espero condenada cambia formas!  


Si deseas leer un fanfic, puedes echarle un vistazo a mi historia, se agradecería:

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                              "Los Reinos de Etherias"      Ya disponible hasta el Cap. 34

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#55 El Gato Fenix

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Publicado 31 octubre 2020 - 22:52

q tal Sagen, veo que tomaste mi consejo de hacer una recapitulación, al menos mi balbuceo de crítica sirvió para algo alguna vez. El soberbio de Miare pidiendo disculpas jaja, me va intrigando cuales serán las alianzas entre los dioses de Etherias ya que si los dioses se alían, tambien lo deben hacer sus guerreros y a mi Poseidón me dá mala espina por lo que se me ocurre si en este fic habrá traidores a sus propios dioses. Ya tenemos a un Hermes precavido que ataca al territorio de Athena antes que ningún otro reino hiciera ningún avance, esto obviamente va a provocar reacciones en los demás reinos. Ya se va sintiendo la necesidad de ver a los demás olímpicos, me causa curiosidad cómo serán los otros lugares, Atlantis es un lugar voluptuoso, la gente respeta a su dios y a sus guerreros, tal vez estaría bueno mostrar distintos escenarios y diferentes maneras, que sé yo, lugares más pobres o dioses más humildes, algo así. Con esto te quiero decir que tu escritura tiene poder escénico y que podrías explorar variaciones. Bueno ya van 2 combates pendientes, el del pleyade que tiró la lanza (¿contra quién?) y Miare vs Lauren. A esperar entonces.

PD: admiro tu testarudez para seguir escribiendo con mínimo de críticas, eso significa que te gusta escribir y seguro tendrás muchos likes. Que te guste escribir es lo más importante, que puedas verte reflejado en tus textos.

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Publicado 17 noviembre 2020 - 13:25

q tal Sagen, veo que tomaste mi consejo de hacer una recapitulación, al menos mi balbuceo de crítica sirvió para algo alguna vez. El soberbio de Miare pidiendo disculpas jaja, me va intrigando cuales serán las alianzas entre los dioses de Etherias ya que si los dioses se alían, tambien lo deben hacer sus guerreros y a mi Poseidón me dá mala espina por lo que se me ocurre si en este fic habrá traidores a sus propios dioses. Ya tenemos a un Hermes precavido que ataca al territorio de Athena antes que ningún otro reino hiciera ningún avance, esto obviamente va a provocar reacciones en los demás reinos. Ya se va sintiendo la necesidad de ver a los demás olímpicos, me causa curiosidad cómo serán los otros lugares, Atlantis es un lugar voluptuoso, la gente respeta a su dios y a sus guerreros, tal vez estaría bueno mostrar distintos escenarios y diferentes maneras, que sé yo, lugares más pobres o dioses más humildes, algo así. Con esto te quiero decir que tu escritura tiene poder escénico y que podrías explorar variaciones. Bueno ya van 2 combates pendientes, el del pleyade que tiró la lanza (¿contra quién?) y Miare vs Lauren. A esperar entonces.
PD: admiro tu testarudez para seguir escribiendo con mínimo de críticas, eso significa que te gusta escribir y seguro tendrás muchos likes. Que te guste escribir es lo más importante, que puedas verte reflejado en tus textos.
Regalo:

 

No te preocupes por ello, Gato, en el futuro cercano o lejano tenía planteado explorar otros rincones de Etherias por los que no pasasen Athena y compañía, pero todo a su tiempo. Gracias por el regalo, anima mucho para cuando se requiere de cierta inspiración. 

Saludos Gato, y espero que todo te este yendo bien.

 

Spoiler

 

 

Capítulo 18. El corazón de un arrogante

 

 

12:05 horas (Po), 01 del Cuarto Mes— Año 3015 E.O.

 
          Había enfadado a su oponente, y eso había buscado desde el comienzo. Él era de creer que si eras una molestia con tu rival este daría un mejor combate. No era el único de entre los servidores de Athena que empleaba esto a su favor, pero si era el que lo hacía en todo momento. Sus acciones siempre eran duras y cortantes, siempre pensando en incordiar cuanto le fuera posible. No le importaba si a quien tratase mal fuere un amigo o un enemigo, él lo haría sin dudarlo por siquiera un momento. Las únicas que se salvaban de su ser eran las diosas a quienes servía. Ellas le observaban desde aquel palco a sus espaldas junto a las demás molestias que habían querido presenciar ese combate injusto. Injusto para la General, claro estaba.
          En las tribunas, sus compañeros ya se habían acomodado tal como el día anterior. La hermana mayor de Ariadne se había sentado sola en el filo y con las piernas suspendidas en el aire. Se le notaba decaída, y al verla sola allí a la Santa de Escorpio se le vino un breve recuerdo del día anterior, donde las diosas de la victoria y la guerra se sentaban como hermanas contentas y expectantes del combate a ocurrir frente a sus ojos. Pero Pallas ya no estaba más allí, ella había ido a Ventus. Kyouka se acercó a la pequeña diosa de cabello negro, quizás decidida a recuperar el tiempo perdido.

 

          —Nike, ¿me permites sentarme junto a ti? —Preguntó la Santa de Escorpio. Al asentir la diosa de la victoria, Kyouka le imitó y se colocó a su lado—. ¿Estás preocupada por Miare, cierto?
          —Quizás… —Comentó ella desviando la mirada. Mantenía las manos sobre el regazo y al contestar cerró sus puños, arrugando el vestido blanco que tenía puesto.
          —Él es fuerte, no lo dudes Nike —dijo ella tratando de animarle. Le acariciaba con un brazo mientras le mantenía rodeada con el otro. Nike se mantenía casi inconsolable, pero le mostró una sonrisa falsa para tranquilizarle.

 

          Con sus extrañamente delicados dedos, Kyouka iba rozándole las mejillas a su diosa. Quizás no era tan familiar con ella como lo podía ser Pallas, pero aun así ellas se habían criado juntas mucho tiempo atrás. Aún rememoraba como si fuese ayer, los días en que el Santo de Cáncer actual fue entrenado por el antiguo en la capital de Atmetis. Ella, al ser tan pequeña e indefensa, tuvo que mantenerse con su hermano todo el tiempo que duró su entrenamiento y fue allí donde conoció a ambas deidades, las dos teniendo tres años menos que ella.
          Aún no se había olvidado de ese sentimiento. Un tiempo en que las obligaciones de diosas de ambas hermanas de Athena no eran importantes y donde solo primaba en las tres el divertirse a más no poder. Kyouka no quería olvidar esas sensaciones, pues a pesar de ser una guardiana en Aquos añoraba esos días de infancia. Ella trataba a Nike como si el tiempo o la maldición nunca hubiesen ocurrido, y ahora que Pallas no estaba allí pensaba ser su apoyo.

 

          —Aun así… Escuché lo que tenía que escuchar sobre Lauren… —Pronunciaba con pesar—. Sus poderes de transformación, ella…
          —Lo sé Nike, lo sé. Sé que estuviste sola estos siete días mientras ella adoptó tu forma. No tienes por qué ocultármelo, después de todo ya lo sé.
          —Pe-pero… ¿Cómo es que lo sabes, Kyouka? —Se quedó extrañada, pues en principio solo las diosas y la Patriarca sabrían sobre ello.
          —La primera noche hubo alguien, cuyo nombre no me atreveré a pronunciar, que me despertó para una caminata nocturna. Él estaba preocupado por una cierta diosa que no aparenta su edad… Él no lo sabe, pero esa noche conocí a la verdadera Lymnades, a aquella que se esconde bajo ese casco —señaló hacia la arena con la uña del índice, esmaltada en color escarlata—. Ella no me dijo nada de su poder, solo asintió cada una de mis sospechas.
          —Entonces… ¿Eso también lo sabes? —La miró con recelo. En sus pensamientos solo podía tener una resolución.
          —Sí, Nike. Y también sé a la perfección que hoy tú serás la peor pesadilla de Miare.
 

* * *

 

          Al anunciar el dios de los mares el inicio de la contienda, ambos guerreros adoptaron una pose de pelea. El Santo Dorado estudiaba cada característica de su oponente, contextura, agilidad de movimiento, su altura. Todos los detalles que su vista alcanzaba a captar eran de importancia para él para conocer un poco más de ella. Necesitaba saberlos a la perfección, pues eran detalles que podrían afectar tarde o temprano la efectividad de sus propias técnicas. Le lanzaba varias miradas ofensivas, pero no de desdén. Aunque siempre actuase como una molestia, él sabía que en situaciones así debía enfrentar a su oponente sin actuar como su yo de siempre.
          Los movimientos de la General eran ágiles. Sus reflejos eran buenos, ya que esquivaba con suma facilidad muchos de los intercambios de golpes que Miare propinaba cada vez que intentaba acercarse a ella. El Pez Dorado había escuchado de su maestro que aquellos que empleaban ilusiones de transformación siempre tenían un punto débil: tener que centrarse en la ejecución de dicha habilidad. Una ráfaga de golpes desconcentraba a cualquiera, y por ello él tendría una remarcada ventaja de inicio a fin. No contento con ello, Miare realizaba movimientos demás, gastando su cosmos a su vez de forma inútil ante los ojos de la guerrera de Atlantis.
          Él le había subestimado desde el comienzo al lanzarle golpes al azar. Una de las mayores virtudes de Lauren se veía reflejada en el combate a cuerpo a cuerpo que podía ofrecer, en contraposición a las creencias acerca de su preciada habilidad. Ella había tomado esa debilidad en sus manos y la había vuelto su as bajo la manga. El Santo Dorado no era diferente a otros enemigos a quienes se había enfrentado en cuanto descubrieron su transformación, todos caían bajo el mismo prejuicio. Llegaron al umbral de los cinco minutos, golpeando y esquivando, sin haber un claro vencedor hasta entonces.

 

          —Si quieres nos dejamos de juegos —la General esbozó una sonrisa bajo el casco—. ¿Quieres que comience el combate de verdad?
           —Oh, así que tienes más por mostrar. Ya estaba pensando que los Generales Marinos solo usaban sus manos para capturar peces en el río, aunque ni eso me has demostrado hasta ahora.

 

          La provocación del Santo de Piscis llegó a oídos de todos, pero al único a quien afectó fue a Gareth de Hipocampo, quien lo tomó personal. No pensaba permitir que nadie se burlase de su técnica de Barrera de Aire, y por ello no dejaría que el extranjero salga impune de esta. Pero nuevamente el brazo de su compañero Wallace le detuvo antes de que él saltase a la plataforma donde se realizaba el combate. Gareth estaba enojado, cegado por una ira que solo los Santos de Athena le habían generado. Mas su mente llamó en una nueva oportunidad a la cordura, pensando siempre que el Escila era el único que conocía sus debilidades y debía evitar un conflicto con él.
 

          —Ya cálmate de una buena vez, Gareth —comentó Wallace parado frente a él con los brazos cruzados—. En serio, ¿tienes algo contra los Santos de Athena?
          —Nada en particular —respondió evitando confrontarle con la mirada. Suficiente tenía con evadir otros siete pares de ojos posados sobre él—. Solo son una molestia, todos y cada uno de ellos.
          —¿De verdad continúas enfadado por lo de ayer? —Intervino el Marino de Kraken, quien estaba a la derecha, detrás suya—. Pero si ellos dieron una buena pelea.
          —Son débiles y solo nos causarán la destrucción. Usan tácticas cobardes y rastreras, tratan de parecer héroes cuando son en realidad simples inútiles —sus ojos furiosos continuaban viendo el campo de batalla, tratando de no ser descubiertos por el rey al que juró lealtad.
          —Suficiente, Gareth —el emperador de los mares detuvo a su guerrero con la paciencia que solo a veces le caracterizaba—. Aún no he decidido mi veredicto, todavía necesito evaluar a Athena por mí mismo —levantó la mirada por un segundo, dirigiéndola a donde la castaña pequeña guiaba a los suyos—. El mundo actual es un gigantesco ajedrez de doce bandos y quien más alianzas sólidas tenga es quien hará los jaques mate correspondientes con tal de preservar la paz de su pueblo.
          —Si esa es su voluntad, todopoderoso dios de los mares —Gareth se disculpó, mas no sabía cómo sentirse con respecto a la respuesta de su señor. Apretó el puño con ira al sentirse impotente por no hallar una respuesta clara dentro de sí mismo.

 

          El combate en el escenario no iba para ningún punto en particular. Ambas fuerzas se veían niveladas, esperando uno que el otro lanzase su técnica primero. Eran guerreros de élite, entrenados por varios años con tal de servir a sus reyes, ninguno de los dos daría su brazo a torcer. La capacidad física de ambos sobrepasaba los límites del humano común, e incluso podría decirse que el combate podría durar miles de días de seguir así. Ninguno de los dos veía mermada su fuerza, pero sabían que tarde o temprano un descuido decidiría todo.
          Al mismo tiempo que ambos combatían, Lauren no iba perdiendo el tiempo. Poseía el poder para leer la mente de su oponente —solo sus recuerdos más preciados—, y hacer que pensamientos y personas sean parte de una falsa realidad creada por ella. Su cuerpo entrenado esquivaba gracias a sus reflejos inhumanos, los cuales le permitían leer el interior del pez dorado con total tranquilidad. Siempre era un plan que le funcionaba a la perfección, después de todo nadie lo había visto venir antes hasta cuando ya era muy tarde.
          Cientos de escenas pasaron ante sus ojos. En ellos personas conocidas y desconocidas para la guerrera atlante iban de un lado a otro, pasando algunos de la vida a la muerte en solo segundos, otros no pareciéndose a su yo de años más tarde, otros no cambiando nada tras tanto tiempo. Los recuerdos del Santo Dorado podían llegar a abrumarle. Sus experiencias quizás eran demasiado para los pocos años que aparentaba tener el Piscis. Tantas emociones y sentimientos conjugadas en su mente le hacían demorar en su investigación de la persona indicada, pero parecía que el Santo Dorado no se había dado cuenta aún de sus verdaderas intenciones.

 

          —¿Qué haces tanto rato mirándome? —Preguntó Miare con visible molestia—. ¿Acaso tengo mariposas en el rostro? ¿O es que me parezco al exnovio que te dejó por que eras cobarde?
 

          No se atrevió a responder. Aquel comentario había hecho caer en cuenta que mientras más tiempo demoraba ella en realizar una jugada, su adversario cada vez descubría más movimientos suyos. Él no lo sabía y se lo demostraba con cada palabra que salía de su boca, pero Miare estaba cada vez más cerca de obtener la verdad acerca de la habilidad de Lymnades. No podía permitir que ocurriese eso. Se alejó de él dando un salto hacia atrás que el Santo Dorado no se esperó, y un destello blanco cubrió su cuerpo. Enceguecido, el oponente de Lauren se cubrió los ojos con el dorso de su antebrazo.
          Al abrir los ojos él no estaba frente a una oponente cualquiera: estaba frente a su compañera Kyouka. Ella había adoptado la forma de aquella amiga a quien tenía detrás suya espectando el combate. Todo era igual a si se tratase de ella, la armadura de Escorpio reluciente como siempre, las uñas rojas que anticipaban una tortura y el largo cabello negro que cubría medio rostro. Pero sus facciones eran como la de aquel sueño, aquellas del pasado que creía no recordar. Su mirada sombría y ojerosa había desaparecido, llamándole la atención y deteniéndole de combatir.
          La verdadera Santa Dorada observaba el espectáculo desde su asiento. Al observar bien la primera transformación de la General de Lymnades se cubrió el rostro con ambas manos. Llevando sus dedos a sus cabellos, hasta casi el punto de arrancárselos, mas no haciéndolo. Ese rostro que veía a lo lejos le molestaba, no porque lo odiase en verdad, sino porque le hacía sentir débil e impotente. Lauren había cometido un grave error al hacer eso, pero la Escorpio sabía que ella no tenía la culpa de haber encontrado ese recuerdo en Miare. Ellos habían entrenado juntos, y él había visto tantas veces ese rostro que quizás se le había grabado a fuego en su mente. Maldecía por dentro ese hecho.

 

          —Bien Miare, es momento de que sufras —exclamó la falsa Kyouka—. Es hora de que sufras con mis Agujas Escarlata.
 

          Sus esmaltadas uñas se envolvieron en un aura blanca de cosmos, cada detalle de la postura ella lo había copiado a la perfección. Alzó su brazo derecho y apuntó con el dedo índice al hombro derecho del Santo Dorado. Él la observaba, pero aun así no se movía en lo absoluto. Ella avanzó unos cuantos pasos y cuando creyó conveniente —según lo que había aprendido en recuerdos—, impulsó su cosmos en forma de proyectil, el cual atravesó armadura y piel, pero —por suerte— no el hueso de su oponente. En el rostro prestado que tenía la General se había remarcado la sonrisa sádica que usaba Kyouka cada vez que empleaba dicha técnica, pero que ahora no concordaba con su rostro tan puro.
          El Santo de Piscis llevó su mano al hombro, cubriéndose la hombrera destrozada. La sangre caía sobre su brazo como un hilo rojizo, pero no daba atisbo alguno de sentir dolor. La guerrera atlante tomó esto como un reto y lanzó otra más al hombro opuesto para ver si así dejaba de fingir que no le molestaba en lo absoluto. Tampoco gritó tras recibir la segunda de las quince estrellas que en el cielo formaban a Escorpio. Sus Agujas parecían no hacer mella en la actitud, ahora calmada, del Santo de Piscis. Él solo se quedaba con la mirada fija en ella, haciéndole sentir un poco incómoda.
          El poder de transformación suyo le permitía copiar habilidades, que no eran tan buenas como las originales, pero tenían los mismos efectos. Podía usar tantas técnicas había observado su objetivo, mas nunca podía usarlas en otro cuerpo que no fuese el perteneciente al recuerdo de su legítimo usuario. Tenía sus desventajas, claro, pero ella no comprendía porqué el Santo de Piscis no intentaba siquiera esquivarlas teniendo dicha posibilidad. Lanzó el tercero de los aguijones

 

          —Déjalo, es inútil que sigas fingiendo el resistirte al dolor —decía la falsa Santa de Athena.
          —Es inútil que uses ese ataque contra mí. Soy inmune a él —decía el Santo de Piscis acercándose poco a poco, al asegurarse de que Kyouka estaba detrás suyo y que esa solo era una ilusión de su pasado—. He recibido centenares de Agujas Escarlatas desde que conozco al Escorpión Dorado. Cada día por un par de años las recibí sin contemplaciones, todo para que se vuelva una Santa Dorada. ¡No mancilles su imagen al hacerla ver tan débil!

 

          «Maldición», cerró el puño la General Marina. El Santo oponente hizo lo mismo, pero con más fuerza y con cosmos en él. Raíces emergieron del suelo, las cuales parecían brotar de la nada. Todas ellas convergían en un solo objetivo: capturar a Lauren de Lymnades. Rosas de todo tipo plagaron el campo de batalla, viéndose un colorido espectáculo desde arriba. Las rosas blancas tomaron el control del cuerpo envuelto por varias capas de serpientes verdes y marrones. Ella podía sentir cómo a pesar de sus esfuerzos su cosmos se iba poco a poco y que pronto iba a perder el combate y la confianza del rey de los mares.
 

          —Las Rosas Parásitas absorberán tu cosmos hasta extinguirse. Ríndete ahora Lymnades, te daré solo esta oportunidad por estar usando la imagen de mi compañera y quiero intentar no dañar su recuerdo.
          —Eres iluso si crees que me rendiré —decía mientras trataba de salirse de aquella prisión, pero le era imposible. Sus esfuerzos eran inútiles.
          Rosas Piraña, levántense —ordenó el Santo de Piscis, volviendo a abrir su puño y alzando su palma derecha—. Estás acabada.

 

          No solo del suelo habían brotado rosas de color blanco, también había rojizas que expulsaban un polen que paralizaba a Lauren sin que lo supiese esta. Pero las más peligrosas aún estaban creciendo y separándose del suelo, flotando en el aire en torno a la General Marina. Como abejas en torno a su presa, todas las rosas moradas en el campo apuntaban su tallo afilado en dirección a su objetivo, aún prisionero de las raíces. Al mover nuevamente su mano, Miare hizo que todas las flores atacaran sin piedad alguna la imagen de la Santa de Escorpio.
          Estaba presionada. Si le impactaban tantas rosas capaces de atravesar armaduras del mismo rango de la de Miare, estaba segura de que sería herida de muerte. Quizás le dejaría con un último atisbo de vida para no perder por completo el favor de Poseidón pese a estar un paso más adelante en su plan de alianzas. Su mente trabajaba al mil por segundo, y recordó ciertas palabras que le comentó Kyouka aquella noche que se volvieron amigas. «…los pensamientos e intimidades de cierto amigo mío. Solo diré que estoy aquí porque vimos que la pequeña Nike no estaba…». De no ser por ese fugaz pensamiento jamás hubiese recordado a aquella chiquilla a la cual Miare en ciertos recuerdos tomaba de la mano y en otros no le dirigía ni la mirada. Tenía la mitad de posibilidades en contra, pero si no lo intentaba moriría de todas formas.
          El combate estaba ya ganado. La Marina de Poseidón había caído en sus trucos y ahora recibiría más de un golpe fatal en su femenino cuerpo. Su técnica la había lanzado sin contemplaciones, y no tendría ni un rastro de compasión ahora que le daba una victoria asegurada. Su devoción por Athena era más grande que la añoranza que podría sentir por un simple recuerdo. Un destello blanquecino como el de la otra vez volvió a suceder y, tras él, las rosas detuvieron su ataque y cayeron al suelo. El corazón comenzó a pesarle al Pez Dorado, y detuvo su técnica no por el poder de Lymnades, sino por el poder de su propio pasado. Ahora quien estaba prisionera era Nike, sufriendo desconsolada por verse atrapada en una situación tan desconocida.

 

          —Mi-Miare, a-ayúdame —decía temblorosa la voz de la falsa diosa. Miare no era estúpido, sabía que se trataba de la misma Lauren. Pero una fuerza más poderosa que su cosmos le detuvo.
          —Maldición —se repetía Miare. Cayó de rodillas al suelo al notar su incapacidad y comenzó a golpear la arena enraizada con sus puños.
          —Mi-Miare, por favor rescátame —suplicó la imagen de la diosa a la que había jurado completa lealtad tiempo atrás.
          —Sé que eres una ilusión. Te estás aprovechando de ella, revisando mis recuerdos cada vez más seguido… —exclamaba el Santo de Piscis llevándose la mano derecha a la altura de su corazón. Ella había despertado un doloroso recuerdo al repetir esas palabras—. Pero lo juré. Juré que protegería a mi diosa a toda costa, y eso haré. No le podría hacer daño a ella, aunque eso me cueste la vida…

 

          La ventaja que el Santo Dorado había cultivado durante todo el combate se desvaneció en apenas unos segundos. Aquello que mantenía prisionera a la imagen que adoptó Lauren ahora se hallaba marchito en el suelo, y su cosmos lentamente volvía a ella. A pesar de ello aún le pesaba moverse un poco a la guerrera atlante, pues el polen paralizante aún se mantenía flotando en el aire y manteniéndose imperceptible para los ojos de ambos. Ella abrió y cerró su ahora pequeño puño, y se acercó corriendo —a la velocidad que podía permitirse— a Miare. Ella sabía que no podía atacarle en esa forma, pero estaba en la misma posición: Nike no era una diosa guerrera y estaba indefensa. Debía sacar un último truco bajo la manga.
          Los recuerdos avanzaban a su lado, viendo varios fragmentos a la vez conforme pasos daba hacia su adversario. Personas iba conociendo y olvidando en búsqueda de la mejor de las elecciones que pudiese encontrar. Había fallado una vez al seleccionar a su amiga Kyouka, pero no lo haría de nuevo. A quien llamaba maestro en algunos recuerdos le parecía un tanto viejo, además de que no había visto técnica suya en la vida. Por otro lado, había encontrado algo más que prometedor en otra parte. Un tal Shiou con una técnica capaz de dejar inconsciente a su adversario.

 

          —¡Ondas Infernales! —Exclamó la General de Lymnades luego de provocar un nuevo destello blanco, transformándose en el hombre aquel que, recuerdos más adelante, vestía una armadura dorada como la de Miare.
          —¡Ah, pero en cambio…! —Gritó el Santo de Piscis con una sonrisa inesperada en su rostro. El ataque directo lo pudo evadir con facilidad dada la diferencia de velocidad, tomando del brazo al Cáncer y mandándolo al suelo con su propia fuerza—. Esto… Esto va a ser glorioso…

 

          Algo con lo que no había contado la General Marina era la rivalidad entre ellos. Sus constantes disputas que nacieron mucho después de las palizas que ella había observado en los recuerdos de aquel Santo Dorado. Además, ella no era Shiou. Había escuchado de boca suya, en las memorias de Miare, que los movimientos sorpresa eran fundamentales para obtener una victoria sobre el oponente. Las estrategias del cangrejo no las poseía ella, solo sus movimientos. Y que él le ganase a Miare, había sido por la gran diferencia de nivel en aquel entonces. Todo su plan había fallado hasta entonces, pero los recuerdos avanzaron poco a poco mostrándole más y más técnicas actuales de aquella persona que no se hallaba allí.
          Se colocó nuevamente de pie, se rehusaba a rendirse. Llamas azules se desplegaron a su alrededor, en torno a ella la muerte realzaba un tono evidente. Repudiaba esa sensación que recorría su cuerpo, pero solo eran luces después de todo. Con ellas, con las Llamas del Infierno, quemaría el alma de su oponente hasta que suplicara piedad de rodillas. Se acercó corriendo a Miare, con el dedo índice derecho delante, como si fuese una lanza, y tras de sí le seguían a toda velocidad las llamas azules.

 

          —¡Nunca me derrotarás con una técnica tan básica como esa! —Se jactó el Santo Dorado—. Ahora contemplarás lo que es una verdadera amenaza, ¡Vórtice de los Pétalos Mortales
 

          Cada pétalo que descansaba en el suelo frío se reunió en torno al Piscis, y su propio cosmos las hizo girar una y otra vez hasta formar un ciclón con ellas. Envolvió al falso Shiou con su Vórtice, donde el polen de las flores rojas se acumuló aún más hasta que Lauren no pudo mover su cuerpo por más fuerza de voluntad que pusiese de por medio. Las pequeñas masas blancas que pertenecieron a las Rosas Parásitas, con la fuerza del viento, eran ayudadas a succionar el cosmos de su enemigo. Pero el mayor problema de la Marina fueron los pétalos morados, los cuales se pegaron a la armadura de Shiou, destrozándola al roce como si estuviesen hecha de veneno ácido puro. Y no solo la armadura de Cáncer había sufrido, la suya también al solo tratarse de una ilusión.
          Gran parte de la Escama de Lymnades había sucumbido ante la técnica de Miare, pero no podía permitirse rendirse. A pesar de haber quedado tirada en el suelo tras ser expulsada del violento ciclón, su voluntad no le permitía dar un paso atrás. Mas no se podía mover y ahora estaba a merced del Santo de Piscis, quien casi intacto se estaba acercando a ella. Su cara de fastidio era evidente, y en cualquier momento podía haber terminado con la Marina. Cerró los ojos al no saber que hacer en aquel momento, pero nada dañó su cuerpo en aquel instante.
          El Santo de Piscis se arrodilló frente a la malherida combatiente atlante y le retiró el casco, sin ella saberlo por no estar viéndolo. Se volvió a colocar de pie justo antes de que abriese los ojos y le dirigiese la mirada un tanto temblorosa.

 

          —Ya ríndete, Lauren —dijo él mientras observaba los detalles de aquel feo casco que llevaba entre manos—. Supongo que el hecho de que uses esta cosa siempre, muy aparte de tus habilidades, ha generado una cierta dependencia. Así que si hago esto —comentó mientras tiraba el casco varios metros por detrás suyo, alejándolo más de su legítima portadora—, habrás admitido tu derrota.
          —¿No me vas a atacar? —Preguntó la General Marina antes de cubrirse el rostro con las manos. No quería que nadie le viese.
          —Solo di que perdiste. Sé que no me equivoco con mis suposiciones, y podría acabar contigo fácilmente, pero no lo haré. Ahora estás completamente desarmada y sin posibilidades de victoria, ¿verdad? Entonces no mereces el gastar más mi energía por el puro gusto.

 

          Lauren no quería pronunciar dichas palabras, pero estaba acorralada contra la espada y la pared. Ciertamente había sido su casco un detonante de súbita debilidad, pero también había sido muy perjudicada al recibir la última técnica del Piscis. Ella solo asintió y el emperador de los mares dictó su veredicto sobre el combate. La victoria del Santo de Athena fue celebrada en ambos bandos, salvo una que otra excepción que se mantenían silentes de opinión hasta la última de las pruebas.
          La General Marina se tumbó en el suelo, ya casi sin fuerzas y giró la cabeza hasta topar su vista con el casco naranja en las lejanías. El Santo Dorado se acercó a él y lo tomó entre manos, luego caminó hacia la guerrera de Poseidón. Lo colocó sobre el metálico vientre de ella y levantó su cuerpo en brazos. Ella ya le había concedido el combate que había ansiado desde que escuchó sobre sus poderes, y no tenía más rencores dentro suyo. Ahora que la curiosidad se había satisfecho, él la llevaba consigo a donde sus compañeros le cuidarían. Ella, malherida, seguía sin entender por qué el Santo de Piscis era tan contradictorio.

 

          —Agradécele a Athena, por enseñarme la compasión —le dijo apenas entraron en el oscuro pasillo por donde conducía al trono del emperador de los mares—. Y, quizás, a Kyouka.
          —¿Notaste que nos conocíamos?
          —Solo pensé que ella podría sentirse mal si te lastimase, un presentimiento me dictaba eso. Ella es tan predecible —suspiraba—. Entonces no eran solo imaginaciones mías —pensó en voz alta al recordar aquel rostro de Kyouka que le había mostrado Lauren durante el combate. Definitivamente no era una imagen del pasado, era aquella que observó por un instante esa noche.
          —Oh, así que tienes un lado tierno. Que inesperado y adorable, supongo —comentó ella con tono irónico.
          —Eres una molestia... Ahora que estamos solos, dime —dijo, deteniéndose antes de llegar a las escaleras que conducían a la plataforma donde se encontraban los demás Marinos. Le apretó del hombro con más fuerza tratando de que no se escapase. No iba a perder la oportunidad de hacer esa pregunta—. ¿Cuál es el poder que nos oculta Nessa?
          —Eres tonto, ¿no? No vendería a ninguna de mis amistades —respondió visiblemente molesta. Unos segundos de silencio reinó entre ambos, quienes cruzaron miradas inamovibles.
          —Si esa es tu resolución, me agrada. Me preocupaba que Kyouka hubiese hecho una mala decisión al hacerte su amiga…


Si deseas leer un fanfic, puedes echarle un vistazo a mi historia, se agradecería:

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                              "Los Reinos de Etherias"      Ya disponible hasta el Cap. 34

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#57 Avbel

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Publicado 17 noviembre 2020 - 16:29

Me encanta la soltura que tenes para escribir, muy fluido.

 

Me gusto el combate, bien por la portadora de la armadura de piscis

 

Saludos


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#58 El Gato Fenix

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Publicado 19 noviembre 2020 - 13:11

que tal Sagen. El capìtulo estuvo bueno y tuvo varios momentos intensos, las distintas transformaciones de Lauren para intimidar a Miare fueron adecuadas, principalmente la de Nike. Un par de cosas: cuando decis "se pusieron en pose de combate", queda muy abstracto, sonarìa mejor si las describieras. Te olvidaste 2 comas por ahì, y en una oraciòn pusiste "por no detectarlo" y eso resuena a la palabra "porno", podrìas cambiarlo por "debido a que no pudo", pero es tu escritura, hacè lo que se te antoje. Ahora que el Pez Dorado comprobò que Lauren no le iba a decir ningùn secreto de Nessa, tambièn tuvo en claro que es una guerrera fiel y eso le hizo confiar en ella, y si los santos empiezan a confiar en  los generales, es probable que Athena y Poseidòn se alien.

Bueno, mis agradecimientos por este rato de lectura, a esperar el pròximo capìtulo, saludos!


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#59 SagenTheIlusionist

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Publicado 01 diciembre 2020 - 18:36

Me encanta la soltura que tenes para escribir, muy fluido. 
Me gusto el combate, bien por la portadora de la armadura de piscis
 
Saludos

 

Muchas gracias por pasarte Red. En cuanto a la escritura, procuro que sea fluída y que se pueda leer sin tantas complicaciones, traar de que no sea un Moby Dick, pero que se note un mejor uso de las palabras a comparación de trabajos anteriores. 

Pd. Piscis es hombre.

Saludos.

 

que tal Sagen. El capìtulo estuvo bueno y tuvo varios momentos intensos, las distintas transformaciones de Lauren para intimidar a Miare fueron adecuadas, principalmente la de Nike. Un par de cosas: cuando decis "se pusieron en pose de combate", queda muy abstracto, sonarìa mejor si las describieras. Te olvidaste 2 comas por ahì, y en una oraciòn pusiste "por no detectarlo" y eso resuena a la palabra "porno", podrìas cambiarlo por "debido a que no pudo", pero es tu escritura, hacè lo que se te antoje. Ahora que el Pez Dorado comprobò que Lauren no le iba a decir ningùn secreto de Nessa, tambièn tuvo en claro que es una guerrera fiel y eso le hizo confiar en ella, y si los santos empiezan a confiar en  los generales, es probable que Athena y Poseidòn se alien.
Bueno, mis agradecimientos por este rato de lectura, a esperar el pròximo capìtulo, saludos!

 

Gracias por observar esos detalles Gato, para la edición final los tomaré en cuenta. 

Saludos y gracias por tomarte tu tiempo para comentar y leer. En verdad se aprecia el esfuerzo. :lol: 

 

Spoiler

 

 

Capítulo 19. La crueldad del desierto

 

 

09:05 horas (At), 01 del Cuarto Mes— Año 3015 E.O.

 

          Cinco epitafios se hallaban escritos en las maderas frente a Pallas. Los valerosos guerreros que habían defendido Atmetis a costa de su vida ahora eran velados al costado de la Muralla que en el día a día habían protegido. La diosa de la guerra se arrodilló ante los enterrados cuerpos que allí se hallaban y les habló por extensos minutos, disculpándose con todos ellos por no haber podido llegar a tiempo con ellos. Los llorosos ojos de la bella diosa acompañaban la mirada fría y destruida de la Santa Dorada de Acuario. Ella se culpaba de sus decisiones, se lamentaba de sí misma al obligarlos a luchar, era su culpa que hubiesen caído en combate
          En la lejanía, sobre una pila de escombros de ladrillo, piedras, e incluso gammanio, se hallaba Dreud de Géminis observándoles a la distancia. Él también tenía remordimientos por ver fallecidos a la gente con la que él había compartido comidas, pero su deber ahora era primordial. Tanto Hyarud de Perros de Caza como Olive del Cetro se hallaban buscando personas desaparecidas desde que volvieron a la ciudad por órdenes de su líder Dreud. La devastación causada por ese único ataque de la Lanza del Dios de la Guerra había sido catastrófica para la ciudad, sobre todo en los rincones aledaños a la Muralla, cuyos pedazos destrozados cayeron sobre cada edificación que encontraron y la convirtieron en una pila de escombros.
 

          —Vamos, Zanya, Xárine, daros prisa —ordenaba el Santo Dorado desde un punto alto donde observaba mucha de la destrucción a su paso—. Hyarud, revisa esa sección de allá.
          —Señor Dreud, ya me he ocupado de aprisionar al Pléyade que capturamos —comentó Sophie de Águila, acomodándose los lentes al lado del Santo Dorado—. Y respecto a lo otro, ya cumplí con las órdenes de la señora Pallas.
          —Excelente, Sophie —respondió él observando fijamente los escombros que levantaba Xárine con facilidad. Sus ojos circularon la parte destrozada de la ciudad—. Alder, por el amor de Athena, date más prisa… y tú, Zethis, sigue buscando, no te detengas.
          —¡Es fácil hablar cuando no has combatido contra quienes valgan siquiera la pena! —Exclamó la Santa de Plata a su superior, pero no por ello dejó de levantar todo cuanto veía a su paso.
 

          Había innumerables manchas rojas de sangre en el suelo, ríos ya secos que indicaban la presencia de vida en algún punto de la destrucción. Los Santos priorizaban aquello los momentos en que Hyarud no les indicaba la presencia de personas vivas bajo las paredes destrozadas. Su lectura de mentes era una ayuda más que formidable, pero le llegaba a dar pánico las voces de cientos que aún clamaban auxilio. Se iban apagando de forma gradual y solo quería salvar a cada una de ellas. Sus límites eran humanos, no podía estar en dos sitios a la vez, todos no estaban bien tampoco. Huesos rotos, algunos quizás desangrándose, otros por suerte no afectados, pero cada situación era diferente. Escuchaba el pánico de la gente a su alrededor y no podía hacer nada más que callarse e intentar salvarlos de a uno.
          No todos los Santos podían estar rescatando a los heridos, Olive se había encargado, en principio, de cerrar el paso a los curiosos y asustados habitantes. Quienes clamaban que allí estaban sus familiares solo causaban problemas en su desesperación por verlos con vida y por ello necesitaban también a algunos para contener el pánico que se gestaba. Las cadenas de Andrómeda se extendían hasta el infinito, cercando toda el área destruida de Ventus, pero no era suficiente. Los minutos pasaban y la cantidad de avispas que podía mantener Vestra allí, para evitar que los inocentes se adentraran en la destrucción, iba de a pocos en aumento.
          La multitud se volvía violenta contra Krista, quien usaba sus cadenas para detenerlos. Sus brazos se hallaban ocupados al usar las cadenas de su armadura que no podía defenderse más que de los gritos que le lanzaban. El miedo que ella no quería exteriorizar era visible, pues cerraba sus ojos por no poder afrentar tantas palabras malas en su contra. El Santo de Géminis previniendo esto mandó luego a Midna, quien con la armadura un poco destrozada se interpuso entre la Santa de Andrómeda y el gentío. Las buenas palabras y razones que hablaba la Santa Plateada podían apaciguar a gran sector de los ciudadanos, mas aún quedaban algunos pocos molestando a la frágil Santa de Bronce.
          Luego de haberse asegurado que no había nadie debajo de una enorme pila de escombros, el Santo de Géminis destrozó todos y cada uno los átomos allí de un solo golpe. Su golpe fue preciso, deteniéndose antes de tocar las baldosas del suelo. Sus puños limpiaron el espacio para despejar una explanada capaz de albergar a toda clase de heridos. Los pequeños obstáculos que aún quedaban en el suelo eran luego retiradas por Suiren de Camaleón y Henida de Can Menor, quienes se ofrecieron a colaborar con su líder Dreud. Además, tenían más motivos para permanecer allí, pues de entre todos los allí presentes, ambos eran los que mejores resultados obtenían al aplicar primeros auxilios a los heridos.
          Ambos mensajeros de la guardia de Ventus tenían la misión de traer los implementos necesarios para un debido tratado de heridas, realizando ellos y sus aves adiestradas varios viajes en ida y vuelta a la Torre de los Guardianes de Ventus. Sábanas limpias, alcohol, vendas, ellos eran los encargados de llevarlos con Camaleón y Can Menor. Quizás no eran los más ágiles del original grupo de veinte que habían sido, pero con la temprana partida de Sidhea de Liebre, o lo ocupada que estaba Zanya de Zorro Hembra en pos de encontrar más sobrevivientes, ellos dos eran la mejor opción. La Santa de Plata de Águila, dotada de mayor velocidad que su compañero, compensaba la falta que le podría hacer Yuna, quien había partido varias horas atrás en búsqueda de Athena.
          Dejando atrás a sus compañeros, quienes hacían todas las labores que había ordenado él, el Santo de Géminis caminó entre los escombros sin darse mucha prisa y tratando de no obstaculizar a cualquiera de sus inferiores. Su rostro cansado —el cual era normal en él— quizás revelaba una gran falta de empatía por los heridos y muertos a su alrededor, pero estaba más centrado en no preocupar más a su compañera de rango y a su diosa. Cuando se reunieron en mitad del desierto había visto desde lejos qué tan desconsolada podría lucir Nereida, y por ello creyó conveniente no mostrar debilidad aquella vez. No eran necesarios dos estorbos con armaduras doradas allí en plena catástrofe.
 

          —Nereida, Señorita Pallas, comprendo vuestro dolor, pero no deben soltar más lágrimas —decía él adoptando el papel de la voz de la razón—. Sus vidas no serán olvidadas por nosotros, y es por ellos que debemos avanzar… Es la estela que dejaron a su paso el rastro imborrable que quedará en nuestros corazones —se acercó a ambas y apoyó su mano en la hombrera de su compañera—. Nereida, ellos no querrían verte así.
          —Lo sabemos, Dreud, pero igual gracias por preocuparte por nosotras —comentó la diosa Pallas sin dejar de observar las sepulturas de los guerreros caídos—. Si nosotras no lloramos sus pérdidas, ¿quién lo hará?
          —Señorita Pallas, no me diga que no lo ha notado —habló, dejando salir un suspiro—. Quizás es porque paso más tiempo con ellos, pero lo siento. El animo de todos está decaído, el profundo pesar que les aqueja a ambas también está calando hondo en cada uno de nosotros. Pero somos guerreros, dispuestos a dar nuestra vida por Atmetis, y esa es nuestra razón para existir —hizo una pequeña pausa y viró su mirada a donde las multitudes curiosas se aglomeraban—. Mas los ciudadanos no eligieron ese camino, y es por ello que ahora, a pesar de todo el dolor, los Guardianes de la Muralla quieren ayudarles. Salvándoles y luego mostrándoles una pequeña sonrisa de esperanza, quizás parezca poco, pero es una enseñanza que nuestra reina nos confió. Es por ese futuro que anhela Athena el que ellos volvieron invisibles sus lágrimas y continúan esforzándose.
 

          Usando el dorso de su mano Pallas se secó las pocas lágrimas que comenzaron a brotarle de los ojos. Sus ojos enrojecidos por llorar no ocultaban sus sentimientos por la valentía de aquellos que cayeron. Su espíritu no debía ser indiferente. Tomó una bocanada grande de aire y trató de calmarse con todo lo que le había dicho Dreud. Manteniendo la cordura ella se puso de pie y le agradeció al Santo Dorado, quien aún quería esperar a que Nereida se parase, pero se mantuvo allí por varios segundos observando con impotencia las sepulturas, palpando la tierra que cubría los cuerpos de sus compañeros. Dreud decidió no intervenir más. Pensó varias veces qué podría decirle, pero había fallado ya varias veces en idear algo. Quizás era mejor para ella el quedarse un momento a solas.
          Guiando a su diosa, él la condujo a través del campo de escombros que antes había sido una preciosa parte de la ciudad que habitaba. Entramados caminos bañados de sangre y destrucción rodearon a ambos por unos cuantos minutos. A donde quiera que se observase había una construcción con puertas, medias paredes y ningún techo. Los vidrios rotos de las ventanas cubrían el suelo como pequeños destellos y algunos fragmentos más grandes sonaban y se quebraban más en cuanto los dos portadores de armaduras doradas pasaban caminando sobre ellas.
 

          —Hubiera querido mostrarle la ciudad en mejores condiciones, Señorita Pallas —se lamentó el Santo de Oro aún delante de la diosa, mientras iba indicando el camino a seguir.
          —No es que nunca haya venido aquí, lo hice una vez cuando era más pequeña. Aiza me trajo aquella ocasión —comentó ella, aunque se corrigió al instante—. Nos trajo, a Nike y a mí.
          —Debe ser extraño ver cómo cambió todo en unos segundos, aunque para usted fueron años, Señorita —Él pensaba en su seguridad, como un súbdito suyo debía mantenerla cómoda en todo momento—. Quizás debamos ir más rápido, para que no le incomode ese hedor a muerte que asola a este lugar.
          —No te preocupes por mí, Dreud. No es nada —comentaba con despreocupación la diosa. Quería decir que era una mentira, pero no lo era. Ese sentimiento la asolaba con fuerza, como si lo hubiese vivido mucho antes—. No sé por qué, pero… no me desagrada… Esta destrucción, todo… no me desagrada…
          —¿No le desagrada, Señorita Pallas? —Cuestionó claramente sorprendido, aunque no quería demostrarlo tan fácil—. ¿No cree que es un poco extraño? Digo, es un poco… extraño…  el que le guste el olor a muerte, Señorita…
          —No dije que me gustara, Dreud. Solo digo que lo siento muy familiar, como si siempre me hubiese rodeado. No lo comprendo bien…
          —Es ciertamente extraño, Señorita —comentó antes de mantenerse pensativo todo el trayecto hasta llegar a su destino.

          Respondía por instinto algunas preguntas que le hacía la Señorita, pero su mente vagaba más en otros recuerdos lejanos. Recordaba ciertas palabras que había leído en un antiguo texto redactado por un Patriarca ya muerto miles de años atrás. De vez en cuando observaba a su diosa de reojo, y se confundía cada vez más. Ella era una diosa de la guerra, habituada al campo de batalla desde la era del mito, pero aún no era el momento. Sus pensamientos coincidieron en que quizás, solo quizás, estaba presenciando de cerca indicios de su despertar como deidad. «Está cerca de cumplir esa edad… cierto…», continuaba pensando.
          Sus pensamientos lograron desconectar al Santo Dorado del mundo a su alrededor, quien cruzó el umbral de la puerta de su base de operaciones sin notarlo siquiera. El edificio se mantenía, para asombro de Pallas, casi intacto pese a los destrozos causados por la caída de la Muralla. La protección que conjuró la reina Athena tiempo atrás, cuando fue construido, le había salvado de la catástrofe, a diferencia de las construcciones a su alrededor. Estando en su interior, la diosa de cabellos dorados notó un aura distinta al que se sentía en los demás rincones de Ventus. En aquel lugar se sentía la cálida presencia del cosmos de la diosa de la sabiduría.
          Una sala amplia se hallaba apenas entraba en el edificio, aunque podría ser más grande solo por notarse más vacía. Al costado derecho una escalera en aparente forma de caracol subía hasta los pisos superiores del recinto circular. Varias estanterías tenían los libros, de todos los colores posible de cubiertas, tirados en el suelo producto del impacto de los fragmentos de muralla al chocar contra el suelo. Dreud no le dio verdadera importancia y avanzó recto desde la entrada hasta desaparecer frente a los ojos de la joven Pallas. Había cruzado una estantería sin siquiera inmutarse, pero era solo una ilusión que el Santo de Géminis había creado —y que se notaba sin dificultad al ser la única no afectada por los movimientos telúricos—. La diosa de la guerra siguió a su Santo a través del pasillo que se hallaba detrás del falso librero.
          Tras unos cuantos pasos dados en línea recta, el camino enladrillado se tornaba una escalera en espiral —en dirección opuesta a la que había visto al entrar al edificio—, el cual llevaba a plantas subterráneas. Con seguridad no sabían cuantas veces habían dado vueltas en círculos para llegar al sitio donde quería ir Dreud, pero tras los primeros treinta escalones Pallas ya se había mareado en cierta medida. Había visto solo un descanso de nivel en el cual había una puerta de madera cerrada, pero el Santo Dorado le aconsejó no abrirla. El camino era cansado y monótono, agotaba a la vista ver el mismo sendero sin aparente final. Al cerrar sus ojos producto del hastío y abrirlos nuevamente, ella se hallaba frente al último escalón en el camino. Y frente a ese escalón, una puerta enrejada continuaba con el sendero bajo tierra.
          Parecía que llevaba horas viendo cientos de celdas, pero en realidad solo habían pasado apenas unos pocos minutos desde que cruzó la puerta principal de la Torre. Una abundante luz amarilla alumbraba el camino a seguir, y por suerte aquello espantaba a una cantidad inestimable de bestias de la oscuridad, excepto a las polillas. Cuando Dreud se detuvo frente a una de las prisiones, ella también lo hizo. A través del enrejado ella observó a quien se encontraba dentro: el mismo Pléyade a quien Sophie capturó en la batalla reciente. Solo le había visto en cuanto la Santa de Plata volvió, al concluir la disputa entre ambos bandos, donde Nereida llevándolo a rastras contra su voluntad.
 

          —Supongo que has tenido tiempo de descansar, Pléyade —dijo el Santo Dorado al abrir la puerta de la celda—. Ahora cuéntanos qué es lo que sabes.
          —Pierdes el tiempo, Santo de Athena. Nunca revelaría nada de alguien a quien le soy leal —respondió con seriedad el Pléyade—. No soy como esos cobardes que sueltan la lengua en cuanto tienen algo amenazante frente a ellos.
          —No me vengas con cuentitos, amigo —comentó. Odiaba el uso vano que habían comenzado a darle al término “amigo” por aquellas tierras, pero también se le había pegado dicha mala costumbre—. Dinos para quien trabajas… —golpeó el enrejado en forma de protesta. El choque que hizo con la manopla dorada causó un resonar metálico cuyo eco se reprodujo por todo el subterráneo—. Ah cierto, pregunta equivocada porque lo sabemos bien. Dinos qué es lo que traman.
          —Si crees que me vas a asustar si me prometes la muerte, estás equivocado. Como soldado de Hermes no tengo más aspiraciones que esa —aún seguía reticente a cooperar con el Santo Dorado.
          —¿No le temes a la muerte? —Preguntó Dreud con una cierta curiosidad que en cualquier momento podía desvanecerse. Había cruzado los brazos en espera de una respuesta.
          —Para nada. En Maiestas cada día es un constante sufrimiento, un recordatorio de porqué la vida tranquila no existe para nadie más que para los que ostentan poder —comentó el Pléyade con una sonrisa horrible en el rostro—. Mientras Hermes siga en el trono, cada día será un recordatorio de que nuestra existencia solo es una moneda de cambio. 
          —¿No le tienes devoción a tu dios? —Preguntó con su delicada voz Pallas—. Yo había escuchado a los Pléyades gritar fervorosos por Hermes.
          —¿En verdad, Santa Dorada? A quién habrás escuchado, porque a nosotros no. Solo somos peones de esa cruel divinidad olímpica, nada más. ¿Serle devotos? Es el mejor chiste que he escuchado en toda mi maldita vida.
          —Creo recordar que se llamaba Erithra —dijo ella en un tono bajo. En su mente aún estaban frescas esas imágenes en las cuales se hallaba su fatídico destino.
          —¿Hablabas de esa víbora asquerosa? —Solo repulsión había en el rostro del Pléyade tullido—. Los únicos que le deben la vida a Hermes son quienes tienen más poder —hizo un gesto con su mano derecha, frotándose el dedo índice con el pulgar—, si es que entienden lo que les quiero decir. Las familias nobles de Maiestas le son devotas a Hermes por sus grandes riquezas, y los aduladores son otro cuento también. Me alegro de no tener que volverle a ver ese horrible rostro de Erithra nunca más en mi perra vida.
          —Igual está muerta —intervino despreocupado el Santo de Géminis. Hizo un gesto apuntando con uno de sus dedos a la izquierda—. Está en la celda de al lado, casi pudriéndose, por si te interesa.
          —¿Es-está muerta? —No podía salir de su propio asombro. Cuando comprendió todo incluso se le iluminó el rostro y dio muestras de querer reírse—. ¡Es la mejor noticia que me han dado en años!
          —¿Por qué te alegras de su muerte? ¿No era tu aliada? Quizás con tu dios no te llevases de las mil maravillas, ¿pero con tus compañeros Pléyades? —Algo no cuadraba en la mente de Pallas.
          —¿Esa? Supongo que te mencionó que era la segunda al mando, siempre lo repetía, una y otra vez —su asco le obligó a escupir en el suelo de la prisión, a apenas centímetros de la bota dorada del Santo de Géminis—. Esa tipa era una esclava tal como yo y los otros, pero se le subieron los humos al ser escogida por nuestro ese tal líder Reonis. Pfff… Obtuviste lo que te mereces bastarda helénica.
          —¿Helénica? —Cuestionó el Santo de Géminis, interrumpiendo al Pléyade—. ¿Quieres decir que ella provenía de las tierras de Afrodita? Pensaba que eras todos natales de Maiestas. Es extraño eso.
          —No lo es, Santo Dorado —refutó—. Hermes es comerciante de esclavos, compra súbditos por favores. Sus filas están compuestas por nobles y prisioneros provenientes del propio Maiestas, de Tártaros, Icaria y Helenia.
          —¿Hades, Dionisio, Afrodita? Son más aliados de los que pensé en principio —pensó Pallas en voz alta.
          —Y esas armaduras son de Hefesto supongo, ¿no? —Interrogó el Santo Dorado—. Esas armaduras son curiosamente resistentes como para ser hechas en masa por un herrero cualquiera.
          —Me alegra que entiendas rápido —se burló el inválido—. Así es, Hefestos también entra en su círculo de influencias.
          —Pero… ¿por qué nos revelas esto tan a la ligera? ¿No habías dicho que…? —Preguntó Pallas aún investida en oro de pies a cabeza.
          —Sé lo que dije, pero lo repetiré. yo no suelto la lengua contra alguien a quien soy leal. Y nunca en mi bastarda vida sería leal a ese dios de pacotilla que solo me ha traído sufrimientos.
          —Está bien, eso es todo —concluyó el Santo Dorado. Invitó a la diosa a pasar delante suyo y cuando ambos se hallaron fuera cerró la celda—. Esto… por colaborar te ofreceremos las tres comidas al día, es una suerte que sí puedas mover tus articulaciones superiores porque no me dan ganas de darte de comer en la boca…
 

          Antes de volver a la superficie, ambos tenían otra parada unas cuantas celdas más allá. Era necesario para mantener el silencio de la diosa el mostrárselo en persona, y debía hacerlo en aquel momento aprovechando la ocasión. Las sombras en primer momento ocultaron la identidad de quien se hallaba dentro de la prisión, pero en cuanto se acercó un poco pudo observarlo. El Santo de Géminis no se dignó a abrir la puerta, era peligroso acercarse más incluso si él estaba encadenado de pies y manos.
 

          —Señorita Pallas, disculpe que no le lleve afuera aún, pero es necesario que mantengamos su presencia en secreto —le dijo, señalándole a quien se hallaba dentro de la celda—. Quien tiene delante suyo es Keran, un miembro de alta cuna maiestana, y espía de Hermes. Aunque quizás lo recuerde mejor como el último Santo de Flecha en activo…


Si deseas leer un fanfic, puedes echarle un vistazo a mi historia, se agradecería:

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                              "Los Reinos de Etherias"      Ya disponible hasta el Cap. 34

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Publicado 02 diciembre 2020 - 12:09

bien Sagen, en este capìtulo mostraste la desgracia de las vìctimas de la guerra y vas pintando una probable tragedia bèlica en todo Etherias. Eso es bueno por que muestra un contraste total con respecto al paìs de Poseidòn o de Atmetis. Tambièn me gustò que el pleyade no sintiera devociòn por su dios ni fraternidad con sus camaradas. El hecho de que Maiestias es un territorio oligàrquico y que sus guerreros sean esclavos, y que ya haya una posible alianza entre Hades, Hermes y Afrodita lleva las complicaciones todavìa màs lejos. Parece que se viene una guerra mundial! Y por ùltimo, ya hay un traidor a Athena y esto abre interrogantes acerca de què pretenden los soldados de sus dioses, o sea, todo el capìtulo plantea la cuestiòn de còmo debe ser un dios para ganar lealtad. Ademàs, veo otro logro en el capìtulo: estuvo bueno sin que haya duelos. y bueno, fijate bien que por ahì te olvidaste 2 comas, saludos!


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