Buenas, buenas, buenas...
Como sabrán, ahora he comenzado publicando una historia paralela a esta, Los Reinos Inmortales, que tiene como misión el contar la perspectiva de los hechos desde el punto de vista de, principalmente, Artemisa y las suyas. Esperemos que, por ahora, Los Reinos de Etherias tenga una publicación semanal (una publicación mínimo en alguno de los dos tópics cada semana). No digo necesariamente que ambos sean bisemanal porque me conozco y con los bloqueos podría incumplir con alguna entrega...
buen capítulo, se iba volviendo necesario describir la situación de Atlantis, Poseidon y su estrategia. Buena idea la de ir por el mar, nunca se me hubiera ocurrido una batalla marina. Tambien mencionaste que hay otro sello en el reino de Poseidón, esto me hace pregunrtarme si la trama continuará con los enemigos sellados liberados y su relación con el oráculo inicial o si se podrá evitar su liberación en todos los lugares de Etherias donde hay sellos. y bueno, un duelo entre 2 guerreros que estén en distintos barcos suena épico. Una cosa: no te olvides de la recapitulación, es medio difícil recordar tantos lugares y nombres después de 15 o más días de haber leido el episodio anterior. saludos, nos vemos x ahí, Sagen
Sí, voy a tratar de no olvidar la recapitulación para el siguiente capítulo. Solo puedo decir que sí, hay sellos en los doce reinos de Etherias, y será un eje principal para la historia de ahora en adelante.
Saludos Gato y gracias por seguir leyendo mi historia.
* * *
Un poco del contexto del capítulo, para recapitular. Este capítulo es continuación directa del Especial 3, donde el Patriarca Haloid se encuentra moribundo a la espera de la dulce muerte. El último a quien vio en aquel capítulo fue a Miare de Piscis, pero no fue el último que le vio con vida. Otros dos Santos Dorados cuyas vidas estaban más unidas al viejo Patriarca fueron los que visitarían al Patriarca justo antes de que este falleciese.
Este capítulo puede parecer un enredo y por ello hago hincapié en las fechas, dado a que las escenas ocurren en tiempos y años distintos entre sí. Ruego me dsculpen si no se entiende tanto. (Y como recordatorio, este capítulo ocurre mucho antes del ataque de Reonis a Atmetis, ¿que porqué se mencionó el sello entonces? Tendrá su importancia más adelante).
*La Kausut del capítulo es la mismísima y única Pléyade a quien se ha enfrentado Nessa de Dragón Marino, a quien no ha podido derrotar jamás. Esto se menciona en el capítulo 25.
Capítulo Especial 4: Haloid – Los recuerdos del maestro
14:35 horas (At), 02 del Primer Mes — Año 3015 E.O.
Los últimos que él esperaba que lo visitasen acudieron antes de lo previsto a la majestuosa habitación donde descansaba el moribundo Patriarca Haloid. Dos pares de pisadas metálicas resonaron todo el camino hasta posicionarse al lado de su lecho, donde el viejo se mantenía con los ojos cerrados reposando su vista por última vez antes de ser esta la definitiva. Sus signos vitales estaban tan alterados que todos ya sabían del fatídico desenlace e incluso los esfuerzos de último minuto que el médico Parsath de Tauro trataba de realizar eran inútiles para ese punto. Solo la muerte aguardaba a quien había sido el líder de las tropas de Atmetis a mucha honra, y el máximo verdugo del reino había llegado ante él, acompañado por su hermana de sangre.
—Maestro Haloid, ¿sigue despierto? —Preguntó el joven de alborotado cabello negro, procurando mantener la calma en una situación desdichada—. Hemos venido a verle, tal y como usted lo deseaba.
—Gracias por acudir a mi convocatoria, Shiou, Kyouka —se refirió a ambos jóvenes. Abrió sus ojos lento, dándose cuenta que su vista se había visto afectada por la misteriosa enfermedad.
—Padre, ¿por qué nos mandó llamar? Podría no habernos dicho nada e igual hubiésemos venido ante usted —cuestionó la Santa de Escorpio, de largo y lacio cabello negro. Aquel día no había permitido que ninguno de sus mechones cayera a su rostro.
—Es sencillo, mi pequeña Kyouka, es porque hay algo que no les revelé en su momento y creo que es hora de hacerlo —el Patriarca llevó su mano lejos de él y Kyouka atinó a tomarle de esta. Una sonrisa se gestó en el rostro arrugado del anciano—. Quería que crecieran en valores y se volviesen personas de bien, y me alegro de verlos convertidos en ello. Será difícil decirlo, pero deben saber la razón por la cual sus padres murieron aquella noche.
—Padre, sus intenciones son buenas, pero no es necesario —explicaba la hermana de Shiou. Estaba preocupada por quien le había criado—. No se esfuerce de más, Patriarca. Son recuerdos tristes, pero no necesita decirlos solo porque nosotros estemos aquí.
—No me malentiendan —el Patriarca comenzó a toser de forma compulsiva. Volvió a hablar apenas le dio tregua su tos—. Como amigo suyo, me duele recordar aquel día, pero como Patriarca tengo también un deber y explicaciones que darles a ustedes. Deben conocer la misión que le había encomendado a sus padres.
Una vaga imagen se gestó en los pensamientos del anciano sexagenario perteneciente al más amargo recuerdo que guardaba bajo siete llaves. Aunque su vida se relataba de fatalidad en fatalidad, aún podía vislumbrar la imagen de una feliz familia muy en el fondo. Un padre fuerte y orgulloso, observando cómo su pequeño hijo demostraba su curiosa naturaleza; una madre cariñosa, cuya hija pequeña aún debía ser amamantada por pecho. Una infanta que lloraba y se enrojecía si su pequeña boca no sentía la presencia del busto materno. Y el anciano solo era un espectador, un mero observador de cómo esas sonrisas desaparecían de la forma más cruel. Era una pesadilla recurrente que tenía, pero no era solo un mal sueño. Era un pasado que, por más que quería, no podía olvidar.
—Ustedes nacieron en Aquos, en las cercanías al lago Nimue —recordó el anciano. Aún recordaba las inolvidables corrientes de aire que caracterizaban aquel lugar y su extraña tranquilidad—. Cuando su padre decidió retirarse de su labor como Santo Dorado, le encomendé una última misión allí. Bajo el lago se hallaba uno de los doce Sellos de los Titanes, y como Patriarca también debía velar por su seguridad.
—¿Sellos? —Preguntó Kyouka sin saber bien cómo reaccionar. El Patriarca solo se limitó a asentir en respuesta.
—Son difíciles de definir con los conocimientos básicos que tenemos. Somos mortales en un asunto que en un origen fue de deidades —su imaginación volvió en aquel momento, imaginándose un mundo sumido en la destrucción—. Se dice que al ser roto uno de los Sellos, un poder calamitoso más antiguo que Zeus y sus hermanos despertará en el mundo conocido.
—Y nuestros padres lograron defender el Sello de Nimue —concluyó el Santo Dorado de Cáncer basándose en el tono con el que el Patriarca hablaba.
—Al contrario, Shiou. Ellos fracasaron y murieron —dijo el líder de los Santos sin inmutarse para no generar mayor impresión en sus antiguos aprendices—. La razón por la que les revelo esta información es porque es un secreto inútil. El Sello que había sido resguardado en Nimue ya no existe.
Aquellos habían creído siempre que el Santo de Escorpio anterior había sido un héroe de leyenda, quien siempre había cumplido cada misión que le otorgaban. Quedaron ambos atónitos, pues en las sombras ahora se gestaba un mal peor del que jamás hubieran pensado. Los relatos antiguos del Patriarca hablaban de montañas de cadáveres, de un par de niños temerosos y de sus respectivos padres yaciendo muertos a su lado. Ni misiones ni enemigos sobrevivientes pasaron nunca por sus pensamientos. Eran recuerdos de aquellos dos Santos Dorados que ahora visitaban al convaleciente Sumo Pontífice, pero los vacíos que fueron llenados aquel momento eran incómodos de conocer.
—Patriarca, dígame entonces… ¿Por qué Atmetis vive un reinado de paz más si es que debería ser todo lo contrario? —Dijo de pronto Shiou, el mayor de los hermanos, en un intento de retomar la compostura.
—Es lo extraño del asunto, ese peligro del que nos auguraban nunca apareció desde entonces —declaró el Patriarca Haloid—. Sin embargo, no podemos celebrar por ello. Existe la pequeña posibilidad de que aquellas palabras se vuelvan ciertas si cada uno de los doce Sellos se rompen. Prométanme que lucharán para que eso nunca ocurra.
—Maestro, han pasado casi veinte años desde entonces. ¿Considera acaso que continuarán con ese descabellado plan?
—No subestimes al rey Hermes de Maiestas, mi joven pupilo —parecía que sus enseñanzas hubiesen sido en vano. Aún era joven Shiou para comprender las mayores ambiciones de un dios—. Él tiene todas las piezas posibles, tiene un numeroso ejército, poderosas huestes en la cúpula de su reinado, tratados con reinos vecinos que le proveen de riquezas inimaginables. Maiestas es encuentra en una posición de ensueño capaz de poner a Etherias en la palma de la deidad comerciante.
—Incluso para Maiestas le será difícil hacerse enemigo de buena cantidad de reinos, a pesar de todos los recursos que dice que tiene —razonó Kyouka en voz alta—. Si consideramos que cada reino posee un Sello, Hermes debería someter a los otros once reinados para que su plan se concrete.
—Eso es lo que pretende hacer —comentó el Patriarca. Enseñó su muñeca derecha, donde una cicatriz nueva no había cerrado bien—. Y para ello envió primero a su peón Esuka, su asistenta, con tal de asesinarme con un veneno el cual ya conocía. Fui un estúpido creyendo que al confrontarla algo saldría bien.
—Maestro, ¿está seguro de ello? —Cuestionó Shiou, quien se llevó la mano a la barbilla antes de ponerse a pensar con seriedad—. No tenemos ningún indicio de que usted haya sido el objetivo de la tal Esuka.
—Quizás el tóxico no era para mí, claro —comenzó a divagar, restándose de sus propios pensamientos. Él no era el centro del mundo, después de todo. Debía explorar otras posibilidades—. ¿De qué les serviría atacar a un anciano indefenso cuyo reino ya no posee un Sello qué proteger? Soy un efecto colateral, algo que ellos no planificaron. Es probable que con mi muerte haya salvado una vida más importante de entre los actores de la guerra por venir.
—Padre, dele la vuelta a su razonamiento —concluyó Kyouka. Como la interrogadora oficial del reino ella debía tener un agudo sentido para captar los planes de quien estuviese frente suyo—. Usted era la mayor amenaza allí. El único capaz de alertar a los demás dioses olímpicos de las intenciones de Maiestas. Necesitaban silenciarlo.
—Nunca me había considerado más descuidado —se lamentó el anciano Patriarca al notar que la intuición de Kyouka podía haber dado en el blanco. Se llevó la palma al rostro por la decepción de sí mismo. Observó la fea marca con fijeza, donde un profundo arañazo había penetrado su piel—. Hermes es brillante y astuto, sabe que no podemos asistir a los concilios con armas, ni usar cosmos para evitar así las confrontaciones. El veneno no incumple dichas normas.
—Es un acto vil, demasiado para alguien que osa llamarse un rey —reconoció Kyouka, quien quería comprender toda la maldad de la que era capaz Hermes—. Es una jugada sucia, capaz de ser considerada como una declaratoria de guerra.
—Es su primera movida, pero no será la que desate la cadena de acontecimientos. El Oráculo de Delfos posee autoridad en todo Etherias, ellos son los que rigen el equilibrio y el futuro del mundo —sus palabras resultaban sospechosas incluso para él, pero seguro se trataban de los delirios de alguien a punto de morir—. Y no han predicho el caos por ahora. Ni con las acciones de Esuka, ni con el veneno de Kausut.
—¿Kausut? —Los ojos de Shiou se abrieron en pares, incluso a él le vinieron memorias de incluso antes del nacimiento de su hermana menor—. Patriarca, ¿no se ha equivocado de nombre? Es casi imposible que…
—Sí, Shiou —era un trago amargo el que debía sentir su viejo alumno, pero era necesario que lo supiese. Incluso él esperaba no mencionar más ese sucio nombre en lo que le restaba de vida—. Escuchaste bien. Kausut, ella está viva y es una de los Pléyades de la corte de Hermes. Es tal y como supones.
—Hermano, ¿conoces ese nombre? —Preguntó desconcertada Kyouka pues, aunque había pasado toda su vida junto a él, ella había nublado todo recuerdo de ese nombre.
—Ella fue quien ayudó a criarnos… Además de ser la asesina de nuestros padres.
* * *
19:35 horas (At), 21 del Decimosegundo Mes — Año 2989 E.O.
La noche era tranquila y común. Los cielos ya se habían oscurecido y las nubes desaparecieron del cielo apenas el atardecer se vislumbró en el horizonte. Los vientos corrían como si estuviesen en competencia, pero eran normales en las cercanías del lago Nimue, un cuerpo de agua que multiplicaba varias veces su extensión cada cierta cantidad de meses. Aún eran tiempos donde las aguas se mantenían en niveles bajos, pero incluso cuando esta se elevaba siempre había una colina donde nunca llegaba tal inundación, allí estaba construida una casa de considerables dimensiones, grande y un tanto ostentosa viéndose desde fuera, pero era sencilla y poseía lo suficiente para poder vivir en tranquilidad y armonía.
De su dueño poco podía hablarse que no se supiera, un Santo Dorado ahora retirado que en años atrás había portado con cierto orgullo el Manto de Escorpio, un símbolo de su poder y de su devoción a la reina Athena. Reina a la que había protegido por bastante tiempo, pues su corazón había sido tocado por la bondad de aquella dotada de sabiduría y edad. Ahora aquella a quien había defendido estaba muerta, un descuido fatal segó la vida de su lideresa y aunque acabó con la vida de su asesino nunca se perdonó el pecado que cometió. Renunció a las tropas de Atmetis y al derecho de su Manto en aquel entonces, y de eso había transcurrido ya casi media década.
Su presencia casi había desaparecido de Atmetis, pues su nombre dejó de resonar pronto como una de las principales figuras del ejército que defendía las vidas de todos los ciudadanos de aquel reino sureño. Una última orden le fue dada por el Patriarca en funciones, un viejo camarada que había luchado mano a mano con él. Haloid, el también Santo de Cáncer, accedió a su petición de dejar la primera línea de combate, a cambio de un capricho inesperado. Debía residir en una locación que era recóndita e inhabitada, custodiando un poder que por milenios había sido olvidado y que se lo había encomendado al Patriarca la misma Athena a través de sueños y pensamientos luego de fallecer en la fatídica Guerra de Delusia.
Antes de partir a su última misión quien antes había sido llamado Shouzou de Escorpio, una acompañante no solicitada le siguió en su viaje contra los personales deseos del Patriarca, pero el líder actual de los Santos nada podía hacer al respecto. El Manto de Escorpio quedó guardado en su Caja de Pandora, custodiado en la Sala del Patriarca junto a otros Mantos cuyos portadores habían caído en la última y fallida confrontación contra las tropas de Maiestas. Ahora sin contar con tantos viejos compañeros de armas, Haloid se sentaba acompañado de su soledad por horas enteras en el trono de Patriarca, pensando mucho en cómo irían las cosas en el lago Nimue, el lugar que le encargó resguardar a Shouzou. Allí, uno de los Sellos de los Titanes se hallaba oculto, una información que solo fue revelada tanto a él como al rey Hermes con la muerte de Athena. Era una misión peligrosa, pero solo el antiguo Escorpio podía cumplirla.
* * *
17:26 horas (At), 13 del Primer Mes — Año 2993 E.O.
Los meses habían transcurrido con cierta crueldad, manteniendo en dudas al Patriarca Haloid del cumplimiento de la misión. Tres años pasaron sin tregua desde que Shouzou se presentó en el templo de Athena solo para renunciar a su cargo como la élite de la deidad sabia. Desde su trono de Patriarca Haloid debía solucionar las innumerables cuestiones habidas y por haber que surgían a diario en Atmetis, sin embargo, una espina siempre se mantenía clavada en lo más profundo de su corazón. Una mezcla de incomodidad y curiosidad motivó al líder de los Santos a viajar a lo más profundo de las montañas de la región de Aquos, donde nacía el lago Nimue.
Él como oriundo de Aquos conocía a la perfección los caminos que debía tomar para llegar a su destino. Demoró unas cuantas horas, ayudándose de la velocidad característica de un Santo Dorado. Las rutas hubieran parecido inciertas para cualquier viajero extraviado, pero con un rumbo fijo, los caminos que generaba las montañas de Aquos no lograban confundir al Patriarca en funciones. Y tras pasar una cierta fracción de espeso bosque logró encontrar su destino, un lago. A primera vista no era tan grande como las leyendas dictaban, pero no eran los tiempos adecuados. Y en la lejanía, sobre una colina verde varios metros por encima de la actual orilla de Nimue, halló una vivienda, de buenos materiales, de considerable tamaño y que se observaba acogedora.
Se acercó a ella y sin siquiera llegar a la puerta le recibió Shouzou, su antiguo amigo. Había sentido su cosmos incluso desde las lejanías y creyó considerado esperarle, dándole la cálida bienvenida que se merecía un invitado en tierras tan inhabitadas. Las sorpresas embargaron a Haloid apenas bajó la mirada, pues a los pies del antiguo Santo se hallaba un niño, temeroso y tratándose de esconder del extraño. El chiquillo tenía el cabello negro y alborotado como Shouzou, incluso sus rasgos le recordaban a aquel que luchó a su lado. No haciendo más preguntas al respecto pasó dentro del hogar, donde el anterior Escorpio se había asentado con su hijo.
—Nunca me comentaste que tenías un hijo, Shouzou —criticó el Patriarca en funciones mientras tomaba asiento en la sala donde le habían hecho esperar.
—Nunca preguntaste, viejo amigo —respondió con las típicas burlas que Haloid ya conocía de cuando peleaban juntos.
—Podías haberme mencionado algo al respecto —añadió Haloid, algo incómodo porque el niño le observaba con los ojos bien abiertos y sin despegarlos de él—. Podrías evitarme sorpresas así en el futuro.
—Shiou, deja de molestar al pobre tío Haloid —comentó al aire el antiguo Santo, provocando que el niño se mantuviese quieto en donde Shouzou lo había dejado sentado—. Entonces ahora te compensaré la sorpresa con ahorrarte otra. Tengo otra hija, apenas tiene cumplidos unos meses.
—Me estás fastidiando, ¿no? —Comentó Su Ilustrísima mientras trataba de hallar alguna pista en el rostro de su compañero que indicase que mentía, pero era en vano.
—Haloid, Haloid, Haloid, siempre tan incrédulo como siempre. Mis pequeños Shiou y Kyouka son el orgullo de esta casa —exclamó con fuerza y alegría, cosa que hizo reír al pequeño que se sentaba frente al Santo de Cáncer—. Eirina, trae a nuestra pequeña, por favor —pidió en voz alta.
Aquel nombre le traía viejos recuerdos. Siendo también una de quienes lucharon en el frente de Delusia, Eirina de Pavo Real abandonó las fuerzas de Athena al mismo tiempo que su amigo Shouzou. Era cruel para él, pues la guerra había decidido varios destinos en tantos temas diversos. Haloid había sido designado como Patriarca en funciones luego del asesinato de su antecesor, y Shouzou fue ordenado guardián del sello, además de ganarse el cariño de Eirina en mitad del conflicto bélico. El Santo de Cáncer solo podía soñar mundos en que él y su amigo cambiasen posiciones, pudiendo estar así con quien amaba y con una vida tranquila, pero eran solo eso: sueños. Ahora había asimilado ya su función como dirigente de Atmetis y nada podía hacer cambiar su parecer.
Proviniendo de la habitación de al lado, unos llantos de bebé alertaron a Haloid. Escuchándose cada vez más cerca, sabía que pronto volvería a ver a los ojos a Eirina, a quien no veía la misma cantidad de tiempo que al antiguo portador de Escorpio. Cuando apareció frente a él, se dio cuenta que ella no había cambiado en nada. Seguía manteniendo su largo y sedoso cabello negro, su rostro angelical y su carácter parecía ser tan amable como siempre. En sus brazos llevaba cargando a una bebé que aparentaba ser recién nacida, por su pequeñez. Apenas le habían salido unos finos cabellos en la cabecita, pero sus facciones ya se notaban muy similares a las de su bella madre. No lograba saber por qué ver a Kyouka le inspiraba cierta tranquilidad a su ser.
Detrás de Eirina una doncella le acompañaba y eso extrañó a Haloid. Era una niña, de quizás unos dieciséis años, poco más, poco menos. Era una presencia que no debía estar allí, aunque ella solo jugase con los pequeños Shiou y Kyouka y ayudase en labores domésticas a la pobre Eirina cuya vida se había ocupado con el nacimiento de sus dos tiernos hijos. El anterior Escorpio tuvo la oportunidad de explicarse ante el Patriarca, pues Kausut —la doncella, como la llamaba Haloid—, era una huérfana a quien encontraron perdida entre las montañas tiempo atrás. Al no representar ninguna amenaza, ellos la acogieron como si fuese su propia familia, y en compensación ella trabajaba para aquellos que habían dejado la orden de los Santos de Athena.
Las conversaciones que se tenían que dar se dieron. Durante una noche entera Haloid permaneció allí, poniéndose al día con su viejo amigo de asuntos que le competían tanto a Atmetis como a ambos. El niño escuchaba con extraña atención a Haloid, olvidándose incluso de dormir pese a su cansancio. En una de esas casualidades, el Patriarca en funciones observó al niño a los ojos, y en su mirada descubrió la muerte. Era similar a él, notó que el mundo le depararía fatalidades a aquel niño tal y como a él le había ocurrido, pero no mencionó nada de ello. Sabía que no era el momento, ni que sería la última vez que Shiou y él se viesen con vida.
* * *
21:35 horas (At), 13 del Decimoprimer Mes — Año 2994 E.O.
La soledad en el Salón del Trono donde debía permanecer el Patriarca era asoladora, pero, de entre las cabeceadas que daba Haloid como indicios de su cansancio, un destello dorado logró despertarle por completo. Observó a sus alrededores, sacando primero conclusiones erradas producto del sueño. Ideas como que un rayo había caído bajo techo desaparecieron al instante cuando notó la desaparición de la Caja de Pandora de Escorpio. Sabía que los Mantos Sagrados tenían vida y pensamientos propios, y, si había sido la propia armadura quien había decidido irse, eso significaba solo una cosa: su antiguo portador Shouzou necesitaba de su ayuda otra vez. En los cinco años que había permanecido fuera de la orden, nunca antes había acudido en su ayuda. Eso solo significaba que algo grave ocurría en el lago Nimue.
No haciendo caso a su sentido de la razón, y guiándose por meros impulsos idiotas, el Patriarca Haloid decidió tomar al toro por las astas cuando emprendió su viaje hasta el lago, portando su propio manto, Cáncer. Avanzaba tan rápido como podía, pero no parecía ser suficiente. Debía llegar pronto allí para poder pelear al lado de su amigo una vez más y así defender el honor de Atmetis y de Athena una vez más, pero si usaba todas sus fuerzas para ir, no podría luchar en condiciones. Las contradicciones se aglomeraban en su cabeza a medida que avanzaba, hasta que sin darse cuenta se halló frente al lago que tanto debían proteger los Santos de Athena.
Solo debía voltear la cabeza un poco para observar aquel hogar que había erigido su amigo, la que estaba sobre la verde colina, la que era tan acogedora. Sin embargo, su mirada solo encontró una colina de cadáveres armados a su paso, una construcción derruida y poco más adelante a su amigo Shouzou parado delante de Eirina, quien estaba tirada sobre el suelo, con varias heridas sangrantes e imposibilitada de moverse, incluso el respirar se notaba que le dolía. Haloid se acercó, pero el miedo le había abrumado. Las armaduras verduzcas de los caídos, todas iguales, le indicaron que eran guerreros provenientes de Maiestas.
El cuerpo sin vida del comandante Pléyade se hallaba frente a Shouzou, quien había segado su vida con la última técnica que había perfeccionado, y eso era notorio por el enorme hoyo circular que había en el pecho del líder Pléyade. El Escorpión Celestial —nombre que recordaba Haloid— era el único capaz de acabar con los más de quinientos enemigos cuyos cuerpos se desperdigaban por todo el sendero hasta allí. Cuando estuvo a solo un paso del Santo de Escorpio, se dio cuenta de que había llegado demasiado tarde. La vida de su amigo se había apagado.
En las lejanías, del otro lado del lago, un poderoso cosmos llamó su atención. Era sorprendente, pero nada a comparación del suyo. El cosmos al elevarse hizo que la armadura Extellar del Pléyade líder abandonase su cadáver, despojándolo de toda dignidad, y ensamblándose en el cuerpo de su nuevo portador. Una figura femenina logró discernir Haloid en medio de la oscuridad, antes de que esta intentase acercarse a donde el Santo Dorado se hallaba. Cuando las sombras dejaron de cubrirle por completo notó las facciones de la nueva lideresa nombrada por la Extellar, era aquella llamada Kausut.
—¡Maldita, nos traicionaste! —Exclamó con furia el Patriarca mientras veía los cuerpos sin vida de sus amigos al costado.
—Para traicionar, debería haber existido una lealtad, y nunca la hubo —declaró la joven de diecisiete años. Se reía como si hubiese hecho algo bueno.
—Ahora mismo te eliminaré, Kausut —declaró el también Santo de Cáncer, apuntándole con el dedo y acumulando el cosmos para lanzar una de sus Ondas Infernales.
—Haloid, no me retes. Podría eliminarte ahora si así lo quisiese —comentó la ahora Pléyade, con ciertos aires de vanidad—. Pero no lo haré, como recompensa por habernos permitido romper el Sello, te permitiré vivir por ahora.
«El Sello», pensó de pronto el Patriarca. Observó a su costado cómo en el fondo del lago manaba una luz intensa que parecía provenir de otro mundo. El cosmos que había sido sellado en aquel lugar comenzó a hacer temblar la zona, y se dispersó tan violento que la percepción del cosmos de Haloid dejó de ser útil por un momento. Kausut seguía burlándose desde su posición lejos de él, mientras contemplaba como la acción que había logrado su ahora fallecido padre había sido un maravilloso acto de devoción hacia el rey Hermes.
—En honor a usted, Patriarca —comentó haciendo notoria su poco respeto hacia él—, me retiraré ahora e informaré a Su Majestad de los logros obtenidos el día de hoy.
—No escaparás a ningún lado, Kausut —sentenció el Santo de Cáncer, lanzando hacia delante sus Ondas Infernales, impactando con el costado de la Pléyade, pero no separando su alma de su cuerpo ni enviándola al Inframundo.
—Son solo cosquillas —se jactó la Pléyade. Aunque sus gestos hicieron notar a Haloid que incluso ella sabía que, de no ser por la ruptura del Sello, quizás hubiera sido su final—. Mucha suerte en su vida, Patriarca.
—No creas que saldrás de mi vista, Kausut —exclamó a los cuatro vientos Haloid, lleno de furia y frustración. Sus piernas estaban preparadas para seguirla por horas, días incluso.
—No se olvide, Patriarca. Eirina y Shouzou no eran los únicos habitantes de este lugar —comentó la Pléyade con cierta maldad.
Era cierto. En aquel momento sus pensamientos dejaron de guiarse por los instintos y comenzaron a pensar en lo más importante. Si Kausut no se lo mencionaba, hubiera cometido un error que no se lo hubieran permitido sus amigos desde la tumba. Shiou y Kyouka. Los dos niños no estaban visibles por ningún lado, buscándolos con la mirada. Se acercó incluso dentro de los escombros, donde solo la luz de las estrellas le ayudaban a buscar. La sala donde aquella vez había sido recibido con tanto afecto ahora estaba destrozada por completo, nada había sobrevivido de lo que alguna vez había visto allí.
—Busca en el cuarto de mis pequeños —pronunció una voz débil y femenina detrás suyo—. Hay… hay una escotilla subterránea.
Siguiendo la pista de Eirina, entró dentro del perímetro de donde alguna vez había sido un cuarto infantil. Los juguetes se hallaban regados por el suelo, muchos de ellos rotos por la caída. Muchas partes del cuarto habían sido cubiertas por trozos del techo de madera, al retirarlas Haloid dio con una trampilla, donde al abrirla halló a los pequeños. Shiou tenía en brazos a la tierna Kyouka, quien intentaba llorar, pero su hermano mayor le tapaba la boca para que no hiciera ruido y alertase a algún enemigo. Shiou trataba de tranquilizarla, lográndolo a penas. Cuando Haloid los sacó de aquel pequeño cuarto, el niño le sonrió de forma sincera. Algo dentro del corazón del Patriarca se conmovió.
Volviendo sobre sus pasos, llevó a los niños ante su madre. Eirika estaba muy mal herida, apenas podía seguir viviendo, pero eso no le impedía hacer un último acto de amor y abrazar a sus hijos antes de morir. Haloid solo se limitó a observar la escena mientras se alejaba y se plantaba cara a cara con Shouzou de Escorpio. Estaba parado firme, pero ya era un muerto más. Colocó su mano sobre su rostro y elevó su cosmos con tal de absorber su alma. Había sido demasiado peleador en vida, y hasta lo último no quiso abandonar el mundo de los vivos incluso si el veneno en su sangre ya se había esparcido y asesinado mucho rato atrás. Era la única piedad que podía mostrarle en ese momento. Teniendo su anima en manos, realizó el primero de sus actos egoístas y ató su alma al Inframundo de Cáncer.
En cuanto su alma abandonó el mundo de los vivos, el Manto de Escorpio no tuvo más motivos que lo tuviesen allí y volvió a su lugar en el Templo de Athena. Solo la armadura había mantenido de pie al incomparable guerrero, y cuando esta se fue, este cayó. Con sus brazos Haloid pudo amortiguar la caída y dejarlo tendido en el suelo, lejos de cualquier cadáver enemigo, al costado de su amada Eirika y sus hijos. Con debilidad, la madre extendió su mano hacia el Patriarca, llamando así su atención.
—Haloid, protégelos por favor —imploró con lo que le quedaba de fuerzas la antigua Santa de Pavo Real.
—Con mi vida lo haré, si es necesario —dijo en respuesta, aunque no supo si le había escuchado.
Como segundo acto egoísta, colocó su mano sobre el rostro de la madre de Kyouka y cerró sus ojos para darle paz. Elevó su cosmos otra vez y retiró su alma de igual forma que hizo con Shouzou, atándola al Inframundo y no permitiéndole ir al Más Allá. Cuanto más contemplaba a los pequeños, más sentía Haloid que estaba haciendo lo correcto. El pequeño Shiou con curiosidad observaba los actos y tribulaciones que Haloid trataba de ocultar con vanos esfuerzos. Cuando sus miradas se cruzaron por obra del destino, supo que, si él estaba destinado a vivir una vida de tragedias, lo entrenaría como sucesor. Uno bueno, que estuviese allí como fiel protector no solo de Athena, sino de su hermana Kyouka también y la salvase del dolor.
* * *
14:55 horas (At), 02 del Primer Mes — Año 3015 E.O.
Pronto el moribundo anciano terminó de narrar su historia. Los dos Dantos Dorados observaron con cariño al Patriarca, pues los había acompañado durante toda su vida y si ellos estaban ahí era para darle su despedida final. Unas lágrimas salieron de los ojos de Kyouka, quien dejó fluir su verdadero yo. Su Ilustrísima intentaba calmar a ambos jóvenes destinados a luchar por Athena hasta la muerte, pero sus pobres intentos no lograron mucho. Fue entonces que la compleja maquinaria que se desarrollaba en el cerebro de Shiou dio a luz una solución.
—Patriarca, aún lo necesitamos —dijo de pronto Shiou al terminar de idear su plan—. Muchos de sus conocimientos aún son requeridos por Atmetis y esta despedida fue muy repentina para todos.
—Insensato, sabes que es mi hora de morir y eso no puede ser impedido —comentó Haloid, un tanto disgustado por que su exalumno fuese olvidadizo.
—Cierto —intervino de pronto Kyouka, recordando las palabras del viejo Haloid—. Si atamos su alma al Inframundo tal y como hizo con la de nuestros padres, Shiou podrá conversar con usted y nos ayudará con las decisiones de Atmetis.
—Eso es imposible, mi pequeña Kyouka —hizo la aclaración el Patriarca. Intentó tranquilizarla de nuevo, pero la entristeció más—. Se requiere de mucho cosmos para atar las almas al Inframundo, si dos almas han mermado mis fuerzas a la mitad de lo que era en un inicio, tres serían fatal para Shiou.
—Solo debo ser más fuerte que usted, maestro —dijo sin dudar Shiou. Sus ojos mostraron más seriedad que nunca—. Por el bien de Ariadne, de Atmetis y de Kyouka lograré hacer lo imposible. Usted es clave de la victoria de Atmetis en la guerra por venir.
—Shiou, no lo intentes. La presión será demasiada, y aún eres demasiado joven para aceptar tal carga —criticó el Patriarca, pero sabía que no serviría. Su discípulo tenía hecha ya su elección—. Luego no digas que no lo advertí —un nuevo ataque de tos se hizo presente.
—Usted ha hecho mucho por nosotros, padre. Nos crio, nos vio crecer, nos entrenó, y somos todo lo que somos gracias a usted. No solo nosotros, todos los Santos Dorados, e incluso nuestras diosas saben lo importante que es usted para nuestras existencias. Por favor, guíenos un poco más, hasta que unos nuevos tiempos de paz vuelvan a reinar.
Ante las palabras amables de Kyouka, el Patriarca no tuvo más opción que desistir. Había llegado ya su hora, la hora de abandonar el mundo, pero no la hora de despedirse de sus amados hijos. Apoyó su cabeza sobre la almohada, y suspiró para tranquilizarse a sí. El veneno estaba ya muy avanzado en su cuerpo, pero se iría de allí antes de que acabase el trabajo de Kausut. El Santo de Cáncer Shiou se acercó a su maestro y llevó su mano al rostro para que su alma quedase atada al Inframundo que él reinaba. En el rostro de Haloid se había quedado impresa una sonrisa, sonrisa que conmovería a cada uno de sus hijos. Su Ilustrísima, el por todos querido Patriarca Haloid, había fallecido aquel día a las tres de la tarde.