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Los reinos de Etherias


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92 respuestas a este tema

#81 SagenTheIlusionist

SagenTheIlusionist

    Ocioso las 23:59 horas.

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Publicado 16 mayo 2021 - 19:48

Buenas, buenas, buenas...
 
Como sabrán, ahora he comenzado publicando una historia paralela a esta, Los Reinos Inmortales, que tiene como misión el contar la perspectiva de los hechos desde el punto de vista de, principalmente, Artemisa y las suyas. Esperemos que, por ahora, Los Reinos de Etherias tenga una publicación semanal (una publicación mínimo en alguno de los dos tópics cada semana). No digo necesariamente que ambos sean bisemanal porque me conozco y con los bloqueos podría incumplir con alguna entrega...
 

buen capítulo, se iba volviendo necesario describir la situación de Atlantis, Poseidon y su estrategia. Buena idea la de ir por el mar, nunca se  me hubiera ocurrido una batalla marina. Tambien mencionaste que hay otro sello en el reino de Poseidón, esto me hace pregunrtarme si la trama continuará con los enemigos sellados liberados y su relación con el oráculo inicial o si se podrá evitar su liberación en todos los lugares de Etherias donde hay sellos. y bueno, un duelo entre 2 guerreros que estén en distintos barcos suena épico. Una cosa: no te olvides de la recapitulación, es medio difícil recordar tantos lugares y nombres después de 15  o más días de haber leido el episodio anterior. saludos, nos vemos x ahí, Sagen

 
Sí, voy a tratar de no olvidar la recapitulación para el siguiente capítulo. Solo puedo decir que sí, hay sellos en los doce reinos de Etherias, y será un eje principal para la historia de ahora en adelante. 

Saludos Gato y gracias por seguir leyendo mi historia.
 

* * *

 
Un poco del contexto del capítulo, para recapitular. Este capítulo es continuación directa del Especial 3, donde el Patriarca Haloid se encuentra moribundo a la espera de la dulce muerte. El último a quien vio en aquel capítulo fue a Miare de Piscis, pero no fue el último que le vio con vida. Otros dos Santos Dorados cuyas vidas estaban más unidas al viejo Patriarca fueron los que visitarían al Patriarca justo antes de que este falleciese.
 
Este capítulo puede parecer un enredo y por ello hago hincapié en las fechas, dado a que las escenas ocurren en tiempos y años distintos entre sí. Ruego me dsculpen si no se entiende tanto. (Y como recordatorio, este capítulo ocurre mucho antes del ataque de Reonis a Atmetis, ¿que porqué se mencionó el sello entonces? Tendrá su importancia más adelante). 
 
*La Kausut del capítulo es la mismísima y única Pléyade a quien se ha enfrentado Nessa de Dragón Marino, a  quien no ha podido derrotar jamás. Esto se menciona en el capítulo 25. 
 
 
 

Capítulo Especial 4: Haloid – Los recuerdos del maestro

 
 


14:35 horas (At), 02 del Primer Mes — Año 3015 E.O.

 

          Los últimos que él esperaba que lo visitasen acudieron antes de lo previsto a la majestuosa habitación donde descansaba el moribundo Patriarca Haloid. Dos pares de pisadas metálicas resonaron todo el camino hasta posicionarse al lado de su lecho, donde el viejo se mantenía con los ojos cerrados reposando su vista por última vez antes de ser esta la definitiva. Sus signos vitales estaban tan alterados que todos ya sabían del fatídico desenlace e incluso los esfuerzos de último minuto que el médico Parsath de Tauro trataba de realizar eran inútiles para ese punto. Solo la muerte aguardaba a quien había sido el líder de las tropas de Atmetis a mucha honra, y el máximo verdugo del reino había llegado ante él, acompañado por su hermana de sangre.
 
          —Maestro Haloid, ¿sigue despierto? —Preguntó el joven de alborotado cabello negro, procurando mantener la calma en una situación desdichada—. Hemos venido a verle, tal y como usted lo deseaba.
          —Gracias por acudir a mi convocatoria, Shiou, Kyouka —se refirió a ambos jóvenes. Abrió sus ojos lento, dándose cuenta que su vista se había visto afectada por la misteriosa enfermedad.
          —Padre, ¿por qué nos mandó llamar? Podría no habernos dicho nada e igual hubiésemos venido ante usted —cuestionó la Santa de Escorpio, de largo y lacio cabello negro. Aquel día no había permitido que ninguno de sus mechones cayera a su rostro.
          —Es sencillo, mi pequeña Kyouka, es porque hay algo que no les revelé en su momento y creo que es hora de hacerlo —el Patriarca llevó su mano lejos de él y Kyouka atinó a tomarle de esta. Una sonrisa se gestó en el rostro arrugado del anciano—. Quería que crecieran en valores y se volviesen personas de bien, y me alegro de verlos convertidos en ello. Será difícil decirlo, pero deben saber la razón por la cual sus padres murieron aquella noche.
          —Padre, sus intenciones son buenas, pero no es necesario —explicaba la hermana de Shiou. Estaba preocupada por quien le había criado—. No se esfuerce de más, Patriarca. Son recuerdos tristes, pero no necesita decirlos solo porque nosotros estemos aquí. 
          —No me malentiendan —el Patriarca comenzó a toser de forma compulsiva. Volvió a hablar apenas le dio tregua su tos—. Como amigo suyo, me duele recordar aquel día, pero como Patriarca tengo también un deber y explicaciones que darles a ustedes. Deben conocer la misión que le había encomendado a sus padres.
 
          Una vaga imagen se gestó en los pensamientos del anciano sexagenario perteneciente al más amargo recuerdo que guardaba bajo siete llaves. Aunque su vida se relataba de fatalidad en fatalidad, aún podía vislumbrar la imagen de una feliz familia muy en el fondo. Un padre fuerte y orgulloso, observando cómo su pequeño hijo demostraba su curiosa naturaleza; una madre cariñosa, cuya hija pequeña aún debía ser amamantada por pecho. Una infanta que lloraba y se enrojecía si su pequeña boca no sentía la presencia del busto materno. Y el anciano solo era un espectador, un mero observador de cómo esas sonrisas desaparecían de la forma más cruel. Era una pesadilla recurrente que tenía, pero no era solo un mal sueño. Era un pasado que, por más que quería, no podía olvidar.
 
          —Ustedes nacieron en Aquos, en las cercanías al lago Nimue —recordó el anciano. Aún recordaba las inolvidables corrientes de aire que caracterizaban aquel lugar y su extraña tranquilidad—. Cuando su padre decidió retirarse de su labor como Santo Dorado, le encomendé una última misión allí. Bajo el lago se hallaba uno de los doce Sellos de los Titanes, y como Patriarca también debía velar por su seguridad.
          —¿Sellos? —Preguntó Kyouka sin saber bien cómo reaccionar. El Patriarca solo se limitó a asentir en respuesta.
          —Son difíciles de definir con los conocimientos básicos que tenemos. Somos mortales en un asunto que en un origen fue de deidades —su imaginación volvió en aquel momento, imaginándose un mundo sumido en la destrucción—. Se dice que al ser roto uno de los Sellos, un poder calamitoso más antiguo que Zeus y sus hermanos despertará en el mundo conocido.
          —Y nuestros padres lograron defender el Sello de Nimue —concluyó el Santo Dorado de Cáncer basándose en el tono con el que el Patriarca hablaba.
          —Al contrario, Shiou. Ellos fracasaron y murieron —dijo el líder de los Santos sin inmutarse para no generar mayor impresión en sus antiguos aprendices—. La razón por la que les revelo esta información es porque es un secreto inútil. El Sello que había sido resguardado en Nimue ya no existe.
 
          Aquellos habían creído siempre que el Santo de Escorpio anterior había sido un héroe de leyenda, quien siempre había cumplido cada misión que le otorgaban. Quedaron ambos atónitos, pues en las sombras ahora se gestaba un mal peor del que jamás hubieran pensado. Los relatos antiguos del Patriarca hablaban de montañas de cadáveres, de un par de niños temerosos y de sus respectivos padres yaciendo muertos a su lado. Ni misiones ni enemigos sobrevivientes pasaron nunca por sus pensamientos. Eran recuerdos de aquellos dos Santos Dorados que ahora visitaban al convaleciente Sumo Pontífice, pero los vacíos que fueron llenados aquel momento eran incómodos de conocer.
 
          —Patriarca, dígame entonces… ¿Por qué Atmetis vive un reinado de paz más si es que debería ser todo lo contrario? —Dijo de pronto Shiou, el mayor de los hermanos, en un intento de retomar la compostura.
          —Es lo extraño del asunto, ese peligro del que nos auguraban nunca apareció desde entonces —declaró el Patriarca Haloid—. Sin embargo, no podemos celebrar por ello. Existe la pequeña posibilidad de que aquellas palabras se vuelvan ciertas si cada uno de los doce Sellos se rompen. Prométanme que lucharán para que eso nunca ocurra.
          —Maestro, han pasado casi veinte años desde entonces. ¿Considera acaso que continuarán con ese descabellado plan?
          —No subestimes al rey Hermes de Maiestas, mi joven pupilo —parecía que sus enseñanzas hubiesen sido en vano. Aún era joven Shiou para comprender las mayores ambiciones de un dios—. Él tiene todas las piezas posibles, tiene un numeroso ejército, poderosas huestes en la cúpula de su reinado, tratados con reinos vecinos que le proveen de riquezas inimaginables. Maiestas es encuentra en una posición de ensueño capaz de poner a Etherias en la palma de la deidad comerciante.
          —Incluso para Maiestas le será difícil hacerse enemigo de buena cantidad de reinos, a pesar de todos los recursos que dice que tiene —razonó Kyouka en voz alta—. Si consideramos que cada reino posee un Sello, Hermes debería someter a los otros once reinados para que su plan se concrete.
          —Eso es lo que pretende hacer —comentó el Patriarca. Enseñó su muñeca derecha, donde una cicatriz nueva no había cerrado bien—. Y para ello envió primero a su peón Esuka, su asistenta, con tal de asesinarme con un veneno el cual ya conocía. Fui un estúpido creyendo que al confrontarla algo saldría bien.
          —Maestro, ¿está seguro de ello? —Cuestionó Shiou, quien se llevó la mano a la barbilla antes de ponerse a pensar con seriedad—. No tenemos ningún indicio de que usted haya sido el objetivo de la tal Esuka.
          —Quizás el tóxico no era para mí, claro —comenzó a divagar, restándose de sus propios pensamientos. Él no era el centro del mundo, después de todo. Debía explorar otras posibilidades—. ¿De qué les serviría atacar a un anciano indefenso cuyo reino ya no posee un Sello qué proteger? Soy un efecto colateral, algo que ellos no planificaron. Es probable que con mi muerte haya salvado una vida más importante de entre los actores de la guerra por venir.
          —Padre, dele la vuelta a su razonamiento —concluyó Kyouka. Como la interrogadora oficial del reino ella debía tener un agudo sentido para captar los planes de quien estuviese frente suyo—. Usted era la mayor amenaza allí. El único capaz de alertar a los demás dioses olímpicos de las intenciones de Maiestas. Necesitaban silenciarlo.
          —Nunca me había considerado más descuidado —se lamentó el anciano Patriarca al notar que la intuición de Kyouka podía haber dado en el blanco. Se llevó la palma al rostro por la decepción de sí mismo. Observó la fea marca con fijeza, donde un profundo arañazo había penetrado su piel—. Hermes es brillante y astuto, sabe que no podemos asistir a los concilios con armas, ni usar cosmos para evitar así las confrontaciones. El veneno no incumple dichas normas.
          —Es un acto vil, demasiado para alguien que osa llamarse un rey —reconoció Kyouka, quien quería comprender toda la maldad de la que era capaz Hermes—. Es una jugada sucia, capaz de ser considerada como una declaratoria de guerra.
          —Es su primera movida, pero no será la que desate la cadena de acontecimientos. El Oráculo de Delfos posee autoridad en todo Etherias, ellos son los que rigen el equilibrio y el futuro del mundo —sus palabras resultaban sospechosas incluso para él, pero seguro se trataban de los delirios de alguien a punto de morir—. Y no han predicho el caos por ahora. Ni con las acciones de Esuka, ni con el veneno de Kausut.
          —¿Kausut? —Los ojos de Shiou se abrieron en pares, incluso a él le vinieron memorias de incluso antes del nacimiento de su hermana menor—. Patriarca, ¿no se ha equivocado de nombre? Es casi imposible que…
          —Sí, Shiou —era un trago amargo el que debía sentir su viejo alumno, pero era necesario que lo supiese. Incluso él esperaba no mencionar más ese sucio nombre en lo que le restaba de vida—. Escuchaste bien. Kausut, ella está viva y es una de los Pléyades de la corte de Hermes. Es tal y como supones.
          —Hermano, ¿conoces ese nombre? —Preguntó desconcertada Kyouka pues, aunque había pasado toda su vida junto a él, ella había nublado todo recuerdo de ese nombre.
          —Ella fue quien ayudó a criarnos… Además de ser la asesina de nuestros padres.
 



* * *

 

19:35 horas (At), 21 del Decimosegundo Mes — Año 2989 E.O.

 

          La noche era tranquila y común. Los cielos ya se habían oscurecido y las nubes desaparecieron del cielo apenas el atardecer se vislumbró en el horizonte. Los vientos corrían como si estuviesen en competencia, pero eran normales en las cercanías del lago Nimue, un cuerpo de agua que multiplicaba varias veces su extensión cada cierta cantidad de meses. Aún eran tiempos donde las aguas se mantenían en niveles bajos, pero incluso cuando esta se elevaba siempre había una colina donde nunca llegaba tal inundación, allí estaba construida una casa de considerables dimensiones, grande y un tanto ostentosa viéndose desde fuera, pero era sencilla y poseía lo suficiente para poder vivir en tranquilidad y armonía.
          De su dueño poco podía hablarse que no se supiera, un Santo Dorado ahora retirado que en años atrás había portado con cierto orgullo el Manto de Escorpio, un símbolo de su poder y de su devoción a la reina Athena. Reina a la que había protegido por bastante tiempo, pues su corazón había sido tocado por la bondad de aquella dotada de sabiduría y edad. Ahora aquella a quien había defendido estaba muerta, un descuido fatal segó la vida de su lideresa y aunque acabó con la vida de su asesino nunca se perdonó el pecado que cometió. Renunció a las tropas de Atmetis y al derecho de su Manto en aquel entonces, y de eso había transcurrido ya casi media década.
          Su presencia casi había desaparecido de Atmetis, pues su nombre dejó de resonar pronto como una de las principales figuras del ejército que defendía las vidas de todos los ciudadanos de aquel reino sureño. Una última orden le fue dada por el Patriarca en funciones, un viejo camarada que había luchado mano a mano con él. Haloid, el también Santo de Cáncer, accedió a su petición de dejar la primera línea de combate, a cambio de un capricho inesperado. Debía residir en una locación que era recóndita e inhabitada, custodiando un poder que por milenios había sido olvidado y que se lo había encomendado al Patriarca la misma Athena a través de sueños y pensamientos luego de fallecer en la fatídica Guerra de Delusia.
          Antes de partir a su última misión quien antes había sido llamado Shouzou de Escorpio, una acompañante no solicitada le siguió en su viaje contra los personales deseos del Patriarca, pero el líder actual de los Santos nada podía hacer al respecto. El Manto de Escorpio quedó guardado en su Caja de Pandora, custodiado en la Sala del Patriarca junto a otros Mantos cuyos portadores habían caído en la última y fallida confrontación contra las tropas de Maiestas. Ahora sin contar con tantos viejos compañeros de armas, Haloid se sentaba acompañado de su soledad por horas enteras en el trono de Patriarca, pensando mucho en cómo irían las cosas en el lago Nimue, el lugar que le encargó resguardar a Shouzou. Allí, uno de los Sellos de los Titanes se hallaba oculto, una información que solo fue revelada tanto a él como al rey Hermes con la muerte de Athena. Era una misión peligrosa, pero solo el antiguo Escorpio podía cumplirla.
 



* * *

 


17:26 horas (At), 13 del Primer Mes — Año 2993 E.O.

 
          Los meses habían transcurrido con cierta crueldad, manteniendo en dudas al Patriarca Haloid del cumplimiento de la misión. Tres años pasaron sin tregua desde que Shouzou se presentó en el templo de Athena solo para renunciar a su cargo como la élite de la deidad sabia. Desde su trono de Patriarca Haloid debía solucionar las innumerables cuestiones habidas y por haber que surgían a diario en Atmetis, sin embargo, una espina siempre se mantenía clavada en lo más profundo de su corazón. Una mezcla de incomodidad y curiosidad motivó al líder de los Santos a viajar a lo más profundo de las montañas de la región de Aquos, donde nacía el lago Nimue.
          Él como oriundo de Aquos conocía a la perfección los caminos que debía tomar para llegar a su destino. Demoró unas cuantas horas, ayudándose de la velocidad característica de un Santo Dorado. Las rutas hubieran parecido inciertas para cualquier viajero extraviado, pero con un rumbo fijo, los caminos que generaba las montañas de Aquos no lograban confundir al Patriarca en funciones. Y tras pasar una cierta fracción de espeso bosque logró encontrar su destino, un lago. A primera vista no era tan grande como las leyendas dictaban, pero no eran los tiempos adecuados. Y en la lejanía, sobre una colina verde varios metros por encima de la actual orilla de Nimue, halló una vivienda, de buenos materiales, de considerable tamaño y que se observaba acogedora.
          Se acercó a ella y sin siquiera llegar a la puerta le recibió Shouzou, su antiguo amigo. Había sentido su cosmos incluso desde las lejanías y creyó considerado esperarle, dándole la cálida bienvenida que se merecía un invitado en tierras tan inhabitadas. Las sorpresas embargaron a Haloid apenas bajó la mirada, pues a los pies del antiguo Santo se hallaba un niño, temeroso y tratándose de esconder del extraño. El chiquillo tenía el cabello negro y alborotado como Shouzou, incluso sus rasgos le recordaban a aquel que luchó a su lado. No haciendo más preguntas al respecto pasó dentro del hogar, donde el anterior Escorpio se había asentado con su hijo.
 
          —Nunca me comentaste que tenías un hijo, Shouzou —criticó el Patriarca en funciones mientras tomaba asiento en la sala donde le habían hecho esperar.
          —Nunca preguntaste, viejo amigo —respondió con las típicas burlas que Haloid ya conocía de cuando peleaban juntos.
          —Podías haberme mencionado algo al respecto —añadió Haloid, algo incómodo porque el niño le observaba con los ojos bien abiertos y sin despegarlos de él—. Podrías evitarme sorpresas así en el futuro.
          —Shiou, deja de molestar al pobre tío Haloid —comentó al aire el antiguo Santo, provocando que el niño se mantuviese quieto en donde Shouzou lo había dejado sentado—. Entonces ahora te compensaré la sorpresa con ahorrarte otra. Tengo otra hija, apenas tiene cumplidos unos meses.
          —Me estás fastidiando, ¿no? —Comentó Su Ilustrísima mientras trataba de hallar alguna pista en el rostro de su compañero que indicase que mentía, pero era en vano.
          —Haloid, Haloid, Haloid, siempre tan incrédulo como siempre. Mis pequeños Shiou y Kyouka son el orgullo de esta casa —exclamó con fuerza y alegría, cosa que hizo reír al pequeño que se sentaba frente al Santo de Cáncer—. Eirina, trae a nuestra pequeña, por favor —pidió en voz alta.
 
          Aquel nombre le traía viejos recuerdos. Siendo también una de quienes lucharon en el frente de Delusia, Eirina de Pavo Real abandonó las fuerzas de Athena al mismo tiempo que su amigo Shouzou. Era cruel para él, pues la guerra había decidido varios destinos en tantos temas diversos. Haloid había sido designado como Patriarca en funciones luego del asesinato de su antecesor, y Shouzou fue ordenado guardián del sello, además de ganarse el cariño de Eirina en mitad del conflicto bélico. El Santo de Cáncer solo podía soñar mundos en que él y su amigo cambiasen posiciones, pudiendo estar así con quien amaba y con una vida tranquila, pero eran solo eso: sueños. Ahora había asimilado ya su función como dirigente de Atmetis y nada podía hacer cambiar su parecer.
          Proviniendo de la habitación de al lado, unos llantos de bebé alertaron a Haloid. Escuchándose cada vez más cerca, sabía que pronto volvería a ver a los ojos a Eirina, a quien no veía la misma cantidad de tiempo que al antiguo portador de Escorpio. Cuando apareció frente a él, se dio cuenta que ella no había cambiado en nada. Seguía manteniendo su largo y sedoso cabello negro, su rostro angelical y su carácter parecía ser tan amable como siempre. En sus brazos llevaba cargando a una bebé que aparentaba ser recién nacida, por su pequeñez. Apenas le habían salido unos finos cabellos en la cabecita, pero sus facciones ya se notaban muy similares a las de su bella madre. No lograba saber por qué ver a Kyouka le inspiraba cierta tranquilidad a su ser.
          Detrás de Eirina una doncella le acompañaba y eso extrañó a Haloid. Era una niña, de quizás unos dieciséis años, poco más, poco menos. Era una presencia que no debía estar allí, aunque ella solo jugase con los pequeños Shiou y Kyouka y ayudase en labores domésticas a la pobre Eirina cuya vida se había ocupado con el nacimiento de sus dos tiernos hijos. El anterior Escorpio tuvo la oportunidad de explicarse ante el Patriarca, pues Kausut —la doncella, como la llamaba Haloid—, era una huérfana a quien encontraron perdida entre las montañas tiempo atrás. Al no representar ninguna amenaza, ellos la acogieron como si fuese su propia familia, y en compensación ella trabajaba para aquellos que habían dejado la orden de los Santos de Athena.
          Las conversaciones que se tenían que dar se dieron. Durante una noche entera Haloid permaneció allí, poniéndose al día con su viejo amigo de asuntos que le competían tanto a Atmetis como a ambos. El niño escuchaba con extraña atención a Haloid, olvidándose incluso de dormir pese a su cansancio. En una de esas casualidades, el Patriarca en funciones observó al niño a los ojos, y en su mirada descubrió la muerte. Era similar a él, notó que el mundo le depararía fatalidades a aquel niño tal y como a él le había ocurrido, pero no mencionó nada de ello. Sabía que no era el momento, ni que sería la última vez que Shiou y él se viesen con vida.
 


* * *

 

 

 

21:35 horas (At), 13 del Decimoprimer Mes — Año 2994 E.O.

 

          La soledad en el Salón del Trono donde debía permanecer el Patriarca era asoladora, pero, de entre las cabeceadas que daba Haloid como indicios de su cansancio, un destello dorado logró despertarle por completo. Observó a sus alrededores, sacando primero conclusiones erradas producto del sueño. Ideas como que un rayo había caído bajo techo desaparecieron al instante cuando notó la desaparición de la Caja de Pandora de Escorpio. Sabía que los Mantos Sagrados tenían vida y pensamientos propios, y, si había sido la propia armadura quien había decidido irse, eso significaba solo una cosa: su antiguo portador Shouzou necesitaba de su ayuda otra vez. En los cinco años que había permanecido fuera de la orden, nunca antes había acudido en su ayuda. Eso solo significaba que algo grave ocurría en el lago Nimue.
          No haciendo caso a su sentido de la razón, y guiándose por meros impulsos idiotas, el Patriarca Haloid decidió tomar al toro por las astas cuando emprendió su viaje hasta el lago, portando su propio manto, Cáncer. Avanzaba tan rápido como podía, pero no parecía ser suficiente. Debía llegar pronto allí para poder pelear al lado de su amigo una vez más y así defender el honor de Atmetis y de Athena una vez más, pero si usaba todas sus fuerzas para ir, no podría luchar en condiciones. Las contradicciones se aglomeraban en su cabeza a medida que avanzaba, hasta que sin darse cuenta se halló frente al lago que tanto debían proteger los Santos de Athena.
          Solo debía voltear la cabeza un poco para observar aquel hogar que había erigido su amigo, la que estaba sobre la verde colina, la que era tan acogedora. Sin embargo, su mirada solo encontró una colina de cadáveres armados a su paso, una construcción derruida y poco más adelante a su amigo Shouzou parado delante de Eirina, quien estaba tirada sobre el suelo, con varias heridas sangrantes e imposibilitada de moverse, incluso el respirar se notaba que le dolía. Haloid se acercó, pero el miedo le había abrumado. Las armaduras verduzcas de los caídos, todas iguales, le indicaron que eran guerreros provenientes de Maiestas.
          El cuerpo sin vida del comandante Pléyade se hallaba frente a Shouzou, quien había segado su vida con la última técnica que había perfeccionado, y eso era notorio por el enorme hoyo circular que había en el pecho del líder Pléyade. El Escorpión Celestial —nombre que recordaba Haloid— era el único capaz de acabar con los más de quinientos enemigos cuyos cuerpos se desperdigaban por todo el sendero hasta allí. Cuando estuvo a solo un paso del Santo de Escorpio, se dio cuenta de que había llegado demasiado tarde. La vida de su amigo se había apagado.
          En las lejanías, del otro lado del lago, un poderoso cosmos llamó su atención. Era sorprendente, pero nada a comparación del suyo. El cosmos al elevarse hizo que la armadura Extellar del Pléyade líder abandonase su cadáver, despojándolo de toda dignidad, y ensamblándose en el cuerpo de su nuevo portador. Una figura femenina logró discernir Haloid en medio de la oscuridad, antes de que esta intentase acercarse a donde el Santo Dorado se hallaba. Cuando las sombras dejaron de cubrirle por completo notó las facciones de la nueva lideresa nombrada por la Extellar, era aquella llamada Kausut.
 
          —¡Maldita, nos traicionaste! —Exclamó con furia el Patriarca mientras veía los cuerpos sin vida de sus amigos al costado.
          —Para traicionar, debería haber existido una lealtad, y nunca la hubo —declaró la joven de diecisiete años. Se reía como si hubiese hecho algo bueno.
          —Ahora mismo te eliminaré, Kausut —declaró el también Santo de Cáncer, apuntándole con el dedo y acumulando el cosmos para lanzar una de sus Ondas Infernales.
          —Haloid, no me retes. Podría eliminarte ahora si así lo quisiese —comentó la ahora Pléyade, con ciertos aires de vanidad—. Pero no lo haré, como recompensa por habernos permitido romper el Sello, te permitiré vivir por ahora.
 
          «El Sello», pensó de pronto el Patriarca. Observó a su costado cómo en el fondo del lago manaba una luz intensa que parecía provenir de otro mundo. El cosmos que había sido sellado en aquel lugar comenzó a hacer temblar la zona, y se dispersó tan violento que la percepción del cosmos de Haloid dejó de ser útil por un momento. Kausut seguía burlándose desde su posición lejos de él, mientras contemplaba como la acción que había logrado su ahora fallecido padre había sido un maravilloso acto de devoción hacia el rey Hermes.
 
          —En honor a usted, Patriarca —comentó haciendo notoria su poco respeto hacia él—, me retiraré ahora e informaré a Su Majestad de los logros obtenidos el día de hoy.
          —No escaparás a ningún lado, Kausut —sentenció el Santo de Cáncer, lanzando hacia delante sus Ondas Infernales, impactando con el costado de la Pléyade, pero no separando su alma de su cuerpo ni enviándola al Inframundo.
          —Son solo cosquillas —se jactó la Pléyade. Aunque sus gestos hicieron notar a Haloid que incluso ella sabía que, de no ser por la ruptura del Sello, quizás hubiera sido su final—. Mucha suerte en su vida, Patriarca.
          —No creas que saldrás de mi vista, Kausut —exclamó a los cuatro vientos Haloid, lleno de furia y frustración. Sus piernas estaban preparadas para seguirla por horas, días incluso. 
          —No se olvide, Patriarca. Eirina y Shouzou no eran los únicos habitantes de este lugar —comentó la Pléyade con cierta maldad.
 
          Era cierto. En aquel momento sus pensamientos dejaron de guiarse por los instintos y comenzaron a pensar en lo más importante. Si Kausut no se lo mencionaba, hubiera cometido un error que no se lo hubieran permitido sus amigos desde la tumba. Shiou y Kyouka. Los dos niños no estaban visibles por ningún lado, buscándolos con la mirada. Se acercó incluso dentro de los escombros, donde solo la luz de las estrellas le ayudaban a buscar. La sala donde aquella vez había sido recibido con tanto afecto ahora estaba destrozada por completo, nada había sobrevivido de lo que alguna vez había visto allí.
 
          —Busca en el cuarto de mis pequeños —pronunció una voz débil y femenina detrás suyo—. Hay… hay una escotilla subterránea.
 
          Siguiendo la pista de Eirina, entró dentro del perímetro de donde alguna vez había sido un cuarto infantil. Los juguetes se hallaban regados por el suelo, muchos de ellos rotos por la caída. Muchas partes del cuarto habían sido cubiertas por trozos del techo de madera, al retirarlas Haloid dio con una trampilla, donde al abrirla halló a los pequeños. Shiou tenía en brazos a la tierna Kyouka, quien intentaba llorar, pero su hermano mayor le tapaba la boca para que no hiciera ruido y alertase a algún enemigo. Shiou trataba de tranquilizarla, lográndolo a penas. Cuando Haloid los sacó de aquel pequeño cuarto, el niño le sonrió de forma sincera. Algo dentro del corazón del Patriarca se conmovió.
          Volviendo sobre sus pasos, llevó a los niños ante su madre. Eirika estaba muy mal herida, apenas podía seguir viviendo, pero eso no le impedía hacer un último acto de amor y abrazar a sus hijos antes de morir. Haloid solo se limitó a observar la escena mientras se alejaba y se plantaba cara a cara con Shouzou de Escorpio. Estaba parado firme, pero ya era un muerto más. Colocó su mano sobre su rostro y elevó su cosmos con tal de absorber su alma. Había sido demasiado peleador en vida, y hasta lo último no quiso abandonar el mundo de los vivos incluso si el veneno en su sangre ya se había esparcido y asesinado mucho rato atrás. Era la única piedad que podía mostrarle en ese momento. Teniendo su anima en manos, realizó el primero de sus actos egoístas y ató su alma al Inframundo de Cáncer.
          En cuanto su alma abandonó el mundo de los vivos, el Manto de Escorpio no tuvo más motivos que lo tuviesen allí y volvió a su lugar en el Templo de Athena. Solo la armadura había mantenido de pie al incomparable guerrero, y cuando esta se fue, este cayó. Con sus brazos Haloid pudo amortiguar la caída y dejarlo tendido en el suelo, lejos de cualquier cadáver enemigo, al costado de su amada Eirika y sus hijos. Con debilidad, la madre extendió su mano hacia el Patriarca, llamando así su atención.
 
          —Haloid, protégelos por favor —imploró con lo que le quedaba de fuerzas la antigua Santa de Pavo Real.
          —Con mi vida lo haré, si es necesario —dijo en respuesta, aunque no supo si le había escuchado.

          Como segundo acto egoísta, colocó su mano sobre el rostro de la madre de Kyouka y cerró sus ojos para darle paz. Elevó su cosmos otra vez y retiró su alma de igual forma que hizo con Shouzou, atándola al Inframundo y no permitiéndole ir al Más Allá. Cuanto más contemplaba a los pequeños, más sentía Haloid que estaba haciendo lo correcto. El pequeño Shiou con curiosidad observaba los actos y tribulaciones que Haloid trataba de ocultar con vanos esfuerzos. Cuando sus miradas se cruzaron por obra del destino, supo que, si él estaba destinado a vivir una vida de tragedias, lo entrenaría como sucesor. Uno bueno, que estuviese allí como fiel protector no solo de Athena, sino de su hermana Kyouka también y la salvase del dolor.



* * *

 


14:55 horas (At), 02 del Primer Mes — Año 3015 E.O.

 

          Pronto el moribundo anciano terminó de narrar su historia. Los dos Dantos Dorados observaron con cariño al Patriarca, pues los había acompañado durante toda su vida y si ellos estaban ahí era para darle su despedida final. Unas lágrimas salieron de los ojos de Kyouka, quien dejó fluir su verdadero yo. Su Ilustrísima intentaba calmar a ambos jóvenes destinados a luchar por Athena hasta la muerte, pero sus pobres intentos no lograron mucho. Fue entonces que la compleja maquinaria que se desarrollaba en el cerebro de Shiou dio a luz una solución.
 
          —Patriarca, aún lo necesitamos —dijo de pronto Shiou al terminar de idear su plan—. Muchos de sus conocimientos aún son requeridos por Atmetis y esta despedida fue muy repentina para todos.
          —Insensato, sabes que es mi hora de morir y eso no puede ser impedido —comentó Haloid, un tanto disgustado por que su exalumno fuese olvidadizo.
          —Cierto —intervino de pronto Kyouka, recordando las palabras del viejo Haloid—. Si atamos su alma al Inframundo tal y como hizo con la de nuestros padres, Shiou podrá conversar con usted y nos ayudará con las decisiones de Atmetis.
          —Eso es imposible, mi pequeña Kyouka —hizo la aclaración el Patriarca. Intentó tranquilizarla de nuevo, pero la entristeció más—. Se requiere de mucho cosmos para atar las almas al Inframundo, si dos almas han mermado mis fuerzas a la mitad de lo que era en un inicio, tres serían fatal para Shiou.
          —Solo debo ser más fuerte que usted, maestro —dijo sin dudar Shiou. Sus ojos mostraron más seriedad que nunca—. Por el bien de Ariadne, de Atmetis y de Kyouka lograré hacer lo imposible. Usted es clave de la victoria de Atmetis en la guerra por venir.
          —Shiou, no lo intentes. La presión será demasiada, y aún eres demasiado joven para aceptar tal carga —criticó el Patriarca, pero sabía que no serviría. Su discípulo tenía hecha ya su elección—. Luego no digas que no lo advertí —un nuevo ataque de tos se hizo presente.
          —Usted ha hecho mucho por nosotros, padre. Nos crio, nos vio crecer, nos entrenó, y somos todo lo que somos gracias a usted. No solo nosotros, todos los Santos Dorados, e incluso nuestras diosas saben lo importante que es usted para nuestras existencias. Por favor, guíenos un poco más, hasta que unos nuevos tiempos de paz vuelvan a reinar.
 
          Ante las palabras amables de Kyouka, el Patriarca no tuvo más opción que desistir. Había llegado ya su hora, la hora de abandonar el mundo, pero no la hora de despedirse de sus amados hijos. Apoyó su cabeza sobre la almohada, y suspiró para tranquilizarse a sí. El veneno estaba ya muy avanzado en su cuerpo, pero se iría de allí antes de que acabase el trabajo de Kausut. El Santo de Cáncer Shiou se acercó a su maestro y llevó su mano al rostro para que su alma quedase atada al Inframundo que él reinaba. En el rostro de Haloid se había quedado impresa una sonrisa, sonrisa que conmovería a cada uno de sus hijos. Su Ilustrísima, el por todos querido Patriarca Haloid, había fallecido aquel día a las tres de la tarde.


Si deseas leer un fanfic, puedes echarle un vistazo a mi historia, se agradecería:

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#82 Avbel

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Publicado 18 mayo 2021 - 04:04

Muy interesante la historia que conto el patriarca Haloid antes de su partida, sobre todo me imagino el lago de noche que porto la armadura de cancer  y su visita a ese lugar.

 

 

 

Buen capitulo.


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#83 El Gato Fenix

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Publicado 25 mayo 2021 - 12:39

q tal Sagen. A partir de la existencia de los sellos, la historia toma un giro impredecible. Me pregunto qué pasará con la guerra mundial de los olímpicos teniendo a estos sellos de por medio. ¿los titanes se aliarán con algunos olímpicos? ¿qué relación tienen con Gaia? ¿Poseidón sabe de los sellos? ¿y los otros olímpicos? Al final Kausut estaba al servicio de las pléyades, y los santos de escorpio y cáncer eran hijos del antiguo santo del escorpión pero Haloid los crió. Me causa curiosidad quién enfrentará a Kausut, cómo será ese duelo que suena prometedor. Nos vemos por ahí Sagen, saludos.


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Publicado 31 mayo 2021 - 20:50

Uhm... Os debo explicaciones.
Creo que ya tengo planeado el cronograma de publicaciones...
Lo más probable por ahora es que sean 2 caps de este fanfic y 1 de la otra línea por mes. Para desocuparme un poco y darme abasto con ambos.
 
Aclarado esto, espero no contradecirme después, comenzamos con el cap no sin antes contestaros.
Gracias a ambos por sus comentarios.
 
 

Muy interesante la historia que conto el patriarca Haloid antes de su partida, sobre todo me imagino el lago de noche que porto la armadura de cancer  y su visita a ese lugar.
 
 
 
Buen capitulo.

 

Me alegra que te haya parecido interesante esa historia, creo que es la que más tiempo tiene escribiéndose y cambiando en este fanfic. Es bueno que haya resultado decentilla.

Saludos Red.

 

q tal Sagen. A partir de la existencia de los sellos, la historia toma un giro impredecible. Me pregunto qué pasará con la guerra mundial de los olímpicos teniendo a estos sellos de por medio. ¿los titanes se aliarán con algunos olímpicos? ¿qué relación tienen con Gaia? ¿Poseidón sabe de los sellos? ¿y los otros olímpicos? Al final Kausut estaba al servicio de las pléyades, y los santos de escorpio y cáncer eran hijos del antiguo santo del escorpión pero Haloid los crió. Me causa curiosidad quién enfrentará a Kausut, cómo será ese duelo que suena prometedor. Nos vemos por ahí Sagen, saludos.

 
Todos los dioses olímpicos originales son conscientes de los sellos y de lo que albergan, unos más que otros por ciertos motivos. Poseidón incluso mencionó el suyo en la conversación en la recámara que tuvo con Wallace el capítulo 28.
Aun hay varios duelos planteados por el camino y los Pléyades serán de importancia durante los siguientes arcos. Aun es algo pronto para verlos en su máximo esplendor. Pero poco a poco (de hecho muy lento :t420: ) nos acercamos a esos días decisivos para la guerra.
 
Saludos Gato.
 
 
Bueno, hoy tendremos nueva visión del mundo. ¿Por qué? Porque será desde la perspectiva de un personaje que conocemos solo de nombre, Gured, uno de los Pléyades al servicio de Hermes. Por ahora nos alejaremos un poquito de Athena. Poquito...
 

 

 

Capítulo 29. La devoción Bluebell

 
 

13:05 horas (Hrm), 18 del Cuarto Mes — Año 3015 E.O.

 

          Si alguien era peculiar de entre los siete líderes de los Pléyades, ese era Gured Bluebell. Siendo quien encabezaba el Batallón Azul de Maiestas, era de no creer su aparente humanidad, pues, a diferencia del resto, él no disfrutaba del sufrimiento de nadie —ya sea aliado o enemigo—, ni de la esclavitud como actividad vital en Mercurio. No era pacifista, amaba luchar tanto como sus compañeros, pero la propia justicia impartida por los Bluebell de generación en generación le había enseñado que el pelear de forma justa conllevaba a resultados más satisfactorios. Su linaje era de los más antiguos del reino gobernado por Hermes, era por ello que, incluso con una actitud que difería de los demás líderes, su forma de pensar era respetada por sus pares.
          La devoción de los Bluebell tenía un historial que databa de unos dos mil años. Todos y cada uno de sus miembros notables había servido con una lealtad tal que incluso habían ejercido el puesto de consejeros, o de líder entre líderes. Sin embargo, Gured incluso había desistido de ocupar dichas responsabilidades, permitiéndoles a Esuka y a Akubesu asumir tales cargos. Aunque el líder del Batallón Azul era una persona comprometida con su trabajo, había considerado un mensaje incorrecto ser él quien aconsejase sembrar el caos en los demás reinos de Etherias. Aquellos puestos habían sido denigrados de su antiguo correspondiente honor, y ello había comenzado con la muerte de la anterior Athena.
          Él había escuchado también las leyendas que contaban como un miembro de la novicia casa Amber era el responsable de la caída de una de las diosas olímpicas. El héroe de los cobardes, Gammel Amber, era una persona de la misma calaña que su sobrina Akubesu, alguien carente de respeto que apuñalaría por la espalda incluso a sus propios aliados. Su padre, antiguo líder Bluebell, le había comentado cómo el cobarde líder Amber había asesinado a varios miembros del Batallón Amarillo que regía para que su Espada del Dios Relámpago despertase su poder y velocidad original, consiguiendo acabar con tres Santos Dorados, diez Plateados, y una diosa a cambio de mil quinientos soldados armados de Maiestas. Era un ser despreciable y su sucesora Akubesu no era mucho mejor.
 

          —Cyanne, alista tus cosas. Partiremos de nuevo a la frontera con Delusia —dijo de pronto Gured, levantando la cabeza y dirigiéndole una despreocupada sonrisa a su compañera y subordinada.
          —A sus órdenes señor Bluebell —respondió ella con prontitud, a la vez que dejaba de descansar en el lecho que su líder le había permitido usar.
 

          La residencia Bluebell era amplia y espaciosa, tanto que las ramas secundarias de la familia vivían allí sin llegar a verse por años enteros. Y en el centro, los dominios de la cabeza de familia pertenecían en exclusiva a Gured y a su subordinada. Era una pequeña muestra de consideración que podía realizar con respecto a ella, pues le proporcionaba una ayuda excepcional y una compañía envidiable. Se conocían de varios años, pues era tradición de la familia de Cyanne que sirviesen a los honorables Bluebell. Quizás su apellido no era de relevancia en Maiestas, pero tenían bien ganado el aprecio del líder del Batallón Azul. Un aprecio que era motivo de burlas de los otros líderes de batallón.
          Al ser tan enérgica y alegre Cyanne, el líder actual de los Bluebell se preguntaba por qué el destino había planteado que ella naciese en una ciudad tan corrompida como Mercurio, de habitantes tan desagradables y en una época decadente para el gran imperio del dios Hermes. Ver su rostro era reconfortante incluso en el campo de batalla, pues sus ánimos contagiosos le impulsaban a seguir peleando las pocas veces que había tenido que hacerlo. A veces, solo a veces, pensaba que, si no estuviesen en mitad de una guerra con todos los reinos vecinos, podría lograr que viviese en Atmetis, Delusia o incluso Asteria, lugares que eran más pacíficos que su natal Maiestas. Aunque los pensamientos eran solo eso, una ficción.
          La grisácea capital Mercurio se había convertido en una madriguera de ratas de toda edad, sexo o estatuto social. Cada vez que Gured debía asistir a un concejo de Pléyades, debía evitar asquearse de la repulsiva faceta actual de su ciudad e ir directo al templo de su grandiosa deidad sin contratiempos. Como la residencia Bluebell no se hallaba tan alejada de la plaza central de la capital, lugar donde el comercio de esclavos era el pan de cada día, sus dos alternativas eran sencillas: o permanecía en su hogar tranquilo, o regresaba al frente de la batalla con Delusia. En los campos las peleas eran un pacto entre luchadores que habían decidido su futuro, era un lugar más apropiado para él que una urbe donde es normal observar cómo los antipáticos aristócratas paseaban teniendo como mascotas a objetos vivientes cuya voluntad había sido arrebatada a cambio de simples monedas.
 


* * *

 

11:27 horas (Hrm), 27 del Cuarto Mes — Año 3015 E.O.

 

          El paso del joven Bluebell de veintiocho años por los caminos que llevaban a Delusia no era un secreto guardado con recelo. Los agradecidos pueblerinos celebraban su camino al frente de batalla, y brindaban con alcohol barato en su nombre y en el de su victoria. Si los demás líderes de los Batallones tenían la bendición de los dioses, Gured se distinguía por poseer también el favor y la buena voluntad del pueblo. Eran sus buenas formas y las de los anteriores miembros de su linaje los que habían cautivado a aquellos dedicados a labrar el campo y criar animales en granjas. Todos buscaban que el señor Bluebell obtuviese una nueva victoria en la frontera, pues él de buen corazón los defendía y era el único que lo haría sin ambiciones de por medio.
          Quizás se habían albergado en seis o siete humildes hogares diferentes de camino a la frontera, luego descansando ambos bajo la luz de la luna y las estrellas por al menos un par de días. El camino era largo y, aunque unas cuantas ciudades se hallaban a su paso, cada vez menos edificaciones se encontraban conforme los límites con Delusia se acercaban. Aunque el descendiente Bluebell defendiese con toda su voluntad las fronteras, acompañado de sus tropas, estas eran un posible territorio donde el conflicto podía surgir en cualquier momento. En Etherias no había ninguna frontera en la cual los pobladores no tuviesen miedo de una guerra, y allí no ocurría la excepción. Apenas treinta años atrás, en aquella frontera, los Pastizales de Sangre hicieron mayor honor a su nombre.
          Las colinas a partir de la última ciudad visible eran de colores anaranjados y rojizos, como si el pasto se hubiese secado gracias a un eterno otoño. Las hierbas llegaban a alcanzar las rodillas de cualquiera y cubrían el panorama entero de la misma forma que una marea rojiza que se mecía de acuerdo a las órdenes del viento y sus corrientes. Era un amplio y recto terreno llano lo que seguía de ahí en adelante, un camino muy tranquilo a comparación de los tormentosos parajes que conducían a Atmetis, o los pantanosos senderos que a Kausut guiaban cada vez que trataba de invadir Atlantis. En ese sentido, Gured siempre llegaba en óptimas condiciones a su destino planeado.
          El campamento de los miembros del Batallón Azul estaba asentado en los límites exactos que el reino poseía con Delusia. Al ser el bastión natural de los Bluebell, hace centenares de años se hallaba erigido un centro de comando, que a su vez eran los aposentos del actual líder Gured. Alrededor de allí casi quinientos dormitorios de madera estaban construidos para las tropas que debían luchar en las guerras venideras, cada una era compartida por entre tres o cuatro soldados. Los pastizales entre el campamento y la ciudad maiestana más próxima eran un excelente campo de entrenamiento para cualquiera. Y, justo en la frontera definida, se había alzado una muralla que dividía a la mitad los Pastizales de Sangre. No eran grandes murallas, eran las necesarias para sentirse protegidos y a salvo de cualquier ataque enemigo. Las torres de vigilancia, aun eran precarias, se ubicaban próximas a estas y daban advertencia de la presencia de delusinos. Cada mediodía no faltaba ocasión en que se diese alarma, como si se tratase del más preciso de los relojes.
          Justo poco antes de la hora en que los guerreros del reino de Delusia acudiesen —como era lo normal—, un anuncio del vigía fue alabado por todos. Los vigorosos gritos provocaron que los cuatro vientos comprobaran cuan apreciado podía llegar a ser el líder Gured de Alcione, el más considerado de los Pléyades leales al rey Hermes. Aunque les había dicho infinidad de ocasiones que no era necesario que hiciesen formación cada vez que regresaba de sus cortos viajes a la capital, los soldados consideraban que era la forma más correcta de demostrarle respeto a su líder.
 

          —¡Líder Gured! ¡Lideresa Cyanne! —Exclamaban enérgicos los soldados a su vez que se colocaban en largas filas y remarcaban la pasarela que seguiría las cabezas del Batallón Azul.
 

          El joven Bluebell solo se limitaba a caminar con los ojos cerrados y a asentir cada cierta cantidad de pasos mientras les mostraba una sonrisa que cumplía con las expectativas de su gente, pero que le hacía cometer un acto de hipocresía. No buscaba nada ostentoso, pero aun así lo hacían. Por dentro el descendiente de los Bluebell solo podía sentir cierta incomodidad, pues a su parecer no merecía un recibimiento así.
 

          —Señor Bluebell —dijo de pronto su acompañante, provocando que agache la cabeza hasta la altura de ella—. Podría ser más amable con los nuestros. Usted les inspira confianza, dándoles la seguridad de que nos mantendremos siempre de pie ante cualquier adversidad.
          —Está bien, pero ya te he dicho que me llames solo Gured, Cyanne —recalcó el líder de los maiestanos ahí presentes—. Olvidémonos de familias, de mis ancestros y de los tuyos. Ahora somos tú, yo, un ejército y Maiestas. Nada más es importante en este lugar, mucho menos mi apellido.
          —Salvo cuando sí es importante vuestro apellido —hizo memoria la segunda al mando del Batallón Azul. Sus palabras hicieron acordar de la hora al joven Pléyade.
          —Pensaba que habíamos calculado nuestro viaje para llegar justo a la hora del almuerzo, Cyanne —reclamó. No estaba molesto siquiera, incluso parecía ansioso de que el mediodía llegase.
          —Usted era el que más ansiaba regresar a tiempo —añadió ella con un animoso tono que hizo olvidar a Gured que estaba disimulando sentir apatía.
 

          El vigía, cumpliendo su trabajo, hizo sonar la alarma que indicaba que los guerreros de Delusia estaban próximos a llegar a la muralla. Sin demora Gured apresuró su paso y llegó ante la puerta de la muralla, donde ocho guardias cumplieron con abrir las pesadas puertas de madera que separaban un lado del otro. El líder maiestano en ese momento fue envestido por su Extellar y por la bendición de Alcione. Estando seguro de sí, el Bluebell cruzó el umbral de la salida, adentrándose solo en territorios del reino de Deméter. Ahora se veía solo, rodeado de decenas de Segadores portando orgullosos sus Misterios. Aunque también debía ser dicho que el joven Bluebell había esperado por este momento casi un mes entero.
 

          —Veo que has vuelto al fin —dijo entonces quien encabezaba las fuerzas de Delusia con voz fina y delicada. No estaba armada, confiaba en quienes tenía a su alrededor—. Por tantos días he aguardado por tu regreso, Gured Bluebell.
          —Es un honor que quien rige las huestes de Delusia me dirija palabras tan valiosas —dijo, devolviendo el respeto. Era lo menos que podía hacer ya que no podía arrodillarse ante una enemiga. 
          —Dime entonces, ¿mi buen Hermes me declarará la guerra ahora sí? —Preguntó con sincera curiosidad. Sus ojos atacaron lo más profundo del Pléyade.
 

          El joven Bluebell negó con la cabeza. Quien estaba delante de los hombres provenientes de Delusia hizo entonces un ademán con la mano, indicándoles que era momento de avanzar y adentrarse en los territorios del dios del comercio Hermes. Los maiestanos se prepararon para recibir a los extranjeros, pues también llegarían allí en buena cantidad y con un puñado de soldados no bastaría para cumplir con su importante labor. Los delusinos dejaron atrás a Gured, pasando con suma tranquilidad decenas de caravanas por su costado. Las provisiones y alimentos con las que los delusinos apoyaban al Batallón Azul eran algo que se debía agradecer a la generosidad de la ahora reina de Delusia, Hestia, y al cortés Pléyade encargado de dicha frontera.
          La diosa Hestia tenía una apariencia infantil, pese a que llevaba detrás cientos de años con el mismo rostro. Conservaba una actitud jovial, pese a que era de las diosas olímpicas originales, aquellos seis que se enfrentaron a los Titanes y lograron sellar a los doce hermanos hijos de la Madre Gaia. Ella era quien había cedido su lugar de la corte a Dionisio, otorgándole las tierras de Icaria para él y el puesto de dios olímpico. Era una diosa de naturaleza pacífica, pero sabía de sus responsabilidades con Etherias. Ella no podía permitir que la depresión que mantenía prisionera a Deméter hiciese sucumbir el mundo. Hestia era la única capacitada para asumir el mando provisional de Delusia y la encargada de velar por el Sello de los Titanes que ahí se escondía.
          El Bluebell era leal a la causa del rey Hermes, pero ese no era justificante para no mostrarse respetuoso con la ahora gobernante del reino vecino del oeste. Conocía a aquella desde su tierna infancia, en la cual el anterior líder le había presentado. No solo era cuestión de la generación anterior a la suya, infinidad de ancestros habían sido honorables a la hora de enfrentarse a la diosa hermana de Deméter, incluso en los tiempos en que era reina de lo que ahora se conocía como Icaria. Hestia había comprobado la bondad y la rectitud de cada uno de ellos, llegando a confiar en ellos, quienes decían ser sus enemigos.

          —Reina Hestia, aún no movilizaremos fuerzas contra Delusia —informó entonces el Pléyade. Su rey no le había pedido ocultar sus planes ante ella.
          —Oh, supongo que es una buena noticia para todos —sonrió ella. Aunque en su rostro también se pudo encontrar cierto ápice de descontento—. ¿Si nos asolara una guerra, crees que Deméter reaccionaría?
          —He de suponer que la respuesta sería no —comentó el líder de los maiestanos. Dio un vistazo atrás, para observar a sus hombres—. El Emperador Hades no ha conseguido nada y eso que mantiene constantes peleas contra ustedes, nosotros no marcaremos ninguna diferencia.
          —Era de esperarse —suspiró abrumada. Aún le costaba creer que habían transcurrido casi doscientos años así—. Quién diría que hasta Deméter podría encerrarse tanto para proteger los pocos recuerdos buenos de su hija.
 

          Los soldados del Batallón Azul continuaban descargando los alimentos diarios que les proveían los habitantes y comerciantes de Delusia. Este era su única fuente de nutrientes, pues los agricultores de Maiestas tenían demasiado miedo de acercarse a la frontera por más resguardada que esta estuviese. Incluso jugaba en contra que solo los soldados maiestanos habitasen allí, pues estos no habían aprendido del antiguo arte de la cosecha. Es por ello que regía cierta paz en los límites de Delusia, debido a que convivían. Unos les ofrecían alimentos en tiempos de paz, y los otros se limitaban a no causar la guerra. Un trato de aparente naturaleza justa. De no ser por la presencia de Gured Bluebell, quizás las tropas de Maiestas hubiesen desfallecido hace mucho.
 

          —Gured, ¿crees que consigamos mantener la paz entre nuestros reinos? —Cuestionó la gobernante de Delusia. Observaba también a sus hombres convivir con los maiestanos.
          —Le doy mi palabra, diosa Hestia —contestó honesto quien mandaba en el Batallón Azul—. Pero si otro Pléyade acude a estas tierras, no le puedo prometer mucho. Lucharé por la voluntad de mi dios, pero no para tomar vuestra vida o la de la diosa Deméter.
          —Eres extraño, Gured —dijo sonriente Hestia. En sus pensamientos ella mezcló las imágenes suyas y de su padre—. Me recuerdas a tu antecesor, decía las mismas cosas y tuvo toda la razón.
          —Mi padre era un gran hombre y, aunque otros de su generación resaltaron más que él —recordó cierto nombre que odiaba, uno que era inadmisible considerarlo un héroe del reino—, creo que él cumplió su labor a la perfección, siempre con las manos limpias.
          —De no ser por él, el héroe de los cobardes Gammel Amber me hubiese asesinado al igual que a Athena —declaró la diosa del hogar. Aún recordaba su espantoso rostro como si se tratase de una pesadilla viviente—. Ustedes los Bluebell son de cierta forma curiosos.
          —No comprendo, diosa Hestia —dijo desconcertado el Pléyade.
          —No es necesario que lo comprendas, Gured —la diosa quedó pensativa. Aún quería descubrir qué era eso que tanto le agradaba de los Bluebell—. Es de ese tipo de curiosidades que a uno le parecen más especiales cuanto más vive uno y cuanto más aprende de lo que el mundo es en verdad.
 

          La hermana de Zeus y Deméter aparentaba unos quince años, pues su cuerpo no era tan alto ni desarrollado. Siempre llevaba consigo una gran casaca del color del trigo una talla mayor al que debía usar, quedándole algo grande. Su cabello era castaño por lo que se podía vislumbrar, ya que siempre lo ocultaba bajo la caperuza de su casaca. Sus ojos reflejaban cierto interés en el mundo de ficción que Hefesto le había regalado a sus pequeñas manos, con la forma de una consola. Siempre la llevaba consigo pese a no saber cómo funcionaba por dentro, de una forma que no fuese definible como magia. Ese era el encanto de Lemnos, donde —según se decía— cualquier artefacto podía ser inventado.
          La diosa Hestia sentía aprecio por la humanidad y se alegraba porque maiestanos y delusinos conviviesen en aquel momento, pero, si algo le había enseñado ser reina en Etherias, era que pronto correría sangre y que aquellos a los que saludaba en algún momento dejarían de existir en este mundo. El joven descendiente de los Bluebell no estaba exceptuado de aquel futuro si continuaba siguiendo esos ideales tan insensatos de Hermes.
 

          —Diosa Hestia, Helenia y Asteria serán los siguientes reinos por los que mis compañeros Pléyades sembrarán el caos —comentó de pronto Gured. Recordó entonces por qué se había separado de sus tropas—. Quizás deba volver con la reina Deméter, será lo más seguro.
          —No habrá un lugar que se pueda llamar seguro —dijo de pronto Hestia, permaneciendo en absoluta seriedad—. Tú lo sabes, ¿no es así? Sabes que está equivocado con sus acciones.
          —Lo sé, y aun así pelearé en su nombre —su mirada revelaba que no mentía. Sus intentos de ponerle en contra de Hermes habían fallado de nuevo—. Es el deber que me ha conferido la Madre Gaia al haberme permitido nacer en el seno de la familia Bluebell.
          —Esa convicción será la que te conducirá a tu propia muerte, Gured. Tenlo presente —las caravanas regresaban. Ahora vacías se dirigían de vuelta hacia el territorio delusino—. Creo que ha llegado la hora de que me retire.
          —Permítame escoltarle durante algunos minutos más, diosa Hestia.
          —No te molestes, Gured. Los Segadores que aquí me han seguido son suficientes para mantenerme tranquila en mi regreso a los Jardines de Ceres.
 

          El guerrero Pléyade solo se limitó a asentir y a retirarse en aquel preciso momento. Habiendo ofrecido su amabilidad ya nada quedaba por hacer con la diosa del hogar, alguien que no debía ser su aliada, pero a quien tampoco consideraba como una enemiga. Los Hordeums a cargo de Hestia habían vuelto a su lado para hacerle de escolta, colocándose cerca suyo teniéndola como eje central. Tan pronto como el último de los delusinos abandonó territorio de Maiestas las puertas se cerraron, quedándose cada ejército del lado de la muralla al que pertenecía.
          Como el camino era recto y estaba vigilada por los suyos Hestia consideró oportuno volver a sacar el juego que el rey de la forja de Lemnos le había obsequiado como presente. Ante cualquier peligro sería advertida por su escolta de Hordeums, Segadores del segundo rango más alto. Sus ojos quedaron prendados de la mágica pantalla que le develaba una nueva aventura a seguir, enfrentándose ante un nuevo rey malvado que juraba gobernaría al mundo tras sumirlo en las sombras. Un rey que solo era un peón de una fuerza peor, que solo era rostro, pero no pensamientos. Quería evitar pensar en él, pero era inevitable hacer la comparación.
 

          —¿Es que acaso el más astuto de mis sobrinos no puede comprender que es solo una marioneta de los Titanes? Niño ingenuo.


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Publicado 09 junio 2021 - 08:20

Me gusto el capitulo, ahora parece mas una carta de apuntes de las tropas, en cuanto la dinastia Bluebell parece que el hijo aunque vivio a la sombra de su padre tiene mucho coraje.


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Publicado 01 julio 2021 - 09:52

Al fin es otro día especial, tanto para la historia como para mí.

 

Bueno, como el título les podrá re-spoilear, el capítulo de hoy se centra en los bien conocidos Espectros, un ejército casi tan explotado como las 12 casas. Sin embargo esta historia tiene tanto espectros diferentes a los de la franquicia, como nuevas inspiraciones en sus armaduras Surplices. 

Creo que la mayor libertad creativa que me di a la hora de seleccionar tanto Surplices como Estrellas fue eso, las Estrellas. Algunas reubicadas y las otras ordenadas. Tremendo mareo las 108 condenadas.

 

Sean bienvenidos a la frontera montañosa del norte de Delusia

 

Me gusto el capitulo, ahora parece mas una carta de apuntes de las tropas, en cuanto la dinastia Bluebell parece que el hijo aunque vivio a la sombra de su padre tiene mucho coraje.

 

Gracias por pasar a comentar compañero Red. El hijo no vivió a la sombra del padre, ambos son igual de importantes para el reino de Hermes. Es un orgullo para él ser hijo de quien es, y eso es lo que siempre le recuerda Hestia, además de que ella siempre ha tenido un especial afecto por todos los Bluebell, no solo ellos 2.

 

Saludos.
 
 
 

Capítulo 30. El palacio del Wyvern: Caina

 
 

 

 

20:00 horas (Ha), 27 del Cuarto Mes — Año 3015 E.O.

 

 

          Parecía una niña siguiendo aquel ser de cuentos, viéndose perdida en la inmensidad de la noche solo para poder atrapar con sus manos aquellas pequeñas alas bellas como de mariposa y esos cuerpecitos humanos unidos a ellas. Emocionada se hallaba, ambiciosa y deseosa de capturarla. Estiraba cuanto podía sus brazos, pero no lograban alcanzar ni un poco a aquellos seres que dejaban tras de sí una estela de luz y polen. Ni el paso del tiempo había doblegado aquel deseo de la muchacha, pues, aunque había dejado a sus compañeros de escolta apenas se ocultó el sol en el horizonte, ya el día había llegado a su final y no había conseguido tenerla entre manos. A toda costa cazaría a aquella hada, para mostrársela a todos. Ella demostraría que sus cuentos de niña eran en parte reales, y esa hada que estaba delante suyo sería la llave para que su mundo conocido entendiese que no eran los únicos seres vivos pensantes. La llevaría consigo y estarían orgullosos de ella por demostrarlo. Ese sería su gran logro cuando volviese a la mesa con sus seres queridos.
          Aunque se había separado de ellos, la recién ascendida Hordeum Melissa de Passiflora siempre se mantenía firme en sus convicciones y no daría un paso atrás por más cerca que ya se hallase de los montañosos límites que comenzaban a definir el territorio de Tártaros. Se arrastraba por los pastizales desde hace ya buen rato, pues la pequeña y grácil hada apenas se mantenía sobrevolando las hierbas del lugar. Había captado la atención de Melissa ese aspecto dulce que pudo contemplar en su diminuto ser y ello le prendó también de seguirla y hacerla suya. Cada vez que extendía su mano hacia ella sentía que acortaba más esa distancia ingrata. Pronto aquella criatura mágica sería no más que un orgulloso trofeo de guerra para aquella novata delusina.
 

          —Ya casi, ya casi —imploraba la joven delusina, mientras continuaba persiguiéndola con la mano—. Ya casi te tengo, acércate, por favor.
          —¿Buscabas algo? —interrumpió una voz, también de mujer. No tenía un tono amable, le había hecho la pregunta con un desconcertante desprecio.
 

          La delusina no había sentido la presencia de ninguna otra persona. Sus sentidos debían haber estado demasiado cegados en conseguir aquella pequeña hada para sí que no había notado que se había aproximado a un pueblo, pues esa no era la voz de alguna compañera o superior suya. Debía ser una pueblerina, estaba segura. Ordenó sus ideas, y creyó coherente señalar hacia el hada y explicar sin detalles que la estaba siguiendo para capturarla. La otra mujer asentía sin gusto o disgusto esperando que Melissa continuase con su tonta explicación. Solo un segundo había perdido de su vista al pequeño ser de fantasía, pero ya no estaba allí: había desaparecido de su campo visual. Miraba de un lado a otro, arrastrándose y gateando, pero por ningún lado la encontraba. Con un simple toser de aquella aldeana llamó de nuevo la atención a Melissa.
 

          —¿Un hada? Son seres mitológicos, las personas no las ven así de fácil, son dulces y miedosas, se ocultan muy fácil de todo aquel que les inspire desconfianza —contaba la desconocida mientras observaba a Melissa pararse y limpiarse el polvo y la tierra que había acumulado encima su Misterio—. Es por eso que dicen que serás bendecida por un hada si consigues que te roce con sus pequeñas manos.
          —¿Lo dice en serio? —Preguntó animosa Melissa. Entonces pronto conseguiría la bendición de una y eso le alegraba.
          —Por supuesto —Respondió no sin antes reírse. No de forma delicada, una estruendosa risa que dejó en Melissa cierta incomodidad—. ¿Quieres conseguir la bendición del hada? —Cuestionó ella señalando al ser alado siguiente a su mano.

          Había sido amable hasta entonces, por ello no había tenido la necesidad de observar a su interlocutora. No conocía nada de su apariencia, solo sabía de ella que era una pobladora cercana. Sus ojos estaban un tanto cansados por seguir tan empeñosa al pequeño ser mítico, tanto que los había mantenido cerrados desde el inicio de su conversación. Decidió dar un vistazo rápido a la pobladora, evitando así que ella considerase que la estuviesen desdeñando. Se lo prometió, en dos segundos observaría de abajo a arriba sin detenerse en detalle alguno, ese acto sería considerado como falto de educación. Estaba preparada para volver a abrir los ojos y, tan pronto hubiese acabado de estudiarla, le daría las gracias por aquella información y se iría de allí.
          Lo que más hubiese querido Melissa es que su vista le estuviese jugando una broma de mal gusto, pero no era así. En sus años como aprendiz había entendido que había un sinnúmero de tipos de armaduras, de todas formas y colores, pero que solo aquellas de tonos oscuros y negros eran pertenecientes a los habitantes del inframundo. Ante sí no se hallaba una pueblerina, tal como había pensado, se hallaba una de los ciento ocho Espectros de Hades. Envestida con una Surplice morada azulina, con alas feéricas similares a las de mariposa, casi transparentes, pero brillantes —compuestas solo por cosmos, sin rastro alguno de metal—. Sobre su cabeza, entre una infinidad de cabellos rojizos se hallaba su diadema en forma de corona, símbolo de una extraña realeza. Sin embargo, pese a saber que era una armadura del reino de los muertos, esta era casi carente de los característicos picos curveados que recordaba del líder Wyvern que asoló tiempo atrás en la invasión que había asesinado a su familia y amigos. Eso no significaba nada en cuanto al peligro que era en sí la Espectro frente a ella. Melissa hubiese atinado a correr, de no ser porque observó como una, dos, hasta cuatro hadas nacían de las palmas de la proveniente del otro lado. Tarde se dio cuenta de su imperdonable error.
 

          —Hubiera sido patético escapar ahora que conoces tu pecado, Hordeum —sentenció la Espectro con los ojos cerrados de confianza—. Es de reconocértelo.
 

          La sierva de Hades era de buena presencia, alta y esbelta. Le llevaba algunos centímetros a Melissa, pero no parecía existir la abismal diferencia como entre un humano y un gigante, solo era alguien inigualable. Las hadas pronto se congregaron y danzaron sobre la corona de la Surplice, bañando de luz y cosmos los delicados cabellos pelirrojos de la Espectro.
 

          —Déjame vivir, te lo suplico —pedía entre sollozos, no parecía una guerrera—. Una segunda oportunidad, no le diré a nadie que te he visto.
          —No lo veo conveniente —respondió enérgica, gastando su cosmos para llamar ante sí aún más hadas—. A menos que… A menos que me des cierta información que nos concierne tanto a mi como a ti.
          —Lo-lo que sea. Pre-pre-pregúntame lo que quieras y te respo-po-ponderé —lograba decir con torpeza la delusina. Con sus ojos suplicaba esperanza.
 

          Haciendo diestras averiguaciones, la Espectro pelirroja iba intercambiando palabras una y otra vez con la miedosa Hordeum recién ascendida. Las juguetonas hadas danzaban sobre la armadura de la delusina, maravillándola, pero a la vez encantándole de forma que las palabras saliesen de su boca sin demora alguna. Era una especie de hechizo bajo el que se hallaba presa, pero secretos nuevos y viejos que le habían sido conferidos pronto salieron a la luz y se acoplaron a los que ya tenía bien sabidos la mujer Espectro. La había leído como si de un libro abierto se tratase, y como todo libro que hubiese acabado, la desecharía.
 

          —No respondiste antes a mi pregunta, Hordeum. ¿Quieres conseguir la bendición del hada? —Volvió a cuestionar la misteriosa sirviente de Hades, observando con atención la respuesta que saldría por esa boca traidora a los suyos.
          —Sí —dijo entre sollozos alegres la natal de Delusia. Aunque sea quería obtener aquello para que su vida a partir de ese día cambiase.
 

          Los deseos de Melissa fueron cumplidos por la tartarense, ordenándole así a las hadas de su propiedad que acompañasen a la joven en su camino. Pronto el día clareó, los campos se volvieron más bellos y llenos de vida que nunca antes y Melissa de Passiflora estuvo siempre acompañada por los seres feéricos. Llena de alegría ella daba alegres pasos, y siguió recto hasta detenerse y descansar un momento. Recostándose sobre su espalda contempló un largo descanso, acompañada de sus nuevas amigas y pronto quedó atrapada en los dominios oníricos. Las hadas dejaron entonces de embriagarla con su cosmos y su polen, desvaneciendo el mundo irreal que habían creado a su alrededor. La Espectro no dudó ni un momento en ordenarle a sus hadas que dejasen de ocultar su verdadera naturaleza sádica.
          La perteneciente a las tropas de Hades las alimentaba con sangre y carne humana, cual temibles vampiros, pero esto les dotaba de juventud y belleza humana. Ella comandaba a los seres feéricos, ordenándoles con solo su cosmos a que comenzasen el deleite de un nuevo festín. Decenas de hadas pronto fueron apareciendo ante su reina y estas comenzaron a devorar las pieles de Melissa, arrancando de su cabeza cabello a cabello hasta dejarla sin rastros de su melena castaña. Los diminutos seres se adentraron en su cuerpo, cortaron sus nervios oculares y ofrecieron sus globos como preciados trofeos a su reina. Los mantuvo en sus manos, aún viscosos mientras veía como sus pequeñas iban carcomiendo todo lo que alguna vez fue carne sobre el hueso. Eran insaciables, y no acabarían aun sabiendo que seguía con vida. Necesitaban un incentivo, y ese era el trabajo de su reina: patear fuerte en el vientre de la delusina y despertarla. Los gritos plagados de miedo y temor que salían de boca de Melissa mientras ella era devorada viva serían los cánticos necesarios para que el banquete de las hadas continuase. Un banquete en el cual la reina de las hadas, Titania, habría ofrecido la comida y el espectáculo. Eran chillidos desgarradores, carentes de esperanza, un placer para los oídos de aquella reina.
          Pronto la noche calló. Las hadas acabaron de degustar en su maravilloso festín, del cual solo los huesos dejaron como sobras. Una calavera reposaba donde antes gritaba una muchacha, y la armadura sin daños permanecía intacta sobre su cuerpo, un desperdicio. Sus sirvientas feéricas ahora tenían los estómagos satisfechos y habían vuelto a su apacible morada en el interior de la Espectro. No solo regresaban allí, se ocultaban de la maligna presencia que se acercaba a su reina. Ya lo había mencionado Titania: las hadas eran tímidas, pese a ser también voraces. Un pesado aletear hizo elevar su cabeza a la Espectro, y unas pocas conversaciones a distancia bastaron para satisfacer a su compañero el mensajero.
 

          —Maeve, sé consciente de nuestro lugar al lado del señor de Caina —el mensajero se mantuvo agitando sus alas a unos metros del suelo. Su voz nasal le restaba carácter—. Volvamos pronto al palacio que nuestro líder nos ha convocado.
          —Adelántate, Elghore —pidió la Espectro, desvaneciendo sus alas feéricas. Se acercó al cadáver con armadura sin desviar la mirada hacia su compañero— Aún tengo asuntos que me ocupan en este lugar.
          —Se lo reportaré a nuestro líder Rhadamantys, pero no esperes a que sea igual de comprensivo que yo —comenzó a aletear con fuerza, ganando vuelo.
 

          Manteniendo los pies sobre la tierra Maeve solo observó cómo Elghore se alejaba poco a poco, pronto seguiría el mismo rumbo. Dio unos pasos hacia el cadáver, se acuclilló y gozó con su actual estado decrépito y carcomido, con las tersas pieles ahora destrozadas y convertidas en hilos de carne que apenas se mantenían unidos a los blancos huesos. Maeve paseó sus dedos por lo que quedaba del cuerpo de la delusina, disfrutando el momento en que separó el cráneo del resto, arrancándolo sin piedad alguna. Observándolo ante la luz de la luna, aún chorreante de sangre, la reina de las hadas rio con todas sus fuerzas, esperando el momento en que el resto de delusinos sufriese ese mismo maravilloso destino.
          Las frías noches en las fronteras con Delusia no eran ningún impedimento para el vigía. Las alas de sus Surplice le ayudaban a emprender vuelo, cruzando los cielos cual ave y permitiéndole pasar desapercibido. Cubierto por su armadura oscura partía desde el territorio casi límite con el reino de Maiestas hasta entrar por el ventanal de un enorme palacio ubicado a casi mil kilómetros de distancia. Una edificación impresionante, pues era el bastión donde se gestaban todos los planes para invadir las tierras de Deméter. Apenas puso un pie en el recinto, fue anunciada su llegada. No podía ser menos, pues había vuelto la Estrella Celeste de la Longevidad, aquel que peleaba lado a lado con el Wyvern dueño del palacio.
          Se postró en primer momento ante quien era poseedor del asiento más importante del palacio Caina, pero pronto se colocó de pie. Aquel hombre de cabellos castaños alborotados vestía una imponente Surplice de cuerpo completo, con pequeños detalles asemejados a plumas plagando el peto, hombreras dobles y garras en los pies de su armadura. Sus alas eran gigantes, del tamaño de su portador, y estaban formadas por pequeñas piezas que, aunque apiladas, daban apariencia de mantenerse firmes a la hora de desplegarse y volar. El casco que protegían su frente y los costados de su cabeza era similar a una corona de tres puntas, dándole un aspecto mayor a realeza del que debía serle confiado. Aquel espectro tenía una mirada adormilada, pero su sonrisa evocaba tal desconcierto que era de temer.
 

          —Señor Rhadamantys, se hace presente ante usted Elghore de Bennu —dijo uno de los guardias cuyas protecciones recordaban a los esqueletos humanos.
 

          Quien permanecía plantado sobre el trono del lugar de pronto se incorporó. En su rostro no podía no notarse la satisfacción que sentía por oír las buenas noticias que le traía su más fiel lacayo. Aquel hombre de cortos cabellos rubios que sobresalían de su casco de tres largos y curveados cuernos tenía una mirada penetrante. Era joven y de tez clara, envuelto en su Surplice de cuerpo entero. Las alas en su espalda, a diferencia de las del Bennu, eran de apenas cuatro piezas cada una, pero eran largas y de forma arqueada. El de nombre Rhadamantys no se levantó de su asiento, pero le dirigió una mirada cómplice al recién llegado. Aquella era la señal para que empiece a escupir lo que había averiguado.
 

          —De acuerdo a las Hadas Traviesas que invocó mi compañera Maeve, la Estrella Celeste de la Heroicidad, hemos descubierto lo que temía usted, señor Rhadamantys —habló el Bennu con su típica voz nasal—. Sin embargo, tal parece que Hermes movilizará sus fuerzas a Asteria y a Helenia. Eso nos da camino libre para atacar, señor.
          —Has cumplido con excelencia tu trabajo, Elghore —exclamó contento la Estrella Celeste de la Ferocidad—. Puedes retirarte. Pronto el emperador Hades se enorgullecerá de sus siervos de Caina.
          —A sus órdenes, señor Rhadamantys —dijo el Espectro antes de dirigirse hacia la puerta al costado del soldado esqueleto.
 

          Los pesados ecos metálicos que daba el Bennu conforme se alejaba de la habitación se contradecían con las delicadas pisadas que se acercaban allí. El Wyvern escuchó a lo lejos una voz femenina saludando al recién llegado heraldo, pero dejó de prestarle importancia a las nimias conversaciones de pasillo. Demoraron unos cuantos minutos parloteando fuera de la vista del dueño del palacio, durante los cuales el Wyvern solo pudo limitarse a observar el ventanal abierto frente a sí, donde solo el cielo y las estrellas se dejaban ver. Uno de los esqueletos guardias dio dos pequeños golpes al suelo con el bastón de su guadaña, eso solo podía significar que alguien entraba en la sala más importante del palacio.
 

          —Señor Rhadamantys, la consejera Dhealia de Svartalfar solicita audiencia con usted—dijo el guardia esqueleto, mientras la mujer esperaba tranquila y silbando en el umbral de la puerta.
          —No necesitas de mi permiso para entrar a esta sala, Dhealia —acotó entonces el Wyvern, aún cómodo sobre su asiento. Observaba a lo lejos la figura de su subordinada.
 

          Quien había sido escogida para nacer bajo la Estrella Celeste del Conocimiento era en cierta forma jovial, pese a que ya se comenzaban a visualizar algunas pequeñas arrugas en su rostro. Largos y lacios eran los cabellos negros que llegaban a cubrirle media espalda. A diferencia del resto, ella no acostumbraba vestir su Surplice mientras paseaba por Caina, usaba una túnica de colores oscuros, combinando morados y negros. Aparte de su evidente tez oscura otro de sus rasgos únicos eran sus ojos, tan grandes que resaltaban su propia heterocromía —siendo su iris derecho de color rojo y el izquierdo, violeta—. Siempre en su rostro estaba alojada una mirada confiada y altanera, siendo el líder Wyvern el único a quien respetaba de allí.
          Una alfombra morada, con el emblema de Tártaros estampado en ella, se extendía desde el trono hasta casi llegar al ventanal por donde había ingresado el Bennu mensajero. La consejera de Caina se tomó su tiempo hasta ubicarse frente a Rhadamantys, hincando su rodilla por respeto a uno de los tres Jueces del Inframundo. Este hizo un gesto con la mano, pues prefería escuchar las estrategias que tenía ideadas en su cabeza mucho más que cualquier palabrería de devoción que ella estaba acostumbrada a pronunciar. El carmín usado en los labios de Dhealia hacía un buen trabajo resaltando su despiadada sonrisa.
 

          —Supongo que has escuchado todo lo que han descubierto Bennu y Titania, así que dame tu sincera opinión, Dhealia —el Juez se notaba interesado, era un momento clave en sus planes—. ¿Venceremos a Delusia de un solo golpe?
          —Si nadie se interpone en nuestro camino delo por hecho, mi señor —respondió ella mientras acomodaba detrás de su oreja uno de los mechones de cabello que había caído sobre su rostro—. Con Maiestas fuera del camino, esto será pan comido.
          —Quedan algunos días antes de que lleguen el Minotauro y la Alraune, a quienes perdimos en la incursión pasada —recordó ver a sus subordinados caídos, desvaneciéndose sus cuerpos en los campos delusinos—. Ahora que el emperador Hades los ha resucitado, será el momento de nuestra venganza.
          —La generosidad del emperador Hades no nos la merecemos —alabó la Svartalfar, con los ojos brillantes y soñadores—. Caina cultivará una nueva victoria, mi señor. Ando ansiosa por volver a disfrutar ese maravilloso hedor a cadáveres delusinos por la mañana.
          —Aún tengo cuentas pendientes con ese maldito Granatum, mis heridas han sanado desde entonces gracias a la bendición del emperador Hades —apretó el puño. Recordaba su maldito rostro como si lo hubiese visto apenas el día anterior—. Pagará muy caro el haberse interpuesto en los planes de nuestro dios.
          —Confíe en mí, señor Rhadamantys. Si atacamos apenas regresen ellos, le aseguro que ganaremos —prosiguió la segunda al mando de Caina. Podía visualizar incluso a ambas diosas reinas tendidas en el suelo bajo sus pies—. Será un día del que tanto Hestia como Deméter se arrepentirán el resto de sus inmortales vidas.
 

          Desde su fundación, el reino glorioso de Tártaros había sido el poseedor de un particular ejército que era incapaz de morir. Siendo soberano Hades, aquel que controlaba los caminos de la muerte, no era extraño que aquellos caídos en combate meses atrás, volviesen a los campos delusinos en mejores condiciones que antes. Parecían un ejército de muertos vivientes que acechaban en la faz de Etherias desde que las ciento ocho estrellas malignas habían sido escogidas en épocas de los mitos. Tanto los Segadores, como los maiestanos e icarenses debían temer ante la amenaza que significaban los Espectros, viles guerreros en cuyo diccionario no existía el término morir.
          Tal y como había llegado, sin ser invitada, se retiró de allí para no tener mayores problemas la consejera del palacio Caina. Aunque parecía alguien agradable, era capaz de inspirar un miedo inenarrable, no solo tratándose de sus constantes amenazas, sino también porque era alguien de temer. Nunca consideraba maldad aquello que hacía, todo lo contrario, lo disfrutaba como si se tratase de un profundo placer carnal. Desconocía qué era la compasión, mucho menos la bondad. Era la personificación del mal más puro que pudo idear el soberano del Inframundo, Hades. Incluso el líder de Caina se sentía más tranquilo sin la presencia de su consejera Dhealia en el mismo salón que se hallaba él.
          Pronto el Wyvern debería ser quien liderase a las tropas disponibles en el palacio Caina y glorificar así a su dios Hades. El campo de batalla sería un altar, y los cadáveres enemigos ofrendas con las que rendirían tributo al emperador del reino de los muertos. Los palacios Antenora, Ptolomea y Giudecca se hallaban muy lejos de allí, siendo Caina el único que se enfocaba en los ataques dirigidos hacia los delusinos. Siendo líder desde la era mitológica se habían cosechado innumerables victorias, a costa de unas cuantas bajas recuperables.
Faltaban apenas unas cuantas horas para que aquellos dos caídos en combate volviesen a su hogar, la Caina, y se postrasen ante él. Ese sería el momento decisivo para ellos. El momento en que se decretaría la caída de Delusia bajo el liderazgo del Juez del Inframundo, Rhadamantys de Wyvern.


Si deseas leer un fanfic, puedes echarle un vistazo a mi historia, se agradecería:

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                              "Los Reinos de Etherias"      Ya disponible hasta el Cap. 34

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Publicado 01 julio 2021 - 13:49

Me gusta como vas a aclarando los pro y contras de cada ejercito, empezo bien y termino como ya es costumbre en una discusion tactica.

 

Se dejo leer, lo unico que rescato es la descripcion de los personajes, me gustaria que halla algun improperio debes en cuando, pero es lindo divagar sobre los guerreros de Hades.

 

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#88 El Gato Fenix

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Publicado 20 julio 2021 - 11:37

còmo va Sagen, me gustò mucho como presentaste a parte del ejèrcito de Hades, el hecho de que las hadas devorasen a Melissa me pareciò genialmente macabro. Ahora bien, parece que Hades es el rey del Tàrtaro y no del Inframundo como en la obra de Kuru, esto me hace cuestionarme màs cuàl es la conspiraciòn global entre los Titanes, Hades y Gaia. Parece que los delusianos llevan las de perder, dejando pasar a las tropas de Bluebell como si nada y con Melissa devorada por las hadas asì nomàs. Ya se està siendo necesario que vuelvas a retomar un poco a Ariadne, Miare, Nike, al ejèrcito atmetiense en general.  Bueno, nos vemos por ahì. Voy a hojear esa historia paralela que mencionaste, saludos.


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#89 SagenTheIlusionist

SagenTheIlusionist

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Publicado 28 julio 2021 - 17:14

Esta vez sí debo disculparme por el retraso.
No pensé que los exámenes me quitarían tanto tiempo... Bueno, a lo que nos compete.
 

Me gusta como vas a aclarando los pro y contras de cada ejercito, empezo bien y termino como ya es costumbre en una discusion tactica.
 
Se dejo leer, lo unico que rescato es la descripcion de los personajes, me gustaria que halla algun improperio debes en cuando, pero es lindo divagar sobre los guerreros de Hades.
 
Me gusto

 
Gracias por el comentario Red :lol:
Algún improperio? Lo apuntaré para cuando entremos más de lleno a explorar estos malignos seres.
Saludos.
 

còmo va Sagen, me gustò mucho como presentaste a parte del ejèrcito de Hades, el hecho de que las hadas devorasen a Melissa me pareciò genialmente macabro. Ahora bien, parece que Hades es el rey del Tàrtaro y no del Inframundo como en la obra de Kuru, esto me hace cuestionarme màs cuàl es la conspiraciòn global entre los Titanes, Hades y Gaia. Parece que los delusianos llevan las de perder, dejando pasar a las tropas de Bluebell como si nada y con Melissa devorada por las hadas asì nomàs. Ya se està siendo necesario que vuelvas a retomar un poco a Ariadne, Miare, Nike, al ejèrcito atmetiense en general.  Bueno, nos vemos por ahì. Voy a hojear esa historia paralela que mencionaste, saludos.

 
Gracias Gato por tomarte la molestia de leer :lol:
Estuve pensando mucho cómo presentar al ejército del rey de los muertos. Melissa no es gran pérdida para el ejército de Deméter, pues como dije: era una recién ascendida. Un aporte a las fuerzas de la diosa de la naturaleza, pero poco a comparación de los verdaderos pesos pesados del ejército delusino.
Tal como dice un dicho: ¿Qué come usted que adivina? Hoy justo toca capítulo de Ariadne. Un poco... repetitivo, sí, pero toca.
Saludos.
 

Capítulo 31. Los elegidos de Atmetis

 
 

12:00 horas (At), 19 del Cuarto Mes — Año 3015 E.O.

 

          Un nuevo concilio congregó aquel día a los Santos Dorados del reino, exceptuando a aquellos que debían resguardar los límites con el hostil Maiestas. Al haberse quedado sin el Muro, ni Nereida ni Dreud podían confiar en la buena voluntad de los Pléyades. Reunidos en el Salón del Trono, los restantes diez Santos Dorados y las tres deidades guardianas de Atmetis dieron comienzo a la reunión. El viaje a Atlantis había quedado ya atrás, con las motivaciones del Emperador Poseidón más que claras ante la joven reencarnación de Athena. La joven había extrañado igual que siempre ver los rostros de sus más devotos Santos. Ahora más que nunca se alegraba de que todos estuviesen con vida, pues era un momento difícil en la historia del reino.
          Con la Patriarca Nadeko liderando la reunión, los anuncios que se debían dar se dieron. La lideresa de los Santos Doradas dio un rápido alcance de lo que habían logrado en tierras atlantes, de los combates y sus resultados, de los planes y de los Pléyades a quienes conocían. Concluyeron que Reonis era un peligro viviente, había asaltado las afueras de Ventus y había conseguido una victoria tal que no podían dejar de considerarlo como la mayor amenaza del reino, por debajo de su rey Hermes. Aún desconocían mucho del mundo fuera de sus fronteras, y las voces de la experiencia yacían bajo tierra desde hace ya algún tiempo.
 

          —Entonces, el Emperador Poseidón no aceptó unir nuestras fuerzas —comentó el Santo de Cáncer tras oír atento a su líder, quizás culpándose por la decisión que había hecho perder tiempo al ejército de Atmetis—. Lo lamento, diosa Athena.
          —Tranquilízate, Shiou. Fue un viaje productivo, pese a todo.
 

          El aire en salón era deprimente. Solo los cuatro Santos Dorados que habían incursionado a Atlantis eran los únicos que comprendían lo que habían conseguido en el reino vecino. En los rostros de Parsath y de Aiza se observó cierta inconformidad, pero a pesar de sus sentimientos no interrumpieron las palabras de la Patriarca.
 

          —No uniremos fuerzas, pero hemos corroborado que no serán nuestros enemigos en la gran guerra por venir —añadió Nadeko, esperando así calmar a los suyos. Pero no solo debía calmarlos, debía tomar iniciativa—. Por ello movilizaremos parte de las fuerzas de Aquos al norte, a Ignar, e irán con nosotros ante los dioses de la agricultura y del inframundo.
          —Nadeko, no desconfío de tus decisiones, pero, ¿estás segura de dejar Aquos con una protección mínima? —Reclamó entonces el Santo de Capricornio, Mizael—. ¿Sabemos acaso cuáles serán los movimientos de Poseidón en los siguientes días, semanas? La respuesta es sencilla, no.
          —Es cierto. ¿Acaso se mantendrá inamovible sentado en su templo esperando a que los sucesos ocurran? —Parsath se unió a los cuestionamientos—. ¿Aquel emperador Poseidón que, en su aburrimiento, tiempo atrás hundió media Ilión?
          —Sería terrible si, a pesar de todo, el rey Poseidón se volviese contra nosotros —dijo la tímida Jasmine. Apretó más sus brazos ya cruzados, aprisionándose en sus temores.
 

          Aunque las preguntas de sus compañeros tenían cierta lógica, Aiza de Libra sentía que se preocupaban demasiado. Su actitud cauta le había hecho pensar en los peores escenarios, los que planteaban los demás Santos Dorados, pero su devoción por Athena y la confianza en sus actos le mantenían en encrucijada. Conocía a Ariadne desde su descenso a Etherias, había sido tutelada por él y por el Patriarca Haloid, demostrando cada vez más sus progresos para volver a ser considerada la diosa de la sabiduría. El emperador Poseidón no la engañaría tan fácil como cualquiera pensaría.
 

          —Diosa Athena, si me permite preguntarle —dijo de pronto Aiza. Sus compañeros dirigieron su mirada hacia su dirección. Era enigmático saber de qué lado se mantendría—. Ahora que pudo tratar de cerca con él, ¿confía en el emperador Poseidón?
          —Poseidón es un dios justo, lo pude comprobar. Confío en su decisión de no decirme sus planes siguientes, siendo él debe tener buenos motivos.
          —¿Y qué hay de sus súbditos, los Generales Marinos? —Volvió a cuestionar el Santo Dorado. Estaba seguro de que, si sus compañeros no lo escuchaban de su propia boca, nada más los convencería.
          —Son buenos guerreros, Aiza. Sus cosmos son equiparables al de ustedes, y su lealtad para con Poseidón es magnífica —juzgó ella. Recuerdos llegaron de aquellos días en el Coliseo—. Si bien es cierto, con muchos de ellos no he tratado. Pero sé que, por lo menos, tres de ellos considerarían un acto de injusticia el que Poseidón usase sus fuerzas contra nosotros.
          —Gracias por sus palabras, diosa Athena —había quedado sorprendido del comentario de su reina, pero le agradaba que empezase a anticiparse a los acontecimientos—. Bien, ya escucharon a nuestra diosa. Ahora, si me permiten divagar en voz alta, considero que, si mis estimaciones son correctas, Poseidón tiene puesta su vista en Lemnos.
 

          De los allí presentes, solo la Patriarca Nadeko comprendía la magnitud de las palabras de su compañero de Libra. Ella, una de las pocas reparadoras de armaduras de Etherias, había aprendido en Lemnos de los mejores maestros en el tema. Era la única allí que había pisado las tierras del dueño de la forja, y quien sabía que los herreros de allí no solo creaban y reparaban armaduras. Armas inconcebibles ante el intelecto común podían ser ideadas y creadas con el aval del magma caliente que provenía de los volcanes alojados en aquel reino. Milenios atrás, en la primera gran guerra, contaban las leyendas que los cíclopes forjaron allí tanto el Tridente de Poseidón, como el Casco de la Invisibilidad del soberano del Inframundo. Era bien sabido por los dioses que quien se hacía con las huestes de Hefesto, podía obtener el armamento suficiente para dominar toda Etherias.
          Los Santos Dorados solo se limitaron a asentir ante la afirmación de Aiza de Libra, y la Patriarca consideró oportuno no darle más vueltas a aquel tema. No era un tema con el que ninguno de los allí presentes pudiese lidiar. Aun así, los malos pensamientos siguieron rondando por la cabeza de la también Santa de Aries.
 

          —Hemos esclarecido ya el asunto con respecto a la posición de Atlantis —la Patriarca declaró como finalizado un tema de agenda, pero no era el único a conversar—. Ahora el tema más urgente será lo que haremos con respecto a Delusia y a Tártaros. Es necesario que una gran parte del ejército se movilice, pues no podemos estimar cuánto tiempo nos tomará esta nueva travesía.
          —Aunque la reina delusina Deméter no haya hecho una movida bélica en los últimos años, no podemos confiar en que será fácil convencerla de luchar de nuestro lado —el Santo de Sagitario tomó la palabra, pues él había sido el principal defensor de los límites entre Ignar y el reino vecino.
          —Permíteme corregirte, Berud. Quien reina Delusia ahora es la diosa Hestia —comentó la diosa de la sabiduría.
 

          La reina Athena permaneció reflexiva durante unos instantes. El arquero dorado se limitó a quedarse pasmado pues había estado enfrentándose a una mentira. No era exageración alguna decir que ellos no sabían nada más allá de sus propias fronteras.
 

          —Se dice que siempre ha sido de carácter poco conflictivo, así que dudo que choquemos armas contra los delusinos —añadió la princesa Pallas con una sonrisa. Aunque sabía que eso no tranquilizaría a nadie. 
          —Como mencionó Pallas, Deméter ha dejado en manos de Hestia el destino de los delusinos, así que, si conseguimos hablar con Hestia, con total seguridad formaremos una alianza.
          —Aun así, diosa Athena, princesa Pallas, eso solo hacen surgir más dudas. ¿De qué nos servirá aliarnos a un reino sin fuerza militar para apoyarnos en la lucha contra Maiestas? —Cuestionó el Santo Dorado de Leo, tan precipitado en sus conclusiones como siempre.
          —El carácter pacífico de una deidad no implica que sus leales no sepan pelear, Aruf —se pronunció compasiva la deidad guerrera. Aun sentía cierta gratitud con él desde que Leo accedió a pelear junto a ella—. Son quienes deben velar por la seguridad de su reina, igual que ustedes, o igual que los Generales con Poseidón. Delusia y sus Segadores son una carta importante a jugar, pero no será la única.
          —Lo dice por la existencia de Hades, ¿no es así?
          —Así es, Miare. También debemos voltear una de las cartas puestas en el juego por Hermes —la Patriarca volvió a hacer uso de la palabra. Hizo un ademán con sus dedos para ejemplificar—. Si rompemos la alianza que él tiene con Hades, y convencemos al soberano del Inframundo para luchar de nuestro lado, podremos hacer que la balanza se decante por nuestro bando, dejando la disputa en cinco reinos contra cuatro.
          —Las palabras, como las que para escribiendo Aiza, siempre son bonitas, pero nuestro principal problema será el cómo lo lograremos —añadió el Santo de Piscis a su actual cuestionamiento.
          —Desde siempre Hades ha sido considerado uno de los mayores enemigos de Atmetis, como todos sabrán —recordó Nadeko aquella reunión en el Oráculo. Las acciones y palabras del soberano del Inframundo—. Incluso él no ha ocultado sus intenciones de declararnos la guerra. Debemos corresponder su llamado a las armas, confrontándolo en su propio reino. Si no podemos tener una audiencia con Hades por métodos pacíficos, lo haremos a su manera.
          —Si así lo consideras, Nadeko, seguiremos tus pasos —dijo Mizael, mostrándose leal como siempre. Había llevado su mano al pecho, haciendo un ademán de devoción en dirección a su diosa Athena.
          —Compañeros, nuestros esfuerzos a partir de ahora se traducirán en lograr una reunión con Hades —concluyó entonces la líder de los Santos Dorados—. Necesitamos la mayor cantidad de Santos disponibles para pelear en Tártaros, donde la muerte pasea por las calles del reino.
          —Parece broma que haya acertado en que nuestra nueva líder nos mandaría derecho a la muerte —añadió con su usual tono molesto. Aun así, se mostró de acuerdo con la idea de Nadeko.
          —Marcharemos a Delusia y Tártaros cuando lo dictamine nuestra deidad —ordenó la Patriarca—, hasta entonces pueden disponer de su tiempo como ustedes quieran.
 

          La reunión formal donde debían estar los Santos Dorados se dio por culminada apenas Nadeko dio su orden final. A pesar de todo, los guerreros de Athena no se retiraron del recinto por algunos minutos. Uno de aquellos que se pronunció sobre un tema que había sido evadido hablar por desconocimiento fue Shiou, quien reveló en ese momento la información que le había confiado el anterior Patriarca, Haloid de Cáncer, minutos antes de fallecer. El ataque de Reonis a Atmetis tuvo menos sentido del que habían considerado hasta entonces. La existencia de los Sellos de los Titanes convenció a Athena de partir hacia los reinos del norte, pues debían evitar que Hermes consiguiese su irracional objetivo.
          Aquella tarde se reunieron los Santos Dorados en la misma habitación donde un mes atrás se había deliberado quién sería el o la nueva líder de la orden de Atmetis. Eran raras las ocasiones en que se congregaban, y debían festejar ello. Una nueva botella de vino fue abierta para dicha fecha tan especial, en la cual brindarían no solo por la victoria de Athena, sino también por que aquella no fuese la última vez que se reuniesen en esa habitación. La guerra se cernía sobre sus cabezas, pero ninguno desfallecería sin lograr llevar a cabo la voluntad de Athena antes. Como un acto de compañerismo también alzaron copas por el bien de Dreud de Géminis y Nereida de Acuario, quienes se hallaban cumpliendo con su deber como Santos al defender la ciudad fronteriza de Ventus.
 

          —¡Salud! —Exclamaron los Santos Dorados antes de beber el primer sorbo. Uno de los tragos que más amargos les parecería en sus vidas.
 

 

* * *

 

07:00 horas (At), 29 del Cuarto Mes — Año 3015 E.O.

 

          Las tropas de Atmetis que se hallaban disponibles se congregaron en el corazón de Ignar ante el llamado inesperado de la reina Athena. Los grandes ausentes allí eran los asignados a proteger Ventus, pues debían mantenerse atentos al regreso de Reonis y el resto de Pléyades. Además, mediante petición directa de la Patriarca, Kyouka había regresado a Aquos. Desde allí se mantendría vigilante y sería quien diese aviso de los movimientos atlantes. No solo ello, también sería quien debiese dar apoyo a Atlantis en caso de ser necesaria la presencia de los Santos. Aunque no lo había dicho así el emperador Poseidón, seguían peleando del mismo bando.
          Es así que ni Acuario, ni Géminis, ni Escorpio se hallaban presentes frente al estrado principal de la ciudad, donde estaban de pie los Santos Dorados. Detrás suyo, la diosa Athena se mantenía firme e imponente sobre la plataforma, desde donde dirigiría palabras al ejército suyo. Era un momento incómodo para Ariadne, pues comprendía que la misión sería dura para todos, incluso para ella lo era. Con valentía afrontó su misión como deidad guardiana y regente del pueblo de Atmetis. Conforme observaba la mirada de sus guerreros, algunos más jóvenes que otros, más incómoda se sentía. Sabía que, si decía algo equivocado, su pueblo le daría la espalda.
          Su hermana Pallas apoyó su mano en ella, y sus Santos Dorados dirigieron por segundos una mirada hacia su posición. La confianza de sus cercanos hizo que diera un paso al frente y comenzase a hablar ante todos.
 

          —¡Mis amados Santos, defensores de la justicia y la paz! —Exclamó la deidad dando inicio a su discurso. Los guerreros lanzaron vítores—. Hace mes y medio, en el Oráculo de Delfos, se nos advirtió de una guerra que sumiría en caos a todo Etherias. Era un futuro inevitable, que perturbó la tranquilidad de incluso los dioses más serenos. Y a partir de dichas palabras, el mundo entero ha girado con mayor velocidad. Hemos visto cómo Ventus ha sido devastada por los albores de la guerra, y esas no serán sus únicas consecuencias. Es por esto que recurro en su ayuda, mis amados Santos. Necesito de vuestra fuerza y voluntad para llevar a cabo una nueva era de prosperidad y paz a Etherias —los ojos de Ariadne brillaron con más seguridad que nunca antes—. En estos momentos, el reino de Maiestas es nuestro principal enemigo. Sus guerreros se cuentan por millares, y en números nos sobrepasan sin lugar a dudas. Cualquiera temería en estas situaciones, ¡pero el reino de Atmetis no cederá! Hemos buscado una alianza con el emperador Poseidón, y regresamos con un resultado positivo —no podía darse el lujo de explicar las verdaderas palabras del rey atlante—. Ahora nuestro siguiente movimiento será ir desde Delusia hasta Tártaros para convencer a ambos reinos de que nuestra misión es la correcta, y que debemos impedir que el rey Hermes domine toda la faz de Etherias a costa de la dignidad humana.
 

          A pesar de las horas tan vespertinas, muchos ciudadanos habían llegado ante la presencia de su reina Athena. Adultos y niños observaban cómo los Santos Dorados se mantenían firmes frente a la generosa diosa de la sabiduría. Su carisma humano le concedía un poder del que pocos dioses podían jactarse: el favor de su pueblo. Incluso ellos hicieron sonar palmas ante las palabras de la joven quinceañera.
 

          —¡El pueblo de Atmetis no caerá tan fácil, mientras permanezcamos de pie en lucha vivirá! —Prosiguió—. Entonces, ¿qué dirán, mis amados Santos? Les pido su apoyo y confianza, su valiosa compañía en esta nueva misión que nos hemos planteado. ¿Quiénes nos acompañarán? Seríamos ilusos al pensar que todos volveremos con vida, donde es hasta incierto que yo regrese a nuestras tierras y las vea con estos mismos ojos. ¡Pero eso no significa que cederemos! ¡Que no nos invada el temor, que no nos invada el miedo! Nuestro pasado está marcado por guerras, incluso ahora lo está. Quieren intimidarnos, ¡pero no nos doblegaremos ante nadie! ¡Para que la paz reine siempre sobre Atmetis!
          —¡Para que la paz reine siempre sobre Atmetis! —Respondieron al unísono cada uno de los presentes.
 

          La diosa Athena entonces bajó del estrado y permaneció junto a sus apreciados Santos Dorados. Al haber sido Nadeko asignada a resguardar la paz de la región de Ignar, ella guio a sus compañeros y a sus diosas por las calles de la ciudad. Todos aquellos que cruzaron los límites de la urbe habían aceptado en silencio la misión que les había encomendado su diosa protectora. El ejército que había congregado Atmetis se componía de unos sesenta y dos Santos de los diferentes rangos, y de unos cincuenta valientes soldados guardias. Los únicos carros que acompañaron a las fuerzas armadas del reino fueron aquellos donde llevaban las provisiones necesarias para el largo viaje. La reina y las princesas encabezaron la marcha, a pie, pues era parte del mensaje que querían darle a sus leales. Ellas también participarían de aquella guerra, de inicio a fin.
          Confiaban en su victoria con respecto al reino de la agricultura, así que habían cargado con poco alimento pese al largo camino que por delante les esperaba. Llevar más carros tirados por corceles con el tiempo jugaría en contra de ellos, pues sabía bien que serían más bocas que debían de alimentar. Los dos carros con los medicamentos y los alimentos fueron llevados al centro de la formación. Delante y detrás de estos estaban ubicados Santos de Bronce y Plata, fungiendo de custodios que habían sido elegidos por órdenes de Mizael de Capricornio y de Parsath de Tauro. Las cargas que llevaban allí eran importantes, casi tanto como la vida de quienes las vigilaban. Perderlas iniciaría un contador de muerte en el ejército de Athena.
          En plena vanguardia se habían quedado tanto Miare de Piscis como Aiza de Libra, su misión esencial era proteger a la reina, a las princesas y a su compañera la Patriarca. Siempre se mantenían unos cuantos pasos por delante de donde se hallaba su querida Ariadne, dando cortos vistazos hacia atrás para asegurarse de que estuviese siempre a salvo. Detrás de las líderes de Atmetis se hallaban Shiou de Cáncer y Parsath de Tauro, siendo ellos quienes siempre observaban a su alrededor y aquellos que atacarían sin dudar cualquier presencia enemiga. Al final de la caravana, detrás de todos los Santos, quienes cubrían la retaguardia eran Berud de Sagitario y Jasmine de Virgo. Incluso si una amenaza se presentase en las primeras líneas, la clarividencia de Virgo y las flechas del arquero serían armas que acabarían con cualquier obstáculo aún a pesar de las grandes distancias.
          Aún faltaban un par de días para que los atmetianos observasen las primeras colinas del reino de Delusia, pero era evidente que estaba acercándose a él. El clima se había vuelto un tanto más fresco, y amenazaba a ir descendiendo en temperatura conforme avanzaban. Ese era el reino de Deméter, de la actual Deméter, un territorio donde los campos se cubrían de fría escarcha, donde el trigo era más y más valioso conforme más se acercaba uno a Ceres —su capital—, y donde, durante los últimos doscientos años, se había entrado en decadencia por la muerte en vida que sufría la reina delusina. Había renunciado a su autoridad como diosa de la agricultura y había permitido que un invierno eterno asolase gran parte de su reino.
 

 

* * *

 

08:00 horas (At), 29 del Cuarto Mes — Año 3015 E.O.

 

          El discurso de Athena ya debía de haber acabado para ese entonces, pero Kyouka no lo sabía pues se hallaba a varios kilómetros de allí. Otra vez estaba separada de su hermano mayor, a quien admiraba casi como a un héroe, quien siempre había estado a su lado. Un mes atrás había sido Shiou quien se había quedado solo en aquella torre desde donde podían observar toda la ciudad de Aquos, ahora le tocaba el turno a ella. El Santo de Cáncer tanto le había refutado a la Patriarca de que debía pelear junto a su hermana, pero ningún argumento había sido más válido que el ser enemigos de Tártaros, donde el soberano del Inframundo aguardaba. Debían tener a la muerte no solo de enemiga, sino también de aliada.
          Su hermano le había dicho en confidencia que ella debía ser quien se encargase de Kausut, en nombre de los dos y de todos aquellos a quienes aquella Pléyade había asesinado. Kyouka se mantenía expectante en lo más alto de la ciudad de Aquos, pero pronto debería irse de allí con su equipo para asentarse cada vez más cerca del territorio de Atlantis. Como Shiou le había anticipado, Atmetis ya no tenía nada de importancia que Hermes quisiese: su objetivo ahora era atacar el reino de Poseidón. Sin embargo, hasta entonces, la Santa de Escorpio debía mantenerse expectante.
 

          —Maestra Kyouka, me he reunido con Munmei y con Shinoh. Ya están listos los preparativos. Pero, ¿está segura de que esto es lo que nos ha ordenado Athena?
          —Quizás lo llames un capricho nuestro, pero es lo que debemos hacer, Sylene —la Santa Dorada se dio la vuelta y se acercó a su alumna—. Una vez los Pléyades entraron en Aquos por una ruta aún desconocida por nosotros. Si queremos que los atmetianos descansen tranquilos por la noche, debemos encontrar esa abertura en nuestras defensas —sus ojos brillaban de seguridad, esa misión se la había confiado Shiou—. Sylene, juntas cumpliremos esta misión.
          —Maestra, todos nos esforzaremos en seguir sus órdenes —respondió entusiasta aquella que había legado el Manto de su madre Eirika—. Con usted en el mando, nada podrá impedirnos defender nuestro natal Aquos.
          —Así es, Sylene. Este es nuestro deber y compromiso con la confianza que nos ha otorgado Athena.


Si deseas leer un fanfic, puedes echarle un vistazo a mi historia, se agradecería:

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                              "Los Reinos de Etherias"      Ya disponible hasta el Cap. 34

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Publicado 01 agosto 2021 - 22:40

Aunque me gustaría seguir con mi zona de confort hablando de Athena y los suyos, la cronología es la cronología... Y mientras unos tratan de llegar a las tierras norteñas de Demeter, otros tratan de ir al este en búsqueda de fortalecer aún más sus alianzas.

 

 

Capítulo 32. Tratados de Paz Helenos

 
 

04:37 horas (Hrm), 28 del Cuarto Mes — Año 3015 E.O.

 
          Antes de acontecido el amanecer los tres líderes de los batallones vieron la necesidad de reunirse apenas entraron en contacto con las fronteras de tierras helenas. El reino de Helenia era firme pese a la naturaleza lujuriosa que lo caracterizaba, tropas de amazonas guerreras se congregaban. Frente a ellos también tenían a la habilidosa lideresa de las amazonas, y una de las comandantes de las tropas de Helenia, Pentesilea. Aquella que se había enfrentado en cientos de combates atrás a Akubesu Amber, de los cuales nunca había podido ser decidida una ganadora digna. Pentesilea era una amazona confiable ante los deseos de la reina Afrodita, una de sus elegidos a ser bendecidos con la inmortalidad en su sangre. Era esa bendición la que le permitía mantener su cuerpo perfecto, sin heridas, al menos no heridas nuevas. De no ser por la generosidad de Afrodita durante los sucesos en Ilión, hubiese perecido allí tras su mortal enfrentamiento con el héroe invencible que fue vencido por un cobarde.

          Con los brazos cruzados, observándolos desde la lejanía, Pentesilea se mantenía atenta ante cualquier amenaza enemiga. La sola presencia de Akubesu frente suyo significaba una amenaza, y aquellos otros dos que con ella conversaban solo le hacían tomar más precauciones. Con su mano realizó un ademán, llamando a más tropas detrás suyo. Sus largos cabellos castaños ondeaban a órdenes del viento que corría en aquellas tierras llanas. Sus ojos eran como dos soles del desierto, amarillentos y llenos de violencia. Vestía su armadura grisácea con orgullo y, aunque resaltaba desprotegiendo muslos y cierta parte de su busto, la sólida armadura que cubría todo el resto de su cuerpo inspiraba temor. De sus escarpes y muñequeras nacían largas y afiladas garras negras, cuya tonalidad combinaba con los pinchos que cubrían ciertas partes de las perneras y los brazales. Solo odio se notaba en las pupilas de la amazona líder, atemorizando un poco tanto a Dabaran como a Schea que por primera vez observaban a la leyenda en persona.

          —Sigue observándonos —comentó de pronto Dabaran, mirándola de reojo—. De no ser por tu presencia, Akubesu, todo esto sería mucho más sencillo.
          —Cállate Dabaran y deja de ser iluso. Somos guerreros de nuestro dios Hermes, es un tanto obvio que no se nos será permitido adentrarnos en caminos de Helenia por más aliados comerciales que podamos ser —intervino Schea, el de largos cabellos negros con armadura celeste.
          —Tranquilos, yo me encargo de Pentesilea —sonrió Akubesu con cierta maldad. Se palpaba las heridas causadas por la amazona en su mejilla derecha—. Ustedes lleguen con Afrodita cuanto antes y…
          —Aunque te consideremos nuestra líder, solo lo hacemos por órdenes directas de nuestro rey. Tus decisiones son precipitadas y cuestionables, Akubesu —Schea detuvo a la líder del Batallón Amarillo antes de que revelase su arma capaz de asesinar inmortales—. Recuerda por qué estamos aquí, no es para pelear contra Helenia, es para hacerles ver el peligro en común que significa para nosotros Asteria.
          —Entonces, ¿qué quieres que haga señor genio? —Siempre quejica Akubesu no cedía ante la motivación de poder volver a hacer desangrar a la vil Pentesilea.
          —Adelántate a nosotros —ordenó el líder del Batallón Celeste—. No te necesitamos aquí. Llévate contigo a nuestras tropas, pero no cometas estupideces.
          —Si no entiendes sus palabras, Akubesu tontita, te lo simplifico —añadió burlándose Dabaran al dictamen de su par—. Coge a los soldados de nuestros tres batallones y ni de broma te acercas a Helenia, pero ni de chiste. Ataca Asteria, has lo que te plazca con nuestro ejército, pero no te entrometas con las negociaciones que le propondremos a Afrodita en persona. ¿Has entendido bien, molestia?
          —¿Por qué no dejarme ir con ustedes? Para así conocer a la reina de la belleza en persona, o para observar de cerca esos dominios que tanto presumen en términos de obsesiva lujuria.
          —Aparte de que eres persona no grata de Helenia, tu Daga del Dios Relámpago será vista como una amenaza —con su mirada Schea recalcó otra vez a Akubesu que no mostrase su arma          —. No queremos que consideren esto parte de una trampa, no le convendría a Su Majestad Hermes.

          —Tonterías —replicó ella— Solo me quieren apartar por tenerme miedo. Sean valientes por alguna vez en sus miserables vidas.
 

          Las decenas de miles de tropas maiestanas estaban rodeándolos, eran los esclavos reclutados por los tres líderes de los batallones más grandes del reino comerciante. La oscuridad ocultaba la naturaleza de los colores de los soldados, cuyas armaduras eran resaltantes en solo tres de los colores pertenecientes al arcoíris. Solo hombres pertenecían a las fuerzas armadas comandadas por el líder Pléyade Schea Nightsky, un determinado combatiente que consideraba superiores en habilidades a aquellos esclavos de prominentes músculos y poder físico inigualable. Las esclavas no tenían cabida entre sus filas, eran seres inferiores que ni en sus propias tierras las consideraban útiles para causa alguna. Esa era la mentalidad sesgada de todos aquellos que pertenecían al Batallón Celeste.
          A diferencia de Schea, los otros dos líderes de batallón consideraban a sus esclavos como piezas clave. Siendo Dabaran Lorange uno de los tantos contribuyentes al mercado de esclavos, apartaba primero a los prisioneros de guerra que más capaces le parecían antes de siquiera presentarlos ante las jaulas de Mercurio, donde cualquiera perdía cualquier ápice de humanidad. Dabaran era consciente de que su ejército era el mejor preparado para una guerra de proporciones como la que asolaría pronto a Asteria, y se emocionaba cada vez que recordaba que ahora tenía de su lado un arma capaz de segar la vida de las nueve Musas que tanto le habían complicado su existencia. El Batallón Naranja de Dabaran pronto sería coronado como la más servicial de las huestes de Su Majestad Hermes.
 

          —Solo lárgate Akubesu —dijo de pronto Dabaran—. Dejamos en tus manos los destinos de las Musas, aprovecha mientras nosotros no somos parte de la diversión.
 

          Intentaba hacer muecas de descontento, pero pronto se apartaron Dabaran y Schea, dejándola sola. No cambiarían de opinión y la mantendrían con férrea determinación. A la Pléyade de amarillenta armadura solo le quedaba resignarse y cumplir con lo que ambos le habían prometido. Su víctima ahora no sería Pentesilea, sino las Musas que resguardaban la paz y las bellas artes de Asteria. Si lo que presumía el líder del Batallón Naranja sobre ellas era cierto, serían presas de interesante calibre. Lo único que Akubesu Amber deseaba en ese entonces era sangre, que la sangre corriese a causa de sus manos tal y como lo había hecho su antecesor, el heroico Gammel Amber.
 

          —Schea, deberíamos no solo ir nosotros —comentó de pronto Dabaran antes de que se acercasen más al territorio hostil—. Tengo cierto temor por Aurora e Icterid estando bajo las órdenes de Akubesu. Incluso por Zarkos. Sabes los rumores que corren sobre los Amber.
          —Considero que deberíamos ser los menos posibles para esta misión. Pero cierto es, no podemos confiar en ella. Es un peligro para nuestros segundos al mando.
 

          Aunque no eran más que dichos que el viento podía llevarse con sencillez, sabían muy en el fondo que aquellas patrañas no podían ser más que una realidad. Desde las épocas del héroe Gammel Amber, uno de los pocos humanos conocidos en atreverse a asesinar a una deidad, se hizo más énfasis dentro de los Amber y del Batallón Amarillo en reclutar más y más soldados sin importarles las condiciones de estos. Soldados que iban al campo de batalla y que no volvían, o que regresaban con el terror impreso en sus rostros. Era de conocimiento general que Akubesu era una libre admiradora de su antecesor Gammel, un antiguo Pléyade que logró lo que nadie más. No solo le fascinaba la imagen de aquel, sino también sus sádicas prácticas inhumanas, dotándole de poder a su Daga a costa de la vida de centenares de soldados maiestanos.
          Los dos líderes Pléyades coincidieron en que dejarla a cargo de los batallones, sin alguien que la controle, era la peor decisión que podrían tomar. Los grandes perdedores, en cuanto a recursos humanos, de esta guerra serían los maiestanos y no por causas externas, sino por el peligro latente que significaba Akubesu en el frente de batalla. Ambos líderes se separaron por un breve instante para llamar a los segundos al mando de cada uno de los batallones presentes, al menos así podrían prever las bajas más importantes para el ejército de Su Majestad. Sus capacidades no podían desperdiciarse por la sed de sangre de una sola Pléyade enferma.
          Ante Pentesilea recién se presentaron alrededor de un cuarto de hora más tarde. Durante aquel tiempo las tropas de miles de soldados maiestanos se retiraron de las fronteras helenas, y se dirigieron en dirección noroeste camino a Asteria, el reino de Apolo. La líder de las amazonas no era ninguna novata al respecto y comenzó a dudar de que solo cinco guerreros de Maiestas permanecieran frente a ella. En ningún momento dejó de lado el pensamiento de una probable trampa, pero aun así se acercó a ellos. Muy a pesar de los cientos de combates que había luchado teniendo a Akubesu como adversaria, sabía de las alianzas comerciales de su reina Afrodita con el rey vecino Hermes. Tendría que escucharlos antes de siquiera querer eliminarlos y darle un golpe a la Guerra Santa que estaban por gestar.
          El encargado del diálogo con Pentesilea fue Dabaran, el joven descendiente primogénito de los Lorange. Si bien podía llegar a ser algo impulsivo por su edad, era más adecuado para el trabajo que Schea, quien podía dejarse llevar por odios muy fácil. Algunas sonrisas de un carismático Pléyade pudieron convencer a las justas a la ruda líder amazona, permitiéndoles adentrarse en tierras helenas, pero siendo vigilados a toda hora por ella y su seguidilla de féminas guerreras.
 

          —Escúchenme, maiestanos. Les advertiré —el tono de Pentesilea era serio y lleno de resentimiento—. Si alguna de mis amazonas helenas vuelve conmigo diciéndome que sus tropas atacaron nuestra frontera, dense por muertos.
          —Si eso llegase a pasar, nosotros mismos acabaremos con Akubesu —sentenció sin lugar a dudas Dabaran—. La voluntad suprema de Su Majestad vale más que la opinión de una estúpida que solo sabe asesinar a sangre fría.
 

* * *

 

 

15:53 horas (Afr), 01 del Quinto Mes — Año 3015 E.O.

 

 

          Durante el tiempo en que estuvieron custodiados por las amazonas helenas nunca fueron perdidos de vista por ellas. Ni siquiera el más mínimo descuido fue permitido, ni cuando dormían o cuando debían cumplir con sus necesidades fisiológicas, siempre permanecieron vigilados por al menos una de las confiables guerreras lideradas por Pentesilea. Hasta el último la líder de las amazonas confió en que alguna de las suyas llegase ante ella y pudiese eliminar a Akubesu Amber de una vez por todas, pero para su sorpresa eso nunca ocurrió. Sin la presencia de la Pléyade de Maia, cualquier negociación que existiese entre los reinos vecinos de Maiestas y Helenia hubiese sido más sencilla.
          Con cierta curiosidad se asomaban las mujeres helenas en puertas y ventanas del camino principal de la capital. Aunque a un par de los visitantes les daba cierta curiosidad la naturaleza de aquellas féminas de piel bronceada y prendas que apenas cubrían la carne de sus cuerpos o que lucían transparencias tales que incluso hacían cautivar la mirada de Zarkos, la mano derecha del Pléyade Schea. De vez en cuando los ánimos de Schea se tornaban violentos, lo suficiente como para que su inferior volviese en sí antes de caer en las tentaciones de la capital del placer carnal. Era conocido por todos que, aunque en el reino de Helenia había libertad para que cualquiera pudiese vivir, las calles más importantes de la capital Venus estaban repletas de burdeles donde la belleza de las mujeres helenas solo podía ser opacada por las dotes que estas tenían para satisfacer los más oscuros deseos de sus clientes, provenientes de todo Etherias.
          De no ser por la presencia de las amazonas y de Pentesilea, la labor común de las helenas que permanecían observando el recorrido de los foráneos hubiese sido acudir ante ellos con la mayor rapidez posible y llevarlo ante su propio negocio. Negocio donde este podría recostarse sobre la comodidad de una cama y gozaría de la compañía helena siempre y cuando estuviese dispuesto a pagar por los servicios. Al ir escoltados, pocas eran las atrevidas que se presentaban frente a ellos dispuestas a vender sus cuerpos por algunas horas. Y aunque era Pentesilea su principal defensora, no dudaba ni un momento en patearlas en el estómago sin siquiera contenerse, dejándolas adoloridas y tendidas en el suelo. Ellos no eran invitados, hasta aquel momento su presencia en la capital Venus aún podía significar una amenaza para la seguridad del pueblo de Helenia.
 

          —¡Compórtense, sucias perras! —Exigió a gritos furibundos la líder amazona—. Esta es solo una advertencia. Ellos son enemigos nuestros, enemigos del reino. Si siquiera lo consideran serán traidoras a nuestra bondadosa reina Afrodita.
 

          Aterradas la mayoría, pues eran mujeres agradecidas ante la generosidad de la reina helena. Algunas dotadas de mayor sensualidad gracias a la bendición de la diosa, otras tan solo estaban orgullosas de que les haya permitido ganarse la vida. Solo las palabras duras pronunciadas por Pentesilea fueron capaces de hacer que las calles de Venus no detuviesen su habitual quehacer por la presencia de aquellos extraños. Poco a poco las miradas de las helenas fueron escondiéndose en sus propios recintos, continuando con las labores que les había encargado realizar Afrodita. Incluso aquellas que fueron víctimas de la violenta amazona trataban de salir del camino a rastras, temiendo por sus propias vidas incluso. Las escoltas amazonas se acercaron a ellas y, tironeándole sus largos cabellos marronáceos a las meretrices helenas, consiguieron apartarlas del camino principal en base a su inherente fuerza bruta.
          Aunque pocos eran los ojos que seguían observando con total normalidad la escena, la mayor parte de ellos ya se había ocultado. El sublíder Zarkos observaba algo fastidiado, pues en realidad estaba maravillado por aquellas mujeres de interesantes curvas. Su mirada buscaba sin piedad otra que estuviese dispuesta a darle el placer que solo en las tierras de la reina Afrodita podría encontrarse. Recorrió edificios enteres, establecimientos de ambos lados de la calle, y solo una pudo corresponder su ambicioso deseo. Trató de memorizar el local y pidió en silencio la compasión de su dios y de Afrodita para que pudiese disfrutar del recibimiento heleno en todo su esplendor. Si los astros se alineaban, aquella noche sería la más placentera de todos sus treinta y cuatro años.
          Guiados por Pentesilea, y siempre vigilados por ella, los miembros del ejército maiestano recorrieron por al menos una hora la gran ciudad que era Venus antes de siquiera poder vislumbrar a lo lejos la presencia del templo erigido en honor a la hermosa reina de Helenia. En los exteriores del templo se hallaban varias estatuas doradas —aunque eran de bronces, solo estaban recubiertas por una capa de oro puro— esculpidas a imagen y semejanza de la majestuosa diosa Afrodita. Había sido el dios herrero Hefesto en su completo enamoramiento quien había dado forma a cada una de las estatuas que se encontraban en la plaza que rodeaba al templo principal de Venus. Ninguna de las efigies que el tullido herrero había labrado con sus propias manos ocultaba la erótica naturaleza de Afrodita, la resaltaba como si fuese motivo digno de admiración.
          Incluso siendo un lugar de importancia, había unas seis o siete meretrices helenas recostadas sobre los suelos practicando las dignas artes que les había inculcado la reina de Helenia en pos de adorarla a todo momento. Su labor era satisfacer a cualquiera que pagase por ellas un puñado de monedas de plata, y complacer de forma carnal sus instintos animales de reproducción. Era una práctica común en el reino de Helenia, pero no por ello podía dejar de ser mal visto. Solo aquellas cuyos cuerpos eran despreciados por los innumerables negocios de la capital se veían forzadas a trabajar sin un techo bajo el cual resguardarse. Esa era la ley, costearse su propio local alquilado o trabajar bajo las miradas condescendientes y críticas públicas de cualquiera que transitase por esos lugares. Despreciadas por turistas y por locales, así era la vida destinada a las Sacerdotisas del Cuerpo.
          Pronto se adentraron en el templo de Afrodita, donde el aroma a inciensos era tan excesivo e insoportable que llegaba a dar dolores de cabeza apenas pasar unos segundos en el recinto. Solo dulces y cálidas llamas anaranjadas eran las que alumbraban los aposentos de la diosa de la belleza. El templo se componía de una sola, pero amplia, recámara principal, donde la deidad de Helenia se disponía a recibir a cualquiera que tuviese el valor suficiente para plantarse delante suyo. A pesar de su diseño amplio, el cuarto solo se hallaba habitado por más estatuas, ubicadas sobre pedestales a ambos lados de la habitación. Esculturas humanas, piedras que habían adoptado formas de esbeltos hombres y mujeres, invocando a la indecencia más absoluta pues sus cuerpos permanecían descubiertos por completo. Solo Dabaran notó con cierta extrañeza la presencia de dos pedestales deshabitados, resaltando de entre los diez que había podido contabilizar.
          Siendo custodiada por sus estatuas guardianas, al centro del salón se hallaba un lecho circular. Cubierto por sábanas de tonos rojizos y fucsias, también era rodeada por una cortina de telas blancas casi transparentadas. Sobre la cama descansaba la diosa, resaltando en toda su esplendorosa belleza incluso cuando sus hermosos ojos se hallaban cerrados. Era sin lugar a dudas la reina de Helenia: tan cautivante como contaban las leyendas, pieles tan perfectas y lozanas, muslos de interesante tamaño cubiertos por telas casi invisibles, senos redondeados y carnosos que ninguno podía perder de vista, poseedora de un rostro de facciones dulces cuyos labios siempre delineaban una sonrisa encantadora.
          Apenas un par de minutos pasaron antes de que un hombre apareciese de entre la oscuridad que repletaba el salón y se acercase al lecho donde descansaba la diosa durmiente. Era un joven un tanto esbelto, pero no de remarcada musculatura. Su rostro lucía una barba y bigote poco pobladas, ojos color azul y una nariz aguileña apenas pronunciada. Sus rubios cabellos eran lo más resaltante del hombre aquel, quien solo osaba a cubrir sus partes inferiores. Parecía ser su sirviente más cercano, pues era el único que atinó a sentarse sobre la cama de la reina helena, haciéndole despertar tras darle ligeros toquecitos con su diestra. En las fauces oscuras de la habitación se ocultaban más personas, jóvenes doncellas que parecían sirvientas de aquel hombre y, por ende, de la reina Afrodita. Con un ademán, el sirviente de Afrodita detuvo los movimientos de las féminas, esperando que primero su reina saliese del mundo onírico en que estaba inmersa.
          Abrió con pesar sus ojos, y dio un bostezo al aire que manaba ternura. Aquellas dos esmeraldas en su rostro brillaban con hermosura y corrompían a cualquiera que no tuviese la voluntad suficiente ni la lealtad marcada hacia su propia deidad. Los inciensos ahora solo parecían una extensión de ella, envolviéndolos en un mar de sensualidad que llegaba a nublar sus percepciones y solo desataban sus más bajos instintos. Esa era Afrodita, la diosa de la belleza y la sensualidad capaz de cautivar a cualquier mortal que entrase en sus dominios. La deidad pelirroja se sentó en el borde de la cama y sus sirvientas acudieron prestas en aquel momento a acomodarle las prendas y a acicalarle los preciosos cabellos carmesí.
 

          —Vaya, ¿Qué tenemos aquí? —Su voz era delicada y llamativa. Solo su sonrisa daba rienda suelta a la imaginación de los sublíderes de batallón—. Ustedes deben ser Pléyades, enviados por Hermes. ¿Qué os trae a estas tierras? Os recuerdo bien que hemos enviado el número de doncellas prometidas para el trimestre actual.
          —Reina Afrodita, es un placer conocerla en persona —Dabaran era capaz de soltar halagos como si su vida dependiese de ello. Al ser él quien negociaría creyó oportuno hincar la rodilla como muestra de respeto.—. No, mi buena reina, no es a eso a lo que hemos acudido ante su presencia. Queríamos hablarle de la guerra que está por acontecer.
          —Aquella que solo trae caos y destrucción a mi pueblo. ¿Sois ustedes quienes han venido a matarme? —el descendiente Lorange notó cómo la diosa trataba de ocultar que su diestra estaba preparándose para chasquear con sus dedos—. Con solo asesinarme Maiestas lograría una gran expansión territorial y más posiciones estratégicas contra diversos reinos. ¿Es eso lo que anhela en verdad Hermes?
 

          La líder amazona observaba al líder del Batallón Naranja con furia en sus ojos, tensando aún más el ambiente cargado. Si se equivocaba en pronunciar cualquier cosa estaría muerto antes de recapacitar en ello.
 

          —No, mi señora, hemos venido a ofrecerle una tregua. Su Majestad Hermes ha notado durante los últimos aconteceres cómo su pueblo es azotado con violencia por las temibles tropas de los gemelos Apolo y Afrodita. Queremos serle de ayuda para poder acabar con esas crueles ambiciones.
          —¿Una tregua? Proposición curiosa considerando como apenas hace un mes una de los suyos atacó a mi bella Pentesilea sin siquiera dudarlo —el tono de la diosa Afrodita se tornaba más duro y menos amable—. ¿Aun así buscáis una tregua conmigo?
          —Nos disculpamos de todo corazón de las actitudes de nuestra compañera Akubesu. Sin embargo, diosa Afrodita, nuestro rey Hermes considera prudente eliminar ahora cualquier amenaza posible que signifique Asteria para nosotros.
          —Ciertas son vuestras palabras, gentil Pléyade, ser dos ejércitos aliados contra uno sin duda beneficiará a nuestra victoria por sobre Apolo —sus curiosos ojos verdes se iluminaron ante la propuesta del Pléyade—. Y el descontarlos como enemigos es provechoso. Aceptaremos vuestra propuesta, mi buen caballero.
          —Le agradecemos por concedernos el honor de pelear a su lado, diosa Afrodita.
          —Mi buen Pléyade, el placer es todo mío —en su mirada se notaba el deseo. Había estudiado al maiestano de pies a cabeza—. Y, sin embargo, aún desconozco el nombre bajo el cual nació.
          —Dabaran Lorange, mi señora. Líder del Batallón Naranja leal a Su Majestad Hermes —el Pléyade se colocó de pie viendo finalizada su labor de negociador—. Entonces procederemos a retirarnos ya que nuestra misión fue cumplida. Nos dirigiremos al campo de batalla de inmediato y atacaremos Asteria.
 

          El Pléyade de armadura anaranjada hizo una venia como muestra final de respeto ante la reina de Helenia y dio media vuelta para salir acompañado del resto de maiestanos ahí presentes. La líder amazona Pentesilea permaneció inmóvil en lugar de seguir como centinela a los extranjeros. Estaban a puertas de retirarse del recinto sagrado de Afrodita cuando la deidad elevó su voz.
 

          —Sois extraños, maiestanos —exclamó la diosa sin enfado, pero sí con un tono complaciente—. Retirarse cuando aún no firmamos un pacto entre nuestros reinos ahora aliados.
Incluso a Dabaran se le había olvidado aquel detalle. La deidad helena tenía razón y por ello aún debían permanecer en el interior del templo de Afrodita. Pronto el Pléyade se dio vuelta e hizo una nueva venia, esta vez para disculpar su incorrecto accionar.

          —Diosa Afrodita, ruego nos disculpe. Firmaremos el pacto con usted.
          —Pentesilea —le dirigió la mirada. Hizo un gesto con la cabeza, indicándole de manera implícita qué debía hacer—, por favor acompaña a nuestros huéspedes. Solo requiero de la presencia del buen Dabaran.
          —Sus órdenes serán cumplidas, reina Afrodita —la amazona, de forma sorprendente, respondió con un tono apaciguado muy diferente al que los maiestanos habían conocido.
 

          La líder de las amazonas guio a las suyas y a los foráneos fuera del recinto. Volvió sobre sus pasos dirigiéndose a la bulliciosa calle de los burdeles, lugar tan visitado por los etherianos de todos los reinos. La segunda al mando de Dabaran, Aurora, no se sentía cómoda con la situación. Era todo tan desagradable para ella, observaba de lado a lado, pero solo comprobaba que aquel no era un lugar para ella. De la muñeca fue tomada por Zarkos, otro de los sublíderes a quien no conocía tan bien. Se separaron del grupo, acompañados por una de las amazonas guardia.
          En el interior del templo solo el asistente de Afrodita había permanecido allí, las demás sirvientas se retiraron apenas observaron que los gestos del hombre de confianza de la diosa se los indicaban. Las horas siguientes eran privadas, un secreto que solo debían conocer el maiestano y la reina que serían quienes lograrían la tregua. 
 

          —Entonces, diosa Afrodita, ¿cómo aseguramos que la paz entre nuestros reinos prospere? —Preguntó con sincero interés el maiestano.
          —Dime, buen Dabaran, ¿has escuchado antes sobre los Tratados de Paz Helenos?
 

Al negar con la cabeza, la deidad sonrió con malicia. Cómplice era su sirviente, quien se acercó sin demora al extranjero. Algo tramaban entre manos.
 

          —Paris, prepara a nuestro invitado. Esta noche sellaremos la tregua entre Helenia y Maiestas.


Si deseas leer un fanfic, puedes echarle un vistazo a mi historia, se agradecería:

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                              "Los Reinos de Etherias"      Ya disponible hasta el Cap. 34

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Publicado 15 agosto 2021 - 18:40

No creo necesario tener que explicar qué son los tratados de paz en Helenia y porqué no los puedo explicar cómodamente aquí, pero se sobreentiende (?).

 

 

Capítulo 33. Noche en la ciudad del placer

 
 


20:33 horas (Afr), 01 del Quinto Mes — Año 3015 E.O.

 

          Apenas anochecía en tierras helenas, la ciudad se tornaba más viva. Solo bajo la oscuridad la ciudad de Venus mostraba su real rostro, siendo no tan difícil encontrar por las principales calles infinidad de hermosas meretrices tratando de seducir a cualquier extraño que recorriese la capital del pecado. Eran sus cuerpos apenas cubiertos uno de los mayores atractivos que la urbe podía ofrecer. Para nadie era desconocida la leyenda de que las mujeres nacidas en territorios de Afrodita eran todas hermosas y se mantenían así para todas sus vidas. Las tierras helenas eran la cuna de las mayores bellezas de todo Etherias, cortesía de la diosa de la sensualidad. Caminar por la noche allí significaba escuchar las voces de miles de mujeres distintas, o también, sus gritos de placer. Cualquiera era apto para Venus, solo necesitaban de metal en sus bolsillos.
          En los interiores del Templo de Afrodita apenas se podía discernir la hora que era pues la oscuridad del lugar no ayudaba a ello. Las sombras reinaban en el recinto, solo espantadas del miedo por las cálidas llamas de fuego en los costados. Paris, el sirviente de Afrodita, era alto y de buena apariencia. Se había mantenido cerca de su deidad, en intentos de convencer al joven Pléyade de cumplir con las formas necesarias para ser concretados los Tratados de Paz Helenos. Sus palabras habían sido claras, debía despojarse de su armadura, de cualquier prenda que cubriese su torso, debía mantenerse dócil con la diosa y complacer cualquier deseo que ella tuviese guardado. Dicho esto, Paris abandonó el templo principal, observando con interés a las Sacerdotisas del Cuerpo que aguardaban en los exteriores. No eran mujeres feas, nadie lo era en Helenia, solo eran un tanto menos agraciadas en facciones que las más requeridas en las principales rutas de la capital.
          Sin lugar a cuestionamientos, Paris era el salvador de aquellas meretrices sin hogar que plagaban los alrededores de la plaza principal de Venus. Lo era todo, el regente de aquella ciudad, el más leal acompañante de Afrodita y aquel que no permitía que las Sacerdotisas del Cuerpo vagasen sin siquiera tener algo para poder llenar sus estómagos. Algunos extranjeros de malas lenguas que frecuentaban los prostíbulos las llamaban también las Sacerdotisas de Paris pues era el único osado que las contrataba noche tras noche. Se decía que esas mujeres impudorosas que ni siquiera tenían vergüenza de tener relaciones en plena intemperie eran despreciadas no por fealdad, sino por su fama. A nadie en el reino se le permitía acercarse al renombre de Afrodita, hacerlo significaba la muerte social, una nueva a base de denigraciones. El siempre generoso Paris las llevó consigo a sus propios no tan humildes aposentos. Se decía que tiempo atrás había sido parte de la nobleza, pero nadie sabía a ciencia cierta si no eran más que comentarios molestos.
          La reina helena, por su parte, se mantuvo ocupada en sus aposentos. Recostada por completo en su lecho observaba con sumo interés a Dabaran y sus marcados pectorales. El deseo se había apoderado entonces de la diosa Afrodita, quien había sido despojada de todo vestigio de ropa por mano del maiestano. Para el Pléyade era incluso incómodo estar semidesnudo acostado junto a las carnes de la lasciva gobernante de un reino etheriano. Él no debía estar allí, esa no era su misión en las tierras de Helenia, pero tampoco se quejaba. La nacida de Urano era demasiado hermosa y cautivante como para darse el lujo de negarse ante sus pedidos, incluso si ello significaba tomarla como su propiedad solo por una noche en beneficio de ambos reinos. En tierras helenas solo así podía ser firmada una alianza o una tregua. Incluso guerras habían surgido del deseo.


* * *

          Su cuerpo se derrumbó entonces y cayó sobre el pecho desnudo de Dabaran. La diosa de largos cabellos rojizos levantó su rostro para observar al bondadoso Pléyade. Con ambas manos le tocó en las mejillas, procurando no rasparse con su incipiente barba. El extranjero quedó atónico cuando observó otra vez el rostro de Afrodita tan ruborizado y expresivo, estaba agradecida por el sacrilegio que él había cometido aquella noche. Acercó su boca a la de Dabaran y esta vez le dio un beso. Un beso que no solo había conllevado los sentimientos de Afrodita, sino también sus energías, su cosmos de deidad. Sus bellos ojos verde esmeralda se tornaron de un tono más amarillento, también atractivo, y contemplaron la mirada de su acompañante. Con un curioso resplandor en las pupilas de Dabaran, la diosa se dio por satisfecha. Ahora el Tratado había sido sellado, y aquel Pléyade había conseguido la paz entre ambos reinos.
 
          —¿Puedo hacerte una petición, Dabaran? —Dijo ella tras recostarse de nuevo al lado del caballero. Estaba un tanto agitada, se notaba en su voz.
          —Hágala, diosa Afrodita —respondió presto. Observaba con ternura a la deidad helena.
          —Sé mío. Solo mío.



* * *

 


20:33 horas (Afr), 01 del Quinto Mes — Año 3015 E.O.

 

          Con su vista recorría todos los alrededores posibles sin encontrar a aquella que había acaparado todo su interés. Aquella tarde, en su ida a los espaciosos aposentos de Afrodita, le había contemplado y por un momento sus miradas habían coincidido. Sabía era la indicada, aquella que le daría la noche más placentera de toda su vida. La experiencia de las helenas era casi un milagro para los hombres, llegando a complacerles de las más diversas formas en las tantas horas que pagaban por ellas. Eso había escuchado de su líder Schea, quien había sido acompañado por Pentesilea a la parte de la ciudad donde se concentraban las mejores meretrices del reino. La misión de Zarkos hubiese sido sencilla: encontrar a una cierta persona y yacer con ella, pero tenía un problema más de nombre Aurora, su compañera. Siempre se mantenía a su costado siendo imposible perderla, y lo único que él buscaba aquella noche era una prostituta.
          Aunque Zarkos llevaba horas buscándola y tratando de escabullirse de Aurora, no conseguía ni lo uno ni lo otro. Siempre notaba que la segunda al mando del Batallón Naranja le estaba acompañando en medio de esa ciudad pecaminosa. Incluso cuando se alejaba de los senderos principales de la capital Venus, Aurora le seguía entre la oscuridad de los edificios y sus interminables voces que clamaban clemencia, aunque en tono provocativo y deseoso. Aunque ella era una guerrera que debía ser fuerte en combate, nunca doblegándose ante nada, no sabía bien su papel en las tierras de la reina Afrodita. Por todos era conocido que Helenia solo destacaba por sus innumerables prostíbulos repletos de hermosas mujeres. Una mujer extranjera nada tenía que hacer en dicho lugar, a menos que buscase tener relaciones con otras féminas. Aurora nunca había sido de ese tipo de persona.
 
          —Ya deja de seguirme, Aurora —gritó Zarkos un poco harto. Era consciente de que él había sido el causante de ello—. Esta ciudad es inmensa, seguro encontrarás algo qué hacer. Déjame solo un rato.
          —No puedo. Este lugar es horrible, todas esas mujeres con sus rostros hambrientas de sexo me espantan —la maiestana apoyó con violencia su espada en la pared detrás suyo. Se desvaneció hasta quedar sentada en el piso reflexiva—. Debería haberlos esperado en las afueras de la ciudad, subestimé los horrores que pensé encontrarme aquí.
          —Tranquilízate de una vez. Sin tu presencia Afrodita no nos hubiera concedido la posibilidad de ser aliados. Nosotros cinco debíamos mostrarnos ante ella para que no pensase mal de nuestras intenciones.
          —Soy consciente de ello, pero aun así me siento inconforme. Mi presencia aquí no es necesaria, no entiendo por qué mi líder Dabaran me obligó a venir a estas tierras. El campo de batalla en Asteria alberga menos cosas desagradables que estas.
          —Es porque se preocupa por ti. No hagas más escenas —respondió fastidiado Zarkos. Seguía buscando algo en aquel callejón, pero nada encontraba—. La líder Akubesu nos hubiera asesinado si íbamos con ella, lo sabes bien.
          —Podríamos haber hablado con ella. Somos compañeros, después de todo.
          —Sigue siendo así de ingenua y morirás pronto en la batalla. A la líder Akubesu no le importa ello. Seguro crees que los dichos son solo rumores sin fundamento, pero son verdad, lamento decírtelo —su rostro se había ensombrecido, sus ojos volvían a ver imágenes de su sangriento pasado—. Amigos y enemigos por igual caían por sus propias manos. Estuve ahí hace tiempo y viví en carne propia el terror que inspiraba su Daga del Dios Relámpago.
          —Que horrible. Es imposible que alguien así lidere uno de los batallones de nuestro rey Hermes. Suena descabellado que nuestro propio ejército caiga por quien los lidera. Deberíamos hacer algo al respecto.
          —La líder Akubesu es la consentida de Su Majestad debido a que gracias a su antecesor consiguieron la cabeza de la reina Athena. Es, en simples términos, intocable. Sus palabras son casi leyes.
          —Imposible —se llevó la mano al rostro, estaba decepcionada del actuar de aquella líder—. Zarkos, ¿tú consideras que hubiera muerto si mi señor me hubiese dejado partir a Asteria?
          —Solo sé que deberías agradecerle a tu líder Dabaran la próxima vez que lo veas. Te acaba de regalar unos días más de vida sin que tú lo supieras —añadió frío Zarkos. Se mantenía de brazos, había sentido una breve corriente helada recorrer el callejón—. Ahora sí, déjame en paz.
          —No.
 
          El ceño fruncido de Zarkos decía mucho más que cualquier palabra que pronunciase para espantar a Aurora, pero nada la inmutaba. «Hoy será la mejor de las noches de mi vida, ¿qué clase de estúpido habrá pensado así? Cierto, yo». Sus pensamientos le atacaban, pero no podía rendirse ante ellos. Su grupo debería partir al día siguiente y eso solo significaba que aquella noche tenía que reunirse con aquella meretriz cuyos ojos habían significado una sincera declaración de deseos. Solo pocas horas tenía el maiestano para encontrarla, en aquella ciudad tan inmensa parecía casi improbable. El tiempo jugaba en contra suyo y no permitiría que Aurora detuviese sus planes. Si eso significaba que ella le viese acostándose con una prostituta, sería problema suyo, no de Zarkos.
          El maiestano continuó con su incansable búsqueda apenas volvió a conseguir los ánimos necesarios. Hizo de cuentas que su compañera sublíder no estaba allí y prosiguió dando pasos en medio de sombríos pasajes. Aurora se había quedado sentada por un instante, solo volvió a colocarse de pie en cuanto escuchó el caminar de Zarkos. No quería estar sola en una ciudad donde todo aquello que le rodeaba le parecía repulsivo en todos los sentidos posibles. Le siguió a prudente distancia, no sería ninguna molestia aquella noche. En su interior Aurora sabía que seguir a su compañero no hubiese sido lo mejor, pero no le quedaba de otra. Ni siquiera ellos dos sabían a donde diablos se había metido el bicho raro de Icterid, sublíder de la temible Akubesu. Ella se quedaría callada frente a las decisiones de Zarkos. Solo quería desaparecer de ese pecaminoso mundo hasta que el amanecer y su valeroso líder volviesen.
          Los callejones eran como un mundo aparte, pues todas las luces amarillentas y cálidas estaban en la principal avenida y solo allí. El inusual orden que se mantenía en las principales calles de Venus actuaba solo como fachada del desastre que era el verdadero rostro de la urbe helena. Conforme más iban adentrándose en lo más profundo de la ciudad, los edificios de prostíbulos dejaban de existir y en su lugar había chozas mal hechas que apenas tenían techo. Las paredes agrietadas como si un terremoto las hubiese asolado y la arquitectura simple y tosca eran solo indicios de la antigüedad que databan aquellas construcciones. Si tenían el lujo de poseer ventanas, estas lucían vidrios rotos. Gran parte de ellas no tenían puerta, solo una tela que indicaba una separación entre lo que era el interior y el exterior. En su interior Zarkos se seguía preguntando porqué había llegado hasta ese sitio por propia voluntad.
          Las pocas mujeres helenas que encontraban caminando por las callejuelas esas les observaban con extrañeza, no por portar sus armaduras Extellars, sino por solo transitar aquellas vías que parecían prohibidas para los extranjeros. Los foráneos solo buscaban prostíbulos y se hallaban en la parte superficial de la ciudad, ellas no estaban acostumbradas a gente desconocida. Caminaban más de prisa en cuanto les observaban pasar, e incluso se metían a cualquier edificación para salvaguardarse por el miedo a ser profanadas tan cerca a sus hogares, un temor comprensible. Zarkos no les hacía caso, pero Aurora observaba desde atrás como las helenas parecían ser más tímidas de lo que había imaginado en un primer momento, que incluso ellas se sentían frágiles.
          Ni los asquerosos insectos estaban ausentes en aquella ciudad reinada por la belleza, las moscas volaban entre las edificaciones por el cierto olor a podredumbre que contaminaba los aires. Sus repulsivos zumbidos hartaban los oídos de Zarkos, quien tenía que abanicar su rostro con la mano para evitar toparse con alguna de aquellas moscas. Aunque estas tenían su propia ruta, el maiestano solo estaba siguiéndolas sin siquiera saberlo. Conforme más pasos iban dando el nauseabundo olor se volvía más putrefacto, más insoportable. Solo cuando estuvo delante del cadáver su cerebro recordó aquel aroma a muerte que había sido atenuado de su memoria por los inciensos que había inhalado en su reunión con la diosa Afrodita.
          El cuerpo inerte delante suyo era el de una mujer joven. Ambos maiestanos se colocaron de cuclillas para observar mejor a aquella fémina que habían dejado abandonada en un rincón. En vida había sido atractiva, y su color de piel solo indicaba que se trataba de una helena. Los numerosos golpes que parecía haber recibido en su vientre le habían causado la muerte al destrozar muchos de sus órganos internos. Poco antes de morir había vomitado sangre, había manado de su boca hasta manchar las telas del escote y la carne que estas cubrían. Los gusanos ya habían hecho de su cuerpo su hogar, las moscas revoloteaban sus alrededores y resultaban más molestas aún. Llevaba por lo menos un par de días sin vida, pero nadie había hecho nada por moverla de allí. Seguía allí, pudriéndose en el lugar de su muerte.
 
          —Las amazonas nos han marcado como su objetivo, nos odian y nosotras a ellas —dijo de pronto una desconocida voz dulce, pero cargada de dolor—. Lo lamento, Tatyana. Te sacrificaste por nosotras, gracias.
          —¿Quién diantres eres tú? —Preguntó algo molesto Zarkos, se colocó de pie de forma intempestiva. Su tono se apaciguó conforme observaba a la extraña.
          —Esas no son maneras de hablarle a quien estabas buscando, maiestano —replicó la mujer en tono tranquilo—. Mi nombre es Lewka. Por favor, recuérdalo.
 
          Sin palabras había dejado a Zarkos, su mirada era aquella que había contemplado más temprano, pero no la había reconocido hasta entonces. A diferencia de su primer encuentro, vestía una capa de tono guinda que la cubría de pies a hombros, llevando también la cabeza cubierta por una capucha. Cuando se agachó para despedirse de la tal “Tatyana” Aurora observó que debajo de la capa llevaba las mismas ropas que había observado usar a todas las helenas que habían pasado por su costado. Aquella capa solo era un distintivo. Antes de levantarse, Lewka pronunció palabras en un idioma desconocido para los maiestanos. Ellos solo comprendieron una de las palabras, un nombre: Afrodita. Aquella mujer les resultaba curiosa a ambos sublíderes.
 
          —Síganme, mis aposentos están un poco más adelante —añadió Lewka apenas se puso de pie. Emprendió marcha sin siquiera comprobar si alguno de ellos le seguiría.
 
          Los dos maiestanos sentían que cuanto más seguían a esa mujer helena, descendían más y todo lo que dejaban atrás parecía más alto de lo que era en realidad. El camino iba en bajada, entre un centenar de pasadizos que se formaban entre las humildes viviendas de ese sector de la ciudad. Ni en un millar de años podrían haber encontrado a Lewka y su hogar sin que esta los estuviese guiando, las rutas que seguía eran entreveradas y confusas. Cuando les presentó su morada, Zarkos se resistió a creerlo. Les había conducido a una de las alcantarillas de la ciudad helena, aunque era curioso que oliese menos mal que todo el resto de la ciudad que habían conocido aquella noche. Era una construcción abandonada, conforme se adentraban lo comprendieron. Ella no solo se había apropiado de aquel lugar, sino que también lo había acondicionado para ser habitable. Aunque no parecía ser una vivienda, era, más bien, una sala de reuniones.
          Ella no era la única moradora, dentro le esperaban once chicas vistiendo la misma capa que portaba Lewka. Sus miradas hubieran demostrado miedo por los extraños de no ser por la presencia de aquella helena. Viéndose en confianza, Lewka por fin se sacó la caperuza de encima, usando sus manos para liberar sus largos cabellos negros prisioneros de su manto. Su lacia melena llegaba a cubrirle media espalda, sus ojos eran azules y su rostro era curioso. Ya que le incomodaba un poco, abrió su capa revelando sus dotes femeninos cubiertos por telas helenas. Las vestimentas de Helenia solo cubrían las partes más preciadas de su bien proporcionada anatomía, era algo que había hecho perder la razón al sublíder del Batallón Azul. Mientras Zarkos estaba atontado contemplando sin miramientos la buena apariencia de Lewka, Aurora tenía otros pensamientos en su cabeza. Era inexplicable, pero le recordaba a alguien que había conocido.
 
          —Ya que me has traído hasta aquí, llévame hasta tus aposentos y gocemos toda la noche, Lewka —exclamó con cierta alegría Zarkos, se le notaba el orgullo por esas palabras. Aunque pronto se dio cuenta que todas le observaban con extrañeza.
          —Maiestano, si creías que todas en Helenia somos unas prostitutas para complacer a hombres como tú, estás equivocado —respondió entonces quien le había llevado allí—. Lo que quiero es hablar con ustedes de algo. Después vemos lo otro, maiestano —dijo mientras le guiñaba con un ojo.
          —Antes que nada, Lewka —interrumpió de pronto Aurora. También estaba intrigada por la situación, pero no podía sacarse una idea de la cabeza—. Dime algo, ¿conoces a una tal Erithra?
          —Me alegra que nos entendamos pronto, maiestana —sonrió. Era muy linda—. Sí, es mi hermana mayor. Diez años mayor.
          —Ahora que lo dices, sí tiene un aire a ella —admitió Zarkos. Aunque siendo sincero Erithra le desagradaba mucho. Su hermana no.
          —Espero que puedan saludarla de mi parte cuando vuelvan a su reino, maiestanos —suspiró recordando la grandiosa persona que había sido su hermana antes de que la exiliaran algunos años atrás—. Lo que tengo que decirles tiene que ver con ella y con la diosa Afrodita. Solo ustedes son capaces de ayudarnos. Por favor, háganlo por Erithra.
          —Está bien, te escucharemos —dijo Aurora cerrando los ojos y bajando la cabeza. Prefería no revelarle aún que Erithra había muerto un mes atrás.
 
          Por primera vez en aquella ciudad la segunda al mando del Batallón Naranja se sentía cómoda en un lugar. Aquel era un refugio de toda la lascivia que plagaba cada rincón de la calle principal de Venus. Podía respirar tranquila sin que una prostituta se le insinuase cada dos por tres teniéndole que rechazar por no ser capaz de permanecer en una cama con otra mujer. Aurora se sentía aliviada de que un lugar así existiese, pero eso no quitaba que estaban en una situación complicada. La mujer helena muerta que habían encontrado era indicio suficiente de que los motivos de Lewka no eran pacíficos. Quería escucharla, saber qué diantres ocurría en aquel reino donde la hipocresía y el sexo parecían ser moneda de cambio.
 
          —Nosotras somos miembros de la Alta Orden de las Sacerdotisas, enemigas del régimen tiránico de la reina Afrodita —dijo con orgullo—. Y yo soy Lewka, su lideresa.


Si deseas leer un fanfic, puedes echarle un vistazo a mi historia, se agradecería:

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                              "Los Reinos de Etherias"      Ya disponible hasta el Cap. 34

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#92 SagenTheIlusionist

SagenTheIlusionist

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Publicado 19 septiembre 2021 - 01:44

Capítulo 34. Las Sacerdotisas de Helenia

 
 

21:45 horas (Afr), 01 del Quinto Mes — Año 3015 E.O.

 

          Los maiestanos solo habían encontrado el escondite de Lewka y sus compañeras gracias a que esta les había guiado por los laberínticos caminos de la parte humilde de la capital de Helenia. Aurora y Zarkos, sublíderes del ejército del rey Hermes, decidieron sentarse en el lugar y escuchar las palabras que tenía que pronunciar aquella mujer que tanto habían estado buscando esa noche. Era la hermana de Erithra quien se había presentado ante ellos como quien encabezaba las protestas al cruel sistema implementado por la tiránica reina Afrodita. Ninguno de los dos habían sido los más cercanos a la antigua sublíder bajo el mando del Pléyade Reonis Redfield. Los motivos que los mantenían allí se podían resumir en dos simples términos: curiosidad y placer.
 

          —Ustedes han podido conocer la cara de la ciudad que Afrodita le muestra a todo el mundo, pero como habrán visto no es su real faceta. La capital está sometida bajo la voluntad absoluta de Afrodita, su súbdito Paris y la amazona Pentesilea.
          —Supondré que Paris es aquel pintoresco hombre que acompañaba a la reina Afrodita en su templo —pensó en voz alta el hombre maiestano.
          —Es correcto —respondió ella observándole a los ojos. Su mirada seguí cautivando a Zarkos—. Él es también conocido como aquel que desató la furia de los dioses olímpicos. El antiguo príncipe humano del reino caído de Ilión.
          —¿Ilión? Aquel reino fue destruido hace más de dos milenios, es imposible que haya sobrevivido por tanto tiempo siendo tan humano como tú y yo —intervino Aurora. Recordaba su apariencia, para nada evocaba haber vivido miles de años.
          —El reino cayó, pero aún existen sobrevivientes de aquella cruel guerra. Desde Ifigenia hasta Aquiles, de Pentesilea a Paris —solo había escuchado nombrar aquellos nombres, pero estaba segura de que eran muchos más—. Todos ellos fueron escogidos por los dioses para vivir para siempre.
          —Me sigue pareciendo imposible de creer —comentó al respecto Aurora.
          —Pensaba que todos en Maiestas estaban al tanto de la situación. Parece ser que me equivoqué —llevó su mano a su barbilla y pensó. Cerró los ojos para hallar pronto una conclusión—. Tal parece que solo vuestros superiores lo saben. Creo estar segura de ello.
          —¿Cómo puedes aseverarlo? —Cuestionó Zarkos. Observaba a Lewka con cierto deseo, pero a la vez le intrigaba por qué ella lideraba a las Sacerdotisas del Cuerpo.
          —Pentesilea solo ha logrado ser herida por una Pléyade, según los rumores que llegan hasta mí. Después de ella, nadie más ha conseguido hacerle siquiera un rasguño. Es casi imposible derrocar a la tirana Afrodita sin pasar antes por sus leales peones.
          —La líder Akubesu Amber —dijeron entonces sorprendidos los dos maiestanos, a una sola voz por coincidencia.
          —Se llame como se llame, es una leyenda entre nosotras —sus ojos lucían brillosos y llenos de emoción y alegría. Para Zarkos era extraño que Akubesu generase esa sensación en la gente—. Es la única que ha podido herir a la cruel líder de las amazonas, ella es quien nos da la esperanza de poder vencer en algún momento a la diosa Afrodita.
          —Si Akubesu es vuestra esperanza, desistan. Ella las asesinaría si tuviese la posibilidad.
 

          Si bien los rostros de las Sacerdotisas en ningún momento mostraron tanta alegría por el hecho de confiar en una Pléyade, se veían deprimidas con solo oír que las únicas esperanzas que ellas albergaban aún habían desaparecido gracias a las palabras de Zarkos. Algunas de ellas no se contenían incluso en llorar, secándose los ojos con las telas de sus capas guinda. La mujer maiestana las veía y notaba la impotencia gobernar en sus rostros. Era un mundo donde el cosmos era parte del orden mundial, sin él no significaban nada para nadie. Su percepción era clara: la mayoría de quienes allí se hallaban reunidas poseía uno considerable, el mayor correspondía a la misma Lewka y ni siquiera podía comparársele ni un poco al de la temida Pentesilea. Tampoco superaba al poder de Aurora, quien ya era considerada un tanto débil entre los actuales siete sublíderes.
 

          —Entonces necesitamos de vuestra ayuda —dijo de pronto Lewka—. Si no podemos contar con ella, espero que ustedes puedan brindarnos su apoyo. 
          —No podemos —aunque Aurora creía que eran intenciones correctas, sus deberes con Maiestas eran primero—. Nos marcharemos de Helenia cuanto antes, y nuestros líderes se opondrían a ello.
          —Toda nuestra vida hemos vivido bajo los crueles tratos de la reina, por favor —suplicó con lágrimas la líder de las Sacerdotisas—. Siquiera considérenlo. Por favor.
          —No somos quiénes para hablar, Lewka —comentó Zarkos.
          —O traigan a mi hermana, ella nos ayudará a combatir con Pentesilea —exclamó con desesperación. Los maiestanos trataron de no mirarle directo—. ¡Estoy segura de que Erithra volverá y nos salvará!
          —No… —Zarkos intentó hablar, pero se dio cuenta de que no debía hacerlo.
          —Tras esta parada nos dirigiremos rumbo al norte, Lewka. Tu hermana se encuentra en algún lugar del sur —Aurora no mentía. Su cuerpo se hallaba en tierras de Atmetis según lo que sabía de boca de Haematya. Cruel hubiera sido decirle que estaba muerta—. Nuestros caminos tardarán un buen tiempo en cruzarse.
 

          Tardó un tiempo en reaccionar la líder de las Sacerdotisas del Cuerpo. Había reflexionado una veintena de veces qué era lo que debía hacer a partir de su negativa. Sus esfuerzos podían haber sido en vano, pero confiaba aun en las personas. Aquellos maiestanos no parecían ser crueles como las amazonas que gozaban haciéndoles sufrir a base de golpes. Quizás para su posición no era correcto ser objeto de lástima ajena, pero dar rienda suelta a sus viejas memorias era el único camino que le quedaba. Le estaba confiando parte de su pasado a extraños, era raro, pero necesario. A pesar de todos los contras que tenía con ello, Afrodita no merecía ser reina ni por un solo segundo más.
 

          —Sé que es mucho pedírselos, pero debo contárselos —Lewka se mostró suplicante ante los maiestanos. Los últimos años habían hecho mucha mella en su forma de ser—. Ustedes son nuestra única esperanza ahora de poder ser libres. Déjenme hablarles un poco de mi hermana.
          —Está bien, pero ello no garantiza que cambiemos nuestra posición al respecto —dijo Zarkos. Lo único que esperaba era que los minutos pasasen y la historia acabase sin siquiera empezar.
          —Todo ocurrió hace alrededor de trece años —tratando de limpiarse unas lagrimillas de sus ojos, Lewka comenzó a recordar en voz alta. Era doloroso para ella—. Ese fue el día en que decidimos que el reinado de Afrodita había sobrepasado los límites. Aquella tarde perdí de vista a mi amada hermana…
 


* * *

 

13:45 horas (Afr), 16 del Décimo Mes — Año 3002 E.O.

 

          Aquel día la mayor cantidad de meretrices acudió a la plaza principal de la capital helena. Casi nunca se llenaba la enorme explanada frente al templo de la diosa Afrodita, pero aquel día era especial porque habían sido capturadas aquellas que atentaban contra la paz impuesta por las amazonas. En aquel entonces solo se eran llamadas revolucionarias, mujeres que alzaban valientes sus puños con tal de que hubiese libertad para ellas. No todas deseaban ser prostitutas que complaciesen los deseos carnales de quienes pagasen por ellas, estaban impedidas de decidir qué hacer con sus vidas desde que cumplían la mayoría de edad a los dieciocho. Sin excepción durante siglos enteros las mujeres se habían visto forzadas a ello, pero conforme los tiempos transcurrieron aquellas comenzaron a hartarse y gestar en secreto planes para acabar con la tiranía de Afrodita y los suyos. Y cada vez que estas fallaban y las atrapaban, alguien era castigado con el exilio.
          El destino de Erithra había sido sellado aquel día, ella era quien se hallaba frente al público expectante. Solo veintiún años tenía aquella amenaza que habían desnudado, encadenado, y obligado a permanecer arrodillada frente a la diosa, con Paris a su derecha y Pentesilea a su izquierda. Su cuerpo ahora estaba lleno de numerosas heridas, y solo era un milagro el que no hubiese muerto a causa de estas. Lewka notaba en el rostro de su hermana mayor cómo había sufrido mucho, aunque no se quejaba para no darle el gusto a aquellos que disfrutaban viéndola toda adolorida. Erithra nunca doblegaría su voluntad ante una deidad que solo abusase de quienes gobernaba y quienes creían en ella. Peleaba por justicia, por buscar un mundo en el que Helenia pudiese ser libre, pero había infravalorado el poder de las amazonas. Pentesilea reía cuando pisaba la cabeza de Erithra, obligándola a besar los suelos. Era una humillación que solo podía disfrutar aquella sádica invencible.
 

          —Vamos, maldita —dijo ella. Usaba gran parte de su fuerza para pisotearla—. Apela a la bondad de nuestra diosa, la misericordiosa y bella Afrodita —no consiguiéndolo usó más fuerza hasta romperle la frente y hacerle brotar sangre—. Solo gracias a su dulce voluntad existes hoy.
          —Detente Pentesilea —solo con la mirada detuvo las agresiones de la amazona. Aunque en su rostro se notaba su naturaleza burlona y cobarde—. Nada que ella pueda intentar le será de ayuda, su destino ha sido decidido. Será exiliada.
          —¿Estás seguro Paris? Solo mírala, nos puede servir de mejor entretenimiento que las otras —dijo observando delante suyo.
 

          En aquel entonces Lewka solo contaba con once años, era una niña que solo quería saber qué le estaban haciendo a su hermana mayor. Sabía que ella se hallaba tras la inmensa multitud, que era ella por los gritos temerosos de muchas helenas que ella conocía. No debía verla en su estado actual, malherida y grave, pero tenía un miedo irracional a perderla. Se abrió paso entre la multitud dándose prisa, esquivando a las personas e incluso gateando entre sus piernas. Todo era válido si es que tenía que ver a su quería hermana mayor, la única que la había cuidado desde que su madre falleció a la hora de darle a luz. No sabía cómo llegó tan pronto a la primera línea de espectadoras, pero ahí estaba. Frente a su hermana, a sus torturadores y a otros diez cadáveres sanguinolentos que alguna vez habían sido amigas de Erithra. Ella lloraba de impotencia, quería correr y abrazarla, pero su brazo era fuertemente sujetado por una mano.
 

          —Esto no lo hubiera querido tu hermana —le dijo esa persona entre murmullos. Era Tatyana, quizás la única de las amigas de Erithra que había sobrevivido. Se veía muchos años menor, era normal haberla pasado por alto.
          —Pe-pero están haciéndole daño —reclamaba la niña entre lágrimas que no ocultaba.
          —Lo sé. No podemos hacer nada al respecto, Lewka —le agarró aún más fuerte de su brazo. Era una chica débil, pero trataba de hacer su mejor esfuerzo—. Si vamos allá solo conseguiremos que nos maten, Erithra jamás hubiese querido ello.
          —Sí, pero… —quiso replicar, pero Tatyana se le adelantó.
          —Mis amigas también están allí delante. No quería que mueran, aún teníamos muchas cosas qué hacer juntas —se limpió las lágrimas. Hizo un gesto para que Lewka hiciese lo mismo—. El cruel reinado de la tirana Afrodita debe acabar.
 

          La niña había escuchado esas palabras tantas veces siendo pronunciada por aquellas que ahora estaban inertes frente suya. Las habían masacrado, sus vientres estaban casi abiertos y manchados por la sangre ya seca. Innumerables moretones narraban lo que habían vivido antes de que perdieran su consciencia para siempre. Sus rostros ya desfigurados poco recordaban a las que Lewka había conocido de siempre. Ellas que siempre habían sido gentiles con la hermana de su amiga Erithra ahora estaban pudriéndose frente a una gran multitud helena. Aún después de su muerte, sus cuerpos habían sido humillados al ser puestos desnudos con todo el mundo mirándolas. Aquel era el último recuerdo de esas muchachas que la gobernante de Helenia le regalaba al pueblo. Era un mensaje claro de la diosa.

          —Si crees que me rendiré ante ti, ni lo sueñes —Erithra escupió su sangre cerca de los pies de la diosa Afrodita—. Eres una vil existencia, no mereces ser reina de Helenia.
          —Dime entonces, ¿quién más merece ser reina de Helenia? —Preguntó la deidad acercándose a la prisionera—. ¿Tú? Conoce tu lugar, humana. Respóndeme. No ves a nadie aparte mío, ¿no? Eso es porque soy la única capaz de ser la reina de las helenas.
          —Te tienes bien creído tu engaño —Pentesilea acometió de nuevo dándole otra patada como si se tratase de un vulgar animal. Aun así, la hermana de Lewka no cedió—. Solo eres un ser repulsivo y sucio.
          —Cariño, soy la más bella de entre todas las existencias de Etherias, es natural que sientas envidia de mí —Afrodita detuvo a su súbdita. Se agachó a la altura de Erithra y levantó su cabeza para contemplar su magullado rostro—. Pobrecita, ni un sucio insecto se ve tan asqueroso como tú. Deberíamos acabar con tu agonía pronto, pero no.
          —Es una lástima que tus compañeras hallan muerto, no pensé que no aguantarían unos cuantos golpecitos —Pentesilea mentía, las habían asesinado sin compasión alguna. Nunca habían deseado que ellas sobreviviesen—. Es una lástima, pero no morirás por ahora. Serás una linda prisionera y serás exiliada a Maiestas. Hermes espera ansioso por ti.
 

          Las amazonas se hicieron presentes en aquel momento. Guiadas por su sádica líder ellas comenzaron a gestar el caos en una de las esquinas de la plaza, lejos de donde se hallaban la diosa y Paris. Las mujeres guerreras habían traído consigo una enorme jaula vacía, estaba sobre un carro tirado por cuatro caballos. Una de las súbditas de Pentesilea abrió la puerta de la prisión de barrotes, las demás comenzaron a llenar la jaula con cualquiera de las presentes que fuese joven y de cuerpo desarrollado. No debían herirlas tanto, pues eran valiosas mercancías. Solo recurrían a asfixiarlas levantándolas en el aire y haciendo que perdiesen la consciencia. Aunque las tiraban como sacos de basura dentro de la jaula móvil, les resultaba divertido. Habían negociado con Maiestas el enviarle prostitutas, y eso harían. Las helenas eran bien cotizadas en dominios de Hermes, nunca perdería dicha oportunidad. Y Erithra no escaparía del mismo destino.
 

          —Antes tienes algo que devolverme —aunque la rebelde Erithra se movía como si fuese un perro rabioso, Afrodita no temía. Su cosmos divino era tan intenso que apaciguaba a la fiera—. Has sido una desagradecida, no mereces tener mi bendición. Vuelve a ser el repugnante ser que siempre deberías haber sido.
 

          La deidad regente de Helenia colocó su mano sobre el rostro herido de Erithra y usó sus poderes en la rebelde. Ella sentía un fuerte dolor en la cara, e incluso una intensa quemadura producto de estar siendo expuesta al divino cosmos de Afrodita. Cualquier rastro de belleza había desaparecido del cuerpo de Erithra, donde una vez hubo piel lozana ahora había arrugas que comenzaban a ser más notorias. Sus cabellos negros ahora comenzaban a decolorarse y sus carnes habían perdido el tono rosáceo, viéndose de un color más pálido y enfermizo. La única rebelde se quejaba a gritos, aunque su voluntad nunca decayó. Le causaba mucha impotencia a Lewka observar cómo aun no les había parecido suficiente la tortura a su hermana mayor. El cuerpo de Erithra parecía haber envejecido una década entera o más. Su apariencia había cambiado, pero seguía siendo su querida única familia.
 

          —Listo —dijo de pronto Afrodita, colocándose de pie y perdiéndose en la inmensidad de su templo—. Pentesilea, Paris, encárguense de que aborden los navíos. Deben llegar a Maiestas lo antes posible.
          —Así cumpliremos diosa de nuestra devoción —los dos súbditos hincaron la rodilla ante la deidad olímpica.
 

          Pentesilea disfrutó arrastrando por los suelos a la rebelde. Tiraba de sus cabellos y se abría paso entre las multitudes que observaban maravilladas —aunque por dentro temían ser las siguientes en ser tratadas así—. Tatyana y Lewka se movilizaron entre el gentío para poder seguir teniendo a Erithra dentro de su campo de visión. La mayor intentaba que la niña no hiciese ninguna tontería por ello le seguía muy de cerca. Llegaron a primera fila en el momento justo en que la líder de las amazonas soltaba en la jaula a la hermana de Lewka, la niña lloró entonces. Cualquiera hubiera pensado que ella correría, pero nunca lo intentó. Cuando Erithra pudo recuperar sus fuerzas trató de levantarse y ver a quienes vitoreaban ante las crueles actitudes del gobierno heleno. Las odiaba. Ese hubiese sido su único sentir de no ser porque allí estaba su bella hermanita, llorándole. Le sonrió solo a ella, tratando de que fuese fuerte. Había fallado en su intento de hacer que Helenia fuese libre, Lewka sufriría más aquella derrota que ella misma.
 

          —Tatyana, derroquemos a Afrodita —murmuró triste la niña mientras observaba como su hermana se alejaba más de ella—. Reivindiquemos a Erithra. Libremos del yugo a Helenia.

 

 

 

* * *

 

00:15 horas (Afr), 02 del Quinto Mes — Año 3015 E.O.

 

          —No esperaba que Erithra hubiese sufrido así —dijo Aurora sintiendo pena por la historia narrada por Lewka—. Ustedes han sufrido demasiado en los últimos años, lo lamento mucho. Aun así, no considero que podamos serles de ayuda.
          —Por favor, reconsidéralo maiestana —protestó la líder de las Sacerdotisas—. Te lo imploro, lucha con nosotras.
          —Ya se los dijo Aurora, no podemos luchar vuestra pelea —sentenció el súbdito de Hermes. Observaba desilusión en el rostro de Lewka. Tomo aire haciendo una pausa—. Por ahora.
          —Zarkos, ¿qué diantres estás diciendo? —Cuestionó la segunda al mando del Batallón Naranja—. Recuerda nuestra posición, maldición.
          —Nunca lo he olvidado, Aurora. Por ahora no podemos declararle la guerra a Afrodita, pues hemos llegado hasta aquí para tener una tregua con ella —su rostro se había mantenido serio, pero pronto sacó a relucir una sonrisa maliciosa—. Por ahora. Cuando haya caído Asteria la paz acabará y estoy seguro de que Su Majestad nos ordenará exterminar toda hueste de Helenia. Esa será vuestra única oportunidad.
          —Espérate un momento Zarkos, ¿eres consciente de lo que sale de tu boca? —Aurora se había quedado paralizada. Era un insensato por decir aquello, pero ella tampoco era una insensible. Solo le quedó rendirse en sus intentos de objetar.
          —¿Lo-lo dices en serio maiestano? —Las mujeres acompañantes de Lewka preguntaron con temor. Sus ojos gritaban que ansiaban ver llegar ese glorioso día.
          —Vamos, no agobien al extranjero —decía Lewka en afán de apaciguar a sus compañeras del sufrimiento, pero ella tampoco podía ocultar que estaba emocionada. Unas pequeñas lagrimillas de felicidad se escapaban de sus ojos
          —Claro, completamente en serio —rio él. Siendo siempre confiado un desconocido no sabría definir cuándo Zarkos hablaba en serio y cuando no—. Les doy mi palabra de que acabaremos con Afrodita.
          —Confiaremos en ti, maiestano —con sus palabras trataba de mostrarse distante, pero no podía conseguirlo ahora que tenían una promesa entre manos.
 

          Los labios de Lewka esbozaban una sonrisa como nunca había lucido su rostro desde que su hermana había sido exiliada de los territorios helenas. Algo en su interior comenzó a hacer palpitar más seguido el corazón de la líder de las Sacerdotisas. Solo en su cabeza rondó la idea de que Zarkos fuese alguien atractivo ante sus ojos. Quizás hasta ese momento podría haber desagradado a cualquiera que supiese que su única motivación allí fuese el conseguir la llave a los secretos del cuerpo de Lewka, pero a ella ya no le importaba en lo absoluto. Ahora aquel maiestano se presentaba ante sí como una de sus pocas esperanzas existentes, como el salvador que le tendería la mano y la sacaría de aquel infierno. Confiaba en él, en que en algún día conseguiría cumplir su palabra. Era una promesa. Pronto ellas serían libres.
          Notó como una de sus compañeras volvía de hacer sus rondas de vigilia nocturnas en las zonas inhóspitas de la capital, con la capa un poco mojada pues había comenzado a caer una intensa lluvia sobre la ciudad del pecado. Se acercó a su lideresa y le habló al oído. Supo entonces que un par de sus informantes habían sido contratadas por el antiguo príncipe Paris para complacerle y que las horas habían transcurrido hasta haberse acabado el día primero del mes. Siendo considerada pensó en que lo ideal sería llevarlos a ambos guerreros a descansar, habían tenido un largo viaje. Y pronto volverían a recorrer senderos para conquistar tierras norteñas, era lo menos que podía hacer. Lewka agradeció la labor de la Sacerdotisa vigía de aquella noche y pidió a otra que continuase con el trabajo.
 

          —Síganme por favor maiestanos, deben estar cansados —dijo Lewka de pronto.
          —Descuida, Lewka —trató de excusarse Aurora—. Como guerreros debemos ser capaces de sobrellevar el agotamiento. No es necesario que te molestes.
          —No comprendes, ¿cierto? —cuestionó una de las Sacerdotisas que se hallaba más cerca de su líder—. Es un problema que ustedes no estén perdidos e inubicables en territorio heleno. Las amazonas son astutas, sospecharán.
          —También es cierto —reafirmó la hermana de Erithra. Aunque ella no había ocultado sus principales motivos—. Necesito que me acompañen, los encaminaré a la calle principal de Venus. Descansen mientras llega el amanecer, luego váyanse.
          —Está bien, pero no te olvides de lo que debes —No esperaba nada. Zarkos solo había lanzado un comentario al aire.
          —No —se detuvo Lewka. Llevó su mano al pecho pensando que así se tranquilizaría su palpitar. No lo consiguió—. Cumpliré mi palabra contigo, maiestano.
          —¡Pero! Líder, ¿qué se supone que está haciendo? —Reclamó otra de sus compañeras.
          —Tranquila Débrah. Es mi deber ser consecuente con lo que digo. Si no lo fuese, ¿ustedes me seguirían a una revolución? La respuesta es no. Tampoco sería mucho mejor que Afrodita, solo sería un despojo sin valor alguno.
          —Es cierto, ninguna de nosotras hubiera pensado en sublevarnos de no ser porque confiamos en la honestidad de sus palabras y la firmeza de su voluntad —su rostro se había ruborizado por halagar a su líder. Estaba algo avergonzada—. Suya y de vuestra hermana Erithra.
          —Débrah, hazme un favor —los ojos de Lewka permanecieron fijos sobre Aurora—. ¿Podrías ser tú quien acompañe a la maiestana por esta noche? Necesitamos encubrir sus pasos también.
          —¿Segura de ello, líder? —Preguntó la Sacerdotisa. Observó a las demás mujeres y a sí misma. Entendió entonces porqué la había escogido—. Está bien Lewka, cumpliré con tus órdenes.
          —Que no son órdenes, Débrah. Puedes negarte si quieres… —replicó ella en vano.
 

          No tardó demasiado en levantarse de su asiento, Lewka hizo un llamado a algunas de sus compañeras para ayudarles a mover la pesada silla hecha de escombros que encontraron regados en la parte intransitada de la ciudad. El muro detrás del trono de piedra tenía colgada una cortina guinda, algo sucia y ya un tanto descolorida, que, al liberar el paso, las Sacerdotisas pudieron correr. Un sendero circular se hallaba detrás de las telas rojizas, siendo esta la continuación de las alcantarillas que recorrían gran parte del sector más viejo de la ciudad helena. Los maiestanos y las dos Sacerdotisas se adentraron en la oscuridad del obsoleto acueducto, siguiendo el camino recto. A su detrás oían cómo las mujeres que permanecían en la guarida sellaban la ruta al devolver a su sitio el asiento de la líder Lewka.
 

          —Por favor, quítense vuestras armaduras —advirtió la líder de las Sacerdotisas—. El camino más adelante se volverá más estrecho y no podrán pasar.
          —Si lo pensaban, no. No les traicionaremos, maiestanos —añadió Débrah mientras guiaba el sendero usando una pequeña lamparilla de mano. Su luz nunca se apagaba por una magia que ellas desconocían—. Se han ganado nuestra gratitud.
 

          Por minutos enteros Aurora permaneció observando a la acompañante de Lewka, aunque no sabía por qué tenía tanto interés en conocerla. Ella era una muchacha joven, aparentaba unos considerables veintitrés años. Llevaba el cabello corto, alborotado. Usaba las mismas prendas que su líder, pero, incluso con la capa puesta, la maiestana notó que el pecho de Débrah no era tan prominente como el de otras helenas que había podido observar en las últimas horas de su vida. De altura no se veía mal, era ligeramente más alta que ella y que Lewka. Sus ojos, alumbrados a la luz de la lámpara, le decían que poseía una gentileza envidiable. Sus labios no eran tan carnosos, y su nariz y mandíbula se notaban un poco más toscos con respecto al estándar heleno. Aun así, Aurora la miraba con desconcertante fascinación. Le incomodaba pasar la noche con una mujer, pero, si era Débrah con quien debía, podía dejarlo pasar.
 

          —Más allá de estas escaleras está nuestro establecimiento —dijo la hermana de Erithra apenas llegaron al final del camino—. La dueña del local es vieja amiga de Erithra y nos reserva las habitaciones por si la situación lo ameritaba. Ahí pasaremos la noche.
          —Puede resultarte incómodo para ti, maiestana, pero intenta actuar —pidió Débrah sosteniéndole la mano. Un ligero escalofrío recorrió el cuerpo de Aurora—. No es tan extraño que una extranjera venga a nuestra capital en búsqueda de algo, aunque nosotras mismas seamos solo mujeres. Entiendes lo que trato de decirte, ¿no? Solo será una única noche.
 

          Aurora asintió temerosa con la cabeza. Se había quedado sin habla con solo sentir su suave mano tomar las suyas. Débrah dejó la fuente de iluminación apoyado en el suelo, esperando el ademán de su líder. A pies del par de escaleras, tanto Lewka como su compañera Sacerdotisa se quitaron las capas guinda de encima.
          Eran sus preciosas prendas, distintivos de su cargo como representantes de aquellas despreciadas por el sistema impuesto por la obscena tirana de Helenia y sus peones. Sus actividades debían ser desconocidas para las amazonas que regían el orden de la ciudad capital, y su ropa símbolo debía ser oculta para no generar sospechas entre las viles guerreras despiadadas al orden de Pentesilea. Lewka ya había decidido acompañar a Zarkos, con quién aún tenía una deuda pendiente. Aunque no lo parecía desde el suelo, las escaleras de madera eran más largas de lo que había imaginado en principio. Zarkos permaneció trepando la escalera observando y deleitándose con la baja anatomía posterior de la hermana de Erithra, pues esta iba encima suyo para abrir el sendero oculto que solo las Sacerdotisas conocían.
          Habiendo subido al menos unos cinco metros de escaleras de mano, Lewka se detuvo por un momento y, con cierta incomodidad, introdujo sus uñas en un pequeño filo por el cual se filtraba una tenue lucecilla amarillenta. Usó su fuerza hasta hacer más grande la pequeña brecha, hasta que sus dedos pudiesen ser capaces de entrar. Teniendo toda su mano como ayuda pronto pudo correr lo que parecía ser una puertecilla en el suelo. La hermana de Erithra se adelantó y subió las escaleras, moviendo presurosa sus caderas hasta perderse en la cima. Zarkos le siguió de cerca y observó cómo ella le tendía la mano poco antes de que él llegase al final de las escaleras. El maiestano se alegró, pero no aceptó su mano y subió por su propio esfuerzo.
          Lo que le esperaba al maiestano una habitación color ladrillo, donde en cada rincón estaban ubicadas un par de velas aromáticas que evocaban el dulzor de las manzanas. Lewka tuvo que colocarse de cuclillas para cerrar nuevamente la escotilla. El piso era de un diseño similar en toda su extensión, pasando desapercibida su existencia como una vía de acceso. La hermosa mujer se sentó sobre la cama y se recostó con pereza y cansancio, había sido una noche agitada para ambos. Zarkos le acompañó y se sentó a su costado, tirando su espalda contra el nada nuevo colchón de la habitación. Observó el techo, blanco. Era una sensación diferente a cuando debía dormir a la intemperie y podía contemplar las bellas estrellas que adornaban el oscuro firmamento de medianoche. Sus pensamientos por fin pudieron despejarse y recordó que no era el único allí en Venus, sus compañeros y superiores aún se hallaban en esos territorios. Decidió que era buena idea pensar en voz alta.  
 

          —A estas horas nuestro líder Dabaran ya debe haber concretado la tregua entre los dos reinos —decía Zarkos algo esperanzado. Buscaba alguna grieta en el techo, alguna imperfección—. Quizás si al señor Dabaran Lorange le explicamos vuestra situación, él…
          —Ese tal Dabaran se quedó a solas con la reina Afrodita, ¿cierto? —Preguntó ella, temerosa de la respuesta. Ansiaba oír un no, tomó la mano de Zarkos mientras esperaba su respuesta.
          —Así es. Le dijeron que debía firmar algo así como unos Tratados de no sé qué y nos escoltaron fuera del templo de la diosa —comentó él algo fastidiado. Se rascaba su despeinada cabeza con la otra mano—. No entiendo por qué la tal Pentesilea nos obligó a abandonar el templo. Eso fue descortés de su parte.
          —¿Tratados? —Ella quería creer que había escuchado mal. Su delicado corazón se agitó un poco—. Maldita sea.
          —¿Qué problema existe, mi bella Lewka? —Preguntó el maiestano, aun alegre por la noche que esperaba ser vivida—. Nosotros ganamos, ahora seremos capaces de derrotar a Asteria.
          —Escúchame Zarkos, por vuestro bien les advertiré. No confíen en Dabaran a partir de ahora, su lealtad a Hermes ya no existe. Ahora Afrodita es quien controla su voluntad. Ustedes son quienes han perdido. 
 

          Cualquier pensamiento de que ella le estuviese mintiendo fue disipado en cuanto se colocó sobre él, y le observó con ojos llorosos. La mujer se mantuvo sobre él por un rato, la distancia entre sus miradas se acortó bastante hasta que sus labios chocaron con los del hombre extranjero. Un sentido intercambio de saliva le dijo a Zarkos que ella no tenía motivo por el cual engañarle, el maiestano lo comprendió a la perfección solo con los actos de ella. Apenas iban transcurriendo las primeras horas del día, pero los planes de Zarkos en Helenia aún no se habían cumplido. Aún Lewka tenía deudas pendientes con él por haber escuchado atento su larga historia, suya y de su hermana.
          Cuando amaneció, la mujer fue la primera en despertar. Usó las sábanas para cubrir su desnudez mientras le daba toques en el brazo a Zarkos para que recobrara la consciencia. Debía volver con los suyos pronto, partir rumbo a Asteria. No sabía si le volvería a ver con vida así que, como todos sus intentos pasados habían fracasado, intentó despertarlo con un último beso. Esperaba que eso le sirviese de amuleto en los campos de batalla. Era ingenua.


Si deseas leer un fanfic, puedes echarle un vistazo a mi historia, se agradecería:

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                              "Los Reinos de Etherias"      Ya disponible hasta el Cap. 34

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#93 El Gato Fenix

El Gato Fenix

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Publicado 23 abril 2022 - 13:14

buenísimo toda la trama del reino de Afrodita, muy bien relatado el lugar, las costumbres

pero que pasa con tu fic Sagen? esto está parado desde septiembre del año pasado, tenés que seguir

espero ver como continua todo este multifacético Etherias, nos vemos por ahí y seguí escribiendo


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