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Juicio Divino: La última Guerra Santa


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#481 Miss_lonely_star

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Publicado 28 August 2024 - 12:07 pm

Tengo que leerlo de nuevo porque me parece que sólo leí unos 100 capítulos y por lo visto ya está muy avanzado, pero recuerdo que había una amazona de oro que se convierte en la "papisa" del Santuario (o algo por el estilo) y que decían que ella tenía la culpa de todo, aunque yo no lo veía así; también había un villano (que no era el único obviamente) que yo creo que era Caronte, pero el tema es que tengo muy pocos recuerdos, por lo que debo leerlo de nuevo. De lo que sí me acuerdo es del destino de Jabu, pobrecito, no tiene suerte, aunque me tengo que reír de mí misma por pensar así, porque yo le hice algo terrible a este personaje en alguna historia por ahí, pero eso no viene a cuento; también me acuerdo de que en este fanfic sallió una mujer que yo pensé que era Pandora, pero no, no era ella, me la recordaba mucho, lo que pasa es que se me olvidó su nombre, pero no era ella. Y Makoto era una caballero, eso sí lo recuerdo bastante, algo desmañado tal vez, pero simpático. Bueno, a lo mejor a estas alturas ya esté muerto, yo qué sé, pero ya no puedo decir más porque tengo muchas lagunas, así que cuando lo lea otra vez (e íntegro), podré hacer comentarios más precisos y de varias cosas que ya se me olvidaron. También tengo un pequeño recuerdo de que Atenea se fue de la historia, me habría gustado que volviera, pero quién sabe, en algún fanfic que yo leí hace años ella se moría y yo me hice mucha confusión con eso, porque los dioses son inmortales, pero yo a lo largo de años pensé que no y los mataba como si nada en mis historias, ahora eso yo creo que lo tengo que cambiar, pero no sé cuándo.

 

Felicitaciones por tu fanfiction, en cuanto lo lea completico dejaré algunas observaciones más minuciosas (o al menos lo voy a intentar).



#482 Rexomega

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Publicado 29 August 2024 - 10:09 am

Saludos

 

Miss_lonely_star

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***

 

Capítulo 207. Madre de héroes

 

Tetis nunca había sido herida de muerte. Detuvo la rebelión contra Zeus acudiendo a fuerzas tan superiores a las de ella que cualquier comparación sería un insulto. Durante el diluvio universal, la invasión atlante de Eurasia y la posterior reconquista de los santos de Atenea, desobedeció a Poseidón. También en las campañas personales de Damon, llamada Guerra de la Magia, y Eolo, conocida sin mucho acierto como cuarta guerra atlante por la participación de Céneo de Forcis, general del océano Austral, ni siquiera se molestó en dar excusas. En cuanto a la quinta, se decidió a luchar cuando ya era tarde, de modo que solo a sus padres confesó haber sido testigo de cómo el Sustento Principal, protegido por el cosmos divino, caía frente a hombres mortales.

Talasa no era una diosa que luchara. Por ella, un millón de millones de mundos albergaron vida, incluida la Tierra. No obstante, eran otros los que la defendían. Incluso durante la Guerra de los Demonios, fue Poseidón quien venció al Rey Demonio, delegando Talasa el trabajo de restaurar el mundo destruido por el Gran Impacto.

Así que cuando un dios le arrancó el corazón, de verdad pensó que iba a morirse.

—Ah, vaya, no funciona. —El corazón de la nereida latía, rechazando la presión de los metálicos dedos de Hefesto—. Por supuesto, siempre hay que pedir permiso.

La miró como si esperase que ella lo entendiera todo, pero la hija de Nereo solo pudo gritar, dominada por un dolor inenarrable, mientras icor, hueso, carne y piel se restauraban en un proceso de regeneración lento e inmisericorde. Hefesto se quedó mirando, expectante, acaso esperando que la nereida cayese de rodillas. No le dio el gusto: clavó los dedos en la piedra para mantenerse firme, endureció el semblante para que ni una sola lágrima le cayera por los ojos, rojos de furia y resentimiento.

—No imaginé… que el hijo de Zeus… fuese una criatura… tan enferma… —Tetis solo se atrevió a hablar cuando el hueco en su pecho se hubo cerrado, con un segundo corazón latiendo al mismo son que el primero. Le costaba mucho, como si llevase corriendo toda la eternidad sin descansar ni un solo segundo—. ¿Es que no es suficiente yacer conmigo, herrero de los dioses? ¿Humillar y mutilar a una diosa te entusiasma?

—Me parece que la palabra es excitar —replicó Hefesto—. Y no, nada me resulta más desagradable que una hermosa mujer afeada por la guerra y la muerte.

—Estupendo —gruñó Tetis, odiándose por el vulgar exabrupto y por la satisfacción que le supuso ser considerada hermosa. Estaba a punto de sobrepasar la línea que separaba el orgullo personal de la servil relación entre un perro y su amo. ¿Sería a causa de que le hubiesen arrebatado el corazón?—. Lo demuestras muy bien. —El dolor se volvió tolerable, siéndole posible erguirse y ser todo lo digna que podía, habida cuenta de que carecía de prenda alguna y seguía estando cubierta de sangre—. ¿Y ahora?

Antes de responder, Hefesto soltó el corazón de la nereida sobre el centro de la mesa. Allí, a un metro de distancia, siguió levitando y llenando la caverna con latidos propios de un gigante. El suelo empezó a temblar, arrojando columnas de fuego que lamían el techo y engrandecían la de por sí abundante neblina, que como un remolino empezó a concentrarse alrededor de la mesa en que dos dioses tendrían que estar finalizando un acuerdo. Pronto fue imposible, aún para Tetis, ver más allá de la niebla, tal vez por poseer esta una naturaleza divina, tal vez por lo debilitaba que estaba.

—Los cuerpos inmortales de los gigantes descansan aquí —advirtió Hefesto—, así que los aprovecho para mantener lejos a los incautos. Yo lo aprovecho todo.

—Di lo que tengas que decir, herrero de los dioses —pidió Tetis, cortante.

—Solo si me respondes una pregunta —dijo Hefesto—: ¿De verdad creíste que te obligaría a yacer conmigo a cambio de mi trabajo?

—¿Vas a decirme que una sola noche con una diosa menor no se compara a poseer las armas más poderosas del universo? —cuestionó Tetis.

Debía ser una pregunta muy graciosa, porque Hefesto empezó a reír, mientras llevaba a la cabeza las mismas manos que había usado para examinarla. La nereida no estaba segura de qué esperaba encontrar tras el yelmo del hijo de Zeus y Hera: ¿un monstruo deforme, tan depravado como imaginaban los humanos? ¿La apostura de Apolo? ¿La eterna juventud de Hermes? ¿La madura robustez de Ares? No era nada de eso. Lo que había ocultado el yelmo de Hefesto, ahora colocado en la mesa de trabajo, sobre la perla de Tetis, no era un rostro humano, sino fuego. Llamas de diversos tonos marcando los rasgos del dios; si la luz pudiera volverse llamarada, sería el cabello que le caía a través del cráneo, semejante al hierro fundido. Igual de blanca era la barba, corta y cuidada, pasando a través de las mejillas y el mentón, que recordaban al magma del Etna.

—Voy a decirte que has pasado demasiado tiempo con los humanos —rio Hefesto, un sonido semejante al crepitar de las llamas—. Sí, en cuanto los aqueos vean a tu hijo armado como todo un ángel, empezarán a parlotear como dicen que solo hacen sus esposas. Dirán que te abriste de piernas ante mí para que tu hijo tuviera juguetes nuevos. Con suerte, jurarán que huiste en el último momento transformándote en alguna cosa creativa, sin ella, volveré a embarazar al suelo. —Como el tono no era modulado por ninguna cuerda vocal, todo sonaba igual, de modo que no hubo forma de prever el arranque de ira que impulsó a Hefesto a golpear la mesa, desintegrando una buena porción; medio escudo y la punta de la lanza quedaron sobre el vacío—. Me lo tomo con humor, son humanos, claro que nos atribuirán sus defectos para sentir que no están tan mal. Mas, ¿intentar violar a Atenea? Yo no hago esas cosas, nosotros no hacemos esas cosas. Jamás hemos raptado a una mujer mortal, ellas vienen a nosotros porque somos mejores que los pusilánimes de sus padres, esposos e hijos. Además —añadió, vehemente—, yo jamás causaría ningún daño a Atenea, por nada en el mundo.

—Te creo —dijo Tetis, sabedora del gran afecto que el dios del fuego sentía por la hija favorita de Zeus. Si no la quería como amante, al menos era indiscutible que la amaba en la misma medida que amaba a sus padres—. Si los humanos piensan eso, estarían en lo cierto, en parte —aclaró, retomando el hilo de la conversación—, porque yo, desde un principio, estaba dispuesta a entregarme a ti por el bien de mi hijo.

—Lo que yo decía: demasiado tiempo con humanos. Reinamos sobre toda la Creación. No solo este planeta, no solo este universo. ¿Por qué iban a girar nuestras voluntades en torno a acostarnos, o no, con una mujer?

—Los dioses somos caprichosos.

—Eso es lo que dice Atenea —asintió Hefesto—. Yo no lo soy. Trabajar es mi razón de ser y mi deseo. Lo hago con gusto.

—Eso no es lo mismo que gratis —dijo Tetis, cruzándose de brazos.

El dios del fuego cabeceó.

—Demasiado tiempo con los humanos. Tu cuerpo no es lo mejor que puedes darme, ni de cerca. Lo que quiero es tu dunamis.

De pronto, la presencia de la neblina tenía todo sentido del mundo. Si el Olimpo no había hecho nada mientras Tetis bañaba a un bebé mortal en el Estigio y trataba de apartarlo de sus deberes para con el rey Agammenón, mucho menos lo haría porque le pidiese al dios de la forja que forjase algo. Era ridículo, no había nada de malo en eso. Sí que lo había, en cambio, en una propuesta tan ortodoxa.

—Mi dunamis no te serviría de nada —advirtió Tetis—. En tus manos, se volvería nimbo, tal y como ocurriría si se lo cediese a un mortal.

Si los dioses pudieran acrecentar su fuerza a punta de tomar la de otros, hacía tiempo que se habrían exterminado los unos a los otros, porque solo así dejaría ser un hecho irrefutable que sin Zeus toda la Creación se vendría abajo. Los dioses no guerreaban, por mucho que ello le disgustase a Ares, de modo que esa opción no debía existir. Además, la sola idea iba en contra de aquello que volvía el dunamis un poder superior a todos los demás: no era mera energía, sino una fuerza que trascendía todos los planos de la existencia, sometiéndolos a una autoridad que era distinta según de qué dios se tratase. Tetis podía crear vida orgánica, Hefesto podía transmutar cualquier clase de materia en cualquier cosa. La perfección de una resultaba en la maravilla que era la Tierra, tan querida para Poseidón; la excelencia del otro tenía como consecuencia un trabajo que jamás podría darse de forma natural, con armas capaces de superar lo más destructivos fenómenos cósmicos y armaduras capaces de soportar el calor de las estrellas y la presión de los agujeros negros. Un sabio pensaría que eso carecía de importancia, que creación y cambio eran parte de lo mismo. Tetis, incluso si no conocía las palabras adecuadas para explicarlo, sentía que la diferencia lo era todo.

—¿Eso es todo lo que tienes que decir? —preguntó Hefesto, siendo la cabeza ladeada el único signo de su desconcierto—. Te estoy pidiendo tu dunamis. No se trata de una bendición, sino del sacrificio irreversible de tu condición de diosa.

—Así lo he entendido —dijo Tetis—. E insisto en que sería inútil.

—Eso es mi problema. ¿Me lo das, entonces?

—Si es por el bien de mi hijo, sí, te lo doy.

Mientras hablaba, la hija de Nereo recordó una parte de la conversación previa al momento en que el olímpico le arrancó el corazón. Este había hablado del orgullo desmedido del hombre al que no le interesa ser un dios, hasta que moría y como una sombra en el inframundo lamentaba su mortalidad. Tetis había supuesto que era un funesto vaticinio, pero en realidad era una prueba para ella.

—¿Qué prefieres? —preguntó Hefesto, presionando una vez más el corazón que latía sobre la mesa—. ¿El arma definitiva? ¿La armadura definitiva? ¿El escudo definitivo?

—Ya he respondido a esa pregunta —dijo Tetis, aún más extrañada.

Creía que había aprendido a mantener la compostura frente al dios de la forja. Incluso se había negado a crearse prenda alguna, no fuera que aquel creyese que se sentía avergonzada por la desnudez. Era una nereida, solía festejar con sus hermanas sin ningún vestido que le impidiera sentir el dulce tacto del aire y la calidez de las aguas, allá donde los hombres mortales no llegaban. Sin embargo, cuando Hefesto empezó a apretar el azulado corazón, lleno de icor, se arqueó sobre sí misma, gimiendo de dolor.

—¡Renuncia! —ordenó Hefesto.

Así lo hizo Tetis. Alzándose con gran dificultad, mientras el icor hervía con un calor que le derretía los huesos y quemaba la carne desde dentro, la hija de Nereo dijo:

—¡Renuncio a tu regalo, oh, Zeus, rey de los dioses! ¡Por el bien de mi hijo, Aquiles, abandono mi sitio entre los inmortales, para errar como una más entre los espíritus del mar que habitan este mundo! ¡Que sean las manos de Tetis, hija de Nereo y Doris, las que entierren a Talasa, lugarteniente de Poseidón en la Tierra! ¡Renuncio…!

Las palabras fueron acalladas por el sonido de un trueno, acaso de conformidad por parte del omnipresente Zeus. Acto seguido, una singularidad surgió sobre la palma de Hefesto, la misma clase de fenómeno que dio origen al universo. Un Big Bang genuino, del que la Exclamación de Atenea era una mera imitación, extinguió el corazón de Tetis bajo el fuego de la creación, capaz de reducir toda materia a la sopa primordial que precedía a las partículas subatómicas. La mano del dios del fuego se cerró con fuerza, negando el nacimiento de un nuevo universo al aplastar tiempo, espacio y materia. Destellos de luz azul se escurrieron entre los dedos de Hefesto, residuos del icor.

Tetis, alumbrada por tan hermosa luz, perdió el conocimiento.

 

***

 

Seguía desnuda al despertar, pero la neblina que los rodeaba se había compadecido de su repentina debilidad, cubriéndola como un fantasmal vestido que enmascaraba sus formas femeninas. Un poco tarde, porque el dios de la forja ya no le prestaba atención.

Allá donde había estado el divino corazón de Tetis, latía ahora un nuevo universo. El dunamis de Talasa, lleno del poder de la vida, era algo hermoso de ver.

—Hace trece mil millones de años que no veo algo así —admiró Hefesto, en absoluto molesto porque su voluntad de impedir el origen de interrumpir el Big Bang hubiese sido contradicha por el dunamis de una deidad menor—. Es muy difícil que un dios renuncie a serlo. Muy, muy difícil. Y yo era solo un niño, admirando el trabajo de Brontes, Arges, Esteropes y Cerauno. ¡He esperado tanto poder hacer lo mismo! Maldigo a Apolo por haberlos cegado antes de este día feliz.

Tetis no podía culpar a Hefesto por su embelesamiento. Ella misma estaba hechizada, comprendiendo que lo que flotaba sobre el guantelete era el infinito que alguna vez albergó en su corazón. Trascendiendo el tiempo y el espacio, la mente, el alma y la materia, como una realidad que era solo suya; el universo no era la única consecuencia del Big Bang, solo el más improbable de los resultados, si no mediaba la voluntad divina para darle estabilidad a semejante milagro. Por primera vez lloró sin pena, ni vergüenza, ya que era la alegría de tan divina visión lo que derribaba todas sus barreras. La divinidad era algo hermoso de contemplar, los humanos jamás podrían hacerse a la idea. En realidad, dudaba que los propios dioses lo comprendieran, acostumbrados a convivir con ella como se acostumbraban al éter en el encumbrado Olimpo.

Ver su dunamis liberado le dio otra clase de información más práctica, como un recuerdo. Las primeras armas sagradas no habían sido creadas de cero, sino que surgieron a partir de otra demasiado poderosa como para que un ser humano, así perteneciera a la Raza de Oro, la esgrimiese. La Vara del Génesis de Palas, la Lanza de Lugh de Egeón, el Inagotable de Galia, la Danza Eterna de Titán y el Sable Ragna de Helios, el dios que hacía las veces de líder de aquellos cuatro Espíritus Divinos, fueron en origen un arma conocida como la Eternidad, capaz de doblegar tiempo, espacio, energía, mente y alma. Era el arma más cercana al poder de los dioses que se había creado desde el inicio del reinado de los olímpicos, siendo los cíclopes mayores, hijos de Urano, los responsables de crearla a partir del más insólito de los regalos.

Al término de la Titanomaquia, Crono dispuso el fin del viejo universo, para que Zeus no tuviera nada sobre lo que reinar. Un acto fútil, pues los olímpicos dieron inicio a uno nuevo, enterrando al rey de los titanes bajo el peso de un universo en verdad infinito, donde cada posibilidad existía a la vez que las demás. Del fin del viejo orden ordenado por el rey de los titanes, en cualquier caso, surgió como su encarnación el hijo de Crono y Filira, Eón, el Séptimo, dios del tiempo humano. Lo que pudo ser el inicio de otra guerra, fue resuelto por la primogénita de Zeus, Atenea, quien se ganó el epíteto de diosa de la sabiduría al lograr la paz entre aquel nuevo hermano y los hijos de Rea. Eón pudo ser uno de los olímpicos en una época anterior a la guerra con Tifón y la posterior instauración del Consejo de los Doce, tal había sido el acuerdo que Atenea logró como mediadora. Sin embargo, el dios del tiempo humano cedió tal honor a la primogénita de Zeus, prefiriendo entregar su dunamis como gesto de paz que calmara los recelos de Hera y Poseidón. Y vaya que se calmaron el dios de los océanos y la reina de los cielos: ningún dios renunciaba a serlo, ni en el nuevo universo, ni en el viejo, ni en los incognoscibles tiempos de Urano, donde la idea de mortalidad ni siquiera existía. Eón realizó el máximo de los sacrificios, renunciando por igual al poder sobre la Creación y su naturaleza divina. Ninguno de los olímpicos olvidaría jamás ese gesto, otorgándole los entonces siete líderes de la Creación el honor de guardar el Portal del Tiempo, empleando un arma que los cíclopes crearían manipulando su dunamis.   

Eón fue la primera víctima de Tifón, cuya amenaza se extendía a través de todas las eras y mundos. La Eternidad, de hecho, estuvo en manos del dios de la destrucción hasta que Hermes, temeroso de la batalla que su padre libraría con aquel, se la robó. Después, Hefesto crearía con esa materia base las cinco primeras armas sagradas, mientras que Ares propondría a Zeus la creación de un ejército que hiciera frente a Tifón. Desde entonces, la Eternidad no había vuelto a existir, al menos no en este universo.

«Sin duda hay otros en los que Eón nunca dejó de ser un dios —reflexionó Tetis, asumiendo que Hefesto conocía la historia por observar alguna realidad alternativa—. ¿Y lo vio hace trece mil millones de años? Imposible.»

Hizo memoria. Como la hija de unos dioses mediadores, estuvo presente en diversos acontecimientos de importancia hasta adquirir el rol de diosa del mar. Entre ellos, estaba la renuncia de Eón, por supuesto, a la que asistieron los hijos de Crono y Rea junto a Atenea y Ares, el belicoso dios al que más adelante Hades entregó su trono en los cielos para centrarse en los asuntos de la vida y la muerte. Ni rastro de Hefesto. Ella no fue testigo de la creación de la Eternidad, no había necesidad de una mediadora allí, ni Zeus estaba interesado en que la creación de esa clase de armas trascendiera más allá de lo necesario. Por mucho que pensara, no podía recordar haber sabido nada de Hefesto hasta que participó en la rebelión de Hera y Poseidón contra Zeus, siendo los actos del dios de la forja el origen del mito humano en que dejaba a su madre atada a un trono.

«¿Por qué se puso en contra de su padre, si fue su madre la que le expulsó del Olimpo nada más nacer? —se preguntó Tetis, sabiendo que era esa la mejor forma de granjearse el aprecio de Leteo: hacerse preguntas, cuestionarse a sí misma, y recordar.»

Así vio a un chiquillo pelirrojo que siempre andaba con los cíclopes y que no dejaba de repetir lo increíble que fue ver el dunamis liberado. A Tetis le había parecido un mentiroso, pues el niño no tenía pinta de dios y un simple espíritu jamás sería invitado a un evento de tanta importancia. Ahora, en cambio, podía caer en la cuenta de unos cuantos detalles. La apariencia del muchacho era la del crío de un gigante, demasiado alto y musculoso para la edad que tenía, a despecho de una cara redondeada y de eterna felicidad. Era un incordio, de la cabeza a los pies, hablaba y hablaba sin parar, a pesar de lo cual Atenea lo escuchaba con atención, incluso si veía el resto del Olimpo con un bien disimulado aburrimiento; carecía del respeto por la jerarquía, tratando con cotidianidad a dioses de la talla de Poseidón y Hades mientras Zeus le sonreía, cómplice; destrozaba todo lo que tocaba con sus grandes manos, ganándose un simple alzamiento de cejas por parte de Hera, quien a cualquier otro patearía montaña abajo.

 —Tu madre nunca te expulsó del Olimpo —dijo Tetis, con asombro—. Creciste con tus padres, al igual que Ares, Eris, Ilitia y Hebe.

Y desde entonces, en la feliz temprana infancia de un dios, había querido ser un herrero tan bueno como los cíclopes mayores. Entonces sus héroes, después sus compañeros de trabajo, cegados por Apolo como represalia por la muerte de Asclepio.

—Tampoco me parió sola —se atrevió a bromear Hefesto—. Desde los tiempos de Urano y Gea, los dioses nos hemos acogido a una naturaleza dual. Sé que cuesta, mas deja de verlo, mujer. Ahora que has entregado tu dunamis, ya no puedes recuperarlo. Aparta la mirada, porque de lo contrario te consumirás.

—Veré hasta el final —dijo Tetis, consciente ahora de que aquellos recuerdos no le habían sobrevenido por sí misma, sino que estaban enfrente. El universo sobre la palma de Hefesto era también su dunamis, latente de recuerdos.

«No solo los de Talasa —pensó Tetis—. También los de antes de la rebelión, cuando solo era una nereida más. —Ambos eran lo mismo. Talasa y Tetis eran el mismo ser.»

O al menos, lo habían sido hasta ahora.

—Con esto, podría convertir a tu hijo en un Espíritu Divino.

—No me interesa, ni a él tampoco.

Hefesto asintió, satisfecho.

Aquella realidad, dunamis manifiesto, avanzó a ritmo vertiginoso. La sopa primordial dio paso a las partículas subatómicas, que unidas formaron los átomos que componen toda materia. Después vinieron las estrellas, las galaxias, los grupos, cúmulos y súper cúmulos… Tal vez un Sistema Solar, con una Tierra y una raza humana que vivía como le era posible, al amparo de una única divinidad que era más bien una fuerza auto-consciente, entregada por completo a la tarea de crear vida. Por ella, incontables seres pudieron vivir y morir en la eterna rueda de la vida, por ella el universo no acabó con el Gran Desgarro del que hablaba Hefesto, ni la Muerte Térmica, en que todas las estrellas se apagaban, dejando un universo de oscuridad, sin lugar para la esperanza. Por ella, por Talasa, la existencia de esa realidad se extendió a lo largo de cien mil millones de años, hasta que todas las almas hubieron completado el ciclo de reencarnación. Unidos, los espíritus de todos los seres se sumaron a Talasa para ordenar la Gran Compresión.

El universo, infinito, pasó a ser un solo punto de energía ultra-condensada. Energía divina, dunamis en estado puro que Hefesto hizo descender con lentitud hacia el escudo de Aquiles. Las gemas del guantelete brillaban con más intensidad que nunca.

Ni todo el auto-control del dios de la forja evitó que el monte Etna entrara en erupción, arrojando a los cielos el fuego y la lava que era la cólera de los caídos gigantes.

Resultaba insignificante, en comparación. Tetis acababa de ver, en un mísero instante que se habría perdido si solo hubiese parpadeado, la existencia entera de un universo. ¿Qué era la ira de los gigantes, meros cadáveres sellados en la montaña, mientras sus almas permanecían por siempre selladas en el frío Cocito? Nada, nada en absoluto. No permitió que sus pies resbalaran sobre el suelo, que temblaba en un intenso terremoto. No se movió para esquivar las llamaradas surgidas de las grietas que se abrían y aquí y allá, porque de pie como estaba, podía ver el momento en que su dunamis se volvía el nimbo que protegería a su hijo de todo mal. Llena de orgullo, mantuvo los ojos abiertos incluso cuando una explosión de purísima luz azul lo inundó todo, cegándola.

Apenas estaba recuperando la vista cuando oyó un fuerte impacto. Y otro. Y otro más. Para cuando pudo ver, la lanza y el tótem de la gloria estaban en el suelo, porque no había ninguna mesa que los sostuviese más allá del pilar que había bajo el escudo.

—Perfecto —dijo Hefesto, quien de nuevo llevaba puesto el yelmo antes de dar un último e inútil manotazo en el escudo. La nereida no podía creerlo: no le causaba ningún daño, ni al escudo, ni a lo que había debajo—. ¡Perfecto!

—Es increíble —dijo Tetis, acercándose al escudo. Era el mismo que había visto, maravillada, antes, y a la vez no lo era, porque su dunamis habitaba aquellos magníficos relieves, perfecta representación del mundo como lo concebían los hombres.

—Un arma capaz de matar a cualquier enemigo siempre que la probabilidad no sea cero, eso habría sido increíble. Tu hijo podría matar a un falso dios con la lanza si hubieses escogido el arma definitiva. —Ya habiendo acabado con el escudo, Hefesto arrojaba y tomaba la perla de la nereida—. La física cuántica es muy divertida, más te vale vivir hasta que los mortales la descubran, porque lo harán. Déjame darte un adelanto: si existe un universo en que este escudo no es sobrepasado, jamás será sobrepasado, no importa cuánta fuerza imprimas en tus golpes. El dunamis del mar, la tierra y el cielo lo protegen. —Sin dejar de hablar, le arrojó la perla, que la hija de Nereo tomó al vuelo—. Ya puedes vestirte, si así lo quieres.

La neblina que los había rodeado todo ese tiempo empezaba a difuminarse. También el vestido. La nereida, fingiendo el pudor que no sentía, formó uno nuevo a partir de la espuma, tras lo cual guardó entre los senos la perla. No iba a combatir allí.

—Así que ese era tu precio —dijo Tetis—. Crear algo a la altura de la Eternidad.

—Este es solo el primer paso hacia algo mejor. Viendo lo que un arma bendecida por el nimbo puede lograr, ¿qué crees que ocurriría si creáramos a un ser de nimbo puro?

—Ya nada impide a tus regios padres escucharnos, herrero.

—Antes, tampoco, mi padre está en todos lados y mi madre ve todo lo que quiere ver —aseguró Hefesto, encogiéndose de hombros—. El truco del humo era para que nuestros enemigos no vieran mi trabajo. ¿Quién sabe? Un dios podría enamorarse de esa libertina de Pirra de Virgo hasta el punto de sacrificar su divinidad por ella. Los dioses, como bien has dicho, tendemos a ser caprichosos.

A los oídos de Tetis, la sola idea de que la autoproclamada Atenea imitara el magnífico trabajo de Hefesto sonaba ridícula. El dios de la forja había moldeado la materia en su más pura esencia, más allá de las partículas subatómicas, de modo que el escudo en sí interactuaba con todos los escudos, de todos los universos, de todas las versiones paralelas de su hijo Aquiles. Ningún mortal podría imitarle, sería absurdo siquiera intentarlo, como era absurdo desafiar al monte Olimpo siendo una simple humana.

—Has hecho un trabajo maravilloso —aprobó Tetis. Al tiempo, la mesa era restaurada, átomo a átomo, y la lanza y el tótem volvían a estar sobre la piedra—, mas recomiendo que no vayas más allá, herrero. Un ser de puro nimbo no sería humano, sería un dios.

Si el nimbo era dunamis en estado latente, un ser que era puro nimbo también era un ser de dunamis, cuya sola existencia implicaría que estaría haciendo uso de él.

—Serían armas vivientes —replicó Hefesto—. Las mejores armas que el Olimpo ha visto; en comparación, los autómatas clase Deus son solo un prototipo. La idea no es solo mía —hubo de admitir—. Atenea quiere paz, Apolo quiere orden y mi padre… —Con un carraspeo, acabó con la indiscreción, cambiando pronto de tema—. Esto fue una prueba. El momento de la verdad será cuando nazca Astreo.

—¿Astreo? —repitió Tetis—. ¿El Espíritu Divino, Astreo?

—Usaremos nombres de los viejos campeones para nombrar a los nuevos —explicó Hefesto con paciencia—. El primer candidato será Demogorgo, un miembro de la Raza de Oro que lleva errando por el universo, sin familia, ni amigos, ni hogar, desde la caída de Tifón, o al menos eso es lo que dice él y creen sus valedores, Apolo y Artemisa. No hay registros de su paso por la Primera Orden, mas considerando que fue mi hermano el que encontró los recursos… —De nuevo carraspeó, dándose cuenta de que la emoción le hacía divagar—. Demogorgo renacerá como un ser de nimbo, el eslabón perdido entre hombres y dioses. Astreo de Saturno, el primero de los Astra Planeta.

Tal fue el pecado de Tetis, hija de Nereo y Doris, ser la responsable de la creación de aquella orden sin parangón entre los ejércitos de los dioses. Hefesto jamás se habría animado a proponer la creación de esas armas vivientes sin haber podido probar el método en un contexto sin riesgo. Después de todo, el siguiente paso del que hablaba era usar el dunamis de los titanes de un lejano universo, robados por Hermes para Apolo según eran vencidos por los santos de Atenea. Artemisa se juntó con su hermano, el dios del sol, para elevar la propuesta a Zeus, quien delegó en Ares y Atenea como dioses de la guerra que eran. Ambos coincidieron en que lo mejor era ofrendar a un grupo de excesos mortales el nimbo a modo de bendición, que funcionaría en momentos de mayor necesidad, de modo que no tuvieran que convivir con el poder absoluto, natural envilecedor de los mortales. Cuanto de esto influyó en la creación de la Tercera Orden de Ángeles tras la Guerra de Troya, Tetis lo desconocía; de lo que sí estaba enterada, porque Hefesto se lo explicó mientras abogaban por el destino de los aqueos, que tan bien habían servido al Olimpo, era que fueron el dios de la forja y la diosa del amor los que garantizaron la creación de los Astra Planeta como tal. También eran ellos los que diseñaron el proceso general de elección y transformación del candidato a semejanza del divino renacimiento de Eón: se daba en un Huevo Cósmico, con el dunamis del olímpico benefactor como cáscara, siendo Hefesto y Afrodita los valedores de los regentes de Venus, y el dunamis del titán como yema, que era donde se formaba al astral. Todo ello, pues, se debía a la irracional acción de una madre desesperada.

—¿Esto salvará a Aquiles? —dijo Tetis, incapaz de procesar el caos que sobrevendría a ese acontecimiento. Los Astra Planeta lucharían a través del tiempo y el espacio, logrando grandes proezas e iniciando también terribles guerras, como la misma que les dio origen. Astreo de Saturno impulsó a los falsos dioses para poder nacer—. ¿Qué pasa si no lleva el escudo puesto? ¿Qué pasa si Pirra de Virgo decide que un mortal demasiado problemático debe morir? Dices que puede deshacer la protección del Estigio, así que, ¿qué le costaría deshacer lo que has hecho aquí?

—Este escudo es un dios —explicó Hefesto—. No puede vencer la protección que aporta, haga lo que haga, quiera lo que quiera. A menos que ella misma se convirtiera en un ser de nimbo que trasciende el cosmos. Y eso es imposible. —Señaló la neblina con gesto vago—. Además, el escudo protegerá a Aquiles siempre, porque le otorga una protección a nivel cuántico, en tres capas. —Siempre satisfecho de hablar de su trabajo, el dios elevó tres dedos, bajándolos según enumeraba las ventajas del escudo definitivo—: Primero, se necesita recrear las condiciones del Big Bang, enfocadas a escala subatómica, para causarle algún daño; ni el fin del universo, ni la habilidad de los santos de Atenea para destruir átomos servirán de nada contra él. Segundo, no será destruido mientras exista una probabilidad superior a cero, así sea una septillonésima fracción de uno, por darte un ejemplo. Tercero, el propio destino de Aquiles se ve afectado por el escudo, de modo que solo es posible matarlo de una forma muy específica. ¡No me has preguntado por el dunamis de la tierra que he empleado! —exclamó, con tal intensidad que la nereida quedó muda y boquiabierta—. El del cielo es de mi cosecha, soy hijo de mis padres y mi mejor creación iba a tener mi sello sí o sí. El del mar es tuyo, es el principal, por él no se desbordará el nimbo. —Con sumo cuidado, acarició los bordes del escudo, representación del océano infinito que según los hombres rodeaba el mundo entero—. El de la tierra es de Gea. Ya nos ayudó antes, cuando los Reyes Durmientes no estaban dormidos y les decíamos los Antiguos. Por ella, el nimbo de la Raza de Oro formó las glorias especiales de la Segunda Orden de Ángeles. Apolo prefiere mantenerla al margen del próximo proyecto, así que se me ocurrió pedirle un aporte en este. Si esto no pone en jaque a las Moiras, nada lo hará.

Cuanto más hablaba Hefesto, más convencida estaba de que era ella quien ayudaba a Hefesto y los olímpicos, no al revés. Una oportunidad para poner a prueba un arma que lo cambiaría todo en el ámbito de la guerra, siendo ella y Aquiles meros sujetos de experimentación. No obstante, Hefesto era sincero en su deseo de ayudarla.

Era el pago convenido, al fin y al cabo.

—¿Qué hay de la armadura y la lanza? —preguntó Tetis.

—La armadura es una gloria sin nimbo, así que tu hijo será un ángel sin alas —Como prueba de la solidez de la coraza, Hefesto tamborileó el metal platinado. Sonaba poco en comparación a los puñetazos sobre el escudo, pero dada la fuerza del olímpico, era suficiente para saber que resistiría más que el manto de Hércules portado por el más grande de los héroes troyanos—. La lanza tiene mi marca, como todas mis armas, así que es solo la típica arma afilada e indestructible que sale de mi forja cada semana. Nada de poderes espectaculares.

—¿El nimbo de…?

—Los hijos que tenían los dioses con la humanidad original poseían nimbo, no ocurre igual cuando la parte humana desciende de otra raza, ni siquiera si es la notable Raza de Héroes. Tu hijo no tiene nimbo que dar, salvo que quieras sacrificar su alma.

Ella asintió. Tenía sentido. Observó las armas de su hijo, en parte admirándolas, en parte orando a la diosa que fue que todo ello fuera suficiente.

Cuando alzó la mirada, el olímpico ya le estaba dando la espalda, despidiéndola con la mano. Era el dios de la forja, no de los festejos, ni de los buenos modales. Él respiraba trabajo y llevaba demasiado tiempo hablando.

—¡Aún no he terminado, Hefesto! —exclamó Tetis, con toda la autoridad que alguna vez tuvo como diosa del mar—. Me queda algo que decir.

—Aun si Pirra de Virgo jugara con el campo cuántico del universo, solo lograría dar la oportunidad a los héroes troyanos de medirse contra un guerrero capaz con un arma y escudo indestructibles a efectos prácticos —aseguró Hefesto, girándose.

Pero la nereida no le escuchaba. Agradecida en grado sumo por la ayuda, abrazó a aquella mole fría de rugosos bordes; el rostro brillaba con una gran sonrisa.

—Se dice que el dunamis en estado de letargo solo actúa por un milagro, acorde al dunamis omnipresente de Zeus —susurró Tetis—. Esto es un milagro. Funcionará.

En aquel momento, estaba segura de ello.

—Fuiste una gran diosa —aseguró Hefesto, rato después. Podía ser un dios que trascendía los vanos deseos de un ser humano, pero como todos los seres en el universo, disfrutaba sentirse amado, cualquiera que fuese la forma—. La mejor de las diosas.

Al menos del mar, se guardó de añadir, para no ofenderla.

Soy una gran diosa —enfatizó Tetis, separándose de él—. Como mis hermanas.

Perdido el dunamis de Talasa, seguía siendo la hija de los dioses Nereo y Doris, y por tanto, una diosa, con más ascendencia que Cratos, el más fuerte de los ángeles, y Bía, madre de demonios. En honor a ese orgullo, mantuvo la compostura mientras elevaba, mediante telequinesis, el magnífico equipo del más magnífico de los hombres. Si había grandeza en la gloria y poder en la lanza, lo que contenía el escudo era indescriptible. ¡Todavía podía ver, si se fijaba mucho, un universo entero allí!

—Te deseo suerte, pues, diosa —se despidió Hefesto.

—¿Qué tienen los olímpicos en contra mía, que siempre rechazan yacer conmigo? —La profecía de que daría a luz a un hijo más fuerte que su padre era una mentira descarada, que Poseidón ideó para que Tetis fuera aún más deseable para Peleo.

—Si algo he aprendido de mis padres, es que todo matrimonio divino necesita que una de las partes sea fiel —explicó Hefesto, con un gesto de asentimiento.

—Aburrido —lamentó Tetis, encogiéndose de hombro—, mas justo.

Y desapareció, dedicándole una última y encantadora sonrisa.


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Rexomega

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Publicado 12 September 2024 - 18:01 pm

Saludos

 

Capítulo 208. Visita sorpresa

 

Por mucho que apreciase el cariño que Tetis le profesó, Hefesto sintió un gran alivio de que se retirara, sin duda ansiosa de entregar aquellos regalos al ingrato de Aquiles, quien como todos los aqueos tenía en mayor estima al padre que a la madre. Había muchísimo trabajo pendiente. Los Astra Planeta estaban bien, pero tenían recursos limitados para trabajar, de modo que solo servirían como generales de un ejército mucho mayor. La Primera Orden de Ángeles era un resto del resto de lo que fue y la Segunda Orden de Ángeles no podía dejar de vigilar los sellos de los Reyes Durmientes en ningún momento. Era el momento de formar una tercera orden, para lo cual la propuesta original de Atenea para el grupo de campeones que usarían el dunamis de los titanes serviría a las mil maravillas. Los dioses llevaban mucho tiempo observando la Tierra, regándola de hijos que luego les despertaban inquietud, así como le ocurría a Tetis. ¿Qué pasaba entonces? Una deidad menor se resignaba, un dios mayor hacía su voluntad y los dioses antiguos que encarnaban la estructura fundamental de la Creación, con mayúsculas, definían qué estaba permitido y qué no, con la venia de Zeus. Poseidón, por ejemplo, no permitió que Teseo padeciera el mismo destino que su compañero Piritoo, condenado por Hades al tormento eterno por su necio empeño de raptar a Perséfone. Así que cuando el llamado sin mucho acierto hijo de Egeo halló la muerte, su divino padre lo elevó a los cielos, encargó a Asclepio la sanación de su cuerpo y le ofrendó el néctar y la ambrosía. Quien fuera rey de Atenas pasó a ser un sirviente glorificado, sin ninguna labor pendiente desde hacía algunas décadas. Y había otros como él, ninguno a la altura de Perseo, Heracles y los argonautas de Jasón, la mayoría con la arrogancia de un dios sin el poder y la sabiduría que servía a los inmortales como contrapeso, de lo cual Belerofonte era el mejor ejemplo, pero todos eran héroes, los perfectos capitanes para las órdenes sagradas del cielo, como las Satélites de Artemisa y los makhai de Ares. La Tercera Orden de Ángeles, especializada en el cosmos como la Segunda Orden lo estaba en la magia. Hefesto estaba a medio camino de equipar al grupo de élite de Jasón, sus antiguos compañeros de viaje con la honrosa excepción de Orfeo, quien no podía dejar escapar a su amada Euridice, cuando llegó Tetis con esa propuesta maravillosa. Desde entonces no había avanzado nada.

Había un problema fundamental para el que no terminaba de encontrar solución. Las glorias que vestirían esos nuevos ángeles tendrían los mismos componentes que las demás, pero el nimbo que se emplearía era una cuestión muy distinta. En la Primera Orden, el dunamis de Hermes representaba el par de alas medio, mientras que el de Hefesto y el del portador de la gloria, en el caso de los serafines, o el del padre o madre divinos, en el caso de los tronos, hijos de los dioses, eran el par inferior y superior de manera respectiva. Para la Segunda Orden, el dunamis de Hermes descansaba en el par superior y el de Hefesto en el inferior, quedando todo el nimbo de los portadores de las glorias en sus armaduras, por mediación de Gea. ¿Qué iba a hacer con la Tercera Orden? El dunamis de Hermes sería indispensable y él siempre dejaba una marca en sus obras. ¿Podrían resistir un grupo de hombres mortales, por semidioses que fueran, la presión de cuatro alas de nimbo? Lo dudaba, incluso un solo par sería demasiado.

—¿Por qué el dunamis del mensajero de los dioses debe estar en todos los ángeles? —cuestionó la voz de una niña, justo detrás del meditabundo dios.

El herrero de los dioses solía pasar mucho tiempo en la Tierra, ora para no ver cómo Afrodita lo dejaba de lado por el más apasionado Ares, ora para poder trabajar lejos de la ardiente pasión de su flamante esposa. ¡Si fuera por Afrodita, él nunca podría crear nada! Nada que no fuera para ella, desde luego. Debido a eso, Atenea había tenido la oportunidad de visitarlo en cada una de las vidas que vivió como humana desde que nadie más que Zeus la condenó por distorsionar el propósito del juicio divino. Así que cuando dio la vuelta, no le sorprendió en absoluto ver a una niña de cortos cabellos castaños e intensa mirada gris, sonriéndole como si hubiese hecho alguna travesura.

—Atenea. —Hefesto negó con la cabeza. Estaba al tanto de la última encarnación de la hija de Zeus. En miles de años nunca había tenido que trabajar tanto, viajando como humana hasta Troya con un grupo de santos de plata a la vez que como diosa trataba de convencer al Consejo de los Doce de que no era necesaria la intervención de los dioses—. Sin el dunamis de Hermes, los ángeles solo podrían contar con la Octava Consciencia para viajar por el universo. Demasiado arriesgado.

Por alguna razón, la recién llegada tardó un poco en responder, dando vueltas en círculos sin dejar de mirar al suelo en busca de algún secreto que solo ella conocía.

—El nimbo es dunamis en estado de letargo, el dunamis trasciende los límites convencionales, incluida la velocidad de la luz. No es que un ángel no pueda viajar por el universo sin el dunamis de Hermes, es solo que tardaría mucho tiempo.

Hefesto podía decirle que era lo mismo, no obstante, prefirió añadir:

—También es necesario el dunamis de Hermes para viajar a otros universos. Lo que…

—Es fantástico —completó Atenea, olvidándose por un momento de su búsqueda—. El Olimpo controlaría dónde están sus soldados y dónde deben quedarse. No es un problema en combate, ya que para eso está el Octavo Sentido. Solo tendrían ciertos problemas para desplazarse. Problemas calculados.

—Tú siempre lo tienes todo calculado —dijo Hefesto, tamborileando el metálico mentón con aire pensativo—. ¿Sugieres que la Tercera Orden de Ángeles solo pueda luchar allá donde les mandemos? Mi dunamis no es muy útil para una gloria.

Si acaso, lo incluía como medida de control. ¿Una rebelión de ángeles? ¡Adiós glorias! Solo necesitaba chasquear los dedos y estaba hecho.

Atenea movió la cabeza de lado a lado, paciente.

—Si vas a negar a Hermes el derecho a entregar su dunamis, también tú debes renunciar a él, como gesto de buena voluntad. Os vendrá bien. No nacisteis siendo los dioses más débiles del Consejo de los Dioses, eso es algo que habéis conseguido vosotros solos.

Ante semejante acusación, Hefesto no pudo menos que reír, agitando la cueva entera.

—Sí, hemos sido muy descuidados, nuestra fuerza se extiende a través de todos los ángeles. Los que aún viven y los que murieron tiempo atrás.

—Porque vosotros queréis. Lo que un dios da, lo puede recuperar —dijo Atenea.

—Dejando eso de lado —descartó Hefesto—. ¿Qué estás proponiendo con exactitud, hija de Metis? —cuestionó, pareciéndole oportuno recordar quién era la madre de esa sabia diosa—. ¿La Tercera Orden de Ángeles será un ejército de guerreros sin ala?

—Para eso ya están mis santos —sonrió Atenea—. Los héroes tendrán alas, creadas a partir de la bendición del dios que los traiga al Olimpo.

—Y si ese dios resultara ser Hermes…

—… bien por ellos. Los consagrados a Hermes podrán ir a donde quieran.

De esa forma tan sencilla, resolvió Atenea el dilema de Hefesto. De inmediato volvió a dar vueltas por la cueva, mirando hacia abajo, sin que aquel errático paseo la hiciese chocar con alguna de las esporádicas vaharadas de humo o columnas de fuego.

—¿Qué estás buscando? —preguntó Hefesto, intrigado.

—Tu semilla —respondió Atenea con sencillez.

Dolido, Hefesto se cruzó de brazos.

—Esa es una broma cruel, hasta para ti.

Atenea no dejó su búsqueda, pero respondió a la acusación:

—Dijiste que Tetis había sido una gran diosa. Tetis, la de muchas formas, que planeaba entregarse a los placeres del sexo adoptando mi forma.

—Ya, claro, la diosa virgen —dijo Hefesto—. ¿Qué tiene que decir Hades al respecto?

—Desconozco qué tengamos que ver yo y Hades. Soy la diosa virgen, que jamás debe dar luz a ningún hijo, a riesgo de llevar la Creación al Caos. Perséfone, por otro lado, no tiene ningún problema. Ninguna nueva vida nace en el infierno —dejó caer Atenea de forma casual, antes de dejar escapar un suspiro—. Ni rastro de tu semilla.

—Lo entiendo —insistió Hefesto, ignorando esa broma sin gracia—. Hades es el apuesto hijo de Crono y Rea, mientras que yo tengo una antorcha por cabeza.

—Sí, esa es una de las diferencias. Hades no tiene fuego en la cabeza, en este universo —aclaró Atenea, caminando hacia él y tendiéndole la mano—. Sabes que yo no me disculpo nunca, así que tienes dos opciones: perdonarme, o despedirme. 

El dios no hizo ninguna de las cosas. Extendiendo el brazo, fue más allá de la mano que le tendía la niña y le revolvió el pelo como si fuera una verdadera mocosa.

—Nunca puedo enfadarme contigo —dijo Hefesto, a modo de disculpa.

—Yo, en cambio, puedo enfadarme con todo el mundo. —Así lo demostraban los ojos de Atenea, bien abiertos y clavados en el dios de la forja, que no se amedrentó. Ni la más poderosa de los hijos de Zeus le iba a causar pavor si estaba envuelta en carne mortal—. Bien lo sabrá Pirra de Virgo cuando mis Astra Planeta le den una lección.

—¿Tus Astra Planeta?

—Apolo se atribuirá todo el mérito, porque se lo vamos a permitir. Mas nadie teje mejor los hilos del destino que Atenea, primogénita de Zeus.

¿Era eso verdad, o solo una bravuconada? Lo segundo era más propio de Ares, pero Atenea había estado en contra de la idea de crear seres a partir del dunamis de los titanes desde un principio. Mientras que las virtudes eran autómatas carentes de alma, los querubines, el rango medio de la Primera Orden de Ángeles, eran seres de pura energía, tan leales al Olimpo como inútiles en una guerra, al preferir la contemplación del universo a su defensa. Ahora ellos resguardaban el Portal del Tiempo y nadie los consideraba ángeles, mortales o dioses. Eran otra cosa, un buen ejemplo de que la carne era un hándicap indispensable a la hora de crear a los seres humanos. Con tal argumento, Atenea obstaculizó por siglos la propuesta de Hefesto hacia Zeus, de modo que Apolo y Artemisa pudieron vanagloriarse de haber salvaguardado el orden universal recogiendo y sellando el dunamis de los titanes. Después regresaron los falsos dioses, y si bien Atenea apoyó a Ares para la consagración de los héroes humanos al dunamis que Hermes había robado, al mismo tiempo dejó de insistirle en que no sugiriera la blasfemia que llevaba tanto tiempo fraguando en su cabeza. Que Atenea hubiese entrado en razón era una explicación tan buena como que el deseo de humillar a Pirra de Virgo, aplastando su rebelión sin que ningún dios hubiera de pisar el campo de batalla, la había impulsado a desatender sus deberes para con la Creación. Atenea era la diosa de la sabiduría, no había nadie más sabia que ella, tampoco había deidad más rencorosa. 

—Si te he ofendido en algo, hija de Metis, ruego que me disculpes —se le ocurrió decir a Hefesto—. Fui demasiado ambiguo con Tetis, dado lo que estaba a punto de hacer.

—Oh, ¿cómo podría culpar a una diosa del mar por querer usurpar mi figura? Para empezar, tienen sesos de alga, como Poseidón. Y yo soy Atenea, al fin y al cabo, una de las diosas más hermosas del Olimpo.

—La segunda. Detrás del Afrodita.

Aun si el juicio de Paris no era cosa del Olimpo, sino uno de los tantos engaños de Pirra de Virgo para ser reconocida como una auténtica diosa por los mortales, estaba claro que los caprichosos dioses seguían hallando divertimento en los mitos humanos.

No los entendía. Hefesto estaba harto de que la humanidad los retratara de una forma tan vulgar, con todos esos raptos y amoríos disparatados. Le había dicho a Tetis que pasaba demasiado tiempo con humanos, pero lo cierto era que más bien los humanos habían pasado demasiado tiempo con unos dioses que no eran tales. Si de por sí tenían un entendimiento tan limitado del mundo, resultaba todo aún peor teniendo de ejemplos del comportamiento divino a un grupo de mortales enfermos de poder.

—Estoy esperando —dijo Atenea, quien en efecto llevaba todo un minuto observándole meditar, cruzada de brazos—. Acaba la frase.

—Inferior en belleza a Afrodita, superior en belleza a Hera —dijo Hefesto con lentitud. Dudaba que a su madre, reina de los dioses, le importase el resultado de un dictamen humano, incluso si hubiese mediado Eris tal y como decía el mito, cosa que él no podía afirmar, ni negar, al no haber estado presente. No obstante, nunca se era demasiado prudente—. ¿Sabes que los humanos asumirán que buscas la caída de Troya por ese segundo puesto, verdad? —Ya lo daban por sentado, tal y como Pirra de Virgo había previsto. Y era tarde para decirles que si Troya ganaba, los falsos dioses se asegurarían de que Príamo y Hécuba rigieran el planeta entero en su nombre.

—Creamos a los hombres a nuestra semejanza —respondió Atenea—. ¿Cómo no iban a ser limitados de entendimiento, si aun los dioses en el cielo lo son?

—¿Limitados por no creerte la más hermosa? —insistió Hefesto, más interesado en lo que diría que por verdadera necesidad de retribución. Él había visto la apariencia divina de Atenea, así como esa forma mortal a lo largo de más de cien de vidas con diversas edades, y podía decir que era lo bastante bella como para que una competición con Afrodita tuviera sentido. Más adelante, cuando la niña que ahora lo visitaba creciera como una mujer, la auténtica diosa de la sabiduría demostraría cuán superior era a la imitación: por ella, el sin par Odiseo dejaría de lado su afán aventurero, y no por el amor sin reservas que sentía por Penélope, ni hechizado por lo que ella llamaba con sorna los placeres del sexo, sino por otra clase de devoción que nacería en los corazones de muchos mortales a lo largo de los milenios.

Con todo, seguía siendo inferior a Afrodita.

—Limitados por creer que ello me ofendería. Es tan imposible que supere en belleza a la diosa del Amor, como que esta supere en inteligencia a la diosa de sabiduría.

—Bien jugado, como de costumbre.

Con la gracia de una princesa, la diosa se inclinó para aceptar el cumplido.

—Debe de resultarte incómodo hablar de mi belleza estando en esta forma limitada, así que cambiemos de tema —propuso Atenea—. Tetis ha cumplido su papel, ¿cumplirás tú el tuyo, herrero de los dioses? Sabes que sin ti, estaríamos tan perdidos como lo estaría Apolo sin mi dirección, con todo lo brillante que se considera.

Brillante era decir poco. Apolo se había comparado con Zeus en más de una ocasión. La última, había dado a Troya las robustas murallas que harían sudar sangre a los aqueos. Tal vez era esa la razón por la que Pirra de Virgo escogió aquella ciudad para su rebelión. Ninguna otra en el mundo estaba tan bien protegida de cara a un ejército humano que conociese, así fuera de forma superficial, los secretos del cosmos.

—A Tetis no le gusta la idea. —Tal cosa no provocó el menor cambio en el semblante de la diosa de la sabiduría—. Tampoco a nuestro hermano, Ares. El belicoso, el que ama los combates. ¿Qué pasa si alguno de ellos se vuelve en nuestra contra? —cuestionó Hefesto, quien vaticinaba sin saberlo el sino de los Astra Planeta: siempre un traidor por generación, empezando por Astreo—. Sabes que si tienes alguna duda, puedo interrumpir el proceso. —Sin él, el resto de hijos de Zeus no podrían poner en marcha la creación de los Astra Planeta, en eso Atenea tenía toda la razón—. Eres la diosa de la sabiduría, confío en tu criterio tanto como en el de mis padres.

—A pesar de eso, actuaste por tu propia cuenta al proponer este proceso —acusó Atenea, como olvidando lo que había sugerido antes sobre ella tejiendo el escenario en que sus hermanos menores se movían—. Los Astra Planeta son un mal necesario. Sin ellos, Hera insistirá en hacer caer sobre Troya el juicio divino. Poseidón la apoyará para poder purgar la Tierra tal cual ha sido su deseo desde el diluvio universal. Puede que Hades se sume en cuanto juzgue en persona las pecaminosas vidas de mis santos de oro. ¿Ves? Son reyes ante los dioses y aun así son limitados, no podemos culpar a las deidades marinas por tener sesos de algas, ni a los hombres por no tener sesos en absoluto. —Cabeceó de un lado a otro con cansancio—. Si tan solo entendieran el plan de mi padre, dejarían de causarnos tantos inconvenientes.

Por mucho que a Hefesto le interesara saber qué planes podría tener Zeus para los humanos en la Tierra, no iba a permitir que lo tomaran por tonto.

—Todavía estoy esperando una respuesta.

La mejor forma de tratar con la hija de Metis era usar sus mismas palabras.

—Ah, ¿qué haremos si alguno de los Astra Planeta se vuelven en nuestra contra? Nada más fácil. Mis santos se encargarán de él.

Como si los gigantes enterrados en el monte Etna pudieran escuchar la voz de la antigua enemiga de su dios, citando a los responsables de su derrota e infame encierro, el monte Etna volvió a agitarse con terrible violencia, inundando la caverna de humo.

—¿Dices que vas a mantener a esos traidores con vida? —cuestionó Hefesto.

—No todos son traidores —dijo Atenea—. Flecha, Escudo, Cruz del Sur, Lira y Orión me siguen. También Escorpio. Lástima que no pueda incluir a Deucalión en este proceso, sería una ironía deliciosa que él fuera mi campeón, el regente de Urano.

La sola idea impulsó al dios de la forja a llegar hasta ella de una zancada.

—No tienes corazón —acusó Hefesto. Atenea hizo caso omiso, todavía pensando en esa idea.—Mas tienes la mente más despierta del Olímpo, naciste de la cabeza de nuestro padre y rey, así que debes entender el pozo en el que te estás metiendo. —Hefesto nunca se había sentido tan molesto de estar en un volcán como en ese momento. ¡No paraba de salir humo de todas partes! Cuando apartó de un manotazo la grisácea columna que surgió entre él y la diosa, esta ya se había colado entre el humo de otro rincón—. Dejando de lado que los Astra Planeta son la solución a los santos de Atenea y no al contrario, lo que han hecho los autoproclamados dioses del Zodiaco debería bastar para que te hagas una idea de lo peligroso que es dar poder a los mortales. Tu orden será destruida, lo quieras o no, tienes que aceptarlo. Padre no consentirá más caprichos tuyos. —Después de perseguir a Atenea por toda la caverna, atravesando como una tempestad aquella pantalla de humo, este se extinguió, merced de un sencillo aplauso.

Le costó bastante no traslucir irritación al girarse hacia ella.

La diosa estaba sobre una de las grietas, manchada de hollín desde los pies a la cabeza. Estaba encantadora. Y pálida, lo que explicaba por qué el humo había sido tan molesto: el Lamento de Cocito podía sentirse en el ambiente. 

—Tuve que tener una conversación con los gigantes allá abajo. Recordarles quien soy.

La diosa de la Sabiduría, la Guerra Justa y el Hades. Todo en un solo cuerpecito.

—Tienes un aire a Perséfone ahora mismo —observó Hefesto.

—Gracias —asintió Atenea, andando hacia él con paso tranquilo, como solo ella podía estar después de comunicarse con el inframundo. Un acto descabellado más que sumar a la lista de imprudencias de la diosa que le enseñó en el albor de los tiempos lo que era ser prudente—. Dos cumplidos son suficientes para perdonar tu atrevimiento. —Se detuvo frente a él, temible de algún modo a pesar de que no era ni la mitad de alta que él—. Cualquier dios que quiera exterminar a mis sirvientes, lo hará por encima de mi cadáver. Son los mejores entre los guerreros sagrados, así lo demuestran todos aquellos a los que han hecho morder el polvo —aseguró, soplando el hollín que tenía en la mano de tal forma que este acabara cayendo sobre una grieta cercana—. Solo necesitan la guía de mi Sumo Sacerdote y la tendrán, en cuanto ajuste cuentas con esa traidora. —Al cerrar la mano, los huesos crujieron, eco de la fuerza potencial de quien crecería como la diosa de la Guerra Justa—. Fue la única a la que entrené de verdad. La quise tanto y ella… ella… —De forma intermitente, el semblante de aquella niña pasó de una ira gélida y divina a la más humana cólera, que apenas recubría el dolor que sentía—. ¡Me traicionó! La mataré y después tomaré el lugar que me corresponde. Unidos, Deucalión y yo llevaremos a mis santos a la Edad Dorada con la que sueña mi padre.

Toda la irritación que Hefesto había sentido se esfumó, apagado el fuego por las lágrimas que esa diosa se negaba a derramar, aun cuando sufría como humana.

Ella no iba a matar a Pirra de Virgo. Ni siquiera la odiaba. Al contrario, la quería como no había querido a ninguno de los demás santos. No en sentido romántico, pues Atenea se tomaba muy en serio su rol como hija primogénita de Zeus; no era como Artemisa, que sorteaba su jurada doncellez rodeándose de hermosas mujeres, ella no había yacido con ningún hombre o mujer en ninguna de sus vidas mortales. Era el amor del maestro hacia el discípulo, de una madre a una hija. La humanidad era el único descendiente que Atenea tenía permitido tener, y siendo Pirra la única a la que había entrenado, se podría decir que la primera y única santa de Virgo era la encarnación de esa descendencia. Por esa razón había movido los hilos para que surgieran los Astra Planeta, sin poder ver los peligros que supondrían en un futuro, porque estaba dolida, por encima de todo.

Lo peor era que él no podía hacer nada. Primero, porque consolarla estaba fuera de discusión; seguía siendo el hermano menor, no importaba que ella encarnase como humana, cualquier palabra de aliento sonaría condescendiente. Segundo, porque él mismo deseaba poner en marcha ese proceso, el primero en mucho tiempo que llevaría a cabo junto a Afrodita, ¡junto a toda la familia! Tercero, porque se consideraba en deuda con Tetis, de alguna forma. Ella había acudido a él para salvar a su vástago humano, sin imaginar que era un peón más en el plan tejido por Atenea, digna hija de Zeus. Estando los Astra Planeta, los falsos dioses tendrían que dejar a Aquiles y el resto de héroes aqueos en manos de los héroes de Troya. Sin ellos, la situación se complicaría.

De modo que no insistió en que Atenea racionalizara lo que estaban haciendo, porque sentía que era para lo que había nacido. Tampoco buscó animarla, prefiriendo la afortunada sequedad que le otorgaba ser un ser de fuego para cuestionarle:

—¿Hasta dónde piensas llegar por proteger a tus santos, Atenea?

Los ojos de la diosa, quizá su rasgo más característicos, brillaron con intensidad.

—¿A dónde más que al mismo Hades que gobierno?

Tanta era la convicción con que hablaba Atenea, que Hefesto no pudo sino creerle.

—Te deseo la mayor de las suertes —dijo el dios de la forja, a modo de despedida—. La necesitarás, pues nadie ha atraído la ira de padre sin sufrir las consecuencias.

Nadie, salvo su hija favorita, hasta ahora. Si defendía a la humanidad después de esta rebelión, podría considerarse como un acto de traición hacia el Olimpo. Apolo debió vivir una vida como mortal por ello. ¿Qué podría ocurrírseles a los inmortales para quien ya había experimentado esa vida mil veces? Él no quería saberlo.

—Hefesto —dijo Atenea, cuando el dios estaba por entrar en la forja—. ¿Por qué trabajas en la Tierra? En el Olimpo eres muy apreciado.

«Porque Afrodita me distrae —pensó Hefesto, sabiendo que se mentía a sí mismo.»

—Porque quiero ser recordado. La Edad Dorada de la que hablaba Prometeo es una utopía. Los dioses y los humanos jamás nos entenderemos, así que solo hay un modo en que podremos permanecer en el inconsciente colectivo.

—A través de los héroes —entendió Atenea.

Él asintió, conforme.

—Llegará una época en la que nadie recuerde al dios de la forja, Hefesto. Aun entonces, recordarán a Aquiles, y sobre todo, recordarán su escudo y hablarán de él. De mi obra.

¿Era egoísta? Sí. ¿Le importaba? No. Así era él, así sería siempre.

—Yo trabajo en la Tierra porque quiero que los dioses recuerden a los humanos —dijo Atenea, caminando hacia él—. Porque los amo —reconoció sin vergüenza alguna—. Puede que merezcan el juicio divino, mas jamás debemos olvidarlos. Por eso hago lo que hago, para que los nuestros no olviden a esa raza pecaminosa e incorregible que nos venera. Para que no aparten la mirada de esta hermosa tierra, yo, Atenea, haré descender al mundo las luces del cielo y el destino, convertiré en héroes las constelaciones y derribaré hasta el último de los absolutos del Olimpo, cueste lo que cueste.

«Lo harás todo por tus hijos. Eres igual que Tetis.»

No dijo eso y dio gracias a que la agudeza mental de Atenea no fuera lo mismo que la capacidad de leer el pensamiento de un dios viviente. Tampoco dijo otra cosa, porque no sabía bien cómo actuar, ni qué esperaba esa diosa ahí plantada, todavía cubierta del polvo residuo del humo como si fuese la diosa de los niños sin hogar.

—A mí también me gustan los humanos —comentó Hefesto—. Cuando no me retratan como un esclavo del deseo, son encantadores.

Podía tolerar lo de ser un lisiado en lo físico, era la magnificación del precio humano de quienes trabajaban por demasiado tiempo el metal. Pero ese episodio con Atenea lo seguía enervando, sobre todo porque no imaginaba de dónde había salido. Si Mateus de Piscis hubiese intentado algo así con Pirra de Virgo, esta lo habría matado, después de reírse de semejante ocurrencias. O quizás pasaría tanto tiempo estallando en carcajadas que se le olvidaría después la parte de matar a un viejo solitario.

«En qué cosas pienso —negó Hefesto—. ¡Quiero trabajar!»

—Vamos —apuró Atenea, tomándole el guantelete con la manecita—. Es hora de trabajar —apuntó, sonriente—. ¿No hay problema con que vea la forja, verdad?

—Por supuesto que no —dijo Hefesto, aliviado—. ¿Por qué no lo dijiste antes?

Cuando los hermanos se adentraron en el mágico pasaje hacia el corazón del monte Etna, la caverna volvió a inundarse de humo y fuego. La forja de Hefesto volvía a estar en movimiento. Por esta vez, bajo la expectante observancia de una olímpica.


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Publicado 16 September 2024 - 15:31 pm

Saludos

 

Capítulo 209. Cuando los héroes blanden la divinidad

 

El escudo de Aquiles era un arma demasiado poderosa como para dejarlo en la Tierra. Tampoco era aconsejable elevarlo a los cielos, habida cuenta de que Ares, tras la derrota del falso dios de la guerra, Hashmal de Leo, frente a Atenea, fraguaba una revancha contra esta, receloso de la seguridad en los mortales de que era ella la más fuerte entre las deidades guerreras. Y si los santos de Atenea se caracterizaban por no emplear armas, los makhai fueron conocidos por justo lo contrario, siendo la élite entre estos, el Azote de Heracles, portadores de las armas sagradas, la razón por la que mil años después héroes como Blaiddyd, Fraldarius, Riegan y Goneril pudieron brillar y merecer un sitio en el cielo, blandiendo el mismo acero olímpico. 

De modo que la mejor arma que Hefesto hubo creado por propia cuenta para un mortal, fue escondido por partida doble. Primero, alejada del mundo de los humanos. Después, enmascarada bajo la constelación en que el escudo de Áyax fue inmortalizado. La constelación de Escudo ocultó bien por miles de años aquella obra maestra, preludio del surgimiento de los Astra Planeta. Sin embargo, cuando Tetis, presintiendo una explosión galáctica, desgarró el tejido espacio-temporal que era el cuerpo de Aquel que se desliza en la oscuridad usando Diestra y Siniestra, el dunamis dormido entre aquellas estrellas la reclamó por primera vez. El dunamis de la diosa Talasa la tomó sin importar los billones de galaxias que las separaban. Tetis fue transportada a un mundo distinto del universo material, donde un mar infinito bañaba una tierra de labor y placer.

Apareció en el fin del mundo, con las aguas limpiando los ensangrentados pies antes de retroceder. La playa era suave y cálida gracias al sol que brillaba en lo alto, a unas cuantas horas de terminar el viaje en ese día. Océano no tenía fin, no obstante, el palacio occidental de Apolo y Artemisa solo distaba lo bastante del mundo de los hombres como para que ningún barco pudiera anclar en las islas del crepúsculo. Más allá era el dominio de Nix, de eterna noche, al igual que la isla del poniente, residencia oriental de Apolo y Artemisa, precedía al dominio de Hémera, donde la luz imperaba sempiterna sin que ningún astro fuese necesario. Era el antiguo modo de ver el universo, una visión geocéntrica que se desmoronaría bajo la lupa de cualquier científico respetable, pero las leyes de la física y la lógica humana eran una consecuencia más de la voluntad divina. La realidad podía adoptar cualquier cariz si un dios así lo disponía.

—¿Cuánto tiempo vas a seguir escondiéndote? —cuestionó Tetis, levantándose. Diestra y Siniestra se transformaron en Aquiles justo antes de que Cichol descendiera.

El ángel del Aire la había seguido a través de la abertura espacio-temporal. Armado con Assal y escudado por Ochain, Tetis solo necesitaba echarle un vistazo para entender que aquella sería una batalla muy, muy dura, y bastante larga.

—Es increíble —dijo Cichol, maravillado de aquel mundo tan semejante a la Tierra que visitó en el pasado, durante la Guerra de las Estrellas. La luz de la nostalgia brillaba en los ojos del ángel, centrados en el mar infinito de misteriosas profundidades. Tenía justo la expresión de quien pasaría una buena tarde pescando si tuviese la oportunidad—. Esto no es un planeta —entendió enseguida, cabeceando—, es un mundo completo. Un universo paralelo al nuestro, oculto en… ¿Una de las constelaciones?

—Pareces sorprendido —dijo Tetis, avanzando hacia el enemigo con cautela. Las escamas perladas, regalo de sus padres, nunca habían sufrido daños tan severos.

—Los dioses del Olimpo crearon las constelaciones como un mapa del destino que guía a los seres humanos hacia un mañana dorado como lo fue el pasado —dijo Cichol—. Que haya un universo oculto en una de ellas sorprendería a cualquiera.

—No es un universo, es dunamis, mi dunamis —recalcó Tetis, llena de orgullo.

—Creía que ya habíamos superado esa etapa —lamentó Cichol, negando con la cabeza—. Los humanos adoran como dioses a las ninfas y a los espíritus, a los de origen mágico y a los de origen divino, mas no lo somos. Nereo era un dios, Doris uno de los humanos originales y tú una existencia más parecida a los semidioses de la Tierra que a los inmortales que moran en el monte Olimpo. La única diferencia entre nosotros es que tú posees el nimbo, cosmos divino, y yo la magia. No debería subestimarme.

Sin ánimos de discutir la ascendencia de su madre, Tetis prefirió preguntar:

—¿De verdad es necesario que luchemos?

—Todo el que amenace los sellos debe ser aniquilado por la Segunda Orden de Ángeles —respondió Cichol—. Es mi obligación matarte. Mataros a todos.

—¿Y ahora quién está subestimando a quién?—acusó Tetis, alzando el brazo derecho hacia arriba. El flujo de sangre por las venas y aortas del brazal diestro de Aquiles se aceleró a la vez que las aguas se elevaban en una gran ola—. Talasocracia.

La ola se transformó en un tsunami, el tsunami creció hasta ser una auténtica cordillera, una masa de agua como no se hubo visto desde el diluvio universal. Mientras el océano bajo su comando traspasaba las nubes, Tetis no pudo menos que sonreír: la última vez que empleó esa técnica, luchaba contra un ejército. Tras la Guerra de los Demonios y el Gran Impacto, la Tierra hubo de ser restaurada y reconfigurada, tornándose pronto en un paraíso para los enemigos de los dioses. Caídos Tifón y sus hermanos, sellados los Reyes Durmientes ora en el lado oscuro del universo, ora en los Jardines de Azathoth, vencidos los demonios y castigados todos aquellos hombres que osaron desafiar a los cielos, eran los gigantes los principales enemigos que el Olimpo tenía. No los originales, la camada primordial, con Encelado como lugarteniente del dios de la destrucción, sino una nueva raza nacida del contacto entre Tifón y los planetas de todo el universo; la prole de Tifón y Gea en términos simples. Estos seres inmortales inclinaban la cabeza hacia dieciséis caudillos, entre los que quien más destacaba era el archiconocido Porfirión, el más viejo de los gigantes. Según las leyendas, cada uno de esos seres inmortales debió ser derrotado por un dios y un mortal, pero tanto la Titanomaquia como la Gigantomaquia de Homero estaban influenciadas por las guerras libradas por los dioses del Zodiaco. Los verdaderos responsables de derrotar a aquellos enemigos fueron los hijos de Estigia: Cratos, ángel de la Fuerza, Bía, ángel de la Violencia, y Zelo, ángel del Fervor, con el respaldo de Niké, diosa de la victoria y hermana de aquellos. Ellos, sin ningún ejército respaldándolos, derribaron a la mayor parte de los caudillos, si bien Damasén escogió rendirse. Solo dos gigantes enfrentaron en verdad a divinidades, siendo el caso de Porfirión el más sonado, al haber atraído la cólera de Poseidón por aspirar a tomar como esposa a la bella Anfitrite.

La batalla de Porfirión y Poseidón todavía causaba un gran pavor en Tetis. Los mortales no llegaron a conocer jamás la fuerza de quien solo iba detrás de Zeus, ni siquiera Pirra de Virgo. Al fin y al cabo, dentro del cuerpo de un humano estaba limitado al nimbo, o cosmos divino, mientras que el líder de los gigantes conoció en su propia carne la furia de los océanos. Al tiempo que los cielos ardían, los mares se estremecían, pues una horda de monstruos al mando de Polibotes planeaba la captura de las nereidas. Tetis, por supuesto, había invitado a sus hermanas a disfrutar de ese nuevo mundo de cinco continentes y agradable clima. Como la más poderosa de las hijas de Nereo, Tetis no podía esconderse en su condición de diosa creadora y dejar todo en manos de los ángeles y Poseidón, siendo ella la responsable de que estuvieran en ese planeta para empezar. Talasa no era una diosa que luchara, no obstante, ese día luchó. Fue un terrible combate, la espantosa visión de los Niños de Ceto cabalgando las olas hacia isla Thalassa y el modo en que Tetis, por lo general amistosa y pacífica, barría a aquellos monstruos descerebrados, confiados en exceso, mediante la Talasocracia, fue la principal razón por la que las nereidas prefirieron vivir bajo el mar que en la superficie. La fama que más adelante tendría Aqua, aún no nacida, de ocultarse debajo de la cama tras cada ataque de pánico, ese día la compartieron todas las hermanas de Tetis. Como fuera, la suya fue una victoria tan absoluta como la del propio Poseidón, aunque al final este último debió hacerse cargo de todos los caudillos. Por mediación de su madre, Gea, nadie que tuviera sangre divina en las venas podría matarlos jamás, mientras que no contaban con tan noble ascendencia carecían del poder para ello. Ni siquiera Poseidón pudo saltarse aquella ley mientras la espada de Hades, regalo de la Muerte, siguiera existiendo. Pese a la furia que sentía, debió tomar otras medidas.

«Los encerró en el monte Etna —rememoró Tetis, cuyos recuerdos de la temprana era mitológica afloraban por hallarse allí, en comunión con el dunamis dormido por tantos milenios—. Después fueron liberados, para caer de nuevo. Una y otra vez, ese ciclo se repetiría sin apenas cambios. El infierno personal del pueblo de los gigantes.»

Cichol no se confió como los Niños de Ceto. Tampoco mostró la salvaje resolución de los gigantes, sino todo lo contrario. Esperó, paciente e inflexible ante una ola lo bastante vasta como para arrasar la playa entera. Solo cuando Tetis bajó la mano cambió el semblante, despierto a la Octava Consciencia. Estaban fuera de la influencia de Aquel que se desliza en la oscuridad, ya no tenían que contenerse en ese sentido. En absoluto.

Cien millones de agujas de agua aceleradas por sobre la velocidad de la luz llegaron hasta el ángel en un mísero picosegundo. Suficiente para que este actuase, bloqueando con Ochain todos los disparos que no podía destazar con un barrido de Assal. No era como los Niños de Ceto, luchaba como los héroes de la Tierra, vencedores de los gigantes. No los santos de Atenea, cuya única arma era el cuerpo, sino los atlantes que junto a los guerreros azules libraron la Guerra de la Sangre en ausencia de los primeros. En la rápida y eficiente forma con que deshizo la primera fase de la Talasocracia, quedaba reflejado con claridad el entrenamiento de Eolo. Y hubo más: Polibotes se defendió de las agujas empleando a los monstruos marinos como escudo, pero siguió adelante seguro de poder derrotar a la diosa del mar; Cichol, en cambio, miró hacia arriba, desde donde diez mil veloces jabalinas acuosas fueron arrojadas por igual número de guerreros grandes como cíclopes montando caballos también enormes. Estos representaban la espuma que coronaba la ola, mientras que las armas lanzadas eran como meras gotas, descendiendo eso sí a la misma velocidad súper lumínica de los disparos de la primera fase. El ángel alzó el vuelo, dejando que aquellas armas atravesasen la tierra en toda su profundidad y optando por atacar en vez de defenderse.

Pero si la primera y segunda fase de la Talasocracia, Arquería y Caballería, eran ideales para devastar ejércitos, la tercera fase, Infantería, era la adecuada para enemigos individuales. Mientras que Cichol, habiendo detenido con Assal el arma del primer Caballero, corría a través de la gruesa lanza y clavaba en el corazón de aquel la suya propia, los demás Caballeros junto a la ola entera formaron la auténtica forma de la Talasocracia: una esfera, brillante desde fuera como una piedra preciosa, que dentro contenía las mismas condiciones que el océano primordial terrestre. La misma presión de aquellas inhóspitas profundidades, la misma toxicidad que Tetis debió purgar, los mismos monstruos que Poseidón hubo de exiliar por su complicidad con Polibotes. Estos últimos, otrora Caballeros, se podían manifestar en cualquier punto de la Talasocracia y golpear a Cichol con toda suerte de armas pesadas, cuando no segregaban desde las serpientes que tenían por cabellos un veneno mortal para los humanos. Tetis solo había tenido que llegar tan lejos con la Talasocracia porque Polibotes se negaba a rendirse, pero mientras el gigante fue desgarrado como un cerdo por las hachas, martillos y mazas de los Infantes, Cichol resistía y resistía.

En parte era comprensible. Cichol no era humano. El veneno de los Infantes servía tan poco contra él como la falta de oxígeno. En cuanto a la presión oceánica, no era un problema para el portador de una gloria destacada incluso entre las glorias de la Segunda Orden, que solo había podido dañar armada con sangre divina. Por otro lado, los Infantes eran soldados nacidos del dunamis, tenían la fuerza y la oportunidad de dañar incluso una gloria de la talla de Arianrhod, al poder venir desde cualquier lugar. Que pasados tres minutos de lucha constante Cichol siguiera sin recibir un solo golpe decía mucho de su habilidad como guerrero. Y de la solidez de su arma y escudo, por supuesto. Cien veces fue golpeado Ochain, trescientas veces desvió Assal diversos ataques, sin recibir ambas armas ninguna mella.

—Tendré que recurrir a la cuarta fase —decidió Tetis—. Más allá de los ejércitos humanos están los dioses. ¡Dunamis…!

El hacha de un Infante partió a Cichol desde la cabeza hasta las costillas. La lanza y el escudo cayeron de sus manos inertes. Acto seguido, Talasocracia, un mar compacto ensombreciendo la playa entera como una segunda luna, empezó a hervir.

Los Infantes, uno tras otro, aparecían en diversos puntos de la prisión acuosa en busca del desaparecido cuerpo del enemigo solo para arder desde dentro hacia fuera. Ardían sin mediación del fuego, como una vaporización instantánea provocada por una fuerza tan invisible como lo era el aire. Aire dentro del agua, aire caliente.

Pronto el ángel volvió a descender, brillante por el vapor que se adhería a su cuerpo. La Talasocracia había sido deshecha tras un imposible aumento de la temperatura.

—Es tal y como dije —explicó Cichol, pisando la arena de la playa—. Tú todavía cuentas con el nimbo. Yo poseo las artes mágicas que trastocan el orden y el caos del universo. Esto que has visto es el Estilo del Viento Sur: Euro.

Antes de replicar, la nereida maldijo su pueril alegría. Por supuesto que no iba a recuperar el dunamis solo por hallarse en ese lugar. Su sacrificio había sido irrevocable.

—¿Cómo? —dijo Tetis—. ¿Cómo has podido hacer hervir la Talasocracia? —No era agua corriente, sino cosmos divino manifestado como tal. Si Aqua había podido confrontar por su propia cuenta las llamas del infierno, ¿qué no podría resistir ella? Aun el fuego de las estrellas, capaz de aplastar los átomos, era para ella tan inofensivo como una brisa cálida—. Es imposible que domines un fuego tan poderoso.

—Soy yo el que tiene agua en los oídos —replicó Cichol, inclinando la cabeza—. He usado magia. Tu Talasocracia requeriría, como poco, de la Hipernova de Sariel para ser contrarrestada. Yo no poseo la capacidad de encender un fuego de esas proporciones, mas sí que soy ducho en las artes mágicas que manipulan el clima. ¡Puedo traer al campo de batalla cualquiera de los cuatro vientos! El calor del verano, el frío del invierno, la podredumbre del otoño y la engañosa dulzura de la primavera.

—Ridículo —despreció Tetis, reiniciando la Talasocracia. El océano se alzó como una inmensa pared, disparando un sinnúmero de agujas de agua, la Arquería, todas sobre el ángel. En esa ocasión, este no se quedó quieto, sino que desapareció de la vista antes de ser impactado y enseguida un soplo de aire caliente hervía la Talasocracia entera, vaporizándola en un mero parpadeo—. ¿El viento del sur? ¿El calor del verano? ¡Los hijos de Eolo no se comparan con la lugarteniente de Poseidón! —exclamó la hija de Nereo, sabiendo herido su orgullo—. ¡Ningún fuego puede…!

Sintió que una cálida brisa pasaba a través de ella: Cichol, unido a la naturaleza. Él era, en efecto, el viento, capaz de transmitir su magia al contacto. La nereida hubo de alejarse a toda prisa antes de que Aquiles empezara a vaporizarse también.

—Ya te lo he dicho —advirtió Cichol, apareciendo a su espalda, o más bien manifestándose. Ahora estaba en todas partes—. No es fuego.

—Solo debo golpear más rápido —decidió Tetis. La Talasocracia era inútil si el enemigo podía destruir la base antes de que siquiera empezase la Arquería, de manera que se saltó las fases y fue creativa. En condiciones normales, no había aire en el agua, pero sí agua en el aire, moléculas que podía aprovechar para hacer aparecer agujas de agua allá donde veía al ángel. Nada servía: atravesaba la cabeza, el corazón y los pulmones del guerrero celestial y al momento este aparecía en otro sitio—. ¿Eres más rápido que yo? —Hubo de admitir, sopesando otra cosa que era también inútil: superar la velocidad de la luz frente a un enemigo omnipresente.

—Ya veo —habló Cichol, desde todas direcciones—. Tu cosmos ha descendido desde el momento en que destruí la Talasocracia. Dudas de tu fuerza. Estás siendo injusta contigo misma, hija de los dioses. —La temperatura de Aquiles empezó a acrecentarse, quemando la piel de la nereida sin que hubiese opción al contraataque—. Yo no domino ningún fuego, mi magia doblega un aspecto de la realidad: el calor presente en la materia. Me basta un solo roce para que cualquier cosa se caliente hasta el punto en que se evapora. ¡En eso consiste en el Estilo del Viento Sur: Euro!

Para ese momento, no solo Aquiles, sino todo el cuerpo de Tetis había tenido contacto con el ángel. La armadura perlada, a pesar de los daños, la mantenía con vida, pero no podía impedir que de la piel empezaran a salir ampollas, ni que los vasos sanguíneos, las arterias y aortas de la armadura despidieran hilos de vapor rojizo. Era cuestión de tiempo que lo que creía la defensa definitiva se convirtiese en su perdición.

«¿Perdición? —pensó Tetis, irritada—. ¡Yo soy una diosa! —La sangre que corría por sus venas seguía siendo la de Nereo y Doris. Había hecho mal en exponerla, necesitándola tanto. Con un pensamiento, deshizo la armadura, volviendo el vital fluido a pasar por su auténtico aparato cardiovascular. Fue el mayor dolor físico que hubo sentido en la vida, pues lo que entraba bajo su piel no era sangre, sino fuego, quemándole las entrañas y haciéndole gritar de dolor—. ¡Soy una diosa, hija de Nereo, jamás caeré contra un mero espíritu! —Los ojos, bien abiertos y enrojecidos, sangraron. Sentía tal calor allí que bien podrían estar derritiéndose—. Mi cosmos… mi dunamis… —Dejó de poder ver, dejó de escuchar, oler y sentir. Todos los sentidos estaban siendo abrumados por el ángel del Aire, que la rodeaba con su mortal tacto, quemándole toda la piel descubierta, luchando contra la mágica protección de la armadura perlada—. Yo…»

—Soy una diosa —reafirmó Tetis, antes de perder el habla.

Assal vino desde alguna parte atravesándole el corazón.

Perdidos los sentidos convencionales además del sexto, ahora la nereida solo podía ver con aquellos extraordinarios. El Séptimo, la facultad de manipular el cosmos; el Octavo, la facultad de aprovechar el poder divino latente en toda alma.

El Noveno, origen de toda existencia. Tetis, aún sin poseerlo ya, estaba en él.

A través de Talasa, pudo ver el ardiente viento de Euro tomando la forma de Cichol, cuya mano arrancó la lanza sin un ápice de misericordia.

—No lo eres, harías bien en reconocerlo —dijo Cichol—. Es lo mejor que podemos hacer, nosotros los espíritus. Dejar de engañarnos, pasar página. Inmortales, sí, mas no dioses. Nunca volveremos a caminar al lado de los que reinan desde los cielos.

¿Quién querría andar por el infinito y la eternidad de la mano de esos pedantes sabelotodos? —cuestionó una voz omnipresente, nacida del propio mar que rompía contra la playa. El ángel presintiendo el peligro, quiso decapitar a Tetis, blandiendo Assal de lado a lado; la cuchilla del lado izquierdo de la punta de la lanza se detuvo a cinco centímetros del cuello, mientras Tetis sonreía—. Yo soy del Pueblo del Mar. Puede que honre la tierra con mis pies, y es posible que permita que los vientos, niños de Eolo, mezan mis cabellos, mas el Olimpo no produce en mí más que un franco aburrimiento. No somos iguales, espíritu, es hora de que te lo demuestre.

La razón por la Cichol no pudo darle muerte era la bendición presente en la armadura perlada. No era posible matar a una nereida mientras tuviese esa protección, por ello a ninguna de las hermanas de Tetis se les había ocurrido nunca renunciar a ellas. Era un tesoro invaluable, una protección que los reyes atlantes envidiaron a través de los milenios, siendo el poderosísimo Atlas la única razón por la que las discrepancias entre las ociosas nereidas y la familia real de la Atlántida nunca pasaron a mayores. Todas las hijas de Nereo sentían gratitud por ese regalo, y Tetis más que ninguna de ellas, habiendo sobrevivido a tantas guerras y conflictos. Demonios, monstruos, gigantes, horrores y hasta un ángel. Había sido un largo viaje.

Tras un mero pensamiento, una blanquísima luz lo cubrió todo, obligando a Cichol a retroceder. Cuando abrió los ojos, Tetis ya estaba desprovista de cualquier prenda, sosteniendo entre los dedos una sencilla perla agrietada por la batalla. La sangre sobre el cuerpo había sido limpiada por la espuma en que se convirtió el vestido.

—Ya veo —dijo Cichol, con los ojos bien abiertos—. Es una pieza del collar que Nereo regaló a Doris como presente de tan divina unión. ¡Eso es lo que te ha protegido!

Un espíritu no era lo mismo que un dios. Al ángel del Aire sí que le turbaba ver la desnudez de una diosa. No desvió la mirada de la perla hasta que la hija de Nereo la introdujo entre sus labios, tragándosela, sacrificando ese maravilloso tesoro.

La cuarta fase de la Talasocracia era incendiar el dunamis que ya había aprisionado al enemigo. Considerando la magia de Cichol, eso era imposible: el guerrero celestial desharía cualquier intento de atacarle con grandes masas de agua o cualquier forma de materia. Necesitaba usar algo que no pudiera hervir, ni congelar, ni destruir de ninguna forma. Necesitaba energía en estado puro, rápida como para borrar del mapa al enemigo sin que tuviera tiempo de volverse aire, potente como para destruir una de las armas sagradas de Hefesto. Talasa habría podido destruirla de siete formas distintas, Tetis solo tenía un recurso para lograr tal prodigio, siempre que lo ejecutara en el momento justo.

Y si sobrevivía al dolor. Los humanos eran afortunados: si perdían el corazón, hallaban la muerte al poco tiempo. Ella tenía un hueco donde aquel debía estar, y sobrevivía, consciente además de cómo el calor del interior de su cuerpo ya estaba empezando a derretir la estructura ósea. Si hubiese esperado un poco más, no estaba segura de qué habría sido de ella, con toda la sangre perdida y los órganos internos incinerados. No tenía voz, pero todo ese sufrimiento lo soltó en un alarido animal que arrancó al despiadado ángel un acceso de compasión: debía matarla, como el amo debía ejecutar a un perro rabioso. Avanzó hacia ella con paso solemne, tornando a Ochain en una vara y uniéndolo con Assal para formar la poderosa e indestructible lanza de Lugh.

«Virtualmente indestructible —recordaba Tetis. La perla viajó desde su garganta al estómago, momento en que la nereida la hizo arder con un mero pensamiento. Una energía divina fluyó, dulce y maravillosa, deshaciendo la magia de Cichol y restaurando cualquier daño de la batalla inferior. Un afortunado efecto colateral—. Un poder comparable al Big Bang, un ataque enfocado a la estructura subatómica de la materia.»

Ella no tenía esa fuerza, ya no. Sin embargo, el universo había nacido por la voluntad divina. Empleando el dunamis, los milagros del cosmos se volvían rutina. Algunos.

—Te recomiendo que uses todo tu poder —dijo Tetis, sonriendo.

—Imposible —replicó Cichol, todavía avanzando. No le sorprendía la repentina restauración del cuerpo de la nereida, ni tampoco la fuerza que nacía desde las entrañas de aquella. No temía al nimbo, pues contaba con el poder de la magia y las armas de Hefesto—. Mi verdadera fuerza queda reservada para Macuil, el ángel del Fuego. Tú eres fuerte, mas Macuil es la mano derecha del Gran Espíritu Seiros. No hay comparación. —Llegó hasta ella, sin interés en volver a emplear el Estilo del Viento Sur: Euro—. Él es de la Segunda Orden de Ángeles, tú estás al nivel de los héroes.

El divino cosmos de Tetis los envolvió a ambos, diosa y ángel, impidiendo a Cichol volver a fundirse con el viento.

—Gracias —dijo Tetis—. Por compararme a los héroes de la Tierra. Gracias.

—Los héroes son lo más bajo de la jerarquía celestial —negó Cichol—. ¿Por qué ibas a sentirte agradecida? No tiene sentido.

A pesar de la tranquilidad aparente, el ángel alzó la guardia. Estaba inseguro de si atacar, o defenderse, pues mientras no pudiese fundirse con el viento no existía una ventaja de velocidad. Y en términos de poder bruto él era inferior.

—Porque eso es lo que soy —respondió Tetis—. Antes que diosa, una heroína. ¡Una heroína, blandiendo la divinidad!

—Has perdido el juicio —lamentó Cichol—. ¡Permite que acabe con tu sufrimiento!

Todo se definió en un solo picosegundo. El guerrero celestial apuntó no al corazón, restaurado en torno a la energía liberada por la perla, sino a la cabeza. Sin un cerebro, ni siquiera una hija de los dioses podría seguir siendo un problema. Después solo tendría que destazarla mediante lances súper lumínicos hasta que cualquier regeneración fuera imposible, pero primero impediría que aquello le causase dolores innecesarios.

Era un buen hombre, Tetis lamentaba que no fuese además uno sensato. Si hubiese estado dispuesto a parlamentar cuando llegaron a ese lugar, ella habría podido reservar este as bajo la manga contra un enemigo que en verdad lo mereciera.

Que las glorias de los ángeles olímpicos tenían nimbo era información accesible para todos los que alguna vez pisaron el cielo. Hefesto era el encargado, después de todo, no había nadie mejor que él para moldear el cosmos divino. Las protecciones de los guerreros sagrados, empero, no contaban con ese ingrediente. Lo más parecido era la entrega de icor por parte de Atenea al formar los mantos sagrados. ¿Y qué pasaba con el regalo nupcial de Nereo a Doris? ¿Qué cosa, si no el dunamis, habría podido proteger a cincuenta deidades descuidadas de un universo hostil contra los dioses que lo señoreaban? Tetis llegó a asumir que era por causa de una magia poderosa, pero rememorar aquella reunión con Hefesto le hizo considerar una opción más simple: Nereo poniendo en manos de su querida Doris el dunamis del Viejo del Mar, una parte al menos, que más adelante fue a su vez fragmentada en cincuenta partes. ¿A cuánto ascendía la quincuagésima fracción del infinito? Estaba a punto de averiguarlo.

Su cuerpo no solo se había restaurado, con un nuevo corazón latiendo del icor que como hija de Nereo le correspondía, también se estaba potenciando. Un picosegundo era la billonésima parte de un segundo, contenedora de mil femtosegundos. Tetis actuó en el último de esos mil, cuando Assal estaba por atravesarle el cráneo y no había espacio alguno para que escapase el ángel de su técnica definitiva: Dunamis Pneuma.

La divina energía manó de entre sus labios como una corriente aguamarina, semejante a las líneas de la armadura de Hefesto que evocaban a los dioses del mar. Como el aliento de los antiguos dragones, el Dunamis Pneuma atravesó el arma sagrada sin hallar la más mínima resistencia. El ángel del Aire ni siquiera pudo huir antes de ser impactado; si acaso, la gloria Arianrhod le permitió unos instantes de dolor como umbral de la muerte, aunque Tetis no pudo saberlo. No veía nada más que el color de su divino cosmos llenando los cielos con el poder que la había protegido toda su larga vida. Miles de millones de años se escapaban de su ser, llevándose incontables recuerdos. El tiempo que tardara aquel enemigo, buen hombre o no, en morir, le dio lo mismo por esta vez.

Tras que el Dunamis Pneuma se perdiese más allá de los cielos, empero, quedó inquieta. No había, en efecto, ningún rastro del enemigo, como tampoco había aire por la trayectoria del aliento divino. Todo había sido aniquilado, átomo a átomo, protón a protón, dejando un vacío inmenso entre las nubes que no dejaba de dar mala espina a Tetis. Cuando una diosa quería que algo desapareciese, ocurría, sin embargo, ella no era una auténtica deidad, había renunciado a serlo y no había vuelta atrás.

—No la hay —dijo Tetis en voz alta, sorprendiéndole lo poco que eso le importaba—. Soy una heroína, como Aquiles —celebró, llena de orgullo. Su cuerpo, empero, no abandonaba las viejas costumbres, vistiéndola como una diosa a partir de la espuma—. ¿Qué hacen los héroes? Vencer a los monstruos —concluyó. Acto seguido, decidió hablar mediante el alma, siempre inmortal y divina, para despedirse de ese lugar tan querido y terrible para ella. Aun los dioses debían obedecer las leyes de los dioses.

El dunamis de Talasa, el escudo de Aquiles, la entendió. Más aún, le informó de una situación por mucho más urgente que si Cichol había muerto o huido: los defensores del barco estaban al borde de la derrota. Aprovechando la divina conexión, Tetis buscó el responsable de los horrores: un guerrero celestial de amplias proporciones arrastrado por otro rubio y esbelto, que huía de un tercer ángel por alguna razón.

Iba a ser complicado llegar hasta allí, no tanto por la distancia como porque la Senda de Oro estaba corrompida por Aquel que se desliza en la oscuridad. Sin embargo, ella estaba lejos de estar agotada, se  encontraba exultante, en la plenitud de su poder.

Llegaría a donde debía llegar, porque era Tetis, madre de héroes.


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Capítulo 210. Ángel y demonio

 

Demasiado lejos de la Senda de Oro y la constelación de Escudo, Kanon no podía saber cuál era la situación de sus compañeros, por lo que no les dedicó ni un solo pensamiento. No podía permitirse distraerse frente a aquel temible enemigo, en parte por lo fuerte que era Sariel, en parte por el modo en que estaba combatiendo contra él.

Sabía que el ángel de la Muerte tenía un poder bruto descomunal. También estaba al tanto de que podía robarle los recuerdos. Por tanto, la prioridad era mantenerse alejado, cosa imposible en el estado en que la Última Explosión de Galaxias le había dejado.

—Toda resistencia es inútil —había asegurado Sariel—. Tu cuerpo no resistirá.

—Ponme a prueba —declaró Kanon a modo de respuesta.

No hurtarás —rezó Sariel con solemnidad—. Juicio Divino.

Mediante un movimiento súper lumínico, el ángel aceleró hacia él, moviendo a la vez el brazo con engañosa tranquilidad. Pero Kanon estaba prevenido, ya habiendo ejecutado la Otra Dimensión. Pudo evadir por muy poco el ataque, de naturaleza similar al Satán Imperial y el Puño Fantasma, y ocultarse mientras meditaba qué hacer. ¿Abusar del Octavo Sentido? No confiaba en poder resistir el agotamiento físico que suponía emplear la fuerza del alma, que trascendía los límites físicos de los seres humanos. ¿Una alternativa? La teletransportación era un buen sustituto para el último de los sentidos, incluso mejor que la Otra Dimensión, cuyo verdadero propósito era otro, pero solo para desplazarse. Combatir requería mucho más que moverse de un sitio a otro. Implicaba reaccionar al enemigo, contraatacar en fracciones de tiempo imperceptibles para la mayoría de los hombres. Durante el entrenamiento con Arthur, ambos decidieron buscar su propio camino en ese respecto, hasta que los santos de bronce, héroes legendarios, empezaron a desaparecer y Kanon optó por aprovechar el icor de Atenea.

«No puedo depender de eso siempre —pensó el santo de Géminis, cabeceando.»

Tampoco podía permanecer demasiado tiempo en la Otra Dimensión, abierta desde un punto remoto del universo. No quería atraer atenciones indeseadas. Además, alguien como Sariel sin duda tendría medios para alcanzarlo allí, de modo que se apuró en repasar cuanto había ocurrido en la segunda ronda de la batalla con el ángel de la Muerte. La Otra Dimensión Alternativa había sido vuelta realidad por un poder externo, pero había sido él quien colocó ciento diecinueve soles, de cien metros de diámetro cada uno, en la posición justa para desatar la Última Explosión de Galaxias. Había sido él quien transportó materia entre pliegues que no podía ver, mientras combatía.

Abandonó la Otra Dimensión cuestionándose si podía repetir aquella hazaña.

—Quince segundos —dijo Sariel con sencillez. No se había movido de donde estaba, la anterior posición del santo de Géminis. Cruzado de brazos, no parecía preocupado porque quien acababa de huir de su primer ataque fuese a pillarlo desprevenido—. Me preguntaba si poseías la sensatez suficiente para regresar, admito que me has sorprendido. Si no lo hubieses hecho, habría tenido que ir en tu búsqueda antes de que causes más problemas. —El ángel de la Muerte aleteó, liberando soplos de un aire sobrenatural que helaba el alma, indicando de qué forma habría viajado hasta la Otra Dimensión—. Aun así, tu destino sigue siendo el mismo. Te mataré aquí. Te destruiré junto a este mundo. El universo no necesita a los seres humanos.

—También yo quería probar algo —replicó Kanon, seguro de sí mismo—. No creas que tu falsa superioridad impresiona a todo el mundo.

 

***

 

Había sido un largo camino, desde aquellos primeros días en el Santuario de Atenas. Él y Saga eran huérfanos en Rodorio, recogidos por el Sumo Sacerdote como los primeros candidatos a santos de oro. Se les hizo la clase de promesas que un par de chiquillos de seis años, sin amigos y acostumbrados desde tan temprana edad a trabajar de recaderos, considerarían la providencia divina. Ser de la élite de los santos de Atenea. Cuando el maestro Shion les preguntó qué deseaban, el infante Kanon afirmó que protegería a los que no tenían nada, como ellos, mientras que Saga declaró que solo volviéndose los más fuertes del planeta podían hacer tal cosa.

Lo que otros santos de oro aprendían en un año, ellos ya lo dominaban en seis meses. Sin embargo, Saga siempre iba a un paso por delante, siendo celebrado por el maestro Shion como un guerrero con tanto potencial como los vencedores de la última Guerra Santa. Frente a esa revelación, los roles se invirtieron. Mientras que la sed de lucha y poder de Saga se iba saciando según comprobaba lo fuerte que era, Kanon desechaba la virtud por el cinismo. ¿De qué Guerra Santa hablaba el maestro? ¿Para qué se estaban preparando? Proteger a la reencarnación de Atenea sonaba muy lejano si no había una diosa aún, defender la Tierra se le antojaba una ambigüedad del mismo cariz de los discursos de los políticos de la ciudad, de los que siempre se quejaban los mayores en Rodorio. Necesitaba algo concreto y el Sumo Sacerdote respondía con un silencio sepulcral. Habiendo llevado esa carga por más de trece años, el ya adulto Kanon comprendía ahora que Shion prefería reservarse la información crucial por si los santos de Atenea cedían a la tentación de unirse a las filas de Hades, incluso en su soledad pudo haber llegado a desconfiar de su amigo, quien al sentir lo que era vivir durante siglos, acaso podría haber cambiado. El infante Kanon, en cambio, ni pensó en eso, ni podía saber el desastre que tanta prudencia acarrearía. Solo sintió una furia creciendo día tras día, hasta que a las puertas del año de entrenamiento, estalló.

Fue la primera y última vez que venció a su hermano en combate, allá en el coliseo, bajo la luz de la luna llena. Solo los dioses fueron testigos de ese triunfo. Solo ellos pudieron ver a Kanon deteniendo el puño frente al rostro ensangrentado de Saga.

—¿Por qué? —cuestionó Kanon—. ¿Por qué no evitaste este golpe?

Si su hermano le hubiese respondido que confiaba en que nunca le golpearía, sin duda el niño que fue lo habría matado. No sentía odio por él, todo lo contrario, pero sí furia.

—Porque debo ser el más fuerte de este mundo —dijo Saga, bebiéndose la sangre del rostro al sonreír—. Más fuerte que el maestro, más fuerte que los héroes que admiramos y más fuerte que tú. Si huyo de tus golpes, ¿cómo podría cumplir nuestro sueño?

—¿Nuestro? —El infante Kanon temblaba de ira. No había bajado el puño.

—Nacimos bajo la misma estrella —respondió Saga, sentándose y teniéndole la mano—. Nuestro objetivo es el mismo: cuidar de este planeta.

Fueron las palabras justas en el momento justo. Kanon pudo recordar el niño que fue antes de que el entrenamiento le obligase a dejar atrás la infancia. Los sueños que lo impulsaron a fortalecerse más y más. Tomó la mano de su hermano.

—Está bien —dijo Kanon, vencedor en la fuerza, vencido en la virtud—. Pero no creas que tu falsa superioridad impresiona a todo el mundo.

—Qué buena frase. —Riendo, Saga se apoyó en su hermano menor para levantarse—. Me la apunto. Oye… ¿Qué le diremos al maestro Shion? —Un candidato a santo de oro no se partía la cara cayéndose de unas escaleras, o de una montaña, para el caso.

Idearon una muy elaborada historia sobre unos fantasmas devoradores de cosmos en la Otra Dimensión, que por entonces podían abrir si trabajaban juntos, pero no tuvieron ocasión de contarla. Porque al día siguiente llegó Aioros, el nuevo y excepcional discípulo del maestro Shion. Todo lo hacía bien: hablaba con corrección, vivía con corrección y hasta luchaba con corrección. Quizá era por eso que venció a Saga en el primer combate singular que tuvieron, quizá Kanon lo había dejado molido de verdad la noche anterior. Como fuera, aquel perfecto ángel caído del cielo destruyó lo que los hermanos habían conseguido: Saga, tan seguro de sí mismo, se transformó en un virtuoso influenciado por la bondad antinatural de Aioros; Kanon, ahora un tercero en discordia, dejó que la sombra de la envidia lo apartara del camino para convertirse en santo de oro. Tal y como el maestro Shion había planeado.

—No puede haber dos santos de Géminis —lamentó el entonces Sumo Sacerdote, como si regañara al tercer manto zodiacal, o a su antiguo portador—. Tienes que decidir. —Por supuesto, Shion estaba al tanto de la batalla entre los hermanos en el coliseo. También intuía las dudas del manto de oro sobre cuál portador escoger desde ese duelo, razón por la que forzó la presencia de Aioros como una particular Prueba de Armadura.

Lo que debía ocurrir, ocurrió. Saga se transformó en el más fuerte de los hombres sin que ello lo envileciera, centrándose en forjar el poder que había soñado: la Explosión de Galaxias, la mayor potencia de combate entre su generación de santos de oro. Kanon optó por otro camino, el de realizar la Otra Dimensión por sí solo, pero cuando en el combate final por el manto de Géminis descubrió que su hermano era también capaz de abrir el portal, si bien no con tanta eficacia, perdió el control. Volvió a dejarse llevar por la ira, el único estado emocional que impulsaba su fuerza por sobre la de Saga, solo que en esa ocasión apenas pudo equiparársele. En fuerza, no en técnica combativa.

La vida entera de Kanon se convirtió en un entrenamiento constante desde ese día nefasto, donde era Aioros y no él quien celebraba el ascenso de Saga de Géminis.

 

***

 

Un entrenamiento, en verdad. Año a año, década a década, fue desentrañando los entresijos del espacio-tiempo. Con incentivos cada vez mayores. En las filas de Poseidón, perfeccionó la Otra Dimensión a través del estudio del Triángulo de las Bermudas. Sirviendo a Atenea, aprendió la técnica de su hermano para doblegar la mente del enemigo, ganando con ello la resistencia mental necesaria para profundizar más en la materia que le interesaba. Entrenando a Arthur, vio en el espacio entre espacios algo mucho más útil en combate que un laberinto sin salida para los no versados en el viaje dimensional, pasando de ser un mero agujero negro a escala a un medio de transporte más. Como testigo de la batalla contra Caronte de Plutón y la apertura de las Puertas de Yog-Sothoth, acrecentó sus conocimientos sobre el universo más allá de lo que habría imaginado. Y ahora, habiendo pasado por la convivencia con una entidad alienígena, completaba el largo viaje con una idea tan sencilla como eficaz. Eso era lo que lo diferenciaba de guerreros más impetuosos, como Shaula: él no exploró los límites de la Octava Consciencia hasta dominar por completo el Séptimo Sentido.

Esperando alguna clase de ardid, el ángel de la Muerte miraba a Kanon desde la distancia con aquellos ojos que parecían ver más allá de la coraza de los hombres, fuese de metal o de carne. Fue por eso que el primer puñetazo que recibió fue en la cara.

—¿Qué ha sido eso…? —cuestionó Sariel, con el rostro ladeado por un golpe invisible.

—Demasiado rápido —asintió Kanon—. ¿Qué tal ahora?

El ángel se apresuró a cubrirse con los brazos cruzados. Tarde. Un triple puñetazo ya le había impactado en las mejillas y bajo el mentón, haciéndole retroceder, confuso.

—¿Telequinesis? —Confuso era el adjetivo adecuado para describir a Sariel, porque el yelmo de este no había cedido ni un ápice ante cuatro certeros ataques—. Es imposible, tu mente es débil, no podría lograr algo así ni en mil años.

La idea más predecible pasó por la mente de aquel guerrero: si no podías defenderte de tu atacante, bastaba con matarlo antes de que atacase. Para ello, se propulsó mediante las alas de su espalda, empleando la técnica destructora de recuerdos.

Pero a medio camino, una patada en pleno abdomen lo detuvo, seguida de otras dos en los costados y un golpe de codo en la espalda que enterró al ángel contra el agua por un más que satisfactorio segundo. Esta vez, empero, Sariel sí que pudo ver los movimientos: Kanon daba puñetazos y patadas a la velocidad de la luz, solo que estos no cruzaban la distancia habitual, ni ninguna otra. Gracias a un creativo uso de la Otra Dimensión, los ataques del santo de Géminis ignoraban la distancia entre él y su oponente, equiparando por ello cada golpe la magnitud de aquellos ejecutados bajo el místico estado del Octavo Sentido, sin el cansancio que este suponía.

—¿Eso es todo? —cuestionó Sariel, alzándose una vez más indemne—. Mi gloria puede resistir ataques más rápidos que la luz.

—Hay golpes y golpes —replicó Kanon—. Entre nuestra orden, hay varios que aprovechan la superior velocidad que otorga el cosmos para ejecutar el mayor número de ataques posible. —Marin de Águila, Seiya de Pegaso y el finado Aioria de Leo eran buenos ejemplos de ese estilo combativo, aunque no los únicos. La técnica de Mera de Lebreles seguía un principio similar, si bien combinando velocidad combativa y de desplazamiento para funcionar como un ejército de un solo hombre—. El inconveniente es que no pueden poner toda su fuerza en cada uno de esos ataques, es una elección de cantidad sobre calidad. —Para un número cuantioso de enemigos, tales técnicas valían la pena; para uno solo, la cosa cambiaba, de ahí que existiesen técnicas como el Cometa y el Rayo que concentraban el poder de cien a cien millones de golpes en uno único y portentoso—. Yo no tengo que tomar esa decisión. Te invito a comprobarlo.

No te harás… —empezó a recitar Sariel, recibiendo una nueva tanda de ataques. Diez puñetazos, en concreto, solo que todos eran el mismo: una vez se rompía el espacio-tiempo, volver múltiple una técnica de un solo objetivo resultaba tan sencillo como ignorar la distancia—… escultura ni imagen… —seguía hablando, a pesar del sinfín de impactos que recibía. Cada paso que Kanon daba hacia él se volvía una patada, pues el pie, una vez transportado, adquiría una aceleración infinita que solo podía resultar en fuerza infinita—… ni semejanza… —Receloso, el santo de Géminis ejecutó un centenar de ataques simultáneos que hicieron volar al ángel de la Muerte hasta más allá del horizonte, a donde no dudó en viajar mediante la Otra Dimensión—… de lo que hay arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo en la tierra.

Había aterrizado al final de aquel lago, a la sombra de una de una formidable estructura cristalina de tres mil metros de altitud que recordaba a las montañas terrestres. El incesante rezo terminó con el ángel escupiendo sangre.

Parte de Kanon quería saber qué significaba eso, pero el tiempo había templado al niño que fue en un hombre práctico. Con la misma falta de misericordia del enemigo, desató sobre Sariel quinientos puñetazos simultáneos, y habrían causado estos un gran daño en el vulnerable guerrero celestial si las alas de este, llenas de un secreto poder, no lo hubiesen cubierto antes, protegiéndolo mientras se ponía de pie.

—¡Eso no te salvará! —exclamó Kanon. Si las alas de un ángel podían rechazar incluso ataques que ignoraban el espacio, él solo tenía que desplumarlo.

Mil veces impactó el puño de Kanon sobre la formidable barrera, provocando en esta una notoria agitación. Así transcurrió el segundo que Sariel necesitaba para terminar su conjuro mediante sus labios ensangrentados:

No habrá para ti otros dioses delante de mí. Juicio Divino.

La Otra Dimensión se cerró de inmediato, cortando de improviso la última y acaso decisiva tanda de diez mil puñetazos. Cuando el ángel de la Muerte se descubrió, las alas ya no estaban intactas, sino que lucían diversos huecos por toda su envergadura. Un logro tan grande como inútil, si ya no podía recurrir al mismo truco.

—¿Qué has hecho? —cuestionó Kanon.

La Otra Dimensión no solo se había cerrado, sino que le era imposible volver a abrirla. Se le pasó por la cabeza que quizá no había sido Sariel el responsable, sino uno de los Astra Planeta. De ser ese el caso, no le quedaría más remedio que usar toda su fuerza, a pesar del agotamiento que ello supondría, a pesar de las mentiras sobre las que tal regalo robado estaba construido. A pesar de todo eso, lo usaría si no le quedaba más remedio.

—Las palabras no son necesarias —dijo Sariel—, mas las digo por tu bien. Es el primer mandamiento que traje a esta Tierra impura en nombre del Olimpo.

—¿Mandamientos? —cuestionó Kanon, aún tratando de romper el sello. ¡Él era el santo de Géminis, señor del espacio-tiempo, tenía que poder lograrlo!

—Leyes que los hombres debían seguir. A diferencia de mis compañeros, yo no creo en la ley del Talión, ni en el simple eludir de los nueve pecados capitales. La bondad no es la ausencia del mal, el mal es la ausencia del bien —declaró Sariel, guardando pese a todo las distancias—. El primer mandamiento debía ser contra la idolatría.

—Deliras. —Kanon era un hombre culto, conocía las principales religiones monoteístas y sus variantes—. Los mandamientos no encajan con los dioses del Olimpo.

Sariel bufó. Un simple sonido, lleno de desprecio.

—Ya un dios único, ya una miríada de dioses, la divinidad es lo mismo. Un poder más allá de lo terrenal, incognoscible para la humanidad, imposible de someter. Los hombres no merecen ningún control sobre el mundo. Por eso, cuando ocurre lo que no debe ocurrir, mi Primer Mandamiento hace que el mundo se vuelva en su contra.

Kanon no pudo menos que sonreír.

—Los guerreros sagrados llevamos miles de años imitando la naturaleza de la Tierra y el universo. Nadie hace caso de tus Mandamientos, ángel de la Muerte.

Aquello molestó a Sariel en grado sumo; empezó a avanzar.

—Los guerreros sagrados. Las Guerras Santas. La mezcla de lo divino y lo terrenal. Todo es un error que debo corregir, que puedo corregir. Soy el único que queda de los Jueces del Hades, los auténticos portadores de la justicia divina.

Ya para ese momento Kanon tenía clara una cosa: no podía abrir la Otra Dimensión. Ni para escapar, ni para mandar a algún enemigo a errar por la eternidad. ¡Ni siquiera por un espacio infinitesimal de tiempo, como cuando la abría para realizar aquellos ataques simultáneos e inmediatos! Así que le convenía provocar al enemigo, asegurarse un cuerpo a cuerpo. Si debía luchar como Saga, lo haría, ya estaba acostumbrado; de hecho, él había incluso mejorado el estilo combativo de aquella encarnación de Pólux.  

—No tomarás el nombre de Dios en vano —lanzó, pues, el santo de Géminis—. ¿Ese era el Segundo Mandamiento, verdad? Creo que aplica sobre ti.

Aquella fue la gota que colmó el vaso celestial. Aun las alas dañadas de Sariel podían impulsarlo lo bastante rápido como para que un santo de oro no tuviera tiempo a reaccionar. Por fortuna, Kanon ya había decidido para ese entonces hacer uso de la Octava Consciencia, así que logró esquivar el ataque que acaso le habría robado más recuerdos. ¡Por muy poco! El puño del ángel le rajó el lado quemado del rostro.

No matarás —recitó Sariel—. Juicio Divino.

El simple corte estalló en una explosión de sangre, como ocurrió con todas las heridas que Kanon hubo recibido desde que iniciara el combate. Pero no sintió dolor por ello, no le era posible, pues justo cuando Sariel terminó el nuevo conjuro los sentidos del santo de Géminis colapsaron por un sufrimiento inenarrable que llenó su mundo entero. No matarás. El Quinto Mandamiento. Él era ahora Kanon de Géminis, él había sido Kanon de Dragón del Mar, responsable del despertar de Poseidón y la muerte de un millón de personas bajo un castigo divino adelantado a su tiempo. Veinte años después, en el Hades, sintió que era su destino morir por ello. Creyó oler el aroma de los muertos, llevándole de la mano hacia el poderoso Radamantis de Wyvern. No sintió odio, ni envidia, cuando el manto de Géminis quiso regresar con su legítimo portador. Tampoco la sintió al principio de aquella larga noche, tras vestir por primera vez el tercer manto zodiacal y conocer qué llevó a Shion a actuar como actuó. Estaba en paz con el mundo por primera vez y consideró lo justo morir para por fin cumplir ese deseo infantil de defender el mundo, de velar por los que nadie velaba. Pero, una vez más, Atenea se interpuso entre él y la muerte, salvándole de la explosión que exterminó al Juez del Inframundo, si bien pasó un largo tiempo inconsciente. Mucho, en verdad. Abandonó el Hades en el mismo estado que los héroes legendarios, aunque a él no le estuvo permitido el honor de ir a los Campos Elíseos a defender el mundo.

«¿Eso es lo que esperas de mí, Atenea? —cuestionó Kanon, de cuerpo y manto carmesí, mientras forzaba una sonrisa—. Nada de muertes heroicas. Nada de huir con valentía. Yo dije que quería defender el mundo y todavía no lo he hecho.»

Tan solo había pasado un nanosegundo, dos a lo sumo, y ya estaba para el arrastre. Las piernas le flaqueaban, el alma estaba siendo aplastada por el karma de tantísimas muertes causadas por él. Ni siquiera recibir las Agujas Escarlata se comparaba a ese dolor, ningún sufrimiento causado por hombre alguno en la Tierra podría. Pero él no era solo un hombre, sino uno de los héroes que bajaron al infierno a decirle al mismísimo Señor del Inframundo que la Tierra era para los vivos, no para los muertos. Con esa misma voluntad, bloqueó con el hombro un nuevo ataque de Sariel y contraatacó con un gancho en la mandíbula, seguido de una patada en el estómago.

La gloria se cuarteó, ablandada por los previos ataques, revelándose los oscuros huesos sobre los que se formó su segunda versión en cuanto sacó las alas.

«Es ahora o nunca —decidió Kanon, ejecutando la Explosión de Galaxias

No codiciarás los bienes ajenos —dijo Sariel—. Juicio Divino.

Las palabras trascendieron el tiempo y el espacio, siendo pronunciadas en el diminuto lapso de tiempo entre que un santo de oro ejecutaba una técnica y esta era liberada en el mundo. Frente a los muy abiertos ojos de Kanon, la Explosión de Galaxias se comprimió en un diminuto punto que Sariel tomó y aplastó enseguida. Después, con ese mismo puño Sariel golpeó el rostro del santo de Géminis, ladrón de la identidad del Dragón de los Mares, a fin de extinguir su propia personalidad.

 

—Ha terminado el juego —advirtió Sariel, escupiendo sangre una vez más. El último golpe había dolido en verdad. Era un hombre fuerte—. Eres una criatura vil. No hay ley divina que no hayas ultrajado, desde la idolatría hasta la codicia de los bienes de tu propio hermano. Yo, el ángel de la Muerte, pondré fin a tu perversa existencia.

—No —renegó el hombre alguna vez llamado Kanon, cuya mente colapsada dejaba tras de sí un rostro fiero, salvaje y ensangrentado—. Yo no soy malvado.

No darás falso testimonio ni mentirás —replicó Sariel—. Juicio Divino.

La maldición que el ex-santo soltó fue cortada con la misma celeridad que su uso indebido del espacio entre espacios y esa técnica robada a su propio hermano. Acorde al Octavo Mandamiento, el derecho de hablar había sido despojado de aquella bestia que andaba sobre dos pies como una ofensa más a los dioses. El resto de los sentidos serían arrastrados por ese castigo divino, a fin de que el culpable no pudiera engañar a nadie de alguna otra forma. Los pecadores eran las criaturas más creativas del universo, por desgracia. Sajarles la lengua no bastaba, poco importaba lo que pensase Adremmelech.

—Yo no soy malvado —dijo una voz, latiendo a través del cosmos aún encendido de la bestia alguna vez llamada Kanon—. Yo no soy malvado.

—¿Quién eres tú? —cuestionó Sariel—. Sigo viendo los pecados de un hombre que ya no existe. —La identidad de Kanon de Géminis había sido destruida a través del Séptimo Mandamiento. Lo que tenía enfrente era más animal que humano—. ¿Quién…? —Los ojos del ángel de la Muerte, bendecidos por Hades para conocer la verdad que escondían los humanos, le dieron la respuesta. Quien hablaba no era Kanon, por supuesto, sino el manto de Géminis—. Abandona ese cuerpo, Pólux de los Dioscuros, tu indigno portador será enviado al infierno que le corresponde. —En ese estado, no podría defenderse del Segundo Mandamiento. Iría a Cocito sin que nadie pudiera evitarlo—. No es necesario que sigas su mismo destino —añadió, extrañado de que el manto de oro no lo hubiese abandonado ya. Se suponía que Atenea había tomado las medidas necesarias para que algo como el alzamiento de los falsos dioses no se repitiera—. ¡Abandónalo! —exigió, irritado. Lo divino no debía ensuciarse con lo terrenal.

—Yo no soy malvado —dijo la voz, de pronto más ronca—. Tampoco soy bueno.

Sariel no habría podido detenerlo incluso se hubiese visto el futuro. Un muerto en vida pasó de un estado de reposo a aquella velocidad que otorgaba el Octavo Sentido, en un espacio de tiempo imposible. Antes de parpadear siquiera una sola vez ya estaba chocando contra la enorme estructura cristalina, estremeciéndola hasta los cimientos debido al impacto. Al instante siguiente, estando él con la espalda arqueada y viendo las gotas carmesí que flotaban frente a sus ojos, apareció el demonio de rubios cabellos, golpeándole con una violencia desmedida, carente del refinamiento de los guerreros sagrados. Así, recorrieron aquella curiosa elevación natural, pura magia materializada por alguno de los Grandes Espíritus, hasta que en la cima, harto de tantos bloqueos y esquives el enemigo pateó la montaña en sí, iniciando su inmediato colapso.

«De un puntapié, abrían grietas en la tierra.»

Aprovechando la destrucción, el ángel de la Muerte enterró las alas en los costados del demonio y lo pateó con fuerza, para después girar y rodar ladera abajo. Si el cristal era lo que pensaba que era, un miembro de la élite de la Segunda Orden de Ángeles, comparable a la finada Seiros, aparecería para castigar a aquel demonio y él no podía descubrirse ante los Grandes Espíritus. Llegó a bajar la montaña sin percances, pero de los restos que caían emergió como una estela de luz la irracional bestia a la que Géminis se negaba a abandonar. Aun si pudo frenar el impacto con el brazo, el rebote le sacudió todo el cuerpo hasta los huesos, impidiéndole evadir un gancho alto que le hizo cruzar todas las capas de la atmósfera del planeta a la velocidad de la luz.

«De un puñetazo desgarraban el cielo.»

El ángel pudo estabilizarse antes de chocar con la luna. O una de ellas, pues eran tres las que orbitaban en torno a aquel mundo, la natural y otras dos con una apariencia mecánica que incomodaba a la vista. Era raro, los espíritus sentían un desprecio universal por la tecnología que llevara a los hombres más allá de su planeta de origen, consideraban que eso estaba en contra de los dioses. Y a pesar de eso, según comprendió con un solo vistazo, aquellos portentos no podían ser obra de ninguna raza mortal. Los satélites artificiales estaban regulando el flujo del tiempo en el área rodeada por la órbita lunar, valiéndose de los cristales en la superficie como catalizadores.

Poco tiempo pudo reflexionar en las implicaciones de ese experimento, pues un cosmos inmenso, mayor al que había sentido hasta ahora en su rival, viajó desde la superficie del planeta hasta él, trascendiendo la velocidad de la luz y apresándole. La bestia, pues no había mejor palabra para describir a ese salvaje, se aferraba a él con la violenta determinación de un animal para empujarlo hacia abajo como un velocísimo meteorito, ruina de toda civilización planetaria. ¡A ese ser no le importaba nada! ¡Nada en absoluto, salvo matarle y destruirle, en venganza por lo que le había arrebatado! Así lo sintió Sariel en su mirada, ardiente de una ira infinita. Ya no le quedaba nada, ni técnicas, ni recuerdos, solo la sed de venganza de un auténtico demonio.

Todos los intentos por defenderse eran contrarrestados por el salvajismo instintivo del humano. No tenía que pensar lo que hacía, solo actuaba, siendo la Octava Consciencia el sentido que suplía a todos los demás. A diez mil metros de impactar contra la costa occidental del único continente del planeta, Sariel pudo, por fin, adelantarse a uno de los movimientos del enemigo, deteniéndole el puño con la mano. Y encajándole tal rodillazo en el estómago, que el dorado metal de la zona estalló en mil pedazos, pero ni así Géminis murió, o abandonó al hombre primitivo. ¡Al contrario! Siguió apoyándolo en su locura de un modo que Sariel no vio venir: el brazo inutilizado por la Última Explosión de Galaxias voló a velocidad súper lumínica contra el rostro del ángel una y otra vez, acelerando más en cada ocasión hasta que el yelmo fue hecho pedazos, destino que compartió con el propio puño de aquella bestia descerebrada.

«Me equivoqué, no has dejado de ser un hombre —pensaba Sariel, el instante antes de chocar contra la tierra—. Es ahora que lo eres en verdad. Sin los regalos de los dioses, esta es tu auténtica naturaleza, la de los hombres de la era mitológica.»

Si antes había luchado con el divino Pólux, ahora quien tenía enfrente, quien lo golpeaba con la fuerza de los antiguos héroes, no era otro que…

—¡Cástor de los Dioscuros! —gritó Sariel en medio de una atronadora explosión. Una nube de polvo cegó los cielos mientras se escindía del continente la primera isla del planeta. El ángel y el demonio, pues no había mejor título para ese ser alejado de los dioses con el que luchaba, acabaron en el oscuro abismo abierto más allá de la tierra y el océano. Allí siguieron luchando, sin descanso, sin tregua. Una batalla eterna.

Tal y como en los relatos de los terrestres sobre las batallas de los dioses, basados en realidad en los combates de los guerreros sagrados de los inmortales, la faz del planeta cambió en ese duelo terrible. El continente fue dividido en dos y luego en cuatro pedazos. Los cielos fueron cegados por el polvo levantado desde las profundidades a la superficie. La tierra del este se desgajó formando islas que arrastraba un mar embravecido. El suelo se hundió en el norte, donde abundaban los bosques de vegetación única, formándose profundos valles que servirían de refugio para el calor sofocante. En el sur, en cambio, se elevaron montañas por sobre las dunas de un desierto interminable, hecho de arena blanca, como cristal en polvo. Sobre la cima de una de estas, alzada más allá de los dos mil metros de altitud, Sariel pudo al fin frenar los dos puños de Kanon, comprendiendo el oponente con el que combatía.

—Ni malvado, ni bueno —decía Géminis, el sagrado manto zodiacal cuyo brillo era apenas ahora una sombra. La mayoría de los pedazos dorados habían sido regados con sangre en la superficie de todo el planeta, antes de que la refiguraran—. Ambos.

—Sí —dijo Sariel, apretando los puños reventados hasta sentir el crujido de los huesos. El hombre no respondió, hacía muchísimo que superó el umbral de dolor—. Ese siempre ha sido el sino de los nacidos bajo la constelación de Géminis. —Los santos de Atenea debían ser hombres de justicia. De otro modo, el Olimpo no habría permitido a Atenea seguir con su juego, así fuese la hija favorita de Zeus. Libra, heredero del único de los primeros santos de oro que no se proclamó como un dios, se encargaría de que no volviese a ocurrir el peor de los escenarios, mientras que Géminis estaba, en cierto modo, exento de esa exigencia. El mal y el bien vivían en el corazón del guardián del tercer templo zodiacal, no importaba la época de la que se hablara. Siempre era así—. Yo no luchaba con Pólux, ni Cástor, estuve combatiendo contra ambos.

Cada lasca perdida por la gloria de la Muerte era la prueba de que tenía frente a sí al auténtico santo de Géminis. No una criatura vil que codiciaba desde la niñez cuanto le correspondía a su hermano, sino a quien aquel pasó el testigo. Saga de Géminis había perdido la vida por su propia mano, aplastado por la culpa, pero al sacrificarse junto a sus compañeros para derribar el Muro de los Lamentos, cayendo su alma sin fuerzas en el río de las lamentaciones, lo hizo porque sabía que dejaba el Santuario, la Tierra y Atenea a buen cuidado. Saga creía en su hermano, así como Pólux creía en Cástor. Ahora ambos eran uno, el semidiós y el hombre, o más bien, lo habían sido.

—No tenías derecho —advirtió Géminis, condenatorio.

—No lo tenía —reconoció Sariel—. Mas debía hacerlo.

Estuvo luchando contra un hombre digno de ser llamado el más fuerte. Pero los pecados de Kanon eran demasiados y la oportunidad de pagar por ellos se le escurría entre los dedos ocasión tras ocasión. Contra Radamantis. Contra Caronte. Contra él. Atenea siempre mediaba para que la tormentosa vida de un héroe prosiguiera. Como de costumbre, Sariel no entendía por qué, pero empezaba a cuestionarse si estaba obrando la voluntad de los dioses. ¿No había cometido él un pecado terrible, arrebatando aquello que una diosa decidió que debía conservarse? Tras recibir el Primer, Quinto, Séptimo, Octavo y Décimo Mandamiento, todo lo logrado en el ciclo de reencarnación se había vuelto cenizas. También lo que el propio Kanon había logrado.

El resultado lo sintió en cada golpe recibido. La estructura muscular de la gloria estaba desgarrada en un sinfín de cortes. Muchos de los huesos de ébano se habían fracturado. Las alas visibles eran ya más bien un esqueleto. ¡Incluso lo había hecho sangrar! Resultaba todo un logro, considerando que la mentalidad de Kanon era la misma que la del niño que pudo haber dado muerte a su hermano. Al tiempo, la fuerza era la del verdadero Kanon, sin limitantes. La Otra Dimensión estaba sellada, así que él rompía el espacio-tiempo a punta de velocidad. Fue desposeído de la Explosión de Galaxias, la técnica insigne de Saga de Géminis, de manera que concentraba todo el poder en los puños, liberando auténticas explosiones de poder a escala subatómica. Se había convertido en todo un santo de Atenea sacado de la era mitológica.

—Tus pecados son incontables —advirtió Sariel—. Aun si los dioses te perdonan, yo no lo haré. —Esa clase de hombre era la base sobre la que inició el alzamiento de Pirra de Virgo. Más aún: era justo la verdadera naturaleza de cualquier ser humano—. No consentirás los pensamientos ni deseos impuros —rezó—. Juicio Divino.

 

***

 

La mente de Kanon de Géminis había sido enterrada en lo más profundo de su alma, en el núcleo mismo de la Octava Consciencia. Desde ese lugar, que no era un lugar en absoluto, fue testigo de cada golpe, dado y recibido, en la batalla contra el ángel. Comprendía a aquel viejo yo que nada sabía de los dioses y que construía su propio camino con sus manos desnudas, anhelando la fuerza de un semidiós sin poder recordar que ese era el sueño de su hermano Saga y no el suyo. Él no tenía ninguno.

—Quiero proteger a los que no tienen nada —dijo Kanon, el niño—, como yo.

—Tu virtud ni siquiera se mantuvo a lo largo de la infancia —replicó Kanon, el hombre—. Claro que los santos de Atenea no somos niños mucho tiempo.

¿Sería esa la clase de batallas que se libraban en la era mitológica? Jóvenes desarmados cambiando la faz del planeta con su poder sobrehumano. ¿Cuántos de los mitos de la humanidad eran fieles a la leyenda original y cuántos habían sido distorsionados por algún ejemplo humano? Para los hombres comunes, la diferencia entre un dios y un guerrero sagrado no era clara. En ese sentido, el Primer Mandamiento de Sariel, que volvía al mundo, al universo, enemigo de quienes se apoyaban en él, era el más necesario de todos. Ponía un límite, sí, pero era un límite necesario. Cuando un hombre trataba de convertirse en dios, solo traía la destrucción a todo y todos.

Él había querido ser un dios, porque solo un dios podía superar a su hermano, aquel guerrero sin par reverenciado como un semidiós. También había asesinado, robado y usurpado un lugar que no le correspondía. Ni era el verdadero Dragón de los Mares, ni era el auténtico santo de Géminis. No era más que un sustituto. Por eso, cuando todo le fue arrebatado, sintió paz, quizá porque todo el odio y la envidia de su juventud se habían derramado sobre todas las células del cuerpo que ya no dirigía. Por primera vez, tras vivir una vida entera como la sombra de otro mejor que él, podía pensar por sí mismo, como cuando era un niño y aún no estaba todo decidido. Podía juzgar desde la distancia cada uno de sus actos, y comprender, al fin, que nunca necesitó el perdón del Santuario, ni el de su hermano, ni el de Atenea, que nunca había dejado de confiar en él. No necesitaba que nadie le perdonara más que él mismo.

«Me he estado engañando todo este tiempo —reflexionó el santo de Géminis—. Todos mis pecados, todos mis logros. Son solo aquello que pude hacer, según mis circunstancias. Y solo yo me condeno por ello.»

Tampoco era como si pudiera dejar de hacerlo. Había sentido el dolor de cada muerte causada por él, pero mientras podía soportar el sufrimiento causado por el castigo divino de Poseidón, había otras por las que aún no había pagado. Considerándose indigno del trono papal, no dudó en apoyarse en Arthur de Libra para que Akasha de Virgo, esa valiente muchacha capaz de luchar contra sus demonios internos sin perder la fe en el género humano, lo sustituyese. Él le dio la pesada carga de la toga sacerdotal, él le legó el mundo antes de inmolarse junto a Caronte. El resultado era que él vivía, también el regente de Plutón, mientras que quien debería haber seguido protegiendo la Tierra había sido asesinada por la persona en quien más confiaba. Una verdad terrible, que a todos los que se unieron a él y Gestahl Noah en el barco había ocultado.

«Soy el cómplice de un mentiroso —sonrió Kanon—. Por eso ya no puedo hablar.»

Por encima de todas las cosas, él, en esa batalla y desde hacía trece años, había sido…

—Un cobarde —dijo el santo de Géminis, antes de que su alma empezara a arder.


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Publicado 30 September 2024 - 14:54 pm

Saludos

 

Capítulo 211. Jueces del Hades

 

En un tiempo remoto, cuando era Tea el satélite que orbitaba alrededor de la primigenia Tierra, el ciclo de la vida y la muerte era dirigido por los ángeles de la Segunda Orden, mortales unidos a los espíritus según la voluntad de Zeus.

Tal situación de las cosas llegó a su fin debido a un mundo cuya historia ya no era recogida por ningún hombre mortal. Demasiado lejana a la Tierra como para ser notado, Aselia estaba controlada por dos clanes enfrentados a través de eones, los silvanos y los malakhim. Los primeros, chamanes, buscaban una relación igualitaria con la realeza del mundo espiritual, ayudando a los espíritus a manifestarse en el universo material para que pudiesen dirigir la naturaleza en la dirección correcta. Estaban satisfechos con llevar al planeta a su punto álgido, mientras que los malakhim, provenientes de otro mundo más allá de las estrellas, soñaban con la conquista de la galaxia. Ellos no aceptaban las migajas de los espíritus, sino que los sometían con su fuerza, fundiéndose en una unión que difería de la normal entre hombre y espíritu en que era el humano la parte dominante. Eran los ángeles caídos del Gran Espíritu Maotelus, demonios conocidos por su longevidad, poder y codicia ilimitada.

De hecho, malak era en realidad el nombre bajo el cual se hacían llamar los espíritus que Maotelus mandaba a setentaidós mundos con vida inteligente en la galaxia, como mensajeros y observadores, mientras que la denominación silvano nacía del Espíritu Superior Sileno, padre de las sílfides, gnomos, ondinas y genios que dieron forma al mundo de Aselia. Malakhim y silvanos eran los términos adecuados para nominar a los espíritus destructores y creadores, pero para las dos facciones imperantes en Aselia, era lo mismo hablar de espíritus que de poder, fuera en un sentido reverencial, fuese desde el punto de vista del sometimiento, así que los dos clanes terminaron olvidando su humanidad y sometieron, ora con sabiduría, ora con fuerza bruta, a todas las criaturas del planeta, incluidos los gigantes y las deidades menores de los bosques, las montañas, los ríos, los lagos y las nubes, todos ellos fruto de la acción de los espíritus en el planeta. Con todo, mantenían un delicado equilibrio de destrucción y creación que complacía a los dioses, o al menos a sus emisarios, que no tomaron en consideración lo que ocurría en ese planeta hasta que el malak Yuan contrajo matrimonio con la silvana Martel, formándose una insólita alianza que concedió a los malakhim el favor de las ninfas, amigas y amantes del clan de los silvanos. Unidos, iniciaron lo que consideraban una rebelión justa contra la tercera fuerza de ese planeta, responsable de condenar al olvido a quienes morían. Los Kharlan, que así se llamaban, fueron pronto sometidos.

Hasta entonces, el Árbol del Mundo, plantado por el Espíritu Superior Silvano con su último aliento tras una dura batalla, filtraba las almas de toda maldad, de todo arrepentimiento, transformando aquella energía negativa en nutrientes para el planeta. Es decir, los muertos pasaban un tiempo fluyendo en el interior del planeta en una corriente de sangre espiritual hasta que quedaban limpios y podían renacer. Los desechos del espíritu, causa de la caída de otros muchos mundos como parte de la maldición que Tifón arrojó sobre todo el universo, adquirían una función práctica. Sin embargo, el precio eran los recuerdos de las personas, tanto los que se iban como los que se quedaban. Los silvanos y los malakhim hicieron pedazos ese sistema derrocando a los Kharlan, guardadores del Árbol del Mundo, y forjando un pacto con el planeta mismo, consistente en fundir a la primogénita de Yuan y Martel, Tabatha, con el alma originada por todos los viejos pecados purgados por el viejo sistema. El resultado fue doble: nació el Espíritu Superior Martel, valedor de los malakhim y los silvanos, y se rompieron las barreras entre ambos clanes, dando origen al clan de Yggdrasil y un nuevo sistema de vida después de la muerte en que el recuerdo vencía al olvido. En él, los muertos combatían y celebraban por siempre en un limbo localizado en las raíces del Árbol del Mundo, en un inframundo de batalla interminable que habría de separar a los héroes de los grandes héroes que formarían el mayor ejército jamás visto.

Pasaron los años, los siglos y los milenios, mientras una escisión estuvo a punto de acabar con la unidad del clan de Yggdrasil. Controlaban el mundo de los muertos, pero no el de los vivos, siendo ese un milagro vedado a los mortales. Cuando tuvieran suficientes héroes para librar la última batalla profetizada por el Espíritu Superior Martel, ¿qué cuerpos podrían albergar tal cantidad de almas, si todos los nacidos ya tenían una a pesar de que habían acabado con el ciclo de reencarnación? Unos se atrevieron a sugerir que debían apartarse de la senda marcada por Martel, de vivir siempre dependiendo de la magia y los espíritus, de nunca crear una tecnología que les hiciese abandonar ese mundo y atraer la cólera de los dioses. Todos ellos fueron ejecutados por una facción más tortuosa, que enmascaraba un plan igual de blasfemo con una apariencia de fe incuestionada. Si las peores emociones de los seres humanos se daban en la guerra y la vida más allá de la muerte era en esencia un mundo de guerra interminable, ¿por qué no aprovechar tal exceso de energía negativa, como hicieron los antiguos? Primero unieron el planeta entero en un recelo contra el nuevo sistema, logrando que las almas de los muertos, entregadas a la guerra, fraguaran una nueva rebelión. Para sofocarla, los líderes de la facción imperante, pidieron a Martel que convocaran al Gran Espíritu Maotelus, guardador de la galaxia. Ella estuvo de acuerdo.

Cuánto de lo ocurrido después entraba dentro de los planes de los Yggdrasil, nadie podía saberlo. Maotelus llegó al limbo de la batalla interminable, Valhalla. Se corrompió, volviéndose una amenaza tan grande que vivos y muertos debieron unirse bajo la dirección de Martel para solo lograr sellarlo. Muchas vidas se perdieron, la propia Martel quedó incapacitada y el Árbol del Mundo fue incinerado por el empeño de Maotelus en destruir aquel mundo en honor a su rol como guardián del sello. Por primera vez desde que los silvanos llenaron el planeta de vida, este ya no contaba con un sistema que regulaba lo que sucedía tras la muerte. Los muertos empezaron a andar entre los vivos, como almas errantes a las que los Yggdrasil ofrecieron cuerpos incomparables hechos de los restos del Árbol del Mundo, a cambio de obediencia plena para librar la batalla que habían esperado desde la caída de los Kharlan. La madre de todas las guerras: Ragnarok, el fin del reinado de los dioses, donde los más grandes héroes lucharían hasta que cayeran los cielos y el propio mundo se hiciese polvo.

Cien mil años de maquinaciones concluyeron en un ejército de un millón de einherjar marchando hacia el dominio del caído Maotelus, donde esperaban derrocar al Concilio de los Setentaidós Espíritus Superiores que en su ausencia dirigían la galaxia. Los Yggdrasil iban al frente de la esperada batalla, la soñada guerra eterna.

Los combates no duraron más de una hora.

El Concilio de los Setentaidós ya había convocado a los Jueces, de manera que el ejército de einherjar, al ingresar en el entramado que unía los setentaidós planetas con vida inteligente de la galaxia, lo que se conocía como el dominio de Maotelus, encontró no a Espíritus Superiores, sino a los auténticos emisarios del Olimpo.

Para empezar, el ángel de la Vida, blandiendo un arma formidable capaz de aniquilar la materia con el extremo superior y asesinar espíritus con el inferior, exterminó a veinte mil einherjar en tan solo cinco minutos. Los Yggdrasil, asustados, se retiraron al Valhalla. Sin embargo, ahí estaba ya esperando el Gran Espíritu Aizen, con su voz ponzoñosa. Al que fuera uno de los miembros de la Raza de Oro descartados por Zeus en el albor de los tiempos le complació mucho ver cómo todas las almas que aquellos chamanes habían separado de la élite y abandonado en el infierno para siempre, devoraban a sus amos. Tal vez era porque en cien mil años un planeta podía originar muchísimos héroes, tal vez era porque sellar a Maotelus había menguado el poder de los amos del mundo, pero lo cierto fue que Aizen no necesitó ayudar a ese sinfín de desgraciados. Se limitó a observar, en silencio, cómo caían los tiranos una vez más.

En cuanto a las criaturas que se habían inclinado ante esos traidores, de ellos rindió cuenta el Rey Demonio Adremmelech, por cuyas venas fluía la sangre de la Tierra. Ninguna ninfa sobrevivió a su cólera, pues tras un terremoto que agitó el planeta entero, toda la tierra se hundió en un mar emponzoñado bajo un cielo sin nubes.

—Eres un animal —saludó Aizen, quien lo esperaba en el palacio del Valhalla, satisfecho. Metro ochentaiséis de altura, engañosos cabellos castaños de erudito y mirada astuta tras unas lentes mágicas capaces de horadar los corazones de hombres y dioses, él había sido uno de los dieciocho Espíritus Superiores bajo el mando del Gran Espíritu Yhwach, hasta que aquel infame, deseoso de crear un nuevo orden sin muerte, liberó a El anciano de los días, a quien custodiaba. Fue en ese entonces que Aizen conoció al ángel y el demonio que cumplían la voluntad de Hades galaxia a galaxia, junto a los cuales resolvió el entuerto de la forma más insólita posible: convenció a El anciano de los días para que se pasase al bando de Zeus, de modo que aquel terminó ocupando el puesto de Yhwach y el que fuera un Gran Espíritu fue sellado sin que hubiese una guerra. ¿El resultado? El anciano de los días recibió el puesto y la gloria de Yhwach, Wandenreich, siendo el único caso de un Rey Durmiente sirviendo en la Segunda Orden de Ángeles, mientras que Aizen, por recomendación de los dos Jueces de Hades, ascendió a Gran Espíritu y recibió la gloria Seiretei, que lo señalaba como el ángel del Combate. Desde entonces había pasado muchísimo tiempo, pero seguía pensando en sus compañeros como las personas más interesantes que había conocido. Por eso podía tener ciertas confianzas con ellos—. ¿Qué ha pasado con la sutileza, amigo mío? ¿Nunca dejarás de ser el digno hijo de tu madre, la violenta Bía?

Antes de responder, el Rey Demonio miró hacia abajo. Se encontraban en uno de los múltiples balcones del palacio, desde el que podía verse el páramo infinito de Valhalla. Allí, los héroes descartados y el clan de Yggdrasil disfrutaban de la lucha eterna con la que siempre soñaron. A Aizen se le antojaba divertido, porque se veían como hormigas; Adremmelech, en cambio, se encendió, aplastando la barandilla de oricalco sin querer. 

—Cortaron el árbol —replicó Adremmelech, con esa voz gutural tan propia de él naciendo de la misma tierra; carecía de rostro, pues su existencia era una deshonra para sus abuelos. Como un demonio, no tenía derecho a llevar gloria, así que iba con lo que encontraba a su paso. En esta ocasión solo unas gastadas botas y las pieles de un animal local cubriéndole de cintura para abajo. Quedaban al descubierto el pecho marcado por cicatrices de mil batallas y la espalda intacta, donde descansaba el largo cabello rubio.

Aizen no tuvo tiempo de insistir, pues el ángel de la Vida apareció ante ellos, sin una sola herida tras aplastar al ejército más poderoso del mundo. De ese mundo.

—Basta de discusiones —dijo el recién llegado—. Tenemos trabajo.

No era la primera vez que se excedían tanto con el juicio divino, así que Aizen no se molestó en hacer ningún comentario mordaz, limitándose a preguntar:

—¿Sobrevivientes? —preguntó Aizen.

—Ninguno —respondió Adremmelech.

—Dos —dijo el ángel—. Un hombre y una mujer.

Aizen asintió. Más adelante, él mismo se encargaría de escoger a una muchacha dulce llamada Lif para casarla con un hombre aguerrido conocido como Lifthrasir, de entre el clan de Yggdrasil, por supuesto; los muertos no debían concebir. En su opinión, no hubo nada malo en las nupcias de Martel y Yuan. Ella era tranquila y bondadosa en grado sumo, él tenía el carácter ardiente de un hombre de las batallas, solo que sosegado por el amor. Cuando la unión ocurrió y la estructura de la vida después de la muerte pasó de ser de un perdón generalizado a una prueba de coraje, él sugirió a Hades que esperara y convenció al ángel de la Vida de apoyarlo contra el voto de destrucción que Adremmelech siempre daba en cada juicio. Así que volverían a repetir la situación, solo que sin esa relación demasiado íntima entre espíritus y humanos. Los mortales necesitaban dioses más cercanos a ellos que los amos del universo, mas al tiempo inalcanzables. Los mundos que aún no habían sido purgados coincidían en que hasta las fogosas ninfas que correteaban en los bosques eran veneradas como diosas importantes.

Sin embargo, por ahora decidió buscar otro foco que distrajese a aquel par de planes más elevados. Era habitual que ellos tres fueran unos radicales, pero no lo era tanto que los humanos llegaran tan lejos. Castigaban a los malvados, no derrocaban falsos dioses.

—Me parece que es tiempo de que hables con Hades —dijo Aizen.

—El señor Hades —corrigió el ángel.

—Lo que ha pasado aquí es peligroso —prosiguió Aizen, sin hacerle caso—. Cien mil años y reunieron suficiente poder para derribar a un Gran Espíritu. ¿Y si hubiesen esperado un millón? La vida y la muerte no pueden confiarse a los humanos.

—Tampoco a los espíritus —advirtió Adremmelech, pillando al vuelo en qué estaba pensando su astuto compañero—. Tú no decidirás sobre la vida y la muerte.

—Los hombres crean su propio infierno, por eso cada mundo tiene sus propias leyes —dijo el ángel—, leyes fijadas por los espíritus siervos de los dioses. Si en esta ocasión se han inclinado ante los hombres, podría ocurrir de nuevo. Sí, mi señor Hades atenderá este consejo, Aizen, te lo aseguro. Hay un mundo en la Vía Láctea que ha empezado a albergar vida. Puede que sea un buen punto de partida.

—Ajá, qué interesante —dijo Aizen—. ¿Qué tal si yo…?

—Me aseguraré de que el poder pase de las manos de los espíritus a las del señor Hades —interrumpió Adremmelech—. Sabes que soy la mejor opción.

Aizen no pudo menos que sonreír.

—Si nos rigiéramos por tu sistema de pecados capitales, la humanidad no tendría por qué existir. Puedo entender que te perturben la lujuria, la envidia, la avaricia, el orgullo, la gula, la vanidad y la pereza, no obstante, ¿la ira? ¡Si nadas en eso día a día! ¿Y qué hay de la tristeza? ¿Cómo estar triste es un pecado? No sabes lo que es vivir.

—Soy un demonio. Peco, como los hombres respiran, para que otros no tengan que hacerlo —respondió Adremmelech—. Tu sistema de una justicia objetiva se queda corto en comparación. ¿Ojo por ojo, diente por diente…? Eres un blando.

 

El ángel no prestó atención a esa discusión, ya la había escuchado varias veces. Miraba abajo, donde los héroes, aun conociendo el engaño al que fueron sometidos, seguían luchando como almas consagradas a la guerra, porque no tenían nada más que hacer. Pensaba en cuántos mundos habían arrasado, cuántos limbos debieron reorganizarse bajo la autoridad de los Jueces del Hades, cuántos Grandes Espíritus le cuestionaron cuál era el sentido de que existiese la humanidad si al final siempre vendrían ellos a destruirla cuando algo les disgustaba. Por fortuna, al menos en esa ocasión los Espíritus Superiores estarían de acuerdo con su actuar; la otra cara de la moneda era que la corrupción de Maotelus complicaba las cosas en cuanto a la restauración del mundo y el estado del sello del Rey Durmiente.

«Tal vez Martel sí esté disgustada —teorizó el ángel—. ¿Qué le diré? ¿Qué razón podría darle para que ayude a reconstruir este mundo?»

No lo sabía, no tenía idea de por qué Zeus necesitaba de una humanidad tan vil.

La Raza de Oro era buena. Lo sabía porque él, Titán, pertenecía a ella. La Raza de Plata ya era de un orgullo desmedido que arrastró consigo a muchos espíritus, hasta que el correcto estado de las cosas llevó al nacimiento de la Segunda Orden. Y la Raza de Bronce, nacida tras la derrota de Tifón, era la peor de todas. Desconocían la magia y el cosmos que despertaban, semejante al nimbo, solo servía para destruir. Y destruían.

Se le ocurrió que la guerra que acababan de librar, era una parodia del plan de los dioses. Martel y Yuan no querían un ejército de einherjar para desafiar a los cielos, sino para proteger el planeta el día en que el Rey Durmiente, Quien roe los cimientos del mundo, despertase en el centro de la galaxia. No descartaban la basura de lo que servía, sino que uniendo a todos los héroes en un solo lugar, buscaban sublimar el alma de uno solo de ellos, revelar la virtud de una raza considerada malvada e inferior desde que nació de la voluntad del dios de la destrucción, moldeada por Prometeo según la dirección de Zeus. Incluso si ahora el rey de los dioses y el titán estaban enemistados, algunos como el ángel de la Vida recordaban que fueron ellos quienes crearon a la nueva raza humana a partir de la arcilla, de modo que la Raza de Plata pudiera cumplir su rol junto a los espíritus para contener por la eternidad a los Reyes Durmientes.

«Tal vez —reflexionaba el ángel—, tal vez esa sea la idea. Ver si una raza humana dominada por el pecado puede superar todas sus fallas, redimirse y convertirse en lo que fuimos nosotros. Si ese el caso, todo lo que ha pasado hasta ahora era una prueba. —Una prueba de que tal idea era absurda. Los humanos nunca se redimirían. La corrupción de sus mejores deseos era siempre una mera cuestión de tiempo—. El señor Hades debe encargarse de esta prueba. Más aún: debe convertir el mundo de los vivos en una prueba en sí misma. Es la única manera de conseguir resultados.»

Tardó solo un segundo en descartar la idea de proponérselo al dios del inframundo. Perséfone, su bien amada esposa, lo descartaría como una opción aburrida, tal y como descartaba cualquier acción preventiva contra mundos condenados. Podía enfrentarla en lo que respectaba a que Hades diseñase un sistema de vida después de la muerte universal, para todos los planetas que albergasen vida inteligente desde ese día hasta el fin de los tiempos, pero, ¿traer el infierno a mundos jóvenes como la Tierra? Ya podía escuchar la risa de la reina del inframundo, haciendo eco en el reino que gobernaba.

«¿Hace falta que pida permiso? —se preguntó el ángel, sopesando por primera vez la petición de Adremmelech—. Si yo soy la mano derecha del señor Hades, él es sin duda la izquierda. Destruiría el universo entero si él se lo pidiera. Y aun si no fuera así, lo haría de todos modos, si tan solo pensaba que así lo quería.»

Quedaba un problema: Aizen. El Gran Espíritu era los ojos de la reina del inframundo. Era a ella y no a Hades a quien debía lealtad, pues más que la cuestión del crimen y castigo, adoraba los combates. Su aspecto técnico, cuando menos. ¿Cómo no iba, pues, a venerar a la diosa de la guerra y la sabiduría? No podía ser demasiado obvio en sus intenciones, para así poder defenderse de cualquier acusación frente a Perséfone mientras que con hechos puros y un discurso preparado hacía que Hades abriese los ojos a la realidad: los mortales eran un error, debían ser destruidos y hechos de cero. El universo necesitaba una nueva Raza de Oro y esta solo podía existir sin un pasado.

Tal y como era la humanidad de ese planeta antes de que los silvanos y los malakhim sustituyesen el viejo sistema por el nuevo de los einherjar. Desde ese punto de vista, incluso si Yuan y Martel habían tenido buenas intenciones, había hecho mal en tomar en consideración las palabras de Aizen por sobre las de Adremmelech, tanto tiempo atrás.

—Me equivoqué —hubo de reconocer el ángel—. Tu juicio era acertado… —Miraba al Gran Espíritu, de modo que este guardó las esperanzas de que su deseo de controlar el ciclo de la vida y la muerte de los mundos pudiera cumplirse pronto, hasta que oyó las lapidarias palabras finales—. Adremmelech. La unión de Yuan y Martel fue un error, la lujuria, la codicia y el orgullo se alinearon y no lo supe ver.

—Un hombre quiso acostarse con una mujer —replicó Aizen—. No tiene nada que ver con la astronomía, es biología. ¿Podrías dejar de ser tan pomposo por una vez?

—Si me envías a ese nuevo mundo, no permitiré que se repita —juró Adremmelech.

El ángel de la Vida estaba convencido de que así sería. Adremmelech trataría a la humanidad con una dureza sin par, ya que no estarían ni él, ni Aizen, para mitigar su cólera. Ese mundo joven se volvería un infierno donde la virtud de los justos se pondría a prueba. O Zeus veía cumplido su plan, o el resto de dioses verían que la humanidad no tenía futuro y se pondrían del lado de Poseidón y Hera. Una u otra cosa, le daba igual.

—Ve al tercer planeta en la órbita de la residencia terrenal de Helios —ordenó, satisfecho, el primero de los Jueces de Hades—. Allí, instálate en la luna. Puedes llevarte a los númenes que se han ocultado en el cielo y el mar de este planeta como sirvientes. Desde las alturas, observarás la obra de los humanos de esa tierra joven y fértil, mientras yo me aseguro de que el señor Hades comprenda nuestro parecer.

En el asentir de Adremmelech, pudo ver una guerra terrible entre los demonios y los hombres en ese mundo tan tierno. No le importó.

—Siempre actuamos los tres juntos —intervino Aizen—. ¿Por qué cambiar ahora?

Hablaba con una envidiable serenidad, como siempre. Aizen era un Gran Espíritu, lo que quedaba reflejado en los dos pares de alas que surgían de la gloria del Combate. Sin embargo, en comparación a los tres pares de alas de la gloria de la Vida, eso no era nada. Ni Aizen, ni Adremmelech, trabajando juntos podían desafiar a su líder.

—Como has dicho, las cosas han cambiado —dijo el ángel de la Vida—. Adremmelech hará lo que debe y yo haré otro tanto.

—También yo sé cumplir con mi deber —observó Aizen.

La risa de Adremmelech hizo estremecer el balcón en un leve temblor.

—En ese caso —dijo el ángel, pensando en la estrategia adecuada para distraer a la reina de ese asunto—, sustituirás al Gran Espíritu Maotelus. Quien roe los cimientos del mundo es una amenaza muy superior a El anciano de los días, como recordarás.

Para empezar, los Reyes Durmientes pudieron ingresar en el universo material gracias a que Quien roe los cimientos del mundo desgarró las barreras dimensionales.

—Haré algo mejor —replicó Aizen, viendo una oportunidad en un castigo—. Purificaré a Maotelus para que podamos regresar a la normalidad lo más pronto posible.

 

***

 

Los Jueces de Hades nunca volvieron a juntarse. Tras estrechar las manos en el olvidado planeta de Aselia, Adremmelech fue a la Tierra, donde cayó de la gracia de los dioses junto a la primera luna terrestre, Tea, en el Gran Impacto. Tal fue el final de la Raza de Plata en ese joven planeta, que al punto albergaría a la más belicosa Raza de Bronce. Muchos problemas se sucedieron después a lo largo del universo, de modo que Aizen, una vez logró su ambicioso propósito de purificar a Maotelus, siempre estaba en un rincón del macrocosmos distinto al que vigilaba el ángel de la Vida. La última misión del ángel del Combate lo llevó a la galaxia de Andrómeda, refugio de la secta de R´lyeh. Tan cerca estaba de la archiconocida Tierra, que no pudo evitar descender al mundo y liberar al gruñón del grupo, sellado por el dios Poseidón tantísimo tiempo atrás.

Después vinieron el diluvio universal, las discusiones de los dioses del inframundo con quien siempre les había sido leal, el alzamiento de los falsos dioses… Quien portó la gloria de la Vida fue transformado en el ángel de la Muerte, errando por el mundo como un anciano siempre achacado por la vejez y sin alas que ningún mortal pudiera ver al que los hombres conocieron como Sariel. Cuando Hades, predispuesto al fin a tomar en consideración los consejos de su lugarteniente, le devolvió las alas, él ya estaba tan acostumbrado a actuar como un humano que propuso infiltrarse en la Tercera Orden de Ángeles, con la misión especial de vigilar y ejecutar a los Grandes Espíritus que como Yhwach, Maotelus y Aizen se hubiesen corrompido.

—¿Y qué hay de los hombres? —cuestionó Sariel—. Con esas vidas tan cortas, sois mucho más peligrosos que los espíritus.

Kanon de Géminis permanecía de pie, sin reaccionar a nada, pero vivo. Eso no tenía sentido. El Noveno Mandamiento destruía la mente del objetivo a un nivel físico, astral y espiritual. Todo lo que un hombre fue, quedaba en manos de Leteo, dejando solo un cadáver. Pues el instinto animal era también parte de lo que era ser humano.

Los ojos del ángel y el demonio se habían cruzado, así que tendría que haberse producido el efecto. Kanon de Géminis, o lo que quedaba de él, tendría que estar muerto. Pero esa era otra imposibilidad más que sumar a la lista. Había luchado mucho y muy bien aunque el dolor debía ser insoportable. Géminis no lo abandonaba, aunque el lazo que unía hombre y constelación había sido cortado.  

—Yo no soy malvado —respondió Géminis con una voz débil. El manto de oro era una ruina agrietada y ensangrentada—. Tampoco bueno. Ambas cosas.

—Ya veo —dijo Sariel. La estructura muscular, desgarrada por el combate, empezó a ensancharse mientras dos nuevas alas emergían bajo las anteriores, apuntando al suelo—. Ninguno de mis Mandamientos es del todo efectivo en ti, que llevas la sangre de Atenea como protección. —La primera capa de la gloria de la Muerte eran los Huesos, tan resistentes como la gloria de un ángel de la Tercera Orden. La segunda capa eran los Músculos, que le permitían emplear los Mandamientos en un grado acorde al poder de los ángeles de la Segunda Orden. La tercera, la Piel, desbloqueaba ese límite, pues los Mandamientos estarían impulsados por el nimbo de sus alas—. No cometeré más errores, ya te he juzgado indigno, así que es tiempo de que me convierta en tu verdugo. —La Piel recubrió por igual las partes dañadas e intactas de la gloria con un recubrimiento oscuro y brillante, como una sobrepelliz. Los dedos, negros como la condena eterna, entrechocaron como las afiladas hojas de diez guadañas—. No cometerás actos impuros —recitó, retumbando su voz desde el yelmo que le cubría la cabeza sin dejar pasar un solo resquicio de luz—. Juicio Divino.

Solo tuvo que tocar el manto de Géminis con uno de sus dedos para que este empezara a arder, repitiendo su mantra de no ser malvado, ni bueno.

Quedó el hombre que no era un hombre, con el cuerpo y la mente rotos.

No tomarás el nombre de los dioses en vano —dijo Sariel—. Juicio Divino.

El Segundo Mandamiento era el único que podía emplear con los Huesos, ya que provenía de la bendición que recibió de Hades donde otros de su orden recibían de forma unánime la de Hermes, también conocedor de la vida después de la muerte. Sin embargo, era una versión muy limitada, que Kanon de Géminis pudo contrarrestar cerrando el portal antes de ser arrastrado por él.

En esta ocasión, no hubo sorpresas. Aquel ser, despojado de sus técnicas, sus recuerdos y su constelación guardiana, desapareció de la faz de la tierra.

 

Notas del autor:

 

No quisiera retirarme en un día señalado sin mencionar que hoy se cumplen 5 años desde que me animé a volver a publicar (30 de septiembre de 2019, se dice pronto).

 

A todos los que leyeron parte de esta historia, a todos los que siguen aquí, os doy las gracias. ¡Un caluroso abrazo de parte de este autor un poco (muy) loco!


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Publicado 01 October 2024 - 08:15 am

Saludos

 

Capítulo 212. Guardianes del destino

 

Acabada la batalla contra Kanon, Sariel dejó escapar un suspiro de decepción.

—Estábamos equivocados los tres. Tú Aizen, que venerabas la mortalidad, ¿qué te queda, sino un eterno lamento? Tú, Adremmelech, despreciabas la mortalidad, llena de pecados, y acabaste encandilado por la más pecaminosa de las criaturas. ¿Y yo? Os miraba por encima del hombro, mis compañeros, mis amigos. Mi justicia buscaba ser no de castigo, sino de prevención. Creí que delegar en los dioses el ciclo de la vida y la muerte era la respuesta, y a pesar de ello, desde un principio trabajé en contra de esa idea. Torné la vida en la Tierra un infierno que los dioses del mar quisieron enterrar bajo las aguas. —Los inmortales, todopoderosos y omniscientes, tenían esa costumbre de nadar contra la corriente del destino. La Guerra de los Demonios fue la clase de conflicto que llevaba al fin de la civilización en cualquier planeta, excepto la Tierra. La Gigantomaquia, las guerras atlantes, la Guerra de las Estrellas… Poseidón, Ares, Hades. El mundo había soportado todas las dificultades imaginables, la prueba había sido llevada a cabo por los mismísimos dioses. Y a pesar de ello, los terrestres, sabía, seguían siendo los mismos humanos de todos los otros mundos. O viles bestias hambrientas de poder, o criaturas pusilánimes contentadas con no tener que hacer nada para ganarse el divino derecho de vivir. Siempre lo mismo, en todo el universo—. Todos estábamos equivocados. Ese maldito Ilión de los Makhai tenía la razón.

Apenas ahora comprendía lo que había esperado. La sublimación del alma humana soñada por Martel y Yuan. Una prueba de que los actos de Zeus y Atenea tenían algún sentido más allá de molestar al resto de dioses. Mientras un mundo entero era destruido y reconstruido por la fuerza sin control de un santo de oro, Sariel retrasaba la aniquilación del rebelde confiando en ser sorprendido.

—El orgullo es un pecado capital —se dijo Sariel, posando la mano sobre el pecho. La Piel de la gloria estaba impoluta, brillante como la amatista y más sólida que el oricalco, pero los Músculos y los Huesos seguían dañados. El propio cuerpo del que fuera de la élite entre los guerreros celestiales estaba bastante machacado—. Ha sido un rival digno, jamás habrías podido derrotarlo como un hombre. —Una vez más, tras diez mil años de fingimiento, dos pares de alas le surgían de la espalda, por encima y debajo de aquel par que nadie podía ver, el nimbo otorgado por Hades—. Ha sido una buena batalla. —El Aizen que conoció habría sudado combatiendo a ese oponente.

Anduvo hasta el borde de la cima de la montaña, cabeceando de un lado a otro frente a la nefasta visión de unos cielos oscurecidos por el polvo. La vida orgánica en ese planeta estaba en pañales, reducida a una nutrida población de criaturas marinas que aún tardarían en andar por la tierra y los cielos. Y ellos habían retrasado ese momento quizá por millones de años, todo por una prueba de la cordura de los dioses.

—Esperaba que tú fueras el alma sublimada. —Sariel se dio la vuelta—. Kanon de Géminis. Esperaba que tú me sorprendieras.

Con un gesto de la mano, hizo que un soplo de viento se llevara las cenizas del manto de Géminis. Si se fundían con el polvo y la tierra del planeta, tal vez los futuros pobladores del mismo pudieran granjearse el favor de los Dioscuros.

Cuando las cenizas se elevaron, empero, ardieron de repente en fuego divino, tan blanco como la más sagrada luz. Las llamas enseguida adoptaron una forma conocida:

—¿Qué escoges? —cuestionó la constelación de Géminis—. ¿Maldad, o justicia?

Sariel no necesitó pensarlo para saber que no era él el destinatario de la pregunta.

 

***

 

Así como las estrellas estallaban en supernovas, también los santos de Atenea, legatarios de las constelaciones, mostraban su auténtica fuerza a las puertas de la muerte. Así ocurrió en la lucha contra Radamantis, así debió ocurrir en el momento en que Sariel mandó a Kanon de Géminis a Cocito. Descendió por el proverbial abismo que llevaba al inframundo, sin poder mover uno solo de sus desgarrados músculos, sin poder sentir nada más que el dolor de los huesos fracturados, todo como un eco lejano que llegaba a su corazón envuelto en la formidable barrera del alma humana.

Y allí, en ese punto entre la vida y la muerte, liberó su cosmos.

El tiempo se detuvo. El cuerpo de Kanon, henchido de poder, dejó de caer, siéndole posible girarse y ver hacia arriba la conocida figura de los Dioscuros.

—¿Por qué nos has llamado? —preguntó Cástor, violento destructor de hombres.

—Porque he comprendido algo —dijo Kanon, mientras su mente resurgía.

—¿Qué has comprendido? —preguntó Pólux, divino general de los ejércitos.

—Quién soy —respondió Kanon, sonriendo con dificultad.

De pronto no estaba en medio de un abismo, sino que clavaba los dedos en una escarpada pared llena de recuerdos. Una pared dorada que empezó a escalar.

—Eres aquel que solo se ama a sí mismo —dijo Cástor.

—Eres aquel que busca estar a la altura del amor de Atenea —contradijo Pólux.

Aquella era la dinámica de los Dioscuros, discutiendo entre sí mientras Kanon ascendía.

—¿Amor? Tres veces blasfemaste contra los dioses. Atenea, Poseidón, Hades.

—Tres veces te sacrificaste por el mundo que Atenea ama.

—Desprecias a tus padres, que murieron por ti.

—Honras a tus padres, el Santuario que te forjó y la diosa que te abrigó.

A Kanon se le escapó una risa: se habían saltado el tercer mandamiento.

«Los santos de Atenea no tenemos fiestas —pensó sin dejar de ascender.»

—Millones de personas han muerto por el mundo que condenaste.

—Billones de personas sobreviven por el mundo que creaste.

Magro consuelo. ¿Era suficiente salvar el planeta? Por sus dudas, Akasha había muerto.

—Tus actos enfrentaron el cielo y la tierra.

—Tus actos causaron la última Guerra Santa.

Las dudas empezaban a mermar la resolución de Kanon. En eso los Dioscuros estaban de acuerdo: Kanon era el origen de la guerra que ahora libraban, de esa expedición de castigo. Ni Gestahl Noah, ni Caronte, ni el Hijo eran los primeros responsables, sino él, la persona que había descendido junto a Orestes a pactar con el dios del sueño.

—Robaste el lugar de tu hermano.

—Tomaste el testigo de tu hermano.

¿Eso era la justicia? ¿Una cuestión de relativismos, de cinismo? Saga era el santo de Géminis. Kanon, solo una sombra que lo tomó todo de él. La forma de combatir, el rol como Sumo Sacerdote, la ambición de ser el más fuerte… Incluso cuando cambió por devoción y gratitud a Atenea, el modo en que decidió proteger el mundo era el modo que lo haría Saga. Asesino y ladrón, ¿qué esperanza había para él?

—Has mentido a tu dios.

—Te has sincerado con tu diosa.

—¡Eso es mentira! —gritó Kanon, ascendiendo las pared con más violencia que nunca. Los dedos atravesaban el dorado oricalco dejando rastros de carne. Las fuerzas iban menguando con cada palmo que ganaba—. Desde un principio, solo he tenido una diosa —aseguró, no siéndole empero grato recordar que quiso jugar a ser un dios.

—Sí, así es —dijo Cástor.

—Es tal como dices —dijo Pólux.

Los Dioscuros, al mismo tiempo, anunciaron:

—¡Tú fingiste ser el Dragón de los Mares!

La pared dorada se fragmentó hasta donde alcanzaba la vista, castigada por el poder de los Dioscuros. Varios pedazos empezaron a caer con estrépito, pero Kanon no retrocedió, ni claudicó, siguió avanzando más y más deprisa.

—Nunca fui tal persona —reconoció el santo de Géminis—, pero sí que fui el Sumo Sacerdote del Santuario. —A pesar de la cobarde forma en que legó ese deber a Akasha, fue él quien dio al mundo la orden de defensores que lo había salvado del Hades. Si la Tierra tuvo una persona excepcional de la talla de la santa de Virgo para ocupar el trono papal, fue porque él la entrenó. Era su orgullo, como todos los demás santos. De oro, de plata, de bronce y de hierro—. ¡Fue la decisión de una diosa inmortal y un hombre mortal! —Atenea se lo había otorgado antes de partir. Él necesitó años para ocupar ese puesto, los mismos que le ayudaron a forjar el carácter del hombre que pactó con Orestes—. Si vais a contar todos mis pecados, contadlos bien.

Si él hubiese apoyado a Saga en vez de alimentar su locura, tal vez Atenea no habría tenido que conformarse con él como Sumo Sacerdote. Se lo había robado todo a Saga.

—Porque lo deseabas —dijo Cástor—, el lugar de tu hermano.

—Porque nadie más podía hacerlo —dijo Pólux—, te abandonaste por él.

Llegó a la cima, preso de un gran agotamiento, y reconoció la Colina del Yomi. O un recinto muy parecido. No había almas y todo era de una consistencia metálica, como el abismo. Sentía tres presencias tremendas más allá del horizonte, pero no parecían hostiles, así que se centró en la figura de los Dioscuros en el elevado cielo.

—El mundo necesitaba a Saga de Géminis. Kanon era solo una sombra.

—Una sombra —paladeó Cástor, satisfecho—. Llena de pensamientos impuros.

—Lo que hacen aquellos que llamas pecadores —asintió Pólux—, tú lo habrías llevado a cabo. La purga del mal en el mundo, tú has soñado con eso.

—Mas no lo ha hecho —dijo Cástor—, porque es justo.

—Lo desea, empero —dijo Pólux—, porque es malvado.

Las doradas figuras de los semidioses se fundieron en un solo ser: el tótem de Géminis.

—Eres como yo —dijo Géminis con las dos voces—, ni malvado, ni bondadoso.

—Ambos —replicó Kanon.

Ese mantra lo había mantenido despierto durante la batalla con Sariel, cuando su consciencia fue rescatada por Géminis y escondida en lo más profundo de su espíritu. Envuelto en esa contradicción que era la esencia de la humanidad, pudo por primera vez contemplar su vida sin sentirse solo una sombra del mundo. No fue, entonces, tal cosa, tampoco representó la brillante luz de un héroe. Ni lo uno, ni lo otro. Fue solo un observador viendo a un hombre mortal cometiendo errores y tratando de enmendarlos.

—¿Qué escoges? —cuestionó la voz de Cástor con ansiedad.

—¿Maldad o justicia? —dijo la voz de Pólux, más sosegada.

Fue toda una sorpresa constatar que Pólux era la voz de la maldad.

—¿Qué escojo? —dijo Kanon. Había enfrentado a Sariel como un semidiós, perdiendo en cuanto empezaron a arrebatarle todo lo que él había arrebatado. Después, sin poder remediarlo, luchó como un simple hombre, sobreviviendo solo gracias a que Géminis no lo abandonó. Uno poseía la técnica, el otro la fuerza. Ninguno bastaba. Tenía que ser más de lo que nunca había sido, mucho más—. Ambos. —No era solo que Géminis llevara rato indicándoselo, sino que era una respuesta que estuvo siempre en sus narices. Mientras que la maldad de Saga, presente como una enfermedad de la mente, fue purgada por la Égida de Atenea, la oscuridad en el corazón de Kanon era algo con lo que tenía que convivir incluso ahora. Por confrontarla, se había sacrificado una y otra vez, pero eso solo era evadir el problema, imitar el lado más endeble de su hermano. Atenea no lo había mantenido con vida por cruel divertimento, sino para que se diera cuenta de que era algo más que un miserable pecador con una cuenta que saldar. Era un hombre, falible como todos los demás. Amado por la diosa de la guerra y la sabiduría como todos los demás. El semidiós que desapareció por los Mandamientos, la bestia que desoía el castigo divino y luchaba sin dudar, ambas personas eran él, solo que una estuvo reprimida todo este tiempo, enterrada bajo una prisión de culpa y miedo—. En mí, la maldad y la justicia no conviven, mi mente no está dividida. He querido ser un héroe, he jugado el papel de villano y he hecho todo lo posible para redimirme. Pero ningún acto, presente o futuro, puede cambiar el pasado. He conocido lo que es la ambición desmedida y el más puro desprendimiento, porque soy un ser humano. Ya es tiempo de que deje de lamentarlo y vaya hacia adelante, en lo bueno y lo malo.

—Si así es como te sientes —dijo Géminis, empleando ambas voces—, ¿por qué no nos has despertado aún? —El dorado tótem llenó el limbo entero de luz.

Kanon comprendió entonces por qué podía mover su cuerpo. Ni una sola pizca de piel estaba intacta. Entre la Última Explosión de Galaxias, los ataques de Sariel y la forma descuidada de luchar de su yo más salvaje, se había arruinado a base de bien. Pero ese daño, presente en la carne, no bastaba para entorpecer los milagros del cosmos. Desde un principio, él y Saga, fueron bendecidos por una de las doce constelaciones del Zodiaco, una leyenda divinizada por los propios dioses. Así muriera, en verdad, todavía podía seguir luchando hasta que no quedara rastro de su mente, su alma y su cuerpo.

—Porque aunque nuestros cuerpos sean humanos y vulnerables, el cosmos es inmortal —declaró Kanon, evocando al más grande de los héroes de la pasada generación.

Se le ocurrió que, en algún lugar, Seiya de Pegaso estaría sonriendo.

 

***

 

El planeta entero estaba envuelto en una ley sagrada que volvía la naturaleza inmanente a la voluntad de los hombres, no fue fácil regresar al mundo de los vivos. Hombre y constelación debieron reencontrarse, restableciendo el lazo entre ambos a través de un cosmos más allá del Séptimo y Octavo Sentido. El paroxismo.

Frente a aquellas manos envueltas en un aura que no era de oro, de plata o de bronce, sino de una mística trasparencia, el espacio no pudo hacer otra cosa que doblegarse.

La Otra Dimensión se abrió en la cima de la montaña, atrayendo el tótem de Géminis pieza a pieza. Una vez más, o quizá por primera vez, Kanon se sintió completo. La inteligencia de Pólux, general de los ejércitos, la fuerza de Cástor, destructor de galaxias. Dos alas se extendieron a su espalda, seña de la divinidad que lo arropaba, mientras volvía a pisar la tierra de aquel planeta perdido en la infinidad del cosmos. Lo hizo, no vistiendo el áureo manto del guardián del tercer templo, sino una vestidura semejante a las del monte Olimpo: un manto celestial, donde predominaba un blanco puro con detalles, líneas y piezas del dorado solar de la élite ateniense.

Si los mantos zodiacales eran la defensa más sólida de la Tierra, lo que ahora le protegía era una esquirla del reino de los dioses, para la que nada en el universo material y perecedero podía ser una amenaza. Sin embargo, bajo el manto celestial había un hombre mortal, con heridas sobre heridas por todo el cuerpo y una notable pérdida de sangre, que sería un problema bastante grave incluso sin el oponente que tenía delante. Sariel no vestía ya una gloria platinada bajo un exoesqueleto negro, sino una pieza única de color amatista, como la sobrepelliz de los espectros, con treintaiséis picos distribuidos a través de los brazales, hombreras y yelmo, en este a modo de corona, y otros setentaidós en el peto, espaldar, perneras y botas. A falta de Aymr, tenía un filo similar al final de cada uno de sus dedos, ahora garras. No debía confiarse: ni era un guerrero invencible, ni le esperaba una lucha fácil.

—Has vuelto —observó Sariel, demasiado tranquilo—. ¿Eso es…?

—Un manto celestial, la verdadera fuerza de la constelación de Géminis —respondió Kanon—. ¿Qué hay de la armadura que portas tú? Los ángeles de la Tercera Orden no poseen una armadura única, solo la bendición de un dios protector.

—Estás bien informado —aceptó Sariel—. No pertenezco a la Tercera Orden de Ángeles, sino a la Segunda… Mi verdadero nombre es Aizen, ángel del Combate.

—No darás falso testimonio —decía Kanon, desapareciendo—. Ni mentirás.

El ángel era tan rápido como el santo de Géminis había esperado. Llegó a golpearle el sólido peto solo un yoctosegundo antes de que los cuatro pares de alas, con plumas negras enmarcadas en un esqueleto platinado, se cerrasen sobre él.

—¿Cómo puedes saber que miento? —Sariel había aguantado bien el golpe, permaneciendo firme y sin daños visibles.

—Porque he cambiado —dijo Kanon.

—Sigues siendo mortal. —Frío como la muerte, Sariel buscó decapitar a su oponente.

—No solo en fuerza —prosiguió Kanon, tras frenar las garras del ángel con uno solo de sus dedos—. Tampoco es solo mi velocidad —advirtió, desapareciendo de la vista de Sariel para esquivar el contraataque súper lumínico—. Cuerpo, mente y espíritu, todo ha cambiado en mí. Ya eran uno antes, ahora pueden trascender lo que fueron. —El guerrero celestial, lejos de sentir temor o enfurecerse, rio mientras giraba hacia donde había detectado la re-aparición del santo de Géminis—. Puedo ver lo que nos habías ocultado todo este tiempo. Creí que eras el más fuerte de los ángeles en el barco porque sentía tu energía potencial, pero no podía imaginar que escondías tanto poder.

Que Aubin y Chevalier llevasen también glorias especiales ayudó a que no hiciera más pesquisas. Ahora, con una mayor claridad de mente, sentía obvia la relación entre el color del exoesqueleto y Aymr, la Aniquiladora de Materia, también de un negro extraño a los ejércitos del cielo. Por supuesto: desde un principio, Sariel había manifestado el primer par de alas, invisible a los ojos mortales. La bendición de Hades, dios del inframundo. Después de la primera transformación, un simple santo de oro como él dejó de tener oportunidad de victoria, y ahora ahí estaba, Sariel, supuesto miembro de la Tercera Orden, con tantas alas como uno de la Primera Orden.

—Podemos tomar cualquier puesto en el ejército del cielo —dijo Sariel—. Los dioses nos impusieron ese deber. No, nos dieron ese derecho.

—Ya veo —sonrió Kanon—. Los ángeles también retorcéis la verdad a capricho.

—Pecamos, como los hombres respiran, para que otros no tengan que hacerlo —refutó Sariel, sorprendiéndole por su vehemencia—. La Primera Orden debía desaparecer, para que la Segunda Orden pudiera cumplir su rol como guardadora de los sellos y protectora del universo. Nos convertimos en los Guardianes del Destino, veintidós guerreros de élite, ocultos en otras órdenes y ejércitos, siempre listos para detener cualquier amenaza que los querubines detecten en el Portal del Tiempo.

—Suena a Astra Planeta —observó Kanon.

—Algunos se sintieron desplazados por ese proyecto. La Justicia, el Juicio… —Sariel negó con la cabeza—. Yo tengo fe. Los Astra Planeta son un arma. El Olimpo la usará mientras sea necesaria, cuando deje de serlo, nosotros los eliminaremos.

—No codiciarás los bienes ajenos —sentenció Kanon—. Creo que ya he comprendido por qué tus Mandamientos no fueron efectivos al cien por cien.

—¡He ocultado mi auténtica naturaleza por un bien mayor!

—Deja de engañarte. No se trata de falta de poder, ni de la protección de la sangre de Atenea, sino de que has pasado tanto tiempo viviendo como un humano que te has desviado del camino recto. Ya no eres un ángel, sino un demonio.

El silencio fue la forma en que la cólera del guerrero celestial se manifestó. Sin mover un solo dedo, clavó en el santo de Géminis aquella mirada capaz de detectar todos los pecados de un hombre mortal. Todavía existía ese mal, existiría por siempre, más ahora que el último guardián del tercer templo zodiacal lo había aceptado. Pero el ángel no quería transmitir mero dolor físico, sino destruir la mente que albergaba esos pensamientos impuros. La anterior ocasión, el alma de Kanon se había alzado como barrera apoyándose en la bendición de Géminis. Esta vez fue el hombre mortal quien confrontó el castigo divino de frente y sin engaños.

—Imposible —dijo Sariel, temblando de ira—. ¡Un ser mezquino como tú, que ha incumplido todas las leyes de los dioses, jamás podría ser el alma sublimada!

Kanon sonrió.

—¿Alma sublimada? No sé nada de eso.

—El propósito de tanta muerte y destrucción. ¡El plan de tu diosa!

—Los humanos no podemos comprender los caminos de los dioses —respondió Kanon, alistándose para combatir—. ¡Eso también es parte de tus mandamientos!

Las seis alas del guerrero celestial lo cubrieron a tiempo de repeler la acometida directa de Kanon, pero lo que fuera un solo puño se convirtió en una marea interminable de golpes ejecutados de forma simultánea. Sabiéndose en desventaja, Sariel no tardó en revelarse, buscando desgarrar los sólidos brazales de los Dioscuros. Las garras, empero, resbalaron sin poder aniquilar el metal celestial.

«Lo sabía —se dijo Kanon, apartando a Sariel de una patada—. El exoesqueleto, la musculatura artificial, esta nueva gloria negra como un manto mortuorio… Es Aymr, la Aniquiladora de Materia. ¡Este hombre es…!»

Aun en el estado en que se encontraba, donde el pensamiento fluía a una velocidad imposible, casi aislada del flujo del tiempo, no podía detenerse en reflexiones peregrinas. Sariel volvía a la carga extendiendo los diez dedos, enzarzándose con el santo de Géminis en un intenso intercambio de golpes y contragolpes en que ni una pizca de energía quedaba desperdiciada. Todo era concentrado a una escala subatómica, de manera que ni la gloria de la Muerte ni el manto celestial quedaron indemnes por mucho tiempo. Partículas oscuras, blancas y doradas flotaron entre los rostros de ambos, que lo daban todo para no perder ni un solo palmo de terreno.

Era una lucha de guerreros sagrados, incomparable al duelo entre el ángel y el demonio previo al despertar del manto celestial. Ni la montaña sobre la que luchaban, ni el mundo que albergaba tal montaña, sufrieron daño alguno. En parte, por la técnica de los contendientes, pero sobre todo porque la lucha que sostenían apenas podía ser medida en términos del universo material. Luchaban en un lapso de tiempo demasiado corto, por mucho inferior al fenómeno menos duradero de la existencia.

La lucha bien pudo ser eterna. Kanon gozaba de un poder desproporcionado. Sariel, para contrarrestarlo, poseía los Mandamientos. En ningún momento dejó de mirar los ojos del santo de Géminis, buscando la destrucción de la mente, a la vez que con cada intercambio transmitía a aquel pecador el dolor de todas las muertes causadas, buscando la destrucción del cuerpo. Y a la vez, para neutralizar el peligroso dominio dimensional del último heredero de  Cástor y Pólux, mantenía de forma interrumpida el llamado de Cocito hacia otra alma odiosa a los dioses en el cielo, mediante su nimbo, un aura oscura que negaba a los astros de las alturas ver el desarrollo del combate. El equilibrio que de ello resultaba, solo un dios podía romperlo, o lo más cercano a uno.

La mente de Kanon pudo dividirse en dos acciones simultáneas: bloquear el llamado de Cocito y abrir nuevos pliegues espacio-temporales más allá de la órbita del planeta y el área de dominio del ángel. Llegado el momento oportuno, hizo descender ciento diecinueve burbujas de espacio distorsionado desde la órbita lunar hasta el firmamento sobre la montaña, dibujando con ellas la constelación de Géminis.

Sariel debió imaginar lo que pretendía, porque en lugar de seguir confiando en el lento trabajo de las garras, dejó de usar las alas para la defensa y las volvió un arma terrible: seis filos de puro cosmos divino, abriendo igual número de grietas en el manto celestial. Pero Kanon había previsto esto, y acostumbrado al dolor por el descuidado modo de combatir de Sariel, rompió por su propia cuenta el espacio-tiempo para lanzar un sinnúmero de golpes en tiempo cero al descubierto peto del ángel, mandándolo justo hacia el corazón de la réplica de la constelación de Géminis.

Él mismo había ascendido junto al ángel de la Muerte, pues no existía diferencia entre volar y andar cuando se llegaba a esa dimensión de poder. A un instante de ejecutar la técnica, entendió algo: Sariel no comprendía qué estaba ocurriendo. Todo sucedía demasiado deprisa. Si había podido mantenerse luchando, era por su veteranía y habilidad combativa, pero en términos de velocidad y poder bruto estaba muy atrás.

Era un alivio. El manto celestial estaba a un paso de aplastar el agotado cuerpo de Kanon. El esfuerzo que suponía mantener la auténtica forma de Géminis era excesivo.

«Debí reconciliarme con mi pasado mucho antes —lamentó Kanon.»

Meros pensamientos erráticos. Nunca habría podido lograr ese despertar por sí solo, no después de saber lo que sus decisiones habían provocado en el mundo. En cierto sentido, había alcanzado el poder necesario para vencer al ángel de la Muerte gracias a los Mandamientos que aquel trajo a la Tierra. Gracias a la prueba que le impuso en su empeño por llevarlo a una completa y absoluta destrucción.

La conjunción de los cientos diecinueve pliegues se completó enseguida. Sin embargo, Sariel no iba a ceder con tanta facilidad. Tras cruzar los brazos en una postura defensiva, trazó con ambos un arco diagonal, liberando diez ondas de energía oscura que se entrecruzaron como una cruz. Siéndole imposible esquivar el ataque, a riesgo de que aquel cortara el flujo del cosmos de su propia técnica, Kanon lo recibió a quemarropa a la vez que entrechocaba los brazales para invocar su técnica definitiva.

 

***

 

La capa de polvo y cenizas que cubría el planeta, cuyo nombre otorgado por los cielos era La Cuna, fue barrida por el mero efecto colateral de la técnica a lo largo del hemisferio norte. Si hubiese alguna forma de vida en la superficie, habría visto cómo el cielo hasta donde alcanzaba la vista se comprimía en un solo punto, sobre la montaña en que el ángel de la Muerte y el santo de Géminis quisieron terminar su duelo. Y dos figuras sostenían ese núcleo de destrucción, símiles de dos jóvenes gemelos. Eran Cástor y Pólux, protegiendo el planeta de la Última Explosión de Galaxias.

Si la Otra Dimensión consistía en abrir un portal al espacio entre espacios. La Última Explosión de Galaxias usaba la red dimensional en su provecho, aplastando al enemigo con el peso mismo del universo, tal y como los dioses castigaron al titán Atlas a cargar los cielos por toda la eternidad. Kanon no podía hacer lo mismo con exactitud, él no era un dios, sin embargo, por un brevísimo instante hizo que tiempo y espacio se fundieran en un vórtice de gravedad infinita, donde la temperatura excedía uno a uno todos los límites. En comparación, ni el corazón de las estrellas ni el fulgor de una supernova eran nada más que la débil llama de una vela. Las seis alas de Sariel, con las cuales aquel buscó protegerse, se combaron y ardieron, dando a Kanon la indicación que necesitaba para poder retirarse de esa debacle cósmica y volver a la cima de la montaña.

Hubo de hacer un gran esfuerzo para no caer de rodillas. Las diez ondas de energía oscura llevaban consigo el mismo cosmos divino capaz de cortar incluso el manto celestial, siendo el sólido metal la única razón por la que su estómago no quedó desgarrado. ¡Era el poder de los cielos, esgrimido por uno de sus soldados! La poca sangre que le quedaba empezó a bajar por las grietas abiertas en el peto como valiosos hilos de vitalidad. Al alzar la vista y contemplar lo que se sentía desde esa posición como el fin de todas las cosas, notó que esta se le nublaba. Apretando los puños y los dientes, lanzó un silencioso desafío a Hipnos: no dormiría hasta haber visto acabado el trabajo, no dejaría de luchar hasta que viese el cadáver de aquel enemigo.

«Solo yo puedo vencerlo —entendía Kanon—. Si un soldado de la Primera Orden puede hacer esto a un manto celestial, los santos de oro, de plata y de bronce…»

Ni siquiera podrían acercarse a él. Y si ese era el caso, ¿qué ocurriría con Caronte?

Solo cuando la Última Explosión de Galaxias concluyó fue que las figuras de Cástor y Pólux desaparecieron, volviendo la realidad a la normalidad.

—¿Dónde estás? —dijo Kanon, abriendo y cerrando los ojos para apartar esas imágenes dobles—. ¿Vas a esconderte, después de todo ese tiempo? —Había visto cómo las alas eran aplastadas por la técnica, de modo que ahora mismo el ángel de la Muerte tendría que estar vagando por el mismo Caos del que Garland de Tauro le había hablado en el pasado. La Última Explosión de Galaxias combinaba las técnicas insignes de los dos santos de Géminis del siglo XX: Otra Dimensión para capturar al enemigo, Explosión de Galaxias para la destrucción de todo, incluido el espacio-tiempo, empleando de forma simultánea las fuerzas del microcosmos y el macrocosmos—. Si esperas que me crea que alguien como tú moriría por esto… —Intentó andar, para buscarlo. Las fuerzas le fallaron y a punto estuvo de caer al suelo.

Solo al volverse firme vio lo que esperaba: una rotura en el tejido del espacio, desgarrado y abierto por los dedos de Sariel, el filo de Aymr.

El ángel de la Muerte nunca había merecido tanto ese título. De las seis alas, solo quedaban los esqueletos, sin una sola pluma. El recubrimiento negro de la gloria también había desaparecido, revelando los desgarrados músculos y los huesos fracturados de la que fuera la armadura de un guerrero celestial. No obstante, eso se debía a que en algún punto Sariel se había encogido en una postura de embrión, cuidando su corazón ahora descubierto y la cabeza. Ni los brazales y guanteletes, ni las perneras y botas, cubrían ya unos brazos y piernas descarnados. Ningún yelmo le protegía la cara, carente de orejas, nariz, párpados y labios. Una negra cabellera colgaba de milagro sobre el despellejado rostro de una auténtica Parca, que ya no podía escoger entre sonreír y dejar de sonreír. Los dientes y la mandíbula estaban a la vista, siempre.

—¿Esto es el dolor? —preguntó Sariel, lacónico, mientras rajaba con terrible facilidad el reblandecido metal sobre el corazón, dejando una marca de hombro a hombro—. No es para tanto. Los humanos han hecho tantas cosas abominables en nombre del dolor…

—Sabía que estabas vivo —dijo Kanon, sintiendo que la adrenalina lo encendía una vez más. Una última vez, quizás—. Guardián del destino.

—¿Qué es esa sonrisa? —cuestionó Sariel—. Has usado todas tus fuerzas en este ataque. Quisiste darme muerte y de verdad debió ser así. Aun si hubiese tenido mi Danza Eterna, habría escogido evitarlo en vez de destruirlo.

—¿Tu Danza Eterna? —preguntó Kanon con un hilo de voz.

—Permíteme que me presente —dijo Sariel, mirándole con esos ojos amarillos, siempre abiertos. Diez esferas de energía aparecieron tras su espalda: la Hipernova—. Mi nombre es Titán, ángel de la Vida, La Muerte entre los veintidós Guardianes del Destino. Te felicito, mortal, no cualquiera puede igualar la fuerza de un arma sagrada.

Sabiendo que las palabras solo lo agotarían, Kanon alzó su cosmos, retorciendo el espacio en las narices de aquel enemigo, también debilitado.

Ciento diecinueve portales se abrieron en lo que dura un parpadeo.

—Que sea un choque de técnicas a la antigua usanza, entonces.

—Adremmelech creía en la condenación eterna de los malvados, Aizen creía en la redención. Yo siempre pensé diferente a ellos, creía que lo importante no era el castigo, sino la ley. Hoy pienso que el demonio era el único que entendía lo peligrosos que eran los mortales, mientras que el espíritu solo fingía entenderlo para cumplir sus ambiciones. Castigo o prevención, no importa, los humanos siempre pecarán, porque su pasado está manchado. Solo purgando su pasado, será limpio su futuro.

—Ese es el camino fácil —dijo Kanon, elevándose a los cielos—. Si no pudiésemos recordar nuestros errores, si no pudiésemos responsabilizarnos por ellos, no seríamos humanos. Por eso los dioses crearon la vida más allá de la muerte. 

—Mi Decálogo supone imponer la intensidad de los Diez Mandamientos en un solo golpe —dijo Sariel, siguiéndole—. Sin la Danza Eterna, dudo sobrevivir a esa técnica, mas valdrá la pena, si logro borrarte de la existencia —dijo, señalándole.

—¿Eso me ocurrirá? —Kanon sonrió.

—Si tú puedes usar el tiempo y el espacio para la destrucción de la materia a nivel cuántico, yo puedo destruirlos —dijo Sariel—. Tiempo y espacio, desaparecerán.

Por eso había lanzado ese ataque apresurado con las garras: no pretendía dañar de gravedad a Kanon, sino destruir la técnica en sí, y lo habría logrado si el santo de Géminis no la hubiese recibido de frente. Esta vez no podía hacer lo mismo.

No tenían nada más que decir. Los oponentes, elevados sobre las alturas, movieron a su voluntad el poder y la justicia de los cielos. Cástor y Pólux se manifestaron, rodeándolos en un campo de gravedad aumentada que distorsionaba la realidad circundante y delimitaba la terrible destrucción que estaba por desatarse.

Solo que no hubo tal destrucción. La fuerza de los ciento diecinueve pliegues dimensionales, manifestada como burbujas, se introdujo en el cuerpo de Kanon en el último momento, así como Sariel hizo con la Hipernova cuando llegaron a ese planeta. El poder infinito de la Otra Dimensión fluyó hacia él, energizándole los huesos, los músculos y la carne con la energía del macrocosmos. Así, superó su propia velocidad como campeón de la diosa Atenea, atravesando las diez esferas que el ángel le arrojaba. Sintió el mundo en contra, notó que el Hades lo reclamaba, sus recuerdos se embotaron, sus conocimientos se derritieron… Todo le ocurrió a la vez, el Decálogo hizo estremecer el manto celestial con una fuerza inconmensurable, devolviéndolo a su forma de tótem. Incluso si Géminis confrontó el hechizo, no lo hizo a tiempo de evitar que Sariel le atravesara el corazón con un certero y velocísimo puñetazo.

—La divinidad no es nada en manos de los mortales —declaró Sariel.

Acto seguido, apretó con fuerza, buscando aplastar el corazón de su enemigo.

Pero el brazo entero del ángel de la Muerte explotó en una masa sangrienta antes de lograr tal cometido. Una vez más, el guerrero celestial no comprendía lo que había ocurrido, ni por qué el santo de Géminis le sonreía, victorioso.

—Tienes razón —dijo Kanon—. Aunque el poder de los dioses te respalda, eres tan humano como yo. —Sin ninguna explicación razonable, el pecho de Sariel se hundió una vez, y otra, y otra más, hasta que el corazón bajo el mismo estalló por el triple ataque simultáneo—. Es por eso que puedo vencerte, para empezar.

El ángel de la Muerte llevó hacia su pecho la única mano que le quedaba, temblorosa.

—Tú… —Enfrente de Sariel, Kanon tomaba la mano, aún encajada en su pecho, y la arrojaba a la montaña—. Tú… —Con un gesto del santo de Géminis, el tercer manto zodiacal volvió a cubrirlo, pieza a pieza. Lucía solo las grietas del último asalto, pero ya no tenía la forma del manto celestial, ni le era posible a Kanon sentir la sangre de Atenea—. Te conozco… Tú eres… —No pudo acabar la frase, la boca se le llenó del fluido vital que perdía a raudales. Le habían reventado el corazón.

Y eso no significaba nada. El guerrero celestial, aleteando la pálida sombra de sus viejas alas, se impulsó como una estela súper lumínica hacia Kanon.

Este tensó todo su cuerpo, despierto aún a la Octava Consciencia, y respondió con el mismo truco que en el segundo asalto. Los puños, acelerados más allá de la velocidad de la luz, llegaron hasta el enemigo mediante portales, volviéndose simultáneos. Tal vez la gloria podría resistir esos envites, pero no la carne, tan humana como la de cualquier hombre. Los dioses habían vuelto a Sariel un mortal como medio para ocultar a la élite de su ejército a los ojos de posibles enemigos, y esa era la razón por la que quien había sido despojado de las bendiciones de Atenea pudo retener la acometida de aquel soldado de los cielos lo suficiente como para romper su mente con el Satán Imperial.

Esta vez, Kanon no pudo evitar caer al suelo, rendido y agotado, incluso antes de que el cadáver de Sariel lo hiciese también. Ya no le quedaban fuerzas para nada más. Las células de su cuerpo, incineradas, le susurraban su inevitable destino.

—Gracias —dijo Kanon, dirigiéndose al manto de Géminis. A Cástor y Pólux.

Estos no le respondieron. El Decálogo de Sariel había sellado el manto celestial, al fin y al cabo producto de un robo que insultaba el honor del Santuario y Atenea.

«No debí ocultárselo a los demás. No debí dudar de los míos.»

Seguía existiendo. Seguía teniendo un alma que rendiría cuentas en el reino de Hades, pero a cambio había perdido una de las dos únicas armas efectivas para vencer a Caronte de Plutón. Ahora, los muchachos solo podrían confiar en Arthur.

—No —dijo Kanon, arrastrándose—. Yo debo luchar con él. Con Caronte de Plutón.

Pudo avanzar un par de metros. La calavera de Sariel le sonreía.

Un segundo después, todo lo que quedaba de la gloria de la Muerte ardió.

Las llamas oscuras lo cubrieron todo, atrapando al santo de Géminis sin darle opción a escape. Tampoco era como si hubiese podido, en cualquier caso.

Pero ni el calor de un fuego divino, ni el dolor precedente de la muerte le sobrevinieron. De un momento para otro, se vio en medio de una negrura infinita en que no existía ninguna sensación, más que una paz incontestable. Se alzó, siendo no un hombre de carne y hueso al borde de la muerte, sino el alma que tal envoltorio contenía. Como un espíritu consciente gracias al Octavo Sentido, pudo captar otro más, ajeno a la forma cadavérica que mostró en los últimos momentos de su vida. Sariel era un hombre joven de largos cabellos azabaches, severa mirada ámbar y complexión guerrera.

—Eres muy fuerte, para ser humano —alabó Sariel—. Ninguno de los planetas que purgamos los Jueces tenía guerreros como tú. No me cabe duda de que la sangre de Atenea puede crear milagros a la altura del nimbo de la Primera Orden.

—¿Vas a decirme que vencí por las circunstancias? —cuestionó Kanon, desconfiado—. Si hubieses tenido completa el arma sagrada, todo habría sido distinto.

—Yo no halago en vano —dijo Sariel—. Los Guardianes del Destino somos lo que queda de la Primera Orden que defendió el universo de Tifón, sus hermanos y los Reyes Durmientes. No es fácil matarnos. El último de mis compañeros en caer, vendió cara su vida a los Astra Planeta, tras tomar el camino equivocado durante la Guerra del Hijo.

Aunque Kanon temía la repentina desconexión que había entre su alma y su cuerpo, no tenía intención de mostrar temor a un enemigo, siquiera uno derrotado.

—Déjame adivinar, ¿Caronte de Plutón?

—Mi alumno —dijo Sariel—. Ilión, Apóstol del Caos. —Las manos del ángel de la Muerte, ahora de apariencia humana y noble, transmitían al santo de Géminis una sensación de letalidad por cómo las movía aquel especialista asesino—. Fortaleció los Colmillos de Cerbero inspirado en el filo de Aymr y Zahras. Después de convertirse en regente de Plutón, Calisto de Júpiter lo mandó a por la cabeza de Mwyn como iniciación. Los Guardianes del Destino nunca pudimos recuperarnos de ese golpe, aunque es por nuestro actuar que algunos universos pudieron salvarse del demencial enfrentamiento entre esas armas vivientes y el innominado.

—Lo entiendo —hubo de reconocer Kanon—, lucháis en las sombras para salvaguardar la paz del universo. No era nuestra intención entorpecer esto.

—Tal vez —dijo Sariel—. Aun así, lo hecho, hecho está.

El santo de Géminis asintió. No importaba cómo se habían interpuesto en el camino de los ángeles del Olimpo, sino el hecho de que se habían cruzado, quedando a merced de la fuerza alienígena que dormitaba en la oscuridad entre las lejanas estrellas.

—Cuando vuelva con mis compañeros, deberé volver a enfrentar a esa cosa.

Su mente, ya afectada por ese poder más allá de lo humano, relacionó tal hecho con el sonido de deslizamiento que lo caracterizaba. Justo entre las paredes del cerebro.

—Si vuelves, lo único que cambiará será que una vida se sumará a la larga cuenta de muertes de Caronte de Plutón —dijo Sariel, sin un ápice de rencor. Como ángel de la Muerte, veía el fin de una existencia tan longeva como solo algo natural—. Eres fuerte en comparación a los serafines, querubines y tronos, pero él es el primero entre los siervos de Hades. Ningún ángel en el Olimpo se le compara. ¿Qué te llevaría a ti, último heredero de Sousuke, legatario de los Dioscuros, a enfrentar a alguien así?

—Esperanza —respondió Kanon sin titubeos—. La esperanza es lo que nos mueve a los seres humanos, para lo bueno y para lo malo.

También era el único de los males que Pandora no dejó escapar de la caja. Por ello, los humanos jamás se rendirían. Sin importar cuán cruel fuera la vida, ni cuán imposible pareciera una tarea, siempre lo intentarían una y otra vez. Grandes obras se habían realizado en nombre de la esperanza, también terribles crímenes.

—Ese es el destino de los humanos —asintió Sariel—. Vivir entre la esperanza y la desesperación. Esa es la clase de mundo que Zeus creó para sustituir el viejo orden de Crono. Nunca me atreví a cuestionar al rey de los dioses y ahora me arrepiento. ¿Por qué deben los seres humanos tener vidas tan cortas, si se espera de ellos que hereden el universo? Los de la Raza de Oro poseíamos la longevidad suficiente para templar poder y sabiduría, los que vinieron después nacen y mueren en lo que dura un parpadeo, volviéndose irreflexivos y malvados de forma inexorable. Ahora que puedo verlo, me doy cuenta: los humanos no se volvieron malvados por la falta de un infierno adecuado, o de la presencia divina, sino porque fueron diseñados así.

—Somos falibles —reconoció Kanon—. No malvados, ni buenos, solo humanos. Capaces de lo peor y de lo mejor, de corrompernos y redimirnos.

—¿Es por eso que Atenea os aprecia?

—Puede ser.

Al fin y al cabo, ella era una diosa, solo se podían hacer conjeturas sobre por qué hacía o no hacía algo. Aun así, él nunca olvidaría la calidez del cosmos que lo salvó.

—Tengo una pregunta, humano —dijo Sariel de pronto—. Si me resisto a irme, es porque necesito conocer la respuesta. Si Atenea tomase el control del ciclo de la vida y la muerte, ¿qué haría con él? Después de miles de años rechazando el castigo eterno que mi señor Hades impuso para poner coto al orgullo humano. ¿Qué haría ella? ¿Qué es la vida y qué es la muerte para la diosa a la que sirves?

En cada palabra del ángel podía leerse la inquietud sobre aquello que siempre había representado, pero que le estaba vedado conocer a profundidad.

—Descanso —respondió Kanon, sin cuestionárselo un segundo.

—¿Olvido? —replicó Sariel con aire decepcionado—. Los Kharlan lograron ese paraíso y ningún dios los protegió. Creía que estabas en contra de eso.

—Descanso, no olvido —dijo Kanon, cabeceando—. Tienes razón, este mundo está hecho de esperanza y desesperación. Los humanos caemos, una y otra vez, obligados a recordar para no cometer los mismos errores. Así es la vida y así la aceptamos. Es por eso que la muerte debe representar el descanso. Ningún castigo, ninguna retribución. Es en vida cuando importa si somos malos o buenos, es en vida cuando los esfuerzos combinados de toda la humanidad hacen un mundo mejor. ¿Qué valor tiene ser bondadoso solo para no ir al infierno, en cualquier caso? Esa falsa bondad no es algo que complacería a alguien para quien ser buena es tan sencillo como respirar.

—Los humanos pecan —afirmó Sariel—. Y sienten culpa por ello. Habría un infierno incluso si el señor Hades no lo hubiese creado.

Kanon asintió, comprendiendo tal cosa.

—Eso es lo que Atenea buscaría, de haber tomado el control del Hades. El perdón de nuestros pecados, que aprendamos a perdonarnos nosotros mismos. ¿Qué valor tendrían el tormento eterno y el olvido, en comparación? El mundo ya es bastante duro en nuestras cortas vidas, castigarnos después por lo que hicimos en él es solo cruel. También lo es el olvido. Atenea, que hizo descender las bendiciones de las constelaciones a la Tierra, ¿cómo iba a escoger un camino que implique el no recordar? Las leyendas de los héroes están en el cielo para ser recordadas por siempre.

—Así que Atenea es la única entre los dioses que no es cruel, ¿eh?

Por toda respuesta, Kanon se encogió de hombros.

—Vaya. —Mientras se difuminaba la imagen de su alma, Sariel empezó a reír—. Esta es la respuesta que Adremmelech, Aizen y yo buscamos todo el tiempo. Nunca hubo necesidad de convertir los mundos en una prueba, ni de castigos después de la muerte. Porque el universo era una prueba desde que el dios de la destrucción lo convirtió en tal. Zeus era un genio, después de todo. Tenía cada segundo de la eternidad planeado a detalle. —La risa se volvió en carcajada, el ángel de la Muerte desapareció en la oscuridad, diciendo empero unas últimas palabras—. ¡Kanon de Géminis, ve y muestra a mi discípulo esa esperanza tuya de que la vida humana tiene algún valor! ¡Ve y lucha contra uno de los nueve campeones del universo! ¡Desde el alto cielo, yo te estaré observando! ¿Podrás conservar la esperanza? ¿O se volverá desesperación?

Como el telón de una obra de teatro, la oscuridad se alzó, revelando de nuevo el extraño planeta en que hombre y ángel habían dado todo, causando una gran destrucción.

—No me extraña que los dioses quieran mantenernos alejados del universo —bromeó Kanon, consciente de lo que había hecho—. Puede que seamos seres incorregibles, en el fondo, ¿aun así velarás por nosotros, diosa de la guerra y la sabiduría?

Las pocas fuerzas que le quedaban se fueron diluyendo. Con gran esfuerzo, abrió los ojos. No quedaba rastro de Sariel, ni en cuerpo, ni en espíritu, solo la guadaña Aymr, intacta. Se habría permitido descansar entonces, de no ser por un repentino temblor que lo impulsó a levantar la mirada y dirigirla al horizonte.

Un gigante de seiscientos metros, una montaña andante, iba hacia él. Tenía cuatro alas a la espalda, y una gloria de líneas amarillas brillantes como el ámbar.

Poco después, no pudo seguir resistiéndose al llamado de Hipnos.


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Publicado 07 October 2024 - 11:46 am

Capítulo 213. Ángel silencioso

 

Un alma manchada descendía al Hades, siguiendo el sendero marcado por un ángel. Era el sueño de su madre, católica convencida, con las manos siempre aferradas a la cruz y las rodillas clavadas en el suelo de su mansión, el lecho de un río de sangre.

Estaba maldita, toda ella. El día en que perdió la voz lo supo. Nieta de un asesino, hija de un desfalcador, sobrina de ladrones, hermana de un chantajista… Era una niña, la semilla de una tradición de mujeres de la familia Hilshire. De no haber ocurrido aquello, habría sido una más, la cara dulce e inmaculada de un pequeño clan de mafiosos que hacía lo posible por llevar los negocios con el menor grado de violencia y que se había acostumbrado a considerarse justa por no ser peor que los demás. Doscientos años de apariencias, femeninas sonrisas y hombres matándose bajo la luz de la luna, empero, terminaron el día en que el líder de los caballeros negros había decidido hacer un experimento. Buscaba la motivación adecuada para que aquellos miserables armados de negro metal se convirtieran en guerreros sagrados, para que dejaran de ser solo números. Un propósito noble que engrandeciera a aquellas almas innobles. Algo como la idea más primitiva de justicia que hubo tenido el hombre.

«Ojo por ojo, diente por diente.»

Los caballeros negros estaban convencidos de que fueron ellos quienes llegaron a esa resolución por sí mismos. La herética orden a la que pertenecían, cuyo propósito final era el control del mundo y el fin de todos los conflictos, se convirtió por obra de quienes sobrevivieron a su estrepitoso fracaso en Hybris, la organización llamada a limpiar el planeta de toda maldad humana. Ella, víctima del auténtico inicio de ese cambio de planes, antes de la Rebelión de Ethel y el Cisma Negro, sabía la verdad. Incluso si desconocía si el líder de los caballeros negros creía de corazón en la justicia de un mundo sin criminales, o si solo necesitaba que los soldados de su ejército tuvieran una razón para luchar, estaba convencida de que él había movido los hilos para que todos aquellos desgraciados se convirtieran, primero, en una banda de justicieros, y después en un ejército de fanáticos despiadados. No había otra explicación para lo que vivió; era hija de su padre y nieta de su abuelo, intuía lo que significaba ser parte de un plan mayor. La manipulación estaba en la sangre que corría por sus venas.

Ahora, mientras caía ese descenso sin fin que era la muerte, entendía que no había guardado silencio por la experiencia de ver morir a su familia sabiendo que cualquier ruido que hiciera la mataría. No quería manipular a nadie, esa era la razón. No quería que sus palabras emponzoñaran los corazones de otros, así que, de forma inconsciente, selló esa parte de sí misma para siempre. Cuando era una niña que huía, cuando era la nueva aprendiz de un hombre lleno de remordimientos, cuando era un santo femenino que perseguía. En ningún momento habló con nadie, de ninguna forma. Así fue cultivando su cosmos, hasta aquel momento de éxtasis cósmico, cuando disparó la Enfermedad, el Hambre, la Guerra y la Muerte sobre los ríos del inframundo. Hasta el instante que despertó a la Octava Consciencia que dominaban los generales.

Ella poseía el Octavo Sentido, podía estar viva en el Hades, estaba viva en el Hades. Lo comprendió justo antes de impactar contra un mar helado en el que empezó a hundirse sin remedio. Un millón de cuchillas se le clavaron en el alma, ignorando el áureo manto que la cubría y que empezaba a congelarse. Nunca había sentido tanto dolor.

Pero no gritó. No tenía voz para pedir auxilio, ni para expulsar de su corazón el dolor que la carcomía. De modo que solo le quedaba levantarse cuando caía y seguir adelante. Enfrentándose al tirón hacia abajo, empezó a nadar. El agua de verdad estaba fría.

—¿Quieres venganza? —le preguntó su maestro, el día antes de la Prueba de Armadura.

No obtuvo respuesta. Nunca había escuchado la voz de su pupila.

—Si la quieres —prosiguió su maestro, quien nunca se quejaba de ello—, búscala hoy. Mañana dejarás de ser Triela Hilshire para convertirte en Triela de Sagitario. No serás más un ser humano, te convertirás en un santo femenino de oro, consagrada a tu deber.

Debido a la propia naturaleza inquieta que arrastraba desde el asesinato de su familia, ella nunca entrenaba en un mismo lugar durante más de quince días. Quiso la casualidad que en aquel entonces se encontraran en Alemania, cerca de la casa de verano de la familia de Lucile, los Seisser. De hecho, descansaban en esa residencia, cosa extraña tanto para el estilo austero de los santos de Atenea como para el estricto régimen al que el Sumo Sacerdote había sometido a Triela desde que empezó a entrenarla. Tan raro era todo, que cuando el día anterior un pariente de Lucile avisó de que tendría que ocupar la casa por asuntos familiares, aun siendo ya entrado el mes de diciembre, Triela sintió más bien alivio. Los lujos no estaban hechos para ella, ya no.

—Oh, por favor, no es necesario que se vayan —aseguró Ludwig cuando se encontraron en la tarde. Ella llevando su escaso equipaje en una pequeña maleta que no era ni la décima parte de la que aquel hombre traía consigo—. Si son amigos de Lucile, son amigos míos. —Se quedó mirándola, más bien nervioso. Todavía faltaba tiempo para que se cruzara con el mundo de los santos de Atenea y solo veía lo que estaba a la vista: una persona enmascarada que no hacía el menor ruido sin importar cuánto tiempo pasara—. Al menos permítame ayudarle con el resto del equipaje. ¡Miguel, aquí!

Un hombre alto, de poblado bigote negro y cabello peinado hacia atrás entró en la casa a no tardar, arrastrando dos maletas de viaje extra. Aquello tenía toda la pinta de una desavenencia matrimonial. Triela recordaba haber sonreído por ser testigo de algo tan cotidiano en esa nueva vida que le había tocado.

Ella podía sonreír, gracias a la máscara. Nadie la veía. Nadie entendería nada de eso. Nadie podría ser corrompido por un ser maligno como la última Hilshire.

La sonrisa, empero, se deshizo en cuanto vio bien al recién llegado.

—¿Me estaba llamando, señor? —preguntó Miguel, mirándola con claro nerviosismo.

—Un poco de educación, Miguel —pidió Ludwig—. Es una invitada de mi sobrina. Quiero que la ayudes con el resto del equipaje. ¿Puede ser?

Miguel, es decir, Mykene de Hércules Negro, asintió con parsimonia.

Satisfecho, Ludwig von Seisser estrechó la mano de Triela, que ella no le había tendido, antes de marcharse y dejarlos a los dos solos. Nunca el salón de aquella casa había parecido más grande, vacío y solitario. Los dos, callados como en un cementerio, se sentaron frente a los dos extremos opuestos de una mesa de cristal, en sendos sillones. Ninguno sabía qué decir, ninguno sabía qué hacer.

Porque se habían reconocido, de algún modo. Triela había visto a ese hombre aplastar la cabeza de su abuelo con las manos. Había sido testigo de cómo destruyó su hogar con una gran explosión, la técnica insigne de Hércules Negro: Emblema del Rey.

—Te vi entonces —admitió Mykene, de negro, como aquella noche, aunque ahora vestía traje de jefe de seguridad en vez del indigno metal oscuro—. Con tu hermano.

Ese fue el momento más tenso de aquel encuentro. Su corazón se le encogió.

—¿Sabes algo de él? No tienes que responderme, claro… —Cabeceando en sentido negativo, Mykene no pudo ver cómo todo el cuerpo de Triela se relajaba. Su hermano no había sido cazado después de eso, no por ese hombre al menos—. Cuando te vi en ese armario, yo… cambié… Pensaba… ¡Dios! —Miraba siempre a la salida, temiendo tal vez que Ludwig von Seisser descubriera la clase de felino que le cuidaba las espaldas—. Pensaba que era algo bueno. Matar criminales. Hacen tanto daño a la buena gente. Tanto, tantísimo daño. —Por un breve instante, los colmillos del León Negro se exhibieron en una mueca llena de rabia contenida—. Entonces te vi —dijo, observándola por primera vez de frente—, llorabas, querías gritar. Lo habrías hecho de no ser por tu hermano. Ahí fue que lo entendí. —Alzó la vista hacia el techo, pintado de un blanco impoluto—. El bien y el mal, la justicia y el castigo. No era tan sencillo. ¿Librar al mundo de la gente mala? ¿Y qué hay de las víctimas de esa matanza? ¿Son menos inocentes por emparentarse con hombres malvados?

El absoluto silencio con el que Triela le respondía debía ser para Mykene peor que un millar de acusaciones. Cabizbajo, como el penitente, siguió hablando sin imaginar el caos emocional al que había arrojado a una de las doce escogidas del Zodiaco:

—Por fortuna, mi Emblema del Rey es muy eficaz. Mejor que un bombardeo estratégico. Destruí la mansión junto a todo rastro de que hubo supervivientes.

Sintió que debía asentir, de modo que lo hizo.

Quien ahora respondía al nombre de Miguel se alzó. Era un hombre alto y corpulento. También era tan inferior a ella como lo sería una piedra frente a una montaña.

—Tú cambiaste mi vida —afirmó Mykene—. Tus ojos llenos de terror fueron el espejo que necesitaba para comprender que no existía justicia en lo que hacía. Deserté después de la derrota de Hipólita, enrolándome en los guerreros azules. Tengo entendido que el rey Piotr es un aliado del Santuario. —Silencio. Eso era todo lo que recibía aquel hombre desesperado—. Lo sé, solo son excusas, ¿verdad? Yo no soy tu aliado, ni tu amigo. Soy el asesino de tu familia. Bien, mi vida es tuya. Si hay alguien en este mundo que tiene derecho a juzgarme, esa eres tú. Triela Hilshire, si todos los condenados tienen derecho a un deseo antes de morir, el mío es que respetes la vida del señor Seisser. Él es un buen hombre, yo solo le estoy prestando mis servicios como mercenario.

Era la segunda vez que oía ese nombre en un mismo día. Resonaba con fuerza, porque aparte del Sumo Sacerdote nadie sabía de qué agujero había salido.

Kanon de Géminis, un hombre con la misma aura que ella, alguien manchado. Donde otros se apartaron de su camino en esa maratón eterna que fueron los años posteriores al asesinato de la familia Hilshire, el representante de Atenea en la Tierra la siguió, le tendió la mano y le hizo descubrir el universo que había en su interior. Recibió la máscara dorada y un nuevo destino al que dirigirse; empezó a correr más rápido de lo que nunca había logrado, aproximándose de manera infinita a la velocidad de la luz. Solo había un puñado de personas en el mundo capaces de alcanzarla, las cuales no se molestaban en hacerlo; no la conocían, no sabían nada de ella, salvo que era la tercera discípula del líder del Santuario, tras la Tejedora de Planes y el Juez.

¿Cuánto había pasado desde entonces? ¿Cuántos rincones del mundo había visitado durante el entrenamiento? ¿Diez? ¿Cincuenta? ¿Ochenta? Miles de rostros llenaban los recuerdos de los últimos años, mientras la orden que había exterminado a su familia caía derrotada y se alzaba de nuevo. Mientras la élite del Santuario se iba completando, con portadores para Tauro, Géminis, Cáncer, Leo, Virgo, Libra, Escorpio y Acuario, además de Capricornio, el traidor. Miles de desconocidos, que no sabían quién era. Miles de encuentros sin que ella misma supiera quién era en realidad. Ahora lo recordaba. Ahora lo comprendía. Las palabras que iniciaron ese día cobraron un nuevo sentido.

Se levantó como siempre, en silencio y rápido, para espanto de Mykene. Aquel hombretón, veterano de mil batallas, tragó saliva frente a una joven enmascarada que todavía se peinaba el cabello como cuando era niña; dos largas colas que caían hasta bajo la cintura. En realidad, nunca dejaría de hacerlo.

Triela Hilshire debía matar a Mykene, caballero negro de Hércules.

Pero ella no era Triela Hilshire. Y él no era Mykene.

Así que Triela, aquella que había sido más rápida que su propio nombre, hizo algo que no había hecho en mucho, mucho tiempo. Se comunicó. A semejanza del valentón de su hermano, se pasó el dedo por el cuello, de lado a lado, y después extendió ese mismo dedo para hacer el universal gesto de negación, descolocando a Mykene por completo.

—¿No vas a matarme?

Ella repitió el gesto. No sabía mucho del lenguaje de signos. Tras ese juramento jamás pronunciado de nunca comunicarse con nadie, vivió siempre bajo el temor de que tal acto emponzoñara la vida de las personas que la rodeaban. Un gesto de asentimiento, una negativa, no necesitaba más que de eso y de su propio sentido de supervivencia para el día a día. Esa tarde comprendió lo necia que había sido. El silencio era otra forma de comunicarse, una que podía hacer tanto daño como el mero hecho de hablar. A aquel hombre al que no tenía derecho a odiar, por ser ambos solo dos desconocidos que se encontraban en el largo camino de la vida, lo estaba destrozando por no decir nada.

—Yo maté a tu familia —dijo Mykene—. ¿Cómo podría alguien perdonar algo así?

Tras hacer una última vez el gesto, inclinó la cabeza a modo de saludo y se marchó de la casa, arrastrando la maleta con sus escasas pertenencias. La última vez que vio a Mykene, estaba justo donde lo dejó, con lágrimas de alivio bañando sus mejillas.

La veraniega casa de los Seisser estaba bien situada, al final de un largo y frondoso bosque que otorgaba una cierta privacidad respecto a la población más cercana. Fue entre esos árboles que Triela se encontró con su maestro una vez más, a la diestra de una caja dorada y vestido con las prendas sacerdotales. Aquello era excepcional: aun el representante de Atenea en la Tierra fingía ser el oficial militar de alguna organización misteriosa mientras la entrenaba. No podía ir por ahí diciendo que era el Sumo Sacerdote de la diosa Atenea, en pleno siglo XXI. En ese sentido, la general de la división Pegaso, Akasha de Virgo, les había hecho un favor a todos al diseñar esos uniformes militares, acordes al nuevo sistema de divisiones.

Ella sentía una gran admiración por la primera pupila del Sumo Sacerdote. Tenía una increíble facilidad de palabra para convencer a la gente de hacer lo correcto. Y todo el mundo la quería, o casi todo el mundo. Esperaba ser como ella algún día.

—No hay nadie como tú en todo el Santuario —aseguró Kanon.

Extrañada, Triela ladeó la cabeza. ¿Le estaba leyendo la mente?

—Tal y como había imaginado —prosiguió Kanon—, en tu corazón no hay lugar para el rencor. Eres pura y buena, como Aioros. Como todos los santos de Sagitario. No hay registros de que alguna persona indigna haya ocupado el décimo templo zodiacal, y créeme, ninguna otra constelación se salva de algún mal ejemplo. Es por eso que tu Prueba de la Armadura debía adecuarse a la virtud de tus antecesores.

Miró en todas direcciones, agudizando los sentidos en espera de algún enemigo que no hubiese percibido. ¿Había más de un candidato para el manto de Sagitario? Quizá la Prueba de la Armadura fue adelantada para comprobar si estaría siempre lista.

Lo cierto era que lo estaba. Siempre. Tras toda una vida corriendo y huyendo de sus propios temores, para ella el Séptimo Sentido nunca estaba dormido.

Eso significaba, que el enemigo que la asaltaría era igual que ella.

—Ya te has dado cuenta, ¿eh? —mencionó Kanon, confundiendo la postura de alerta de la aspirante—. Es demasiada coincidencia que acabáramos ocupando esa mansión en la misma época en que Ludwig von Seisser tiene problemas maritales. Solo espero que Lucile no haya tenido nada que ver con la pelea en sí —bromeó el Sumo Sacerdote, inconsciente de que muy pronto no podría hacer esa clase de bromas—. Le concedí permiso de echar una mano a su tío si movía un poco los hilos para crear este escenario.

Solo hasta ese momento, Triela comprendió lo que había pasado. Oyendo apenas de fondo que en realidad fue Akasha de Virgo la que convenció a Lucile de Leo de hacer tal cosa, habida cuenta de que como general de la división Fénix a esta le correspondía ejecutar a Mykene de Hércules Negro, vio que la suma de casualidades era todo un plan calculado a detalle. Las palabras del maestro, el encuentro con el asesino de su familia al poco tiempo… Todo estaba preparado para que Triela Hilshire cortara los lazos con su pasado, liquidando el último asunto por resolver a la vez que demostraba su lealtad al Santuario. No le esperaba la Prueba de la Armadura. Ya había ocurrido.

Y resultó en su completo e incuestionable fracaso.

A modo de disculpa, incluso si no se arrepentía de la decisión tomada, se inclinó. Fue un momento muy duro: escuchar los pasos del Sumo Sacerdote, sentir que la sombra del representante de Atenea en la Tierra la cubría.

La mano del líder del Santuario, sobre su hombro, pesaba como el mundo mismo.

—Un santo de Atenea solo se inclina ante una persona en el universo. Solo una.

Antes de que pudiera alzar la mirada hacia Kanon, algo más atrajo su atención. La caja de Pandora, con la imagen del centauro Quirón en relieve, vibraba de poder, como los latidos del corazón de un ser vivo. Un ser de las estrellas que descendía a verla.

—Álzate —ordenó Kanon—. ¡Triela de Sagitario!

La caja se abrió de par en par, liberando un chorro de luz dorada que al punto se proyectó sobre la otrora nieta del padrino de los Hilshire. Pieza a pieza, el manto de Sagitario la cubrió, transmitiéndole una calidez que jamás había sentido, siquiera en su feliz infancia ajena a los problemas del mundo. Sus sentidos, que consideraba despiertos, se refinaron todavía más. Un cosmos de justicia ardió en su corazón y los ojos tras la máscara se empañaron de la misma clase de lágrimas que derramó Mykene al saberse perdonado por la única persona que podía juzgarlo.

Eran lágrimas de alegría, de realización. No había fracasado en la Prueba de la Armadura, la había superado, solo siendo ella misma.

—Ya solo nos faltan Aries y… —Mirando hacia la derecha, Kanon calló, sonriendo.

La sorpresa en Triela era de tal magnitud, que si bien pudo ver a aún aspirante Shizuma Aoi entre los árboles en el nanosegundo que tardó en desaparecer, la supuso un fantasma. Quedaba mucho tiempo para que Shun terminara el entrenamiento de la futura Dama Blanca, y más aún para que el Santuario intuyese sus formidables habilidades para el espionaje y la vigilancia, que acaso se pusieron por primera vez a prueba localizando al esquivo Mykene de Hércules Negro. Para ella. Para su prueba.

Triela Hilshire habría abrazado a aquel buen hombre que tanto le había dado.

Triela de Sagitario le tendió la mano, que el Sumo Sacerdote, tras un breve momento de duda, tomó con ambas, otorgándole calidez y fortaleza. A través de ella, tal vez, dio un paso más a la redención de los pecados que lo atormentaban y no dejaban dormir.

 

***

 

Los recuerdos de la infancia y juventud arroparon a la guardiana del noveno templo zodiacal con una engañosa calidez, pues descendía a través de las aguas de Cocito hasta las profundidades que habían recibido a todos los santos de Atenea, de todas las épocas, desde la era mitológica hasta el siglo XXI. No obstante, la vida era una cadena de acontecimientos, Triela Hilshire se convirtió en Triela de Sagitario, Triela de Sagitario pasó a ser la Silente, la Silente selló los ríos del inframundo con la ayuda del ejército aliado y las bendiciones de Atenea. Por tanto, no todo estaba perdido. Abrió los ojos, despertando a una oscuridad infinita, descubriendo que a pesar del frío y el dolor, podía moverse enfrentando el frío glacial con el cosmos que ardía en su pecho.

Así  como en el pasado corrió sin descanso, igual nadó la santa de oro, sobrepasando la resistencia del agua y la presión de las profundidades con unas manos bañadas de oro. Todavía sentía, con todo, los músculos entumecidos bajo el áureo manto, de una mortal palidez. Sagitario era para ella un lastre que la empujaba hacia atrás, pero no iba a desprenderse de esa prenda tan querida. Si iba a salvarse, también salvaría a su compañera. Cuando el abuelo Giacomo veía a su nieto, Víctor Hilshire, llegar golpeado del colegio a la edad de seis años, le decía con dureza que la debilidad se combatía con fuerza. Ella estuvo presente entonces, quizá por mediación de la providencia divina, ya que tal recuerdo la impulsó a ascender y ascender hasta que salió a la superficie.

El río de las lamentaciones ya no era el páramo alado del que hablaban los mayores, sino un río más, grande como el infierno, eso sí. Tiritando, Triela buscó alguna orilla usando los sentidos más allá de los convencionales, percibiendo una barca que se acercaba desde alguna parte, transportando a tres personas. Decidió esperarles. Arriba, el cielo estaba lleno de estrellas, cientos de millones de puntos de luz azul, pálida como lo era el mismo Cocito. Eran las almas de los condenados por el dios de los lamentos.

—¡Es Triela! —dijo una voz conocida.

Ella giró el rostro, quedando sorprendida. La barca ya era visible, dirigida por un gigante encapuchado que no podía ser sino el verdadero Caronte, barquero de los condenados, quien maldecía al ángel de la Muerte por su típico envío de polizones sin formulario. En cuanto a los otros dos, el que la había llamado era en verdad Azrael, con un uniforme oscuro que le daba malas vibraciones, mientras que tras el asistente, estaba la Suma Sacerdotisa de Atenea, silenciosa como la propia Triela.

Dos sentimientos contradictorios nacieron en su pecho: sintió que el Hades era en verdad cruel, al mostrarle ese espejismo, y a la vez, deseó que no lo fuera, razón por la que nadó más rápido que nunca, alcanzando la madera en cuestión de segundos a pesar de la pesadez del manto de Sagitario. Fue en ese momento que comprendió que no era ninguna ilusión, ningún engaño del Hades: Azrael había apartado la mirada.

La Ley de las Máscaras, siempre una bendición para ella en lugar de la carga que algunos podrían imaginar, le golpeó por primera vez: ¡la había perdido en las profundidades de Cocito, nada menos! Pensó enseguida en recuperarla, pero Akasha, quien sonreía de una forma muy extraña, la agarró del brazo y la subió a la barca como si no pesara más que una pluma de sus alas. O ella se había debilitado en demasía, o a la santa de Virgo le había sentado muy bien morirse. Podría ser la primera opción, pues en cuanto pisó la madera, tras un sonido de deslizamiento, cayó como una muñeca desmadejada. Enseguida tuvo a Akasha agachándose y sonriéndole de esa forma tan particular, con leves curvas en las comisuras de los labios: las mujeres de la familia Hilshire, habituadas al engaño y al teatro de las emociones, habrían querido sonreír así. Pero eso era lo de menos. Nunca había visto sonreír a la Tejedora de Planes, como no había visto la sonrisa de de la Bruja, la Muerte Roja y la Dama Blanca. Se suponía que las mujeres que servían en el ejército de Atenea jamás debían mostrar el rostro, y sin embargo, ahí estaba la Suma Sacerdotisa del Santuario. Sin máscara. Mirándola con unos ojos grises que no reflejaban la sonrisa, centrados en estudiarla.

Por si eso no fuera lo bastante extraño, tras la Suma Sacerdotisa se oyeron aceleradas pisadas en la madera y un chapuzón. ¡Azrael se había arrojado al río de las lamentaciones! Quiso rescatarle —un humano corriente no tenía forma de sobrevivir a eso—, no obstante, fue incapaz de moverse, hechizada por los ojos de la finada líder del Santuario. Eran de un gris sin iris, sobrenatural, propio de un humano poseído por un dios. La más descabellada de las ideas se le pasó por la mente.

—Con este ya van tres ríos, ¿qué será el próximo, majestad? ¡Leteo no, por favor! Dejémoslo para el final, o se olvidará de los ríos que ha cruzado a nado.

Que el Barquero del infierno se dirigiese a Akasha como majestad terminaba de confirmar sus sospechas. Hades, el rey del inframundo, había tomado posesión de la persona más pura de la Tierra tras rescatarla de la muerte. ¿Qué podía hacer ella para salvarla? Entre las proezas de los héroes legendarios estaba la lucha contra los avatares de Poseidón y Hades, sin embargo, en ambas fue indispensable la presencia de Atenea para lograr la victoria. Los humanos no podían vencer a los dioses.

Desesperada, pensó que la única forma de alcanzar el corazón humano de quien la estudiaba en silencio era con la verdad que tanto tiempo calló. Que Hybris no nació por la sed de justicia que Akasha de Virgo creó con el Cisma Negro, sino que era parte de un plan preconcebido, el resultado de una guerra civil de la que el Santuario nunca tuvo noticia y que aceleró la caída de la organización previa a la Rebelión de Ethel. Antes de Hybris, los caballeros negros recibían financiación de muchas organizaciones criminales, como un grupo terrorista cualquiera. Los Hilshire fueron una anotación más en las cuentas de esos hombres de metal negro hasta que un supuesto grupo radical dentro de la herética orden decidió que era tiempo de liquidarlos. Tenía que hablar, romper su voto. ¡Ni la Cacería, ni la Semana Sangrienta eran culpa de esa persona!

—No tienes que hacerlo —advirtió Akasha, acariciándole los labios entreabiertos con unos dedos fríos como la muerte—. Todo irá bien.

Triela movió la cabeza de lado a lado antes de responder con palabras, pero abrió la boca de todos modos, cosa que aprovechó la poseída Suma Sacerdotisa.

Veloz como la luz, introdujo sin cuidado el brazo entre los dientes de la santa de Sagitario, quien sintió unas terribles ganas de vomitar. Aun si solo duró un segundo, el tiempo en que Akasha revolvió su cerebro mediante el cosmos se sintió como una eternidad de dolor. Nunca había sufrido tanto como en esa tortura, llena de sonidos de frenéticos deslizamientos entre las paredes de su cerebro.

Antes de perder la consciencia, Triela pudo ver a Akasha sacar algo de su boca, de su mente. Un gusano gris con cien ojos abiertos por toda la extensión de su cuerpo.

 

***

 

Conquistados los cinco ríos del infierno, Atenea decidió que podía aprovechar las horas solicitadas por Narciso para comunicarse con las almas liberadas de Cocito.

—Son demasiadas —observó Azrael en cuanto lo sugirió.

—¿Qué más da? —dijo el Barquero—. Su Majestad tiene todo el tiempo del mundo.

Eso no era cierto. El tiempo que estaría en el inframundo era el justo para hacer lo que tenía que hacer. Aun así, no metió prisa a ninguna de las almas con las que se comunicó, conmovida por las esperanzas de tantísimas personas a las que por diez mil años deseó liberar de su yugo. La esencia, en cualquier caso, era la misma sin importar si entablaba conversación con el más pérfido de los hombres o un simple matón descerebrado, cuyo único crimen era el uso de la violencia por el bien de otros: todos querían el paraíso prometido, todos estaban agotados de la eternidad sumidos en el lamento eterno, no obstante, necesitaban que alguien las guiara, la necesitaban a ella.

—No puedo acompañaros. El descanso eterno es para los mortales, no para los dioses. —Tal había sido el camino escogido por la diosa de la guerra y la sabiduría desde la primera vez que anduvo por la Tierra encarnada como humana—. Debe haber otro, alguien que pueda ayudaros a marchar, unidos. ¿Quién podría llevaros de la mano? ¿Quién…? —Una idea le pasó por la cabeza, tan obvia que era inaudito que no lo hubiese pensado antes. Si era el momento de que toda la vieja humanidad descansase, también el que fuera el mejor de todos los hombres debía descansar con ellos. Una sonrisa se formó en los labios de Atenea, carente de toda afabilidad.

—Veros sonreír así, majestad, me da escalofríos —reconoció el Barquero.

—Eres hijo de la Noche —espetó Atenea, consciente de que sonreía como lo hacía Pirra. Como lo hacía Akasha aprovechando la protección de la máscara—. Fobos nació dos generaciones después de que tú y tus hermanos habitaseis el primer universo.

Como solía ocurrir cada que mencionaba algún detalle que los humanos no debían conocer y que aun los dioses desconocían por voluntad propia al descender a la Tierra y andar entre los mortales, el Barquero giró la cabeza hacia el humano que los acompañaba, esperando divertirse con unos ojos abiertos como platos. Azrael no había reaccionado, empero, lo más probable era que ni siquiera estuviese escuchando.

Arrojó a los cielos la promesa de un pastor escogido, sin imaginar que despertaría algo distinto a la paz en algunas de las almas. Las que habían reencarnado junto a ella desde los tiempos del diluvio universal. Si Atenea no iba a quedarse, si de nuevo debía errar por el mundo y desafiar el orden universal del Olimpo, entonces la acompañarían, como una nueva generación de santos de Atenea. Tan grande era el deseo de aquellos hombres, desde los que se reunieron bajo la batuta de Deucalión hasta los que vivieron el pontificado de Shion, Saga y Dohko, e incluso los muertos de la última generación, bajo el liderazgo de Kanon y Akasha, que la contagiaron con las mismas esperanzas vanas. No era el destino de Atenea quedarse en el infierno, ni volver a encarnar como humana; solo en el Hades poseía el poder absoluto, necesario para poner fin al ciclo de las Guerras Santas. Por mucho que deseara ascender, no estaba dentro del camino que había trazado, así que hubo de negar esa posibilidad. Justo en ese momento, empero, un curioso fenómeno la distrajo de sus asuntos: un santo de oro caía a las aguas del Cocito como una estrella fugaz, proveniente del mundo de los vivos.

Por instinto, Azrael llevó la mano a la pistola.

—Guarda eso —dijo el Barquero—. Nadie nos está invadiendo. Alguien habrá molestado a Sariel. El ángel de la Muerte —aclaró al ceñudo sirviente.

—¿Por qué necesita el Olimpo un ángel de la Muerte si la Muerte es un dios? —cuestionó Azrael, relajando la postura.

—Pregúntale a Hermes. Yo trabajo aquí abajo desde siempre.

—¿Señorita…? ¿Señora Atenea?

—Los ángeles representan diversos aspectos del universo, que nosotros los dioses creamos hace mucho tiempo —respondió Atenea, pensando que en concreto Sariel era en realidad Titán, del viejo universo. No se le ocurría cómo los caminos de los santos de Atenea y ese hombre pudieron cruzarse—. Vamos, Barquero.

El hijo de la Noche asintió, antes de dirigir la barca hacia el punto en que el santo de oro había caído. Estaba bastante lejos, de manera que Triela, pues no era nadie más que ella, llegó a la superficie antes de que la alcanzaran, siendo al punto reconocida por Azrael.

—Miles de años como humano y aún no aprende a rellenar un formulario —dijo el Barquero sin dejar de remar—. Eras mejor como Espíritu Divino, Sariel, mucho mejor.

Atenea no estaba de acuerdo con eso. Al Espíritu Divino de la Vida, Titán, le perdía el orgullo. Llegó al punto de cuestionar a los mismos dioses. No era de extrañar que fuese convertido en humano, así esa etapa fuera un parpadeo en su larga vida. En cualquier caso, ella tenía asuntos más importantes de los que ocuparse. Ayudó a Triela a llegar al barco, satisfecha de comprobar con el mero contacto que en verdad era un caso de Sariel haciendo uso de sus privilegios como Juez para mandar a alguien vivo a Cocito sin que mediasen la muerte y el posterior juicio. Lo que iba a suceder en el mundo de los vivos requeriría del mayor número posible de santos, el Santuario no podía prescindir de ningún santo de oro. Luego, sin embargo, sintió cierta inquietud: había un mal deslizándose en la psique de Triela, uno muy, muy antiguo. Debido a la sorpresa, no prestó ninguna atención al repentino deseo de Azrael por recuperar la máscara perdida por la Silente, ni el jocoso comentario que realizó el Barquero al respecto. Centró todo su ser, primero, en tranquilizar a la santa de Sagitario, y después inició la purga.

Era un proceso complicado. El mal que anidaba la mente de Triela provenía de uno de los Reyes Durmientes, Aquel que se desliza en la oscuridad, si servían de algo los recuerdos acumulados por más de cien reencarnaciones. Estaba extendido a largo de todo el cerebro, así que arrancarlo provocaría la muerte cerebral del recipiente, y la eliminación más minuciosa implicaba reducir a Triela a una muerta en vida, un zombi aislada de los cinco sentidos. Akasha de Virgo, aun con la cooperación de sanadores de la talla de Minwu de Copa y Aqua de Cefeo, no habría podido salvarla. Por fortuna, ella no era humana, sino una diosa, la diosa del inframundo, experta además en toda clase de tejidos. Desde la escala subatómica, trabajó cada una de las células cerebrales a la vez que obligaba al mal a manifestarse en la mano que había introducido en la garganta de la santa de Sagitario. Aunque trabajó en tiempo de Planck para que cualquier momento de muerte pasase desapercibido para las leyes del inframundo, lo cierto era que Triela nunca dejó de estar viva, si bien el dolor le hizo perder la consciencia cuando Atenea sacó la mano entre cuyos dedos se agitaba un gusano de cien ojos.

Aquel que se desliza en la oscuridad —asintió Atenea, aplastándolo con dos dedos.

—Reyes Durmientes —susurró el Barquero—. Mal asunto, muy mal asunto.

Atenea asintió de nuevo, si bien el problema no era tan grave como había supuesto. Mientras salvaba el cerebro de Triela, pudo ver en qué situación estaban sus santos, como parte del viaje que asumió que recorrerían desde el momento en que despertó. La Senda de Oro, los horrores, nueve ángeles y un Rey Durmiente. Sus santos podrían ocuparse de la mayoría de esos problemas, y en cuanto a Aquel que se desliza en la oscuridad, bien, ella podía ver con claridad la mano de Narciso de Venus en todo ese asunto. El canal que recorría el Argo Navis Negro ahora mismo era en realidad el que había estado navegando en la primera mitad del viaje, la parte de la Senda de Oro que debía haber estado deshaciéndose hora tras hora, según se alejaba la luz del sol. Narciso era tanto el responsable de que se desviaran del viaje como de convertir la primera parte del camino en la última, primero conservando las aguas, el canal y el espacio, y después dándole la vuelta. Para eso necesitaba las dos horas solicitadas a Shizuma. Habiéndose tomado tantas molestias, sin duda tendría algo reservado para el Rey Durmiente.

En algún punto, Azrael llegó chorreando las frías aguas de Cocito sin el menor temblor, lo que en verdad demostraba que se había convertido en el Heraldo del Odio, inmune a cualesquiera otros poderes del inframundo. No era que necesitase un seguro así, considerando que entre los avatares de los hermanos de Estigia, tres eran viejos amigos de su última encarnación y el cuarto se había tornado en el más leal de sus santos. No obstante, nunca se era demasiado prudente. A su padre, Zeus, le había ido bien así.

Con sumo cuidado y los ojos siempre cerrados, Azrael colocó sobre el rostro de la santa de Sagitario la máscara dorada. Aquella pieza, a diferencia del resto del manto dorado, de una inexplicable y mortal palidez, seguía siendo dorada.

—Se recuperará —dijo Azrael—. Es fuerte.

—Más que yo —replicó Atenea, sumergiéndose en los recuerdos que observó de pasada—. Yo nunca habría podido perdonarlo.

Ni el sirviente, ni el Barquero, podían saber a qué se refería con exactitud. Aun así, el hijo de la Noche se permitió hacer un comentario:

—Había perdón en el infierno cuando la reina Perséfone estaba presente.

—La reina Perséfone debía ser misericordiosa donde Hades era rígido, como corresponde al dios de la vida después de la muerte. Atenea, en cambio, es una sola y puede actuar según su voluntad y capricho. Nunca he tolerado la traición. Quienes atraen mi ira jamás alcanzan mi perdón.

—Demasiado tiempo con los humanos —dijo el Barquero tras un rato.

—Sí —rio Atenea, recordando un episodio similar—. Sin duda, así es.

La risa que salía de los labios de la diosa extrañó al par tanto como el anterior comentario, tan ominoso. Sin embargo, Triela, el primer ser vivo en nadar a través de las aguas del derretido Cocito, despertó, tosiendo y aferrándose el rostro.


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