Saludos
Capítulo 212. Guardianes del destino
Acabada la batalla contra Kanon, Sariel dejó escapar un suspiro de decepción.
—Estábamos equivocados los tres. Tú Aizen, que venerabas la mortalidad, ¿qué te queda, sino un eterno lamento? Tú, Adremmelech, despreciabas la mortalidad, llena de pecados, y acabaste encandilado por la más pecaminosa de las criaturas. ¿Y yo? Os miraba por encima del hombro, mis compañeros, mis amigos. Mi justicia buscaba ser no de castigo, sino de prevención. Creí que delegar en los dioses el ciclo de la vida y la muerte era la respuesta, y a pesar de ello, desde un principio trabajé en contra de esa idea. Torné la vida en la Tierra un infierno que los dioses del mar quisieron enterrar bajo las aguas. —Los inmortales, todopoderosos y omniscientes, tenían esa costumbre de nadar contra la corriente del destino. La Guerra de los Demonios fue la clase de conflicto que llevaba al fin de la civilización en cualquier planeta, excepto la Tierra. La Gigantomaquia, las guerras atlantes, la Guerra de las Estrellas… Poseidón, Ares, Hades. El mundo había soportado todas las dificultades imaginables, la prueba había sido llevada a cabo por los mismísimos dioses. Y a pesar de ello, los terrestres, sabía, seguían siendo los mismos humanos de todos los otros mundos. O viles bestias hambrientas de poder, o criaturas pusilánimes contentadas con no tener que hacer nada para ganarse el divino derecho de vivir. Siempre lo mismo, en todo el universo—. Todos estábamos equivocados. Ese maldito Ilión de los Makhai tenía la razón.
Apenas ahora comprendía lo que había esperado. La sublimación del alma humana soñada por Martel y Yuan. Una prueba de que los actos de Zeus y Atenea tenían algún sentido más allá de molestar al resto de dioses. Mientras un mundo entero era destruido y reconstruido por la fuerza sin control de un santo de oro, Sariel retrasaba la aniquilación del rebelde confiando en ser sorprendido.
—El orgullo es un pecado capital —se dijo Sariel, posando la mano sobre el pecho. La Piel de la gloria estaba impoluta, brillante como la amatista y más sólida que el oricalco, pero los Músculos y los Huesos seguían dañados. El propio cuerpo del que fuera de la élite entre los guerreros celestiales estaba bastante machacado—. Ha sido un rival digno, jamás habrías podido derrotarlo como un hombre. —Una vez más, tras diez mil años de fingimiento, dos pares de alas le surgían de la espalda, por encima y debajo de aquel par que nadie podía ver, el nimbo otorgado por Hades—. Ha sido una buena batalla. —El Aizen que conoció habría sudado combatiendo a ese oponente.
Anduvo hasta el borde de la cima de la montaña, cabeceando de un lado a otro frente a la nefasta visión de unos cielos oscurecidos por el polvo. La vida orgánica en ese planeta estaba en pañales, reducida a una nutrida población de criaturas marinas que aún tardarían en andar por la tierra y los cielos. Y ellos habían retrasado ese momento quizá por millones de años, todo por una prueba de la cordura de los dioses.
—Esperaba que tú fueras el alma sublimada. —Sariel se dio la vuelta—. Kanon de Géminis. Esperaba que tú me sorprendieras.
Con un gesto de la mano, hizo que un soplo de viento se llevara las cenizas del manto de Géminis. Si se fundían con el polvo y la tierra del planeta, tal vez los futuros pobladores del mismo pudieran granjearse el favor de los Dioscuros.
Cuando las cenizas se elevaron, empero, ardieron de repente en fuego divino, tan blanco como la más sagrada luz. Las llamas enseguida adoptaron una forma conocida:
—¿Qué escoges? —cuestionó la constelación de Géminis—. ¿Maldad, o justicia?
Sariel no necesitó pensarlo para saber que no era él el destinatario de la pregunta.
***
Así como las estrellas estallaban en supernovas, también los santos de Atenea, legatarios de las constelaciones, mostraban su auténtica fuerza a las puertas de la muerte. Así ocurrió en la lucha contra Radamantis, así debió ocurrir en el momento en que Sariel mandó a Kanon de Géminis a Cocito. Descendió por el proverbial abismo que llevaba al inframundo, sin poder mover uno solo de sus desgarrados músculos, sin poder sentir nada más que el dolor de los huesos fracturados, todo como un eco lejano que llegaba a su corazón envuelto en la formidable barrera del alma humana.
Y allí, en ese punto entre la vida y la muerte, liberó su cosmos.
El tiempo se detuvo. El cuerpo de Kanon, henchido de poder, dejó de caer, siéndole posible girarse y ver hacia arriba la conocida figura de los Dioscuros.
—¿Por qué nos has llamado? —preguntó Cástor, violento destructor de hombres.
—Porque he comprendido algo —dijo Kanon, mientras su mente resurgía.
—¿Qué has comprendido? —preguntó Pólux, divino general de los ejércitos.
—Quién soy —respondió Kanon, sonriendo con dificultad.
De pronto no estaba en medio de un abismo, sino que clavaba los dedos en una escarpada pared llena de recuerdos. Una pared dorada que empezó a escalar.
—Eres aquel que solo se ama a sí mismo —dijo Cástor.
—Eres aquel que busca estar a la altura del amor de Atenea —contradijo Pólux.
Aquella era la dinámica de los Dioscuros, discutiendo entre sí mientras Kanon ascendía.
—¿Amor? Tres veces blasfemaste contra los dioses. Atenea, Poseidón, Hades.
—Tres veces te sacrificaste por el mundo que Atenea ama.
—Desprecias a tus padres, que murieron por ti.
—Honras a tus padres, el Santuario que te forjó y la diosa que te abrigó.
A Kanon se le escapó una risa: se habían saltado el tercer mandamiento.
«Los santos de Atenea no tenemos fiestas —pensó sin dejar de ascender.»
—Millones de personas han muerto por el mundo que condenaste.
—Billones de personas sobreviven por el mundo que creaste.
Magro consuelo. ¿Era suficiente salvar el planeta? Por sus dudas, Akasha había muerto.
—Tus actos enfrentaron el cielo y la tierra.
—Tus actos causaron la última Guerra Santa.
Las dudas empezaban a mermar la resolución de Kanon. En eso los Dioscuros estaban de acuerdo: Kanon era el origen de la guerra que ahora libraban, de esa expedición de castigo. Ni Gestahl Noah, ni Caronte, ni el Hijo eran los primeros responsables, sino él, la persona que había descendido junto a Orestes a pactar con el dios del sueño.
—Robaste el lugar de tu hermano.
—Tomaste el testigo de tu hermano.
¿Eso era la justicia? ¿Una cuestión de relativismos, de cinismo? Saga era el santo de Géminis. Kanon, solo una sombra que lo tomó todo de él. La forma de combatir, el rol como Sumo Sacerdote, la ambición de ser el más fuerte… Incluso cuando cambió por devoción y gratitud a Atenea, el modo en que decidió proteger el mundo era el modo que lo haría Saga. Asesino y ladrón, ¿qué esperanza había para él?
—Has mentido a tu dios.
—Te has sincerado con tu diosa.
—¡Eso es mentira! —gritó Kanon, ascendiendo las pared con más violencia que nunca. Los dedos atravesaban el dorado oricalco dejando rastros de carne. Las fuerzas iban menguando con cada palmo que ganaba—. Desde un principio, solo he tenido una diosa —aseguró, no siéndole empero grato recordar que quiso jugar a ser un dios.
—Sí, así es —dijo Cástor.
—Es tal como dices —dijo Pólux.
Los Dioscuros, al mismo tiempo, anunciaron:
—¡Tú fingiste ser el Dragón de los Mares!
La pared dorada se fragmentó hasta donde alcanzaba la vista, castigada por el poder de los Dioscuros. Varios pedazos empezaron a caer con estrépito, pero Kanon no retrocedió, ni claudicó, siguió avanzando más y más deprisa.
—Nunca fui tal persona —reconoció el santo de Géminis—, pero sí que fui el Sumo Sacerdote del Santuario. —A pesar de la cobarde forma en que legó ese deber a Akasha, fue él quien dio al mundo la orden de defensores que lo había salvado del Hades. Si la Tierra tuvo una persona excepcional de la talla de la santa de Virgo para ocupar el trono papal, fue porque él la entrenó. Era su orgullo, como todos los demás santos. De oro, de plata, de bronce y de hierro—. ¡Fue la decisión de una diosa inmortal y un hombre mortal! —Atenea se lo había otorgado antes de partir. Él necesitó años para ocupar ese puesto, los mismos que le ayudaron a forjar el carácter del hombre que pactó con Orestes—. Si vais a contar todos mis pecados, contadlos bien.
Si él hubiese apoyado a Saga en vez de alimentar su locura, tal vez Atenea no habría tenido que conformarse con él como Sumo Sacerdote. Se lo había robado todo a Saga.
—Porque lo deseabas —dijo Cástor—, el lugar de tu hermano.
—Porque nadie más podía hacerlo —dijo Pólux—, te abandonaste por él.
Llegó a la cima, preso de un gran agotamiento, y reconoció la Colina del Yomi. O un recinto muy parecido. No había almas y todo era de una consistencia metálica, como el abismo. Sentía tres presencias tremendas más allá del horizonte, pero no parecían hostiles, así que se centró en la figura de los Dioscuros en el elevado cielo.
—El mundo necesitaba a Saga de Géminis. Kanon era solo una sombra.
—Una sombra —paladeó Cástor, satisfecho—. Llena de pensamientos impuros.
—Lo que hacen aquellos que llamas pecadores —asintió Pólux—, tú lo habrías llevado a cabo. La purga del mal en el mundo, tú has soñado con eso.
—Mas no lo ha hecho —dijo Cástor—, porque es justo.
—Lo desea, empero —dijo Pólux—, porque es malvado.
Las doradas figuras de los semidioses se fundieron en un solo ser: el tótem de Géminis.
—Eres como yo —dijo Géminis con las dos voces—, ni malvado, ni bondadoso.
—Ambos —replicó Kanon.
Ese mantra lo había mantenido despierto durante la batalla con Sariel, cuando su consciencia fue rescatada por Géminis y escondida en lo más profundo de su espíritu. Envuelto en esa contradicción que era la esencia de la humanidad, pudo por primera vez contemplar su vida sin sentirse solo una sombra del mundo. No fue, entonces, tal cosa, tampoco representó la brillante luz de un héroe. Ni lo uno, ni lo otro. Fue solo un observador viendo a un hombre mortal cometiendo errores y tratando de enmendarlos.
—¿Qué escoges? —cuestionó la voz de Cástor con ansiedad.
—¿Maldad o justicia? —dijo la voz de Pólux, más sosegada.
Fue toda una sorpresa constatar que Pólux era la voz de la maldad.
—¿Qué escojo? —dijo Kanon. Había enfrentado a Sariel como un semidiós, perdiendo en cuanto empezaron a arrebatarle todo lo que él había arrebatado. Después, sin poder remediarlo, luchó como un simple hombre, sobreviviendo solo gracias a que Géminis no lo abandonó. Uno poseía la técnica, el otro la fuerza. Ninguno bastaba. Tenía que ser más de lo que nunca había sido, mucho más—. Ambos. —No era solo que Géminis llevara rato indicándoselo, sino que era una respuesta que estuvo siempre en sus narices. Mientras que la maldad de Saga, presente como una enfermedad de la mente, fue purgada por la Égida de Atenea, la oscuridad en el corazón de Kanon era algo con lo que tenía que convivir incluso ahora. Por confrontarla, se había sacrificado una y otra vez, pero eso solo era evadir el problema, imitar el lado más endeble de su hermano. Atenea no lo había mantenido con vida por cruel divertimento, sino para que se diera cuenta de que era algo más que un miserable pecador con una cuenta que saldar. Era un hombre, falible como todos los demás. Amado por la diosa de la guerra y la sabiduría como todos los demás. El semidiós que desapareció por los Mandamientos, la bestia que desoía el castigo divino y luchaba sin dudar, ambas personas eran él, solo que una estuvo reprimida todo este tiempo, enterrada bajo una prisión de culpa y miedo—. En mí, la maldad y la justicia no conviven, mi mente no está dividida. He querido ser un héroe, he jugado el papel de villano y he hecho todo lo posible para redimirme. Pero ningún acto, presente o futuro, puede cambiar el pasado. He conocido lo que es la ambición desmedida y el más puro desprendimiento, porque soy un ser humano. Ya es tiempo de que deje de lamentarlo y vaya hacia adelante, en lo bueno y lo malo.
—Si así es como te sientes —dijo Géminis, empleando ambas voces—, ¿por qué no nos has despertado aún? —El dorado tótem llenó el limbo entero de luz.
Kanon comprendió entonces por qué podía mover su cuerpo. Ni una sola pizca de piel estaba intacta. Entre la Última Explosión de Galaxias, los ataques de Sariel y la forma descuidada de luchar de su yo más salvaje, se había arruinado a base de bien. Pero ese daño, presente en la carne, no bastaba para entorpecer los milagros del cosmos. Desde un principio, él y Saga, fueron bendecidos por una de las doce constelaciones del Zodiaco, una leyenda divinizada por los propios dioses. Así muriera, en verdad, todavía podía seguir luchando hasta que no quedara rastro de su mente, su alma y su cuerpo.
—Porque aunque nuestros cuerpos sean humanos y vulnerables, el cosmos es inmortal —declaró Kanon, evocando al más grande de los héroes de la pasada generación.
Se le ocurrió que, en algún lugar, Seiya de Pegaso estaría sonriendo.
***
El planeta entero estaba envuelto en una ley sagrada que volvía la naturaleza inmanente a la voluntad de los hombres, no fue fácil regresar al mundo de los vivos. Hombre y constelación debieron reencontrarse, restableciendo el lazo entre ambos a través de un cosmos más allá del Séptimo y Octavo Sentido. El paroxismo.
Frente a aquellas manos envueltas en un aura que no era de oro, de plata o de bronce, sino de una mística trasparencia, el espacio no pudo hacer otra cosa que doblegarse.
La Otra Dimensión se abrió en la cima de la montaña, atrayendo el tótem de Géminis pieza a pieza. Una vez más, o quizá por primera vez, Kanon se sintió completo. La inteligencia de Pólux, general de los ejércitos, la fuerza de Cástor, destructor de galaxias. Dos alas se extendieron a su espalda, seña de la divinidad que lo arropaba, mientras volvía a pisar la tierra de aquel planeta perdido en la infinidad del cosmos. Lo hizo, no vistiendo el áureo manto del guardián del tercer templo, sino una vestidura semejante a las del monte Olimpo: un manto celestial, donde predominaba un blanco puro con detalles, líneas y piezas del dorado solar de la élite ateniense.
Si los mantos zodiacales eran la defensa más sólida de la Tierra, lo que ahora le protegía era una esquirla del reino de los dioses, para la que nada en el universo material y perecedero podía ser una amenaza. Sin embargo, bajo el manto celestial había un hombre mortal, con heridas sobre heridas por todo el cuerpo y una notable pérdida de sangre, que sería un problema bastante grave incluso sin el oponente que tenía delante. Sariel no vestía ya una gloria platinada bajo un exoesqueleto negro, sino una pieza única de color amatista, como la sobrepelliz de los espectros, con treintaiséis picos distribuidos a través de los brazales, hombreras y yelmo, en este a modo de corona, y otros setentaidós en el peto, espaldar, perneras y botas. A falta de Aymr, tenía un filo similar al final de cada uno de sus dedos, ahora garras. No debía confiarse: ni era un guerrero invencible, ni le esperaba una lucha fácil.
—Has vuelto —observó Sariel, demasiado tranquilo—. ¿Eso es…?
—Un manto celestial, la verdadera fuerza de la constelación de Géminis —respondió Kanon—. ¿Qué hay de la armadura que portas tú? Los ángeles de la Tercera Orden no poseen una armadura única, solo la bendición de un dios protector.
—Estás bien informado —aceptó Sariel—. No pertenezco a la Tercera Orden de Ángeles, sino a la Segunda… Mi verdadero nombre es Aizen, ángel del Combate.
—No darás falso testimonio —decía Kanon, desapareciendo—. Ni mentirás.
El ángel era tan rápido como el santo de Géminis había esperado. Llegó a golpearle el sólido peto solo un yoctosegundo antes de que los cuatro pares de alas, con plumas negras enmarcadas en un esqueleto platinado, se cerrasen sobre él.
—¿Cómo puedes saber que miento? —Sariel había aguantado bien el golpe, permaneciendo firme y sin daños visibles.
—Porque he cambiado —dijo Kanon.
—Sigues siendo mortal. —Frío como la muerte, Sariel buscó decapitar a su oponente.
—No solo en fuerza —prosiguió Kanon, tras frenar las garras del ángel con uno solo de sus dedos—. Tampoco es solo mi velocidad —advirtió, desapareciendo de la vista de Sariel para esquivar el contraataque súper lumínico—. Cuerpo, mente y espíritu, todo ha cambiado en mí. Ya eran uno antes, ahora pueden trascender lo que fueron. —El guerrero celestial, lejos de sentir temor o enfurecerse, rio mientras giraba hacia donde había detectado la re-aparición del santo de Géminis—. Puedo ver lo que nos habías ocultado todo este tiempo. Creí que eras el más fuerte de los ángeles en el barco porque sentía tu energía potencial, pero no podía imaginar que escondías tanto poder.
Que Aubin y Chevalier llevasen también glorias especiales ayudó a que no hiciera más pesquisas. Ahora, con una mayor claridad de mente, sentía obvia la relación entre el color del exoesqueleto y Aymr, la Aniquiladora de Materia, también de un negro extraño a los ejércitos del cielo. Por supuesto: desde un principio, Sariel había manifestado el primer par de alas, invisible a los ojos mortales. La bendición de Hades, dios del inframundo. Después de la primera transformación, un simple santo de oro como él dejó de tener oportunidad de victoria, y ahora ahí estaba, Sariel, supuesto miembro de la Tercera Orden, con tantas alas como uno de la Primera Orden.
—Podemos tomar cualquier puesto en el ejército del cielo —dijo Sariel—. Los dioses nos impusieron ese deber. No, nos dieron ese derecho.
—Ya veo —sonrió Kanon—. Los ángeles también retorcéis la verdad a capricho.
—Pecamos, como los hombres respiran, para que otros no tengan que hacerlo —refutó Sariel, sorprendiéndole por su vehemencia—. La Primera Orden debía desaparecer, para que la Segunda Orden pudiera cumplir su rol como guardadora de los sellos y protectora del universo. Nos convertimos en los Guardianes del Destino, veintidós guerreros de élite, ocultos en otras órdenes y ejércitos, siempre listos para detener cualquier amenaza que los querubines detecten en el Portal del Tiempo.
—Suena a Astra Planeta —observó Kanon.
—Algunos se sintieron desplazados por ese proyecto. La Justicia, el Juicio… —Sariel negó con la cabeza—. Yo tengo fe. Los Astra Planeta son un arma. El Olimpo la usará mientras sea necesaria, cuando deje de serlo, nosotros los eliminaremos.
—No codiciarás los bienes ajenos —sentenció Kanon—. Creo que ya he comprendido por qué tus Mandamientos no fueron efectivos al cien por cien.
—¡He ocultado mi auténtica naturaleza por un bien mayor!
—Deja de engañarte. No se trata de falta de poder, ni de la protección de la sangre de Atenea, sino de que has pasado tanto tiempo viviendo como un humano que te has desviado del camino recto. Ya no eres un ángel, sino un demonio.
El silencio fue la forma en que la cólera del guerrero celestial se manifestó. Sin mover un solo dedo, clavó en el santo de Géminis aquella mirada capaz de detectar todos los pecados de un hombre mortal. Todavía existía ese mal, existiría por siempre, más ahora que el último guardián del tercer templo zodiacal lo había aceptado. Pero el ángel no quería transmitir mero dolor físico, sino destruir la mente que albergaba esos pensamientos impuros. La anterior ocasión, el alma de Kanon se había alzado como barrera apoyándose en la bendición de Géminis. Esta vez fue el hombre mortal quien confrontó el castigo divino de frente y sin engaños.
—Imposible —dijo Sariel, temblando de ira—. ¡Un ser mezquino como tú, que ha incumplido todas las leyes de los dioses, jamás podría ser el alma sublimada!
Kanon sonrió.
—¿Alma sublimada? No sé nada de eso.
—El propósito de tanta muerte y destrucción. ¡El plan de tu diosa!
—Los humanos no podemos comprender los caminos de los dioses —respondió Kanon, alistándose para combatir—. ¡Eso también es parte de tus mandamientos!
Las seis alas del guerrero celestial lo cubrieron a tiempo de repeler la acometida directa de Kanon, pero lo que fuera un solo puño se convirtió en una marea interminable de golpes ejecutados de forma simultánea. Sabiéndose en desventaja, Sariel no tardó en revelarse, buscando desgarrar los sólidos brazales de los Dioscuros. Las garras, empero, resbalaron sin poder aniquilar el metal celestial.
«Lo sabía —se dijo Kanon, apartando a Sariel de una patada—. El exoesqueleto, la musculatura artificial, esta nueva gloria negra como un manto mortuorio… Es Aymr, la Aniquiladora de Materia. ¡Este hombre es…!»
Aun en el estado en que se encontraba, donde el pensamiento fluía a una velocidad imposible, casi aislada del flujo del tiempo, no podía detenerse en reflexiones peregrinas. Sariel volvía a la carga extendiendo los diez dedos, enzarzándose con el santo de Géminis en un intenso intercambio de golpes y contragolpes en que ni una pizca de energía quedaba desperdiciada. Todo era concentrado a una escala subatómica, de manera que ni la gloria de la Muerte ni el manto celestial quedaron indemnes por mucho tiempo. Partículas oscuras, blancas y doradas flotaron entre los rostros de ambos, que lo daban todo para no perder ni un solo palmo de terreno.
Era una lucha de guerreros sagrados, incomparable al duelo entre el ángel y el demonio previo al despertar del manto celestial. Ni la montaña sobre la que luchaban, ni el mundo que albergaba tal montaña, sufrieron daño alguno. En parte, por la técnica de los contendientes, pero sobre todo porque la lucha que sostenían apenas podía ser medida en términos del universo material. Luchaban en un lapso de tiempo demasiado corto, por mucho inferior al fenómeno menos duradero de la existencia.
La lucha bien pudo ser eterna. Kanon gozaba de un poder desproporcionado. Sariel, para contrarrestarlo, poseía los Mandamientos. En ningún momento dejó de mirar los ojos del santo de Géminis, buscando la destrucción de la mente, a la vez que con cada intercambio transmitía a aquel pecador el dolor de todas las muertes causadas, buscando la destrucción del cuerpo. Y a la vez, para neutralizar el peligroso dominio dimensional del último heredero de Cástor y Pólux, mantenía de forma interrumpida el llamado de Cocito hacia otra alma odiosa a los dioses en el cielo, mediante su nimbo, un aura oscura que negaba a los astros de las alturas ver el desarrollo del combate. El equilibrio que de ello resultaba, solo un dios podía romperlo, o lo más cercano a uno.
La mente de Kanon pudo dividirse en dos acciones simultáneas: bloquear el llamado de Cocito y abrir nuevos pliegues espacio-temporales más allá de la órbita del planeta y el área de dominio del ángel. Llegado el momento oportuno, hizo descender ciento diecinueve burbujas de espacio distorsionado desde la órbita lunar hasta el firmamento sobre la montaña, dibujando con ellas la constelación de Géminis.
Sariel debió imaginar lo que pretendía, porque en lugar de seguir confiando en el lento trabajo de las garras, dejó de usar las alas para la defensa y las volvió un arma terrible: seis filos de puro cosmos divino, abriendo igual número de grietas en el manto celestial. Pero Kanon había previsto esto, y acostumbrado al dolor por el descuidado modo de combatir de Sariel, rompió por su propia cuenta el espacio-tiempo para lanzar un sinnúmero de golpes en tiempo cero al descubierto peto del ángel, mandándolo justo hacia el corazón de la réplica de la constelación de Géminis.
Él mismo había ascendido junto al ángel de la Muerte, pues no existía diferencia entre volar y andar cuando se llegaba a esa dimensión de poder. A un instante de ejecutar la técnica, entendió algo: Sariel no comprendía qué estaba ocurriendo. Todo sucedía demasiado deprisa. Si había podido mantenerse luchando, era por su veteranía y habilidad combativa, pero en términos de velocidad y poder bruto estaba muy atrás.
Era un alivio. El manto celestial estaba a un paso de aplastar el agotado cuerpo de Kanon. El esfuerzo que suponía mantener la auténtica forma de Géminis era excesivo.
«Debí reconciliarme con mi pasado mucho antes —lamentó Kanon.»
Meros pensamientos erráticos. Nunca habría podido lograr ese despertar por sí solo, no después de saber lo que sus decisiones habían provocado en el mundo. En cierto sentido, había alcanzado el poder necesario para vencer al ángel de la Muerte gracias a los Mandamientos que aquel trajo a la Tierra. Gracias a la prueba que le impuso en su empeño por llevarlo a una completa y absoluta destrucción.
La conjunción de los cientos diecinueve pliegues se completó enseguida. Sin embargo, Sariel no iba a ceder con tanta facilidad. Tras cruzar los brazos en una postura defensiva, trazó con ambos un arco diagonal, liberando diez ondas de energía oscura que se entrecruzaron como una cruz. Siéndole imposible esquivar el ataque, a riesgo de que aquel cortara el flujo del cosmos de su propia técnica, Kanon lo recibió a quemarropa a la vez que entrechocaba los brazales para invocar su técnica definitiva.
***
La capa de polvo y cenizas que cubría el planeta, cuyo nombre otorgado por los cielos era La Cuna, fue barrida por el mero efecto colateral de la técnica a lo largo del hemisferio norte. Si hubiese alguna forma de vida en la superficie, habría visto cómo el cielo hasta donde alcanzaba la vista se comprimía en un solo punto, sobre la montaña en que el ángel de la Muerte y el santo de Géminis quisieron terminar su duelo. Y dos figuras sostenían ese núcleo de destrucción, símiles de dos jóvenes gemelos. Eran Cástor y Pólux, protegiendo el planeta de la Última Explosión de Galaxias.
Si la Otra Dimensión consistía en abrir un portal al espacio entre espacios. La Última Explosión de Galaxias usaba la red dimensional en su provecho, aplastando al enemigo con el peso mismo del universo, tal y como los dioses castigaron al titán Atlas a cargar los cielos por toda la eternidad. Kanon no podía hacer lo mismo con exactitud, él no era un dios, sin embargo, por un brevísimo instante hizo que tiempo y espacio se fundieran en un vórtice de gravedad infinita, donde la temperatura excedía uno a uno todos los límites. En comparación, ni el corazón de las estrellas ni el fulgor de una supernova eran nada más que la débil llama de una vela. Las seis alas de Sariel, con las cuales aquel buscó protegerse, se combaron y ardieron, dando a Kanon la indicación que necesitaba para poder retirarse de esa debacle cósmica y volver a la cima de la montaña.
Hubo de hacer un gran esfuerzo para no caer de rodillas. Las diez ondas de energía oscura llevaban consigo el mismo cosmos divino capaz de cortar incluso el manto celestial, siendo el sólido metal la única razón por la que su estómago no quedó desgarrado. ¡Era el poder de los cielos, esgrimido por uno de sus soldados! La poca sangre que le quedaba empezó a bajar por las grietas abiertas en el peto como valiosos hilos de vitalidad. Al alzar la vista y contemplar lo que se sentía desde esa posición como el fin de todas las cosas, notó que esta se le nublaba. Apretando los puños y los dientes, lanzó un silencioso desafío a Hipnos: no dormiría hasta haber visto acabado el trabajo, no dejaría de luchar hasta que viese el cadáver de aquel enemigo.
«Solo yo puedo vencerlo —entendía Kanon—. Si un soldado de la Primera Orden puede hacer esto a un manto celestial, los santos de oro, de plata y de bronce…»
Ni siquiera podrían acercarse a él. Y si ese era el caso, ¿qué ocurriría con Caronte?
Solo cuando la Última Explosión de Galaxias concluyó fue que las figuras de Cástor y Pólux desaparecieron, volviendo la realidad a la normalidad.
—¿Dónde estás? —dijo Kanon, abriendo y cerrando los ojos para apartar esas imágenes dobles—. ¿Vas a esconderte, después de todo ese tiempo? —Había visto cómo las alas eran aplastadas por la técnica, de modo que ahora mismo el ángel de la Muerte tendría que estar vagando por el mismo Caos del que Garland de Tauro le había hablado en el pasado. La Última Explosión de Galaxias combinaba las técnicas insignes de los dos santos de Géminis del siglo XX: Otra Dimensión para capturar al enemigo, Explosión de Galaxias para la destrucción de todo, incluido el espacio-tiempo, empleando de forma simultánea las fuerzas del microcosmos y el macrocosmos—. Si esperas que me crea que alguien como tú moriría por esto… —Intentó andar, para buscarlo. Las fuerzas le fallaron y a punto estuvo de caer al suelo.
Solo al volverse firme vio lo que esperaba: una rotura en el tejido del espacio, desgarrado y abierto por los dedos de Sariel, el filo de Aymr.
El ángel de la Muerte nunca había merecido tanto ese título. De las seis alas, solo quedaban los esqueletos, sin una sola pluma. El recubrimiento negro de la gloria también había desaparecido, revelando los desgarrados músculos y los huesos fracturados de la que fuera la armadura de un guerrero celestial. No obstante, eso se debía a que en algún punto Sariel se había encogido en una postura de embrión, cuidando su corazón ahora descubierto y la cabeza. Ni los brazales y guanteletes, ni las perneras y botas, cubrían ya unos brazos y piernas descarnados. Ningún yelmo le protegía la cara, carente de orejas, nariz, párpados y labios. Una negra cabellera colgaba de milagro sobre el despellejado rostro de una auténtica Parca, que ya no podía escoger entre sonreír y dejar de sonreír. Los dientes y la mandíbula estaban a la vista, siempre.
—¿Esto es el dolor? —preguntó Sariel, lacónico, mientras rajaba con terrible facilidad el reblandecido metal sobre el corazón, dejando una marca de hombro a hombro—. No es para tanto. Los humanos han hecho tantas cosas abominables en nombre del dolor…
—Sabía que estabas vivo —dijo Kanon, sintiendo que la adrenalina lo encendía una vez más. Una última vez, quizás—. Guardián del destino.
—¿Qué es esa sonrisa? —cuestionó Sariel—. Has usado todas tus fuerzas en este ataque. Quisiste darme muerte y de verdad debió ser así. Aun si hubiese tenido mi Danza Eterna, habría escogido evitarlo en vez de destruirlo.
—¿Tu Danza Eterna? —preguntó Kanon con un hilo de voz.
—Permíteme que me presente —dijo Sariel, mirándole con esos ojos amarillos, siempre abiertos. Diez esferas de energía aparecieron tras su espalda: la Hipernova—. Mi nombre es Titán, ángel de la Vida, La Muerte entre los veintidós Guardianes del Destino. Te felicito, mortal, no cualquiera puede igualar la fuerza de un arma sagrada.
Sabiendo que las palabras solo lo agotarían, Kanon alzó su cosmos, retorciendo el espacio en las narices de aquel enemigo, también debilitado.
Ciento diecinueve portales se abrieron en lo que dura un parpadeo.
—Que sea un choque de técnicas a la antigua usanza, entonces.
—Adremmelech creía en la condenación eterna de los malvados, Aizen creía en la redención. Yo siempre pensé diferente a ellos, creía que lo importante no era el castigo, sino la ley. Hoy pienso que el demonio era el único que entendía lo peligrosos que eran los mortales, mientras que el espíritu solo fingía entenderlo para cumplir sus ambiciones. Castigo o prevención, no importa, los humanos siempre pecarán, porque su pasado está manchado. Solo purgando su pasado, será limpio su futuro.
—Ese es el camino fácil —dijo Kanon, elevándose a los cielos—. Si no pudiésemos recordar nuestros errores, si no pudiésemos responsabilizarnos por ellos, no seríamos humanos. Por eso los dioses crearon la vida más allá de la muerte.
—Mi Decálogo supone imponer la intensidad de los Diez Mandamientos en un solo golpe —dijo Sariel, siguiéndole—. Sin la Danza Eterna, dudo sobrevivir a esa técnica, mas valdrá la pena, si logro borrarte de la existencia —dijo, señalándole.
—¿Eso me ocurrirá? —Kanon sonrió.
—Si tú puedes usar el tiempo y el espacio para la destrucción de la materia a nivel cuántico, yo puedo destruirlos —dijo Sariel—. Tiempo y espacio, desaparecerán.
Por eso había lanzado ese ataque apresurado con las garras: no pretendía dañar de gravedad a Kanon, sino destruir la técnica en sí, y lo habría logrado si el santo de Géminis no la hubiese recibido de frente. Esta vez no podía hacer lo mismo.
No tenían nada más que decir. Los oponentes, elevados sobre las alturas, movieron a su voluntad el poder y la justicia de los cielos. Cástor y Pólux se manifestaron, rodeándolos en un campo de gravedad aumentada que distorsionaba la realidad circundante y delimitaba la terrible destrucción que estaba por desatarse.
Solo que no hubo tal destrucción. La fuerza de los ciento diecinueve pliegues dimensionales, manifestada como burbujas, se introdujo en el cuerpo de Kanon en el último momento, así como Sariel hizo con la Hipernova cuando llegaron a ese planeta. El poder infinito de la Otra Dimensión fluyó hacia él, energizándole los huesos, los músculos y la carne con la energía del macrocosmos. Así, superó su propia velocidad como campeón de la diosa Atenea, atravesando las diez esferas que el ángel le arrojaba. Sintió el mundo en contra, notó que el Hades lo reclamaba, sus recuerdos se embotaron, sus conocimientos se derritieron… Todo le ocurrió a la vez, el Decálogo hizo estremecer el manto celestial con una fuerza inconmensurable, devolviéndolo a su forma de tótem. Incluso si Géminis confrontó el hechizo, no lo hizo a tiempo de evitar que Sariel le atravesara el corazón con un certero y velocísimo puñetazo.
—La divinidad no es nada en manos de los mortales —declaró Sariel.
Acto seguido, apretó con fuerza, buscando aplastar el corazón de su enemigo.
Pero el brazo entero del ángel de la Muerte explotó en una masa sangrienta antes de lograr tal cometido. Una vez más, el guerrero celestial no comprendía lo que había ocurrido, ni por qué el santo de Géminis le sonreía, victorioso.
—Tienes razón —dijo Kanon—. Aunque el poder de los dioses te respalda, eres tan humano como yo. —Sin ninguna explicación razonable, el pecho de Sariel se hundió una vez, y otra, y otra más, hasta que el corazón bajo el mismo estalló por el triple ataque simultáneo—. Es por eso que puedo vencerte, para empezar.
El ángel de la Muerte llevó hacia su pecho la única mano que le quedaba, temblorosa.
—Tú… —Enfrente de Sariel, Kanon tomaba la mano, aún encajada en su pecho, y la arrojaba a la montaña—. Tú… —Con un gesto del santo de Géminis, el tercer manto zodiacal volvió a cubrirlo, pieza a pieza. Lucía solo las grietas del último asalto, pero ya no tenía la forma del manto celestial, ni le era posible a Kanon sentir la sangre de Atenea—. Te conozco… Tú eres… —No pudo acabar la frase, la boca se le llenó del fluido vital que perdía a raudales. Le habían reventado el corazón.
Y eso no significaba nada. El guerrero celestial, aleteando la pálida sombra de sus viejas alas, se impulsó como una estela súper lumínica hacia Kanon.
Este tensó todo su cuerpo, despierto aún a la Octava Consciencia, y respondió con el mismo truco que en el segundo asalto. Los puños, acelerados más allá de la velocidad de la luz, llegaron hasta el enemigo mediante portales, volviéndose simultáneos. Tal vez la gloria podría resistir esos envites, pero no la carne, tan humana como la de cualquier hombre. Los dioses habían vuelto a Sariel un mortal como medio para ocultar a la élite de su ejército a los ojos de posibles enemigos, y esa era la razón por la que quien había sido despojado de las bendiciones de Atenea pudo retener la acometida de aquel soldado de los cielos lo suficiente como para romper su mente con el Satán Imperial.
Esta vez, Kanon no pudo evitar caer al suelo, rendido y agotado, incluso antes de que el cadáver de Sariel lo hiciese también. Ya no le quedaban fuerzas para nada más. Las células de su cuerpo, incineradas, le susurraban su inevitable destino.
—Gracias —dijo Kanon, dirigiéndose al manto de Géminis. A Cástor y Pólux.
Estos no le respondieron. El Decálogo de Sariel había sellado el manto celestial, al fin y al cabo producto de un robo que insultaba el honor del Santuario y Atenea.
«No debí ocultárselo a los demás. No debí dudar de los míos.»
Seguía existiendo. Seguía teniendo un alma que rendiría cuentas en el reino de Hades, pero a cambio había perdido una de las dos únicas armas efectivas para vencer a Caronte de Plutón. Ahora, los muchachos solo podrían confiar en Arthur.
—No —dijo Kanon, arrastrándose—. Yo debo luchar con él. Con Caronte de Plutón.
Pudo avanzar un par de metros. La calavera de Sariel le sonreía.
Un segundo después, todo lo que quedaba de la gloria de la Muerte ardió.
Las llamas oscuras lo cubrieron todo, atrapando al santo de Géminis sin darle opción a escape. Tampoco era como si hubiese podido, en cualquier caso.
Pero ni el calor de un fuego divino, ni el dolor precedente de la muerte le sobrevinieron. De un momento para otro, se vio en medio de una negrura infinita en que no existía ninguna sensación, más que una paz incontestable. Se alzó, siendo no un hombre de carne y hueso al borde de la muerte, sino el alma que tal envoltorio contenía. Como un espíritu consciente gracias al Octavo Sentido, pudo captar otro más, ajeno a la forma cadavérica que mostró en los últimos momentos de su vida. Sariel era un hombre joven de largos cabellos azabaches, severa mirada ámbar y complexión guerrera.
—Eres muy fuerte, para ser humano —alabó Sariel—. Ninguno de los planetas que purgamos los Jueces tenía guerreros como tú. No me cabe duda de que la sangre de Atenea puede crear milagros a la altura del nimbo de la Primera Orden.
—¿Vas a decirme que vencí por las circunstancias? —cuestionó Kanon, desconfiado—. Si hubieses tenido completa el arma sagrada, todo habría sido distinto.
—Yo no halago en vano —dijo Sariel—. Los Guardianes del Destino somos lo que queda de la Primera Orden que defendió el universo de Tifón, sus hermanos y los Reyes Durmientes. No es fácil matarnos. El último de mis compañeros en caer, vendió cara su vida a los Astra Planeta, tras tomar el camino equivocado durante la Guerra del Hijo.
Aunque Kanon temía la repentina desconexión que había entre su alma y su cuerpo, no tenía intención de mostrar temor a un enemigo, siquiera uno derrotado.
—Déjame adivinar, ¿Caronte de Plutón?
—Mi alumno —dijo Sariel—. Ilión, Apóstol del Caos. —Las manos del ángel de la Muerte, ahora de apariencia humana y noble, transmitían al santo de Géminis una sensación de letalidad por cómo las movía aquel especialista asesino—. Fortaleció los Colmillos de Cerbero inspirado en el filo de Aymr y Zahras. Después de convertirse en regente de Plutón, Calisto de Júpiter lo mandó a por la cabeza de Mwyn como iniciación. Los Guardianes del Destino nunca pudimos recuperarnos de ese golpe, aunque es por nuestro actuar que algunos universos pudieron salvarse del demencial enfrentamiento entre esas armas vivientes y el innominado.
—Lo entiendo —hubo de reconocer Kanon—, lucháis en las sombras para salvaguardar la paz del universo. No era nuestra intención entorpecer esto.
—Tal vez —dijo Sariel—. Aun así, lo hecho, hecho está.
El santo de Géminis asintió. No importaba cómo se habían interpuesto en el camino de los ángeles del Olimpo, sino el hecho de que se habían cruzado, quedando a merced de la fuerza alienígena que dormitaba en la oscuridad entre las lejanas estrellas.
—Cuando vuelva con mis compañeros, deberé volver a enfrentar a esa cosa.
Su mente, ya afectada por ese poder más allá de lo humano, relacionó tal hecho con el sonido de deslizamiento que lo caracterizaba. Justo entre las paredes del cerebro.
—Si vuelves, lo único que cambiará será que una vida se sumará a la larga cuenta de muertes de Caronte de Plutón —dijo Sariel, sin un ápice de rencor. Como ángel de la Muerte, veía el fin de una existencia tan longeva como solo algo natural—. Eres fuerte en comparación a los serafines, querubines y tronos, pero él es el primero entre los siervos de Hades. Ningún ángel en el Olimpo se le compara. ¿Qué te llevaría a ti, último heredero de Sousuke, legatario de los Dioscuros, a enfrentar a alguien así?
—Esperanza —respondió Kanon sin titubeos—. La esperanza es lo que nos mueve a los seres humanos, para lo bueno y para lo malo.
También era el único de los males que Pandora no dejó escapar de la caja. Por ello, los humanos jamás se rendirían. Sin importar cuán cruel fuera la vida, ni cuán imposible pareciera una tarea, siempre lo intentarían una y otra vez. Grandes obras se habían realizado en nombre de la esperanza, también terribles crímenes.
—Ese es el destino de los humanos —asintió Sariel—. Vivir entre la esperanza y la desesperación. Esa es la clase de mundo que Zeus creó para sustituir el viejo orden de Crono. Nunca me atreví a cuestionar al rey de los dioses y ahora me arrepiento. ¿Por qué deben los seres humanos tener vidas tan cortas, si se espera de ellos que hereden el universo? Los de la Raza de Oro poseíamos la longevidad suficiente para templar poder y sabiduría, los que vinieron después nacen y mueren en lo que dura un parpadeo, volviéndose irreflexivos y malvados de forma inexorable. Ahora que puedo verlo, me doy cuenta: los humanos no se volvieron malvados por la falta de un infierno adecuado, o de la presencia divina, sino porque fueron diseñados así.
—Somos falibles —reconoció Kanon—. No malvados, ni buenos, solo humanos. Capaces de lo peor y de lo mejor, de corrompernos y redimirnos.
—¿Es por eso que Atenea os aprecia?
—Puede ser.
Al fin y al cabo, ella era una diosa, solo se podían hacer conjeturas sobre por qué hacía o no hacía algo. Aun así, él nunca olvidaría la calidez del cosmos que lo salvó.
—Tengo una pregunta, humano —dijo Sariel de pronto—. Si me resisto a irme, es porque necesito conocer la respuesta. Si Atenea tomase el control del ciclo de la vida y la muerte, ¿qué haría con él? Después de miles de años rechazando el castigo eterno que mi señor Hades impuso para poner coto al orgullo humano. ¿Qué haría ella? ¿Qué es la vida y qué es la muerte para la diosa a la que sirves?
En cada palabra del ángel podía leerse la inquietud sobre aquello que siempre había representado, pero que le estaba vedado conocer a profundidad.
—Descanso —respondió Kanon, sin cuestionárselo un segundo.
—¿Olvido? —replicó Sariel con aire decepcionado—. Los Kharlan lograron ese paraíso y ningún dios los protegió. Creía que estabas en contra de eso.
—Descanso, no olvido —dijo Kanon, cabeceando—. Tienes razón, este mundo está hecho de esperanza y desesperación. Los humanos caemos, una y otra vez, obligados a recordar para no cometer los mismos errores. Así es la vida y así la aceptamos. Es por eso que la muerte debe representar el descanso. Ningún castigo, ninguna retribución. Es en vida cuando importa si somos malos o buenos, es en vida cuando los esfuerzos combinados de toda la humanidad hacen un mundo mejor. ¿Qué valor tiene ser bondadoso solo para no ir al infierno, en cualquier caso? Esa falsa bondad no es algo que complacería a alguien para quien ser buena es tan sencillo como respirar.
—Los humanos pecan —afirmó Sariel—. Y sienten culpa por ello. Habría un infierno incluso si el señor Hades no lo hubiese creado.
Kanon asintió, comprendiendo tal cosa.
—Eso es lo que Atenea buscaría, de haber tomado el control del Hades. El perdón de nuestros pecados, que aprendamos a perdonarnos nosotros mismos. ¿Qué valor tendrían el tormento eterno y el olvido, en comparación? El mundo ya es bastante duro en nuestras cortas vidas, castigarnos después por lo que hicimos en él es solo cruel. También lo es el olvido. Atenea, que hizo descender las bendiciones de las constelaciones a la Tierra, ¿cómo iba a escoger un camino que implique el no recordar? Las leyendas de los héroes están en el cielo para ser recordadas por siempre.
—Así que Atenea es la única entre los dioses que no es cruel, ¿eh?
Por toda respuesta, Kanon se encogió de hombros.
—Vaya. —Mientras se difuminaba la imagen de su alma, Sariel empezó a reír—. Esta es la respuesta que Adremmelech, Aizen y yo buscamos todo el tiempo. Nunca hubo necesidad de convertir los mundos en una prueba, ni de castigos después de la muerte. Porque el universo era una prueba desde que el dios de la destrucción lo convirtió en tal. Zeus era un genio, después de todo. Tenía cada segundo de la eternidad planeado a detalle. —La risa se volvió en carcajada, el ángel de la Muerte desapareció en la oscuridad, diciendo empero unas últimas palabras—. ¡Kanon de Géminis, ve y muestra a mi discípulo esa esperanza tuya de que la vida humana tiene algún valor! ¡Ve y lucha contra uno de los nueve campeones del universo! ¡Desde el alto cielo, yo te estaré observando! ¿Podrás conservar la esperanza? ¿O se volverá desesperación?
Como el telón de una obra de teatro, la oscuridad se alzó, revelando de nuevo el extraño planeta en que hombre y ángel habían dado todo, causando una gran destrucción.
—No me extraña que los dioses quieran mantenernos alejados del universo —bromeó Kanon, consciente de lo que había hecho—. Puede que seamos seres incorregibles, en el fondo, ¿aun así velarás por nosotros, diosa de la guerra y la sabiduría?
Las pocas fuerzas que le quedaban se fueron diluyendo. Con gran esfuerzo, abrió los ojos. No quedaba rastro de Sariel, ni en cuerpo, ni en espíritu, solo la guadaña Aymr, intacta. Se habría permitido descansar entonces, de no ser por un repentino temblor que lo impulsó a levantar la mirada y dirigirla al horizonte.
Un gigante de seiscientos metros, una montaña andante, iba hacia él. Tenía cuatro alas a la espalda, y una gloria de líneas amarillas brillantes como el ámbar.
Poco después, no pudo seguir resistiéndose al llamado de Hipnos.