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Juicio Divino: La última Guerra Santa


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#401 Seph_girl

Seph_girl

    Marine Shogun Crisaor / SNK Nurse

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Publicado 28 febrero 2023 - 14:47

Cap 152. Maquinaciones Fóbicas
 
Y tras la sonrisa de fotográfica con la que terminó el pasado episodio, el tiempo vuelve a detenerse en esa isla cuando Fobos de Marte se aparece.
Nos enteramos que el de las voces esquizofrénicas en Jager y otros personajes eran cosa suya, y que pues no sirvieron de nada porque al tarado de Jager se le ocurrió morirse, algo que no estaba en sus planes, pero bueno, parece que aplicará lo de "Si quieres que algo salga bien debes hacerlo tu mismo". Con toda la pereza del mundo acepta que él tendrá que encargarse del problema llamado Damon.
Y pues sea cual sea su plan (o planes), Fobos tiene un interés en particular en Azrael, pero justo justo, justo aparecen Cratos y Bía intrigados por lo que sea que esté haciendo allí cuando el dios toma el arma de fuego que Azrael siempre carga consigo.
Por arte de magia rara, Fobos transforma la pistola en una daga dorada que sí pone nervioso a Cratos.
 
Nos enteramos que el "Aqueronte" patito que vimos antes solo era una copia creada por Saturno, un arma que le dio Titania a Jager para que cumpliera la misión que le dio. (eso explica muchas cosas, que listo el autor)
Ahí los ángeles tratan de acusar a Fobos de hacer maldades y este les destapa las suyas propias de estar liberando gigantes y dejar monstruitos por allí y allá para que los santos no puedan vacacionar.
Anda, que entre la charla nos enteramos que Azrael es reencarnación de Adremmelech, el primer santo de Capricornio. Eso explica por qué esta tan apegado a Akasha, que es la reencarnación de Pirra, a la que nunca dejaba sola (excepto ese día en que la mataron, pero bueno)
Fobos pues pone esa daga dorada en el bolsillo de Azrael, esperando que el tipo no se de cuenta, supongo jajaja.
 
El caso es que Fobos incordia a los ángeles, diciéndoles que si tienen miedo de pelear con los santos que quedan es mejor que se vayan, etc etc, yCratos no se queda callado, él quiere su duelo de rap también, mas Bia los detiene dando otra revelación, que ella es la madre del rey demonio Adremmelech, por lo que parece sentir “algo” por Azrael quien es lo que su hijo decidió convertirse solo para continuar siguiendo a Pirra a todas partes (el tipo sí que se lo tomaba en serio)
Aprovechando esos actos cuasi maternos, Bia toma la daga e intenta degollar a Fobos, pero falla y el arma mata dioses vuelve al bolsillo del santo de Capricornio. Aun así la ángel lo intentó un asegunda vez y no funcionó, jaja.
Total, Fobos les dice dónde está el ánfora, que vayan a buscarla y que él va a hacer el trabajo sucio por ahí ya que es aliado de Titania y por eso también de ellos, dándonos a entender que entre sus planeas malosos está el lograr el otro reencuentro tan esperado por Latinoamérica unida, que Ama y asistente se reencuentren de nuevo, oh dios....
 
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(MEME DE "TENGO MIEDO")
 
Y con el posible secuestro de Azrael, termina el cap. DAMN.
 
PD. Otro muy buen capitulo, sigue así :D

Editado por Seph_girl, 28 febrero 2023 - 14:47 .

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#402 Rexomega

Rexomega

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Publicado 06 marzo 2023 - 18:55

Saludos

 

Seph_Girl. Esa sí es una Guerra Santa y no las carnicerías que se negociaban en la Edad Media. No lo puedo evitar, desde siempre he querido una historia de Saint Seiya que sea fiel a la idea de Guerras Santas y este es el resultado. Oh, sí, de algún modo el niño del orfanato logró tener aura de protagonista. ¿Podrá pasar esta prueba de fuego?

 

Saint Seiya no sería Saint Seiya sin esos ataques que no matan a nadie. Así es, Makoto conoce a Jäger por la misma aventura en que topó destinos por primera vez con Aqua. Jäger contra las batallas inútiles, Jäger contra los diálogos… ¡Que nunca tenga que jugar un JRPG! Por supuesto que no acabará igual, Akasha es un sol. Ahora, Azrael, ¿podrías dejar de apuntarme con una pistola? Es incómodo responder el review así.

 

Cuánto machismo en este capítulo. ¡Por eso no es bueno traer a gente de la era mitológica a nuestros tiempos! Es la prueba de fuego de Makoto para ser protagonista, no podía ser rescatado. Típico, la gente está ocupada con la trama principal y viene un gigante a buscar protagonismo. ¿Será que habrá otra larga, larga aventura como las andanzas de Lesath, Emil y Aerys en Siberia? Divide y vencerás. Una gran frase en el pasado y el modo ideal para que el 99% de tus personajes no sean solo un adorno.

 

Aun a día de hoy me sorprende haber encontrado una forma para que un santo de Mosca tenga una habilidad acorde y a la vez útil. ¿Dos duelos de rap seguidos? Pobre Jäger.

 

¡Y pasó la prueba de fuego! ¡Bien hecho, Makoto! Bien referencia la de Goliat y David, quizá debí pensarla, pero lo oportuno de que fueran Mosca y Orión, un gigante, fue lo que prevaleció en su momento. Sí, tenía muchas aspiraciones ese hombre. Demasiadas.

 

Justo lo que faltaba, Aqueronte, dios de las trampas.

 

Obviamente el amo del gólem fue Dio todo el tiempo. ¿O no?

 

El Síndrome de Estrés Post-Aqueronte. Si fuera otro soldado, pensaría que es un superhombre, pero como es Azrael solo pienso que es lo normal. No sabíamos que necesitábamos ver a Azrael gasear zombis con éxito hasta que lo vimos.

 

Hay buena química entre esos dos. Me gusta mucho escribir de ellos.

 

La carga de Makoto es un homenaje a una serie en que el protagonista debía enfrentar él solo a un ejército muy numeroso para que sus amigos pudieran escapar. Por si les da curiosidad de qué serie hablo, se trata de Zero no Tsukaima. No se toma muy en serio a sí misma la más de las veces, pero en esa escena en concreto me ganó.

 

Ese es un clásico de esta historia, tener presente la velocidad superlativa de los santos de Atenea. Menudo final habría sido para Makoto, morir a manos del ejército del dios de las trampas, Azrael no podía permitir eso. ¿Cosas que no vivió, ni escuchó? Suena a que Azrael se pegaba la gran borrachera cada vez que Akasha no miraba.

 

Después de todos los problemas que causó en el primer arco y en la guerra entre vivos y los muertos, da gusto que alguien le dé una lección a la legión inmortal. Y como en lejano volumen Plutón, de nuevo la principal fortaleza del río se torna en debilidad, gracias a que el cosmos de Azrael resulta ser destructivo. ¿Por qué eso me suena tanto? Ah, ¿Azrael era Adremmelech de Capricornio todo el tiempo? ¡Qué locura! (Me permito un momento para redactar una carta de mi puño y letra donde disculpo ante la Suma Sacerdotisa por haber tachado a su asistente de borracho.).

 

Así es, el día que llevaba años gestándose, al fin es relevado. Adremmelech, el Caballero sin Rostro, y Azrael, el asistente, eran lo mismo.

 

Las santas de bronce sintieron lo que los jugadores de FFVII al ver a Sephiroth siendo OP en el mítico episodio de Nibelheim. ¡Azrael, padre del año! Makoto debe dar las gracias por todas las experiencias que ha tenido, sabiendo que de Azrael podía esperar cualquier cosa, que si no le daba un infarto ahí mismo.

 

Así es, esa escena era una pista muy fuerte para adivinar quién era Adremmelech, junto a los muy oportunos y aun más convenientes dolores de cabeza.

 

El apocalipsis se detendría solo para ver cómo esos dos se ponen a discutir.

 

Tanto tiempo de contenerse para darle un zape al fin se vieron compensados.

 

Pues sí, qué mano ni qué nada. ¡Un abrazo es lo que toca! Y luego más abrazos. Y Azrael sonriendo. ¡Qué final más feliz para este episodio! Nada podría salir…

 

¿… mal?

 

Hay quien dice que la felicidad son los momentos, también hay quien quisiera que un momento de felicidad durara para siempre. Pues este es uno de esos momentos en que detener un momento feliz da más miedo que alegría. ¿Qué haces aquí, Fobos?

 

Porque sí, es Fobos, dios del miedo y de la esquizofrenia. ¡Tenías una misión, Jäger, solo una! Sí, justo esa frase, muy buena por cierto.

 

Pobre Damon, ya he perdido la cuenta de cuanta gente va a por él.

 

Ah, claro, ahora que Azrael se revela santo de Capricornio es que todo el mundo quiere verlo. Antes, cuando era un asistente normal y corriente…, bueno, un asistente, nada de nada. Quién me diría a mí que un día leería que Fobos tomó una pistola y pensaría que no hay nada de raro en eso, ni en que lo convierta en una daga dorada.

 

Listo, no era el dios de las trampas auténtico, ¡era Dio! Bueno, una copia de Saturno, que resulta ser una navaja suiza que vale para todo. ¿Es mal momento para repetir que Jäger tenía un trabajo, solo uno, y ni eso pudo hacer? Gracias, se hace lo que se puede.

 

Cada cual señala al otro. ¿Seguro que son dioses y ángeles y no políticos? Ser santo de Atenea es un trabajo ingrato, porque el mal nunca descansa.

 

¡Adremmelech siempre está donde está Pirra!

 

Pistolas, dagas… ¿Qué más da? ¡Son armas!

 

¿Viste, Cratos? Te dijo cobarde, pégale en la cara para demostrar lo contrario. Juicio Divino: The Last Epic Rap Battle. Típico, Pirra le pidió que la siguiera en Mythosgram y Adremmelech decidió seguirla en todas sus redes sociales y ya de paso IRL. Así es, Bía de la Violencia es la madre de Adremmelech, y como aquí todos han visto mucho La Momia y no diferencian entre la persona muerta y la reencarnación, pasa lo que pasa. Azrael ganó un cosmos y una madre… ¿Protectora? Sí, así parece, porque quiso apartar a Azrael de las maquinaciones de Fobos, pero es en vano. Esa daga es un dolor de cabeza, o lo es Fobos, o los dos lo son. Al menos lo intentaste, Bía.

 

Parece que todo se está poniendo en marcha, el ánfora, Damon, y sí, el reencuentro más esperado por toda Latinoamérica unida, ¡Azrael y Akasha!

 

Primero coge una pistola y luego se pone a secuestrar gente. ¿Fobos, qué pasó contigo?

 

Ojo, ojo, ojo gente, que aquí esta vez hemos tenido un tremendo capítulo, seguido de uno grandioso y otro, no bueno, no, sino muy bueno. ¡Ojo que la diferencia importa!

 

 

***

 

Capítulo 153. Tumba astral

 

La derrota de Ío de Júpiter había tenido un efecto inmediato en la Esfera de la Ley y los Héroes que aquel regía. A excepción del Santuario, que como una reminiscencia de la protección de Atenea permanecía estable, toda la tierra temblaba de forma incesante.

Mientras que Akasha y Arthur seguían en la Sala del Veredicto, Sneyder, Shaula, Mithos, Subaru e Hipólita veían el cataclismo desde la cima del monte Estrellado. Los santos tenían el deber implícito de esperar a la Suma Sacerdotisa, así como la orden de usar el Santuario como punto de apoyo para regresar a la Tierra. Hipólita, sin el peso de tales obligaciones, voló cual rayo hacia el Argo Navis en cuanto el peligro fue evidente.

Shaula tardó en decidir unirse a Águila Negra solo el tiempo que necesitaba Subaru para restaurarle el brazo y el manto dorado dañado gracias a la habilidad del manto de Reloj. Aun ahora le sorprendía. Siempre que no muriese, no importaba cuánto fuera el daño ni quién la hubiese dañado —Ío, quizá el hombre más poderoso con el que llegaría a combatir—, Subaru podría revertir la herida a un punto en el que no existía, cosa que no podría replicar con extraños. Ya fue bastante notable que restaurara el manto de Lucile de Leo en el momento en el que los cosmos de esta y ella estaban entrelazados.

«El santo de Reloj solo puede repararse a sí mismo. Puede hacer lo mismo conmigo porque somos el mismo ser, el mismo guerrero, junto a Mithos.»

—¿A dónde vas? —cuestionó Sneyder incluso antes de que Shaula diera un paso, como presintiendo la intención de la santa de Escorpio.

—Tenemos compañeros en el Argo Navis. Voy a traerlos.

—No es necesario. El Argo Navis puede navegar a través de los mares olvidados y regresar a la Tierra, siguiendo la senda marcada por Tritos de Neptuno.

—¿Pretendes dejarlos a la deriva? —acusó Shaula, desconfiada del octavo astral.

—Pretendo recuperar la tierra sagrada, tal y como es la intención del Juez y la Suma Sacerdotisa —sentenció Sneyder.

—¿Compararías esta montaña con…?

A media frase, Shaula soltó un bufido. Sabía que darle a Sneyder argumentos basados en emociones era del todo inútil, y desde un punto de vista racional, los Astra Planeta no tenían ninguna razón para impedir al Argo Navis el regreso a casa.

—Esperaré a la Suma Sacerdotisa.

Sneyder asintió, sin decir ni una palabra.

—Y… Gracias —dijo Shaula con cierta dificultad. Al ver que Sneyder no reaccionaba, añadió—: Por salvarme, otra vez. Sin tu ayuda, ahora estaría muerta.

—Es natural que dos santos de Atenea cooperen para obtener el mejor resultado —apuntó Sneyder sin inmutarse—. No he hecho nada más allá de mi deber.

—¡Aun así! —insistió Shaula, a gritos—. Gracias por cumplir con tu deber natural de señor de los hielos. ¡No es como si ahora vayamos a ser amigos ni nada de eso! —aseguró, apuntándole con el letal dedo que había neutralizado a Ío—. Pero de verdad te agradezco lo que hiciste. ¿Bien?

—Bien.  

 

Como de costumbre, la discusión entre Escorpio y Acuario no pasó a mayores. Dentro de sí, Mithos lo agradeció, pues el modo en que Ío de Júpiter lidió con Rho Aias le había hecho perder confianza en la hasta ahora infalible defensa. No creía que fuera el mejor momento para volver a luchar, menos contra alguien que se había vuelto incluso más fuerte y terrible luego de perder la mano y un ojo.

Subaru, que había estado observando la escena junto al santo de Escudo, sonrió con picardía al ver que este no dejaba de mirar al Pacificador.

—Vaya, vaya. Se fue Alcioneo y vino Sneyder —comentó entre susurros—. ¿Habrá un futuro en el que no tengas competencia?

—Dímelo tú —replicó Mithos, sin pensar.

—¡Señorita Shaula, Mithos quiere saber…!

Para cuando Shaula y Sneyder giraron, Mithos ya tapaba la boca del siempre irritante Subaru mientras usaba el otro brazo para inmovilizarlo.

 

Y entonces, aparecieron de improviso los santos de Virgo y Libra, al mismo tiempo que un terremoto inició azotando el mismo Santuario. Los santos de plata se apartaron de un brinco, mientras que Shaula y Sneyder dirigían a la Suma Sacerdotisa un corto saludo.

—Ya ha empezado —lamentó Akasha.

—Sí —dijo Arthur, especialmente consciente del cataclismo que afectaba a la Esfera de Júpiter—. Ahora que el regente ha muerto, no hay razón para que el reino siga existiendo. Todo va a desaparecer.

Alrededor de la montaña sagrada, la tierra de Hiperbórea empezó a fragmentarse en grandes islas separadas por abismos de pura oscuridad. Lo mismo ocurría con las nubes que rodeaban el monte Estrellado y el alto cielo más allá de la cima en la que se hallaban los santos: el mismo espacio se estaba quebrando, atraído hacia el corazón del dominio del astral caído. Cuánto más cerca se estaba del Santuario, más lento era el proceso de destrucción, pero este era del todo inevitable.

—Esperar que esa mujer nos salve sería demasiado ingenuo —comentó Arthur, a lo que Akasha asintió. Tan pocos motivos tenían para dudar de que Titania necesitara mentirles como para creer que querría ayudarlos—. Si concentramos nuestros cosmos, creo que podremos lograr…

—¡El Argo Navis! —exclamó Shaula—. ¡Ellos están en peligro!

Arthur no necesitó escuchar más. Intuía lo que la santa de Escorpio esperaba.

—Necesitaremos toda la ayuda posible.

—Os bastarán tres santos de oro para esto —replicó Shaula, conocedora de los prodigios que semejante trinidad podía lograr—. ¡Su Santidad, por favor!

Desesperada, la santa de Escorpio no dudó en hincar la rodilla ante la Suma Sacerdotisa, dejándolo todo en sus manos. Arthur y Sneyder podían estar bien con juzgar y castigar desde un mundo más allá de las emociones, pero ellos no lideraban la orden.

—Los santos no mueren —dijo Akasha, asintiendo—. Tráelos de regreso. A todos.

—¡Sí!

Shaula corrió cual relámpago y saltó desde el monte Estrellado. Por supuesto, Mithos y Subaru la siguieron de inmediato como estelas de plata. No necesitaron pedir permiso, pues el destino de ambos estaba siempre unido al de Escorpio.

—Y ahora solo somos tres —comentó Arthur en cuanto el trío desapareció en el horizonte. Mantenía un ojo en el estoico Sneyder, quien no había reaccionado en lo más mínimo. Para alguien que siempre había juzgado con dureza la amabilidad de Akasha, resultaba extraño—. Sois demasiado amable.

—Te olvidas de Lucile —apuntó Akasha—. Sea como sea, no hay tiempo para discutir. Si queremos volver a la Tierra debemos actuar ya.

En eso los tres santos presentes podían concordar. Poco a poco, la oscuridad empezaba a adueñarse de Hiperbórea, difuminando las tierras, los mares y los cielos de la lejanía. Pronto el Santuario sería lo único que quedaría de la Esfera de Júpiter. Y después, ni siquiera la luz de Atenea podría brillar donde todas las cosas habían acabado.

 

***

 

A la velocidad de la luz, Shaula pudo atravesar las grietas que se estaban formando en Hiperbórea, en cuyo fondo había un abismo ajeno a conceptos como el tiempo y el espacio. La santa de Escorpio no podía saber lo que ocurriría de caer en ellas, pero sí que intuía el peligro y eso le había bastado para eludirlas.

Mithos y Subaru, en parte debido al cosmos que compartían con la santa de Escorpio, en parte potenciados por la habilidad del manto de Reloj, capaz de jugar con el tiempo, pudieron seguirle el paso, aunque cada vez era más difícil.

Llegaron de ese modo al borde de un abismo más grande que los que ya habían cruzado. La vista no bastaba para ver el otro extremo, pero podían sentir la presencia de los mares olvidados más allá. Estaban cerca de la parte de la Esfera de Júpiter que estaba conectada con aquel misterioso océano por el que solo el Argo Navis podía navegar.

—¿Es esto, Subaru?

—¿L-lady Shaula, ocurre algo?

—Subaru —insistió Shaula, haciendo caso omiso a la pregunta de Mithos—, ¿es esto?

—Se acerca el momento —contestó el santo de Reloj, más serio que nunca—. No puedo retrasarlo más, pero juro que nos volveremos a ver, los tres.

De inmediato, Shaula giró hacia donde estaba Mithos, todavía confundido. La máscara dorada, como de costumbre, hacía imposible saber qué estaba pensando, pero Mithos creyó percibir la preocupación que entonces sentía la santa de Escorpio.

—¿Me lo juras, no? —repitió Shaula—. Un santo de Atenea nunca juraría en vano.

—Yo nunca os miento, solo oculto algo de información por el bien del para nada predestinado enamoramiento de mis compañeros —añadió Subaru con una sonrisa. Tan claro fue lo forzado de aquella expresión, que por esa vez ni Shaula ni Mithos le reprocharon nada—. Nos volveremos a reunir. Lo he visto desde el día que te conocí.

Avergonzado, Mithos notó algo tarde que estaba mostrando parte del enojo que sentía. Lo peor era que se sabía incapaz de esconderlo: le molestaba que hubiera esa clase de confidencia entre Subaru y Shaula, fuera cual fuese la razón.

—Nos volveremos a reunir. Lo has visto desde el día que me conociste —repitió Shaula, aletargada. Enseguida empezó a sacudir la cabeza—. Será mejor que no nos separemos por ahora —dijo, agarrando veloz la mano del santo de Escudo—. ¡Siempre te pierdes! —aseguró, apretando con más fuerza todavía sin poder evitarlo.

Aunque Mithos quiso decir algo, lo único que terminó soltando fue un grito de dolor. ¡Shaula le apretaba la mano con una fuerza hercúlea! Aquel fue uno de los pocos momentos en su vida en los que deseó que Rho Aias funcionara aun para ella.

—¿Lo ves? —preguntó Subaru, esbozando una sonrisa de zorro—. Soy un poco ambiguo y consigo que a mi amigo le tome de la mano una hermosa ninfa.

—¡No tientes a tu suerte, Subaru! —exclamó Shaula, apuntándole con el dedo mientras seguía sin soltar al dolorido Mithos—. ¡Nos vamos ya!

Con un gesto de asentimiento, Subaru se alistó para saltar sobre el abismo junto a Shaula y Mithos. Juntos, volaron más allá de la distorsión en el espacio-tiempo que era el signo de la pronta desaparición de la Esfera de Júpiter. En ningún momento, la santa de Escorpio soltó al que había nacido para ser su escudo.

El enojo que Mithos había sentido hacia Subaru desapareció junto al dolor. Poco a poco, la fuerte mano de la santa de Escorpio se fue pareciendo a la más gentil de las caricias.

 

***

 

—¿Dónde… dónde estoy?

A pesar de tener los ojos bien abiertos, lo único que Shaula veía era una densa oscuridad que apestaba a cadáveres. Un mal presentimiento le hizo cerrar la mano con fuerza hasta convertirla en un puño. Mithos no estaba, tampoco Subaru.

—¡No! —gritó, desatando el aura dorada que la rodeaba como una onda de choque. Las tinieblas no retrocedieron—. No es cierto, él me lo juró…

Dos cuerpos cayeron a los pies de la santa de Escorpio, como invocados por aquel débil susurro. Shaula se estremeció al ver los rostros, pálidos y con los ojos blancos, pero enseguida supo entrever que se trataba de meras ilusiones. Más bien, lo intuyó.

—¡He dicho que no! —bramó con más fuerza, golpeando al punto donde sentía la fuente de aquella desagradable visión. El puñetazo llegó a algo que parecía ser sólido, y esta vez las sombras se replegaron, como el humo dispersado por un fuerte viento.

Tras la caída del oscuro velo, quedó al descubierto el coliseo del Santuario, donde tantas pruebas por el manto sagrado se habían realizado a lo largo de los milenios. En el cielo brillaba un sol rojizo, otorgando a las gradas y la arena un tono escarlata. Los cuerpos de Mithos y Subaru habían desaparecido, por supuesto, y en su lugar había un hombre anciano cubierto por prendas de sacerdote. 

—En mi defensa, joven ninfa… —El aparecido calló por unos segundos cuando Shaula se abalanzó hacia él, golpeándolo una y otra vez con endiablada celeridad. Los puños dorados pasaban a través de él como si fuera un fantasma—. ¿No vas a detenerte? Es inútil, ¿sabes? Soy Fobos, dios del miedo.

—¿¡Dónde están!? —exclamó Shaula, descargando de una sola vez las quince Agujas Escarlata contra el supuesto dios. Todas lo traspasaron sin causarle el menor daño. Más que un espíritu, era como si Fobos no se encontrara allí—. ¿¡Dónde están!?

—No deberías preguntarte dónde están, sino cómo están. Vivos, muertos…

Por un momento, Shaula dejó de atacar. Sin embargo, antes de que Fobos retomara la presentación, la santa de Escorpio cayó sobre él con una patada baja. De nuevo no logró acertarle, pero bajo los pies del dios se abrió un cráter al que pareció caer.

El teatro duró poco, pues mientras Shaula veía el agujero que había abierto en la tierra, sin fondo aparente, Fobos apareció detrás, soltando una corta risa.

 —Si yo estoy viva, ellos también —aseguró la santa de Escorpio—. Dime dónde están o lárgate. No tengo tiempo que perder contigo.

—Soy Fobos…

—El dios del miedo, te escuché bien —aseguró, hastiada, mientras se estiraba las orejas—. Dime… dónde… están… o lárgate.

La furia era evidente en cada palabra que Shaula pronunciaba, pero eso parecía motivar a Fobos, quien sonreía enseñando los dientes. Era un gesto estremecedor en el anciano, cuyo duro rostro parecía tallado en piedra.

—También soy uno de los Astra Planeta. Bueno, en realidad, soy el custodio de una de las Esferas de Crono, Marte. Y he venido para…

Ilusión. Carta de presentación. Desesperación. Recipiente. El discurso del dios, astral, o lo que fuera que en verdad fuese Fobos, llegaba a Shaula como algunas palabras relevantes en medio de un parloteo más bien irritante. Entendía lo que decía a grandes rasgos, algo relacionado con que solo los hijos de Ares podían decidir quién era digno de convertirse en el regente de Marte, pero ella había sido muy clara con él.

«Si no vas a decirme dónde están, haré que te largues.»

Tal y como había hecho para deshacer la oscuridad en la que estuvo envuelta hacía nada, Shaula apretó el puño con fuerza. Lo usaría de nuevo, la Unidad de la Naturaleza, con tal de expulsar a aquel malévolo ser que con tan solo hablar lograba minar su espíritu y revolverle las entrañas. Una vez entrara en comunión con aquel mundo, cualquiera que fuese, debería ser capaz de hacerlo. Ella no era Arthur como para comprender el tejido del espacio-tiempo y apartar del mismo a una presencia extraña, no era tan lista, por eso tendría que recurrir a la fuerza bruta.

Fobos no mostró preocupación alguna, ni siquiera interés. Estaba hablando cuando el cosmos de Shaula brilló, con los labios entreabiertos en el fugaz instante en el que el puño dorado estuvo a un centímetro de la cara pétrea, impulsado por el mundo entero.

Fue en ese momento en el que Shaula se percató de una palabra que Fobos había repetido un par de veces. Cayó en la cuenta a tiempo de deshacer la Unidad de la Naturaleza y frenar el golpe, pero la onda de choque resultante no pudo contenerse. 

Donde debía estar el supuesto dios del miedo, custodio de Marte y entregado conversador, de repente y sin ningún aviso estuvo Azrael.

—¡Por los dioses! —exclamó al ver cómo el asistente salía volando, herido. Algunas gotas de sangre mancharon el guantelete de Escorpio—. ¡Akasha me va a matar!

Mientras trataba de entender por qué Fobos se habría molestado en traerlo hasta allí, Shaula paralizó a Azrael en el aire mediante telequinesis. Le sorprendía que el asistente de Akasha siguiera consciente luego de semejante impacto, pero no podía arriesgarse a que se diera un mal golpe contra el suelo.

—Sigue siendo terrible, señora Shaula —comentó Azrael, tragando sin querer algo de sangre. Tenía la nariz rota y el labio superior partido.

—¡Señorita! —corrigió la santa de Escorpio antes de bajar al suelo al asistente con tanta suavidad como le era posible—. Soy más joven que Akasha.

—Entiendo que me golpeará si vuelvo a decirle señora Shaula —comentó Azrael. Aunque Shaula sacudió de inmediato la cabeza, negando tal posibilidad, ya el asistente se estaba fijando en algo más importante—. ¿Dónde estoy? No, ¿dónde estamos?

—Pues… Parece el coliseo del Santuario… Pero…

—El Santuario. —Mirando hacia atrás, Azrael pudo notar la silueta de la montaña sagrada, rojiza a la luz del sol sangriento que dominaba el cielo.

—¿No recuerdas cómo llegaste aquí? —cuestionó Shaula, cambiando enseguida el tono acusador al ver la cara hinchada de Azrael—. Quiero decir, ¿estás bien? ¿No te duele nada? No era mi intención golpearte.

—Claro que no —dijo Azrael, no muy convencido.

 

Shaula se acercó al asistente dándole vueltas a una disculpa apropiada, pero no pudo decir nada. Antes, un destello dorado apareció entre ella y el asistente, seguido de otras tres estelas que cayeron alrededor.

Se trataba de Arthur, Sneyder, Lucile y Akasha. La última parecía especialmente molesta, cubierta por un halo de cosmos agresivo, casi amenazante.

—Esto no es lo que parece —aseguró Shaula.

Akasha se tomó un par de segundos antes de decir nada, observando la escena. Los demás no mostraron interés en intervenir.

—Estabas luchando con alguien. Cuando ibas a atacarlo con todas tus fuerzas, Azrael apareció en su lugar y no pudiste evitar que una parte de tu poder lo golpeara. ¿Acaso no fue eso lo que ocurrió? —cuestionó, ya más calmada.

«No hay forma de que pueda intuir todo eso con solo echar un vistazo —pensaba Shaula, enmudecida—. ¿Me habrá estado observando todo este tiempo? No, a Azrael.»

Tenía sentido que Akasha pudiera sentir la repentina aparición de alguien tan cercano a ella. Más aún que acudiera a donde estaba al percibir que lo habían herido. Por supuesto, el resto de santos de oro tenía la obligación de seguir a la Suma Sacerdotisa.

—Están bien —aseguró Akasha, intuyendo la principal preocupación de Shaula—. Llegaron al Argo Navis con los demás, todos están bien.

 

Shaula sacudió la cabeza. Eso sí que no podía ser cosa de tener unos sentidos muy agudos. Desde que el cataclismo inició ya era difícil percibir lo que ocurría en los mares olvidados, ahora era imposible, sin más.

—¿Cómo sabéis…?

—El Ojo de las Greas —aclaró Akasha—. Mithos y Subaru llegaron al barco. Están bien. Es lo mismo con Orestes, Hipólita, Emil, Hugin, June y Ban. Todos están a salvo.

Con el fin de tranquilizar a la joven ninfa, Akasha le puso la mano en el hombro. Shaula no supo bien qué decir, desde un principio no había pensado en todos los compañeros que estaban en riesgo, solo en Mithos y Subaru. Akasha debía saberlo y a pesar de ello le hablaba como si todos los que estaban en el Argo Navis hubiesen sido su prioridad.

—Yo… —empezó a decir, titubeando. Todavía quería preguntar si el despistado de Mithos se había hecho daño o Subaru había provocado la furia del dios de los mares olvidados, si es que existía un dios para tal lugar. Todavía deseaba saber cómo estaba su padre—. ¡Lamento mi comportamiento! ¡He actuado precipitadamente y por eso…!

—No tienes nada que lamentar. Tenías razón, si debemos escoger entre salvar a los santos y el Santuario, estoy segura de que la misma Atenea no se lo pensaría dos veces. Porque nunca hubo más Santuario para ella que todos los que le somos fieles.

Al ser incapaz de expresar lo agradecida que se sentía, Shaula se limitó a hacer un gesto de asentimiento. Luego se apartó, uniéndose a los santos de Leo, Libra y Acuario, mientras que Akasha volvía a estar frente a Azrael tras lo que parecía una eternidad.

 

—Quería que me acompañaras, pero…

—Lo comprendí, señorita.

—Y aun así estás aquí. ¿Por qué…? Incluso ahora que hemos obtenido la paz con los Astra Planeta, este lugar es peligroso.

Azrael asintió, comprensivo, y luego se puso en posición de firmes, con el puño cerca del corazón. En esa ocasión, ni aquella postura sacó una risa a la santa de Virgo.

—Es por eso que estoy aquí, señorita. Para asistirla, como siempre.

Tras decir eso, guardó silencio. Akasha no dijo nada, solo inclinó la cabeza, tal vez confundida. No era para menos: la aparición de Azrael era, como mínimo, extraña.

Pero poco a poco el asistente fue entendiendo que la mudez de Akasha no se debía solo a si estaban en una situación problemática o no se explicaba cómo había llegado hasta allí. Pensó en la batalla contra Jäger y las hordas del infierno, en Makoto viéndole quieto y serio luego de una victoria que debía ser celebrada.

¿No era reencontrarse con Akasha una victoria que merecía ser celebrada? En ese día en el que había descubierto que tenía el poder para protegerla.

Sin pensarlo más tiempo, la abrazó tal y como hizo aquel lejano día en el cuarto que compartían en tierra sagrada. Había crecido mucho desde entonces.

—Me alegro mucho de verla con bien, señorita.

Akasha tardó poco en corresponder el gesto. Tan pronto los brazos dorados de la joven acariciaron la espalda del asistente, las heridas de este desaparecieron.

 

***

 

—¿Esto está bien? —se le escapó decir a Shaula.

—Es la Suma Sacerdotisa —comentó Lucile—. Hay pocas cosas que no puede hacer.

—Me refiero a si Azrael puede… puede…

—¿Dormir en la misma habitación que ella? Lo hace a diario.

—¡Lucile!

Divertida, la leona de oro posó el blanco dedo frente a la máscara dorada, justo a la altura de donde estaba el labio. «Baja la voz —le decía sin palabras.»

—¿Qué ha ocurrido con la idea de devolver el Santuario a la Tierra? —cuestionó Shaula en voz baja, mirando a Arthur—. Parecías tan obsesionado con eso, Juez.

—Hemos revisado nuestras prioridades —apuntó el santo de Libra—. Damon de la Memoria podría ser el mayor enemigo que nos queda por enfrentar, y a un mismo tiempo, podría convertirse en un aliado frente a los Astra Planeta, si el discurso de Tritos de Neptuno y Titania de Urano resulta ser un embuste. Nuestra Suma Sacerdotisa es de esa opinión y nosotros concordamos, por lo que vale la pena regresar cuanto antes a la Tierra, así debamos abandonar el Santuario en medio de este lugar.

—Al próximo regente de Júpiter le gustará tener una montaña extra —supuso Shaula. Lo de hacer las paces con antiguos enemigos no le sonaba raro viniendo de Akasha.

Arthur sacudió la cabeza, molesto.

—Ya no estamos en la Esfera de Júpiter. El quinto astral ha caído y del reino ya no queda nada. Si seguimos vivos es gracias a Atenea.

—¡Mithos y Subaru…!

—Están bien, tal y como Akasha te dijo. Somos nosotros, los santos de oro, quienes estamos en serios problemas.

Observando a Akasha y Azrael, aún abrazados, Shaula soltó un largo suspiro.

—Escogió el peor momento para aparecer.

Tras aquellas conversaciones, apenas secretas, Sneyder mantenía también la vista fija en el asistente. Había algo en la repentina aparición que no le gustaba. Solo un sutil gesto por parte de Arthur justo al llegar le había detenido de intervenir. De momento.


Editado por Rexomega, 15 agosto 2023 - 10:58 .

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Publicado 13 marzo 2023 - 17:10

Saludos

 

Capítulo 154. Por el bien de todos

 

Fue durante el trayecto desde el monte Estrellado hasta el templo de Aries, donde les esperaba Lucile, que Arthur y Akasha pudieron tratar el asunto de Damon, sin que Sneyder se molestara en intervenir. El Juez y la Suma Sacerdotisa ya habían previsto tener de aliado al líder de los telquines, si es que eso era posible, cuando la santa de Leo los saludó y les hizo ver un pequeño problema en el feliz regreso al hogar.

—¿No era el objetivo del viaje reunir a los héroes legendarios? —preguntó Lucile—. No vais a decirme que estando muerto Shun de Andrómeda, los Astra Planeta dejarán al resto en paz, ¿verdad? Son demasiado persistentes para eso.

De forma rápida, Akasha explicó a Lucile cuanto entendieron de la conversación entre Tritos, Titania y Narciso. Era bastante seguro que la séptima astral pretendía cazar a Seiya y los demás, considerándolo el único medio para evitar una guerra entre el Hijo y el Olimpo. En medio, Arthur terció para señalar que ya habían intentado utilizar el monte Estrellado para ir en busca de los héroes legendarios, siendo inútil incluso cuando el Santuario seguía siendo parte de la Tierra. Los cielos de los inmortales estaban tan apartados del mundo de los hombres como el infierno, salvo por la entrada alternativa señalada por Kiki, en el Jardín de las Hespérides.

—Bien —dijo Lucile—. ¿Por qué volvemos atrás, entonces?

—Porque mi misión ha concluido —contestó Akasha, un poco alterada. Mientras hablaba, seguía el frenético viaje de Shaula, Mithos y Subaru a través de abismos en los que el tiempo y el espacio no funcionaban de modo normal—. Vine aquí a rescataros, Lucile. A Arthur, a Garland y Sneyder, a Shaula, Mithos y Subaru, a ti…  Ahora que lo he hecho, debo regresar a cumplir mi deber como Suma Sacerdotisa.

Lucile suspiró, en absoluto convencida.

—Si quieres que todos regresen a la Tierra, ¿no deberías pensar también en los cuatro hermanos de Andrómeda? ¿Por qué volvemos atrás antes de rescatarlos?

—La raza humana debe velar por el planeta que les vio nacer. Todo ese asunto del multiverso y la Guerra del Hijo me supera, Lucile, pues es algo que solo concierne a los dioses y a los Astra Planeta. Nuestro mundo ya tiene bastante problemas como para que deba inmiscuirlos en otros todavía más graves y complejos.

Caminando hacia la Suma Sacerdotisa con calculados pasos, Lucile repitió:

—¿Por qué volvemos atrás, si nuestra líder no quiere hacerlo en realidad?

—Con la muerte de Ío y Shun se fue nuestra oportunidad de negociar —respondió Akasha, agotada—. Hemos obtenido lo que queríamos, en todo caso, la paz para la Tierra siempre y cuando podamos defenderla. Si fuera contra Titania de Urano, metería a la humanidad en otra Guerra Santa, ¿comprendes? No puedo hacer eso, no debo hacer eso —reiteró, adquiriendo firmeza—. Lo único que conservo es la esperanza de que Seiya y los demás logren la forma de vencer a Titania y volver con nosotros.

—Eso está mejor, a medias. La Akasha que conocí no se conformaría con una esperanza, sino que exigiría tener certeza. Leteo se llevó lo mejor de ti.

—Puede ser, Lucile. Puede ser.

La Suma Sacerdotisa intuía que aquella era la forma que tenía la leona de oro de animarla, de evitar que girara la cabeza hacia el monte Estrellado y se maldijera por no idear una forma de alcanzar los cielos y llevarse también a Seiya, Shiryu, Ikki y Hyoga de vuelta a la Tierra. El problema era que Lucile  no había visto esas imágenes en el alba de Saturno, no tenía el estómago encogido ante la idea de que alguna de aquellas se realizara en un momento tan angustioso. Akasha no dejó de mirar a Shaula y Mithos, sabiendo que morirían juntos, si bien desconocía las circunstancias. Tanto le alivió que aquellos dos se separasen cuanto le paralizó la repentina desaparición de Shaula.

El Ojo de las Greas nunca le había mentido. Mithos de Escudo y Subaru del Reloj alcanzaron el Argo Navis, mientras que Shaula de Escorpio estaba desaparecida. No muerta, sino ilocalizable, en medio de unas sombras que le devolvían la mirada cada que intentaba apartarlas. Sintió deseos de vomitar, pero se contuvo. Debía ser fuerte.

—Tal vez —dijo la Suma Sacerdotisa tras un incómodo silencio—, Damon pueda recuperarlos. A los cuatro. ¿Es un mago, no?

—El más poderoso mago de la era mitológica —contestó Lucile, a la vez que Arthur asentía—. ¿Ya te estás recuperando, Tejedora de Planes?

—Conoce tu lugar, Leo —terció Sneyder—. Estás tratando con la Suma Sacerdotisa del Santuario, no con tu compañera del colegio.

La conversación no se desvió por ese reclamo. Lucile, si bien orgullosa como la que más, sabía cuándo guardar afiladas respuestas para momentos más convenientes. Los cuatro buscaron una forma de ganarse el apoyo de Damon, para lo que consideraban era importante traer al Santuario de vuelta, tanto por lo que significaba para el ejército de Atenea cuanto por Almagesto. Si todo iba mal, esa técnica ancestral sería el único medio para neutralizar al Rey de la Magia. Sin embargo, a Akasha le desesperaba no poder localizar a Shaula en ningún momento, por lo que poco a poco hizo a entender a los demás que los santos de Atenea eran más importantes que la más sagrada tierra.

En condiciones normales, Akasha habría podido convencer al menos a Arthur de que esa era la mejor opción, pero siendo que ahora se movía por el miedo, solo pudo convencer al Juez gracias a que él mismo se percató de un cambio inesperado en el área circundante. El Santuario estaba siendo rodeado por un nuevo mundo que de forma insidiosa alteraba las emociones de todos los seres conscientes. Si en verdad era posible transportar tierra sagrada desde el vacío que dejó la Esfera de Júpiter, esa oportunidad se esfumó por completo con ese nuevo estado de las cosas.

Así pues, el santo de Libra no detuvo a Akasha cuando esta, viendo a Azrael y a Shaula, decidió abandonar la seguridad del Santuario. De hecho, los tres la siguieron de inmediato, convencidos de ser más necesarios en el mundo que aquella montaña.

 

***

 

Gracias al Ojo de las Greas que Akasha poseía, todos pudieron estar al tanto de la situación en la que se encontraban. El Argo Navis estaba varado en los mares olvidados, a la sombra de una inmensa esfera del color de la sangre que contenía tanto el Santuario como lo poco de la Esfera de Júpiter que no se había sumido en un prolongado letargo.

La peor parte de aquello era que la esfera carmesí, a buen seguro la Esfera de Marte, considerando el encuentro de Shaula con su guardián, se distanciaba cada vez más del barco. O más bien eran los mares olvidados los que eran repelidos por aquella extraña prisión en la que los santos de oro estaban atrapados, semejante a una herida abierta en el mismo cielo. Si eso seguía así, nunca podrían reunirse.

Aunque Shaula se esforzaba por mantenerse serena, Akasha intuía que seguía preocupada. Era por eso que se había reservado hablar de un cierto grupo de habitantes de Hiperbórea que estaba a punto de asaltar el barco.

—Lo arreglaré. Lo prometo. 

—¿Akasha? —Entre los santos de oro presentes, fue Arthur quien se atrevió a preguntar—. ¿A qué te refieres?

—Moldearé los mares olvidados para forzarlos a formar un camino que nos conecte con el barco. Sé que puedo hacerlo. Con Almagesto, no, incluso sin él. 

—Eres capaz de manipular los átomos que componen la materia —convino Arthur—, pero aun ahora incluso yo desconozco del todo la naturaleza de los mares olvidados. Representan una conexión con los restos de la era mitológica. Tal vez otros mundos.

—He navegado sobre ellos, sé que no es agua corriente. Aun así, pondré todo mi poder, el poder que Orestes de la Corona Boreal me prestó, para que podamos regresar a nuestro hogar. Adquirí algunos conocimientos al emplear Almagesto, incluso si no puedo retenerlos todos a la vez.

La forma en la que el manto de Virgo protegió el camarote papal cuando los Astra Planeta los hicieron partícipes de su juego de gladiadores era uno de esos conocimientos. También la Gracia que, según le explicó June, le inspiró a crear lobos de viento, mientras que a Ban lo impulsó a luchar como un oso.

Además de la urgencia que la animaría a querer escapar de cualquiera de las Esferas de Crono, había otra razón para querer dejar atrás esta en concreto. Azrael, su lado como en mejores días, había dejado claro que el hombre que Shaula describía era el mismo que lo torturó días antes de la guerra, en el bosque de la Fuente de Atenea. Fobos, el custodio de la Esfera de Marte, debía de estar observándolos todavía, ansioso por hacerlos partícipes de algún juego macabro. Ella no permitiría que eso sucediera.

—¿No sería mejor que yo me ocupara? —insistió Arthur—. Permitid que dé un uso a la fuerza que he incrementado a lo largo de los años, uno mejor que atemorizar a mis propios compañeros —solicitó, con clara preocupación.

—De los que estamos aquí, eres el más fuerte —admitió Akasha, haciendo caso omiso a un chasquido de parte de Lucile—. Es por eso que quiero que cuides de los demás.

—Comprendo. Así lo haré.

Akasha asintió, dirigiendo después el rostro enmascarado hacia los demás. Ni Sneyder, ni Lucile, ni Shaula dieron muestras de desacuerdo, por lo que rauda giró sobre sus pies. Azrael se disponía a seguirla cuando alguien le interrumpió.

—Todavía no nos has hablado de la situación en la Tierra —apuntó Arthur.

—Cierto —dijo Shaula—. ¡Casi olvido que él estaba en la Tierra con los demás!

—Lo estaba —tuvo que admitir Azrael.

—Cuando estemos de nuevo en el Argo Navis, podremos hablar de ello —dijo Akasha, sin volverse—. Lo que debemos hacer ahora es reunirnos.

—Es importante que conozcamos la situación en la Tierra, por si debemos replantear nuestra estrategia con Damon —explicó Arthur—. Azrael es bueno dando informes.

—¿Tienes la intención de interrogarlo? —cuestionó Akasha, mirando al Juez por encima del hombro—. ¿Dudas de la razón por la que está ahora aquí?

El tono usado por Akasha, quien por lo general trataba al santo de Libra con amabilidad y respeto, fue cortante. Para ninguno de los presentes fue difícil imaginar el por qué: la fama precedía tanto al Juez como al Pacificador, Sneyder de Acuario, en lo que refería a sospechosos. Incluso tratándose de hermanos de armas, Akasha debía tener dudas de dejar a Azrael con aquellos dos.

Fue por eso que Shaula decidió intervenir.

—Lo arreglaré. Lo prometo —recitó—. ¿Es lo que dijisteis, no? Pues yo también prometo asegurarme de que nadie se exceda con tu vuestro asistente… —Mientras hablaba, Shaula tuvo la prudencia de ocultar la mano con la que sin querer golpeó a Azrael—. ¡Podéis confiar en mí!

—En realidad, nadie en su sano juicio podría confiar en la Muerte Roja —terció Lucile, riendo divertida—. Por fortuna, los dioses han querido que yo esté aquí para reparar los errores de esta enfermera.

—Esto es innecesario —aseguró Arthur—. No es mi intención causarle ningún mal físico a Azrael. No tengo razones para ello.

—Shaula, Lucile. Confío en vuestra palabra.

Akasha se despidió de Azrael con un gesto, fortaleciendo al mismo tiempo la Gracia que le había otorgado como protección. El asistente no había dicho nada hasta ahora en respeto de la autoridad de la Suma Sacerdotisa.

Luego, como una estela de luz, Akasha marchó al templo de Aries. Aun si no tenía tiempo suficiente para activar Almagesto, no por ello le vendría mal el apoyo de aquella tierra bendecida por Atenea desde la era mitológica. No existía en el mundo ningún lugar mejor para quien deseaba hacer lo imposible, lamentaría abandonarlo.

—¿Siempre será así de dura conmigo? —lanzó Arthur en voz baja, mientras guardaba los pensamientos que nadie, salvo quizás Sneyder, querría escuchar.

«Pero alguien debe actuar por el bien de este mundo, hermanita.»     

 

***

 

El informe de Azrael sobre la situación en la Tierra fue tan detallado como cabría esperar del ex-soldado. Expuso la batalla en Sicilia paso a paso, desde los combates de la santas de bronce contra las bestias de Flegetonte, hasta el enfrentamiento entre Jäger de Orión y Makoto de Mosca, quien había superado por mucho los límites de un santo de plata. Fue tan explícito al relatar todo aquello, que no se notó que se estaba guardando para sí la parte de la historia posterior a aquel duelo.

Se consideraba un soldado leal a la causa de la orden ateniense y estaba más que dispuesto a obedecer cualquier orden que no perjudicara a la señorita Akasha, pero eso no lo volvía un estúpido. La sola presencia de alguien común y corriente en un lugar tan lejos de la Tierra, si es que siquiera formaba parte del universo, ya era sospechosa por sí sola. Decirles a Arthur y Sneyder que había descubierto ser la fuente del cosmos que había mantenido a Adremmelech de Capricornio durante años, sería lo mismo que condenarse a morir, incluso si Shaula y Lucile cumplían su palabra.

Teniendo eso en mente y con algo de ayuda de Lucile, que no había tenido el menor reparo en leer sus emociones antes de protegerlas de observadores ajenos, desvió la exposición hacia lo que consideraban remanentes de la guerra. Monstruos mitológicos apareciendo en diversos lugares del mundo, sobre todo en los océanos; espectros de Cocito protegiendo los epicentros de catástrofes que no tenían nada de naturales, pues eran almas de gigantes que no habían sido devueltas al río de las lamentaciones. Arthur puso un énfasis particular en la creciente agitación entre las naciones, enterado como estaba de las actividades de Hybris, y en ese deseo repentino que tenían los santos de Atenea por hacer la guerra al Rey de la Magia. Por desgracia, Azrael no estaba demasiado informado de ese último tema, ya que estuvo reposando las últimas horas hasta que se dio el reencuentro con Makoto de Mosca y la Batalla por el Etna. 

—Ganamos la guerra, de eso no hay duda —aseveró Azrael—. Pero la vida no es como en las películas, donde los ejércitos desaparecen como por ensalmo una vez sus generales pierden la cabeza. Tendremos que acabar con los rezagados un tiempo, el cual dudo que alcance a los trece días de batallas que aspiraban los Señores del Hades.

—No parece que seamos muy necesarios —comentó Arthur—. Aun así, la reaparición del Portador del Dolor es demasiado conveniente, como ese rechazo que tienen hacia el Rey de la Magia. Veo la mano de los Astra Planeta en esto.

—Según Tritos de Neptuno, no puede hacerlo —apuntó Sneyder.

—No pueden entrar en la Tierra para dañarla —convino Arthur—. No obstante, eso no les impide intrigar, según lo estricto que haya querido ser Poseidón con ellos.

—¿Pensáis llegar a una conclusión o solo especularéis como dos ancianos sin nada que hacer? —cuestionó Lucile, degustando el silencio con el que le respondieron—. Parece que puedes descansar, capitán general Azrael. Hazlo por ahora. Cuando nuestra Suma Sacerdotisa termine podrás…

—Hacer cosas de asistente —se adelantó Shaula, temiendo la peor insinuación de parte de la leona de oro—. Es cierto que deberías descansar. No te ves bien.

Aun después de que Akasha le reparara el rostro, Azrael seguía habiendo salido de la batalla en el monte Etna, además de la primera reacción de su cuerpo al despertar del Séptimo Sentido. Eso no lo sabían los demás —o eso esperaba él—, pero debía ser notorio que estaba cansado. Muy cansado.

 

—Lo cierto es que sí que tengo otra pregunta que hacerte —dijo Arthur en el momento en que Azrael bajaba los brazos—. ¿Qué es el Ocaso de los Dioses?

—¿Qué?

En lugar de repetir la pregunta, Arthur lanzó hacia la frente de Azrael un haz invisible desde el dedo extendido que lo empujó varios metros hacia atrás. El control gravitatorio del santo de Libra impidió que terminara de caer al suelo. De verdad no tenía intención de causarle un mal físico, tal y como había dicho.

—¿Qué es el Ocaso de los Dioses?

Sobrepasado por una acusación tan directa, Azrael buscó con la mirada a Shaula y Lucile. Las dos santas de oro habían adoptado una postura de combate antes de que Arthur lo atacase, pero dos anillos de aire helado les impedían moverse. Sneyder, maestro del Cero Absoluto, no les permitiría ayudarlo.

—¿Qué es el Ocaso de los Dioses? —repitió Arthur de Libra por tercera vez, haciendo que Azrael descendiera con exasperante lentitud hasta las gradas del coliseo. No parecía que lo hiciera por consideración hacia él, sino para demostrarle hasta qué punto estaba en sus manos—. Responde.

 

***

 

En cuanto llegó al templo de Aries, Akasha centró todos los sentidos en la tarea imposible que se había propuesto: manipular los mares olvidados.

Adoptando una posición meditativa, inspirada en los recuerdos que albergaba sobre la última vez que recurrió a Almagesto, buscaba elevar su cosmos hasta el paroxismo. Al mismo tiempo, sin embargo, calmaba la preocupación que pudiera sentir por los que estaban en el Argo Navis, fuera la propia o las esperanzas que los demás depositaban en ella. No debía apurarse o dejarse llevar por la desesperación, tenía que sincronizarse con el aura tranquila, divina, que desde tiempos inmemoriales había protegido el Santuario.

«Atenea —rezó—. Préstame tu fuerza.»

Con el tiempo, la presencia de Akasha se extendió más allá del cuerpo, proyectándose en el océano infinito que conectaba las leyendas de la mitología con el presente. Como era evidente, aquellas aguas que debían actuar como una mágica manifestación del devenir de las eras no respondieron como lo harían los mares de la Tierra, pero sí que reaccionaron ante la pulsión del cosmos de la Suma Sacerdotisa. Incluso parecían querer comunicarse con ella, aun careciendo de la capacidad para ello.

¿Quién eres? —dijo una voz potente, de alguien que se había quedado varado entre el Santuario y los mares olvidados. No solo pudo detectar la presencia de Akasha en aquel lugar, sino que incluso halló la forma de dirigirse a ella, mente a mente—. ¿Eres el nuevo regente de Júpiter? ¿Por qué no arreglas esto de una vez?

Soy Akasha de Virgo.

Oh, uno de los santos de Atenea. Es una buena oportunidad para agradeceros que matarais al pilar de nuestro mundo.

La muerte de Ío de Júpiter era algo que iba a ocurrir tarde o temprano. —El poco tiempo que tuvo con él, junto a lo que había oído de las batallas que este sostuvo contra Lucile y Shun, le había dejado la seguridad de que ese era el destino del quinto astral—. Lamento que haya tenido que ser así. Él era un buen hombre.

Era el mejor vejestorio que pudo haber matado a un gigante como yo. Mi nombre es Alcioneo, por cierto. Estoy buscando a mi futura esposa. También es una santa de Atenea. ¿Sabes dónde se encuentra?

Por un momento, Akasha se imaginó a aquel enorme guerrero de armadura esmeralda pidiendo la mano de Lucile de Leo. Aun para ella, la imagen resultó irrisoria. Luego recordó que era Shaula quien había pasado un tiempo en el país de los gigantes.

Te ayudaré si tú me ayudas.

Las mujeres de Atenea sois realmente osadas —dijo Alcioneo, riendo—. ¿No me ayudarás para compensarme por haber perdido mi hogar?

Si la muerte de Ío de Júpiter te hubiese dejado sin hogar, no estarías siendo tan amable conmigo ni querrías volver a ver a Shaula.

¿Estoy siendo amable? —repitió Alcioneo, casi avergonzado—. Está bien, nuestro mundo no ha desaparecido realmente, las Esferas de Crono existen desde que los Titanes gobernaban los cielos y seguirán existiendo hasta el fin de los tiempos. ¡Pero hasta que haya un nuevo regente de Júpiter no podré volver, así que espero una compensación! ¡No se le hace una promesa a Alcioneo, hijo de Gea, en vano!

Como ya dije, te ayudaré si tú me ayudas.

Eres terrible. Si te tuviera enfrente te golpearía en ese rostro enmascarado que tanto os gusta lucir ahora a las mujeres de Atenea. Según lo que viera después, podría convertirte en mi segunda esposa.

¿Eso significa que me ayudarás?

No tengo nada que hacer ahora, de todas formas.

Bajo la máscara dorada, Akasha sonrió. No solo tenía que preocuparse de conectar el Santuario con los mares olvidados, sino también del ejército que había escapado de la compresión de la Esfera de Júpiter. Un ángel del Olimpo, un grupo de guerreras satélites, un gigante cubierto de huesos humanos y una horda de lestrigones. Si Alcioneo se ocupaba de ellos, ella podría concentrarse en la otra tarea.

Permíteme que te hable del padre de Shaula… —empezó a contar, asumiendo que Alcioneo estaría encantado de congraciarse con la santa de Escorpio ayudando a Ban y, de paso, al resto de los tripulantes del Argo Navis.

 

***

 

La primera cualidad por la que Arthur destacó entre el resto de santos no fue la fuerza ni el buen juicio, sino una capacidad de observación y entendimiento prodigiosa. Gracias a ello podía prevenir muchos peligros, detener a quienes eran un riesgo y sobre todo actuar siempre en el momento en que debía actuar.

El santo de Libra no estaba al tanto de la conversación entre Akasha y Alcioneo, pero sí de cuándo la Suma Sacerdotisa dejó de poder vigilar. Gracias a eso y a la rápida actuación de Sneyder, podría resolver aquel problema sin violencia innecesaria. 

—¿¡Qué significa esto!? —cuestionó Shaula—. ¿Arthur? ¿Sneyder?

Nadie le respondió. Ni siquiera Azrael y Lucile hicieron el menor intento por liberarse o huir. Sabían que era inútil.

—En la Esfera de Saturno —empezó a explicar Arthur—, yo, Akasha, Shun y Orestes tuvimos que enfrentar a santos de oro de distintas épocas y mundos. Todos ellos estaban convencidos de estar luchando por la justicia. No —se corrigió, sabiendo los distintos significados que el hombre podía dar a tal concepto—, por Atenea, incluso. Salvo mi rival, no estábamos enfrentando a un grupo de traidores. Cuando me di cuenta de eso pude volver la situación a nuestro favor simplemente escuchando.

—¿¡Crees que este es el momento para hablar de esto!? ¿¡O la manera!?

El aro de aire frío que rodeaba a Shaula de Escorpio se cerró hasta casi rozar los brazos de la joven ninfa, formando sobre ellos una leve capa de escarcha.

—Si vuelves a moverte, los perderás —advirtió Sneyder.

—Sí, este es el momento y la manera. Antes de que sea demasiado tarde, debo saber quién tenía razón. —Sacudiendo la cabeza, Arthur guardó silencio unos segundos antes de continuar—. Porque a la mayoría de santos de oro solo les vendieron que una conversación entre Gestahl Noah y nuestra Suma Sacerdotisa era la prueba de la corrupción del Santuario, de que Akasha se beneficiaba de los actos de Hybris.

—Eso es absurdo —dijo Shaula con convicción.

—Lo es —convino Arthur—. Pero para un santo de Atenea, una conversación fuera de contexto, junto al hecho ineludible de que nos aliamos con Poseidón y los caballeros negros puede bastar para que incluso quienes visten un manto sagrado parezcan enemigos. Me costó mucho convencer a mi rival de que no era así.

—Ve al grano, Juez —espetó Lucile, hastiada—. No es tu estilo dar tantas vueltas innecesarias. No me decepciones.

—Uno de nuestros enemigos era Seiya de Sagitario —prosiguió Arthur—. Cómo eso fue posible en el mundo del que proviene, no importa. Lo que sí importa es que alguien como él no se dejaría engañar por una conversación entre dos personas, siendo tal claro el desprecio que una siente por el otro. Por eso los Astra Planeta le contaron todo a él, a Saga de Géminis y al santo de Leo, quien murió antes de que pudiéramos encontrarnos.

El rostro del santo de Libra se endureció. Los ojos, clavados en el callado Azrael, que mantenía las manos sobre la dolorida frente, echaban chispas.

—El primero en informarme de esto fue Saga de Géminis, a pesar de que en un principio interpreté su mención al Ocaso de los Dioses como el descabellado plan que aquel hombre dividido quiso llevar a cabo en nuestro mundo. Él no quiso profundizar más en ese asunto, de modo que tuve que deducir el resto por mi cuenta. Cómo Seiya atacó sin reservas a Shun, cómo el joven más optimista al que he conocido actuaba como lo haría yo… —Sacudió la cabeza—. Resultaba evidente que el Ocaso de los Dioses era un plan capaz de horrorizar por igual a aquellos dos, uno del que algunos elementos de nuestro Santuario, entre los que debía encontrarse el santo de Andrómeda, estaban al tanto. Como prueba final, está la ausencia del santo de Leo en la batalla contra Titán. Uno de los que sabía la verdad fue enviado a matarte, Lucile, ¿lo negarás?

—Diré la verdad —contestó esta, a sabiendas de que Arthur seguía enfocado en Azrael—. Ikki de Leo se alió conmigo contra Ío de Júpiter. Por propia voluntad.

—La naturaleza exacta de ese plan se me escapa —prosiguió Arthur, omitiendo la intervención de la leona de oro—. No obstante, el solo hecho de que existiera me hacía temer que Akasha pudiera estar metida en la conspiración. Nunca fue la misma desde la Rebelión de Ethel. ¿La muerte de su querida amiga la hizo renegar de los dioses, incluida Atenea? ¿Decidió por ello, al igual que hiciera Saga de Géminis, que era el hombre y solo el hombre quien debería gobernar el mundo?

Aquello superó lo que Shaula pudo tolerar. Fuera de sí, se cubrió de un cosmos ardiente que deshizo el aro que la aprisionaba. Sin embargo, antes de dar un solo paso Sneyder se interpuso, formando la Espada de Cristal a partir del muñón. No era la misma hoja corta que empleara contra Deríades de Flegetonte, sino el espadón que manifestó en la lucha con Ío de Júpiter, una mejora en la técnica fruto de algún combate reciente.

—Hasta hoy has vivido según las leyes del Santuario, Escorpio.

—¡Arthur no es la ley! ¡Es solo uno más entre nosotros! ¿Crees que me quedaré de brazos cruzados mientras acusa a nuestra Suma Sacerdotisa de semejante disparate?

—Sí. Te creo capaz de calmarte, porque sirves a la justicia.

Con el rabillo del ojo, Sneyder miró a Arthur, indicándole que prosiguiera con un gesto de asentimiento. El tiempo era escaso.

—Mis dudas fueron disipadas en el momento en que Akasha compartió sus recuerdos con los santos de oro convocados que seguían con vida. Lucharon con un enemigo invencible, sabiendo que nada podían hacer, porque nuestra Suma Sacerdotisa no tenía en su corazón esa abyecta ambición que dos de los santos de oro esperaban ver. Sentí tanto alivio entonces, creedme, pero…

—Reina Muerte, ¿eh? —comentó Lucile, al ver que Arthur no se atrevía a mencionarlo—. Parte de los recuerdos de Akasha fueron borrados en esa batalla.

—Mi maestro me enseñó una técnica capaz de tomar el control de la mente del adversario. En el pasado fue utilizada para convertir a hombres en bestias que no vuelven en sí hasta haber quitado una vida. Pero no es eso lo que espero de ti, Azrael.

El asistente soltó un gruñido, ya siendo incapaz de ocultar el dolor que le había amartillado la cabeza durante todo aquel tiempo. Al menos ahora sabía que Arthur había ejecutado sobre él una variante del Satán Imperial.

—Dime qué es el Ocaso de los Dioses —insistió Arthur de Libra una vez más—. Respóndeme. Si no sabes nada, ¡dímelo! Tendré que creerte, porque el golpe ha afectado a tu cerebro de tal modo que ya eres incapaz de mentir.

Todo el cuerpo de Azrael temblaba. En especial los labios, que se abrían y cerraban con violencia. Los ojos azules del asistente se cruzaron con la máscara de Lucile, quien se encogió de hombros a la vez que asentía.

—¿Sabes de un plan del Santuario que tenga como fin gobernar el mundo? Sí o no.

—El Santuario… —dijo Azrael, con dificultad, tanteando la posibilidad de morderse la lengua. Desechándola al recordar que el silencio también era una respuesta—. Nadie en el Santuario desea gobernar el mundo. Los hombres de Atenea son soldados, no políticos, y persiguen un único fin: proteger el mundo.

—Eso no es una respuesta —sentenció Arthur, sorprendido de que alguien como Azrael pudiera ofrecer tanta resistencia. Aspiró a un manto sagrado, pero eso no lo explicaba, en lo absoluto—. Los santos de Atenea ya protegen al mundo.

—Eso es una verdad a medias —replicó Azrael—. El pasado siglo, millones de vidas se perdieron antes de que la diosa Atenea, que encarnó y vivió como una humana más, actuara. Algunas ciudades desaparecieron, otras quedaron en ruinas.

—Nací en Londres —dijo Arthur—. Sé lo que el diluvio significó para la gente. También sé que guardar rencor a los dioses por ello es ridículo. Sería como odiar una estrella en el firmamento, un sinsentido.

—No se trata de rendir cuentas, sino de supervivencia.

—Es por la supervivencia de los seres humanos que existen los santos de Atenea —le recordó Arthur—. Por eso luchan y mueren.

—Los santos de Atenea existen para que el castigo divino se transforme en una guerra que pueda ser ganada. Al menos, es así como yo lo entiendo. Como ya dije, no se trata de rendir cuentas, no pido explicaciones a los dioses o a los que luchan en nombre de ellos. Solo me pregunto si de verdad alguien cree que la humanidad puede vivir sufriendo catástrofes globales constantemente.

—¿Y eso es el Ocaso de los Dioses? ¿Un plan para cambiar la tragedia que se ha repetido incontables veces desde la era mitológica?

—Para que algo así no se repita, solo existen dos opciones. La primera es destruir a los dioses —señaló Azrael, esbozando una sonrisa irónica—, ¿algo complicado, no? Ya que son inmortales y todopoderosos. Pero según se mire, el Ocaso de los Dioses no tiene que significar la muerte de quienes no pueden morir, solo la ausencia de estos.

Desde que empezó a hablar, el dolor de cabeza había ido reduciéndose hasta ser imperceptible. Azrael era consciente de que ya no había marcha atrás, pero no tenía intención de seguir titubeando. En ningún momento apartó la mirada de Arthur.

—Si no podemos destruir a los dioses, solo tenemos que acabar con la razón que los impulsa a descender a la Tierra y traer el castigo divino. Esa es la segunda solución para la era de las Guerras Santas, la única posible: hacer que la humanidad cambie. 


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Seph_girl

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Publicado 16 marzo 2023 - 19:33

Cap 153. Por algo no se salta el video, Shaula.

 

Y después de varios caps, volvemos con los chicos que se quedaron en esa tierra de gigantes, poco después de que Io de Júpiter petó.

Nos centramos en Sneyder y Shaula solo un momento en que Shaula le da las gracias a Sneyder por haberla salvado durante la pelea contra Io, teniendo un momento gracioso y tierno, y por eso es que toda Hiperborea se sacude XD ¡ja!, ¿qué es porque Io se murió?  Coincidencias.

 

Cuando todo empieza a desmoronarse, llegan a la reunión Akasha y Arthur solo para que Shaula le pida permiso para ir a disque salvar a los del barco.

 

En el camino, Shaula y sus dos plateados se ven envueltos por esas distorsiones espacio -tiempo extrañas, dentro de las que Fobos se le aparece a Shaula, a quien llevó hasta el Coliseo del Santuario robado.

Allí pues la ninfa tiene un ataque de rabia porque no sabe dónde Fobos fue a dejar a sus amigazos, y aunque Fobos iba a contarle el motivo de su visita, Shaula no dejó de presionar SKIP SKIP SKIP (Saltar) al video y pues, POW! 

Como castigo por no ver el video completo, que Fobos se reemplaza por Azrael que lo imagino con cara de "Eh?" recibiendo ese golpazo que en otros tiempos seguro le habría explotado la cabeza, pero ey que ahora que sabe que es un santo de oro pues, seguro estará bien.

Pero eso Shaula no lo sabe así que ya se ve muerta y enterrada por haber golpeado al favorito de la jefa.

 

A Azrael le salió barato ese golpe, nariz rota, labio partido, vivirá. Ahí vemos a Shaula tratando de encontrar cómo disculparse con el asistente cuando los dorados rápido se aparecen para el chisme, siendo Akasha obvio la que se pone entre Escorpio y su magullado asistente.

 

Por suerte para Shaula, Akasha sabe lo que pasó gracias al Ojo de las Greas, que sino... bueno quizá se abrían jalado de los pelos jaja.

El caso es que, al fin ocurre el reencuentro más esperado por Latinoamérica y España unida

Akasha y Azrael se vuelven a ver T.T, lástima que sea por algo que planea Fobos así que... ¡sigo  teniendo miedo! Y creo que Akasha también, porque se quedó muy estoica pensando en el misterio de por qué Azrael fue transportado allí justo en ese momento.

Pero bueno, Azrael ni corto ni perezoso decidió aplicar lo que aprendió de Makoto no hace ni 10 minutos: que las victorias debían celebrarse con abrazos, así que pues ¡ABRAZO!

Boa llorar ;_;

 

 

Y mientras ese par está abrazandose, a los otros dorados metiches solo les queda mirar sin poder juzgar a su Papiza porque, pues bueno, puede hacer lo que se le venga en gana al parecer.

Entre ellos se ponen a hablar sobre lo que deben hacer ahora, mientras Sneyder y Arthur se miran de maneras sospechosas.

 

Fin del episodio

 

PD. Buen cap, sigue así :D


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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#405 Seph_girl

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Publicado 17 marzo 2023 - 19:11

Cap 154 ¡Tengo miedo!
 
Pues empezamos momentos antes de la llega de Azrael, donde Akasha y su comité discuten lo que van a hacer ahora. Ella está decidida a que ya que encontró y "rescató" a los santos perdidos con el Santuario, ya puede volver a la Tierra y cumplir su papel de Papiza, mas Lucile anda terca de que no hay que volver todavía y se dediquen a buscar a los 4 santos de bronce legendarios que todavía quedan con vida.
Akasha dice que ya no quiere involucrarse con cosas de los Astra planeta, el multiverso ni nada de eso, por lo que volverán a casa YA (¿cansada del fic chica? Pues sí, ha estado largo esto XD)
 
Lucile siguió de pesada con Akasha hasta que Sneyder la puso en su lugar (y por eso es que ahora se los come la esfera de Marte, jaja Sneyder, deja de actuar raro por un rato por el bien de toda esa gente que está contigo XD Puros cataclismos por ti) Al final, Akasha le apuesta a que si logran aliarse con Damon, este quizá les ayude a localizar y rescatar a Seiya y los otros, pero primero todos tenian que volver a la Tierra.
 
Apurada por sacar a su gente de la esfera esa,  escenario en la que Fobos los encerró para algo grande, Akasha debe apartarse para hacer de cuasi diosa y modificar los mares olvidados, pero cuando Azrael la quiso seguir Arthur se pone pesado, y es evidente que tiene un interés de que Azrael se quede, uno demasiado insistente y Akasha estaba a punto de decirle que la que manda es ella pero en eso Shaula sale con que ella va a cuidar que nada malo le hagan a Azrael, a lo que se suma Lucile y solo por eso es que Akasha accede a irse sola... Obvio que estamos por ver que las dos resultaron mas inútiles que un colador para protegerse de la lluvia...
 
Entonces Azrael da su informe sobre lo ocurrido en la Tierra, omitiendo las partes en las que haría que Sneyder le cortara la cabeza o que el Juez lo hiciera papilla contra el suelo.
Estuvo bien el chisme, pero va lo bueno cuando Arthur le lanza un 'cuasi' Satán Imperial a Azrael y le pregunta sobre el Ocaso de los Dioses, mientras que Sneyder puso anillos de hielo alrededor de las disque a los coladores que Azrael tenía como guardaespaldas, dah.
 
Mientras esto pasaba, Akasha estaba ya muy distraída en sus cosas y durante su meditación pues que abre chat con Alcioneo, ese gigante que aún quiere casarse con Shaula  Estos dos llegan al acuerdo de ayudarse mutuamente para lograr cada quien sus respectivos objetivos.
¡Pero quítense ustedes, que estorban para el dramón bueno!
 
Volvemos con Arthur y compañía. Arthur quiere desvelar el misterio que dejó el Arco de Saturno, la razón por la que algunos de los santos copias estaban tan necios en que Akasha y compañía eran los malvados de la historia.
Shaula quiere volver a saltarse el video, pero Sneyder la tiene  viene domada y/o aprendio la lección que le dejó Fobos.
 
Arthur suelta la teoría de que tal vez Akasha pudo planear algo tan malvado que la hiciera la nueva Saga de la generación; pero luego se arrepintió cuando Akasha les dejó ver a las copias sus recuerdos mas íntimos y donde no vieron nada turbio; PEEEERO, entonces en algún momento Arthur se acordó de aquellas primeras aventuras del fic cuando pelearon en la Isla Muerte y varios recuerdos de Akasha se fueron al estomago de Leteo, por lo que quizá en ellos estaba alguna verdad cochina.
 
El caso es que para salir de dudas después de mas de 150 episodios, es que decide algo tan arriesgado justo en este cap.
Azrael pues no tiene mas remedio que responder con la verdad, aunque primero intenta barajarla de otras maneras, pero Arthur ve demasiado la Ley y el Orden así que no deja que se vaya por la tangente jaja.
Azrael comienza a hablar sobre los santos, los dioses, las guerras santas y Arthur intenta adivinar si el Ocaso de los dioses es un plan loco para evitar mas guerras santas, a lo que Azrael contesta que para eso solo habría dos maneras: destruir a los dioses, que es la cosa mas cliché de los fanfics de SS y por ende muy difícil, por lo que ese no es el camino en esta historia, pero que la segunda opción es mejor y menos violenta: cambiar a la humanidad para que los dioses ya no tengan excusas de querer destruirlos por mecos XD
 
Y en esa parte del interrogatorio nos quedamos. My god...
 
PD. Muy tenso el cap, sigue así :o

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#406 Rexomega

Rexomega

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Publicado 20 marzo 2023 - 18:08

Saludos

 

Seph Girl. Concuerdo, saltarse el vídeo es una traición. A qué, no sé, pero lo es.

 

En otros tiempos me preguntaba por qué las historias con mil y un personajes terminaban centrándose en unos pocos mientras el resto solo estaba para figurar. Hoy en día lo sé, es complicado tener grupos de personajes en distintos escenarios.

 

Tiene sentido, porque Shaula es la hija de toda una ninfa. Lo que no pasó en la guerra entre vivos y muertos, pasó aquí. ¿Todavía los shipearías?

 

Por suerte, esta Papisa sí da permiso, porque si fuera Dohko…

 

¡Santas distorsiones espacio-temporales Batman!

 

Por alguna razón, todo ese asunto de saltarse los vídeos me recuerda al infierno de los JRPG (Vamos a Jugar VII), donde saltarse un diálogo con un personaje cualquiera imposibilita tener acceso a una información importante. ¡Y no hay guías para esto! Mal hecho, Shaula, el primer paso del entrenamiento Jedi es saber controlar tus emociones. Pues sí, en otras circunstancias Shaula tendría que dar muchísimas explicaciones, primero a Akasha y luego a los lectores, que Azrael está en el Top 10. (¿Tal vez?). Esa es otra complicación de manejar muchos personajes, ser consciente de que no todos tienen la misma información, no ya de asuntos importantes, sino de cosas más cotidianas, como que el asistente de la Papisa es secretamente un santo de oro.  

 

Azrael sigue teniendo cabeza y eso ya es mucho decir. Porque aquí nos tomamos en serio la velocidad de la luz. Más o menos, no sé en qué cosa pensaba Kurumada cuando hizo a los santos de oro así de rápidos. Habría sido de locos, no hay duda.

 

Así es, Akasha y Azrael se encuentran una vez más después de decenas de capítulos. Alrededor de cincuenta si no tenemos en cuenta las escenas con el gólem.

 

Es normal que tengas miedo, porque Fobos está implicado.

 

Akasha tuvo que repetir tantas veces su entrenamiento Jedi que controla sus emociones mejor que Shaula. Grande, Makoto, ni siquiera estás presente y aun así aportaste el grano de arena justo que esta escena necesitaba. Me alegra poder haber producido ese sentimiento, pues considero que la escena debía sentirse especial. Obvio que sí, si Saga pudo hacer de todo sin que nadie le tosiera, Akasha puede aceptar un abrazo. Aunque quizá Arthur y Sneyder no estén muy de acuerdo.

 

Sí, Sneyder, mantente en tu personaje antes de que el multiverso entre en implosión, que lo normal es que seas tú el que esté en desacuerdo con Akasha, no Lucile. Ni cómo culpar a nuestra estimada Papisa, no solo esta historia es larga, sino que cada vez que se involucran con los Astra Planeta las cosas se complican más y más. ¿Pedirle ayuda a Damon…? Bueno, él quería que sus enemigos del ayer fueran los aliados del mañana, así que podría ser una buena idea. ¡Los Astra Planeta en el cielo, todo bien en la Tierra! (Y Akasha, escondiendo el rostro tras las manos enguantadas y entrelazadas.).

 

Pues fue sin intención, pero no te lo puedo discutir. Para lo útiles que fueron, Lucile y Shaula habrían hecho mejor quedándose calladas. Se ve que Sneyder te hizo caso, y fiel a su personaje, decidió ser implacable aun en circunstancias tan problemática.

 

Azrael ya usaba el sexto sentido antes de saber que lo tenía. Por desgracia, no solo lidia con alguien muy fuerte, sino que este también es muy listo.

 

Todo un ejemplo del estilo Jedi, nuestra Papisa. Tenacidad es el segundo nombre de Alcioneo. Iba a decir pesado, pero eso se da por sentado, ya que es un gigante. La Tejedora de Planes siendo la Tejedora de Planes. Nada nuevo bajo el sol.

 

Como he dicho en alguna ocasión, esta historia es una fábrica de hacer preguntas, pero con el tiempo las responde. ¡Aquí se desvela el misterio que sirvió de base al loco Arco de Saturno, con todos esos santos de oro venidos de otros mundos! Parecía que todo estaba aclarado con el hecho de que tuvieron libre acceso a todas las redes sociales de Akasha, pero estaba ese pequeño detalle de la pérdida de recuerdos que también parecía haberse resuelto. Nuestra Papisa no parecía dar muestras de haber olvidado algo de lo que le vimos hacer. Para desentrañar el misterio, Arthur de Libra deja su toga de Juez para hacer de Fiscal y encontrar la verdad, para bien o para mal.

 

Así es, por lo menos en esta historia, guerrear con los dioses del Olimpo no es tarea fácil. ¡Si ya guerrear con los Astra Planeta es un dolor de cabeza! Claro, si eliminas la justa causa para la Guerra Santa, no puede haber Guerra Santa, solo guerra.

 

¡Cliffhanger!

 

Ojo, que este capítulo no es solo bueno, sino también MUY tenso. ¡Ojo al detalle!

 

***

 

Capítulo 155. Promesa de paz

 

Desde el momento en que debió convencer a los atenienses convocados por Titán de que debían luchar juntos, no entre sí, Arthur no había dejado de darle vueltas al alcance de la corrupción que había en el Santuario al que pertenecía. Debía de ser grande, pues incluso vistiendo otro manto sagrado, Seiya siempre sería el mismo, no enfrentaría a Shun, un amigo, un hermano, por un simple engaño. Era demasiado cabeza hueca como para interesarse en cualquier discurso sobre el bien mayor, de por sí.

Sin embargo, el momento nunca era el apropiado. No podía causar una escisión teniendo que enfrentar a un enemigo de la talla de Titán de Saturno o Ío de Júpiter. Incluso después de que Titania les asegurara que los Astra Planeta no seguirían inmiscuyéndose en los asuntos de la orden ateniense, pensó que el mejor modo de proceder sería regresar a la Tierra y purgarla de hasta el último engendro del inframundo que quedase. Y entonces, como caído del cielo, apareció Azrael.

No podía desaprovechar la oportunidad de descubrir de una vez por todas si Akasha en verdad no era parte de la sombra que se cernía sobre el Santuario. ¿Era inocente, o la batalla con Leteo había borrado en ella todo rastro de culpabilidad? Tal era la ansiedad que lo embargó en ese momento, que llegó a levantar algunas sospechas sobre sí mismo. A pesar de ello, siguió adelante aprovechando el apoyo de Sneyder, el exceso de confianza de Shaula y Lucile, y el empeño de Akasha por salvar a todos.

El resultado superó toda expectativa. Doblegado por el Satán Imperial, Azrael confesó el propósito detrás del Ocaso de los Dioses: cambiar a la humanidad. Todavía no sabía cómo, pero el qué ya le decía mucho. Y más aún podía suponer con solo saber quién estaba enterado. Contuvo un estremecimiento y preguntó:

—¿Cambiar al hombre? El Santuario nunca se ha entrometido en esos asuntos.

—No es lo que se cuenta —replicó Azrael, cansado ya de oponer resistencia. Tenía la frente perlada de sudor, bajo la cual movía frenético los ojos, hacia el siempre implacable Sneyder, a una cabizbaja Shaula y a Lucile, aún prisionera de un anillo de aire helado—. Los santos tuvieron que ver con la caída de muchas naciones humanas.

—Solo equilibramos la balanza cuando había amenazas sobrenaturales en juego —cortó Arthur, severo—. Nuestro papel en la Tierra es defender la posibilidad de que el hombre se salve a sí mismo. Para juzgarlo ya están otros.

—Un juez que no quiere juzgar… —murmuró Azrael con una sonrisa forzada—. No has respondido a mi pregunta, Arthur. ¿Crees que la humanidad puede sobrevivir padeciendo catástrofes globales cada vez que un dios decida bajar a la Tierra?

—No. Es por eso que al reencarnar en el pasado milenio, Atenea quiso poner fin a los enfrentamientos que libraba con Hades desde la era del mito.

—Y eso nos lleva al problema actual.

—Que solucionaremos. ¿No es por eso que firmamos una alianza con Poseidón, el rey Alexer y el líder de Hybris? Todo gracias al buen juicio de nuestra actual Suma Sacerdotisa, a la que tú dices servir.

—Como ya te he dicho, no pongo en duda la capacidad de los santos de Atenea para defendernos. Solo…

—… Crees que somos una solución temporal, nunca definitiva. —Asintiendo, Arthur formó una sonrisa, aunque la mirada seguía fría e implacable—. Bien, dejémonos de rodeos. ¿Cómo el Ocaso de los Dioses ayudará a cambiar al hombre?

Azrael alzó la cabeza, inclinándose en dirección a Lucile.

—¿Es así como pagas tantos años de amistad? —cuestionó la leona de oro, divertida—. Ni siquiera dudaste un poco antes de delatarme. ¡Qué terrible!

En un instante, Arthur procesó todo lo que aquello podía suponer. Sin hacer el menor gesto, sometió a Sneyder en un campo gravitatorio antes de que se abalanzara sobre Lucile espada en ristre. La tierra se hundió bajo los pies del santo de Acuario y el anillo de aire frío que rodeaba a la santa de Leo se extinguió de inmediato.

—Si piensas que puedes convencerme de que todo esto no es uno más de tus teatros, es que durante todo este tiempo he sobrestimado tu inteligencia.

Ante aquellas severas palabras, Lucile solo se encogió de hombros. Palpándose los brazaletes dorados cubiertos por finas capas de fría escarcha, dijo:

—Gracias, gracias, gracias —repetía en tono melodioso, siempre dando la espalda al paralizado Sneyder, burlándolo—. Era tan incómodo fingir que estaba atrapada. ¡Y estar al margen de esta conversación! Qué terrible si solo está Azrael para dar explicaciones.

Arthur miró con el rabillo del ojo a Lucile, quien hacía una leve inclinación. Al mismo tiempo, decidió liberar a Sneyder del Martillo de Dios. Sabía que en ese momento solo podría contar con él si todo empeoraba; en el mejor de los casos, Shaula, quien seguía callada, solo estaría confundida, sin saber a quién apoyar.

—Siempre he confiado en tu buen juicio, Sneyder. ¿Acaso debo dejar de hacerlo?

—Pregunto lo mismo.

—Escuchemos lo que tienen que decir.

—Sabes lo que piensan hacer, el peligro que supone que ella regrese a la Tierra con nosotros. —Extendiendo el brazo, Sneyder apuntó a Lucile con la Espada de Cristal—. Tiene el poder de manipular las emociones y pretende usarlo sobre nuestro mundo.

 

Un extraño sonido, entre el comienzo de una carcajada y un grito de frustración, sacó a los santos de Libra y Acuario de aquella tensa discusión. Azrael se había levantado.

—Eso es lo que todos habéis querido que haga desde que se convirtió en la hija de Kiki. Los héroes legendarios, la nueva generación de santos de oro que ellos entrenaban —apuntó, fulminando con la mirada a Arthur, Shaula y Sneyder— y el Sumo Sacerdote. Los dirigentes del Santuario desecharon a la señorita Akasha…

—Que fracasó bajo la tutela de seis maestros.

—¡Y apostaron por ti, Lucile! —bramó, con un enojo que apenas controlaba—. Ya que tú sí pudiste recibir la herencia de los Mu. Y fuiste más allá, obtuviste el poder de manipular las emociones, convirtiéndote en el arma definitiva contra un enemigo que podría arrojar sobre nosotros a todos los muertos que hay bajo la tierra.

—Si tu intención es halagarme, lo estás consiguiendo —rio Lucile, siguiendo con la broma. Como imaginó, Azrael vio detrás de su juego y logró serenarse por sí mismo.

—Ni un solo ateniense, desde el más bajo rango hasta el más alto, se habría opuesto a la decisión del Santuario de usar a Lucile de Leo para amansar a las almas que Caronte pudiera usar, de no haber estado incapacitada. Ni siquiera tú, Sneyder de Acuario.  

El aludido no respondió. Sin embargo, eso le bastaba a Arthur como prueba de que no trataría de matar a Lucile, de momento. Y el tono formal de Azrael le daba algunas esperanzas de poder sonsacarle más información antes de que todo se descontrolara.

—Entonces —dijo, carraspeando—, ¿es cierto? El Ocaso de los Dioses consiste en utilizar el poder de Lucile para cambiar al hombre.

—¿No es lo que íbamos a hacer para devolver al mundo a su estado natural, antes de que el Santuario fuera despedazado? —preguntó Lucile, empleando un tono inocente.

—Una solución probable para un problema concreto, con la que ni yo ni la Suma Sacerdotisa estamos conformes —se defendió Arthur, sabiéndose escrutado por Sneyder—. Según entiendo, el Ocaso de los Dioses es un plan ideado con mucha antelación, no para restablecer el equilibrio, como hicieron los santos de Atenea a la sombra de la Historia más de una vez, sino para crear uno nuevo. ¿Estoy en lo correcto?

—Sí —contestó Azrael sin dudar—. La diosa Atenea dio poder a los santos para proteger al resto de los hombres. Creo que es tiempo de empezar a hacerlo.

—¿En qué os diferencia eso de los caballeros negros? Ellos matan a aquellos que consideran malvados por el bien de quienes consideran justos. Usan el poder que poseen para cambiar al hombre. Todos en el Santuario condenamos esa senda, ¿cierto?

—El mundo no va a cambiar porque mueran unos cuantos criminales.

—Quiero saber la verdad —espetó Arthur—. Solo si respondes a mis preguntas, puedo garantizarte un juicio justo.

—He respondido —replicó Azrael—. El crimen no es más que el síntoma de una enfermedad. Incluso si todos los criminales de nuestro mundo fueran exterminados, otros podrían sustituirles. ¿Puedes estar de acuerdo con eso?

—Lo estoy. Es por eso que condeno las acciones de los caballeros negros. Las considero inútiles, incluso en un sentido práctico, olvidándonos de la ética y la moral.

—Eso es lo que diferencia lo que buscan los caballeros negros del Ocaso de los Dioses. Tratar el síntoma o la enfermedad. No castigar a los malvados, sino destruir el mal.

—Todos los hombres que han buscado ese imposible terminan formando parte de aquello que querían destruir —observó Arthur—. No puedes destruir un concepto que apenas puedes comprender.

—Hay otra diferencia —apuntó Azrael sin perder un ápice de determinación—. Cambiar al hombre está mucho más allá de impedir que cometan crímenes.

—Ese es otro punto en el que podemos concordar.

—No he terminado. La guerra trae muerte sea o no aceptada por la comunidad internacional. La pobreza y la enfermedad, incluso reconocidos como un problema prioritario en un millón de discursos, solo son tratados en la medida que es conveniente para los grandes intereses que mueven el mundo. Muchas de las leyes de los países que aseguran defender la justicia y la libertad son injustas. El crimen, incluso como síntoma, es uno entre otros muchos, pero ninguno de los esfuerzos para cambiar esto ha funcionado porque seguimos siendo prisioneros de nuestro pasado. Puede que ya no seamos cavernícolas consiguiendo cuanto deseamos con palos y piedras, pero el espíritu de esa forma de vivir nos ha perseguido hasta el día de hoy. Es parte de nosotros. Una parte que solo podemos cambiar a través de un poder sobrehumano.

Arthur escuchó con atención la exposición de Azrael, sumido en sus pensamientos. Entretanto, Shaula decidió abandonar el silencio en que se había recluido.

—¿No es algo malvado manipular la mente de las personas para que piensen lo que quieres? —cuestionó al fin—. Creo que eso es lo que el Juez ha querido decir al hablar de los que se convierten en el mal mientras tratan de destruirlo.

Mientras reía, Lucile pasó la mano por el cabello de la joven ninfa, dejando al descubierto la oreja puntiaguda. Shaula la apartó de un brusco movimiento.

—Yo no puedo obligar a nadie a que piense como quiero. ¡Ojalá pudiera! Tantos dejarían de actuar como simios… —Dejó la frase en el aire, como transmitiendo lo mucho que le tentaba esa posibilidad—. Yo manipulo las emociones, no la mente.

—¡Eso es peor! —gritó Shaula, negando con la cabeza.

—Oh, qué tierno el árbol. Dulce como la miel —comentó Lucile acercando a Shaula el rostro enmascarado. Sus dedos, blanca porcelana cubierta de oro, tintinearon sobre el peto de Escorpio, a la altura del corazón—. ¿Oyes eso? Es el sonido de tu preocupación. Mithos, Subaru, papá… —enumeró, alegre—. No puedo cambiar eso tampoco, ¿sabes? Aun si la ciencia definiera el amor como una reacción química, en el momento y lugar apropiados, las personas lo sienten como algo elevado, puro, por encima de las emociones que yo moldeo con la misma facilidad que respiro. Así que no te preocupes, nadie detendrá este hermoso sonido. Es más, a quien quiera hacerlo, lo destruiré. 

Cansada del descaro de la santa de Leo, que en ningún momento abandonó aquel tamborileo, Shaula intentó agarrarle la muñeca. La leona de oro apartó a tiempo las garras, mostrando luego las palmas abiertas.

—Esto no es un juego, Lucile.

El santo de Libra no se molestó en intervenir, si bien escuchó cada palabra con el mismo detenimiento que con el improvisado interrogatorio a Azrael. Hacerlo le servía para entender que la actitud de Lucile estaba más allá de la de un zorro atrapado; ella había escogido ese momento para exponerse, aunque no imaginaba por qué.

—¿Cuándo conociste al líder de los caballeros negros? —lanzó sin dudar el Juez, dirigiéndose a quien empezaba a poder leer como un libro abierto—. Todo lo que dices parece provenir de la boca de Gestahl Noah.

—Lo conocí antes de llegar al Santuario —tuvo que admitir Azrael debido a la influencia del Satán Imperial. Notó el sobresalto en Shaula de Escorpio, cuyo hermano fue consumido por la orden que aquel hombre dirigía. También podía oler la sed de sangre en Sneyder, poco menos que una estatua desde hacía rato—. Fue mi mentor. Pero hace mucho que mi lealtad no está con él.

—¿Y con quién está tu lealtad? —cuestionó Arthur, a punto de hacer la pregunta que tanto tiempo llevaba retrasando hacer—. Ahora que sabemos cuál es el plan, es el momento de que me digas quién está detrás del Ocaso de los Dioses.

 

—¡No! —exclamó Lucile con potente voz, aunque aún melodiosa, sin la menor sombra de miedo. Mientras las miradas de todos se dirigían a ella, alzó un solo dedo, como la batuta de la directora de una orquesta desordenada, o acaso una maestra queriendo desperezar a unos alumnos rezagados—. No sabéis cuál es el plan.

—Ah, ¿no? —dijo Arthur, interesado.

—Azrael es el más eficiente asistente que nuestra atolondrada Suma Sacerdotisa podría pedir, podría decir que goza de mi simpatía, mas eso no lo salva de ser un poco simio para estas cosas —expuso, aún con el dedo alzado—. Quienes lo han oído podrían estar pensando que el Ocaso de los Dioses es pulsar un botón mágico que lo arregle todo. Como si fuera a hacer que seis mil millones de personas se convirtieran en obedientes corderitos con solo cantar un poco. ¿Puedo hacerlo? ¿No puedo? No importa —dijo luego de una larga pausa—. Porque eso no sería un plan, sino una acción.

—¿Acaso sugieres que Azrael no está al tanto de la verdad detrás del Ocaso de los Dioses? —cuestionó el Juez, quien en parte deseaba creerlo.

—Mis poderes pueden servir para cambiar al hombre, mas eso es solo una parte del plan, no el plan en sí mismo. Azrael debió empezar por el principio. ¿Qué clase de impulso creéis que voy a dar a la humanidad? ¡Cálmate, Juez! Te lo diré. Lo que diferencia a los simios de hoy en día de los seres humanos que surgirán gracias a mi talento son dos cosas muy valiosas: claridad y empatía.

Ahora eran dos los dedos que Lucile mostraba. Arthur tuvo que esforzarse para no reír. ¡Aun en esa situación, la leona de oro quería jugar con él!

—¿Eso es todo?

—¿Te parece poco? ¿No encaja con tu visión de unos demonios que buscan corromper las mentes de unos cuantos simios? ¡Perdón! —exclamó, inclinando la cabeza—. De la inocente humanidad que sin ningún lugar a dudas hallará la salvación si solo le damos tiempo. Lamento decir que ese es mi papel en el plan, dar a los animales la claridad y la empatía que les permitirá aspirar a convertirse en humanos. 

—Todos aquí sabemos lo mucho que disfrutas paseándote por el campo de batalla —observó Arthur con frialdad, no usando un tono de reproche, sino constatando un hecho—. Nadie en el Santuario ha olvidado la matanza que provocaste.

—Eso es cierto. Amo el arte —aseguró Lucile, orgullosa—. Y a veces el arte nace de todas las cosas que podrían terminar luego de este plan. Iré más lejos. El Ocaso de los Dioses es también el fin de la humanidad tal y como la conocemos, porque desde que empezó a andar el hombre no ha podido vivir sin el conflicto. Como raza, necesitamos de la adversidad para crecer y no estancarnos, para progresar.

—¿Debo molestarme en responder a eso?

—Por supuesto que no. Amo el arte —reiteró—, no a la humanidad; admiro lo que unos pocos han aportado a este mundo y siento indiferencia por el mundo en sí. Así que no lamentaré que el ritmo al que crecemos baje o se estanque si la recompensa es un futuro que me maraville. ¡Me he aburrido de este planeta en el que se vierte tanta pasión en la guerra para luego condenarla! Estoy de acuerdo en que debe cambiar, muy a mí pesar. Al principio de todo esto dijiste que el Ocaso de los Dioses era un plan para controlar el mundo, ¿verdad? Espero haber oído bien.

—Eres muy joven para tener problemas de oído.

—Es un alivio. Bien, haré una pequeña corrección —dijo Lucile, acercando los dedos hasta que las yemas se rozaron—, no son dos los impulsos que daré a la humanidad, sino tres. Todo comenzará con… ¿Cómo los llamó a Azrael? ¿Los intereses que mueven el mundo? Es algo complicado lo que haré con ellos, así que dejémoslo en que poder y responsabilidad estarán unidos por un lazo irrompible. Los dirigentes de un país, una comunidad, una ciudad o incluso un pueblo, se verán atados por las bienintencionadas promesas que hacen. Tener poder, sea político, económico, social, religioso o de cualquier otra índole implicará perder la libertad.

»El siguiente paso —añadió antes de que alguien la interrumpiese—, será derramar sobre todos los simios sin poder la tranquilidad que necesitan para pensar un poco. Se podría decir que abriré las puertas de la sabiduría, no del conocimiento o de la inteligencia —aclaró con tono severo, agitando ambos dedos—, para todo aquel que quiera atravesarla. A decir verdad, más que manipular las emociones de los seres humanos, les libro de los problemas que sufren por ellas: un amigo que mata a otro dominado por la furia, un académico que pierde el camino cegado por el orgullo…

»Una vez todos los que tengan un par de neuronas posean algo de claridad, terminaré con la empatía. Si quieren seguir sintiendo odio, ira, envidia y todas esas intensas emociones podrán hacerlo, mas las acciones pasarán por un filtro en el que lo que pase a los demás importará. Siento escalofríos solo de pensarlo —admitió—. Hasta podría ser una respuesta al problema de la sobrepoblación…

»Gracias a este par de impulsos no tendremos que esperar a nadie excepcional para liderar a los simios, hasta ellos pueden lograr grandes cosas siendo seis mil millones.

De todos los presentes, Shaula era la que menos se esforzaba por ocultar lo que sentía. Quizá porque estaba desbordada por la situación. Arthur, observador, cavilaba sobre la forma de ponerla de su lado mientras confrontaba a Lucile:

—Quieres otorgar a todos los seres humanos el don del entendimiento. Una evolución espiritual forzada, podría decirse.

—Lo primero es un buen resumen. El resto hace que sienta todo esto como los delirios de una secta. Empiezo a dudar… —musitó—. Adecuaría este proceso a las diferencias culturales de los pueblos de la tierra, algunas de ellas —acotó—, el fin de este plan no es crear un mundo unificado ni un gobierno mundial. ¡No hay nadie en la actualidad por el que tener tan altas expectativas!

—Lo único que se me escapa es el lazo que usarás para unir poder y responsabilidad. Parece un añadido de último momento.

—Es una estupidez, puedes decirlo con toda confianza. Por eso olvidé mencionarlo al principio, ya que solo tiene una función de transición. Mientras los simios se convierten poco a poco en personas, el viejo mundo debe seguir funcionando. Además —comentó, extendiendo los brazos—, debe haber un enlace entre el cielo y la tierra.

—Te refieres al Santuario —entendió Arthur—. Se suponía que este plan acabaría con las Guerras Santas, por lo que los santos de Atenea dejarían de ser necesarios.

—Es el Ocaso de los Dioses. Atenea también es una diosa. Mas, que los santos dejen de ser necesarios, no significa que el Santuario deje de serlo también. Todo el conocimiento que ha permanecido guardado bajo esa montaña debe ir a algún lado, ¿no? Allá donde están quienes pueden aprovechar esos recursos.

—Comprendo. Tus poderes servirán para dar a los hombres comunes la capacidad de aprovechar el conocimiento que atesoraban los siervos de los dioses. Estoy seguro de que la misma Atenea vislumbraba ese final para la orden.

—Dentro de miles de años, millones, tal vez. Un simio siempre será un simio. La piedra que fue pateada volverá a ser pateada. Sea como sea, las manecillas del reloj se mueven con mares de sangre e insensatez. Adelantar el cambio que permitirá a los hombres servirse del último regalo de los dioses es el segundo paso del plan.

—¿Y el tercero? ¿A dónde va a parar todo esto? ¿Qué esperas tú conseguir apoyando un plan que solo forzará el amansamiento de la humanidad?

—Yo solo siento curiosidad —aceptó sin reservas avanzando al firme Juez—. Quiero ver qué clase de mundo puede crearse si desvío la capacidad de los hombres para la destrucción hacia vías más creativas. Azrael cree que hasta podríamos llegar lejos, ¡tan optimista él! —rio—. Sobre cuál es el objetivo del plan… Depende.

Esta vez fue Shaula la que intervino, pues Arthur se había quedado sin palabras.

—¿Depende? 

—Mi música llegará a seis mil millones de almas. Tendrán claridad para pensar por sí mismos y empatía para conectarse con el todo. ¿Y qué deseo habrá en el inconsciente colectivo? ¿Auto-destrucción? ¿Salvación? ¿Todos se unirán en una nación mundial o cada hombre será como una nación aparte, sin necesidad de someterse a las leyes de la sociedad? El Ocaso de los Dioses apunta a un futuro en concreto, claro, mas llegados a este punto todo queda en manos de los seres humanos. He terminado.

 

De tan brusca forma, Lucile acabó la exposición, dilatada lo más posible con un fin que solo ella podía conocer.

Arthur, reservando para sí las sospechas que tenía al respecto, lanzó sendas miradas a Shaula y Sneyder, que durante la mayor parte del tiempo solo habían escuchado.

—Si se puede imponer el bien al hombre, también es posible imponerle el mal —espetó el santo de Acuario, cuya Espada de Cristal seguía activa.

—Si la humanidad desea la paz, es más fácil convencerlos de buscarla que de lo contrario. —Ya que Lucile se había apartado, cruzada de brazos y tarareando, fue Azrael quien quiso responder a las inquietudes del resto.

—Yo… —Abrumada por cuanto había escuchado, Shaula apenas podía conectar dos palabras. Pero debía hablar. Como parte de la orden ateniense que nació para defender el mundo, no podía estar al margen de algo así—. No puedo aprobar algo que pasa por encima del libre albedrío. Cambiar, si no es por ti mismo, no tiene significado.

—Día a día, el libre albedrío es pisoteado —espetó Azrael, frunciendo el ceño—. La mayoría piensa lo que otros quieren que piense o no piensan en lo absoluto. En comparación, el mundo tal cual es nos manipula con mayor descaro.

—En mi opinión —intervino Arthur, previendo que el airado Azrael hiciera dudar a la santa de Escorpio—, la vuestra es una forma pomposa de forzar a la gente a portarse bien. No es la primera ni la última vez que alguien sueña con hacer algo así, gracias a los dioses el resto no tuvo el poder para lograrlo.

—Para alguien que vive recluido en una montaña estudiando las estrellas debe ser muy fácil escudarse en una armadura de ética y moralidad.

—Estás fuera de ti, Azrael. Siempre supe que eras un idiota, pero un idiota agradable, al menos. La armadura a la que te refieres es la humanidad en sí misma, caótica, falible, que hace todo lo posible por crecer a pesar de ello. La perfección que buscas está en el resto del universo. Quizá eres tú el que debió recluirse en una montaña estudiando las estrellas —sugirió—. ¿Estás seguro de que tu lealtad no está con Gestahl Noah?

—Necesitamos el poder de los santos de oro. De todos los santos.

—Responde a mi pregunta.

—El don de Lucile no es suficiente.

—Azrael…

—¡Necesitamos que perdure! ¡No por la eternidad! Solo un tiempo prudencial, mientras vivimos. Después, las futuras generaciones sabrán proteger este legado… —trataba de explicar. La cabeza le ardía, sudaba a mares. El esfuerzo por no responder lo estaba matando—. ¡Escúchame!

—¡Ya he escuchado suficiente! —gritó Arthur, ya sin poder ocultar la furia. Azrael, golpeado por una fuerza invisible, salió volando contra las gradas. A parecer del Juez, era un milagro que no se partiera en dos—. Solo quiero saber una cosa más. Akasha.

—No… —dijo Azrael, suplicante.

—¿Es parte de esto?

—¡Basta!

—¿Ella forma parte de este plan?

Por un segundo, el corazón de Azrael se detuvo, el asistente escogía la muerte antes que responder a aquello. Pero Arthur no se lo permitió. De algún modo, con un golpe en el pecho lo obligó a regresar al mundo de los vivos.

Completamente desesperado, buscó ayuda. Shaula retrocedía cada vez más, Sneyder era peor que Arthur y Lucile, en el otro extremo del coliseo, seguía tarareando. Por poco que le gustase, aquella mujer era todo con lo que podía contar.

¡Por favor, sálvala! —Mientras se mordía la lengua con fuerza, ese fue el mensaje que envió a la en apariencia distraída Lucile—. ¡Sálvala! ¡Sálvala!

La sangre bajaba a través del mentón, donde se juntó con las lágrimas que era incapaz de contener. Unos segundos más y se desprendería de esa lengua maldita que estaba a punto de condenarlos a todos. Pero Arthur tampoco le permitió esa decisión.

—Gracias —murmuró, apareciendo detrás del suicida asistente antes de dejarlo inconsciente de un golpe en la nunca.

Lucile escogió ese breve instante para viajar como el relámpago a la montaña sagrada. Para cuando el resto lo notó, era tarde para perseguirla.

En realidad, Arthur no la habría perseguido aun si no fuera así. Lo que tenía que hacer ahora lo superaba. ¿Acaso Lucile le había hecho algo tarareando una canción infantil? ¡Hasta Sneyder seguía quieto como una maldita estatua!

No eres tú mismo, Pacificador —advirtió Arthur, mediante telepatía.

Juez, he cometido un error —respondió Sneyder por la misma vía, apretando los puños—. Esa Bruja… No, incluso antes, confié en el hombre que trató mis heridas. Antes de morir, Atlas de Aries me aseguró que él y Sugita de Capricornio estaban equivocados. Que la Suma Sacerdotisa era inocente de al menos esa falta.

Arthur asintió. Recordaba ese momento en la Esfera de Saturno, que por desgracia se explicaba por los eventos en Reina Muerte: Leteo había consumido todo recuerdo sobre ese nefasto plan en la mente de Akasha. Iba a incidir en eso cuando Shaula intervino.  

—Yo lo haré. Permíteme que sea yo quien la detenga. A Akasha. 


Editado por Rexomega, 20 marzo 2023 - 18:09 .

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Publicado 22 marzo 2023 - 19:52

Cap 155. Claridad y Empatía
 
Pues bueno, el Ocaso de los Dioses consiste en que hay que cambiar a la humanidad de tal forma en la que los dioses no tengan excusas "justificables" para decir un día CHE, QUE LOS HUMANOS ESTAN PODRIDOS Y HAY QUE ERRADICARLOS... OTRA VEZ
En cuanto Arthur preguntó cómo es que ese cambio podría darse, Lucile fue señalada por Azrael, y Sneyder ya la iba a decapitar pero aaah Arthur, Arthur Arthur... este decide que no, que todavía es pronto para las ejecuciones por lo que inmoviliza a Sneyder que solo se queda "Me lleva la chi..."
 
Ahora le toca a Lucile dar su testimonio, donde se señala rápidamente como la que será capaz de cambiar a la humanidad al emplear sus habilidades sobre las emociones y toda esa magia de status que ella tiene.
La discusión se pone muy intelectual, humanista, y sobre si Kira habría tenido o no razón en su historia al matar a todos los criminales, etc etc.
Y mientras hablan no los imagino como un Rap, no, sino que como... OBJECTION!
 
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En un momento Arthur hace la pregunta del millón de dolares, quién ideó el Ocaso de los Dioses, pero Lucile dice Na-nai, que su soliloquio no ha terminado, por lo que atrae la atención para explicar cómo es que va a funcionar la cosa, quizá con la esperanza de que vean que no es tan malo como suena.
Empieza diciendo que a la larga su don le darán a la humanidad "Claridad y Empatía"... Y... no pues... (Sarcasmo ON) ¡Que monstruos, mátenlos!
 
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(INSERTAR MEME DEL ALIEN "LES TRAIGO AMOR")
 
Jajaja en fin, Arthur resume el asunto con que van a forzar una evolución espiritual forzada, porque esperar otros 1000 años como que ... no creo que la humanidad dure tanto siendo como son jaja
Y seguro esta discusión y debate podría tomar mucho tiempo y paginas más, pero ya, Arthur ya se cansó del video y mejor llevarlo a su termino, solo quiere saber si Akasha esta inmiscuida en todo ese rollo.
 
Y Azrael, snif, tan leal hasta se quiso suicidar parándose el corazón (dios mío, ¿cómo se logra eso por mero deseo? O_O), pero lo regresaron a la vida XD y luego cuando se quiso arrancar la lengua, pues que Arthur tampoco lo dejó, porque mira que manejar a un mudo Azrael después seguro sería problemático, además, ya se cuenta con la muda de la historia (¡Saludos Triela!)
Al final, Azrael cae inconsciente a manos de Arthur y Lucile huye de la escena aprovechando el segundo de distracción. Para colmo Arthur le reclama a Sneyder que por qué no la detuvo, y pues DUDE hace rato le quiso rebanar la garganta pero alguien no lo dejó, DAH!
 
Luego, Shaula sale diciendo que ella va a detener a Akasha... sí claro, sabemos muy bien que cumples lo que te propones, chica colador. Y fin del cap
 
PD. Buen cap, sigue así :)

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


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Publicado 27 marzo 2023 - 18:57

Saludos

 

Capítulo 156. Traición

 

En otras circunstancias, la Suma Sacerdotisa habría podido estar al tanto de la conspiración que sucedía fuera. Después de convencer a Alcioneo de que ayudar a los argonautas, en especial a Ban, podría ayudarle a sumar puntos con Shaula, centró esfuerzos en abrir un acceso a los mares olvidados, sin éxito. Alguien se lo impedía.

Tanteó a aquel poderoso enemigo, el más fuerte de los rezagados de la Esfera de Júpiter, pensando en que quizá sería necesaria la intervención de otros santos de oro. Tres podrían vencer cualquier resistencia. De forma subconsciente, contó a todos los que estaban atrapados, aparte de ella: Lucile de Leo, Arthur de Libra, Shaula de Escorpio y Sneyder de Acuario. Entre los dos últimos hizo una pausa, descartando contar a Adremmelech de Capricornio: el Caballero sin Rostro había llevado al límite su capacidad para reconstruirse durante la batalla con Titán de Saturno, desapareciendo sin dejar rastro. En el caso de aquel gólem, desaparecer no era lo mismo que morir. Ya luchara con las fuerzas del Hades, ya combatiera a los Astra Planeta, siempre encontraba la manera de volver. Porque era un santo y los santos no morían.

Tras la muerte de Ío de Júpiter se le ocurrió buscarlo con el Ojo de las Greas, por precaución, sin que ninguna imagen le llegara por mucho que lo intentara. En parte, quería asegurarse de que no quedara atrapado por el cataclismo, en parte deseaba darle las gracias, pues sin la intervención del Caballero sin Rostro, ahora estaría de muerta. Siendo tan personales sus motivaciones, prefirió mantenerlas para sí incluso cuando habló de quienes debía rescatar. Entendía que sus compañeros tardarían en ver a Adremmelech como un legítimo santo de oro, al ser todavía recientes los tiempos en que sirvió a Hybris, y momentos convulsos como aquel requerían serenidad y unidad. Mas con el tiempo esto cambiaría. Aun si el santo de Capricornio era la clase de aliado que aparecía y desaparecía según disponía él y solo él, este comportamiento no distaba mucho del que según algunos de sus maestros caracterizaba a Ikki, el santo de Fénix, acostumbrado a reaparecer tras morir. También él empezó como un enemigo y pronto fue visto, primero, como un inapreciable aliado y luego como un héroe legendario.   

De haber seguido ese hilo de pensamientos, habría sido consciente una vez más de que Azrael apareció poco después de que exigiese al Ojo de las Greas una imagen de Adremmelech, donde fuera que estuviese. Habría recordado cómo Adremmelech acudió en su ayuda cuando, de forma egoísta e irracional, quiso la asistencia de Azrael en su momento de mayor debilidad, tras atravesar la Puerta de la Vida. La Tejedora de Planes habría atado cabos y de forma irremediable el Ojo de Greas le habría transportado al juicio que se estaba dando en ese momento, pues saber quién era de verdad Adremmelech, o más bien, reconocerlo, rompería toda concentración.

Sin embargo, no lo hizo. Escogió confiar en el buen hacer de sus compañeros. Eligió buscar una salida para todos, por encima de cualquier otra inquietud personal, lo que le exigía olvidarse del mundo y de las dudas. Al igual que en la guerra.

 

***

 

Shaula se consideraba una persona afortunada. Había sido ungida como santa de Atenea como lo era su padre, tenía a los mejores compañeros que podía pedir y uno de ellos era capaz de ver todo lo que le deparaba el futuro.

A los pies de la montaña sagrada, la joven ninfa rememoró la más vaga e imprecisa profecía de Subaru. «Un día, cuando todo esté en tu contra, lo único que puedes hacer es lo último que estarías dispuesta a hacer.» Nunca pudo sonsacarle más al respecto, a excepción de la advertencia que le dio antes de que los tres saltaran al abismo. Justo antes de separarse de Mithos y Subaru para después encontrase con Fobos y luego con Azrael. Justo antes de que todo se descontrolara.

Avanzó hasta adentrarse en el templo de Aries, de cuya entrada surgía una intensa luz dorada. Era el aura de Akasha, quien había llegado al límite adoptando una postura meditativa semejante a la de los anteriores guardianes del sexto templo zodiacal.

La voz de Akasha resonó como proviniendo desde todas las direcciones.

—¿Ha ocurrido algo?

—Lo sé todo, Su Santidad —contestó sin dudar.

—Oh, lo habéis notado, entonces —comentó Akasha al tiempo que el aura que la rodeaba desaparecía sin más, dotando al templo de una cierta oscuridad. Levantándose, añadió—: No tienes de qué preocuparte. Puedo arreglarlo.

—¿Arreglarlo? —repitió Shaula, atónita.

—Hice una promesa y pienso cumplirla —asintió la Suma Sacerdotisa—. Un ángel del Olimpo me impide abrir un acceso a los mares olvidados. Pretende destruir el Argo Navis y a todos los que se encuentran allí. ¡Luchan con valor! —aseguró.

En ese momento, pareció que Akasha hablaba de algo muy lejano, aunque Shaula no tardó en ser consciente de que ese era el problema más inmediato que tenían, al menos antes de saber sobre el Ocaso de los Dioses. Fue por esa razón que Arthur pudo apartar a Akasha de Azrael, logrando con ello revelar la verdad.

—No me refiero a eso. Lo cierto es que no sabía que Mithos y los demás tuvieran que enfrentar a un ángel del Olimpo —confesó, apretando con fuerza ambos puños. Le sorprendía no salir corriendo a abrir la Esfera de Marte a golpes. ¿Hasta ese punto estaba determinada a hacer lo que debía?—. Lo sé todo sobre vuestro plan.

—¿Mi plan?

—Puede que no recordéis nada, pero eso no los detendrá —murmuró Shaula, despertando todo el poder que poseía. Siete escorpiones de tamaño humano la rodearon, así como según la leyenda siete de aquellas criaturas acompañaron a la diosa Isis—. ¡Porque sigue siendo vuestro plan!

Al son de aquel grito de guerra, los aguijones carmesí se abalanzaron sobre la santa de Virgo, pero todos y cada uno la atravesaron como si fuera un fantasma.  

Sorprendida, Shaula vio como quien creía Akasha desaparecía como una mera imagen residual. Ya que estaba en medio de un ataque, no fue capaz de evadir la infinidad de hilos que vinieron desde las paredes del templo, cubriéndole los pies, las manos y el cuello a la vez que la elevaban un par de metros en el suelo.

—¡Mi cosmos! ¡No puedo…!

Entre las sombras que rodeaban a la sorprendida ninfa empezaron a oírse algunos pasos. La primera en aparecer fue la auténtica Akasha de Virgo, desde cuyas manos surgían los hilos que había dispersado a lo largo de la estancia. Era Brahmastra, el alma misma de la muchacha, capaz de adoptar ochenta y ocho formas para servirle como arma.

—Tenías razón —murmuró, mirando hacia atrás—. Por mucho que prometan la paz, los malditos Astra Planeta seguirán atormentándonos. ¿¡Qué hiciste con mis compañeros, Fobos!? ¡Responde! —ordenó, dominada por la rabia. La parte de Brahmastra que rodeaba el cuello de Shaula presionó la piel, abriendo leves cortes.

—Esto es una locura —dijo Shaula con dificultad—. No soy Fobos, soy…

—Un peón del dios del miedo —se adelantó Lucile al tiempo que por fin salía de las sombras. Tenía los brazos extendidos y las palmas abiertas, como dando a entender que no tenía nada que ocultar—. O puede que solo una víctima. La Esfera de Marte los está volviendo a todos un poco locos.

—¡A mis compañeros…! —exclamó Akasha.

—Ya, ya… —Lucile paseó tranquila por la estancia hasta estar a la diestra de la santa de Virgo, cuya espalda palmeó con un ritmo calculado—. Y no somos tus compañeros, eres la Suma Sacerdotisa, ¿recuerdas?

—Eso ahora no tiene importancia. Tenemos que resolver esto.

—Lo segundo es cierto. —De forma distraída, Lucile apuntó hacia el rostro de la inmovilizada Shaula y recitó—: Alte Schrecken.

Una oleada de terror llenó el alma de la joven ninfa, cuyo cuerpo se convulsionó a pesar de la presión de los hilos. Enseguida Akasha hizo que aquella cárcel de hebras luminosas volviera a la forma usual de un sable de luz.

Shaula cayó pesadamente al suelo. Seguía paralizada, pero ya no por algo físico. Solo el espíritu era fustigado por la perversa técnica de Lucile, quien por un corto tiempo la sumergiría en una prisión mental hecha de miedo y terror.

—¿A qué esperas? —dijo Lucile, poniendo los brazos en jarras. No parecía afectada en lo más mínimo por la situación—. Ve, ve. Yo me encargo de esto.

Akasha no dio un solo paso.

—¿Qué piensas hacer con Shaula?  

—Solo tres santos de oro luchando unidos podrían matar a Arthur.

—Nadie va a morir —aseveró, sacudiendo la cabeza—. Los santos no mueren.

—Solo tres santos de oro luchando unidos podrían derrotar a Arthur —se corrigió, suspirando—. ¿Mejor?

—Es una técnica prohibida.

—Y tú la Suma Sacerdotisa, autorízanos a ejecutarla como medida disuasoria. —De repente, una idea pasó por la mente de la leona de oro. Simple y por lo mismo eficaz—. ¿Tengo que recordarte que Azrael también está en la Esfera de Marte?

 

Mentalmente, Lucile contó hasta cinco. Ni siquiera llegó a la mitad cuando Akasha se puso en marcha al fin, desapareciendo en un fugaz instante. Esa era la única carta que podía usarse cuando se empecinaba en proteger a todos. ¡Qué desafortunado habría sido que Leteo hubiese consumido también los recuerdos que tenía de Azrael!

—El Alte Schrecken mantiene a la víctima paralizada un minuto. Ya debió pasar más de la mitad, así que no podremos hablar mucho.

Haciendo un esfuerzo sobrehumano, Shaula empezó a levantarse, pero entonces Lucile se sentó sobre su estómago, usando las manos para mantener en el suelo los brazos de la joven ninfa. La leona de oro se inclinó hasta que ambas guerreras quedaron cara a cara.

—Yo no quería matar a Akasha —juró, cubierta por los largos y sedosos cabellos de Lucile—. La quería salvar.

Cada sílaba que pronunciaba le costaba un dolor inenarrable. Y eso solo reforzaba la sinceridad que respaldaba la débil voz de Shaula.

—Querías convertirla en un cadáver en vida, regresarla a la Tierra y luego pedir ayuda al resto de santos de oro —enumeró Lucile mientras palpaba con los dedos los brazales de Escorpio, como una hábil pianista—. No permitiré que tu falta de visión niegue lo que se avecina. Un mundo de pura creación. De vida.

Una vez supo que la santa de Escorpio no se levantaría, movió la mano derecha hasta colocarla entre ambas, y luego empezó a tamborilear el peto. En parte seguía el ritmo de los latidos del corazón, pero poco a poco eso fue cambiando al de una canción. La misma que tarareó para insertar la duda en los santos de oro en el coliseo. Claro que ahora pretendía ir un poco más allá. No era suficiente con impedir que mataran a Akasha, aquel trío de necios podía encontrar otras formas de estropearlo todo.

Los recuerdos de la temprana infancia, en la que demostró dotes de canto casi al mismo tiempo que al empezar a hablar, la empujaron a cantar en voz baja mientras seguía dando golpecitos sobre el peto de Escorpio.

Twinkle, twinkle, little star, how I wonder what you are.

—Sneyder y Arthur… —trató de decir Shaula.

Up above the world so high, like a diamond in the sky —seguía Lucile, con una extraña alegría empapada de crueldad. No ignoraba a Shaula, era consciente de que Sneyder podría poner las cosas en riesgo si se unía a Arthur, pero había intuido algo al estudiar las emociones de Azrael. A la vez una locura y una vía de escape si no podía convencer a Akasha de acabar con el santo de Libra—. Twinkle, twinkle little star…

—No quería matar a Akasha —repitió Shaula, febril. La improvisada técnica de Lucile, en forma de canto, estaba a punto de someterla.

—… how I wonder what you are…

—¡Pero a ti sí! —gritó con voz débil, dando un cabezazo.

Lucile pudo esquivar el ataque, demasiado lento y predecible, pero tan pronto lo hizo se sintió mareada, débil, vulnerable. Más que saltar, voló hacia las sombras de las profundidades del templo, temblorosa. Al abrir los labios, en lugar de un dulce canto o crueles palabras para la insolente ninfa, salió sangre, demasiada. Debido a la máscara sintió que todo el rostro era manchado por el cálido líquido.

Cinco segundos, solo quedaban cinco segundos para que el Antiguo Terror dejara de hacer efecto. Caminó de nuevo hacia Shaula, obstinada. Una y otra vez tambaleó, los sentidos se le estaban adormeciendo, pero no se permitió caer. ¡No podía caer!

Cuando supo que no llegaría a tiempo, pensó en matarla. Rebanarle el cuello con la Daga Magnífica. Se maldijo por ese achaque de debilidad. Ella, que podía manipular las emociones de los invencibles santos de oro, no tenía ese control sobre las suyas, seguía siendo capaz de ser cegada por la ira, el orgullo o el odio. No sería racional cortar aquel árbol antes de tiempo, se dijo; sin ella, Arthur las aplastaría como a un par de hormigas.

—Hace mucho tiempo, un espectro de Hades acabó con la vida de Aldebarán de Tauro, que se enorgullecía de poseer el cuerpo más vigoroso entre los santos de oro —explicó Shaula, de nuevo de pie. Libre del Antiguo Terror y del sello temporal que Brahmastra había impuesto sobre su cosmos—. La técnica que empleó, Fragancia Profunda, lo llevó a la muerte tan rápido que solo le dio tiempo a dar un único pero decisivo ataque.

La voz de Shaula era ahora para Lucile algo más que un sonido irritante. Un concierto había empezado en la cabeza de la leona de oro, uno en el que incontables músicos sin el más mínimo rastro de talento hacían lo que querían.

—Con la ayuda de Garland de Tauro, pude rescatar una parte del veneno más letal que existe en las profundidades del templo que él resguarda. Incoloro, sin ningún olor y capaz de entrar a través de la piel aun si esta está cubierta por un manto de oro. Tardé todo un año en aprender a reproducirlo con exactitud, pero ha valido la pena. No soy la clase de guerrera que queda indefensa si la paralizan.

Tronó las manos y el cuello mientras Lucile gemía de dolor. La leona de oro no estaba dispuesta a morir de esa forma, pero el precio a pagar era un sufrimiento inimaginable. Tal era el destino de quienes padecían la Muerte Roja, la técnica que había desarrollado usando la Fragancia Profunda como punto de apoyo, y que logró perfeccionar durante su estancia en la Fuente de Atenea, sabedora de que sanación y enfermedad eran las dos caras de la moneda de la vida. Por querer especializarse en venenos aprendió a curar heridas; por ser sus propias heridas curadas por un mejor maestro sanador de lo que ella sería, logró convertir lo que llamaba veneno en una muerte garantizada. Le pesaba haber  tenido que emplearla con una compañera, pero no estaba dispuesta demostrarlo.

—Ya no ríes como antes —apuntó Shaula, adoptando una postura de combate. El dedo extendido como el aguijón de un escorpión.

—¿Quieres que ría? —dijo Lucile, conteniendo con notable esfuerzo los temblores que la dominaban. La palidez que estaba adquiriendo la piel apenas se notaba, debido a lo blanca que siempre había sido. Como un reto a aquel veneno supuestamente letal, rio por breves segundos—. Serás tú la que no podrá hacerlo en mucho tiempo. ¡Después de esto quedarás reducida a lo que siempre has sido, un palo insignificante!

Los cosmos de ambas guerreras ardieron con una intensidad única. Ninguna pensaba contenerse, así como no lo hicieron al combatir por separado a Ío de Júpiter.

«La Violenta Marcha Fúnebre —pensó Lucile, cuyo rostro enmascarado era rodeado por el largo cabello levitando, como bailando con el viento—. Mi as en la manga, la supresión de todas las emociones de mi oponente para convertirlo en un peón más o menos valioso. Usarlo con este dolor es una locura…»

En torno a la mano de Shaula, un inmenso poder empezaba a concentrarse, sediento de sangre. Con un solo vistazo, Lucile supo que pensaba usar la Aguja Escarlata; pretendía dejar que muriera desangrada, como un perro.

—¡Sea! ¡Que la locura reine una última vez, como el último espectáculo para nuestros dioses ausentes! —exclamó, dichosa. Poco importaba la debilidad del cuerpo si el cosmos seguía ardiendo—. ¡Escuchad, inmortales! ¡Die Heftig Trauermarsch!

 

***

 

Azrael despertó todavía sintiendo el sabor metálico de la sangre, aunque la lengua herida era la menor de sus preocupaciones. Solo un santo de oro se había quedado a vigilarlo, Sneyder de Acuario, cuya presencia había hecho bajar la temperatura muy por debajo de los cero grados. El coliseo entero estaba congelado, él mismo estaba cubierto de escarcha; apenas sentía la mayor parte de su cuerpo.

—¿Qué ha pasado? —preguntó al estoico señor de los hielos, sin obtener respuesta alguna—. ¿Acaso…?

—Akasha de Virgo morirá —espetó Sneyder.

—¡Ella ya no sabe nada del plan! —aseguró. Al abrir tanto la boca para gritar, sintió que todo el rostro le ardía—. Lo ha olvidado. Todo.

—No importa. —Sneyder caminó hacia el asistente con pasos cortos y disciplinados, exponiendo el filo de la Espada de Cristal todo el tiempo—. Los pecados del hombre pueden ser perdonados. Pero Akasha de Virgo no es solo eso, es la Suma Sacerdotisa. Debió saber lo que implicaba ser nombrada representante de Atenea en la Tierra.

—Cuando recibió esa propuesta ya había olvidado todo sobre el Ocaso de los Dioses.

—No importa —repitió Sneyder, con una mirada carente del menor atisbo de piedad.

—Sí que importa —replicó Azrael, alzándose. Le costó un mundo hacerlo, o al menos aparentó que era así, pero no hablaría con el santo de Acuario desde el suelo, como un niño asustado. Sonrió—. Por eso estás aquí.

—Estoy aquí para asegurarme de que no pueda huir.

—Estás aquí —dijo Azrael, alzando la voz—, porque los demás no quieren que te acerques a la señorita Akasha. Si fuera por ti, nos cortarías a todos la maldita cabeza, pero Arthur debe haber pensado otra solución.

—No hay más remedio. Si pensó eso una vez, nada puede impedir que no lo haga de nuevo. Se olvida por conveniencia, no por inocencia.

Apretando los dientes y los puños, Azrael espetó:

—¡Deja de inventar excusas! ¡Siempre has querido esto! Desde aquella noche tras la Rebelión de Ethel, seis años atrás, siempre has querido verla muerta.

—Sí —respondió Sneyder con sequedad, callando al asistente—. Fue entonces cuando entendí la auténtica naturaleza de quien hoy llamamos Suma Sacerdotisa. Yo fui enviado a cortar de raíz nuevas rebeliones. De haber concluido mi tarea, el Cisma Negro no habría ocurrido —aseveró, duro y gélido como un glaciar—. No pude hacerlo, porque esa persona actuó en el momento justo y luego dijo las palabras adecuadas. Muchos han celebrado sus acciones desde entonces, sin imaginar hasta qué punto todo, incluido el final de la batalla que sostuvimos, estaba calculado.

—Si estás insinuando que la señorita planeó la muerte de Kushumai, déjame decirte que estás aún más ciego de lo que pensaba, Pacificador —acusó Azrael—. Ella no es un bloque de hielo como tú y el Juez, ella sí conoce lo que es la compasión.

—Lo sé —dijo Sneyder—. Lo he visto.

La sorpresa dominó el semblante de Azrael por un momento.

—¿Qué quieres decir?

Mientras que al principio solo trataba de mantener distraído al santo de Acuario, ahora sentía auténtica intriga. ¿Qué podría saber él de Akasha?

—Los Astra Planeta sabían de ese plan —acusó Sneyder, mirando al cielo—. Por eso mandaron en nuestra contra no a nuevos enemigos, sino a quienes debían ser nuestros aliados. Santos de Atenea de otros tiempos, de otros mundos. Yo luché contra uno llamado Sugita de Capricornio, quien por boca de alguien del que no es posible desconfiar supo lo que nuestro Santuario deparaba para el mundo y la humanidad. No llegó a contarme los detalles —aclaró, siéndole irrelevante si Azrael podía seguir el hilo de las explicaciones. Ni siquiera lo miraba—. No hubo tiempo, primero porque me negué a escuchar, después porque el Juez hizo un llamamiento a los santos de oro convocados para luchar contra los Astra Planeta responsables de manipularlos. Atlas de Aries curó mis heridas antes de marcharse, asegurándome que llegaría al fondo de todo este asunto. Tiempo después de eso, antes de que el Argo Navis apareciera en el cabo de Sunión, donde me recuperaba junto al santo de Tauro, el fantasma de Atlas de Aries me visitó en sueños. —El semblante de Sneyder se endureció—. Aprovechando la conexión que formó al tratar mis heridas, saltó desde el campo de batalla hasta mí para asegurarme que estaban equivocados, que nuestra Suma Sacerdotisa era inocente. Como prueba, me mostró su pasado, el pasado de la santa de Virgo que todos los santos de oro convocados pudieron observar y juzgar, con su consentimiento —especificó a destiempo—. Así vi que no había la malicia que había supuesto en sus actos tras la Rebelión de Ethel, solo el desesperado deseo de alguien incapaz de aceptar la muerte como una parte del orden natural de las cosas. No era un monstruo que planeaba todo al milímetro, haciendo del mundo y las personas una obra de teatro llena de actores que cumplían su papel, sino un ser humano que hacía lo que mejor podía para salvar este planeta de su inminente fin. Acepté esa prueba y callé todo este tiempo. No informé de nada a los argonautas, no pensé en ponerme en contacto con el Juez. Me avergüenza reconocer que en ningún momento me planteé si esto podía ser a causa de los eventos de Reina Muerte, cuando como santa de Virgo enfrentó al dios del olvido.

Azrael escuchó todo en respetuoso silencio, consciente de que Sneyder estaba siendo más honesto de lo que querría. En verdad había pensado que Akasha era solo una persona que hacía lo mejor posible, en verdad sentía vergüenza de no ser tan observador y tortuoso como Arthur. Resultaba extraño escucharlo, pues Sneyder no era de los que daban explicaciones. ¿Qué había cambiado? ¿Lucile había hecho caer alguna clase de hechizo sobre él y los demás mientras canturreaba, antes de retirarse? Agarrándose a esa vana esperanza, trató de apelar a la compasión que apenas atisbaba en el Pacificador.

—Confiaste en ella —aseveró a Azrael—. ¿Por qué no seguir haciéndolo? La persona a la que pretendéis juzgar es la misma a la que consideraste inocente. Los recuerdos tomados por Leteo, no hay forma de recuperarlos. Esto es innecesario.

—Ahora que lo pienso —dijo Sneyder, cortante—. Es posible que el santo de Tauro también conociera de ese plan y aun así calló. ¿Es parte de la conjura?

—¿Garland? —preguntó Azrael—. Por supuesto que no.

—Dudo que lo sepas todo —comentó Sneyder—. Eres demasiado débil, de cuerpo y de mente. Me encargaré en persona de interrogarlo cuando lleguemos a la Tierra.

Y en eso, también era sincero. Azrael pudo verlo en el único ojo del Pacificador, clavado en los suyos, acusador e implacable. Sneyder podía tener dudas, pero no se iba a dejar llevar por ellas. Destruiría el mal sin hacer preguntas, porque no era compasivo como Akasha, ni tortuoso como Arthur. Quizá ni siquiera era un ser humano.

—No eres más que un perro rabioso, Sneyder. 

—Soy un siervo de la justicia, como debería ser un santo de Atenea. Sé dónde está mi lealtad. Tú ni siquiera fuiste capaz de decir dónde estaba la tuya.

Tras limpiarse con la mano la sangre que le resbalaba por el labio, ignorando el dolor de que emitía cada corte que se hizo en la lengua, Azrael alzó la vista hacia el cielo rojo.

—Akasha —susurró, envuelto en una repentina serenidad—. Mi lealtad está con la señorita Akasha, mi Suma Sacerdotisa.

Por un momento, los labios de Sneyder se torcieron, formando una mueca.

—No es tu Suma Sacerdotisa —le recordó—. No eres un santo. Solo un sirviente que ha recibido demasiada atención.

—Llevo esperando esto mucho tiempo. —Azrael, que todavía miraba al cielo, bajó lentamente la cabeza—. No imaginas cuánto.

Sneyder estaba preparado para que aquel hombre lo golpeara, pero fue incapaz de imaginar la velocidad a la que vendría el ataque. Contra todo pronóstico, el puño de Azrael voló a la velocidad de la luz, acertándole de lleno.

—¡Ah…! —exclamó Sneyder, sintiendo cómo el aire se le escapaba. Aunque el puñetazo no había dañado el manto de Acuario, llenó el metal de vibraciones que se extendieron a través de la sagrada protección, ignorándola para alcanzar directamente el estómago. Acto seguido, sin darle espacio para reaccionar, la bota de Azrael pisoteaba su rostro en una veloz patada que lo mandó directo al suelo.  

El santo de Acuario rodó por la arena escarchada para esquivar un nuevo pisotón, pero al tratar de cortar la pierna del asistente, la Espada de Cristal empezó a quebrarse. Azrael, aun vistiendo el uniforme de un miembro de la Guardia de Acero, estaba rodeado por un halo dorado que solo doce personas en el mundo poseían.

—Esto es el cosmos de Adremmelech —gruñó Sneyder, retrocediendo de un salto.

—Te equivocas —negó Azrael, alzando aquella energía solar hasta el firmamento, como un faro de luz que habría de guiar a una vieja compañera—. ¡Este es mi cosmos! ¡El cosmos de Azrael, santo de Capricornio!

Si Sneyder tenía intención de poner en duda eso, solo él lo sabría, pues al ver el objeto que se manifestó sobre Azrael, tuvo que callar ante los hechos. El tótem de Amaltea había acudido al llamado del asistente de Akasha, y enseguida se deshizo en piezas de sólido metal que lo cubrieron por completo.

 

***

 

Desde que Akasha salió del templo de Aries, la distancia entre la montaña sagrada y el coliseo no había dejado de extenderse con cada paso que daba.

La Suma Sacerdotisa, que conocía muy bien las batallas que los héroes legendarios libraron con la pasada generación de santos de oro, recordó el laberinto que Saga de Géminis, hermano del maestro de Arthur, podía conjurar sobre el tercer templo del Zodíaco. Cerró los ojos e ignoró lo que le decían los sentidos antes de avanzar.

Con el paso de los minutos, fue siendo cada vez más claro que era inútil. Arthur no manipulaba su percepción, en verdad estaba afectando al espacio en sí mismo, así fuera en un grado limitado. Era un mortal, después de todo.

—¡Nunca fuiste un cobarde! —exclamó, retándolo—. Si tienes algo que decir, ¡dímelo de frente, Arthur de Libra!

Ocurrió que en ese momento una columna de luz resaltó en el horizonte, donde debía hallarse el coliseo en el que miles, tal vez millones de jóvenes habían realizado la Prueba de la Armadura en el pasado. Era un cosmos de oro que no era el de Shaula o Lucile, quienes habían comenzado a pelear hacía poco, ni tampoco el de Sneyder.

Ella sabía bien quién era la fuente de aquel tremendo poder. Los sentidos le decían que se trataba de Adremmelech, el Caballero Sin Rostro; el Ojo de las Greas que aún poseía le mostraba que no era otro que Azrael, el asistente.

—He estado tan ciego todo este tiempo —lamentó Arthur, apareciendo de la nada, caminando hacia Akasha con una triste expresión—. Tan ciego.

Akasha trató de avanzar, pero el Martillo de Dios cayó sobre ella. Una presión gravitacional que amenazaba con aplastarla, como si el cielo estuviera a punto de descender sobre la tierra. El suelo bajo los pies de Akasha se hundió un par de metros.

—¿Sabes quién es él? —cuestionó el Juez, mirando hacia atrás con el rabillo del ojo—. El hombre que está luchando con Sneyder. ¿Quién es, hermanita?

—Azrael —contestó Akasha, sosteniendo Brahmastra con firmeza.

—¿Y sabes lo que eso significa? —Akasha sacudió la cabeza—. ¿También ese recuerdo te lo arrebató Leteo? Empiezo a preguntarme si te arrojaste al abismo a propósito, para que el olvido lavara tus culpas… Es todo tan conveniente…

—Arthur, estás confundido, la Esfera de Marte te está afectando. Deja que te ayude.

—Soy yo el que quiere ayudarte, hermanita —cortó Arthur, cansado. No quedaba nada del trato deferencial que había usado con Akasha desde que él mismo la ayudó a ser Suma Sacerdotisa, ya no la reconocía como tal—. No obstante, es difícil. Tu asistente resulta ser uno de los santos de oro, el mismo que por más de un lustro fue parte del Consejo de los Seis de Hybris. Peor, el mismo que se llevó a tantos de los nuestros en el pasado, después de la muerte de Ethel.

—Todo esto es muy extraño, lo sé —tuvo que admitir Akasha—. Pero aunque eres implacable, siempre has escuchado a aquellos a los que juzgas. Estoy segura de que Azrael tiene una buena explicación.

—Oh, sí, la tiene. Lucile te habrá dicho ya que lo interrogué, ¿cierto? —Akasha asintió, manteniendo baja la espada de luz—. Él es parte de un plan para forzar un cambio en el rumbo que sigue la especie humana. Obligando a los poderosos a cumplir lo que prometen, imponiendo al resto la claridad y la empatía necesarias para que el mal deje de ser una opción. Y admitió que tú eras parte de él.

—Yo no sé nada de eso —negó Akasha, vehemente—. Azrael podría haber sido influenciado por la Esfera de Marte, como tú y Shaula. ¡Si escucharais a Lucile…!

—Seríamos las primeras víctimas de vuestro plan.

—¡No hay ningún plan!

—Lo hay, solo que tú lo has olvidado. Leteo arrebató algunos de tus recuerdos, tu sueño de moldear el mundo a tu capricho. ¿Desde cuándo tenías tan viles intenciones? ¿Antes de recibir a Virgo? ¿Pediste a tu asistente que reformara a los caballeros negros?

De repente, la confusión y la preocupación que habían dominado el corazón de Akasha fueron agitadas por algo más. Cólera.

—¿Qué es lo que estás insinuando?

—El santo de Altar no es más que el asistente del Sumo Sacerdote. ¿Por qué no iba la sombra de Altar a cumplir ese mismo rol, una vez tú alcanzaras el trono papal?

—Sabes muy bien el daño que ese hombre me hizo. —A Akasha le resultaba difícil pronunciar cada palabra sin estallar, demasiados recuerdos le invadían en ese momento. El Cisma Negro, la primera vez que habló con Gestahl Noah, la promesa que le hizo después de firmar una alianza con Poseidón y aquella conversación en el Gran Salón, justo antes de que Titania de Urano despedazara el Santuario. De aquel último encuentro, Arthur no solo conocía lo que dijo, sino también lo que pensó y sintió, ¿cómo podía sugerir ahora que estaba aliada con ese hombre?—. Lo aborrezco. A él que corrompió todo por lo que habíamos trabajado. ¡A él que destruyó tantas vidas!

—Él no te odia. Al contrario, hermanita, cada vez que habla de ti, le brillan los ojos. Solo hablamos lo necesario para formar la alianza, así que pensé que solo estaba embelesado. Ahora que sé lo que sé, ya no estoy tan seguro.

—¿¡Qué me importa lo que ese monstruo piense de mí!? —gritó Akasha, haciendo notables esfuerzos por no arrojarse sobre quien claramente trataba de provocarla—. ¡Si pudiera, lo mataría con mis propias manos! ¡Él lo sabe bien!

—Tranquilízate, hermanita, solo estoy especulando ahora. Hubo un plan del que formaste parte, si no es que tú misma lo ideaste, y el hecho de que Azrael posee el mismo manto que un desertor, así como un cosmos idéntico. Si reniegas de ese plan, puedo perdonarte, aunque me temo que no podrás seguir siendo la Suma Sacerdotisa.

—No dejaré que le hagáis nada a Azrael —advirtió Akasha, empleando un tono amenazante que ni el propio Arthur esperaba escuchar de parte de ella.

—Aun si Azrael fuera Adremmelech mismo, él ya fue indultado y los caballeros negros son aliados. De momento, no tienes que preocuparte por él.

Eso pareció calmar a la santa de Virgo, hasta que notó que había alguien a quien Arthur no había mencionado. La única persona capaz de poner en práctica un plan que supusiera manipular a toda la humanidad.

—¿Y qué pasará con Lucile?

—Morirá. No puedo permitir que la mera posibilidad de que este plan sea ejecutado exista. Lucile de Leo es tan peligrosa como incontrolable. Ya le perdoné una vez la vida y empiezo a arrepentirme.

Ante las frías palabras de Arthur, cuyo rostro no se había turbado en lo más mínimo a la hora de dictar sentencia, Akasha terminó de alzar Brahmastra.

—Nadie va a morir. Los santos no mueren.

—Esos son solo palabras bonitas. —Arthur suspiró, hastiado, a la vez que negaba con la cabeza—. La realidad es que esta clase de traición solo se paga con la muerte. ¿No te das cuenta de que hasta tú podrías estar siendo su marioneta? Llegaste sola al Santuario, viajando desde Jamir, el día en que Ethel murió. Te creímos cuando dijiste…

Akasha saltó fuera de sí espada en ristre. No permitiría al santo de Libra ni tan siquiera pronunciar aquella insinuación. Ya le había consentido demasiados insultos.

Pero Arthur había previsto eso, lo había preparado, y bloqueó la espada con otra de oro.

 

***

 

Capítulo 156. Traición

 

En otras circunstancias, la Suma Sacerdotisa habría podido estar al tanto de la conspiración que sucedía fuera. Después de convencer a Alcioneo de que ayudar a los argonautas, en especial a Ban, podría ayudarle a sumar puntos con Shaula, centró esfuerzos en abrir un acceso a los mares olvidados, sin éxito. Alguien se lo impedía.

Tanteó a aquel poderoso enemigo, el más fuerte de los rezagados de la Esfera de Júpiter, pensando en que quizá sería necesaria la intervención de otros santos de oro. Tres podrían vencer cualquier resistencia. De forma subconsciente, contó a todos los que estaban atrapados, aparte de ella: Lucile de Leo, Arthur de Libra, Shaula de Escorpio y Sneyder de Acuario. Entre los dos últimos hizo una pausa, descartando contar a Adremmelech de Capricornio: el Caballero sin Rostro había llevado al límite su capacidad para reconstruirse durante la batalla con Titán de Saturno, desapareciendo sin dejar rastro. En el caso de aquel gólem, desaparecer no era lo mismo que morir. Ya luchara con las fuerzas del Hades, ya combatiera a los Astra Planeta, siempre encontraba la manera de volver. Porque era un santo y los santos no morían.

Tras la muerte de Ío de Júpiter se le ocurrió buscarlo con el Ojo de las Greas, por precaución, sin que ninguna imagen le llegara por mucho que lo intentara. En parte, quería asegurarse de que no quedara atrapado por el cataclismo, en parte deseaba darle las gracias, pues sin la intervención del Caballero sin Rostro, ahora estaría de muerta. Siendo tan personales sus motivaciones, prefirió mantenerlas para sí incluso cuando habló de quienes debía rescatar. Entendía que sus compañeros tardarían en ver a Adremmelech como un legítimo santo de oro, al ser todavía recientes los tiempos en que sirvió a Hybris, y momentos convulsos como aquel requerían serenidad y unidad. Mas con el tiempo esto cambiaría. Aun si el santo de Capricornio era la clase de aliado que aparecía y desaparecía según disponía él y solo él, este comportamiento no distaba mucho del que según algunos de sus maestros caracterizaba a Ikki, el santo de Fénix, acostumbrado a reaparecer tras morir. También él empezó como un enemigo y pronto fue visto, primero, como un inapreciable aliado y luego como un héroe legendario.   

De haber seguido ese hilo de pensamientos, habría sido consciente una vez más de que Azrael apareció poco después de que exigiese al Ojo de las Greas una imagen de Adremmelech, donde fuera que estuviese. Habría recordado cómo Adremmelech acudió en su ayuda cuando, de forma egoísta e irracional, quiso la asistencia de Azrael en su momento de mayor debilidad, tras atravesar la Puerta de la Vida. La Tejedora de Planes habría atado cabos y de forma irremediable el Ojo de Greas le habría transportado al juicio que se estaba dando en ese momento, pues saber quién era de verdad Adremmelech, o más bien, reconocerlo, rompería toda concentración.

Sin embargo, no lo hizo. Escogió confiar en el buen hacer de sus compañeros. Eligió buscar una salida para todos, por encima de cualquier otra inquietud personal, lo que le exigía olvidarse del mundo y de las dudas. Al igual que en la guerra.

 

***

 

Shaula se consideraba una persona afortunada. Había sido ungida como santa de Atenea como lo era su padre, tenía a los mejores compañeros que podía pedir y uno de ellos era capaz de ver todo lo que le deparaba el futuro.

A los pies de la montaña sagrada, la joven ninfa rememoró la más vaga e imprecisa profecía de Subaru. «Un día, cuando todo esté en tu contra, lo único que puedes hacer es lo último que estarías dispuesta a hacer.» Nunca pudo sonsacarle más al respecto, a excepción de la advertencia que le dio antes de que los tres saltaran al abismo. Justo antes de separarse de Mithos y Subaru para después encontrase con Fobos y luego con Azrael. Justo antes de que todo se descontrolara.

Avanzó hasta adentrarse en el templo de Aries, de cuya entrada surgía una intensa luz dorada. Era el aura de Akasha, quien había llegado al límite adoptando una postura meditativa semejante a la de los anteriores guardianes del sexto templo zodiacal.

La voz de Akasha resonó como proviniendo desde todas las direcciones.

—¿Ha ocurrido algo?

—Lo sé todo, Su Santidad —contestó sin dudar.

—Oh, lo habéis notado, entonces —comentó Akasha al tiempo que el aura que la rodeaba desaparecía sin más, dotando al templo de una cierta oscuridad. Levantándose, añadió—: No tienes de qué preocuparte. Puedo arreglarlo.

—¿Arreglarlo? —repitió Shaula, atónita.

—Hice una promesa y pienso cumplirla —asintió la Suma Sacerdotisa—. Un ángel del Olimpo me impide abrir un acceso a los mares olvidados. Pretende destruir el Argo Navis y a todos los que se encuentran allí. ¡Luchan con valor! —aseguró.

En ese momento, pareció que Akasha hablaba de algo muy lejano, aunque Shaula no tardó en ser consciente de que ese era el problema más inmediato que tenían, al menos antes de saber sobre el Ocaso de los Dioses. Fue por esa razón que Arthur pudo apartar a Akasha de Azrael, logrando con ello revelar la verdad.

—No me refiero a eso. Lo cierto es que no sabía que Mithos y los demás tuvieran que enfrentar a un ángel del Olimpo —confesó, apretando con fuerza ambos puños. Le sorprendía no salir corriendo a abrir la Esfera de Marte a golpes. ¿Hasta ese punto estaba determinada a hacer lo que debía?—. Lo sé todo sobre vuestro plan.

—¿Mi plan?

—Puede que no recordéis nada, pero eso no los detendrá —murmuró Shaula, despertando todo el poder que poseía. Siete escorpiones de tamaño humano la rodearon, así como según la leyenda siete de aquellas criaturas acompañaron a la diosa Isis—. ¡Porque sigue siendo vuestro plan!

Al son de aquel grito de guerra, los aguijones carmesí se abalanzaron sobre la santa de Virgo, pero todos y cada uno la atravesaron como si fuera un fantasma.  

Sorprendida, Shaula vio como quien creía Akasha desaparecía como una mera imagen residual. Ya que estaba en medio de un ataque, no fue capaz de evadir la infinidad de hilos que vinieron desde las paredes del templo, cubriéndole los pies, las manos y el cuello a la vez que la elevaban un par de metros en el suelo.

—¡Mi cosmos! ¡No puedo…!

Entre las sombras que rodeaban a la sorprendida ninfa empezaron a oírse algunos pasos. La primera en aparecer fue la auténtica Akasha de Virgo, desde cuyas manos surgían los hilos que había dispersado a lo largo de la estancia. Era Brahmastra, el alma misma de la muchacha, capaz de adoptar ochenta y ocho formas para servirle como arma.

—Tenías razón —murmuró, mirando hacia atrás—. Por mucho que prometan la paz, los malditos Astra Planeta seguirán atormentándonos. ¿¡Qué hiciste con mis compañeros, Fobos!? ¡Responde! —ordenó, dominada por la rabia. La parte de Brahmastra que rodeaba el cuello de Shaula presionó la piel, abriendo leves cortes.

—Esto es una locura —dijo Shaula con dificultad—. No soy Fobos, soy…

—Un peón del dios del miedo —se adelantó Lucile al tiempo que por fin salía de las sombras. Tenía los brazos extendidos y las palmas abiertas, como dando a entender que no tenía nada que ocultar—. O puede que solo una víctima. La Esfera de Marte los está volviendo a todos un poco locos.

—¡A mis compañeros…! —exclamó Akasha.

—Ya, ya… —Lucile paseó tranquila por la estancia hasta estar a la diestra de la santa de Virgo, cuya espalda palmeó con un ritmo calculado—. Y no somos tus compañeros, eres la Suma Sacerdotisa, ¿recuerdas?

—Eso ahora no tiene importancia. Tenemos que resolver esto.

—Lo segundo es cierto. —De forma distraída, Lucile apuntó hacia el rostro de la inmovilizada Shaula y recitó—: Alte Schrecken.

Una oleada de terror llenó el alma de la joven ninfa, cuyo cuerpo se convulsionó a pesar de la presión de los hilos. Enseguida Akasha hizo que aquella cárcel de hebras luminosas volviera a la forma usual de un sable de luz.

Shaula cayó pesadamente al suelo. Seguía paralizada, pero ya no por algo físico. Solo el espíritu era fustigado por la perversa técnica de Lucile, quien por un corto tiempo la sumergiría en una prisión mental hecha de miedo y terror.

—¿A qué esperas? —dijo Lucile, poniendo los brazos en jarras. No parecía afectada en lo más mínimo por la situación—. Ve, ve. Yo me encargo de esto.

Akasha no dio un solo paso.

—¿Qué piensas hacer con Shaula?  

—Solo tres santos de oro luchando unidos podrían matar a Arthur.

—Nadie va a morir —aseveró, sacudiendo la cabeza—. Los santos no mueren.

—Solo tres santos de oro luchando unidos podrían derrotar a Arthur —se corrigió, suspirando—. ¿Mejor?

—Es una técnica prohibida.

—Y tú la Suma Sacerdotisa, autorízanos a ejecutarla como medida disuasoria. —De repente, una idea pasó por la mente de la leona de oro. Simple y por lo mismo eficaz—. ¿Tengo que recordarte que Azrael también está en la Esfera de Marte?

 

Mentalmente, Lucile contó hasta cinco. Ni siquiera llegó a la mitad cuando Akasha se puso en marcha al fin, desapareciendo en un fugaz instante. Esa era la única carta que podía usarse cuando se empecinaba en proteger a todos. ¡Qué desafortunado habría sido que Leteo hubiese consumido también los recuerdos que tenía de Azrael!

—El Alte Schrecken mantiene a la víctima paralizada un minuto. Ya debió pasar más de la mitad, así que no podremos hablar mucho.

Haciendo un esfuerzo sobrehumano, Shaula empezó a levantarse, pero entonces Lucile se sentó sobre su estómago, usando las manos para mantener en el suelo los brazos de la joven ninfa. La leona de oro se inclinó hasta que ambas guerreras quedaron cara a cara.

—Yo no quería matar a Akasha —juró, cubierta por los largos y sedosos cabellos de Lucile—. La quería salvar.

Cada sílaba que pronunciaba le costaba un dolor inenarrable. Y eso solo reforzaba la sinceridad que respaldaba la débil voz de Shaula.

—Querías convertirla en un cadáver en vida, regresarla a la Tierra y luego pedir ayuda al resto de santos de oro —enumeró Lucile mientras palpaba con los dedos los brazales de Escorpio, como una hábil pianista—. No permitiré que tu falta de visión niegue lo que se avecina. Un mundo de pura creación. De vida.

Una vez supo que la santa de Escorpio no se levantaría, movió la mano derecha hasta colocarla entre ambas, y luego empezó a tamborilear el peto. En parte seguía el ritmo de los latidos del corazón, pero poco a poco eso fue cambiando al de una canción. La misma que tarareó para insertar la duda en los santos de oro en el coliseo. Claro que ahora pretendía ir un poco más allá. No era suficiente con impedir que mataran a Akasha, aquel trío de necios podía encontrar otras formas de estropearlo todo.

Los recuerdos de la temprana infancia, en la que demostró dotes de canto casi al mismo tiempo que al empezar a hablar, la empujaron a cantar en voz baja mientras seguía dando golpecitos sobre el peto de Escorpio.

Twinkle, twinkle, little star, how I wonder what you are.

—Sneyder y Arthur… —trató de decir Shaula.

Up above the world so high, like a diamond in the sky —seguía Lucile, con una extraña alegría empapada de crueldad. No ignoraba a Shaula, era consciente de que Sneyder podría poner las cosas en riesgo si se unía a Arthur, pero había intuido algo al estudiar las emociones de Azrael. A la vez una locura y una vía de escape si no podía convencer a Akasha de acabar con el santo de Libra—. Twinkle, twinkle little star…

—No quería matar a Akasha —repitió Shaula, febril. La improvisada técnica de Lucile, en forma de canto, estaba a punto de someterla.

—… how I wonder what you are…

—¡Pero a ti sí! —gritó con voz débil, dando un cabezazo.

Lucile pudo esquivar el ataque, demasiado lento y predecible, pero tan pronto lo hizo se sintió mareada, débil, vulnerable. Más que saltar, voló hacia las sombras de las profundidades del templo, temblorosa. Al abrir los labios, en lugar de un dulce canto o crueles palabras para la insolente ninfa, salió sangre, demasiada. Debido a la máscara sintió que todo el rostro era manchado por el cálido líquido.

Cinco segundos, solo quedaban cinco segundos para que el Antiguo Terror dejara de hacer efecto. Caminó de nuevo hacia Shaula, obstinada. Una y otra vez tambaleó, los sentidos se le estaban adormeciendo, pero no se permitió caer. ¡No podía caer!

Cuando supo que no llegaría a tiempo, pensó en matarla. Rebanarle el cuello con la Daga Magnífica. Se maldijo por ese achaque de debilidad. Ella, que podía manipular las emociones de los invencibles santos de oro, no tenía ese control sobre las suyas, seguía siendo capaz de ser cegada por la ira, el orgullo o el odio. No sería racional cortar aquel árbol antes de tiempo, se dijo; sin ella, Arthur las aplastaría como a un par de hormigas.

—Hace mucho tiempo, un espectro de Hades acabó con la vida de Aldebarán de Tauro, que se enorgullecía de poseer el cuerpo más vigoroso entre los santos de oro —explicó Shaula, de nuevo de pie. Libre del Antiguo Terror y del sello temporal que Brahmastra había impuesto sobre su cosmos—. La técnica que empleó, Fragancia Profunda, lo llevó a la muerte tan rápido que solo le dio tiempo a dar un único pero decisivo ataque.

La voz de Shaula era ahora para Lucile algo más que un sonido irritante. Un concierto había empezado en la cabeza de la leona de oro, uno en el que incontables músicos sin el más mínimo rastro de talento hacían lo que querían.

—Con la ayuda de Garland de Tauro, pude rescatar una parte del veneno más letal que existe en las profundidades del templo que él resguarda. Incoloro, sin ningún olor y capaz de entrar a través de la piel aun si esta está cubierta por un manto de oro. Tardé todo un año en aprender a reproducirlo con exactitud, pero ha valido la pena. No soy la clase de guerrera que queda indefensa si la paralizan.

Tronó las manos y el cuello mientras Lucile gemía de dolor. La leona de oro no estaba dispuesta a morir de esa forma, pero el precio a pagar era un sufrimiento inimaginable. Tal era el destino de quienes padecían la Muerte Roja, la técnica que había desarrollado usando la Fragancia Profunda como punto de apoyo, y que logró perfeccionar durante su estancia en la Fuente de Atenea, sabedora de que sanación y enfermedad eran las dos caras de la moneda de la vida. Por querer especializarse en venenos aprendió a curar heridas; por ser sus propias heridas curadas por un mejor maestro sanador de lo que ella sería, logró convertir lo que llamaba veneno en una muerte garantizada. Le pesaba haber  tenido que emplearla con una compañera, pero no estaba dispuesta demostrarlo.

—Ya no ríes como antes —apuntó Shaula, adoptando una postura de combate. El dedo extendido como el aguijón de un escorpión.

—¿Quieres que ría? —dijo Lucile, conteniendo con notable esfuerzo los temblores que la dominaban. La palidez que estaba adquiriendo la piel apenas se notaba, debido a lo blanca que siempre había sido. Como un reto a aquel veneno supuestamente letal, rio por breves segundos—. Serás tú la que no podrá hacerlo en mucho tiempo. ¡Después de esto quedarás reducida a lo que siempre has sido, un palo insignificante!

Los cosmos de ambas guerreras ardieron con una intensidad única. Ninguna pensaba contenerse, así como no lo hicieron al combatir por separado a Ío de Júpiter.

«La Violenta Marcha Fúnebre —pensó Lucile, cuyo rostro enmascarado era rodeado por el largo cabello levitando, como bailando con el viento—. Mi as en la manga, la supresión de todas las emociones de mi oponente para convertirlo en un peón más o menos valioso. Usarlo con este dolor es una locura…»

En torno a la mano de Shaula, un inmenso poder empezaba a concentrarse, sediento de sangre. Con un solo vistazo, Lucile supo que pensaba usar la Aguja Escarlata; pretendía dejar que muriera desangrada, como un perro.

—¡Sea! ¡Que la locura reine una última vez, como el último espectáculo para nuestros dioses ausentes! —exclamó, dichosa. Poco importaba la debilidad del cuerpo si el cosmos seguía ardiendo—. ¡Escuchad, inmortales! ¡Die Heftig Trauermarsch!

 

***

 

Azrael despertó todavía sintiendo el sabor metálico de la sangre, aunque la lengua herida era la menor de sus preocupaciones. Solo un santo de oro se había quedado a vigilarlo, Sneyder de Acuario, cuya presencia había hecho bajar la temperatura muy por debajo de los cero grados. El coliseo entero estaba congelado, él mismo estaba cubierto de escarcha; apenas sentía la mayor parte de su cuerpo.

—¿Qué ha pasado? —preguntó al estoico señor de los hielos, sin obtener respuesta alguna—. ¿Acaso…?

—Akasha de Virgo morirá —espetó Sneyder.

—¡Ella ya no sabe nada del plan! —aseguró. Al abrir tanto la boca para gritar, sintió que todo el rostro le ardía—. Lo ha olvidado. Todo.

—No importa. —Sneyder caminó hacia el asistente con pasos cortos y disciplinados, exponiendo el filo de la Espada de Cristal todo el tiempo—. Los pecados del hombre pueden ser perdonados. Pero Akasha de Virgo no es solo eso, es la Suma Sacerdotisa. Debió saber lo que implicaba ser nombrada representante de Atenea en la Tierra.

—Cuando recibió esa propuesta ya había olvidado todo sobre el Ocaso de los Dioses.

—No importa —repitió Sneyder, con una mirada carente del menor atisbo de piedad.

—Sí que importa —replicó Azrael, alzándose. Le costó un mundo hacerlo, o al menos aparentó que era así, pero no hablaría con el santo de Acuario desde el suelo, como un niño asustado. Sonrió—. Por eso estás aquí.

—Estoy aquí para asegurarme de que no pueda huir.

—Estás aquí —dijo Azrael, alzando la voz—, porque los demás no quieren que te acerques a la señorita Akasha. Si fuera por ti, nos cortarías a todos la maldita cabeza, pero Arthur debe haber pensado otra solución.

—No hay más remedio. Si pensó eso una vez, nada puede impedir que no lo haga de nuevo. Se olvida por conveniencia, no por inocencia.

Apretando los dientes y los puños, Azrael espetó:

—¡Deja de inventar excusas! ¡Siempre has querido esto! Desde aquella noche tras la Rebelión de Ethel, seis años atrás, siempre has querido verla muerta.

—Sí —respondió Sneyder con sequedad, callando al asistente—. Fue entonces cuando entendí la auténtica naturaleza de quien hoy llamamos Suma Sacerdotisa. Yo fui enviado a cortar de raíz nuevas rebeliones. De haber concluido mi tarea, el Cisma Negro no habría ocurrido —aseveró, duro y gélido como un glaciar—. No pude hacerlo, porque esa persona actuó en el momento justo y luego dijo las palabras adecuadas. Muchos han celebrado sus acciones desde entonces, sin imaginar hasta qué punto todo, incluido el final de la batalla que sostuvimos, estaba calculado.

—Si estás insinuando que la señorita planeó la muerte de Kushumai, déjame decirte que estás aún más ciego de lo que pensaba, Pacificador —acusó Azrael—. Ella no es un bloque de hielo como tú y el Juez, ella sí conoce lo que es la compasión.

—Lo sé —dijo Sneyder—. Lo he visto.

La sorpresa dominó el semblante de Azrael por un momento.

—¿Qué quieres decir?

Mientras que al principio solo trataba de mantener distraído al santo de Acuario, ahora sentía auténtica intriga. ¿Qué podría saber él de Akasha?

—Los Astra Planeta sabían de ese plan —acusó Sneyder, mirando al cielo—. Por eso mandaron en nuestra contra no a nuevos enemigos, sino a quienes debían ser nuestros aliados. Santos de Atenea de otros tiempos, de otros mundos. Yo luché contra uno llamado Sugita de Capricornio, quien por boca de alguien del que no es posible desconfiar supo lo que nuestro Santuario deparaba para el mundo y la humanidad. No llegó a contarme los detalles —aclaró, siéndole irrelevante si Azrael podía seguir el hilo de las explicaciones. Ni siquiera lo miraba—. No hubo tiempo, primero porque me negué a escuchar, después porque el Juez hizo un llamamiento a los santos de oro convocados para luchar contra los Astra Planeta responsables de manipularlos. Atlas de Aries curó mis heridas antes de marcharse, asegurándome que llegaría al fondo de todo este asunto. Tiempo después de eso, antes de que el Argo Navis apareciera en el cabo de Sunión, donde me recuperaba junto al santo de Tauro, el fantasma de Atlas de Aries me visitó en sueños. —El semblante de Sneyder se endureció—. Aprovechando la conexión que formó al tratar mis heridas, saltó desde el campo de batalla hasta mí para asegurarme que estaban equivocados, que nuestra Suma Sacerdotisa era inocente. Como prueba, me mostró su pasado, el pasado de la santa de Virgo que todos los santos de oro convocados pudieron observar y juzgar, con su consentimiento —especificó a destiempo—. Así vi que no había la malicia que había supuesto en sus actos tras la Rebelión de Ethel, solo el desesperado deseo de alguien incapaz de aceptar la muerte como una parte del orden natural de las cosas. No era un monstruo que planeaba todo al milímetro, haciendo del mundo y las personas una obra de teatro llena de actores que cumplían su papel, sino un ser humano que hacía lo que mejor podía para salvar este planeta de su inminente fin. Acepté esa prueba y callé todo este tiempo. No informé de nada a los argonautas, no pensé en ponerme en contacto con el Juez. Me avergüenza reconocer que en ningún momento me planteé si esto podía ser a causa de los eventos de Reina Muerte, cuando como santa de Virgo enfrentó al dios del olvido.

Azrael escuchó todo en respetuoso silencio, consciente de que Sneyder estaba siendo más honesto de lo que querría. En verdad había pensado que Akasha era solo una persona que hacía lo mejor posible, en verdad sentía vergüenza de no ser tan observador y tortuoso como Arthur. Resultaba extraño escucharlo, pues Sneyder no era de los que daban explicaciones. ¿Qué había cambiado? ¿Lucile había hecho caer alguna clase de hechizo sobre él y los demás mientras canturreaba, antes de retirarse? Agarrándose a esa vana esperanza, trató de apelar a la compasión que apenas atisbaba en el Pacificador.

—Confiaste en ella —aseveró a Azrael—. ¿Por qué no seguir haciéndolo? La persona a la que pretendéis juzgar es la misma a la que consideraste inocente. Los recuerdos tomados por Leteo, no hay forma de recuperarlos. Esto es innecesario.

—Ahora que lo pienso —dijo Sneyder, cortante—. Es posible que el santo de Tauro también conociera de ese plan y aun así calló. ¿Es parte de la conjura?

—¿Garland? —preguntó Azrael—. Por supuesto que no.

—Dudo que lo sepas todo —comentó Sneyder—. Eres demasiado débil, de cuerpo y de mente. Me encargaré en persona de interrogarlo cuando lleguemos a la Tierra.

Y en eso, también era sincero. Azrael pudo verlo en el único ojo del Pacificador, clavado en los suyos, acusador e implacable. Sneyder podía tener dudas, pero no se iba a dejar llevar por ellas. Destruiría el mal sin hacer preguntas, porque no era compasivo como Akasha, ni tortuoso como Arthur. Quizá ni siquiera era un ser humano.

—No eres más que un perro rabioso, Sneyder. 

—Soy un siervo de la justicia, como debería ser un santo de Atenea. Sé dónde está mi lealtad. Tú ni siquiera fuiste capaz de decir dónde estaba la tuya.

Tras limpiarse con la mano la sangre que le resbalaba por el labio, ignorando el dolor de que emitía cada corte que se hizo en la lengua, Azrael alzó la vista hacia el cielo rojo.

—Akasha —susurró, envuelto en una repentina serenidad—. Mi lealtad está con la señorita Akasha, mi Suma Sacerdotisa.

Por un momento, los labios de Sneyder se torcieron, formando una mueca.

—No es tu Suma Sacerdotisa —le recordó—. No eres un santo. Solo un sirviente que ha recibido demasiada atención.

—Llevo esperando esto mucho tiempo. —Azrael, que todavía miraba al cielo, bajó lentamente la cabeza—. No imaginas cuánto.

Sneyder estaba preparado para que aquel hombre lo golpeara, pero fue incapaz de imaginar la velocidad a la que vendría el ataque. Contra todo pronóstico, el puño de Azrael voló a la velocidad de la luz, acertándole de lleno.

—¡Ah…! —exclamó Sneyder, sintiendo cómo el aire se le escapaba. Aunque el puñetazo no había dañado el manto de Acuario, llenó el metal de vibraciones que se extendieron a través de la sagrada protección, ignorándola para alcanzar directamente el estómago. Acto seguido, sin darle espacio para reaccionar, la bota de Azrael pisoteaba su rostro en una veloz patada que lo mandó directo al suelo.  

El santo de Acuario rodó por la arena escarchada para esquivar un nuevo pisotón, pero al tratar de cortar la pierna del asistente, la Espada de Cristal empezó a quebrarse. Azrael, aun vistiendo el uniforme de un miembro de la Guardia de Acero, estaba rodeado por un halo dorado que solo doce personas en el mundo poseían.

—Esto es el cosmos de Adremmelech —gruñó Sneyder, retrocediendo de un salto.

—Te equivocas —negó Azrael, alzando aquella energía solar hasta el firmamento, como un faro de luz que habría de guiar a una vieja compañera—. ¡Este es mi cosmos! ¡El cosmos de Azrael, santo de Capricornio!

Si Sneyder tenía intención de poner en duda eso, solo él lo sabría, pues al ver el objeto que se manifestó sobre Azrael, tuvo que callar ante los hechos. El tótem de Amaltea había acudido al llamado del asistente de Akasha, y enseguida se deshizo en piezas de sólido metal que lo cubrieron por completo.

 

***

 

Desde que Akasha salió del templo de Aries, la distancia entre la montaña sagrada y el coliseo no había dejado de extenderse con cada paso que daba.

La Suma Sacerdotisa, que conocía muy bien las batallas que los héroes legendarios libraron con la pasada generación de santos de oro, recordó el laberinto que Saga de Géminis, hermano del maestro de Arthur, podía conjurar sobre el tercer templo del Zodíaco. Cerró los ojos e ignoró lo que le decían los sentidos antes de avanzar.

Con el paso de los minutos, fue siendo cada vez más claro que era inútil. Arthur no manipulaba su percepción, en verdad estaba afectando al espacio en sí mismo, así fuera en un grado limitado. Era un mortal, después de todo.

—¡Nunca fuiste un cobarde! —exclamó, retándolo—. Si tienes algo que decir, ¡dímelo de frente, Arthur de Libra!

Ocurrió que en ese momento una columna de luz resaltó en el horizonte, donde debía hallarse el coliseo en el que miles, tal vez millones de jóvenes habían realizado la Prueba de la Armadura en el pasado. Era un cosmos de oro que no era el de Shaula o Lucile, quienes habían comenzado a pelear hacía poco, ni tampoco el de Sneyder.

Ella sabía bien quién era la fuente de aquel tremendo poder. Los sentidos le decían que se trataba de Adremmelech, el Caballero Sin Rostro; el Ojo de las Greas que aún poseía le mostraba que no era otro que Azrael, el asistente.

—He estado tan ciego todo este tiempo —lamentó Arthur, apareciendo de la nada, caminando hacia Akasha con una triste expresión—. Tan ciego.

Akasha trató de avanzar, pero el Martillo de Dios cayó sobre ella. Una presión gravitacional que amenazaba con aplastarla, como si el cielo estuviera a punto de descender sobre la tierra. El suelo bajo los pies de Akasha se hundió un par de metros.

—¿Sabes quién es él? —cuestionó el Juez, mirando hacia atrás con el rabillo del ojo—. El hombre que está luchando con Sneyder. ¿Quién es, hermanita?

—Azrael —contestó Akasha, sosteniendo Brahmastra con firmeza.

—¿Y sabes lo que eso significa? —Akasha sacudió la cabeza—. ¿También ese recuerdo te lo arrebató Leteo? Empiezo a preguntarme si te arrojaste al abismo a propósito, para que el olvido lavara tus culpas… Es todo tan conveniente…

—Arthur, estás confundido, la Esfera de Marte te está afectando. Deja que te ayude.

—Soy yo el que quiere ayudarte, hermanita —cortó Arthur, cansado. No quedaba nada del trato deferencial que había usado con Akasha desde que él mismo la ayudó a ser Suma Sacerdotisa, ya no la reconocía como tal—. No obstante, es difícil. Tu asistente resulta ser uno de los santos de oro, el mismo que por más de un lustro fue parte del Consejo de los Seis de Hybris. Peor, el mismo que se llevó a tantos de los nuestros en el pasado, después de la muerte de Ethel.

—Todo esto es muy extraño, lo sé —tuvo que admitir Akasha—. Pero aunque eres implacable, siempre has escuchado a aquellos a los que juzgas. Estoy segura de que Azrael tiene una buena explicación.

—Oh, sí, la tiene. Lucile te habrá dicho ya que lo interrogué, ¿cierto? —Akasha asintió, manteniendo baja la espada de luz—. Él es parte de un plan para forzar un cambio en el rumbo que sigue la especie humana. Obligando a los poderosos a cumplir lo que prometen, imponiendo al resto la claridad y la empatía necesarias para que el mal deje de ser una opción. Y admitió que tú eras parte de él.

—Yo no sé nada de eso —negó Akasha, vehemente—. Azrael podría haber sido influenciado por la Esfera de Marte, como tú y Shaula. ¡Si escucharais a Lucile…!

—Seríamos las primeras víctimas de vuestro plan.

—¡No hay ningún plan!

—Lo hay, solo que tú lo has olvidado. Leteo arrebató algunos de tus recuerdos, tu sueño de moldear el mundo a tu capricho. ¿Desde cuándo tenías tan viles intenciones? ¿Antes de recibir a Virgo? ¿Pediste a tu asistente que reformara a los caballeros negros?

De repente, la confusión y la preocupación que habían dominado el corazón de Akasha fueron agitadas por algo más. Cólera.

—¿Qué es lo que estás insinuando?

—El santo de Altar no es más que el asistente del Sumo Sacerdote. ¿Por qué no iba la sombra de Altar a cumplir ese mismo rol, una vez tú alcanzaras el trono papal?

—Sabes muy bien el daño que ese hombre me hizo. —A Akasha le resultaba difícil pronunciar cada palabra sin estallar, demasiados recuerdos le invadían en ese momento. El Cisma Negro, la primera vez que habló con Gestahl Noah, la promesa que le hizo después de firmar una alianza con Poseidón y aquella conversación en el Gran Salón, justo antes de que Titania de Urano despedazara el Santuario. De aquel último encuentro, Arthur no solo conocía lo que dijo, sino también lo que pensó y sintió, ¿cómo podía sugerir ahora que estaba aliada con ese hombre?—. Lo aborrezco. A él que corrompió todo por lo que habíamos trabajado. ¡A él que destruyó tantas vidas!

—Él no te odia. Al contrario, hermanita, cada vez que habla de ti, le brillan los ojos. Solo hablamos lo necesario para formar la alianza, así que pensé que solo estaba embelesado. Ahora que sé lo que sé, ya no estoy tan seguro.

—¿¡Qué me importa lo que ese monstruo piense de mí!? —gritó Akasha, haciendo notables esfuerzos por no arrojarse sobre quien claramente trataba de provocarla—. ¡Si pudiera, lo mataría con mis propias manos! ¡Él lo sabe bien!

—Tranquilízate, hermanita, solo estoy especulando ahora. Hubo un plan del que formaste parte, si no es que tú misma lo ideaste, y el hecho de que Azrael posee el mismo manto que un desertor, así como un cosmos idéntico. Si reniegas de ese plan, puedo perdonarte, aunque me temo que no podrás seguir siendo la Suma Sacerdotisa.

—No dejaré que le hagáis nada a Azrael —advirtió Akasha, empleando un tono amenazante que ni el propio Arthur esperaba escuchar de parte de ella.

—Aun si Azrael fuera Adremmelech mismo, él ya fue indultado y los caballeros negros son aliados. De momento, no tienes que preocuparte por él.

Eso pareció calmar a la santa de Virgo, hasta que notó que había alguien a quien Arthur no había mencionado. La única persona capaz de poner en práctica un plan que supusiera manipular a toda la humanidad.

—¿Y qué pasará con Lucile?

—Morirá. No puedo permitir que la mera posibilidad de que este plan sea ejecutado exista. Lucile de Leo es tan peligrosa como incontrolable. Ya le perdoné una vez la vida y empiezo a arrepentirme.

Ante las frías palabras de Arthur, cuyo rostro no se había turbado en lo más mínimo a la hora de dictar sentencia, Akasha terminó de alzar Brahmastra.

—Nadie va a morir. Los santos no mueren.

—Esos son solo palabras bonitas. —Arthur suspiró, hastiado, a la vez que negaba con la cabeza—. La realidad es que esta clase de traición solo se paga con la muerte. ¿No te das cuenta de que hasta tú podrías estar siendo su marioneta? Llegaste sola al Santuario, viajando desde Jamir, el día en que Ethel murió. Te creímos cuando dijiste…

Akasha saltó fuera de sí espada en ristre. No permitiría al santo de Libra ni tan siquiera pronunciar aquella insinuación. Ya le había consentido demasiados insultos.

Pero Arthur había previsto eso, lo había preparado, y bloqueó la espada con otra de oro.


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Publicado 03 abril 2023 - 08:48

Saludos

 

Capítulo 157. Violencia

 

Habían transcurrido seis años desde que Azrael, sin ser consciente de ello, fue reconocido por Amaltea como santo de Capricornio mientras entrenaba en el monte Lu. En todo ese tiempo, nunca tuvo la oportunidad de vestir el manto sagrado: Adremmelech, que no era más que el cosmos que había despertado para luego renegar de él, decidió no usarla mientras sirviera a los caballeros negros; acudió solo una vez se firmó la alianza, sirviéndole de ayuda en las sucesivas batallas contra las legiones del Hades, Caronte de Plutón, Manigoldo de Cáncer y Titán de Saturno.

Azrael había aceptado todos esos recuerdos, relacionándolos con las frecuentes jaquecas que sufrió durante ese tiempo. Cada vez que aquel gólem era destruido, lo sentía como una punzada en la cabeza; contra Caronte, los dolores fueron más frecuentes que nunca, mientras que luchar contra Titán habría significado la muerte si Amaltea —la leyenda que había sido convertida en constelación por el mismo Zeus— no le hubiese favorecido una vez más, tornándose en un colosal manto de Capricornio. Tan tremendo esfuerzo le salió barato a Azrael: cayó en coma, pero siguió con vida y la ayuda de Akasha le permitió despertar para ayudar a Makoto contra Jäger y las huestes infernales.

En términos simples: llegó hasta aquel lugar con el poder de un santo de oro, pero sabiendo que no podría contar con el manto que le correspondía; por lo que él sabía, el manto de Capricornio había sido destruido por Titán de Saturno. Esa era parte de la razón por la que no quiso revelar lo que había descubierto en presencia de Arthur, Shaula y Sneyder: en comparación a ellos, era el eslabón más débil.

Sin embargo, cuando supo que no había otra solución que combatir, escuchó una voz, una rugido bestial proveniente de más allá del cielo carmesí que solo él podía oír. El mismo sonido que guió al gólem Adremmelech de vuelta a la Tierra cuando Caronte de Plutón lo lanzó al frío espacio exterior. Aquello bien podría ser un delirio, pero él decidió creer en aquella vieja compañera, revelándose ante Sneyder como el santo de oro que siempre debió ser. El manto de Capricornio acudió a su llamado de inmediato, como parte de aquellos milagros que Shun y los demás realizaron en el pasado.

—Azrael de Capricornio —repitió el asistente de Akasha, a modo de saludo, ya cubierto por el manto. Con un rápido movimiento del brazo, desató un haz de energía hacia el santo de Acuario. Un escudo de hielo se formó en lo que el ataque terminaba de cubrir la distancia, deteniéndolo a medio camino para luego caer al suelo partido en dos. 

—Sneyder de Acuario.

El Pacificador no había terminado de responder cuando ya estaba a un paso de cortar el cuello a Azrael. Sin embargo, la Espada de Cristal se rompió al hacer contacto con el aura que recubría al santo de Capricornio; miles de trocitos de hielo quedaron flotando entre los dos rivales, quienes en silencio planeaban el próximo movimiento.

Azrael quiso amartillar el rostro de Sneyder, pero este pudo esquivar el ataque a la vez que juntaba la mano sana con el brazo izquierdo. Sobre el muñón se amontonaron los restos de la Espada de Cristal a tal velocidad que el santo de Capricornio solo pudo mostrarse estupefacto antes de que el Pacificador adoptara la mítica postura de los herederos de Ganímedes: la Ejecución de la Aurora lo acertó de lleno.

—¿Esto es todo? —comentó Sneyder, barriendo el aire con el brazo izquierdo. Ese simple gesto bastó para volver a formar la Espada de Cristal congelando las moléculas de agua de la atmósfera—. ¿A esto llega la lealtad de un perro?

Al haber recibido el gélido ataque a quemarropa, el manto de Capricornio quedó congelado en un instante. El dorado de aquella armadura pasó de un momento para a otro a un tono pálido, justo a la vez que la temperatura descendía más allá de los 273 grados. Pronto el metal y la carne que protegía se cristalizarían. Al menos, eso era lo que Sneyder esperaba. Ni siquiera los mantos zodiacales soportaban el Cero Absoluto.

El frío generado por Sneyder, no obstante, fue neutralizado por el aura de Azrael antes de alcanzar la más baja temperatura. Así como despedazó la Espada de Cristal, el cosmos del santo de Capricornio forzaba el movimiento atómico sobre la capa de hielo que lo recubría, quebrándola. Una táctica que ya había empleado el gólem Adremmelech durante su combate contra Caronte de Plutón.

Lejos de dejarse sorprender, Sneyder se apartó de un salto expulsando una ventisca con la mano derecha, llenando la superficie de una gruesa capa de hielo que llegó hasta las botas del recién liberado Azrael. Corriendo tan veloz como era, esquivó una docena de ondas de energía cortante antes de posicionarse a la espalda del asistente. Tal y como previó, este pudo girar, sacando los pies del hielo ya quebrado, pero hizo una última prueba descargándole el Polvo de Diamantes directo al rostro.

En aquel último embate hubo más potencia que otra cosa, por lo que Azrael —todavía con un bloque de hielo cubriéndole media cabeza— salió volando. Sneyder, confiando más en la solidez del manto sagrado que en la del hielo que podía crear, saltó hacia él encajándole la rodilla en la columna y pretendió mandarlo a la arena de otra patada, pero un sonido estremecedor lo obligó a mirar hacia abajo.

La arena, no, ¡el coliseo entero estaba temblando! Sneyder miró a Azrael, en cuyo rostro sin quemaduras formaba una sonrisa; no quedaba ni rastro del hielo.

 

Ambos cayeron de pie. Ninguna herida visible.

—Controlar la tierra no te servirá de nada contra mí —aseguró Sneyder.

—Lo sé. Una vez arrojé a Caronte una montaña. No sirvió de nada. Un santo de oro no debe desperdiciar energía en grandes demostraciones de poder.

Azrael forzó una sonrisa. Fue Adremmelech quien hizo eso, pero ya sentía suyas las acciones de aquel gólem inmortal, incluso si él solo tenía una vida que gastar.

—Tampoco en parloteos inútiles sobre cambiar el mundo.

—El arte de la congelación no te servirá contra mí —advirtió Azrael.

Sneyder asintió, lo bastante inhumano como para no perder la compostura por el pequeño detalle de que estaban enfrentados a muerte.

Luego de estudiarse unos segundos, acometieron el uno contra el otro. Azrael como una ola de destrucción, Sneyder como el creador de un millar de armas de hielo que enseguida dominaron los cielos del coliseo.

 

***

 

Entretanto, Arthur y Akasha se habían enfrascado en un equilibrado duelo de espadas. La Suma Sacerdotisa era más diestra con ese tipo de armas, pero el Juez compensaba la diferencia con una capacidad de observación sobrehumana y el control que sin esfuerzo podía ejercer con la gravedad. Cada vez que Brahmastra y la espada de Libra chocaban, los oponentes sentían una enorme presión a la que solo uno de ellos se había acostumbrado, por lo que al final era siempre Akasha quien retrocedía.

Aunque ninguno llegaba a dar un golpe decisivo, el dominio del Juez sobre el combate se iba haciendo más y más presente conforme pasaban los minutos. Siempre sereno en contraste con la furiosa Akasha, llegó a describir por encima del entrechocar de espadas el plan que involucraba a Akasha, Lucile, Azrael y otros elementos del Santuario. Lo hacía en parte para romper la cómoda armadura que era el olvido, pero sobre todo con el fin de desestabilizar la defensa perfecta de Virgo.

—Para cumplir tus objetivos, ordenaste a Azrael que reformara la orden de los caballeros negros —lanzó Arthur a la vez que detenía en seco una estocada—. Te aseguraste así de desviar nuestra atención y reducir el número de personas que necesitaras adoctrinar. Cuantos menos humanos haya, más fácil será manipularlos.

—¿¡No ibas a hablarme solo de hechos, Arthur!?

En menos de un parpadeo, la espada de luz se convirtió en una jabalina. Tan veloces fueron los lances de Akasha que pareció que Arthur estuviera combatiendo a todo un ejército. Así lo sentía el santo de Libra, quien por primera vez en aquel enfrentamiento dio un paso atrás. ¡La Armadura Celestial era inútil frente a aquella técnica! La gravedad, que debía desviar la trayectoria de cada ataque lejos de Arthur, apenas tenía efecto sobre la perfecta combinación de ataque y defensa que era Brahmastra.

—Es un hecho que Adremmelech y Azrael comparten el mismo cosmos. Es un hecho que Azrael solo hace lo que sea bueno para ti. Y es un hecho, hermanita, que nunca dejarías que Azrael se pusiera en riesgo más allá de lo aceptable.

Arthur enumeró tales verdades mientras trataba de regresar a la ofensiva. Con un hábil giro logró ponerse a la espalda de Akasha y trazar un arco con la destellante espada de Libra, pero la santa de Virgo pudo interponer a tiempo el extremo inferior de la jabalina luminosa. Chispas de energía eléctrica surgieron del punto de choque. El Martillo de Dios cayó sobre los combatientes; ninguno cedió. Akasha transformó Brahmastra en una daga corta y, esquivando el arma de Arthur, que caía por inercia, buscó cegar al vulnerable Juez, sorprendiéndole que el ataque no le causara el menor daño.

Verdict Seclusion… —murmuró Akasha, rechinando los dientes.

Así pareciera estar enfrente, el verdadero Juez estaba en la Sala del Veredicto, una dimensión ajena a la mayor parte de injerencias del exterior que había empleado para impedir que el cosmos del moribundo Ío de Júpiter arrasara el Santuario. Salvo los Astra Planeta y Shizuma Aoi, que se movían entre los distintos planos del universo con la misma facilidad con la que los hombres caminan, perseguir a Arthur a semejante lugar era un suicidio, mientras que tratar de atacarlo desde el exterior era inútil.

 

***

 

Desde la comodidad de aquel espacio personal, Arthur observó con cierta nostalgia cómo Akasha apretaba los puños: podía estar enojada, furiosa incluso, con él, pero no lo odiaba. De otro modo, no habría tratado de cegarlo con la daga, habría apuntado al cuello, pasando de tener ninguna posibilidad de acertarle a una muy pequeña.

Se permitió todo un minuto para reconstruir en su mente cada escenario posible. Akasha no era el mayor poder ofensivo o defensivo del Santuario, pero sí que podría aspirar con el tiempo a ser la mejor en combinar ataque y defensa. Gracias a esa técnica formidable, forjada a través de siete fracasos y una vida llena de ácida frustración, pudo aguantar horas enfrentando a Sneyder siendo una novata recién armada. Ahora incluso era inmune o al menos especialmente resistente a las distorsiones gravitatorias; era poco probable que la Retribución Cósmica sirviera con ella.

Los atentos ojos del Juez revisaron cada palmo del manto de Virgo, detectando grietas tan pequeñas que serían imperceptibles para muchos. Eran pocas, pero bastaban como vaticinio. Era evidente quién saldría vencedor en ese combate.

«No es tan fácil —se dijo—. Debo lograr que se rinda antes de que Lucile o… —pausó un momento, dificultándole concebir lo que ocurría en el coliseo— Azrael se unan. Incluso si corro el riesgo de matarla, debo emplearlo.»

Él mismo era el primero en sorprenderse de concebir esa posibilidad. Matar a Akasha. Aun si ya no podía verla como la Suma Sacerdotisa del Santuario, por encima de cualquier título ella era una hermana para él, tan parte de su familia como Seika y Rin. No obstante, cuanto más quería perdonar, más se daba cuenta de lo retorcidos que habían sido los precursores del Ocaso de los Dioses. Las acciones de Hybris cobraban un nuevo sentido bajo ese cariz, en especial las de los últimos días. Con la muerte de quienes consideraban malvados, los caballeros negros no solo facilitaban la ejecución del plan, sino que lo volvían más y más necesario, generando tal desequilibrio en el mundo que hasta hombres como él y Sneyder tendrían que consentir el manipular a la humanidad a través de los poderes de Lucile de Leo. Azrael mismo le había dado toda la pista que necesitaba para llegar a esa conclusión: el Ocaso de los Dioses requería del poder de doce santos de oro, no era algo que pudiera realizarse a escondidas.

¿O sí? Descontando a Poseidón, en la medida que el plan implicaba crear un mundo puro que no necesitase la guía de ningún dios, seguía habiendo hombres comparables a los santos de oro, ahora aliados al Santuario. El rey Alexer y su padre, Piotr, así como el Gran General Sorrento e Ícaro de Sagitario Negro. ¿Alguno de ellos estaba implicado en la conjura? Le dio vueltas un momento, percatándose de pronto en la insistencia de Akasha en convertir a Damon de la Memoria en un aliado. ¿Se estaba preparando para el escenario en el que los santos de oro no apoyaran el Ocaso de los Dioses?

«Estoy delirando —pensó el Juez con amargura—. Akasha no recuerda nada de ese plan desde la Batalla de Reina Muerte. Solo en su pasado encontraré pruebas de sus faltas, solo en su pasado —repitió, ideando de pronto una nueva estrategia. 

Tras asentir, Arthur escogió el escenario que habría de hacer realidad. Solo una vez pudo reconstruir cada movimiento que él y Akasha podrían realizar, decidió salir de la Sala del Veredicto. La mirada del Juez destellaba una fría determinación.

 

***

 

Akasha pudo reaccionar a tiempo al repentino ataque del santo de Libra, deteniendo en seco la espada dorada con las manos desnudas, o eso pareció a simple vista. Al mismo tiempo que la santa de Virgo aguantaba la presión del Martillo de Dios, la fina y transparente capa de energía etérea que cubría los guanteletes de Virgo se deshizo en un millar de hilos luminosos. Estos, con gran velocidad y precisión, se deslizaron a través de la hoja estelar hasta llegar a la empuñadura, y luego se introdujeron entre los dorados dedos del Juez. En apenas un instante, Arthur había quedado desarmado.

La espada de Libra giró en el aire varias veces antes de caer sobre el suelo erosionado por las distorsiones gravitatorias. Para entonces, los hilos de luz ya habían cubierto la mayor parte del cuerpo del santo de Libra, quien empezó a flotar.

—¿¡Qué pretendes!? —exclamó Akasha, estupefacta al ver cómo su intento de inmovilizar al Juez le impedía salir volando como si fuera un globo.

Un segundo demasiado tarde, pudo responderse a sí misma. Ya que Arthur no podía forzar a Brahmastra a someterse, había optado por un método más directo. Aislándose de toda influencia innecesaria, concentró una descomunal fuerza de energía en la mano que tenía libre, empuñada, la cual actuó como punto de gravedad. Cuanto más cerca estuviera, menos posibilidades tendría de evadirlo o huir. Luego de pensar aquello, Akasha sintió el puñetazo, siendo enviada lejos.

Quiso reaccionar, se esforzó en hacerlo al ver cómo pequeños pedazos de metal dorado iban volando en el aire, manchados de sangre, pero Arthur volvió a ejecutar la terrible técnica aprovechando que los hilos de luz lo habían soltado. Solo que esta vez fueron dos golpes simultáneos de una potencia mayor, inconmensurable, abriendo un hueco en la sólida coraza de Virgo. Un dolor ardiente vino, recordándole un pasado remoto, blanqueándole la mente de tal forma que ya no pudo hacer nada.

—No necesito las armas de Libra —advirtió el Juez, implacable—. Si es necesario, estas manos aplastaran las galaxias.

Cayó de rodillas sintiendo el estómago desgarrado. Varias costillas estaban rotas. Todavía paralizada, vio caer pedazos metálicos de las hombreras, el peto e incluso la máscara. Al escupir sangre y saliva para luego tomar aire, notó que solo la mitad superior de la cabeza seguía cubierta.

Brahmastra tomó la forma de una jabalina una vez más, pero Akasha apenas pudo emplearla como bastón para ponerse en pie.

—¿Por qué, Arthur? —Las mejillas de la Suma Sacerdotisa, mojadas, temblaron mientras hablaba—. ¿Qué ganas causándome tanto dolor?

El fuego de la ira empezaba a apagarse, revelando la tristeza que había tratado de esconder. Dentro de sí, Arthur la compadecía, pero no lo demostró.

—Eres tú la causante de todo este dolor. Ríndete y todo acabará.

—Todo esto es un error. Una treta de Fobos. Como dijiste, estás ciego.

—Lo estuve. Ya no más —replicó el Juez, caminando hacia quien siempre había tratado como la hermana que nunca tuvo—. Fueron demasiadas tragedias juntas, las de hace seis años.  La Rebelión de Ethel, el Cisma Negro… Nunca encontramos al culpable.

—¡Ni Azrael ni Lucile tuvieron nada que ver con eso! —reclamó. Tenía a Arthur enfrente, pero no estaba segura de poder seguir luchando contra él—. El único que buscó culpables donde no los había fue Sneyder, el Pacificador…

—¿Y qué hay de ti, hermanita?

El cuestionamiento que había encendido aquel combate volvió a ser pronunciado. Akasha, temerosa, retrocedió.

—Ethel era mi amiga. ¿Cómo te atreves a…?

—Ethel podía leer la mente de los demás como el que lee un libro abierto —cortó Arthur—. Conociste a Lucile en Jamir, cuando te salvó.

—¡Lucile y Ethel me salvaron! —gritó Akasha, desesperada. Quiso dar un paso atrás, pero el Juez le aferró el brazo con fuerza.

—Si Ethel hubiese descubierto ese plan y no estuviera de acuerdo. ¿Lucile no haría nada para impedírselo? ¿Y tú, hermanita? ¿Qué tanto recuerdas del día en el que encontraste a Ethel muerta?

 

***

 

Ni Sneyder ni Azrael tenían tanto de qué hablar como los santos de Libra y Virgo. La suya era una batalla en la que las palabras ya no tenían cabida, así como en los corazones de ambos no había el menor rastro de compasión.

Sin descansar ni un solo segundo, el santo de Acuario hizo del cielo entero la arcilla con la que construía un arsenal digno de un ejército. Lo más frecuente eran lanzas de hielo que arrojaba contra el santo de Capricornio con un mero pensamiento, pero también había tridentes, estrellas que giraban a una velocidad endiablada, sables y estoques que aparecían a un mísero metro de distancia del enemigo para tratar de cortarlo, como empuñadas por soldados invisibles… Todas aquellas construcciones, de indiscutible solidez, terminaban rompiéndose antes de alcanzar el objetivo, pero aun entonces seguían sirviendo al implacable Sneyder, quien aprovechaba los restos para formar nuevas armas, nuevos proyectiles que lanzar.

Frente a tan insólita capacidad de creación y de telequinesis, Azrael respondía con la cólera que lo dominaba. Años de impotencia, viendo cómo las buenas intenciones de Akasha solo eran respondidas con tragedias y rechazo, habían estallado en el momento en que la supo en peligro. En ese momento, incluso si la misma Akasha le hubiese pedido que parara no podría hacerlo. No sería capaz de frenar aquel ardiente cosmos que hacía vibrar el aire mismo, desintegrando las moléculas de agua en la atmósfera para reducir lo más posible los recursos de Sneyder.

 

Era una lucha de desgaste. Una absurda, pues Sneyder podía permitirse alcanzar los más recónditos rincones del mundo en el que estaban. El santo de Acuario no ejecutaba ni un solo ataque al azar, planeaba cada movimiento con el firme propósito de generar una apertura y liquidar a Azrael. Sabía que el método que empleaba para evitar la congelación —el mismo que impedía que cualquiera de sus construcciones lo alcanzara—, sería inútil si le atravesaba la piel y llegaba hasta la sangre. Llegados a ese punto, Azrael solo podría escoger entre morir congelado o reventarse a sí mismo.

En más de una ocasión los adversarios se enfrascaron en un mano a mano, mientras que el poder que ostentaban seguía empatando en forma de hielo apareciendo y desapareciendo. Azrael atacaba con todo lo que tenía disponible, incluso no dudó en dar un cabezazo cuando tuvo al alcance la hombrera de Acuario, que vibró durante varios segundos a la vez que se agrietaba. Sneyder, por el contrario, se centraba en las patadas, dejando el brazo derecho y la Espada de Cristal para defenderse.

Aquellos choques, cada vez más frecuentes, dejaron tras de sí victorias pírricas, pero poco a poco Sneyder empezó a tomar ventaja. El Pacificador, libre de las furibundas emociones que dominaban a Azrael, podía estar más atento a cómo aquel reaccionaba a los daños. No estaba acostumbrado a luchar como un santo de oro que podía morir al menor descuido, esa ocasión bien podría ser la primera o la segunda vez que lo hacía, por lo que desconocía los límites que tenía para resistir el dolor u aguantar los golpes de un igual. Confiaba demasiado en el poder bruto, era todo lo que conocía.

Como leyendo los pensamientos de su oponente, Azrael cambió de táctica, creando distancia para luego descargar haces de energía cortante. No era Excálibur, pero Sneyder no estaba dispuesto a arriesgarse, y empezó a crear entre ambos escudos de todos los tamaños e incluso altos muros, inspirados en el Ataúd de Hielo.

Las defensas levantadas por Sneyder corrieron la misma suerte que las armas que seguía creando y arrojando, pero tardaban más en ceder, lo que lo incentivó a no dejar de reforzarlas. Apenas pasaron algunos minutos cuando ambos santos de oro ya no luchaban sobre el coliseo, sino en una inmensa e improvisada estructura hecha de decenas de murallas de hielo, y seguía creciendo.

Tras un último choque en el aire, Azrael cayó a un suelo que le aferró la bota con sólidas argollas. Pudo ver venir que Sneyder lo atacaría, pero lo subestimó al creer real la imagen del Pacificador cargando de frente. Con un solo movimiento partió en dos aquel juego de luces, sintiendo al mismo tiempo cómo la Espada de Cristal abría una grieta en el peto, desde la hombrera derecha hasta la cadera, antes de romperse.

La expresión de Azrael, con los ojos bien abiertos, decía todo lo que Sneyder necesitaba saber: se sentía superado. Incluso si el ataque no llegó a la piel y el cosmos del santo de Capricornio había evitado de nuevo la congelación, si llegaba a acertar de nuevo en esa zona podía matarlo. Azrael podía ser fuerte, pero él era letal.

Sin embargo, el santo de Capricornio no estaba dispuesto a ponérselo fácil. Con un rugido desintegró la neblina que empezaba a adueñarse de los huecos en el hielo. La prisión que Sneyder estaba creando cimbró a la vez que el enfurecido guerrero saltaba hacia él, descargando una infinidad de feroces puñetazos. Ningún escudo fue lo bastante sólido para separarlos de aquel enfrentamiento. Azrael apenas tocaba el suelo o las paredes que eran aliadas de Sneyder, casi corría por el aire siempre en pos del Pacificador, como un cazador implacable. La sangre salió disparada desde las heridas de ambos contrincantes. El crujir de los huesos apenas se podía oír frente al trueno estremecedor que era el oricalco entrechocando.

En cuanto se separaron. Azrael tenía el rostro lleno de cortes y moratones, el brazo roto y el pecho sangrando. Él estaba en mejor posición, pero un solo golpe más de Azrael bastaría para que el manto de Acuario explotara por completo.

Luna Blanca —dijo, como un mantra, apuntando hacia arriba con el brazo izquierdo, en el que de nuevo había formado la Espada de Cristal.

La prisión de Sneyder había adoptado en plena batalla la forma de una gran esfera que ahora empezaba a cerrarse, cortando cualquier salida para el santo de Capricornio.

Todo el hielo de la colosal estructura, que nacía desde la arena del coliseo apoyándose sobre las gradas, reaccionó al último gesto del santo de Acuario, quien como el general de un gran ejército bajó la espada en un rápido corte.

—¿¡Otra vez!? —gritó Azrael, embravecido. Miles y miles de proyectiles venían hasta a él de todas direcciones, incluido el suelo, pero todos se quebraban antes de alcanzarlo, como siempre—. ¡Esto se acabó, Sneyder!

Impulsándose a sí mismo con aquel grito de guerra, el santo de Capricornio acometió como un bólido de luz hacia donde Sneyder esperaba. Solo necesitaba un golpe para que el manto de Acuario terminara de romperse, lo intuía. Sin importar lo que Sneyder hiciera, con solo alcanzarlo ya obtendría la victoria.

—Maldito… —El puño del santo de Capricornio quedó a un centímetro del frío rostro de Sneyder. La Espada de Cristal se había quebrado por tercera vez, así como todas las armas que este había empleado, excepto una—. ¡Maldito seas!

Una lanza de hielo había aparecido en el último momento justo detrás de Sneyder, atravesándole el estómago casi a la vez que desgarraba la cadera izquierda de Azrael. Se había descuidado, ¡lo había subestimado!

Luna Blanca —repitió el santo de Acuario, solemne—. Entiérranos.

El hielo que los rodeaba se transformó en un cosmos frío como la muerte. El aire empezó a girar, formando una tormenta de mayor potencia e intensidad que la Ejecución de la Aurora. Todo en el interior de aquella prisión descendió hasta el Cero Absoluto.

O así debió haber ocurrido.

 

***

 

El santo de Acuario abrió el ojo esperando encontrarse a los jueces del Hades. No fue el caso, pero lo que tenía encima bien podría ser un demonio.

—No pienso morir hasta que la señorita esté a salvo —dijo una voz que no provenía de su captor, quien vestía el manto de Capricornio—. Es mi deber como asistente.

Haciendo caso omiso a aquel extraño, Sneyder lanzó desde la mirada un solo y fino rayo azulado, acertando en la cabeza sin rostro del santo de Capricornio. Acertó, escuchó cómo el cerebro de aquel se cristalizaba. Pero Adremmelech, el gólem, seguía sobre él, con un par de brazos extra emergiendo desde los huecos que había abierto en el manto de oro, en el peto y el costado. Unos brazos largos y fuertes que, junto a los dos que todo hombre debía poseer, le impedían levantarse.

Tampoco tenía muchas oportunidades de luchar. El manto de Acuario estaba hecho pedazos y sangraba copiosamente desde un sinfín de heridas ennegrecidas.

—Mi cosmos formó al Caballero sin Rostro —explicó el extraño, quien no era otro sino Azrael. Solo tenía dos brazos, uno partido. Un desagradable corte en la cadera quedaba expuesto, aún con esquirlas del hielo de la lanza que tuvo que romper—. Es normal que yo pueda crear mi propio gólem. Solo necesito agua, tierra y un tercio de mi fuerza. Matarlo solo me provocará una jaqueca —advirtió. 

El único ojo de Sneyder localizó al fin a Azrael, pero antes de poder intentar nada una de las manos de Adremmelech le movió la cabeza hacia el suelo. Seguían en el coliseo, aunque ya no quedaba nada de la milenaria construcción: por lo que Sneyder podía intuir, el gólem fue creado durante el poco tiempo que Azrael siguió consciente, fuera de la Luna Blanca. De ese modo pudo destruirla, dejándolo en ese estado.

—Dejándonos —se corrigió Sneyder, hablando en voz alta sin pretenderlo. Un solo vistazo le bastó para notar que Azrael no paraba de sangrar—. Vas a morir.

—No hasta que la señorita Akasha esté a salvo.

—Esa es la razón por la que no dominas Excálibur —acusó Sneyder, con una voz fría que en nada representaba el estado en que se encontraba—. Tu lealtad está en el lado equivocado. Dime, Azrael, ¿crees servir a la justicia?

El asistente no respondió, limitándose a encogerse de hombros.

—La lealtad sin justicia no significa nada. Esa mujer, Lucile, me hizo algo —confesó, por primera vez en aquel combate mostrando alguna emoción—, la idea de suicidarme me pareció apropiada porque así no tendría que matar a Akasha… Ese poder de manipulación… Ese plan… Yo no cederé… Jamás…

Azrael, lejos de hacerle caso, dio media vuelta y empezó a andar. Sentía que Akasha estaba en peligro y aún Lucile seguía luchando en el templo de Aries.

—No estaréis a salvo —juró, tratando de levantarse. Los brazos extra de Adremmelech se partieron, el ojo sano de Sneyder se dirigió a la espalda del asistente, casi tan frío como el otro—.  Si lo sabes. ¿Por qué me dejas con vida?

—Vaya pregunta —dijo Azrael, mirándolo por encima del hombro. Desde donde estaba hasta donde Sneyder yacía, todavía apresado por el gólem, una grieta se abrió en la tierra—. Los santos no mueren.

Como un relámpago, el asistente abandonó el lugar justo antes de que el suelo se abriera, tragándose las ruinas del coliseo junto a Sneyder y a Adremmelech, que en ningún momento lo soltó. Poco después, lo único que salió de aquel abismo sin fondo fue el manto de Capricornio, en forma de tótem.


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Publicado 10 abril 2023 - 15:45

Saludos

 

Capítulo 158. Asesinato

 

En comparación a los titánicos duelos que se dieron en la periferia del Santuario, las santas de Leo y Escorpio tuvieron un enfrentamiento rápido, sin demasiados fuegos artificiales. El templo no sufrió ningún daño, solo quedó la sangre que Lucile había perdido desde las numerosas heridas y los labios abiertos.

—Al fin —gemía la leona de oro mientras terminaba de limpiarse el rostro, hacía tan poco cubierto de sangre. Cuando se miró en la máscara que sostenía entre las manos, como si fuera un espejo, sonrió: volvía a ser la de siempre. El mundo, sin embargo, no tenía por qué verla, así que se la volvió a poner, tirando el pañuelo que había empleado—. Gracias por salvarme. Ha sido muy amable por tu parte.

Shaula, de pie sin ninguna herida y el dorado manto intacto, asintió como la máquina sin emociones en que Lucile la había convertido. La joven ninfa había sido tan ágil como certera durante el combate: logró asestar quince veces la Aguja Escarlata a la vez que se resistía a La Violenta Marcha Fúnebre, pero un par de segundos después quedó reducida a una marioneta obediente. Lucile, presa de un inconfesable dolor, le ordenó con insólita dulzura que detuviera la hemorragia y la salvara del veneno.

—Ningún humano puede curar la Muerte Roja —dijo la santa de Escorpio con voz neutra—. Nuestra única opción es la Fuente de Atenea.

Esa revelación redujo a la mitad las esperanzas de Lucile. Dar la espalda a Arthur era un riesgo demasiado grande, quedarse en tierra sagrada mientras la Tierra bien podría estar siendo devastada tampoco era buena idea. Sin embargo, decidió no pensar demasiado en eso; tal vez combinando las habilidades de Shaula y Akasha podrían tratar ese mal.

—Bien, pequeño arbusto al que le he robado la vitalidad… —Lucile tosió, generando un nuevo dolor: la posibilidad de perder aquella voz celestial que la había llevado tan lejos. No lo permitiría, de ningún modo—. Vamos a ocuparnos del bueno de Arthur.

Shaula asintió, siguiendo el paso de la leona de oro como poco más que una sombra. No emitió protesta alguna, ni tampoco sintió el deseo de hacerlo.

 

***

 

—Mientes. Mientes. ¡Mientes, mientes, mientes! ¡Yo jamás le haría algo así!

Superada por las circunstancias, Akasha había pasado largos minutos renegando de la última acusación de Arthur, quien la observaba con detenimiento. Brahmastra seguía presente, lanza en apariencia, bastón en la práctica. Ni siquiera en ese momento la santa de Virgo estaba dispuesta a bajar tan formidables defensas.

—Siempre pensé que no serías capaz de hacer muchas cosas, hermanita.

—¡No has probado nada de lo que has dicho hasta ahora!

—Incluso si asumiera que Azrael y Lucile deliraron debido a la influencia del dios del miedo, eso no explica la actitud de Seiya.

—¿Qué tiene que ver Seiya en todo esto?

—Él consideraba que el Santuario al que pertenecemos era corrupto. Es por eso que luchó con Shun, un amigo, un hermano.

También era por eso que Sugita de Capricornio y Sneyder de Acuario combatieron con tal ferocidad. No obstante, ese era un detalle menor, solo una piedra más para la sepultura. Él era el Juez, no un carnicero; implacable, no sanguinario.

—Los Astra Planeta le lavaron el cerebro —dijo la santa de Virgo, con voz trémula. En ese momento, trataba por encima de todo de convencerse a sí misma. No podía fiarse ni de sus propios recuerdos debido a la lucha contra Leteo—. Como te está ocurriendo a ti. ¿¡De qué otro modo podrías acusarme de asesinar a mis propios compañeros, a Ethel!?

La expresión de Arthur cambió de repente, suavizándose. El Juez suspiró y relajó los hombros; esa era la imagen que quería transmitir. 

—Voy a confesarte algo, hermanita. —Trató de acercarse, pero al ver que Brahmastra vibraba, se detuvo—. Alguien está influenciándome. Quizá los Astra Planeta, quizá Fobos. Lo desconozco. No obstante, sé que me están manipulando y de qué forma.

—¿Lo ves? —susurró Akasha, implorante.

—No te va a gustar, hermanita. Esta influencia externa no afecta a los hechos que he descubierto, ni a las conexiones que he podido establecer entre sucesos de los que siempre estuve al tanto. Lo que cambia es la manera en que los veo. No lo hago de forma racional, mucho menos imparcial. Temo vuestro plan, me aterra.

—No es mi plan —aseguró Akasha, cabeceando—. Renegaré de él. No me importa dejar de ser Suma Sacerdotisa, nunca pedí serlo.

—Estamos dando vueltas en círculos —cortó Arthur, hastiado—. Lucile es la clave de todo esto. Sin ella, no importa cuántos necios formaron parte de este plan de locos. Los seres humanos son falibles por naturaleza.

A la vez que hablaba, un temblor se extendió a través de la tierra sagrada. Ni él ni Akasha se habían dejado distraer por la formación y destrucción de la Luna Blanca de Sneyder, pero la llegada inminente de un tercero les hizo detener la discusión.

Azrael acometió con osadía, sin un manto que lo recubriera y sin esperar a que las heridas sanaran. El golpe pasó al lado de Arthur, quien ni siquiera se movió; la gravedad hizo el trabajo por él, desviando al revelado santo de Capricornio.

—No debiste venir —acusó el Juez—. Solo empeorarás las cosas.

—¿Por qué no te callas de una maldita vez?

El repentino grito de Azrael sorprendió por igual a Arthur y Akasha. Todo en el asistente, desde el estado en el que se encontraba, hasta la fuerza que poseía y la furia que lo dominaba eran extraños para ellos.

—¿Azrael? —saludó Akasha, dubitativa.

—Quédese atrás, señorita. Ahora yo… Espere.

Como en tantas otras ocasiones, el cosmos de Akasha había empezado a sanar el herido cuerpo del asistente. Este nunca se había quejado, hasta ahora.

—Estas son las heridas que recibí para protegerla con mi propia fuerza, sin la ayuda de nadie más. Por favor —pidió, inclinando la cabeza—, déjeme conservarlas.

—No dejaré que mueras.

—¿Cómo iba a hacer algo así? Alguien debe cuidar de que no… ¡Ah!

Mientras Azrael hablaba, Akasha pudo ver los cortes en la lengua, que el asistente había ignorado gracias al despertar del cosmos, mucho mejor que una subida de adrenalina. Akasha no había llegado al extremo de tocarle aquellas heridas con el dedo, pero sí que ejerció una leve presión empleando la telequinesis.

—Otra vez te la mordiste —comentó, sorprendida—. ¿Eso también es una herida de guerra que quieres conservar?

—No exactamente… ¡Ah!

Entonces, Lucile y Shaula aterrizaron como dos estelas de luz.

—Pero qué descaro el de nuestra Suma Sacerdotisa —comentó la leona de oro, consciente de los últimos sucesos—. Toqueteando la lengua de un hombre delante de su querido hermano mayor. Que quiere matarla.

—Quiero detener el Ocaso de los Dioses —corrigió Arthur—. Confieso que hasta hace un segundo seguía pareciéndome absurdo que alguien como tú creyera en utopías.

—No tan absurdo como tratar de ser racional en un mundo irracional —apuntó Lucile, palmeando el hombro de Escorpio. 

—Ver lo que has hecho ha despejado hasta la última duda que podía tener.

Las palabras de Arthur, tal y como este había calculado, calaron hondo en Akasha y Azrael, que desviaron la mirada hacia Shaula. Los dos eran conscientes de que la santa de Escorpio había ido a enfrentar a la guardiana del quinto templo zodiacal, no tenía ningún sentido que ahora fuera una aliada.

De hecho, ninguno de los presentes podía recordar que Shaula permaneciese callada tanto tiempo en circunstancias similares.

—¿Qué has hecho, Lucile? —cuestionó Akasha.

—¿Así se te ponían los labios cada vez que te enfadabas? ¿Haciendo un mohín? Enternecedor, Suma Sacerdotisa. Sobre Shaula, dejémoslo en que ni siente ni padece por ahora. Cuando nos ocupemos de Arthur volverá a ser el mismo árbol ruidoso de siempre —aseguró con cierta tristeza, como lamentándolo.

—¿Esa es la forma en que otorgarás claridad a los seres humanos?

—Arthur, te tomo como alguien sensato. ¿De verdad sigues queriendo manipular a nuestra Suma Sacerdotisa estando yo presente?

—¡Sea lo que sea lo que le hayas hecho, reviértelo! —ordenó Akasha.

—Dentro de poco, dentro de poco —cantó Lucile, a la vez que ella y la obediente Shaula pasaban de largo, colocándose como la punta y uno de los extremos de una trinidad—. Primero lo primero.

—Dos santos de oro —comentó el Juez—. Sigue siendo insuficiente.

Como una respuesta a la pulla, un cuerpo se formó en las alturas, cayendo al suelo al mismo tiempo que un rayo de luz lo impactaba. Adremmelech, gólem formado por Azrael, completó la trinidad. La criatura, envestida por el manto de Capricornio, supo enseguida la postura que debía adoptar, ya que el anterior portador de aquel manto sagrado había sido parte de la ejecución de aquella técnica. Era lo mismo para Lucile y Shaula, sucesoras de los guerreros Aioria y Milo. 

La duda ensombreció el rostro de Arthur, quien era consciente del potencial devastador de la Exclamación de Atenea. Aun si era un gólem, una marioneta y una santa de oro que se esforzaba demasiado en parecer intacta, aquellos tres cosmos combinados crecieron exponencialmente, hasta el infinito.

—Vuestra fuerza no me alcanzará —advirtió, abriendo grandemente los ojos en cuanto vio que el poder del trío dorado no opacaba una luz más intensa—. ¡Akasha!

Allí estaba la santa de Virgo, instando al fiel asistente, quien no vestía el manto de Capricornio, a quedarse atrás. Seis alas de oro prístino surgían desde la espalda de Akasha, la verdadera forma de Brahmastra estaba a punto de ser liberada.

—¿Anulas mi Verdict Seclusion? —exclamó, estupefacto. Era incapaz de abrir el túnel de gusano que lo transportaría a aquella dimensión. Brahmastra se había adueñado del espacio impidiendo cualquier ruta de escape, asemejándose al mítico Tesoro del Cielo de los anteriores santos de Virgo. Tal y como ocurrió durante la Batalla de Reina Muerte, había despertado el Octavo Sentido—. Sea.

La Contracción Estelar no sería efectiva en tales circunstancias. Debía ir con todo para detener al trío. Extendió los brazos a los lados, invocando la inconmensurable fuerza que mantenía la forma de las galaxias en el universo. Su cosmos se manifestó como una tormenta invisible, arrastrando una blancura infinita que no era viento, ni niebla, sino luz, girando en torno a él en espiral. Era el Juicio Galáctico, la técnica que le permitía encarnar el poder que mantiene en un mismo orden cósmico incontables mundos y soles. Convertido en el corazón de una galaxia, comandaba su misma autoridad.

—Estás a tiempo de rendirte —dijo Lucile, extasiada. El fulgor que los tres habían formado estaba muy por encima de lo que un solo santo de oro podía lograr. Ni siquiera Arthur, el invencible y omnisciente Arthur, podía competir con algo así.

—No me subestimes, Lucile. Yo nunca lo haría.

 

De repente, antes de que los cosmos del trío y de Arthur llegaran hasta el límite, una explosión de luz llenó no solo el escenario, sino la totalidad de aquel mundo. Desde la montaña sagrada hasta los confines de aquel extraño lugar contenido en la Esfera de Marte, todo pareció blanco por un largo minuto. Pero al disiparse aquella iluminación sobrenatural, ni la tierra seca, ni el cielo carmesí, ni los hombres enfrascados en un duelo fratricida habían sufrido el menor de los daños. Tanto la Exclamación de Atenea como el Juicio Galáctico se habían deshecho antes de completarse.

Arthur y Lucile se sorprendieron por igual. No tardaron en imaginar quién podía ser el responsable y miraron hacia Azrael, quien sostenía a una agotada Akasha. Las alas que tenía a la espalda se habían extinguido junto a los poderes desatados por el cuarteto. Había empleado en ello todo el poder que había acumulado.

—Te he dado una orden, Lucile —dijo la santa de Virgo con dificultad—. Sea lo que sea que le hayas hecho a Shaula, reviértelo.

—No puedes estar hablando en serio… —se quejó Lucile, también agotada. No pudo ocultar el temblor de la piel cuando el gólem se giró hacia ella.

—Reviértelo. Ya —quiso gritar Akasha, aunque apenas salió un hilo de voz.

Por su parte, Arthur no sabía qué decir o hacer. Había querido llevar a Akasha hasta el punto de quiebre porque él mismo se sentía al borde del abismo, en parte por el desprecio que siempre había sentido por el destino, la noción de que los hombres actuaran en el marco de un gran plan, pero sobre todo por la influencia de una fuerza ante la que no podía oponerse. Fuera debido a Lucile o por propia voluntad, él no quería matarla, sino obligarla a cortar todo lazo con aquel plan, incluida la santa de Leo.

Y ahora, después de obligarla a escoger, de golpearla, acusarla e incluso torturarla mientras mantenía un frío semblante, Akasha seguía queriendo salvarlos a todos. No era capaz de odiar a los santos a los que desde la tierna infancia, siendo una niña que pasaba las tardes en la taberna escuchando las historietas de Ichi y los demás, idealizó.

«Si solo fuera eso, no me detendría —se dijo—. Ella en verdad nos quiere. ¿Qué estoy haciendo? ¿Qué he hecho todo este tiempo?»

Como un último intento de convencerse, rememoró la historia de Oribarkon y la tumba de Pirra de Virgo, rasgada de tal modo que no era posible leer su nombre, a diferencia de los de sus compañeros. Ahora sabía cuáles eran los pecados de esa mujer y entendía la razón por la que se pretendió borrarla de la historia. Por encima de todo, comprendía que esa mujer despreciada por los dioses no tenía ningún deseo personal, más allá de cumplir los del resto. ¿Era lo mismo con Akasha, a quien los Astra Planeta consideraban la reencarnación de Pirra? Si era así, había esperanza.

«No —decidió Arthur—. Akasha no es Pirra, con sus propias virtudes y defectos. No actúa por la conveniencia de los demás, sino porque nos ama a todos.»

En el momento en que el Juez bajó los brazos, Lucile sonrió bajo la máscara de oro. Alzó la mano, disponiéndose a chasquear los dedos y liberar a aquella molesta ninfa, cuando un rayo azulado los atravesó de lado a lado, más rápido que la luz.

—¿Qué…? —empezó a decir la leona de oro, viendo cómo cuatro de los dedos y parte de la mano derecha caía al suelo como un trozo de cristal.

Aquel rayo azul no era otro sino un ensangrentado y desprotegido Sneyder, quien se había aproximado al quinteto ocultando su presencia. Shaula, como un reflejo automático del control al que Lucile la sometía, cubrió al santo de Acuario con la Muerte Roja, pero este ni tan siquiera le prestó atención, mandándola al suelo de una potente patada a la vez que le rasgaba las rodillas.

—No puede ser… —gruñó Lucile entre dientes, superada—. ¡No serás capaz!

El gólem se interpuso entre Sneyder y Akasha, quien claramente era su presa. El santo de Acuario, semejante ahora a una bestia, recibió de lleno el puñetazo de aquel ser sin rostro, y de los pedazos de hueso y metal que saltaron al aire debido al impacto formó siete lanzas que lo encajaron sobre la tierra durante un instante eterno.

—¡Te lo prohíbo, S…!

Lucile quedó enmudecida al ver cómo Sneyder atravesaba el costado de la santa de Virgo con una sanguinaria versión de la Espada de Cristal. ¡Aquel animal la había formado con su propia sangre! Solo que el santo de Acuario no era un animal, había atacado a Azrael a sabiendas de que Akasha se interpondría. Pensaba.

—No, no, no, no, no, no… —repetía Lucile, enferma de dolor. Tapándose los oídos, cerrando los ojos—. Mis poderes, mis poderes no pueden fallar. ¡No pueden! ¡No!

El caos ya empezaba a reinar en aquel pequeño grupo antes de que Sneyder se desplomara. Arthur, todavía consumido por las dudas, no pudo reaccionar a tiempo. El estado de Lucile, rompió la forzada concentración que mantenía a Shaula sin emociones, dejándola en la peor de las situaciones posibles.

Solo Azrael, contra todo pronóstico, mantenía la calma. Había impedido que Akasha cayera desmayada al suelo, mientras que empleaba la parte del cosmos que no había entregado al gólem para combatir el frío de Sneyder.

—Ah… Ah…

—Vámonos, señorita. De este lugar, de este mundo.

Sin esperar respuesta, se levantó, ordenando mentalmente al gólem que acabara con todo aquel que tratara de perseguirlos. Cuando Arthur quiso retenerlos, Adremmelech se le interpuso, junto a Shaula.

—No lo hago por ti ni por ese plan, Azrael —advirtió la santa de Escorpio—. Tampoco por esa maldita Bruja —añadió con desprecio.

—Lo sé.

Azrael se impulsó de un salto hacia la montaña sagrada. Lo último que escuchó fue la voz rota de Lucile, quien cayendo de rodillas seguía negándose a aceptar lo ocurrido. Ahora que el poder de su alma le había fallado, ya no le quedaban fuerzas para confrontar el terrible veneno de Shaula de Escorpio.

***

 

Cuando Akasha despertó, se hallaba en el bosque que rodeaba la Fuente de Atenea. Tenía frío, mucho, pero seguía con vida. Azrael había logrado detener el proceso de cristalización, aunque no sin coste: la piel en torno a la herida del costado estaba agrietada, cubierta de costras y sangre seca, y había perdido el brazo derecho.

—Trató de protegerse, por instinto —explicó Azrael, quien estaba de pie, frente a ella. La había recostado en una cama de hojas—. No lo vi venir. Le hice daño. Lo siento.

Akasha volvió a mirar el brazo, cortado a la altura del codo. El muñón no sangraba, aunque estaba pálido como un cadáver. Toda la piel de la ateniense lucía ese color.

—Sneyder me quería muerta de verdad —dijo, formando una triste sonrisa—. Tú no tienes que pedirme perdón, Azrael. Me salvaste.

—Le subestimé —replicó el asistente, cabeceando—. Le dejé vivir.

—Los santos no… —Fue incapaz de terminar, las palabras se le ahogaban en la garganta a la vez que sendos surcos bajaban por las mejillas—. Es mi culpa.

—No es cierto —dijo Azrael, de inmediato.

—A Lucile no se le ocurriría un plan así. No es tan altruista —se recordó, casi riendo—. Si se unió debió ser porque yo la convencí.

—Usted debe descansar. ¡Ya lo estaría haciendo si este maldito bosque no jugara con nuestra mente! —bramó el asistente, ofuscado. Que el bosque estuviere allí, junto al monte Estrellado, no tenía por qué implicar que la Fuente de Atenea se hallara al final; esa incomparable parte del Santuario bien podría estar bajo el amparo de otro astral.

Pero Akasha no lo escuchaba. Seguía pensando en lo que había oído y visto. Todas las acusaciones. La lucha encarnizada entre compañeros que debían tratarse como hermanos. ¿Ella podía ser responsable de algo así?

Lo que quedaba de la máscara dorada empezó a agrietarse.

—Sé que lo hice, Azrael.

—No es necesario hablar de esto ahora —rogó el asistente, inclinándose. No se atrevía acercarse más luego de haberla herido, pero ver la sangre y las lágrimas que derramaba lo estaba destrozando. ¿Todo el poder que había descubierto poseer no bastaba para detener aquel sufrimiento? Si eso era así, ahora era más débil que nunca—. Se lo…

Un dedo dorado se posó sobre los labios de Azrael, callándolo. Luego, Akasha acarició el rostro compungido de aquel hombre. Quien siempre estuvo con ella. Quien estaba con ella ahora, sin importar las circunstancias.

—Creo que predije que esto pasaría —dijo, aún sollozando—. No idearía algo así sin esperar que me mataran por ello. No soy estúpida, ¿verdad?

Azrael no contestó. Sabía que no eran palabras lo que la joven necesitaba en ese momento. Se limitó a escucharla, olvidándose que había un mundo más allá.

—Quise que hicieras amigos. Procuré que hubiera alguien que estuviese contigo, apoyándote como tú siempre me apoyaste. Manipulé las cosas para que Makoto estuviera bajo mi mando —confesó, con un fugaz destello de alegría—, de eso sí que me acuerdo. Sé que se caen bien, aunque siempre se estén peleando. Os obligué a trabajar codo con codo todo lo que pude.

—No va a morir. Está estable.

«Y no permitiré que nadie le dañe, ni siquiera yo —dijo para sus adentros, padeciendo de nuevo intensos dolores de cabeza. Que la hubiese salvado no excusaba el daño que le provocó. No volvería a cometer ese error.»

—Solo dime una cosa —pidió Akasha mientras la máscara empezaba a caerse a pedazos—, ¿yo no maté a Ethel, verdad?

Por segunda vez en los últimos trece años, Azrael vio el rostro descubierto de la joven. Lo recordaba, a pesar del paso del tiempo, todavía redondeado, amable y sonriente, con brillantes ojos de un gris tempestuoso. En mejores días, quizá la imaginación del asistente y la realdad habrían coincidido.

—Por favor, Azrael. Necesito saber la verdad.

Los ojos estaban irritados, las mejillas pálidas y demacradas surcadas por las lágrimas. Con un solo vistazo, el asistente entendió que era demasiado incluso para todo lo que había sufrido, incluso si desde el principio de toda aquella barbarie no había cesado de llorar. Había algo más, algo de lo que solo ella sería capaz.

«Pese a todo, ella los sigue manteniendo con vida —dedujo, sin saber si debía sentir orgullo o rabia. Al final tan solo se mostró conmocionado—. A Arthur, Lucile, Shaula, a mí… ¿Y Sneyder? ¡Podría morir si sigue así!»

Avergonzado, bajó la cabeza. Necesitaba dar un poco de paz a aquella joven, así de nuevo tuviera que causarle daño. Herirla con una verdad que había olvidado.

—Está en lo cierto, señorita —admitió, acentuando la palidez en la santa de Virgo. El Ojo de las Greas, en aquel rostro adolorido, derrotado, parecía fuera de lugar, desagradable, incluso—. Usted forma parte de un plan que podría salvar a la humanidad, el Ocaso de los Dioses, pero no tiene nada que ver con la muerte de Ethel. Lo juro por usted, señorita. ¡Lo juro por ti, Akasha!

Por algunos segundos, ambos se miraron en silencio. Al final, ella suspiró, aliviada.

—Gracias a los dioses —exclamó, riendo sin querer debido al irónico nombre de aquel plan—. Gracias a Atenea.

—No tiene de qué preocuparse —le prometió Azrael—. Ahora sabemos que no hay un solo universo. Podemos irnos a un lugar en el que nadie nos encontrará.

—Eso sería genial —dijo de pronto, para sorpresa del asistente. Enseguida sacudió la cabeza con suavidad. Se levantó, quedando sentada frente a Azrael—. Pero no puedo acompañarte, como líder tengo un deber que cumplir. Debo responder por mis faltas.

—No ha hecho nada malo…

—Yo tampoco creo que sea un plan tan monstruoso como lo creen Arthur y Sneyder —dijo, una confesión que solo podría hacer frente a él—, pero quiero escuchar a los demás. Y además quiero que tú estés a mi lado, pase lo que pase. Soy egoísta…

En ese momento, Azrael olvidó el miedo que tenía a dañarla, ignoró el dolor que le taladraba la cabeza sin cesar, y abrazó a la joven. Ahora era él quien lloraba, impotente, maldiciendo lo débil que había sido, pero sobre todo, feliz de sentirse apreciado.

—Volvamos, Azrael.

—Sí —asintió el asistente, separándose—. A quien se interponga… —se palpó la cadera, buscando la pistola que siempre llevaba consigo. Pudo notar la empuñadura de una daga, que le electrizó todo el cuerpo. Debía ser un arma de la Guardia de Acero, Hydra—. Supongo que le golpearé a la velocidad de la luz.

Akasha rio, ya libre de preocupaciones. Azrael no pudo evitar acercarse de nuevo, pasando las manos por las castigadas mejillas de la joven. Limpiándole las lágrimas.

—Tú siempre con tus ocurrencias. Creí que dirías que ibas a disparar a Arthur.

—No tengo pistola —dijo el asistente, encogiéndose de hombros—. Mi mentor era un idiota, ¿alguna vez se lo he dicho? —Akasha negó con la cabeza—. Nunca me enseñó una estrategia para lograr que la gente sea feliz, que no sufra ni llore.

En un repentino impulso, Akasha le tironeó de la mejilla, provocando que su mano volviera a rozar la empuñadura de la daga. De nuevo el chispazo y el dolor le sobrevinieron, pero apenas le prestó atención.

—Lo estás logrando. Me hace feliz que me ayudes, me hace feliz que seas el santo que siempre quisiste ser, me hace feliz verte sonreír.

—Akasha… —empezó a hablar Azrael, callando al no saber qué decir.

—Me hace feliz que estés aquí. Porque yo…

Azrael no pudo oír las últimas palabras, ahogadas por la sangre que escapó de los labios de Akasha. La joven lo miraba aún, con los ojos abiertos, de nuevo llorosos.

El asistente tardó demasiado en entender el porqué de aquella mirada. Tardó demasiado en procesar que sus dedos, al chocar por tercera vez con la daga, la sostuvieron, desenvainándola para luego enterrarla en el estómago descubierto de Akasha.

Y fue solo entonces, durante la eternidad en que ambos se miraron sin poder pronunciar palabra alguna, que el dolor que había avasallado la mente de Azrael cesó. Pues una vida había sido segada, el precio para salir del Satán Imperial había sido pagado.

De ese modo, una vez Akasha cayó al suelo, desangrándose, terminaba el movimiento del previsor Arthur para poner fin al Ocaso de los Dioses.

Poco después, Azrael colapsó.

 

Notas del autor:

 

Con este capítulo concluimos el sexto arco de esta historia, Marte, y como es habitual, tendremos un descanso de una semana. El lunes 17 de abril no habrá capítulo.

 

Iba a guardarme este comentario para mí, pero qué demonios, lo diré. Este capítulo es el centro de esta obra, el punto a partir del cual fue creada. Antes incluso de que la empezara a escribir en 2011, ya lo tenía presente, y aunque los nombres e incluso los actores variaron un tanto, en su esencia ha permanecido. Es, por esto, muy importante para mí verlo publicado, y más aún, saber que es leído. A todos los que me han acompañado hasta aquí, deciros que os estoy muy agradecido, y que os animo a continuar, pues, como imaginaréis, aún queda tela por cortar.

 

¡Felices Pascuas a todos!


Editado por Rexomega, 10 abril 2023 - 20:23 .

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Publicado 14 abril 2023 - 14:58

Cap 156. Batalla de mil días x 3
 
Empezamos con el narrador diciéndonos que si Akasha hubiera estado sin tanto en la cabeza desde que salió en lo de la "Embajada de Paz", se habría dado cuenta que Azrael y el Caballero sin Rostro eran la misma cosa, y que por andar distraída justo en este momento y por confiar ciegamente en sus amigotes, es que van a ir a cortarle la yugular en custión de segundos.
 
Shaula 'coladera' de Scorpio llega ante Akasha y cada una hablando de su propio tema. Pero Akasha nos dice que quien le está haciendo guerra para poder salir de ese lugar es un ángel del olimpo.
Descubrimos que, como Lucile se adelantó, ésta le fue con el cuento a Akasha que Fobos ha enloquecido a todos los demás, por lo que deben hacer dupla para inmovilizar a la ninfa.
 
Total que Lucile dice que ella se encargará de Shaula, y le recuerda a Akasha que necesitan a 3 dorados para matar a Arthur, digo, para derrotarlo en caso de que se ponga muy loco.
Akasha no estaba muy seguro de dejarlas solas, pero en eso Lucile usa la carta de recordarle que Azrael también esta en peligro por lo que así logra que Akasha se vaya de la escena y deje a Shaula a su merced.
 
En solitario, pues las mujeres intentan matarse una a la otra en los pocos segundos que las tecnicas de Lucile tienen en efecto sobre Shaula.
¿Qué pasará primero? la ninfa mata a Lucile con su veneno indetectable o la bruja somete a Shaula? Eso se decide en 5, 4, 3, 2, 1...
 
Pero no lo sabremos de inmediato, porque nos vamos a ver a Azrael, quien despierta en medio de escarcha pues Sneyder volvió el Coliseo en un lugar de hielo.
Sneyder le avisa que Akasha va a morir, pero Azrael está seguro que no, por eso Arthur lo dejó allí vigilándolo porque si Sneyder iba ahora sí corta cabezas.
Azrael le echa en cara a Sneyder que deje de dar excusas morales sobre porque Akasha debe morir, que admita que la ha querido ver muerta desde el día en que ella impidió que ejecutara a todos los que participaron en la Rebelión de Ethel.
Sneyder admite que sí ha querido matarla desde entonces porque fue el momento en el que supo que era una perra manipuladora y calculadora con el disfraz de niña buena, y que si en pasados episodios se mostró "buena gente con Akasha" fue porque a través del whatsap fantasmal, Atlas de Aries le mandó el video que resumía la vida de Akasha y por la que todos los santos de cameos especiales decidieron ponerse de su lado.
Pero pese a que ahora tiene dudas, no cambia su opinión de que hay que acabar con el mal de Raiz.
Azrael le dice perro rabioso a Sneyder y este se burla cuando el asistente llama SU SUMA SACERSOTISA a Akasha sin ser un santo, y entonces, ¡Oooh, entonces!, Imagino claramente la escena en la que Azrael le dice que lleva mucho tiempo esperando este momento, Y POW! Ataque a la velocidad de la luz que sorprendió a Sneyder.
Si Acuario dudó que aquello fuera posible, todo eso se disipó al ver a Azrael rodeado por cosmos dorado y envestido con la armadura de Capricornio.
¡Acuario Vs Capricornio! ¿Será que esta vez Sneyder podrá ganarle a un Capricornio?... Porque el ultimo le dio una paliza.
 
Y entonces volvemos con Akasha quien, atrapada en un cuasi laberinto dimensional no es capaz de llegar al Coliseo. Sabiéndose atrapada por las tecnicas de Arthur, le exige que de la cara y pues Arthur aparece solo hasta que a lo lejos sienten cómo es que Azrael se revela como el Santo de Capricornio.
Ahí Arthur le cuenta todo el chisme del episodio anterior, pero pues Akasha reniega que nada de lo que dice es cierto y que no hay ningún plan, por mucho que Libra le diga que lo olvidó cuando se lanzó a Leteo.
Como sea, Arthur esta ahí con la intención que supuso Azrael de que hay un medio de salvar a Akasha de todo ese problema, él le promete que  la dejará vivir pero ya no será la Suma Sacerdotisa, incluso que Azrael vivirá porque pues lo indultaron como Adremelech hace tiempo y los caballeros negros son aliados ahora. Y TODO PODRÍA HABER TERMINADO ALLI, pero Akasha no escuchó el nombre de Lucile en esa lista y pues Libra le dice que es necesario matarla para que el plan nunca se pueda llevar a acabo. Obvio a Akasha esto no le gusta.
Akasha había aguantado todo lo que decía el Juez para no ser quien dé el primer golpe, pero cuando este quiso insinuar que ella pudo haber matado a Ethel, algo explotó dentro de Akasha, y así es que 3 batallas de Mil días comienzan dentro de la Esfera de Marte, muy propio... ese Fobos lo ideó todo tan bien, ¡hay que admitirlo!
 
PD. ¡Gran cap, sigue así! :)

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


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Publicado 14 abril 2023 - 16:21

Cap 157. Acuario Vs Capricornio - Round 2.
 
Inicia uno de los duelos más esperados de esta servidora, ¡Azrael Vs Sneyder! OMG
Jamás pensé que ocurriría, pero ahora que sabemos que Azrael siempre fue el santo de Capricornio al fin va a poder desquitarse de todas las malas obras que Sneyder le hizo a su señorita jaja. Empiezan fuerte y a matar ambos contendientes quienes no se van a dar tregua.
 
Brincamos con el Akasha Vs Arthur
Quienes deciden pelear con espadas y, como es costumbre, Akasha va perdiendo porque Arthur es un monstruo que ya Lucile dijo solo podría ser derrotado por 3 santos de oro y la técnica prohibida.
Es entre espadazos y golpes de otras armas que Akasha puede manifestar que se ponen a platicar sobre LOS HECHOS que iniciaron este desastre, y aunque Akasha estaba peleando con todas sus fuerzas, descubrió que el verdadero Arthur estaba allá bostezando desde su dimensión personal en la que solo unos pocos pueden entrar sin invitación.
Total, Arthur se cansó y ya empezó a ser mas duro con Akasha, temiendo que si Lucile y Azrael se le unen pues podría correr peligro su vida.
Akasha con pocos pedazos de armadura encima sabe que de seguir peleando va a perder, Arthur le pide que se rinda pero pues esta no quiere porque rendirse significaría dejar que maten a Lucile.
Arthur de nuevo la presiona para que piense bien lo que pudo haber sucedido en la Rebelión de Ethel y si en verdad ella o Lucile no fueron las responsables de todo ese relajo.
 
Regresamos con Sneyder y Azrael quienes sin tener que decirse cosas solo se centran en matarse. Ah, que buenas pelean dan estos versus de Sneyder contra un Capricornio ¿eh? jaja.
Llegan al punto de tensión máxima en la que de un espadazo de cristal Azrael se muere, y de un golpe Sneyder se queda sin armadura. Azrael estaba seguro de que ninguna de las armas de Sneyder lo dañarian pero, Acuario hace el truco de atravesarse a si mismo para herir al enemigo, y con eso planea que ambos mueran en eso que llama LUNA BLANCA... pero no.
 
Sneyder abre el ojo y no está en el Hades, sino que un nuevo golem fue invocado por Azrael para que los sacara de la Luna blanca antes de morir... y portando la armadura de capricornio porque pues, no sé, a Azrael le dolían los pies (¿?).
Total que Sneyder parece derrotado y es allí en que lanza la pregunta que siempre hace sobre la justicia, pero Azrael solo mueve los hombros jajaja, vamos Azrael, podrías haberlo hecho mejor XD
En fin, Sneyder sabe que los dos van a morir por sus heridas y es allí que confiesa que Lucile sí alcanzó a hacerle algo, poner en su cabeza la idea de suicidarse para no matar a Akasha y eso es suficiente razón para nunca jamás frenar sus intentos por matar a las brujas esas y su plan abominable.
 
Azrael no le da importancia y empieza a irse muy digno, aunque Sneyder lo amenaza de que si lo deja con vida nunca estarán a salvo, pero pues el asistente comete el posible error de seguir el mantra de Akasha sobre que los santos no mueren y como que le perdona la vida, pero eso no impide que lo sepulte bajo el coliseo y las ruinas jajaja ¿cuanto tiempo eso detendrá a Sneyder? Quieeeeen sabe. Pero de nuevo es un Capricornio quien se alza con el triunfo... pobre Sneyder jajaja.
 
PD. ¡Genial cap, sigue así :D!

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Publicado 19 abril 2023 - 20:01

Cap. 158 ¡JÓD3TE ARTHUR!
 
Empezamos con que en la pelea de las santas, Shaula alcanzó a atinar 15 agujones a Lucile, pero es lo malo de ser escorpión y que tus técnicas no maten! Porque solo por eso el contador de la magia de estatus que estaba sobre Shaula llegó a CERO y pow, SUPER EFECTIVO. Ahora es Shaula marioneta de Escorpio.
Pero ni aun con eso Lucile se escapa del veneno de la Muerte roja, por lo que es cuestión de escenas que muera, tal vez, ya que ningún humano lo puede curar, solo la Fuente de Atena, o que algún Dios de repente llegue y le lance saliva a la tipa, pero no creo que eso vaya a pasar... ¿o sí xD?
 
Vamos a donde Akasha y Arthur están. Akasha pues devastada y renegando de que ella no pudo haber matado a la tal Ethel, y no tiene ningún plan, y que renunciará a ser la Suma Sacerdotisa, que jamás quiso serlo, todo perfecto pero pues Arthur pide la cabeza de Lucile y ya, TODOS LOS DEMAS SE SALVARÍAN, pero pues aunque sabemos que Akasha jamás dejaría que mataran a Lucile frente a ella, en eso llega Azrael a entrometerse en la discusión.
Allí pues, Arthur se la suda, seguro los puede aplastar a los dos en un parpadeo, pero en vez de unir fuerzas contra Libra, Akasha se apresura a curar a Azrael de sus heridas pese a que este las quería conservar como recuerdo de su lealtad.
En eso pues llegan Lucile y Shaula marioneta a la escena, cosa mala pues, cuando Arthur estaba a poco de (tal vez) dejar viva a Lucile y rendirse, que Leo llega con su monigota y bueno, adiós a las dudas, hay que matar a la bruja.
Akasha y Azrael tambien se dan cuenta, y es Akasha quien le ordena a Lucile que revierta lo que le hizo la ninfa, pero Lucile le dice que después de que se "encarguen" de Arthur.
Asi pues Leo, Escorpio y Capricornio se posicionan para  hacer la exclamación de Athena. Cuando Akasha eleva su cosmos e impide que Arthur se vaya a refugiar a su dimensión privada, seguro que mojó sus pantalones, pero tuvo suerte que también Virgo empleó su energia para anular por igual la Exclamación de Atenea y la técnica con la que Arthur iba a intentar contrarrestarla.
Akasha quedó agotada por haber desbaratado todas esas técnicas, y vuelve a ordenarle a Lucile que libere a Shaula, o sino el Golem la haría papilla.
 
En esos momentos de confusión, sorpresa y demás, Arthur divaga en lo que aguitados está haciendo, por mucho que lo intentó Akasha quería salvarlos a Todos.
 
Al final, sea influenciado por el hechizo de Lucile de que no matara a Akasha o por otra influencia misteriosa, Arthur entendió que Akasha nunca sería una loca como Pirra, por lo que cuando aflojó el cuerpo, Lucile sintió que habían ganado y, cuando estaba a punto de tronar los dedos para liberar a Shaula que aparece el único personaje en la esfera de Marte que no vio el video completo ni sabe que está pasando y arruina todo ¡JA!
 
Lucile ve que sus dedos y mano caen cristalizados al suelo, cortesía de Sneyder ensangrentado, sin armadura quien tras haber ocultado su presencia apareció a repartir justicia solo como el sabe. Seguro Azrael esta que le explota el hígado por darse cuenta que en serio debió matarlo jaja
 
Lastima que Shaula le echó el polen invisible ese, por lo que sabemos que sobre la cabeza de Sneyder esta un contador invisible antes del DEATH ;__;, aun asi, Sneyder patea a Shaula y se abre paso hacia donde esta Akasha mientras Arthur solo se queda parado y viendo todo en camara lenta porque pues, no sé, estaba tan interesante la situación que no quería perderse ni un instante y/o le dio miedo entrometerse esta vez en el camino de Sneyder.
 
El Golem se interpone entre Sneyder y Akasha, pero Sneyder Rambo de Acuario recibe un golpe directo del Golem para poder clavarlo al suelo con unas lanzas y que no se entrometa mas. Lucile ya estaba por lanzar su magia contra Acuario pero es tarde, pues Sneyder, después de tantos arcos esperandolo, al fin logró usar su espada contra Akasha, hiriéndola gravemente, cosa que solo le fue posible al haber atacado a Azrael, sabiendo de antemano que Virgo se interpondría para recibir el golpe, y acertó, por lo que tras todo ese baile que realizó por fin se permitió caer al suelo.
 
Shaula quedó libre del embrujo porque Lucile perdió toda concentración, Arthur pestañeó y solo se quedó con cara de "Uy, si tan sooolo no tuviera dudas quizá habría hecho algo..."
Azrael decide huir con Akasha, ordenándole al Golem que mate a todo aquel que intente seguirlos, a lo que Shaula se le une para evitar que Arthur impida que se vayan.
Azrael se va hacia la montaña sagrada, dejando toda escena atrás.
 
Lejos, Akasha despierta en algún lugar del bosque que rodeaba la Fuente de Atenea. La mujer pues perdió el brazo derecho y tenia una herida muy fea que Sneyder le dejó de recuerdo.
Cuando Vrgo dice "Sneyder me quería muerta de verdad " yo solo puedo decir que... ¿Todavía lo dudabas? El tipo realmente te ha querido muerta desde el primer cap en el que estuvieron juntos jajaja, aun asi me da pena esta pobre mujer.
Azrael se da cuenta que si hubiera matado a Sneyder nada de esto estaría pasando y se culpa.
 
Akasha pues, DAMN, siento su pena en toda esta escena tan triste ;_; Magnifico trabajo el del autor para transmitir eso.
Luego confiesa que ella impulsó la amistad heterosexual entre Makoto y Azrael para que su asistente tuviera un amigo cuando ella ya no estuviera en este mundo.
En eso, lo que quedaba de la mascara de Akasha se desmorona y OJO, que según es la segunda vez que Azrael le ha visto el rostro, lo que significa que antes ya lo había visto, OMG!! Pero, pero, que dijo antes? que todavía le dolia la cabeza? Ay no! AY NO!
Bueno, Akasha recupera los ánimos cuando se entera que ella no mató a la tal Ethel, y aunque Azrael le dicen que pueden huir a cualquier otro mundo, ella dice que no puede ya que debe responder por sus faltas.
Akasha y Azrael se abrazan y es cuando Azrael se da cuenta que en vez de una pistola tiene una daga en su cinturón, esa que hace algunos caps Fobos puso misteriosamente allí, ¡como el cruel dramaturgo de este arco!
 
Total deciden quedarse e intentar arreglar todo el alboroto que el Ocaso de los dioses despertó entre su gente.
Y en eso, en medio de lo que pudo haber sido una confesión de amor, que Azrael apuñala a Akasha con la daga del dramaturgo sin que esta lo viera venir ni que lo pudiera evitar.
Ahora sí el narrador nos dice que los dolores de cabeza se terminaron pues el Satan Imperial se desvaneció cuando Azrael tomó la vida de Akasha, cortesía de Arthur quien imaginando todos los escenarios quizá previó que podrían escapar y de este modo consiguió ponerle fin al Ocaso de los Dioses.
 
Azrael se desmaya y esta lectora va a ir a su cama a llorar un rato, por que no ma#$%4 NO PUEDE SER!
ES BRUTALMENTE GENIAL COMO CUADRASTRE TODO ESTO Y QUE TUVIERAS LOS HUEV*S PARA HACERLO, PERO AL MISMO TIEMPO ES CONDENADAMENTE TRISTE, MUY TRISTE AAAAAAARRRGH!!!!
 
PD. Estupendo (pero tristiiiiiiiísimo) episodio, MY GOD! Sigue así!
 
PD2. JÓD3TE ARTHUR, EN SERIO QUE TE DEN POR DETRAS ALGUN DÍA >< TE MALDIGO A TI, A TU HIJA Y A LAS HIJOS DE TU HIJA POR SIEMPRE.

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


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Publicado 24 abril 2023 - 12:52

Saludos

 

 

Seph Girl. Así es un poco el día a día, una suma interminable de situaciones que sucedieron porque otras no se dieron. Ser Suma Sacerdotisa es una carga pesada, por ejemplo, aunque eso no excusa las tonterías del Papa de Next Dimension.

 

Shaula y Akasha entendiendo cada una cosa distinta, un clásico desde el tercer arco.

 

Será la santa de oro más débil de su generación, pero también es lista como pocos. No solo por hacer su primer movimiento, sino también por sacar a tiempo la carta Azrael, como dices. ¡Así inicia una de las tres Batallas de Mil Días!

 

Fue un método poco ortodoxo para hacer que aparte de santos de oro de otras realidades, también Sneyder decidiera confiar en Akasha. ¡Gracias a Leteo por su incuestionable aporte! Y a Atlas, claro, que le paso los apuntes a Sneyder ya que no pudo ir a clase. Sí, Sneyder no es de largos debates morales, tiene una forma de ver el mundo y actúa en base a ella. Es por eso que, una vez más, Azrael puede actuar como un santo de oro. ¡Comienza la segunda Batalla de los Mil Días! Con la venganza de Azrael por aquel puñetazo  a Akasha en el segundo arco, hace más de cien capítulos.

 

Arthur esperando el momento justo para actuar, otro clásico de la historia. Me vino bien que fuera el santo de Libra, porque con eso de que solo él puede autorizar el uso de las armas de Libra siempre he sentido que en un Santuario completo, incluso si no es el Papa, tiene una autoridad especial. Como un seguro para esos casos donde el Sumo Sacerdote está loco, o lo poseyó un mono, o solo es especial. Como dije al inicio de esta respuesta, muchos condicionantes para que las cosas pasaran como pasaron, algunos quizá se pudieron evitar, otros yo creo que no. Akasha es quien es desde hace mucho, no sacrificaría a ningún santo de Atenea para salvar el pellejo. Por otro lado, dado el rechazo que le produce el Ocaso de los Dioses, Arthur no puede permitir que la sola posibilidad de que un plan así se ejecute exista. Con todo, la tercera Batalla de los Mil Días (¿Quién me iba a decir a mí que podía meter tres batallas de esas en un solo capítulo y que quedara bien?) no inicia hasta que un nombre sale a la palestra. Ethel. ¿Será posible que Akasha sea la responsable de su muerte?

 

Oh, sí, desde hace mucho que lo tengo por un maldito capaz de hacer un verdadero desastre desde las sombras, pero es en esta historia cuando lo puedo demostrar.

 

Ojo, gran capítulo, no solo bueno. ¡Ojo a la diferencia!

 

Algo tiene Sneyder con los santos de Capricornio. Siempre pelea con ellos. Me alegra que lo hubieses esperado tanto, y más aún que cumpliera tus expectativas, pero como dices, mientras estos se lanzan a resolver su feudo, vamos con Arthur y Akasha.

 

Sí, no hay duda de que Arthur es un monstruo desde que lo presenté. Tiene la fuerza, la habilidad y la inteligencia para ello. En lo personal me gusta más que los santos de oro sean iguales entre sí, como se supone que deberían, pero por un lado, no pude resistirme al tropo, y por otro, tener que manejar a guerreros sagrados de distintos rangos hace que no me pese más de la cuenta una diferencia de poder entre unos santos de oro y otros para que cada cual tenga su rol. Y digo eso porque así lo siento, pero vaya que tu forma de describirlo resume bien la diferencia entre estos dos contendientes. Suficiente como para que sea necesario pensar en la técnica más prohibitiva y por tanto más usada, ¡la Exclamación de Atenea! Se ve que Akasha heredó la tenacidad de uno de sus siete maestros, el bueno de Seiya de Pegaso. Otra mención más a Ethel. ¿Será que por fin, después de tanto, sabremos qué sucedió en la Rebelión de Ethel?

 

Sneyder en general es de pocas palabras y no hay un Makoto salvaje por ahí que saque de Azrael su lado más cómico. ¡Muy agradecido por ambas cosas! Debe ser gracias a eso que la batalla pudo ser tan corta e intensa.

 

Láser, si me toca, me quema. = Sneyder, si me corta, me mata. Pero los poderes de Azrael también son de temer, harían una dupla peligrosa esos dos.

 

Usar un cuerpo humano para ocultar una estocada, todo un clásico del Anime/Manga. Así como en el Shishio VS Kenshin, solo que entonces fue Yumi, claro. No puedo asegurar la razón exacta, pero aventuro que Azrael le dio el manto de oro al gólem que lo iba a rescatar en vez de a sí mismo, que estaba en apuros. Y así la racha de buenas respuestas para la pregunta atómica del Pacificador se interrumpe. ¡Mal, Azrael!

 

Sí, sentir que tus propias convicciones pueden torcerse por los poderes de Lucile hace que sea difícil creer las buenas intenciones del plan. Sneyder sería tremendo Capa Blanca si hubiese nacido en el mundo de la Rueda del Tiempo.

 

Los santos no mueren, por tanto, está bien enterrarlos bajo una montaña. Total, lo hicieron con el Son Goku original y no pasó nada malo.

 

Alergias conocidas de Sneyder: gente nacida bajo el signo de Capricornio.

 

Segunda Batalla de los Mil Días concluida. Resultado: Ganó Azrael.

 

Ojo, este no es buen capítulo, ni un gran capítulo, sino uno genial. ¡Ojo!

 

Creo que el review del capítulo 158 es el más largo hasta ahora, y no te mentiré, me alegro mucho de que sea justo el de uno tan significativo. Solo que… el título… ¡Diablos señorita! Esos dedos se movieron rápido.

 

Las Agujas Escarlata logrando una victoria que no es decisiva, otro clásico de Saint Seiya. Parece que la guerra de magias de estado la ganó, temporalmente, Lucile. Temporalmente porque Shaula tiene su veneno a prueba de hospitales y magia blanca. ¿Un dios rescatando a Lucile? *Fuerza la voz para parecerse a Pascu y Rodri cuando eran algo más que buenas animaciones.* La ninfa pelirroja que te envenenó… ¡Es Zeus!

 

Primera Batalla de los Mil Días concluida. Resultado: Ganó Lucile.

 

Cuando uno es tan superior a su oponente, se esperaría que solo le gane y ya, pero Arthur va con todo, golpeando donde más duele. La batalla no se resolvió antes de que Azrael, como buen asistente, viniera en su ayuda, pero seamos serios…

 

Tercera Batalla de los Mil días concluida. Resultado: Ganó Arthur.

 

El equipo Akasha lleva ventaja. 2 victorias de 3. Pero esa ventaja no importa, porque Arthur es un monstruo por sí solo, con, o sin ayuda de Shaula y Sneyder.

 

Es algo chocante, los dos grupos guerreando con todo, y Akasha anteponiendo su deseo de proteger a cualquier alineamiento. Pero ella es así, del mismo modo que Lucile es como es. Tal cual dices, lo que la Bruja le hizo a Shaula es clave para reavivar la determinación de Arthur contra la santa de oro. Es la cara mala de lo que hace, que si bien es la que suele mostrar, destaca ahora en el contexto de un plan mundial. Todo está servido para un regreso a las hostilidades y la tan temida ejecución de la Exclamación de Atenea, pero entonces la Suma Sacerdotisa pone orden, porque desde Lost Canvas que sabemos que de verdad ese es el papel de quienes ocupan el trono papal. No solo anula los ataques de los dos grupos, sino que ordena a la ordenadora. ¡Bien hecho!

 

Ante esas circunstancias, Arthur no puede sino empezara cuestionarse qué está haciendo. Y en parte ese es el problema de todo esto, que duda, pero no toma una decisión tajante y acaba ejerciendo un papel de mero observador de la tragedia.

 

Porque Sneyder dejó en claro que a él, o lo matabas, o te mataba. Cargó a por todo lo que se le interpuso entre él y Akasha, Lucile, Shaula y Azrael. Quizá habría cambiado de parecer si hubiese escuchado todo lo que pasó, quizá no, pero hay que quedarse con lo ocurrido. Lucile perdiendo el control, Shaula liberada, Akasha herida de gravedad y Sneyder envenenado, uniéndose por tanto al grupo de personajes que no tiene un elevado índice de supervivencia, precisamente. Solo una vez logró su cometido, el Pacificador, terror de los rebeldes del Santuario, se permitió caer. Me gustó escribir esta escena porque es de esas veces en las que, pienso, puedo transmitir que todo pasa muy de prisa. Sí que uso mucho del estilo Quicksilver donde el entorno se queda quieto mientras el personaje rápido lo goza, pero eso es un truco, aquí no es solo que los personajes sean rápidos frente a los que lo ven, sino que las propias acciones pasan a tanta velocidad que nadie habría podido reaccionar de otro modo, salvo quizá Arthur.

 

Shaula abandonó el Equipo Arthur por la indecisión del líder, pero Akasha y Azrael se han ido y Lucile no está operativa por el momento. ¿Qué irá a ocurrir?

 

Fue escrito con toda intención de que se leyera así.

 

Me temo que sí, esto último no habría ocurrido si Azrael mataba a Sneyder, pero…

 

Como dije cuando lo publiqué, es por estos capítulos, y en especial este, que empecé a escribir esta historia. Es el centro a partir de la cual nació su inicio, que ya habéis leído, y su final, que aún os queda por leer. Significa mucho para mí que te haya impactado tanto desde que lo leíste en el borrador original.

 

De verdad merece el título de Tejedora de Planes si pudo planear lo de Makoto y Azrael, porque ni yo mismo lo planeé. ¡Salió solo!

 

Parece ser que sí, Azrael ya ha visto la cara de Akasha. ¿Cuándo? Creo que por el momento no he dicho nada al respecto, así que calma. Dolor de cabeza, dolor de cabeza… Se ve que al gólem le están dando una buena paliza.

 

Cuando menos, entre tantas cosas inesperadas que planeó e hizo, no está la muerte de Ethel, cuya historia podrán conocer a partir de este mismo día. Ya ves, como Suma Sacerdotisa tiene el mismo sentido de responsabilidad, si no más, que cuando era solo la santa de Virgo. Si cometió alguna falta, está dispuesta a pagar con ella, y según sus propias deducciones, incluso pensaba de ese modo cuando tenía todos sus recuerdos. La Tejedora de Planes preveía incluso si posible condena.

 

Ah, la famosa daga, tan mítica en diversas obras de la franquicia. La pieza clave de esta obra, que por desgracia no es de attrezzo, ¿verdad, Fobos?

 

Como dije arriba, Azrael matando a Sneyder habría podido evitar que este hiriera a Akasha. Akasha yéndose con Azrael habría podido evitar un nuevo encuentro con Arthur y el posterior enjuiciamiento. Pero incluso en esas circunstancias, lo que se había puesto en marcha, la razón de los dolores de cabeza de Azrael, el Satán Imperial, habría llevado a este resultado. Por eso es un movimiento tan previsor e implacable, y por eso este segundo título del capítulo, tan gráfico. Considerando incluso la posibilidad de que lo hubiesen derrotado, creó una ruta infalible para neutralizar el Ocaso de los Dioses.

 

Me resultaba difícil imaginar cómo reaccionaría Azrael a eso y en ello quedó. Para él, sencillamente no hay peor experiencia. No pudo soportarlo.

 

Soy el primer sorprendido, porque los eventos de Marte apenas requirieron revisión desde el ya lejano borrador. Imaginé esta escena hace muchos años y pude llevarla a cabo como quería, muy a pesar de que Akasha y Azrael eran tus favoritas. ¡No podía dar un paso atrás! Era así como tenía que ser. Como sabes, no siempre acepto los finales tristes (todavía espero una ruta alternativa para Witch´s House. Sentado, eso sí.), pero sí he experimentado lo que es ver un final triste y sentir que, si no hubiese sido así, la historia no habría funcionado igual. Con ello quiero decir que entiendo lo que dices y de verdad agradezco haber podido transmitir esta sensación.

 

Estupendo y tristísimo, señores, el capítulo más laureado por esta lectora.

 

¡¡DIABLOS SEÑORITA!!

 

(Doy fe de que leía «Tu hija» y no sabía a qué hija te referías. Pobre Rin.).

 

 

***

 

Interludio - Marte

 

Años atrás, en una región escondida del Himalaya, dos jóvenes entrenaban con el fin de convertirse en santas de Atenea. Se trataba de un terreno duro para vivir, a miles de metros de altura el frío llegaba a ser mortal, sobre todo durante la noche. Sin embargo, los meses que habían compartido en la mítica tierra de Jamir habían sido dichosos para ambas, que pronto se volvieron amigas.

Las dos daban todo de sí en cada prueba que el pícaro señor de Jamir les ponía, así como en los duelos que cada tres días libraban a escondidas de aquel, bajo la supervisión de sus respectivos custodios: Azrael, el asistente, y Lucile, la marcada por la constelación de Leo. Sin embargo, siempre una de ellas se esforzaba más.

—Estoy agotada —tuvo que admitir Ethel, moviendo las trenzas castañas mientras cabeceaba—. No puedo más.

—¿Ya? —Akasha, tres años mayor, se cruzó de brazos—. ¡Pronto tendrás que competir por tu manto sagrado!

—Lo sé… Es que no puedo más —repitió, cabizbaja. Tenía un poder mental tremendo, pero no era lo mismo físicamente. ¡Y de todos los aspirantes contra los que podía competir, justo le tocaba Tiresias!—. ¿Descansamos por hoy?

Akasha se inclinó para mirar a Ethel con detenimiento, tal  y como solía hacer Lucile. Al final, dando un suspiro, asintió.

—Yo haré algunos ejercicios mentales. Falta mucho para la cena.

 

La aspirante a Virgo no había terminado de hablar cuando Ethel salió volando, risueña, hacia el edificio donde vivían. Una torre sin puertas ni ventanas, a la que solo se podía acceder con el permiso expreso de Kiki, siempre que se hubiesen completado los entrenamientos del día. Fallar como discípula del señor de Jamir significaba pasar la noche a la intemperie y sin comer.

Claro que solo Ethel y Akasha vivían bajo esa regla. Lucile, quien estaba por cumplir los veinte años, podía doblegar al duende pelirrojo con un simple susurro. No vestía el manto de Leo solo porque no había recibido la autorización papal, pero desde antes de que Akasha llegara a aquellas tierras ya no tenía ninguna necesidad de entrenar. Estaba en Jamir como inquilina, más que como discípula.

Contrario a otros días, en los que solía pasar la tarde fuera, la futura leona de oro estaba sentada a la sombra de la torre. No vestía la ropa de entrenamiento usual, túnicas desgastadas con algunas piezas de cuero a modo de armadura, sino que la cubría un elegante vestido blanco sin mangas. Una persona normal con esas fachas se estaría muriendo de frío, pero Lucile hasta se daba el lujo de tararear.

—¡Lucy! —saludó Ethel, bajando a tierra—. ¿Puedo pasar?

—Es pronto para la cena —recitó Lucile, imitando a la perfección la voz de Akasha.

—Quisiera dormir un poco antes.

—También es pronto para dormir. Duerme de noche, vive de día.

—Tú a veces duermes todo el día y cantas durante toda la noche.

—Como elegida de las estrellas de Leo, la noche puede ser mi reino de vez en cuando. Es duro ser un prodigio —rio la de cabello dorado—. Míralos, ¿no son adorables? 

Enseguida Ethel entendió a qué se refería. Se giró, curiosa, para ver a Azrael y Akasha librando el duelo más corto de la historia. Desde la recuperación de la aspirante a Virgo, esta se había empecinado en que el tenaz asistente retomara su entrenamiento. Sin embargo, la muchacha no era muy buena maestra en la teoría, por lo que lo mejor que podía ofrecer eran combates prácticos que siempre resultaban en un hombre adulto siendo sometido por una muchacha de catorce años.

—No lo sé, Lucy. ¿Azrael estará bien perdiendo siempre? —preguntó Ethel, más para sí que para Lucile. Solo ver al asistente reír, afable, mientras Akasha le reprendía, la tranquilizaba un poco—. Asha no debería ser tan dura.  

—Azrael —repitió Lucile, susurrando al oído de la distraída Ethel—. Nosotras somos Lucy y Asha, ¿y al apuesto escudero le dices Azrael? ¡Qué rápido creciste!

—¿¡Qué!?

Ethel solo pudo mirar a Lucile por algunos segundos. Aun portando ambas una máscara, la heredera de Leo tenía la facultad de expresar su inquisitiva mirada a través de la fría pieza metálica mediante calculados gestos. La niña dio un respingo y luego saltó, quedándose en el aire sin querer mientras se tapaba las orejas.

—¡Eres mala, Lucy! —exclamó al sentir que la mujer reía—. ¡Prometiste que no usarías tus poderes conmigo!

—Y no lo hago —susurró—. No es necesario mi don divino para hacer que una jovencita sienta cosquilleos… —dejó caer, divertida. Volvió a reír en cuanto vio que Ethel miraba a donde estaban Akasha y Azrael. Por supuesto aquel par, ensimismado como estaba en la charla que tenían, ni se había dado por enterado.

Conforme se calmaba, Ethel fue descendiendo de nuevo a tierra, no sin antes tironear de un largo mechón de la melena dorada. Aquel gesto había provocado enojos en el pasado, pero ese día Lucile parecía haberse despertado con buen humor.

 

—A veces me pregunto…

—¿Sí, Lucy? —preguntó la pequeña, llena de curiosidad. Cuando vio que la heredera de Leo cabeceaba, insistió—: ¡Ahora tienes que decírmelo!

Seguían mirando al asistente y la heredera de Virgo, quien se había habituado a vestir como un hombre desde la recuperación, no solo llevando pantalones y botas, sino que también las mangas de la camisa llegaban hasta casi rozar unos guantes que ella misma había cosido. Todo para evitar exhibir las cicatrices que dejaron tantos años de forzar el control de un cosmos inestable. Incluso cooperando las dos solo habían podido ayudarla a curar tan terribles heridas, sin que llegaran a desaparecer por completo. Y ambas eran conscientes de que la razón por la que Akasha se seguía levantando era que aquel estrafalario ex-soldado siempre estaba ahí para apoyarla.

—Es una música interesante la de esos dos, mas no puedo interpretarla del todo —admitió Lucile entre susurros, más sutil que la jovencísima Ethel. No era algo que le gustara decir en voz alta, en cualquier caso. Los Mu no habían contado con alguien como ella ni en la edad dorada en que construyeron los mantos sagrados, así que cualquier límite que encontraba para tan precioso don la ofuscaba. Deseaba, más que cualquier otra cosa, superarlo cuanto antes—. Me pregunto si puedo hacer que dejen de ser tan tímidos. ¿Satisface eso tu curiosidad, pequeña?

—Hacer que dejen de ser tan tímidos —repitió la pequeña con lentitud.

—Las emociones y sentimientos de esos dos son como un amplio y apacible lago que envuelve estas tierras resecas y aburridas. Un lago estable, cristalino, que relaja con solo observarlo por un tiempo —expresó, habiendo escogido con sabiduría términos que la pequeña pudiera entender. No quería que luego estuviese tres días preguntándole por el significado de cada palabra—. Mas llegado el momento la estabilidad pasa a ser estancamiento. ¿Si revuelvo ese lago, puedo convertirlo en un río?

El largo silencio que sucedió a aquella pregunta dejó claro que Ethel no la estaba siguiendo. Lucile suspiró, en parte decidiendo que no debía usar metáforas cuando hablaba con niños, en parte temiendo que fuera culpa suya. De no haberse encontrado con Kiki, a esa edad ya sería una talentosa psiquiatra con todo un mundo por delante. Un aburrido mundo por delante, claro.

 —Darles un impulso para salir de la zona de confort. Hacer que Azrael le quite la máscara, la tire montaña abajo y la bese. ¿Eso lo puedes entender, pequeña?

—¡No puedes hacerlo! —gritó Ethel, quien de inmediato bajó la cabeza, continuando entre susurros—: No está bien, Lucy. No está nada bien.

—Tienes razón —reconoció Lucile—. Akasha debería llevar la iniciativa.

Agradecida de la máscara que le ocultaba la cara, roja como un tomate, Ethel tironeó del pelo de Lucile con fuerza hasta que ambas estuvieron cara a cara. La heredera de Leo, lejos de enfadarse, rio por lo bajo.

—El amor tiene que ser puro —aseguró muy seria—. Podemos hacer que los demás piensen o sientan muchas cosas, malas y buenas, menos eso. Porque si es obligado no sirve. Es una… una… —pausó unos segundos para pensar—. ¡Reacción nuclear!

—Reacción química —corrigió Lucile, con la mano sobre la frente enmascarada—. El amor tiene que ser puro, ¿eh?

Resultaba tan simpática la forma en que Ethel hablaba de aquel tema, que Lucile prefirió no comentarle de momento que había más de una razón por la que un hombre querría besar a una muchacha.

—Además…

—¿Sí, pequeña?

—Azrael tiene muchos más años —apuntó Ethel, a quien la altura del asistente siempre le había sorprendido—. Como diez.

—Nueve, en realidad.

—Eso —cortó Ethel, cabeceando—. Asha aún es muy joven para esas cosas.

—Tienes razón —volvió a reconocer Lucile, despertando preocupación en la pequeña. La heredera de Leo nunca concedía nada a nadie sin añadir algo nuevo—. No está bien que Akasha  reciba un beso antes que tú.

—¡Lucy!

—Tal vez debería hacer que las dos…

—¡Lucy! —repitió Ethel—. ¡Basta!

La de blondos cabellos se limitó a reír. ¡Cómo disfrutaba hacerla enojar!

 

*** 

 

Había un único acceso para llegar a Jamir por tierra. Se trataba de un camino de escasa anchura, con abismos a ambos lados que daban a parar a un sinfín de picos de piedra. Tiempo atrás, allá abajo podían verse esqueletos cubiertos con mantos sagrados muertos, santos que no fueron dignos de ver las armaduras que vestían resucitar. Ahora no quedaba ninguna, pues era deseo del Sumo Sacerdote, influenciado por su primera pupila, Akasha, revivir por completo a la orden de los ochenta y ocho santos.

Sin embargo, ese cambio no había afectado a la dificultad de cruzar tal camino, pues sobre el mismo el actual señor de Jamir seguía imponiendo una ilusión aún más elaborada y retorcida que la prueba de enfrentar a las almas de los santos muertos. Akasha la afrontaba cada noche, empezando desde un extremo mientras que Azrael le esperaba en el otro. En todas las ocasiones, la muchacha hacía la misma advertencia.

—Si me quedo quieta no vayas a recogerme. Debo cruzarlo por mí misma.

—Ese es el deber de un santo —convino Azrael, cabeceando afirmativamente—. Mi deber como asistente es impedir que se caiga.

—No hay helados aquí —bromeó Akasha, evocando un recuerdo ya lejano.

Cruzar el camino la primera vez no fue difícil. Cualquiera podía salir de las tierras de Jamir, en eso no había obstáculo alguno. Sin embargo, una vez llegó al exterior, lo que parecía una senda clara se transformó en otra cosa. Un mundo aparte surgía, confundiendo todos los sentidos que la aspirante a Virgo conocía, incluyendo el sexto.

Si quería regresar a la torre, tendría que enfrentar lo que más temía. Ethel y Lucile aparecieron frente a ella, sobre un suelo que en realidad no debería existir. Las líneas en relieve de las máscaras se movían como si fueran los verdaderos ojos y labios de ambas, interrogándola sin decir una sola palabra. Querían saber lo que con tanto celo les estuvo ocultando durante todo ese tiempo.

Akasha respiró hondamente, alistándose para la prueba, y empezó a avanzar.

 

***

 

El gran día llegó más pronto de lo que Ethel hubiese querido. Ya que nunca pudo encontrarse al líder de los caballeros negros, el Santuario creyó conveniente enviar a un escolta para la pequeña aspirante en su viaje a tierra sagrada.

—¿Está lista nuestra campeona? —saludó Lesath de Orión, veterano guerrero que ya servía a Atenea antes de que cualquiera de los habitantes de Jamir hubiese nacido—. Con esos músculos, temo por tu rival.

Ethel no dijo nada. Y mientras que Azrael y Kiki se limitaron a formar una sonrisa forzada, Lucile rio, pasando la mano sobre la máscara dorada.

—¿Sabes que puede leerte la mente, perro mío?

—¿Leer la mente? —repitió Lesath, estupefacto—. ¿Cómo Asterión?

La cara del guerrero lo decía todo. Había mentido como un bellaco sobre la musculatura de Ethel, quien seguía siendo mucho mejor como psíquica que como luchadora.

—El primer deber de un guardaespaldas es mantenerse con vida —apuntó Lucile en voz baja, quizás dando a entender que Ethel no debía escucharla—. Recuérdalo bien o tendré que buscar a un perro más joven que se sepa cuidar mejor. He oído maravillas de las aspirantes a los mantos de Lebreles y Can Mayor.

—Tendré cuidado, Lucy.

Lesath sonrió con picardía al ver cómo Lucile se giraba hacia Ethel, quien se encogió de hombros. Otro debía habérselo dicho.

No era que al santo de Orión le importase que aquella temible guerrera lo llamara perro desde el día en que conoció su historia de exilio auto-impuesto durante el patriarcado de Saga de Géminis. Le traía sin cuidado cómo le dijeran o lo que pensasen de él los demás, razón por la que siempre vivió apartado de los santos de plata de la anterior generación. Pero no por eso dejaba de ser humano. La oportunidad de responder a la futura leona de oro no se le presentaría dos veces. Estaba seguro.

 

En eso, Azrael carraspeó, llamando la atención de Lesath.

—¿Tú eras el secretario de Akasha, no? Nos vimos algunas veces, en Siberia.

—Le recuerdo —asintió Azrael, recordando que aunque el maestro oficial de Shaula había sido Hyoga, fue Lesath, compañero de entrenamiento del antiguo santo de Escorpio, quien le mostró el camino para dominar la Aguja Escarlata. En el tiempo que convivieron con la joven ninfa, el santo de Cisne centró esfuerzos en entrenar a Akasha, sin éxito—. También he oído muchas cosas de usted.

—He vivido mucho, ya lo sé —cortó Lesath. Sonreía, aunque dejaba entrever un cierto tono sarcástico al hablar—. Es normal que se hable de mí.

—Me refiero a su última batalla —aclaró Azrael—. La sombra de Águila, Hipólita.  

El rostro de Lesath se iluminó. ¡Aquella sí que era una hazaña de la que valía la pena hablar! Tomó aire antes de empezar.

—Lo cierto es que no estuve solo. Me acompañaron cuatro santos de plata, cuatro —reiteró enseñando la mano—: Ishmael de Ballena, Marin de Águila, Zaon de Perseo y Nicole de Altar. De entre los caballeros negros, Hipólita era…

 

A Ethel se le escapó un bostezo un par de minutos después de que el santo de Orión comenzara. Enseguida se sintió avergonzada, pero Lesath seguía hablando sin parar y Azrael no dejaba de sorprenderse, como si justo ese día se hubiese percatado de que caminaba entre guerreros capaces de realizar proezas extraordinarias. Lucile y Kiki, par de traviesos, soltaron una risita bien disimulada; eso hizo que se sintiera aún peor.

Primero con pasos cortos y luego dando largos saltitos, casi volando, la aspirante al manto de Hércules se escabulló del grupo. A medio camino, distraída por un detalle en medio de la aburrida exposición —Hipólita tenía una hija, al parecer— chocó con alguien. Justo la persona a la que había ido a buscar.

—Llegué a tiempo… ¡Ay!

—¡Asha! —saludó Ethel a la vez que la abrazaba—. ¿Te he hecho daño?

—No es tu culpa —aclaró Akasha mientras Ethel bajaba. Se sobó el hombro, herido bajo la tela y la hombrera de cuero. Un pequeño recuerdo de la primera y última vez que ella y Lucile habían tenido un combate práctico. El día anterior, la heredera de Leo había probado con ella una técnica nueva, la Daga Magnífica, que hacía del canto de la mano una afilada espada—. De verdad.

—¡Lucy te pudo haber matado! —exclamó Ethel, sorprendiendo a Akasha—. Perdón. Cada vez me cuesta más controlarlo.

—Soy yo la que debería disculparse por no proteger bien mi mente —apuntó Akasha, poniendo las manos sobre los hombros de Ethel. En unas pocas horas estaría en juego todo por lo que esta había entrenado los últimos años, lo último que necesitaba era temer su propio poder—. ¿Estás preparada?

—Sí —asintió la aspirante, deseando mostrar seguridad a quien la había apoyado tanto los últimos meses—. Cuando gane el manto de Hércules quedará menos para que se cumpla tu sueño. ¿Verdad?

—Ojalá hubiese cientos de mantos sagrados. Son muchos los que darían su vida por nuestra diosa y el mundo. —Akasha bajó los hombros, entendiendo que no tenía caso pensar en eso—. Solo recuerda cuáles son tus puntos fuertes y débiles, así como los de tu adversario. Una mente poderosa vale tanto como un cuerpo lleno de vigor.

—Eso ya me lo decía Lucy antes de que tú llegases —recordó Ethel un poco ofuscada.

 

Las compañeras regresaron al grupo que Lesath seguía atosigando con el más mínimo detalle sobre la batalla que lo había hecho famoso. Kiki, que lo había notado, aprovechó para interrumpir el relato con una brusquedad de la que solo él podía hacer gala.

—¿Por qué mi hija necesita escolta?

—¿Perdón?

—Yo puedo teletransportarla directamente al coliseo —explicó Kiki—. No entiendo para qué necesita a un charlatán como tú.

—Porque incluso en el Santuario podría haber espías de los caballeros negros —apuntó Lesath, endureciendo la mirada—. El Sumo Sacerdote aún no ha armado a ningún santo de oro, los mantiene en campos de entrenamiento bajo la supervisión de los héroes legendarios. Eso significa que el Santuario sigue siendo un lugar tan vulnerable como cualquier otro. Y ha habido ataques en Atenas.

—Ya, ya. Tampoco hay por qué enfadarse. Relájate —instó Kiki antes de mirar hacia atrás, fingiendo sorpresa. Con aire distraído, exclamó—: ¡Akasha, viniste!

La heredera de Virgo dio un saludo formal en cuanto vio el manto de Orión. Lesath se quedó extrañado; Shaula nunca lo había tratado con tanta deferencia.

—Vaya que has crecido —comentó al fin—. Puede que no me recuerdes…

—¡No le respondas, Akasha! —aconsejó Lucile—. Antes, detente un momento a pensar en lo primero que se fijó este muy, muy experimentado perro.

Lesath no dijo nada. Se limitó a cerrar la boca y desviar la mirada, sabiendo a aquella hechicera de cabellos dorados capaz de hacerle quedar como esa clase de persona.

Azrael apenas prestó atención a la insinuación de Lucile, pues había estado redactando los detalles más relevantes de la historia de Lesath en una libreta recién sacada del bolsillo. Una costumbre curiosa que había adquirido mientras viajaba con Akasha y que con el tiempo se perdería, sustituida por la muy confiable memoria del asistente. La traviesa heredera de Leo suspiró, decepcionada. Había esperado al menos una reacción.

—Maestro Kiki.

El pelirrojo dio un respingo, aún extrañándole que la joven que meses atrás estuviera a punto de matarlo lo tratara ahora como maestro. Claro que la sorpresa no duró mucho y, al volverse hacia Akasha, ya se mesaba la perilla esbozando una sonrisa maliciosa.

—Ya que usted puede transportar a Ethel al coliseo en un momento, ¿no podría descansar aquí antes del combate? Creo que se sentirá más cómoda en la torre que en un lugar desconocido —explicó, serena, a lo que la aspirante asintió varias veces.

Kiki parecía dudoso, nunca les dejaba tomar una siesta tan temprano, pero en cuanto Lucile empezó a recitar una canción, habló, queriendo ser él quien tomara la decisión.

—Bueno, si alguien la acompaña y se asegura de que se despierte a tiempo…

—Azrael lo hará —propuso Akasha, girándose hacia la aspirante—. Él ni siquiera necesita un reloj para saber qué hora es. Y seguro te da muy buenos consejos. ¡Pero si trata de ofrecerte una pistola para el combate, no le hagas caso!

Esa última advertencia sacó una carcajada a todos los presentes. Fue parecido a una tonada escalada, desde la risa infantil de Ethel a la vieja, gastada y casi perversa de Kiki, quien muy en el fondo se alegraba del buen ambiente que reinaba en Jamir.

—¿Estás de acuerdo con eso, hija?

—Sí, sí —asintió Ethel, enérgica—. Así Lucy no podrá hacer que Asha y Azrael… ¡Nada, nada! ¡Vamos, vamos!

Antes de que nadie pudiera increparla, tomó la mano del asistente, quien por supuesto estaba de acuerdo con la propuesta de Akasha. No obstante, mientras caminaban hacia la torre, no se aguantó soltar un comentario en voz alta.

—Bueno, señorita Ethel, creo que este es un buen momento para hablarle de las nanomáquinas…

Sonriendo bajo la máscara dorada, Akasha solo movió la cabeza de un lado a otro. Aquel hombre era realmente incorregible.

 

***

 

—¿Y bien? —preguntó Lucile en cuanto notó que Ethel y Azrael habían entrado en la torre, contando con la autorización de Kiki—. ¿De qué quieres hablar?

Akasha enmudeció por momentos. Como era de esperar, Lucile era perspicaz. El problema era el público. Habría preferido hablar a solas.

—Duda antes de los hombres que de los perros, Akasha —aconsejó Lucile, poniendo a Lesath en la incómoda situación de decidir si lo estaban halagando o insultando. Tomó esa decisión en silencio, bajo el diabólico escrutinio de Kiki—. De verdad, ahora que los niños se fueron a la cama es buena hora para que hables con los adultos.

—No sé… —murmuró Akasha, entre dientes. Miraba hacia el señor de Jamir, como pronto harían también Lucile y Lesath. El pelirrojo alquimista era tan descuidado con su aspecto que solía dar una impresión todavía peor de cómo era en realidad.

Kiki, una vez se supo increpado, trató de restarle importancia con vistosos gestos y frases a medias, pronunciadas con un tono despreocupado. Nada funcionó, así que acabó por desaparecer sin más.

—Empieza por el principio —pidió la heredera de Leo, comprensiva.

—Desde hace siete años, a cada uno de mis maestros, les hice la misma pregunta: ¿Qué es el mal? Quería saber por qué las personas tenían que sufrir tanto, por qué el mundo era tan distinto de Rodorio. La conclusión que he sacado es que el mal existe en el corazón de todas las personas.

—Es una buena forma de resumirlo —asintió Lucile—. Sigue.

Fue una larga charla que en más de una ocasión tomó por sorpresa a la de rubios cabellos, quien nunca había dejado de ver a Akasha como a una encantadora, aunque atolondrada, muchacha. Oh, podría vestir el manto de Virgo en el futuro, incluso si nadie le tenía fe, pero luchar era algo que cualquier santo de Atenea podría hacer, fuera débil o fuerte. Pensar, tener una visión, eso era algo muy distinto. Akasha no le estaba hablando de detener a ninguna amenaza, sino de extinguir aquello que había definido como una parte de todos y cada uno de los seres humanos.

Hubo una confesión implícita en todo aquel discurso. Los días en que Ethel y Lucile curaron a la sentenciada Akasha hicieron algo más que conectar la mente, el alma y el cuerpo con un cosmos que los rechazaba; le dieron la respuesta que había buscado desde el día en que se convirtió en aspirante. Ella había escogido la senda de los santos de Atenea para proteger el mundo, pero su concepto de lo que era el mundo no había dejado de cambiar. Salir de Rodorio, conocer a Azrael, la invasión de Caronte, los viajes a Reina Muerte, la isla Andrómeda, Siberia, el Monte Lu y Jamir. Era incapaz de conocerse a sí misma porque lo que la rodeaba la estaba abrumando.  

—Estaba… —dejó escapar Lucile, saboreando esa palabra, mientras Akasha terminaba de exponer la base de lo que en el futuro conocerían como el Ocaso de los Dioses—. Esto no se te ha ocurrido ayer, ¿verdad?

Lo que a Akasha le faltaba en elaboración y elocuencia, lo compensaba con pasión. Era claro que llevaba mucho, mucho tiempo pensando en cada detalle, al menos dentro de los límites que tenía una joven de catorce años que aprendía antes a luchar que a pensar.

—Desde que os conocí… —Con un brusco movimiento, la aspirante a Virgo negó aquella mentira—. Desde que experimenté tu poder supe qué era lo que faltaba.

—Porque no quieres controlar a la humanidad, sino guiarla, orientarla —señaló Lucile, escogiendo las palabras que la muchacha había utilizado.

—Sé que está mal que una sola persona controle todo el mundo. —Si bien no muchos lo sabían, el primer maestro de Akasha, actual Sumo Sacerdote, era también el hermano de Saga de Géminis, quien consumido por una mente dividida persiguió tal fin—. Yo no quiero eso. Quiero ayudar a la gente.

—Quieres que todo el mundo pueda gobernarse a sí mismo —expresó Lucile, a sabiendas de que la pequeña debía aprender algunas cosas para entender el alcance de la idea que había tenido—. ¿Qué harás si te digo que no?

—¿Cómo?

—Eso. —La futura santa de Leo extendió los brazos hacia el cielo, teatral—. ¿Soy todo lo que tienes, no es cierto? Si te digo que no, ¿qué harás?

El reto fue lanzado, la sonrisa de depredador se mantuvo oculta bajo la máscara dorada. Akasha, lejos de amedrentarse, cerró los puños con fuerza.

—Me convertiré en Suma Sacerdotisa —aseguró, determinada—. Así tendré el apoyo de todos, nadie desobedece al líder del Santuario.

—¿Dices que harás de mí una herramienta? ¿Me utilizarás? —cuestionó, a lo que Akasha asintió. ¡Qué descarada se había vuelto en tan poco tiempo! Le dieron ganas de reír, aunque no lo hizo—. ¿Harás lo mismo con Ethel?

Como la perspicaz Lucile había supuesto, Akasha no respondió. No hubo ni balbuceos, solo silencio. El cuerpecillo de la aspirante a Virgo, antes mostrando firmeza y seguridad, ahora temblaba.

Lucile no pudo aguantar más. Rio, tironeando a la futura Suma Sacerdotisa de las orejas hasta levantarla del suelo. Oírla quejarse solo la invitó a reír con más fuerza.

—Puedo oler tus lágrimas, chiquilla —le susurró al terminar, bajándola al suelo con suavidad. Ya para entonces Lucile era muy alta—. No trates de fingir conmigo que no te importa lo que pensemos. No te va a servir.

En ese momento, con el pelo despeinado, las orejas enrojecidas y la hombrera empapada en sangre de una herida abierta, todo rastro de solemnidad se había perdido, muy a pesar de todo el discurso dado por la aspirante a Virgo. Sin embargo, cuando Akasha miró alrededor, se encontró con Lesath hincando la rodilla, y al lado, apareciendo como si siempre hubiese estado ahí, Kiki lo imitaba.

—Tuya es mi fuerza, de ahora en adelante —juró el santo de Orión, impresionado por las aspiraciones de la muchacha.

—Vas a necesitar apoyo —añadió Kiki, extrañamente serio—. Si te soy sincero, Shun intuía tus preocupaciones desde que entrenabas en la isla Andrómeda. Deberías hablar con él, podría convertirse en un poderoso aliado.

Akasha hizo un esfuerzo notable por no retroceder. Todo lo que había esperado aquel día era sincerarse al menos con Lucile, ni por asomo creyó que ganaría la lealtad de dos atenienses con  tanta facilidad. Inclinó la cabeza hacia la heredera de Leo, quien negó: ella no tenía nada que ver con eso.

—Pronto Ethel tendrá que marcharse —apuntó la de dorados cabellos, instando a Kiki a desaparecer de inmediato. A veces era difícil recordar quién era el maestro y quién la discípula, viéndolos a ambos—. Ven, voy a tratarte eso.

—¿Tú? —exclamó Akasha, palpándose la hombrera. Al zarandearla, Lucile había abierto de nuevo la herida que le provocó—. Sé aguantar el dolor, no hace falta que…

—Vengo de una familia de médicos —señaló a voz baja, como una confidencia a pesar de que Kiki ya no estaba cerca, visible o invisible—. Pobre de ti si dudas que pueda tratar un corte en el hombro, al menos.

Cualquier intento de Akasha por replicar fue detenido por leves empujones de la futura leona de oro, quien pronto la convenció de ser su paciente. De ese modo, seguidas del fiel Lesath de Orión, las compañeras fueron hasta la torre.

Allí, sin que ninguna pudiera saberlo, se reunieron con Ethel por última vez.

 

***

 

Una luz crepuscular bañaba el coliseo cuando el combate dio inicio. Aunque ni el Sumo Sacerdote ni ninguno de los héroes legendarios pudieron asistir, ocupados como estaban en concluir el entrenamiento de la nueva generación de santos de oro, sí que se hallaban presentes los más notables miembros de la guardia ateniense, así como amazonas, escuderos y algún que otro aspirante a santo.

Como un reflejo del ya apenas recordado duelo entre Jaki e Hipólita, de nuevo eran un hombre y una mujer los que combatían por el manto de Hércules. Solo que Ethel era una chica menuda de poco más de once años, mientras que Tiresias era un joven alto y esbelto, diestro combatiente y de un honor, hasta el momento, intachable.

Hallándose los rivales en los extremos de la arena, el murmullo de la multitud expectante cesó. El único que siguió vitoreando, para vergüenza de la tranquila Ethel, fue el escolta que el Santuario le había designado.

La pequeña rehuyó la mirada desconcertada de Tiresias e indicó a Lesath con un gesto que parara. Parte de ella, incluso sin leerle la mente, entendía al santo de Orión. Si ya era difícil ser el único apoyo de una extraña —todos en el Santuario conocían a Tiresias, no así a la nueva hija de Kiki—, lo era todavía más teniendo sobre la cabeza las amenazantes palabras de Lucile, futura santa de Leo. ¡Ni siquiera quería recordar las terribles cosas que le dijo que le haría si no la traía de regreso sana y salva! Por eso le consintió las payasadas hasta ahora.

—Recuerda cuál es nuestro punto débil —fue lo último que dijo Lesath, riendo.

Hizo las veces de moderador el actual capitán de la guardia, Icario, fundador de los Heraclidas y sucesor de Docrates. Aun habiendo sido él quien crió a Tiresias, nadie dudaba de que sería neutral, pues tenía fama de haber sido siempre un hombre justo.

 

El combate comenzó ya intenso. Tiresias acometió cual rayo, sorprendiéndose al ver que Ethel esquivaba con tremenda facilidad la andanada de golpes que le arrojaba.

—¡Eres rápida! —concedió, entusiasmado por tener un oponente contra el que pudiera luchar en serio. No era extraño que se tratara de una niña: el cosmos, sabía, era una fuerza que trascendía lo físico.

Un aura verde esmeralda, a juego con los hipnóticos ojos del guerrero, se alzó. Los espectadores no pudieron prever lo que pasaría, sin embargo, para cuando el viento adoptó la forma de una palma inmensa, golpeando la arena con la fuerza de un gigante, Ethel ya se había puesto en un lugar seguro, a la espalda de Tiresias.

—¿Cómo pudiste preverlo?

Ethel soltó una risita nerviosa a la vez que esquivaba un manotazo de Tiresias. Se sentía mal por aquel bravo guerrero, pues aunque era tan fuerte como rápido, ni en mil años podría alcanzarla teniendo una mente tan vulnerable. Tratar de no leerle la mente era inútil; Tiresias, más que pensar, gritaba lo que pretendía hacer en todo momento.

En el cielo sobre el coliseo, el viento se arremolinó en una gran esfera de la que emergieron sendos brazos. Estos azotaron la arena con inmensa furia, mientras que Tiresias había calculado el golpe que daría hacia atrás en cuanto Ethel volviera a usarlo de escudo. No funcionó. La pequeña ya no estaba en la tierra, que había bajado hacia las profundidades debido a los tremendos impactos, sino que volaba por sobre las cabezas de estupefactos guardias, escuderos y aspirantes.

—Increíble… —fue todo lo que Tiresias pudo decir antes de quedar enmudecido. Hizo caso omiso a los silbidos y burlas de Lesath, quien ya tenía experiencia contra un rival experto en el combate aéreo—. Pero ahora estás en mi territorio.

Por unos segundos, el joven guerrero sonrió con orgullo, hasta que vio a Ethel esquivar los enormes puños de viento. Cientos, miles de veces el firmamento fue rasgado con gran estruendo para tratar de atrapar a la hábil pequeña, quien se movía por el aire como si hubiese nacido para ello. Más que humana, parecía un pajarillo al fin libre.

Entretanto, Ethel recordó las enseñanzas de Akasha. Mientras que Lucile siempre hizo énfasis en que lo importante era la victoria, incluso si se conseguía agotando al oponente, la aspirante a Virgo sentía más empatía por todos los que buscaban portar un manto sagrado, como ella. «No importa si es tu rival —solía decir—. Seguro que como tú ha debido hacer grandes sacrificios para llegar hasta aquí. Lo dará todo, da todo tú también. Que no tengas nada de lo que arrepentirte.»

—¡Así lo haré, Asha! —gritó, medio avergonzada de la débil vocecilla que todavía le salía de los pequeños labios. Para la siguiente advertencia, que debía llegar a todos los presentes, empleó los vastos poderes psíquicos que poseía, proyectando una voz portentosa—: ¡Pónganse todos a cubierto!

La mayoría sonrió ante las palabras de la pequeña, al menos, todos los que no se taponearon los oídos, que pitaban como si acabase de producirse una explosión. La amazona de mayor edad presente, sin embargo, indicó a los hermanos Hugin y Munin que estuviesen muy atentos.

Tiresias se sintió agradecido por las palabras de Ethel. Era noble, en verdad, pero no por eso le cedería el honor que había perseguido durante media vida. Extendió ambos brazos hacia el cielo, energizando la esfera de vientos huracanados hasta que estos brillaran con el mismo tono verde de su cosmos. En un breve instante, casi imperceptible hasta para él, la energía se extendió a lo largo del cielo sobre el coliseo, atrapando a una extrañamente tranquila Ethel.

Solo una esfera traslúcida, apenas distinguible entre los inmensos puños color esmeralda que trataban de quebrarla, mantenía a salvo a la pequeña.

Ruina de Heracles —susurró, dando por fin un nombre a la técnica que había desarrollado junto a Lucile y Akasha.

Se oyó un bramido lejano, semejante a un trueno. Luego, el cosmos de Tiresias se dispersó de forma tan repentina que pareció que una tormenta se hubiese desatado de la nada. Grandes piedras surgieron desde debajo de la arena, proyectándose en todas direcciones como balas de una ametralladora. De no ser por la rápida intervención de Hugin, próximo santo de Cuervo, muchos de los guardias que ahora se apresuraban a retroceder habrían quedado malheridos, si no es que muertos.

 

Tiresias quedó de pie en medio del desastre, ido. No entendía qué había ocurrido. ¿Qué había hecho Ethel? ¿Acaso era capaz de controlar el cosmos de los demás?

—No exactamente —dijo la pequeña, que había descendido hasta estar frente a él—. Para crear una técnica, tenemos que darle una forma a nuestra energía. Yo puedo deshacer esa forma —afirmó—. Me pareció la mejor forma de resolver esto. No deseo herirte, eres una buena persona.

—¿No quieres herirme? —balbuceó Tiresias, atónito.

—Es… que… —Ethel se atragantó. No se sentía cómoda hablando de aquello. Temía que los espectadores, quienes empezaban a recuperarse de la impresión, lo oyeran, así que optó por hablar directamente a la mente de Tiresias—: No eres como Lucy y Asha. Cuando lucho con ellas me canso enseguida. Tú eres frágil.

No había maldad en las palabras de la pequeña, solo sinceridad. Por respeto a aquel noble guerrero, evitó entrometerse en su mente convulsa. Tiresias solo se quedó mirándola, extrañado y confuso. Después de haber desarrollado una técnica que creía infalible, que cubría todos los flancos del oponente sin dejarle escape alguno, ser considerado débil era lo último que había esperado.

—¿Hemos acabado? —preguntó, casi solicitándolo.

—Claro que no —contestó Tiresias, esbozando de pronto una sonrisa llena de confianza. Ethel había cometido un terrible error hacía poco, revelando el secreto detrás tantos esquives: ¡ella le estaba leyendo la mente!

—Bueno… —musitó la pequeña, bajando la cabeza solo por un segundo, para luego alzarla con bríos renovados—: ¡Sigamos!

Tiresias asintió con lentitud. Y en cuanto Ethel levantó la guardia, le encajó un gancho alto en plena máscara, demasiado rápido para que nadie más, salvo Lesath, lo viera.

Ethel quedó aturdida, con un leve crujido resonándole en los oídos. En eso, recibió un rodillazo en el estómago, apenas quedándole fuerzas para bloquear con la mano una patada alta de Tiresias, cuyas intenciones ya no podía leer.

Frente a un enmudecido público, las tornas del combate cambiaron gracias a la estrategia del joven aspirante, quien había puesto la mente en blanco dejándose llevar por el instinto guerrero que le inculcaron a través de los años. Esta forma de combate dejaba poco espacio a la reflexión, la ética y la moral quedaban relegadas a un rincón alejado y golpear la máscara de una aspirante estaba dentro de lo admisible.

En otras circunstancias, Ethel habría interpretado el único pensamiento que Tiresias no podía dejar de tener: no romper del todo la máscara. Pero en aquella batalla, por primera vez, la pequeña escuchaba cómo aquello que la marcaba como futura guerrera de Atenea era dañado una y otra vez. No sabía cómo lidiar con eso. Siempre había entrenado con Lucile o Akasha, quienes nunca le atacaron de esa forma.

Lo inevitable terminó por suceder. Tiresias tenía que imprimir mucha fuerza para superar las barreras psíquicas que Ethel iba levantando conforme avanzaba el duelo. Uno de esos ataques, de gran potencia y ferocidad, fue esquivado de refilón por la ágil pequeña, pero la máscara fue rasgada en el proceso. Se rompió.

—¿Qué? —gritó Ethel, palpándose la cara.

—No pretendía… —Esta vez fue Tiresias quien se atragantó. Sin saber qué decir o hacer, se quedó quieto, mirando a la temible rival que lo había puesto contra las cuerdas. Incluso si de una forma vaga e imprecisa había sabido que se trataba de una niña, era ahora que la veía, asustada y ruborizada, que de verdad lo entendía.

Ese era el estado de ánimo de la mayoría. Los hombres, sobre todo, callaban por no saber de parte de quién ponerse. El recuerdo de Jaki e Hipólita despertó en la memoria de unos pocos. La amazona que previamente puso sobre aviso a los hermanos Hugin y Munin, volvió a hacerlo, aunque no era necesario.

Si bien Hugin era quien iba a vestir el manto de Cuervo, su hermano gemelo, con la misma nariz ganchuda y rubia mata de pelo, estaba también a la par de los santos de plata. En concreto, poseía la facultad de borrar recuerdos, sobre todo si estos eran recientes y poco arraigados. Ya estaba por desaparecer ese incómodo suceso de la mente de todos, incluidos él y Hugin, cuando todo se descontroló.

—Tiresias, deja de mirarla tanto, que la vas a desgastar —bromeó Lesath, sin más intención que romper el hielo—. Es un poco joven para que le declares tu amor, ¿no te parece? —insistió, para incomodidad del aún paralizado aspirante.

Los pensamientos de Tiresias se volvieron caóticos. Ideas absurdas sobre la Ley de las Máscaras y las consecuencias de lo ocurrido le sobrevinieron. Ethel las vio todas, sintiendo que el estómago se le revolvía, pero fue a peor cuando entró también en la mente de Lesath, que sonría como si no hubiese pasado nada.

«Es una cría, ni siquiera le han crecido… Tan joven y ya es un asaltacunas… Menudo pervertido resultaría ser si… Lo golpearé antes de que Lucile lo mate…»

Pensar en Lucile —la maliciosa, aunque encantadora, Lucy de Jamir—, llevó a Lesath al momento en que se despidieron, y más allá. Cierta reunión dominó los pensamientos del santo de plata por largos minutos. Ethel solo captó pedazos al principio, debido al estado en el que se encontraba, pero al saber que su amiga Akasha estaba implicada se sumergió en la mente de Lesath hasta descubrir lo que no debía ser descubierto.

—No puede ser —musitó—. Asha no puede querer hacer eso. No puede ser.

El rostro, ya humedecido desde que la máscara se quebró, fue bañado por sendas lágrimas para los que todos los presentes hallaban una única explicación.

Todos a excepción de Lesath, quien con los agudos sentidos del cazador mitológico, pudo leer los labios de la pequeña y entender lo que sabía.

«Dioses —pensó el santo de Orión—. No puedo dejar que hable.»

Ethel lo miró horrorizada. Sintió que alguien le agarraba el hombro —Tiresias, tratando de disculparse— y se esfumó tal cuál solía hacer su querido padre. Lo hizo pensando que también él era parte de un plan que podía llevarlos a todos a la muerte.

En medio de una multitud totalmente desconcertada, Munin decidió que arreglaría el problema una vez se reuniera con Ethel.

Una decisión de la que se arrepentiría durante el resto de su vida.

 

***

 

Los días transcurrieron con normalidad en el Santuario. El capitán Icario ordenó que no se dijera nada de lo allí ocurrido, de momento, mientras que acompañado por Hugin, Tiresias y Lesath, realizó un largo viaje al remoto lugar en el que el Sumo Sacerdote entrenaba al desde entonces incomparable Arthur. A pesar de los argumentos de aquellos hombres, la postura de Kanon fue clara. No iban a inmiscuirse en algo tan pequeño, había cosas más importantes de las que ocuparse.

Tales palabras acabaron filtradas entre los atenienses que vivían en el Santuario. ¿Quién lo hizo? Carecía de importancia. ¿El resultado? Un creciente descontento que atrajo la atención de la oculta orden de los caballeros negros.

Gestahl Noah entendía el proceder de Kanon. Aquel hombre que un día asistió al mismo Poseidón debía intuir el peligro que representaban los Astra Planeta, así que tenía como prioridad que la nueva generación de santos de oro no solo superara a la anterior, sino que incluso fuese más allá de los héroes legendarios. Visto así, poco sentido tenía ordenar a uno de aquellos o a quienes les entrenaban resolver el problema de una niña desaparecida, incluso si se trataba de Ethel. Tardó un tiempo en decidir si él debía ser igual de práctico o dar de una vez un paso al frente.

Un buen día, la sombra de Altar recibió la última voluntad de alguien muy querido, animándole a pensar en las actuales circunstancias como el momento oportuno que tanto había esperado. Una señal, por así decirlo, si bien no estaba en buenos términos con los dioses ahora mismo. Se puso en marcha, sutil como el fantasma que había sido los últimos años para toda la humanidad —no consideraba a Julian Solo un hombre—. Había llegado el día de cambiar para siempre el objetivo de los caballeros negros.

Incluso si había ayudado a los santos y a Atenea innumerables veces, no conseguía recordar si alguna vez había pisado el Santuario; en la Noche de la Podredumbre, ni él ni Hipólita tuvieron necesidad de salir del barco de la Fundación. Fue una sensación agradable, como estar de nuevo al lado de la diosa. Gustoso se habría echado a dormir ahí mismo, pero sentía una presencia de la que muchos debían estar ya al tanto.

Como esperaba, Ethel no fue tan inocente como para ocultarse en los barracones de la guardia o las humildes casas de los aspirantes, aunque habría pensado antes en el bosque que en la aldea. No tuvo ni que molestarse en buscarla: Ethel, más que permanecer oculta, se mostraba como una bengala lanzada a medianoche incluso para el que tuviera atrofiado el sexto sentido. Estaba controlando las mentes de todos los habitantes de Rodorio, así como otros miembros de las castas más bajas del ejército ateniense: amazonas, aspirantes, escuderos y guardias. Ocho santos de bronce se turnaban para mantener siempre protegidas las cuatro entradas del pueblo.

Uno de los guardianes, santo de Unicornio, saltó sobre él nada más verle. Si hubiese reaccionado un segundo más tarde le habría encajado la bota en pleno rostro. No le provocaría ningún daño, salvo despeinarlo, pero destacaría demasiado.

En realidad, más que el ataque o que Ethel pudiera controlar a un santo de bronce también, lo que sorprendía a Gestahl era la máscara de madera que le ocultaba el rostro. ¿Todo aquello podía ser una crítica a esa antigua ley? Él estaba enterado del porqué de la huida de Ethel, por supuesto, pero le resultaba decepcionante que alguien con tanto potencial llegara tan lejos solo por eso.

—¿Quién eres? —increpó el guardián, cuyos ojos brillaban furiosos desde los huecos circulares en la máscara—. La señorita Ethel solo recibirá a la señorita Asha.

Aunque no obtuvo respuesta, el guardián no volvió a atacar, lo que le daba una pista a Gestahl sobre la naturaleza del control que Ethel ejercía sobre el pueblo. Ella no los dominaba, solo había extendido su propia mente a lo largo del área, introduciéndose de forma inconsciente en quienes lo habitaban. En ese momento, él estaba hablando con un santo de bronce, pero al mismo tiempo se estaba dirigiendo a Ethel.

—He venido a hablarte de tu madre —soltó sin dudar. Debía ser directo, pues el líder del Santuario ya debía saber que pronto Ethel dejaría de ser un asunto sin importancia. En cuestión de pocos días, en plena tierra sagrada, había conectado las mentes de cinco mil atenienses, incluyendo a cientos de aspirantes y amazonas, así como a al menos ocho santos de bronce. Y con cada mente que adhería, crecía el vasto poder psíquico que poseía de por sí—. Hipólita de Águila Negra.

El santo de Unicornio frunció el ceño, desconfiado, pero al final hizo un gesto de asentimiento. Ethel deseaba saber más.

 

***

 

La niña tenía miedo.

Cuando todo empezó, apenas dándose cuenta de que su mente se estiraba más allá del cuerpo, creyó que Akasha vendría pronto a saber qué pasaba. Entendió que nada ocurría porque el Sumo Sacerdote le había ordenado que se quedara en Jamir, así que optó por hacer visible la pequeña rebelión que había iniciado.

Las máscaras, ese era el problema. Akasha había vivido bajo mucha presión, siendo descubierta por Kiki como la primera aspirante a un manto de oro en cinco años. Todos esperaban demasiado de ella, por lo que cada fracaso debía ser más duro que el anterior. Así, cada vez que volvía a intentarlo, trataba de encontrar una forma de ayudar al mundo, de ser tan indispensable como le dijeron que sería. Si no hubiese tenido que ocultar el rostro, sin duda todos esos sentimientos habrían llegado a los demás.

Ahora, agotada por los días de sobreesfuerzos, reconocía que no estaba en sus cinco sentidos cuando decidió formar una nueva orden de guerreros enmascarados. Hombres y mujeres, santos o no, tenían la cara cubierta por un tosco trozo de madera agujereada. Deseaba transmitir a todos lo absurda que era esa ley, ofreciendo la más absurda versión posible que se le ocurrió. ¡Y vaya que lo era! No llegaría muy lejos con eso, ni tampoco pretendía cambiar los designios de Atenea, pero si al menos podía lograr que Akasha viniera, sola, sería capaz de hacerla recapacitar.

Pasó el tiempo y nada cambió. Los santos de plata temían acercarse demasiado y ser controlados; salvo el Sumo Sacerdote, no había santos de oro en la Tierra, solo aspirantes que debían haber vestido el manto sagrado desde hacía años.

Y de repente, cuando Munin, el primero al que sometió, estaba por convencerla de que todo aquello era una locura, sintió una presencia colosal. Era como si toda la humanidad estuviese a punto de invadir el Santuario. Primero temió que se tratase de alguno de los héroes legendarios, de quienes se decía habían enfrentado a los dioses. Luego descubrió que no era más que un hombre trajeado al que no conocía de nada, ni siquiera por referencias. Decía que quería hablar de su madre —que Hipólita de Águila Negra era su madre— por lo que le permitió pasar. Tenía miedo, mucho miedo.

Se reunieron en la plaza. No había ningún guerrero presente, pues Ethel sabía que ni juntando a los cinco mil con los que podía contar le causaría a ese ser el menor daño. Prefería tenerlos vigilando la aldea, por si Lesath conseguía al fin colarse. A los civiles de Rodorio les había impuesto el firme deseo de quedarse en casa. Descansar.

—Hola —saludó, casual, extendiéndole la mano. Ethel no le correspondió el gesto—. ¿Hay algún lugar donde me pueda sentar?

Ethel no respondió, aunque al posarse sobre la fuente del centro, Gestahl Noah se sentó al lado. A la pequeña le sorprendía aquel apuesto hombre: en cuanto a lo que representaba en el plano astral, era un titán, pero actuaba de forma muy tranquila. Afable, cercana, como un amigo en el que se podía confiar.

—Di lo que has venido a decir —pidió la líder de la rebelión, sin mirarle.

Gestahl Noah asintió con comprensión.

—Tus padres se llaman Jaki e Hipólita, puede que hayas oído hablar de ellos, puede que no. Lo importante es que conozco a tu madre, como ya dije. Es una gran mujer. —La sonrisa de Altar Negro, aun para la inocente mente de Ethel, dejó entrever lo que no decía con palabras—. Le queda poco tiempo en este mundo y quiere verte.

—Claro. Ahora mismo voy, solo espera a que deje una nota —espetó, sarcástica. Era la primera vez que se comportaba así, como Kiki. Solo hablar le dolía, pero ya no estaba sola, no podía permitirse llorar y mostrarse débil—. Si eso es todo, te puedes ir.

Otro hombre se habría sorprendido por semejante reacción. La misma Ethel, agotada de dormir tan poco, de estar siempre atenta a lo que ocurría a la vez que descubría límites en lo que podía hacer empleando la mente, no se reconocía. Fuera verdad lo de Hipólita o no, ella jamás se habría negado a visitar a alguien que quisiese verla. Gestahl Noah, quizá percibiendo la inquietud de la pequeña, le pasó la mano por el cabello.

—Quiero mucho a tu madre y tengo la intención de cumplir con lo único que me ha pedido —aseguró, acariciándole el pelo con gesto paternal—. Secuestrar a una niña pequeña no es lo peor que he hecho, pero preferiría resolver todos los problemas que te impiden reunirte con tu madre. Cuéntame.

Lo último pronunciado por el apuesto hombre no era una petición, era una orden. Ethel no se esforzó en resistirse; deseaba hablar más que nada en el mundo.

Conforme Ethel exponía el plan de una amiga muy querida, cuidándose siempre de no dar un nombre, la expresión de Gestahl se iba iluminando. Aquel hombre ni siquiera se molestó en disimular que no condenaba tal proyecto, más bien al contrario.

—Será duro —observó al final—. En el proceso, muchos morirán o enloquecerán, no todos pueden vivir con ese nivel de claridad, empatía y entrega. Sin embargo, con el tiempo el mundo será liderado por quienes sepan hacerlo.

—No te he contado esto para que me convenzas —cortó Ethel, enojada. De un salto se apartó de la fuente, quedándose en el aire. Con ambas manos sobre el pecho, que tanto le dolía, añadió, gritando—: ¡Los sentimientos no deberían manipularse así!

—Si lo que me has contado es cierto, no serán manipulados, solo guiados. Seguirá habiendo peleas entre familiares y amigos. Se romperán parejas, la gente se herirá. Pero cada persona vivirá por sí misma, no como las marionetas de intereses ajenos que son ahora. —Lleno de energía y emoción, apenas se dio cuenta de que se había levantado—. No habrá mendigos en las calles, ni niños muriéndose de hambre, perdiéndose en la adicción o vertiendo sangre en las escuelas. El reino de Atenea.

Vio con el rabillo del ojo que Ethel se estaba tapando los oídos. No mentía al decir que no quería ser convencida. Gestahl, avergonzado, dio un largo suspiro.

—Me he dejado llevar, lo lamento. —La pequeña y hábil psíquica cabeceó, separando los dedos con gran desconfianza—. Esta no es la mejor forma de lograr lo que quieres, ¿sabes? Lo único que hay al final de este camino es muerte.

—Ya sé que no puedo cambiar las leyes de nuestra diosa —murmuró Ethel.

—La Ley de las Máscaras es humana. En el pasado, hubo una mujer de gran belleza, sabiduría y poder, que fue adorada como la diosa a la que servía, Atenea. El daño que causó fue tan grande, que quien la sucedió como Sumo Sacerdote se negó a admitir mujeres en el ejército ateniense. Luego la guerra de las amazonas, hijas de Ares, provocó… —Ethel lo miraba ladeando la cabeza, sin entender nada de lo que decía—. Soy un verdadero desastre. ¡Hablo hasta por los codos!

—Y sabes muchas cosas… —observó Ethel, aún levitando, desconfiada.

—Como líder de los caballeros negros, es mi deber. —Ante el sobresalto de la pequeña aspirante, Gestahl sonrió, complacido—. Hay un lugar para ti y tu amiga entre nosotros, si quieres. Será más efectivo que esta pequeña rebelión.

Enseguida, Ethel movió la cabeza de lado a lado con brusquedad.

—Los caballeros negros son nuestros enemigos.

—Lo eran. Como viles guerreros con no más propósito que satisfacer sus deseos egoístas, a lo máximo que podían aspirar era a morir bajo las luces de las que son sombras. Pero créeme si te digo que a partir de este día se convertirán en fieles siervos de Atenea, como cualquier santo. Las mujeres no necesitarán llevar máscara si no lo desean, todos podrán mostrarse tal cuales son, incluida tu amiga.

Ethel titubeó. ¿Podía ser que aquel hombre supiera de quién estaba hablando? ¿Había traicionado a Akasha, después de todo? No podía ser.

—Tú eres nuestro enemigo.

—Así que tu amiga es una santa —dedujo Gestahl, audaz—. Si fuera una aspirante, no sería tan descabellado tener en mente una alternativa a la derrota y el deshonor. O tal vez es una entre los que siendo aspirantes no tienen que competir por un manto sagrado. ¿Quién podría ser? ¿Leo? ¿Virgo?

—¡Cállate! —ordenó Ethel—. Eres mi enemigo, no te escucharé. Has venido a hacernos daño. ¡Me has mentido!

—Eres tú la que se miente y se hace daño —replicó Gestahl, manteniendo la expresión afable, engañosa—. ¿Cuál crees que ha sido tu mensaje para esa amiga tuya, pequeña? ¿Que la Ley de las Máscaras la ha aislado del mundo? ¿O que condenas el plan que con tanto esmero ideó para salvar a la humanidad de sí misma?

Sin saber qué decir, aplastada por la posibilidad de haber expuesto a Akasha inconscientemente, Ethel volvió a taparse los oídos, renegando.

 

***

 

En eso, Lesath se había infiltrado en el pueblo con la inestimable ayuda de Munin. Fue complicado hacerlo sin que ninguno de los vigías los viera, pues eran muchos y de sentidos muy agudos; el santo de Orión tuvo que mancharse las manos de sangre en un par de ocasiones, para desagrado de Munin. Sin embargo, al final llegaron a la plaza, donde escucharon parte de la conversación entre Ethel y el misterioso sujeto.

—Ese tipo es muy bueno con los niños —comentó Lesath, pegado a una pared. Al lado, Munin gruñó—. ¿Tienes algo que decir?

—Que te mires al espejo, imbécil. Todo esto es por tu culpa.

—Ya, ya. Me disculparé, te lo prometo.

—Tu cabeza rodando en un charco de sangre se disculpará. Todo esto ha ido demasiado lejos, deberías cortarte la lengua.

—Tiresias tendría que arrancarse los ojos. ¿Lo ha hecho? —Munin guardó silencio—. Ahora, decide si vas a ayudarme o a salir corriendo. No necesito ayuda para salvar a una mocosa. Estos son los puños que derrotaron a Hipólita.

Por muy poco que a Munin le gustara Lesath, reconocía que era el único santo de plata en el Santuario dispuesto a correr un riesgo tan grande para salvar a una niña que apenas conocía. Él ni siquiera estaba allí por ella, sino por el sentimiento de culpa que a él y su hermano les había perseguido desde que Tiresias rompiera la máscara. No creía estar realizando un acto heroico, sino enmendando un error.

—¿Y ese quién es? —preguntó Lesath, ceñudo.

—¿Quién?

Siguiendo el dedo del santo de Orión, el cual estaba manchado con la sangre de un guardia demasiado listo, los ojos de Munin llegaron hasta un estrafalario personaje. Vestía un uniforme militar lleno de partes remendadas, gruesas botas y guantes de cuero. Solo la piel del rostro quedaba al descubierto, revelando una cara sin facciones, ojos, nariz o boca enmarcada por un corto cabello rubio.

—Sea quien sea, el otro le tiene miedo —comentó Munin, fijándose en el sujeto que había estado hablando con Ethel. Desde que vio al recién llegado se quedó estático. Las manos le temblaban y un sudor frío le recorría la frente.

 

***

 

—Adremmelech —pronunció Gestahl con dificultad—. Tú estabas muerto.

El ser idéntico al primer santo de Capricornio no respondió, alimentando los temores de Altar Negro, en otro tiempo primer santo de Escorpio y padre de la orden ateniense. Había pasado miles de años muriendo y reencarnando sin importar qué lo hubiese matado;  había, no obstante, algunos que podían causarle una muerte más dolorosa, como el Rey Demonio liberado en la Antigüedad por una cierta falsa diosa.

—¡Azrael! —exclamó Ethel, risueña, volando hasta donde se hallaba el gólem. Un muñeco de barro avivado por el cosmos que Azrael había abandonado en el monte Lu, un cosmos que fue despertado con el único fin de proteger a Akasha—. ¡Estás aquí! ¡Eso significa que Asha también vino!

 

Todavía oculto tras la pared de una casa cercana, Lesath frunció el ceño. No comprendía cómo la mocosa podía confundir a tan poderoso ser con el secretario de Akasha. ¡Debía de haber perdido el juicio luego de tantos días controlando a tanta gente! Aunque Munin trató de impedírselo, el santo de Orión fue a la plaza de un salto.

—¿¡Cómo va a ser Azrael, niña!? —exclamó Lesath, llamando la atención de Ethel. Ni Adremmelech ni Gestahl le prestaron atención, pues desde un principio sabían que estaba cerca—. ¡Ese mequetrefe primero se pega un tiro antes que dejar de caminar a la sombra de Akasha! ¡Lo sabes muy bien!

Cuervos blancos empezaron a posarse sobre las casas de los alrededores. Munin, sabiéndose descubierto, se colocó a la diestra del santo de Orión.

—¡No hables mal de Azrael! —exclamó Ethel, enojada—. He visto tu mente. Está podrida. ¡Ni siquiera pudiste ayudar a…!

—¡Cállate de una vez, mocosa! —cortó Lesath, harto de todo aquel desastre—. No hables de lo que no entiendes. Estás tan mal que confundes a eso con Azrael. ¡Fíjate bien! ¡No tiene cara!

Ethel parpadeó varias veces, extrañada. Miró primero a Munin y luego a Gestahl, quienes asintieron, el segundo con algunas dudas. No podía comprenderlos, pues ella sí que veía con claridad el rostro de Azrael.

Entretanto, el misterioso sujeto puso las manos sobre los cortos hombros de Ethel, quien se estremeció. La máscara impidió que los demás notaran que se había ruborizado.

—¡Corre, mocosa! ¡Corre!

Los gritos de advertencia apenas habían salido de la boca del santo de plata cuando este ya corría hacia la pequeña. Tenía los ojos húmedos, el rostro torcido por la desesperación. Atrás, Munin ordenaba a los cuervos blancos que atacasen a los extraños, Adremmelech y Gestahl.

«¿Qué está pasando? —se preguntó Ethel en aquel breve instante, incapaz de procesar lo que ocurría—. ¿Por qué Lesath está llorando? Yo solo quiero ver a Asha. Arreglarlo. No quiero que maten a Asha, Lucy y…»

Los pensamientos de la pequeña rebelde cesaron. Un fogonazo blanco llenó la plaza cuando el ataque de Lesath, dirigido a detener el letal brazo de Adremmelech, terminó alcanzando a Ethel, empujada en el último momento por el gólem.

Ella solo quería proteger a sus amigos. A Asha, Lucy y Azrael.

 

 

***

 

El golpe de un santo de plata veterano contra una aspirante sin manto sagrado. El mundo nunca vio nada extraño en que esa fuera la causa de la muerte de Ethel. Ni siquiera Lesath, con sus afamados sentidos, pudo entender que lo que quería evitar con un ataque desesperado ya había ocurrido. Las emociones nublaron su percepción.

Tampoco Ethel fue consciente. Sumida en la confusión, quien había aspirado al manto de Hércules no por la fuerza de sus músculos, sino por la de la mente, no prestó atención a cómo el cosmos del futuro Caballero sin Rostro se introducía en ella.

Un poder entonces desconocido para presentes, que nadie pudo leer. Invisible, empezó a actuar desde el momento en que Adremmelech tocó a Ethel. 

La joven rebelde habría sobrevivido al golpe, si tan solo no hubiese muerto antes.

 

Lesath despertó en una plaza atestada de gente. Aldeanos, guardias, amazonas, escuderos y aspirantes lo miraban con desconcierto y miedo. Ocho santos de bronce abrían paso para alguien al que no pudo distinguir.

En realidad, durante varios minutos el santo de Orión se enfrentó a unos recuerdos fragmentados. Gestahl, confundido como estaba debido a la aparición de Adremmelech, deshizo la técnica de Munin, forma primitiva de los Hijos de Mnemosine que más adelante desarrollaría inspirado por los poderes de Ethel, de forma torpe. Eso le había afectado de algún modo, posiblemente a Munin también. No había ni rastro de él.

Tiempo después, se sabría que Munin desertó en ese momento junto con Adremmelech, quien resultaría ser el santo de Capricornio. Aquel par, unido al misterioso líder de los caballeros negros, se aseguraría de atraer al mayor número de disidentes del Santuario, tanto partícipes forzosos de la Rebelión de Ethel como meros observadores.

Pero en ese momento nadie estaba en posición de pensar sobre aquello. Ni siquiera Lesath. Todo lo ocurrido se le antojaba un mal sueño.

—Sangre… —murmuró el santo de Orión, mirando en todas direcciones. Enseguida dio con lo que tanto temía: un cuerpo tendido a los pies de la fuente—. ¡No es de ella! —juró, sin saber a quién se dirigía—. Tuve que matar a… Y entonces…

Calló de forma súbita al ver para quién abrían paso los mismos santos de bronce a los que Ethel controló. Se trataba de Akasha, aspirante a Virgo. Avanzaba a paso lento, temblando desde los pies a la cabeza. Estaba sola.

—¿Y Azrael? —cuestionó Lesath sin saber bien por qué. Akasha no le hizo caso. Lo ignoró como ignoraba a cualquier otra persona.

Al llegar hasta la fuente, se quedó mirando a Ethel, cuyo rostro descubierto había sido mojado por el agua que se había derramado. Tenía un corte en el pecho, aunque ya no sangraba. El suelo estaba manchado de un rojo escarlata.

La mente de Lesath era un caos. ¿Qué había ocurrido? No lo comprendía. Pero cuando un recuerdo apareció con cristalina claridad, decidió que ahí estaba la respuesta.

—Tenía que pasar —dijo al fin, entendiendo que Akasha debía ser consciente de lo que Ethel sabía—. Era inevitable.

Por un rato, Akasha no dijo nada. Lesath estaba por retirarse cuando se sintió abrumado por un poder inmenso. No le costó mucho saber de dónde provenía.

Del rostro enmascarado surgió un grito desgarrador. Años guardando para sí el sufrimiento del pasado estallaron sin control, y Akasha no pudo ni tan siquiera imaginar palabras para transmitir aquel sentimiento. Gritó, bramó como una bestia de oro que atemorizó a cuantos veían la trágica escena, enmudecidos.

Cayó al suelo, de rodillas, a la vez que Lesath caía. Las piernas del santo de Orión se mancharon de sangre; las de Akasha, de agua ensangrentada, mientras se arrastraba dolida hasta poder levantar el cuerpecillo sin vida.

No llegó a oír las lamentaciones de Tiresias, así como tampoco le importó que aquel hombre se cegara a sí mismo. Nada le importaban él o Lesath.

Solo Ethel. 

 

***

 

La mayoría de los involucrados en la Rebelión de Ethel se fueron alejando conforme pasaron los minutos, aliviados de que Akasha, de cosmos dorado, no los acusara. Los santos de bronce se apresuraron a trasladar a los mutilados Lesath y Tiresias para que los tratasen cuanto antes.

Hugin aprovechó ese momento para acercarse a la aspirante a  Virgo.

—Señorita —saludó, esforzándose por no titubear. Akasha seguía sentada, acariciando el rostro de Ethel. Por lo demás, parecía una muerta en vida. No le prestaba atención a nadie—. Fui yo quien le mandó la carta. A lo mejor no me recuerda. Me llamo Hugin.

Algunos de los que se quedaron en la plaza, los que habían conocido a aquella muchacha siendo solo una niña, le instaron con gestos y susurros que escogiera otro momento para hablarle. Aquel, a todas luces, no lo era. Pero Hugin también tenía algo de lo que preocuparse, más bien, alguien.

—Dicen que un santo de oro va a venir aquí. Sneyder de Acuario. Verá, señorita, lo que ha ocurrido aquí fue obra de Ethel, todos los demás eran marionetas. Esto es la rebelión de una sola persona, debe creerme —pidió, lleno de temor—. Como prueba está mi carta. Yo le avisé de que viniera porque mi hermano me lo pidió. Mi hermano gemelo, Munin, estuvo en Rodorio todo este tiempo. Trató de evitarlo.

Al ver que Akasha no le hacía caso, desoyó los consejos de los demás y la agarró de los hombros, zarandeándola. Ni así logró que se separara de Ethel.

—¡Escúcheme! —exigió, con los ojos encendidos—. Tengo que encontrar a mi hermano antes de que Sneyder llegue aquí. Es una buena persona, no merece morir como un criminal. ¡Ayude a los vivos y deje en paz a los muertos!

—¿Qué me importa tu hermano?

La voz que salió de la boca de la muchacha sorprendió a todos los que pudieron escucharla. Tan gélida, tan cruel, no tenía nada que ver con la Akasha que habían conocido. Hugin se apartó, estupefacto.

—¿Qué me importas tú? ¿Dónde estabas tú cuando Ethel necesitaba tu ayuda? —Hugin balbuceó una respuesta, pero Akasha no le dejó terminar—: Lárgate de mi vista.

Así lo hizo el hermano de Munin, así lo hicieron todos los presentes. Pero mientras que el resto solo quería dar a la otrora niña de Rodorio un poco de paz, Hugin se alejó de aquella plaza con una oscura enseñanza anidando en su corazón.

 

***

 

—Señorita —saludó Azrael poco después, caminando hacia Akasha—. Siento la tardanza, estuve hablando con las gentes del pueblo, como me pidió.

—Está muerta —murmuró Akasha, como si acabara de darse cuenta. Azrael, sin decir una palabra y cerrando los ojos, se sentó a su lado. Pronto la aspirante a Virgo se deshizo de la fría máscara, posándola en las manos de su fiel asistente—. Está muerta por mi culpa. Tenía miedo de que hubiese revelado lo que me proponía, miedo de que no me aceptara y se convirtiese en mi enemiga. Te lo dije tantas veces en Jamir. Y cuando veníamos aquí… ¿Por qué fui tan cobarde?

—Es normal sentir miedo, señorita. Pero lo que importa no es lo que pensamos, sino lo que hacemos. En el último momento, usted quería salvar a Ethel. Eso es lo que habría hecho, porque es una buena persona. Le importaba Ethel, no el plan.

Eso fue todo lo que Azrael podía decirle, pues no deseaba mentir. Asegurar que todo habría ocurrido igual si hubiesen salido de Jamir desde el principio, desoyendo las órdenes del Sumo Sacerdote, no solo sería una vil mentira, sino que además no la ayudaría. Todos habían actuado como lo que eran, seres humanos, falibles.

—Somos animales, Azrael —dijo Akasha, pasando la mano sobre el rostro de Ethel por última vez—. Tenemos que cambiar eso.

—Sí.

—Crearé un mundo en el que algo como esto no vuelva a ocurrir, no me importa si otros lo aprueban o desaprueban. No esperaré de nadie la amistad o la aceptación, estoy dispuesta a ser condenada si con eso cambio el mundo en el que Ethel reencarnará.

—Puede contar conmigo —aseguró Azrael—. Ahora y siempre.

—Lo sé.

Akasha se levantó, cargando en brazos el cuerpecillo de Ethel. Tenía la intención de darle un entierro digno antes de que el ejecutor del Santuario llegase.

—Sneyder de Acuario —comentó Azrael mientras le devolvía la máscara—. Es un terrible adversario, sobre todo si viene con un manto zodiacal.

—Le detendré.

—¿Eso no sería enfrentarse al Santuario, señorita?

—Si proteger a mis compañeros significa enfrentarme al Santuario, entonces lo haré. No puedo hablar de un nuevo mundo si no estoy dispuesta a defender el viejo.

Azrael tenía algunas dudas al respecto. Objetivamente, convertirse en Suma Sacerdotisa era esencial para que el plan pudiera llevarse a cabo. Convertirse en una rebelde no ayudaría en nada, más bien al contrario. Sin embargo, no dijo nada más.

Porque a él, más allá de cualquier plan o la misma humanidad, le importaba la chica que hacía tan poco sollozaba inconsolable. Y ahora miraba de nuevo hacia el horizonte.

—Míranos, Ethel —dijo Akasha, empezando a andar. Azrael, como una sombra, la siguió sin el menor asomo de duda—. Obsérvanos desde el cielo y regresa con nosotros. Acompáñanos hacia un nuevo mundo.


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Seph_girl

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Publicado 04 mayo 2023 - 15:29

Interludio - La rebelión de Ethel... ¡Al Fin!

 

Bueno, pues mira que después de tremendo final de arco/temporada nos toca un cap de flashback, donde al fin, después de tantísimos capítulos y de muchas referencias a lo que ocurrió en esa rebelión, al fin descubrimos qué es lo que pasó que marcó a tanta gente.

Empezamos conociendo a Ethel, una loli de trenzas que no tenía fuerza física pero sí mental, e irónicamente iba a competir por el manto de Heracles contra el bueno de Tiresias.

El caso es que nos muestran que en aquellos tiempos vivian muy bien todos en Jamir: Akasha, Lucile, Ethel, Azrael y hasta Kiki quien es dueño del rancho.

Las chicas pues son muy amigas y se llevan muy bien. Lucile como la mayor pues vaya que sabe cómo hacer que Ethel se sonroje, jaja la escena en la que hablan sobre la "relación" que hay entre Akasha y Azrael ha sido muy, muy graciosa, y me ha sacado varias sonrisas.

Pero mira, que desde entonces Akasha y Azrael se han querido y era la cosa más evidente para aquellas que los veían juguetear en Jamir, solo por estar allí es que no llegó el Swat para arrestar a Azrael que es 9 años mayor que Akasha quien tiene 14 jajaja pero vamos, que es un romance muy anime japonés XD

También se medio nota que la loli Ethel siente cositas por Azrael, pero lo siento querida, ya está apartado, por lo que entiendo porque es que te moriste, no podías hacer mal tercio, JU! XD

 

Ejem, continuemos. Después de la divertida escena entre Lucile y Ethel, llega el día en que es el combate por el manto de Hercules, por lo que aparece Lesath de Orión para escoltar a la niña.

 

PERO ANTES, sacando a Ethel de la escena usando a Azrael (así no iba a decir que no) Akasha aprovecha para contarles a Lucile, Kiki y a Lesath el plan que viene maquinando, el origen del Ocaso de los dioses.

Al final Lucile acepta ayudarla, Lesath hasta se arrodilla ante la futura Suma Sacerdotisa porque le gusta el plan, y hasta Kiki quien había fingido irse, y nos enteramos hasta que Shun de Andromeda supo del plan y si nunca dijo nada es que ¿estuvo de acuerdo? MY GOD!

Y pues ese fue el último día en que pudieron estar juntas las 3 amigas.

Vamos entonces a la pelea por la armadura. Tiresias pues iba a perder porque el poder mental de Ethel le daba muchas ventajas y habilidades.

Pero bueno, la niña de 11 años, influenciada por su inocencia y la bondad de Akasha hacia otro aspirante a Santo, hizo que dijera su secreto, que podía leer la mente y por eso le esquivaba todo, y en cuanto se descubrió pues POW, Tiresias le quitó el "Perfect" del duelo que llevaba hasta entonces.

Tiresias tuvo que dejarse llevar por el instinto para que no le leyera la mente, pero a causa de eso pues terminó rompiendo la máscara de Ethel, pero no pasaba nada que tenían el as bajo la manga de que los hermanos cuervo podrían borrar los recuerdos de eso y asunto arreglado, PERO, PERO, PEEEEERO, Ethel terminó leyendo la mente de Lesath más de lo que debía y se enteró del discurso que Akasha les dio en Jamir mientras ella escuchaba sobre cuentos de nanomakinas antes de dormir.

Y pues tras enterarse del mitote, Ethel se escandaliza y se opone a tan terrible plan de “Claridad y Empatía” (así debio llamarse el plan, y no EL OCASO DE LOS DIOSES, el de Marketing no  imaginó que el titul asustaría a la mayoría) por lo que Ethel huye al saber que Lesath no quiere que diga nada sobre el plan.

 

Le fueron con el chisme a Kanon de lo que pasó en apariencias durante el duelo, pero a él se le hizo poca cosa como para que él mismo lo atendiera, respuesta que se propagó y dejó a muchos inconformes (lo funaron en el Santuabook).

Pero pues al pasar los días, que anda, la cosa se puso rara porque esa niña de 11 años se alocó demasiado, y creyendo que si iba sola a ver a Akasha era mala idea porque Lucile la podría embrujar para que se pusiera de su lado (es la única excusa que le puedo dar para que haya liado las cosas a como decidió liarlas la niña) decidió que poner a todo Rodorio bajo su control era la mejor manera de hacer que Akasha fuera a su territorio y poder hablar... y que si Akasha decidía matarla lo haría ante todo el mundo! jaja niña, otra cosa más por la que te sentenciaste a morir :p

El caso es que fue en medio de todo ese barullo que se le ocurrió a Gesthal Noah aparecerse ante la niña porque pues Hipólita le dijo que fuera por ella cuando creyó que iba a morirse por primera o segunda vez en su vida (pero esa mujer no se muere nunca). Allí pues ve que a todos sus marionetas les puso una máscara de madera por... por... porque tiene 11 años y así decidió expresas su movimiento anti ocaso de los dioses.

Ethel le echa la bronca a la ley de las mascaras por la que Akasha hizo ese plan (WTF?)

Pero bueno, Gesthal y ella se encuentran y este le tira manipulación para que le cuente los problemas que la afligen, porque no la quisiera arrastrar hacia donde está Hipólita por la fuerza asi que si la ayuda para convencerlo de que será un buen Padrastro, adelante.

Así pues es que Altar Negro se entera del chisme y en el marcador de nuevo se suma una línea más en el pintarron de SÍ al Ocaso de los dioses, y pues bueno, el tipo se excitó de solo pensar en ese futuro, pero rápido recordó por qué estaba alli , por lo que le lanza a Ethel el panfleto de unirse a los caballeros negros.

Ethel pues le dice que nanai, que los caballeros negros son sus enemigos mortales, pero Altar negro le asegura que a partir de hoy, y por el chisme que le ha dado, la orden negra será también super fiel a la diosa Atenea. Pero pues Ethel se sigue negando y se pone todavía mas nerviosa por creer que habia expuesto a Akasha como la que ideo ese "horrible" plan.

Ahora ya sabemos porque desde el inicio del fic Gesthal Noah le coqueteaba tanto a Akasha, la amaba por su super plan.

 

Mientras estos conversan, Lesath logró infiltrarse al lugar, y a traves de él vemos cómo es que la cosa va de mal en peor cuando otro personaje notable llega a la escena y por quien Gesthal estuvo a puno de hacerse en sus pantalones: Adremmelech, el Golem.

Pero Ethel no ve al Golem sin rostro, sino que lo ve con la apariencia de Azrael, por lo que lo confunde y se alegra pues cree que Akasha está por llegar también a esa fiesta que armó.

La cosa se pone tensa cuando Lestah sale de su escondrijo junto con Munin.

Y pues pasó lo que tenía que pasar y que nos dice el narrador, si el cosmos dejado en monte Lu se activó para darle vida al Golem fue porque Azrael sabía el peligro en el que se sentía Akasha y el Golem, mas una maquina fría que un amigo, decidió que había que matar a Ethel antes de que le arruinará la vida a la señorita.

So, pese a que Lesath intentó evitarlo, Ethel muere cuando el Golem la usa de escudo contra el ataque del santo de plata... Pero anda, que por lo que se ha culpado Lesath todo el fic resulta que no es cierto, el golem, tan listo, mató a Ethel apenas tocándola y ya muerta la lanzó contra el ataque para que ante todos fuera Lesath el asesino y así cubrir su rastro... que buena trabajo de encubrimiento hicieron todos los  involucrados sin si quiera conocerse antes jajaja porque todo quedaba bien para el borrado y cambios de recuerdos.

Y ya imagino a Gesthal Noah al ver el cuerpo humeante de la niña "Ay, creo que a Hipólita no le va a gustar esto... Se suponia que iba a llevarle a su hija y ni me moví para salvarla... Bueno, así le pondrá más atención a nuestro propio hijo lo que le quede de vida :D Plus, un santo de Oro a mi equipo es un intercambio equivalente, además Hipólita no se tiene que enterar de mi nula intervención en esto"

 

En fin, pues Akasha llega después de quien sabe cuánto tiempo, y al ver a Ethel pues estalló en llanto y de coraje castró a Lesath porque cortarle otro miembro lo imposibilitaría para seguir como santo y se ocupaban guerreros en el futuro, y Tiresias se sacó los ojos solo por sentirse responsable de que todo eso pasara.

Con la bruja de la hipnosis muerta la gente vuelve a la normalidad, pero pues la cosa aun iba a ponerse todavía peor, pues Sneyder de Acuario venía a decapitar gente y Hugin le pide a Akasha que lo ayude para salvar a su hermano del Pacificador, pero a como estaba de triste, Akasha lo mandó al demonio, a él y a todos los que la miraban, por lo que la dejaron sola (Y así fue cómo comenzó el despreció/odio de Hugin hacia Akasha).

 

Al rato llega Azrael, el único ser vivo en ese momento que puede acercarse a Akasha sin que termine mutilado.

Azrael la intenta consolar, y pues al final Akasha decide que el mundo tiene que cambiar, sí o sí, y que no le importa que la condenen ni que otros lo desaprueben, por lo que el Ocaso de los dioses es algo que efectuará en el futuro.

Y fin del episodio.

 

Wow, vaya contraste con la Akasha de antes con la Akasha a la que Leteo le borró las memorias de ese plan... Un cap muy informativo y esperado por lo mucho que mencionaban este evento durante los mas cien caps del fic. He quedado satisfecha con lo aquí contado.

 

 

PD. Genia cap, sigue así :D

PD2. Sigue Jodi3ndote, Arthur.


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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


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Publicado 08 mayo 2023 - 19:33

Saludos

 

 

Seph Girl. Después de tanto tiempo, sí, es revelada la Rebelión de Ethel, creo yo que en el momento más indicado, por conocer los pormenores del Ocaso de los Dioses. También a los actores de este trágico evento: Ethel, Tiresias, Lesath…

 

Si bien no todo en esta historia está calculado al milímetro, la ironía que mencionas fue planeada con toda intención. Ethel, por cierto, en su nombre y condición de amazona, además de fuerza mental, fue rescatada de mi vieja historia, solo que hasta ahí llega el parecido. Me gustó poder contar un poco de cómo había sido la vida de Azrael y Akasha en Jamir antes de la tragedia, pues como supimos durante el cuarto volumen, esta fue un verdadero bálsamo para la entonces aspirante a Virgo. ¡Me alegra leer eso! Yo creo que la voz de Lucile escapó de estas páginas y me poseyó mientras la escribía, no en vano es la Bruja. Así es, la autoridad de EE.UU. no llega a Jamir. Oh, quiero decir, no pasaba nada raro ahí, todo era 100% (anime/manga) japonés.

 

Pasan varias cosas en este capítulo, el más largo de la historia si recuerdo bien, y aun así, me sorprende haber podido ser tan conciso. No siempre tengo esa suerte. El destino de Ethel está a punto de concretarse, mientras Akasha se decide a realizar su plan. Qué bueno que escogió bien antes de revelarlo, porque donde obtendría rechazo muchos años después, cuando no se acordaba de haber planeado nada, ahí recibió el apoyo de una amiga y la lealtad sin condición de dos cómplices. En un universo alternativo, se lo dijo a Arthur de Libra y hasta ahí llegó todo, pero estamos en Tierra 1, donde las cosas pasaron como pasaron. No veo nada de malo en corroborarlo, ya que Shun de Andrómeda murió en batalla con Ío de Júpiter: sí, él estaba al tanto del plan y lo apoyaba; puede sonar chocante, dada su bondad, pero desde que vi cierta escena de las Ovas de Hades (no estoy seguro de si pasa también en el manga) donde le pregunta a su hermano por qué la Tierra no está unida, tal y como se ve desde el espacio, me ha aparecido que podía estar de acuerdo con el objetivo de Akasha. Pero dejemos de hablar de la calma y pasemos a la tempestad, que empezó como una borrasca inofensiva.

 

Entre la bondad de Akasha y la malicia de Kiki, que Lucile heredó, parece que ganó la luz en el corazón de Ethel, a su vez toda una figura luminosa para la guardia del Santuario. Por otro lado, Tiresias es tan buen tipo como se puede ser, siendo un soldado, así que no lo imaginaba rompiéndole la máscara a Ethel para ganar, tenía que ser por accidente y nada como luchar sin pensar para que ocurran esas cosas. Oh, sí, lidiar con una historia como esta, donde los personajes tienen poderes sobrenaturales para resolver toda clase de problemas, es a un tiempo estimulante y un verdadero dolor de cabeza, en este caso estoy conforme con el resultado, si bien, como me dijiste la primera vez que lo leíste, es por esta razón que no todo el mundo conoce el plan maestro de una organización. Pues sí, eso suena a un plan más amistoso, de esos a los que la gente votaría sin ponerse a leer el contenido. El título original genera más desconfianza.

 

En un universo alternativo, Kanon intervino y hasta ahí llegó todo, pero volvamos a hablar de la Tierra 1, donde la popularidad del Sumo Sacerdote cae en picada. (Sigue siendo mejor que Dohko.). Mientras escribía esto jugaba mucho con los miedos de Ethel, quien sentía que todas las personas de su entorno estaban metidas en un plan terrible, de manera que tenía que encargarse ella sola de resolver aquello. Sin embargo, diré que sí veo a Ethel siguiendo esa línea de pensamiento. Canon laser, active!

 

Gestahl Noah tiene el don de la oportunidad. También durante el segundo volumen supo cuando subirse a la limusina de Julian Solo. Sí, como la primera aspirante al manto de Hércules, Hipólita tiene una resistencia prodigiosa. Desde el punto de vista de Ethel, la máscara aísla a Akasha, sin ella no habría llegado a idear un plan en el que el sino de la humanidad queda en sus manos. Pero sí, influye que tiene la edad que tiene. El universo alternativo en el que Gestahl Noah deja de fingir ser un buen hombre, que no le queda, y solo se lleva a Ethel a Hybris habría sido curioso de ver, como poco. Considerando que es el hombre que vivió la época donde la humanidad era tan malvada que Poseidón debió ordenar el diluvio universal para barrerlos a todos, estaba seguro de que lo apoyaría, aunque no creo que a Akasha le haga mucha ilusión ese voto. Me ha sacado una sonrisa tu manera de decirlo, suena a que Gestahl Noah pensaba: «¡Ese plan es genial! Ah, sí, que tenía que llevarme a mi hijastra. Bueno, Ethel, ¿te unes a Hybris? Tenemos galletas.» La respuesta de Ethel no podía ser más esperada, así como las consecuencias de su estado, que implican dejar entrever la identidad de la instigadora del plan. Así es, Gestahl Noah tuvo la confirmación de quién era Akasha cuando le vio el rostro, pero ya antes de eso ya tenía razones para sentir afecto (unilateral) por ella.

 

La fama de Lesath le precedía, sabíamos que tenía algo que ver en todo eso, algo que hizo que Akasha no apreciara demasiado a su primer votante. Admito que tuve dudas sobre si mantener esta escena tal cual. Era la idea original que Ethel reconociera a Adremmelech como Azrael, pero me preguntaba si la gente no recordaría la mención de alguien tan destacado en la vida de Akasha. Terminé optando por mantenerla tal cual porque muchas cosas sucedieron después, la muerte de Ethel, la Pacificación y el Cisma Negro, siento verosímil que Ethel nombrando a Azrael sin venir a cuento se tomara como meros delirios, dada su situación. También estuve barajando si ser claro con la razón de la presencia de Adremmelech allí, o dejarlo al entendimiento del lector, pero ahí no dudé mucho. En una historia tan larga, hay misterios que no vale la pena mantener. Akasha estaba en una situación difícil, Azrael debe a Akasha su entera lealtad y Adremmelech nace de su subconsciente, lo demás era inevitable. Sí, Lesath tuvo una suerte terrible ese día. Una siniestra casualidad, cierto, no sé si el término Diabolus Ex Machina es aplicable a esto, pero suena a que sí. Creo que no hay problema en confirmar también esto, porque Gestahl Noah no es ya más el hombre al que Poseidón consideró el único digno de ser salvado y debe dar gracias, o quizá maldecir, el hecho de que las bendiciones divinas no caduquen. Entre el deseo de Hipólita y la consecución del Ocaso de los Dioses, tuvo claro qué debía priorizar.

 

¡Qué cínica manera de justificar la amputación de Lesath de ese miembro en concreto! Canon laser, active! Bromas aparte, esta fue mi oportunidad para transmitir cuán profundo fue el dolor que sintió Akasha al perder a Ethel, cuando de verdad era consciente de por qué murió y no le bastaba el consuelo de una taberna en la que todos bailaban y cantaban, recordándola con cariño. Espero haberlo logrado. Sí, como Tiresias no sabe nada sobre el Ocaso de los Dioses, piensa que toda la Rebelión de Ethel ocurrió como una protesta contra la Ley de las Máscaras, por lo que se siente el único culpable. En términos objetivos, queda a discreción de los lectores quien es el responsable, ya que uno dirá que todo empezó por la rotura accidental de la máscara y otro por la revelación del plan en sí. ¿Quién habría imaginado que la animadversión de Hugin hacia Akasha estaría tan relacionada con el evento que dio un título al santo de Acuario? Entonces él era solo Sneyder, no el señor Sneyder, pero las cosas sucedieron como tenían que suceder. A veces, no se trata solo de respuestas lógicas encadenadas, sino de la situación por la que las personas, como seres humanos que son, pasan. En ese momento, Akasha no era la Tejedora de Planes, ni el ser de luz por el que todos la tomarían en adelante.

 

No te voy a decir que no, no era un buen momento para acercarse a Akasha.

 

Quizá es la mayor ironía de este capítulo, que el firme deseo de Ethel para alejar a Akasha del mal camino, culminó en la tragedia que le ayudó a decidirse. Haría todo para llevar a cabo su plan, para que no hubiera jamás una Rebelión de Ethel. Nace así la Tejedora de Planes, que (según Soma de León Negro) escogió el momento perfecto para desafiar a Sneyder de Acuario y poner fin a la Pacificación, ya que no a otros eventos desafortunados, como el Cisma Negro y el nacimiento de Hybris.

 

Pues sí, es todo un contraste, tanto como visceral puede ser la diferencia de opinión entre quienes la apoyan y quienes la rechazan. No culpo a nadie, ya que es un personaje que no siempre puedo controlar, tiene vida propia y eso te consta. Me alegra leer eso, todavía recuerdo que desde que viste mencionada la Rebelión de Ethel sentiste curiosidad. ¡Temía no estar a la altura! Me atreveré a pensar que no fue el caso.

 

Ojo, gente, genial capítulo, no solo bueno. ¡Genial y con sonrisa!

 

(Por lo menos hoy es Arthur y no toda su familia. Es un avance.).

 

***

 

Capítulo 159. La Máquina de Rodas

 

Para el último Señor del Invierno, pensamiento y acto se habían vuelto lo mismo desde el momento en que pisó aquel extraño mundo. Ni siquiera llegó a parpadear frente al ataque inesperado de un sinfín de enemigos, los cuales cargaron contra una barrera de pura energía azul, devoradora de todo calor en el exterior. Fue consciente, hasta cierto punto, de que las criaturas humanoides que chocaban suicidas contra el escudo, más veloces que el rayo, eran hombres en verdad, la encarnación del recuerdo de los primeros santos de Atenea. Olvidados por la Historia, recordados por Leteo.

«Ahora la legión de Leteo sirve a Damon —reflexionó Alexer, indemne tras la barrera circular frente a la que una docena de fantasmas se tornaban en estatuas de cristal quebradizo. Dirigió la vista más allá, donde incontables máscaras flotaban entre un sinnúmero de colosos de roca y gigantes de metal armados con gruesos espadones, los Mu y su ejército de autómatas—. Es como en la campaña del Pacífico, pero yo estoy solo —pensó solo el tiempo que tardó en dar la vuelta y observar a sus aliados.»

La portentosa barrera que desviaba por igual golpes de fuerza sobrehumana, ataques psíquicos masivos y técnicas que replicaban y hasta superaban la furia de la naturaleza, no solo mantenía a salvo al rey de Bluegrad. Detrás de Alexer se hallaba, con no más guardaespaldas que el mago Oribarkon, Julian Solo, tan sereno como si no corrieran peligro alguno. El Señor del Invierno, por supuesto, intuía que el empresario griego guardaba un as bajo la manga, pero mientras no lo revelase, era solo un hombre bendecido por el dios que un día lo usó de recipiente, más difícil de herir que el resto de mortales, pero no un guerrero. En Alexer recaía la tarea de llevarlo hasta Damon.                                                              

—¿Permanecerás a la defensiva, como tus ancestros? —preguntaba Julian Solo sin palabras, con esa mirada llena de seguridad y decisión.

Alexer no tuvo que pensar a quien se refería el griego, pues al igual que todos los guerreros azules, los cosmos de los hermanos exiliados por los teócratas cientos de años atrás ardían en sus entrañas, llenándolo de un poder ilimitado. Uno fue al Oeste y acabó gobernando el Reino de Midgard, otro fue al Este y levantó una fortaleza para defenderse de males reales e imaginarios. Señores de Invierno como García, Piotr y, por supuesto, el propio Alexer, descendían de ese monarca, pero el ahora rey de Bluegrad era distinto. Dejó de prestar atención a Julian Solo y se fijó en Oribarkon.

—Hubo generaciones de santos de Atenea que dominaban el Séptimo Sentido —aseveró el mago, desconfiado de los débiles intentos de los fantasmas de Leteo. Ahora, después de que cientos de ataques de hipersónicos y otros tantos que por mil veces excedían la velocidad del sonido fracasaran, las montañas andantes creadas por los Mu arrojaban rocas. Oh, rocas muy grandes, y lanzadas con tal brío que ardían como genuinos meteoritos, pero rocas al fin, que ni tan siquiera hacían vibrar la azulada barrera de Alexer—. En el frente del Pacífico no aparecieron, porque el mundo de los vivos tiene reglas que el reino de los muertos debe obedecer.

—No puede haber más de doce hombres con ese poder, en un mismo ejército —observó Julian Solo, a sabiendas de la paradoja que eran los cinco héroes legendarios a ese respecto. ¿El mundo los consideraba parte de los siervos del Hijo, aun si a buen seguro eran fieles a Atenea? Era una buena pregunta, aunque quienes podían responderla estaban todavía muy lejos—. No obstante, este mundo no es el nuestro.

Oribarkon asintió en gesto aprobador.

—Estamos dentro de un recuerdo, contenido en una gota del río Leteo. Debemos prepararnos para lo inesperado, señor Julian. Rey Alexer.

Las últimas palabras del mago, añadidas segundos después del resto, sobresaltaron al Señor del Invierno, si bien este no permitió que nadie se diera cuenta. Hasta ahora había asumido que el telquín de azulada piel y numerosas artes podría aportar algo en la batalla, incluso si no podía comparársele a Damon, el más poderoso de su raza. Pero en los ojos de Oribarkon podía leer que no era así. No había traído las escamas de Poseidón, a las cuales insufló vida durante la Batalla del Pacífico, siendo estas determinantes para que las tropas destinadas al continente Mu no fueran arrasadas. No contaba con la ayuda del Gran General Sorrento, ni de ningún marino. Entonces, ¿por qué estaba allí? ¿Qué iba a aportar en esa empresa?

—Guía —susurró Alexer, hallando la respuesta de repente.

Una vez más, Oribarkon asintió, y el rey de Bluegrad se puso en marcha. Cerró los ojos, abandonando los sentidos convencionales para percibir cuanto se hallaba más allá de la barrera. Pronto fue consciente de que lo rodeaba una extensión de tierra sin límite, como la primordial Pangea o el mundo plano que concebían los antiguos, y que cada palmo de ese terreno estaba atestado de fantasmas, autómatas, eidolon y otros seres extraños. Por un momento, Alexer tuvo el presentimiento de que no lidiaba con los restos de la Batalla del Pacífico, rescatada por Damon después de que Leteo fuera sellado, sino también con quienes cayeron en combate. Fue entonces que comprendió que estaba siendo engañado por una muy elaborada ilusión.

El poder del Trono de Hielo le permitía hacer cualquier cosa, o así lo sentía. Hasta torcer el espacio-tiempo era cuestión de pensarlo, nada más. Por ello, no se molestó en destruir la ilusión por la fuerza bruta, sino que tan solo deseó que la realidad se mostrara tal cual era. Acto seguido se manifestaron infinidad de barreras de apariencia cristalina, tan propia de las técnicas de los Mu, como ventanas que hubiesen estado jugando con la luz del ambiente para crear un espejismo, aunque por supuesto este era de mucha mayor calidad. No se trataba de una ilusión óptica, pues no eran luces los que esos cristales reflejaban, sino pensamientos, ideas, deseos y temores. Al pretender su destrucción, Alexer fue confrontado por sus propias dudas durante un segundo eterno, pero no cedió. Los Muros de Cristal se fragmentaron en mil pedazos y la Máquina de Rodas se reveló.

—¡Por todos los dioses! —exclamó Alexer.

—Y solo necesitó revivir a uno para lograr esto —murmuró Oribarkon. La mirada que dedicaba a Julian Solo era de vergüenza, aunque aquel no le prestaba atención.

¿Cómo podría hacerlo? En los ojos del griego se reflejaba el mismo espectáculo que por momentos dejaba paralizado al rey de Bluegrad: una vorágine de pura energía, destellando imágenes y sonidos como un remolino de recuerdos. La Batalla del Pacífico era la parte más cercana a donde se hallaban los tres, allí los fantasmas trataban de derribar la barrera, pero estos eran solo una parte del ejército de Damon, la legión de la memoria. Más allá giraban el fuego de Flegetonte y el hielo de Cocito, y atrás, los vapores malévolos del Aqueronte cortaban toda salida. En ellos pudieron hallar retazos de la Toma de Heinstein, la Batalla por la Torre de los Espectros y las luchas en el frente norteño, entrelazadas por escenas de las que solo los marinos tenían noticia por suceder a lo largo de los océanos durante la guerra, y otras que habían sucedido después de que el conflicto entre vivos y muertos terminase. Garland de Tauro defendiendo en solitario Naraka, ángeles alistándose para causar un gran perjuicio al Santuario y el mundo, Makoto de Mosca dando muerte a Jäger de Aqueronte, el auténtico santo de Capricornio… ¡Todo cuanto había sucedido los últimos días estaba concentrado allí! ¡En verdad se hallaban en una réplica del mundo, un recuerdo de la Tierra!

—Esta Máquina de Rodas convierte los deseos en realidad, aprovechándose de los sueños y esperanzas de los héroes —explicó Oribarkon, asumiendo que Alexer necesitaba una explicación—. ¿Imaginas cuál es el deseo del Portador de la Memoria, no? Crear un nuevo mundo donde la única ley sea la magia.

—¿No era ese un término demasiado simplista para las nueve artes? —cuestionó, perspicaz, Julian Solo, sin apartar la vista de un punto lejano en el horizonte. Entre escombros flotantes del Santuario desgarrado por Titania de Urano, el líder de Hybris y la Suma Sacerdotisa demostraban, una vez más, lo distantes que eran sus visiones del mundo—. La violencia no acabará con la violencia. El plan de esa muchacha, empero, podría tener éxito, si me ocupo de resolver los problemas de fuera. ¡Alexer!

Llamó al monarca con voz de mando, pero no fue necesario. Este ya comprendía que para alcanzar a Damon tendría que salir de la barrera, adentrarse en un caos en el que sus poderes no servirían del todo sin la guía del telquín. Para eso estaba Oribarkon ahí. Resuelto ese dilema, alzó el puño cerrado, lleno de cosmos.

 

***

 

La barrera se abrió como una flor de loto, pero ninguno de los treinta fantasmas que estaban a sus pies llegó siquiera a parpadear, mucho menos ejecutar ataque alguno. El cosmos de Alexer se liberó como una ola de poder, congelándolos a todos, tornándolos en lanzas humanas de doble punta, muy afilada, que enseguida se proyectaron sobre las máscaras de sus creadores. Cien Mu cayeron entre los escombros de miles de autómatas de roca, atravesados por esquirlas de cristal a la velocidad de la luz y vientos de una tempestad todavía más terrible que la que trajo la ruina a Bluegrad, en 1812.

Ningún hombre podría vivir en el corazón de tal catástrofe. Alexer podía proteger al mago y al empresario de un proyectil perdido, contraataques enemigos y de los vientos que arrasaban todo y a todos, pero la temperatura era como poco inferior a los cero grados por varias decenas. Por fortuna, la combinación entre la magia de Oribarkon, experto en la transmutación de la materia, y las bendiciones que Poseidón otorgaba a todo miembro de la familia Solo, mantenían a Julian en calor. Una vez se cercioró de esto, pasando por la impresión de ver al antiguo recipiente del dios de los mares tiritar, pudo concentrarse del todo en la ofensiva, tal y como era su deseo.

Imaginó manos de gigante allá donde percibía que los fantasmas alistaban sus ataques. Se formaron en la lejanía, tras los furibundos vientos, brillando con tal intensidad que era sencillo adivinar la silueta de la más lejana. Una tras otra, las manos barrieron con enemigos de toda clase, los cuales se cristalizaban al mero contacto tal y como había sucedido con la barrera. Después, para lidiar con los que eran lo bastante rápidos —o hábiles, en el caso de los Mu, diestros en toda forma de desplazamiento sobrenatural— para esquivar el manotazo, Alexer formaba entre los dedos colosales una versión quizá excesiva del Impulso Azul, técnica insigne de los Señores del Invierno. Con el ojo de la mente pudo ver hasta doce esferas de pura energía, latiendo durante un segundo con el mismo ritmo que lo hacen los corazones humanos, para después estallar y arrasarlo todo a kilómetros de distancia. Con los dos ojos que había tenido desde su nacimiento también podía ver el fenómeno, pero desde esa posición mortal, se le antojaban estrellas naciendo y muriendo por el capricho de un simple humano.

—¿Estás listo para correr, Julian Solo? —preguntó Alexer, encumbrado por el orgullo. Ni siquiera miró al empresario, lo que enojó al mago.

—Tranquilízate, Oribarkon —dijo el interpelado, deshaciéndose de la chaqueta y arremangándose la camisa. El tiempo para la solemnidad había pasado. No tenían tiempo para formalidades—. Pero tengo mis límites, Alexer, ya no soy un dios.

Tampoco él lo era, por eso Alexer se limitó a asentir, y avanzar. Por cada paso que daba, la plataforma sobre la que andaba se iba transformando en una escalera que él, Julian y Oribarkon debían subir a través de una tormenta viva.

 

***

 

Aquel ascenso era duro. Julian Solo corría tanto como lo era posible, manteniendo el calor ahora que Oribarkon tomaba la delantera. El mago señalaba con el bastón el punto al que el empresario debía dirigirse, primero siempre hacia arriba, después abajo hasta que sintieron haber deshecho todo el camino. Atrás, enfrente, izquierda, derecha… Era un desastre. Recorrían un laberinto que iban construyendo con sus pasos, siempre con ese tono azulado que tenía la energía compacta de Alexer, moldeada según su imaginación e instinto. Todo ello a la vez que detenía, bloqueaba y destruía a incontables enemigos capaces de aparecer desde cualquier parte, pues además del hecho de que el remolino de recuerdos rodeaba todo, para los Mu teletransportar la materia y crear portales por los que pudieran pasar sus soldados era tan sencillo como lo es para el hombre común respirar. Alexer luchaba, frenético, contra todas las fuerzas del renacido continente Mu, sin pensar más de lo necesario en cuanto se creaba bajo sus pies.

Así, las barreras que se interpusieron frente a incontables imágenes de la guerra, entre las cuales se formaban Abominaciones de toda clase, acabaron siendo edificios. Las escaleras fueron tornándose en rampas y plazoletas hasta adquirir la apariencia de calles, entre las que andaban los infatigables fantasmas de Leteo. Pasó mucho tiempo, quizá demasiado, antes de que los tres se dieran cuenta de que el laberinto que Alexer estaba creando era nada más y nada menos que una exacta representación de la Bluegrad de siglos atrás. La misma, por descontado, incluía el castillo de los Señores del Invierno, con armas de artillería descargando proyectiles de cosmos gélido contra un caballero de oscura armadura montado en un corcel del mismo color, un eidolon.

Alexer descargó sobre la criatura el Impulso Azul, para luego dirigir la mirada hacia las montañas andantes que rodeaban la ciudad hecha de cosmos. Entonces, mientras aplastaba a ese grupo enemigo, alejaba de su mente los susurros de los Mu instándolo a suicidarse y la muralla más alejada de la urbe caía por un golpe de un autómata de metal —gólem de plata, supo enseguida—, dio un paso atrás, impulsado por una portentosa explosión que llenó los cielos. ¡La lanza del eidolon ya había sido arrojada cuando él atacó, a la velocidad de la luz! No pudo caer en la cuenta en el acto, pues de inmediato se centró en interponer los brazos para proteger a Julian y Oribarkon, pero al final fue claro: considerando la distancia y semejanza de velocidad, no tendría que haber podido matar a tiempo a la criatura, la lanza tendría que haber llegado a ellos antes, y sin embargo, chocó contra el Impulso Azul, generando el estallido.

—Ya no hay límites —anunció Alexer, humeante por el calor. Quienquiera que fuese el Mu que creó al eidolon, debía haberlo armado con las llamas de una estrella lejana—. Ni siquiera la luz. Octavo Sentido.

Solo así podía dominar todo el poder del Trono de Hielo. En verdad había despertado a la última conciencia, algo para lo que no se había preparado lo suficiente. Podía verlo en el hecho de que los Mu ya no le hablaban, sino que dedicaban sus esfuerzos a domesticar la tormenta tal y como hiciera aquel molesto mago tiempo atrás, durante el intento de unos santos de Atenea por robar el ánfora. Muchos autómatas habían caído, pero la mayor parte de los fantasmas que importaban seguían allí, saltando entre los edificios de la ciudad energética con tanta velocidad que no llegaban a ser congelados. De momento, todos ellos eran para él insectos en ámbar, pero, en grupo, aquellos insectos habían combatido a todo un ejército. No debía subestimarlos. No debía.

La respiración de Julian Solo no era más agitada que la de cualquier hombre adulto que llevara un tiempo corriendo sin permitirse un descanso. Para el caso, Oribarkon lucía más agotado, quizá su magia los había ayudado de algún modo que escapaba a la comprensión de Alexer. Este deseaba preguntarle, pero primero necesitaba garantizarles un descanso. Tenía la fortaleza, era el momento de agenciarse un ejército.

«¿Será posible? —se cuestionó por una fracción de segundo—. Sí, esta es la máquina que convierte los deseos en realidad, después de todo.»

 

Apretó el puño tal y como hizo para invocar la tormenta, pero no se molestó en revivirla, si bien se le antojó que allá donde se representaban los eventos de la Toma de Heinstein, las llamas del Flegetonte temblaban de frío. Los vientos soplaron, fríos, desde donde estaba el rey de Bluegrad hasta diversos puntos de la ciudad.

Por cada parte derrumbada de los muros, surgió un grupo de guerreros azules tan numeroso como el que luchó contra el Portador del Dolor, Jäger, durante la guerra entre los vivos y los muertos. Como extensiones de la urbe cósmica, frenaron con tesón el avance de cada gólem y cada autómata, ora trayéndoles el frío glacial, ora con puños capaces de hacer estremecer las montañas. Otros miles, más de los que Alexer se atrevía a contar, cazaban a todos los enemigos que se colaron en la ciudad, librándose por toda ella intensos combates. Ningún fantasma de la legión de Leteo pudo avanzar un solo palmo más, por lo que el último Señor del Invierno consideró provechosa la pérdida de la mitad de sus fuerzas para manifestar a aquel ejército de leyenda.

Hasta el último soldado de Bluegrad se hallaba defendiendo aquella representación de la ciudad en la que nacieron. Solo se exceptuaban los Señores del Invierno, inseparables de su último heredero, y Bor, el oso responsable del Trono de Hielo. Se hallaba a la diestra de Alexer, armado con una gran hacha de hielo y asintiendo, aprobador, el buen hacer del ejército y su monarca. O al menos eso pareció, pues aquel anciano barbudo saltó desde el castillo a la base de la montaña no bien divisó allí a Beta, el gólem de plata que cayó en la Batalla del Pacífico. Las tornas volvían a ponerse en contra de la legión de Leteo, pero no demasiado, y había otras fuerzas en la Máquina de Rodas.

—¿Puedes seguir? —preguntó Alexer, atreviéndose a mirar al empresario por encima del hombro. No pensaba dar la espalda al enemigo. Julian Solo asintió—. Bien, ¿a dónde iremos? ¡Siento que llevamos una eternidad dando vueltas!

—Es porque eso hemos hecho —respondió Oribarkon con tranquilidad.

El rey de Bluegrad fulminó al mago con la mirada, pero no tuvo tiempo para mitigar la furia. Ya que los guerreros azules invocados por Alexer estaban haciendo retroceder a la legión de Leteo, los Mu, si no es que el propio Damon, estaban usando la Máquina de Rodas para crear nuevos fantasmas, portadores de la ira, el dolor y las lamentaciones. Quimeras hechas de varios cuerpos de monstruos, masas de cadáveres y colosos del hielo de Cocito. Por separado, no podían compararse al peligro que representaban los fantasmas de los santos, pero juntos era otra cosa. Toda la Ciudad Azul sobre la que se hallaban era puro cosmos, al fin y al cabo, ¿cuánto tardaría el Aqueronte, incluso si no era más que un recuerdo, en devorarlo? Miró gotas de ese líquido amarillo cayendo como la lluvia sobre toda la urbe, pero ninguna llegaba al suelo. Se desviaban, al igual que el espacio, sin dañarla, porque era el deseo de Alexer que nadie robase la fuerza de su pueblo. Hasta ese punto llegaba el magnífico poder del Trono de Hielo.

—No —dijo el monarca, negando su propia bravata—. Tú has hecho esto.

—Lo hicimos juntos —concedió Oribarkon—. Necesitamos un punto de apoyo para hablar con tranquilidad. ¿Reconoces dónde estamos?

Alexer lo reconocía, de algún modo. Las partes en las que se dividió la barrera inicial se elevaban por sobre el suelo, en relieve. Estaban justo donde comenzaron, toda la ciudad y el ejército eran nada más que la línea de defensa que Julian y Oribarkon aprovecharían para negociar. Era posible que incluso el hecho de invocar a los guerreros azules aprovechando la Máquina de Rodas se debiera a la mezcla entre el poder del Trono de Hielo y la magia de los telquines. Alexer se permitió sonreír.

—Defendiendo —exclamó el Señor del Invierno, por encima de los estallidos sónicos de fantasmas y guerreros azules, de proyectiles de cosmos arrojados desde el castillo hasta más allá de las murallas atestadas de colosos. Las Abominaciones caían extramuros, mezclándose con la legión de Leteo, borrando cualquier triunfo que el ejército de Alexer hubiese conseguido hasta ahora—. ¡Defendiendo, como mis antepasados! Sea, seré el hijo de mi padre, por esta vez.

Lanzó un último vistazo a Julian y Oribarkon, quienes asintieron al unísono. Aquellos dos tenían algo importante que hacer, y él también, por lo que más les valía ponerse en marcha. Solo tenía una duda antes de arrojarse a la batalla.

—Toda la ciudad nos protege —explicó Oribarkon antes de que Alexer formulara la pregunta—. De eso se trataba todo esto. Bueno, de eso y cuestiones del viaje ínter-dimensional que no comprenderías, ¡así que no preguntes!

¿Cómo explicarle a Oribarkon que el Trono de Hielo implicaba no solo poder bruto, sino también conocimientos? ¿Cómo decirle, en pocas palabras, que ahora que lo meditaba comprendía que no habían estado dando vueltas, sino trazando un camino hacia la capa dimensional en la que se hallaba Damon? Tal vez el telquín lo sabía y no quería reconocerlo, tal vez lo desconocía y, por descontado, tampoco lo reconocería si se lo dijera. Fuera como fuese, la conclusión era que el tiempo era algo demasiado valioso como malgastarlo en enseñar algo nuevo a un perro viejo.

 

—Señor Julian, ¿lo oyó? —preguntó Oribarkon en cuanto Alexer se teletransportó hacia donde Bor combatía a Beta—. El sonido de los engranajes.

—Sí —contestó el interpelado, rememorando que entre subidas y bajadas, se habían alejado del plano material de la Máquina de Rodas, llegándoles ecos del plano astral en forma de ruido de una maquinaria muy vieja. Una representación, suponía Julian, pues si aquel mundo estaba hecho de algo, aparte de recuerdos, dudaba que fuesen engranajes—. ¿Podemos llegar hasta allí?

—Es cosa de pensarlo y estaremos, mientras la ciudad no caiga.

—¿Todo depende de Alexer?

—¡En absoluto, señor! ¡Todo depende de usted!

—¿Eso significa que no importa si cae la ciudad?

El silencio de Oribarkon fue de lo más elocuente. Era cierto: la representación de Bluegrad, puro cosmos, había servido como base para el hechizo del telquín, capaz de permitirles acceder a Damon sin que este pudiera impedirlo. Si caía antes de llegar a él, se perderían en un mundo infinito de recuerdos, si caía después el propio Damon podría arrojarlos allí si le placía… En ese punto, la Ciudad Azul era tan valiosa para Julian Solo como lo eran las escamas para los ejércitos de Poseidón, la diferencia entre vivir y morir. Un pensamiento fugaz se coló en la mente de Julian, de pronto.

—Necesito el poder de Poseidón para algo más —susurró, hablando consigo mismo—. Lo sé, lo presiento. No recurriré a esa carta aún.

—Como quiera, señor Julian —aceptó sin más Oribarkon.

Con un destello blanco, al igual que ocurriera en la sala del trono de la auténtica Bluegrad, mago y señor viajaron hacia un nivel menos definido de la realidad, aquel donde los deseos se idean, en espera de concretarse algún día.

 

***

 

Entretanto, los guerreros azules llenaban la urbe cósmica de magnos sonidos y temblores, si bien en el aire. Ningún enemigo osaba pisar las calles y edificios de la ciudad, devoradora de calor para todos los extraños. Los fantasmas de los santos del pasado corrían por el aire descargando puñetazos y patadas, mientras que los defensores del lugar no tenían esa desventaja y gozaban de facilidades para atacar y defenderse.

Ese estado de las cosas podría mantenerse siempre y cuando la defensa exterior se mantuviera. Aun así, Alexer comandó a todo el ejército para dejar pasar a determinados individuos, permitiéndoles incluso llegar hasta la entrada del castillo. Allí acababa de resolverse la batalla contra Beta, y no por la notable fuerza de Bor, sino debido a los inagotables trucos del Trono de Hielo, demasiados hasta para la capacidad de adaptación de un gólem de plata. Para uno, no para veintitrés.

—Todos ellos tienen la misma cara de imbécil —aseveró Bor.

—Son idénticos, sí —confirmó Alexer.

Cada uno de los autómatas que aparecieron gozaba de una fuerza considerable, capaz de causar problemas a su sobrina Katyusha, y él no tenía ahora todo el poder del Trono de Hielo. Una parte se hallaba repartida entre la réplica de la Ciudad Azul y el ejército.

A ese reto, nada pequeño, se sumó la infaltable presencia de los Mu, flotando como genuinos fantasmas con sus máscaras e insidiosas voces. Ellos hicieron aparecer a los santos de bronce y de plata que lucharon en la segunda guerra atlante. Bor, al tiempo y sin consultar a su ahora rey, lanzó un grito de guerra y enseguida seis guerreros azules vinieron desde diversos puntos como estrellas fugaces. Los padres fundadores de Bluegrad, salvo la misteriosa Skadi, estaban reunidos en torno al último descendiente de Bolverk, gracias al poder del trono que ellos mismos habían creado.

—Ellos son míos —dijo Alexer, fijando la vista en los autómatas—. Ocupaos del resto.

—Yo veo que hay tres para cada uno —exclamó Bor.

Alexer apenas escuchó la respuesta de uno de los compañeros de Bor, sobre la mala vista que tenía, pues de inmediato saltó hacia los autómatas, partiendo de paso a cuatro fantasmas que tuvieron el atrevimiento de interponérsele. Ni siquiera tuvo que golpearlos, iba tan rápido que con tocarlos los tornó en una nube de átomos. El Octavo Sentido le daba esa clase de velocidad, pero no olvidaba lo rápido que el gólem de plata Beta se había adaptado a la mera fuerza bruta, siendo solo uno.

Desde un principio, pues, dio todo contra los veintitrés autómatas, cediendo a su ejército y hasta a la propia ciudad la capacidad de decidir cómo afrontar al resto de enemigos.

 

Así debía ser la confianza de un rey para con su pueblo. 


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Publicado 11 mayo 2023 - 15:20

Cap 159. ¡El "mientras tanto" más inoportuno de la vida!

 

Válgame, ¡que después de tremendo final de temporada tenemos que volver a la Tierra en vez de ver qué pasaba con todo aquel dramón!

Pero bueno... hay que ver qué hace la escenografía, digo, los otros personajes terciarios, porque también cobran su cheque y deben hacer cosas...

 

Volvemos con Alexer y el inicio de su batalla contra Damon, quien tiene a la Legión de Leteo a sus servicios, por lo que puede hacer copia de cualquier guerrero que se le antoje que haya sido olvidado por la historia.

En el taxi que conduce el señor del Invierno vienen también Oribarkon y Julián Solo, pero pues el que se lleva las cámaras es Alexer quien emplea el poder del Trono de Hielo al fin en todo su esplendor. El objetivo: Que Julián llegue hasta donde está Damon y haga que le bese los pies.

 

Empezando la trifulca, alcanzan a ver la famosa Maquina de Rodas ahí mismo, esa que puede volver realidad cualquier deseo. Y según el deseo de Damon es hacer un mundo igualito en el que están solo que donde la Magia sea la Ley y el modo de vida (Mi sueño de ir a Hogwarts podría suceder, ¡yeii!).

 

Y nos enteramos (o volvemos a enterarnos, la verdad no recuerdo) que Julián Solo está de acuerdo con el Ocaso de los Dioses, pero de él no es nada raro la verdad jaja.

 

Pues una vez que Julian y su mago se centran en llegar hasta Damon, Alexer puede hacer gala de sus poderes poderosos y hacer mierd* al ejercito frente a él, cosa que ansiaba hacer desde que inició el episodio.

 

Todo se vuelve una carrera alocada en un laberinto aun más loco lleno de enemigos que Alexer destruye u obstaculiza creando cosas, después, al ver que necesitaba darle un respiro al millonario y al telquin, decidió que podía crear chorromil guerreros azules para combatir toda la horda de Damon.

 

Julian y Oribarkon se  separan de Alexer, y este queda para comandar a su ejército de ensueño.

 

Pd. Buen cap, sigue así :)


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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


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Publicado 16 mayo 2023 - 10:51

Saludos

 

 

Seph Girl. Como asiduo lector sé lo que se siente querer saber de un tema y que la historia salte a otro muy distante. ¡Frustra mucho! Pero me empeciné en contar una historia sobre una Guerra Santa que de verdad se sintiera como tal y este es el coste. ¡Tenedme paciencia, que al final todas las preguntas tendrán respuesta! Creo.

 

Damon, ese problema que ha estado pendiente por ya más de cincuenta capítulos, cuando el Hades fue sellado. ¿Será que Alexer estará a la altura del desafío?

 

Un telquín, un monarca ruso y el antiguo recipiente de un dios griego entran en un taxi… Divertida forma de verlo. Desde el borrador que el Trono de Hielo ha sido, sobre el papel, un arma poderosa, pero no fue hasta la versión editada que pude mostrarlo como se deben. ¡Aférrense a la estufa que este invierno sí que se acerca pronto y no entiende de hemisferios! Ah, que el Trono de Hielo está del lado de los vivos esta vez, bien, no dije nada, salvo que deseo mucha suerte a nuestros inesperados héroes.

 

Así es, con la Máquina de Rodas, si tú quieres, puedes. ¡Pidan un deseo!

 

Como sabes, mis recuerdos de lo que he publicado se confunden con lo que he revisado, pero creo que ya debió haberse revelado en el encuentro entre Julian Solo y su hijo Adrien Solo, durante el arco anterior. No, no es ninguna sorpresa.

 

Como diría Yuno Gasai en Mirai Nikki Abridged: Tengo un cuchillo, ¿por qué no lo uso? Bien, Alexer usó sus poderes. ¿Ahora qué ocurrirá?

 

¿Un ejército de guerreros azules?

Legionarios del Hades: ¡Oye, eso es trampa!

Todo el mundo: Are you fucking kidding me?

 

Y así es como Rusia fue grande otra vez.

 

***

 

Capítulo 160. Damon de la Memoria

 

El segundo nivel de la Máquina de Rodas no era tan caótico, si bien seguía siendo peligroso. Julian Solo tenía el convencimiento de que mirar por demasiado tiempo el cielo, una raedura en el tejido espacio-tiempo cuyos bordes estaban más allá del horizonte, le haría dudar de su propia existencia, por lo que mantenía siempre la vista al frente. Así andaba, el antiguo recipiente de Poseidón, por senderos en apariencia lisos que empero parecían ondularse al ritmo de los golpes de bastón de Oribarkon, su eterno acompañante. Y con cada ondulación, venían imágenes preocupantes.

Los Mu sobrevolaban la representación de la Ciudad Azul, tratando de modificarla con su presión psíquica. Mil combates se libraban en el aire entre los fantasmas de los santos de Atenea y los guerreros azules, siendo el más intenso el que se daba en la base de la más alta montaña, protagonizado por los padres fundadores de Bluegrad. Más allá de las fronteras, como en una réplica infernal del mítico asedio de Troya, hordas interminables se preparaban para asaltar la urbe, siendo confrontados no por un pueblo dormido, sino por muy despiertos guerreros de un corazón lo bastante ardiente como para sobrevivir a las tierras del eterno invierno. La última vez que Julian se permitió mirar las escenas que conformaban el suelo, se fijó con interés en el Héctor de aquella nueva Ilión, Alexer, atacado por veintitrés ejemplares de un gólem de plata. Todos ellos eran, en sí mismos, un peligro, como lo atestiguaba el hecho de que pudieran pisar la réplica de la Ciudad Azul sin convertirse en hielo, adaptándose en todo momento a aquel y otros peligros. Como grupo, deberían resultar mortales para cualquier hombre, pero ni ellos podían hacer caer al Señor del Invierno, ni este era capaz de destruirlos sin más, como a los fantasmas y autómatas de bronce y roca. Eran demasiados y se adaptaban demasiado rápido a sus ataques, a los cuales no imprimía más fuerza de la necesaria con tal de no tornar en una lucha imposible aquel complicado combate.

A Oribarkon se le escapó un gruñido, muestra de que su señor se estaba distrayendo demasiado. Julian no le dio tiempo a disculparse por la indiscreción y retomó la marcha, corriendo. El cuerpo le pedía descanso como si llevara horas exigiéndose todo lo posible, algo que no le extrañaría de un mundo tan extraño como la Máquina de Rodas. Las ciudades no se levantaban en minutos, ni siquiera las mágicas, como la que nunca dejó de relucir bajo los pies del empresario y el bastón del mago.

El suelo siguió ondulándose mientras esos dos avanzaban, trazando de nuevo un camino enrevesado, pero ni Julian ni Oribarkon volvieron a mirar lo que acontecía en el nivel superficial de la Máquina de Rodas, decididos a confiar en el rey Alexer.

 

***

 

—¿Dónde estamos, Oribarkon? —preguntó Julian tras mucho tiempo, empañadas las ropas de un sudor inapropiado. Con todo, ni el estado de la vestimenta ni el de los cabellos, sueltos, restaban decisión a la mirada del antiguo recipiente de Poseidón.

El mago, a pesar del respeto que sentía por su señor, no se ahorró el tono de siempre.

—Justo donde empezamos.

—Perfecto.

No se había levantado otra Ciudad Azul en el segundo nivel de la Máquina de Rodas, claro, pero el recorrido que habían hecho era el mismo que hicieron junto al monarca, una inmensa barrera mágica que protegería la existencia de Julian Solo frente al más poderoso mago que hubo existido jamás. Por descontado, un hechizo de tal envergadura atraería al enemigo, de modo que Oribarkon ya estaba listo cuando fueron atacados.

No era un fantasma, aunque habría dado esa impresión a más de uno mientras atormentaba las tierras de Bluegrad, medio año atrás. El telquín ya no era dos orbes flotando bajo el embozo de una capucha llena de nada más que aire, sino que lucía la misma piel azul de su hermano Oribarkon. Tenía un cuerpo, más bien bajo, una cabeza adornada por un bigote exagerado que rozaba el suelo en sus dos extremos y un brazo delgado, al final del cual una mano de dedos alargados sostenía un báculo de madera.

—¡Te di, te di, te di! —exclamó el telquín, satisfecho.

En efecto, había alcanzado a Oribarkon, aunque no porque aquel mago capaz de robar hasta el mismo tiempo hubiese actuado con habilidad. Más bien, al contrario: golpeó sin cuidado el suelo, hecho de recuerdos, fragmentándolos en una serie de trozos que de inmediato proyectó sobre el creador de las escamas, como una lluvia de letales flechas. Oribarkon, dispuesto sobre todo a defender a su señor, trazó un gran círculo entre el burdo ataque y su probable objetivo, Julian Solo. Todos los pedazos se fundieron en el área que delimitaba el círculo, como hundiéndose en un mar profundo, pero hubo uno que se desvió del rumbo y lo alcanzó en pleno brazo, partiéndolo en dos.

—¡Pura suerte, maldito descerebrado! —gritó Oribarkon, con más ira que dolor. El brazo perdido era justo el que sostenía el báculo—. ¡Pura suerte!

—¡Te di, te di, te di! —insistía el telquín dando brincos. Al tercer salto, empero, se vio de repente pegado al suelo, como si este se hubiese tornado de pronto en una sustancia gelatinosa. Al mago enemigo solo le dio tiempo a parpadear antes de verse cubierto hasta el cuello por la misma materia que formaba toda la superficie, la cual obedecía la voluntad de Oribarkon gracias al viaje que este y Julian realizaron.

Este último comprendió la situación tan pronto el telquín de los largos bigotes dejó caer el báculo, sometido por una presión inimaginable. No era tan fácil como solo desear reunirse con Damon, y Oribarkon no podía acompañarle mientras hubiese otro telquín impidiéndoselo, no si tenía que dejarlo vivo, y Julian no pensaba ordenarle que asesinase a su propio hermano. Así las cosas, se encaminó hacia el bastón de aquel ladrón capaz de robar el mismo tiempo, llevando ya consigo el del creador de las escamas de Poseidón. Una vez tuvo ambos, los miró con franca curiosidad, desoyendo los chillidos del aprisionado. De verdad había poder en ellos, distinto al habitual.

Pasados unos segundos, el telquín atrapado ya se estaba convirtiendo en aire para escapar, lo que era irónico considerando que la sustancia que lo aprisionaba reflejaba una nueva tempestad mediante la que los guerreros azules se oponían, en el primer nivel de aquel mundo, al dominio aéreo de los Mu. Por su parte, Oribarkon se pegaba el brazo partido como si fuera la cosa más sencilla del mundo. Y quizás lo era, para un mago.

Julian no se fijó en nada de ello, intrigado por la magia que sostenía con ambas manos. Confiando en el mago tanto como Alexer confiaba en los guerreros azules, el antiguo recipiente de Poseidón entrechocó los bastones, de una madera extraída de dos ninfas muertas miles de años atrás. El hechizo no tardó en realizarse, como intuía el griego; a pesar de la falta de conocimientos, lo llevó al tercer y último nivel de la Máquina de Rodas. Sobre los recuerdos de la Tierra y los de la propia máquina, donde nuevos eventos fueron puestos en marcha por la invasión de Alexer, se hallaba el Rey de la Magia, Damon, y la llave para la salvación de la humanidad.

Nadie lo acompañó a ese lugar, pues nadie más que él podría hacer lo que pretendía.

 

***

 

Al igual que el rival de Oribarkon, el Rey de la Magia había obtenido un cuerpo físico gracias a la Máquina de Rodas. Volvía a ser el de antaño, un hombre esbelto de larguísimos cabellos canos, complementados por una barba densa en la que ni siquiera podía distinguirse la boca mientras hablaba. Los ojos, del mismo tono amarillo de los de su raza, resaltando contra el azul de la piel, veían con detenimiento el universo en miniatura que había creado para su contemplación. No había nada más que eso allí, en el tercer nivel de la Máquina de Rodas, solo la ausencia de todo, salvo él, con sus holgadas ropas de color blanco y negro que ningún viento movía, y aquellas galaxias que observaba pensativo, dilucidando un enigma que solo él conocía.

Era una historia larga, aquella, y él no la vivió, sino que se la preguntó al mundo tras la caída del rey Bolverk, mientras esperaba el momento de reunirse con Pirra de Virgo, reencarnada en la nueva Suma Sacerdotisa. Primero estaba el universo. Los dioses del Zodiaco aprendieron a viajar más allá del plano material, lo que los hombres de la actualidad llaman universo, y les fueron concedidos trece mundos que proteger, las Otras Tierras. Un número excesivo, incluso si la responsable de crearlos estableció la decimotercera como límite absoluto. El daño estaba hecho, la barrera que separaba el universo de un multiverso de infinitas posibilidades cayó incluso antes de que Troya fuera tomada. Esa fue la semilla de la Guerra del Hijo, los hombres siendo arrogantes.

El universo en miniatura se contrajo en una esfera de luz, inmensa frente a las otras trece que le seguían —cuatro de ellas opacas, ya que las Otras Tierras eran ahora conocidas como los nueve mundos—, insignificante frente a la construcción que había más allá. Aquello era poco más que una maqueta pomposa, pero Damon era un ser concienzudo y puso un gran esfuerzo en que se asemejara a la realidad, ¡a una realidad que ni siquiera su mente podía concebir! Superado por la idea de mundos infinitos, había decidido representar el multiverso como la diferencia que había entre la más pequeña partícula y la totalidad del macrocosmos. Semejante símil, incluso si era posible que fuera incorrecto, lo abrumaba, porque la vulnerabilidad de su propio universo se hacía más notable que nunca. Los hombres, desde luego, eran unos necios.

—Con mi ayuda, ella no lo será —decidió Damon, mirando primero el multiverso, representado como un sinfín de galaxias en eterno girar, y después la esfera de luz, donde imaginó a la Suma Sacerdotisa, llena de un potencial todavía por despertar—. Podremos hacer grandes cosas. Si ocupamos el mismo espacio que una de las Otras Tierras destruidas, nuestro mundo no tiene por qué alterar el orden establecido.

¿Y qué era el orden establecido? Esa pregunta atormentaba a Damon todavía más que el miedo a lo que el multiverso podía depararles. Él sabía lo que era la Guerra del Hijo, y no era el único, algo que no debería ocurrir. El conflicto entre el dios sin nombre y todos los inmortales que gozaron de la dicha de tener uno fue tan aterrador, que el Olimpo no se conformó con encerrar a su mayor adversario en el Tártaro, sino que además lo borró de la Historia y la mente de todos los hombres. La sola idea de que la Guerra del Hijo sucedió tendría que estar sellada junto con la guerra en sí, a menos, claro, que ellos fueran parte de ella. ¿Estaban sellados, junto a otros mundos paralelos, en un bucle eterno de muerte y renacimiento, abandonados por los dioses? Eso explicaría el que no se hubiesen manifestado en todo ese tiempo, a pesar de que los límites del inframundo y la Tierra habían sido trasgredidos con la aparición de los Campeones del Hades. En un evento así, Apolo, el que fija los límites, no se contentaría con mandar a alguien como Caronte de Plutón; Febo descendería para poner cada cosa en su sitio, acompañado por su hermana Artemisa, como de costumbre.

Mientras daba vueltas a esa cuestión, la esfera de luz y sus nueve acompañantes se confundieron con el universo, el cual se partió en dos. Había un número indeterminado de mundos paralelos en los que la Guerra del Hijo sucedió, y por tanto estaban condenados, mientras que existían otros en los que tal conflicto no ocurrió, o más bien, los dioses negaron que hubiese ocurrido. Allí se habrían retirado los inmortales, olvidando a los primeros y enfocándose a reparar lo que podía ser reparado. Esa idea convenció a Damon por un rato, pues era normal que a los olímpicos no les placiera que los mortales crearan sus propios mundos. ¡Ni siquiera a él, Rey de la Magia, le permitían tal sueño! Era natural que sintieran solo indiferencia ante las Otras Tierras, pero no tanto que descuidaran un solo mundo si pretendían salvar otros.

—Tal vez no hayan ido a salvar a nadie —comentó Damon, devolviendo la maqueta a su estado anterior: el universo aislado del multiverso, con las Otras Tierras sirviendo de puente entre ambos—. Tal vez esperan que todo se destruya para empezar de nuevo.

—Los dioses del Olimpo no renunciarán a lo que es suyo —respondió una voz regia e imponente—. Nunca lo han hecho y nunca lo harán.

 

Julian Solo llegó al tercer nivel de la Máquina de Rodas en el preciso momento en que Damon expresaba tan devastadora conclusión, envuelto en un halo azul marino. La energía mística emanante de los báculos entrechocados protegió la existencia del griego, apoyándose en los dos círculos mágicos que Oribarkon había dibujado en el primer y segundo nivel de aquel mundo, e hizo algo más. La nada que rodeaba todo fue llenada por un océano infinito y una atmósfera acorde a la vida humana, todo en una fracción de tiempo tan diminuto que el antiguo recipiente de Poseidón ni siquiera había empezado a hablar cuando aquel espacio se volvió adecuado para ello.

Terminada la observación de Julian Solo, los eventos proseguían. Los bastones vibraron, inquietos, y Julian se vio impelido a soltarlos para que ejecutaran su voluntad. Cada uno se clavó en la superficie de aquella agua brillante que dominaba todo, como si no fuera líquida, sino sólida. Ondulaciones se extendieron desde los dos puntos fijados por los báculos, y en el mar, cristalino, quedó reflejada la transformación de estos en sendas sillas en las que dos hombres habrían de sentarse a negociar. Los susodichos, empero, no se fijaron en ello, concentrados como estaban en estudiarse. Julian veía a un venerable anciano de orejas puntiagudas, ajeno a lo humano en muchas cosas y similar en otras; estaba convencido de que aquel ser, por muchos errores de juicio que hubiese cometido, era lo bastante sabio como para merecer su respeto. Por los mismos derroteros iban los pensamientos de Damon para con el griego, si bien no lo dejó traslucir en su tranquilo semblante; poco le importaba el estado en el que estaba Julian tras llegar hasta allí corriendo sin descanso, pues la mirada seguía teniendo la misma fuerza que cuando el alma de un dios anidaba dentro de su corazón.

Como por ensalmo, la maqueta cósmica se redujo hasta ser un orbe del tamaño de un puño humano. Después, sendas serpientes de oro rodearon la esfera, de un fondo que presentaba el negro del espacio exterior, contrastando con las luces que representaban el universo, las Otras Tierras y el multiverso. Las serpientes, en perpendicular, se movían incansables mordiéndose la cola, como una representación del tiempo divino, más elevado que aquel que los mortales se atreven a dividir con caprichosas unidades temporales. La esfera permaneció flotando sobre la palma de Damon en todo momento, y esa fue la única muestra de soberbia del Rey de la Magia, pues aquel no puso reparos en sentarse en su asiento incluso antes de que Julian Solo lo hiciera.

—¿Qué has estado haciendo, Damon? —cuestionó el griego, también sentado.

—Te lo explicaré enseguida, emisario de Poseidón —dijo el mago, con un ojo fijo en su maqueta y otro en aquel antiguo recipiente del dios de los mares—. Primero, dime, ¿de verdad son los dioses tan caprichosos como para querer salvar lo insalvable?

—El amor del creador por la creación no es un mero capricho.

—Los dioses no aman como los seres humanos.

—Pero aman, a su modo.

—Puedo concederte eso.

—Poseidón ama a la Tierra, a todas y cada una de las representaciones de la Tierra, incluso aquellas que fueron creadas por los humanos —se atrevió a mentir Julian Solo, pues la preocupación por las Otras Tierras empezó como un deseo de su hijo, Adrien, lo bastante joven para tener sueños—. Porque es el dios de los océanos, origen de toda vida, no abandonaría ningún mundo mientras pueda albergar vida.

—Poseidón da —admitió Damon—, también quita.

—Vida y muerte son dos caras de la misma moneda. Poseidón comprende eso mejor que Hades, por eso el diluvio nunca iba a suponer el fin de la vida en la Tierra, solo la llegada de una nueva raza humana. Protege a todos los seres vivos, no al hombre.

—Está bien. Él no nos ha abandonado, por lo que yo sé, ¿qué hay del resto?

—No importa dónde estén, ni lo que hagan —contestó Julian Solo, tajante—. Con que haya un solo dios que permanezca en la Tierra, ya deberías darte cuenta.

—¿De qué, emisario de Poseidón? —cuestionó Damon.

Al tiempo que grandes olas se elevaban hasta el horizonte, Julian contestó:

—De que tú tendrías que hacer lo mismo. Proteger la Tierra que ya existe, la que te vio nacer. Olvidar ese multiverso al que tanto temes y ese otro mundo que siempre has querido crear, y que sin embargo, no existe. Preocúpate de lo que es, no de lo que será.

Damon arqueó una ceja, intrigado. El mar se calmó enseguida.

—La prudencia es una virtud.

—La paranoia no lo es, ¿qué temes, que requiere prestar atención a algo que está más allá del universo, inabarcable de por sí para cualquier mortal?

—Son muchas las cosas que temo, emisario de Poseidón —confesó Damon sin avergonzarse—. Mi deseo es crear un mundo para aquellos a los que la Madre Tierra ha rechazado, entre los que me incluyo a mí y a mi raza. ¿Qué hay de malo en ello? Ah, robé los sueños y esperanzas de los héroes, mas no fui yo quien inició las Guerras Santas y tampoco seré quien les ponga fin. El problema —añadió con un sonoro carraspeo, comprendiendo que estaba a punto de divagar como un anciano mortal—, es que yo sí tengo una mente acorde a tan magno propósito. Crear un mundo aislado del resto supone riesgos. Para no repetir los errores de Pirra de Virgo y sus acólitos, los falsos dioses, debo entender bien por qué nuestro universo y el multiverso se conectaron. Esa es la razón de esta humilde maqueta, que con tanto interés miras.

En verdad Julian había dado algún vistazo a la creación de Damon, aunque evitó seguir haciéndolo tras la observación del telquín. El objetivo era hacer que el Rey de la Magia olvidara esa maqueta y lo que representaba. Por lo menos, era consciente de los peligros que suponía jugar con el multiverso, eso cubría la mitad del trabajo.

—¿No es más sencillo no crear ese mundo, si tantos riesgos conlleva?

—¿Conlleva tantos riesgos como parece?

La pregunta, devuelta por Damon como un experto jugador de tenis, dejó descolocado a Julian. El mar volvió a agitarse, aunque no por su voluntad, sino por su desconcierto.

—Tú mismo lo has dicho.

—Ah, emisario de Poseidón, tus pensamientos fluyen como el agua de los ríos que sirven al dios de los océanos. He estado dando muchas vueltas a por qué podemos recordar la Guerra del Hijo, llegando a una conclusión similar a la que tú y tu hijo llegaron. Una conclusión, sí, no la única.

—Te atormenta pensar que este mundo sea…

—¡No lo digas!

El grito de Damon fue inesperado, una leve alteración en el semblante sereno de un mago muy humano, al menos por ese momento. A Julian le sirvió para recuperar la calma y el control sobre aquel mar tan ligado a su propia existencia.

—Hay otra cosa —dijo Damon—. El Hijo nació fuera del espacio-tiempo.

—¿Qué hay con eso? —preguntó Julian Solo.

—Es muy simple —contestó Damon, a la vez que el movimiento de las serpientes se aceleraba—: La influencia del Hijo pudo haber estado en la Creación desde el principio. Piénsalo por un momento, emisario de Poseidón. En cada mundo, en cada Tierra, el Hijo pudo haber animado a los hombres a desafiar a los dioses, ora levantándose en armas, ora adorando la figura de una divinidad omnipotente, omnipresente y omnisciente que él  usurparía con el tiempo. Eso da un nuevo cariz a mi problema, ¿no te parece? Tal vez nunca importó que Pirra de Virgo creara esas Otras Tierras para los falsos dioses, tal vez el Hijo podía conectar los universos de otra forma. Entonces, ¿hasta qué punto debo preocuparme de los problemas que cause crear mi propio mundo? ¡Tu llegada ha alterado mis esquemas por completo! —exclamó Damon con asombro, como si apenas ahora se diera cuenta—. Empiezo a preguntarme si los pecados de los hombres son de verdad los pecados de los hombres. Si el Hijo cambió el destino de la raza humana en todo el multiverso, ¿no debieron caer sobre él las Guerras Santas? Se suponía que estas servían para lavar las faltas de la antigua humanidad, hasta tengo entendido que los últimos milenios son una respuesta a la soberbia de los primeros santos de oro, dioses autoproclamados, mas si mis conclusiones son correctas, todo es una farsa. ¡Los dioses, los verdaderos dioses, juzgaron todo incluso antes de que ocurriera! ¡Condenaron a los hombres, los Mu, los atlantes y los telquines desde el día en que el Hijo nació! ¿Es ese el amor que Poseidón profesa a la Tierra, emisario?

—¿Quién te habló de la Guerra del Hijo? —preguntó Julian Solo, sin alterarse. En realidad, tampoco Damon había cambiado el gesto desde aquella muestra de sorpresa. No sonaba irritado, sino escrutador. No lo animaba la búsqueda de justicia, sino una repentina curiosidad, eso sí, bastante humana.

O quizá no era humana, sino divina, presente por tanto en todas las razas que los dioses crearon a su imagen y semejanza. Eso explicaría muchas cosas sobre Damon, su forma de actuar y la manera en la que había sido engañado.

—El mundo.

—El mundo tendría que haberla olvidado.

—No la ha hecho.

—Hasta la llegada de Orestes de la Corona Boreal y Caronte de Plutón, el Hijo no tenía la menor importancia. Las Guerras Santas eran una lucha por la supervivencia de la humanidad y el destino de la Tierra, insignificante frente al universo infinito, y aun así querida por al menos dos de los inmortales. ¿Quién te habló de la Guerra del Hijo?

Tal y como Julian Solo entendió desde un principio, Damon era sabio. No era la clase de bruto que se vería influenciado por ese mal que se extendía por los corazones de los hombres, allá en la Tierra, animando a los santos de Atenea a dar muerte al Rey de la Magia. Tanto empeño en su muerte demostraba que Damon estaba más allá de la influencia de ese mal, pero no de una más sutil y retorcida. Por supuesto, llegados a ese punto, no solo Julian llegó a esa conclusión, Damon también.

—El Hijo —murmuró Damon, esta vez sí con vergüenza—, ¿¡cómo!?

—Puede que esa posibilidad que tememos sea cierta —admitió Julian—. Sea como sea, has de actuar en contra de lo que su manipulación te haya animado a hacer.

—Yo mismo decidí crear un nuevo mundo antes de mi caída.

—Es mucho el poder que has reunido, entonces, empléalo en contra de quien te quiere manejar como una marioneta. Sella las Otras Tierras, bloquea toda conexión entre el universo que te vio nacer y ese multiverso que con razón temes. 

—Eso es algo que Poseidón podría hacer. Es algo que hasta tú, emisario, podrías hacer. Desde un principio he notado el dunamis que contiene tu cuerpo mortal.

—Como ya te he dicho, Poseidón ama todas las Tierras, incluso las imperfectas.

Intuyendo ganada la confianza de Damon en su buena voluntad, o al menos, la desconfianza que sentía en un dios desconocido como lo era el Hijo, Julian Solo no pensaba guardarse nada. No opuso resistencia a que el telquín ahondara en su mente.

—Ya veo, emisario de Poseidón. Piensas usar el dunamis que sostenía los mares olvidados para viajar entre las Otras Tierras. Para proteger y guiar esos mundos sin dios. Y aun quieres ir más allá, mucho más allá, al multiverso.

—Mi hijo protegerá la Tierra que nos vio nacer, yo me encargaré de las demás.

—Esperas que yo lo ayude —adivinó Damon.

—Sé que lo harás —atajó Julian—. Al fin y al cabo, él es tu dios.

Tan audaz declaración inició un caos para el que ninguno de los interlocutores estaba preparado. Los cielos se llenaron de nubes y de vientos furiosos, el océano se alzó en grandes olas coronadas de espuma que rompían cada vez más cerca de los sitiales.

—Podría negarme —advirtió Damon—. Tomar tu existencia y arrojarla a la nada. Dar a la Máquina de Rodas el uso que deseo darle, así para ello deba aliarme con el Hijo. Porque así como me desligué de la voluntad de Hades, puedo desoír la de Poseidón.

—Podrías —convino Julian, con las ropas y el cabello removidos por un viento que lo había arrancado del acuoso suelo si el sitial no fuera mágico—. Podrías porque puedes tomar una decisión. Damon, ¿sabes por qué las Guerras Santas son libradas por seres humanos? No solo los santos y marinos, sino también los dioses que los lideran.

El Rey de la Magia bufó con hastío.

—Porque son un asunto menor frente a la totalidad de la Creación.

Julian Solo negó con la cabeza.

—Es porque en las Guerras Santas se decide el destino de la humanidad. No el de la Tierra, mucho menos el universo, sino el de los hombres. Solo los seres humanos tienen el deber, no el derecho, de corregir su pasado luchando por su futuro. Esta es una ley divina que hasta los inmortales respetan, por eso Poseidón ha empleado a la familia Solo así como Hades se ha valido del ser más puro de la Tierra en las guerras que libraron contra Atenea, por eso ella, la diosa que ama no solo a la imperfecta Tierra, sino también a la aún más imperfecta humanidad, ha encarnado una y otra vez como una simple mortal. El pecado de hace diez mil años es un asunto de los seres humanos, que ha de ser resuelto por los seres humanos, antes de volver a caminar a la par de los inmortales. ¿Lo ves, Damon? A pesar de la intervención divina, la responsabilidad sigue siendo humana. Nada cambiaría si en verdad todo fue producto de las manipulaciones del Hijo, nuestro pecado seguiría siendo nuestro pecado.

—Porque al final, los hombres escogieron —dijo Damon.

—Así como ahora tú puedes escoger —completó Julian, levantándose. Los vientos amainaron, pero solo lo bastante como para que pudiera permanecer de pie. Los zapatos no se hundían en el agua, por supuesto—. ¿Perseguir lo que será, o proteger lo que es? ¿Servir a tu dios, o a tu titiritero? —preguntó, andando con dificultad.

Damon también se levantó. Indemne a la fuerza de la tempestad, vio respetuoso cómo Julian Solo se le acercaba con paso regio, a pesar de las ropas desgarradas.

—Si los dioses han abandonado mi mundo, ¿por qué no puedo hacerlo yo?

Ya frente al Rey de la Magia, el griego no dudó un segundo en responder:

—Ya te lo he dicho, Damon. Porque Poseidón, tu dios, te lo ordena. 


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Publicado 22 mayo 2023 - 14:40

Saludos

 

Capítulo 161. Ángeles caídos

 

Naraka, Heinstein, Bluegrad y Mu. La noche antes de la desaparición del Santuario, las ninfas de Dodona fueron enviadas a esas tierras a fin de revitalizarlas. Esto no suponía excesivos problemas en Alemania y Rusia, incluso en ese país colindante con China el deseo de la Suma Sacerdotisa se estaba cumpliendo, protegido como estaba por el poderoso Garland de Tauro. El problema, entonces, radicaba en el Pacífico. Las ninfas se habían internado en Mu junto a una pequeña escolta y todavía no regresaban, ni era posible localizarlas, algo que desconocían no solo los aliados de fuera, sino incluso los soldados de la Alianza del Pacífico. Solo oficiales de alto rango estaban al tanto.

Sorrento dio muchas vueltas a ese asunto. Las brumas del continente habían resultado ser un auténtico incordio, tanto para marinos como para caballeros negros. Y ni él ni la dama Dione podían abandonar la flota principal siendo probable que sufrieran un ataque de por lo menos dos guerreros celestiales. En eso recibió una visita inesperada, justo en el buque insignia, de tres santos de Atenea. A dos de ellos los conocía bien; la parte de la armada que luchó en el frente norte no tenía más que alabanzas para la ferocidad que Bianca de Can Mayor y, en menor medida, Nico de Can Menor, demostraron con el enemigo; además, no era la primera vez que visitaban ese frente y era posible que fueran ellos los responsables de transmitir la noticia de la desaparición de las ninfas, aunque nadie les informara directamente. El tercero, empero, apenas lo reconocía por el manto plateado que portaba, Centauro, pues el hombre agotado, de cabellos canos y mirada triste en nada se parecía al soñador Joseph, o así se le antojó al Gran General hasta que aquel abrió la boca, exponiendo un plan muy digno de un auténtico santo de Atenea.

Sueños, el santo de Centauro era capaz de obtener poder de los sueños de la gente. Tomó la luz perdida de dos mil guardias cegados por Caronte de Plutón para enfrentar a tamaño enemigo, capaz de llenar de un terror paralizante los corazones de tres santos de plata. El precio que pagó por tal audacia fue elevado, como descubrió Sorrento según Joseph le explicaba las razones de su estado: un golpe del noveno astral directo al alma, un daño que lo perseguiría a través de cien reencarnaciones. Pero ahí estaba Joseph, listo para ponerse en riesgo una vez más. En esta ocasión, recogería las esperanzas en el mañana que marinos y caballeros negros se habían atrevido a albergar días atrás, cuando los ríos del inframundo fueron sellados. Las impregnó con el recuerdo de la dama Dione de un mundo sin humanidad, más vital, salvaje y libre, para unir dos verdades perfectamente conciliables. Estaban vivos. Los hombres y la Tierra estaban vivos.

El trío marchó con el beneplácito de Sorrento. Atravesaron las brumas de frente, confrontando el engaño con el que estas trataban de someterlos con decisión, honestidad y, ¿por qué no decirlo?, las esperanzas de todo el ejército aliado en el Pacífico. Joseph dispersaba la influencia del continente mediante su aura, más mágica que racional, mientras que Nico y Bianca, con la forma de dos inmensos canes, buscaron sin descanso el rastro de las ninfas hasta que al fin las encontraron, a punto de convertirse en tristes árboles en un árido círculo de tierra rodeado de niebla. No había rastro de su escolta.

 

***

 

Pero Joseph de Centauro tan solo protegió a su grupo de perderse para siempre en las brumas, o bien regresar al punto de inicio sin conseguir nada, como ocurrió con otras partidas antes que aquella. El continente en sí seguía aislado de lo que ocurría fuera, mientras que los de fuera no podían saber lo que acontecía dentro, de modo que el Gran General ordenó la concentración de la armada de Poseidón para acabar con la niebla del modo que fuera. No abandonaría a su suerte ni a las ninfas de Dodona ni a aquellos tres valerosos santos de Atenea, estaría a la altura de su cargo.

¿Lo estuvo, en verdad? Sorrento sintió que así era hasta que fue demasiado tarde. Los marinos llegaron, sí, pero no como aliados. Dominados por el mismo mal que Garland enfrentaba en Naraka, quienes lucharon en otros frentes durante la guerra, en especial los del norte, vieron en sus compañeros la legión revivida de Leteo, mientras que la flota del Pacífico los creyó un nuevo ejército del Hades, formado por los remanentes de las legiones de Aqueronte, Flegetonte y, sobre todo, Cocito.

Entablaron combate demasiado rápido como para que Sorrento pudiera poner orden. Mientras oficiales de Hybris y del ejército bajo su mando, desde el más bruto y belicoso hasta el más sabio, se arrojaban a una lucha frenética, el Gran General se vio rodeado por Abominaciones de Aqueronte, Flegetonte y Cocito, que eran en realidad sirenas de dulce cantar, poderosos Oceánidas y miembros de la armada del Ártico, todos concentrando esfuerzos para congelar a quien veían como Damon de la Memoria, cabecilla del ejército. Sorrento nunca se compararía con el Rey de la Magia, desde luego, pero resistió aquella estratagema con un tesón de leyenda. No perdió la calma por mucho que descendiera la temperatura, de modo que cuando a esta le faltaban algunos grados para alcanzar el cero absoluto, incontestable condenación para las escamas de Poseidón, ya estaba tocando su mágica flauta, llenando de dolor a sus captores.

A la vez que esa corta batalla ocurría, se hundieron navíos y se quebró la tierra cercana a la costa, formándose nuevas islas de roca y hasta algunas de hielo, resultado de los rayos que arrojaban los tritones del Ártico para congelar a los esquivos fantasmas de los santos, como veían a los caballeros negros. Por fortuna, pasados tres minutos de locura, Dione pudo alejar de sí el aguijonazo de terror que le afectó a ella más que a ningún otro, por ser especialmente consciente de la clase de enemigo que enfrentaban. La hija de Nereo llenó el fratricida campo de batalla con un aura serena, que poco a poco calmó las almas de todos los contendientes, purgando las manipulaciones de Fobos.

No pasó demasiado tiempo entre el fin de aquel caos y la llegada del grupo de Joseph, sin embargo, para todos los implicados fue una eternidad. Era grande la vergüenza entre los oficiales del ejército marino, sobre todo Sorrento, quien había derramado la sangre de más de un camarada con su arma mortal. Miró a Dione, hija de un dios, planteándose la idea de ceder en ella el mando del ejército, a lo que esta negó con la cabeza.

—La confianza de Poseidón es un don precioso, Gran General, que nadie que lo sirva debe despreciar —aseveró la nereida, poniéndole la mano en el hombro—. Esta tragedia no se debe a un error humano, sino a la voluntad de Fobos, dios del miedo.

—¡Ese maldito! —exclamó Sorrento, tensando el semblante por un momento—. Hijo de Afrodita y Ares, adorador del caos, ¿qué pretende con esta maldad?

—Lo desconozco, mas debemos enfrentarlos. Todos juntos.

—No, dama Dione. Si nos unimos, nuestros temores se sumarán también, como en Naraka. Eso es lo que Fobos quiere, sí, ahora lo veo claro.

Quizás la opinión de Sorrento fuera extrema, pero era el Gran General de la armada y todos debían obedecerlo. Dividió el ejército en siete batallones, de los cuales solo uno, el más pequeño, permanecería a la espera, bajo su mando. Los otros volverían a patrullar los océanos, donde todavía moraban los monstruos, comandados por marinos de la talla de Polifemo, Egeo y otros guerreros de gran fuerza y sabiduría. Los caballeros negros, sin un líder supremo a la altura del Gran General, dependían de las órdenes de oficiales veteranos como Eren y Cristal, los cuales formaron un comité de seis miembros solo para terminar por decidir quedarse. Al final, en todo caso, los marinos ya se habían marchado y el que fuera un gran ejército quedó bastante mermado para cuando llegaron Joseph, Nico y Bianca, trayendo consigo a las ninfas.

 

—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó, con los ojos muy abiertos, Joseph, tras tener que saltar entre varias islas para llegar al buque insignia, a tres mil metros de la costa.

—El precio de mi arrogancia —contestó el Gran General con amargura. La visión de las ninfas, ataviadas por blancas túnicas y con los rostros en paz bajo el embozo, le aportó una cierta tranquilidad. Sonrió, diciendo—: Por lo menos tu misión salió bien.

—Me temo que quienes las custodiaban se perdieron para siempre —dijo Joseph.

—Más muerte —lamentó Sorrento, mirando a los cielos con el ceño fruncido. No podía evitar pensar que esa guerra interminable continuaba solo por voluntad de Damon.

Pese a ello, Nico y Bianca fueron celebrados entre vítores y palmadas por los caballeros negros y los marinos que protegían la nueva e improvisada costa, que lucía más bien como un escarpado acantilado. Dione miró a los hermanos con ternura, intuyendo que sus corazones hallaban por fin algo de regocijo por una tarea cumplida. La guerra entre los vivos y los muertos había causado demasiado dolor en la santa de Can Mayor, dolor que intentaba quemar a través del combate, alcanzando pequeñas victorias. Dione tuvo que apretar uno de sus azulados tirabuzones para apartar de sí la idea de profundizar más en eso, no era de ley leer las mentes de los seres humanos.

—¿Ocurre algo, dama Dione? —preguntó Sorrento, recobrando la compostura.

—Oh, nada, Gran General, es que… —A media frase, la hija de Nereo calló de forma súbita. Una extraña fuerza nacida de sus entrañas le había cerrado la garganta.

Sorrento fue consciente de ello, por eso ordenó a todos los presentes en la nave insignia que se retiraran lo más lejos posible. El primero en obedecer fue justo aquel que no tenía el deber de hacerlo: Joseph corrió a tierra en menos de lo que dura un parpadeo, consciente de que su deber allí no era defender la posición, sino salvar a las ninfas. Estas no dudaron ni un segundo en retirarse, pero tres de ellas, las más jóvenes e inexpertas, debieron ser animadas por los santos de Atenea.

Joseph cargó a una en brazos, sin que extraños pensamientos aparecieran en su mente. Nico sí que se ruborizó, pero al punto se convirtió en un can de sombras, como su hermana, y ambos sirvieron de cabalgadura para las restantes hijas de la tierra.

Los santos de Atenea y las ninfas ya habían sobrepasado el horizonte cuando Dione cayó de rodillas, temblando de dolor. Sorrento posó los labios sobre la flauta, ejecutando una música que habría de exorcizar el mal que se apoderaba de ella si este era Fobos, el hijo maldito de los dioses del amor y la guerra.

—Huid —rogó Dione, bañada en lágrimas.

Las olas rompieron contra los barcos más alejados de la flota. Los caballeros negros de la retaguardia, sombras de la constelación de Flecha al mando de Sham, creyeron ver cómo las espumosas crestas del mar se tornaban en dientes humanos. No tuvieron tiempo de decidir si aquello era real o un delirio.

Un abismo de aterradora anchura y ennegrecida profundidad se formó en el océano. La totalidad del ejército aliado quedó atrapado. Solo los más rápidos pudieron huir. Sorrento fue el último entre ellos, debido a que no podía apartar la mirada de Dione, cuyo cuerpo y armadura se quebraron como si fuera una estatuilla de cristal.

—No puede ser. ¡Esto no puede estar ocurriendo! —gritaba mientras hallaba refugio en la plataforma de negro hielo creada al momento por la sombra de Copa.

Junto a los pocos supervivientes, Sorrento vio la cabeza de una gigantesca mujer, si es que no era una de las titánides hermanas de Crono. El rostro, una montaña sobre el mar, tenía el tono de la piel humana; el largo cabello, en cambio, parecía una extensión del océano del que estaba surgiendo, incluso podían verse peces flotando detrás de las orejas grandes como colinas, entre montículos de coral pegados al cuero cabelludo.

Entre los labios carnosos había más de un millar de cuerpos. Algunos retorciéndose, otros girando con lentos balanceos, otros cayendo en pedazos bajo el valle que era la barbilla de la colosal mujer, quien empezaba a levantarse.

Teniendo aun la flauta en la mano, Sorrento la esgrimió como si fuera una espada, destruyendo las olas inmensas que el solo movimiento de la mujer al levantarse provocaba. ¡Y no era para menos! Pues si bien la piel de los brazos era en apariencia humana, a pesar del tamaño, todo el resto del cuerpo, un vestido de una sola pieza, era de la misma consistencia del océano. El cabello, una vez se separó del mar, cambió al tono del cielo, lleno de nubes grises y oscuras, de tonos celestes y pequeños remolinos que se balanceaban chocando contra las amplias mejillas.

Una vez la mujer estuvo de pie, tan grande como la montaña sagrada desde la que alguna vez los santos de Atenea defendieron el mundo entero, tanto Sorrento como los caballeros negros, sirenas, ninfas, marinos y cíclopes que lo respaldaban pudieron escuchar un crujido atronador. El de aquella mujer masticando las islas y los barcos de Hybris y la armada de Poseidón que no llegó a tragarse.

Los ojos del nuevo enemigo destellaron como soles al cruzar miradas con Sorrento, que superado por la pérdida de tantos y el no haber sabido cuidar de una de las más fieles súbditas de Poseidón empezaba a sentirse preso de una furia sin par.

 

Bía, ángel del Olimpo, pudo percibir toda esa sed de violencia en el Gran General. De puro placer, acaso deseo, se relamió los labios, pasando su lengua por sobre todos los guerreros —vivos y muertos— que seguían colgados entre sus dientes y no habían caído al mar. ¡Cuán delicioso sería devorar aquella alma noble!

—¡Todos! —exclamó Sorrento antes de que el terror terminara de adueñarse de los guerreros que quedaban con vida. Un terror tan largo y profundo como la sombra que Bía proyectaba sobre ellos y el océano, que los había mantenido quietos, impidiéndoles huir—. Los santos de Atenea lograron la victoria contra los más poderosos hijos de Océano y Tetis. ¿¡Acaso nosotros somos menos que los santos!?

Miró de soslayo al pequeño ejército. Nadie gritó, pero, al menos, ninguno dio un paso atrás. La palidez empezaba a marcharse. Entre los caballeros negros, Eren de Orión Negro y Cristal de Copa Negra dispensaron arengas similares.

—He aquí la música que solo los justos pueden oír —anunció, enarbolando la flauta como una bandera más de la justicia primitiva que perseguían los caballeros negros. Tenía la intención de centrar el poder de aquel arma mágica en Bía, por supuesto, pero convencer a los caballeros negros de que todos lo oían, siendo solo los malvados los que se retorcieran de dolor, era la mejor forma que se le ocurrió para animarlos a luchar—. ¡Escucha, gigante, titánide o lo que sea que seas! ¡Escucha el preludio de tu funeral!

Las puntiagudas orejas de la mujer captaron la vocecilla del Gran General. El ángel rio, relamiéndose de nuevo, llena de placer.

—Mi nombre es Bía —se presentó la criatura con potente voz, condenando a más de un guerrero a largos minutos de sordera—. Ángel del Olimpo. A todos los santos de oro, a todos los generales del mar, ¡les mostraré la auténtica desesperación!

 

***

 

Entretanto, en Bluegrad, otro destructor de ejércitos hacía su aparición. La magra defensa de la Ciudad Azul, compuesta por cincuenta de los mejores guerreros azules, con Günther a la cabeza, fue golpeada de lleno por una gruesa columna de luz.

Aqua de Cefeo sintió el estruendo, como muchos otros, solo que a ella la arrancó de un vergonzoso estado de inconsciencia. Enseguida recordó que el rey Alexer le había confiado el destino de Jäger y, en su mente, era como si en ese momento hubiese decidido tomarse una siesta. Nada sabía de Titania de Urano y de los planes que esta tenía para el Portador del Dolor, solo tenía claro que había fallado a las gentes de la Ciudad Azul. No pensaba hacerlo dos veces. A una increíble velocidad, abandonó la urbe dispuesta a patear el trasero del nuevo invasor, quienquiera que fuera.

—¡Por los siete mares! —gritó la enmascarada, a quien el manto de Cefeo había cubierto en pleno trayecto, en cuanto vio el deplorable estado del único guerrero azul que quedaba en el lugar—. ¡Günther! ¿Estás bien? ¡Te curaré!

Bajó por el ennegrecido cráter, pisando sin querer las cenizas mezcladas de cincuenta hombres incinerados. Era mucha su desesperación, pues Günther estaba hundido en roca fundida, con la piel de la espalda y los brazos en carne viva. Ni una sola pieza de la armadura azul había aguantado el ataque, que bien pudo haber sido mortal. Cuando llegó hasta él, apenas tuvo tiempo de tomarle el pulso y suspirar de alivio, pues en ese momento se dio cuenta de que el responsable de la matanza estaba allí, de pie, observándola. Un ángel del Olimpo cubierto por su gloria impoluta.

—Veamos si eres tan valiente con alguien de tu tamaño —clamó Aqua con tono desafiante, cubierta por un halo de plata.

—¿Dónde está el Trono de Hielo? —preguntó Cratos, pues no era otro más que él—. Ahorrarás a este país muertes innecesarias si respondes.

Por toda respuesta, Aqua ejecutó el Sello del Rey sobre el ángel. En una diezmillonésima parte de segundo se manifestaron cadenas de agua alrededor de Cratos, de tal forma que no podría moverse, o al menos, no debería poder. El cautivo murmuró algo con hastío y, tensando los músculos, generó alrededor suyo un calor que redujo las cadenas a nubes de vapor. Aqua quedó enmudecida, ¡ni tan siquiera se había esforzado!

Cratos no repitió la oferta. Empezó a caminar, ignorando por completo al despojo al que había reducido Günther. Andaba hacia Bluegrad, pero Aqua creía que iba a por ella.

—¿Sabes acaso con quién te enfrentas? ¡Soy Aqua de Cefeo! ¡La más fuerte entre los santos de plata! ¡Eh! ¡Si sigues así, tendré que darte una paliza! ¡Ya verás! ¡Te agarraré del pelo y te haré tragar más agua de mar que una ballena azul!

Esas y otras pullas salían de la boca de la santa de Cefeo, que en contraste temblaba desde los pies a la cabeza. Había algo en el ángel que la llenaba del mismo terror que sintió en el momento de su muerte en aquel volcán atestado de gigantes, tanto tiempo atrás. Por cada paso que Cratos avanzaba, ella retrocedía dos. Por cada amenaza de golpearlo, mil formas de evitarlo le sobrevenían, como dejarle pasar y que los defensores de Bluegrad se encargaran de él; ella podía compensar sus faltas de otra forma menos violenta, como curar a Günther. Sí, esa sería una buena forma.

Pero así como el miedo le hizo ceder hasta cien metros de terreno, que Cratos cubrió con terrible tranquilidad, no apartó de ella la vergüenza que la había animado a defender la Ciudad Azul en ese día, en esa hora, en ese minuto en el que un ángel del Olimpo atacaba. Disparó sobre el blanco peto del ángel hasta diez mil haces color aguamarina, la Pulsión Hídrica, que todo podía atravesar, excepto aquella armadura, al parecer. Ni tan siquiera le hizo un rasguño, y Cratos estaba cada vez más cerca, era el fin.

—¡No! —exclamó la santa de Cefeo, dando un salto justo a tiempo de que los dedos del ángel se cerraran en su garganta—. ¡Ahora soy fuerte, puedo patearle el trasero a…!

 

Cratos miró su mano durante una cien millonésima de segundo, justo antes de que Aqua completara esa frase. Decidió que tenía una misión más importante que el respeto que los ángeles debían profesar para con los hijos de los dioses, y actuó en consecuencia, acelerando la velocidad de su brazo hasta alcanzar la de la luz.

Aqua no lo sabía, pero de haber llegado Cratos a agarrarla en esas circunstancias, le destrozaría el cuello antes de que le diera tiempo a morir de asfixia. Porque él era el ángel de la Fuerza, nadie en el mundo podía comparársele en este campo. Pero entonces apareció otra clase de ángel, sobrevolando aquella porción de Rusia con sus alas doradas. Se trataba de Triela de Sagitario, quien vivía de forma constante a una velocidad que incluso guerreros como Cratos usaban solo en el momento preciso. Debido a ello, la Silente pudo sorprenderlo con un derechazo en pleno rostro. Incluso tuvo tiempo de apartar de un empujón a la santa de Cefeo, pero nada más.

Los dedos de Cratos se cerraron, formando un puño. El ángel de la fuerza despertó la Octava Consciencia en el momento justo en que Triela sacó el arco. La Silente se le antojó lenta en ese segundo eterno, a pesar de que, como con todos los actos realizados por la santa de Sagitario, empleaba una velocidad imperceptible para la gran mayoría de mortales. Cuando la flecha estaba ya dispuesta para ser disparada, Cratos se agachó por pura prudencia y le encajó un puñetazo en el peto, a la altura del corazón.

 

El segundo eterno concluyó con la Silente chocando contra el suelo, inmóvil. La sangre le bajaba por la máscara; allá donde Cratos la golpeó había un hueco del tamaño del puño de un hombre, teñido por el mismo color. El metal, más que quebrarse, había sido desintegrado por la potencia del ataque, el cual debía haber alcanzado el corazón.

Todo eso lo entendió Aqua con mirar a su superior. Un santo de oro  acababa de ser derrotado con un solo golpe. ¿Qué podía hacer ella contra semejante enemigo?

«Yo soy fuerte —se decía la hija de Nereo—. Ahora soy fuerte, ¿no?»

 

—No es que no le hagas un favor al mundo quitándole un poco de su hedor a pescado, pero estás perdiendo el tiempo aquí —dijo Fobos, al tiempo que se manifestaba al lado de la caída en combate santa de Sagitario, a quien había estado influenciando.

—Nuestro objetivo es el ánfora de Atenea —contestó Cratos, sin molestarse en mirarle—. Está protegida por el Trono de Hielo, ¿no es así?

Tampoco Fobos miró a los ojos a Cratos. Una vez terminó de ascender, dirigió la mirada hacia la paralizada Aqua y la santa de Sagitario, sonriendo divertido.

—A mí no se me permite causar daño físico alguno, nadie me ha prohibido robar una herramienta divina. Eso significa que hay cosas que puedo hacer y cosas que no.

—Sirvo a la señora Titania, no a ti.

—Titania de Urano está en guerra con las fuerza del Hijo —observó Fobos—. Le harías un gran favor librándola del único lugarteniente de ese dios sin nombre que queda aquí.

—El Segundo Hombre es intocable —atajó Cratos.

—Tú lo has dicho, él es un hombre, un mortal. ¿Qué puede hacer contra quien excede la fuerza de todos los mortales? Estoy ansioso por averiguarlo.

—Él está escondido.

—En un rincón de las tinieblas adyacentes al universo material, sí, puedo llevarte allí. Solo tendrás que esperar un poco a que esa casa encima del árbol aparezca.

—¿Casa encima del árbol?

La broma del guardián de la Esfera de Marte, tan fuera del lugar, desconcertó a Cratos lo suficiente como para no negarse a su petición. Fobos dio a aquel silencio un significado positivo, formando con un giro de muñeca un portal entre ambos que daba a la más profunda oscuridad. El ángel de la Fuerza vio aquellas tinieblas con el ceño fruncido y una gran desconfianza, pero tras un minuto de reflexión, algo lo animó a acceder a la propuesta de Fobos. Se internó en el portal, sin dejar de mirar por encima del hombro a aquel anciano sonriente, preguntándose qué tramaba con todo esto.

 

Aqua no sintió ni un poquito de alivio porque el cosmos sobrenatural de Cratos abandonara Bluegrad, pues el ser que lo había sustituido era peor que un enemigo imbatible. Miedo, puro miedo encarnado, reptando hacia la inmóvil Triela para someterla a alguna maldad. ¡Cómo habría querido ir hasta ella y zurrar a ese viejo malévolo! ¡Cómo quería hacer algo, lo que fuera! Dio un paso.

—Trata de dar otro, apestoso pez. Trata —la animó Fobos, irritado solo por un segundo. Pronto el semblante se suavizó mientras se agachaba ante la santa de Sagitario, a quien observaba con curiosidad científica—. Se supone que los santos de Atenea sois humanos, que vuestros cuerpos son vulnerables bajo los mantos sagrados, sean de bronce, de plata y de oro. Entonces, dime, ¿cómo puedes respirar después de que los latidos de tu corazón se hayan detenido? ¿Estás muerta de verdad? Veámoslo.

Sin ningún pudor, acercó la mano hacia la máscara dorada, acariciando el borde. En ese momento, Aqua le atravesó la cabeza con un puñetazo, pero fue como pasar a través de un verdadero fantasma, intangible a las cosas materiales. La santa de Cefeo, harta del miedo que había sentido por Cratos, reunió todas las fuerzas que tenía para dar esos pasos hacia tan poderoso enemigo, para lanzar aunque fuera un único golpe. Todo fue inútil. El rostro de Fobos seguía sonriendo, a pesar de que la mitad tenía la forma de un puño de plata: aquella situación le divertía muchísimo. Llegó incluso a reír cuando Aqua, mareada por el agotamiento, se apartó de él.

Pero no había tiempo para la diversión. El cuerpo de Triela tembló por completo, indicando que volvía al mundo de los vivos tras una experiencia cercana a la muerte. Fobos apartó la mano de la máscara, saciada su curiosidad, y se levantó, con las pupilas de los ojos bailando del portal oscuro hacia ella. No lo había cerrado.

—Será nuestro secreto —susurró el guardián de la Esfera de Marte, llevando un único dedo a sus labios curvados. Después, muy serio, miró a Aqua—: ¿A a qué esperas, pez inmundo? ¿Quieres que mueran tus compañeros?

Desapareció antes de que Aqua pudiera reaccionar a esa disparatada pregunta. Lo hizo riendo de tal forma que el sonido permaneció por toda la zona un rato más, mientras Aqua se atormentaba decidiendo a quién curar primero. Nadie más que Triela podría proteger Bluegrad de enemigos tan poderosos, y hasta de eso tenía dudas, pero Günther moriría si no se le atendía pronto. ¿Qué debería hacer?

Tal vez no importaba. Quizá por eso reía Fobos, el guardián de la Esfera de Marte. Porque hicieran lo que hicieran, estaban perdidos.

Pero aun así, Aqua actuó. Como una santa de Atenea, tuvo esperanza.


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Publicado 29 mayo 2023 - 14:52

Saludos

 

Capítulo 162. Miedo y terror en la Ciudad Azul

 

Al principio, Fobos anduvo por las calles frías de Bluegrad como un viejo mendicante, saludando con afabilidad a los pocos que se encontraba a esas horas de la noche. Gente insensata, un insólito caso de ladrón, mercenarios a cargo de Sergei Kalinin ejerciendo labores de policía y hasta guerreros azules, claro está. El grupo de Günther solo era la vanguardia, no el grueso de las fuerzas con las que contaba la ciudad más poderosa del planeta. El ejército de una nación común tenía tantas posibilidades de conquistar Bluegrad, incluso ahora, como las tendría Bluegrad de defenderse de un ataque de Cratos. Si Fobos hubiese dejado que el ángel fuera en busca del Trono de Hielo, tal y como estaba empecinado, la Ciudad Azul recibiría el amanecer como un montón de cenizas. Una muerte pacífica, en comparación con la vida que le otorgaría.

No le agradaba la actual situación, por mucho que la perversa expresión de su semblante dijera lo contrario. Cratos le habría hecho las cosas fáciles, sobre todo si creía que yendo a Bluegrad, en lugar de cumplir como distracción al igual que Bía, estaba contraviniendo los deseos de alguien al que despreciaba. Sí, Cratos habría sido un aliado de lo más laborioso, pero era de suma importancia que estuviese junto al Segundo Hombre en su momento de mayor debilidad, momento que llegaría muy pronto. Fobos, por su parte, tenía que estar a la altura de las expectativas del mundo. Un dios cruel, capaz de realizar las peores obras, como buen hijo de su padre.

—Por eso tuvimos que separarnos —lamentó el guardián de la Esfera de Marte, errando hasta alcanzar el centro de la ciudad. Tenía los labios llenos de escarcha, en una sonrisa perpetua—. En una obra, hasta los personajes secundarios pueden brillar cuando están solos, lejos de la sombra proyectada por el protagonista.

Así como habría podido manipular a Cratos para que lo ayudara, lo hizo para que olvidase por un rato la idea de atacar Bluegrad. Le ofreció en bandeja de plata la oportunidad de dar muerte al Segundo Hombre, una misión más atractiva que ir a robar el ánfora de Atenea de una ciudad que no podría oponérsele. Al final, el ángel seguiría sirviendo a los intereses de Titania de Urano, tal y como era su deseo. A quien era, por azares del destino, hija de su antigua ama, Pirra de Virgo. ¿Casualidad?

—Eso no existe —aseveró Fobos, pensando en el portal que dejó abierto, como olvidándose de él. Al igual que Cratos, la santa de Sagitario tenía una misión, la de proteger Bluegrad en nombre de la alianza que la unía con el Santuario, pero ella era de la élite, no un simple soldado que solo obedece órdenes. Podía pensar, discernir entre el daño que podría provocar al mundo un enemigo como Cratos y lo que podría hacer él, Fobos, sin la capacidad de causar daño físico alguno. Tomaría la decisión más lógica, la más equivocada, pero para cuando lo entendiera, ya sería tarde.

Ese era el momento que Fobos había estado esperando, la razón de su paseo a la luz de las estrellas, si se le podía llamar así a pesar de aquel cielo nublado. Cuando supo que la santa de Sagitario y Cratos se hallaban en la más profunda oscuridad, cuando estuvo seguro de que los actos de Bía eran lo bastante descarados como para entrar en el radar de todos los santos de oro, dejó de jugar al espía. Como una vela encendida para honrar a un muerto, en este caso la paz en Bluegrad, Fobos se llenó de un rojo mortífero.

 

***

 

El cielo sangró. No habría otra forma de describirlo para cualquiera que sobreviviese a aquella noche de locura. Las nubes se antojaban coágulos en medio de un rojo omnipresente que pronto se derramó por todas partes, desde el castillo hasta las entradas de la ciudad. Los hombres comunes, incluyendo a mercenarios como Sergei Kalinin y su yerno Alexei, empezaron a tener alucinaciones tan pronto alzaron la vista al cielo. La niebla imperante entre las calles se convertía en toda suerte de bestias, invulnerables ante sus rifles de asalto y granadas, aunque no a los rápidos puños y poderosas patadas de los guerreros azules que patrullaban las calles.

Ratas enormes, lobos sedientos de sangre, murciélagos… Todos se dispersaron ante las ráfagas de cosmos que los defensores de Bluegrad dispensaban para aquella legión de pesadilla, pero mientras esa pequeña victoria ocurría, todos los hogares de la ciudad se llenaban de un sonido bajo, aunque constante, capaz de despertar a los hombres del más pesado sueño. Porque mientras dormían era como las campanadas del fin del mundo, para convertirse después en un molesto zumbido cuando abrían los ojos a un dormitorio que no reconocían como el suyo, sino como una mezcla entre la realidad de siempre y una pesadilla que apenas podían recordar. Cada casa se convirtió, sin que los vigilantes lo supieran, en un campo de batalla en la que hombres de paz acostumbrados a la tranquilidad garantizada por los guerreros azules enfrentaban a sus propios miedos.

Muchos salieron victoriosos, impusieron su valor y convicciones al miedo, logrando salir de sus casas solo para mal sobrevivir en unas calles donde cada sombra podía ser una nueva bestia sacada de algún cuento de terror. Otros morían, colapsados por un infarto, arrojándose por las ventanas… Estos actos volvían imposible romper el hechizo al que en vida fueron sometidos. Un hotel popular reía y gritaba a través de las puertas y ventanas, pues estas, llenas de dientes en sus bordes, eran ahora las bocas de un monstruo que extrañaba su alimento. Un pequeño hospital fue incendiado por su director, un hombre con arrepentimientos que nadie más conocía, y del humo que emergió de su cadáver carbonizado nacieron duendecillos que gozaban arrancando los ojos de los padres que habían abandonado a sus hijos. En la comisaría más alejada de la entrada de la ciudad se atrincheraron algunos de los hombres de Kalinin, llevados a tal grado de desesperación que pactaron un suicidio colectivo antes de que cualquier guerrero azul pudiera ayudarles. Este acto, interpretado como una traición al pueblo de Bluegrad, provocó que ningún arma humana volviera a funcionar. Más de un soldado murió esa noche tratando de proteger a otros, al estallarle el fusil en la cara.

Poco a poco, las pesadillas de la gente inundaron la ciudad. Guerreros azules del castillo debieron intervenir, considerando que la misma fuerza maléfica que los atemorizaba había aislado la Ciudad Azul del resto del mundo. Aun el médico real, Néstor, participó para reparar los daños, físicos y mentales, sufridos por los comunes de Bluegrad, y algunos no tan comunes, pues quienes conocían el cosmos terminaron cediendo a la locura. ¿Cómo debían responder cuando las personas a las que tenían que proteger salían en masa desde sus casas para tacharlos de demonios de hielo? En el punto en que los defendidos se volvieron dementes, los defensores empezaron a sentir odio.

Ambas sensaciones eran falsas, insertadas por Fobos por el mero hecho de mostrarse, por fin, tal cual era. La noche de locura tardaría tanto como tardara el rey emérito, Piotr, en ser despertado. Él hablaría a su pueblo en nombre de su hijo, les contaría un cuento para dormir y todos dejarían de comportarse como niños asustados.

 

—¿Podría provocarle un infarto al viejo? —comentó Fobos, ya en el castillo, en medio de una cancioncilla que no había parado de silbar. Desde el patio en el que se hallaba, miró en dirección al estudio de Piotr, seguro de que allí, desde donde preparaba un tratado entre Bluegrad y el Reino de Asgard, dormía el rey emérito.

La idea nunca tuvo oportunidad de desarrollarse. Nadia llegó hasta él con un salto desde alguna parte, armada con el hacha Cortaúñas y llena de un cosmos notable, para un santo de plata. Fobos la miró primero con asombro y luego con curiosidad. Si no se había hecho un ovillo en algún rincón, ¿qué sería necesario para romper su mente?

—En el nombre del rey Alexer, yo…

—Tú deberías cuidar mejor de tus retoños.

Brusco y sádico, Fobos cortó el desafío de la guerrera azul, una madre, al fin. En la mano del guardián de la Esfera de Marte, de pronto demasiado grande y fuerte, estaba la cara llorosa de Natasha. Fobos no permitió a Nadia decir que aquello era una ilusión, enseguida aumentó la presión sobre la cabecilla de la mocosa, susurrando:

—Llévame hasta el Trono de Hielo.

Nadia apretó los dientes, alzó el hacha como un verdugo y después la bajó, despacio. Hundió la cabeza y los hombros en señal de rendición.

La guerrera azul fue una dócil guía para el guardián de la Esfera de Marte, con su andar acompasado por las patadas que Natasha daba al aire y los gritos de Jacob, su esposo, gritándole que no lo hiciera, que todo era un engaño. Incluso esa advertencia era una ilusión orquestada por Fobos, desde luego. Si ni siquiera el resto de guerreros azules en el castillo reunía el valor para hacerle frente, mucho menos lo haría aquel segurita.

Cuando llegaron a las escaleras, todos los sonidos se detuvieron. Natasha se durmió de pronto, Jacob dejó de gritar y hasta Fobos puso fin a la cancioncilla.

—Suéltala —gritó Nadia con un hilo de voz, no había dejado de sostener el hacha en ningún momento, soñando con la idea de decapitar a aquel demonio.

—Vale —contestó Fobos, arrojándola hacia atrás.

Al igual que en el momento en que se encontraron la guerrera azul y el guardián, Nadia dejó atrás su título de guardia real por su familia, incluso si muy dentro de sí sabía que aquella Natasha no era real. Soltó el arma, corrió hacia la niña, permitiéndose derramar lágrimas, pero nunca la alcanzó. Aquellos pocos metros que tenía que cubrir, aquella caída de una niña arrojada por un demonio, todo duró demasiado, una eternidad.

Fobos aprovechó esa eternidad para bajar las escaleras, hasta la antecámara del Trono de Hielo. Si para ese momento Piotr resolvía el caos en la ciudad, tanto daba.

 

***

 

Los guerreros más fuertes de Bluegrad lo esperaban. En el frente, la veloz Katyusha y el fornido Folkell, superviviente de las heridas en cuerpo, mente y alma sufridas en la guerra entre vivos y muertos. Tenía, además, un arma de leyenda en sus manos veteranas: Balmung. A Fobos le bastó mirarla un instante para saber que era peligrosa.

Baldr de Alcor Zeta se hallaba detrás de aquellos dos temerarios, a pesar de que los superaba a ambos en todo. Hasta la protección que portaba era algo de otro mundo, una armadura digna de un verdadero Señor del Invierno, la cual le había permitido luchar contra el falso dios Belial de Aries. Sería un problema sobrepasar aquel muro blanco. El otro, el que había tras el Sumo Sacerdote y bloqueaba como un glaciar la entrada a la sala del trono, sería un juego de niños en comparación.

—Bien —saludó Fobos—. ¿Empezamos?

No eran aquellos defensores hombres de muchas palabras. Veloz, Katyusha saltó hacia él como un lobo hambriento, clavando sus garras en la garganta del guardián de la Esfera de Marte. El efecto fue tan irrelevante como el del golpe lanzado por Aqua ante las puertas de la ciudad: los dedos de la siberiana pasaron por la vieja piel sin causarle daño alguno, como si fuera un fantasma. Fobos, empero, sí pretendía dañarla, pero tuvo que alejarse para evitar un tajo de Balmung. ¡Folkell había aparecido de la nada!

—¿Ayudando a tus amigos desde lejos? —preguntó Fobos.

Baldr se encogió de hombros. Acto seguido, giró la muñeca y Katyusha y Folkell aparecieron a los costados de Fobos, quien formó una sonrisa feroz.

La manipulación espacial del Sumo Sacerdote podía hacer aparecer a aquellos dos guerreros donde quisiera, pero la velocidad a la que estos podían atacar dependía por completo de sus propias fuerzas. En momentos como aquel, Fobos tenía la ventaja, porque era más rápido que el portador de aquel arma de leyenda. Extendiendo un único dedo de la mano derecha, dio un golpecito en la mente de Katyusha, cuyos ojos blanquearon al punto. A la vez, la izquierda pasó frente al rostro decidido de Folkell, tornándolo tan pálido como si de nuevo fuera presa del Lamento de Cocito. Los dos gritaron a la vez, como bestias heridas.

—¡Günther! Yo no… ¿Por qué haría algo…? ¡Mime, déjame explicarlo!

—Es mentira. El golpe del rey Alexer falló. Él no mató al rey Piotr. ¡No lo hizo!

La desesperación del par fue música para los oídos de Fobos, sobre todo en el momento en que Folkell soltó Balmung. Resultaba tan divertido que le dieron ganas de reír. ¡Aquel hombre hecho y derecho reaccionaba igual que aquella mujer, por un hijo ajeno! Agachándose, se preparó para tomar la espada legendaria, pero entonces un poderoso cosmos dispersó su cuerpo por toda la sala. Baldr había decidido luchar.

 

Katyusha luchó en el mismo frente que el Sumo Sacerdote, pero nunca dejaría de asombrarse por el poder que aquel hombre ostentaba.

De la mano de Baldr nacían ráfagas de cosmos frente a las que ella no sabría defenderse, pero que al anciano no terminaban de causarle un daño permanente. El cuerpo del enemigo estallaba en un millón de partículas solo para resurgir en otra parte de la sala, burlándose de los esfuerzos de todos.

Solo parecía haber una opción. Se acercó a Folkell poco a poco, fingiendo estar viendo todavía aquellas terribles visiones, pero a diferencia suya, el norteño no parecía haberse liberado del hechizo del enemigo. En su defensa, ya no gritaba, ni tampoco llegó a derramar una sola lágrima. Se mantuvo sereno, tranquilo, como esperando una muerte merecida. Él no podría blandir Balmung en ese estado, tendría que hacerlo ella.

No dudó un instante. Veloz como era, se alzó, tomó el arma como el mango y lanzó un tajo contra el anciano, pero en el último momento, Balmung la rechazó.

—No eres digna —dijo Fobos empleando solo los labios, tras voltear hacia ella. Todo sucedió tan rápido que Balmung no había terminado de caer al suelo cuando el guardián de la Esfera de Marte atravesó su cabeza con una mano espectral, causándole un dolor inenarrable. Todo en ella tembló mientras el anciano extraía algo de su mente, un ser vivo que graznaba y aleteaba entre los huesos de su cráneo. Katyusha tardó en darse cuenta de lo que era, pues tan pronto lo extrajo, Fobos lo partió de un mordisco, llenando su mentón y mejillas con un ilusorio líquido sanguinolento.

Un cuervo. Uno de los Hijos de Mnemosine con los que Munin defendió a tantos en el frente del Pacífico, un último regalo de aquel divertido compañero de armas, se deshacía en partículas de luz tras dar sus últimos estertores. Katyusha trató de sonreír, agradecida, pero los labios le dolieron, tornándose quebradizos ante un líquido que bajaba de ellos, uniéndose a unas lágrimas que no podía detener. ¿Babeando? ¿Estaba babeando como una enajenada, ella? La sola situación la enfurecía, y de la ira, estaba convencida, podía nacer un poder más allá de los límites humanos.

De nuevo atacó como un lobo, pero trayendo consigo la fuerza combinada del fuego y el hielo. Fobos dejó que aquellos elementos se perdieran en su cuerpo etéreo.

 

Pero entonces, Folkell apareció a su derecha, armado con Balmung. En ese mismo instante, sin dar tiempo a Fobos para reaccionar, el brazo del Lord del Reino se movió en una dimensión superior a las convencionales, ejecutando un corte instantáneo. La espada legendaria trazó un arco azulado a través de la cabeza del invasor, desde los cabellos del lado izquierdo hasta el extremo inferior de la mejilla derecha. Toda la herida sangró, cubriendo media nariz con pura oscuridad.

—Yo sí soy digno, demonio —clamó Folkell, perlado en sudor por el sobreesfuerzo. Esta vez, la ayuda de Baldr podía haberlo matado.

Todavía resonaba en su mente el graznido del cuervo mutilado por aquel temible enemigo. De alguna forma, la muerte del eidolon lo despertó de su pesadilla, permitiéndole comprender lo que los demás ya habían planeado. Katyusha, a pesar de la penosa situación por la que pasaba, hacía su parte, envenenando de orgullo y autosuficiencia a quien de por sí debía considerarse invencible. Baldr no actuaba, lo que dejaba claro que estaba preparando alguna treta de las suyas, una a la que no le vendría mal que el objetivo estuviese un poco debilitado, solo un poco.

Todo eso pasó por la afilada mente de Folkell en un cortísimo tiempo, y no necesitó mucho más para actuar, gracias a la ayuda de Baldr. Pudo percibir cómo se abría ante él un portal, un agujero de gusano que le permitiría llegar hasta Fobos en un instante, y tuvo la misma sensación respecto a su brazo, de que no se movía en las tres dimensiones del espacio. Podía atacar en una dirección que no era arriba o abajo, izquierda o derecha, si bien ese movimiento le costó una titánica presión para todos sus huesos y músculos. Sintió que se rompía en el momento que cortó al anciano, pero un guerrero no debía mostrar su miedo al enemigo. Así fueran patrañas, debía decirle algo, lo que fuera, para restar importancia a la situación, incluso si era una de vida o muerte.

—Este cuerpo ya no sirve, ¿eh? —murmuró Fobos, despreocupado, mientras una densa oscuridad le recorría medio rostro. De tal color era la sangre de los demonios.

Ya acostumbrado a pelear con monstruos vivientes, Folkell no se sorprendió de que aquel ser, quien quiera que fuese, siguiera en pie después de haberle cortado el cerebro. Sin dejar de apuntarle con Balmung, miró a Katyusha.

—¿Puedes luchar?

—Claro que… claro que…

La siberiana se llevó las manos a la cabeza, temblorosas. Algo le había hecho el enemigo, algo terrible. Y Folkell no podría repetir la hazaña de antes, no solo porque el anciano ya no asumiría que era vulnerable, sino porque su cuerpo no resistiría.

 

Ni era necesario que lo hiciera.

—¡A dónde miras, demonio! —clamó Baldr—. ¡Soy yo tu enemigo!

El anciano no le hizo caso. Caminó hacia Katyusha y Folkell, listo para quebrar sus mentes hasta volverlos niños babeantes. Incluso cuando el espacio se distorsionó alrededor de él, tan solo hizo el intento de teletransportarse hacia las presas más débiles, como si ignorara a propósito la mera existencia de Baldr. Después de todo, él no era capaz de herirle, no era una amenaza real, solo alguien difícil de matar.

Baldr asumía que el enemigo pensaría así, porque él mismo tenía una opinión parecida de aquel anciano. Por fortuna, él tenía un truco infalible para enemigos difíciles de matar. Había aprovechado la distracción que Folkell y Katyusha generaron para preparar el Escudo de Odín, pero considerando la arrogancia del invasor, no habría sido necesario. El guardián de la Esfera de Marte apenas prestó atención a como el mundo iba perdiendo color hasta que todo alrededor de él se volvía de un blanco cegador. Ya fuera por la herida causada por Balmung, ya por una fe desmedida en su propia invulnerabilidad, fue arrastrado hacia Ginnungagap sin oponer resistencia.

—No te preocupes, Folkell. Tengo un remedio para el dolor de cabeza.

 

El interpelado, quien ya servía de apoyo a Katyusha, mostró todos los dientes en una sonrisa que era feroz como la de una bestia. Ni en una situación tan tensa podía aquel amigo suyo olvidar dar un tono sucio a sus palabras.

Con todo, estaba convencido de que la siberiana sí que necesitaba un remedio, urgente. Aun en la fría antecámara estaba hirviendo, seguía sin poder hablar y no dejaba de sufrir temblores. La mirada de la mujer, centrada cuando debía serlo, iba de un lado a otro sin control. Folkell maldijo en silencio al anciano, por cualquiera que fuese la brujería que lanzase sobre ella. También se preguntó quién sería. Si estuvieran en Midgard, no dudaría en considerarlo uno de los Megrez, pero en ese mundo podía ser cualquiera.

—Fobos —dijo Baldr, con una voz que no era la suya—. Me llaman Fobos de Marte.

El instinto de Folkell lo alertó del peligro que no podía ver. Alzó la espada, más como un escudo que como un arma dadora de muerte, y así pudo mitigar la ráfaga de cosmos que Baldr proyectó sobre ambos con intención asesina.

Durante los primeros tres segundos, la luz pálida de Balmung se mantuvo firme ante la tempestad carmesí, pero entonces una fuerza invisible removió las entrañas de Folkell, debilitándolo. Los restos del mortífero ataque bastaron para empujarlo contra la pared, donde vomitó cuanto había comido ese día. Sobre todo, había sangre en el suelo ante él, algo a lo que le dio escasa importancia al no sentir cerca a su compañera. La buscó con la mirada, desesperado, sin percatarse de que un nuevo ataque se cernía sobre él.

Ni siquiera después de eso, con la piel abrasada, los brazos humeantes y un cuerpo rendido a la inconsciencia, Folkell soltó Balmung.

 

—¿De verdad creías que eso sería suficiente? —El rostro espectral de Fobos apareció en el lado izquierdo de la faz de Baldr, cuyo cuerpo manipulaba incluso desde Ginnungagap—. Ni siquiera te sirvió con Belial de Aries, ¿cierto?

—Maldito —fue todo lo que el Sumo Sacerdote pudo decir.

Katyusha estaba en el otro extremo de la sala, siendo ahora el último obstáculo entre Fobos y su objetivo. La intención era heroica, desde luego, pero siendo que perdía la visión cada pocos segundos, el guardián de la Esfera de Marte no pudo evitar reír.

—Tengo la intención de incinerar ese hielo, niña. Apártate si no quieres que te haga daño —advirtió Fobos, ahora hablando a través de Baldr. El rostro que había creado hacía un momento ya no estaba, como no parecía estar la voluntad de Baldr.

—Te mataré —dijo Katyusha. Un brazo ardía, el otro despedía un frío glacial—. ¡Por todos los dioses, juro que te mataré, demonio!

Lejos de impresionarse por la amenaza, Fobos apuntó a la siberiana con la palma abierta, en la cual nació una muy fina ráfaga de cosmos. Él, misericordioso, había apuntado a la cabeza, queriendo perforarle el cerebro, pero algo, o más bien alguien, le hizo errar el tiro. Solo el hielo fue perforado, como si no existiera.

—Si te entrometes será peor —susurró Fobos, dirigiéndose a Baldr, antes de aparecer justo frente a Katyusha. La siberiana se defendió con uñas y dientes, sin dejar que la frustración se apoderase de ella mientras el invulnerable cuerpo del Sumo Sacerdote resistía por igual sus llamas y su hielo, tal y como ocurrió en el Pacífico.

Fobos, despreocupado, elevó el puño. Un solo golpe bastaría para matarla.

—Basta —pidió la voz de un hombre.

Fobos hizo caso omiso. El puño, empero, erró por poco. En lugar de la cabeza de la siberiana, fue su oreja derecha lo que quedó reducida a una pulpa sanguinolenta.

—Basta —reiteró la voz, quien no era otro sino el rey Piotr.

—¿No estás un poco ocupado salvando a tu pueblo? —preguntó Fobos.

Se suponía que así debía ser. El guardián de la Esfera de Marte no tenía tiempo para ocuparse del antiguo Señor del Invierno, no siguiendo las reglas que le habían impuesto y que ya estaba doblando en exceso. Así que optó por ignorarlo, pues sabía que el viejo no estaba allí en realidad. Tan solo era una proyección que desaparecería en cuanto se diera cuenta de que estaba priorizando la vida de su nieta por sobre la de todo el pueblo de Bluegrad. Volvió a alzar el puño, fingiendo buscar la muerte de aquella mujer. Poco le importó que ella apartara la cabeza por instinto, muy despierta debido al dolor lacerante en la herida abierta. En nada le molestó que Baldr tratara de imponérsele y que Piotr siguiera con sus ruegos lastimeros, porque el puño hacía trizas el hielo.

Sí, la fuerza de Baldr era lo bastante grande como para destruir aquel muro de forma indirecta, algo que pronto fue percibido por el antiguo rey.

—En el Trono de Hielo solo te espera la muerte —advirtió Piotr—. Mas si ese es tu deseo, te abriré las puertas, a cambio…

—Lo lamento, viejo —cortó Fobos, ejecutando esta vez un certero puñetazo en el estómago de la siberiana, la cual se dobló sobre sí misma, sin aire—. No soy un comerciante —aseguró, posando la palma sobre la cabeza de la mujer.

Además de una fuerza prodigiosa y la capacidad para manipular las dimensiones, desde la creación de atajos inalcanzables para la velocidad de la luz hasta el sellado de enemigos inmortales en lo que llamaba Ginnungagap, Baldr contaba con otros trucos. Uno de ellos era bastante apropiado para la situación, así como el ejecutor. Fobos, quien jugaba con las mentes de todos en Bluegrad, usaba ahora la técnica de uno de sus defensores para quebrar el espíritu de la capitana de los guerreros azules, quien se resistía a la locura. De esa forma ponía en su lugar a Piotr, le recordaba que no eran iguales negociando alguna mercancía, sino un invasor triunfante frente a un rey derrotado. ¡Ni siquiera un rey, de hecho! Había abdicado, no era nadie.

—¡Detente!

—¿Qué me dices, Baldr? —preguntó Fobos—. ¿Quieres que someta el corazón de esa mujer para ti? —cuestionó a viva voz, dispuesto a llevar al último término aquella lección para el arrogante Piotr. Estaba muy cerca. Al inicio, Katyusha se defendió de aquella energía descendente con ardientes garras y gélidos vientos, pero ahora sus brazos caían pegados a los costados. La magnífica armadura que la cubría se redujo a polvo en un abrir y cerrar de ojos, solo la mirada, ida la mayor parte del tiempo, recobraba de tanto en tanto la lucidez y el desafío.

La temperatura descendió por toda la sala de forma drástica, aproximándose al cero absoluto. ¿Un ataque del antiguo rey, letal a pesar de la distancia? ¿Una reacción instintiva de la capitana de los guerreros azules a una pronta muerte? No parecía que tuviera tanto poder, pero así como las estrellas, un santo de Atenea brillaba más cuando se extinguía su vida, y los guerreros azules no eran otra cosa que santos de Atenea sin constelación, en opinión de Fobos. Fuera como fuese, no importaba. La armadura de Baldr podía protegerlo hasta del cero absoluto, de ser necesario.

Entonces, como reaccionando a aquel pensamiento, el divino manto llenó de luz la sala antes de de desaparecer. Siete zafiros giraban por encima de la cabeza de Fobos, el cual apenas pudo procesar la situación antes de sentir el filo de Balmung en su pecho.

 

El frío despertó a Folkell. Puro instinto de supervivencia, mezclado con un odio animal que no creyó poder sentir hasta ese momento. Con todo, quiso oponerse a esa ira que lo inundaba como un auténtico berserker, solo el ruego de Piotr lo animó a no hacerlo.

Tal y como Fobos supuso, Piotr no podía intervenir en esa batalla y salvar Bluegrad al mismo tiempo, debía escoger. Por tanto, solo una parte de la mermada fuerza que le quedaba tras el ascenso al trono de Alexer se hallaba en la habitación condenada por el ataque suicida de Katyusha, que el invasor atribuía a Piotr. La labor de este fue mucho más sutil que eso: se arrastró suplicante a quien sabía un enemigo inclemente, se mostró ante los sentidos de aquel anciano para distraerlo de quien había olvidado. Desde que apareció, el antiguo rey de Bluegrad había querido abrir una brecha para Folkell.

El norteño se entregó a sus instintos. El deseo de vengar a su prometida y su amigo se mezcló con la más pura sed de sangre. Toda la furia que sentía se convirtió en poder, y era tanto que no necesitó la ayuda de Baldr para propulsarse hasta Fobos y atravesarlo con el arma que tanto temía, sin siquiera pensar en cómo esta le protegía del frío mortal que inundaba la antecámara. La hoja de Balmung salió del pecho de Baldr, cubierta por la sangre de un gran hombre y manchas de pura oscuridad, justo por encima de la cabeza de Katyusha, quien cayó al suelo sin remedio.

—Felicidades —dijo Fobos desde el cuerpo congelado de Baldr, mientras salía de la herida como humo negro, directo a las grietas que había abierto en el hielo—. Has matado a tu amigo para salvar a una muñeca sin vida. ¡Que aproveche!

El Sumo Sacerdote cayó tan pronto Fobos abandonó su cuerpo, aunque no se rindió a la inconsciencia. Más bien, mientras trataba de parar la hemorragia con ambas manos, lanzaba una muda petición al enfurecido Folkell:

—Olvídate de mí, mata a ese bastardo.

Siendo el último en pie, Folkell no pudo sino aceptar esa encomienda. Alzó Balmung para rebanar por completo el hielo que aislaba la sala del trono.

 

*** 

 

La misma situación en la que estuvo a punto de verse en la antecámara, ahora la vivía Fobos en las carnes de ese cuerpo dos veces herido. La temperatura descendía hasta el más bajo extremo, y sentía que ya no era un ser etéreo, debido a Balmung, un arma creada para sellar espíritus maléficos. ¿Y qué eran los hijos de Ares, sino espíritus maléficos, siempre que se les describiera desde un punto de vista humano?

Oía el hielo desmoronándose. No tenía mucho tiempo. Ya que el rey Alexer ni siquiera reaccionaba a su presencia, era de suponer que su ser astral, su alma incluso, había viajado hasta la Máquina de Rodas, si bien eso no le impediría volver si pretendía causarle algún daño. Siendo que esa no era su intención, Fobos caminó hacia el Señor del Invierno, cubiertas las heridas de escarcha. Posó las manos en los brazos del trono, sabiendo que se le quebrarían en cualquier momento. Y lo miró a los ojos.

—Iba a esperar a que tu lucha con Damon destruyera el Trono de Hielo —confesó Fobos—, ahora he cambiado de opinión. Una vez abra el ánfora de Atenea, dos reyes perderán la cabeza bajo el mismo verdugo.

La sangre de Fobos se deslizó como un río hasta el trono, cumpliendo la misma función que Oribarkon antes que él. Fue ese el momento en que Folkell entró en la sala como un verdadero berserker, pudiendo seguir respirando solo gracias a Balmung. 

No había nadie allí para el norteño. Fobos se había marchado, siguiendo la misma senda que el alma de Alexer, Oribarkon y Julian Solo. Ese había sido siempre su objetivo.

En medio de aquel frío, hasta su sangre ardiente empezó a apagarse.

No quedaba esperanza, no en ese rincón del mundo.


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