SKIN © XR3X

Jump to content

* * * * * 2 votos

Juicio Divino: La última Guerra Santa


  • Por favor, entra en tu cuenta para responder
473 respuestas a este tema

#381 Rexomega

Rexomega

    Friend

  • 1,843 mensajes
Pais:
Espana
Signo:
Aries
Energia:
Cosmos:
Ataque:
Defensa:
Velocidad:
Victorias:
1
Derrotas:
0
Total:
1

Publicado 02 noviembre 2022 - 13:43

Saludos

 

Interludio – Júpiter

 

Tras la retirada de Dafne y Narciso, solo cinco de los nueve tronos estaban ocupados, y la inmensidad del lugar se hacía más notoria e innecesaria. Doce estatuas sosteniendo una bóveda segmentada en nueve partes, cada una bellamente cubierta por pinturas que evocaban a alguno de los aspectos de la Creación. El reino de los muertos, el mar primordial, el cielo estrellado encarnando los destinos de todos… Lo más cercano a una referencia al reino de los hombres eran los animales que decoraban el sector correspondiente a Deméter, y ni siquiera destacaban demasiado entre el paraíso salvaje que era aquel mundo representado.

Y en el centro de aquel techo, el ojo de los dioses observaba implacable a los que aún permanecían allí sentados, cavilando sobre cuanto se había planeado en esa reunión.

—Decidme, ¿queréis ver el futuro? —preguntó Ío de pronto.

—¿Qué? —atinó a decir Titania, visiblemente sorprendida.

—Nadie quiere repetir la tragedia de Casandra, comandante —dijo Tritos.

Caronte prefirió mantener el silencio.

—¿Ver el futuro y no poder cambiarlo? ¿No es ese el modo de vida de quienes seguimos la senda de servir a los dioses? —cuestionó Ío—. Habéis sido lo bastante valientes como para tomar una decisión frente a nuestro actual problema, ¿os faltará valor ahora aceptar las consecuencias? ¿Qué teméis? ¿El fin de la inmortalidad, o despertar de esa ilusión de guerreros invencibles?

—Está jugando con las palabras, comandante —apuntó Admeto, quien miraba de forma compulsiva las llaves que había cedido a Titania—. La voluntad de los Hados y la del Olimpo no siempre es la misma. Las Hilanderas conocieron demasiado bien a…

—Entiendo los riesgos, Admeto —aseguró Ío—. Los acepto.

—¿Por qué, comandante? —preguntó Titania—. Esto es demasiado repentino, ¿acaso sabe algo que nosotros no? Conteste, comandante. No, ¡padre!

—A veces para cambiar el lejano futuro, debemos aceptar el más cercano. Deseo que veas los resultados de tu estrategia, Titania, y de acuerdo a ellos, te prepares.

—Titania podría morir en esa visión —murmuró Tritos—. ¡No podríamos cambiarlo! ¡Si vemos nuestra caída en el futuro, nada podríamos hacer! —exclamó al sentir que Admeto compartía sus temores.

—No veremos el futuro de Titania, y en cuanto a ti, Tritos, no creo que vayas a meterte en una situación en la que puedas morir. Me gustaría decir lo mismo de mí —añadió, sonriente—. Si pensáis lo que yo, entenderéis que es la mejor opción.

—Eso no tiene sentido… A menos que… ¿Cree que hay un traidor en nuestras filas?

— El primer traidor fue un ángel —recordó Titania, a lo que Caronte asintió.

—Y desde que lo derrotamos, siempre ha habido un traidor entre los nueve Astra Planeta. El último fue Oberón de Urano, y fue necesaria toda la astucia de Proteo de Neptuno para siquiera descubrir que era una posibilidad. ¿Imagináis por qué?

Tritos y Titania se miraron el uno al otro, en busca de una respuesta. En menos de un segundo el regente de Neptuno pensó en una idea muy descabellada; la sola presencia de Admeto en una reunión tan privada era pista suficiente.

—El traidor siempre ve el futuro —dijo Admeto—. Lo fija. Si reveláis el futuro, descubriréis al traidor, prisionero del reino de Crono. ¿Dije que la ocurrencia de Titania de Urano era arriesgada? Comandante, está proponiendo atar a los campeones del Olimpo con cadenas hechas del mismo destino, la única vez que esa estrategia funcionó, se trató de la peor guerra que jamás hemos luchado.

—El fin de la peor guerra que jamás hemos luchado —corrigió Ío—. Y no es una cadena lo que forjaré, sino un brillante ataúd que ilumine el olvido al que estamos destinados. Oh, no me mires así, Titania. Si la Esfera de Júpiter no estuviera esperando un nuevo regente, no se atrevería a renegar de mi autoridad.

—Aunque estuviera de acuerdo con esto, el Portal del Tiempo fue sellado con el despertar de Poseidón.

—Por fortuna, ya me he tomado la molestia de indagar qué parte del Portal del Tiempo fue sellada —apuntó Ío—. Mientras no pretendamos conocer lo que hace Poseidón, no habrá problema. Si no estás dispuesta, siempre podemos pensar en una estrategia menos arriesgada. Devuélvele a Admeto las llaves, y repasemos con tranquilidad nuestras opciones. Tenemos toda la eternidad para deliberar —le recordó, ampliando la sonrisa.

—No puedo hacer eso.

—Tranquila, Titania —dijo el regente de Neptuno, quien percibía una repentina alteración en las emociones de la octava astral—. Yo también pienso que el comandante tiene una edad y… Evidentemente sabe lo que hace —se corrigió de inmediato, recordando que la Lengua de Plata no lo protegía de los sentidos de Ío. 

—No apruebo esto, comandante —dijo Admeto, más en tono de lamento que con enojo—. Acotar vuestras posibilidades por una sospecha es… Mi señor prohibió esta clase de actos por una buena razón. El futuro es asunto de dioses, no de mortales.  

—Tu señor es uno entre los doce a los que sirvo —replicó Ío—. Me inclino con humildad ante su sabiduría, pero tristemente luego he de levantarme y seguir mi camino. Abrazaré mi destino como siempre he hecho, con alegría.

Ío de Júpiter puso fin a sus palabras y a la reunión con un fuerte golpe, como el martillo de los dioses anunciando el fin de todas las cosas. Entre las efigies olímpicas, el universo se manifestó en todo su magnífico esplendor, con un sinfín de nebulosas representando distintos momentos en el tiempo, el reino que Titán salvaguardaba.

—Ahora, amigos, ¡contemplemos el futuro!

 

***

 

Para Ío no fue extraño que Tritos y Titania prefirieran marcharse antes que  observar el futuro y atarse a él. El destino determinado por los dioses era el mayor obstáculo para los que se hallaban en la cima del poder de los mortales. Así, era natural que incluso los Astra Planeta fueran reacios a mirar más allá, separándose del arbitrario aliado que eran el caos y la posibilidad. Por supuesto, tampoco Admeto quiso saber nada del futuro. Para él, ese era un aspecto de la realidad que solo concernía al señor Apolo.

El único que permaneció en la Sala del Destino fue Caronte, más movido por la curiosidad de si Ío en verdad iba a hacerlo que porque se le antojara que le pusieran una correa hecha con decisiones que todavía no había tomado.

Sin embargo, no fue el futuro lo que el Portal del Tiempo les permitió ver desde sus tronos, elevados por sobre la eternidad. Lo que vieron los regentes fue el pasado, un pasado no especialmente remoto, un par de décadas atrás, pero que ninguno de ellos podía recordar. Ni Caronte ni Ío conocían al joven que junto a Orestes de la Corona Boreal viajaba a través de la nada oculta en lo más profundo de la Creación, dirigiéndose a un único punto de luz, el palacio de los sueños.

—Esto está mal —advirtió Caronte—. El que acompañó al caballero fue Kanon de Géminis. Es por eso que no luchamos en el Santuario.

—No es lo que yo veo —apuntó Ío mientras se frotaba el mentón, pensativo—. ¿Me he vuelto demente, acaso? A lo largo de mi vida he visto cómo los años pesan para todos, excepto para mí. ¿Llegó ya mi hora de perder la cordura?

Sin ánimo para responder, Caronte se limitó a sacudir la cabeza y seguir mirando. Desconocía el acuerdo al que había llegado Orestes con Hipnos para lograr despertar a los santos de bronce que mancillaron el Elíseo, pero estaba convencido de que Kanon lo había acompañado. De otro modo, incluso ese hombre solitario habría acudido al Santuario en auxilio de sus habitantes, sabiéndolos demasiado débiles como para sostener una defensa contra alguien como él. Pronto desechó haber sido objeto de algún maleficio que entorpeciera sus sentidos, o que su memoria fuera alterada; como uno de los makhai, había heredado del mismo Ares la capacidad de estar más allá de esa clase de trucos. Controlarle no era una opción, todo su ser era indoblegable desde el momento en que nació; quienes quisieran enfrentarlo, tendrían que hacerlo a la vieja usanza.

El mundo que estaba reflejado en el Portal del Tiempo siguió fluyendo sin atender a los cuestionamientos de Caronte. El muchacho que acompañaba a Orestes, cuyo nombre y constelación era incapaz de pronunciar, dificultándosele incluso retener una imagen mental de él por un segundo, fue guiado por Ifigenia como un estúpido enamoradizo. Mientras el grupo ascendía en un elevador hasta lo alto del palacio de los sueños, Caronte recordó la petición de Ifigenia: que respetara el plazo que había ofrecido, que no actuara antes. Los amplios conocimientos que el regente de Plutón tenía sobre la estructura del macrocosmos le sirvieron para hilar unas ideas, que se deshilacharon en cuanto otros pensamientos le sobrevinieron. Una fuerza muy poderosa se negaba a que aceptase la existencia de aquel muchacho.

Entonces, los dos —tres, insistía Caronte— viandantes llegaron hasta la cueva de Hipnos, que quizá para ellos se vería de otra forma. Allí, el más joven fue el juguete del hijo de la Noche por un rato, enfureciéndose cuando el dios del sueño lo preveía, llegando a las mismas conclusiones que aquel antiguo y poderoso ser esperaba que sacase. Nada de eso tuvo demasiada importancia para el astral, excepto el contenido del contrato que Orestes formó con Hipnos en nombre del Hijo.

—Comandante… —susurró Caronte, dudando si romper el silencio que Ío mantenía según leía el manuscrito y sopesaba lo que este implicaba.

El contrato entre Hipnos y Orestes fue firmado. La letra en uno de los manuscritos era dorada como los cabellos del dios del sueño. La del otro, que quedaba en manos de Hipnos, poseía una firma del color de las esmeraldas.

—Ya veo —dijo Ío con una triste sonrisa—. Así que era eso.

No lanzó gritos airados. No derramó una sola lágrima. Solo miró en silencio.

—Usted ya lo sabía —observó Caronte.

—Lo intuía, sí. ¿La anterior generación de Astra Planeta…?

—Lo sabía —decidió confesar Caronte—. Yo, Proteo, Egeón, Tebe… Todos luchamos por la misma causa, excepto Oberón.

—El hombre vivo más viejo del universo no iba a adaptarse a un cambio así —apuntó Ío, pese a todo, comprensivo.

Las últimas horas de vida del valeroso muchacho sorprendieron a Caronte y atenazaron el viejo corazón de Ío. Incluso si habrían de olvidarlo en cuanto terminase aquella visión, por la voluntad de los dioses y de él mismo, aquellos seres inmortales, adalides del olvido y el recuerdo, no podían desestimar el orgullo de quien lo dio todo por su causa. No solo la vida, sino su papel en el universo infinito, su existencia.

Así de sorprendentes eran los santos de Atenea, los únicos guerreros sagrados que en verdad luchaban junto a una diosa. Quienes eran parte de la imbatible Atenea.

—Debemos matarlos —sentenció Caronte—. A todos ellos.

—Esa es tu tarea. No la mía —replicó Ío, sintiendo húmedo el único ojo sano. La ciudad de Tokio, Japón y todo aquel mundo de ensueño desaparecieron. Los cinco santos de bronce que el muchacho mató, despertaban ahora en un mundo en cierta forma distinto al suyo, aunque jamás lo sabrían—. Mas es cierto que debemos hacer algo. Los planes del Hijo ya son claros para mí.

El Portal del Tiempo reaccionó a la comprensión que Ío y Caronte tenían ahora de los acontecimientos. Decenas de imágenes se sucedieron sin orden aparente, unas de importancia y otras azarosas, aunque ninguna expresaba el destino final de los observadores, que era el mayor riesgo a la hora de ver el futuro. Shun de Andrómeda se embarcaba en el Argo Navis; el Argo Navis llegaba a las costas de Hiperbórea, lo que era tanto como atracar en la Esfera de Júpiter; Titán de Saturno era retenido por las réplicas de los falsos dioses; Titania de Urano, malherida, luchaba con un único objetivo en mente, aunque de su rival solo podía adivinarse que era una mujer. Esas eran las más importantes que aparecieron antes de que Caronte desviara la mirada.

Ío no fue tan prudente, pues no deseaba serlo. Así fue como observó el resultado de la batalla entre el regente de Plutón y cuatro de los santos de bronce escogidos por el Hijo. Por lo que en esa visión vio y escuchó, solicitaría a Titania formar parte de su plan, escogería el monte Estrellado como el sector del Santuario que habría de acabar dentro de la Esfera de Júpiter y hasta haría una visita a la Esfera de Venus, una vez derribara la barrera que su regente, Narciso, hubiese interpuesto entre la montaña y sus dominios. Pero no pretendía contárselo a Caronte, él lo descubriría en el momento y lugar señalados. Incluso Ío, habiendo echado un vistazo al futuro, solo podía estar seguro de esto y de los planes que ya elaboraba al respecto. Desconocía la provechosa conversación que sostendría con Narciso de Venus sobre cómo el bien mayor y el bienestar de los Astra Planeta no tenían por qué ser lo mismo, ni se imaginaba que los cuatro que combatieron a Caronte habían sobrevivido y mucho menos sospechaba que él mismo les perdonaría su vida sin que ellos siquiera supiesen que los había seguido un buen trecho. Sí, incluso Ío de Júpiter no deseaba saberlo todo, por ello parpadeó en el último momento, descubriéndose una imagen del pasado reciente en cuanto abrió el ojo.

Esa imagen, la última en manifestarse, sí que la vio Caronte. El anhelo de ver el futuro, el deseo de ponerse en contra de este, era demasiado grande hasta para él.

—Fobos —bramó Caronte.

—No le gusta que no sintamos miedo —dijo Ío, casi sonriendo—. Debió haberle mostrado que tú morirás a manos de los santos de Atenea.

—Tal y como espera el Hijo.

—Un santo de Atenea heredará la Esfera de Júpiter. Otro, la reencarnación del héroe que hirió el cuerpo mitológico de Hades, pondrá fin al regente de Plutón. Y no dudo que tenga planes para el resto… —Pese a la calma con la que hablaba, el movimiento que realizó con el brazo fue tan violento como si estuviera en plena batalla. El Portal del Tiempo se cerró en ese mismo instante, como retrocediendo a la fuerza de Ío—. ¿Qué opinas de todo esto, Caronte? ¿Qué harás?

Ya no había visiones de ninguna clase. Solo un espacio vacío entre los tronos que Caronte e Ío ocupaban. Los regentes, sin embargo, seguían recordando los retazos que llegaron a ver. Pedazos del destino que no podrían cambiar.

—Debo destruir el Santuario, de un modo o de otro —espetó Caronte—. Adelantaré el ascenso de los ejércitos del Hades, daré a Bolverk la corona del caudillo y lucharé como un soldado más, hasta que Pegaso se vea obligado a luchar conmigo.

—Sabías que esa guerra no tenía futuro incluso antes de ver lo que has visto —dijo Ío, pensando en Shun de Andrómeda embarcándose en un viaje que todavía ni siquiera había sido planeado—. ¿Harás del destino tu nuevo enemigo, Caronte?

—Nada hemos visto de la supervivencia de Pegaso, Dragón, Cisne y Fénix —advirtió Caronte—. Dejaré que usted se encargue de Andrómeda, ya que ese es su deseo.

—Me conoces bien —dijo Ío—. ¿Qué hay de Fobos?

—Él no puede causar ningún daño físico a nadie.

—Tan cierto como que las pistolas no se disparan solas.

—No a menudo, comandante.

—¿Dices que no fue más que un accidente?

En una de las imágenes que habían visto, un hombre sin importancia acababa herido por su propia arma mientras Fobos lo atormentaba. No era lo más interesante que habían descubierto, considerando que todos los Astra Planeta estaban al tanto de aquella manifestación de la Esfera de Marte en la Tierra. Por ese conocimiento, el imprevisto encuentro entre el dios del miedo y los regentes de Plutón, Neptuno, Urano y Júpiter fue tan agrio, pues ya intuían que tramaba algo. ¿Pensaron, así fuera por un segundo, que el más retorcido hijo de Ares se atrevería a forzar la aparición de un traidor entre los Astra Planeta? En absoluto, eso era llegar demasiado lejos. Hasta para Fobos.

—Creo que podríamos hacer uso de él, ya que tanto se place en usarnos a nosotros.

Ante el audaz comentario de Caronte, Ío no pudo menos que sonreír.

—¿Ese es tu capricho? ¿Convertir a enemigos en aliados?

Caronte le devolvió el gesto, más cruel que malicioso.

—El Santuario iba a ser un aliado. Fobos, Deimos y el próximo candidato a la Esfera de Marte serían sus marionetas. Tendrá tiempo para pensarlo, en todo caso.

Caronte se levantó del trono. Andando sobre el aire, dedicó a Ío un rígido saludo militar propio de la última nación humana por la que luchó. La Antigua Roma.

—Fue un honor conocerle, comandante.

—¿A dónde vas? ¿A la muerte que tus amigos intentan evitar?

—Yo siempre he caminado a la diestra de la muerte, comandante, así como usted avanza en contra del destino. Esto que somos, es lo que buscamos ser.

Los ojos violáceos del regente de Plutón fueron hacia una sombra demasiado alargada. En ese momento, un rostro de ninfa emergió de las tinieblas. La sonrisa que llenaba aquel rostro siempre joven y hermoso no era leve ni sutil, sino llena de un sadismo y crueldad que no conocían límites. No en vano era la encarnación de toda violencia. El ángel Bía que junto a Cratos, Zelo y la diosa Niké sirvieron a los primeros santos de oro a lo largo de seis milenios de batallas, a veces incluso sin que fueran conscientes de ello.

—Si caigo, busca a tus compañeros y ponte a las órdenes de Titania —ordenó Caronte, a lo que la criatura solo asintió antes de volver a fundirse en las sombras. Sabiendo que la mujer seguía allí, añadió—: Los ríos de las lamentaciones y la cólera, tomad una parte. No deseo que el rey Bolverk y su corte desperdicien todos nuestros recursos.

—Todos los que le declaran la guerra a la humanidad que Atenea protege acaban fracasando —observó Ío, que también se había levantado. Aun en ese momento en el que un negro futuro quedaba reflejado en el ojo del regente de Júpiter, este no dejaba de verse digno, fuerte y sabio—. ¿Te sorprendería saber que espero que seas derrotado?

—Las viejas mañas no se olvidan, comandante. Yo soy de los makhai, mis enemigos son santos de Atenea. Parece evidente quién debe perder en esta guerra.

—Mas no puedes morir, Caronte. De ninguna manera.

El regente de Plutón asintió.

—Nuestros caminos se separan aquí —advirtió Ío—. Si tus ejércitos siguen en pie cuando llegue el momento de tomar la Esfera de Júpiter, los reduciré a cenizas. A los Campeones del Hades, las legiones del inframundo, a todos, sin excepción —concluyó mirando la sombra tras Caronte, sabedor de que la criatura permanecía allí, espiando.

—Será un espectáculo digno de verse, comandante —aseguró Caronte, sonriendo una vez más como debían sonreír los demonios—. Si sucede.

Con un rostro sombrío que poco conocía de la esperanza, Caronte de Plutón abandonó aquel espacio eterno en el que los Astra Planeta podían reunirse, más allá del flujo natural del tiempo, llevándose consigo a la vil criatura que lo respaldaba.

En solitario, Ío dio un largo suspiro.

—Los que nacen monstruos, morirán monstruos. ¿No solías decir eso, Shemhazai?

 

***

 

Tiempo después de que los planes de aquellos hombres fueran barridos por los vientos del destino,  Titania caminaba a través de un largo sendero de piedra. El camino que recorría flotaba sobre el espacio ínter-dimensional, delimitado en un sinfín de giros y ascensos por estacas oscuras que también levitaban cerca de los bordes.

Gracias a los dones divinos de Urano, lidiar con el remanente del ejército del Hijo había sido una tarea más tediosa que complicada. Ni los caballeros supervivientes, ni los ángeles caídos que les respaldaban, ni los ejércitos que estos últimos capitaneaban, eran un peligro real para un astral. En consecuencia, dependían de la ventaja numérica, la capacidad de movilizar tropas y la amplitud del campo de batalla.

Las Otras Tierras, mundos paralelos al universo original.

Si bien Titania no era afín a la manipulación y los juegos mentales, como Tritos, tampoco no contaba con los mismos instintos asesinos que llevaron a Caronte a provocar la Noche de la Podredumbre. No arrasaría a sangre y fuego mundos enteros para cumplir su cometido, aquel que ya llevaba a cabo incluso antes de que iniciara la guerra entre vivos y muertos: la caza de los siervos del Hijo, la destrucción de toda semilla que pudiera dar lugar a una nueva rebelión. Con este fin, ocupó infinidad de posiciones en el espacio, librando infinidad de batallas y viendo demasiadas veces cómo el enemigo, sabiéndose inferior, se retiraba a alguna de las Otras Tierras en busca de protección y cobijo. La guerra pronto se volvió rutinaria. Titania nunca terminaba de aplastar los focos de rebelión, sin embargo, en ese estado de las cosas el ejército del Hijo no podía influir en la Tierra del universo original. La caída del Santuario, el viaje de los nuevos argonautas y las batallas en los mundos de la Rueda de Reencarnaciones se dieron sin que nada cambiara, permitiendo a Titania atender ambos asuntos a la vez.

Entonces sucedió el levantamiento de Kyoko de Caballo Menor. Antaño una santa de Atenea semejante a los héroes legendarios, aquella mujer tenía el deber de lograr una alianza militar entre dos mundos que no podían ser más distintos. Una teocracia unificada gobernada por sacerdotes, un sinfín de reinos dirigidos por señores de la guerra asesorados por brujos. Unos podían invocar ángeles para mantener la paz, otros pactaban con demonios para garantizar la guerra. Kyoko de Caballo Menor estaba a poco de lograr su cometido, había logrado que al menos de puertas para adentro los brujos y sacerdote reconocieran lo que de verdad eran: chamanes llamando a la batalla a los espíritus del cielo estrellado, radicando la diferencia en la naturaleza individual de esos espíritus. Por ello pudo reunir un considerable ejército para que fuera capitaneado por la hueste de ángeles caídos que el Hijo había puesto bajo sus órdenes. Ruina, Malicia, Asesinato, Desorden… Muchos males respaldaban a Kyoko, también muchos bienes, en su carga suicida hacia la Esfera de Urano. Y aun así, ella, enfundada en el vestido sagrado de Caballo Menor, original de su mundo, lograba brillar con luz propia. Por el poder y la magia que la respaldaban, pudo llegar bastante lejos.

El levantamiento fue sofocado con la muerte de Kyoko de Caballo Menor. Ella contaba con la determinación y los números, no obstante, enfrentar a un astral en sus dominios era una temeridad. Así se lo explicó Titania a Tritos, cuando este apareció ante ella con una disparatada historia sobre cómo Poseidón pensaba abandonar el universo.

—Sí, por supuesto, en la Esfera de Urano eres invencible. Es una locura que hayan querido desafiarte allí, a no ser que lo sepan —observó Tritos, preocupado.

Ambos sabían que Titania no habría dejado de atender la Cámara de las Paradojas solo para acelerar un suicidio. La mera posibilidad de que los remanentes del ejército del Hijo supieran demasiado sobre los Astra Planeta ameritaba precaución.

—Kyoko de Caballo Menor se llevó el secreto a la tumba —aseguró Titania—. Dejemos de lado lo que desconocemos y centrémonos en lo que sabemos.

En la seguridad de la Esfera de Urano, rodeados por el infinito, los astrales pudieron desentrañar con mayor detalle y claridad la situación de Poseidón. Era posible que Tritos hubiese mezclado hechos con deducciones para tratar de convencer a los tercos santos de Atenea de volver a casa y dejar de incordiar con una imposible entrevista con los dioses, no obstante, era cierto que los mares olvidados, que Tritos referenciaba como el Mar de Tetis, ya no contaban con la protección del dios de los océanos. También lo era que la Tierra estaba por convertirse en territorio inaccesible para los Astra Planeta.

—Si quieres tomar el ánfora de Atenea, más vale que lo hagas ahora —sugirió Tritos.

—Perdí la oportunidad al asumir que la Suma Sacerdotisa sería tan estúpida como para guardarla en algún lugar del Santuario —respondió Titania—. Ahora es mejor no atraer la cólera de Poseidón. Me serviré de otros medios menos directos para ese asunto.

—Ah, cierto, tenemos al santo de Orión… —dijo Tritos, sin traerlas todas consigo.

—Él es solo una distracción —replicó Titania, misteriosa—. Yo tengo otros asuntos de los que ocuparme. Ya que huiste de la Cámara de las Paradojas en cuanto creíste que podías ser herido, asumo que podrás echarme una mano.

Tritos tragó saliva.

—No soy un hombre de batallas. Y estaba seguro de que Titán se las apañaría solo.

Titania se mantuvo imperturbable un tiempo, antes de aclarar:

—Entraba dentro de mis cálculos que te retirarías en cuanto el Segundo Hombre emplease su as bajo la manga. —La sorpresa de Tritos fue mayúscula—. Sí, también preví esa posibilidad desde el momento en que supe que ese hombre podía invocar el poder de los dioses del Zodíaco. Aun siendo solo copias, no existe en el universo mejor recurso que utilizar contra Titán de Saturno, el más fuerte entre nosotros. —Como el regente de Neptuno no decía nada, añadió—: Despreocúpate, nuestros enemigos se han quedado sin su mejor baza, y por lo que puedo sentir, no será suficiente para que la batalla se decida pronto. Todo sigue ocurriendo de acuerdo a mis planes y deseos —aseguró la astral, absteniéndose de especificar de nuevo cuáles eran.

Después de pensarlo por un rato, o al menos fingir que lo pensaba, Tritos se desperezó palmeándose las mejillas. Un gesto bastante informal para un campeón de los dioses.

—Entiendo que no hace falta que le echemos una mano al grandullón. ¿En qué quieres que te ayude? No soy bueno luchando y creo que ha quedado claro que tampoco soy un buen diplomático, aunque esos santos de Atenea podrían ser un poco más agradecidos.

Tritos juntó dos dedos, como solía hacer, mientras sin duda daba vueltas al hecho de que si el Argo Navis podía atravesar los convulsos mares olvidados era por su ayuda.

—Apruebo la manera en que trataste el asunto de los argonautas —dijo Titania—. Los héroes legendarios son un problema para más adelante. Mi trabajo actual es eliminar al ejército rebelde. Es decir, a todas las fuerzas que sirven al Hijo en las Otras Tierras.

—¿Fuerzas como el batallón que aplastaste sin despeinarte? —preguntó Tritos.

Titania ni siquiera alzó las cejas ante tan descarado cuestionamiento.

—Gané la batalla, siempre lo hago, así como siempre hay supervivientes.

De forma somera, Titania explicó dónde radicaba la dificultad de aquella tarea. El respaldo de mundos enteros, así como la capacidad de moverse entre ellos.

Por supuesto, estaba de más considerar la opción de destruir las Otras Tierras.

—Los Astra Planeta defendemos los mundos, no los destruimos —dijo Tritos—. Quieres evitar que puedan movilizarse entre ellos. Cortarles toda vía de escape para que salgan todos de su madriguera, en fila.

La regente de Urano asintió.

La oscuridad adyacente al universo material, los mares olvidados que reunían los restos de cada era y la dimensión que unía todas las demás, de la cual la técnica de los santos  de Géminis no era sino la punta del iceberg. A través de cualquiera de esos planos existenciales podía accederse a los mundos paralelos creados por Pirra de Virgo y Astreo de Saturno, pues preexistían a tan blasfema obra de una mera mortal y un miembro de una raza de humanos glorificados. Cerrar la primera era innecesario, pues muy pocos llegaban demasiado lejos en las tinieblas primigenias, muchas veces a costa de su cordura, por lo que los regentes de Neptuno y Urano centraron esfuerzos en las otras dos. Como custodio de los mares olvidados, Tritos podía impedir la entrada y salida en esa dimensión temporal a la vez que garantizaba que el viaje de los argonautas llegaba a buen puerto. Al tiempo, Titania podía hacer lo mismo en la dimensión especial, manifestando la Esfera de Urano en el vacío que separaba el universo original de aquellos artificiales que unos llamaban Otras Tierras y otros Nueve Mundos.

No obstante, había un plano que podía oponerse a la voluntad de una astral. Un camino alternativo a la oscuridad, el tiempo y el espacio: el pasaje que los dioses del Zodiaco, guiados por Sousuke de Géminis, construyeron y más tarde recorrieron para ir en busca de quien consideraban Atenea, exiliada de la Tierra y el universo original por Poseidón. Para encargarse de ese último escolio, Titania debió manifestarse una vez más fuera de la Esfera de Urano, llamando así la atención de las fuerzas del Hijo.

Era una trampa muy obvia, no obstante, el ejército del Hijo no tenía otra opción. No había ningún lugar al que dirigirse más allá, en el multiverso sellado por los dioses. Permanecer en las sombras de los nueve mundos era una apuesta de vida o muerte. Kyoko de Caballo Menor había tenido éxito, por la pureza de su corazón; Ionia de Capricornio, en cambio, murió durante la guerra civil orquestada por Baldr de Alcor y Folkell de Benetsnatch, en Midgard. No podían permitirse perder la última vía de escape, del mismo modo que Titania no podía consentir que hubiese supervivientes, así que tal y como vaticinó Tritos, los necios que servían al dios sin nombre empezaron a salir de sus madrigueras, empezando por el remanente de la hueste de ángeles caídos.

Ya no podía recordar cuántas estacas había dejado tras de sí, cada una empalando a un ángel del Olimpo que se retorcía, moribundo. Alma, cuerpo y mente eran atormentados hasta la extinción. El precio a pagar por servir al Hijo.

Tritos se compadecía de todos los caídos, hasta de caudillos como Belcebú, Astaroth, Eligor y Mois que habían renegado de su propio nombre y fe. No por el castigo que recibían, pues como antiguo hijo de la Atlántida, consideraba justo que los malvados fueran apartados del resto. No. A parecer del regente de Neptuno, lo peor de todos aquellos guerreros celestiales era que alguna vez tuvieron esperanza de ganar. Quizá los cuatro, como todos los ángeles caídos que Titania había fulminado, creyeron que podrían vencerla con aquellas alas, regalo de Hermes, que les permitía alcanzar la velocidad suficiente como para recorrer las galaxias. Ni por asomo debían entender que Titania de Urano luchaba también en otros muchos, muchos lugares.

En cierto modo, ya que Tritos debía mantener estables los mares olvidados, la regente de Urano se estaba ocupando de todo el ejército rebelde ella sola. Y él podía querer mucho a esa terca mujer, pero no era estúpido. La facilidad con la que se estaban ocupando de todo significaba que estaban en medio de una distracción.

—Te he mentido, Tritos —llegó a decir Titania de pronto.

Para entonces, estaban frente al último de los portales que los falsos dioses fijaron en ese espacio ínter-dimensional durante su odisea. En teoría, Poseidón haría uso de ellos cuando se retirara del universo, si es que lo hacía. Tritos estaba por reiterar que no podía haberse equivocado con eso cuando Titania soltó semejante confesión.

—¿En qué cosa? —preguntó Tritos, sonriendo—. ¿En que todo ocurre de acuerdo a tus planes y deseos? ¡Oh, vamos! Ambos sabemos que eso se dice para quedar bien.

—Fobos me mostró la muerte de mi padre —dijo Titania—. No la de Caronte.

Por un momento, Tritos se quedó sin palabras.

—¿Tu padre el que es más viejo que los héroes? ¿El que luchó contra Atenea en combate singular? Perdiendo, claro… ¿¡Tu padre, Ío de Júpiter!?

—Sí. La lucha contra Shun de Júpiter será la última que libre.

—¿Por qué…? —dijo Tritos con voz ahogada. No quería creer lo que Titania decía. Y era difícil creerle si lo decía de forma tan seca, desapasionada. Sin embargo, al verla a los ojos, supo que decía la verdad.

La mente de Tritos, quizá la más poderosa entre los mortales, se vio aguijoneada por un mensaje telepático de Titania.

 

***

 

Mil imágenes inconexas fueron poco a poco formando una escena del pasado. A Fobos mostrando a Titania una visión que él mismo había observado, de Ío de Júpiter recibiendo a Shun de Andrómeda. Después, muerte.

Mi mayor placer es bajar de la cima a los hombres arrogantes —admitía el dios del miedo—. Miento —sonrió—. Lo que más deseo es la guerra.

¿¡Guerra contra los dioses!? —cuestionaba Titania.

Que gane el mejor. ¿No es lo que se suele decir? —Fobos se encogió de hombros, aunque en realidad Titania y él no hablaban en el mundo físico, sino en el plano astral. Un lapso ínfimo de tiempo para los que acompañaban a la regente de Urano entonces hacia la reunión, incluido Tritos—. Todos sabemos que el Hijo caerá de nuevo, así que… ¿Qué hay de malo en que sea a través de la sangre y el fuego?

La mirada que Titania entonces dedicó al dios del miedo heló la sangre de Tritos, quien solo estaba observando un recuerdo de la astral.

¿Tú también abrazarás tu destino con alegría, como el viejo Ío? ¿Quieres saber qué les espera al resto de tu familia? ¿Caronte? ¿Tritos?

Desaparece.

Tal vez si acabaras con todos los seres vivos del universo, incluyéndote, podría preferir vivir en el paradisíaco Hades.

Desaparece.

Tú no harías eso para vengarte de mí. Eres la hija de tu padre.

Desaparece.

El rostro de Fobos se ensombreció en cuanto Titania repitió aquella palabra por tercera vez. El miedo seguiría anidando en el corazón de la astral durante un tiempo más, pero el avatar de aquella fuerza ancestral empezó a difuminarse.

También eres hija de tu madre, después de todo.

 

***

 

Una vez Tritos dejó de ver aquel recuerdo, no supo qué decir. Guardó silencio durante segundos, minutos… No creía que hubiese transcurrido siquiera un cuarto de hora antes de que volviera a escuchar algo, pero se sintió como una eternidad.

—¿Por qué?

—Si te hubiese dicho la verdad, habrías tratado de convencerme de impedirlo de alguna forma, aunque sabes que eso no es posible. No en este universo.

—El mal de Casandra —apuntó Tritos, apesadumbrado.

—No abrazo este destino con alegría. Mas puedo andar entre las leyes de los dioses y descubrir así lo que es posible cambiar. El Hijo necesita acabar con los regentes de Júpiter y Plutón para que lo ocurrido en la Guerra del Hijo no se repita. Yo me aseguraré de que no obtenga lo que ansía. Eliminaré a todo soldado de ese dios sin nombre, luche o no creyendo en él. Eso incluye a esos héroes legendarios.

—Podría incluir a Atenea —dedujo enseguida Tritos—. No dejará que los mates.

—Titán de Saturno es un viejo enemigo de la diosa de la guerra. Mas —admitió Titania, inclinando la cabeza en señal de respeto—, si no es lo bastante fuerte, tendré que enfrentarme a Atenea al final de este viaje. Soy consciente de ello.

—¡Morirías!

—Si mi muerte nos libera del yugo del Hijo, la aceptaré.

—¿Qué ha sido de todo eso de luchar por un amigo? —cuestionó Tritos, molesto.

—Es verdad —aseguró Titania—. Los Astra Planeta solo nos tenemos los unos a los otros. El resto del universo es perecedero. Los dioses están más allá de nuestro entendimiento así como nosotros lo estamos del de los mortales. En este momento, sé que me rebelaría contra el destino por proteger a mi familia. Es por eso que estoy aquí, negándome la posibilidad de cometer un error que me impida estar donde debo estar. No seguiré el juego de Fobos, tampoco me quedaré sin hacer nada. Impediré el regreso del Hijo acabando con los únicos guerreros que podrían darle muerte a Caronte.

—Tu hermano… Tu hermano… ¡Cierto! —exclamó Tritos, sorprendiendo por un momento a la regente de Urano—. Esa  niña de Virgo es la reencarnación de Pirra. Y el Segundo Hombre, que está ahora del lado del Hijo…

—¿En qué estás pensando?

—Solo una forma de engañar al destino, si todo sale mal. Porque Caronte nació como Ilión, encarnación de la Guerra de Troya, a partir de los cadáveres de Pirra y el Segundo Hombre. ¿No podría renacer de la misma forma, si muriera?

Titania meditó la propuesta de Tritos solo un momento. Entendía por qué había pensado en eso. Pronto sacudió la cabeza de un lado a otro.

—No te estoy mintiendo Tritos. La muerte de mi padre es cuanto vi. Caronte sigue en el ánfora de Atenea y no pretendo liberarlo hasta cumplir mi cometido.

—Bueno, no sé cómo nació Ío…

—Es inevitable —cortó Titania, habiendo pensado en todas las posibilidades ya.

—¿Y cómo es que no lloras? ¿Cómo lo haces?

Antes de responder, Titania observó las mejillas pálidas del atlante, cruzadas por sendas lágrimas. Desvió la mirada hacia sus brazos, indemnes de toda herida, cubiertos por un manto que era el mismo tejido del espacio-tiempo. Planetas, estrellas y galaxias brillaban con la majestuosidad, orden e indiferencia propias del universo.

—Creé este cuerpo para luchar, no para que mis emociones me dominen.

Rápido, Tritos se secó el rostro. Sentía que doce ángeles volaban hacia ellos desde alguna dirección. Un escuadrón invencible para cualquier otra orden de guerreros sagrados; para ellos, nada más que los restos de la hueste de Kyoko de Caballo Menor.

—Entonces, déjame entrar en tu mente. Sé que es un mar tempestuoso. Se me da bien calmar los mares —aseguró, desapareciendo del lugar en cuanto Titania asintió.

Ahora, vamos. Luchemos juntos, Titania.

Para cuando los guerreros celestiales pudieron ver a Titania, de Tritos solo quedaba un brillo sutil en los ojos ambarinos de la astral. Esta, fulminando con la mirada a los ángeles, liberó el mayor poder con el que contaba.

Oblivion. No era el negro de la oscuridad, ni el blanco que precedía a todos los colores. No podía verse ni determinarse, la vista moría antes de solo contemplarlo. Y entonces, barridos por una oleada de poder incomprensible, los ángeles, el espacio ínter-dimensional y el sendero que con tanto trabajo habían creado en el pasado los falsos dioses, fueron consumidos sin dejar el más mínimo rastro.

Doce ángeles se extinguieron sin gritar, para sorpresa de Tritos. Estaba convencido de que él mismo habría sido borrado por esa fuerza si estuviese fuera, sin el alba. ¡Ni tan siquiera tuvo tiempo de ver morir al caballero que los dirigía!

Entonces, para asombro de ambos, la nada volvió a armarse en torno a los portales hacia las Otras Tierras, lo único que no había sido aniquilado. El pasaje pudo haber sido construido por hombres inexpertos y desesperados, pero la mortal más cercana a convertirse en una auténtica diosa lo debió haber perfeccionado después. Sería necesaria la intervención de un verdadero dios para destruirlos por completo.

El intento, empero, no fue en vano. Los tres caballeros que quedaban escondidos emergieron de igual número de mundos. El primero capitaneaba al Culto del Zodiaco en un mundo estancado en un Medievo eterno, temeroso de los dioses y rico en magia. El segundo no tenía ejército, pues nunca había dejado de ser un soldado más, ya fuera como santo de Atenea, ya como caballero del Hijo; Lo que olvidan quienes recuerdan  lo movía como una marioneta, si bien la más brillante de entre los horrores que dirigía. El tercero, tal vez el más fuerte de los nueve caballeros supervivientes a la Guerra del Hijo, era quien más preocupaba a Titania, pues había llevado consigo del caos antaño llamado multiverso, ahora sellado por los dioses junto a la Guerra del Hijo en sí, soldados de todos los ejércitos que hubiesen enfrentado los Astra Planeta, incluyendo a los Gladiadores del anti-Papa, hasta el más avanzado de los nueve mundos. Por sí solo, ese último habría sido un problema; junto a los otros dos, representaba la razón por la que todavía no iba a por su verdadero objetivo.

La primera hora de la batalla transcurrió a la par que la muerte anunciada del regente de Júpiter. En ella Titania quiso acabar primero con los Gladiadores, pero estos resultaron estar a la altura de su fama. En tres ocasiones cargó contra ellos, siendo tres también las veces que las armas de los más veloces, Excálibur y Kusanagi, rasgaron su piel.

Por suerte, tienes las memorias de Ío —comentó Tritos durante la retirada..

No necesito los recuerdos de mi padre para esto —replicó Titania

Aquel enfrentamiento entre dos miembros de los Astra Planeta y tres ejércitos en los que guerreros diestros en la manipulación del cosmos no eran más que soldados rasos, duró días, a la sombra del flujo de los acontecimientos del mundo, que no se detenía por nada ni nadie. Los Gladiadores, portadores de las espadas sagradas, siguieron presentando batalla aun cuando no había un solo palmo de piedra que no estuviese atestado por los cadáveres de los siervos de un millar de dioses de igual número de religiones. No lo hacían en nombre del Hijo, claro. Solo un caballero luchaba por la gloria de ese dios sin nombre. El resto, desde los ángeles que cayeron del cielo hasta los doce líderes del Culto de Zodiaco, que todavía adoraban a los falsos dioses como lo hicieron sus ancestros, durante la fundación de Roma, creía estar haciendo lo que era justo, al igual que lo creían los que estaban en el bando contrario. Así era la guerra.

Y así era la voluntad del Hijo, a quien ninguna faceta de la Creación le es ajena.

Titania no pudo reflexionar sobre eso hasta que la batalla hubo concluido. Al final, mientras sanaban las heridas del cuerpo y Tritos hacía otro tanto de la mente, la séptima astral empezó a comprender que matar a todos aquellos hombres no había cambiado nada. Ni siquiera matar a aquellos cuatro santos de bronce resolvería las cosas. Ambas batallas, la que había librado y la que pensaba iniciar, eran parte del plan del Hijo desde un principio. Tenía que ser más lista, tomar un camino en el que aquel dios innominado no hubiese pensado. Después se encargaría de Pegaso, Dragón, Cisne y Fénix.

Es arriesgado —dijo Tritos.

También necesario —replicó Titania.

Pero todavía siguieron un tiempo más en la oscuridad a la que había sido reducida una de las mayores obras de los falsos dioses. Tal y como hicieron antes de que la batalla se encrudeciera, se dirigieron hacia cada uno de los portales que daban hacia las Otras Tierras, sorprendiéndoles ver en ellos el símbolo del tridente. Poseidón había hecho algo más que aislar el universo original, había sellado la entrada a las Otras Tierras. ¿Por qué lo haría, si su voluntad radicaba en alejar a los Astra Planeta de la Tierra? Esa era una pregunta que solo el dios de los mares en persona podía responder.

—Decías la verdad, después de todo —comentó Titania.

—No sé… —dijo Tritos—. Tengo un mal presentimiento.

Las dudas del regente de Neptuno le animaron a poner a prueba aquel sello. Por un largo minuto, desató sobre la barrera una tormenta psíquica capaz de desintegrar a tres ángeles en menos de un parpadeo. El símbolo del tridente se llenó de energía eléctrica.

—¿Satisfecho? —cuestionó Titania.

—No sé si es cosa de papá —insistió Tritos—, pero nada por debajo de los Astra Planeta podría romper este sello. Parece que hemos ganado.

Titania asintió, satisfecha. Sabiendo seguros los nueve portales, sabiendo derrotado al ejército del dios sin nombre, sabiendo que no habría refuerzos de esa orden, la regente de Urano se permitió por fin un descanso, antes de continuar con sus planes.

 

***

 

Los regentes de Urano y Neptuno concluyeron su viaje a las profundidades de la Creación. Como astrales, no necesitaron de guía alguna para llegar a donde querían llegar. No obstante, en lo alto del palacio de los sueños, que adoptaba la forma del Gran Salón desde donde reinaban los falsos dioses, estaba Ifigenia.

—Bueno —dijo Hipnos, con voz suave y sin embargo fácil de oír aun para quienes estuviesen en el otro extremo de la amplia sala—, ¿a qué debo esta visita?

Titania de Urano y un cabizbajo Tritos de Neptuno avanzaron a través de la alfombra roja, ignorando una mancha de sangre que apenas interrumpía el pulcro suelo. El manto de Titania mantenía casi hipnotizada a Ifigenia, que creía poder ver el cielo de su patria en uno de los pliegues de aquella prenda.

El manto de Hipnos era semejante a aquel, aunque sin un solo planeta, estrella o galaxia. Ningún cuerpo celeste interrumpía la monotonía de la oscuridad inicial.

La primera y última noche era seña del dios del sueño.

—Señor Hipnos —anunció Titania, más segura que nunca—. Deseo pactar con vos.

 

 

 

 

 

 

 

 

Notas del autor:

 

Buenas a todos los lectores, siento el (enorme) retraso debido a las fiestas. Espero que hayan tenido un Halloween lleno de dulces, diversión y sangre. Sangre ajena a poder ser. Aquí les dejo el interludio del ya terminado arco. La semana que viene será de descanso, por lo que el lunes 7 de noviembre tampoco habrá capítulo.

 

(Aprovechando la fecha de publicación.). ¡Feliz día de los muertos!


OvDRVl2L_o.jpg


#382 Rexomega

Rexomega

    Friend

  • 1,843 mensajes
Pais:
Espana
Signo:
Aries
Energia:
Cosmos:
Ataque:
Defensa:
Velocidad:
Victorias:
1
Derrotas:
0
Total:
1

Publicado 14 noviembre 2022 - 16:30

Saludos

 

Capítulo 143. El último dios en la Tierra

 

En un tiempo olvidado, se enfrentaron los dioses con quien se había autoproclamado como aquel que habría de sustituirlos. No era la primera vez que tal enfrentamiento ocurría entre antiguas fuerzas y una nueva, joven y vigorosa, pero en aquella ocasión no hubo victoria de un bando u otro. Solo una lucha eterna.

Los mortales, confundidos, se vieron enfrentados entre sí por ideales irreconciliables. ¿Cuál era la naturaleza del mundo? ¿Tenía más de una forma, o acaso una sola, la auténtica, que volvía a las demás una inútil ilusión, una vil mentira? ¿Debían, en definitiva, adorar al dios en el que creían, o quien deseaba ser el único? El Hijo, el último dios, al que ni tan siquiera se le tuvo permitido nacer entre sus pares.

Tal y como no había victoria entre el Hijo y los dioses, tampoco hubo una respuesta en el corazón de los hombres ni de ningún otro ser viviente. Así, lo que para el común habitante del mundo inició como una mera cuestión de creencias e ideales, se transformó en un sinfín de batallas interminables. Amantes, hermanos, padres e hijos, todos los lazos se rompían tarde o temprano, y en el hueco de las relaciones rotas estaban las semillas de la guerra prometida. Una guerra que trascendió la tierra de los vivos hasta alcanzar los abyectos espacios en los que las almas eran castigadas, así como el remanso de paz para las almas justas, creado por Hades en el amanecer del tiempo. Ningún reino quedó a salvo de la presencia de Ares, pues este no tenía ya espacio ni tiempo para descansar, ni la misma Afrodita podía calmarlo.

De forma inevitable, cada mente y cada espíritu quedaron infectados por aquel conflicto irresoluble. Los más nobles pensamientos se tornaron en sed de destrucción y anhelo por la muerte, que había perdido todo significado. Las emociones, motor vital de los seres sentientes, se rompieron el día en que el tiempo dejó de tener importancia. Las más abominables batallas se repetían en bucles organizados por los desesperados siervos de un dios u otro, en busca de otorgar al señor en el que creían una minúscula ventaja que enseguida se perdía junto a innumerables almas.

Así fue que el mundo quedó envuelto en el caos, donde los demonios reinan y ríen por el efímero placer de una era nacida muerta. Al menos esa era la percepción que los mortales tenían de los lugares que ahora habitaban, pues la ya entonces conocida como Guerra del Hijo había cambiado por completo la naturaleza del mundo, de tal manera que era difícil distinguir al más cruel espíritu de un dios. Los inmortales, como siempre habían hecho, se adecuaron al entorno en que se manifestaban y guiaron a las criaturas que crearon usando tales formas, terribles, que horrorizaban y enloquecían a los más valerosos héroes. Por el contrario, el Hijo no cambiaba, nada en él había variado desde el principio del conflicto, ni lo haría al final sin importar el resultado.

En los últimos días, cada uno alargado más allá de toda medida, hasta parecer eones, ni los siervos del Hijo ni los campeones de los dioses vieron a sus señores, aunque sabían sin necesidad de prueba alguna que seguían enfrentados. La desesperación fue tal entre los militantes de ambos ejércitos, que un sueño recurrente apareció en las mentes rotas de todos los que tenían la desdicha de seguir con vida: el del mundo sin nombre que el Hijo había creado, más allá de los dominios de cualquier otro dios y por tanto más allá de cualquiera de los males que campaban por todos los rincones de la Creación.

Pero al pisar aquella tierra pacífica, las dudas sobrevinieron por igual a los siervos de los dioses y a los seguidores del Hijo. Él, que no tuvo un nombre ni nació en ningún lugar del mar infinito de posibilidades, ¿de verdad crearía un mundo propio? ¿Tendría alguien así el deseo de imitar a quienes lo despreciaron incluso como una posibilidad, donde existía una Tierra y una raza humana hasta para la más insignificante decisión? Creyéndose víctimas de la última burla del Hijo, ambos bandos decidieron que la paz no era posible y enloquecidos bardos cantaron la victoria del innominado. ¡Ya no habría más multiverso de desesperación, sino una sola vía para todos los seres vivientes!

La última batalla no fue peor que cualquiera de las anteriores. No temblaron planetas, no murieron soles ni colapsaron galaxias. Solo un puñado de campeones divinos contra un ejército en el que se mezclaban los enemigos y los amigos. De los primeros, tres destacaron, aquellos que regían las Esferas de Plutón, Neptuno y Júpiter. Fueron ellos, con la humilde ayuda del resto de Astra Planeta, exceptuando a Urano, quienes lograron derrotar al Hijo. ¿Cómo? Solo los dioses lo saben.

Conforme el dios sin nombre caía a las tinieblas del Tártaro, acompañado de Caronte y herido por el rayo, el tridente y la espada de los hijos de Crono, Tebe hizo a Zeus una sola petición. La Guerra del Hijo fue sellada, del mismo modo que un día todos los males estuvieron en la Caja de Pandora, y ya nada podría salir u entrar en ella, ni por propio pie ni con ayuda. Desaparecería de la historia y el pensamiento humano, que era base del futuro que en el principio los dioses dispusieron para el resto de seres.

 

***

 

Tan terrible historia fue transmitida a Julian Solo por el dios del océano, Poseidón, y el empresario griego se la contaba ahora a la única persona a la que podía confiárselo.

Adrien Solo, de dieciséis años, escuchó con atención el relato que era sin duda tan real como él mismo. En el romper de las olas del Egeo contra el promontorio sobre el que los Solo, tiempo atrás, construyeron la residencia familiar, el joven hallaba la paz que nadie obtuvo durante la Guerra del Hijo. El más abominable de los conflictos, imposible de describir no solo por su crudeza, sino por la magnitud. Todo había sido abarcado, desde los cielos hasta los infiernos. Mundos infinitos en infinidad de universos.

—¿Y bien? —Al terminar, Julian suavizó la expresión dura expresión que había mantenido hasta entonces. Era mucho lo que estaba pidiendo.

No hubo una respuesta inmediata, como era de esperar. Sin embargo, Julian acusó en el muchacho un valor que a él le habría faltado en aquella edad, en la que no fue más que una marioneta. A pesar de conocer la verdadera historia de la familia Solo desde muy joven, Adrien nunca había huido. Tampoco lo haría ahora. Afrontaría la responsabilidad que correspondía como pago a cien generaciones bienaventuradas.

Todavía manteniendo silencio, el joven anduvo hacia el borde del promontorio, dejando atrás la mansión. Un soplo de aire helado removió las caras ropas y el cabello castaño, recogido en una cola de caballo, aunque él no sintió frío.

—Esta Tierra ha sido influenciada por el Hijo —aventuró, indeciso—. Tal vez somos parte de esa Guerra del Hijo, los últimos estertores de la rebelión. Es la única forma en que tenga sentido que sepamos algo de batallas que debían ser olvidadas, ¿no?

Giró. El rostro, que había encandilado a más una dama en los círculos más selectos, lucía preocupado. Había temor en cada poro de la piel del muchacho.

Julian podía entenderlo. Solo un loco no tendría miedo de lo que estaba por venir.

—Poseidón formó parte de la caída del Hijo, junto a Hades y Zeus. No obstante, él no tendría por qué informar a un simple avatar de tales hechos si no fuera importante. ¿Mis ideales me hicieron dignos de la confianza de un dios?

Los Solo miraron hacia la derecha, donde a unos pocos metros había una mesa y algunas sillas destinadas para cenas importantes a la luz de las estrellas. Veinte años atrás, en ese lugar Julian propuso matrimonio a Saori Kido. Ahora, allí solo estaba Oribarkon, el último mago de la era mitológica.

Pasó un corto rato de mudo intercambio de miradas antes de que el telquín se percatara de que esperaban una respuesta. El azulado ser movió varias veces la cabeza, arrastrando la larga barba blanca. Oribarkon podía ser uno de los más antiguos siervos de Poseidón, pero no por ello iba a saber cómo pensaba un dios.

—Sabes lo que tienes que hacer —dijo Julian, de pronto—. Lo que eres.

—El hijo de mi padre —dijo Adrien, a modo de aceptación—. ¿Alguna vez ha ocurrido? Me refiero a… ¿Nunca ha habido dos recipientes para Poseidón en una misma época, verdad? Siempre el viejo…

Por muy resuelto que estuviera el joven a cumplir la tarea que las estrellas designaron para él y que él mismo aceptó, había un espinoso tema en todo aquello que no podía mencionar en voz alta. Era incapaz de hacerlo por sí solo. Percibiendo esto, Julian se acercó al muchacho, poniéndole la mano en el hombro.

—Si fuera a morir, te lo diría —le aseguró—. Es lo que ocurrió con mi padre, Alexander Solo… —musitó con un cierto estremecimiento—. Es lo que debía pasarme a mí, pero cuando Gestahl Noah abrió el ánfora y vi que nada me ocurrió, supe que tú te convertirías en el avatar de Poseidón. Y que sabrías qué hacer.

—Tuve la suerte del principiante.

El comentario, hecho con tono jocoso, era más serio de lo que aparentaba. Ambos sabían bien el arriesgado movimiento que supuso apartar a Tritos de Neptuno del enfrentamiento entre los vivos y los muertos, siendo incierto en ese momento que Poseidón seguiría respaldando a la familia Solo. En un principio, al ser liberado por Gestahl Noah según la elección de Akasha de Virgo, al alma del dios de los océanos selló de forma temporal el Portal del Tiempo mientras viajaba más allá de los confines del tiempo y el espacio, tal vez incluso más allá de las Otras Tierras, que padre e hijo conocían ahora, a donde fuera que estuviesen los dioses en estos momentos. Si Tritos de Neptuno se hubiese negado a la voluntad de Adrien Solo, tal vez el rumbo de la guerra habría sido otro. Las cosas se dieron del modo que se dieron, no obstante, y ahora no cabía duda de que Poseidón seguiría teniendo un papel que jugar en la Tierra.

—En esta Tierra —dijo entonces Julian Solo a su hijo—. Porque hay otras muchas.

—Aun así —replicó Adrien—. Es la que quiero proteger. Del Hijo y de los Astra Planeta. Será en ello en lo que involucre todo el poder que Poseidón me ha dado; no en juzgar a los hombres, sino en asegurar una paz duradera para todo el universo. Así deba cambiar las leyes mismas del cosmos, no habrá ninguna guerra entre el cielo y la tierra.

—En este universo —insistió Julian Solo—. Porque hay otros. 

Una infinidad de universos posibles. Descubrir la existencia de estos, que muchos grandes hombres trataban de probar o refutar, no era tan sorprendente como el saber que ya carecía de importancia. La Guerra del Hijo había convertido las posibilidades en desesperación, los sueños en pesadillas, la diversidad en una condena a muerte. Solo debía existir una Tierra, tal vez la que ellos habitaban, pero había otras nueve al borde de la destrucción, obras de Pirra de Virgo y Astreo de Saturno. Alguien debía cuidar de esos mundos, las Otras Tierras, tanto como de aquella que vio nacer a un centenar de generaciones de Solo. Ese alguien debía de ser un dios, por supuesto, pero por alguna razón Atenea no estaba presente en ellos, o bien había decidido no intervenir.

«Eso sería impropio de ella —pensó Julian, tal y como había pensado el día en que Poseidón y él conversaron largo y tendido sobre tales asuntos, sin que el flujo del tiempo pudiera interrumpirles—. Ya que Atenea es una diosa, debe ser la misma en todos los mundos. No es posible que se haya aliado con el Hijo. Las Otras Tierras carecen de cualquier presencia divina. Y no porque no la necesiten.»

Cabeceando negativamente, Julian alejó las dudas que lo embargaban. Si Adrien estaba resuelto a quedarse en esa Tierra, él debía ocuparse de las demás. Ese había sido el ofrecimiento que realizó a Poseidón tiempo atrás, y era inaudito que un dios escuchara la petición de un mortal, más aún que a tan insignificante peón le otorgara poder. Después de todo, nada podían obtener los inmortales de los hombres.

—¿Apruebas el Ocaso de los Dioses?

Adrien aceptó sin problemas el repentino cambio de tema. Tenía claro que los planes de los siervos del Hijo eran ya cosa de su padre, no de él.

—¿Poseidón está de acuerdo? Sé que Gestahl Noah es alguien que alguna vez contó con la bendición del dios del océano. El único, de hecho.

—Ha llovido mucho desde entonces —dijo Julian, empleando un tono desagradable que a él mismo le incomodó. Era un pequeño vistazo a la decepción que debía ser para el dios el camino que Deucalión escogió—. No creo que él sea el artífice de ese plan.

—Ni siquiera sabemos el proceso, solo el resultado —le recordó Adrien, prudente a pesar de que echándole un vistazo podía notarse la decisión que había tomado.

—Hace tiempo que los dioses perdieron la fe en la humanidad… —dijo Julian, dejando la frase a medias con toda intención. Conocía la excepción, pero mencionarla podría atraer la mala suerte. Tampoco pretendía juzgar al resto de inmortales.

El hijo del maduro empresario también callaba algunas cosas, como que tal pérdida de fe era la causa de que la humanidad estuviera a punto de ser exterminada el pasado siglo. ¿De qué serviría abrir las viejas heridas? Tampoco tenía sentido pensar en el futuro como una forma de compensar los pecados cometidos. Lo que estaban por hacer no era para limpiar el ayer, sino con el fin de lograr un mañana para todos.

Incluso conservando tantas verdades en un velo de silencio, los dos reconocieron por igual lo que el otro callaba. El más joven, sabiendo lo poco dado a las muestras de afecto que era su padre, se limitó a extender la mano.

Aquel correspondió el gesto pensando en los últimos diecinueve años. Después de conocer la historia detrás de la buenaventura de los Solo, de hablar con Saori Kido sobre las luchas por el mundo que él no podía librar y aquellas que sí, Julian temió el día en que tuviera un hijo y este se viera obligado a seguir el terrible camino por el que él anduvo. Sin embargo, lo inevitable ocurrió con el tiempo: su entrega a la causa de ayudar a las víctimas del diluvio enamoró a una joven activista, de tan noble corazón que incluso pudo perdonar, la noche antes de comprometerse, lo implicado que estuvo en aquel cataclismo. No fue capaz de negarle a tan buena mujer la dicha de ser madre; un año después, habiendo ambos alcanzado la mayoría de edad, se casaron siendo ya padres de Adrien Solo, un bebé tan común como cualquier otro.

Si de algo podía arrepentirse respecto a tan dichosos años, no era el hecho de haberse enamorado o tenido un hijo; así fuera lo que se esperaba de él como un miembro de la familia Solo, también era una decisión suya que le reportó una felicidad que no creía posible. Por el contrario, lamentaba haber criado a Adrien pensando antes en los peligros que se avecinaban que en el tiempo de paz que estaban viviendo. Muchas veces actuó más como un guardián que como padre, dejando en manos de la madre las más genuinas muestras de afecto, hasta el día en que la perdió.

En cuanto separaron las manos, Julian abrazó a un estupefacto Adrien. Así debía ser. Era el último momento entre un padre y un hijo, no el cierre de un frío acuerdo.

—Estoy muy orgulloso de ti —le aseguró—. ¡Incluso a tu edad ya tienes a alguien a quien amas! —exclamó en un tono ameno, casi risueño, que descolocó todavía más al joven—. ¿La hija de…?

—¡Aún no me ha respondido! —cortó Adrien, avergonzado y feliz a un mismo tiempo. Nunca imaginó que aquellas emociones lo abrumarían en aquella despedida que tanto temió en el pasado—. M-Me pidió tiempo para pensarlo…

—Ya que no fuiste rechazado, ten fe. Habrá un amanecer después de todo esto —juró Julian, sonriendo—. Sé feliz, Adrien.

—Sí, padre. —El joven, a pesar de los últimos minutos, respondió y actuó con tanta formalidad como estaba acostumbrado. Tras una breve inclinación, añadió—: Me gustaría hacer más. Si pudiera seguirle…

El patriarca de los Solo ya negaba con la cabeza antes de que Adrien terminara la frase. Esa decisión ya estaba tomada.

—No creo que a tu prometida le guste al lugar al que voy.

—Aún no me ha respondido…

—Las Guerras Santas acabarán —sentenció Julian, de repente tan severo como siempre. Incluso podía notarse un resquicio de la afamada cólera del dios del océano—. Este es el último día en que los hombres tendrán que padecer el juicio divino. Sin embargo, eso podría cambiar si no actúo a tiempo. Para proteger las Otras Tierras, necesito saber que aquella en la que nací está a salvo. Necesito saber que la protegerás.

—Lo haré —dijo Adrien, quien al sentir que había hablado demasiado bajo, añadió a gritos—: ¡Lo juro! ¡Protegeré nuestro hogar! ¡El mundo del mañana será uno al que los dioses no tendrán el deseo de juzgar!

Ese era, después de todo, el propósito detrás del Ocaso de los Dioses.

Los últimos miembros de la familia Solo siguieron hablando un rato más. Charlas de negocios, de la alianza con la Fundación Graad, la familia Seisser y otros filántropos de renombre, con alguna broma más sobre la prometida de Adrien en medio.

Oribarkon entró en escena en el momento preciso, cuando padre e hijo ya no tenían más de qué hablar y solo buscaban la mejor forma de despedirse. El mago avanzó hacia Adrien rebuscando entre las ropas —negras por un lado y blancas por el otro, con una línea dorada separándolas—, hasta que sacó un cochecito de juguete.

—¡Feliz cumpleaños, señor Adrien! —exclamó con una amplia sonrisa, algo perturbadora, mientras extendía la mano que sostenía el cochecito.

—Gracias, señor… —El mago movió la cabeza con brusquedad, negándose a recibir semejante trato de alguien tan importante—. Oribarkon, aunque no es mi cumpleaños.

—¡Habría sido demasiado conveniente que el día en que nos despedimos lo fuera! ¿Qué importa? Si el señor Adrien quiere que lo sea, lo será. ¡He aquí el regalo!

—¿No es un poco pequeño? —cuestionó, confundido.

Julian y Oribarkon intercambiaron miradas cómplices, aunque el primero regresó pronto al usual porte serio. El mago lanzó el cochecito despreocupadamente, y al tocar el suelo, se convirtió en un auto bastante vistoso en el que cabrían sin problemas cinco personas.

—Le servirá de ayuda en los atascos, señor Adrien. Yo no sé qué es eso. El Segundo Hombre dice que es como una Batalla de los Mil Días, o peor.

Enmudecido, Adrien solo pudo asentir varias veces. No era el coche más lujoso que había visto, pero a buen seguro que era más útil que ninguno que pudiera ver. Al pensar en cómo debía hacer para reducir el tamaño, el auto volvió a convertirse en un cochecito que cabría con holgura en el bolsillo del pantalón.

—Es magia, así que no tengo que explicar cómo funciona —dijo Oribarkon—. ¡Bien! Es hora de marcharse.

—¿Se lo has dicho ya a Gestahl Noah? —cuestionó Julian.

—Oh, sí, le dije que seguiría ayudándole… —Por un momento, Oribarkon sonó dubitativo, cosa que demostró dándose golpecitos en la cabeza con el bastón que siempre llevaba—. Ah, ¿qué importa? Ya construí bastantes armaduras negras por toda una vida. Ayudar al señor Julian es más importante.

—Puede que no volvamos…

—Yo creo que sí —dijo Oribarkon, sorprendiendo por igual a Adrien y Julian—. No para ver al Segundo Hombre, Gestahl Noah, Deucalión o como sea que quiera llamarse en la próxima vida, pero creo que volveremos.

Lejos de dar más explicaciones al respecto, Oribarkon repitió lo evidente: debían marcharse, había mucho que hacer. Quizá por última vez, los Solo estrecharon las manos, siendo el apretón del más joven más fuerte y decidido que antes.

—Adiós, Adrien.

—Adiós, padre. Yo también me siento orgulloso —aseguró, con una amplia sonrisa—, de ser tu hijo, de nacer en esta familia.

Muchos de los temores del pasado quedaron disipados con aquellas palabras. Oribarkon, fiel siervo de Poseidón y la familia Solo, pudo notar cómo el corazón de Julian hallaba al fin la paz que merecía. Y por ello escogió ese momento para irse.

Un golpe con el bastón, y el mago y el avatar desaparecieron de Grecia, dirigiéndose a las frías tierras de Bluegrad.

 

***

 

Desconocedores de la pronta llegada de Julian Solo, la nereida Aqua, envestida en su revivido y reluciente manto de Cefeo, y el Campeón del Hades, Terra, vieron con sumo alivio cómo su viejo compañero despertaba al fin.

Ni siquiera se explicaban cómo siguió vivo en los días posteriores a la guerra, ni por qué no lo encontraron en todas las ocasiones en las que lo buscaron hasta que ya estaban por abandonar toda esperanza. Era como si él mismo se hubiese estado escondiendo hasta que el Santuario desapareciera de la faz de la Tierra junto a los que tenían autoridad de juzgarlo, momento en el que Aqua lo descubrió pateando un ventisquero por pura frustración. Sin embargo, tanto esta como Terra concordaron en que Ignis no podía haber despertado en los últimos cuatro días, de tan pálido y demacrado que estaba.

—Debería informar de esto —murmuró la santa de Cefeo.

—No hay nadie a quien informar ahora —atajó Terra, ya levantando el cuerpo de su amigo—. Prometo que avisaré al rey Alexer en cuanto se recupere.

Aqua asintió, compartiendo con el inmenso Campeón del Hades el deseo de ayudar. No hacía tanto, ellos tres, junto al entonces príncipe revivido de Bluegrad, fueron compañeros de aventuras. Antes de que Ignis se convirtiera en el Portador del Dolor y como tal dirigiera a las legiones del Hades en el frente norte. Alexer no estaría nada contento de descubrir que Ignis estaba vivo. Era mejor ayudarlo a reponerse, para poder cuando menos defender sus acciones frente al señor de estas tierras.

Lo llevaron al cobijo de una cueva apartada de la Ciudad Azul. Allí, Terra le propició todos los cuidados que cabía esperar para una persona enferma, alimentándolo incluso en la medida de lo posible, mientras que dejaba a Aqua el tema de la sanación. Estaban haciendo un buen trabajo, pero verlo despertar tiempo después les produjo tanta sorpresa como alegría. ¡De verdad parecía estar haciéndolo a propósito!

—¿Dónde estoy? —preguntó Ignis, mirando confundido las abrigadas ropas que Terra le había obsequiado. Las aletas de su nariz se dilataron al captar el olor de un caldo que el Campeón del Hades estaba removiendo en ese momento—. ¿Eso es para mí?

—Cazar en tierra ajena se me antojaba descarado —se defendió Terra—. Tómatelo y después hablaremos sobre lo que ha pasado, ¿vale? 

Ignis hizo amago de levantarse, viendo entonces a Aqua a la diestra de Terra. Cruzada de brazos, imaginó un intento de rostro severo tras la máscara de plata, si bien ahora no podía recordar cómo era la cara de aquella escandalosa nereida.

—Estáis corriendo un gran riesgo —advirtió el Portador del Dolor mientras tomaba el recipiente que Terra le ofrecía. Entre sorbo y sorbo, añadió algo más, manchando con algunas gotas las mantas que lo cubrían de cintura para abajo y arrancando una risita a Aqua—. Soy el enemigo. No intentes convencerme de que sigues trabajando para el rey Bolverk si habiendo acabado la guerra sigues estando en Bluegrad.

—Yo ya no trabajo para nadie —respondió Terra, encogiéndose de hombros.

—Yo… —decía Aqua con un hilo de voz—. ¡A mí nadie me ha dicho que no te busque!

—Somos tus amigos, Ignis.

—Y también de Alexer. ¡Nos pones las cosas muy difíciles!

El Portador del Dolor, conmovido, tuvo que parpadear para evitar estropear el momento con vulgares lágrimas. Por respeto a aquellas nobles personas, arrojadas a la muerte antes de tiempo por un mundo en exceso cruel, rindió cuenta de lo que quedaba del caldo antes de volver a hablar. Recordó que jamás les dijo su verdadero nombre.

—Jäger. Me llamo Jäger de Orión.

—Todo tiene que relacionarse con Troya, ¿eh? —dijo Terra, reconociendo el nombre.

—Yo no tengo nada que ver con eso —comentó Aqua—. ¿No hace un poco de frío?

Tanto Jäger como Terra pudieron recordar a aquella hija de Nereo que estaban en una de las regiones más frías del mundo, pero optaron por darle crédito y dirigieron las miradas a la salida de la cueva. Una tormenta había iniciado en el exterior, anunciando la llegada de alguien que todos conocían demasiado bien.

Envestido en la armadura de los Señores del Invierno, con la capa ondeando según el capricho del viento norteño por él conjurado, apareció Alexer, rey de Bluegrad.

—Ya te has despertado —observó el monarca mientras se adentraba en la cueva. Aqua y Terra se interpusieron entre el señor y el antiguo vasallo, aunque sin alzar la guardia. Tanto no deseaban mal para uno como para el otro—. Portador del Dolor.

—Una vez me di a conocer como Jäger de Orión —se presentó el acusado, colocando el cuenco vacío a un lado y levantándose—. Después caí al Hades y al renacer quise olvidar ese nombre, pero no mi misión. ¡Jamás olvidaré mi misión!

Alexer siguió caminando con tanta decisión que Terra y Aqua no se atrevieron a frenarlo. La temperatura bajaba más y más, llenando de escarcha las paredes, el techo y el suelo, pero dejó de descender antes de llegar al punto de congelación de un manto de plata. Esa fue la primera señal de que el rey de Bluegrad no había venido a matarlos.

Por lo menos, no antes de que se excusaran.

—Habría hecho lo mismo por ti —aseguró Terra, sin ninguna clase de deferencia—. Sabes que es así —insistió, a lo que Alexer hizo un gesto afirmativo.

—¡Yo tenía que vigilarlo a él! —exclamó Aqua, menos honesta.

—Jäger de Orión —dijo Alexer, haciendo caso omiso a los tartamudeos y señalamientos de la hija de Nereo—. ¿Cuál es tu misión con exactitud? Dirigiste a la legión de Aqueronte contra Bluegrad. Querías obtener a toda costa el poder del Trono de Hielo, no trates de decir lo contrario. ¿Por qué razón? ¿Es que al igual que Terra perdiste interés en ser mi aliado tras que abandoné la sed de gloria y conquista?

En esta ocasión, Terra aceptó la reprimenda con la humildad del consejero que pudo ser, pues todo lo que decía Alexer era cierto. Lo que lo animó a unirse a la corte del rey Bolverk fue el orgullo de un simple hombre, castigado con el tiempo por la voluntad divina a través de uno de sus mayores siervos, Caronte de Plutón.

—Mi misión siempre ha sido la misma. Eliminar la corrupción del Santuario. Impedir que los pecados del ayer en el que viví se repitan en el hoy en el que renací.

 

Notas del autor:

 

¡Bienvenidos a todos a este nuevo arco, el sexto volumen, Marte! Gracias a los dioses, en lunes, como corresponde. No hay mucho que decir, salvo que lamento mucho la tardanza, necesitaba de estos descansos de fin de arco. De verdad.   


OvDRVl2L_o.jpg


#383 Rexomega

Rexomega

    Friend

  • 1,843 mensajes
Pais:
Espana
Signo:
Aries
Energia:
Cosmos:
Ataque:
Defensa:
Velocidad:
Victorias:
1
Derrotas:
0
Total:
1

Publicado 21 noviembre 2022 - 19:43

Saludos

 

Capítulo 144. Paz quebrantada

 

Una vez el Hades fue sellado, el mundo fue dirigiéndose poco a poco a su estado natural gracias a la ayuda del Santuario. En la Tierra, eran cazados los monstruos rezagados de los ejércitos del inframundo, mientras que las ninfas enviadas por la Suma Sacerdotisa a las cuatro entradas del inframundo la noche antes de que tierra sagrada fuera despedazada por Titania de Urano, comenzaban la laboriosa tarea de restaurar el yermo de Naraka, el estéril territorio de la extinta familia Heinstein, el gélido Bluegrad y aun el abismo en el brumoso continente Mu, a donde el grupo de las más valerosas hijas de la Tierra se dirigían con una pequeña escolta de marinos y caballeros negros a fin de crear una nueva isla a la que llamarían Reina de la Vida. De debajo, por otra parte, se ocupaba alguien con el que el Santuario no creía poder contar.

Nimrod de Cáncer, envuelto en bastos ropajes de viajero, se asombraba una vez más de lo mucho que le agradaba que la Colina del Yomi volviera a su forma original. Era, con toda seguridad, uno de los pensamientos más sombríos que había tenido desde que renació, el de contemplar aquellas filas interminables de almas ascendiendo por la montaña hasta la cima que era suma de toda desesperación humana, y pensar que era lo correcto. Creer que era bueno que la mal llamada colina tuviera esa forma, y no la de aquel caos que solo unos pocos de los que lucharon en la pasada guerra tuvieron que ver, sentirse agradecido de que de nuevo todo fuera lo que siempre fue: una tierra gris sin esperanza bajo un cielo en eterno crepúsculo, un páramo atemporal que hacía las veces de frontera entre el mundo de los vivos y el reino de los muertos. ¿Había dejado atrás su humanidad al fundirse con el Aqueronte, en la más arriesgada apuesta de sus diez mil vidas? No, eso solo le había aportado perspectiva. Sabía que las cosas eran del modo que eran y no había nada que hacer, de momento. Sabía, por encima de cualquier otra cosa, que era necesaria una frontera entre dos reinos que guerrearían por la eternidad si pudieran. Hasta un orden imperfecto era preferible al caos.

—Bueno, es tiempo de la ronda diaria —dijo el santo de Cáncer, animado. El pecho le dolía allá donde estaría un corazón si fuera de carne y hueso, un eco de la técnica de Triela de Sagitario, Enfermedad, que le llegaba desde la misma entrada al Hades—. Mientras no sienta deseos de comer almas para desayunar, todo irá bien.

Rio de su propia broma desagradable como si fuera un chiquillo, porque era su forma de negar el ansia de nuevas fuerzas. Allá en la superficie, la Guardia de Acero no había destruido todavía los cuchillos Hydra y demás armas, de modo que lo que consideró una victoria bien podría ser solo un intermedio en el eterno fluir del Aqueronte. Caminando entre espíritus a los que no podía salvar, ahora que aquel plano volvía a funcionar de forma adecuada, rememoró su descenso al río del dolor, el despertar de la Octava Consciencia y la irresistible tentación de tomar un trono vacío. No le fue posible, pues el pestilente hijo de Océano y Tetis seguía vivo, de manera que hubo de conformarse con reclamar para sí la Colina del Yomi, aprovechando que los Señores del Hades estaban centrados por completo en un futuro concilio.

—¿Quién me iba a decir a mí que los dioses eran tan diligentes? —lanzó ya cerca de la cima. Había saludado a muchos hombres que conocía, por desgracia. La Guardia de Acero debía estar tratando de ayudar a los santos de bronce y de plata a cazar los monstruos que quedaran sobre la superficie—. ¡Faltan al menos doscientos años para que puedan volver a intentarlo! ¿Tan importante es dar la bienvenida a la reina?

Ese era un asunto de importancia. Los Señores del Hades esperaban la aparición de la reina, que no podría ser nadie más que Perséfone. ¿Por qué iba a venir la esposa del dios del inframundo ahora que este estaba, si no muerto, al menos desaparecido?

Estaba dándole vueltas a ese asunto cuando llegó a la cima de la Colina del Yomi, el punto final del que no deberían salir más Campeones del Hades.

—¿Qué tenemos aquí? —preguntó Nimrod, pisando la mano que sobresalía del borde antes incluso de determinar quién era—. ¡Vaya! ¿Qué es de tu vida, Jäger?

El hombre que colgaba del borde del abismo no respondió, ni siquiera con una mueca de dolor cuando Nimrod aumentó la presión de la bota sobre sus dedos. Aun desde esa posición tan desventajosa, se limitó a dirigirle una mirada llena de odio y desafío.

No era de extrañar. El santo de Cáncer lo había arrojado a la Colina del Yomi cuando los cuatro ríos del Hades la dominaban. Era todo un milagro que siguiera vivo.

—Todo un santo de Atenea —aprobó Nimrod—, aun después de traicionarla.

—¿Qué sabrás tú de la traición, Señor del Hades? —exclamó Jäger.

—Asumiré que es una pregunta retórica, porque sé muchas cosas, como que no soy un Señor del Hades. No es nada útil serlo estos días. Sus generales murieron en batalla, sus puertas están cerradas a cualquiera que desee salir y, esto te va a encantar, ¡su campeón ha sido sellado por la Suma Sacerdotisa del Santuario! 

—¿Esa mujer ha podido derrotar a Caronte de Plutón? —preguntó Jäger.

—¿Ninguna lágrima por tu rey muerto? —acusó Nimrod—. Creía que solo Damon era el convenenciero, maquinando entre las sombras la resurrección de las más poderosas almas que se hallan en el Hades. ¡Debió ser de lo más frustrante ver cerrada la conexión entre la Tierra y el río Cocito, después de ver a sus hermanos caer uno tras otro! En el mismo día perdió a su vieja familia y la nueva que pensaba conseguir.

—Mientras yo viva, los dioses del Zodíaco no regresarán —aseveró Jäger, envuelto en un cosmos de plata que nada tenía que ver con el Aqueronte—. No lo permitiré.

—Ah, descuida. No volverán —aseguró Nimrod, alistándose para ejecutar sobre el vulnerable Jäger las Ondas Infernales—. Las fracturas en la barrera que separa nuestro mundo del de abajo han sido reparadas. La Tierra sana por sobre viejas heridas. Un nuevo futuro les espera a los que sobrevivieron; a los que morimos, bueno, nos resta quedarnos bien muertos. Preferiría consultar con el Santuario lo que hacer contigo —confesó, honesto—, pero no me es posible pasar más allá de la Colina del Yomi. Adiós.

Un remolino de fuego fatuo surgió del dedo de Nimrod.  Las Ondas Infernales, una técnica capaz de enviar el alma de un hombre a la frontera entre el reino de los muertos y el mundo de los vivos. ¿Qué efecto podría tener, entonces, si se realizaba en la Colina del Yomi? Según el predecesor de Nimrod, sería uno que aun los dioses repudiarían: la destrucción de un alma, que quedaría fuera del ciclo de las reencarnaciones. Un buen hombre no usaría algo así contra nadie, por malvado que fuera.

Él no creía ser un buen hombre, pero aun así, dio una fuerte patada contra el rostro de Jäger antes de que la técnica lo alcanzase. El otrora Portador del Dolor cayó por espacio de un instante, clavando en el momento crucial los dedos en la piedra gris a la vez que ejecutaba una técnica para la que Nimrod no estaba preparado.

Un fino haz de luz rojiza lo golpeó en el pecho, obligándole a arrodillarse y retroceder. Tras medio segundo, se incorporó solo para ver cómo Jäger esquivaba las Ondas Infernales de un salto que lo puso a su diestra.

—La Aguja Escarlata —advirtió Nimrod—. La auténtica, no una imitación.

—Se ve que no me conoces tan bien como crees —dijo el Campeón del Hades, descargando tres de aquellos haces. Nimrod pudo esquivarlos todos, pero cuando ya le habían pasado de largo, cada uno se tornó en un millar de dardos que al punto impactaron sobre la espalda del santo de Cáncer. Una mueca de dolor se formaba en el semblante de Nimrod mientras su oponente proseguía—: El primer santo de Escorpio fue mi maestro, desarrollamos juntos la Aguja Escarlata, como una dosificación de la técnica capaz de matar a un ser vivo de un solo golpe, la Muerte. El Espino Carmesí que acabas de recibir es una variante menor, aunque eficaz. Como dijiste, mi nombre es Jäger de Orión —aceptó esta vez sin reservas, siempre apuntando a su oponente—. Un hombre vivo, al igual que tú que sigues conociendo el dolor.

Tras esa declaración, lanzó siete veces la Aguja Escarlata, a lo que Nimrod apartó de su mente los remordimientos de consciencia e invocó, de nuevo, las Ondas Infernales.

El remolino de fuego fatuo engulló los proyectiles como si fuera un agujero negro, aplastándolos con una fuerza que no pertenecía al universo material. El sonido del cosmos al romperse resultó desgarrador en los oídos de Nimrod, quien de pronto entendió por qué había dado marcha atrás la otra vez, poniéndose en riesgo como un novato. Al echarle en cara a Jäger el que Damon, uno de los compañeros en los que había decidido confiar, fuera todo lo contrario a la fe que él procesaba, confiaba en romper su determinación. Estaba seguro de que lo haría porque no era ningún embuste: los Nueve de Rodas estaban acelerando el movimiento del río Cocito para desgastarlo, un modo de proceder que solo podía tener como fin liberar a los que había en las profundidades, entre miles y miles de santos de Atenea y los mil millones de víctimas del diluvio universal. Damon quería resucitar a los dioses del Zodíaco. Era posible que eso entrara en los proyectos a futuro del rey Bolverk, incluso.

Pero lo que logró con ello no fue desesperar al que como un mercenario usó por varios años el nombre de Ignis. Todo lo contrario: le despejó la mente, le recordó que era un santo de Atenea, tal y como se proclamó al inicio de aquel último combate que sostuvieron entre las risas y miradas burlonas de Aqueronte. Entonces Lisandro se apoderó de todo él, recordándole la fe y admiración que un día aquel eterno aspirante sintió por su maestro, Jäger de Orión. No quería destruir el alma de aquel que juró poner fin a la maldad de los hombres, tanto tiempo atrás. Matarlo sería suficiente.

—Si tan solo el mundo fuera justo… —Calló de pronto, preso de un mal presentimiento. Las Ondas Infernales estaban estáticas para sus sentidos aumentados, así como el propio Jäger de Orión. Un retazo de la Octava Consciencia.

A pesar de la velocidad que esta le otorgaba, no pudo reaccionar a tiempo, en parte porque no había sitio a donde ir. De repente pareció que el cielo caía sobre la tierra con toda la fuerza de las alturas. Una presión sobrenatural estremeció la totalidad de la Colina del Yomi hasta los mismos cimientos, quizá hasta donde incontables almas aún eran atormentadas por los pecados cometidos en vida. Tal era el poder del ángel que se había manifestado, aplastando el brazo de Nimrod a la vez que borraba por completo las Ondas Infernales. Antes de que el santo de Cáncer terminara de darse cuenta, los dedos del nuevo enemigo le estaban aferrando el otro brazo.

—Cratos —dijo Nimrod—. El ángel de la Fuerza.

Vestía una armadura blanca de cuerpo completo, impoluta. Del yelmo, que le cubría por igual la cabeza y el rostro, dejando solo a la vista los ojos rojos como la sangre, caía un largo cabello del mismo color. Dos alas surgían de la espalda, destellantes de brillo y poder. Ecos de la divinidad con la que los dioses bendicen a los guerreros celestiales.

—¿También te envía Titania? —cuestionó Cratos a Jäger—. ¿Quién eres?

—¡Eres tú quien ha aparecido de improviso! —apuntó Jäger, desconfiado—. ¿Quién demonios eres? ¡Solo un Astra Planeta podría someter así a un santo de oro sin siquiera esforzarse! —aseveró, conociendo de primera mano la fuerza de Nimrod.

—¿Es que caerte al Hades te ha producido sordera? —exclamó Nimrod, orgulloso a pesar de su situación—. ¡Acabo de decir que se trata de Cratos, un ángel! Tiene tanto que ver con los Astra Planeta como el patrón y el portero.

En un abrir y cerrar de ojos, el llamado Cratos arrancó otro brazo a Nimrod y lo arrojó por el abismo. El santo de Cáncer, prudente, retrocedió de un salto. Para no deleitar al guerrero celestial con un grito de dolor tuvo que morderse la lengua.

«¿Ni siquiera sirvo como guardián de la frontera? —pensaba Nimrod con amargura.»

—Como dice la Abominación —dijo el ángel con claro desprecio—, mi nombre es Cratos, aquel que excede la fuerza de todos los mortales.

Jäger sintió compasión por el santo de Cáncer solo el tiempo que este tardó en regenerar los brazos perdidos. Al igual que las cabezas de la hidra, sendas extremidades surgieron de los muñones ensangrentados de Nimrod, envueltas en un líquido amarillento que apestaba a muerte y enfermedad. Su primera impresión había sido acertada, incluso si el viejo se lo había negado. Nimrod ya no era un hombre, ni siquiera un Portador del Dolor como él lo fue. Se había convertido en aquello que buscaba ser desde que renació a la luz de la Égida y vistió el cuarto manto zodiacal. 

—Aqueronte —espetó Jäger.

—No es más que una Abominación —replicó Cratos.

—Podéis seguir llamándome Nimrod —dijo el santo de Cáncer—. Un santo de Atenea listo para enfrentar a sus enemigos. Sí, no me mires así, Jäger. Atenea y los santos son uno y son lo mismo —recitó, evocando las palabras que los soldados del más bajo rango del ejército del Zodíaco pronunciaron más de una vez durante la Guerra de Troya. 

La respuesta despreciativa que daba Cratos entonces, aun si por un solemne juramento luchaba al servicio de Pirra de Virgo, se repitió ahora.

—Tanto como lo son el sol y la sombra de los gusanos.

—Sí, todos fuimos como gusanos esa noche maldita —admitió Nimrod con un cabeceo—, no merecíamos el perdón de nuestra diosa, mucho menos su amor, pero obtuvimos ambos. Por eso permaneceré aquí como el guardián de la Colina del Yomi, un gusano que nunca más verá la luz del sol, para que otros puedan disfrutarla. ¡Esa es mi razón de ser, mi deseo, tras diez mil fracasos!

No había terminado la frase cuando ya cargaba contra Cratos, quien más rápido que el relámpago se adelantó para encajarle un puñetazo en pleno rostro.

—¡No es posible! —exclamaron a un mismo tiempo Cratos y Nimrod, ambos de nuevo en el punto de salida, como si no hubiesen dado ni un solo paso.

Por ser un espectador externo, Jäger fue el primero en notar a la enmascarada que había allá donde los oponentes estuvieron a punto de chocar. Reconociéndola como una santa de oro, no dudó un instante en disparar catorce veces la Aguja Escarlata, siendo todos los ataques infructuosos. Todos pasaron a través del manto de Piscis sin causarle daño alguno, como si se tratara de un fantasma de la legión de Leteo.

—No puede ser eso —decidió Jäger—. Mi cosmos la habría dispersado si se tratara de un fantasma. Entonces, ¿qué demonios…?

—No está aquí —afirmó Cratos, quien por cautela no había intentado acercarse a la ungida por Piscis—. No siento ningún cosmos en ella.

—Yo estoy en todas partes —corrigió Shizuma Aoi—. Y ahora estoy aquí. Para evitar que deis muerte a quienes aún deben vivir.

El tono neutro de la Dama Blanca descolocaba a Jäger, acostumbrado a saber interpretar a cualquier mortal. Solo había necesitado verlos para saber que los dioses de Troya eran falsos, ¿y ahora no podía estar seguro de nada sobre aquella santa de oro?

Cratos estaba igual de confundido, aunque sabía ocultarlo mejor.

—No es muerte lo que traemos, sino la voluntad de los dioses.

—El Santuario solo reconoce la voluntad de una entre los inmortales —dijo el santo de Cáncer, acercándose hacia su compañera. Ya no vestía las ropas de antes, mil veces agujereadas por el Espino Carmesí, sino el resplandeciente manto de oro que le correspondía—. Sabes que no puedo irme contigo, ¿verdad?

—Todos cumplimos un papel, por el bien de nuestra señora —respondió Shizuma—. Ni el vuestro ni el mío es luchar ahora, sino escuchar.

Tanto Jäger como Nimrod mostraron asombro por esas palabras. Sabiéndose enemigos, ¿cómo no iban a combatir? El santo de Orión, quizá el más confundido de los que allí se hallaban, esperó a que Cratos clarificara en algo la situación.

Contrario a tales expectativas, el ángel se limitó a avanzar hacia los santos de Piscis y Cáncer, acompasados sus pasos por la voz de una mujer enumerando nombres.

—Jaki, Damon, Deríades, Casandra, Alexer, Terra, Jäger, Aqua, Palas, Bolverk, Mithos. Once Campeones del Hades, trece años. ¿Nunca habéis pensado en eso?

Acaso como muestra de buena fe, el cosmos del guerrero celestial disminuyó junto a la presión que atosigaba la Colin del Yomi. Las alas se tornaron en un fuego resplandeciente por un momento, antes de desaparecer, revelando lo que se ocultaba tras la sombra del ángel. Aunque apenas la cabeza salía de la superficie, como si el resto del cuerpo fuera uno con la tierra, ya esto fue suficiente impresión para Nimrod y Jäger: el pelo del color de las hojas de los árboles, las orejas puntiagudas, la lengua rosada pasando a través de los colmillos y los dientes llenos de puntitos rojos a medio limpiar… Bía, Madre de Demonios, como ella misma se presentó; Bía, ángel de la Violencia, como Cratos la anunció después.

—Es la tercera Campeona del Hades —añadió el ángel de la fuerza—. Yo soy el segundo. Nada tenemos que ver con el inframundo al que tanto deseas enfrentar, Abominación, salvo el hecho de haber regresado de allí.

Desconcertados por la revelación, tanto Jäger como Nimrod guardaron silencio.

—Qué callados estáis… —lamentó Bía, en otra vida ángel del Olimpo, ahora una de los trece Campeones del Hades, mientras empezaba a levantarse. En el proceso, los brazos parecieron por un momento hechos de piedra y de cintura para abajo lució como una sombra oscura que hubiese tomado forma humana—. Quizá debería quedarme entre las sombras, siendo una con la Colina del Yomi y no una visión que llena de espanto y extrañeza los semblantes de dos curtidos guerreros.

Expuso tal duda con un tono compungido, aunque en los ojos ambarinos podía intuirse un brillo lleno de deseo por seguir bebiendo de aquella fuente ilimitada de dolor.

—No.

La respuesta de Cratos, tan espontánea como seria, hizo que Bía riera. No vestía una gloria común, de tonos claros, sino que la suya era una armadura negra como el cielo nocturno; las hombreras tenían una apariencia que recordaba a la luna en cuarto creciente, mientras que líneas de plata emergían desde el pecho hasta diversas direcciones, como si fueran los rayos de un sol plateado. A primera vista, parecía ligera en comparación con la de Cratos, pero el observador Jäger había notado cómo la gloria del ángel de la Fuerza había perdido en robustez al replegar las alas. Sin lugar a dudas, ambas armaduras eran igual de sólidas en este momento.

—Asumo que todavía no toca luchar —comentó Nimrod, a lo que Shizuma respondió con un cabeceo—. Si en los próximos cinco minutos no escucho una buena explicación para que estén en mi territorio, no respondo de mí.

—Queremos el ánfora de Atenea —dijo Bía, sin más—. Dádnosla y nos iremos.

—Solo la Suma Sacerdotisa puede decidir eso —aseguró Nimrod de Cáncer.

—No está disponible —insistió Bía—. Se encuentra en los mares olvidados junto a muchos de los vuestros, tratando de recuperar el Santuario que los Astra Planeta le arrebataron. Nos gustaría resolver este asunto antes de que regrese.

—De ser necesario —aportó Cratos—, realizaremos un solemne juramento de no abrir el ánfora de Atenea durante un tiempo acordado por el santo de Altar.

Antes de que Nimrod pudiera terminar de sorprenderse de los acontecimientos que le eran revelados, ninguno de los cuales fue refutado por Shizuma, Jäger intervino, fuera de sí. Lucía irritado, cansado e incluso furioso, mientras a viva voz reclamaba a los ángeles y los santos de oro su indolencia respecto a un tema de vital importancia.

—La mujer que habéis sentado en el trono papal ha sellado a un miembro de los Astra Planeta. El más poderoso de los Campeones del Hades pretende revivir a los dioses del Zodíaco. ¿Es que solo yo entiendo lo que ocurre? ¿Nadie más ve la amenaza que supone el camino hacia atrás que están realizando los hombres, para que el cielo y la tierra vuelvan a entrar en guerra? ¡Si de verdad estuvierais a la altura de vuestras prendas, el manto de quienes luchan para lavar las faltas de la humanidad, la gloria de quienes lo hacen para defender el universo, no estaríais aquí conversando como dos clanes de maleantes que regatean para ver quién se queda con una reliquia! ¡Estaríais en pie de guerra, como debe ser, ante el Rey de la Magia, si es que el discurso de este viejo cangrejo no fue desde el principio un embuste con el que quiso probarme!

—Quise probarte —admitió Nimrod, rascándose la cabeza—, pero con la verdad. 

Bía rio. Cratos gruñó, hastiado, cortando la risa de la ninfa.

—Ni siquiera los cinco unidos bastaríamos para vencer a Damon ahora —explicó el ángel de la Fuerza—. Solo uno de los Astra Planeta puede. Dadnos el ánfora de Atenea e intercederemos para que os presten ayuda.

—Hacedlo rápido —añadió Bía, sonriente—. Dentro de doce horas, la Tierra será un mundo vedado a los Astra Planeta y los siervos del Hijo. Así lo dispondrá Poseidón, quien en este momento reescribe las leyes del cosmos.

Negociando. Dos ángeles del Olimpo estaban negociando cumplir lo que tendría que ser su deber. Desde su posición, Nimrod supo leer que en cualquier momento Jäger explotaría, atacando por igual a seguros enemigos y probables aliados. Sintiéndose culpable por haber encendido ese fuego, dio un paso a fin de detenerlo, pero Cratos se le adelantó. Con esa velocidad terrible que ni un santo de oro podía seguir, apareció a la espalda del santo de Orión y le dio un golpe seco, dejándolo inconsciente.

Antes de caer al suelo debió oír, no obstante, las últimas palabras de Cratos.

—No tenemos por qué ser vuestros enemigos, santa de Atenea.

 

***

 

—Ah, ¿no? —dijo Alexer, una vez supo concluido el relato—. ¿No tienen nada que ver con que sigan apareciendo más y más monstruos en lugares que el Flegetonte nunca alcanzó, a pesar de los esfuerzos de los santos de Atenea por erradicar a los remanentes de la guerra entre vivos y muertos? ¿Ni con las catástrofes imprevisibles a lo largo de Europa y Asia, en regiones donde por ventura los santos de Atenea han encontrado almas de gigantes a medio despertar y espectros de Cocito como custodios?  Todo mientras las naciones rebuscan en la Historia razones para guerrear entre ellos. Hybris en Occidente, Bluegrad en Rusia y la Fundación Graad en el Lejano Oriente, todos hemos tenido que poner un lazo a quienes se creen dueños de este mundo para evitar que lo destruyan justo ahora que no hay un Santuario en la Tierra. ¡Justo ahora que la mayor parte de los santos de oro se hallan quién sabe dónde! —La cólera del monarca se manifestó en unos ojos que bien podrían matar a un hombre. A Jäger le costó no desviar la mirada—. ¿Quieren que me crea que todo esto es una casualidad y no un ardid de estos ángeles para buscar ese maldito recipiente? ¡Si así lo creen, se llevarán una sorpresa! Que vengan, que se atrevan a venir a mí para que comprueben quién es el más fuerte de los Campeones del Hades —maldijo, todavía dominado por la cólera.

—No tienen interés en la Ciudad Azul —dijo Jäger, firme como un auténtico guerrero azul que ha de sobrevivir a la intemperie en plena tormenta. Si bien le habría gustado haber escuchado lo suficiente como para estar seguro de eso, intuía que Cratos y Bía estaban siendo sinceros en cuanto a que todo su interés radicaba en recuperar el ánfora de Atenea—. No os harán ningún mal.

—Callad a este insensato —ordenó Alexer.

Ni Aqua ni Terra le debían obediencia, pero fue tal el tono imperioso de la voz del Señor del Invierno, que el par rodeó al santo de Orión, poniendo cada uno una mano en el hombro de su amigo. «Cálmate —le decían sin palabras—. No te matará.»

—Ahora soy parte de una alianza que abarca el mundo entero. Una amenaza para el Santuario es una amenaza para la Ciudad Azul. ¿Siempre tienes que escoger las peores compañías? Primero el rey Bolverk y ahora estos ángeles intrigantes.

—Podría decir lo mismo.

—¿Crees estar en posición de cuestionarme? —exclamó Alexer.

—Pienso que habéis dejado de ver las cosas con perspectiva, majestad —respondió Jäger—. Caballeros negros, guerreros azules, marinos y santos de Atenea, aliados por la voluntad de una mujer que no conforme con vestir el manto de oro por primera vez en tres milenios ambicionó sentarse en el trono papal. ¡Decidme, majestad, que no visteis las señales el día en que accedisteis a aliaros con el Santuario! ¡Dímelo, Alexer!

Por un momento, pareció que aquellos dos dejarían atrás las palabras e iniciarían un enfrentamiento más que anunciado. Alexer sacudió la cabeza, desechando esa opción.

—Debes aprender a dejar atrás el pasado —dijo el Señor del Invierno, empleando un tono menos formal y autoritario. Más cercano—. Así lo hice yo.

—Me pides imposibles, Alexer —dijo Jäger, rememorando que los años en que fueron compañeros—. Mi misión es la que es.

Alexer no respondió, sino que dio media vuelta y salió de la cueva. Terra y Aqua, animaron a Jäger a seguirle con mudos gestos, aunque no era necesario. De algún modo, en ese día, los tres volvían a seguir sin remedio los pasos del ahora Señor del Invierno.

 

***

 

Anduvieron todavía medio kilómetro más en medio de una tormenta que poco a poco amainaba, hasta detenerse en una estatua de cristal que no tenía nada de natural. Jäger fue el primero en reconocer al hombre al que Alexer había cristalizado desde los pies a la cabeza. Era una versión más joven de sí mismo, cubierto con el manto de plata que tantas veces le salvó la vida durante la Guerra de Troya. Enfocó la mirada, tratando de dilucidar a qué época pertenecía incluso antes de plantearse si era posible lo que estaba viendo, pero lo único que sacó en claro fue que ese Jäger de Orión cristalizado no era un Campeón del Hades, sino otra cosa muy distinta.

—¡Dos Ignis! —exclamó Aqua, dando un brinco.

—Jäger —aclaró Terra, a lo que la nereida asintió no muy convencida.

—Cazador —concluyó Alexer—. Le viene bien ese título. Ha estado buscando el ánfora de Atenea por todo el mundo, hasta que tu despertar lo ha impelido a viajar hasta aquí y matarte. Dos personas idénticas no pueden compartir el mismo tiempo.

Jäger suspiró, hastiado. ¿Otro peón de los Astra Planeta, como Cratos y Bía? Le resultaba inconcebible que cualquier versión de sí mismo buscara ese recipiente estando tanto en juego. A menos que pensara que la liberación de Caronte de Plutón fuera la única forma de deshacerse de quien podría revivir a los dioses del Zodíaco, como habían establecido los ángeles. Al final, todo desembocaba en lo mismo.

—El ánfora de Atenea —repitió el santo de Orión, molesto.

—¿Por qué no acudiste a mí? —dijo Alexer—. En los seis meses que pasé como príncipe heredero, ¿por qué buscaste a Bolverk y no a mí?

—Sabes la respuesta —contestó Jäger, sin poder apartar la mirada de su reflejo—. Bluegrad tenía lazos con el Santuario, lazos que tú reforzaste cuando tenías la oportunidad de poner límites. Yo necesitaba poder para cumplir mi misión. Estaba dispuesto a cualquier cosa para obtenerlo. Todavía lo estoy.

—El Trono de Hielo —bufó Alexer, meneando la cabeza—. Querías el mayor tesoro de mi pueblo para usarlo contra el Santuario. ¿Así esperas excusarte?

—No tengo excusa. Mi propio aliado sigue la senda que lleva a la ruina del mundo. Tú no los conoces como yo, Alexer. Si los dioses del Zodíaco resucitan en esta era, nada podrá impedir que el juicio divino caiga sobre los hombres.

—No resucitarán.

Tan firme fue la afirmación de Alexer, que Jäger desvió la atención de la estatua sin siquiera darse cuenta. Al tiempo, la cabeza de su cristalizada réplica fue cercenada y cayó al suelo, donde rodó por un manto níveo hasta sus pies.

—Si vas a enfrentar a Damon, déjame ayudarte —pidió Jäger.

—Voy a matar a Damon —corrigió Alexer, mirando al horizonte, donde se elevaban orgullosas las montañas que rodeaban la Ciudad Azul—. Tú no puedes acompañarme. Tienes muchas preguntas que responder. No, no a mí. La guerra es el negocio de mi pueblo, sería un hipócrita si te matara dos veces por haber sido nuestro enemigo, sobre todo sabiendo cuáles son tus motivaciones. Los que escucharán tus explicaciones no se cubren con el azul y el blanco del invierno, sino que visten mantos dorados como la luz que baña las tierras del sur. Tienes de dónde escoger. Triela de Sagitario está aquí. Ofión de Aries se encuentra en Alemania y Shizuma de Piscis está presente en el continente Mu, por lo que sé. Escoge a cuál de esos hombres quieres rendir cuentas.

—En realidad —terció Aqua, recuperando la entereza—, nuestro líder ahora mismo es Nicole de Altar. La Suma Sacerdotisa lo puso al mando antes de partir.

—Sea —concedió Alexer—. Llevad a este insensato a Naraka y aseguraros de que no vuelva a esta ciudad. La guerra es el negocio de mi pueblo —reiteró, endureciendo la voz—, pero no por eso olvidamos a los que nos hacen daño.

Así se marchó el rey de Bluegrad. Durante un tiempo, antes de que se perdiera en la tormenta, Jäger tal vez pudo tratar de arreglar las cosas, pero no dio el paso decisivo hasta que fue demasiado tarde. Terra le aferró el brazo antes de que hiciera una locura.

—Renací al igual que tú, Ignis —exclamó el inmenso hombre de empañadas lentes—. Deseoso de ser partícipe de un nuevo imperio, consideré poca cosa ser el confidente del señor de una ciudad que no deseaba nada más. Por eso me uní a la corte del rey Bolverk. ¿Sabes qué obtuve con ello? ¡Ser una pieza en el retorcido tablero de ajedrez de Caronte de Plutón! ¡El peón de un peón, porque eso son los Astra Planeta! Peones que los dioses del Olimpo usan para castigar el orgullo de los hombres que olvidan ser nada más que simples mortales, por grandes que sean su fuerza, sabiduría y riqueza.

En todo momento, Jäger quiso librarse de la presa de su insospechado captor, pero seguía débil y Terra era un hombre más fuerte de lo que cabía esperar. No pudo hacer oídos sordos al sermón del Campeón del Hades, que poco a poco entendía.

Él era solo un hombre. No la persona que iba a salvar el mundo, sino un hombre. Tal vez, solo tal vez, había revivido para poner a Alexer sobre aviso.

—Apuesto a que lo mató sin preguntarse si era el verdadero —apuntó Aqua, sosteniendo la cabeza. Estaba tan helada que las manos de la nereida temblaron por el contacto—. Tuviste mucha suerte… ¿¡Qué!?

La cabeza de la versión pasada de Jäger se retorció sobre sí misma, al igual que el cuerpo decapitado. Aqua tuvo apenas tiempo de lanzar al aire aquella cosa antes de quedar paralizada, como una ninfa danzarina que arroja agua por doquier. 

Todo se detuvo alrededor de Jäger. Aqua, Terra, la tormenta… Era posible que también Alexer y la Ciudad Azul entera estuvieran estáticos, aunque el santo de Orión ya no podía pensar en nada más que aquel cuerpo cristalizado retorciéndose sin que el hielo sufriera fractura alguna. El espacio en sí mismo se contrajo hasta que el cadáver formó los contornos de un ojo que lo miraba directamente a él.

«Astra Planeta —comprendió Jäger de Orión.»


OvDRVl2L_o.jpg


#384 Seph_girl

Seph_girl

    Marine Shogun Crisaor / SNK Nurse

  • 983 mensajes
Pais:
Mexico
Sexo:
Femenino
Signo:
Acuario
Energia:
Cosmos:
Ataque:
Defensa:
Velocidad:
Victorias:
0
Derrotas:
0
Total:
0

Publicado 24 noviembre 2022 - 19:38

Capítulo 143. Un cuento antes de despedirnos
 
Después de una pausa he regresado a los reviews, así que empecemos con el primero del arco de MARTE.
"MARTE", que es del dios de la guerra, ¿significará que habrá batallas mas locas de las que ya hemos visto? Quizá sea un presagio xD
 
Empezamos con una narrativa de la guerra del Hijo, recordándonos que lo que aconteció en dicha guerra fue sellada de la mente y recuerdos de todo ser vivo y cosas.
 
Vemos que todo lo anterior fue el resumen de la historia que Julian le cuenta a su hijo y heredero, pues era su deber saberlo.
Adrien comienza a intuir que el que ellos sepan una historia que según nadie debe recordar debe ser porque son parte aun de esa rebelión del dios sin nombre :o
En la escena está  también el buen de Oribarkon para el alivio cómico de la tensa charla.
 
Por ahí tocan el tema de que es raro que haya dos avatares de Poseidón, por lo que Adrien teme que de repente su padre caiga muerto como infectado por el FOX DIE, jaja pero Julian le asegura que no tiene enfermedad alguna ni nada (por ahora)
 
Adrien esta resuelto a que él usará el poder de Poseidon para proteger a la Tierra y su gente, no en castigar a los malos y todo eso... bonitas palabras para alguien que cuando Poseidón posesiona se duerme y debe dejar el timón del barco (su cuerpo) en sus manos XD pero ey, no hay que quitarle lo entusiasta al chico.
 
En todo caso, parece que Julian dejará ESA TIERRA en manos de Adrien, y él irá a gobernar las otras! muajaja!! (El Universo de ELDA es suyo, no tiene que ir a imponer nada xD)
 
Nos enteramos un poco de quién fue la afortunada esposa de Julian, una activista hippie de buen corazón que lo flechó y la que, antes de pedirle matrimonio, le perdonó y creyó toda la engorrosa historia de su familia (nada tuvo que ver que sea multibillonario, claro xD)
También nos dicen que Julian y la chica hippie sin nombre se casaron hasta después de que tuvieron a su hijo, jaja, muy liberales para los años en los que ocurrió XD (en estos tiempos pasa eso y más, lo sé XD)
 
Pues hijo y padre se despiden con un inesperado abrazo, tras el cual nos enteramos que Adrien tampoco pierde el tiempo y a sus 16 ya le propuso matrimonio a otra chica sin nombre que no le ha dado respuesta jaja, ay estos Solo no tienen remedio.
 
Total, Oribarkon corta la charla entregando un inesperado regalo de cumpleaños para Adrien, jaja un carro que se hace pequeño o grande según la necesidad de Adrien xD, muy de Harry Potter.
Y así sin mas, termina la escena.
 
Nos vamos ahora con Aqua y Terra quienes escondieron siempre al tal Ignis, preocupados porque Alexer lo decapitara al saberlo vivo. Algo recuperado, Ignis les confiesa a sus amigos que su nombre es Jager de Orion.
En eso que se les aparece Alexer allí mismo, pues nada se le puede ocultar al rey de Bluegard en su reino al parecer,  y este le cuestiona a Jager que si cuál es su misión, y dependiendo de lo que diga se decidirá si los mata a todos o no.
El sujeto da su respuesta pero no veremos la decisión de Alexer por ahora
 
Y fin del cap.
Por una parte es bueno volver a ver a esta gente que se quedó en la Tierra, pero recuerdo que a OTRO Jager COPIA se le dio la tarea de ir a la Tierra a hacer relajo so, supongo que es lo que veremos próximamente aquí jajaja.
 
PD. Buen Cap, sigue así.

ELDA_banner%2B09_.jpg

 

EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#385 Seph_girl

Seph_girl

    Marine Shogun Crisaor / SNK Nurse

  • 983 mensajes
Pais:
Mexico
Sexo:
Femenino
Signo:
Acuario
Energia:
Cosmos:
Ataque:
Defensa:
Velocidad:
Victorias:
0
Derrotas:
0
Total:
0

Publicado 28 noviembre 2022 - 14:10

Cap 144. Dejen-de-intentar-negociar, maldita sea...
 
Comenzamos con un breve resumen de lo que han venido haciendo esta gente que se quedó en la Tierra mientras Akasha y los demás andaban en su "embajada de paz".
Luego nos centramos en Nimrod, quien, está "muerto" después de que Triela le clavara una de las flechas apocalípticas con las que lograron sellar el caos del Inframundo y por lo que todo allí volvió a la normalidad.
En todo caso, Nimrod se a auto proclamado el rey de la Colina del Yomi xD, o cuando menos su guardián, evitando que cualquier alma traviesa quiera salir a hacer maldades, pero en eso vemos que se topa con el alma de Jager... ¿cual Jager es mi pregunta? porque hay dos xD El que Alexer puede matar de un parpadero y este que debe ser la Copia que trabaja para Titania y que tomó desprevenido a Nimrod, pero vale, el Oro por encima de la Plata, eso es bueno que se preserve jajaja pero en eso aparece una ayuda inesperada, un ángel del olimpo llega a salvar a Jager.
Pues el tal Cratos es muy fuerte, le arrancó brazos a Nimrod en un parpadeo jajaja, ¿que no hay gente debil en el ejercito contrario? amolar, en todo caso, Nimrod regeneró sus brazos en un tris (pero aún así que se los arrancara le dolió)
 
Cuando la pelea parece se dará, llega Piscis a decirles que nadie debe pelear allí sino escuchar, y pues Cratos no se quedó de brazos cruzados, él también sacó que tiene una compañera de viaje, Bía, la madre de demonios y ángel a la vez, y ahora resulta que los dos son Campeones del Hades porque así salen las cuentas de 13 años, 13 dudes salidos del infierno jaja
 
El caso es que los Angeles de Titania quieren el Anfora y están dispuestos a negociar con no hacer daño a nadie y todo eso, hasta que no la abrirán en miles de años si así lo dice el santo de Altar (que se quedó a cargo del changarro mientras Akasha no está)
Y pues Jager está de pesado, como siempre jajaja ese es su papel XD y por eso mejor lo dejaron inconsciente para que no moleste durante las negociaciones que YA SABEMOS SERÁN INÚTILES, joer con esta gente necia.
 
Espera, ¿entonces todo lo anterior es lo que le relató Jager a Alexer? Entonces no es la copia... jaja que confusión, bueno, supongo que lo deduciré en algún momento.... Ese momento no tardó mucho, pues Alexer va y les muestra  todos que congeló a un Jager más joven que intentó boberías jajaja ahí esta la pobre Copia a la cual decapitan para estar seguros de no liarse en el futuro (ni que los lectores lo hagamos).
 
Total. Alexer jura que los dioses del Zodiaco nunca revivirán y que por eso matará a Damon, el mayor fan de esos dudes.
El caso es que Alexer manda a que lleven a Jager a con el santo de Altar para que él lo juzgue, pero antes de eso suceda, creo que Tritos se metió a jugar con el cadaver del Jager copia para permitirle a Jager de escapar y hacer sus cosas. (Por el momento Tritos es el único que se mete a los cadáveres para dar mensajes y/o importunar a la gente XD)
 
PD. Buen cap, sigue así :)

Editado por Seph_girl, 28 noviembre 2022 - 14:12 .

ELDA_banner%2B09_.jpg

 

EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#386 Rexomega

Rexomega

    Friend

  • 1,843 mensajes
Pais:
Espana
Signo:
Aries
Energia:
Cosmos:
Ataque:
Defensa:
Velocidad:
Victorias:
1
Derrotas:
0
Total:
1

Publicado 30 noviembre 2022 - 14:06

Saludos

 

Seph Girl. Bienvenida de nuevo a esta historia, ¡veamos los comentarios!

 

Suena pesado, porque si el volumen tercero, Urano, tuvo una guerra de vivos y muertos, ¿qué tiene Marte para ofrecernos? ¿¡Qué!?

 

Por ahora, charlas sobre guerras antiguas que todo el mundo olvidó por usar GF…

 

Sí, la Canción del Cosmos y los Sentidos debe ser pasada de generación en generación para que la Casa Targaryen, digo, la familia Solo cumpla con su deber. Pues sí que es raro que recuerden una guerra que todos debieron olvidar, sí que lo es.

 

Lo reconozco, me lo paso bien escribiendo al personaje de Oribarkon. Es un soplo de aire fresco entre tanto diálogo serio y solemne.

 

De repente me imagino a Julian y Adrien como Otacon y Solid.

 

La intención es lo que cuenta, soñar es gratis y a Poseidón le gusta dormir.

 

¿Poseidón reina en el mundo de ELDA? ¡Sin duda debe ser un mundo lúgubre y gris, con la humanidad sometida a la férrea tiranía de…! ¿Ah? ¿Cómo es eso de que todos viven felices y contentos? ¿No hay guerra, ni rebelión, ni siquiera elecciones? ¡Vaya! Tantos años peleándonos por si votar a Atenea o Hades cuando Poseidón era la respuesta. En ELDA al menos. Veremos cómo le va al multiverso.

 

Desde que viste esa escena por primera vez que bromeas con eso, qué bueno que no profundicé en la historia y cada quien puede sacar sus cuentas. La verdad creo que lo de que se casaron ya siendo padres fue despiste mío por dejarme llevar.

 

Si a los dieciséis no le pides matrimonio a alguien, te expulsan de la familia Solo. *Guiño.* Por eso Julian era hijo único. *Guiño.*

 

Pensé un rato en qué podría regalarle un mago a un chico de dieciséis años y lo vi claro: un coche a prueba de aparcamientos y atascos.

 

Al final la única que se llamaba de verdad Aqua era Aqua.

 

Los viejos compañeros reunidos de nuevo, recordándome a mí mismo que a veces los personajes se salen de sus bandos para lidiar con sus propios problemas. Por supuesto, nada como un poco de suspense para cerrar bien un capítulo.

 

El asunto del otro Jäger se ve en el siguiente capítulo, que también has comentado.

 

Hace falta que un Vito Corleone ponga los puntos sobre las íes en esta historia. Tanta diplomacia no es buena para la salud. ¿O era la guerra lo que no era bueno?

 

Sí, ya era hora de regresar a ese otro frente de la historia, tan olvidado.

 

Una vez más, el primero en morir fue un santo de Cáncer. ¿Coincidencia…?

 

Pues, la verdad es que sí, me acabo de dar cuenta ahora mismo.

 

Hacía falta un guardián de la frontera en ese lugar, Next Dimension nos lo ha demostrado. Al final te diste cuenta, pero aprovecho para aclarar que el Jäger que ve Nimrod es el que formaba parte de la cuadrilla elemental con Aqua, Terra y Alexer. Me gusta respetar la jerarquía porque si no siento que está de más que haya rangos, aunque también respeto que hay excepciones, como los viejos protagonistas.

 

Dependiendo de lo que entiendas por débil, Jäger podría contar. Los personajes que se regeneran ya son un clásico en esta historia.

 

Trece años, trece Campeones del Hades. (Contando a Jaki.). El círculo se ha cerrado. 

 

Aunque creo que no es la primera vez que se sugeire, quizá los Astra Planeta habrían logrado más avances si desde un principio hubiesen dicho que no pensaban abrir el ánfora de Atenea. O no. De siempre me ha gustado la figura del santo de Altar como el que debe ocupar las funciones del Sumo Sacerdote cuando no está. Pasó en el intento de encajar al Papa Ares (Anime) en la trama, pasó en la Gigantomaquia (de donde me inspiré para crear a Nicole) y pasó en Lost Canvas. Jäger tiene estrés post-traumático de veterano de guerra, agravado por miles de años en el inframundo, tengámosle paciencia. La paciencia que no tienen con él, que lo apartan de las reuniones importantes.

 

Así es, el Jäger de este capítulo no es la copia, lo es el otro, el que Alexer mató. ¡Ni los lectores, ni el autor! Tener dos personajes que son técnicamente el mismo es un engorro.

 

Alexer está empezando fuerte, ¿querrá ser el MVP del sexto volumen?

 

¡En el nombre de Atenea, Tritos, sal de ese cuerpo! (Pero creo que lo de manifestarse como un ojo es característico de otro astral… ¿Quizá Sauron de Marte?)

 

***

 

Capítulo 145. El camino a seguir

 

Alrededor de Jäger, todo había perdido consistencia y color. El tiempo había sido detenido, dedujo, por Titania de Urano. Ese era el nombre que Cratos mencionó al verle, como si fuera ahora ella quien dirigiera a los Campeones del Hades que no estuviesen aliados al Santuario, así como a las legiones del inframundo, si las sospechas de Alexer sobre el doble juego de los ángeles eran ciertas. El ojo que lo observaba con fijeza, lo único que por el momento parecía real, debía pertenecer a la séptima astral.

Con gran dificultad, pues era mucha la presión que sentía en ese momento, miró hacia Aqua y Terra, tan quietos que podrían ser parte de una fotografía descolorida.

—No les hagas daño —se descubrió pidiendo el santo de Orión.

—¿Sigues con ese plan tuyo de revivir a los gigantes? —cuestionó Titania, ignorando por completo el ruego de Jäger y obligándole a devolver la mirada a aquel enorme ojo de ambarina pupila—. No, no eres ese evento. Estás vivo.

A Jäger le costó decir algo más durante un rato. ¿Qué podía mantener tan ocupada a una de los Astra Planeta como para no entender eso enseguida? Por el tono que usaba, además, parecía estar combatiendo en ese momento. Se notaba apresurada, deseosa de acabar ese asunto cuanto antes. Jäger decidió no alargar la situación.

—El Rey de la Magia, Damon pretende revivir a los dioses del Zodíaco. Debe ser detenido cuanto antes. Por favor, señora Titania, prestadme vuestra ayuda.

—Poseidón me niega poner un pie en tu planeta, mortal. Solo manifestarme de este modo supone un gran riesgo para mí. Así que escucha con atención.

Esperanzado por lo que aquella campeona divina pudiera hacer por el mundo, Jäger asintió enseguida, pero no fueron palabras lo que esta le transmitió. El ojo destelló con un resplandor cegador, llenándole la mente de la conversación que la astral sostuvo con una versión pasada de sí mismo, creada por Titán de Saturno para ocupar el lugar de Jäger como Portador del Dolor en la guerra entre vivos y muertos. Al parecer, los Astra Planeta no estaban al tanto de que seguía con vida en la caótica Colina del Yomi.

El objetivo inicial no era obtener el ánfora de Atenea. Eso vino después, y exigió que un segundo astral, Tritos de Neptuno, tomara el control de la mente de la réplica de Jäger. Este había sido enviado para infiltrarse en Bluegrad, llegar hasta el castillo y generar contacto con el Trono de Hielo. Siendo aquella misión un imposible, planteó otra mejor: liberar a los gigantes sellados bajo el monte Etna. La respuesta de Titania de Urano a tal empresa tardó en llegar, siendo por supuesto negativa. La guerra entre vivos y muertos había sido ganada por los primeros, lo que restaba de los enfrentamientos era un remanente que no tenía más función que distraer, ya que Titania no había encontrado el ánfora de Atenea en el Santuario. La réplica de Jäger trató entonces de desligarse de los indolentes amos que eran los Astra Planeta y tomar su propio camino.

«Solo para ser manejado como una marioneta y arrojado a la muerte —reflexionó Jäger de Orión, el auténtico, como quería considerarse—. ¿Impelido a matarse a sí mismo? Alexer, no soy el único insensato, los cuatro lo éramos —decidió con amargura.»

Por lo menos, Titania de Urano no había tratado de engañarlo. Podía elegir entre una sumisión voluntaria y otra impuesta. Se tragó todas las maldiciones que se le ocurrieron para aquel ser tan superior a cualquier otro mortal, decidido a no correr el mismo destino que su réplica, mientras miraba el metal que ahora cubría su cuerpo: el manto de Orión, tan sólido y cálido como cuando luchó en la Guerra de Troya, miles de años atrás. Era una sensación maravillosa, muy superior a la de vestir la armadura de un guerrero azul y la de padecer el oscuro manto que llevó como Portador del Dolor, incluso si de nuevo sentía la presencia del Aqueronte dentro de sí.  Setenta mil almas le hablaban desde sus entrañas, trayéndole sus lamentos y gritos de sufrimiento.

«Necios —pensaba el santo de Orión—. ¿Cómo queréis que os salve si no puedo salvarme a mí mismo? No tengo elección.»

—¿Entiendes lo que es necesario para derrotar a Damon?

—Sí.

El poder del Trono de Hielo, del que Alexer haría uso, con la raza de los gigantes como un ejército que a buen seguro seguiría al más fuerte. ¿Y quién era el más fuerte en un mundo donde solo quedaban cuatro santos de oro y ningún dios hacía acto de presencia? Tenía que ser el último Señor del Invierno, henchido del poder de todos los guerreros azules. Ni siquiera el Rey de la Magia debería poder con algo así.

—Transmíteles a Cratos y Bía lo que has aprendido, ellos podrían ayudar a derrotar a Damon —advirtió Titania—. Encárgate tú del ánfora de Atenea.

—Son ellos quienes tienen esa misión, mi deber es… —empezó a decir Jäger.

La voz de Titania se elevó, haciendo temblar todo el cuerpo del santo, así como el manto de plata. Sintió que en cualquier momento sus átomos iban a dispersarse por los cuatro rincones del mundo, a pesar de que el tono seguía siendo el mismo.

—¿Crees que podrías aportar en la batalla contra Damon lo mismo que dos ángeles del Olimpo? Caza, Cazador. Es por eso que te escogí a ti y solo a ti para este trabajo.

—¿Para buscar ese recipiente? Si es tan importante, ¡hacedlo vos!

Para cuando Jäger terminó de gritar, ya no estaba ante aquel ojo, ni siquiera en Bluegrad. Había sido teletransportado contra su voluntad hacia una isla que conocía muy bien. Recordaba haber aceptado una misión que Alexer, Terra y Aqua rechazaron con tal de visitar aquella región, Sicilia, donde el monte Etna seguía dormido. En aquel entonces, por supuesto, solo era su pasado de santo de Atenea el que lo obligaba a cerciorarse de que tan temible enemigo no resurgiría en esa época. Resultaba irónico que ahora pensara hacer todo lo contrario, con la venia del Olimpo, además.

—Revivir a los gigantes —dijo Jäger, por momentos asqueado de sí mismo—. Solo un santo de Atenea puede atravesar la barrera que rodea el Etna y contemplar su verdadera forma. ¿Y voy a pagar esa confianza que nos da la diosa para romper el sello? Sé que detener a Damon es necesario, pero… pero…

Varias ideas empezaron a rondarle por la cabeza de repente, como una voz de su interior animándole a analizar los últimos acontecimientos desde otra perspectiva. Tanto a los ángeles como a Titania parecía tenerles sin cuidado lo que hicieran los santos de Atenea; la séptima astral le pedía transmitir un mensaje a sus sirvientes, por lo que era posible que no pudiera comunicarse con ellos de forma directa; los ángeles no habían aparecido en ningún momento, aun si debieron sentir el momento en que su ama se hubo manifestado, de lo que cabía suponer que Nimrod de Cáncer no les había dejado salir de la Colina del Yomi, por el momento. En resumidas cuentas: ahora mismo, todo dependía de él, era Jäger de Orión quien tenía la información, no los ángeles y los santos de oro, ni siquiera el Señor del Invierno y el Gran General de los marinos, sino él, un hombre revivido que creía haber cumplido ya su papel en este mundo.

—¿Y si puedo apropiarme de ese poder?

No se atrevía a explicar a qué se refería allí, bajo el cielo de Italia que bien podría estar siendo vigilado por ojos indeseados. Sentía una presencia conocida en la isla, un santo de plata trabajando en solitario. Debía actuar rápido si quería lograr lo que se proponía, ejecutar esa misión antes de que otros se inmiscuyeran, y sin embargo, parte de él lo obligaba a reflexionar bien el paso que estaba a punto de dar.

Las leyendas de la Guerra de la Magia ya eran vagas en su época. Se hablaba de un ingenio que estuvo en poder de los Nueve de Rodas hasta que los dioses del Zodíaco lo tomaron como trofeo de guerra. Mezcla de magia y ciencia, según se decía era capaz de hacer realidad los pensamientos. Si había algo de verdad en ese mito, debía ser esa la herramienta que usaría Damon para revivir a los más viles hombres que hubieron pisado la Tierra, una proeza considerable ahora que las puertas del Hades estaban cerradas, en palabras de Nimrod de Cáncer. ¿Qué podría hacer él si se apoderara de semejante fuente de poder? Con el respaldo de los gigantes, Alexer se vería obligado a aceptarlo. Juntos vencerían al Rey de la Magia sin que esos ángeles tuvieran que enterarse. Después, ya se las apañaría para tomar el control de aquella máquina de deseos.

«Máquina de Rodas —pensó Jäger, sin saber bien por qué—. Con ella, puedo rehacer este mundo corrupto. Aplastar el Santuario y crear uno nuevo, limpio de suciedad.»

Recordar el daño que hizo al mundo la primera mujer que dirigió al Santuario, lo llevó de forma irremediable a pensar en la líder actual y en Aqua, esa latosa compañera que con todo se había arriesgado a la pena de muerte por salvarle, por darle la oportunidad de defenderse en un juicio justo, incluso si no era probable que tuviera uno.

«La Suma Sacerdotisa debe morir —decidió enseguida el santo de Orión—. Pero quizás no sea malo que una mujer sirva a Atenea, siguen siendo seres humanos, después de todo. El error está en darles poder, es ahí cuando se desdibuja la línea entre dioses y mortales. La Ley de las Máscaras garantiza que cada quien ocupe su lugar.»

Ahí radicó el error de la actual generación. Prestando el manto zodiacal a una mujer, allanaban el camino para que una tomara el trono papal y se repitiera la historia. Eso no sería posible en su nuevo Santuario. No habría otra Pirra de Virgo en el mundo.

«… de Jäger de Orión —completó en su fuero interno, llenándose de una nueva clase de temor. No sentía temía al enemigo, el futuro y los dioses, sino a sí mismo—. ¡No, no puedo convertirme en lo mismo que ellos, no lo permitiré!»

Las dudas empezaron a consumirlo, paralizándolo un tiempo. Enfrentado entre sus remordimientos y sus planes, Jäger de Orión se ocultó hasta aclarar sus ideas. ¡Si tan solo aquella voz interior le dejara un momento de tranquilidad! Hasta los más nobles pensamientos desembocaban en el mismo punto que todos los demás.

«Debo actuar rápido. Aqua y Terra podrían estar en peligro por mi culpa. Tengo que salvarlos, pero para hacerlo necesito poder. Poder absoluto.»

Revivir a los gigantes. Destruir a Damon. Construir un nuevo Santuario.

¿Qué había de malo en ello? Tal vez su destino era repetir ese papel.

Jäger de Orión, Sumo Sacerdote de Atenea y Rey de la Magia.

 

***

 

—¿Dices que no hay rastro de él? —inquirió Folkell al mejor explorador que había traído del Reino de Asgard, un arquero de baja cuna y sin par puntería que respondía al nombre de Tremy—. ¡Tenemos a una santa de plata inconsciente, por todos los dioses!

—Proseguiremos la búsqueda, Lord Folkell, pero no esperamos encontrar nada.

Sin esperar a recibir confirmación, Tremy marchó dándole la espalda, donde colgaba el arco mágico que tanto les había servido durante la Batalla por la Torre de los Espectros. Con eso quedaba muy claro que no esperaba encontrar peligro alguno, ni siquiera de algún monstruo rezagado del Flegetonte. Aun Erik, Stenn y el resto de berserkers debían pensar igual, incluso si enarbolaban sus armas ansiando algún desafío antes de volver a casa. Tremy se diferenciaba del resto en la medida en que era el único que no quería volver. Todavía no, por lo menos. Deseaba correr aventuras.

—Aventuras, ¿eh? —Rascándose la barba, Folkell miró hacia su compañero. Baldr, quien junto a él fungía como guardián de la entrada principal de Bluegrad como favor solicitado por el rey Alexer, asía meditabundo una serie de talismanes entregados por la dama Tetis. Lo hacía con tal descuido que era posible leer parte del texto, en griego antiguo y con letras azules, por encima de su mano—. ¿Tú también dudas, eh?

Al igual que Tremy, el siempre prudente Baldr de Alcor había desechado mantener levantada la guardia por el momento. En lugar de la armadura de Alcor Zeta vestía una túnica sencilla; junto al cinto, donde debería pender algún arma lista para ser desenvainada, colgaba un saco en el que introdujo los talismanes con sumo cuidado. Eso último no era extraño: Baldr siempre había tenido unos puños demasiado fuertes y rápidos como para perder el tiempo en empuñar una espada, salvo que fuera Balmung.

—La armadura de Odín es tuya —constató Folkell mucho tiempo atrás, cuando salieron victoriosos de la sangrienta guerra civil que cambió Midgard para siempre—. ¿Por qué no tomar Balmung, también? ¿Por qué hacer que yo la guarde? 

—Porque esta guerra la ganamos juntos —advirtió Baldr ese día—. Mi ambición y tu rectitud. Es bueno que el fuego queme el viejo mundo para que uno nuevo nazca, para lograr un mañana sin falsos dioses y viejos farsantes, pero si nada lo limita, no será el cambio lo que suceda al estancamiento, sino la muerte.

De ese modo, Lord Folkell, llamado traidor por sus viejos amigos y héroe por quienes en su juventud había creído sus enemigos, se convirtió en guardián del mayor tesoro de Midgard. Una espada capaz de cortar cualquier mal, incluido el que se apoderara del propio Baldr, como este le había insinuado desde el momento en que le dio tal honor.

Gracias a esa revolución que iniciaron, la influencia del caballero del Hijo, Ionia, nunca los puso en la mira de los dioses del Olimpo. El mundo al que todavía llamaban Midgard podría seguir existiendo bajo la vigilancia del Reino, al que Baldr había decidido llamar Asgard en memoria de quien empezó todo. Baldr no debía lealtad a nadie que llevase muerto miles de años, desde Skadi, también llamada Selvaria de Acuario, hasta Bolverk, en verdad el padre fundador de muchas Grandes Casas, incluyendo la de los Señores del Invierno. Era un hombre práctico, pero no malagradecido. Sin la ambición de Bolverk y su padre Bor, los guerreros azules nunca habrían nacido, serían por siempre un grupo de sirvientes aislados, muriéndose de hambre sin que el mundo siquiera notara que habían existido alguna vez. Parecía correcto, entonces, que la tierra que había vuelto realidad el sueño de Bolverk se convirtiera en el Reino de Asgard, aun si allí nunca habría dioses.

Había otra razón, desde luego, para levantarse en armas contra el orden establecido. Ionia de Capricornio ni siquiera cayó durante la parte más importante de la guerra civil, donde el verdadero Baldr, Lord del Reino y portador de la armadura de Mizar Zeta, murió a manos de su propio hermano. Además de desligarse tanto del Hijo como de los dioses del Zodíaco, Baldr, Folkell y sus aliados buscaban restablecer lazos con la línea familiar de los Señores del Invierno, cosa que no les sería posible mientras fueran peones de cualquier enemigo del Olimpo, pero eso no lo sabían en esa época. Solo pensaron por un momento en las posibilidades de dos mundos uniendo fuerzas por un mismo propósito y cargaron sin arrepentimientos contra todo cuanto estuviera en contra de ese sueño. Después vinieron los primeros encuentros con el rey Piotr, el compromiso con su sobrina nieta Katyusha y la visita de esta última al Reino de Asgard, donde Valgriud de Merak Beta la instruyó más allá de lo que cualquier otro guerrero azul podría soñar. A Folkell se le antojaba que todo eso había sido un sueño, un engaño de Loki, sobre todo cuando pensaba en los talismanes que Baldr llevaba guardados.

El Reino de Asgard no tenía dioses, pero no por ello podía oponerse a la voluntad de los que reinaban en la Tierra original. Si Poseidón designaba que las Otras Tierras debían aislarse, los Lores del Reino tenían que acatar la orden, si no querían correr la misma suerte que Bolverk y los falsos dioses. Tenían que estar agradecidos, incluso, de que un dios de la talla de Poseidón les permitiera regresar a casa en lugar de cerrar toda entrada y salida entre la Tierra y Midgard sin dar ninguna explicación, como sin duda podría.

—Katyusha bailó toda la noche con el cuervo —observó Baldr de repente.

—¿Cómo dices? —preguntó Folkell, tratando en vano de entender el significado de eso—. ¿Cómo es eso de que Katyusha bailó con un cuervo?

—Toda la noche, para celebrar la victoria. Estaba borracha. Es probable que lo besara.

—¿A qué viene todo esto, Baldr?

—Puedo aceptarte heroico y moralista, Folkell, mas no melancólico. Nunca melancólico. Vamos, sé un hombre y ve a cortarle la cabeza al cuervo.

—Si tuviera que celar a esa mujer por un baile, ya te habría cortado la cabeza hace días. Como has dicho, estaba celebrando la victoria con un compañero de armas.

—Yo dije que estaba bailando con un cuervo toda la noche —insistió Baldr.

—¿Crees que es tiempo para esto? —dijo Folkell—. Alexer está a punto de usar el Trono de Hielo, Julian Solo se halla en el castillo y en cuestión de horas tendremos que sumar a nuestra lista de enemigos a dos ángeles del Olimpo.

Lejos de mostrar preocupación, Baldr esbozó la más desagradable sonrisa a la vez que desenfundaba un talismán y lo usaba para dar un golpecito en el hombro de Folkell.

—Te veo muy preocupado por un mundo que tendrás que abandonar en menos de doce horas —señaló Baldr—. ¿Eres consciente de que la dama Tetis jamás dijo que estábamos obligados a volver? ¡Por las barbas de Odín, ni siquiera creo que la separación entre mundos será permanente!

—Sí —concedió Folkell—. En el futuro, es posible que no haya motivo para que los Nueve Mundos estén aislados, mas, Baldr, es mi deber regresar. Lo sabes.

—No eres el Sumo Sacerdote.

—Soy la voz de su consciencia.

Se miraron por largo rato, bastante, a decir verdad, como esperando que el otro riera. Alguna vez, mucho tiempo atrás, rieron juntos en posadas y tabernas de las que huían como simples muchachos, no los líderes de una rebelión. Pero ahora, hasta esa etapa revolucionaria la habían dejado atrás. Por mucho que Baldr gustara hablar del fuego que ardía en su pecho, el trabajo que le tocaba era impedir que el nuevo Reino de Asgard se desmoronara. Tenía que dejar atrás la pasión desbordante de la juventud y cambiarla por algo que equilibrase las fuerzas de Niflheim y Muspelheim. Folkell no podía perdonarse abandonar a Baldr antes de lograr ese ideal de gobernante que siempre tuvo en mente.

«Mi rectitud y tu ambición —pensaba el Lord del Reino—. Eso es lo que convirtió Midgard en Asgard. Eso es lo que hace falta para regirla, hasta que no me necesites.»

Entonces, cuando el ambiente estaba más tenso que nunca, una risa estalló desde el interior de la ciudad. Femenina, refrescante. Los dos amigos giraron a la vez y ya la responsable estaba ante ellos, envuelta en una reluciente armadura azul.

—¡Oribarkon es genial! —gritó, emocionada, Katyusha—. ¡Diez guerreros azules, diez, quisieron impedir a Julian Solo reunirse con mi tío! Con el rey —carraspeó la siberiana, notando que se estaba excediendo—. ¿Qué hace ese mago? ¿Pedirles que le cedan el paso? ¿Llamar a un superior? ¿Dejar que hable su señor? ¡Nada de eso!

Alzando un dedo envuelto en aire gélido, generó un disco compacto liso como un espejo a partir de las moléculas en el aire. Después pronunció una frase ininteligible para los oyentes, generando imágenes de diez veteranos de blancas barbas y cuidados bigotes bloqueando el portón previo a la cámara del Trono de Hielo. El único del grupo que no pintaba canas, cansado de la insistencia de Oribarkon, cargó contra el mago como un bólido supersónico, pero antes de alcanzar al objetivo quedó reducido a una diminuta rata que resbaló por el frío suelo hasta chocar contra una pared. Allí, sangrando por la cabeza, el roedor volvió a adquirir forma humana, aunque ya sin las pieles y armadura que vestía como guerrero azul, las cuales estaban desperdigadas por la estancia.

A Oribarkon le había bastado un guiño para transformar a aquel sujeto en roedor y hombre. Los de Bluegrad, empero, eran demasiado leales como para desobedecer una orden expresa del Señor del Invierno así tuvieran que enfrentarse a lo que más temían: un mago furioso a punto de convertirlos en bebés berrinchudos a bastonazos. Tuvieron que acudir Günther, Nadia y la propia Katyusha a poner orden. Y ni a ellos habría hecho caso Oribarkon si Julian Solo no hubiese aceptado pedir permiso al rey emérito, Piotr, para entrar en la sala del trono, toda una cortesía viniendo de alguien como él.

—Te veo muy contenta —observó Folkell, frunciendo el ceño con extrañeza—. ¿No ordenó ese hombre una invasión a Bluegrad hace veinte años?

—Se supone que debemos perdonar el pasado y mirar hacia adelante —contestó Katyusha, quien era demasiado joven en esa época como para pensar en Julian Solo como un posible enemigo—. Eso te lo digo en confidencia, Folkell, porque cuando Oribarkon me propuso crearme una armadura nueva a cambio de cualquier agravio que pudieron cometer en el pasado, mi boquita se quedó más cerrada que el barril de hidromiel secreto de Günther —aseguró, golpeando la pechera con los nudillos—. ¡Dan ganas de entrar en combate con esto! ¡Se siente mejor que las escamas de sirena!

—¿Has bebido?

—No demasiado.

Por un momento, Folkell rio, aunque más por la embarazosa situación que porque se estuviese divirtiendo. Miró hacia Baldr y descubrió que ya se había ido.

—Lo voy a extrañar —admitió Katyusha sin tapujos—. Es la peor persona que he conocido nunca, pero lo voy a extrañar.

—¿Te gustaría acompañarlo? —soltó Folkell.

—Tú te quedas, ¿no?

—¿Qué tiene que ver…? Quiero decir, ¿cómo lo sabes?

Katyusha se encogió de hombros.

—Intuición femenina.

—Yo… he prometido a Mime darle algunas lecciones…

—Él las espera con mucho entusiasmo. Apenas se fue Fantasma y ya solo habla de espadas en vez de liras. Günther ya puede respirar tranquilo. —Al notar sorpresa en la cara de Folkell, Katyusha dio una explicación que al parecer consideraba sobreentendida—: El santo de Lira no está en Bluegrad. Le habría gustado esperar a que Aqua se recupere, ya que a ella se le ocurrió la idea de vigilar el monte Etna y solo él la tomó en serio, pero esa nereida sigue tan dormilona como siempre.

Era más lo que Katyusha decía que lo que callaba. El propio Folkell había pensado ya en la intervención de uno de los Astra Planeta en todo aquel asunto, pues si bien Ignis —Jäger de Orión— tenía poder suficiente para derrotar a Aqua de Cefeo, no lo lograría sin que nadie notara que se hubo desatado una batalla. Tampoco encajaba que los ángeles hubiesen intervenido antes de plazo, y con ellos la lista de los trece Campeones del Hades quedaba completa. Tenía que ser un astral, actuando de algún modo aprovechando que las restricciones impuestas por Poseidón no aplicaban todavía.

Pensar en eso hizo que Folkell volviera a pensar en la decisión que tenía que tomar.

—Yo me quedo, Katyusha. No me queda familia en mi mundo, como bien sabes. De la casa de Benetnasch Eta, solo yo me uní a la rebelión. Mime no es mi hijo —aclaró enseguida el Lord del Reino, temiendo ser malinterpretado—, pero de haber tenido uno, me gustaría que fuera como él. Por eso quiero cumplir mi palabra.

—¿Quieres hijos? —preguntó Katyusha, impredecible como siempre.

—Quiero que busques tu felicidad, así como yo he escogido buscar la mía. Si no voy a regresar al Reino de Asgard, tu compromiso conmigo pierde sentido. Katyusha, ve con Baldr, él te proveerá uno de los talismanes que Poseidón nos ha obsequiado. Con él podrás recorrer nuestro mundo en libertad, como sé que quieres.

—Te has dado cuenta de cómo lo miro, ¿eh?

—¿Quién no se daría cuenta de eso?

—Me gustan los hombres grandes. ¡Y Hrungnir es muy grande!

—Sí… ¿¡Qué!?

Debía estar furioso por aquel comentario, quizás incluso herido porque aquella mujer tomara a broma un momento como ese, pero la siberiana lo besó antes de que pudiera encenderse con esos fuegos de los que tanto gustaba hablar Baldr. Fue rápido, apenas un roce entre los labios de esa siberiana, perfumados de alcohol, y su barba. Pero fue tibia como el agua recién derretida y dulce como las manzanas doradas de los dioses.

—¿Sabes? —dijo Katyusha, acariciándole los cabellos, entrecanos debido a las duras batallas que libró en la guerra entre vivos y muertos—. También me gustan los hombres maduros. Te queda muy bien tu nuevo aspecto.

—Te gustan demasiadas cosas —repuso Folkell, apartándola no obstante con suavidad—. El blanco de mis cabellos no es fruto de la edad y la experiencia, sino una herida en mi espíritu, en mi alma. —Tuvo que carraspear, porque la siberiana seguía mirándolo como si fuera un pastel parlante—. No moriré, me niego a perder la vida por algo tan tonto como una maldición. Aun así, me siento más blando que de costumbre —mintió, creyéndolo una buena excusa—. Es un buen momento para dejarme atrás. ¿Te gustan los hombres grandes y maduros? Bien, Baldr es más alto y viejo que yo. Ve con él —pidió, cuidándose de no atragantarse—. Ve con él y sé feliz.

—Tu amigo me parece interesante, Munin me cae bien y de verdad tengo mucha curiosidad de ver lo que Hrungnir esconde debajo de todas esas pieles —confesó la desvergonzada Katyusha, riendo—. Pero, que yo sepa, es contigo con quien estoy comprometida. Allá donde estés tú, estaré yo también.

—¡Necia! —exclamó Folkell, cansado de esos juegos, sobrepasado por esas maneras tan libres—. Entregándote a mí de ese modo, me obligas a dejar atrás cualquier consideración. No soy un hombre que comparta a su mujer, ni con amigos ni con nadie.

—Pues despósame y célame como buen norteño. Será divertido.

—Puede que lo haga, mujer. Cuando esta guerra acabe.

Con esa promesa flotando entre ambos, Folkell tomó con delicadeza el rostro de la más descarada mujer de la Ciudad Azul. Se acercó a ella con lentitud, maldiciendo al cuervo, el gigante y al tigre, hasta que al fin la besó y todos ellos dejaron de importar. 


OvDRVl2L_o.jpg


#387 Rexomega

Rexomega

    Friend

  • 1,843 mensajes
Pais:
Espana
Signo:
Aries
Energia:
Cosmos:
Ataque:
Defensa:
Velocidad:
Victorias:
1
Derrotas:
0
Total:
1

Publicado 05 diciembre 2022 - 16:16

Saludos

 

Capítulo 146. Reencuentro

 

Tiempo después de que el Argo Navis se internara en los mares olvidados, Makoto se descubrió cayendo en la cuenta de que no sabía bien a dónde dirigirse. La pérdida del Santuario dejaba a la orden sin una base fija. Fue Garland quien lo convenció de empezar por lo más urgente, que era confiar a Munin y Soma a Minwu de Copa. No bien había terminado de proponerlo cuando Kiki apareció entre ellos.

—Rota —observó el maestro herrero de Jamir, picando con su bastón la frente vendada de Makoto, donde no relucía ninguna pieza de plata—. ¿Por qué no me sorprende?

—Sé que ha pasado poco tiempo… —se excusó el santo de plata, apenas recuperándose de la sorpresa—. Ha sido un viaje más duro de lo esperado.

—Los mantos de Seiya y los demás eran destruidos con frecuencia también. Si no me falla la memoria, los de Pegaso y Dragón debieron ser reparados tres veces en el plazo de un año. ¿Ya estás desafiando dioses tú también, Makoto?

—¡Por supuesto que no, señor Kiki! ¿Cómo iba yo a…? ¡Ay!

Usando el bastón, Kiki dio un golpecito en la frente para callar al japonés y otro en la hombrera para que el manto de Mosca se desensamblara, convirtiéndose en un tótem. A pesar de que los daños sufridos por el ataque de Afrodita de Piscis eran notables, la prenda lucía todavía llena de vida. No sería precisa la sangre de un santo.

—Demos gracias a los dioses —suspiró el maestro herrero de Jamir—. No es como si pudiéramos desperdiciar a uno solo de los nuestros ahora mismo.

—Creía que la guerra había acabado —observó Garland.

—Ya, bueno, sigue habiendo monstruos. Demasiados, a decir verdad. Zaon de Perseo acaba de cortarle la cabeza a una Gorgona hace tan solo cinco minutos. ¿A que es gracioso? ¡Zaon de Perseo, luchando contra una Gorgona!

—No le veo nada de gracioso.

—Claro que no, Makoto. Eres demasiado recto como para tener este sentido del humor tan desagradable que me tocó tener a mí. ¿Qué hay en esas esferas?

—Sospecho que ya lo sabe, señor Kiki.

Makoto no fue capaz de ocultar su preocupación al responder al duende pelirrojo, lo que quizá lo hizo adoptar un tono impertinente. Él sabía por qué Kiki se había convertido en esa clase de persona, estaba al tanto de que el contacto con la Esfera de Plutón le había dañado la mente tanto como la lucha prolongada contra la legión de Aqueronte había herido el alma de Ban de León Menor, agriándole el carácter que ya de por sí tenía tras recibir el Puño Fantasma de Ikki en las Galaxian Wars. Tenía que tener paciencia con ellos, sin traslucir una insultante lástima, desde luego, pero a veces no era posible.

Aun si Garland de Tauro estaba allí, el santo de Mosca se sentía responsable de las vidas de Munin y Soma. Consideraba el llevarlos hasta Minwu de Copa una misión de tanta importancia como un encargo oficial del Santuario.

—Sí, son caballeros negros —aclaró Garland tras un largo minuto de silencio en el que Kiki se limitó a atusarse la barba y mirar las esferas—. Su Santidad lo ha ordenado.

—¿Ves, Makoto? —dijo el maestro herrero de Jamir—. Todo es más fácil cuando das explicaciones. ¡Así se diferencia el general del soldado!

Antes de darle tiempo al santo de Mosca para replicar, Kiki realizó una teletransportación de área. De un momento para otro, Makoto, Garland, las esferas en las que se hallaban los caballeros negros y el propio Kiki aparecieron en el interior de una casa apartada de Rodorio, llena de pacientes entre los que era posible distinguir a santos de plata, de bronce y de hierro. Minwu daba a todos el mismo trato y no fue distinto cuando Garland depositó los cuerpos de Soma y Munin en la única camilla que quedaba libre. Raudo, el sanador del Santuario tomó con las manos un poco del agua que llenaba una copa argéntea en el centro de la estancia, tótem del manto de plata destinado a la curación, y se la dio por igual a las sombras de León Menor y Cuervo.

Solo en ese momento Makoto se permitió relajarse. Garland, a su lado, murmuró algo sobre la más o menos esperada desaparición de Kiki y le palmeó la espalda.

Makoto le agradeció el gesto con un cabeceo, pero, cuando hizo amago de salir, Minwu se le apareció como un fantasma, le deshizo las vendas y miró con suma atención las heridas de la cabeza, así como otras recibidas en la pasada batalla. El santo de Mosca habría querido explicar a su compañero de rango que ya había sido tratado en la medida de lo posible, pero Minwu no le dio tiempo de decir nada. Con increíble precisión y agilidad, trató hasta el más insignificante corte de tal modo que apenas quedaron pequeñas cicatrices como prueba de la lucha contra Afrodita de Piscis. El manto de Copa tenía un poder increíble, pero incompleto sin mediar la Fuente de Atenea.

—Es la prueba de que he podido levantarme, ¿verdad, general? —dijo el santo Mosca una vez Minwu se alejó para tomar el pulso de Soma y Munin.

—Aprendes rápido —aprobó Garland—. Ya no hay nada que me retenga aquí. Este es sitio de los que sanan y son heridos, no de los que hieren. ¿Vamos a buscar a Azrael?

—Pensaba buscarlo…

—No está aquí, Makoto. Si todavía hay batallas, debe de estar en el Egeón, dirigiendo la Guardia de Acero junto al resto de oficiales. Yo pretendo ir a Naraka. Siento muchos cosmos concentrados allí y eso no puede ser al azar, pero en el camino podría dejarte con tu amigo. ¿Por qué me miras así?

A falta de un espejo, el santo de Mosca no podía saber que tenía los ojos cada vez más abiertos, al igual de la boca. Como si Garland estuviese diciendo algo extraño.

—General, está mal que lo diga, pero… Es usted más amable de lo que parece.

Ahora que se fijaba, si no fuera por la falta de cicatrices y que tenía el pelo corto, sería la viva imagen de Gugalanna. El mismo color de piel y cabello, la misma altura y complexión física, hasta la forma de fruncir el ceño era parecida.

—Vaya, Makoto. No pensé que fueras tan prejuicioso.

 

El santo de Mosca pasó todo el camino hasta el puerto tratando de explicarle a Garland que no era un hombre de prejuicios, extendiéndose sobre todo en cómo había llegado a aceptar como una buena persona a alguien que hablaba de minar tierra sagrada y gasear un pueblo como modo de hacer la guerra contra el invasor.

Al llegar, por fortuna, alguien llegó para parar la incómoda conversación. Vestía un manto de bronce que tan solo protegía las partes vitales con metales tan blancos como el animal que representaba. Era Presea de Paloma.

—Señor —saludó la joven enmascarada, inclinando la cabeza en señal de respeto—. El asistente de la Suma Sacerdotisa desea verle.

La aparición tomó por sorpresa no solo a Makoto, que parpadeó varias veces como preguntándose si había oído bien, sino también a Garland. El santo de Tauro fue el primero en recordar la habilidad que distinguía a Presea por sobre el resto de santos de bronce: gracias al entrenamiento de Nicole de Altar junto a las ninfas de Dodona, había aprendido a fundirse con el viento y aparecer allá donde hubiese aire, lo que era tanto como poder acceder a cualquier lugar en la Tierra en menos de un parpadeo. Tal facultad, junto a unos sentidos bien adiestrados para percibir presencias, la volvía una mensajera y espía espléndida. Algo indispensable cuando la guerra abierta se había tornado en una serie interminable de escaramuzas por todo el mundo. Ella debía haber notado la reaparición de Makoto de Mosca en la Tierra.

—¿El asistente del Sumo Sacerdote? —dijo Garland—. ¿Te refieres a tu maestro?

—No, señor —se apuró a decir Presea, empleando un tono todavía más formal que el que usó antes—. El asistente de la Suma Sacerdotisa, Azrael.

—Azrael ha sido el asistente de Akasha desde siempre —le explicó Makoto a Garland, quien estaba algo confundido—. Sin embargo, la mano derecha de un Sumo Sacerdote debe ser el santo de Altar. ¿Se le ha olvidado a ese cabeza hueca?

—Una Suma Sacerdotisa puede tener dos asistentes —dijo Presea, apresurándose a añadir después—: Es lo que él dice.

Makoto no sabía si reír o llorar, así que se limitó a golpearse la frente. ¡Por supuesto que Azrael, sin ser un santo, se atrevería a intentar apropiarse de las funciones del santo de Altar! Y ya que Nicole estaba ahora mismo ocupando el puesto de la Suma Sacerdotisa, no debía tener tiempo para hacerlo entrar en vereda. ¿Cuántas leyes ancestrales cambiaría aquel loco asistente hasta que todo volviera a estar en orden?

—Ve, muchacho —dijo Garland—. Querías ir allí desde un principio, ¿no?

—Sí —asintió Makoto—. Aunque pensaba esperar a que Kiki...

El instinto le hizo mirar en todas direcciones al pronunciar ese nombre, alertándolo de que algo se estaba teletransportando en ese mismo momento. Tras mirar en todas direcciones, acabó viendo por casualidad cómo el manto de Mosca caía pieza a pieza desde el cielo, ensamblándose en su cuerpo justo antes de llegar al suelo. Estaba como nueva, incluyendo la protección de la cabeza, de la que colgaba una sencilla nota.

«¡Cuídala mejor!»

—Voy a tener que concordar con el duende pelirrojo esta vez —dijo Garland, tomando la nota antes de que lo hiciera Makoto—. Tu manto sagrado se quedó en el cabo de Sunión y tú no parecías en absoluto preocupado por ello.

—Primero tenía que ocuparme de Soma y Munin, después me asaltó Minwu y al final estaba ese malentendido, por no hablar de… —Dándose cuenta de que Garland jugaba con él, calló aquellas excusas y dijo sin más—: ¡Sabía que Kiki iba a repararla allí!

—Como digas, muchacho, pero no vuelvas a abandonarlo. Él no lo haría.

—¡Yo no he abandonado nada!

Resultó difícil determinar si Garland había oído ese último grito, pues la imagen residual que dejó la estela que ya cruzaba los cielos hasta Naraka apenas formaba una sonrisa. Él no dedicó mucho tiempo a dilucidar ese misterio, de todas formas. Giró hacia Presea, quien le dio instrucciones precisas de dónde se encontraba el Egeón —ya que solo ella tenía la facultad de fundirse con el viento, no podía transportar a otros consigo— y puso rumbo al mar Jónico. A toda velocidad.

 

***

 

Egeón, un buque de guerra creado para servir de fortaleza móvil, la máxima obra de la Fundación para la guerra entre vivos y muertos. Frente a la veintena de cazas experimentales con los que contó entonces, ahora presentaba un centenar de aviones de rastreo, de menor tamaño, potencia y durabilidad que los Pegasus, pero con la misma capacidad de surcar los cielos sin necesidad de piloto. Eran los Equuleus, referentes por igual a la constelación de Caballo Menor y a los cien brazos de la criatura mitológica en honor a la cual fue nombrado el Egeón. Estos, junto a la ominosa presencia del inmenso navío en el océano, era toda la semejanza entre este y el centímano, pues la forma del mismo recordaba más bien a otra clase de bestia: el Leviatán.

Puesto que Makoto no llegó a visitarlo nunca durante la guerra, ahora escuchaba las animadas explicaciones que la tripulación en cubierta daba sobre la fortaleza. Un portaaviones titánico, capaz de albergar a la totalidad de la Guardia de Acero y defenderse, mediante los Equuleus y el único Pegasus que quedaba, de cualquier ataque enemigo. Makoto mencionó que nunca había visto un barco tan negro y una entusiasta oficial se extendió sobre cómo el buque estaba revestido de gammanium. Ese fue el punto en que el santo de Mosca decidió dejar de decir nada ni nada, antes que el enésimo insulto a los valores de la orden ateniense lo animara a arrojar a Azrael por la borda en cuanto volviera a verlo. Cortando cualquier conversación con respuestas cortas y monosílabas, fue hacia abajo, quizás demasiado rápido.

El interior del buque, en comparación al Argo, era increíblemente complejo. Pasillos y más pasillos que se cruzaban unos con otros formando un laberinto en el que todo parecía ser igual, la misma iluminación y las mismas paredes de un gris metálico. Solo dos miembros de la Guardia de Acero escoltaban al apurado Makoto, vistiendo el uniforme reglamentario de aquel ejército privado: un peto rectangular que cubría buena parte del torso, sobre ropas oscuras y ajustadas, más protecciones para las extremidades y los puntos vitales, incluyendo una falda al estilo de las armaduras griegas. Las dos eran mujeres, como también lo eran todos los soldados con los que Makoto se encontró durante la caminata. Soldados que creía conocer.

Sin mediar palabra, las mujeres guiaron al santo de plata más allá del comedor, del que provenía el exquisito olor de la carne recién hecha. Ocultar el hambre que aquello le provocó supuso para Makoto un gran esfuerzo, de modo que no notó el letrero sobre la única puerta en la base que no tenía vigilancia: «Campo de Entrenamiento.» Poco después, las escoltas se detuvieron.

—¿Azrael está en la enfermería?

Mientras esperaba que una u otro soldado respondiera, Makoto se fijó con más atención en ellas. De algún modo ambas le resultaban familiares.

—Desde que inició el viaje de la Suma Sacerdotisa, el señor Azrael sufrió varios desmayos —explicó una de las mujeres, con un escudo sobre un brazo. Draco, el arma que la Fundación había desarrollado inspirándose en la armadura de Dragón; la lanza, retráctil, debía estar oculta en el otro brazal—. Incluso el señor Minwu desconoce la causa. Lo único que ha podido hacer es estabilizarlo.

La otra, de rasgos asiáticos, no dijo nada. Tenía medio rostro cubierto por un yelmo negro como las alas de un cuervo, el visor Corvus. Donde deberían estar los ojos, dos luces rojizas parpadeaban, captando las imágenes que tenía enfrente para enviarlas directamente al cerebro. La joven era ciega.

—Tú eras aspirante —dijo al fin Makoto—. Pero…

—En la batalla contra Caronte, muchos fueron heridos —dijo la portadora de Draco, frunciendo el ceño—. Ese demonio rompió nuestras máscaras y nuestro orgullo. Al mismo tiempo cegó a todos los hombres presentes, y a Li.

—¡No quería que los matara! —exclamó la afectada, sobresaltando por igual a Makoto y la amazona—. Lo siento.

El santo de plata se sintió cohibido. Demasiado preocupado por su propia incompetencia durante la guerra, nunca se había parado a pesar en lo mal que otros debieron pasar: la dignidad de las amazonas fue pisoteada por el capricho de Caronte, al igual que el orgullo de todos los santos de hierro que no deseaban formar parte de la Guardia de Acero, sino luchar como siempre lo habían hecho. Mientras él se preguntaba si había estado a la altura del manto de plata que vestía, dos mil buenos hombres sobrevivían como tullidos en Rodorio. Hasta ese momento, nunca se había parado a pensar en que los estuvo evitando. Seika, la alcaldesa, había prometido ayudarlos a todos; él, un santo de Atenea, tenía otras batallas que librar.

«Batallas que no le importan al mundo en lo más mínimo —reflexionó Makoto, haciendo eco de las palabras de Munin—. Si no hubiera Guerras Santas, para empezar, los santos de Atenea no tendríamos ningún papel en la historia. Pero, ¿no es eso lo normal? ¿No es el destino del Santuario desaparecer cuando deje de ser necesario?»

Sacudió la cabeza, desechando esos pensamientos sombríos. Ahora mismo sí que era necesario, consideró; había alguien, una compañera de nombre Li, que a duras penas ocultaba el temblor de su cuerpo. Avanzó un par de pasos para tranquilizarla, pero la portadora de Draco, que ahora reconocía como la amazona Eco, solo que con el pelo más corto, se le adelantó. Lejos de soltar palabras amables o darle un abrazo, le palmeó la espalda con mucha fuerza. Eso pareció funcionar mejor.

—¿No vas a entrar? —dijo Eco—. El señor Azrael te espera.

—Esto es incómodo —tuvo que apuntar Makoto—. Azrael no puede ser el asistente de la Suma Sacerdotisa, ese puesto le corresponde al santo de Altar.

—¿Y? —Eco se encogió de hombros, como si le divirtiera lo apegado a las normas que era aquel santo—. Pertenecemos a Themyscira ahora, una unidad de élite de la Guardia de Acero fundada en la Batalla por la Torre de los Espectros. Nuestra capitana, Helena, nuestro comandante, Azrael —informó, muy seria.

Makoto abrió grandemente la boca para protestar, pero al final desistió. En silencio, entró a la habitación donde reposaba aquel problemático aliado.

 

***

 

La estancia, tan bien equipada como el piso del hospital de Bluegrad destinado a guerreros azules, era bastante más espaciosa que la casa en la que Minwu de Copa tenía que trabajar, aunque era posible que le diera esa impresión porque no estuviese atestada de pacientes. Es más, de todas las filas de camas que llenaban la enfermería, solo una estaba ocupada. Makoto ya sabía de quién se trataba antes de que Azrael, apresurado, se levantara para hacer un saludo militar sin siquiera ver quién había llegado. Uniformado como estaba, cualquiera diría que acababa de llegar de una misión y no que llevara un buen rato en enfermería, de no ser por las vendas en la cabeza.

A primera vista, lucía tan entusiasta como siempre. Makoto, que lo conocía más, notó un cierto desánimo, apenas perceptible. ¿Había esperado que Akasha también hubiese regresado? Durante más de trece años, Azrael había sido la sombra de la actual Suma Sacerdotisa, muy rara vez se separaba de ella, aun contando la reciente guerra. ¿Los desmayos podían deberse a la actual situación? ¿O acaso un mal presentimiento?

—Está bien —dijo Makoto, expresando los caóticos pensamientos que tenía—. Quiero decir, Akasha está bien, así que tranquilízate, ¿sí?

—Estoy tranquilo.

—No lo estás —aseguró Makoto, cruzado de brazos. Fingiendo molestia, añadió—: Sé que esperabas a una linda chica, pero tendrás que conformarte conmigo.

—¿Una linda chica? —repitió Azrael, confundido—. ¿Quién?

—Akasha —dijo Makoto—. ¿Quién va a ser? ¿Tan fuerte te diste en la cabeza?

—No, es que…

Como si acabara de darse cuenta de las vendas, Azrael empezó a quitárselas. No tenía más heridas visibles que una cicatriz en la frente, tratada hacía poco.

 —Me sorprendió que te dirigieras a la Suma Sacerdotisa así —dijo Azrael, dejando a Makoto sin palabras—. Linda chica. Incluso dirigirse así a un superior es raro, y la señorita Akasha es la Suma Sacerdotisa, así que…

—Solo estamos nosotros aquí.

—Pero…

—Es una broma.

—Y yo sigo la broma.

—¡Por eso! ¡Ríete…! Espera, ¿qué?

Aun sin una sonrisa en el serio rostro de militar, el santo de plata supo ver que estaba jugando con él. ¿Desde cuándo? Tal vez desde el principio, cuando creyó que alguien como Azrael no sabría de antemano si Akasha había regresado o no.

—Me alegra volver a verte, Makoto —dijo el asistente, sabiéndose pillado.

En el momento justo, un médico apareció entre ambos. Se quedó con las vendas de Azrael, que hasta ahora este seguía sosteniendo, y le entregó sus pertenencias: una carpeta llena de documentos relacionados con el proyecto Edad de Hierro.

—¿Nos vamos?

Antes de que Azrael llegara a abrir la puerta como si no hubiera pasado nada, Makoto, una vez más, se dio cuenta de que conocía al médico.

—¡Eres un sanador! ¡Atiendes a los santos en la Fuente de Atenea!

—Atendía —dijo el hombre de bata blanca, acomodándose las lentes que en realidad no necesitaba—. El Santuario desapareció, junto a la Fuente de Atenea. Aun así, nuestro deber para con los santos no ha cambiado. El señor Minwu no puede con todo el trabajo solo y no es decente incordiar demasiado a la buena gente de Rodorio.

—Azrael no…

«No es un santo de Atenea —dijo Makoto para sus adentros.»

—Es un favor especial del señor Minwu a Su Santidad.

Para entonces, Azrael ya había abierto la puerta, así que Makoto dejó así las cosas y le siguió. ¡Solo había necesitado un día para poner todo patas arriba, aquel asistente!

 

***

 

De nuevo en el laberinto interminable de pasillos, Makoto miró de un lado a otro en busca de Li y Eco, pero parecían haberse marchado.

—¿La Guardia de Acero puede hacerse invisible? —preguntó el santo de Mosca, preparado para cualquier sorpresa.

—Nadie en la Unidad Themyscira usa Chamaleon.

—A veces se me olvida que desarrollasteis un arma para cada constelación.

—No hubo tiempo —dijo Azrael, casi disculpándose, mientras iniciaba la marcha—. Solo logramos llevar a la fase final un tercio de la primera fase del proyecto. ¿Ya conociste a la Unidad Themyscira? ¿Qué opinas de ellas?

La repentina pregunta coincidió con que el dúo se cruzara con un grupo de cuatro mujeres protegidas hasta los dientes —visor Corvus, collar Leo Minor, la armadura reglamentaria y espadas de alta frecuencia—. Estas, estoicas como miembros de la guardia de la Reina de Inglaterra, ni se dieron por enteradas.

—Pienso que más de cien mujeres que habían jurado fidelidad a Atenea ahora son parte del ejército de… ¿quién, exactamente? —Azrael no contestó—. ¿A dónde va a parar este proyecto, para empezar? La guerra ha terminado.

—Para la primera fase esperamos completar setenta y dos prototipos. Veamos —dijo, abriendo la carpeta. De esta extrajo un dossier antes de volverla a cerrar, aunque ni siquiera lo miró antes de continuar—, doce armas, doce armaduras, doce dispositivos, doce vehículos… Draco, Chamaeleon, Corvus y Pegasus son buenos ejemplos.

—No es eso lo que quiero saber.

Pero Azrael, lejos de escucharle, le puso el dossier en las manos. Cauteloso, el santo de Mosca le echó un vistazo a aquellos papeles: no entendía lo que leía, demasiados tecnicismos; en cambio, sí que podía ver el diseño de un robot con el nombre de una de las constelaciones zodiacales, Leo, encima del detallado dibujo.

—¿Qué es esto? ¿Quieres construir un robot? ¿De verdad?

—¿No le dicen mecha en tu tierra? —dijo Azrael, tal vez sabiendo que eso solo molestaría más a Makoto—. Es la segunda fase del proyecto Edad de Hierro, aunque también es la fase cero. ¿Sabes la historia de los primeros tres miembros, no? La intención de la Fundación es volver a realizar el experimento. Es bastante costoso, pero valdrá la pena. Sería una vía rápida para reducir el arsenal nuclear de la Tierra.

Lo que Makoto recordaba de la reunión en la que hablaron sobre la recién creada Guardia de Acero, era que se usaron bombas nucleares para compactar un asteroide hasta formar un campo electromagnético de alta densidad. Esa fuente de energía, virtualmente ilimitada, era el resultado de trece años de investigación sobre el manto de Sagitario por parte del profesor Asamori, quien había recibido instrucciones de replicar de algún modo el poder de los santos. Tenía sentido entonces, cuando Atenea vivía lejos de un Santuario corrompido por la locura del santo de Géminis, ahora, en cambio, que aquello se volviera a intentar era solo la enésima idea descabellada de Azrael.

—¿Cómo pasas de crear tres súper-armaduras a construir un robot?

Leo será muy superior a Hercules, Perseus y Cepheus. Serán necesario más material del que se empleó para crearlas si queremos obtener el resultado empleado.

—Quieres reducir el arsenal nuclear de la Tierra creando armas…

—Pienso que es la mejor forma de lidiar con la industria de las armas. Le damos trabajo a mucha gente, así como un proyecto al que destinar el dinero y otros recursos, públicos, privados y sucios, a la vez que prevenimos daños irreparables al planeta en el que todos vivimos. Podría decirse que es un engaño a los hombres y organizaciones que viven de la guerra, aunque…

—Basta, basta —le interrumpió Makoto, molesto, mientras le estampaba el dossier en el pecho. Supo que lo hizo con demasiada fuerza porque Azrael dio un traspiés, casi cayendo de bruces al suelo—. Mejor di que quieres dominar el mundo, directamente.

—Yo soy un soldado, no tengo ambiciones políticas.

Si Azrael se había molestado por el golpe, no lo dio a entender de ninguna forma. Seguía sereno, como si estuvieran hablando de los cafés que se habían tomado en la mañana o alguna otra cosa sin importancia.

—¿Soldado de quién?

—Protejo el mundo en nombre de la señorita Akasha, como siempre.

—¿Y es lo mismo con el resto de la Guardia de Acero? Eres el comandante general, dicen. ¡El líder de un ejército que recluta aspirantes a santo! —De nuevo, Azrael evadió la pregunta—. Deberías luchar por Atenea.

—La señorita Akasha sirve a Atenea.

—¿Qué pasa si deja de servirle? ¿Qué ocurre si se convierte en enemiga del Santuario?

No era una pregunta que tuviera sentido a estas alturas, cuando las dudas de la orden respecto a Akasha no solo se habían disipado, sino que esta se había convertido en Suma Sacerdotisa. Era posible, desde luego, que hombres como Sneyder de Acuario y Hugin de Cuervo siguieran esperando que cometiera un error, pero no era el caso de Makoto, ni siquiera la vehemencia con la que los santos de pasadas épocas los atacaron en aquella ciudad fantasma hizo mella en la confianza que ahora tenía en la líder del Santuario. El problema venía ahora, que se daba cuenta de que por alguna razón Azrael tenía en sus manos un ejército que envidiarían incluso las potencias del mundo. ¿Seguía siendo la Guardia de Acero parte del Santuario, como se suponía que iba a ser, o…?

—Entonces tendrías que detenernos, creo.

—¡Pero no lo digas como si fuese algo normal

Gracias a los dioses, Makoto tuvo el sentido común de preguntar en el momento en el que no hubiera nadie escuchando. Era tan bueno que lo vieran cuestionando a la Suma Sacerdotisa como que oyeran a Azrael diciendo semejante cosa. 

—Veo que la segunda fase del proyecto no te convence —dijo Azrael mientras volvía a meter el dossier en la carpeta—. En cualquier caso, no es algo importante a corto plazo. Tendremos que aprovechar lo que tenemos para proteger este mundo. Por la señorita Akasha… Y por Atenea —añadió el asistente un par de segundos después.

—Sé que lo haces a propósito. Lo sé. 


OvDRVl2L_o.jpg


#388 Rexomega

Rexomega

    Friend

  • 1,843 mensajes
Pais:
Espana
Signo:
Aries
Energia:
Cosmos:
Ataque:
Defensa:
Velocidad:
Victorias:
1
Derrotas:
0
Total:
1

Publicado 12 diciembre 2022 - 15:41

Saludos

 

Capítulo 147. Un nuevo hogar

 

Durante el resto de la caminata, Azrael y Makoto volvieron a tocar el tema de la Unidad Themyscira, destacando en la conversación el caso de la ciega Li. Según corroboró el asistente, los hombres cegados por Caronte no podían convertirse en Arqueros Ciegos y tampoco podían ver usando la tecnología de la Fundación, fuera el visor Corvus u otra alternativa. Era como si el poder de Caronte de Plutón hubiese separado el daño que podía repararse del que no, pero a esas alturas nada ganaban con odiar aún más a ese enemigo. Li había escogido el camino de la lucha, mientras que el resto era atendido en Rodorio por los mismos familiares y amigos que los habían despedido como a héroes al inicio de la guerra entre el Hades y la Tierra. Siendo demasiados los asuntos que Akasha tenía que decidir, había dejado esa tarea en manos de Seika, quien la aceptó con gusto.

Makoto contó a grandes rasgos su historia, a sabiendas de que Garland de Tauro haría lo propio en Naraka y que pronto todos los santos de Atenea sabrían de la supuesta paz con los Astra Planeta. Azrael fue tajante a ese respecto: era mejor prepararse para una batalla que jamás sucedería que celebrar una paz ya quebrantada. Y eso era así tanto para los santos de hierro como para los de bronce, plata y oro. Ninguno estaba listo para librar otra guerra, pero si sucedía, protegerían con sus vidas la Tierra.

—Ya no está Akasha para decirles que los santos no mueren —comentó Makoto, triste.

—Volverá —repuso Azrael—. Sé que lo hará.

Siguieron dando vueltas y charlando, aparentemente sin rumbo, hasta que se encontraron con el comedor. Allí estaban Li y Eco,  además de otra amazona de fieros rasgos y brazales hechos de placas negras dispuestas en forma de cuña, más gruesos de lo habitual en la Guardia de Acero. Era Ursus Minor, un arma conectada al sistema nervioso que incrementaba los reflejos del usuario. Incluso un guardia común podría alcanzar una velocidad subsónica con eso puesto.

—Capitana Helena —saludó Makoto, tratando que no se revelara el disgusto que sentía de verla como oficial de la Guardia de Acero. Hasta que las cosas se calmaran y la Suma Sacerdotisa dejara claro que aquella dependía directamente del Santuario, tal y como ocurría con los vigías y guardianes de antaño, no dejaría de ver con dudas aquel ejército privado que, a su entender, ya había cumplido su función.

La susodicha entrechocó los oscuros puños, riendo. Conocía al santo de plata desde la Noche de la Podredumbre, hacía trece años. En aquel entonces, aun siendo ya un guardia, se negó a usar la lanza contra los soldados del Aqueronte. Luchó con los puños, como debían hacer aquellos que desearan convertirse en santos de Atenea.

—La verdad no es algo de lo que un ateniense deba avergonzarse —dijo Helena—. Sí, perdimos nuestro derecho a vestir un manto sagrado y ahora empleamos armas en contra de las enseñanzas de la orden. No pretendemos ocultarlo.

—No fue vuestra culpa. Caronte…

—Lo hecho, hecho está. Tomamos nuestra decisión. Armas como estas arrebataron al demonio las almas de nuestros compañeros por todo el mundo. Para nosotras, son tan sagradas como nuestros puños. Cuando el último soldado del inframundo caiga, pensamos quemar muchas de ellas en una gran hoguera, sí, siguiendo las instrucciones de la Suma Sacerdotisa, pero no lo haremos con vergüenza, sino con orgullo.

Makoto tuvo que recordarse que Helena se refería con toda probabilidad a los cuchillos Hydra y otras armas blancas que habían arrancado del Aqueronte las almas de guardias muertos en el pasado, no a todo el arsenal de la Guardia de Acero. No era tan ingenuo como para pensar que un proyecto así sería cerrado en cuestión de días.

Li y Azrael observaban la escena en silencio, decididos por distintas razones a no intervenir. Entretanto, Eco formó una sonrisa llena de milicia y llegó hasta Makoto de un salto, atrapándole ambos brazos en un ágil movimiento.

—Si te sientes mal, puedes romper tú también una norma —le susurró al oído, pícara.

—¿Sí? —Ruborizado, Makoto buscó la mejor manera de evadir tal insinuación—. La verdad es que me gustaría comer algo. ¿Aún queda carne?

—Ya pasó la hora de la comida. No desperdiciamos provisiones —dijo Helena con seriedad, adelantándose a la respuesta que sin duda Eco pensaba darle.

Sin embargo, la portadora de Draco no iba a rendirse con tanta facilidad. Aún con Makoto sometido, que estaba demasiado avergonzado como para recordar lo sencillo que sería deshacer la llave, aferró también al distraído Azrael.

—Los preparativos están completados. ¡No podríamos estar mejor preparados! ¿Qué os parece si aprovechamos bien el tiempo que nos queda antes de llegar a Sicilia? —preguntó a viva voz, presionando al par de guerreros junto a ella—. ¡Pensad en esto como una forma anticipada de celebración!

Entonces, más debido a la técnica que a una cuestión de fuerza bruta, Azrael salió de la incómoda prisión con una elegancia que impresionó a la capitana de la Unidad Themyscira. Incluso Makoto quedó sorprendido.

—No se debe vender la piel del oso antes de cazarlo —comentó el asistente al tiempo que Eco, algo decepcionada, veía a Makoto liberándose—. Y mis instrucciones se limitan a proteger el mundo hasta que la señorita Akasha llegue.

La portadora de Draco se encogió de hombros. Le bastaba con haberlo intentado.

—Es muy bueno, señor Azrael —aprobó Li, de algún modo alegrándose de que quien les dio una forma de seguir protegiendo a los hombres no era cualquier persona—. No me extraña que haya aspirado a uno de los mantos de oro.

Aquello pilló por sorpresa a Makoto. Siempre supo que Azrael aspiraba a convertirse en santo, incluso fue entrenado para ello, pero desconocía a qué manto sagrado pudo haber estado destinado. Por los últimos acontecimientos, había supuesto que pretendía ser el santo de Altar, incluso si ya estaba Nicole ocupando ese puesto.

—¿Azrael? ¿Entrenando para ser un santo de oro? —repitió, haciendo esfuerzos por no reír. Li todavía estaba afectada por lo ocurrido días atrás—. ¿Cuál?

—Capricornio —dijo Helena, alzando las cejas—. ¿Basas tu estilo de combate en golpear los puntos vitales del enemigo y no conoces los puntos cósmicos de tu amigo?

De inmediato, Makoto recordó el error que cometió con Hipólita, a quien en el calor del combate creyó nacida bajo la constelación de Águila debido a la armadura negra que portaba. Con Azrael le pasaba algo parecido: estaba tan convencido de que no llegaría a ser un santo, que nunca se había preocupado de leer el cosmos durmiente de aquel. Ahora, reforzando los sentidos de forma apropiada, podía leer con facilidad que Helena y Li estaban en lo cierto: Azrael pudo haber sido el santo de Capricornio.

—Eso es ridículo, ridículo —se dijo, hablando sin querer en voz alta. Por suerte, nadie se lo reprochó—. Pero Adremmelech es…

—Convertirme en un santo de oro me habría alejado de la señorita Akasha —terció Azrael, diciendo una verdad a medias. Aunque confiaba en los presentes, lo ocurrido en Jamir era algo demasiado personal para la santa de Virgo, muy pocos estaban al tanto de lo cerca que esta estuvo de enloquecer—. Y no estaba logrando buenos resultados, de todas formas, así que me rendí. Adremmelech es un soldado hábil.

—Más hábil que leal —comentó Helena.

Ninguno podía rebatir eso. Después de todo, Adremmelech fue el único santo de oro que se unió a Hybris, dificultando su caída. Aun ahora, que los caballeros negros eran aliados del Santuario, muchos no podían olvidar esa traición de parte de uno de los guerreros más fuertes del mundo. Makoto se cuidó de decirles que ahora vestía el manto de Capricornio, siendo dos veces traidor. No quería poner el dedo en la yaga y de por sí él no sabía dónde se hallaba ahora mismo. Solo intuía, de algún modo, que estaba vivo.

«Azrael de Capricornio —pensó Makoto, sonriendo para sí—. Qué cosas…»

Se oyeron pasos metálicos en la lejanía, por lo que todos giraron en aquella dirección. Enseguida notaron a un quinteto de santas de bronce —Caballo Menor, Delfín, Osa Menor, Casiopea y Paloma—, portadoras de inmaculadas máscaras y de un poder sobrehumano que empequeñecía el de cualquier miembro de la Guardia de Acero.

—Azrael… —empezó Makoto, dubitativo. ¿Debía hacerle notar lo absurdo que era reunir más de cien amazonas en un lugar en el que ya había cinco santas? Sin importar quiénes llegaron primero, seguiría siendo una mala decisión, no solo a nivel estratégico, sino también ético. Era como recordarle a cada soldado que habían fracasado, mostrándoles lo que pudieron ser—. ¿Ella es la hija del Juez? —preguntó al final.

Rin de Caballo Menor, quien estaba al frente, asintió con energía. Muy lejos quedaron los días en los que se preguntaba cómo un santo de oro tan recto como Arthur de Libra había roto la regla no escrita de que un santo no debía formar una familia. Contrastando eso con su parecer sobre la Guardia de Acero, Makoto se dio cuenta de la más obvia realidad: ¿por qué se molestaba tanto de que las tradiciones del Santuario estuviesen siendo dejadas de lado, si el responsable de la justicia del Santuario se las saltaba sin pestañear? Lo peor era que eso le había ayudado antes de la guerra, cuando necesitó que el Juez salvara a Akasha de la ejecución. Ese era un buen ejemplo de que no siempre se actuaba con justicia por seguir las reglas al pie de la letra. 

—¿Ya está bien, señor Azrael? —dijo Presea de Paloma, baja y ligera como ningún otro guerrero ateniense—. ¿No ha habido más desmayos?

—¡Claro que sí! —exclamó Elda, de fuerte complexión, mientras palmeaba el hombro del asistente—. ¡Ya sabes que nuestro padre es duro como una roca! 

—Azrael aguanta mucho, sí… Un momento —se interrumpió a sí mismo Makoto, dedicando unos segundos para mirar a todos, estupefacto—. ¿¡Vuestro padre!?

 

***

 

—¿Todo eso ha ocurrido? ¡Demonios, Garland! Se supone que era una embajada de paz, no una declaración de guerra. ¡No podemos permitírnosla!

—Estoy seguro de que Titania de Urano considera haber actuado con diplomacia, Nicole. En cualquier caso, ni Shun ni la Suma Sacerdotisa regresarán antes de al menos intentar arreglar este asunto. El mundo tendrá que conformarse con nosotros.

Así terminó la larga discusión entre el Señor de la Tempestad y el Gran Abuelo, aquel último lo bastante viejo como para permitírsele tutear al líder en funciones del Santuario. Eso simplificó las cosas, siendo Garland de Tauro el que más debió hablar. La situación del mundo previa al desmembramiento del Santuario la tenía más o menos clara, en especial en lo referente a apariciones de monstruos y el habitual deseo de los hombres por enriquecerse en una situación problemática, aun si eso suponía que otros se vieran envueltos en guerras ajenas. La presencia de la legión de Cocito ya era más problemática, en la medida en que esta había sido aniquilada por completo, gracias a la Muerte de Triela de Sagitario. Mientras Nicole de Altar le contó de los gigantes que amenazaban con despertar y los guerreros de piel helada que solía haber en esas zonas, Garland no podía dejar de mirar su puño cerrado, de un dorado muy vivo. ¿Habrían podido los discípulos de Kiki resucitarlo si el Lamento de Cocito hubiese seguido allí? Lo dudaba. El dios de las lamentaciones en persona lo había herido de muerte.

—Hay una explicación —llegó a decir Nicole, notando la pregunta que Garland no llegaba a formular—. Bluegrad nos ha transmitido una información muy interesante.

No era un decir, en verdad aquella información cambiaba todo. Garland ni siquiera pestañeó al descubrir que Nimrod de Cáncer estaba en la Colina del Yomi, intuía que ese viejo no se avendría a morirse del todo salvo que viniera el mismo Hades a cortarle la cabeza. Respecto a los otros personajes que estaban en la frontera entre el reino de los muertos y el mundo de los vivos, hizo más preguntas, recibiendo escuetas respuestas. Los ángeles Cratos y Bía afirmaban conformarse con el ánfora de Atenea, pero era demasiado conveniente que dos Campeones del Hades se hubiesen mantenido al margen de todo y que ahora en la Tierra siguieran apareciendo monstruos además de la legión de Cocito, sin ninguna explicación. En comparación, el antiguo Portador del Dolor era más honesto, presentando una animadversión hacia el actual Santuario que rozaba el fanatismo. Eso tendría que volverlo más previsible, pero si bien fue encontrado en Bluegrad por Aqua de Cefeo, desapareció tiempo después y ahora la tercera más fuerte entre los santos de plata yacía inconsciente sin señal alguna de haber batallado.

Eso sumaba tres Campeones del Hades, cuatro, si se contaba a Damon, aunque Nicole fue bastante persistente al indicarle a Garland que no podían guerrear contra él, como si ya varios se lo hubiesen sugerido. El Rey de la Magia se hallaba en la única extensión del dios del olvido que quedaba sobre la superficie, la cual parecía convertir la bruma del continente Mu en un arma. Todos los intentos de caballeros negros y marinos por explorar esa tierra renacida acabaron con hombres adultos que hablaban y se comportaban como críos de pecho. Los intentos de alcanzar la base de Damon por aire no tuvieron consecuencias tan graves, pero hasta una guerrera con la experiencia de Marin había regresado esa mañana a la costa de Mu sin recordar si siquiera había levantado el vuelo, a pesar de que ya era la tercera vez que lo hacía.

Tantos eran los problemas con los que Nicole debía lidiar, que Garland no pudo seguir ocultando un detalle del que no se fiaba del todo, justo después de que el líder en funciones del Santuario le contara por encima una misión en la que Caballo Menor y otras cuatro santas de bronce se habían embarcado, para su disgusto. El santo de Altar no dejó de fruncir el ceño en todo momento; un miembro de los Astra Planeta ofertaba la paz el día después de que otra partiera en pedazos el Santuario, devolviendo uno de esos pedazos, el cabo de Sunión, a la Tierra como prueba de buena voluntad. Fue ridículo para Garland de Tauro y también lo fue para Nicole de Altar.

—Sin embargo —debió aclarar este último—, es cierto que Julian Solo hizo un viaje, hacia Bluegrad. Eso debe de tener algún significado.

—Los caminos de los dioses son inescrutables —convino Garland—. Parece que aun habiendo escogido al hijo, Poseidón sigue teniendo planes para el padre.

Cuáles eran esos planes era algo que quizás ninguno de los dos llegarían a descubrir, por lo que el santo de Tauro no pudo darle vueltas a ese tema mientras Nicole le increpaba sobre los previos acontecimientos a la oferta de Tritos. Él pudo referir la entrada del cabo de Sunión a los mares olvidados y la lucha de Sneyder y Sugita de Capricornio en medio del mundo de las bestias, pero respecto a los demás, era un tercero que solo repetía, con detalle, eso sí, lo que había oído. Ahí fue cuando más tenso se puso el santo de Altar, como si cada palabra pronunciada por Garland fuera el anuncio de una guerra inminente contra ocho enemigos de la talla de Caronte de Plutón. Nicole fue, en todo caso, un hombre a la altura de su título de Señor de la Tempestad, y si bien alzó la voz al final, no perdió los estribos en ningún momento. Mientras salía del edificio, Garland pensó que la Suma Sacerdotisa había sido sabia al escogerlo como líder en funciones, incluso si por tradición no tenía alternativa.

 

***

 

De todos los pétreos edificios que se habían levantado a lo largo de Naraka, aprovechando los restos de la Gran Tortuga, el de Nicole era el más grande, lo que no hacía menos admirable el trabajo realizado en esa tierra de muerte los últimos días. Más que campamentos, pequeños poblados se levantaban en un área circular, semejante a un anillo, cuyo interior distaba diez kilómetros de la Torre de los Espectros, al igual que el exterior no coincidía con exactitud con las fronteras que decían los mapas, por no provocar de momento la ira de las naciones colindantes. Si bien el Santuario podría ordenar a cualquiera de estas respetar el que la Guardia de Acero de la Fundación Graad hubiese reclamado una tierra cuya existencia negaron durante siglos, el clima ya estaba bastante agitado entre los países como para crisparlo más sin motivo.

En el futuro, Naraka sería la base terrestre de la Guardia de Acero, así como Egeón era la base marina. Ya tenía, incluso, un nombre, Titán, lo que sacaba a Garland una sonrisa irónica cada que lo oía de los guardias que hablaban en uno u otro lugar. Además del brazo de hierro del Santuario, esa región sería además el hogar de una parte de las ninfas de Dodona, las que habían accedido a restaurarla por petición de la Suma Sacerdotisa. La Guardia de Acero tenía tanto el deber de marchar allá donde sus superiores les ordenasen ir cuanto defender a las hijas de la Tierra en su nuevo hogar. Una vez Naraka reviviese, la presencia de la Torre de los Espectros no bastaría para que algún temerario no decidiera ingresar en ella buscando aventuras; incluso si las naciones seguían negándose a fijarla en los mapas, el mundo reconocería su existencia.

—Pobres muchachas —se lamentó Garland. Tan pendiente estaba en el paisaje, buscando cada brote de hierba fresca que salía con dificultad del suelo, yermo los últimos dos mil años, que acabó pisando uno de los bordes del abismo que separaba el infierno de los santos del infierno de hierro, como fue denominado durante la Batalla por la Torre de los Espectros. Oía risas abajo, de ninfas de los árboles jugando con hermanas de los ríos, mandadas allí desde la armada de Poseidón. ¿Cuánto tiempo podrían disfrutar hasta que empezaran a venir los sátiros de fuera?—. Desde luego, la Fundación Graad ha creado un ejército muy disciplinado. Ni un solo incidente.

Todos en la Guardia de Acero se comportaban con caballerosidad. Hasta un patán como Faetón lo hacía, quizá porque le pesaba demasiado haber sobrevivido en un mundo en el que ya no estaban Icario y Tiresias, quizá porque no quería quedar atrás de los otros oficiales, Leda, Helena y el manco capitán de los Heraclidas, Garan, quien ocupaba el puesto del finado Shiva. Fuera como fuese, el caso era que quien como jefe de los vigías arrastraba tras de sí toda suerte de burlas, ahora era saludado con respeto, porque se había convertido en un gran capitán, mejor de lo que Garland fue en el pasado.

—Como si eso fuera difícil —espetó el santo de Tauro, todavía oyendo las risas de abajo por sobre el sonido de colinas derrumbándose al frente. Los santos de bronce que no estaban especializados en combatir dedicaban esfuerzos a dar forma a un proyecto de Nicole, en el que Naraka estaría bañado por hasta tres ríos llenos de islotes. Picapedreros, les llamaban en broma los de la Guardia de Acero que lo veían todo desde donde estaba Garland. El gigante prorrumpió en carcajadas y todos salieron huyendo, creyendo que les estaba recriminando algo—. Ser mejor que yo es un juego de niños.

De un salto, sobrevoló aquella tierra en la que la piedra era moldeada por las manos desnudas de los jóvenes. A todos ellos, le pareció, les iría bien la ayuda de los que luchaban fuera, y a él no le sentaría nada bien esperar una amenaza en aquel Nuevo Santuario. Si había monstruos y gigantes más allá, él los mataría a todos.

***

 

Anochecía cuando Garland de Tauro regresó, preocupado. Cada vez que localizaba a un santo de Atenea, este le indicaba que el gigante había desaparecido como por ensalmo, junto a los guerreros de helada piel que custodiaban su núcleo. En un par de ocasiones, tras dar vueltas al azar por todo el globo, llegó a ver el proceso que hasta entonces solo le habían descrito. Un tornado arrasaba un pueblo en ruinas, ya evacuado por el santo de Lagarto; tan pronto lo vio, desapareció, cayéndose entonces las casas, árboles y materiales que había arrancado del suelo. Un volcán dormido despertó de improviso; Garland y la santa de Pavo Real estaban desarrollando una estrategia para que la lava no alcanzara a la población circundante cuando la erupción se esfumó, sin más, junto a la lava que bajaba por la montaña. Aun después de ver tales portentos, tuvo que darle muchas vueltas a la cabeza para entender la razón, descartando para empezar que estuviesen luchando todo este tiempo con ilusiones de un simple prestidigitador.

—Miedo —advirtió al santo de Cruz del Sur, el cual estaba agotado después de tres horas de batalla bajo tierra contra espectros de Cocito—. Nuestros miedos se están haciendo realidad. Todos los que lucháis contra los engendros del río de las lamentaciones combatisteis en el frente de Naraka, ¿es que nadie se ha dado cuenta?

Aquel hombre le recordó, con ciertas reservas, que él había luchado cara a cara con Cocito. Nadie más que Garland de Tauro debía temer a los ejércitos del dios de las lamentaciones, en opinión del santo de Cruz del Sur, pero el Gran Abuelo tenía respuesta hasta para eso: él no creía que la legión de Cocito pudiera seguir existiendo sobre la superficie. Ese rato que pasó mirando el manto de Tauro, tan vivo, lo convenció de que ningún guerrero de piel helada y ningún gigante podían existir. Por eso desaparecían si él estaba cerca, en parte porque no creía en esa posibilidad, en parte porque esa falta de creencia era alimentada por su técnica de negación de eventos.

—Fobos —estuvo gruñendo en el viaje de regreso. Había matado muchos monstruos, pero los santos de Águila, Perseo, Triángulo y Lince le advirtieron que otros surgirían con el paso de las horas, como si una nueva Equidna los estuviera pariendo en algún rincón del mundo—. Tiene que ser Fobos. Pero, ¿por qué ahora? ¿Por qué actuar ahora que los Astra Planeta no pueden intervenir en este mundo? ¿Es para hacerles el trabajo sucio? ¿O acaso es porque ahora no están aquí los únicos que pueden detenerle?

La segunda opción se le antojaba la más probable. Cuando aterrizó en la más elevada colina de Naraka, haciéndola temblar, ya pensaba en ella como una verdad irrefutable. Por esa razón maldijo, como el auténtico gigante que muchos compañeros veían en su ceñudo semblante, a Fobos, Deimos y todos los hijos del dios de la guerra.

 

—¿General? —dijo una voz femenina modulada por la máscara. Garland tuvo que voltear para reconocerla como Yulij de Sextante—. ¿Ocurre algo?

—Estamos siendo manipulados por un dios de la guerra —respondió el santo de Tauro, con un enfado que fue suavizándose conforme notaba el escándalo que había hecho. Rascándose la cabeza, trató de pensar una buena disculpa, pero al final se decidió por lo más importante—. Díselo a Nicole, quiero decir, al santo de Altar. Los espectros de Cocito y los gigantes son una pista falsa. Que nadie la siga salvo que esté yo presente.

«Eso no sirve —le decía una vocecilla burlona, eco de un pasado más salvaje—. Existe la posibilidad de que la legión de Cocito surja en la superficie, liderada por uno de los ángeles. Además, si los santos de Atenea no acuden a la batalla, ¿quién va a proteger al mundo de los engendros del Hades que no han sido devueltos a casa?»

La joven enmascarada asintió, ajena a los pensamientos de quien debía ver como nada más que el general de la división Dragón. Si lo temía, ya sea por sus recientes gritos, ya por esa apariencia de hombre poco amable de la que habló Makoto, no lo demostraba.

—Eres valiente —aprobó Garland.

—En absoluto, general —respondió Yulij—. Yo no combato como los demás.

Eso era cierto. El manto de Sextante no había sido construido para la batalla. En realidad, muchos tenían otras funciones: Cincel y Escultor para la reparación de otros mantos sagrados; Altar para las labores de gobierno; Copa para la sanación; Brújula y Octante para la navegación de los mares, en un tiempo en el que Poseidón no permitía al hombre ni plantearse tal cosa; Quilla, Popa y Vela para la formación del Argo Navis.  Las circunstancias habían obligado a los portadores de varios de ellos a combatir, no obstante, el cual no era el caso de Yulij. En cuanto Garland mostró interés, esta le indicó que había sido entrenada por el antiguo Sumo Sacerdote para leer las estrellas. Nada más. E incluso esa actividad solo la pudo realizar una vez antes de que iniciara la guerra entre los vivos y los muertos. Había tardado días en hallarle un sentido que pudiera expresar con palabras, y ahora no había monte Estrellado en el que buscar confirmación, ni Suma Sacerdotisa a la que comunicárselo. ¡Menuda santa de Atenea estaba hecha!

—No todo en la vida es pelear —dijo el santo de Tauro, poniéndole una mano en el hombro—. Se necesita más que combatientes para ganar una guerra.

—Lo sé, señor —asentía Yulij—. Es solo que ahora me siento impotente. Odié las estrellas por mi propia dificultad para leer algo en su curso, y ahora que creo haberlo entendido, las extraño como viejas amigas. ¡Es ridículo!

—La verdad es que sí —reconoció Garland—. No tú, mujer, sino lo que dicen las estrellas. Siempre hay una nueva Guerra Santa en el horizonte. Siempre.

Yulij meneó la cabeza, negando la aseveración del santo de Tauro.

—No, general. Esta es la última guerra que libraremos, solo que aún no ha acabado.

—Lo veo, mujer. Lo veo.

La temperatura descendía por todo Naraka. La santa de Sextante temblaba de frío. Con un ademán, Garland le indicó que se marchara a dar ese mensaje a Nicole de Altar, aunque dudaba que importase a esas alturas.

En la frontera que separaba el Nuevo Santuario de China empezaron a surgir espectros de Cocito. No pasaría mucho tiempo hasta que también aparecieran los gigantes que atacaron esa tierra muerta, si alguno de los santos de Atenea que la habitaban pensaba en ello. En eso radicaba todo, en creer y en no creer. Garland de Tauro tenía que acabar con aquel reciclado ejército de enemigos antes de que pasaran a ser reales del todo.

Se preparó para dar un nuevo salto en esa colina agrietada por el último aterrizaje. Pensaba impulsarse con tal fuerza que aquella elevación se vendría abajo, imposibilitándole el cambio de rumbo hasta que llegara hasta el enemigo, pero no le importaba. No sabía contra cuántos tendría que luchar, si serían cientos o los miles que lucharon en Naraka durante el primer día de guerra, pero eso tampoco le importaba.

Porque había decidido creer en el vaticinio de Yulij. Esa era la última Guerra Santa contra Hades, y haría que valiera la pena, por eso saltó, dejando atrás una avalancha de rocas y un estruendo semejante a una tormenta.

Quienes vieron a Garland luchar esa noche llena de truenos y amaneceres, no pudieron sino recordar la leyenda según la cual Zeus se había convertido en toro.

Tal era el brío del toro dorado al aplastar las legiones del infierno.


OvDRVl2L_o.jpg


#389 Rexomega

Rexomega

    Friend

  • 1,843 mensajes
Pais:
Espana
Signo:
Aries
Energia:
Cosmos:
Ataque:
Defensa:
Velocidad:
Victorias:
1
Derrotas:
0
Total:
1

Publicado 19 diciembre 2022 - 18:28

Saludos

 

Capítulo 148. El último viaje de Julian Solo

 

Como seña de que el Trono de Hielo estaba siendo utilizado, las puertas a la sala en la que se hallaba se habían congelado por completo. Era tal el frío surgido del hielo, que diez guerreros azules, incluido aquel que había pasado por la ingrata experiencia de ser roedor por espacio de un segundo, temblaban bajo las toscas armaduras que portaban. No lo hacían solo por la temperatura, claro, pues en el otro extremo de la antecámara se hallaba un mago golpeando impaciente el suelo con el bastón, a buen seguro listo para lanzarles algún conjuro si sus respectivos señores, Julian Solo y el rey emérito, Piotr, no llegaban a un acuerdo sobre la apertura del portón.

Ninguno de aquellos mercenarios sospechaba que el enfado de Oribarkon partía de que entendía la situación. Así como él obedecía a Poseidón, encarnado ahora en el cuerpo de Adrien Solo, ellos cumplían su deber al servicio de Alexer. Debían, no obstante, respeto a los padres de ambos, pues Piotr fue durante muchas décadas rey de la Ciudad Azul, y aunque el tiempo de Julian Solo como avatar de Poseidón fuese breve y envuelto en las intrigas de los hombres, eso bastaba para darle una dignidad tan solo comparable al caído rey Atlas. En ello recaía la esperanza de resolver aquel entuerto sin recurrir a batallas innecesarias que no podían permitirse ahora que el tiempo escaseaba.

Julian Solo bajó en el preciso momento en que Oribarkon empezaba a plantearse que tanto daba perder el tiempo hablando que peleando.

—¿De qué habló con el rey emérito, señor Julian? —preguntó el telquín, intrigado.

—De dioses y de ídolos —contestó este sin dejar de avanzar. Los diez guerreros azules se apartaron de forma tan apresurada como si Piotr en persona estuviese al lado del empresario—. Es un gran hombre, Piotr, debí visitar esta ciudad hace mucho

—No tenemos tiempo para esto —acusó Oribarkon, alcanzándolo con apresurados pasos—. Señor…

—Lo sé —dijo Julian, asumiendo que el telquín se estaba refiriendo a esa visita que nunca había hecho—. Entiendo nuestra situación, Oribarkon.

—Me refiero al viaje ínter-dimensional. Hay consecuencias que no he explicado —admitió, representando la vergüenza que sentía por ello con veloces golpes del bastón sobre la calva cabeza—. Por ejemplo, si hubiera una versión suya en alguna de las Otras Tierras, sus memorias se mezclarían con las de esta. Podría olvidar lo que debe hacer antes de siquiera empezar el viaje. No sé si la bendición del señor Poseidón le protegerá de algo así, ya que su vida no correrá peligro.

—Como bien dijiste, no tenemos tiempo para esto. Debo aleccionar a tu hermano mayor antes de que alguno de nuestros aliados tenga la brillante idea de hacerle la guerra.

Oribarkon fue incapaz de ocultar su asombro.

—¡Aleccionar al Rey de la Magia!

Julian asintió sin dudar.

—Aun si puedo hacer lo que me propongo sin la venia de Damon, él tanto puede ser un obstáculo cuanto una ayuda muy valiosa. Adrien sostiene que nuestros aliados están más ansiosos de lo normal por reemprender la campaña contra el continente Mu. No solo los caballeros negros y los guerreros azules, sino también los marinos y santos de Atenea, todos sugieren que Damon está detrás de las reapariciones de monstruos y gigantes por todo el globo, lo que nos hace suponer que no lo está.

—Alguien está manipulándonos desde las sombras. Susurrando.

El telquín adoptó de pronto un aire sombrío. Julian se detuvo en seco.

—¿Tienes algo que decirme, Oribarkon?

—El objetivo del tercer hijo del señor Poseidón y la dama Clito nunca fue que el ánfora de Atenea fuese abierta, sino alejarla de los santos de Atenea hasta que nadie relacionado con el Hijo siguiera pisando la Tierra. Con tal de lograr ese propósito no le importó demasiado que invocara a Leteo para deshacer el sello, hasta que entendió que pretendía abrirla. Entonces, cuando él variaba de retorcidos argumentos a amenazas de muerte, yo estaba convencido de que decidí abrirla por mi propia voluntad. Ahora no estoy seguro. Recuerdo los pensamientos que tuve en ese momento con una voz que no es la mía, como que en realidad Tritos de Neptuno no podía hacerme ningún daño y que de darle a él el ánfora de Atenea era posible que Poseidón no volviera a manifestarse en este mundo de locos. También viene a mi memoria otra palabra que se repetía una y otra vez antes de que Tritos de Neptuno empezara a negociar conmigo.

—¿Cuál era?

—Es real. Esa es la auténtica ánfora de Atenea.

Nada más añadió Oribarkon por el momento, pues solo era una vaga sospecha que había arrastrado a lo largo de medio año. Julian, con todo, consideraba que era importante. Alguien que sabía del sistema del ánfora real y el ánfora falsa animó al que cuidaba una de ellas para decidir que era la auténtica, lo que no tuvo demasiada importancia debido a que Akasha de Virgo no optó por abrirla en ese momento. Ese alguien quería poner a prueba la integridad de los santos de Atenea, en el mejor de los casos. En el peor, buscaba asegurar una nueva Guerra del Hijo, aunque esto era poco probable.

«Poco probable es distinto de imposible —se tuvo que recordar Julian Solo—. Debo viajar a las Otras Tierras antes de que sea demasiado tarde.»

Con un gesto, indicó a Oribarkon que procediera. Los diez guerreros azules vieron boquiabiertos cómo, ante tres golpes del bastón del telquín, el hielo a cero absoluto que cubría el portón se transformó en un soplo de aire cálido. Este no duró mucho, desde luego, pero las puertas ya se estaban abriendo antes de que la escarcha lo impidiese, dando tiempo suficiente al mago y el empresario para entrar a la sala del trono.

 

***

 

En comparación a aquella estancia, en la antecámara hacía verano. Sin la bendición de Poseidón, Julian Solo habría perdido las piernas desde el primer paso, pues todo en ese lugar estaba recubierto del mismo hielo que a buen seguro volvía a cubrir la entrada. Paredes diamantinas se elevaban allá donde se mirase, aún más sólidas que los muros eternos de Siberia; columnas de menor grosor se unían al techo, del que pendían carámbanos tan grandes y afilados como para aplastar a un gigante. El salón del trono de Bluegrad siempre había sido una cueva, no una parte del castillo que se construyó después, pero era ahora que recuperaba del todo el carácter salvaje que tan solo conocieron los padres fundadores de la Ciudad Azul, creadores del Trono de Hielo.

Parte del cosmos de Bor de Osa Mayor y los demás latía en el sitial del invierno, así como el del rey Bolverk y todos los guerreros azules que comandó a lo largo de su en exceso prolongada vida. También los descendientes del monarca y los vasallos de estos; el primer Sumo Sacerdote y el rey al que este depuso; los teócratas que sucedieron al primero y los hijos gemelos del segundo, el que construyó el castillo de Bluegrad y el que acabó siendo coronado como rey de Midgard; hasta hombres despreciables como Hrafnkell, el último gobernante de la Hierocracia, y García, responsable del desastre de 1812, tenían un lugar allí porque murieron siendo guerreros azules. Poco importaba que unos se hicieran llamar con otro nombre, si a fin de cuentas actuaban como tales. Señores de Invierno, guardias reales y soldados, todos estaban atados al trono. El arma más poderosa de la Tierra. Sentado en él, siendo parte de toda aquella fuerza reunida a través de los siglos, Alexer presentaba un aspecto temible, como si en cualquier momento pudiera apagar el sol con un simple capricho.

Quizá era por eso que a Julian le incomodaba verlo temblar de sobreesfuerzo bajo la armadura que lo cubría, la cual vibraba asimismo, llena de escarcha.

—¿A qué has venido, Julian Solo?

—Tengo un asunto que tratar con Damon —respondió este, negándose a mostrar el menor titubeo—, antes de que cometas una locura.

—¿Qué clase de locura? —dijo Alexer con una sonrisa llena de cansancio.

—Luchar solo contra el Rey del Magia, al que incluso los primeros santos de oro debieron vencer con engaños y traiciones.

—Se ve que tú los conoces, Julian Solo. Háblame de ellos.

El empresario sopesó la idea de negarse. Había llegado hasta allí porque aliarse con Alexer era la mejor manera de llegar hasta Damon sin recurrir a su carta del triunfo; no esperaba que aquel estuviese ya en pie de guerra contra el Portador de la Memoria, de tal suerte que no podría convencerlo de enviarlo a donde estaba y cerrar la salida, centrándose en cuidar de su pueblo y del mundo. Al final, empero, decidió que el Rey de la Magia no era más que un medio para llegar a un fin, que era la salvación de las Otras Tierras, tanto de la influencia del Hijo cuanto de la purga a la que los Astra Planeta las someterían de considerarlo necesario. Estaba tan dispuesto a sacrificar a Alexer para ello como a sí mismo. Dio la orden a Oribarkon de explicar contra qué pensaba enfrentarse el último Señor del Invierno, si es que no lo hacía ya.

Este estuvo encantado de contar la historia, quizá demasiado. Habló de la Guerra de la Magia, el bucle espacio-temporal en el que sucedió, la Máquina de Rodas y la traición de último minuto de Zemus de Cáncer. Cuando Oribarkon estaba extendiéndose sobre cómo el único mortal en conocer las nueve artes, simplificadas por los hombres vulgares como magia a pesar lo diferentes que eran unas de otras, decidió regalar tan preciado conocimiento a la más infame mujer que jamás hubo servido Atenea, Julian tuvo que carraspear, callándolo a media maldición sobre la ineficacia de las máscaras.

—¿Apruebas el Ocaso de los Dioses? —preguntó Alexer de repente. Seguía cansado, aunque con una admirable determinación marcando el semblante.

—Desconocía que estuvieras al tanto de eso —tuvo que admitir Julian Solo—. ¿Cuándo, me pregunto? ¿Firmaste una alianza con el Santuario sabiéndolo?

—Dejaré que te quedes con la duda. No hay tiempo.

—No lo hay.

—Algunos dirían que ese  plan es terrible —retomó Alexer—. Algunos, sí, nos acusarían de traicionar a la humanidad por el solo acto de apoyarlo.

—Es necesario —apuntó Julian—. No hay otra salida si queremos dar a la humanidad la oportunidad de recuperar la fe que los dioses tuvieron en los mortales en el amanecer del tiempo. Debe llegar el día en el que todos los seres nos reunamos en un único lugar, más allá del infierno y el paraíso. Aunque aún parezca algo lejano, debe llegar.

—¿Es la voluntad de Poseidón?

—Es el deseo de mi hijo, Adrien.

Alexer asintió, comprensivo, pero pronto los dos desviaron la mirada al escuchar golpes de bastón. Sin atreverse a decirlo en voz alta, Oribarkon les recordaba lo urgente que era atajar ese problema antes de que no pudieran salir de la Tierra.

—¿Sabes lo que va a hacer tu hermano, mago? —cuestionó Alexer.

—Una idiotez —repuso Oribarkon—. El señor Julian se encargará de este asunto.

—No podrá matar a Damon sin mi ayuda —acusó Alexer.

—No pretendo hacerlo —terció Julian Solo—. Voy a decirle lo que ha de hacer de ahora en adelante. Eso es todo.

Alexer prorrumpió en carcajadas de repente. Cualquier temblor en el cuerpo desapareció ante los muy abiertos ojos de Oribarkon y la aprobación de Julian. Resultó evidente, al fin, que el Señor del Invierno no estaba todavía enfrentando a Damon, ni siquiera había accedido a la Máquina de Rodas, donde él se hallaba. En todo momento, desde que se encerró en la sala del trono y dispuso diez guardianes para que nadie muriera intentando abrir las puertas, había estado habituándose ante un cosmos que ningún otro mortal había ostentado en miles de años. Acababa de conseguirlo.

Todas las dudas que Julian Solo pudiera tener de aliarse con ese hombre se disiparon por fin. Antes, por las palabras de Oribarkon y lo poco que pudo conversar con el rey emérito, Piotr, había temido que fuera una víctima más de aquel ser que manipulaba a todos desde las sombras, pues una conversación con el proscrito Jäger de Orión le bastó para decidir dar muerte al Rey de la Magia. Ahora, viéndolo doblegar el sinnúmero de voluntades que formaban el Trono de Hielo, tenía claro que ese nunca sería el caso de Alexer. El último Señor del Invierno era fuerte de cuerpo, mente y espíritu, como debía ser, y no iba a actuar de forma imprudente, sobre todo si era una voz desconocida la que lo animaba a hacerlo. Sin duda, él podría resistirse a las promesas de Damon, lo que era el primer paso a dar en los dominios del más poderoso mago de la era mitológica.

—Tus palabras han amenizado una espera que empezaba a resultarme eterna —dijo el rey de Bluegrad sin un asomo de vergüenza. Una sonrisa regia era todo lo que quedaba en su semblante tras la risa triunfal—. Como agradecimiento, te reuniré con tu empleado, empleador. Aunque te advierto que lo que espera Damon es una falsa diosa.

—Tendrá algo mejor —declaró Julian Solo.

Como avatar de Poseidón, Adrien había depositado en su padre el dominio sobre el dunamis de los mares olvidados, obligando a Tritos de Neptuno a dejarse de intrigas y dedicarse a sostener la dimensión en la que se cruzan todas las eras. Esa era la carta del triunfo de Julian Solo, el as en la manga, que pensaba usar solo cuando fuera necesario.

Ambos, Julian y Oribarkon, se acercaron al rey de Bluegrad con paso firme. El mago usó el bastón para tocar el brazo izquierdo del trono, mientras que el empresario tocó el derecho con la mano desnuda —sin congelarse debido a la protección de Poseidón—. La magna fuerza del sitial del invierno los envolvió con un nimbo blanco como la nieve antes de transportarlos, junto al cuerpo astral de Alexer, a la Máquina de Rodas, la gota del río Leteo de la que Damon se había apoderado para cumplir sus sueños a costa de los de toda la humanidad. Allí, el rey habría de combatir, el mago habría de guiarlos y el que un día fue un dios, en cambio, tendría que recordar a Damon a quien debía lealtad.

Pues sería él, Julian Solo, el avatar de Poseidón en las Otras Tierras. Por el bien del mundo en que su hijo había puesto sus esperanzas, así habría de ser.

 

***

 

—¿Hijas adoptivas?

—Sí, hijas adoptivas.

Cuando Elda de Casiopea llamó padre a Azrael, quien para la mayoría no parecía tener nada más que hacer que seguir a Akasha allá donde fuera, Makoto no supo qué pensar. ¿Alegrarse de que el que tal vez fuera su único amigo tuviera una vida más allá del trabajo? ¿Enloquecer ante la idea de que pudo haber tenido hijos solo para que estos cumplieran su sueño frustrado de ser santo?

Entonces, como solía ocurrir cuando se trataba del alocado asistente, la realidad superó con creces la limitada imaginación del santo de Mosca.

—Éramos huérfanos de guerra. Distintos países, mismas razones sin sentido para haber acabado así. La Fundación Graad nos recogió, ofreciéndonos un propósito…

—Elda —interrumpió la santa de Delfín, alta y de bien cuidados cabellos rubios—. Estás siendo muy directa. Fíjate, el señor Makoto está pálido.

Tanto el grupo de santas como las guerreras de la Unidad Themiscyra y el propio Azrael lo notaron. El japonés quedó quieto y mudo como una piedra por un minuto, apenas parpadeando cuando Helena, Eco y Li pidieron permiso para retirarse.

—Al final resultará que tenías razón, Alicia —reconoció Elda, acercándose al ido japonés en busca de algún signo de cordura—. Me he excedido.

—¡Elda admitiendo ser culpable de algo! ¡Inaudito!

La santa de Osa Menor, una joven china, habló con voz estridente, aunque enseguida retrocedió cuando Elda giró hacia ella. Era bien sabido que la fuerza de la santa de Casiopea era tan grande como su furia, comparable a un volcán en erupción.

Rin y Alicia, acostumbradas a lidiar con esos roces, intervinieron de inmediato. La primera revolviendo el cabello de Xiaoling, que estaba recogido de algún modo bajo las dos piezas principales de la diadema, parecidas a las orejas de un oso. Alicia de Delfín prefería la diplomacia a esas incómodas invasiones del espacio personal, pero enseguida Elda le indicó que no era uno de esos días. No estaba enfadada.

—Me gusta molestar a nuestro eslabón más débil, eso es todo —dijo encogiéndose de hombros—. ¿Algún problema?

—Lo cierto es que… —empezó a decir Azrael.

—¿Tú adoptaste a esas chicas? —interrumpió Makoto, quien miraba al asistente con ojos entornados. Una a una, las nombró mientras las señalaba—. Elda de Casiopea, Alicia de Delfín, Xiaoling de Osa Menor y Presea de Paloma.

—Sí —contestó Azrael—. Rin es hija de Arthur y Seika, como ya sabes. Pero accedió a ayudarnos en esta misión —explicó, a lo que la santa de Caballo Menor asintió, agradecida—. No obligamos a nadie.

—Si tú eres el padre legal, ¿quién es…? Oh, por Atenea. No respondas. Ya me lo imagino. Ella siempre fue algo particular, pero no imaginé que se prestara a esto.

—¿Ella? —repitió Azrael, confundido—. Makoto, creo que…

El puño de plata del japonés golpeó la pared cercana tan rápido que nadie pudo verlo. En un instante, como si el interior del Egeón estuviera hecho de papel cartón, el brazo de Makoto se había enterrado hasta la altura del codo.

—Mucho mejor —dijo mientras sacaba el brazo—. ¿Podrías hacer algo sensato por una vez, Azrael? Acabo de imaginarte yendo de orfanato en orfanato con una… con nuestra… ella fingiendo ser tu… tu… ¡Y luego los dos cuidando niños para ser soldados! Suena… ¡No! ¡Es horrible! ¿Qué tienes en la cabeza?

—Veo que conoces muy bien a nuestro padre —dijo Elda, prefiriendo no confirmar ni negar nada—. Otros no pueden aguantarse las ganas de darle un puñetazo.

—¡Elda! —exclamó Alicia, a lo que la susodicha solo le restó importancia con un gesto—. Los demás no saben lo que significa ser paciente. Él es un santo de plata.

—Y lo conozco bien. Estoy acostumbrado a tratar con Azrael —aseguró Makoto—. Es fácil y no se olvida. Como montar en bicicleta. Solo que las ruedas están en llamas, todo está en llamas porque es el infierno.

De pronto, Presea, a veces tan invisible y silenciosa como el aire con el que se fundía, empezó a reír. Poco a poco, desde Rin y Xiaoling hasta Elda y el propio Makoto, se contagiaron de aquella risa refrescante. Incluso Alicia las acompañó poco después..

En otras circunstancias, aquel grupo habría permanecido así algo más de tiempo, pero enseguida la sombra de la guerra se extendió sobre aquellas almas dichosas. Makoto, extrañado de que la situación fuera tan grave, preguntó sin más qué ocurría. Ya había oído que el Egeón ponía rumbo a Sicilia, una región que hasta donde recordaba no sufrió ningún percance durante la guerra entre los vivos y los muertos.

—Es directo cuando quiere —musitó Elda—. Estamos reemplazando a Aqua de Cefeo.

—¿Reemplazando a Aqua? —repitió Makoto, intrigado.

—Eso dije —exclamó Elda, un poco alterada—. Esa espontánea que pisoteó nuestro entrenamiento con su fuerza venida del cielo, literalmente —acotó, carraspeando—, está durmiendo a pierna suelta en Bluegrad, ¡después de convencer a Fantasma de Lira para creerse su cuento de que alguien pretende liberar a los gigantes! Pues bien, esta vez seremos nosotras las que hagamos el trabajo, no ella.

La santa de Osa Mayor asintió, aprobando el espíritu de su compañera. El resto supo mantener la compostura. Todas recordaban sentirse desplazadas por la sobrehumana eficiencia de la santa de Cefeo, pero unas le guardaron menos rencor que otras.

—¿Seguís con eso? Aqua es la más fuerte de los santos de plata —dijo Azrael—. Vosotras aún tenéis mucho margen de mejora.

—Sí que tienes tacto, papá —susurró Elda, cabizbaja.

—¿De qué hablas, Azrael? Mithos es el más fuerte desde que se unió al ejército y Aqua se unió después —dijo Makoto, quien de hecho había presenciado la estrambótica ascensión de la nereida—. Aqua nunca llegó a ser la más fuerte.

—No considero que Mithos y Subaru puedan calificarse como santos de plata —replicó Azrael, envolviéndose en el extraño cambio de tema con una naturalidad que sorprendía a las expectantes enmascaradas—. Ellos y Shaula son como un solo guerrero.

—¿Qué es lo que estoy notando? —preguntó Makoto con no poca malicia—. ¿Acaso es la envidia de quien entrenó para ser santo de Capricornio?

—Solo un poco.

—Eres… —Makoto necesitó de todo el auto-control que había conseguido en los últimos meses para medir las siguientes palabras—. Eso fue demasiado sincero.

—Ya que mis hermanas no van a interrumpir esta entretenida comedia, tendré que hacerlo yo —dijo Elda—. Sí, Aqua de Cefeo tiene tanta fuerza en los músculos como aire en el cerebro, si volviera a ofrecerme ayuda le daría un buen puñetazo, pero… ¡Demonios, ella vivió la era mitológica! Si dice que la tumba de la primera generación de gigantes es importante, deberíamos creerla, ¿no? Al Santuario no le sienta nada bien estar disperso. Nada bien. Ojalá regresen pronto la Suma Sacerdotisa y el Juez.

A fin de explicar la reacción de Elda a Makoto, Presea le informó muy por encima de la situación en la que se encontraban, tanto de las batallas que libraban las fuerzas aliadas alrededor del mundo, como los probables enemigos con los que tendrían que lidiar más tarde o más temprano. En menos de cinco minutos, Makoto se enteró de que Nimrod de Cáncer estaba en la Colina del Yomi, donde junto a Shizuma de Piscis mantenía bajo vigilancia a dos ángeles del Olimpo; que estos aseguraban no querer combatir, siempre que les entregaran un objeto que ni el propio Nicole de Altar, líder en funciones del Santuario, sabía dónde estaba —Makoto señaló en ese momento que era la voluntad de Akasha el no entregar el ánfora de Atenea a los Astra Planeta—; que el Portador del Dolor estaba vivo en alguna parte y que las naciones humanas estaban más agitadas de lo normal, debido a una serie de accidentes demasiado numerosos y convenientes.

—Por eso nos decidimos a Sicilia —terminó Presea, como si Makoto no estuviera mirándola boquiabierto—. Al monte Etna.

El nombre evocó a Makoto historias que todo santo de Atenea debía conocer. Eran cuatro los principales enemigos que la diosa de la guerra y la sabiduría enfrentó para proteger a la humanidad: Poseidón era un aliado, Hades había caído en la pasada Guerra Santa, y aunque hubo algún rumor de que Ares estaba detrás del levantamiento de las fuerzas del inframundo, el Hades fue sellado sin que aquel belicoso dios, desaparecido hacía milenios, diera muestras de su existencia. El cuarto era Tifón, la destrucción encarnada a la que en varias ocasiones los gigantes habían buscado dar un nuevo cuerpo. En la actualidad, los cuerpos inmortales de aquella raza violenta estaban sellados en las profundidades del monte Etna. En opinión de Makoto, Aqua no había dicho ninguna insensatez a la hora de proponer la defensa de esa región; no se explicaba por qué solo el loco de Azrael, sus hijas, Rin y Fantasma le habían hecho caso.

—Tal vez yo me he vuelto tan loco como ellos —murmuró el santo de Mosca.

—Lo que no me explico —terció Alicia de Delfín—, es cómo pretende el enemigo, sea el que sea, resucitar a los gigantes. A diferencia del Aqueronte, Cocito no pudo dar un cuerpo a las almas que traía a la superficie, estas se manifestaban como partes de la naturaleza. Una montaña, una tormenta, la tierra misma de Naraka… Si un dios del inframundo no puede revivirlos, ¿quién podría?

Las cinco intercambiaron miradas, siendo claro que todavía no habían hallado una respuesta a esa pregunta. El propio Makoto no estaba en mejor posición. Se le ocurría que Hades sería capaz de una hazaña así, pero si resultaba que el dios del inframundo estaba detrás de todo este asunto, bien podrían darse por muertos. No quería ni siquiera convertir en palabras un pensamiento tan funesto.

—Tal vez puede —intervino Azrael—, solo que necesita que la barrera caiga primero. Según me habéis explicado, el monte Etna está sellado por la diosa de la guerra en la misma medida que lo estuvo el ánfora de Atenea donde Poseidón dormía. Cocito no es como el dios de los mares, es un numen, una divinidad de un lugar concreto, más poderoso en el inframundo que en la superficie. Necesita hacer contacto con los cuerpos de los gigantes para revivirlos, aun si él mismo puede liberar sus almas.

—Y las almas contienen el Lamento de Cocito —dijo Makoto, quien por una vez pudo concordar con el buen juicio del asistente. Ya hasta se le había olvidado preguntar por qué razón estaban yendo a Sicilia con un buque de guerra que bien podría ser considerado por el gobierno como una intrusión hostil en el mar territorial. Si las naciones estaban tan inquietas como había dicho Presea, quizá no era buena idea provocarlas de forma gratuita, incluso si el Santuario debía haber realizado las oportunas comunicaciones desde antes de que iniciara la guerra entre vivos y muertos, que no parecía haber terminado. ¿Valía la pena correr tantos riesgos?—. Sí. No luchamos con enemigos que presten atención al movimiento de tropas humanas.

Todos asintieron, dejándole claro que había acertado.

—Es bueno tenerte a bordo, Makoto —dijo Azrael—. La misión que estamos llevando a cabo es de suma importancia. Bluegrad ya ha ayudado bastante al informarnos de Cratos, Bía y Jäger, los santos de oro no pueden permitirse abandonar a las ninfas de Dodona y es fundamental que el Gran General Sorrento mantenga vigilado el continente Mu. Tal vez sería prudente pedir la ayuda del caballero negro de Sagitario.

Makoto lo descartó con un ademán.

—Tienes a seis luces aquí, Azrael —expuso Makoto—. Olvídate de sombras y llévanos a nuestro destino. ¡Detendremos la nueva gigantomaquia antes de que empiece!

 

Notas del autor:

 

A todos los lectores que se mantienen fieles a esta historia, les deseo que pasen una feliz navidad junto a todos sus seres queridos. ¡Felices fiestas!


Editado por Rexomega, 19 diciembre 2022 - 18:31 .

OvDRVl2L_o.jpg


#390 Seph_girl

Seph_girl

    Marine Shogun Crisaor / SNK Nurse

  • 983 mensajes
Pais:
Mexico
Sexo:
Femenino
Signo:
Acuario
Energia:
Cosmos:
Ataque:
Defensa:
Velocidad:
Victorias:
0
Derrotas:
0
Total:
0

Publicado 20 enero 2023 - 14:25

Cap 145. Grandes y maduros
 
Pues bueno, es Titania quien aparece ante Jager y por un momento lo confunde con la copia que envío, pero aunque se da cuenta rápidamente de su errordecide tratarlo tal cual, un monigote al que sutilmente obliga a que trabaje para ella "O lo haces por las buenas o por las malas"
Y aunque Jager por un momento se quiso revelar contra la 'narradora', esta lo teleporta al lugar como un "Y Jager así lo hizo" jajaja ya está en el monte Etna y su trabajo es dar un mensaje a los angeles y buscar el anfora de atenea, pero una vez que la narradora se va, el tipo empieza a dibagar y creer que él puede tener un papel protagonico donde se pueda hacer con el trono de hielo, aduerñarse de los gigantes, de la maquina de rodas y así hacer un mundo perfecto donde él sea el Papa de un nuevo Santuario... ah, y  me faltó decir que quiere anexar REY DE LA MAGIA a su futuro titulo...
 
mr-burns-simpsons.gif
(insertar Gif del Sr. Burns riendo por recordar lo del Obrero Invalido)
 
Ah sí.. ¿en qué estaba? ah sí, en Jager creyendo que hará un nuevo mundo a su gusto XD ¡JAJA! Pero basta de risas, este es un review serio.
 
Volvemos a ver a la party Asgardiana después de mucho tiempo, hola Folkell, me alegro que vivas.
Nos enteramos que si Baldr conservó la armadura de Odin y le dio a Folkell la espada, es un tipo de 'seguro' por si un día él se deschaveta y se le suben los humos así como a Jager una escena atrás.
Y de paso nos dan más datos del tipo de mundo del que estos tipos salieron, dejándonos ver la clase de amistad que tienen... y tambien del triangulo amoroso con Katyusha, ay ay ay.
Y hablando de ella, que se aparece y nos cuenta cómo es que Oribarkon convirtió en ratones a la gente que le impedía a Julian Solo el paso hacia el rey de Bluegrad XD jaja
en todo caso, Folkell le dice a la ebria de su prometida que la deja libre y que puede ir a cog*rse a Baldr porque la tensión sexual entre ellos es evidente, pero la chica le aclara que a ella le gustan los hombres grandes y maduros, pero está comprometida con él y con él se quedará jaja.
 
Fin del episodio.
 
PD. Buen cap, sigue así :)

ELDA_banner%2B09_.jpg

 

EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#391 Seph_girl

Seph_girl

    Marine Shogun Crisaor / SNK Nurse

  • 983 mensajes
Pais:
Mexico
Sexo:
Femenino
Signo:
Acuario
Energia:
Cosmos:
Ataque:
Defensa:
Velocidad:
Victorias:
0
Derrotas:
0
Total:
0

Publicado 23 enero 2023 - 15:50

Cap 146. Los amigos heterosexuales se reencuentran
 
Comenzamos con Makoto quien se salió del viaje de la "embajada de paz" para volver a la Tierra junto con los heridos (Munin y Soma) y con Garland, solo para ser reprendido por Kiki por los daños de su armadura.
Una vez curado, Makoto se da cuenta que Garland y Gugalanna de Tauro son sospechosamente parecidos físicamente, hmmm.
El caso es que Makoto quiere reunirse con Azrael y, para no perder la costumbre, antes de llegar a verlo ya le llegaron con el chisme que a un día de ausencia ya hasta se nombró el asistente de la Suma Sacerdotisa y todos lo aceptan con gracia, pero no Makoto claro, él no XD jaja. Bienvenido a casa, Makoto. (Si le daban una semana de seguro Azrael ya se hacia dirigente del planeta Tierra).
 
Así pues Makoto llega al Egeón donde se reencuentra con viejas conocidas, las amazonas con las que Caronte jugó muy sucio, y por ello mejor decidieron unirse a la guardia de Acero, pero eso puede esperar porque al fin ocurre el encuentro que toda latinoamerica esperaba, Makoto y Azrael se vuelven a ver XD
¿Y que hace Azrael? Para no perder el toque, exasperar a Makoto con una broma.
Total, mientras Azrael esta empeñado en explicarles el armamento que tienen y los planes, Makoto exige saber a quienes son leales la guardia de Acero y cuando frenaran sus operaciones y todo eso que prender las alertas del santo de Mosca XD
La respuesta de Azrael es sencilla, le sirven a Akasha y si Akasha le sirve a Atenea pues tambien a ella, y cuando no pues... Makoto tendrá que matarlos a todos.
Ay Azrael, te extrañaba, tan encantador como siempre, y Makoto que solo se enoja con él jajaja Sin duda los shipearian si esto fuera más conocido xD
 
PD. Buen cap, sigue asi :)

ELDA_banner%2B09_.jpg

 

EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#392 Seph_girl

Seph_girl

    Marine Shogun Crisaor / SNK Nurse

  • 983 mensajes
Pais:
Mexico
Sexo:
Femenino
Signo:
Acuario
Energia:
Cosmos:
Ataque:
Defensa:
Velocidad:
Victorias:
0
Derrotas:
0
Total:
0

Publicado 25 enero 2023 - 14:00

Cap. 147 Azrael de Capricornio, sí como no.
 
Azrael y Makoto siguen en su paseo por el barco, llegando a la cafetería donde se reencuentran con las amazonas que según Makoto 'cayeron en desgracia y hay que tenerles lástima', pero éstas mujeres ya están bien terapeadas y no se avergüenzan de lo que les obligó a hacer Caronte hace mil ayeres.
En medio de la charla, nos enteramos que si bien es cierto Azrael alguna vez entrenó a Santo, nunca nos dijeron que aspiraba a una dorada! Whaaaaa...??! y encima que sus puntos cosmicos son de Capricornio! Más Whaaaaaaaa...?!!
Que universo alterno tan curioso habría sido ese jeje. Pero las cosas como son, no imagino a Azrael lejos de Akasha (si ahorita los extraño tanto juntos ;_;)
Y no es la única sorpresa para Makoto y los lectores, sino que nos enteramos que Azrael es Padre de las saintias jajaja
 
Nos vamos entonces con Garland quien le ha ido con el chisme a Nicole de Altar de lo que sucedió en el viaje de la "embajada de paz". Una vez que ambos se ponen al corriente de las situaciones Garland se la pasó todo el día cazando gigantes pero estos se esfumaban no mas empezaban su revuelo,por lo que el detective de Tauro comenzó a creer que eran ilusiones creadas por Fobos para alguna cosa loca y maquiavelica.
 
Al final pues Garland esta empeñado en que él solito va a destruir a todos los monstruos que salgan del Hades pues le han revelado que esta será la ultima guerra santa (tal cual nos avisa el titulo del fanfic en sí, lol XD)
 
family-guy-peter-griffin.gif
 
INSERTAR MEME DE PETER GRIFFINn "lo dijo, lo dijo"
 
PD. Buen cap, sigue así.

ELDA_banner%2B09_.jpg

 

EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#393 Seph_girl

Seph_girl

    Marine Shogun Crisaor / SNK Nurse

  • 983 mensajes
Pais:
Mexico
Sexo:
Femenino
Signo:
Acuario
Energia:
Cosmos:
Ataque:
Defensa:
Velocidad:
Victorias:
0
Derrotas:
0
Total:
0

Publicado 30 enero 2023 - 15:03

Cap 148. Y al fin me puse al corriente... otra vez.
 
Pues empezamos con Julian y Oribarkon hablando sobre el viaje interdimensional que están a punto de hacer, pero que primero tienen que detener a Damon de lo que sea que ande haciendo, y si se puede, resolverlo de manera diplomática.
Ese Julian quiere todo así de fácil...
 
Pero bueno, primero hay que convencer a Alexer de que lo ayude a "hablar" con Damon, y ahí nos enteramos que Alexer y Julian (aunque creo que ya lo sabiamos de este ultimo...) conocen sobre EL OCASO DE LOS DIOSES y parecen apoyarlo, dun dun duuuunnn.
Pues anda, que el plan de Julian es llegar ante Damon y decirle que obedezca sus ordenes, pero ya... 
 
(INSERTAR MEME DE "MIREN EL TAMAÑO DE ESOS HUEVOS")
meme-cartoon.gif
 
Por otro lado, volvemos a donde Makoto recibió la noticia de que Azrael es padre adoptivo de las Saintias (exepto de Rin) y cuando empezó a indagar sobre la madre adoptiva no tuvo que decirlo pero es algo obvio, legalmente Akasha y Azrael estan casado, wiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii!! Me importa poco que no lo hayan confirmado pero tampoco lo negaron asi que me atreverá a creer que si, y me importa poco que solo haya sido para adoptar niños huérfanos jaja, unos se casan por menos en esta época XD
 
Y Makoto resumió bien cómo es ser amigo de alguien como Azrael "Es como andar en bicicleta, solo que las ruedas están en llamas, todo está en llamas porque es el infierno." Jaja XD Es tan tierno.
Después de que Makoto se pusiera de todos los colores en ese reencuentro, volvemos a la seriedad, y nos cuentan que el Team Azrael van a ir al Monte Etna para evitar que a alguien se le ocurra despertar a los gigantes.
 
Y así es como Makoto se une al Azrael Team, ya quiero ver las locas aventuras que tendrán allá a donde se dirigen todos estos xD
 
PD. Buen cap, sigue así.

ELDA_banner%2B09_.jpg

 

EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#394 Rexomega

Rexomega

    Friend

  • 1,843 mensajes
Pais:
Espana
Signo:
Aries
Energia:
Cosmos:
Ataque:
Defensa:
Velocidad:
Victorias:
1
Derrotas:
0
Total:
1

Publicado 06 febrero 2023 - 06:46

Saludos

 

Seph_Girl. ¡Bienvenida de vuelta! Y disculpas también a ti por la tardanza, de verdad no esperaba que mis vacaciones (de publicar) duraran tanto.
 
¿Grandes y maduros? ¿Por qué siento que suena mal?
 
Ya ves, el tema de los dos Jäger confunde a todos, incluidos a los todopoderosos Astra Planeta. Como diría Cersei Lannister: «El poder es el poder.» Los dioses bendigan al que inventó el teletransporte, ahorra toneladas de tinta en narración. ¡Por eso la directora nunca puede dejar el escenario sin vigilancia!  Enseguida empiezan a improvisar para ganarse a la crítica, o al público, o a ambos. Bien dice el dicho que la ambición no tiene límites, ¡Jäger lo quiere todo para él!
 
Bueno, creo que las risas del señor Burns no las quiere. 
 
*Insertar Serious Cat aquí.*
 
Sí, por fin un universo donde Folkell vive bien y feliz. Aunque lo de feliz está por verse, con esa prometida tan alocada. No olvido los orígenes de Drbal, ese sacerdote asgardiano tenía en la película la mitad de ambición de Jäger, hacía falta un seguro para tenerlo tranquilo. ¿Ese seguro es de verdad la espada, o es su amigo, prometido de la mujer a la que le hace ojitos cuando no mira? Me agrada escribir sobre esos dos, la verdad, siento que se complementan. En el texto original, describía la escena y no terminaba de gustarme cómo quedaba. Así narrada creo que está mejor. ¡Qué cruda forma de describir la propuesta de Folkell! Pero así fue, Katyusha tuvo la oferta sobre la mesa y escogió. La telenovela Amor en el Norte concluye al fin.
 
Lo que no concluyen son las reseñas, veamos qué más has leído.
 
Era indispensable añadir la coletilla de heterosexuales. 
 
Así Makoto se perdió el viaje a Hiperbórea con todos los gastos pagados, excepto los gastos hospitalarios por la batalla con Ío de Júpiter, dudo que los Astra Planeta sufraguen eso. ¡Ese es el espíritu de Saint Seiya! Armaduras ropas, gente reparando armaduras… Y algo sobre la paz, la justicia, el amor y la amistad. Se ve que Gugalanna le dejó una gran impresión.  Nunca se olvida la primera vez que te usan de servilleta.
 
Si Norton I pudo declararse emperador de los Estados Unidos, solo los dioses saben hasta dónde llegaría Azrael si le dieran tiempo. 
 
Aquel encuentro entre el grupo de Helena y Azrael durante la guerra sí que llegó lejos. ¡Una unidad especial para la Guardia de Acero! Oh, sí, Makoto y Azrael se reencuentran después de más de cincuenta capítulos y poco ha cambiado entre ellos. Azrael dice locuras, Makoto se desespera, vuelta a empezar. ¿O no? Porque Azrael ya no es que haga desesperar a Makoto por accidente, sino que sabe gastarle bromas porque lo tiene pillado. ¡Fue tu elección venir a verlo, Makoto, ahora asume las consecuencias! Aunque muy a la ligera se toma nuestro amigo Azrael la idea de que Akasha pueda no servir a Atenea… Sí, no me cabe ninguna duda de que así ocurriría. 
 
¡Adremmelech, deja el puesto libre que ya tenemos un candidato mejor!
 
Desde siempre que esta historia le ha dado una importancia especial a la Ley de las Máscaras. Esta es mi forma de darles continuidad a lo que fueron y no pudieron seguir siendo, a causa de la batalla contra Caronte que sucedió hace días, en tiempo cronológico, y años, en tiempo de publicación. Considerando cómo le ha sentado a Makoto que su amigo fuera candidato a santo de oro, yo creo que su corazón no resistiría verlo con el áureo manto, digan lo que digan sobre las posibilidades infinitas del multiverso. Como escritor, también extrañé poder manejarlos juntos, no solo en este arco, sino también durante la guerra, donde cada cual cumplió su papel. Como decía la madre de Forrest Gump, la vida es como hablar con Azrael, nunca sabes lo que te vas a encontrar. Antiguo candidato a santo de oro, padre de las santitas… ¿Y qué más? 
 
Quizá lo más complicado de manejar muchos personajes en diferentes escenarios es que tienes que estar pendiente de quién sabe qué cosa. Las mecánicas de Saint Seiya (telepatía, sentir cosmos…) ayudan, pero hay que estar atento de todos modos. ¡Gracias por la ayuda, Garland de Tauro! Lo que nos faltaba, gigantes ilusorios. Por lo menos nuestro amigo no hace honor al cliché del grandullón tonto y algo se huele.
 
Tardé más de ciento sesenta capítulos, pero sí, lo dije.
 
¡Qué bueno que hayas podido ponerte al corriente! Veamos la última reseña.
 
Los problemas, como se suele decir, de uno en uno. 
 
Así es, en la escena de Julian y Adrien mencionan ese misterioso plan. Haber sido el segundo dios más poderoso del universo te cambia la perspectiva. 
 
Por respeto a la historia, no afirmaré, ni negaré nada. 
 
Aun a día de hoy, no he encontrado mejor frase para describirlo. A pesar de eso, o justo por eso, me divierto mucho escribiendo sobre ellos. Sí, hay un tiempo y lugar para cada cosa, incluido el humor. Típico, después de guerrear contra los muertos, tocan gigantes. Team Azrael! Go! Go! Go! (¿Dónde te has metido, Aqua?)
 
No tendrás que esperar mucho porque, salvo imprevistos, vuelve la publicación normal. 
 
***
 

Capítulo 149. La tumba de los gigantes

 

Cuando Jäger tomó al fin una decisión, los males de Cocito y Flegetonte empezaron a despertar en Sicilia. Él podía sentirlos. Monstruos marinos en los mares circundantes, un frío que nacía de la tierra, helando la ciudad que acababa de abandonar. Sentía que al igual que las almas que latían en su anterior, presas del Aqueronte, esperaban que les ordenara actuar. ¿Era cosa de Titania de Urano? ¿Le había convertido la astral en el nuevo caudillo de los muertos? Dudaba que fuera así. Consideraba más probable que estuviese sirviendo a los intereses de Cratos y Bía de algún modo. Querían responsabilizarlo de cuanto había ocurrido en la Tierra tras la guerra, para poder obtener la dichosa ánfora de Atenea sin ensuciarse las manos.

«Ella perdonará tus faltas —dijo  una voz venida de ninguna parte.»

Jäger siguió caminando, si bien más despacio. Reconocía esa voz. Fue lo primero que escuchó al despertar y encontrarse con Terra y Aqua en aquella cueva.

«Ella perdonará tus faltas —repitió la voz.»

Desde que llegó a Sicilia, sentía que dos fuerzas tironeaban de él. Una lo animaba a salvar el mundo, tal y como era su deber como santo de Atenea; la otra, por el contrario, juzgaba sus pasadas acciones como un crimen que debía redimir. Ambas actuaban de una forma tan sutil que no podía distinguirlas de sus propios recuerdos y emociones. Si dejaba de pensar en ello un minuto, era posible que olvidara que eran algo externo.

«Ella perdonará tus faltas —oyó por tercera vez.»

Aceleró el paso, si bien todavía ocultando su presencia a cualquiera que estuviese lejos de ese país. La voz empezaba a antojársele un recuerdo al tiempo que entendía de quién se trataba: Shizuma de Piscis. Ella se lo había dicho en el momento en que salió de la Colina del Yomi, tal vez también había sido ella quien se aseguró de transportarlo a Bluegrad, si es que eso no se lo debía a los ángeles. Seguía creyendo ser por igual una herramienta de aquellos dos y de su ama. ¿Qué era más bajo que un siervo?

«Tú.»

«Ella perdonará tus faltas.»

—¡Basta! —gritó el santo de Orión, corriendo hacia el monte Etna.

 

***

 

Fantasma de Lira no tenía por qué seguir a aquel hombre.

La telepatía desde Sicilia a cualquier parte del mundo había sido cortada, pero eso no le impedía salir de la región y pedir ayuda. E incluso si no hacía ni eso, según opinaba, tendría que estar bien. Algún santo de oro se daría cuenta de que había problemas y vendría, como en Bluegrad. Y si no, bueno, siempre le quedaba Aqua. Ella era fuerte.

Él no lo era. Entrenado por Lucile de Leo, sabedor de que sucedía a un santo de plata legendario que incluso despertó la Octava Consciencia, Fantasma tuvo una gran meta que perseguir. Pero no la alcanzó. No pudo cumplir ni una sola de las exigencias de su maestra. No obtuvo la fuerza de Marin, Lesath, Zaon, Ishmael y Nicole, no logró reproducir a la perfección el poder manipular las emociones y ni tan siquiera llegó a ser un gran músico. Era un guerrero promedio dentro del segundo rango del ejército más poderoso del mundo; un campeón para los de fuera, un tipo corriente para los de dentro. Por eso él ya no era Lino, el músico, sino Fantasma. Contentado con ayudar a los débiles mientras los fuertes libraban las grandes batallas.

En esta situación, los débiles eran los hombres comunes que habitaban Sicilia. Fuera lo que fuese lo que se avecinaba, lo mejor que él podía hacer era protegerlos. Pero entonces, algo cambió, una nota disonante en la melodía que formaban todas las almas de la isla. Fantasma oyó que aquel enemigo con el que luchó en Bluegrad le pedía ayuda a gritos, incluso sin saberlo, y no pudo ignorarlo.

Acudió en auxilio de quien tal vez debía matar.

 

***

 

El santo de Orión lo esperaba, con la guardia alzada y la marca de la sorpresa redibujándole el semblante. Se suponía que nadie debió haber notado su presencia y ahí estaba aquel santo de plata, aterrizando ante él tras recorrer como una estrella fugaz el mismo camino sobre el que anduvo con prudencia. Era el mismo que había sentido al aparecer en Sicilia, el guerrero que elevó las fuerzas de los guerreros azules hasta el punto de superar a Rigel. No esperaba que tuviera sentidos tan agudos.

—La señora Lucile solía decir que cada alma humana es como la nota de una canción que el mundo prepara para conmover, una vez más, a los reyes del inframundo. La tuya no funciona muy bien, héroe, por eso te sentí.

—Mientes, Lira. Siempre me estuviste vigilando.

Jäger habría podido apostar por ello, pues él sí que estuvo pendiente de aquel débil cosmos que ahora tenía enfrente. Fantasma no se había movido en ningún momento, como esperando que algo ocurriera. ¿Era posible que el Santuario hubiese previsto que alguien pensaba resucitar a la raza de los gigantes? ¿Era eso parte del plan de Cratos y Bía? Convertirlo en el mal a vencer, mientras ellos formaban una alianza conveniente con el Santuario, mientras los santos de Atenea se apoderaban de todo y de todos.

«Ella perdonará tus faltas —escuchó muy dentro de sí.»

—Por mucho que te ocultes, héroe, nunca dejarás de tener un alma —aseveró Fantasma, poniendo enseguida una cara de extrañeza—. ¿Verdad? No es posible no tener alma y moverte. Hasta la legión de Aqueronte funciona así, en cierto modo.

—¿Qué quieres? —exclamó Jäger. Con el mar a la espalda y el monte Etna enfrente, era como si las opciones que le daban las voces se hubiesen vuelto realidad, teniendo él solo ojos para el volcán dormido. Ese era el primer paso de su camino hacia la salvación del mundo. No tenía paciencia para discursos.

—Ayudarte —dijo Fantasma, no muy convencido.

Quizá era por la extrañeza en el santo de Lira que Jäger no estalló en carcajadas. En la era mitológica, él era llamado Cazador, porque poseía una capacidad innata para detectar a las presas y porque había aprendido a actuar como estas; podía ser tanto un fiero guerrero como una débil sombra, deslizándose entre las paredes sin que nadie lo notara. Empleó esa facultad en contadas ocasiones como guerrero azul a las órdenes de Alexer, pero todavía consideraba decente su habilidad para camuflarse con el entorno, y el hombre que tenía enfrente lo había sentido, de lejos, además. No era alguien al que debiera tomar a la ligera, incluso si no podía compararlo a sus cuatro compañeros.

—¿Quiénes son? —preguntó Fantasma.

—¡No leas mi mente! —exigió Jäger.

—Son tus emociones las que bullen sin control —se defendió Fantasma—. ¿Quiénes son? Maya de Flecha, Orfeo de Lira…

—Héroes —cortó Jäger, apretándose las sienes—. Los héroes junto a los que luché por la única causa que era correcta. Deberíais conocernos, pero nos habéis olvidado. A nosotros y los pecados enterrados bajo la montaña que por tres milenios fue vuestra fortaleza. Habéis olvidado, en efecto, toda lección que pudisteis haber aprendido, por esa razón repetís en este tiempo los mismos errores uno tras otro. No permitiré que sigáis así, no permitiré que todo fuera en vano.

«Ella perdonará tus faltas —su propia voz se hizo eco de ese vaticinio de nuevo, como el murmullo de las olas, tratando de calmar la ira que lo embargaba.»

Él respondió a esa muestra de debilidad con más furia, cerrando los puños y los ojos hasta que pudo ver las cuatro nobles almas que los acompañaron. De algún modo, en ese momento descubrió que todas ellas reencarnaron para volver a servir en el ejército de Atenea, si bien vivieron en épocas en las que no fueron capaces de crecer tanto. Aun tras la caída del Zodiaco, la diferencia entre los santos de plata y de oro nunca fue cubierta salvo contadas excepciones que siempre acababan en tragedia. ¿Sucedería lo mismo con su alma, una vez muriera? ¿Escogería de nuevo ser un santo de Atenea, tal y como ellos, al reencarnar? Sí, lo haría. No tenía dudas de ello. Pero para eso, lo primero era cumplir con su deber. Acabar con la negra historia del Santuario.

Al abrir los ojos no vio a ninguno de sus compañeros, sino a un hombre corriente que jamás brillaría como un verdadero héroe, pues servía al mal, lo supiera o no.

 —¿Vas a llorar, héroe? —preguntó el santo de Lira, tironeándose del cabello.

—Me sorprende tu descaro —acusó Jäger—. En Bluegrad estabas respaldado por un ejército y perdiste. Aquí estás de nuevo, sin un ejército, para perder de nuevo.

—Ya te dije que he venido a ayudarte. Desesperación. Arrepentimiento. Tu alma es aplastada por deseos contradictorios, diría que eres más humano que algunos de mis compañeros. Por eso quiero hacerte rectificar.

—Hablas demasiado.

Impulsado como un rayo devastador, Jäger acometió contra Fantasma,  desgarrando una mera ilusión. Detrás, el auténtico salto de Lira acarició el instrumento con los largos dedos, activando el Réquiem de Cuerdas. Mil hilos de tenue luminosidad se proyectaron hacia el santo de Orión, quien los esquivó todos. Al menos los que pudo ver.

La segunda parte de la técnica de Fantasma lucía mejor si se hacía bajo un cielo cuajado de estrellas, pero el funcionamiento no variaba. Nuevos hilos caían en el firmamento y atraparon a Jäger en pleno salto. Estos, transmitiendo el poder del santo de Lira según aquel rasgaba las cuerdas, convirtieron en música la desesperación del cautivo, haciéndole caer de rodillas y gritar ya no como un cazador, sino como una bestia herida. Los ojos inyectados en sangre odiaban al músico; los dientes apretados ansiaban destrozarle la garganta en un mordisco propio de un perro rabioso.

—Es necesario —dijo Fantasma, preocupado al ver cómo Jäger luchaba contra el Réquiem de Cuerdas sin importarle que los hilos tocaran la piel no protegida por el metal. Él no tenía la fuerza para herir a alguien así, desde luego, pero el mal que tenía dentro era otra cosa. Cuando vio una gota de sangre bajar desde un corte en el cuello, añadió—: ¡Recuperarás tu humanidad! ¡Solo espera un poco!

Jäger no esperó. Envuelto en un cosmos de plata que poco a poco se teñía del mismo color que la sangre derramada, avanzó hacia Fantasma. Los hilos que este dirigía para impedirle caminar se rasgaban sin remedio. El resto seguía allí, dificultando los movimientos del santo de Orión, pero a medio camino este pudo sacar el brazo.

Disparó una Aguja Escarlata, acertando. El grito de Fantasma se fundió con los alaridos que Jäger dejaba escapar, enfrentado a fuerzas con sus propios demonios.

«Mátalo.»

«Ella perdonará tus faltas.»

Tales eran los caminos que se abrían ante el enloquecido Jäger, en verdad bullendo como un surtidor de lava ardiente. Por eso Fantasma continuó la melodía aun cuando recibió el segundo y tercer proyectil carmesí. Con los dedos pálidos y temblorosos, añadió las notas que, consideraba, equilibrarían la de aquella alma maldecida que ya disparaba la cuarta Aguja Escarlata, poniéndolo de rodillas por decisivos segundos.

Jäger rasgó la mitad de los hilos que quedaban con aquel dedo extendido. Acto seguido, los agarró todos y zarandeó al músico tal que fuera un bulto al final de una cuerda, azotándolo contra la piedra con tal fuerza que formaba cráteres cada vez más grandes. Fue un acto necio aquel. Otra Aguja Escarlata habría sido letal en el santo de Lira. Sin embargo, ya que este no detuvo la melodía en ningún momento, Jäger no era capaz de pensar en el modo más eficiente de acabar ese combate. La dinámica siguió así por todo un minuto: el santo de Lira chocando contra la tierra, añadiendo nuevas notas antes de ser elevado de nuevo a los cielos, donde también seguía. Tenía que salvarlo.

Entonces, Jäger soltó lo que restaba del Réquiem de Cuerdas, viendo con nuevos ojos su argéntea mano, bañada en sangre. Ya no había voces.

—Te dije que esperaras un poco —dijo Fantasma, saliendo del cráter.

Por acto reflejo, Jäger disparó la quinta Aguja Escarlata.

 

—Detesto que me manipulen —oyó Fantasma al despertar—. Incluso si es por mi bien, no deseo ser manipulado por nadie.

El santo de Lira trató de levantarse, sin éxito.

—Vas a morir —advirtió Jäger, de pie junto a él.

—Ya está bien. La nota ha sido corregida —aseguró Fantasma, sonriendo.

—Pobre loco. Un santo de Atenea no puede morir tratando de salvar a un enemigo. Es el mundo lo que debe proteger, la humanidad, no una persona.

—Ya te lo dije, héroe. Tu nota era discordante con la melodía de esta isla. Y una nota basta para cambiar una canción por completo. Nunca se me permitió nada distinto a la perfección. Por eso tenía que ayudarte, arreglarte.

—Si eso es así —dijo Jäger, advirtiendo que Fantasma acercaba la mano a su lira—, ¿por qué quieres matarme ahora?

—Ah, porque en este mundo hay muchas notas que quiero proteger —contestó Fantasma, mirando sin tapujos su instrumento. Acercando a él la mano hasta rozarlo; no podía hacer nada más—. En Bluegrad, las notas están cambiando. Debo ir con ellos.

—Te dejaré ir.

—Yo no puedo hacer lo mismo.

Jäger quedó sorprendido. ¿Ese hombre allí, incapacitado, pensaba luchar con él?

—¿Por qué razón no puedes dejarme ir?

—Porque vas a revivir a los gigantes, héroe. Puedo hacer que los hombres dejen de tener miedo, pero no que dejen de ser idiotas.

Un halo de plata bañó el cuerpo de Fantasma, cuyos ojos destellaban de determinación. Con un esfuerzo titánico se arrojó sobre el precioso instrumento, solo para ver cómo estallaba en mil pedazos entre sus manos.

Betelgeuse —rezó Jäger—. Brazo del Gigante.

—No —dijo Fantasma. Incapaz de ver las extremidades invisibles que emergían de la espalda y los hombros del santo de Orión, se limitaba a mirar los fragmentos desperdigados por su pecho—. A Mime le gustaba. Mime quería oír mi música.

Cuando sendas lágrimas nacieron de los ojos de Fantasma, Jäger le dio la espalda.

—Necio. Si tanto querías proteger a las gentes de Bluegrad, debiste ir allí en lugar de aquí. No puedes salvar a enemigos y aliados por igual.

«Aun así, Terra y Aqua pretendieron eso —reflexionó Jäger, con la vista puesta en el monte Etna—. Quisieron salvarme, a pesar de que soy el enemigo.»

—¿No es de eso lo que se trata el Ocaso de los Dioses? ¿De salvar a todos?

Los pensamientos del santo de Orión fueron cortados. El paso que estaba por dar hacia el volcán no llegó a darse. Violento y encendido por una furia que solo comprendía a medias, Jäger giró hacia el santo de Lira, quien con dificultad se ponía de pie.

—¿Qué es el Ocaso de los Dioses? —exigió saber Jäger.

—Al menos he salvado al amigo de Aqua —murmuró Fantasma.

Parecía ido, por esa razón Jäger lanzó un ataque sencillo, proyectando los brazos invisibles hacia el santo de Lira. Grande fue su sorpresa al ver que estos eran cortados una y otra vez por unos hilos apenas perceptibles, más parecidos a rayos de luz lunar que a las cuerdas del argénteo instrumento. Los sentidos de Jäger se agudizaron, siguiendo aquellos hilos hasta el cielo. ¿Fantasma se había convertido en su propia marioneta? ¡Ni siquiera Orfeo podía ejecutar el Réquiem de Cuerdas sin la lira!

—¿Qué es el Ocaso de los Dioses? —repitió Jäger, colérico, añadiendo nuevos brazos a los anteriores. La mayoría eran cortados por la insólita barrera de Fantasma, pero otros lo alcanzaban, aplastándole las perneras y brazales, los guanteletes y las botas, al son de otra repetición que no hallaba respuesta—. ¡Responde, maldita sea!

Los huesos del santo de Lira crujieron. La sangre manó abundante de las manos y los pies destrozados. La marioneta humana en la que Fantasma se había convertido era un guiñapo incapacitado cuando Jäger volvió en sí. Asqueado de sus actos, ejecutó Rigel para cortar aquellos hilos de plata. No permitió que Fantasma cayera como un muñeco desmadejado, sino que dio un salto para atraparlo en el aire. ¿Qué había hecho? ¡Solo se estaba protegiendo! En ningún momento lo había atacado, tras librarlo de ese mal que lo atormentaba. ¿Por qué tratar a alguien así con tanta brutalidad?

—Yo no quiero salvar al mundo —habló el santo de Lira, a la vez que vomitaba sangre—. Yo quiero salvar a la gente.

—Es lo mismo —aseguró Jäger—. Salvar al mundo y a la humanidad.

—No a la humanidad, a la gente.

—Dices cosas extrañas.

—Y tú haces cosas extrañas, héroe.

Jäger tuvo que darle la razón en eso. Asintió, estremeciéndole la idea de que en realidad no se arrepentía de sus actos. Le bastaba recordar esas blasfemas palabras para desear aplastar la cabeza de ese moribundo. El Ocaso de los Dioses.

—Espero que hayas disfrutado de la música.

—Tu nota vuelve a ser discordante. Todas las notas. Oh, tenían razón, yo estaba equivocado. Debe hacerse, debe hacerse.

El deseo de matar a Fantasma volvió a anidar en el corazón de Jäger. Este, empero, tuvo la suficiente fuerza de voluntad para dejarlo caer con suavidad. Mientras lo hacía, se dio cuenta de dónde provenía ese odio que sentía por un noble hombre capaz de querer salvar a amigos y enemigos, incluso si esto último era quizá debido a una petición de Aqua. Era el Réquiem de Cuerdas que aquel santo de Lira ejecutaba, manipulando sus emociones, lo cual le provocaba un rechazo instintivo, propio de una bestia que se niega a ser enjaulada. Tan pura era esa reacción, que a un mismo tiempo quería dejar atrás a ese hombre y aplastarle el corazón. Puso la bota sobre su peto.

—Reviviré a los gigantes —confesó Jäger—. Ya que soy un santo de Atenea de la era mitológica, puedo pasar a través de la barrera que la diosa puso en el volcán. Los cuerpos inmortales de los hijos de Gea recibirán de nuevo su espíritu, traído desde Cocito, marcando el fin de un Santuario corrupto y el comienzo de uno nuevo.

—Hazlo de una vez, héroe —pidió Fantasma. Había perdido las manos y los pies, su cosmos había sido cortado y el dolor de cada Aguja Escarlata recibida había terminado de anular su sentido del tacto. Ya no podía moverse, ni luchar—. Uno no puede salvar hasta a sus enemigos, ¿no es cierto?

No se molestó en responder, sino que empezó a presionar la bota contra el peto de plata, decidido a que fuera él quien diera muerte a aquel extraño hombre. El frágil metal se cuarteó en cuestión de segundos, saliendo sangre a borbotones poco después. Y él solo lo miraba con una perturbadora sonrisa y unos ojos llenos de extrañeza.

 

De repente, una lluvia de balas cayó sobre la espalda del santo de Orión, demasiado desconcertado con la actitud de Fantasma como para preocuparse de las insignificantes armas de los hombres comunes. Con cierto desgano, giró mientras decenas de balas lo golpeaban una y otra vez; sabía que a esa velocidad no sufriría daños así alguno le diera de lleno en el ojo. Miró hacia arriba, donde un caza —el único depredador clase Pegasus que le quedaba a la Guardia de Acero—, emitió un mensaje inesperado.

—Mi nombre Azrael —se oyó desde el depredador, si bien Jäger tenía claro que el emisor no estaba allí. No había vida en el interior del caza—. Como comandante general de la Guardia de Acero, tengo que agradecerte que nos hayas informado de tus planes con tanto detalle. Una amiga nuestra ya había vaticinado que revivir a los gigantes sería el próximo movimiento del ejército de Hades, pero siempre ayuda que la información sea corroborada. Gracias, Jäger de Orión.

Una risa explotó a la espalda del desconcertado Cazador. Este no podía imaginar que Fantasma no se reía de él, sino de los disparatados métodos del asistente. Él, por supuesto, había visto venir de lejos el depredador Pegasus, había sentido a Azrael.

—¡Así es como debe sonar una nota! —exclamó Fantasma, con una alegría impropia de su estado—. ¡Él está libre! ¡No es un santo de Atenea, por eso está libre de esa cosa!

Jäger dio por supuesto que la cosa de la que hablaba el santo de Lira era esa otra voz que lo manejaba antes, y que quizás siguiera manejándolo de forma más sutil, pero la insistencia del tal Azrael hacía difícil pensar en esos asuntos. Golpeando el aire con el brazo, liberó contra el Pegasus tal onda de choque que lo redujo a nada junto a las balas que seguía disparando sin resultado. El cosmos desplegado no se detuvo ahí, sino que como un huracán de pura destrucción, atrajo a todos los aviones Equuleus que Azrael había dispuesto, invisibles, alrededor de aquella área, desintegrándolos.

Haberse mantenido oculto para los sentidos de los santos le hizo olvidar a aquellos que carecían de un cosmos, un error que el santo de Orión no volvería a cometer. Ahora, más consciente de la clase de enemigo con la que lidiaba, Jäger detectó de inmediato el Egeón cerca de la costa siciliana. Vio, casi como si lo tuviera enfrente, a cuatro veloces guerreras enfrentando a las bestias marinas que al punto habían surgido. En verdad estas no le obedecían del todo, solo aparentaban hacerlo por orden de alguien más.

—¿Cuántas mujeres hay en este Santuario? —se preguntó, molesto, mientras una inmensa ballena era alzada del mar en todo su peso por la patada de una joven, Alicia de Delfín, solo para que una guerrera pelirroja liberase sobre la criatura miles de proyectiles luminosos, los Meteoros, hasta partirla en dos—. No son nada…

Aunque contaba no menos de veinte criaturas en ese lado de la isla, ninguna parecía estar a la altura del original al que Perseo petrificó para salvar a la princesa Andrómeda en tiempos antiguos. Una de ellas, incluso, pareció morir sin ninguna herida visible. Jäger ya estaba considerando la posibilidad de que la atmósfera o el océano fueran nocivos para los monstruos de antaño cuando una quinta joven apareció sobre el cadáver: Presea de Paloma se había fundido con el aire respirado por la bestia, introduciéndose en ella hasta llegar al corazón y destrozarlo.

Consciente de que no tardarían en acabar con los monstruos del Flegetonte, Jäger apuntó con la palma abierta hacia la costa a la que sin duda pretendía llegar el Egeón. Pensaba encargarse él mismo de las santas de bronce, pero no tenía intención de perder el tiempo con la tripulación del Egeón ni con ese capitán general. Pensó en el sufrimiento que hace a los hombres caer de rodillas, manifestando de ese modo una esfera líquida y amarillenta. El regalo de Titania de Urano.

—Esta es mi respuesta a tu agradecimiento, Azrael.

Las aguas del Aqueronte se proyectaron desde el santo de Orión hasta más allá de las tierras y el mar de Sicilia como un géiser velocísimo. Sin embargo, en el último momento una fuerza aún mayor apareció frente a Jäger, pateándole primero el brazo y luego encajándole un puñetazo en pleno rostro. El santo de Orión salió volando mientras veía una cara conocida y percibía el resultado de su invocación.

—Bastará —dijo, percibiendo la presencia del Aqueronte no solo en la tierra que pisaba, sino por toda la cubierta del Egeón. Allí, un comando de mujeres con armas y artefactos extraños, pobres imitaciones del poderío de los santos, veían una vez más cómo guardias del Santuario, pertenecientes a épocas lejanas, eran empleados por el Hades como carne de cañón—. Todos ellos van a morir.

—No digas estupideces —dijo Makoto de Mosca, envuelto en un halo de plata—. Los santos no mueren tan fácilmente. Ni siquiera los de hierro.


OvDRVl2L_o.jpg


#395 Rexomega

Rexomega

    Friend

  • 1,843 mensajes
Pais:
Espana
Signo:
Aries
Energia:
Cosmos:
Ataque:
Defensa:
Velocidad:
Victorias:
1
Derrotas:
0
Total:
1

Publicado 13 febrero 2023 - 14:47

Saludos

 

Capítulo 150. Mosca y gigante

 

Ante el monte Etna, tumba de la raza de los gigantes, Jäger de Orión hallaba un nuevo contrincante. A pesar de la hazaña realizada, ahora aparentaba ser solo un poco mejor que el santo de Lira al que acababa de derrotar, pero era demasiado lo que se proponía hacer como para perder el tiempo en combates menores, por lo que de inmediato recurrió a la Aguja Escarlata. Siete haces de luz salieron disparados de sus dedos para acabar rozando el peto del oriental antes de que este desapareciese.

Los agudos sentidos de Jäger le permitieron notar el repentino incremento de cosmos en el momento en que aquel santo de plata había esquivado una tanda de ataques a la velocidad de la luz. Hasta para él, que vivió el final de la Edad de los Héroes, aquello le sorprendió, era como verse a sí mismo o a uno de los compañeros junto a los que libró tantas batallas. Sin embargo, pudo adivinar la trayectoria del ataque del guerrero oriental, interponiendo el brazo derecho justo a tiempo.

—Makoto de Mosca. ¿Me recuerdas, verdad? —saludó el recién llegado, manteniendo aún el puño contra el brazal de Jäger. Parecía decidido a moverlo.

—Lo cierto es que no —dijo el santo de Orión—. Nunca llegamos a enfrentarnos.

Makoto abrió la boca para preguntar con cuántos como él iba a encontrarse en su vida, pero entonces comprendió que se trataba de Ignis, el compañero de Aqua y Alexer.

—Bluegrad. Unicornio Negro.

—Cierto, había dos caballeros negros persiguiendo a nuestro cliente entonces. ¿Cómo ha llegado tan lejos una simple sombra?

Revestido de un aura virulenta, Jäger buscó encajar el puño izquierdo en el estómago del japonés, pero de nuevo este pudo esquivar el golpe dando un ágil salto.

—A Hipólita le gustaría escuchar eso, pero por ahora tendrás que conformarte conmigo.

—Ridículo —espetó Jäger, inclinando la cabeza hacia donde Fantasma de Lira yacía inconsciente—. Ya no hay santos de plata capaces de enfrentarme. El Santuario haría bien en enviar a uno de los santos de oro si quiere tener alguna oportunidad.

—Ellos tampoco podrán venir —aclaró Makoto—. Por eso te atreves a actuar ahora, ¿no? Porque sabes que no se interpondrán en tu camino.

—¿No pensarás soltarme un discurso sobre el honor en la guerra, verdad? —soltó Jäger, sarcástico, antes de acometer contra Makoto como un bólido de luz. El santo de Mosca, una vez más, estuvo listo para esquivar el ataque, pero en cuanto iba a hacerlo el santo de Orión cambió el rumbo, desviándose para darle una patada en el costado que  lo hizo rodar por el suelo abriendo un surco—. No soy el mismo de hace milenios, conozco mis limitaciones, en especial en número.

Sin piedad, el antiguo guerrero saltó sobre Makoto, pisoteándole la espalda antes de que se levantara. Los ojos del Cazador brillaron, fríos como las lejanas estrellas, pero en ese momento una infinidad de diminutas luces le cubrieron el campo de visión, otorgando al santo de Mosca valiosos segundos en los que pudo apartarse.

Makoto, ya de pie, quiso hacer un comentario sobre cómo un millar de insectos voladores hechos de cosmos picaban el rostro del sorprendido Jäger, pero al abrir la boca solo escupió sangre. ¡Sí que era fuerte aquel hombre! Ni Hipólita ni Aqua podía comparársele, quizá sí que estaba al nivel de un santo de oro.

—¿¡Piensas que puedes vencer a alguien como yo con estos trucos!? —bramó Jäger con el puño alzado. La energía del antiguo guerrero se concentró en la mano, atrayendo las moscas de cosmos como si fueran polillas dirigiéndose a la luz. Y del mismo modo, una a una, se extinguieron al hacer contacto—. Absorción de energía…

—¿No pensarás soltarme un discurso sobre el honor en la guerra, verdad? —parafraseó Makoto, logrando arrancar una corta risa al Cazador—. Mejor, porque pienso recurrir a todo lo que he aprendido para derrotarte.

—Deliras… —murmuró Jäger—. Apenas fuiste un entretenimiento para Aqua en Bluegrad, no podrías compararte con ninguno de los santos de plata de mi época, por encima de los cuales yo me alcé. Que hayas esquivado algunos de mis ataques, que sigas en pie después de recibir mis golpes, solo es un milagro que no se repetirá.

—¿Y no es la especialidad de los santos el hacer milagros? —preguntó Makoto, teniendo presente el día en que decidió que haría todo lo posible para convertirse en uno de aquellos héroes. Aquel que pudo ser el último en el que el sol brillara para la humanidad—. Admito que no es solo mérito mío haber aguantado tus golpes. Eres de verdad fuerte —reconoció, palmeando el argénteo—, antes de ser revivida gracias a Kiki y Akasha, a buen seguro no habría durado ni un segundo.

—¿Akasha? —repitió Jäger—. Tú también reverencias a esa falsa Atenea, ¿eh?

—Tanto como reverenciar… Es nuestra Suma Sacerdotisa ahora… ¡Espera! ¿Falsa Atenea? —preguntó Makoto, visiblemente sorprendido.

—Hace miles de años, los santos de oro se erigieron como dioses, ocupando el nombre y el título de los Olímpicos. Con el fin de que toda la humanidad aceptara semejante delirio, provocaron la Guerra de Troya, el inicio de una rebelión contra los cielos.

—¿Estás hablando de los primeros santos de oro? ¿De Gugalanna?

—Estoy hablando de una mujer ocupando un lugar que le correspondía al único hombre justo del Viejo Mundo. Una mujer que osó proclamarse como la diosa a la que tanto debía, llegando al extremo de enfrentarla el día en que volvió a caminar entre los hombres como si fuera una mortal. Una mujer que todo el Santuario debería recordar como el peor error que ha cometido, ¡para no volver a cometerlo!

—Entiendo que tienes problemas con las mujeres… —murmuró Makoto—. Akasha… Es decir, Su Santidad —se corrigió, sorprendido por el descuido—, es algo revolucionaria a veces, pero no la imagino pidiéndonos que la tratemos como una diosa ni nada por el estilo. Incluso en este mundo loco en el que Azrael entrenó para ser uno de los santos de oro —comentó, casi riendo—, no pasará lo que sugieres.

—Tienes razón, no pasará. ¡Porque yo mismo me encargaré de que la corrupta orden ateniense desaparezca de la faz de la Tierra!

Así, sin mayor ceremonia, Jäger se lanzó a por Makoto, quien aun teniendo buenos reflejos no pudo frenarlo a tiempo. El ataque del santo de Orión, un puñetazo a la velocidad de la luz, llegó al estómago del japonés, dejándolo sin aire por unos cuantos segundos en los que Jäger no dio tregua.

Más que un combate, aquella lucha se parecía cada vez más a una masacre. Makoto descubrió enseguida la diferencia entre un poderoso guerrero que lo subestimaba, como Gugalanna y Afrodita, y otro que parecía determinado a eliminarlo. Los golpes venían desde todas las direcciones, impidiéndole predecirlos, mucho menos esquivarlos, y ni la solidez que el manto de Mosca había alcanzado gracias a la sangre de Akasha y el ardiente cosmos que había despertado lo mantendrían con vida indefinidamente.

—¡Si al olvido condenasteis los pecados del pasado, al olvido habrán de ser condenados los hijos de esas blasfemias! —bramó antes de ejecutar la Aguja Escarlata sobre el dolorido japonés. Cuatro haces de luz lo alcanzaron de lleno, con tal fuerza que salió volando cientos de metros, en dirección al monte Etna.

***

 

En cuestión de minutos, la aparente igualdad entre los santos de Orión y Mosca se había hecho añicos para ambos contrincantes. Desesperado, Makoto hacía un esfuerzo titánico para mantenerse en pie, incapaz ya de percibir la sangre que le manaba desde las numerosas grietas del manto sagrado. Jäger veía aquello con decepción, como si a pesar de las duras palabras que había empleado, en verdad hubiese visto en aquel joven a un guerrero a la altura de sus compañeros.

—No puedes ver —dijo el santo de Orión, mandando al japonés al suelo de una patada alta. La protección de la cabeza, ya muy desgastada, estalló en mil pedazos a la par de un chorro de sangre—. El resto de tus sentidos pronto te abandonará.

Aun mientras decía aquello, Jäger seguía siendo muy consciente de cuanto lo rodeaba. No volvería a caer en las artimañas de alguien como Azrael. Sentía con claridad cada lucha librada en el Egeón, que mantenía el rumbo hacia Sicilia, así como  los enfrentamientos contra las bestias del mar. O más bien, la ausencia de tales enfrentamientos, pues las santas de bronce habían logrado vencer a aquellos seres de la legión de Flegetonte sin perder ni una sola vida.

El quinteto de enmascaradas no tardó en llegar a donde se encontraban. Para sorpresa del Cazador, ninguna se quedó atrás para tratar de salvar la vida del santo de Lira. Sabían que de hacerlo, él podría matarlas en un abrir y cerrar de ojos.

Caballo Menor, Delfín, Osa Menor, Casiopea y Paloma. Jäger no recordaba ninguna hazaña memorable de cualquiera que hubiese portado alguno de esos mantos sagrados, claro que era lo mismo para quienes llegaron a ser santo de Mosca. El cosmos de aquellas jóvenes tampoco servía de mucho para superar la primera impresión: era otro grupo de inútiles más; el Santuario debía de estar muy desesperado.

Con una sola mano, el santo de Orión bloqueó los Meteoros de Rin junto a los ataques de Alicia y Xiaoling. Ni siquiera se molestó en detener las cuchillas de viento que Presea generaba con cada golpe, las cuales se deshacían ante el manto de plata y la piel del Cazador sin causar el más mínimo rasguño o abolladura.

—¿Esto es todo lo que tenéis? —comentó, decepcionado.

Como si la tierra misma quisiera responderle, una erupción de magma surgió a los pies del Cazador, cubriéndole desde los pies a la cabeza. La sustancia, energizada por el cosmos de Elda, sometió el cuerpo de Jäger a un calor que no podía imaginarse ni en el mismo corazón de la Tierra, aunque la santa de Casiopea no se engañaba. Alguien que había derrotado a dos santos de plata con tanta facilidad no caería tan fácil.

—¿Le hemos ganado? —preguntó Xiaoling, provocando que Elda suspirara con irritación—. ¡Pensé que sí!

—¡Deja que piensen los que saben!

—Ya —intervino Rin—. No es el momento para discutir.

Las santas de Osa Menor y Casiopea asintieron de inmediato, pues el magma que Elda había invocado bañaba ahora el cuerpo inmutable de Jäger. El santo de Orión ya avanzaba hacia ellas antes de que la lava terminara de caer al suelo.

—Sois muy ruidosas. Morid.

A la velocidad del relámpago, Jäger estuvo a punto de golpear a las jóvenes guerreras, quienes no tuvieron tiempo ni de ponerse en guardia. Sin embargo, el brazo del Cazador, capaz de poner fin a de un solo golpe a los monstruos mitológicos, fue detenido en seco por uno solo de los dedos de Makoto de Mosca.

—Imposible. ¡Estabas derrotado! —exclamó, sorprendido, a la vez que analizaba el secreto de la técnica usada por el oriental: había absorbido la fuerza del ataque y luego empleado su propio cuerpo para contener tamaña cantidad de energía. Tan pronto entendió eso dio un salto hacia atrás para esquivar el puño izquierdo del ateniense, al menos la mayor parte—. Esto…

—No es un milagro —cortó Makoto, cuyo rostro ensangrentado lucía rígido como una roca. Ni siquiera las santas, compañeras de aquel, se atrevían a decir algo, así fuera para darle ánimos—. Solo técnica. Y no muy compleja, debo decir.

Un temblor empezó a sentirse alrededor de los combatientes y más allá. Presea de Paloma, capaz de ser una con el viento, fue la primera en darse cuenta de que toda la isla estaba siendo sacudida por algo que se movía en las profundidades.

—¿¡Tú estás haciendo esto!? ¡Responde, asesino! —exigió Elda.

—No lo creo —dijo Presea.

—Debe ser el alma de un gigante —comentó Alicia de Delfín—. Si usó la legión del Aqueronte contra el Egeón y la de Flegetonte contra nosotras, también debería poder usar a la legión de Cocito.

Jäger no se molestó en negar ni confirmar esa aseveración.

—Con todo lo que hicieron en la guerra como meros espíritus sin poder, ¿qué pasará si recuperan sus cuerpos? —Rin, quien tarde se dio cuenta de que pensaba en voz alta, cabeceó con brusquedad—. ¡Debemos detener a este hombre, por nuestros compañeros que están luchando! ¡Por el mundo que estos monstruos pretenden destruir!

—¡No tenéis oportunidad contra él! —dijo Makoto, cortando los ánimos de las guerreras antes de que alguna avanzara al combate—. El alma del gigante pretende hundir Sicilia. No creo que eso baste para romper el sello, pero… —Las palabras de Munin le vinieron a la mente. A la humanidad poco le importaban las Guerras Santas; al luchar en ellas y obtener la victoria, los guerreros sagrados, sin importar a qué dios sirvieran, tan solo estaban librando al mundo de problemas que ellos mismos habían provocado—. Hay gente aquí que nada sabe de los dioses y quienes les sirven, no merecen morir por batallas que ni siquiera entienden.

—Señor Makoto…

—No, Xiaoling —dijo Rin, poniendo la mano en el hombro de la guerrera china—. Él tiene razón. Si no paramos al gigante, incluso si salvamos el sello, muchos morirán.

—Y si no paramos a este gigante, todos moriremos.

Tras hacer aquel comentario, Elda dio un paso al frente, desafiante.

—Lo detendré —aseguró Makoto, quien a pesar de no poder ver el gesto de asentimiento de la santa de Casiopea, de algún modo pudo intuirlo—. No moriré, tengo una promesa que cumplir. No moriré —repitió.

Las dudas que alguna de las guerreras pudiera albergar se disiparon enseguida cuando los temblores ganaron en intensidad. Las cinco, a la vez, se dispersaron determinadas a que al menos una de ellas pudiera encontrar el núcleo del alma del gigante. Si lo lograban a tiempo, esta regresaría a las profundidades de Cocito y ya no podría impregnar a la naturaleza del odio y la furia que sentía hacia la raza humana. Por lo menos, así ocurrió con los que cayeron durante la guerra.

 

Jäger, para quien la velocidad sobrehumana de las guerreras no era más que el lento avance de un grupo de tortugas, volvió a intentar liquidarlas. Sin embargo, una vez más Makoto lo detuvo. Cinco veces el puño del Cazador frenó ante los dedos extendidos del santo de Mosca, quien de inmediato aprovechaba la energía robada a aquel para golpearle con la fuerza y velocidad de un santo de oro.

—¿Cómo? ¿En qué momento creciste?

—¿Crecer? —repitió Makoto, escupiendo algo de sangre. Las heridas recibidas le estaban pasando factura—. Estás amenazando todo por lo que lucho, como hombre y como santo de Atenea. ¿De verdad me estás preguntando en qué momento crecí?

—¡Sí! —bramó Jäger, colérico, antes de encajar un gancho en el mentón de aquel guerrero. Pudo conectar el golpe en esa ocasión, pero cuando quiso seguirlo de un salto y someterle en el aire, el cosmos de Makoto adoptó la forma de miles y miles de diminutas criaturas que lo repelieron con suma facilidad. De repente, la figura de Makoto ya no estaba enfrente del Cazador: no era más que un montón de insectos hechos de cosmos—. ¿¡Por qué fingís que os importa la humanidad si seguís a quienes pretenden someterla!? ¿¡Siquiera tenéis verdadera fe en los humanos!? ¡Yo no soy el monstruo que pretende destruir el mundo, soy quien busca salvarlo! ¡De vuestros amos!

Conforme gritaba, Jäger perseguía al santo de Mosca, quien aprovechó el cosmos que había robado al Cazador para mantenerle el ritmo. Al principio eso parecía ser suficiente, pero la furia del santo de Orión solo iba en aumento, otorgándole mayor fuerza y agilidad sin que en ningún momento llegara a perder del todo el buen juicio de un guerrero veterano. De ese modo, cada vez lograba conectar más golpes.

—¡Si tienes que preguntar eso, es que conseguiste tu manto en el ágora! —replicó Makoto deteniendo un ataque a dos manos para luego contraatacar con esa misma energía, directo al rostro descubierto de Jäger—. ¡Los santos siempre hemos luchado por la humanidad! Yo, Hugin, Emil… El señor Shun, Akasha… Puede que hayamos cometido errores, pero eso es lo que nos hace humanos, ¿no?

—Menuda sarta de estupideces.

El último embate le había costado a Jäger serios daños en el casco. Si bien no había terminado de romperse, ya era poca la utilidad defensiva que le quedaba, por lo que el Cazador no dudó un segundo en quitárselo. Unos pocos cortes en la cara eran todo el daño que había recibido durante el enfrentamiento.

—Errar es de humanos —espetó con claro desprecio—. ¿Por qué intentar ser mejores cuando siempre podremos abrazar esa excusa lamentable? Los santos de Atenea debíamos representar la voluntad de la diosa, garante de la paz y la justicia en la Tierra. ¡No se nos permite errar! Y aun así no dejamos de hacerlo.

Veloz, el Cazador se puso a la espalda del santo de Mosca, cuyo cosmos volvió a transformarse en miles de pequeños insectos devoradores de energía. Jäger, habiéndolo previsto, alzó una mano, atrayendo a todos hasta allí para aplastarlos en el momento preciso, y con la otra descargó la Aguja Escarlata el sorprendido japonés. 

—¿Dices que eres fuerte porque luchas por el mundo? ¡No me hagas reír! ¡Ni el mundo ni la humanidad necesitan de aquellos que reniegan de los dioses!

Después de haber recibido siete veces la Aguja Escarlata, cada una con más intensidad que cualquiera de las que recibió Fantasma de Lira, Makoto ya no era capaz de seguir el paso a Jäger. Presa del Cazador, pudo escuchar con impotencia cómo la sangre y el metal caían al suelo mientras él se alejaba, impulsado por los incontenibles puñetazos y patadas del embravecido enemigo.

Al final, con el peto cayéndose a pedazos, Makoto pudo detener el puño de Jäger, pero para su sorpresa, varios haces de luz le atravesaron la mano para llegar hasta el pecho, terminando de dibujar la constelación de Escorpio a excepción de Antares.

«No siento nada —pensaba el ateniense, incapaz ya de hablar. No podía captar ningún olor y le resultaba difícil respirar—. Ni el dolor, ni el suelo bajo mis pies, ni el aire… Nada. Estoy paralizado. Él… ¿Acaso me está hablando?» 

—Sigues en pie a pesar de haber perdido tus cinco sentidos —comentaba Jäger para sí, seguro de que el ateniense era ya incapaz de escucharle—. Es una lástima que esa fuerza de voluntad esté al servicio de semejantes líderes.

En lugar de ejecutar la última Aguja Escarlata, el santo de Orión golpeó con un solo dedo el rostro de Makoto a la velocidad de la luz. Era una técnica que había desarrollado antes de ser entrenado por el primer santo de Escorpio con el propósito de poder matar a cualquier ser vivo, siempre que tuviera un cerebro. Por supuesto, no era nada para los infinitamente sabios y poderosos miembros del Zodiaco, lo que incluía a su maestro, pero serviría para dar a aquel guerrero oriental una muerte rápida. No creía que mereciera morir desangrándose, ni aplastado por Betelgeuse o quemado por Rigel.

El cuerpo de Makoto cayó al suelo de forma tan irremediable como antes cayó Fantasma. Jäger lo observó unos segundos, esperando que se levantara y siguiera luchando, pero nada ocurrió. Incluso para los milagros había límites.

Era consciente de que los santos de Aries, Tauro y Sagitario lidiaban con ejércitos del inframundo, si bien no podría imaginar dónde se originaban. ¿Se trataba de Damon, Portador de la Memoria? ¿O era ese otro ardid de los ángeles de la Fuerza y la Violencia, del que sería responsabilizado? Aun desconociéndolo, eso jugaba a su favor. No podría romper el sello del monte Etna si tenía que luchar ahora con un santo de oro. Ese momento llegaría, claro, pero después. Debía seguir el plan paso a paso.

«Él dijo que las notas en Bluegrad eran discordantes —se descubrió pensando el santo de Orión—. Aqua, Terra, Alexer. Todos están allí. Debo darme prisa.»

Revivir a los gigantes. Tomar la Máquina de Rodas. Reformar el mundo.

«¿Y las personas? —se cuestionó—. ¿Qué hay de la gente?»

La gente era parte del mundo que iba a salvar.

—Dioses… —soltó al sentir una chispa de cosmos cerca. No tuvo ni que fijarse para imaginar que se trataba de Makoto—. ¿No sabes cuándo rendirte?

La carne era débil. Esa era la primera verdad que cualquier santo aprendía. La segunda, era que dentro de un cuerpo endeble hay todo un universo esperando ser despertado. En la época de Jäger ya eran pocos los que lograban dominar el Séptimo Sentido, aquel que les permitía controlar la energía infinita que llamaban cosmos. En el tiempo actual, por lo que él sabía, ningún santo de plata lo había logrado.

—He sido demasiado indulgente —se recriminó, apuntando a aquel cuerpo vacío de vida que se levantaba desafiando toda lógica—. Eso se acabó.

Disparó la última de las quince Agujas Escarlatas, Antares, seguro de que ese sería el fin. Sin embargo, el cuerpo de Makoto se había envuelto en aquel cosmos plateado que zumbaba como si estuviera hecho de insectos, el cual afectó a la velocidad de la técnica lo suficiente como para que el guerrero apenas consciente pudiera esquivarla.

 

«Muévete, muévete, muévete —había rogado Makoto todo aquel tiempo. Desconectado del mundo y a un paso de la muerte, solo le quedaba él mismo. Esa fuerza con la que había contado en tantas ocasiones, la esencia misma de la vieja humanidad—. Muévete, muévete, muévete. Prometiste que no morirías, así que muévete, ¡muévete!»

Esos gritos, provenientes del alma de Makoto, lo habían mantenido con vida incluso después de que Jäger le apagara el cerebro. Fue un milagro propio de las historias que escuchó sobre Seiya y los demás en el Santuario, por un momento todo fue oscuridad para él y luego las sombras fueron dispersadas por una luz pálida, como venida de una luna espectral que no podía ver. El mismo brillo del manto que lo protegía.

Y no solo la mente respondía. El cuerpo esquivaba con veloces movimientos algunos de los ataques de Jäger, mientras que los más potentes los detenía, absorbiendo hasta la última onza de energía en un brazo para liberarla con el otro en un feroz puñetazo.

El Cazador no se permitió caer de nuevo en la nostalgia. Tampoco temió el repentino incremento en la fuerza del guerrero, ni siquiera cuando el manto de Orión empezó a agrietarse. Cada vez con mayor frecuencia era capaz de encajar un golpe al escurridizo guerrero, con tanta potencia que incluso la sangre que aquel perdía era desintegrada en pleno aire, así como el manto sagrado y aquellos insectos hechos de cosmos.

«Muévete —seguía diciendo Makoto, deshaciendo la desesperación que amenazaba con envolverlo otra vez. Se vio de nuevo en el coliseo del Santuario, perdiendo la batalla por el manto de Hércules. Se vio convertido en un guardia más, conociendo a la persona más irritante que debía existir en toda la historia de la orden ateniense, y luego contempló cómo ambos acababan formando parte de una terrible batalla—. Muévete. ¡Nos dieron la oportunidad de luchar, maldita sea!»

Mientras Jäger le encajaba un rodillazo en la columna, la voz de Akasha, a la edad de seis años, le sugería que podía volver a intentarlo. Podía convertirse en santo.

Volvió a reencontrarse con Geist en Hybris, a temer que pudiera convertirse en un caballero negro si seguía sirviendo de espía. En ese momento, aquellas dudas que le invadían no parecían nada. Quería proteger a la gente, eso era todo. Ni el Santuario ni la orden de Gestahl Noah estaban en sus pensamientos ahora.

«Nunca llegué a alcanzarte, Seiya —admitió para sí cuando de algún modo volvió a ser capaz de percibir el mundo. Estaba hecho pedazos, no le quedaba ni una sola placa del manto de plata a excepción de las botas y lo poco de piel que no estaba cortado o quemado eran minucias. Ni siquiera podía entender cómo aquellos brazos destrozados se seguían moviendo para bloquear los ataques de Jäger—. Mi manto no brillará como el oro. Mis puños no desafiarán a los dioses. ¡Pero…!»

—¿¡Qué!?

Cuando había acabado con el último de los insectos de cosmos y estaba a punto de atravesar el corazón de aquel tenaz guerrero, una increíble fuerza empujó a Jäger varios metros hacia atrás. Las botas del Cazador dejaron hondos surcos en la tierra, pero pronto todo el suelo fue desintegrado por un estallido de cosmos platinado.

—¡Mi vida protegerá a la humanidad!

Aquel grito fue como el sonido de un trueno. Todo había sucedido mucho antes de que cualquiera escuchase la voz de Makoto de Mosca.

Con el manto de Orión aún entero, solo había una forma de derrotar al Cazador de un solo golpe. Él mismo lo había hecho posible al desprenderse del casco.

—Esto… Esto es…

Las palabras de Jäger se atragantaron en borbotones de sangre. Los dedos de Makoto, con una velocidad y potencia tremendas, le habían destrozado la yugular, llenando el interior del cuello de un cosmos ardiente.

—Esto… —dijo Makoto, respirando agitadamente—… Esto sí es un milagro…

Sacó la mano del cuello del enemigo solo para golpear otra vez, terminando de destrozar el hueso. En el último momento, a Makoto le pareció que Jäger sonreía.

Al final, incluso aquel poderoso guerrero cayó muerto.

—He… No… No ha…

Le costaba hablar, la garganta le ardía como si fuera a él a quien se la hubiesen destrozado. Incluso caminar era difícil. Sentía que el impulso que le había permitido luchar hasta ahora se estaba desvaneciendo. Aun así…

—Me… Me necesitan…

Dando pasos torpes, tropezó con el cadáver de Jäger y, al no ser capaz de recuperar el equilibrio, terminó rodando por el suelo ensangrentado. El temblor que durante los últimos minutos le pareció inexistente ahora le estaba destrozando la cabeza.

¿Podrían Rin y las demás con el gigante? ¿Estarían bien los del Egeón? ¿Y Azrael? Todas esas preguntas le golpeaban una tras otra, sin piedad.

—Me necesitan…—repitió, tratando de levantarse—. Fantasma, debo ayudar a Fantasma. —Logró ponerse de rodillas, pero al palpar la tierra notó un líquido demasiado viscoso y abundante como para ser sangre. El color amarillento tampoco ayudaba a que lo confundieran con aquel líquido vital, aunque en un primer momento Makoto lo atribuyó a que tenía los ojos llorosos—. No… No es… No es posible…

Primero sintió que la débil vida de Fantasma de Lira se apagaba de improviso, merced del mortal acero del Hades y las aguas impías del inframundo.

Luego buscó el cuerpo de Jäger, pero no le sorprendió ver que ya no estaba él, sino una masa de agua amarillenta con la forma del Cazador y el tremendo cosmos que ostentaba. Era el Aqueronte, una parte de él al menos, alimentándose de un poder digno de romper el sello del monte Etna.

Alrededor de Makoto, la tierra se convertía poco a poco en un gran lago de enfermedad y muerte. Cuando los cosmos de Fantasma y Jäger terminaron de ser devorados, setenta mil soldados de la legión de Aqueronte emergieron, más poderosos que nunca.

Era el fin.


OvDRVl2L_o.jpg


#396 Seph_girl

Seph_girl

    Marine Shogun Crisaor / SNK Nurse

  • 983 mensajes
Pais:
Mexico
Sexo:
Femenino
Signo:
Acuario
Energia:
Cosmos:
Ataque:
Defensa:
Velocidad:
Victorias:
0
Derrotas:
0
Total:
0

Publicado 16 febrero 2023 - 15:10

CAP 149. Voces esquizofrénicas.

 

Pues empezamos con Jager, quien se autoconvence de que despertar a los gigantes no será tan malo y que, quizá, hasta Atenea le perdone todas sus metidas de pata... o algo así, eso o se volvió esquizofrénico de pronto.

 

Nos enteramos que quien tendrá que pelear con Jager en el primer round es Fantasma de Lira, quien no se tiene mucho aprecio y sabe su lugar en el mundo, por lo que seguro le van a dar una madri*a.

Fantasma pues le dice que esta ahí para "ayudarlo" y Jager pues no mas no se ríe porque hasta él sabe que sus metas son también de risa por lo que mejor respeta a otro loco como él XD

 

El enfrentamiento empieza y aunque Fantasma hace uso del Requiem de cuerdas, este pues nunca funciona bien por lo que Jager le empieza a dar con las agujas escarlatas, otra tecnica que tampoco termina como debe jaja.

Pues el Requiem disque ayudó a que Jager ya no ande escuchando voces, pero eso poco le importa a Orión ya que la música de Lira no cura la estupidez jajaja, Que buena conversación han tenido estos dos, la verdad. Dos puntos de vistas muy diferentes y ambos han soltado frases geniales, como en un duelo de Rap.

Jager le quiere perdonar la vida, pero el otro se enterca a que no puede hacer lo mismo, por lo que sigue en su papel de Santo No protagónico, haciendole la lucha aun cuando todo diga que no lo logrará... lástima me da, lo admito.

Fantasma parece saber sobre lo de "El Ocaso de los dioses", y con eso mantiene a Jager interesado y que se olvide de los gigantes unos segundos más.

 

Y pues el pobre Fantasma moribundo está a poco de ser aplastado por la bota del Cazador, pero en eso que llega la caballería que le tira balazos que poco le hacen al sujeto, viniendo de un avión no tripulado por el que Azrael pudo decirle "Ja, gracias por confirmarnos tu plan con tanto detalle "

Entre delirios, Fantasma está contento y dice que porque Azrael no es un santo es que es libre de las voces locas esas.

 

El caso es que todo lo anterior le dio tiempo al barco de llegar, y se me había olvidado lo machista que es Jager, en estos tiempos lo funarían.

Como sea, antes de que Jager soltara toda una maraña de cosas del enfadoso Aqueronte otra vez (no extrañaba para nada a ese tramposo río), llega Makoto y le ponte un estate quieto (aunque no lo detiene del todo, pues los seres pestilentes vuelven a salir en la trama para que los personajes de escenografía hagan cosas)

Ahora es el turno de Makoto para pelear.

 

PD. Buen cap, sigue así :)

 


ELDA_banner%2B09_.jpg

 

EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#397 Rexomega

Rexomega

    Friend

  • 1,843 mensajes
Pais:
Espana
Signo:
Aries
Energia:
Cosmos:
Ataque:
Defensa:
Velocidad:
Victorias:
1
Derrotas:
0
Total:
1

Publicado 20 febrero 2023 - 17:09

Saludos

 

 

Seph Girl. Si algo nos ha enseñado Kurumada este milenio, es que la esquizofrenia no existe. Todo es causa de una diosa con mucho tiempo libre. ¿¡Ker, qué hiciste esta vez!?

 

Despertemos a los gigantes, ¿qué es lo peor que podría pasar?

 

En la lápida de Jäger, se leerán las siguientes palabras:

«Te perdono. Buena suerte en Cocito.»

 

Sí, en Saint Seiya está mal pagado ser humilde.

 

¡Buena esa! Entre locos se entienden.

 

Ah, la proverbial ineficiencia de las técnicas de Saint Seiya, todo un clásico. Por lo menos esta vez el Réquiem de Cuerdas sirvió para algo… ¡Ayudar al enemigo! Fantasma ha alcanzado un nuevo nivel en ineficiencia. ¡Gracias! Aprovechando tu comentario me di la oportunidad de releer el capítulo y se ve que andaba inspirado. ¿Duelo de rap? Muy apropiado. Si la música curara la estupidez, los estúpidos la prohibirían y sabemos que los que mandan muy listos no son. Un poco de realismo para esta historia surrealista. No siempre querer es poder, ni siquiera en Saint Seiya. Me quedo contento sabiendo que esta batalla te gustó. Bien se dice que lo bueno, si breve, dos veces bueno. (En este momento me escondo donde puedo para evitar la lluvia de meteoritos que cae desde todos los lugares donde se lee esta historia.).

 

Jäger estaba en conflicto, o despertar a los gigantes, o descubrir uno de los grandes misterios de esta historia. ¿Qué es el Ocaso de los Dioses?

  

Quién me habría dicho que un día leería que una batalla de Saint Seiya fue interrumpida por balazos y un avión no tripulado y no pensaría que hay algo raro en el mundo. Típico, Azrael robándose la escena con solo unas palabras. Parece que no estuvo tan mal que Azrael se convirtiera en santo, así pudo liberarse de la keritis, vulgarmenete conocida por los expertos como esquizofrenia.

 

Oh, sí, eran otros tiempos. Leer libros de tiempos antiguos, como Los Mosqueteros, me ayuda a tener perspectiva de cuán diferente podía ser la gente hace unos siglos, ni hablar si vivieron miles de años antes de nuestro tiempo. Sí, sin duda eso pasaría.

 

No podía faltar el dios de las trampas, dolor de cabeza para los personajes y para algunos lectores. Cada quien cumplirá su rol. ¿Cuál será el de nuestro amigo Makoto?rol. ¿Cuál será el de nuestro amigo Makoto?

 

***

 

Capítulo 151. Soldados de la diosa

 

Makoto abrió los ojos esperando encontrarse al Barquero, con la mano extendida, requiriendo la moneda que simbolizaba que había aceptado la muerte.

Sobre las aguas que lo rodeaban no había ninguna barca, aunque el olor fuera tal vez el mismo que captaría si estuviese muerto. Una densa neblina ocultaba todo lo que estuviera más allá de dos metros, desde los miles de cuerpos que permanecían sumidos en un profundo sueño hasta las batallas que se libraban a lo lejos: hordas de soldados blandiendo la muerte y compartiendo un monótono lamento, las antiguas amazonas tratando de abrirse paso entre ellas.

—¡Me necesitan! —gritó, levantándose de improviso. A pesar de que alguien había parado el sangrado e incluso le había puesto vendas, el dolor que le supuso tal esfuerzo lo hizo caer al suelo—. ¿Cómo hiciste esto?

Con el rabillo del ojo pudo ver a Azrael, vestido con la armadura reglamentaria de la Guardia de Acero. De algún modo, el asistente se las había apañado para descender entre decenas de miles de soldados, neutralizarlos y atender sus heridas antes de que volvieran a ser un problema. Todo aquello sin sufrir ni un solo rasguño. Parecía algo demasiado estrambótico hasta para el más loco hombre que hubo pisado el Santuario.

—Al igual que en la Noche de la Podredumbre, el cosmos robado de Fantasma siguió actuando un rato —explicó Azrael—. Nueve de cada diez soldados cayeron dormidos antes de que la presencia de Fantasma desapareciera. Lo lamento, Makoto, no nos fue posible llegar hasta a vosotros antes y no podía contactar con Kiki.

—Yo tenía que salvarlos a todos. A él, a Rin y a las demás, a ti… —Sacudió la cabeza. Aun tras alcanzar la victoria contra Jäger, no se sentía en absoluto triunfante. La sensación de fracaso era, de hecho, más fuerte que nunca. Después de decir que los santos no morían, uno había muerto, quizás para salvarlo—. ¡Un momento! Dijiste nueve de cada diez. ¿Qué pasó con el resto? ¿Quién durmió a siete mil soldados…?

Antes de que el santo de Mosca pudiera expresar que esos representaban una amenaza comparable a la de la Noche de la Podredumbre, Azrael se señaló a sí mismo. Acto seguido, mientras lo ayudaba a levantarse, dio las muy necesarias explicaciones.

—El río Aqueronte crea cuerpos aprovechándose de la energía que roba, pero ninguno de los soldados que crea puede usar cosmos, por fuerte que sea.

—¿Así que…?

—No tienen ninguna defensa contra Morpheus —dijo Azrael, al tiempo que se oía el zumbido de moscas alrededor. No tenían que ver con Makoto ni con ningún santo, se trataba de una de las tantas armas creadas por la Fundación: Musca.

—Los gaseaste a todos, ¿eh?

—Sí.

—Por eso nunca llegaste a convertirte en santo, los santos no gasean pueblos.

Makoto dijo aquello con un tono muy serio, pero al terminar no pudo sino soltar una corta risa, ignorando el dolor. Luego de un par de segundos, sin embargo, ensombreció el rostro, percibiendo lo que ocurría más allá del área que el ataque de Azrael había cubierto de gas somnífero. Siete mil soldados era un número demasiado grande como para que las armas de la Fundación pudieran neutralizarlos durante mucho tiempo.

«No —se dijo, recurriendo al sexto sentido para observar con mayor detenimiento los cuerpos dormidos de la legión—. Posiblemente todo esto no sea más que una treta. Una burla, incluso. Tal vez el dios del dolor solo se esté divirtiendo mientras trescientas amazonas se desgastan pensando que hay esperanza.»

Se suponía que aquel estaba sellado junto al resto de los Señores del Hades, pero viendo que Jäger había seguido vivo, no podía descartar nada. Deseó, en cualquier caso, que Aqueronte no tuviera nada que ver con esa legión, que todo fuera un remanente más de la guerra que ya habían ganado. De otro modo, todos los sacrificios realizados, incluido el de Fantasma de Lira, habrían sido en vano.

«No lo será —se dijo Makoto, decidido—. Esos minutos que me regalaste no serán en vano. ¡No permitiré tal cosa! No dejaré que nadie más muera.»

—En mi actual estado, ¿cuántas oportunidades tengo?

—¿Eh?

—¿Tú me has curado, no? Me sorprende que supieras golpear los puntos cósmicos con tanta precisión, pero no hay nadie más aquí.

—Las demás no podían llegar hasta aquí —explicó Azrael, frunciendo el ceño, como confundido—. Menos mal que salió bien.

Makoto sacudió la cabeza, sabiendo que no tenían tiempo para fijarse en los detalles, ninguno de los dos. Azrael no podía saber cómo iban las batallas en la periferia, pero él sí: por cada soldado de la legión de Aqueronte que caía, liberando un alma, había otros cien para ocupar la posición vacante; para la Unidad Themiscyra no habría refuerzos, ellos eran los refuerzos, el ejército de reserva.

—Voy a ir a ayudar —aseveró, decidido—. Debo hacerlo. ¿Moriré, cierto?

—Es lo más probable.

Las palabras de Azrael, tan honestas como directas, sorprendieron a Makoto por un momento. ¿Incluso él era capaz de verlo? Había dado todo de sí para derrotar a Jäger, había superado los límites que siempre creyó insuperables. No contaría con esa misma fuerza ahora; aun si la poseyera, el Aqueronte la devoraría.

—Los santos no mueren con tanta facilidad —recitó, recordando viejos tiempos.

—Dos santos han muerto en este lugar —replicó Azrael, aludiendo por igual al caído Fantasma de Lira y Jäger de Orión—. Sin la señorita Akasha, la muerte vuelve a tratarnos a todos por igual —lamentó.

—Así que por eso estás tan serio.

Esta vez fue Azrael el sorprendido. Sonriendo de oreja a oreja, Makoto le dio un suave golpe en el hombro, abollando sin querer la hombrera.

—La volverás a ver, ya verás —aseguró—. Hice la solemne promesa de que me reencontraría con todos ellos. Cuando ese ocurra, dejaré que me acompañes.

—Si le hiciste esa promesa a la señorita Akasha, entonces yo debo protegerte.

—¿Protegerme?

—Sí —reafirmó Azrael—. Como asistente de la señorita Akasha, yo debo…

—Alto, alto —pidió Makoto. No pensaba reírse de la nueva ocurrencia de aquel alocado compañero, pues sentía la sinceridad en cada una de sus palabras. Azrael realmente tenía la intención de protegerle con todas los recursos que la Fundación, la alquimia Mu y la experiencia que tenía como soldado le habían concedido. Sin embargo, no por eso le iba a permitir que hiciese alguna locura. Ya había hecho suficiente al salvarle—. Para empezar, le hice la promesa a Hipólita, no a Su Santidad.

—¿A Hipólita? —Mientras repetía el nombre de la sombra de Águila, Azrael abrió grandemente los ojos, rememorando cierto detalle de la batalla en Reina Muerte—. ¡Oh!

—¡No se trata de eso! —gritó, algo desesperado. Quería salir ya a luchar, pero antes tenía que asegurarse de que Azrael se pusiera a cubierto—. Yo soy el santo de plata aquí, ¿no? Estaré bien. Todos estaremos bien, hasta tus hijas… ¡Dioses! No me puedo creer que esté diciendo eso. Las hijas de Azrael y…

Cabeceando de un lado a otro, Makoto apartó los pensamientos inútiles, poniendo también fin a aquella discusión. Enseguida se vio rodeado por un halo plateado que lo confería un aire sobrenatural, ocultando el cuerpo herido y desprotegido.

«Kiki me va a matar —pensó, sonriendo.»

—Nos vemos, Azrael.

Makoto no tenía intención de dar al asistente cualquier oportunidad de responder. Una corta despedida le pareció suficiente. Apenas había acabado de hablar cuando saltó más veloz que el rayo hacia la neblina, sabiéndose a salvo de Morpheus.

 

Sin embargo, el santo de Mosca no pudo ocultar lo que su rostro escondía detrás de una confiada sonrisa. Un grito desesperado que quienes lucharon en los más mundanos y retorcidos campos de batalla sabían leer con relativa facilidad.

«No quiero morir.»

En el instante en que Azrael procesó aquella verdad que Makoto se esforzaba en ocultar, algo dentro de él se encendió, un poder tan grande que detuvo el tiempo.

Azrael tardó poco en comprender que en realidad el tiempo no se había detenido, sino que ahora poseía unos sentidos agudizados más allá de lo imaginable. Y sus miembros, todo su cuerpo, respondía a la misma velocidad.

Avanzó hacia donde estaba Makoto, saltando en el momento preciso en que media centena de soldados del Aqueronte se lanzaba de improviso para apuñalarlo con hojas de muerte. Desde la perspectiva de Azrael, el santo de Mosca estaba estático, así como los guerreros muertos que trataron de asesinarlo y los que se levantaban en derredor. Cientos, miles… Decenas de miles se alzarían en cuestión de segundos por todo el lugar; no pasaría siquiera un minuto antes de que la Unidad Themyscira cayera. Y Azrael era consciente de todo eso. No veía con los ojos ni oía con los oídos; percibía el mundo con el sentido que trascendía los otros seis.

Sintiendo cómo incontables recuerdos le aguijoneaban el cerebro —imágenes de lugares en los que nunca estuvo, voces de personas a las que nunca conoció o con las que apenas tuvo contacto, como Altar Negro—, Azrael optó por dejarse llevar por aquella fuerza inmensa que latía a la par de su corazón. Apuntó a los soldados del Aqueronte con la palma abierta como una mera formalidad, pues en cuanto vio que los cincuenta guerreros muertos se desintegraban le pareció que podía lograr eso con solo pensarlo.

El monte Lu dominó la mente de Azrael durante una fracción de aquel segundo eterno. El entrenamiento con Shiryu de Dragón, las enseñanzas sobre la esencia del cosmos —él debía conocerla por sí mismo, pero la insistencia de Azrael en hallar una forma de neutralizar la inmortalidad de los soldados del Aqueronte mediante el cosmos lo llevó a algunas respuestas concretas—, el más terrible de los fracasos de Akasha y la decisión de desechar el sueño de convertirse en santo. Después de todo, ese sueño egoísta nunca fue para él tan importante como el deseo de protegerla por siempre.

Entonces supo que no había destruido a los soldados del Aqueronte con el pensamiento, él no era un psíquico. Lo que desintegró a los cincuenta soldados no era más que cosmos, manifestado en ondas invisibles que se internaban en la estructura interna de la materia, provocando que colapsara sobre sí misma.

La parte del Aqueronte allí manifestada, ansiosa de tamaño poder, empezó a sorber una energía ilimitada que solo debían poseer doce hombres por cada generación. El poder que permitía a Azrael ver el mundo detenido empezó a menguar, tal y como años atrás, antes de desprenderse de esa parte de él, había previsto.

En la Noche de la Podredumbre, Ichi de Hidra ofrendó su vida para llenar el Aqueronte de un cosmos que imitaba el veneno de la legendaria bestia mitológica. Gracias a ese acto, los soldados que el Aqueronte creaba aparecían enfermos e inútiles. Fantasma de Lira se sacrificó para replicar aquella proeza, otorgando a Azrael la oportunidad de alcanzar a Makoto y curarlo, si bien no más que eso. Un tiempo de respiro.

El efecto del poder que Azrael había despertado fue un poco más directo y duradero.

Todos y cada uno de los soldados de la legión de Aqueronte empezaron a resquebrajarse. Una especie de seísmo muy localizado nacía desde el pecho de los muertos, rompiendo primero los enlaces entre los átomos y luego los propios átomos. Mientras el dios del dolor quisiera valerse del poder que había arrebatado al estático Azrael, todo lo que creara sería destruido incluso antes de que terminara de formarse.

El coste de aquel movimiento fue un fuerte dolor de cabeza, semejante a los que había tenido desde el Cisma Negro. En esa ocasión no se desmayó, más bien, el dolor le aclaró la confundida mente, que naufragaba entre escenas inconexas.

Cuando se trasladaron a Jamir, le dijo a Akasha que se desharía del cosmos que trataba de despertar como una forma de expresar que abandonaría los entrenamientos, pero a un nivel subconsciente había hecho eso mismo, en verdad. Obligó al poder que nacía dentro de él a marcharse, reduciéndole a un hombre común y corriente, la clase de hombre que pudiera seguir al lado de Akasha, siéndole leal a ella y solo a ella.

Pero el cosmos no era un apéndice. En cierta forma, estaba más unido a uno mismo que cualquier parte del cuerpo. Por ello, cuando se desprendió de él, lo único que Azrael consiguió fue crear una sombra de sí mismo. Alguien que pudiera actuar como el santo que pudo haber sido, uno de los doce del Zodiaco.

Todas las acciones que aquel ente sin personalidad había realizado, incluso las más atroces, le llegaron de una sola vez. Para Azrael, el asistente, los últimos seis años habían sido un dolor de cabeza; para el ser que había creado sin darse cuenta, al otorgar voluntad propia a su cosmos liberado, habían sido una sucesión de muertes sin sentido o propósito. Sí, eso había sido aquella criatura: un ente sin capacidad de elegir, carente de un rostro, cargando con un nombre que le fue dado por Altar Negro.

«Adremmelech —pensó Azrael, casi escuchando cómo Gestahl Noah divagaba sobre los fundadores de la orden ateniense. Al parecer, el gólem al que su cosmos había dado forma una y otra vez, se parecía al primer santo de Capricornio.»

En más de un sentido, esos seis años habían perfeccionado la estrategia que Azrael había ido maquinando desde que Shiryu de Dragón aceptó entrenarlo. Ya que su cosmos actuó por sí solo durante todo ese tiempo, podía seguir haciéndolo aun después de ser absorbido, aun si se trataba de uno de los ríos del infierno.

De repente se dio cuenta de que Makoto pisaba ya el suelo, con cara de estar viendo un fantasma. Los ojos estaban muy abiertos, la boca formaba una mueca a medias de espanto y de confusión. Al mismo tiempo, Azrael se vio avasallado por los recuerdos más recientes del ente que por seis años había sido conocido como Adremmelech, el Caballero Sin Rostro: después de caer frente a Titán de Saturno, ya no pudo seguir creando cuerpos y desapareció para volver a renacer desde la fuente, que era él mismo. El proceso lo mantuvo en el hospital del Egeón, en coma, mientras de nuevo ordenaba subconscientemente al cosmos que se apartara de sí. Adremmelech, de nuevo libre, estuvo de algún modo presente durante la batalla del santo de Mosca y el santo de Orión, así como en el posterior alzamiento de la legión de Aqueronte.

«Ya veo —pensó, retrocediendo por instinto al ver la expresión deformada de Makoto. Era evidente que lo estaba viendo—. Es gracias al cosmos que pude llegar hasta aquí. Yo… Todo este tiempo pude…»

Recordando que la ilusión de un tiempo moviéndose a cámara lenta se debía a sus propios reflejos y velocidad, se desplazó más allá del área afectada por Morpheus —el cuál no le había afectado en ningún momento, incluso antes de ser consciente del reencuentro con aquella parte de él, gracias al cosmos—. Echó un rápido vistazo a las amazonas: muchas habían caído, otras, como la capitana Helena, estaban por golpear lugares en donde debía estar el enemigo y ahora solo quedaba el aire. Proyectiles, armas, puños y piernas se mantenían en el aire aun ahora.

El siguiente destino fue fácil de localizar. Como quien agudiza el oído para oír un susurro, o el que entrecierra los ojos tratando de ver algo que está demasiado lejos, así llegó a sentir cinco cosmos que luchaban cerca del monte Etna. Llegó hasta ese alejado punto enseguida, donde vio la tierra abierta y a Rin y las demás luchando en una grieta muy profunda, alumbradas por una luz azul. Un zafiro.

Las santas, en especial Elda, habían hecho todo lo posible por controlar el terremoto a la vez que luchaban con el alma del gigante, que como los que habían enfrentado hasta ahora se manifestaba en forma de una catástrofe teniendo por epicentro una joya.

Veloz como el relámpago, golpeó el zafiro con más precisión que fuerza, temiendo que un exceso pudiera afectar a las jóvenes guerreras. Fue suficiente. El brillante corazón se resquebrajó. El alma del gigante regresaría a Cocito, donde se quedaría para siempre ahora que todas las salidas del Hades estaban selladas. Al menos eso esperaba.

 

Mientras volvía sobre sus pasos, las enfermizas aguas del Aqueronte empezaron a burbujear entre cuerpos que nacían ya explotando en mil pedazos. El río infernal no podía reformar a ni uno solo de los setenta mil soldados que Azrael había destruido, en ello había resultado la existencia de Adremmelech de Capricornio.

Llegó justo a donde estaba Makoto sin saber bien cómo explicarle lo que había sucedido. Él mismo no lo entendía del todo, aunque poco a poco se decía que debía aceptarlo. Adremmelech, el Caballero Sin Rostro, era él mismo, el cosmos que rechazó y que sin embargo había actuado según su voluntad. No debía juzgarlo, no podía decir en voz alta que él jamás habría hecho alguna de las terribles cosas que él hizo, ya que todas las acciones de ese ente estuvieron encaminadas al mismo deseo que lo había mantenido en pie durante más de una década. Desde que la conoció, o quizás…

«¡Estoy feliz! —le decía Akasha, con el pequeño rostro oculto tras una fría máscara de metal—. De verdad, ¡lo juro por Atenea!»

Incluso si había vuelto a servir a Altar Negro, incluso si se llevó a tantos jóvenes aprendices consigo, incluso si había derramado la sangre de tantos… Descubrió, avergonzado, que sentía orgullo de que aquel demonio fuera parte de él. Adremmelech, el que salvó a Akasha de la profunda oscuridad, el que la ayudó frente a los Astra Planeta, era también Azrael, el asistente.

¿Cómo podía explicarle a Makoto todo aquello? Frente a él, cada vez se movía más rápido, aunque a un mismo tiempo hacía menos movimientos. Solo movía la cabeza de un lado a otro, quizá tratando de desperezarse.

«No es un sueño —se dijo Azrael—. Es real. Este es el poder del santo de Capricornio, que actuó por sí solo durante seis años. Que tuve que utilizar porque alguien no quiso reconocer que tenía miedo…»

Ese último pensamiento le dio una idea. Quizá no era la mejor manera de explicarse, pero era al menos una manera. Al tratar de sonreír, bebió sin querer algo de sangre que le bajaba desde la nariz. La cabeza retumbaba. El cosmos, poco a poco, desaparecía, y el tiempo volvió a avanzar con normalidad.

 

***

 

En cualquier otro momento, la masacre la legión de Aqueronte habría sido un destello de luz para Makoto. Sin embargo, así fuera por poco tiempo, incluso si no era más que un milagro, había despertado el Séptimo Sentido en el combate con Jäger, por lo que de forma inevitable captó retazos de lo que ocurría frente a él.

Azrael cubierto por un halo dorado, moviéndose a la velocidad de la luz, destruyendo a todos y cada uno de los guerreros del río infernal con el mero acto de estar de pie. Durante el instante en que Azrael dejó de estar allí, la presencia que estaba tratando de hundir la isla de Sicilia desapareció. Debía haber vuelto a Cocito.

—¿Eres un santo? —preguntó al fin, luego de probarse a sí mismo, mediante pellizcos, que no estaba soñando—. Eres un santo de Atenea —afirmó.

—Más o menos —contestó Azrael, dubitativo.

Se había limpiado la sangre de la nariz con la manga, por lo que aún quedaban restos en torno al labio, pruebas de mortalidad que ofrecían a Makoto algo de alivio.

—Uno no es un santo más o menos. Lo es o no lo es.

—Lo soy. Soy un santo de oro.

Si no fuera porque acaba de verlo con sus propios ojos, no lo creería. Se habría reído a gusto, incluso si hacerlo le destrozara las costillas. Todo se sentía tan irreal.

—¿C-cómo eres un santo de oro?

 —No lo sé. Solo quería ayudaros y ocurrió.

—¡Si eres uno de los doce hombres más fuertes del mundo tienes que saber por qué!

Irritado y hablando a gritos, Makoto se había acercado a Azrael hasta que solo un palmo los separaba. El asistente parpadeó varias veces, confundido.

 —Sí que se mueven a la velocidad de la luz —comentó luego de un rato de silencio—. Los santos de oro, quiero decir.

Por algunos segundos, Makoto no dijo nada. Se limitaba a respirar, calmando algo que bullía dentro de sí, ansiando salir. No pudo hacerlo por mucho tiempo y pronto un puño cubierto de vendas impactó contra el rostro de Azrael a una velocidad subsónica.

Makoto siempre había controlado su fuerza en las discusiones con el asistente. De hecho, hasta ese momento, prefería evitar golpearlo, se lo mereciera o no. Aquel puñetazo, si bien no habría sido suficiente para matarlo —Azrael era más duro que una roca, en eso las jóvenes guerreras que tenía por hijas no se equivocaban—, sí que le habría causado un daño importante, de ser el de siempre.

No ocurrió nada. El rostro de Azrael apenas se movió y no había ninguna herida visible. No en él, al menos, pues el puño de Makoto crujió en el momento en que chocó contra el asistente, reforzado por un cosmos que había brillado como el oro.

—Pienso ir golpeándote más y más rápido —dijo el santo de Mosca, dolorido—. Hasta que veas con tus propios ojos lo que es la auténtica velocidad de la luz.

—Si hubiese sabido que tenía este poder, no te lo habría ocultado.

—Por Atenea… —suspiró Makoto, golpeándose la frente. Fue raro no sentir el casco, recién reparado por el diligente Kiki. Ya apenas quedaba nada del manto sagrado, ¿habría alcanzado el brillo dorado en el último momento?—. No me enfadaré porque nos hayas ocultado ese pequeño detalle. No soy tan infantil, ¿sabes?

—Creo que la confianza entre dos personas es importante, no infantil —replicó Azrael, muy serio—. Ni siquiera yo o la señorita Akasha sabíamos esto, no es un secreto que estuviera ocultando, sino algo que no sabía.

—Azrael, santo de oro… —murmuró Makoto entre dientes, casi riendo—. ¿Qué se supone que eres? ¿El decimotercero o algo así?

El asistente guardó silencio.

—Ya lo averiguaré, por ahora creo que debo darte las gracias.

—¿Por qué?

—¡Hasta quieres que lo diga en voz alta! Por salvarme. Oh, dioses, quién lo habría dicho hace trece años. Este es un mundo extraño.

—Pero si fuiste tú quien derrotó a Jäger —observó Azrael quebrando la barrera de fingida seguridad que Makoto había levantado. No esperaba recibir reconocimiento en ese momento—. Ambos hicimos nuestro mejor trabajo, como santos de Atenea.

El asistente extendió la mano, como un gesto conciliador. Viéndolo, Makoto empezó a darse cuenta de la magnitud de lo que había ocurrido —la derrota de Jäger, el gigante, los monstruos del Flegetonte y los guerreros muertos del Aqueronte—. Habían ganado.

—¿Piensas que esa es la forma en que dos compañeros celebrarían una victoria? —Por lo que había entendido, Fantasma de Lira, él mismo y hasta Azrael habían luchado para alcanzar ese momento, para proteger a sus compañeros y las gentes de Sicilia; aun doliéndole la muerte del músico, aun cuando odiase no haber podido salvarlo, tenía que ver ese momento como una victoria. Cualquier otra cosa sería insultar la memoria de quien sentía un igual de los héroes de su infancia—. ¡Vamos!

Con los brazos extendidos a los lados, se quedó unos segundos viendo a un extrañado Azrael. Luego de un rato, algo incómodo, aunque impulsado por la euforia, le dio un abrazo a aquel alocado asistente.

 

—Oh, mira, capitana. Ni siquiera me esperaron.

Los dioses habían querido que justo en ese momento tres miembros de la Unidad Themyscira —Eco, Li y la capitana Helena—, llegaran hasta Azrael y Makoto. A pesar de las máscaras y los visores Corvus que las amazonas habían llevado en todo momento para protegerse del gas somnífero, Makoto reconoció a la guerrera en el acto.

—¡Hemos ganado! —dijo a gritos, lanzándose sobre aquellas tres sin pensar. Solo Helena pudo zafarse del abrazo de oso—. ¡Hemos ganado porque Azrael es un santo de oro! —exclamó, ya sin aguantar la risa.

—Ay, ay, capitana. Parece que Makoto ya terminó de volverse loco.

 

Mientras el resto de amazonas supervivientes se iban uniendo al grupo, después de haber superado el desconcierto de ver cómo los enemigos con los que habían luchado simplemente se evaporaron junto a las aguas del Aqueronte, incluso Azrael se permitió contagiarse de la alegría que Makoto dejaba con cada grito y abrazo. Sonrió.


OvDRVl2L_o.jpg


#398 Rexomega

Rexomega

    Friend

  • 1,843 mensajes
Pais:
Espana
Signo:
Aries
Energia:
Cosmos:
Ataque:
Defensa:
Velocidad:
Victorias:
1
Derrotas:
0
Total:
1

Publicado 27 febrero 2023 - 15:55

Saludos

 

Capítulo 152. Fobos de Marte

 

La sonrisa de Azrael fue el último gesto realizado antes de que el tiempo se detuviera en ese rincón de Sicilia. No era una cuestión de la velocidad y reflejos de Fobos, quien apareció como por arte de magia justo donde estuvo el cadáver de Jäger; el flujo de eventos se había pausado de forma súbita, permitiendo al recién llegado contemplar los alrededores con detenimiento. ¡Cuán inútil había resultado ser Jäger de Orión! A pesar de sus susurros, que habían de dispersar las dudas que la santa de Piscis le insertó con otro vacuo discurso sobre la misericordia de Atenea, el llamado Cazador había muerto sin lograr una sola de las cosas que se propuso. Sin la fe en los hombres y la cercanía a la diosa de la guerra y la sabiduría, no quedaba nada del héroe que llegó a ser en la era mitológica, no era más que un vagabundo de otro tiempo buscando la muerte.

«Qué decepción —pensó Fobos—. Tendré que ocuparme yo de Damon.»

El otro santo de plata se le antojaba más interesante. No el que falleció, pues nada le provocaba a esas alturas que los de su clase murieran para proteger a otros, sino el superviviente. Ese guerrero japonés que sonreía junto a tres amazonas, como si no fuese a pasar nada malo en adelante. El deseo de llenarlo de temores, al igual que hizo con los santos de Aries, Tauro y Sagitario, lo inundó por una breve fracción de ese segundo eterno, pero pronto la sorpresa inicial se esfumó. Seguía siendo solo una mosca.

Miró un momento a las mujeres, desechándolas enseguida. Eran buenos soldados, pero él no estaba buscando un soldado, sino un general.

—¿Ya estás preparado? —dijo Fobos, mirando al asistente.

Tras dar tres vueltas en torno a Azrael y asentir, conforme con algo que solo él sabía, tomó la pistola que el asistente no llegó a usar.

—¿Qué pretendes hacer con eso? —dijo la voz de Cratos, solemne.

—¿Has olvidado que no puedes causar ninguna clase de daño físico, dios del miedo? —añadió la voz de Bía, burlona, antes de aparecer junto a su compañero.

Ahora que el flujo de eventos se había detenido, nadie debería poder moverse, siempre y cuando obedeciera las leyes físicas. Los que dominaban el cosmos más allá del Séptimo Sentido, por desgracia, tenían formas de trampearlas. Desligándose de los siete anteriores, podían despertar el Octavo Sentido y, a través de la comprensión de su alma inmortal, trascender las limitaciones del universo material e incluso el espiritual. Así, los cinco héroes legendarios viajaron al Hades con vida junto a otros santos de renombre; así, Cratos y Bía habían viajado desde la Colina del Yomi a este punto.

—¿Os echaron del patio de juegos? —preguntó Fobos, divertido.

—Sabes que sí —cortó Cratos, impertérrito frente a la pistola con la que el dios del miedo parecía apuntarle. Debía considerarlo un delirio más del más retorcido hijo de Ares—. El santo de Lira se unió a la marcha de los muertos y esa Abominación cortó toda comunicación en nombre del Santuario. Lograste lo que querías.

Fobos apretó el gatillo, desatando un sonido de disparo sin que ninguna bala saliera del cañón. El arma se deshizo en humo, como un juego de ilusionismo, dejando tras de sí una daga dorada que sí que suscitó temor en el semblante de Cratos.

—¿Qué sabes tú de lo que quiero, ángel de la Fuerza?

—Guerra —atajó este sin dudar—. Eso alimentas por todo el mundo, guerra. Tus actos nos distraen de nuestra verdadera misión, encontrar el ánfora de Atenea.

Antes de responder, Fobos respiró durante un largo rato el hedor del Aqueronte.

—El río del sufrimiento —explicó el guardián de la Esfera de Marte—. Encerrado en el Hades de tal forma que ni Nimrod de Cáncer, aquel al que llamas Abominación, puede salir de la Colina del Yomi. ¿Te has preguntado de dónde viene, ángel de la Fuerza? Te lo diré: la Esfera de Saturno. Es una réplica del auténtico Aqueronte, creado para servir como arma a quien sin duda trabajaba para Titania de Urano. Como ya habrás deducido entonces, ángel de la Fuerza, yo no provoqué la muerte de Fantasma de Lira.

Cratos caminó hacia aquel ser con paso firme, deteniéndose empero cuando la punta de la daga dorada chocó contra el peto de su gloria. Esa arma era peligrosa, lo sabía.

—¿Niegas tu implicación en esto, dios del miedo?

—¿Lo haces tú, ángel de la Fuerza? Os presentasteis como dos ángeles del Olimpo cumpliendo una misión, digamos, diplomática, después de que la Madre de los Demonios dejara algunos retoños monstruosos aquí y allá, a la vez que el gigante que se arrodilló desperezaba a sus hermanos, porque no es bueno que los santos de Atenea estén desocupados y puedan pensar en todo lo que implica entregar el ánfora. No he hecho nada en este día distinto a vuestro espléndido trabajo hasta ahora. Estamos en el mismo barco, remando hacia un mundo que no esté bajo el control del Hijo.

—Ocultas mentiras con medias verdades —acusó Cratos, desviando empero la mirada hacia el asistente. Aquel sujeto común todavía radiaba de un cosmos dorado que, juraría, le era conocido—. Adremmelech, el más fiel a los siervos de la falsa Atenea. ¿Es posible que dos miembros del Zodíaco hayan reencarnado en la misma época?

La apariencia y el nombre eran distintos, pero si el Rey Demonio había decidido encarnar en humano, bien podría haber adoptado esa forma.

—No existen las coincidencias —terció Bía, hasta el momento mera espectadora—. Aunque por otro lado, el sentido del humor de los dioses es algo retorcido.

Tanto era el interés de los ángeles por aquel hallazgo, que por un momento olvidaron la asfixiante presencia de Fobos. Cratos ni siquiera notó que la daga ya no chocaba con su peto hasta que la vio girando entre los encallecidos dedos del guardián de la Esfera de Marte, el cual dejó el arma con sumo cuidado justo donde había estado la pistola, en el bolsillo. Acto seguido, dedicó a ambos una inocente sonrisa.

—No te haces una idea, mi querida Bía —dijo Fobos—. Detrás de tanta solemnidad, podemos ser muy, muy bromistas.

—También crueles —se atrevió a advertir Cratos—. Si ya has acabado con tus intrigas, vete, dios del miedo. No hay lugar para ti en la Tierra.

La sonrisa de Fobos se amplió.

—¿Qué dios hay en el cielo que venga a detenerme?

—Preocúpate de los que hay en la Tierra —atajó Cratos.

—¿Poseidón? —preguntó Fobos, divertido con la idea—. Él ha prohibido de forma expresa la entrada de los Astra Planeta, en efecto. Por ello Titania ha debido a recurrir a otra gente, cosa que no le gusta hacer. Un par de ángeles, sí, y una leyenda viva que resultó ser un fracaso legendario. ¡Qué afortunada es de que un hijo del dios de la guerra hubiese previsto que todo iría mal con una planificación tan apresurada! Por eso estoy aquí, ángeles míos, para ayudar a una compañera en momentos de dificultad.

Cratos frunció el ceño. Parecía raro que Titania hubiese decidido confiar en el dios del miedo, pero, ¿quién podía saber con exactitud qué pensaban los Astra Planeta? Ella no había llegado a avisarles de aquel santo de Orión que encontraron en la Colina del Yomi, pero al menos debía ser cierto que Jäger era un enviado de la séptima astral.

—Fobos es parte de la Esfera de Marte —aclaró Bía, malentendiendo la confusión de su compañero—. No es uno de los Astra Planeta, en realidad. Ni siquiera puede intervenir directamente. A falta de omnipotencia, él tiene…

—Tendrás que disculparme, Bía, si detengo a una dama de hacer ciertos comentarios inapropiados. ¿O acaso pretendéis esconder con palabras lo mucho que teméis el momento en que debáis luchar con los santos de Atenea?

Ni Cratos ni Bía respondieron a aquella observación. Fobos, divertido, lo tomó como una invitación a seguir hablando.

—Ahora que se han roto las negociaciones, solo os queda luchar contra un ejército invicto. Ni todas las huestes del Hades han podido acabar con las fuerzas que protegen este planeta, así que nadie os culparía si salierais huyendo, ¿sabéis?

—La señora Titania confió en nosotros para esta tarea —espetó Cratos, ignorando la risa mal disimulada de Fobos—. No le fallaremos.

—Lo que quiere decir mi tímido compañero —añadió Bía, relamiéndose—, es que nada en el mundo nos haría perder la oportunidad de demostrarle a Atenea lo endeble que es la orden que construyó sobre un pasado olvidado.

—Tenemos una razón para estar en este mundo —concluyó Cratos—. ¿Qué hay de ti, vástago de la Guerra y el Amor? Aun si olvidara que fuiste castigado por el Olimpo, tu lugar está en el corazón de los hombres, ni siquiera debiste haber adoptado una forma física en primer lugar, mucho menos intentar tomar la apariencia de la Muerte. ¿Esta es la segunda vez que te opondrás a la voluntad de los dioses? —acusó, desafiante.

El silencio de Fobos fue de lo más elocuente. Bía, riendo, respondió a su compañero.

—Fobos se opone a la voluntad de los dioses a diario, en realidad. Y de esa forma es parte de ella. Los designios de Zeus son inescrutables. Nosotros servimos al Olimpo como ángeles, luchando contra los enemigos de los dioses, y por hacer nuestro trabajo acabamos muriendo en la ignominia, al igual que los dioses del Zodíaco.  Encelado, quien luchó contra Atenea tiempo ha, es ahora el sexto miembro de los Astra Planeta.   Y lo mejor queda para el final —concluyó Bía, sacando con sumo cuidado el polvo sobre la armadura de Azrael. Era tan raro aquel gesto, que ni Cratos ni Fobos dieron demasiada importancia a cómo la mano del ángel se iba acercando poco a poco al bolsillo del asistente; parecía una madre preocupada, nada más, nada menos—. Yo que caminaba sobre la Tierra en esos tiempos en que mortales e inmortales se mezclaban sin recato, puedo jurar que jamás pensé que mi retoño, mi Rey Demonio, llegaría al extremo de reencarnar como un simple hombre por una mortal.

En esa confesión había, de nuevo, el orgullo y el asombro de una madre, por lo que nadie tendría por qué sospechar nada de lo que pretendiera hacer. Sin embargo, y aun cuando el ángel tomó la daga y se apresuró a degollar al guardián de la Esfera de Marte a una velocidad superior a la de la luz, nunca llegó a acertarle. El arma dorada se esfumó entre sus dedos y volvió al lugar donde Fobos la había depositado.

—Las armas que matan dioses están sobrevaloradas —aseguró el anciano con una sonrisa—. ¿Tan preocupada estás por ese hombre que estás dispuesta a cometer el peor crimen posible, Madre de Demonios?

Bía alzó una ceja con fingida indignación.

—Solo quería ahorrarte la venganza que caerá sobre ti si juegas con fuego, dios del miedo. Si eso es un crimen, aceptaré gustosa el castigo.

—Basta, Bía. Nuestro objetivo no es Fobos, ni ese hombre —advirtió Cratos, señalando a Azrael—. Vámonos, antes de que el dios del miedo nos desvíe del camino.

—El ánfora de Atenea está en Bluegrad —dijo el guardián de la Esfera de Marte cuando el par de ángeles hacía ademán de marcharse. Los dos centraron enseguida la atención en Fobos—. Es muy astuta, esa Suma Sacerdotisa. Así como un día el Sustento Principal fue usado para ocultarla, ahora el Trono de Hielo cumple el mismo fin. ¡El arma más poderosa de ese planeta azul, convertida en el más sólido escudo! Como os dije, Titania es afortunada de tener un compañero tan previsor como yo, pues fue mi influencia lo que condujo al rey Alexer a sentarse en el sitial del invierno y revelar lo que este oculta a ojos convencionales y extraordinarios.

Los ángeles se miraron entre sí, inseguros de confiar en aquel hijo de Ares.

—Si dice la verdad, debemos ir a Bluegrad.

—¿Tú y yo contra esos que se dicen hijos del invierno, Cratos?

—En eso tienes razón, Bía, sería excesivo —intervino de nuevo Fobos—. Como siervos de los Astra Planeta, volvéis a ser intachables ángeles del Olimpo, portadores de la justicia divina. Librad batallas más honrosas, con los santos de Atenea, mientras yo que aun no llego a tan virtuoso estado, hago el trabajo sucio.

—¿El dios del miedo quiere ser un héroe? —Dando un saltito, Bía posó los brazos alrededor de Fobos, mirándolo con intensidad, Había tomado la daga e intentado clavársela en la nuca, pero de nuevo ocurrió lo mismo: el arma en el bolsillo del asistente y ella actuando como si nada pasara—. ¡Qué enternecedor!

—Nada tan dramático —dijo Fobos, desapareciendo para aparecer por encima del par de ángeles, de pie sobre el cielo—. Mas sí que haré una buena acción para compensar el pecado que sin duda piensas cometer, Cratos.

Aquella declaración sorprendió a Bía, quien siguiendo la mirada de Fobos, llena de malignidad, llegó hasta un imperturbable Cratos. La sola idea de que aquel serio ángel quisiera desviarse del camino recto le pareció de lo más divertida. Rio.

—El día en que un hijo de Ares haga algo bueno por los hombres o los dioses, no habrá un infierno bajo nuestros pies.

—A eso es a lo que me refiero con lo dramático. Mis pasadas acciones apenas sirven de contrapeso para la bondad de mi hermana, tan dulce ella —aseguró, teatral, mientras veía con el rabillo a Azrael, el asistente—. ¡Mas hoy seré un igual de la diosa de la armonía, ángeles, y reuniré a quienes desean reencontrarse! ¡El ama y el siervo!  

Tal declaración rompió el hechizo que dominaba Sicilia. El tiempo volvió a fluir con normalidad y las comunicaciones se restablecieron. Cratos ascendió a los cielos como una columna de luz, Fobos se tornó en sombras que al punto cubrieron al asistente, y Bía, fundida con el aire, vio ese fenómeno con más curiosidad que preocupación. ¿Qué podía querer el dios del miedo de un mortal, incluso si este fue tan importante en otra vida? Tuvo el fugaz pensamiento de perseguirlos a ambos, fundiéndose con el universo, pero entonces supo a dónde se dirigían y desechó semejante idea.

Nada se le había perdido en la Esfera de Marte. El ángel de la Violencia desapareció oyendo los gritos de Makoto y las tres mujeres.

Eran encantadores, los amigos de su hijo.


OvDRVl2L_o.jpg


#399 Seph_girl

Seph_girl

    Marine Shogun Crisaor / SNK Nurse

  • 983 mensajes
Pais:
Mexico
Sexo:
Femenino
Signo:
Acuario
Energia:
Cosmos:
Ataque:
Defensa:
Velocidad:
Victorias:
0
Derrotas:
0
Total:
0

Publicado 27 febrero 2023 - 18:15

Cap 150. Jager contra las peleas inutiles

 

Vamos, que Jager ve a Makoto como una diminuta mosca contra la que no quiere pelear porque eso es perder el tiempo, PUNTO A SU FAVOR, el único que le daré pues este es de los míos, también está en contra de las batallas inútiles.

PEEERO sabemos que Makoto es como que muy prota por lo que va a tener que batallar con él, sí o sí.

 

Jager cree que con ese ataque que nunca mata a nadie será suficiente para matar a la Mosca, pero na-nai, entendió que iba a necesitar un matamoscas más grande para enfrentarlo.

Makoto pues le suelta a Jager que ya se conocen, pues resulta que en sus días de caballero negro cruzó caminos con Orión cuando este se hacía llamar Ignis.

Makoto quiere charlar pero Jager ya habló lo que tenia que hablar con el santo de Lira y no se va a repetir, por lo que entre piñazos aquí y allá, rápido se da cuenta que Makoto quizá no tenga potencia en los golpes pero tiene trucos locos.

Entre palabras y golpes, llegan al tema de la Falsa Atenea, por lo que Jager le cuenta en resumidas cuentas todo ese lio ancestral, pero pues Makoto no cree que Akasha terminen igual que la falsa diosa... ¿verdad?

 

Pues Jager solo necesita recordar su aversión hacia la falsa Atenea y los del zodiaco primordial para dejarse de juegos y meterle una madrina a Makoto, pero en eso que llegan las santias para malestar del Orión misógino quien ni si quieras le habla, solo las ataca y ya jaja "Más peleas inútiles" ha de estar pensando XD

Las chicas intentan atacarlo pero pues nada. Antes de que Orión las haga puré Makoto interviene, reanimado como el buen sucesor de Seiya que aspira ser.

En medio de todo eso, que el espíritu travieso de un gigante empieza a querer hundir la isla, y pues eso hace que el equipo se vuelva a dividir, las santias a por el gigante y los machos se quedan en su pelea de 1 vs 1 jaja

 

De algún modo el truco de Makoto de absorber la energía con la que lo golpean y regresarla pone a Jager en apuros jaja.

Sin quererlo, ambos empiezan una pelea de ideologías y golpes, no tan buen duelo de rap como con Fantasma, pero algo hay de eso.

E igual que el santo de Lira, Makoto cae, pero después de recibir 14 agujas escarlata, y pues Jager le tuvo un poco de compasión y por eso no lo reventó con Antares...y por eso le irá mal, porque Makoto se levanta y ya ahí Jager se enojó, pero al lanzarle la Antares, anda que Makoto se enviste con ese velo de protagonismo por el que efectuará el milagro que Seiya y sus amigos lograban cada temporada.

Movido por el 'ultra instinto' Makoto comenzó a esquivar todos los ataques de Jager y de un momento a otro mientras Makoto recordaba su vida durante todo este fic, ZAZ! ¡Alcanza la yugular de Jager con los dedos!

Ni el mismo Jager se lo cree, por lo que el santo de Mosca le da un segundo piquete que casi lo decapita, matándolo.

El gigante Goliath fue derrotado por David y su onda. Ahí queda entonces el santo de Orión, el que aspiró demasiado (pasto), el futuro nuevo Patriarca, próximo verdugo del Zodiaco Primordial, el que doblegaría a los gigantes y siguiente dueño del trono de hielo.

 

 

Aun así, Makoto sabe que no puede sentarse a descansar, ocupa ir a ayudar a los demás, pero en eso estaba cuando OH SORPRESA, que para suplantar a Jager el Aqueronte (o una de sus formas chinas) se hace presente porque ya extrañaba el protagonismo.

 

¡Y fin!

 

PD. Tremendo cap, sigue así :D

 


ELDA_banner%2B09_.jpg

 

EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#400 Seph_girl

Seph_girl

    Marine Shogun Crisaor / SNK Nurse

  • 983 mensajes
Pais:
Mexico
Sexo:
Femenino
Signo:
Acuario
Energia:
Cosmos:
Ataque:
Defensa:
Velocidad:
Victorias:
0
Derrotas:
0
Total:
0

Publicado 28 febrero 2023 - 13:35

Cap 151. El amo del Golem siempre fue...
 
Pues parece que Makoto se desmayó al ver que otras vez el Aqueronte regresó por más, geez.
Por fortuna, al despertar ve que Azrael de algún modo llegó hasta allí, lo alejó, evitó que se desangrara, lo  vendó y mantuvo a salvo hasta ese momento, pero pues varias bajas en esos escasos minutos de inconciencia.
Pues Makoto es testigo de que al fin, después de 151 episodios, Azrael pudo poner en práctica lo de gasear enemigos para dormirlos y tener algo de éxito jajaja, enhorabuena XD
 
Y aun en medio de todo ese caos y que las batallas ocurren a lo lejos, Azrael y Makoto tienen otro de esos momentos cuasi fraternales que me encantan ;__;
Jaja que importa que este fuera de lugar, se dan su tiempo para hacerla de mensos, pero bueno, al final Makoto vuelve a la lucha dejando a Azrael atrás, pero el asistente entiende que en Makoto está el deseo de "no morir" y eso causa un efecto en cadena que nos revela un gran hallazgo...
Tras una secuencia propia de Quicksilver en la pelicula de los Xmen o Metroman en Megamente, Azrael se mueve y mira todo lo que pasa y lo que estaba por ocurrir. Todos iban a morir, así sin más. Así pues, ahora él con el ultrainstinto activado,  empieza a recordar cosas que él no vivió ni escuchó, pero alguien más lo hizo por él...
Pero antes de indagar en el misterio, Azrael solo siente que está en sus manos salvar a todos, y dejándose llevar pues que solo apunta con la mano y hace mierd* a los soldados del Aqueronte, yeeeei decimos todos!!
Anda, que nos enteramos que Fantasma se entregó al Aqueronte disque para ayudarlos como lo hico Ichi hace mil ayeres, por lo que ahora que el aqueronte estaba drenándole cosmo a Azrael, pues el efecto en cadena fue que los soldados se empezaron a hacer añicos incluso antes de que pudieran empezar a formarse, hell yeah!!
En medio de todo eso Azrael lo descubre al fin, lo que unos caps atras parecía una locura resultó cierto, él siempre fue el santo de Capricornio, mientras que el cosmos que 'abandonó' para seguir siendo un hombre normal al lado de Akasha se volvió el golem que todos amamos XD, oh my god!!!
Azrael recuerda todo de golpe lo que hizo su Golem, por lo que seguro mucho podría contarnos, pero no hay tiempo para eso, que aparte tuvo que destruir el alma del gigante con la que sus hijas andan batallando y así regresar ante al asombrado Makoto a quien no sabía cómo explicarle tan loco caso, pero ¿qué se podía esperar de Azrael, el loco asistente?
Ahora cobra sentido mucho de lo que hizo Adremmelech antes, sobre todo cuando fue a salvar a Akasha atrapada en la oscuridad, ES G-E-N-I-A-L ;__;
 
Como sea, Makoto y él de nuevo discuten de manera graciosa la revelación de que es un santo de oro, jaja me matan, en serio. Y después de 151 episodios, Makoto al fin pudo golpearlo con algo de fuerza, comprobando que Azrael es tan resistente como para que romperse la muñeca con la que lo golpeó XD, DAMN!
Pues Azrael queria celebrar la victoria con un saludo de mano, pero Makoto no cabe de felicidad y exije un abrazo muy heterosexual entre amigos y aliados que acaban de ganar una batalla importante.
Van llegando las demás amazonas y pues Makoto empieza a abrazar a todas muy contento por el triunfo y  celebrar que están vivos. Azrael sonríe para cerrar este genial episodio.
 
PD. Tremendas revelaciónes, grandioso episodio, sigue así :D

ELDA_banner%2B09_.jpg

 

EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"





0 usuario(s) están leyendo este tema

0 miembros, 0 invitados, 0 usuarios anónimos


Este tema ha sido visitado por 81 usuario(s)

  1. Politica de privacidad
  2. Reglas generales ·