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Juicio Divino: La última Guerra Santa


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#341 Seph_girl

Seph_girl

    Marine Shogun Crisaor / SNK Nurse

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Publicado 17 mayo 2022 - 12:01

Cap 124. Quiero que Atenea lea mi fic
 
Pues reanuda el episodio desde el pie de Saturno, donde están Tauro, Escorpio, Acuario y Piscis luchando y debatiendo si es buena idea o no usar la Exclamación de Atenea. 2 a favor, uno en contra y a Iskandar le vale mientras decidan qué hacer en el próximo turno (Me encanta este Iskandar jajaja)
Pero anda, que mejor hay que abortar la idea porque vieron que los juguetitos de Titan estaban a punto de adelantarseles y mejor no jajaja, ¡retirada estratégica!
 
Volviendo al fuerte, vemos que Atlas se salvó por los pelos gracias a ¡Shion de Aries! (hola) ¿Y ese de donde salió? ¿Siempre estuvo allí? ¿Qué anduvo haciendo? Parece que esas preguntas no obtendrán respuestas porque pues están en medio de una pelea mortal. Pero en resumen, que Shion no fue un idiota como todos los demás al parecer jajaja.
El caso es que ya saben que Titan puede copiar y reproducir cualquier técnica existente ejecutada en cualquier punto del multiverso, excepto la de Akasha en ese momento (que conveniente XD), también que ni Tritos ni Titania piensan mover ni un sólo dedo en esa pelea, solo estarán de espectadores (buena suerte esa).
 
Después de entender que Titan sólo los ataca con la fuerza original de esos ataques copiados (y no con su propia fuerza) se envalentonan para continuar con la ofensiva, pero antes Akasha les da una bolita Gracia para apoyar a los 8 suicidas, digo, valientes.
Hay que hacer énfasis en que Seiya de Sagitario aun duda de la inocencia de Akasha y compañía (necio siempre, pero prudente de no sacarlo a relucir ahorita)
 
Mientras, desde el palco principal Tritos mira, solo le faltaba el cubo con palomitas mientras ve cómo se han organizado en duplas para atacar a Titan.
Tritos se alarma porque siente que el poder que están reuniendo es mucho y eso podría llamar la atención de la mismísima Atenea, y ahora resulta que es lo que Titania espera... WHAAAAA??!!
¿Y en serio llegará Atenea? Parece que ella es la lectora a la que aspira la note y le deje un review (bueno o malo XD)
 
Para acabar el cap, que Titan parece... er... envío a todos (o invocó) al río Aqueronte (jaja para que siga sosteniendo la cerveza de Titan :p) Pero tan amable él los puso sobre una barca de perdida XD.
¿Ahora qué pasará con esa cosa tramposa apareciendo en la batalla?
 
PD. Genial cap, sigue así :)

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#342 Rexomega

Rexomega

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Publicado 23 mayo 2022 - 14:39

Saludos

 

Seph Girl. Típico, escribes un fanfic inspirado por los grandes del mundillo y enseguida esperas que ellos te lean. O, yendo más lejos, que te lea el autor de la obra original y no sea un George RR. Martin que quiera quemarte vivo por hacer esas cosas.

 

Sí, nadie quiere que choquen dos Exclamaciones de Atenea si no hay santos de bronce con carnet de protagonista cerca. Qué bueno que te caiga bien Iskandar.

 

Creo que la primera pista que di de que además de los doce santos de oro convocaron a un Papa es que el templo papal estaba sobre el yelmo de Titán. ¿Dónde estaba Shion y qué hacía? Esas son preguntas que jamás obtendrán respuesta, ¿está claro?

 

La suerte de los santos de Atenea es conocida en el mundo entero.

 

Me gustó darle ese toque a Seiya, aprovechando que Omega nos ofreció a una versión del personaje más centrada y con más matices. ¡Gracias TOEI!

 

Estoy seguro de que a Tritos le gustaría tener palomitas, no solo para darle sabor al espectáculo sino para tener algo que hacer mientras Titania lo deja boquiabierto con sus sorprendentes ideas. Puedo imaginar a Atenea dándole una crítica hiriente y mordaz, en sintonía con su versión de los mitos, o demasiado buena, para no herir sus susceptibilidades. Es lanzar una moneda al aire y esperar de qué lado cae.

 

Los mayores tramposos del fanfiction de Saint Seiya reunidos en una sola batalla. Si los santos de Atenea salen vivos de esta, ellos sí que se merecen una cerveza. 

 

Capítulo 125. Traición

 

El primer pensamiento de varios fue que se trataba de una bien construida ilusión, pero ni los esfuerzos combinados de Atlas, Saga y Shion bastaron para negar la aplastante realidad de que aquella cosa solo les había arrojado al infierno.

—Hogar, dulce hogar —dijo Gugalanna.

—Es una copia —dijo Iskandar—. Titán puede copiar cualquier evento, no solo nuestras técnicas, ¿cierto? Pues lo ha hecho con el Hades. Si no, estaríamos muertos.

Shion, Seiya y Mystoria, quienes habían luchado contra las fuerzas del Hades y sabían de las características de aquel reino, asintieron, instando a todos a pensar en una salida. Era más fácil decirlo que hacerlo, pues no estaban solos.

Gordon de Minotauro cayó desde el cielo a toda velocidad, manteniendo la mano alzada como un hacha dispuesta para segar la vida de alguno de aquellos invasores. A pocos metros de llegar al barco, sin embargo, el espectro vio cómo los dedos y el pecho eran cortados por una patada aérea de Sugita. La Estrella Celeste de la Prisión desapareció antes de que siquiera terminara de partirse en dos.

—Parece que ya no le basta con enviarnos una técnica —apuntó Afrodita. El santo de Piscis percibió de nuevo la Fragancia Profunda, esta vez viniendo desde todas direcciones por encima del Aqueronte. Como si no fueran bastante problemáticas las aguas creadas para consumir toda vida—. Son muchos.

Ciento siete presencias giraban de forma incesante, guiadas por el remolino oscuro que era el cielo del Hades. Todas hablaban a la vez, gritando, sin que pudiera escucharse nada más que una tempestad de ruidos ininteligibles.

Todos los presentes eran conscientes de que ningún dios que hubiese bajado a la Tierra haría algo semejante: colocar todas las fuerzas de las que disponía frente a las del otro, reduciendo la Guerra Santa a una sola batalla, a un mísero momento. ¡Era un sinsentido, un insulto a la estrategia! Para empezar, el ejército ateniense gozaba de una mayor confianza por parte de la diosa, que permitía tal libertad que no era imposible descubrir más de una traición en la larga historia de cualquier versión del Santuario, y aun así se ganaba la lealtad de los más excelsos héroes. Reducir a un todo o nada la lucha contra esa clase de deidad era la apuesta de un loco.

Pero no importaba lo mucho que se racionalizase la situación. Los espectros cayeron en masa como una lágrima derramada por el cielo oscuro, así que el grupo de oro se preparó para atacar. Afrodita, que protegía el barco del astuto ardid de Niobe de las Profundidades, y Gugalanna, quien impedía que el estrafalario Youma de Mefistófeles, oculto entre los Jueces, los tratara de convertir en inofensivos bebés retrocediendo el tiempo, maldijeron en silencio no poder unirse a tan increíble ofensiva.

Vida y muerte chocaron con gran estrépito durante largos segundos de precario equilibrio. Entretanto, el Astro Marino de Atlas dejó caer sobre el Aqueronte lucillos de tonos verdes y azules, precediendo al mejor de los recursos con los que contaba.

De la enfermedad hecha río emergió una inmensa cola de pez, destellando las escamas como si fueran zafiros. Luego, mientras el Sol Negro de Kagaho se manifestaba junto al otro centenar de fuerzas para horadar la ofensiva dorada, un tritón de unos doscientos metros de envergadura se elevó en gloria y majestad.

Tenía el torso cubierto por una resplandeciente armadura de puro oricalco, solo interrumpido por las joyas que le decoraban el yelmo. La mano derecha sostenía un tridente casi tan largo como el ser, mientras que adherido al brazo izquierdo había un enorme escudo pulido al punto de que podía reflejar el inusitado fenómeno que había enfrente: el Zodiaco de Atenea y los espectros de Hades pulsando por determinar si era vida o muerte lo que debía perdurar en el universo.

Otros tritones como aquel se alzaron desde las profundidades del averno, liberando olas de podredumbre y almas en pena con cada batir de las brillantes colas. Entre las puntas de cada arma bailaban rayos blancos.

Como señor de aquellos seres, Pretorianos de la Atlántida, el santo de Aries les dio la guía que habrían de seguir. El Astro Marino que daba luz a aquel reino sin sol descendió a toda velocidad, digna muestra de la noble sangre que le corría por las venas.

Una explosión de brillo aguamarina llenó la totalidad del Aqueronte, negando toda visión. Ni santos ni espectros sabrían jamás el resultado de tal contienda, pues ya los primeros eran de nuevo arrastrados por el ilimitado poder de Titán.

 

***

 

Sin Saga de Géminis manejando la Otra Dimensión y sin el resto de santos turnándose para atacar sin descanso a Titán, la estrategia que tan bien habían ejecutado hasta ahora se vino abajo. Ni siquiera el hecho de que Seiya, de todos los convocados el más veloz, se hubiese librado del viaje al Hades cambiaba nada en absoluto.

Y eso a Tritos no podía importarle menos.

—¿Fuiste tú, no? Quien vio el futuro. Tú eres la traidora de nuestra generación.

—No —aseveró Titania, algo decepcionada por la falta de perspicacia del atlante—. ¿Acaso creíste que un dios podía aparecer solo para darnos los buenos días?

—¡En la Esfera de Júpiter! —exclamó Tritos—. Fobos había visto el futuro, por eso no estaba interesado en la reunión. Y te lo mostró a ti. ¡Tenemos…!

—Mi padre lo sabe ya, sin duda —interrumpió Titania—. Creo que lo supo desde que los hijos de Ares me mostraron la destrucción a la que estamos abocados. Es por eso que nos propuso a todos atisbar lo que habría de venir.

—¡Espléndido! ¡El comandante podrá cambiar lo que sea que hayas visto!

—Ese es el peor de los escenarios. —Titania cabeceó en sentido negativo—. En cuanto a lo que los hijos de Ares me mostraron, no es nada que no pudiera imaginar por mí misma. Si no hacemos algo para evitarlo, Caronte morirá a manos de Atenea.

—Imposible. —Tritos, asombrado, imaginó lo terrible que sería tener a la diosa de la guerra en el mismo bando que el Hijo. ¡Peor! Pues también Poseidón podría unírseles. Contra semejante trinidad, dudaba de que pudieran vencer por sí solos—. ¿Y aun así quieres que venga ahora? ¿Por qué no los hemos matado a todos todavía?

El pulcro rostro de Titania cayó hasta apoyarse en los dedos entrelazados. Costaba no molestarse con un compañero tan distraído. A Tritos no le sentaba bien el poder.

—Recibí mis dones divinos de Atenea —dijo al fin—. No somos dos partes de un contrato, sino diosa y adalid. La llamo desde el distante futuro hasta aquí permitiéndole sentir cómo santos de distintos mundos combaten en su nombre. Espero una lucha justa.

—La Esfera de Urano depende de Atenea. Si la diosa viene y decide cortarte las alas, le bastará un pensamiento para devolverte a la mortalidad.

—¿Qué tan distintos somos de los humanos si le tememos a la muerte?

—¡No puedes decir algo así mientras vistes la eternidad! Podrías morir… —rogó.

—A ellos no parece importarles. Míralos, Tritos. Conozco la envidia que ese ejército de necios va a despertar en tu inmortal corazón.

 

***

 

Todo había cambiado en el corto tiempo que los santos pasaron en el falso infierno.

El incesante aluvión de cosmos había debilitado la mayor parte del centenar de brazales con los que Capricornio bendijo a Adremmelech, quien no había parado de atacar. Nunca regresó a la defensiva, y eso costaba caro en semejante lucha.

Entretanto, Titán había descubierto algunas de las veces en las que las armas de Libra fueron arrojadas. Por los santos de bronce del mundo de Seiya de Sagitario, para derribar los pilares del reino marino, por Itia de Libra en un acto desesperado… Espadas, escudos, tridentes, bastones y barras, dobles y triples, impactaron en las muescas de una docena de guanteletes, cercenando dedos con gran facilidad.

Muchas de las manos del gólem se vieron azotadas por los eventos que imitaban cuanto había ocurrido en la batalla. El Vacío apareció en medio de nueve puños, no solo consumiéndolos, sino atrayendo la práctica totalidad de los brazos; las protecciones, vacías de contenido, enseguida caían. Otros tantos empezaban a ceder a la aplastante combinación del Astro Marino, Excálibur, la Explosión de Galaxias, las Rosas Pirañas, la Tormenta de Furia, la Ejecución de la Aurora y la Revolución Estelar. Mientras que Seiya solo podía neutralizar las perfectas imitaciones de sus técnicas.

Pero lo peor estaba esperando al regreso de los santos. Cuando todos aparecieron al borde del muñón de uno de los sesenta brazos que le quedaban a Adremmelech, del cuerpo de Titán nacieron cinco cosmos magníficos. Pegaso, Dragón, Cisne, Andrómeda y Fénix cayeron sobre el ejército ateniense con todo el poder que lograron desplegar en el lejano Elíseo, al término de la Guerra Santa con Hades.

Tener miedo en aquella situación era lo más natural. Miles de metros de oricalco, un prodigio imposible de ver en el mundo de los hombres, estallaban como el cristal. Los fuertes brazos del gólem caían uno tras otro sin que nada pudiera hacerse. Cualquiera que hubiese visto esa demoledora realidad, podría entender que los santos se rindieran. Podría comprender que los corazones de aquellos guerreros, desconocidos unos de otros, se llenaran de desesperación. Y sin embargo, ninguno claudicó.

 

Mientras Saga estabilizaba la Otra Dimensión, usada hasta entonces para volver los movimientos de Adremmelech casi instantáneos, el resto dio todo de sí para sobrevivir el eternizado segundo en el que aquellos cinco poderes sin parangón se manifestaron, usando los trozos del gólem, que ya caían, como plataformas para impulsarse. Desplegando la máxima fuerza que podían imaginar hacia el frente, trataron de reducir aunque fuera una fracción del milagro que un día nació para desafiar a los dioses.

La última visión que tuvo Mystoria fue la de un fuego más intenso que el de las estrellas, acaso a la par que la fragua cósmica de la que todas ellas nacieron, devorando la Ejecución de la Aurora antes de consumir hasta la última partícula de su ser. Cerca de él, Afrodita era congelado por una terrible tempestad junto a decenas de brazos mutilados en descenso, quedando todo reducido a un muro helado que llegaba desde el suelo hasta la altura del pecho del regente de Saturno.

Si ni el frío ni el calor divino avanzaron más, fue porque fueron absorbidos por el Vacío que Gugulanna invocó mientras moría en medio del choque entre una inamovible pared de una temperatura imposible y las llamas del inmortal Fénix.

Los Pretorianos de la Atlántida, autónomos, se movilizaron para afrontar el avance de un gran dragón esmeralda. Interponiendo los más sólidos escudos y descargando rayos de gran poder, lograron salvar la vida no solo del rey al que servían, sino también la de muchos más. El precio, sin embargo, fue alto. La mitad de los colosales tritones quedó reducida a una explosión de lucillos al quedar atrapados en las fauces del dragón, que representaba el más poderoso puño de entre los hombres.

A Saga no le fue mucho mejor que al resto de caídos. Mientras trataba, apoyado por el veloz santo de Sagitario, de enviar al infinito la hecatombe cósmica que se les venía encima, la cadena de Andrómeda lo atravesó de lado a lado, partiéndole la columna como un mero preludio al viaje que en realidad hacía.

Más allá de la Otra Dimensión, una barrera hecha de treinta enormes brazos recubiertos de oricalco fue reventada por los Meteoros que Seiya y Saga no pudieron detener, y ese fue el mismo destino que tuvo el peto de Adremmelech, reducido en un instante a meras partículas invisibles. Todo alrededor de Brahmastra parecía a punto de desaparecer, y ni siquiera la barrera estuvo a salvo, pues la cadena triangular de Andrómeda logró abrir una pequeña brecha por la que habría de pasar una tempestad cósmica.

Era el fin de todos los sueños y esperanzas que Titania había vaticinado, y aun así, todos seguían luchando. Ese era el tipo de hombres con los que Atenea contaba.

 

***

 

—Sí que los envidio… Un poco, poquito.

Tritos acercó las yemas de los dedos hasta que casi se rozaron.

—Ellos son insignificantes —aclaró Titania con seguridad—. Sin embargo, nosotros también éramos insignificantes frente al poder del Hijo. Es natural que admiremos lo que aquí ocurre. Es correcto que tengas miedo, Tritos.

—¡No exageres! —refunfuñó el regente de Neptuno—. No pueden hacernos nada.

Al pisar uno de los picos de la corona de Titán, sintió el temblor que recorría el cuerpo de Saturno. Ahora los restantes Pretorianos de la Atlántida podían reventar todas las defensas del gigante antes de que los santos llegaran, siempre respaldados por Adremmelech. El gólem tenía solo media docena de brazos, pero atacaba con el brío de quien tuviera miles. Atlas, Sugita y Seiya, ya acostumbrados a luchar juntos, combinaban la increíble fuerza que habían desarrollado a través de la experiencia con la indoblegable tenacidad de Iskandar, el escorpión menos dispuesto a morir que Tritos hubiese conocido. ¡Hasta Saga, desangrado como un cerdo en el vacío del espacio que se negaba a cerrar, estaba ensanchando la Otra Dimensión para abarcarlos! Shion lo ayudaba en esa tarea a la vez que lo mantenía con vida, sin saber que era inútil, sin saber que apoyaba al hombre que puso la semilla para todo lo que ahora ocurría. 

El milagro de Elíseos en el mundo de Akasha había durado nueve días y nueve noches de lucha, el tiempo que duró el Gran Eclipse y donde nada murió bajo la luz de Helios, pero de todas formas no era la clase de evento que debía manifestarse a la ligera. Era parte de la misma ley no escrita que detenía a Titán de reproducir los rayos del tridente de Poseidón o las imbatibles barreras que Atenea podía levantar, entre otros. No era prudente meterse con poderes divinos, no estaba bien y, de todas formas, Shun había deshecho la Tormenta Nebular como quien frenara un soplo de aire fresco, solo levantando la mano. ¡Era tan molesto, aquel hombre! Parecía indefenso ante Seiya de Sagitario, se quedó en la retaguardia durante el mayor combate que vería jamás, y sin embargo ahora no tenía reparos en mostrar lo mucho que superaba a todos solo porque recibió unas cuantas gotas de sangre divina. ¡En verdad quería golpearle!

—Tengo miedo, Titania. Por ti. Por mí, porque deseo seguirte. ¡Y yo diciéndole a mi hermano que era mezquino! —gritó elevando la voz, preguntándose si Atlas, allá abajo cubierto no con el aura dorada de la élite ateniense, sino con el místico velo aguamarina de los hijos del mar, lo oiría—. Tú me haces elegir entre todo lo que importa y los únicos amigos que he tenido luego de… ¿Dos tercios de la eternidad?

—Todo lo que importa desaparecerá una vez Caronte muera, si eso te ayuda —dijo Titania sin titubear, hacía tiempo que había tomado la decisión—. No es una forma de hablar, es lo que va a ocurrir. Más allá de eso, solo habrá… —se detuvo, pensando que debía decir «oscuridad», sabiendo que eso no le hacía justicia—. Ausencia.

—Sí, sí, eso es lo que nos espera si morimos —le recordó—. No seremos juzgados ni premiados. No iremos a ninguna parte. Solo habrá ausencia. ¡El olvido!

Aun hablando con aquel tono desesperado, Tritos no lloraba, tampoco temblaba más allá de las vibraciones que recibía por el sacudido cuerpo de Titán. Solo reía con nerviosismo, descubriendo la locura que lo embargaba.

—¿Podemos considerarnos mejores que los humanos si no somos capaces de arriesgarnos? —cuestionó Titania, esbozando una leve sonrisa que desarmó al regente de Neptuno. Los ojos ambarinos le brillaban con gran determinación—. ¿Qué harás?

Tritos bajó la cabeza a aquella pregunta que hacía tiempo esperaba. La risa se cortó de repente, los hombros tensos se relajaron y la túnica hecha de agua dejó de moverse. Cuando alzó los ojos, habló pensando en el hombre más sabio al que conocía.

—Abrazaré mi destino con alegría.

—¿Por qué?

—Porque soy el estúpido compañero de viajes del aún más estúpido Ilión de los makhai. Dos veces he sido traidor en el pasado, abandoné incluso el amor que sentía por el conocimiento luego de milenios de encierro, ¿qué más da una tercera?

—¿Cuándo?

—Aún combates contra las fuerzas del Hijo que habitan en las Otras Tierras —advirtió Tritos—. Te creo cuando me dices que lucharás con o sin los dones divinos, pero sin ellos no podrás luchar en tantos sitios a la vez.

—Necesitaré todo mi poder para esto —asintió a Titania—. Para cambiar el nefasto futuro que a todos nos espera.

Sobre la palma de Titania, algo apareció, o más bien algo dejó de ser. Ni siquiera los vastos poderes psíquicos de Tritos podían ver la mayor de las armas de Titania, Oblivion, pues no había nada que pudiera verse. Era la negación de toda existencia.

—Regresaré cuando todo haya acabado, cuando todo empiece. Cuida de este lugar hasta entonces, Tritos. Seguirás siendo mis ojos y mis oídos durante un tiempo más.

La regente de Urano desapareció junto al trono desde el que había contemplado la batalla. Dentro de sí, Tritos casi sintió compasión por todo aquel que se pusiera enfrente de aquella ola de ilimitada devastación, que estaba más resuelta que nunca.

—Bueno, mientras ella aplasta a unos cuantos ángeles caídos, a mí me toca poner fin a la farsa en la que los santos parecen tener alguna oportunidad. ¡Desafiando a las Hilanderas, nada menos, por un amigo! Qué bajo he caído.

La Otra Dimensión y Titán estaban a punto de hacer contacto. Los cuerpos celestes perdidos en la infinidad de aquel espacio se aproximaban a toda velocidad. Lo primero era ocuparse de ese pequeño problema.

«¿Por qué no la cierra?»

Tan pronto tuvo aquel meditado pensamiento, Tritos vio que las paredes del vórtice se cerraban en un solo instante, dejando atrapados a todos los miembros de la vanguardia dorada durante unos valiosos segundos. Los pocos brazos que le quedaban a Adremmelech, ya desprotegidos, fueron cercenados por la violenta presión de la realidad recuperando la forma que debía tener; solo le quedaban dos. Y sobre uno, Akasha de Virgo había acumulado una cantidad de cosmos que no podía ignorarse.

«Me pregunto si alguna vez los ochenta y ocho santos de Atenea unieron fuerzas contra algún enemigo imbatible, haciéndolas crecer sin límite.»

Esa vez fue más descarado, incluso temió que Poseidón se le apareciese para darle el peor de los castigos, pero lo único que ocurrió fue que en el rostro entero de Titán apareció casi un centenar de jóvenes y valientes guerreros, cuyos cosmos se proyectaron al punto que miraban los siete ojos del gigante. Ondas Celestiales, así lo había llamado el santo de Altar de algún mundo lejano; la antítesis de la milenaria técnica de los santos de Cáncer, que en lugar de enviar almas al infierno las sacaba de allí. De los santos que quedaban, el único que podría detener algo así era Shun, y Tritos aun dudaba de él, ya que la Tormenta Nebular que detuvo seguía siendo producto del cosmos del santo de Andrómeda. En cuanto al cosmos que Brahmastra había estado absorbiendo, no era más que los residuos de sucesivos combates, descontrolados.

Las Ondas Celestiales pudieron recorrer la mitad del camino que separaba a Titán de Adremmelech, quien estaba en carne viva. Toda una generación de santos de oro, plata y bronce marcharon como figuras espectrales listas para sellar el alma del enemigo que los llevó a la desesperación, el dios del sueño Hipnos. Era arriesgado traer tantas almas así fuera por un segundo, pero seguía siendo un solo ataque, impulsado por un propósito ya definido y, más importante, bendecido por la siempre injusta Victoria.

Entonces, el invencible ejército de almas chocó con una fuerza tremenda que surgía de una brecha en el tejido del espacio.

«¿Por qué no la mantiene cerrada?»

Aquel pensamiento llegó a Titán como los demás, pero esta vez fue un consejo errado. ¡El poder que chocó con las Ondas Celestiales no provenía de la Otra Dimensión, sino que había llegado hasta la Esfera de Saturno desde aquel espacio extraño en que moraba el Segundo Hombre, Gestahl Noah, derribando todos los obstáculos que se le interpusieron! Era un sol de fuego fatuo nacido de la extinción de millones de almas, el rencor de la humanidad para con el padre ausente. Y alrededor de las llamas azules, brillaban con fuerza los doce signos del Zodiaco.

«Perderán.»

El recién llegado había traído un poder más allá del de los simples mortales, pero no lo bastante grande como para  superar el fenómeno inaudito que tenía enfrente: las voluntades de todo el ejército de Atenea unidas con único fin, incluido el maestro que le enseñó todo lo que sabía. Entre las llamas del odio y la marcha de la justicia, Manigoldo de Cáncer ardió por completo, riendo.

Tritos no tardó en imaginar por qué. El sol azul expulsó una lluvia de fulgentes meteoros que cubrió todo el cuerpo de Titán, deteniendo por un momento cualquier ataque que estuviera a punto de reproducir. Y el ejército de almas que el mismo regente de Neptuno había traído llegaba hasta Brahmastra, sí, pero para fundirse con el éter que daba cobijo a Akasha, la escolta y los santos convocados que seguían con vida.

 

***

 

—Gracias, muchas gracias por vuestra ayuda —dijo Akasha con voz trémula. La sola presión del poder que estabilizaba, aún con la ayuda de Arthur, estaba fragmentando a Virgo e incluso hiriéndola. Cualquier error significaría la muerte de todos.

—¿Por qué? No hemos logrado nada y casi todos estamos muertos. Me pregunto si la princesa se habrá librado al fin de esa flecha en el corazón que le hacía decir tantas sandeces —bromeó Iskandar. Estaba acostumbrado a situaciones desesperadas como aquella, cuando sin importar lo que se hiciera la victoria era imposible.

—Lo he visto todo —aseguró Akasha, callándose la respuesta a la incógnita de Iskandar—. Luchasteis como los santos que conozco, con el mismo valor y justicia. Desde hace tiempo solo veía oscuridad y vosotros me habéis mostrado que en todos los mundos hay esperanza. Gracias, muchas gracias.

—Si… necesitabas… que te mostraran eso… —La vida de Saga, tendido sobre el suelo, se le escapaba a través de los labios manchados, pero no podía irse sin decir lo que sentía—. No mereces ser Suma Sacerdotisa… No tienes la fuerza…

Shion, quien había sacado a todos del forzado encierro en la Otra Dimensión, sintió mejor que nadie la angustia que aquejaba al santo de Géminis.

—El líder del Santuario no solo necesita fuerza. Sabiduría, justicia, compasión… Como representantes de Atenea, debemos seguir la senda que ella nos mostró. Ser como ella. Podemos errar porque somos humanos, pero sé que al final haremos lo correcto. Me siento agradecido de haber luchado a tu lado, Saga de Géminis. Espero que allá donde vayas encuentres la paz que buscas.

Avanzó hacia aquel hombre atribulado, e inclinándose, le cerró los ojos en un acto casi instintivo. ¿Cuántas de aquellas palabras le habían llegado antes de morir?

Para entonces, la última de las almas de las Ondas Celestiales se había fundido con Brahmastra. El escudo se concentró en una alargada lanza cuyo núcleo, cálido entre las manos descubiertas de Akasha, era la voluntad de ochenta y ocho santos.

—Es el momento, Akasha —dijo Arthur—. Sé que podrás sola.

La joven asintió, avanzando a paso lento por el dedo que Adremmelech extendía hacia abajo. Su propia alma conversaba con valerosos guerreros a los que jamás llegaría a conocer, pidiendo humilde la fuerza para usar bien todo el poder que había acumulado.  Y cada uno asentía, porque eran santos de Atenea, como ella.

—¿No vas a decir nada? —comentó Sugita.

—No hay nada que pueda decir —susurró Atlas, pensativo. Evocaba un pasado remoto en el que, como ahora, sentía que todo lo que dijera sería insuficiente—. Creo que nuestras acciones le han dicho todo lo que necesitaba saber de nosotros.

—Es verdad que no he sido una digna representante de Atenea —aceptó Akasha. El Ojo de las Greas observaba a Seiya, percibiendo con claridad la desconfianza de la que este no podía desprenderse—. Pero es mi deseo estar la altura de todos vuestros esfuerzos. ¡Que lo que ha ocurrido aquí no sea en vano!

 

***

 

—Atacar. Hablar durante media hora. Atacar. Contarme tu vida. Atacar —refunfuñaba Tritos, impaciente. Titán seguía ardiendo como una antorcha inextinguible y aquellos necios, en lugar de aprovechar la situación, hablaban y hablaban. Desperdiciaban el tiempo, como él. Quizá eso era lo que más le molestaba—. ¡Atenea!

Era un grito desesperado, no esperaba que le contestaran, pero sí que hubo una reacción. Akasha estaba ahí, sobre él, con Brahmastra entre las manos y Virgo cayéndose a pedazos por el poder masivo que emitía. Si Titán hubiese atacado no habría tenido importancia: la joven fue más veloz que cualquiera de los ataques que el regente de Saturno había recreado hasta ahora.  

«¿Y si el tiempo se detuviera? —pensó Tritos.»

Otro consejo inútil. Gugalanna seguía vivo y flechado en alguna parte. Incluso pudo oír a aquel santo de Tauro decir que no eran más que principiantes. Titán no le estaba siendo de mucha ayuda desde que Titania se había retirado.

—Si no empleo mis dones divinos, quizás…

No muy seguro, Tritos alzó la mano y una cúpula transparente cubrió la cabeza de Titán. Era una variable del Muro de Cristal sin el punto débil que tantos santos de Aries creían imposible de negar, habituados a los límites propios de los mortales.

Lo primero que golpeó la barrera fueron los dos puños de Adremmelech, quien ya no atacaba de lejos, sino que estaba frente a frente con el inmovilizado Titán. A bordo venían todos los demás, compensando las pérdidas de Gugalanna, Saga, Afrodita y Mystoria con la incorporación de Arthur, para quien la gravedad era como el Martillo de Dios que él podía asir a placer para hacer vibrar toda la cúpula, y los Pretorianos de la Atlántida, más silenciosos y veloces de lo que debían ser cinco tritones de doscientos metros. ¡Incluso Orestes encontró el valor de luchar contra ellos!

La cúpula cedió enseguida, y Tritos pudo ver cómo los fragmentos de puro poder psíquico ascendían para fundirse con Brahmastra. Era lo mismo con el fuego que cubría a Titán. Todo era devorado por esa alma avariciosa hasta que el manto de Virgo terminó de desintegrarse. Akasha atacó solo cuando todos se alejaron.

Todos, a excepción de Tritos, cuyo cuerpo estaba rodeado por la Corriente Nebular.


Editado por Rexomega, 23 mayo 2022 - 14:55 .

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Publicado 24 mayo 2022 - 18:56

Cap 125. Hiatus
 
Pues reanudamos con nuestros dorados en un barco sobre las aguas del Aqueronte mientras le llueven espectros al por mayor jaja
Titan no juega con grandes estrategias pero los señores de oro sí, por lo que mientras unos se ocupan de contrarrestar las magias de estatus, los demás están a la ofensiva brutal entre la que Atlas hace magia de invocación para traer a la vida a varios tritones de 200 metros de altura, joer eso, es un maestro Pokemon que le gusta los tipo agua XD
Pero eso fue suficiente para que Titan decidiera cambiar el juego otra vez.
 
Mientras tanto, los que no eran copias se quedaron solos y en aprietos.
 
Tritos y Titania hablan porque es lo único que pueden hacer. Tritos le pregunta si ella es la traidora de la generación de Astrales, pero le dice que nel (pero si lo fuera no iba a decirlo, ¿o si? XD)
 
Pues el Golem está sufriendo la falta de aliados, quedándose sin brazos de poco a poco. En cuanto regresan los perdidos, que los reciben los bronce protas originales con sus poderes de final de la saga de Hades con todo y manto divino, ¡esos son pesos pesados!
Mystoria es el primero en caer a manos de Fénix, y Afrodita le siguió por el hielo del Cisne, por su lado Saga es herido de manera brutal por la cadena de andromeda, y el dragón no se llevó un kill significativo porque los Pokemones de agua se sacrificaron. Shun casi desmantela al golem y dejó a Akasha sin barra protectora, todo pinta muy mal.
 
Nos enteramos que hasta Titán tiene sus reglas y no puede emplear una técnica de Dioses porque pues... ahi si valió y empezarían los creditos del Fin.
Pero como no es el caso, el drama sigue.
 
Tritos dice que DOS VECES ha sido el traidor de los Astra planeta y... el dude sigue vivo, acaso entre ellos la traición no se castiga con la pena de muerte ¿o qué? jajaja
Nos enteramos que doña Titania no solo esta escribiendo esta parte del fic sino que también anda peleando en otras tierras contra otros guerreros de el Hijo, esta chica es una navaja suiza al parecer, pero como ya se aburrió parece que dejará la trama de su fic en "Hiatus", como toda novata y se pondrá mejor a matar gente, en lo que es buena.
 
Total que Gesthal Noah  mandó un ataque usando las almas que hace varios caps tenia por allí en el bolsillo, siendo Manigoldo el ejecutor de un tipo de "escudo" y que al mismo tiempo le dio más fuerza a la espada de Akasha, creo...
 
El caso es que al fin Akasha logró completar su técnica. Saga muere y es Shion quien le cierra los ojos sin saber que ese dude en la mayoría de las realidades es quien le da muerte XD (buena esa)
 
Al fin Akasha tiene el camino libre para golpear a los Astra Planeta, habrá que ver si funciona o veremos un MISS salir de la cabeza de Titan y Tritos jajaja
 
PD. Genial capítulo! Sigue así :D

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#344 Rexomega

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Publicado 30 mayo 2022 - 18:28

Saludos

 

Seph Girl. Este es, sin lugar a dudas, el título alternativo de capítulo más escalofriante hasta la fecha. ¿Hiatus? No he tenido hiatus, solo alguna semana de descanso… ¿O es de reseñas? ¡No abandones a Juicio Divino, él no lo haría!

 

Si Saint Seiya fuera un Musou (según entiendo, videojuego en el que el protagonista lucha solo contra hordas de enemigos), así se vería.

 

Otra de las grandes ideas de ELDA que me fueron de mucha utilidad. ¡Los Pretorianos de la Atlántida! De pronto me he imaginado a Ash Ketchum llegando a Ciudad Celeste con la ilusión de ganar su segunda medalla y siendo recibido por Atlas.

 

Titán defiende bien su título del más tramposo.

 

Nadie que sea un traidor lo reconocería, a menos que reconocerlo sea su plan para que piensen que no lo es. O quizá ya ve venir que sabrán que al decir que es un traidor, pensarán que quiere que duden que lo sea para no concluir que lo es. O…

 

(Doce horas de inútiles especulaciones después.).

 

¡Así es, Titán va con todo! En algún punto dudé sobre si conservar la escena tal cual, o dejarlo en una sola técnica, que convenientemente sería la de Shun. A día de hoy, creo que queda bien tal cual es. Que se vea el tan temido poder del milagro de Elíseos.

 

Traumas de aquella historia del desaparecido UnMundoSinAthena en la que las armas de los dioses cambiaban de manos más rápido que si las vendieran en Amazon.

 

Tritos ha sido traidor dos veces, pero no a las Astra Planeta. Una de las traiciones que menciona es su traición al conocimiento, mientras que la otra queda en el misterio. Lamento no haberlo dejado más claro.

 

Sí, no se está quieta esta chica. Y… ¡Por fin sé a qué hiatus te estabas refiriendo! *Borra el correo con 100 razones para no abandonar Juicio Divino*. Oh, sí, bien sé lo que es abandonar historias por no saber cómo terminarlas. Aprovecho para disculparme por ello a todos los que a pesar de mi pasado me siguen leyendo. ¡Gracias por estar aquí!

 

Estoy seguro de que muchos se preguntaban si Manigoldo fue absorbido por el agujero negro de la trama, como los santos de Acero de la serie clásica. En realidad, el ataque de Manigoldo desestabiliza el que Titán estaba lanzando, que incluye las almas de todos los santos de Atenea de la generación anterior a Lost Canvas. (El ataque que usa Hakurei para sellar a Hipnos.). Esas almas son las que fortalecen el ataque de Akasha.

 

¡Gracias! Lo sentí muy apropiado.

 

Sería muy triste después de tantos sacrificios y esfuerzos, ¿no? Pero así es el RPG.

 

Ojo, que esta no es una historia de buenos capítulos, sino que todos son geniales. Uno detrás de otro. ¡Ojo que la diferencia es importante!

 

***

 

Capítulo 126. Asfixiados por el destino

 

El instinto llevó a todos a cerrar los ojos. No solo los santos que se retiraron de la zona de impacto, sino también Tritos y el inmenso Titán. Y aun tras la oscuridad de los párpados pudieron ver la luz que bajó desde la mano de Akasha de Virgo.

Brahmastra cubrió la totalidad del cuerpo de Titán con un poder que había trascendido los límites del hombre. Un pilar blanquísimo unía el cielo y la tierra, iluminando el infinito, azotando la superficie del alba hasta desintegrar una a una las capas de eventos replicados que la protegían. Ochenta y ocho espíritus de gran valor rodeaban la columna como una espiral, asegurándose de que tamaña energía no se desbordase para acabar con todo, pero no se engañaban: tarde o temprano, sería imposible impedirlo.

Ni aun cuando las más diminutas partículas, base de toda materia, empezaron a tambalearse por la presión de un alma manifestada gracias a una imposible suma de fuerzas, aquel fenómeno se detuvo. Se había depositado en ella demasiadas esperanzas y esfuerzos; además de la voluntad de los guerreros convocados, con cada pizca de cosmos robado a las réplicas que Titán les arrojó venían los deseos de otros santos de igual valor y nobleza. El mismo tejido del espacio-tiempo fue aplastado por Brahmastra. Así como el ejército de almas liderado por Hakurei de Altar era consumido, sacrificado en un altar consagrado al mañana, doce horas desaparecieron sin más, como si nunca hubiesen ocurrido, de la totalidad de la Cámara de las Paradojas.

Para los santos de Atenea y el caballero Orestes, fue como un salto en el tiempo. Para Tritos, sin embargo, fue evidente que ni él podría viajar al lapso entre el ahora y el momento en que Brahmastra cayó sobre Titán. Esa parte del flujo del tiempo ya no existía. El regente de Neptuno suspiró, dolorido; al menos el ataque había cesado.

 

Akasha descendió al yelmo de Titán sin prisas. El sagrado manto de la joven, que había colapsado debido al mero poder residual de Brahmastra, estaba de pronto intacto protegiéndole por completo el cuerpo y las extremidades. Aunque tan milagrosa reparación no incluyó el áureo yelmo, la máscara se restauraba con excesiva parsimonia, quedando por ahora solo a la vista el ojo crítico y buena parte de la mejilla.  

Tritos, que la veía anonadado, hizo memoria y recordó que, durante aquel cataclismo cósmico, los fragmentos de Virgo se reunieron para adquirir la auténtica forma de aquel manto sagrado, a semejanza del milagro de Elíseos. De algún modo, la falta de sangre divina había sido superada por alguno de los insólitos fenómenos que allí habían ocurrido. ¿Cuál de todos? ¿La sinergia entre doce santos de Atenea combatiendo juntos? ¿El apoyo de toda una generación del ejército ateniense de algún mundo lejano? ¿La manifestación de un alma en el epicentro de todo aquello? No importaba. Desde luego, no tanto como que Akasha aún tuviera a Brahmastra en la mano: una lanza de poder inconmensurable que incluso había dañado la superficie del alba de Saturno.

—Eso puede adquirir la forma de cualquier arma, ¿no? —dijo Tritos con voz cansada, dolorida. La mitad de la boca, junto a buena parte del rostro, estaba ennegrecida—. ¿Qué será ahora? ¿Un látigo? Tiene que ser un látigo.

Dio la impresión de que el regente de Neptuno quiso gritar aquello último, soltar una carcajada incluso, pero sonó más bien como un ladrido lastimero. Era la voz que cabría esperar de alguien con semejante aspecto, así fuera un campeón de los dioses: no quedaba ni rastro de la túnica hecha de agua, solo un pecho flaco y pálido, un brazo en carne viva y tres muñones cubiertos de piel negra como el carbón. El maltratado cuerpo se estremeció cuando Brahmastra golpeó el suelo, ahora transformada en una enorme hacha de verdugo, al menos el doble de grande que quien la portaba.

—Qué diferente parece todo ahora —dijo Akasha con claro resentimiento, extraño en alguien que ahora estaba envuelta por un aura tan pura. No era el fulgente dorado de la élite del ejército de Atenea, sino un velo transparente que le daba una apariencia etérea; aún quedaba una chispa de divinidad en el manto de Virgo—. Lo sé todo.

—¿Sabes que tienes un sentido del humor a la altura de tu sentido del deber? —bromeó Tritos, levantando la cabeza con dificultad—. Ya estabas tardando.

—Saga y Afrodita provienen de un mundo en el que el Santuario debió enfrentar a Crono, el padre del rey de los dioses —dijo Akasha, consiguiendo la atención del regente de Neptuno—. Los Titanes, cuyos cuerpos, recuerdos y poder estaban limitados por sellos impuestos por el Olimpo, enfrentaron a los santos de oro, la mayoría sin saber que estaban siendo sacrificados a la Madre Tierra que los hizo.

—Con semejantes historias flotando en el mar infinito de la posibilidad, no me extraña que los hombres se atrevan a rebelarse contra los cielos —rio Tritos—. ¡Sigue, por favor, sigue con esos cuentos! Harás que vuelva a creer en el libre albedrío.

—Algunos descubrieron que eran parte de un complot de los antiguos dioses para que Gea despertara, pero se equivocaban. Quien estaba detrás de todo era Zeus, el Olímpico. —Akasha se acercó a Tritos, el hacha alzada. La hoja, pura luz, era tan grande que de caer sobre el astral no lo cortaría, lo aplastaría directamente—. Mnemosine, amante del rey de los dioses, manipuló incluso a los antiguos dioses. Los Titanes, al ser derrotados fueron a parar al vientre de Gea, sí, pero solo para que el Olimpo pudiera usar esa fuerza. El poder de quienes ya no estaban atados al destino, pues ya habían caído.

—¿A dónde quieres ir a parar, muchacha? —cuestionó Tritos con lentitud.

—Del vientre de Gea no resurgieron los Titanes, sino vuestras Esferas de Crono —afirmó—. Sois los avatares de fuerzas divinas sin consciencia que ya no obedecen ley alguna. Existís para cambiar aquello que debe ocurrir, ¿no es cierto?

—Siento desilusionarte. —Tritos bajó la cabeza, dejando el cuello al descubierto—. En nuestro fascículo sobre la omnipotencia no constaban los precedentes históricos.

—No sois más que parásitos de un poder que ni siquiera comprendéis —acusó Akasha—. Ahora seré yo la que te proponga un trato a ti, Tritos de Neptuno. Llama a tus dioses, que vengan aquí y ahora para que podamos poner fin a toda esta locura. Como humanos no podemos juzgar a las partes de esa gran guerra en la que queréis involucrarnos, no deseamos discutir si la justicia está con el Hijo o con el Olimpo, nuestra fe en Atenea es inquebrantable. Lo único que queremos, lo único que yo deseo es salvar… —pausó un momento, como dudando—… mi mundo.

Todo el cuerpo de Tritos se estremeció por un momento. Sabía lo que estaba a punto de decir: «deseo salvar todos los mundos». Hubo una vez una mujer idéntica, nacida bajo la misma constelación, que expresó esa misma intención. Guardando para sí tal inquietud, el regente de Neptuno forzó una última sonrisa.

—No puedo llamarles. Y tú no puedes escoger ignorar lo que se avecina. Los soldados pueden emprender la retirada, una Suma Sacerdotisa no.

Brahmastra descendió a una velocidad imposible, reventando los hombros y el cuello del astral. El cuerpo, decapitado, se transformó en un sinfín de burbujas.

Akasha retrocedió de inmediato, percibiendo en aquellos orbes de diversos colores una apariencia semejante a la del Muro de Cristal. En pleno salto, algo le rozó la mejilla, una cabeza redondeada, pálida, enmarcada por un corto y rizado pelo coralino.

—Lo sabía, lo sabía. ¡Tienes la piel muy suave! —felicitó Tritos, quien podía hablar aun siendo solo una cabeza dando tumbos en el aire, de burbuja a burbuja. Cuando Akasha se puso en guardia, las mejillas del astral, presionadas por una alargada sonrisa, se enrojecieron—. Me temo que estuviste algo expuesta antes de atacar. Qué conveniente que la ropa se reconstruyera junto al manto de Virgo, ¿no crees?

—No dejaré que te marches.

Presionó con fuerza el mango del hacha y todos los orbes fueron repelidos, chocando contra los diez alargados montes de oscuro metal que delimitaban el lugar, donde empezaron a rebotar sin control. La cabeza de Tritos resistía al empuje con un esfuerzo caricaturesco, ofensivo, pero Akasha no estaba dispuesta a dar un paso en falso.

—Tienes mucho poder ahí —reconoció Tritos—. Si no hubiese usado mi alba, tal vez habría acabado como me viste. O no. Como nadie me ha herido desde que soy el pez mayor, no sé medir cuánto hace falta para dañarme.

Se oyó un chasquido de dedos. Todos los orbes explotaron a la vez, llenando el lugar de un espectáculo de luces. Un ser apareció frente a Akasha, los rostros frente a frente pero el primero con los pies apuntando al cielo. Era Tritos, ahora cubierto por el alba de Neptuno. No era posible distinguir la forma de la armadura, solo intuirla, pues iba cubierta por un velo de agua oscura desde los pies a la cabeza. La luminosidad del cielo, provocada por el regente de Neptuno, bajó hasta los hombros de este como una capa, una versión en miniatura de la aurora boreal que Akasha recordaba.

—El problema del poder —dijo, aún con un tono distendido—, es que hay que saber a usarlo. Si yo soy un parásito de fuerzas divinas que no comprendo, tú eres la honorable santa de la desconocida constelación Esponja. —Extendió un dedo hacia abajo y empezó a moverlo, como para evitar malinterpretaciones—. Pero tú eres la Suma Sacerdotisa del Santuario, con el derecho a reclamar para ti todo el poder de los santos de Atenea, y yo soy el regente de Neptuno, Esfera de los Vivos. Renuncié a mucho por ser lo que soy, incluido mi lugar en el ciclo de las reencarnaciones, así que espero que no vuelvas a cometer el error de dudar de que comprenda muy bien los dones divinos que poseo. Se podría decir que viene con el cargo —concluyó.

—No saldrás vivo de aquí.

—Te escuché la primera vez. Yo sí escucho a la gente que me habla. ¿Lo haces tú? Porque creo haber sido claro al decir que contar con el poder no es suficiente si no sabes cómo controlarlo. Me he preparado a consciencia por si debiera lidiar con algo como el milagro de Elíseos. No todo es fuerza bruta en el innoble arte de la lucha, así que puedes creerme si te digo que me sobran maneras de salir vivo de aquí. No puedo decir lo mismo de tus amigos en cuanto Titán despierte.

—Titán ha muerto —objetó Akasha, apuntando a la brecha que tenía tras de sí, que dividía el yelmo del gigante en una línea diagonal—. Y lo mismo ocurrirá contigo.

Llevaba rato observando todo el panorama. Desde que atacó, el cuerpo de Titán se había oscurecido casi por completo. La única excepción era la serpiente de oro que lo recorría, la cual estaba tan inmóvil como el gigante. Además, si bien el cuerpo del regente de Saturno estaba indemne, había varias grietas en la cabeza, a través de las cuales podía verse un espacio infinito de coloridas nebulosas. Titán de Saturno era ahora poco más que un portal hacia todo lugar imaginable. No respiraba, no tenía presencia alguna, no había replicado ningún suceso. Debía estar muerto.

La única razón por la que los demás —Arthur, Shun, Orestes, Atlas, Sugita, Seiya, Iskandar y Shion— no hacían nada era porque desconocían en qué lugar acabarían si entraran entre las grietas del alba de Titán. Adremmelech, aun sirviendo de base y fortaleza para todos, no había podido reconstruir los brazos perdidos, mucho menos el manto de Capricornio. Fuera quien fuese el responsable de mantener al gólem, no estaba en condición de seguir reparándolo, no podían seguir cometiendo errores.

—¿No crees que esa historia de los Titanes manipulados por Zeus es poco conveniente para ti? —preguntó Tritos distraídamente.

—No está en mi mano juzgar los designios de los dioses.

—Oh, ¿entonces vas a creer en ella? ¿En qué lugar te deja eso? Atenea es la hija de Zeus. El Santuario protege el mundo gracias a que él le dejó la Tierra a la diosa de la sabiduría. ¿Podrías explicarme qué cambia si somos los garantes del orden natural de las cosas, que es lo que en realidad somos, o evitamos lo que ha de ocurrir?

—¡No pertenecéis a este mundo! —acusó Akasha.

—Ahora que recuerdo —dijo Tritos con la boca y los ojos muy abiertos—, ¿no decían los dioses del Zodiaco que habían impedido el resurgir de Crono y los Titanes? Nadie sensato les creyó, por supuesto, mas con la ayuda del Olimpo, tal vez, solo tal vez…

—Ahora eres tú el que cuenta historias convenientes.

—Puedo leer tus pensamientos, niña, no es eso de lo que quieres hablar. ¿Nadie te ha contado sobre los dioses del Zodiaco? ¿Nadie te ha contado quién eres?

—Atrasas lo inevitable.

—¡Qué gélida se te vuelve la voz cuando el rencor te domina, niña! Está bien, dejaré el tema de los dioses del Zodiaco por ahora. En cuanto a tus otras dudas: ya has visto lo que Saga de Géminis y Afrodita de Piscis han durado frente al milagro de Elíseos. ¿Piensas que guerreros de esa talla podrían haber preparado el camino para la existencia de los Astra Planeta, superiores en todo a cualquier santo de Atenea?

Akasha no pudo menos que sonreír.

—¿De qué hablas, regente de Neptuno, si de todos vosotros solo he conocido un temor reverencial por los mantos celestiales, que llamáis milagro de Elíseos?

Tras soltar tales palabras, atacó, solo para ver cómo Brahmastra era detenida por la mano de Tritos. Hubo un destello cegador acompañado de un gran estruendo, como un trueno, pero en la palma abierta del astral no quedó ni una muesca.

—No deseo ser parte de vuestra guerra.

—Ya lo sois. Y no es culpa de Caronte, a quien tanto condenas por tu propia incapacidad de escoger el bien mayor. Fue Orestes de la Corona Boreal quien os metió en esta guerra y ahora os toca elegir. Aconsejo que lo hagáis antes de que él os mate.

—Titán…

—Somos inmortales, ¿recuerdas? —dijo, casi con lástima—. Mis dones divinos proceden de Poseidón, los de Titania vienen de Atenea. ¿Adivinas de dónde provienen los de Titán? Sí, Apolo y Artemisa, que observan todo cuanto ocurre. Eso incluye vuestro final. Está cerca, muy cerca, así que vas a dejar que me vaya muy pronto.

Tritos seguía con la mano abierta, pero dobló los dedos uno a uno hasta que solo quedó el puño cerrado. Entonces, en algún punto del cuerpo de Titán la cabeza de la serpiente, Ouroboros, avanzó y mordió la cola, dando inicio a la aparición de incontables imágenes en el alba de Saturno, todas relacionadas con la muerte.

La voz del regente de Neptuno resonó en las mentes de todos los que seguían vivos, una última advertencia, tal vez un epitafio.

Los Astra Planeta hemos viajado a lo largo de incontables mundos para protegerlo todo. No hallareis nuestro origen en uno de ellos. En la más absoluta desesperación, reflexionad sobre la falta de juicio de la raza humana, la vieja y la nueva. 

—¡No subestimes a los humanos!

El grito precedió un hachazo más rápido, potente y decidido que el anterior, pero que ni tan siquiera llegó a tocar el cuerpo del astral. Al ver el centenar de imágenes que se extendía alrededor de ella, perdió las fuerzas. Tritos no dejó pasar la oportunidad de desaparecer, sintiendo verdadera lástima por la situación en la que los dejaba.

Nueve trozos de suelo, de distintos tamaños y formas, mostraban a Ofión, Garland, Lucile, Arthur, Shaula, Triela, Adremmelech, Sneyder y Shizuma.

Rodeándolos, como un anillo formado por veinticuatro piezas irregulares y aquella superficie similar a un espejo, se disponían imágenes de Makoto, Hugin, Emil, Lesath, Mera, Bianca… ¡Incluso Shaina estaba allí!

Más allá pudo ver a cada santo de bronce. Los más recientes, como Rin de Caballo menor, pero también los más veteranos: Ban, June... Los cinco héroes de la pasada guerra, Seiya, Shiryu, Hyoga, Ikki y Shun, marcaban los límites del tercer círculo, separándolo de la infinidad de pequeños retazos al último momento de gente que Akasha conocía incluso más que a muchos santos. Guardias del Santuario, amazonas, aspirantes, escuderos, soldados de la Guardia de Acero y sombras.

Todos estaban a las puertas de la muerte. Munin tendido en el suelo del Argo Navis, algo le había apagado el cerebro. Hipólita, cubierta por el Manto de Deyanira, volaba hacia una luna carmesí sosteniendo una daga dorada. Hugin se desangraba ante una puerta que no se atrevía a abrir. Makoto estaba rodeado por setenta mil soldados y ya no le quedaban fuerzas… El resto…

—No —susurró, rehuyendo una de las imágenes—. ¡Los santos no mueren!

Sobre cada uno de los montes que formaban la corona de Titán, apareció el pálido cadáver de una hermosa mujer. Eran avatares de Atenea, quien bajaba a la Tierra para vivir y morir como humana cada doscientos años. En silencio, las facetas mortales de la diosa de la sabiduría juzgaban con dureza la arrogancia de la santa de Virgo.

—Los santos no mueren —repitió, desesperada, mirando en todas direcciones. Más y más cadáveres aparecían, hasta que todas las vidas que Atenea tuvo en el pasado estuvieron presentes, mirándola tras ojos blancos o párpados cerrados—. ¡No permitiré que nadie más muera! ¡No habrá guerra!

Golpeó con Brahmastra el yelmo de Titán, haciendo que las imágenes temblaran por un momento. Ninguna cambió, solo empezaron a alejarse, empequeñeciéndose a la vez que la que había en el centro se volvía más y más difícil de ignorar. No era un santo, no estaba relacionado directamente con el Santuario, pero ocupaba el centro de todo. Allí donde Akasha esperaba ver su propio destino, estaba Azrael.

—No quiero que muera —dijo con voz débil, a través de la máscara ya restaurada—. Después de haberme ayudado tanto. No es justo. No quiero que muera.

Con cada golpe del hacha con el que azotaba aquellos eventos atroces, se le iban más las fuerzas que la mantenían de pie. La mano que sostenía a Brahmastra empezaba a entumecerse, un grito subía por la garganta de Akasha deseando salir.

Una mano dorada se cerró con suavidad sobre los dedos de la santa de Virgo, transmitiéndole una paz repentina. Un aro del color del mar los rodeaba a ambos.

—Sigue peleando —le susurró Atlas de Aries—. Sigue peleando hasta el final.

Desaparecieron a tiempo de evitar que uno de los dedos de Titán los aplastara.

 

***

 

Ocurrió demasiado rápido como para que pudieran predecirlo. De pronto las cadenas que habían mantenido quieto a Titán durante toda la batalla empezaron a caer con pesadez al suelo, donde desaparecían. El regente de Saturno tenía libertad para moverse, de modo que Adremmelech, sin brazos, desprotegido y a su alcance, había dejado de ser una base segura para los guerreros que habían sobrevivido hasta el momento.

A Atlas le sorprendió poder acceder al recinto en el espacio-tiempo que había creado en su juventud para que los mayores enfrentamientos que debiera librar no afectaran al mundo, pero el ingenuo pensamiento de usar ese lugar seguro como refugio para todos duró poco. El puño de Titán llegó hasta aquella dimensión, y los habría alcanzado si una tercera fuerza —Shion— no los hubiese ayudado.

Ni la teletransportación del Sumo Sacerdote les llevó muy lejos. El cuerpo de Titán, o bien el alba de Saturno, ejercía una fuerza de atracción descomunal que incluso afectaba el viaje entre dimensiones. Quedaron en medio del aire, a merced del mortal ataque. Los Pretorianos de la Atlántida intervinieron, enroscándose alrededor de un brazo inmenso que ni siquiera aquellos tritones de doscientos metros de longitud lograban terminar de cubrir. Pero la guardia de Atlas era mucho más que tamaño: sin descanso, arrojaron al astral una infinidad de rayos; por desgracia, no los suficientes.

Arthur llegó en ese momento. Atlas, lanzándole una mirada de reproche, le dejó a la apenas consciente Akasha y se unió a la lucha imposible de sus súbditos. Acostumbrado a combatir en un espacio sin gravedad, el santo de Aries pudo impulsarse contra el brazo del astral sin necesidad de apoyo. Brillaba con más intensidad que el Astro Marino que invocó en el falso Hades y golpeó con más fuerza que nunca. En aquello quemaría su propia vida, por los esfuerzos de todos y por él mismo.

Ninguno de los presentes podía imaginar lo que para Atlas suponía ver de nuevo la muerte de todos los atlantes que perecieron durante el encierro al que él y su descendencia fueron condenados, reflejadas todas ellas en el puño de Titán, pero sí que eran capaces de sentir la intensidad de la Ascensión de la Atlántida, una lanza de energía aguamarina de la cual Atlas era la punta y que rugía con la furia del océano. Ni Shion ni Arthur querían ignorar tal entrega, pero el Juez tenía una misión que cumplir y, con Akasha en brazos, emprendió la retirada, cubierto por el Sumo Sacerdote.

El Muro de Cristal levantado por Shion no pudo retener el puño de Titán ni la más insignificante fracción de segundo, lo que habría llenado el corazón del ateniense de frustración si le hubiesen dejado tiempo para pensar. La fuerza de Titán era grande, pasó a través del Sumo Sacerdote, del gran cosmos que poseía y los vastos poderes psíquicos que dominaba, como si no hubiese nada interponiéndosele.

Orestes pasó cerca del santo de Libra, con un par de alas blancas surgiéndole de la espalda. Volaba hacia donde estaba Atlas en compañía de Seiya. Juntos apoyaron al santo de Aries, cuyo manto empezaba a ceder, con el Trueno Atómico y el Resplandor de Luz. Arthur les dedicó a todos un silencioso agradecimiento.

La retaguardia vio más allá. Quizás los que luchaban no podían pensar en lo evidente, pero Titán no tenía un único brazo. El izquierdo avanzaba hacia Arthur y Akasha con un poder comparable al del otro. Para Adremmelech, quien aún tenía un cuerpo que sacrificar y algunas piezas del manto con el que Capricornio lo había bendecido, fue fácil tomar la decisión de interponerse entre el astral y la Suma Sacerdotisa. Sugita, henchido de orgullo por haber nacido bajo la misma constelación, lo apoyó.

Fue un acto casi inútil. El puño de Adremmelech apenas puso freno al avance del brazo izquierdo de Titán. La fuerza del astral se propagó como ondas de indetenible destrucción a lo largo de los miles de metros de carne y metal dorado que habían mantenido en pie al gólem durante tanto tiempo, desintegrándolo por completo. Ganó con ello unos pocos segundos que permitieron que Arthur y Akasha entraran a través de una brecha que Sugita había abierto en el espacio mediante Excálibur, para luego unirse a ellos de un salto justo antes de que el confiable apoyo, Adremmelech, desapareciera. Al atravesarla, los tres se sorprendieron de hallarse en la Otra Dimensión.

No hubo tiempo de hacerse preguntas. El ataque de Titán seguía avanzando y desconocían cuánto más podrían resistir los demás reteniendo el otro brazo. Ni siquiera el hecho de que ahora estaban rodeados por Brahmastra en forma de escudo, con una pequeña base de tierra tomada por Arthur desde los confines de aquel espacio, los tranquilizaba. Toda la consciencia de Akasha se enfocaba en mantener ese pequeño rayo de esperanza y estaban seguros de que no podría hacerlo por siempre.

Mientras Arthur trataba de combatir la atracción que Titán ejercía para poder alejarse a la mayor velocidad posible. Los tres oyeron la voz de Iskandar.

Tú tienes un plan, ¿no? —Arthur supo que se refería a él—. Más vale que lo tengas, porque solo estamos ganando tiempo.

Pronto supieron que el santo de Escorpio estaba aferrándose al brazo de Titán, soportando a duras penas la tremenda presión que dominaba la superficie del alba de Saturno. ¡Iskandar debía sentirse como si estuviera en el corazón de una galaxia! Y sin embargo, con el manto agrietado y la sangre escapando de toda suerte de heridas, como vapor rojo, aquel guerrero temerario aún tenía fuerzas para sonreír.

Las estrellas que titilaban en el horizonte infinito, más allá de los planetoides que acababan pulverizados en el trayecto del puño de Titán, parecieron acercarse en forma de rayos luminosos. Los Hilos de Éter, la técnica con la que Iskandar un día retó a la más terrible de las Hilanderas, la que corta el hilo de cada mortal, cubrieron el largo brazo del astral, frenándolo por un tiempo sin duda valioso.

El puño se abrió de forma repentina, tratando de atraer al trío de santos que estaban a punto de escapársele, pero los dedos quedaron paralizados por las más insólitas cadenas. Shun de Andrómeda, que llevaba ya rato siguiendo el paso a aquellos tres, desató la Tormenta Nebular como un lazo irrompible.

Me temo que me voy a quedar aquí un buen rato —dijo Iskandar. Ya no se dirigía a Arthur o Sugita, que al fin habían cruzado a salvo la Otra Dimensión junto a Akasha. Tampoco pretendía hablar con aquel santo de bronce de imposible fuerza. Sus últimas palabras se las dedicó a Titán—. Esto de morirse se me da fatal, grandullón.  

Vio un millar de fragmentos dorados subiendo y bajando en medio de un vapor rojo, pulsante de cosmos. Creyó escuchar el sonido de los huesos al romperse y el de órganos pulsando por salir de las innumerables heridas que la presión gravitatoria había abierto. Después dejó de oír, ver y sentir nada. El dolor se esfumó como si fuera un sueño, sustituido por los delirios de un moribundo que ya apenas podía hilar un pensamiento.

«Me pregunto si la princesa se habrá librado de esa condenada flecha…»

 

***

 

Aun desconociendo la identidad de quien conjuró la Otra Dimensión, Arthur y Sugita le estaban agradecidos. Tras atravesarla, se encontraban más allá del alcance de las manos de Titán, mientras que las piernas de este seguían aferradas por algunas cadenas. La alegría no duró demasiado, pues todas las grietas que Akasha había abierto en el rostro del astral se habían cerrado. Era como si no le hubiese pasado nada.

—Habría sido muy arriesgado entrar ahí de todas formas —dijo Arthur.

—Era una salida arriesgada, pero la única que teníais —objetó Sugita—. ¿Qué os pasó? ¿Por qué tú y Seiya dejasteis ir solo a Atlas? ¡Todo el plan se vino abajo por vuestra culpa! Si lo hubieseis seguido…

—No eres ningún niño como para hacer ese tipo de juicios, santo de Capricornio.

Que Brahmastra reconociera a Seiya, permitiéndole entrar en la barrera, tranquilizó en parte la decepción que Sugita sentía para quien había conocido como un héroe que no habría dudado en ayudar a una compañera en peligro. El resto de reclamos los dejó morir antes de nacer en cuanto vio el estado en que se encontraba: disparando una última flecha, había perdido el arco y el brazo izquierdo. El manto de Sagitario, aunque en apariencia intacto a excepción del brazal perdido y una de las alas, no resistiría un nuevo puñetazo de Titán. No le quedaba vida.

Orestes apareció poco después. Las alas, hechas de luz, se extinguieron tan pronto atravesó la barrera y puso los pies sobre el suelo. No dijo nada sobre lo acontecido.

—No puede ser el fin —decidió Sugita. Juntó los dedos de ambas manos como las puntas de dos espadas gemelas—. Si no hay una salida, yo abriré una.

—No será necesario —dijo Seiya, con una sonrisa que pareció fuera de lugar en aquella versión seria del santo de Pegaso que Sugita conoció—. No fue en vano.

El santo de Capricornio siguió el dedo con el que Seiya apuntaba a Titán. Uno de los brazos seguía dentro de la Otra Dimensión, mientras que en el otro había un agujero. En él podía sentirse todavía el cosmos de Atlas. Aun Sugita no habría esperado tamaña proeza del santo de Aries, ¡incluso las deleznables imágenes de atlantes muriendo habían desaparecido junto a la vida del rey de todos ellos! Pero había más.

Tras la grieta abierta por los esfuerzos combinados de Seiya, Orestes, Atlas y los Pretorianos de la Atlántida, podía verse uno de los seis mundos que Titán había creado y consumido. Desde el orbe, relámpagos y truenos de gran poder surgían para impedir que se cerrara aquel atisbo de esperanza, agrandándolo incluso, a la vez que mantenían paralizado el brazo entero de Titán. Y en medio de tal fenómeno, quizás la última voluntad de los reyes atlantes en aquel mundo de milagros e imposibilidades, se elevaba orgullosa una montaña conocida por todos los espectadores.

—¿Eso es el Santuario? —preguntó Sugita, siendo el primero en reconocerlo.

—Parece que al absorber los seis mundos, Titán provocó que estos se juntaran y formasen uno solo —aventuró Seiya—. Titania ya nos había advertido que no había cortado el Santuario, sino el espacio, de modo que resultaría posible para cualquiera de los Astra Planeta el volver a juntar las piezas.

—¿Hay un traidor entre ellos? —preguntó Sugita.

—Lo dudo —negó Seiya, observando con más intensidad el orbe que representaba el sexto mundo—. Tenemos poco tiempo. Quien sea que haya salvado el Santuario, quiere que este viaje a través de la Esfera de Saturno. Es vuestra única oportunidad de salir de aquí —aseguró, mirando a Arthur de Libra, quien repitió un mantra sobre la llave, la puerta y la cerradura que ya había oído—. ¿Ella puede crear un camino?

—No parece que le queden fuerzas para algo que no sea protegernos —dijo el santo de Capricornio—. El camino tendremos que abrirlo nosotros.

Seiya asintió con pesadumbre. Akasha estaba ida, su cosmos se debilitaba por momentos y un único pensamiento amartillaba su mente una y otra vez, de forma tan intensa que todos los presentes lo oían. Siempre las mismas cuatro palabras. En el flequillo de la santa había algunos hilos de plata, extraños para la edad que tenía.

Los santos no mueren.

Seiya, dolido por no haber podido confiar en aquella muchacha, apuntó al orbe y acabó por ver, consternado, que el brazo izquierdo de Titán salía de la Otra Dimensión. Shun, levitando, lo seguía tan cerca como podía, manteniendo estables las cadenas que había formado usando la Tormenta Nebular como materia prima, pero eso solo parecía restringir los movimientos, no los detenía. Seiya se preguntó por qué no daba todo de sí y enseguida dio con la respuesta: ¡hacerlo provocaría a Titán para que volviera a replicar los ataques que los cinco ejecutaron en el Elíseo!

Por si fuera poco, entre los ojos abiertos de Titán resaltaron imágenes de las muertes de todos los compañeros que Sugita y Seiya conocían. Pretendía provocarlos. Ninguno cayó en la trampa. Orestes permanecía callado.

Los últimos santos convocados estuvieron a punto de atravesar la barrera, pero el instinto les obligó a detenerse cuando se supieron observados por los siete ojos del gigante. Una palabra surgió de la boca del astral, semejante a un huracán.

Desaparecer.  

Así habló Titán antes de cerrar los ojos, una orden que aquel mundo obedeció. Primero el suelo dejó de ser y luego todo lo demás. De un momento para otro, el espacio que rodeaba al astral era blanco como una hoja de papel.

 

***

 

Entre el más ardiente fuego y el más frío hielo, Gugalanna conoció la muerte, como pago por salvar a los demás de tan terribles poderes. Era una muerte especial, diferente a las otras, pues aquellas fuerzas estaban respaldadas por la bendición de la diosa Atenea. El milagro de Elíseos. Era posible que la existencia del primer santo de Tauro llegara a su fin después de tantas batallas. Junto a esa odiosa flecha.

Desde luego, la consciencia de Gugalanna se esfumó tras ese choque, de tal modo que existía incluso la posibilidad de que por un momento su cuerpo entero hubiese sido desintegrado. Sin embargo, no tenía forma de saberlo, y el interés en cuestionarse los límites de su capacidad regenerativa se esfumó en cuanto despertó como nada más que una masa deforme, con la Maldición de Apolo aún clavada en su corazón. ¿Cómo era posible que no hubiese desaparecido durante el impacto? Sin una respuesta a esa pregunta, rabió durante un rato mientras hueso, carne y músculo se iban recuperando en un proceso lento y doloroso. Llegó a odiar aquella saeta, en verdad odiarla, hasta que se dio cuenta de lo estúpido que era hacerlo. Estaba inmóvil, hundido en las tinieblas bajo la batalla de su vida, que se estaba perdiendo. Necesitaba hacer algo más productivo, así que convirtió ese odio en ira hacia los Astra Planeta que lo raptaron. Cuando aquella joven, tan parecida a su Atenea, cargó contra el regente de Neptuno, por fin pudo lucirse como quería. Le echó una mano usando la mayor parte de sus fuerzas, empleando la restante para dedicarle una frase ingeniosa al astral, sabiendo que la oiría.

Aun debieron pasar algunos minutos cruciales para que terminara el ralentizado proceso de regeneración, restaurándose la piel en todo su cuerpo, salvo en la zona atravesada por la flecha. Una vez terminó el proceso, se puso de pie, exultante de fuerza.

Entonces, Titán borró el mundo entero.

Cayó durante lo que le pareció una eternidad, preguntándose por qué él no había sido borrado. Creía entender lo que había hecho el regente de Saturno. No se había limitado a replicar la técnica de Gugalanna, el Vacío, abriendo portales al Caos; directamente impuso en todo lo que podía ver la inexistencia, si es que eso tenía sentido. Era probable que no, pero él ya empezaba a oír cómo su cerebro se empastaba.

Y entonces, se detuvo. Fue brusco, como caer desde el espacio a la Tierra a toda velocidad. Podía compararlo con eso porque recordaba haberlo vivido.

También recordaba a la mujer que apareció cerca, avanzando hacia él como si solo estuviese bajando unas inexistentes escaleras, de manera muy elegante, eso sí. Vestía un traje rojo que resaltaba el brillo de sus ojos, de un intenso color violeta.

 

—Oh, eres tú. Zorra de los Cielos, mi Yegua Estelar. Eres tú.


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#345 Seph_girl

Seph_girl

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Publicado 02 junio 2022 - 14:13

Cap 126. Adiós bellos príncipes
 
Pues el ataque ocurrió y los dos astrales parecen "heridos"... pero no muertos, TO BAD, era demasiado bueno para ser cierto jajaja, lo siento Akasha, suerte para la próxima XD
 
Akasha contándole a un ennegrecido Tritos (no mas le faltó quedarse sin algunos dientes XD) lo que según ha descubierto sobre los Astra Planeta, pero Tritos la tira de loca. Por otro lado, la chica le propone que la deje hablar con los dioses para acabar con tanto drama, pero Tritos se niega porque sino de seguro se acaba el fic y ya jajaja.
Pues Tritos al final rebeló que se salvó de recibir cualquier herida y le demostró a Akasha que su técnica pues nada le puede hacer jaja, pobre XD y ni Titán está muerto, solo azonzado por el golpe. En venganza, le muestran a Akasha las posibles muertes de algunos personajes que ella conoce, y otros que no pero pues le conmocionó más el que le mostraba el posible destino de Azrael.
Aprovechando que estaba afectada por un CONFUSIÓN o TERROR y perdiendo MP a cada segundo, Titan iba a aplastarla como una mosca pero en eso el maestro Pokemon Atlas, llegó a salvarla. Pero pues Titán parece que ya ahora si se enojó por lo que se acabaron los juegos y va a usar sus brazos para atacar.
Los Aries hacen lo que pueden mientras Arthur pone a Akasha a salvo. Shion peta y AL FIN ORESTES decide hacer algo aparte de quejarse jaja
 
¡Todo se vuelve a poner color de hormiga! Iskandar muere (snif, brindemos por el más simpático de este peculiar y genial grupo de personajes invitados) Y aun así tiene la graciosada de preguntarse antes de desvanecerse si Tauro se habrá librado de la flecha jajaja
 
Los que han sobrevivido se reúnen, dándonos a entender que algo pasó fuera de cámaras por el que Atlas petó (descansa bello Rey) ¡pero dejó una puerta abierta hacia la salvación de Akasha y el resto! 
Mas Titan no va a ponérselas facil, soltando una de esas técnicas que se oyen de OVERKILL, pero veremos qué pasa.
 
Mientras tanto, Gugalanna estaba... en algún lugar, vivo y reconstruido gracias a su inmortalidad y otras tantas maldiciones, lo curioso es que pese a que se hizo polvo, luego masa de carne y demás, la flecha de Emil siguió allí jaja, vaya brujería esa.
Cuando al fin se recuperó, es justo cuando Titan Borró todo, siendo todo muy confuso, pero anda, que la aparición de "Su Atenea" nos deja a todos con cara de WHAAAA?
 
PD. Excelente capitulo :) Sigue así!
 
Y Salud por los héroes de este cap 
 
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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#346 Rexomega

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Publicado 06 junio 2022 - 16:59

Saludos

 

Seph Girl. ¡Que el Cosmos os acompañe!

 

Por las leyes del RPG, nunca es posible matar al boss de un solo golpe. O te falta fuerza, o ese límite de 9999 de daño te juega una mala pasada. ¡Al menos no fue miss!

 

Akasha y los Astra Planeta están condenados a no entenderse nunca, al parecer.

 

Ya se puso la armadura. Bien, ahora falta que se rompa el casco para poder decir que la batalla… ¿Cómo, Tritos? ¿Atacas mostrando spoilers? ¡Eso no se hace! Y encima se va después, ¡vuelve ahora mismo! Bromas aparte, por lo que vimos en el capítulo 120, por no hablar de toda esta historia, era de esperar que Akasha reaccionara de ese modo. Muy acertada la comparación entre el gesto de Titán y querer aplastar una mosca. Por suerte los demás deciden intervenir. ¡Incluso Orestes hizo algo! Parece que su PTSD respecto a los Astra Planeta ha remitido, o al menos encontró el valor de intervenir.

 

Cómo me alegra haber podido volver a Iskandar tan carismático. Desde que lo conocí en la primera versión de Némesis Divino me ha caído bien. Mis problemas con el excesivo humor del cine actual me hicieron plantearme borrar esa última línea, pero al final la conservé. ¡Los santos de Atenea están hechos de otra pasta! Y aparte me sirve como nexo para la escena con la que cierra el capítulo.

 

En efecto, los dos santos de Aries cayeron en este capítulo. En el caso de Atlas, abriendo la puerta hacia la salvación. Pensar que el otro grupo de personajes solo tuvieron que lanzar un barco hacia el Hades para escapar… ¿Porque escaparon, no?

 

La técnica de Titán impresiona, sí, nada más mortífero para un fanfiction que te ha llevado tanto escribir como ver cómo se borra la única copia que tienes.

 

Sí, es una flecha bastante problemática. No lo mata, porque es inmortal, pero tampoco lo abandona. Jamás. Debe de ser frustrante. Como ponerse de pie justo cuando alguien decide cargarse el suelo. Y para rematar, un giro que el grandullón no se veía venir. ¡La Atenea de sus sueños aparece ante él! ¿Será que en realidad murió y fue al cielo?

 

¡Ojo, que este es otro capítulo excelente de esta excelente tanda, no solo uno bueno como los demás! Menuda racha llevamos.

 

¡Genial gif! ¡Salud!

 

***

 

Capítulo 127. Principio y final

 

La falsa diosa sacó el pie del zapato, del mismo color que las prendas que vestía, y lo dejó a solo un metro de distancia del débil y ciego creyente. Gugalanna no cabía en sí de gozo, se inclinó hacia la delicada piel, deleitándose con la risilla que oyó cuando los pelos de su barba se mezclaron con los dedos, y abrió la boca.

A punto estuvo de morder el más suculento de los manjares, pero la falsa diosa lo conocía demasiado bien y apartó el pie solo para ver, divertida, cómo los dientes del santo de Tauro chocaban entre sí. Ahora tenía el talón a la altura del pecho del frustrado inmortal, con dos dedos jugueteando con la Maldición de Apolo.

—Por favor —se oyó decir Gugalanna, pues cuando estaba frente a ella no podía asegurar que fuera él quien hablaba—. La odio.

Pirra, primera elegida de la constelación de Virgo, esbozó aquella sonrisa tan suya. Todo está bien, decía. Luego alzó la pierna, arrancando la odiosa flecha con la sola fuerza de dos pequeños dedos, como si todo el tiempo hubiese sido solo una molesta astilla que incluso un niño pudo haberle arrancado. La saeta giró sobre sí misma un par de veces hasta que, a la altura de la mujer, esta la agarró con la mano.

—Eres tú —repitió el santo de Tauro, anonadado al ver desaparecer sin más el proyectil. La tal Akasha podía verse igual, pero no tenía ni por asomo ese poder ilimitado frente al que todas las cosas se doblegaban—. Sigues siendo tú. Atenea.

—Lo mismo podría decirse de ti —dijo la mujer, bajando la mano hacia la mitad inferior del traje—. No te importaba tanto esa flecha, mi toro travieso.

Gugalanna, que había seguido la mano con la mirada, no pudo ver la planta del pie estampándosele en la amplia frente. Para aquella que fue llamada diosa por sus pares, era un gesto casi amistoso, una manera de hacer que el santo de Tauro volviera a recostarse. Pero el cuello del inmortal se rompió.

—Mi señora —dijo una voz serena proveniente de todas partes—. ¿Tan inesperado es que un perro actúe como lo que es, como para recibir semejante castigo?

—A veces olvido que existen muy pocos hombres en el mundo capaces de aguantar mi fuerza —dijo la falsa diosa. Lo más parecido a una disculpa que ella diría—. Es por eso que lo aprecio. Como es inmortal, no tengo que preocuparme de que se muera.

El cuello de Gugulanna se restauró a tiempo de que el guerrero pudiera oír el halago y ver aparecer al primer santo de Géminis. Era un hombre de largos cabellos castaños y un rostro imperturbable, de una tranquilidad tan plena que era imposible saber si alguna vez decía algo de lo que no se pudiera dudar. Aun entre el Zodiaco, casi nadie sabía la historia detrás de aquel sujeto venido de Oriente antes de que se les uniera durante la segunda guerra atlante, ya que usaba una identidad distinta cada vez que alguien le preguntase; durante miles de años solo llegó a repetir un nombre alguna vez, Sousuke.

—Huele mal —dijo Gugalanna al fin, mientras se incorporaba—. ¿Por qué huele mal? Titán había borrado todo el universo, ¿no?

—Estoy seguro de que eso es lo que cree —dijo Sousuke—. Al menos, el mundo en el que todos habéis estado luchando hasta ahora.

Al percibir confusión en Gugalanna, el santo de Géminis decidió mostrarle lo que estaba ocurriendo. Titán había borrado el suelo en un vano intento de librarse de las cadenas, pero estas parecían estar ancladas a la nada misma, así que optó por borrar todo aquello que podía ver, lo que abarcaba la totalidad del mundo que había sido creado en la Cámara de las Paradojas, y el grupo que creía estar a salvo en el interior de Brahmastra, una esfera formada por el alma de…

—Es ella —dijo el oriental, interrumpiendo la conexión con Gugalanna.

—Sí —dijo la santa de Virgo—. Es por eso que estamos aquí, mi travieso, mentiroso e incompetente toro inmortal. Mi esposo quiere que ella sea feliz, así que tenemos que ayudarla a escapar. Es porque sigues aquí que no pude traer a quien no me falló.

—¡Fue por culpa de Enkidu y esas malditas cadenas! —exclamó Gugalanna, avergonzado—. Si no nos hubiese traicionado, te habría traído la cabeza de Gilgamesh en una bandeja de plata y… y…

Cabeceó con fuerza. ¿Qué importaba todo eso? Ahora tenía la oportunidad de demostrar su valía. Solo tenía que salir de aquel lugar, que cada vez le recordaba más al Hades. Desde luego, el hedor que le llegaba solo podría provenir del Aqueronte.

—La Tierra es plana —afirmó el santo de Géminis, lo que pareció divertir a quien era señora de ambos—. La Esfera de Saturno recoge todas las posibilidades y nuestro enemigo decidió crear una tierra plana, sin horizonte, con el infierno bajo tierra.

—¿Ese es el lugar en el que hemos estado luchando todo este tiempo? —preguntó Gugalanna, percatándose de que no le habían prestado mucha atención a lo que los rodeaba. Cosa de tener que luchar con un Santuario andante y viviente que podía reproducir cualquier ataque, fuera de santos o de los enemigos que estos enfrentaban.

—Ese es el lugar en el que seguiremos luchando.

Así habló la santa de Virgo antes de que los tres desaparecieran del submundo.

 

***

 

El campo de batalla que Titania le había ordenado construir volvió al blanco puro original, sin materia, ni espacio, sobre el que podría crearse un nuevo escenario. Solo un pequeño punto permanecía en pie, ofreciendo resistencia a la Negación de Titán: el manto de Shun se había restaurado, tomando los restos de cosmos que se habían unido en las pasadas luchas para despertar la auténtica fuerza de la constelación de Andrómeda. ¡El milagro de Elíseos se repetía frente al impotente gigante!

Pero más grande que la frustración de no haber acabado con ese humano era el desagrado que le provocaba no ver nada a excepción de aquel. El cuerpo de Titán dejó de mostrar imágenes de muerte, ahora solo había vida en él, nacimientos de toda suerte de vidas determinantes, las primeras estrellas de los albores del tiempo y el propio comienzo de todo, el paso de un insignificante punto que acabó convirtiéndose en una infinidad de universos, pura posibilidad manifiesta. Big Bang.

Con cuidado de no pensar en Brahmastra y los que estaban en el interior, Titán recreó el mundo plano que había estado construyendo incansable. No podía hacer nada con el infierno de la batalla interminable, pues ya estaba en su interior cuando decidió usar la Negación, pero dejaría de molestarle una vez se cerrara esa grieta, y el otro brazo ya estaba libre. Shun había tenido que deshacer la Tormenta Nebular para sobrevivir. Solo tendría que esperar un poco y lo destruiría; si no era capaz de desaparecer las cadenas, incluso negándoles un soporte, solo tenía que nulificar la distancia.

Ajeno a las cavilaciones del astral, depósito de órdenes no muy precisas sobre luchar sin descanso, una trinidad de santos de oro apareció de improviso en el renacido mundo. Shun no pudo reconocer al que portaba el manto de Géminis, pero la mujer cuyas espaldas eran cubiertas por Gugalanna sí que le sonaba.

—A eso lo llaman milagro de Elíseos —susurró Gugulanna, quien como la mayoría de los santos convocados había conocido la historia entrando en la mente de Akasha—. Usando el icor como catalizador, adquirieron un poder semejante al de nosotros…

Las últimas palabras fueron apenas audibles. Después de todo, estaba hablando a aquella a la que los primeros santos de oro, auto-proclamados dioses, elevaron por sobre todo lo demás. ¿Qué mortal podría comparársele? Abrumado por una mezcla de fe y pasión frustradas, Gugalanna prefirió no decir nada más. 

—La divinidad está presente en este mundo —afirmó el santo de Géminis—. En cada vida sacrificada, tras cada acto de valor y bajo la luz de cada rayo de esperanza seguido por los santos que aquí lucharon y murieron. El icor es solo un medio.

El nombre de Atenea no fue pronunciado por el enigmático sujeto. Era tabú hacerlo estando Pirra de Virgo presente, así ella jamás se los hubiese prohibido. Al fin y al cabo, durante miles de años creyeron que esta era la diosa de la sabiduría encarnada. Pero todos tenían muy claro que era Atenea quien estaba presente, de algún modo.

—El poder de Capricornio fue despertado a través de la lealtad. No del todo, ya que solo era la marioneta del auténtico campeón de Amaltea. —Pirra vislumbró la batalla librada en un solo destello, para luego transmitírsela al santo de Géminis y los que pronto llegarían—. Virgo ascendió gracias a todos los demás —comentó con un deje de nostalgia—. El rey Atlas de otro mundo obtuvo el poder de Aries mediante la ira, Titán fue un necio al provocarlo. En cuanto a Andrómeda… Sacrificio, ¿no?

Los ojos de Pirra y Shun se cruzaron por un momento en el que el santo de bronce sintió que nada podía ocultarse a aquella mirada. Solo una vez en la vida se sintió así, cuando una voluntad divina lo usó como receptáculo, y la sonrisa cruel de la santa de Virgo, tan parecida a la que él conocía y a la vez tan distinta, no mejoró las cosas. Fuera quien fuese la de platinados cabellos y ojos violeta, ya lo sabía todo de él; tenía un dedo levantado, rozándole los labios, como indicando que le guardaría el secreto.

Y, acto seguido, lo hizo desaparecer.

A Titán no le gustó aquello. El hombre que había resistido la Negación no podría morir con tanta facilidad, así que aquella recién llegada lo había enviado a algún lugar al que él no tenía acceso. Echó atrás el brazo izquierdo mientras reducía a cero la distancia que separaba a aquellos tres santos de oro de su campo de acción, y lanzó un potente puñetazo que no llegó a alcanzar a ninguno. Habían desaparecido.

 

***

 

Tan pronto reaparecieron, a una distancia segura de donde Titán rugía con la misma intensidad de una catástrofe natural, pudieron ver una esfera de luz traslúcida donde se hallaban Orestes, Sugita, Seiya, Arthur, Shun y Akasha. Para Gugalanna era un dolor de cabeza mirar a la tímida Suma Sacerdotisa teniendo a aquella que veneró como una diosa justo al lado, pero pronto encontró algo que lo distrajera.

—Zemus está aquí. ¿¡Por qué ese anciano está aquí!?

Aun sin armadura, el primer santo de Cáncer quitaba el aliento con su sola presencia. Lo cubría una holgada túnica más negra que el cielo nocturno, hecha de almas en pena, espíritus quebrados más allá de toda solución e hilos de sufrimiento y lamentaciones. La pura esencia de todos los males que el hombre aquejaba era el manto que vestía aquel hombre, criado por Telquines, que siempre había repudiado la raza a la que pertenecía. Lo dejaba muy claro con el aspecto decrépito que nunca se había molestado en cuidar, a diferencia de sus igualmente longevos compañeros del Zodiaco: una larga barba sucia, parecida a una nube gris; la piel vieja y apergaminada, casi pegada a los huesos, llena de manchas; dos ojos hundidos tras dos cejas tan pobladas que parecían una sola, reflejo de una demencia casi total. ¡Hasta tenía las orejas puntiagudas y retorcidas de los brujos del mar! Lo único que le faltaba era ser azul.

—Lo necesitamos —dijo una voz musical—. Deucalión no debe luchar aún. Adremmelech ha decidido no venir…

—¡Shemhazai! —gritó Pirra en cuanto apareció la primera santa de Sagitario, lo más cercano a una confidente que tuvo entre la orden que por milenios debió dirigir—. ¡Estaba segura de que tú vendrías!

Gugalanna rechinó los dientes. Shemhazai de Sagitario era hermosa, desde luego. Tenía el cabello dorado de una princesa de cuento, así soliera recogérselo en una cola de caballo, y una piel muy, muy suave, bien lo supo él el día en que acabó con la cara destrozada. Pero no era más que apariencia: todas las mujeres del Pueblo del Mar eran bellas, solo que Hashmal no quiso esperar a conocer a más y decidió llevarse a la primera que vio. ¿Y qué ocurrió luego? Que desposó a un espíritu libre que lo desobedecía cada que quería. ¡Una mujer! ¡A un hombre! Desde los primeros días que debieron luchar juntos, Gugalanna ya pensaba que Shemhazai no merecía la belleza con la que los dioses la habían bendecido, más bien debía haber nacido varón.

—Hashmal tampoco vendrá —advirtió Shemhazai, esbozando una sonrisa forzada al ver que Gugalanna parecía a punto de echársele encima. Pero pronto cambió el semblante, señalando la esfera que estaba a escasos minutos de hundirse en el interior de Titán—. Está con ellos. No, es uno de los Astra Planeta.

Pirra asintió, acariciándose el vientre por acto reflejo. En ese momento, Shemhazai se percató de un detalle peculiar.

—¿Por qué tienes solo un zapato?

—Se lo dejó en el infierno —dijo el santo de Géminis como fuera algo cotidiano, dejando a todos estupefactos—. Eso es lo que ocurrió, en apariencia, pero se dice que los designios de nuestra señora son inescrutables.

—¿Lo son? —cuestionó Pirra, distraída.

—Sí —dijo Shemhazai—. Parece que ellos se están impacientando —les hizo notar, cabeceando hacia donde estaba Brahmastra, justo al lado de Zemus.  

—Estoy de acuerdo con la yegua alada —dijo Gugulanna—. ¡Ataquemos! ¡Estando unidos siempre hemos sido invencibles!

—Faltan muchos —advirtió el santo de Géminis.

—Me basta con ella —insistió Gugalanna, señalando a la falsa diosa—. Si es poder lo que necesitamos, a ella le sobra. ¡Esa cosa no podrá detenerla!

—¿Y si soy tan fuerte por qué me morí? —cuestionó Pirra. Fue cruel de su parte: Gugalanna no estuvo en la guerra en la que la mayoría murieron—. Esperaremos a que Zemus traiga a los demás. Si no hubiesen tardado tanto en decidirse podríamos haber entrado todos junto a ese santo de Cáncer, Manigoldo.

El variado grupo que permanecía en el interior de Brahmastra no había querido intervenir en esa conversación tan extraña. No por el gran poder que cada uno de los recién llegados tenía, sino porque al fin y al cabo era gracias a ellos que seguían a salvo. Pero la grieta en el muñón derecho de Titán estaba a poco de cerrarse.

—Sea lo que sea que queráis hacer —dijo Seiya—, hacedlo ya. No nos queda más tiempo que desperdiciar viéndoos no hacer nada.

Aquel reclamo enfureció a Zemus, cuyas largas y huesudas manos no llevaban todo aquel tiempo girando en mano. ¡Si no fuera por él, pionero en el viaje entre los universos y guía del Zodiaco, Titán ya los tendría a todos a tiro! Pirra lo tranquilizó, sonriéndole, ya que tanto entendía a aquel venerable sabio como a los demás dioses del Zodiaco. La lucha que Zemus de Cáncer libraba con Titán de Saturno era silenciosa, lo que uno hacía el otro lo negaba y al final nada ocurría. Era lo mismo por su parte: el astral había pretendido usar la Negación con ellos, borrar las existencias molestas que le impedían hacer lo que fuera que quisiese hacer, y aunque solo ella, falsa diosa, los mantenía a salvo, estaba consciente de que para la mayoría no estaba pasando nada. El único que tal vez entendía el tira y afloja era el santo de Libra.

—Todo está bien —indicó la falsa diosa, sonriéndoles a todos, mirando a la joven tan parecida a ella. ¿De verdad había reencarnado luego de la derrota de Hades, o no era más que otra broma de los dioses para castigar a Deucalión? Sin tener una respuesta, aquella que una vez creyó saberlo todo miró a Arthur, el observador—. El Santuario ha vuelto a depender de una santa de oro tras milenios poniendo una máscara a las mujeres. Y Capricornio sigue siendo el principal apoyo para Virgo. ¿Qué más semejanzas hay entre nosotros, la primera generación de santos de oro, y vosotros, los últimos santos que el mundo necesitará? —vaticinó, generando sorpresa en el frío y racional corazón del santo de Libra—. Observa lo que ocurre, Demonio de LaPlace, e informa bien a tus camaradas. La Otra Dimensión no se abre por arte de magia.

Todos se miraron entre sí, confundidos solo al inicio. ¿Tanto tiempo llevaban siendo ayudados por esos desconocidos? La atención de la mayoría estaba en Arthur, quien parecía guardarse algo para sí. Los ojos del Juez brillaron cuando nuevas presencias aparecieron al son de un chasquido de dedos.

—¿Ves, Gugalanna? —la temperatura de todo el lugar bajó estrepitosamente, señal de que la salvaje santa de Acuario era la primera en llegar—. Ahora sí que podemos ir.

La falsa diosa fue cubierta por el manto de Virgo, mientras que el anciano Zemus, riendo como debían reír los demonios, fue cubierto por el manto de Cáncer, siendo el primero en seguirla. Gugulanna no entendió por qué, nunca lo había entendido: ¿qué motivaba al más perverso ermitaño que hubiese pisado a la tierra a seguir a una humana, por mucho que la llamaran diosa? ¿Por qué fue leal incluso durante la Guerra de la Magia, contra los Nueve de Rodas? ¿Por qué acudió a la guerra en la que la mayoría cayó pudiendo gobernar su propio mundo por siempre? ¿Qué promesa…?

«Viejo verde… —pensaba, dubitativo. No podía meterse en la piel de algo tan inhumano, así que decidió juzgarlo como se juzgaría a sí mismo—. ¡Cerdo putrefacto!»

Mientras dudaba, Shemhazai, Sousuke y otros cuatro bólidos de luz —Belial de Aries, Sephiria de Libra, Selvaria de Acuario y Mateus de Piscis— se le adelantaron, pero igualmente él pudo ponerse a la altura de Pirra enseguida. La mayoría prefería ser la vanguardia de aquella a la que decidieron obedecer.

No sabía que supiera volar.

No sabías volar —contestó Pirra—. Yo decidí que aprendieras.

 

***

 

Era ahora o nunca. Aquellos santos de oro paralizaban el cuerpo de Titán, el sexto mundo se adentraba en el interior del alba y la grieta empezaba a cerrarse.

—Un último esfuerzo —pidió Sugita a la joven apenas consciente que mantenía la barrera—. Y podrás descansar.

El tono amable del santo de Capricornio llegó al corazón de Akasha, quien, agotada por completo, tornó Brahmastra, la barrera que los rodeaba, en un túnel etéreo directo a la brecha en el brazo derecho de Titán, el portal que Atlas abrió para ellos. Arthur impidió que cayera de bruces al suelo, todavía atribulado por la similitud entre ella y la que sin duda debía ser la misma santa de Virgo de la que le habló Oribarkon. ¿Podían ser la misma persona? ¿Podía ser Akasha la reencarnación de Pirra de Virgo?

«Nosotros logramos servirnos de las cuatro fuerzas del universo. Yo de aquella que mantiene el balance del macrocosmos, tú de la que es fundamento de toda materia. Ella… —La sonrisa de la primera santa de Virgo, diabólica, le impedía pensar en ella como Akasha—. Es la encarnación de una fuerza que es la suma de todas las demás. La clase de ser que busca asir los hilos del destino y doblegar la misma realidad.»

No se atrevió ni siquiera a pensar que era el poder al que algún día aspiró. La antítesis del demonio en el que poco a poco se estaba convirtiendo.

A medio viaje, Sugita y Seiya fueron los primeros en entender que ni con la velocidad que podían alcanzar recorrerían aquel corto tramo antes de que la grieta se cerrara. Fue una corazonada para ambos, pero estaban acostumbrados a que aquello bastara.

Seiya miró una última vez a Shun, que corría decidido. Aunque el manto de Andrómeda había renacido, seguía teniendo las heridas que él le provocó. Un ojo permanecía cerrado, tal vez para siempre. El guerrero alado, aun repudiando aquel acto pasado, no lo dio a entender; lamentaba más el terrible destino que le esperaba a su amigo.

De un gran salto, salió del túnel para afrontar el cataclismo con el que Titán pretendía echarlo abajo. Para aplastar la última obra de Akasha de Virgo, el astral convocó cien brazos de oro, réplica de un evento reciente: el combate entre Adremmelech y el propio Titán. El santo de Sagitario se alistó para retenerlos, a sabiendas de que algo más venía desde el rostro deforme del gigante. El Clamor del Zodiaco de Regulus de Leo llegó hasta Seiya a una velocidad imposible, llenando todo de un destello cegador.

Sugita sí que se despidió de los desconocidos, o al menos de Arthur, ya que Orestes era como una piedra, Akasha dormía y Shun solo miraba hacia la salida, resuelto. No sabía qué nuevos desafíos enfrentarían, pero confiaba en que el destino les sonriera.

Luego corrió más veloz que quienes le seguían, dejando atrás el más valioso tesoro que pudieron concederle los dioses: su condición de ser humano. Hizo arder su cosmos más allá de todo límite, abrazando la misma bendición celeste que mantuvo en pie al gólem Adremmelech. Las extremidades, el cuerpo, el rostro, el poder que poseía… Todo se convirtió en un haz terrible que, al impactar con el alba de Saturno, logró volver a ensanchar la grieta que Atlas había abierto.

Así lograron los viajeros, embajada de paz, alcanzar el interior del alba de Saturno, que daba acceso a todo tiempo y lugar. Allí descubrieron que la esfera a la que se dirigían no era la suma de los seis mundos, sino tan solo el sexto, el de las batallas interminables; el Santuario se había reformado allí por la acción de una fuerza más allá de la imaginación de los mortales, que tan solo podía pertenecer a uno de los Astra Planeta. 

La cadena triangular se clavó en la esfera. Orestes corrió a través de ella. Shun le siguió, dejando la cadena circular en manos de Arthur como ancla. Este último se dejó arrastrar solo después de tocar el borde del alba abierta de Saturno, cuyos componentes —eventos de incontables batallas— llevaba tiempo estudiando.

Al cierre de la grieta. El cuerpo de Titán empezó a estremecerse. Miles de almas surgían de él, autónomas y con una insaciable sed de venganza. Pronto el titiritero quedaría frente un ejército de marionetas sin hilos, con los dioses del Zodiaco comandándoles.

 

***

 

Notas del autor:

 

Con este capítulo, culmina el cuarto arco de esta historia. ¡Mil gracias a todos los lectores que siguen pendientes de ella!


Editado por Rexomega, 10 junio 2022 - 14:54 .

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#347 Seph_girl

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Publicado 10 junio 2022 - 17:46

Cap 127. El Zodiaco primordial aparece
 
Pues la Falsa Diosa Atenea, esa que dio dolores de cabeza hace miles de años y por la que todas las mujeres en el ejercito de Atenea deben llevar máscara, hace su aparición, demostrando gran poder no solo con quebrar el cuello de Tauro con un simple pisotón sino cuando logra remover la fastidiosa flecha con un simple tirón de dos dedos de sus pies jajaja.
Anda, pero esta no llegó sola, también apareció el primer Geminis, un personaje misterioso aun para sus antiguos camaradas. Pero él nos cuenta que Titán quiso borrar todo ese mundo en un intento de eliminar las fastidiosas cadenas que lo tienen atado, pero parece que no son cualquier cosa y no funcionó.
También sabemos que son la caballería que llegó a petición de Gestal Noah, pues quiere que Akasha se salve (llegaron un poquitín tarde, pero vale, de no ser así no habríamos visto la gran batalla de los príncipes invitados)
 
Pues del ataque ERASE de Titan parece que solo Shun sobrevivió y por qué despertó su armadura divina. El trio de antiguos dorados lo teleportan a donde están lo que queda del Akasha Team.
Tambien conocemos a Zemus de Cáncer, a Shemhazai de Sagitario quien chismea que a la fiesta no va a estar Deucalion porque todavía no es su turno de pelear, que Adremmelech no quiere asistir a la reunión por RAZONES, ni Hashmal porque es uno de los Astra Planeta, dun dun duuuuuun (perro traidor)
 
Se terminan de unir a la fiesta Belial de Aries, Sephiria de Libra, Selvaria de Acuario y Mateus de Piscis, otros dorados interesantes a simple vista, me agrada cómo es que en tan pocos parrafos se desembuelven tan bien que queda clara la clase de lazos que tenían entre ellos XD
 
PLUS, no ma#$% que esa Pirra puede hacer que la gente aprenda cosas mas fácil que meterse a la Matrix. Seguro que si quisiera volver a alguien un unicornio parlante que defeca hamburguesas, podría hacerlo, pero mejor no tentar a la suerte.
 
Total que los Zodiacos primordiales detendrán a Titan mientras el Akasha Team hace el ultimo esfuerzo para irse de ahí por el agujero que Atlas dejó en el Astral.
Seiya y Sugita son las ultimas copias, por lo que en ellos recae que lo logren. Seiya se encarga de que Titan No rompa el camino, muriendo tras un gran resplandor y Sugita empleó todo de si para volverse pura energía que volvió a ensanchar la puerta de salida por la que logran escapar. Adiós grandes campeones de este memorable arco.
 
Pero la cosa con Titan no termina allí, porque aunque Akasha y los suyos se han retirado, quedan los dioses del Zodiaco para seguir con esa batalla que Titania dejo en Hiatus ¿algún día regresar a terminar lo que empezó o dejará que alguien más tome la batuta? XD
 
PD. Sublime arco, mi favorito de todos. Sigue así :D
 
Salud por tan genial historia y memorables personajes
 
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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#348 Rexomega

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Publicado 13 junio 2022 - 09:02

Saludos

 

Seph Girl. Después de tanta promoción, ya era hora de que salieran.

 

Hoy en día es muy difícil sorprender a la gente con muestras de poder, porque la ficción se ha vuelto muy, muy loca. O por Internet somos más conscientes de lo loca que estuvo siempre la ficción. Por eso me alegra haber podido retratar la fuerza de este personaje tan mencionado en pasados capítulos. ¡Flecha 0, Falsa diosa Atenea 1! Y como esta historia no puede revelar un misterio sin sacar otro más, ahí queda el misterioso pasado del primer santo de Géminis. Sí, Titán puede ser el tramposo más grande del multiverso y parte del extranjero, dejando a Aqueronte como un principiante, pero a todo tramposo hay algo que se le resiste. ¡Siempre hay un rival más poderoso, según dicen!

 

Es el estigma de los personajes súper poderosos. No pueden salir siempre, porque si no el resto, protagonistas incluidos, estarían de adorno. Para muestra, un botón: Secuestros Locos, Saori Kido. No pediré disculpas por haberme metido con ella en el pasado, pero escribiendo de Saint Seiya uno empieza a entender mejor a Kurumada y TOEI. Shun, como Seiya y compañía, también carga con esa cruz, aunque ya era habitual en la historia original que el muchacho no revelara sus colores hasta momentos cruciales.

 

Cuando parecía que doce santos de oro legendarios iban a darle a Titán la lección de su vida, resulta que unos cuantos tenían planes. ¡Típico!

 

Me alegra leer eso. Les tengo mucho aprecio a esos personajes y con un plantel tan vasto (santos de Atenea, ángeles, marinos, caballeros negros, guerreros azules, ríos del inframundo, Campeones del Hades, Astra Planeta…) cuesta hacerlos distintivos.

 

Ya ves, no a cualquiera la confunden con Atenea. En este universo, al menos.

 

De forma accidental fueron los dos santos de oro del ELDAverse los responsables de abrir el camino. Qué cosas, qué grandes esos dos. Y qué temerario Seiya. Aunque no me gusten los ascensos, quedé satisfecho con tomarlo como santo de Sagitario aprovechando el crossover. No había mejores opciones en la serie de la que salió, de todos modos. En general, estoy satisfecho con el resultado, me fue bien cuando dejé de preguntarme si tal escena era coherente con los fuertes que eran esos personajes en sus historias y empecé a solo dejarme llevar. ¡Demasiados universos distintos!

 

Confiemos en que las grandes hazañas de este insólito grupo de aliados inspire a aquellos a los que han salvado el…, ejem, a Akasha y compañía.

 

Tiene pinta de que Titania volverá para hacer un remake. Es la moda.

 

Desde el borrador que ha sido tu favorito y se ve que eso no ha cambiado. ¡Menuda racha de capítulos geniales y excelentes llevamos! Y, ojo, este no es solo un buen arco dentro de una buena historia, es un arco sublime. ¡Ojo gente, que la diferencia cuenta!

 

¡Salud!

 

***

 

Interludio

 

El plano que a lo largo de un millar de vidas había utilizado como refugio seguía siendo tan insignificante frente a las Esferas de Crono como en los primeros días.

Siempre había sido consciente de ello; por mucho que apreciara a la humanidad, el inconsciente colectivo de aquella especie convulsa no era más que una gota de agua en el gran océano que formaban principios universales como la muerte y la vida, así como el contexto en el que ambas podían darse, espacio-tiempo y un devenir constante de acontecimientos, todo a merced de las leyes de los dioses, por supuesto. No era prudente, pues, confrontar a la gran maquinaria llamada Creación cara a cara, siendo posible ocuparse de las pequeñas piezas una a una. Esa era la obligación de los pequeños seres que en verdad querían realizar grandes hazañas: aceptar la propia debilidad, aprender a vivir con ello y, luego, escoger el camino que podían cruzar.

Él siempre vivió bajo esa regla. Cada vez que renacía, fuera para convertirse en santo, sacerdote, filántropo o el hombre de negocios que el mundo conocía como Gestahl Noah, dedicaba la mayor parte de la nueva vida que los dioses habían decidido darle para meditar el próximo paso. Nunca dio un salto al vacío, jamás quiso avanzar en una dirección que no podía ver, y sin embargo acababa de hacerlo. Con un poco de ayuda de Manigoldo de Cáncer y del odio de millones de hombres, había conectado la Noosfera, un oasis de tranquilidad en medio de la oscuridad, con el dominio de los Astra Planeta.

Pensó en una mentira envuelta en el reconfortante aroma de una verdad a medias: así ocurrió, así debía ser; ambos planos eran parte de lo mismo. Doce signos destellaban alrededor de un agujero en el espacio sobre él, como los extremos del reloj zodiacal que podía verse desde cualquier lugar del Santuario. Eran los más poderosos santos de oro, o más bien, la prueba de que semejantes seres existieron alguna vez. Una copia, como el ejército de almas heroicas que Manigoldo de Cáncer enfrentaba usando las llamas del infierno, o todos los santos de oro que el regente de Saturno había convocado de distintos mundos y épocas. Solo que no era ese gigante descerebrado quien volvió eterna la voluntad de los, por llamarlos de algún modo, dioses del Zodiaco.

—Debería daros las gracias por esto —habló el líder de los caballeros negros, asiendo Niké como el guía que un día fue para los primeros y peores elementos de aquel grupo de necios—. Así que lo haré esta vez. Gracias por protegerle.

Manigoldo murió con la sonrisa de quien no tenía nada de qué arrepentirse. Cuanto Gestahl le contó no le hizo sentir el menor remordimiento por los golpes que le dio a la reencarnación del primer Sumo Sacerdote. ¡Al contrario! No se quedó con las ganas de encajarle un par de puñetazos más, y luego cumplió con lo que tenía que hacer. El inútil rencor de los hombres sirvió para otorgar a Akasha de Virgo la ayuda y el tiempo necesarios para estabilizar el inconmensurable poder que todos habían reunido. ¡Pensar que aquel excepcional santo de Cáncer había querido malgastarlo para matarle!

—Mis queridos compañeros, manteniendo silencio estáis perdiendo la irrepetible oportunidad de decirme cuánto me he equivocado.

¿Cuándo empezó? A buen seguro en el punto álgido de la lenta campaña que había desarrollado para unificar a los guerreros sagrados de la Tierra en la que nació, como preludio a la formación de una alianza invencible entre dioses. Estaba tan seguro de que lo había logrado en el momento en que abrió el ánfora de Atenea, hacía una eternidad, que dejó de dar pasos muy bien calculados y empezó a correr solo para chocar contra el inamovible muro que era el rostro de una muchacha.

—No me estás ofreciendo tu amor —le dijo entonces, más vulnerable de lo que había estado desde hacía demasiado tiempo.

Qué afortunado fue que la santa de Virgo no pudiera verlo del todo. ¿Cómo podría, de todas formas? El Santuario nunca conservó los nombres y las pequeñas historias de la primera Guerra Santa, no por falta de recursos sino a consciencia.

Se habló de un ejército invasor, del castigo divino, de los guerreros veteranos que murieron y los jóvenes que les sustituyeron, salvando al mundo. Con leyendas sobre chicos que lucharon desarmados y una pacífica civilización que acabó creando las mejores herramientas de guerra de entre la historia humana, se ocultó el innoble pasado de los santos de Atenea. ¿Qué importaba si con ello se perdía la razón de existencia de la orden, redimir los pecados de la vieja humanidad enterrada por el diluvio universal? Nada, si con ello la nueva generación se convencía de que todo lo que tenían que hacer era proteger el mundo, lo que sea que eso signifique. Ningún mortal en la actualidad había conocido a los verdaderos padres de la orden, solo él y Oribarkon, reliquias vivas de un tiempo que era deliberadamente negado, así que Akasha no podía imaginar que era en un sentido físico idéntica a la que fue su esposa. No pudo, ni por asomo, anticipar que quitarse la máscara lo condenaría a un destino peor que la muerte: fracasar en la tarea que de forma tan meticulosa había ejecutado hasta ahora.

—¿No diréis nada? —cuestionó a todos, desde Aries a Piscis. Estaba acostumbrado a que Tauro, Leo y Virgo no dijeran nada, y no quería hablar consigo mismo, así que estaba bien que Escorpio no interviniese, pero era un poco frustrante que en una ocasión así el resto permaneciera callado—. ¿No veis lo que yo estoy viendo? ¿O teméis?

Akasha flotaba sobre el regente de Neptuno. El manto de Virgo se hizo añicos y también la máscara. Por un instante fugaz, con el único ojo que tenía abierto —el otro seguía recibiendo información de Hipólita sobre el viaje del Argo Navis— pudo ver de nuevo el gesto de decepción que con tanta frecuencia hacía su esposa cada que él le insistía en tener fe a la humanidad en desgracia mientras quienes la representaban eran poco menos que animales. El ceño fruncido, las mejillas sonrosadas, la boca húmeda haciendo un mohín que pronto se transformaba en un largo suspiro y, al final, la sonrisa que a tantos conquistó; demasiados, a parecer de Gestahl Noah.

—Hermoso —sonó la voz regia de Aries, todo un genio maquiavélico en los primeros años de lucha, pero quien hablaba era la proyección del santo de oro muerto en los tiempos de Troya—. ¡Es como un rayo de luz anunciando la llegada del amanecer!

El primer Carnero Blanco tanto podía estar hablando de Brahmastra, la etérea lanza que azotaba el cuerpo entero de los regentes de Saturno y Neptuno, o del leve resquicio entre los labios de la muchacha, que se curvaron hacia arriba poco antes de aquel magnífico despliegue de fuerzas. Como él, todos los presentes habían visto esa expresión alguna vez, de una humana condenada a morir por el diluvio, con un alma manchada que no podía perdonar a los seres humanos que habían arruinado el mundo, pero que de algún modo siempre hallaba el valor de sonreír. Para aquellos hombres desesperados, era la viva imagen de la esperanza; para quien en ese tiempo era el único hombre de la Tierra llamado a sobrevivir, se trataba de un gesto forzado, una mentira muy bien actuada, pero que siempre lo conmovía, bien sabían los dioses que así era.

—Veo las cadenas del destino cerniéndose sobre vos. Eslabones de fatalidad y esfuerzos inútiles se unen ejerciendo más presión en el cuello ungido del Sumo Sacerdote —anunció Piscis, con la voz del sabio anciano que fingía ser mientras se envolvía en la falsa eternidad del Misophetamenos—. ¿Seguirás avanzando, fracaso a fracaso, hacia el futuro en el que nada has logrado, o aceptarás el miedo que te embarga y huirás?

Gestahl Noah se acarició el mentón, pensativo, mentiroso como lo era ella, siempre fingiendo bondad solo para que no temiera el futuro. Él sabía que ya no podía dar marcha atrás, del mismo modo que, hacía diez mil años, la joven con la que había tanto había compartido entendía que no podría acompañarlo más allá del diluvio. Tenía que morir como el resto de mezquinas criaturas de la Tierra para que un nuevo mundo pudiera nacer. Esa era la voluntad de los dioses. De algunos de ellos, en realidad.

—El miedo nace del pasado, oscurece el presente y destruye el futuro —afirmó, determinado—. Lo que ya he hecho no se puede deshacer.

Tenía que ayudar a Akasha, incluso exponiéndolos a todos, los caballeros negros, las Alas del Rey y el único regalo que le quedaba de su esposa: un lugar en el que podía conversar con doce seres, incluido él mismo, sobre la única vida que en realidad fue suya y no el capricho de los dioses, aunque al final todo se tratara de él dando un monólogo o ellos delirando sobre sueños que jamás cumplieron.

Ya no se trataba de Caronte, con quien estaba conectado desde antes de que se convirtiera en regente de Plutón; le estaba declarando una guerra abierta a todos los Astra Planeta. Sin embargo, no tenía dudas, ya en el pasado se negó incluso a la salvación. Eran tres en el arca: el hombre y la mujer escogidos por los dioses para salvarse y una tercera en discordia, sin siquiera un nombre para llevarse a la tumba.  

La llegada de un nuevo mundo era como el paraíso del que tantas religiones hablaron, hablaban y hablarían, sonaba bien hasta que entendías lo que pasaba si un ser querido no podía acompañarte. Pudo haberla dejado atrás, pudo haber abandonado el viejo mundo y vivir una vida dichosa junto a la esposa que los dioses pusieron en su camino, Clito, futura madre de los reyes atlantes y tan digna de ser salvada como él mismo; no obstante, le dio la espalda a ese futuro. Entonces era joven e ingenuo, idealista incluso, el perfecto opuesto a la lógica que avivó entre los caballeros negros para darles una razón por la que luchar, pero ese era otro de los tantos errores de los que no se arrepentía. ¿Por qué hacerlo? Atenea lo apoyó. Fue por esa decisión que pudo haber una Guerra Santa, un ejército de animales medio tratando de comportarse como los hijos de los dioses que eran y una muchacha siempre sonriendo para todos.

—¿Desde cuándo? —cuestionó Géminis con serenidad. Ninguna palabra pronunciada con prisa, ni el más remoto atisbo de abierta honestidad. Él era el misterio del lejano Oriente, señor indiscutible de la falsedad—. ¿Desde cuándo mantienes viva la ilusión de que te seguiremos, cuando no existe ninguna razón para ello?

Y era cierto. Incluso ser ungido por Atenea como el hombre al que todos debían seguir no era un motivo para que el resto de santos de oro lo siguieran. Si hubo un día en que lo había abandonado todo por la mujer a la que amaba, las cosas cambiaron al conocer la infinita misericordia que podía sentir una diosa no solo por él, sino por todos los hombres. Aquella falsa sonrisa lo había conmovido, pero los sentimientos que le albergaron al recibir la ayuda de Atenea estaban más allá de cualquier lazo que pudiera haber entre un hombre y una mujer. La fe lo cambió. Decidió dedicar toda la vida que le quedaba por vivir a aquella que lo había salvado, olvidándose de quien quiso salvar. Tanta entrega fue recompensada: serviría por siempre a un bien mayor, renaciendo cada vez que muriera; ese era el resultado de querer salvar los dos mundos, el viejo y el nuevo; la brutal Raza de Bronce, padres de los santos, y la Raza de Hierro, su descendencia; la feliz falsedad de una joven y el perdón de una diosa.

Así fue siempre. Buscando como un ciego devoto a la diosa ausente durante miles de años, se olvidó de quienes debía guiar, de todos. Pero su esposa supo tomar el relevo, conocía las maneras y sabiduría del único que debió sobrevivir al viejo mundo, estuvo siempre allá donde la diosa realizaba prodigios. Gestahl nunca supo de qué manera se ganó la lealtad del resto de santos de oro, siendo ella una más; no estuvo para verlo. Simplemente, un día, después del hundimiento de la Atlántida y antes de la Guerra de Troya, su esposa era para los santos de oro la misma Atenea.

En realidad, todos se consideraban a sí mismos dioses, que en época de paz vivían como honorables ancianos para cuyos corazones un año no era más que un día, mientras que a las puertas de un conflicto renacían jóvenes y vigorosos. El resto de santos no recibieron ese don de la diosa, así que morían en las batallas y otros venían a reemplazarlos, encontrando en los santos de oro no a hermanos de armas que sangraron junto a ellos, sino a un grupo de personas con el aspecto de ser más viejos que el mundo y un poder ilimitado, inalcanzable. Al principio, el sistema funcionó a la perfección, la lealtad y obediencia de los jóvenes estaba garantizada. Con el paso de los siglos, sin embargo, el ejército ateniense fue dependiendo más y más del Zodiaco, y en nombre de esa dependencia los erigieron como seres por encima de los humanos.

—¡La seguiréis a ella! —exclamó con el dedo apuntando al sexto signo, el cual representaba a su esposa, Pirra, quien habiendo nacido para la lucha deseó ser ungida con el manto de Virgo—. Eso es lo que la humanidad ha sido desde los albores del tiempo: gente sentada alrededor del fuego, que puede ser el poder, el amor, la riqueza… Cada uno le da un valor distinto. Todos desean acapararlo.

—Nos juzgas —se quejó la joven Libra, quien se había unido a Pirra mucho después de que se hubiese marchado. Esta era, por tanto, la más joven del grupo, muy diferente a su abuelo, enloquecido con el tiempo bajo el peso de una neutralidad inhumana. Optimista como nadie, Libra era la única con la que Gestahl podía compartir una conversación amena—. Lo que me pregunto es de qué se nos acusa.

—De adorar a una diosa —contestaron a la vez Sagitario y, contra todo pronóstico, el callado Leo, rugiendo como la bestia descerebrada y obediente que Gestahl recordaba de la primera Guerra Santa. Hashmal y Shemhazai, los más fieles a Pirra.

—Os acuso de enterrar a una igual bajo el peso de vuestra incapacidad para dirigiros vosotros mismos. En otras palabras, os recuerdo lo que sois, humanos. Poderosos, sabios y glorificados humanos.

—La elevamos —dijo Capricornio con una voz fuerte y segura, proveniente del mismo infierno. Se llamaba Adremmelech, como el Caballero Sin Rostro—. La alzamos del abismo en el que tú la abandonaste por tu incapacidad para dirigirte a ti mismo.

Una risa explotó en aquel tenso lugar. Gestahl había logrado lo que se proponía: desperezar a aquellos holgazanes llevándolos por un terreno distinto al reiterativo discurso sobre lo perfecto que sería el mundo si ellos hubiesen ganado la guerra. El precio, como esperaba, fue alto. Adremmelech era llamado por todos el Iracundo, pero la furia que cargaba el aire cada vez que respiraba estaba muy bien enfocada, sabía cómo herir, causar daño o matar con el solo acto de hablar.

 

Se remontó al fin del más largo de los viajes, cuando tras seis mil años de búsqueda encontró a Atenea como nunca imaginó verla: una humana. ¡Qué necio había sido! Lo que siempre quiso fue pedir consejo a aquel ser excepcional que tanto les enseñó. ¿Cómo debía ser el mundo? ¿Qué papel debían tener ellos para con el resto de hombres? Ya que no tenía una respuesta para aquellas preguntas, no se sintió digno de ser Sumo Sacerdote, ni deseaba luchar más como el santo de oro de Escorpio sin una buena razón para ello. Ayudó a todo el que lo necesitaba, por supuesto, esa era la naturaleza del único que debía sobrevivir, más aún, eso era lo que un padre debía hacer con sus hijos, pero siempre miraba al sol, porque lo que estaba buscando tenía que encontrarse en los cielos. Craso error; debió imaginar que los dioses podían aparecer en la más humilde de las formas para poder observar a los hombres tal cuales eran.

Fueron días muy extraños para él, aun entonces hombre de fe. Donde por milenios esperaba una maestra inmortal se encontraba una niña, muy vivaz eso sí, respaldada por cinco jóvenes proscritos. Le hizo muchas preguntas que no obtuvieron respuesta, solo vagos comentarios sobre que los hombres yerran y aprenden. Ni siquiera le dijo si había bajado a la Tierra otras veces. Al final, lo único que sacó en claro era que las acciones de los santos de oro habían dado inicio a una guerra que incluso los hombres comunes llegarían a conocer, así fuera en forma de leyendas. Atenea, de carne humana y espíritu divino, no tuvo necesidad de preguntarle si quería unírseles. Él mismo se lo rogó.

—Yo sí le daba algo de valor al haber sido llamado santo de Atenea, compañeros míos. Seguir al ídolo que construisteis habría sido un insulto a quien nos salvó.

—Todos le dimos valor a nuestro pasado —contradijo Selvaria, con una voz gélida como el peor de los inviernos. En sus días como Sumo Sacerdote, rara vez interactuó con aquella salvaje del lejano norte—. ¿Por qué si no permitiríamos que ella se hiciese llamar Atenea? ¿Por qué seguirla si todos éramos dioses de nuestro propio mundo?

—Porque teníais miedo a vuestra mortalidad —aventuró Gestahl—. Necesitabais algo firme a lo que agarraros si todo lo demás fallaba. Necesitabais a la razón de nuestra victoria, Atenea, al igual que yo, por eso hicisteis de Pirra, vuestra amiga, su encarnación, y cuando apareció la auténtica renegasteis de ella.

 

La Guerra de Troya no fue algo tan glorioso como lo que se contaba en la Ilíada, ni mucho menos el conflicto alejado de lo sobrenatural que algunos historiadores actuales esperaban descubrir. Los dioses que apoyaron al bando troyano eran en realidad santos de oro con milenios de experiencia, mientras que detrás de los logros del ejército aqueo solo se hallaba Atenea. Para la mayoría de los hombres, aun en aquella época, la línea entre una deidad y un santo era difícil de ver. Ni siquiera los héroes, con algunas excepciones, entendieron la magnitud de lo que estaba ocurriendo.

A Deucalión no le importaba, en realidad. Caminó a la diestra de Atenea dando algún que otro consejo, cosa bastante difícil teniendo hombres de la talla de Odiseo y Néstor cerca. Decidió transmitir a los jóvenes santos todo lo que sabía del cosmos en cuanto supo que la diosa ya no tenía intención de enseñar a los hombres a combatir. Pasó los diez años del conflicto entre esos dos mundos: el de asesor de una joven que crecía en altura, fuerza y sabiduría a partes iguales, volviéndose de nuevo inalcanzable, y el de un maestro más bien torpe que llevaba seis mil años sin dar siquiera un puñetazo.

—Pudiste habértela llevado —dijo, para mayor sorpresa de Gestahl, Gugalanna de Tauro. La presencia de aquel inmortal en ese espacio era lo que más le sorprendía. Mil años antes de Troya ya había dejado de ser parte de aquel falso panteón, cuando Gilgamesh lo derrotó con la ayuda del traidor Enkidu. No tenía nada que ver con la guerra, como mucho se rumoreó alguna vez que el rey de Uruk encontró finalmente la inmortalidad y se unió a la causa. No obstante, estaba enterado de todo—. Podías haber destrozado las puertas del palacio de una patada, correr hasta el más alto trono y raptarla para llevarla lejos. ¿Por qué no lo hiciste, mendigo de las olas?

—El tiempo te sentó bien —dijo Gestahl, evadiendo la pregunta—. Un poco más y habrías llegado a convertirte en algo parecido a una persona.

No podía decirle la verdad a ese gigante enamoradizo. Era una de las pocas personas, si es que aquellas imitaciones podían ser llamadas personas, con las que podía hablar de un tiempo que ya nadie recordaría jamás. ¿Qué sentido tenía estropearlo diciéndole que durante la Guerra de Troya ni siquiera había tenido el deseo de volver a ver a su esposa? Fuera de las murallas de Ilión era donde estaba algo doblemente insólito para el más viejo de los trotamundos que pisaba la Tierra: Atenea, de nuevo entre los hombres, creciendo como una humana. Allí quería estar, el corazón de la ciudad invencible solo le importaba en la misma medida que la culpa lo atormentaba, una mentira que se decía a sí mismo para ocultar que agradecía a los santos de oro, los que conoció y los que no, la oportunidad que le brindaban. Estaba ciego, encandilado.

—Creo que habéis hablado todos —comentó a modo de broma. Así funcionaba el Zodiaco cuando quería sacarlo de quicio. Cada uno intervenía una vez, lanzándole un puñetazo verbal, y luego todos callaban, esperando que sacara alguna conclusión evidente. Les gustaba tratarlo como un estúpido—. No, no, faltas tú.

Apuntó a Cáncer durante un largo, largo rato. El viejo y malévolo Zemus no dijo ni una sola palabra. ¿Para dejarlo en evidencia? No, por supuesto. Podían ser un grupo de hombres mezquinos, la mayoría con un serio complejo de Dios, pero no eran niños. Eran, de hecho, ancianos que sabían demasiado sobre él y lo mucho que le exasperaba el silencio, sobre todo el de aquellos a quienes esperaba escuchar.

 

***

 

En el décimo año de la Guerra de Troya, dejó de permitírsele seguir a Atenea a todas partes. Ni siquiera los ya no tan jóvenes santos de plata sabían a dónde iba la diosa ni qué les impedía seguirla. Atormentándole que aquella situación lo regresara a los pasados milenios de soledad que apenas pudo aliviar ayudando a otros, trató de infiltrarse en los muros de Ilión. Fue apresado antes de siquiera intentarlo, no por los aqueos o los troyanos, sino por los falsos dioses.

Allí estaba él con un nombre que había arrastrado a lo largo de seis mil años. Deucalión, un viajero que se conformaba con los harapos que vestía, el bastón que usaba para fingir debilidad y la larga barba que no se cortaba por pura desidia. En muchos de los asentamientos que visitó, desde humildes pueblos hasta los grandes imperios del pasado, fue recibido como un sabio. ¡Incluso Gilgamesh le pidió consejo! Allí, rodeado entre iguales, se sintió el ser más insignificante que hubiese pisado la Tierra.

A buen seguro hubo muchos reproches ese primer día, pero no los conservaba, no podían ser muy importantes. Tampoco podía hacerse una imagen de la sala del trono o cualquier parte del palacio o lo que fuera que usaba el Zodiaco como residencia. Cuando pensaba en esa época convulsa en la que todo cambió, tan solo podía ver a una hermosa mujer de cabellos blancos y ojos violeta, envuelta en extrañas prendas del color de la sangre. Le habría resultado imposible ver en las delicadas manos y la piel impecable a Pirra, a quien siempre recordaba cubierta por la suciedad y heridas propias de los mortales que vivían de la lucha, si no fuera por la sonrisa.

Los labios casi rozándose, curvados levemente. Ese gesto era toda la prueba que necesitaba para saber que se encontraba ante una nueva mentira. Pirra, la falsa Atenea, decidió engañar al mundo entero. ¿Por qué? ¿Quería que fuera feliz? ¿Cómo? No podía imaginarlo, pero sabía que él había hallado lo que buscaba con la Guerra de Troya, así que una vez más la impía mujer a la que amó consiguió conmoverlo, consciente o inconscientemente. En ese momento se dio cuenta del ser miserable en que se había convertido, primero abandonando a quien todo le dio y luego ignorando el mundo al que quería guiar, siempre poniendo como excusa la búsqueda de Atenea. No pudo soportarlo ese día; desfalleció y fue devuelto a los pies del muro.

Mientras las más gloriosas batallas del mundo antiguo se llevaban a cabo, él visitaba con frecuencia el falso Olimpo, donde su esposa era llamada Atenea a pesar de que aqueos y troyanos por igual la consideraban Afrodita. Esos días fueron más bien confusos hasta que entendió que el juicio de Paris era una farsa más; al decidir, aquel joven había elegido la identidad que Pirra emplearía, eso era todo. No le dio importancia en cuanto la inmortal de blancos cabellos le pidió que la llamara por su nombre.

Fueron largas e intensas las charlas que sucedieron el primer desafortunado encuentro. No sobre el pasado. El porqué de la ascensión de Pirra lo iría descubriendo en medio de airadas discusiones con signos parlantes, lo que no le agradaba especialmente admitir. Hablaban, sobre todo, del futuro, las dudas que él tenía cuando empezó a viajar: ¿qué debían hacer por el mundo? Pirra lo desarmó noche tras noche, echando abajo la fe ciega que tenía en la compasión de la diosa con la aplastante realidad de una humanidad que no terminaba de mejorar, solo aprendía a mentir mejor, como hacía ella. Con una gran convicción, la esposa del único hombre que debía sobrevivir lo redujo a un simple aprendiz, más torpe como discípulo de lo que fue como maestro.

—¿Y qué pretendes con todo esto? —cuestionó. Ya no era un andrajoso viajero. Lo habían afeitado, vestido y acicalado como correspondía a quien podía conversar con una diosa. Él lo permitió, no porque creyera en la divinidad que le atribuían, sino por el deseo de otorgarle un poco de felicidad—. ¿Destruir a los malvados para que los justos prosperen? —La frase le vino de la nada, pura inspiración.

—Lo que quiero es destruir el mal —replicó ella—. Lo que llamamos orden natural. El mundo no está bien tal y como está, tenemos que hacer algo para cambiarlo.

Lo dijo tan segura de sí misma que por un momento deseó abrazarla. ¡En verdad ella había recibido todo lo que él fue, incluido la ingenuidad! Era claro que la guerra con Atenea, encarnada como humana y creciendo, la estaba agotando. Si enfrentara al monte Olimpo sin duda sería aplastada junto a todos sus sueños.

Pero no lo hizo. No la abrazó. No dijo ni una palabra. Solo se fue. Ella lo permitió.

 

***

 

No regresaría más hasta que los aqueos empezaron a construir un caballo de madera. ¿En qué mundo estaba? ¿El viejo, donde él y Pirra nacieron, que debía ser destruido? ¿El nuevo, donde debía primar el perdón que Atenea, la auténtica, profesaba? Sentía la fe tambalearse sobre la base de la mortalidad. Por un pequeño instante dejó el altar de la diosa que custodiaba dentro de sí. Pensó en otra persona. No le permitiría morir por una mentira. ¿Eso era todo aquello, no? Un engaño muy bien planeado. Nadie estaría tan loco como para aseverar que todos los dioses estaban equivocados.

—Estaba muy seguro de la decisión que había tomado —oyó decir. Era la voz de Escorpio, la única que podía alcanzarle mientras estaba inmerso en sus recuerdos—. Y, cuando oí el llamado, dudé.

Fue en la sala del trono. Todavía Pirra no acudía. No había ningún santo de oro. De hecho, no podía sentir la presencia de nadie salvo los sirvientes que lo prepararon para la audiencia. Pasados algunos minutos, luego de mucho tiempo de silencio, escuchó que la diosa le pedía que huyera. Estaba preocupada. ¡Por él!

—No soy Atenea —dijo una voz, haciendo que cayera al suelo como un niño asustado—. No soy Atenea, solo Pirra.

Apareció de improviso, cubierta por el manto de Virgo, que tan bien reconocía. El pelo seguía siendo blanco, pero ahora con los nudos ondulados de siempre, enmarcando una piel cubierta de polvo estelar donde ya no había ninguna sonrisa. El único rastro de divinidad era un aura transparente, etérea. Había sangre en las uñas de la mujer, y algo más, que él no pudo ver en un primer vistazo a pesar de lo evidente que era.

Pirra tenía un bebé en brazos.

—No soy Atenea —repitió, como para convencerlo. Él se apuró a levantarse—. No soy Atenea, solo Pirra.

Volvió a decirlo una última vez mientras caminaba hacia él. El bebé, de un extraño cabello azul, herencia de la falsa divinidad de aquella que le dio la vida, aceptó gustosa estar en los brazos de Deucalión. Parecía intuir que a su madre le gustaba que fuera así. Él, padre de la humanidad, sintió ganas de reír: ¡era la primera vez que abrazaba a un recién nacido y ni siquiera era hija suya, en ningún sentido! Pero la pequeña se le adelantó, porque no necesitaba de una razón para reír. Aún no.

Estaba tan distraído con la criatura que no notó la mano de Pirra sobre la mejilla, desviándole el rostro hacia donde ella estaba. Tenía tantas preguntas. Muchas indiscretas —quién, cómo—. Estaba seguro de que no habían pasado nueve meses desde que se reencontraron. Al final, prefirió el silencio, por primera y única vez algo agradable. Los labios húmedos de Pirra se unieron a los suyos mientras él descubría que todas las mentiras se habían acabado. La de los santos de oro que se hicieron llamar dioses y la del huérfano de la diosa que se hacía llamar Sumo Sacerdote.

Aquel beso fue el remanso de paz en el que cimentaría el resto de la eternidad. Buscaría esa felicidad en toda mujer que pudiera amarle, aunque sabía que nunca podría recuperarlo. No, la oportunidad de tenerlo para siempre la perdió hace tiempo.

El hombre cerró los ojos.

El peón los abrió, tendido a los pies del trono. La niña no estaba en sus brazos, Pirra estaba muerta y sin protección alguna. Tenía una sola herida: el vientre abierto.

—No…

Le faltaban las palabras. Se arrastró, olvidando que poseía la fuerza de un semidiós. Porque no quería llegar a ella. Mientras no la tocara, podría dudar de lo que veía.

Cuando la tocó, aún estaba cálida. ¿Acababa de morir? ¿Podía hacer algo? Solo tener esos pensamientos provocó que el cuerpo se moviera. Una ingenua alegría lo embargó, precediendo a la más pura desesperación. ¡Una oscuridad sin fin nacía del vientre!

—¿Qué… eres… tú?

El ente que había surgido de Pirra no respondió. Tal vez no podía. Era una sombra alargada, de vaga forma humanoide. Sobre la supuesta cabeza del ser, dos orbes violáceos se movían con exasperante lentitud, recorriendo toda la habituación en busca de algo. Lo encontró al mismo tiempo que Deucalión: el bebé los miraba a ambos con grandes y expresivos ojos ambarinos; no encontraba a su madre.

—¿Quién eres tú? —exigió saber. Habló como el santo de Escorpio seis mil años tarde, pero pudo interponerse entre la sombra y la niña, rápido como la luz.

En el dedo, extendido, concentró todo el poder que tenía. Por cada hombre al que salvó, por cada historia del sufrimiento que imperaba en el mundo, había una mancha de maldad en su alma un día pura. Era posible que no hubiera hombre en la Tierra más corrompido que él. Con la fe como escudo y envestido por la más detestable apatía, estuvo a salvo de sí mismo hasta que Pirra echó abajo todas sus defensas. Ella era la mentira que necesitaba para reconocer la suya propia.

—Yo soy Ilión —dijo el ser—. Y tú debías ser mi padre. Llegaste tarde.

—¿Tu padre? —preguntó Deucalión, anonadado.

—Pertenezco a los makhai. A través de las guerras de los hombres, los de mi raza encarnan en este mundo, mas yo elegí nacer de tu semilla implantada en el vientre de esta mujer. Me has fallado y ahora tendré que tomar lo que necesito de otra forma.

—¿Fallarte a ti, sirviente? ¡Yo soy Deucalión, Sumo Sacerdote de los señores de esta ciudad! Vete, demonio, o desaparece junto a todo el mal de este mundo.

Bajo los orbes del ser se abrió una línea levemente curva, una vulgar imitación de la falsa sonrisa de Pirra que hizo hervir la sangre de Deucalión. Del mismo color y aún más ardiente fue la energía que se formó sobre el dedo, pura fatalidad hecha cosmos, el precedente de la Aguja Escarlata de los santos de Escorpio. Muerte.

 

***

 

—¿Qué es lo que deseas, Deucalión? —Virgo, la que siempre se hallaba en lo más alto, fue la última en hablar. Ella era Pirra, la falsa reencarnación de Atenea que inició la Guerra de Troya—. ¿En qué podemos ayudarte?

Gestahl Noah no contestó de inmediato. Oír aquel nombre que ya no era suyo le hizo evocar la primera vez que murió, que lo perseguía reencarnación a reencarnación. Ilión le hizo creer que los brazos que de él emergían iban a matar al bebé, pero en todo momento aquel miembro de los makhai lo apuntaba a él, quien debía haberlo engendrado. Cada célula de su cuerpo, restaurado luego de un millar de vidas, todavía recordaba cada zarpa arrancándole un pedazo de carne, alma y cosmos. El perverso demonio se apropió incluso de la técnica que ejecutó, la hizo suya porque aún no estaba vivo como para pensar en morirse. Y al final de todo, donde los falsos dioses cayeron nació el que estaba llamado a convertirse en el perro de presa del Olimpo. Ilión, quien con el tiempo se convertiría en Caronte de Plutón, pisaba por primera vez el mundo.

—He vivido mucho, así que no tengo un único propósito en la vida. Perdonadme si mi avaricia es demasiado grande, compañeros míos.

»Deseo que los caballeros negros, mis hijos, logren su cometido. A ellos les he encomendado las dudas de un pobre y ciego inmortal. Las acciones de mi ejército serán recordadas como monstruosas, porque le quitarán al mundo ese velo de falsa felicidad hasta que ya nadie pueda engañarse. La humanidad se verá a sí misma tal cual es y tendrá que actuar en consecuencia o desaparecer.

»Quiero venganza, destruir a los asesinos de Pirra. Incluso si estos Astra Planeta no son los mismos que dieron muerte a los falsos dioses de Ilión. Los cielos no pueden juzgaros, compañeros míos, si emplean a seres que actúan de la misma manera.

»Necesito que llegue el día en el que Ilión, Caronte, deje de existir. Sé que él no mató a Pirra. No le guardo rencor por el modo en que me marcó. Pero ha caminado sobre la Tierra, todas ellas, durante demasiado tiempo. No —dijo, cabeceando—, anhelo destruirlo, con mis propias manos si es posible.

»Pretendo liberar al Hijo en honor al pacto que me une con las Alas del Rey, el medio por el que puedo recordar cada una de mis vidas con más claridad de la que los hombres solo recuerdan una. Cuando él esté aquí, en el mundo que los dioses han abandonado, terminará la necesidad de las Guerras Santas. Nacerá un nuevo futuro, sin mancha, que Atenea apruebe. O revelaremos a la diosa que estamos condenados. No tengo expectativas para el resultado, la verdad es la senda que escojo recorrer.

—¿Eso es todo lo que deseas? —preguntó Virgo.

—No, hay más —dijo Gestahl, casi avergonzado. Había hablado desde la fe y la falta de fe, como un soldado del mundo antiguo y un viudo irracional, pero no como esposo—. Si es verdad lo que todos imaginamos. Si la caída de Hades ha permitido a Pirra renacer en este mundo, quisiera que fuera feliz. Os pido que la ayudéis a serlo.

Al terminar de hablar, se sorprendió dándose cuenta de que el único hijo que lo había traicionado, Azrael, el chico al que crió, vivía para hacer exactamente eso. ¡Qué ciego   seguía estando! ¡De qué necio peón se habían apropiado los dioses!

 

Notas del autor:

 

 

Aviso a todos los lectores que el próximo lunes, 20 de junio de 2022, no habrá nuevo capítulo. ¡Descanso de fin de arco!


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#349 Seph_girl

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Publicado 16 junio 2022 - 14:47

Cap 128. Le hicieron una Lisandro
 
Pues vale, un interludio para terminar la temporada en la que nos centramos en Gesthal Noah y las copias marca registrada que tiene sobre el Zodiaco primordial (como me gusta llamarlos)
Es una escena previa mientras veían cómo Akasha intentaba matar a Tritos, sin éxito.
 
Nos da un paseo por si larga vida, recordándonos que aunque lo comprometieron con Clito (madre de Atlas, Tritos y demás) él prefirió quedarse con la salvaje sin nombre a la que después conoceríamos como Pirra.
Pero buscar el "amor" de Atenea pudo más y el viejo bribón volvió a abandonar a la que eligió como esposa y es por eso que todo se fue al garete XD jajaja Qué bien Deucalion.
 
El cap es el resumen perfecto y simple de lo que ocurrió con el Zodiaco primordial y por eso me gusta bastante :)
 
Conocemos sobre la famosa guerra de troya adaptada para esta historia (y no se puede evitar pensar en DESTRIPANDO LA HISTORIA cuando eso pasa XD)
 
Ya nos enteramos de dónde salió la idea de Gesthal sobre acabar con los malos y que los justos prosperen.
 
Mira nada mas, esta P*rra, dijo Pirra, quiso volver con Deucalion y dejar su rollo de falsa diosa solo despues de haber parido a una bebé de otro sujeto jaja ay no, no, no, ¡shame!. Lo bueno que tuvo su merecido... murió de alguna forma y de su cada ver nació Caronte... ¡Holy shit!
 
Vaya, así que Caronte pretendía que su papá y  mamá fueron esos dos, pero por "apretados" no lo gestaron y en cambio Pirra se embarazó de otro dude jajaja (vaya novela esta) En honor a una historia antigua que leí con un sujeto que embarazo a una tipa y estos dos conspiraron para encasquetárselo a otro pobre sujeto, este movimiento lo he llamado "Una Lisandro" desde tiempos remotos, y es por eso que así renombre el episodio.
 
El caso que cuando Pirra  copia le pregunta en qué pueden ayudarlo, el tipo da una lista larga y bastante difícil. jajaja vaya desfachatez XD
Pero bueno, asi fue como estos tipos decidieron ir e intentar a cumplir uno que otro deseo de Deucalion, metiendo al fic en hiatus de Titania a ver si se lo pueden apropiar.
 
PD. Interesante cap, sigue así :)

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


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Publicado 27 junio 2022 - 17:27

Saludos

 

Seph Girl. Zodíaco primordial. Suena muy bien, la verdad. Sí, ahí estaban mirando mientras Akasha descubría que a veces los ataques especiales también fallan. ¡Miss!

 

No esperaba que cruzar el mito de la Atlántida con el de Deucalión y Pirra quedara de bien, a despecho de convertir al Noé griego en alguien propenso a abandonar el hogar. Aún recuerdo cómo lo escribí, fue de los capítulos más inspirados que tuve porque me gusta mucho cuando una historia explora el lore de su mundo. Qué bueno que te haya gustado.

 

«¡Lucha contra los troyanos, porque Orlando Bloom la ha rechazado!»

 

Estaba Gestahl Noah sentado en su sillón, viendo Death Note en TV, cuando de pronto:

«¡Un momento! Eso me suena…»

 

Mal de mí, porque no era esa la intención de la escena, Deucalión no trataba a Pirra como Atenea ni esta esperaba que lo hiciera. Alguien tan retorcido como Caronte solo podía nacer de una forma retorcida. El mundo no estaba preparado para un Ilión bebé.

 

Cómo olvidar a ese personaje de la Saga de Eduardo Castro. Sí, los primeros santos de oro eran un desastre de personas que de seguro encabezarían una muy alocada sitcom.

 

Considerando que la abandonó por miles de años, sí, es un descarado el hombre.

 

Otro clásico: Cuando tu fanfic es secuestrado por sus personajes y todos los planes que tenías para la historia empiezan a volverse inviables. Todo mientras te tomas un respiro. ¡Vuelve, Titania, ya deja lo que sea que estés haciendo ahora!

 

Ojo, que el capítulo es interesante, no solo bueno. ¡La diferencia cuenta!

 

***

 

Capítulo Especial. Filo absoluto

 

Al principio Garland de Tauro creyó que estaban atrapados en una ilusión, mas al poco tiempo se convenció que había sido arrastrado en cuerpo y alma a uno de los seis mundos de las reencarnaciones por una fuerza desconocida y poderosa. No se debía ser muy brillante para descubrir que era el mundo de las bestias, donde las almas pecadoras reencarnaban en  criaturas salvajes condenadas a pelearse y devorarse entre sí para sobrevivir. De algún modo, ese ambiente le parecía familiar, aunque no tenía ningún recuerdo de haber estado alguna vez en un lugar parecido. Era una sensación rara e incómoda que lo acompañó por un buen rato, hasta que terminó por esfumarse.

A diferencia del pasivo santo de Acuario, con quien se topó durante la búsqueda de respuestas, el santo de Tauro intentó salir de allí. Sus esfuerzos no brindaron ningún fruto salvo el atraer la atención de los habitantes de aquel mundo, por lo que desistió y se sentó sobre una gran piedra a la que Sneyder convenientemente parecía hacerle guardia.

El Pacificador se limitó a intercambiar una que otra teoría sobre  lo que les había sucedido, siendo Tritos de Neptuno la explicación más acertada. Después de eso Garland no arrancó de él ningún otro tipo de conversación, ni siquiera tuvo que preocuparse por las bestias que guerreaban por el lugar, pues haciendo uso de sus habilidades Sneyder había transformado la zona circundante en una extensión del mismo Cocito, un desierto de hielo recorrido por una ventisca que convertía en estatuas de cristal a cada ser que osaba adentrarse a este.

Esa gesta le llamó bastante la atención. Al final de la guerra entre los vivos y los muertos, Cocito fue sellado en el inframundo junto al resto de los ríos del Hades. A la vez, la Muerte, una de las flechas disparadas por Triela de Sagitario, purgó el Lamento de Cocito de todos los aliados afectados por él durante las pasadas batallas. Nada era seguro con los asuntos del reino de los muertos, cuyas leyes eran distintas a las que regían el mundo material, sin embargo, Garland había teorizado que el Lamento de Cocito ya no podría manifestarse en la superficie. Por lo menos, no hasta que el dios de las lamentaciones pudiera interactuar con ella, quisieran los dioses que dentro de muchos siglos. ¿Cómo afectaba eso a las habilidades de Sneyder, forjadas a través de un peligroso entendimiento del alma humana? Garland estuvo dándole vueltas a esa pregunta todo el tiempo que hizo de carcelero para Tritos de Neptuno, aunque sin decidirse a hacérsela a su compañero, con tal de no revelar un dato importante al enemigo. Con solo ver el hielo que los rodeaba y protegía intuyó la respuesta. Sneyder seguía siendo capaz de manifestar un frío terrible no solo para los seres de carne y hueso, sino también para los espíritus y el alma humana. La primera impresión que tuvo fue que se debía a que la conexión entre el Hades y el mundo material perduraría mientras hubiese vida y muerte. El sello impuesto por el Santuario no había taponado la frontera entre ambos planos existenciales, sino que solo restauró su naturaleza original, de una sola dirección. Los vivos, al morir, acababan en el Hades; los muertos, en cambio, permanecerían allí salvo que mediaran la resurrección y la reencarnación. Pronto descartó esa explicación tan rebuscada por una más sencilla. Sí, era cierto que Sneyder podía manipular el Lamento de Cocito debido a su entrenamiento, pero no estaba limitado a recurrir a una fuerza externa, ni por asomo. Al contrario, debido a la transformación irreparable de su alma, aliento divino que solo el frío antinatural del inframundo podía retener, por siempre podía causar un daño semejante al de aquella maldición. Era lo normal que un santo de Atenea imitara las fuerzas de la naturaleza.

«Le estás dando demasiadas vueltas —se dijo Garland, observando con inquietud el hielo que los rodeaba. En verdad era lo más parecido a que Cocito se manifestara en el mundo de los vivos y eso le incomodaba bastante—. Sabes que eso no volverá a ocurrir, por lo menos en un par de siglos. ¿Por qué no lo aceptas como un milagro y ya está? —Era difícil, estando rodeado de una fuerza semejante a las que provenían del inframundo.»

Sin poder definir si era una cosa, o la otra, o si había diferencia para empezar, tuvo que conformarse con aceptar que no importaba. Lo cierto era que el santo de Acuario era un aliado de lo más conveniente en esas circunstancias. Incluso con ese silencio sepulcral que mantenía y que disuadía de realizarle cualquier cuestionamiento.

Mientras esperaba a que algo cambiase, Garland se mantuvo cruzado de brazos y con los ojos cerrados, dando la falsa impresión de estar durmiendo ya que sus sentidos estaban al máximo, recorriendo kilómetros de distancia empecinado en encontrar alguna solución. Solo movió las cejas cuando escuchó ciertos pasos sobre la superficie de hielo.

Sneyder tampoco fue ajeno a los intrusos que avanzaban hacia ellos, por lo que se giró hacia donde los percibía. La neblina gélida mantuvo ocultos a los dos seres que andaban como hombres y portaban yelmos como guerreros, pronto el tono dorado de sus armaduras resaltó a los ojos de los santos.

A la adecuada distancia fue fácil reconocer los mantos sagrados de Aries y Capricornio, mas los hombres enfundados en ellas no se parecían en nada a Ofión y Adremmelech.

Tauro se puso de pie al momento en que ellos se detuvieron sin que la ventisca de Sneyder los afectara de alguna forma.

—Fueron fáciles de encontrar —dijo el portador del manto de Capricornio, un hombre blanco cuya cabeza estaba repleta por una cabellera rojiza que sujetaba a modo de coleta alta.

—Suena a que esperaban que estuviéramos escondidos —comentó Tauro, pasando la mirada de un santo desconocido al otro repetidas veces.

—Deberían —aseveró el santo de Capricornio—, mas no parecen avergonzados de sus actos atroces.

—¿Actos atroces? —repitió Garland confundido, rascándose la barba después de haber fijado sus ojos en el santo de Aries, como si estuviera a punto de recordar dónde lo había visto antes.

—¿Vas a negar que tu Santuario corrupto busca esclavizar a la humanidad?—insistió Capricornio.

Tauro mantuvo el gesto de distraído mientras que Acuario permanecía en silencio y a la expectativa.

—Sus pecados son evidentes si fueron traídos a esta prisión para ser juzgados. Son traidores a todo lo que Atenea y el Santuario representa, los Astra Planeta tienen razón en…

Calló cuando Sneyder, moviéndose a velocidad luz, se desplazó a quien había pronunciado el nombre de sus actuales enemigos, atacándolo con la inmisericorde Espada de Cristal. Capricornio reaccionó de inmediato, interponiendo el brazo derecho sin que este fuera cortado o congelado gracias al brillo que lo rodeaba, mas la fuerza con la que se impulsó Sneyder lo obligó a retroceder varios metros sin que el Pacificador dejara de presionar la espada de hielo contra su brazo intacto.

—¿Es así como pensabas proceder, Capricornio? —preguntó el santo de Aries sin moverse de su sitio para auxiliarlo, pero sí lo protegía de cualquier decisión bélica que pudiera tomar el santo de Tauro.

—¿Acaso ves que este tipo me esté dando más opciones? —recriminó el portador del manto de Capricornio en pleno duelo de resistencia.

—Los esbirros de los Astra Planeta son enemigos del Santuario y de nuestro mundo, fin de la discusión —sentenció Sneyder, lanzando una potente  patada que Capricornio prefirió eludir, empleando su velocidad para marcar distancia.

—¡No soy esbirro de nadie!—reclamó a lo lejos—. Mi nombre es Sugita de Capricornio y estoy aquí para impedir que lleven a cabo sus viles maquinaciones.

La presentación con la que respondió Sneyder fue la Ejecución Aurora. El santo de Capricornio blandió el brazo derecho con la rigidez de una espada, liberando una ráfaga cortante que partió en dos la técnica glaciar, provocando que la tormenta antinatural que los rodeaba acrecentara sus fuerzas.

 

Ante el choque de poderes, el santo de Aries decidió que sería un mero espectador del duelo de espadas, por lo que eligió una colina alta desde donde tenía la mejor vista del terreno y en donde quizá no sería molestado por los habitantes de aquel mundo.

—¡Ja! ¿Dónde dejaste tus escamas, rey atlante? —escuchó de quien lo siguió y se aproximaba desde su flanco izquierdo. No era una bestia como tal, pero por su tamaño y complexión podría ser confundido con una. Sus resonantes pisadas se detuvieron a una distancia entre la prudencia y la osadía, como midiendo la hostilidad de quien le negaba la mirada. —Por todos los dioses, ¿de qué clase de mundo saliste tú? —inquirió de nuevo el santo de Tauro en otro intento de llamar su atención, o tal vez provocarlo—. Imagino a Poseidón desatando otro diluvio universal con tan solo mirarte —rio como si estuviera hablando con un viejo camarada.

—¿Nos conocemos? —inquirió Atlas con cierta desconfianza.

—Lo dudo —respondió Garland de Tauro con una actitud amigable pese a las circunstancias—. Hasta donde yo sé, el rey Atlas murió vistiendo las escamas de Tritón durante el hundimiento de la Atlántida hace miles de años —explicó.

«Tomó su elección, así como yo tomé la mía —pensó el santo de Aries,  meditando sobre cómo es que pese a tal diferencia ese mundo continuaba bajo la protección de Atenea y los santos. Era un alivio saber que pese a las adversidades y elecciones de cada universo el reinado de Atenea prevalecía.»

—Y aunque estemos en este lugar de muerte dudo que tú o tu amigo de allá abajo sean algún tipo de espectro, la guerra contra el infierno la hemos ganado nosotros—prosiguió Garland—, mas al tratar con los Astra Planeta debemos esperar lo que sea.

—No percibo que deseéis iniciar una confrontación —interrumpió el hijo de Poseidón, intuyendo que el guerrero podría divagar demasiado si lo permitía.

—¿Por qué lo haría? Mi curiosidad es mayor a mi deseo de pelear —confesó Tauro—, me gustaría ser más diplomático, solo esta vez, por lo que dejaré que Sneyder lidie con esto como solo él sabe hacerlo.

Sentir preocupación por Sneyder era algo que no podía hacer; disuadirlo de no combatir contra alguien que había osado llamarlo traidor y encima parecía aliado de los Astra Planeta sería imposible, por lo que permitir que ambos espadachines arreglaran sus diferencias con el lenguaje de la guerra era lo idóneo.

—¿Qué me dices tú? —preguntó de nuevo Garland—. Creí que a los reyes les gustaba parlamentar, hasta el rey Bolverk se guiaba por esas formalidades de la realeza incluso antes de su intento de imponer una nueva era glaciar en nuestro mundo.

—No soy un rey —aclaró Atlas con desdén, siendo interrumpido por sonoros rugidos que obligaron a ambos santos a girar en la misma dirección, notando que diversas criaturas comenzaron a escalar por el terreno escarpado con la intención de llegar hasta su posición.

No era que se sintieran amenazados por esas bestias que sucumbían por los ataques que Sneyder y Sugita desplegaban durante el combate, solo eran una molestia de la que ninguno de los dos quería ocuparse. Una distracción un tanto incómoda.

—Como mosquitos —comentó Garland antes de alzar el codo contra el que se golpeó una criatura cuadrúpeda que intentó atacarlo por el costado. El santo no le prestó el menor interés, ni siquiera supo qué clase de criatura fue, esta solo cayó fulminada montaña abajo, donde sirvió de comida para un grupo de sus semejantes.

—No estamos aquí para lidiar con estas almas decadentes —decidió el santo de Aries al ver la horda que ascendía— ¿Venís?

Sin esperar respuesta, Atlas movió un poco la capa blanca que colgaba de sus hombreras con la misma facilidad con la que manipuló el velo entre dimensiones.

Garland sintió un efímero tirón sobre su cuerpo por el que pudo haberse resistido,  mas no lo hizo, todavía motivado por la curiosidad. En todo caso, ¿habría servido de algo?

El escenario cambió de forma súbita entre un parpadeo y otro. El santo de Tauro se encontró a si mismo en la entrada de un inmenso palacio que creyó reconocer, desde donde podía verse un tipo de ciudad erigida a su alrededor, réplica de las que solían existir en la antigua Atlántida cuando era gobernada por los reyes atlantes.

Todo aquello se mantenía sobre una extensa losa de piedra que flotaba en una infinita oscuridad chispeada de estrellas, como una isla sobre la que había una luna llena inamovible que iluminaba la metrópoli abandonada.

—Desconozco el tiempo que disponemos antes de que este lugar deje de ser seguro, por lo que si tanto es vuestro deseo de hablar, os escucho —explicó el santo de Aries, quien todavía estaba a su lado.

—Dudo ser el único que tenga cosas que decir—replicó Garland, cuyos ojos se movían de un lado a otro, quizá recordando otros tiempos—. ¿Por qué no comienzas tú? Aparecéis de la nada culpándonos de algo que no entendí bien, sería bueno que lo explicaras.

Atlas no había pasado por alto la aparente ignorancia de Tauro y Acuario sobre los crímenes de los que se les acusaban, por lo que mientras su compañero buscaba la verdad a través de la batalla él lo haría por un medio más acorde a su casta.

—Vuestra Suma Sacerdotisa tiene tratos con gente indeseada —comentó Atlas con prudencia, a fin de estudiar la reacción del santo de Tauro—. Junto a ellos, pretende tomar el control de la Tierra. Ya ha dado algunos pasos a ese respecto.

—Gente indeseada —repitió Garland, meditabundo—. ¿Poseidón? —Aries negó con la cabeza—. ¿Bluegrad? —De nuevo, negación. A la tercera, como se suele decir, fue la vencida—. Caballeros negros. Te diré dos cosas. La primera es que nuestra Suma Sacerdotisa es un trozo de pan, no va a ponerse en plan conquistadora para arrasar el planeta que acaba de salvar. La segunda es que antes se congelaría el infierno que la viéramos teniendo tratos, como has dicho, con el líder de los caballeros negros. Es sabido que lo odia tanto a él cuanto a sus métodos. —Por alguna extraña razón, el santo de Tauro empezó a reír, como pillando un chiste que nadie más conocía.

El antiguo rey atlante asumió que se debía a que un infierno congelado contrastaba con la concepción cristiana del castigo después de la muerte, todo fuego y azufre.

También pilló otro retazo de humor reducido.

—Menos mal que es un trozo de pan —comentó Atlas. Después, meneó la cabeza—. Las palabras están bien, pero sabéis que un santo de Atenea no se conformaría con eso. Vimos un encuentro entre tu Suma Sacerdotisa y el líder de los caballeros negros en el que este le exponía cómo podían hacerse con el control del mundo, gracias una serie de asesinatos organizados. —El semblante del atlante se endureció—. ¡Si quisiera un mundo ordenado bajo un gran poder, no habría traicionado a mi padre! Atenea ofrecía algo mejor para los hombres. Vuestros planes ni siquiera se comparan al futuro que Poseidón habría logrado.

—Siendo el más poderoso hijo de Poseidón y Clito, dudo que puedan engañarte con una ilusión —entendió Garland—. Es posible que Su Santidad se haya entrevistado con Altar Negro —reconoció—, aun así, pondría la mano en el fuego porque no son aliados.

—¿Por qué confiáis tanto en ella? —quiso saber Atlas—. Los humanos que cometen actos terribles por un bien mayor son los más peligrosos, los más terribles.

—Por la misma razón por la que prefieres seguir hablando a pelear —respondió Garland—. Si estás al tanto de nuestra situación, sabes que ella hizo la paz con Poseidón. Miles de años de conflicto se terminaron porque alguien se atrevió a ceder. Y fue Su Santidad. A decir verdad, creo que te bastarían cinco minutos hablando con ella para apreciarla.

La simple honestidad de aquel santo de oro dio que pensar al antiguo rey atlante. Sí, como alguien que había experimentado un mundo en que los ejércitos de Poseidón y Atenea eran aliados, no podía sino respetar a quienes lograban esa clase de futuro. En eso se diferenciaba de varios de los demás santos de oro, convocados de otros mundos y épocas, para los que la mera alianza con Poseidón ya era traición suficiente hacia Atenea y los hombres. Él, como Sugita, tenía dudas sobre la situación. Dudas que el santo de Capricornio resolvió acudiendo a todo un ejemplo único del multiverso.

—Hay más —aceptó Atlas—. Mi compañero, el santo de Capricornio, descubrió un plan aún peor que el que expuso el líder de los caballeros negros.

Sugita aceptó del todo que ese plan era cierto porque confiaba en quien se lo reveló. Seiya. No el mismo del mundo de ambos, que nació y murió como un santo de bronce, cumpliendo con el capricho de los dioses, sino Seiya de Sagitario. El héroe de la esperanza jamás mentiría respecto a algo así, él sí que estaba más allá de toda corrupción.

—¿Cuál sería ese plan? —quiso saber Garland—. Como tenga que ver con la Guardia de Acero, pensaré que tu amigo es tan quejica como Makoto.

Atlas sacudió la cabeza. Nada sabía sobre la Guardia de Acero.

Lanzándole una mirada inquisidora, describió cuanto sabía sobre el plan del que Titania de Urano, campeona de Atenea entre los Astra Planeta, los acusaba.

 

*/*/*/*/*/

 

La desaparición de Atlas y Garland no pasó desapercibida para sus aliados, mas ninguno se distrajo del combate como para cambiar la intensidad de sus acciones.

La velocidad a la que atacaban y esquivaban mantenía embravecida la tormenta que las bestias aprendieron a respetar con rapidez, pues cada que alguna se aventuraba de manera inconsciente al campo de batalla esperando una oportunidad, terminaba destazada y/o congelada por los cosmos de los santos.

Aun así, los animales se sentían atraídos por la lucha que se libraba, aglomerándose en ciertas zonas como el frenético público de un coliseo en espera del desenlace.

El santo de Capricornio esquivó una férrea estocada dando una voltereta por encima de su rival. Mientras caía creyó tener el camino abierto para un ataque fulminante, mas antes de pisar tierra sus sentidos le alertaron de la aparición de una segunda Espada de Cristal en el brazo izquierdo de Sneyder cuando este dio un inesperado giro con la intención de partirlo en dos a la altura de la cintura.

Sugita se obligó a parar tal intento con su brazo derecho, quedando a merced de Sneyder y su otra espada de hielo, pero Capricornio demostró una destreza sin igual al arquearse lo suficiente para que el peligroso filo rebanara solo una parte de la tiara que defendía su rostro, junto a los cuernos que la ornamentaban.

Los restos del casco cayeron al suelo tras perder su radiante color dorado. Al notarlo Sugita confirmó que no debía permitirse sufrir daños de esas espadas, pues si eran capaces de matar un manto con tal facilidad no quería ni imaginar lo que podrían hacerle a su cuerpo. Conocía sobre el Cero Absoluto lo suficiente como para respetar a quienes lo dominaban.

«Una sola herida y estoy muerto —fue el pensamiento por el que se convenció de cambiar de estrategia.»

 

Siendo perseguido por Sneyder, quien ahora lo atacaba sin tregua con dos espadas mortales, Sugita de Capricornio desplegó una onda cortante que se extendió como una cuadrícula luminosa interrumpiendo la brutal ofensiva de Acuario. Por la corta distancia, Sneyder debió cubrirse cruzando las espadas de hielo, siendo empujado por aquel muro dorado que descargó miles de cortes contra él.

Para cuando logró sobreponerse al envite y sus pies frenaron en el suelo, permaneció con los brazos unidos sin que algún retazo de su capa colgara de su espalda. Presentaba algunos cortes superficiales en las piernas mientras que su manto tenía algunos raspones menores.

—Mi maestro habría aplaudido tu intento —comentó Sugita viendo las astilladas espadas de hielo que absorbieron la mayor parte del daño—. Finges descuidar tu defensa para manipular las acciones del oponente y contraatacar. Eso podrá funcionar contra rivales ordinarios, pero estás ante el portador de Excálibur, la espada de la justicia legada por Atenea.

 

El cosmos de Sneyder iluminó su cuerpo, restaurando las Espadas de Cristal en un instante, revelando que la contienda estaba lejos de terminar.

El Pacificador sabía sobre la leyenda de Excálibur, así como de la habilidad de los antiguos guardianes de la constelación de Capricornio, quienes empleaban su cosmos en ataques cortantes. Adremmelech era la excepción a la regla, lo que tenía mucho sentido, la glorificada espada no podía ser blandida por un desertor como el Caballero Sin Rostro, ¿verdad? Mas si aceptaba ese hecho, debería admitir que estaba enfrentando a un santo digno a los ojos de la diosa… ¿Por qué alguien así bajaría la rodilla ante los Astra Planeta? El guerrero frente a él no parecía una creación sin alma, tenía voluntad propia y raciocinio como los Campeones del Hades, ¿acaso Capricornio podría estar siendo engañado por Tritos y sus semejantes, o todo era parte de una trampa muy elaborada?

 

—Tan callado… —musitó Sugita, extrañado por la quietud de Sneyder. Capricornio volvió a ponerse en guardia, imaginando que eso es lo que su oponente esperaba—. Supongo que también debo dejar a un lado la pantomima y pelear en serio.

Demostrando la veracidad de sus palabras Sugita se lanzó en un ataque frontal.

 

Sneyder reaccionó con una combinación de cortes que eran repelidos por el brazo de su contrincante, por lo que se veía obligado a retroceder tras cada choque de espadas. Al principio Acuario atacaba y se defendía con precisión, mas cuando comenzó a recibir heridas entendió que estaba perdiendo terreno.

Primero fue un ligero roce en el pómulo izquierdo y la oreja junto a algunos cabellos cortados, después en el antebrazo derecho, pero cuando resintió un profundo corte en el costado entendió que luchar a la defensiva no lo conduciría a una victoria, no contra alguien tan hábil que pese a emplear una sola espada superaba su destreza.

Así pues, el santo de Acuario se entercó en no retroceder ni un paso más, lanzando veloces estocadas contra un rival que se centró en esquivar ataques al mismo tiempo que lo hería en diferentes puntos del cuerpo.

 

Fuera una trampa o una acción desesperada, Capricornio se incomodó al percibir la decisión de su rival, por lo que en vez de compadecerse arremetió con la fiereza de un veterano reprendiendo a un chiquillo vanidoso.

Excálibur entró y salió del cuerpo de Sneyder a la altura del hombro y vientre sin que la protección de su manto fuera un obstáculo, mas el santo de Acuario no les prestó atención, como si ignorar la sangre que perdía lo volviera un ser inmortal.

—Un hábil espadachín es experto tanto en infligir daño como de evitar recibirlo —llegó a decir Sugita después de haber acertado otros dos cortes profundos en el muslo y empeine de Sneyder—, tú en cambio estás dispuesto a que te desmiembren si con ello logras vencer al enemigo. ¿Siquiera eres un ser humano?

—Lo soy —respondió Sneyder con sequedad.

Capricornio bloqueó con el brazo la espada izquierda de Sneyder, ejerciendo presión para contener su fuerza desmedida, lanzando una mirada audaz a la segunda Espada de Cristal que se precipitó sobre su flanco descubierto.

Sin que la sorpresa se marcara en el rostro de Sneyder, Sugita contuvo la
Espada de Cristal con su otro brazo, el cual brilló de la misma forma en la que lo hacía el derecho al blandir Excálibur.

—Sí, también el brazo izquierdo. —Capricornio creyó adivinar el pensamiento de su contrincante durante el duelo de fuerza por el que quedaron inmóviles uno delante del otro—. No eres el único que guarda sus trucos esperando el momento propicio.

Sin amedrentarse, Sneyder continuó ejerciendo presión sobre sus espadas aun cuando estas comenzaron a presentar fisuras por la resistencia de su rival.

—Con este poco aprecio por tu vida no entiendo cómo es que sigues respirando, ¡ni por qué tus oponentes han sido tan condescendientes contigo! —clamó Sugita, logrando romper las espadas de hielo al mismo tiempo en que precipitó una patada ascendente hacia el mentón de Sneyder quien, presintiendo algo, decidió que aquello sí debía evitarlo.

El santo de Acuario logró hacerse hacia atrás, sintiendo el roce de la bota que abrió una herida desde la base del cuello, subió por su mejilla trazando el sendero que recorrería una lágrima hasta alcanzar el ojo derecho, cegándolo para siempre. El ardor y la sangre en el rostro lo llevaron a alejarse, mas su rival no estaba dispuesto a darle tregua.

—Tienes buenos instintos, ese golpe fue a matar —aclaró Sugita durante la persecución—. Ahora que se ha perdido el factor sorpresa imagino que lo has comprendido, soy un arma viviente capaz de destruir cualquier cosa. Si tú dominas el Cero Absoluto, el estado en que ni los mantos de oro pueden vivir, yo he alcanzado el Filo Absoluto.

 

Entre impulsos y evasiones, Sneyder volvió a armarse cuando el santo de Capricornio le dio alcance, reiniciando el intercambio de espadazos en el que Sugita empezó a emplear también veloces patadas en una danza frenética.

La feroz combinación de golpes acorraló a Sneyder, más cuando Capricornio ejecutaba ataques letales y contundentes a placer, confundiéndolo por momentos.

Sneyder se abalanzaba con movimientos rígidos mientras que Sugita parecía un ágil acróbata que combinaba destreza y audacia para impedir que su oponente le acertara cualquier golpe mientras él lo hería sin piedad, mas no importaba cuantas heridas coleccionara el cuerpo del Pacificador, su fuerza y tenacidad estaban lejos de mermar.

Sin embargo, cuando Sneyder vio cómo su mano izquierda se separó de su brazo entendió que Capricornio no habló por hablar, en verdad trataba con una espada viviente, imparable y poderosa, por lo que si no cambiaba de estrategia pronto lo siguiente que perdería sería la vida… y él no tenía permitido morir, mucho menos con el equívoco estigma de traidor.

La sangre liberada por tan limpio corte chispeó un poco el rostro de Sugita y parte de su hombrera, algo que hizo frenar su ímpetu como para detener la acometida por unos momentos.

Sneyder se apartó de un salto; no miró su herida, mucho menos se preocupó por ella.

 

Sugita suspiró sintiéndose un blandengue, pues donde otros aprovecharían la situación para acabar con el enemigo él estaba dispuesto a brindarle la oportunidad de atender la pérdida de sangre, pero para su sorpresa, Sneyder volvió a la carga en ese mismo instante con la inhumana despreocupación que había blandido en gran parte de la batalla.

«¡Vaya necio! —pensó molesto, preparado para responder la afrenta.»

El santo de Acuario se lanzó de frente empleando la Espada de Cristal como escudo, y aun así Sugita encontró numerosas aberturas en tal defensa.

Sneyder dio un último paso en el que en cuanto la planta de su pie tocó el suelo, de este emergió una gigantesca estalagmita a una velocidad alucinante justo debajo de su oponente.

El santo de Capricornio no previó aquello, por lo que a duras penas cruzó los brazos  para impedir que la gruesa lanza lo atravesara. El impacto lo elevó por los cielos, como si hubiera sido golpeado por el afilado dedo de un gigante junto a una ventisca glaciar que empezó a crear una capa de hielo sobre su cuerpo en un intento por inmovilizarlo, mas Sugita no estaba dispuesto a ser confinado en ninguna trampa de hielo. El cosmos del santo de Capricornio ardió como una gran llamarada en aquel cielo de tinieblas, liberándose.

Recuperado de cualquier mal, separó los brazos con fuerza, justo a tiempo para ver cómo es que más de esas extensiones de hielo nacían en el lugar en el que estaba por caer, por lo que maniobró para que su cuerpo girara y sus afilados brazos las cortaran, reduciéndolas a pequeños trozos. En cuanto pisó el suelo debió ponerse en movimiento, pues aquellas garras no dejaban de emerger del suelo.

Cuando decidió comenzar a cortarlas para frenar el avance de estas, Sneyder apareció de entre las formaciones de hielo para atacarlo con estocadas rápidas, siendo respaldado por las interminables estacas que parecían tener voluntad propia, tupiendo el terreno como si fueran las crestas de un titán que estaba por surgir de debajo de la tierra.

 

Sugita repelió cada golpe de Sneyder, cuidándose también del monstruo que lo apoyaba y que posiblemente también era propagador de la maldición oculta en la Espada de Cristal.

Cuando Sugita consiguió acostumbrarse al nuevo ritmo del combate es que pudo volver a atacar al mago del hielo, quien para su asombro ahora empleaba muros y columnas de cristal para protegerse de los ataques. Aunque estas barreras no eran lo suficientemente resistentes como para contener el filo de Excálibur, la fracción de segundo que le tomaba pasar a través de ellas daba suficiente espacio de tiempo para que Sneyder se colocara en una nueva posición y continuara atacando.

—Perder tu mano y ojo fue el incentivo adecuado —musitó Capricornio con complicidad, esbozando una sonrisa—. Estás aprendiendo.

El mutismo de Sneyder persistió, así como sus despiadadas acometidas y ataques de hielo.

Sugita estaba disfrutando el combatir contra quien podría ser el invierno mismo encarnado. El apreciar una buena batalla era algo que había llegado a aprender de sus amistades asgardianas,  mas decidió que no podía seguir arriesgándose, la pelea debía concluir. Tras varios impulsos de sus pies marcó distancia, juntando las manos como si empuñara una espada invisible, aguardando a que lo alcanzara la marejada de cristal dentro de la que el santo de Acuario decidió mantenerse oculto.

Momentos antes de ser engullido por esa implacable fuerza, el cosmos del santo de Capricornio se incrementó de golpe, blandiendo el arma que por un momento Sneyder creyó poder ver y de la que emergió un fulgor descomunal que impactó contra las formaciones de hielo, pulverizándolas en menos de lo que dura un parpadeo.

 

En aquel insignificante sector de ese mundo, la luz del sol brilló por un instante fugaz en que las bestias pudieron ver sus colores reales antes de ser desintegradas por su resplandor.

El santo de Acuario se protegió con el aire más frío que era capaz de generar, creando a su alrededor el Ataúd de Hielo, uno más resistente que aquel dentro del que se protegió de la magia del tiempo en una batalla que por voluntad del dios del olvido nadie recuerda. Empleó todo de sí aun cuando vio que los muros comenzaron a ceder, quebrándose lentamente la técnica defensiva hasta deshacerse en esquirlas cristalinas.

Por fortuna la fortaleza del Ataúd de Hielo le permitió salvaguardarse de la ráfaga destructiva, por lo que cuando la barrera colapsó solo fue víctima de los últimos residuos del abominable poder que lo vapuleó, cortó y alzó por los aires.

Tras caer de espaldas en el suelo dejó escapar un único quejido ahogado al tiempo en que le ordenaba a su cuerpo levantarse, pudiendo hacerlo con lentitud pues cada parte de su ser resintió, hasta entonces, todas sus heridas.

 

Cuando el vendaval de luz se disipó, Sugita de Capricornio se sorprendió lo suficiente como para lanzar un silbido de admiración. Estaba acostumbrado a que al emplear esa técnica no quedara ningún rastro del enemigo, mas ahí estaba Sneyder de Acuario, destruyendo su récord. Aunque no debería desconcertarse, esa era la tenacidad de los santos de Atenea en su máxima expresión… ¿Cuántos años habían pasado desde la última vez que tuvo que pelear tan en serio? Intentó recordarlo mientras andaba hacia el hombre abatido.

 

Capricornio venía en su dirección a pasos lentos, rodeado por un intenso cosmos que pasó a centrarse únicamente en su brazo derecho. Ver a ese verdugo avanzar fue como mirarse en un espejo cuando era él quien perseguía y ejecutaba a los traidores.

Sneyder no era un hombre que se permitiera dudar, mas ante aquella visión de sí mismo se atrevió a cuestionarse si había algo de verdad en el cántico de justicia del santo de Capricornio. De pronto, todas las sospechas que tuvo sobre la Suma Sacerdotisa y su círculo cercano saturaron su mente.

De manera fugaz Sneyder recobró su postura de imbatible aun cuando la sangre y heridas exteriorizaban lo contrario. Cubierto por su brillante cosmos, este no sólo exorcizó todas sus debilidades físicas sino que también recreó la Espada de Cristal en la mano sana, símbolo de su oposición hacia una sentencia inmerecida.

Capricornio se detuvo al ver la decisión brillar en el ojo de Sneyder, quien parecía listo para terminar con el combate. Con el presentimiento de que ese sería el último choque de poderes, Sugita se preparó para responder cualquier ataque de su adversario.

El Pacificador se impulsó con la Espada de Cristal apuntando hacia el corazón del enemigo, con una velocidad y determinación sin igual.

 

Sintiéndose incapaz de evitarla, Sugita optó por bloquear la acometida con el brazo derecho, empleando el izquierdo para partir en dos la Espada de Cristal. Ante un rival desarmado y carente de defensa, a esa distancia le bastaría un simple movimiento para decapitarlo.

Se imaginó la crudeza de la escena, recriminándose por sentir remordimientos para después maldecir peor que como lo haría su esposa, pues descubrió que ese instante de duda fue aprovechado por el santo de Acuario para atacarlo.

Los fragmentos de la Espada de Cristal apenas se habían empezado a separar cuando del muñón sangrante de Sneyder nació una espada carmesí, sin duda tan afilada y terrible como la otra, cuya punta buscó clavarse en el cuello de su rival.

«Me voy a cabrear —pensó Sugita antes de recibir la estocada.»

 

El sonido que le continuó no fue el esperado por Sneyder, cuyo ojo sano ni siquiera pestañeó al contemplar que la espada sangrienta no hizo mella en la piel de Sugita.

El impacto de dos filos formidables chocando entre sí ensordeció a ambos, mas el cuello del santo de Capricornio estaba ileso e inamovible, y sin importar cuanta presión ejerciera Sneyder eso no cambiaría.

 

—Que irónico que no previera este tipo de ataque —musitó Sugita con cierto resentimiento, siendo su único movimiento el posar el antebrazo bajo la quijada de Sneyder con la intención de emplearlo como guillotina invertida si a este se le ocurría moverse—, yo quien suelo engañar a mis oponentes hasta el último segundo debí anticiparlo, y también tú, ¿acaso no dije que todo mi cuerpo es un arma? ¿Creíste que fanfarroneaba? —recriminó—. Excálibur no se limita a mis extremidades, es también mi piel, sangre y huesos. El manto que visto es una mera funda dentro de la que su filo se fortalece.

Sneyder no bajó la espada escarlata, ni dijo nada, mucho menos mostró emoción alguna, y aun en su quietud el santo de Capricornio no sentía que estaba ante alguien derrotado…

—¿Últimas palabras? —cuestionó el pelirrojo con frialdad, sin esperar respuesta del estoico santo, mas Sneyder estaba por sorprenderlo una vez más.

—Sugita de Capricornio, ¿sirves a la justicia? —preguntó para contrariedad de su rival.

—Sí —contestó sin el menor grado de vacilación, manteniéndose alerta por si se trataba de algún tipo de estratagema.

—¿Sirviendo a los Astra Planeta?—Sneyder volvió a incordiar.

—¡Mi lealtad es para el Santuario y para nuestra diosa! —Sugita aclaró, ofendido porque cuestionara su vocación—, solo a ellos respondo. No intentes confundirme, tú que has perdido el camino debes recibir un justo castigo. ¿Sigues negándolo?

—De existir un plan como el que mencionaste sería el primero en oponerme a él, ejecutaría a cada uno de los confabuladores —aclaró Sneyder con una brutal honestidad, mirándolo a los ojos—, eso lo puedo jurar.

Sugita de Capricornio no lo conocía más allá de lo que el combate le permitió aprender de él, aun así le creyó, Sneyder tenía el temple de un verdugo imparcial que jamás sería alcanzado por las ambiciones que llevan a los hombres a convertirse en seres egoístas, mucho menos podría ser manipulado para servir al mal.

¿Cómo alguien así podría respaldar un plan abominable como aquel del que fue alertado? Era la pregunta insistente que lo acompañó durante el combate. Algo no estaba bien, pero echarse para atrás ahora parecía incorrecto…

 

Antes de que alguno tuviera que tomar una decisión para terminar o proseguir con el combate, sus sentidos captaron el surgimiento de una gigantesca presencia que estaba por aplastarlos a ambos.

Los combatientes se vieron obligados a esquivar el bólido que descendió sobre ellos, por lo que se separaron de un salto, alejándose en extremos opuestos para no ser alcanzados por la explosión que sacudió, quizá, el mundo entero.

Los santos no bajaron la guardia ni cuando entre el medio del humo y la energía cósmica vislumbraron a sus aliados.

Garland de Tauro y Atlas de Aries estaban espalda con espalda, encarando a sus respectivos compañeros. Por el estado impecable de sus mantos era claro que los guerreros no habían tenido ningún tipo de batalla encarnizada, lo cual era sospechoso para los espadachines.

—Envaina tu espada Pacificador, no hay razón para continuar con esta contienda— pidió el santo de Tauro a un tuerto Sneyder, quien no parecía dispuesto a quedarse desarmado.

—¿Acaso cambiaste de bando? —Sugita se aventuró a preguntar al silencioso santo de Aries. No le gustaba desconfiar de un compañero, pero había preocupantes precedentes.

—No existen bandos dentro del ejército de Atenea —aleccionó solemne el antiguo Rey—, tal unidad es la que ha obrado milagros con el pasar de las Eras. Aquellos que osen ponernos a unos contra otros no deberían ser considerados dignos de confianza. ¿No sentís lo mismo, santo de Capricornio?

Sugita demoró en demostrar lo aliviado que se sintió por saber que no era el único que tenía un mal presentimiento de todo esto. No podía confiar en Acuario y Tauro, pero se dejó influenciar por la seguridad de Atlas para relajar su gesto endurecido al mismo tiempo en que abandonó la postura de lucha.

—Si así fuera, ¿cómo sabremos que hacemos lo correcto? —preguntó tras un corto suspiro.

El santo de Aries no debió responder, ya alguien más se había adelantado a la dudas de los guerreros invocados.

 

Notas del autor:

 

¡Hola de nuevo a todos los lectores de esta historia! Por circunstancias personales, el descanso de final de arco va a prolongarse una semana más, sin embargo, será el lunes 4 de julio de 2022 cuando no habrá capítulo. Consideré oportuno dar entre medio un capítulo muy especial, para que la espera resulte más amena.

 

 

Como recordaréis, entre los santos de oro convocados del volumen Saturno se encuentran Atlas de Aries y Sugita de Capricornio, pertenecientes al universo de El Legado de Atenea, escrito por Seph Girl. Ya en su día, mientras escribía ese arco y el que sigue, le planteaba a Seph Girl, por entonces Lectora Beta, si podía redactar ella la batalla que el pelirrojo guardián del décimo templo zodiacal libró. Mucho ha llovido desde entonces, pero gracias a los cielos pudo hallar tiempo e inspiración para redactar esta batalla que hoy los ofrezco. Pasó por mis manos como editor, como el resto de la historia, pero fue Seph Girl quien lo escribió. ¡Muchas gracias por la ayuda! 


Editado por Rexomega, 27 junio 2022 - 17:39 .

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Publicado 02 julio 2022 - 13:52

Cap especial 01. Cuando Seph Girl se robó el fic
 
Todo es culpa de Titania al irse y dejar la autoria al aire entre las pausas del autor vago...
Pero ya en serio, sí, hace muuucho que me hiciste la propuesta de ayudarte a escribir una parte de este especial y, como ya confesé antes, pensé que me escaparía o que no lo ocuparías llegando el momento jaja, pero bueno, había que cumplir con esa promesa y aquí esta :)
 
Hubo sus pormenores para empezar, risas durante la redacción y muchos miedos ya que pues la calidad de tu escritura supera con creces la mía, pero bueno, el cap no quedo tan pior :D
Fue divertido salir del retiro para esta contribución, pues quiero y respeto mucho esta historia, por lo que hablaré del cap con el formato de siempre.
 
Aclaro que mi tarea consistía en la pelea y tuve libertades, mas también debía seguir algunas instrucciones del autor que debía poner sí o sí, no porque a mi se me antojaran XD jajaja Ya les señalaré cuáles.
 
El cap empieza respondiendo la pregunta "Qué pasó con Garland y Sneyder? Por qué esos dudes no estuvieron en la super pelea de dorados vs Titán?"
Pues creo que Tritos ya lo habia dicho antes, los mandó a uno de esos extraños "mundos infernales" que conocemos por la mítica pelea de Shaka Vs Ikki, donde tuvieron sus duelos con los dorados invitados (mis niños)
 
Allí la pelea inicia en cuanto Sugita se atreve a decirles que son traidores y mencionar a los astra planeta, una combinación peligrosa ante el santo que dice servir a la justicia, por lo que se lía el duelo de espadas.
 
Mientras los espadachines se desmiembran, Atlas y Garland deciden ser más civilizados y charlan para aclarar las cosas, a diferencia de sus compañeros que pues son más bestias.
En resumen, si se la están liando es porque saben de un supuesto plan que eclipsa en gravedad al de los Caballeros Negros, dun dun duuuuuuuuuuuun!!! Pero no lo comparten con nosotros los espectadores todavía.
 
Regresando al duelo, el acto principal de este especial, Sugita pierde su casco con rapidez, por lo que sabe que la cosa va a ponerse seria y a la vez entiende que si lo llegan a herir... bueno, ya sabemos lo que pasó con Casandra que terminó más loca que nunca.
Sugita es un tremendo rival, mira que debe lidiar con las dos espadas de cristal que si lo llegan a herir lo llevará a perder, esa es mucha presión... Acuso a Rexomega de que esto debía ser asi jajaja, no importa lo que pasara, Sugita debería quedar ileso porque el Lamento del Cocitos es peligroso y Sugita ocupaba estar en su mejor forma para sus escenas contra Titan...
 
Total, aunque Sneyder está dispuesto a que lo desmiembren con tal de ganar (como pasó con su pelea con el dude de Cryzaor cuyo nombre no recuerdo), Sugita lo alecciona sobre las formas que deben seguir los espadachines hábiles, para que ya no actúe como un salvaje que no cuida su cuerpo, una lección que le costó un ojo de la cara, LITERAL (Esto también Rexomega lo planeó, soy inocente).
Anda que Sugita muestra que no solo su brazo es el peligroso sino todo su cuerpo, como buen santo de Capricornio que se respete, complicándose la cosa todavía más. Estos chicos sí que se están dando con todo, de verdad se quieren matar, siendo entonces que Sneyder pierde una mano y casi pude sentir cómo me salpicaba la sangre en la cara a través de la pantalla (eso también estaba en el guion... no fue mi decisión).
 
Sneyder no perdió su casco pero sí la mano, señal de que debía cambiar sus estrategias si no quería morirse allí mismo.
Tras el sangriento acto hasta Sugita aplaca sus brios un poco, sabiendo que se ha emocionado demás y que tal vez no deba ser tan pesado, pero Sneyder arremete con una nueva táctica, haciendo gala de su titulo de Mago de Hielo como nunca lo ha hecho en su vida decide emplear hielo por aquí y por allá en todas sus formas filosas contra Sugita, y aun así este pelirrojo pudo con todo eso, wow.
 
Total que como es un especial de un solo cap, la batalla debe concluir, por lo que Sugita emplea su máxima técnica, a la que nadie debe sobrevivir, pero que Sneyder se las apaña para hacerlo, como buen santo de Atenea.
 
La verdad quedé muy contenta con la pelea, es intensa, breve, se dieron con todo y en el ataque final, bueno, Sugita sigue siendo buen tipo, y hasta descubrimos que es un hombre casado con una esposa que puede maldecir como marino ebrio.
 
En ese momento de tensión con la espada de sangre en el cuello de Sugita... jaja seguro los dos estaban bien cabreados, Capricornio porque comprobó tardíamente que su piel es tan resistente como para haber aguantado cualquier ataque de las espadas de cristal (tanto que estuvo evitandolas) y Sneyder molesto de que cuando al fin lo alcanzó pues salio un numero Cero o el texto de INMUNE sobre la cabeza de su rival jajaja.
 
Total que no podía faltar que Sneyder dijera su mítica frase y que Sugita se confundiera por la misma (nadie es inmune a los efectos de esa pregunta)
 
Quien sabe qué habría pasado si Atlas y Garland no llegaban a separarlos, pero así es como la pelea y el especial termina, antes de que Arthur les diga que son idiotas.
 
Y así se despiden mis hijos de este fic, fue un honor y una experiencia satisfactoria. Muchas gracias :)
 
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PD. TREMENDO CAPITULO, sigue así XD
Hicimos buen equipo ;)

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


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Publicado 11 julio 2022 - 06:00

Saludos

 

Seph Girl. Típico, dejas una historia en pausa y los lectores deciden que pueden continuarla. Pasó con Saint Seiya y ahora pasa con una historia derivada de Saint Seiya. El círculo se ha cerrado. ¡Tú tenías que vigilar que esto no ocurriera, Titania!

 

Ejem, sí, recuerdo todo eso. Al final te pedí el capítulo especial años después de que terminaras ELDA, así que no las traía todas conmigo de si te animarías a escribirlo o si esquivarías la petición como Seiya esquivaba los cien millones de puñetazos de Aioria. Por suerte pasó lo primero, porque el capítulo quedó muy bien, con su estilo propio. Te subestimas, hacías un buen trabajo con las batallas de ELDA y has hecho un buen trabajo con este combate, así que antes de proseguir, gracias. Gracias por la ayuda y por el cariño y respeto que le profesas a esta historia.  

 

Ah, ¡mira qué descargo de responsabilidad tan bien hilado!

 

Así es, Tritos lo mencionó en el pasado arco, me parece que en el capítulo 117.

 

Es bueno cuando los personajes se distinguen por reaccionar de modos muy distintos a las situaciones que enfrentan. A Sneyder no le gustó nada que lo tacharan de traidor y va a la garganta, mientras que Garland es más relajado la mayor parte del tiempo. ¡Qué bueno que sus problemas de ira no le sobrevinieron! Al tiempo, Sugita acepta el desafío y Atlas, como buen rey, recurre primero a la vía diplomática. ¿Un plan que eclipsa al remix de la carrera de escritor de Light Yagami? ¡Más misterios para la lista!

 

Como bien dices, sabemos que el combate (en Saint Seiya) se puso serio cuando el casco es destruido, o en su defecto, cae al suelo. Sí, Sneyder está muy roto y habría sido algo problemático lidiar con un Sugita a media máquina en la batalla con Titán.

 

No siempre mis personajes salen mutilados de sus grandes batallas. (Es Saint Seiya, les pueden romper todos los huesos, reventar los órganos y hasta sacar cien litros de sangre…, que luego pasan por el hospital y como nuevos.). Sin embargo, Sneyder debía aprender un par de lecciones en esta batalla y creo que no hay nada como una herida permanente para eso. O dos. A todos nos gusta ver a un guerrero tan tenaz que sigue luchando aun al borde de la muerte, pero también es importante cuidarse a uno mismo en batalla, para seguir cumpliendo con tu deber. Encuentro que Sugita, como espadachín que es, era el rival perfecto para esto. Se llamaba Deríades. Así es, para cuando se redactó este especial, Sneyder ya había perdido una mano y un ojo, y ya estaba decidido que fuera por la batalla con Sugita, de cuyo potencial se hablaba tanto y tan bien en ELDA. Creo que en este capítulo queda bien reflejado por qué el santo convocado de Capricornio fue de los últimos en caer en la batalla con Titán, porque Sneyder no es ningún manco. Bueno, técnicamente ahora lo es, pero ya me entienden.

 

Llegados a ese punto, era morir, o aprender. Sugita se ve que es un buen hombre, debajo de su afán justiciero tan distinto al de Sneyder. Pero como nos enseñó Shun, la bondad no desmerece el poder, incluso si Sneyder ha aprendido que debe variar su estilo combativo, se ve que Sugita es un guerrero experimentado capaz de adaptarse a esa clase de cambios. Sobrevivir a la técnica máxima que sí o sí te mata es un clásico en Saint Seiya, aun así, bien por Sneyder. Sugita es bastante fuerte, por lo que vimos.

 

Se suele decir que lo bueno, si breve, mejor. Por eso en Saint Seiya juraban que las batallas duraban una hora, pero no se sentía así, sobre todo en el manga. Yo no siempre he podido cumplir con esa máxima, algunas batallas se me fueron de las manos (os estoy viendo, mago e Hipólita), pero esta sí que lo cumplió con creces. Puedo imaginar la batalla animada en un episodio de Saint Seiya, genuinamente.

 

«Tengo una espada, ¿¡por qué no la uso!?»

 

Yo pensaba que nada superaba a un miss en una batalla RPG, pero que causes daño cero después de un centenar de miss sin duda debe ser la viva imagen de la desesperación. Nada como una confiable barrera corporal para protegerte de ataques OHK.

 

Si no me falla la memoria, eso también estaba en el guion.

 

Con esa frase, va a estar difícil que se olviden de Arthur.

 

No hay de qué. ¡Gracias a ti por escribir este capítulo y prestarme a tus muchachos! Ha sido toda una experiencia poder manejar personajes de otras historias, en la línea de esos grandes crossover de antaño (fanfiction, cómic y series, aunque ya se volvió mainstream) donde los héroes eran convocados por el bien del sacrosanto fanservice. Y puede que para salvar el multiverso. Puede.

 

Ojo gente, ojito, que este no es solo un buen capítulo, sino un capítulo tremendo, ojo.

 

***

 

Capítulo 128. Cimentando el mañana

 

Trece años preparándose para un ejército interminable proveniente del infierno impidió a los hombres pensar en lo que les  esperaba en el cielo. Así, cuando todos celebraban la derrota de Caronte y se alistaban para sanar el mundo, herido por la guerra entre los vivos y los muertos, se manifestó un poder equiparable al de aquel, despedazando el Santuario para de inmediato repartirlo entre los dominios de los Astra Planeta.

De entre quienes se encontraban presentes en la tierra sagrada, solo se podía confiar en que la santa de Piscis se encontrara ilesa, ya que gozaba de una habilidad única para moverse entre los diversos planos de la existencia, más allá de la mera teletransportación. Arthur, que se hallaba en un espacio paralelo al que había entrado poco antes del cataclismo, también debía gozar de cierta libertad de movimiento.

Si Shaula tuvo alguna oportunidad de escapar, esta existiría solo si actuaba sola. Con dos santos de plata a cuestas habría sido una locura, por mucho que los tres formaran una sola unidad en combate; allá donde estuviera la Fuente de Atenea, también estarían los santos de Escorpio, Escudo y Reloj. Garland de Tauro y Sneyder de Acuario fueron apartados de la Tierra junto al cabo de Sunión, en la actualidad parte del Santuario.

Esa era toda la información con la que contaba Lucile de Leo sobre los últimos acontecimientos, la suficiente para entender que el enemigo no había querido aplastar al ejército de Atenea, sino apartarles del mejor recurso con el que contaban: ella misma.

No dedicó demasiado tiempo a lamentarse, no tenía sentido. Esperó, paciente, en el templo de Leo a que este dejara de moverse, al menos durante los primeros diez minutos. Después de eso se le antojó que alguien estaba jugando con ella por capricho, a sabiendas de que no podía abandonar esa fortaleza. Un paso más allá de la barrera que protegía el Santuario haría que se perdiera por la eternidad en el mejor de los casos, pues si bien no estaba en los mares olvidados, sí que navegaba por el río al que los hombres llamaban tiempo. ¡Cómo le gustaría ser como esos santos de bronce, héroes de leyenda, que vestían mantos bañados por la sangre de Atenea! Con esa protección dejaría de ser un ave prisionera en su propio nido, podría volar a cualquier sitio que se le antojara, aunque sabía con toda seguridad que irá allá donde estuviese esa persona.

«Porque, aun tras vestir la toga papal, nada podrías hacer sin mí —pensó Lucile, iniciando el canto que le inspiraba pensar en el brillante futuro que le esperaba—. Akasha, no dejaré que ese necio Juez te limite con la lógica vulgar que llama razón.»

La melodía llenó la estancia durante un tiempo indeterminado. No obstante, la leona de oro no era descuidada y estuvo siempre al tanto del exterior, de modo que sintió la llegada de una presencia familiar y a un tiempo extraña en el preciso momento en que unas botas de oro pisaron la entrada del templo de Leo. Ella giró, parsimoniosa y acaso un tanto melodramática, hacia el recién llegado.

Tenía la misma mirada que adquirió tras profundizar sobre la oscuridad del alma como maestro de Sneyder, aunque no era el hombre que entrenó al Pacificador. Lo sabía, pues el Ikki al que ella conoció jamás se habría desprendido del manto de bronce para vestir el oro zodiacal. No pudo menos que sonreír: estaba ante una versión paralela del santo de Fénix, las historias de Shaula sobre la existencia de un multiverso eran veraces. Una nueva canción apareció en su mente, apenas un eco de las infinitas posibilidades que esta revelación suponía, pero se contuvo de abrir los labios salvo para gritar de miedo.

—¿Pretendes engañarme con eso? —cuestionó Ikki, con una voz que reflejaba la veteranía que no indicaba el cuerpo, vigoroso gracias a su amplio cosmos.

—Solo cumplir mi papel —se excusó Lucile, encogiéndose de hombro—. La de una joven piadosa que teme el castigo divino.

—No he venido a castigarte, enmascarada.

—¡Oh! Quizá me he equivocado todo este tiempo y lo que pretendía Titania de Urano es que los santos de oro hiciéramos un tour turístico por el multiverso.

Ikki suspiró con hastío.

—Me facilita las cosas que conozcas el multiverso. En cuanto a las intenciones de Titania de Urano, ella me ha pedido de forma expresa que te mate. Lo considera tan importante que me envió antes que a cualquiera de mis compañeros. La Rueda de las Reencarnaciones ni siquiera ha terminado de reproducirse.

Sorprendida por la franqueza de aquel hombre venido de otro mundo, Lucile dejó atrás las florituras y artificios por un tiempo. Podía fingir despreocupación si se le antojaba, pero cuando era necesario, no había oídos más atentos que los de ella. Así descubrió una historia de lo más interesante sobre dieciocho guerreros —cinco de plata y trece de oro, incluyendo un joven Shion como Sumo Sacerdote—, provenientes de otras épocas y universos que fueron reunidos en el alba de Saturno para derrotar en justa lucha a un Santuario corrompido. La supuesta corrupción, para la mayoría de los convocados, era un trato implícito entre el líder de los caballeros negros, Gestahl Noah, y la representante de Atenea, Akasha, con el aliciente que suponía que a esa alianza se sumaba también Poseidón, eterno némesis de la diosa de la sabiduría.

Para algunos no bastó esa visión, que Lucile no tenía problemas en considerar fidedigna, por lo que las postreras explicaciones que Titania de Urano dio sobre el futuro probable al que se dirigía el mundo no les convenció del todo. Entre ellos, Saga de Géminis, Ikki de Leo y Seiya de Sagitario pidieron pruebas, ante lo que la astral les habló de un secreto que involucraba incluso a quien Hades designó como su recipiente por ser el hombre más puro de la Tierra.

—Vaya —dijo Lucile al término del relato—. Olvidé la razón por la que no me has matado. Con todo lo que sabes, mi cabeza hace rato que debiera estar rodando.

—No creo que lo que pretende mi hermano esté mal —contestó Ikki a la pregunta implícita—. Saga te mataría sin dudarlo, Seiya se lo pensaría un mísero segundo antes de clavarte una flecha en el corazón, pero yo no soy ellos.

—Tú eres práctico.

—Yo confío en Shun.

De esa forma se aliaron ambos leones, habiendo todavía un tiempo para charlar del mundo del que provenía Ikki y de la situación en la que se hallaban. Tal y como Lucile había deducido, el exterior era por mucho peor que el Triángulo Dorado y la Otra Dimensión de las que Ikki logró escapar en el pasado. No importaba a dónde les estaban transportando, de todos modos tendrían que llegar allí y después pensar en qué hacer.

—Tu vida se parece mucho a la del hombre que conocí —apuntó Lucile—. Excepto en la parte donde matas a una versión paralela de Esmeralda.

—El multiverso es muy grande —aseguró Ikki, haciendo una mueca—. Entre los convocados, hasta las personas que conocí tenían historias a cual más descabellada, como Saga y Afrodita, amansados en parte por Mnemosine tras servirle a ella y a Zeus en una guerra contra los Titanes, nada menos. Shion luchó contra el hermano menor de Cronos, un dios del tiempo más antiguo que el padre de Zeus y que nada tenía que ver con Saturno, contra quien Seiya entabló combate singular en un universo que no conoció ni el despertar de los Titanes ni al maquiavélico Kairos.

Otros se marearían con tantos nombres. Se escandalizarían, incluso, de que hubiese universos donde los hombres y los dioses no estaban tan distantes, incluso si la brecha seguía existiendo. Pero Lucile halló en ese laberinto de historias un entretenimiento enriquecedor hasta que el templo aterrizó por fin. Entonces, de nuevo, el silencio fue amo y señor del templo de Leo. A través de la máscara, la leona de oro intercambió una mirada con su igual de otro universo, asintiendo ambos al comprenderse: fuera lo que fuese lo que hubiera más allá, estarían preparados. Antes de salir, alzaron la guardia.

 

***

 

Se hallaban en una montaña escarpada con algunos peldaños al norte y sur de la única construcción. Era una de las doce porciones en que fue partida la montaña sagrada, una por cada templo del Zodiaco. Pudieron ver que estaba conectada a otra, lejana y unos cientos de metros más elevada, gracias a una larga escalera espiral que parecía estar hecha de plata y magia, pues brillaba como la luna llena y pendía sobre el aire sin que nada sostuviera cada luminoso peldaño. Alguien bajaba por aquel prodigio sin prisas, muy digno, al son de los destellos del manto dorado y el ondeo de la capa.

Arriba, no había sol, luna u estrellas, sino una infinidad de seres brillantes que luchaban sin cesar, derramando sobre la superficie el eco de todo sonido que pudiera evocar a la batalla. Gritos de euforia, atroces lamentaciones de heridos y moribundos, acero entrecruzado, golpes débiles y fuertes, sangre derramándose… Todo llegaba abajo, con la suficiente intensidad como para que tal algarabía bélica pudiera escucharse, sin por ello ahogar las palabras que hubieran de decirse en tierra. Ikki echó a aquel caos celeste un único vistazo que fue casi compasivo, mientras que Lucile ni siquiera alzó la cabeza. ¿Por qué hacerlo? ¡Era la misma historia interminable que vivía la Tierra y que ella tan bien conocía! Primero los hombres se unían a un magnífico festín hecho de emociones tan contradictorias como intensas, luego juraban que tenían dolor de estómago a pesar de que tarde o temprano muchos querrían volver a probar de ese manjar basado en dar y recibir muerte, y al final muy pocos de los que de verdad importaban llegaban a ser conscientes de que nada se había ganado.

«Hubo un tiempo en que disfruté pasear por los campos de batalla —tuvo que reconocer, al menos para sí misma—. Quise aceptar que éramos acólitos de la confusión y la hipocresía, llegué a creer que una simple opinión podía ser ley.»

Deshilachar el manto mortuorio que los humanos llamaban ambición fue el primer entretenimiento de Lucile como discípula de Kiki. La destrucción que los hombres causaban sobre ellos mismos y el mundo tenía el aroma de la autenticidad que tanto le costaba encontrar en las grandes ciudades, donde demasiados vivían vidas grises contenidos por normas en las que no se habían parado a pensar. Si lo mejor de la humanidad estaba enterrado por la oscuridad, lejos del juicio y el reproche de otros, ella caminaría gustosa entre las sombras, incluso evadiendo los rayos del Sol. Pero, con el tiempo, esa forma de pensar la llenó de aburrimiento. Al fin y al cabo, la guerra no era más que una herramienta para lograr algo, no importaba el qué; incluso la guerra sin una razón seguía siendo lo mismo, ya que todo cuanto se lograba de ella era siempre mundano. ¿Qué interés podía tener en cualquiera de las facetas de un arte tan malentendido por un mundo de simios?

Si no hubiese decidido regresar a Jamir, quizá habría muerto teniendo aún esa patética apatía sobre los hombros. Pensar en eso la frustraba más que ningún otro fracaso, incluidos los dos años de exilio que debió padecer, pero por fortuna estaba aquel santo de oro bajando escaleras mágicas para distraerla. Este, aún lejos, iba vestido con Libra y tenía el pelo corto y negro; hasta ahí llegaban las similitudes con Arthur. La apariencia, el cosmos y el alma del sujeto eran las de otra persona que venía para juzgarla.

—¿Todos los santos de oro tenéis esa mala costumbre de exhibir vuestra altura moral como un arma más? —preguntó Lucile al callado Ikki, divertida, antes de atacar.

La leona acometió como un reflejo de luz, decidida a tantear el terreno con el Toque Magnánimo. El santo de Libra actuó justo cuando los dedos de Lucile rozaron el yelmo. Esgrimió sin dudar una espada dorada, balanceándola hacia el cuello de la mujer solo para acabar siendo detenida por lo que parecía ser un pájaro de fuego, que rechazó el ataque con tanta fuerza que incluso le hizo retroceder un par de peldaños.

—Has sido descuidada —dijo Ikki, aún rodeado por un aura llameante y sin quitar un ojo de encima al misterioso sujeto—. ¿Es así como sueles ser?

—Parece que Itia de Libra es demasiado fuerte para mí —se defendió Lucile, cabizbaja. Había prestado mucha atención a cuanto el santo de Leo le contó sobre los convocados—. ¿Podrás ocuparte tú de él, ave de bronce, león de oro?

—Ni siquiera sabes si es un enemigo —replicó Ikki sin parecer muy convencido. Itia ahora tenía una espada de Libra en cada mano, mientras que el resto de armas flotaba tras de él, como si en cualquier momento pensara en utilizarlas todas—. Si no lo es, has creado un malentendido sin ninguna razón.

—Me ofendes, Ikki de Leo. Mi Großmütig Berührung no es más que un cortés saludo entre guerreros —se excusó Lucile, acariciando con suavidad la mano, como si realizar esa técnica le hubiese causado dolor a ella. Notaba que Itia la estaba mirando con un deje de desprecio, dudando que mereciera ser parte del Zodiaco—. Además, sabes que las emociones de aliados y enemigos son un libro abierto para mí.

—Eso me han dicho —cortó Ikki, frunciendo el ceño. Se adelantó unos pasos, interponiendo el brazo cuando Lucile hizo ademán de seguirlo—. No te entrometas.

Leo y Libra se estudiaron mutuamente para no dar un paso en falso. Itia supo enseguida que no se hallaba ante ningún mequetrefe, pese a que había dado los primeros pasos como un niño de bronce, o tal vez justo por eso; por el otro lado, Ikki percibía un aura que solo podía pertenecer a quien había sido elegido por Atenea para representarla.

Los combatientes asintieron, reconociéndose, e Itia abrió la batalla con rápidos sablazos y estocadas. Manejaba las dos espadas doradas no como el último recurso que se les suponía, sino como una extensión de los fuertes brazos. Tan preciso era con ellas, que Ikki se veía obligado a responder a cada ataque, no había espacio ni tiempo para evadir, y desde luego él no estaba dispuesto a retroceder.

Cada vez que aquellos guerreros intercambiaban golpes, una explosión de luz llenaba el lugar, engullendo las del belicoso cielo. En esos lapsos de tiempo, algo dentro de Lucile se movía, latiendo en sintonía con lo que estaba viendo. Era una vieja melodía, que conocía demasiado bien pero que disfrutaba escuchar de vez en cuando, como un placer culpable. Observó el duelo con atención mientras se iba acostumbrando a las emociones que este le despertaba, solo así podría hacer honor a lo que sentía.

«Dos santos luchan motivados por la misma razón —pensó, rememorando viejas historias que Kiki le había contado—. No hablan con palabras, sino con puños. Sangre inútil es vertida, grandes cosas se logran y al final vienen las lamentaciones. El muro. Oh, sí que pierden mucho las historias que se repiten. Demasiado.»

Movida por el instinto, había empezado a mover las manos tan pronto inició el combate. Al principio, de forma errática, hasta que Itia terminó de convencerse de que ella no era nadie y solo tenía que preocuparse del santo de Atenea capaz de igualar las espadas de Libra con las manos desnudas. Entonces pudo ver en esa alma descarriada todo lo que quería saber y más, pero no se conformó con mirar. Apuntó con la palma abierta a Itia, que acababa de dar un salto de atrás, y la cerró con parsimonia.

—¡Te dije que no te entrometieras!

 

Para muchos, la forma en que Ikki se acercó, todo fuego, habría significado al menos un susto. Lucile estaba demasiado ocupada como para darle importancia a los gritos de un mayor. Su mano derecha acariciaba el aire con dulzura mientras Itia, de rodillas y con las dos espadas rodando a través de la escalera, se sostenía el pecho. Aquella débil mujer le estaba estrujando el corazón a través de algún maleficio.

—A quien ose menospreciarme, así sea un poco, solo le espera el infierno. —Todavía con la mano extendida y los dedos jugueteando con un corazón invisible, Lucile se acercó a Itia con tanta lentitud como cuando este bajaba las escaleras hacía tan poco—. Seré compasiva esta vez, ya que ser subestimada era parte de mi estrategia.

De forma insólita, las espadas de Libra se impulsaron contra la espalda de Lucile, quien dando un veloz giro las desvió con el brazo izquierdo. A Itia no le sorprendió tanto que pudiera bloquear el desesperado ataque como que lo hiciera sin sufrir el menor daño.

—Así que así es como funciona… —murmuró Ikki, serio. No se había molestado en proteger a la leona de oro de las espadas, pues ya intuía que esta no necesitaba ayuda. El único que no entendía la situación era Itia de Libra—. Ella puede dominar las emociones de cualquier ser vivo, quizás ninguna de tus armas tenga el deseo de herirla ahora mismo, así que no te molestes en intentarlo. ¡Por todos los demonios, enmascarada! Empiezo a pensar que debí matarte, tal y como se me ordenó.

Habló con franqueza porque esperaba que Lucile hubiese escogido una vía distinta a la batalla para resolver aquella situación, pero Itia no tardó en tratar de levantarse a pesar del dolor. Tenía que haber una forma de resistirse a aquella mujer.

Entretanto, Lucile había empezado a entonar la melodía que el corto duelo le inspiró, haciendo vibrar el corazón del atribulado Itia con cada nota, arrancándole todo lo que sabía. Fue fácil para ella, ya que no lidiaba con alguien tan centrado como Arthur, que apenas tenía un hilo negro en la amplia y blanca rueca que era su alma, o Sneyder, aquel al que llamar roca viviente sería un halago, pues estaba convencida de que le resultaría más fácil imbuir sentimientos en las piedras que turbar al santo de Acuario. No, Itia era solo un poco mejor que la mayoría, un héroe que tuvo la desgracia de ser escogido por Atenea para ver durante doscientos años las miserias de la humanidad. Era natural que llegara al punto de quiebre, sobre todo si había alguien que lo empujara al abismo.

Pero a la leona de oro poco le importaba la historia del anciano líder, rejuvenecido tras ser manipulado por las fuerzas del Hades. Estaba más interesada en la razón por la que los había atacado y fue eso lo que indagó en el castigado corazón que ya era suyo. Vio de ese modo a los convocados por Titania de Urano, una igual de Caronte de Plutón. La montaña custodiada por los doce templos había sido dividida en doce porciones, en efecto, y en grupos de dos escogidos al azar se hallaban ahora en partes de la Rueda de las Reencarnaciones: los infiernos del hambre, las bestias y el castigo eterno; los reinos de la guerra, el hombre y los dioses. Ellos estaban en el cuarto, que era por sí solo bastante grande. ¿Esa era la clase de enemigos a los que debían enfrentar?

«Por lo menos, ahora sé que Ikki de Leo dice la verdad —se dijo Lucile, decidida ya del todo a confiar en ese hombre. Por el momento.»

—Suficiente.

Dejó de cantar con brusquedad; no había pensado en un final que hiciera justicia a un duelo que ella misma interrumpió. Extendió la mano derecha hacia Ikki, llenándole el rostro serio de un soplo de aire que olía a recuerdos. Itia volvía a estar de rodillas, sudoroso y agotado. ¿De qué, si apenas había luchado?

—Ahora que me fijo —susurró Lucile al confundido Libra. Hablaba con una voz suave y delicada, extraña a la crueldad con la que le rasgó el alma. Las manos de la mujer le acariciaron el rostro con dulzura—, eres apuesto.

Las fuerzas del Hades le habían dado juventud a un débil cascarón, pero quedaban rasgos de la vida que había vivido a lo largo de doscientos años. Amargura, tristeza, decepción. Todo parecía marcado en las facciones de Itia. También había odio y furia, por supuesto, los ojos del santo de Libra estaban cargados de rabia para la mujer que lo había humillado de esa forma, pero las dudas de aquel hombre, marioneta de quienes debía combatir, pesaban más. Ese era el gran secreto de una victoria digna de ser recordada: hacer que tu enemigo se derrote a sí mismo.

—Muy apuesto —insistió a aquel guerrero de maduro semblante, pasando un cálido dedo por los labios abiertos—. También tienes fuerza y sabiduría. Estoy segura de que fuiste un gran líder. Que luego erraras es comprensible.

Los largos dedos de la mujer descendieron hasta el pecho de Itia. Dio algunos golpecitos sobre el reluciente metal, llevando el mismo ritmo que los latidos del corazón del santo de Libra. Poco a poco, el guerrero bicentenario recuperaba la consciencia.

—La estupidez es inherente a los seres humanos —afirmó Lucile—. Solo puedo culparte por tu falta de visión. Ya deberías poder levantarte.

Itia se alzó con cierto recelo, sin duda desconociendo que Lucile no solo había sanado el daño que le provocó, sino que además le indujo algo que llevaba tiempo necesitando: perspectiva, claridad de pensamiento. Ikki pudo haberlo intuido, pero no dijo nada. Con lo que sabía, el santo de Leo prefería ser prudente en todo lo que concerniese a aquella enmascarada con voz de sirena, lo que para esta sería a buen seguro motivo de orgullo.

—Vosotros pretendéis gobernar la Tierra —acusó el santo de Libra luego de varios segundos de tenso silencio—. No puedo ser vuestro aliado. No quiero.

—¿Gobernar la Tierra? —repitió Lucile, incrédula—. ¡Qué desperdicio de talento! Nadie que importe en el Santuario tiene esa clase de objetivo. ¡No lo quieran los dioses! Sería la forma más aburrida imaginable de desperdiciar una vida.

A pesar de la seguridad con la que Lucile hablaba, Ikki frunció el ceño por un instante. Itia presintió, esperanzado, que aquel hombre, convocado como él, fingía ser un aliado de la  mujer para llegar a la verdad detrás de todo aquello, pero no se engañaba: él no tenía pruebas. Creyó en lo que Titania decía porque él mismo trató de tomar las riendas del mundo, arrastrando consigo a su discípulo, Gateguard de Aries, y otros valientes que acabaron manipulados por las hadas del inframundo. No tenía derecho a culpar a Ikki si había decidido ponerse del lado de los condenados por los Astra Planeta.

—Jurad que me equivoco —ordenó el santo de Libra, en memoria de los doscientos años que debió ser líder—. Hacedlo en el nombre de Atenea.

—Lo siento. Soy santa de una sola Suma Sacerdotisa.

—¡Basta, Lucile! —dijo Ikki—. Necesitamos su ayuda si queremos salir de aquí.

—Puedo usar Die Heftig Trauermarsch —completó Lucile—. Sería una lástima, lo admito. Una marioneta nunca es el mejor aliado…

Dejó la amenaza en el aire, con un tono inocente que revolvía el estómago de Itia. ¿Que no podía culpar a Ikki…? ¡Para esa mujer, la peor de las hechiceras, lo mínimo que podía haber era cautela! Mil veces elegía a los misteriosos Astra Planeta, de los que ningún registro en su mundo hablaba, que a esa bruja. Estaba sopesando volver a combatir cuando el santo de Leo se interpuso entre ambos. No le extendió la mano ni hizo ningún gesto amistoso, no eran amigos ni iban a convertirse en eso, pero quedaba clara la intención del guerrero: ambos eran santos de Atenea, y como tales cooperarían.

—Está bien —decidió al fin—. Os acompañaré para ver dónde se encuentra la verdad.

 

De repente se empezaron a oír aplausos. No provenían de las lejanas batallas del firmamento, donde entre el choque de espadas, escudos y cualquier arma inventada por el ser humano podría surgir algún sonido similar. No, el hombre que aplaudía estaba a los pies del templo de Leo, esperándoles. Los tres santos, desconcertados, cubrieron la distancia que los separaba en un instante y lo rodearon.

—¿Quién eres tú? —dijo Ikki—. ¿Otro santo que vino de otro mundo?

—Del pasado, para ser exactos —respondió el sujeto—. Mi nombre es Hashmal. Fui entrenado en persona por la diosa Atenea para convertirme en el primer santo de Leo. Es un honor conocer a la última guardiana de mi casa.

Hizo una leve inclinación que Lucile se vio obligada a corresponder. Aquel guerrero vestía ropas sencillas en lugar de un manto sagrado, tenía un parche cubriéndole el ojo derecho y esa era una de las tantas cicatrices que le marcaban el rostro, pero algo dentro de ella le decía que no podría causarle otra herida por mucho que lo intentara. Era un presentimiento, similar a las emociones que podía insertar, solo que estaba segura de que Hashmal no les estaba manipulando de ninguna forma.

—¿Me está mirando, joven? —cuestionó el auto-nombrado primer santo de Leo—. Me halagaría si fuera así. Es difícil saberlo con esa máscara.

—¡Eso no es importante! —gritó Itia. Las armas de Libra, incluyendo las dos espadas, volaron desde la escalera de plata hasta donde estaban todos. Con un ademán logró que se detuvieran antes de llegar a tierra, dejando claro al tiempo que le bastaría el mismo gesto para que tales tesoros destruyeran a cualquier enemigo—. ¿Qué haces aquí? ¡No estabas en la reunión, con los demás! ¿Por qué aplaudías?

—Calma, calma —pidió Hashmal—. Eso son muchas preguntas. Y como bien dices, no todo es importante. Dejémoslo en que aplaudo la audacia de mi última sucesora. Fuiste la primera en acabar tu combate y sin derramar ni una gota de sangre. Un poco de sudor y lágrimas, quizás —añadió con aire distendido—. He estado pensando en una forma de recompensaros y creo que se me ha ocurrido algo interesante… ¡Oh!

Antes de que Lucile e Ikki pudieran evitarlo, Itia envió contra el probable enemigo una de las espadas, que este detuvo en seco usando dos dedos. El santo de Libra quedó atónito, más aún cuando buscó una explicación e Ikki negó con la cabeza: esta vez, estaba lidiando con alguien así de fuerte, no había ningún truco de por medio.

—Las armas de Libra pueden destruir estrellas —recitó Hashmal, quien veía la hoja de metal solar con clara nostalgia. De un sencillo movimiento lanzó la espada al aire, donde giró varias veces antes de clavarse en el suelo—. La descripción impresiona, pero nunca hay que olvidar que lo más importante es el cosmos.

Como santo de oro y Sumo Sacerdote, Itia podía predecir lo que aquel sujeto iba a decir. No le decepcionaría. Agarró la otra espada y acometió contra él, descargando un tajo vertical que ardió con la intensidad de la muerte de un sol. Todo el esfuerzo y la energía fueron absorbidas por Hashmal, de nuevo con dos dedos.

—Vamos mejorando —aprobó el guerrero antes de dar un leve empujón. Itia pudo recuperar el equilibrio enseguida, pero había tenido que retroceder ante un hombre desprotegido. ¡A qué extraño mundo le habían enviado los dioses!—. Me disculpo por mi descortesía, no os he preguntado si queríais mi regalo u os bastaba con pelear.

—Como hija de Pandora —bromeó Lucile, pensando que aquel guerrero podría ser lo bastante viejo como para ser contemporáneo a esa historia—, necesito abrir tu regalo, Hashmal, discípulo de Atenea y primer santo de Leo. Desde que vi tu nombre en una tumba oculta has suscitado mi curiosidad como pocos hombres en este mundo.

—Siempre que no se trate de otra queja de los Astra Planeta sobre cómo el mundo no funciona como ellos quieren —empezó Ikki—, soy todo oídos.

El primer santo de Leo se permitió un momento para pensar, o tal vez esperaba que Itia dijera alguna cosa o volviera a atacarle. Nada ocurrió.

—¿Sabéis por qué razón las mujeres que sirven a Atenea deben llevar máscara? —preguntó Hashmal, observando con fijeza a la santa de oro.

—Porque así lo quiso Atenea —observó Itia con sencillez—. Es la tradición.

—Porque siempre es necesario sacrificar algo —contestó Ikki, evocando su propia pérdida. Para convertirse en lo que debía convertirse, el precio fue la infancia y el amor.

—Porque no cualquier simplón tiene derecho a ver mi rostro —dijo Lucile con desparpajo. Para ella no servían ni la fe, ni la resignación para explicar esa pieza que le cubría el rostro. Seis años atrás, la habría roto en mil pedazos si se hubiese considerado incómoda con la máscara dorada. Por ella. No era el caso—. La Ley de las Máscaras es una regla que surgió para darle la vuelta a otra regla. ¿Ninguna mujer podía servir a Atenea? Bien, entonces bastaba con que una mujer dejara atrás la feminidad para poder hacerlo. Empezó como una norma no escrita, hasta que alrededor de doscientos años atrás un Sumo Sacerdote decidió oficializarla.

Había hecho los deberes tras la Rebelión de Ethel.

—¿Doscientos años, eh? —comentó Ikki.

—En mi época, la Ley de las Máscaras era ya tradición —musitó Itia, extrañado.

—Reformularé mi pregunta —dijo Hashmal, hasta ahora meditabundo—, ¿por qué era necesario una regla nueva para que las mujeres pudieran servir a Atenea?

La respuesta parecía evidente. Porque a Atenea no le gustaban las mujeres humanas. La mitología recogía algunas historias interesantes al respecto, como la de Medusa y Aracne. No obstante, todas ellas habían sido escritas por humanos, que jamás podrían comprender del todo por qué los dioses actuaban del modo que lo hacían. Lucile rememoró la historia que Oribarkon les contó a ella y Arthur, en un cementerio oculto en que se hallaban las lápidas de los primeros santos de oro, incluido Hashmal.

Una de ellas ni siquiera podía distinguirse el nombre.

—Alguien puso de muy mal humor a nuestra bien amada diosa —decidió Lucile.

El primer santo de Leo asintió, satisfecho.

—Quiero contaros una historia. De cuál es la razón por la que las mujeres no podían servir a Atenea, el verdadero origen de la Ley de las Máscaras. Es un relato de lo más fascinante, eso os lo puedo asegurar. Todo empieza con Deucalión…

—¿Y Shemhazai? —dijo Lucile, que habiendo superado el temor inicial que aquel hombre le producía, supo arrancar ese nombre de su corazón humano. Estaba presente en el relato de Oribarkon y en una de las lápidas del cementerio oculto, si bien esta no especificaba que fuera mujer, solo revelaba nombre y constelación.

—Una hermosísima hija del Pueblo del Mar —contestó Hashmal con tranquilidad, sorprendiendo a la leona de oro. Aquel hombre no era ningún pusilánime, no cedería sin más a sus encantos—. Desde el día en que la vi, me olvidé de las riquezas que yo y mis, digamos, amigos queríamos robar en ese espléndido lugar donde hasta el más humilde puede vestir y vivir como un rey. Eran tiempos convulsos, ninguna mujer de fuera podía cuidarse de una forma tan exquisita, así que no me lo pensé mucho cuando Gugalanna sugirió que si no me la llevaba yo, él lo haría. Ay, terrible juventud, tantas prisas y tantos errores. ¡Demasiados momentos que solo pasaron! —exclamó.

»Pero sucesora mía, no hagas que un viejo que cuente batallitas divague. ¡Eso no es más que el prólogo! De la historia de Deucalión, vuestro Altar Negro, y su esposa Pirra, a quien algunos en tu mundo llamáis Akasha de Virgo, y otros, Suma Sacerdotisa.

 

Notas del autor:

 

Tras varias semanas de descanso (¡Mil disculpas por eso!), vuelve esta historia con su quinto arco, el volumen Júpiter. 


Editado por Rexomega, 11 julio 2022 - 06:01 .

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Publicado 18 julio 2022 - 17:08

Saludos

 

Capítulo 129. Falsos dioses

 

El relato de Hashmal de Leo apenas se detuvo en lo concerniente al diluvio universal, como si no fuera este el auténtico origen de los santos de Atenea, sino un prólogo.

En opinión de Lucile, lo más interesante de esa historia era el final, que en cierto modo era también el inicio. Andando por la Tierra como una humilde viajera, Atenea marcó al único hombre sin mancha a sabiendas de que la joven que lo acompañaba a todas partes jamás sería digna ante los dioses. El elegido resultó ser Deucalión, quien recibió gustoso la tarea de salvar lo poco que podía salvarse del viejo mundo, pero que acabó negándose a la salvación cuando supo lo que tendría que sacrificar. Poseidón, que había jurado no condenar a Deucalión, fue consecuente con dicho juramento, y al perdonar la falta del único que debía sobrevivir, dejó abierta la puerta del perdón para el resto de la impía humanidad, si es que lograban ganárselo. Todo ocurrió de acuerdo al plan de Atenea, que si dio a aquellos jóvenes recursos para luchar y guía para creer en ellos mismos, fue únicamente para que pudieran llegar vivos hasta ese momento.

—Por si os lo estáis preguntando —acotó Hashmal—, aunque es bien sabido que Deucalión y Atenea crearon la siguiente generación de hombres, que nada saben del cosmos, solo puedo hablar de ellos como un hombre de fe, pues no lo vi.

—¿De qué hablarás entonces, mi más viejo antecesor? Si lo que nos narras es solo un cuento, quisiera saberlo para dejarme llevar y no hacer preguntas.

—Hablaré del verdadero origen de la Ley de las Máscaras, joven leona —contestó Hashmal—. Te pido disculpas si mi irrelevancia en el transcurso de estos primeros capítulos impide que sacies tu curiosidad. Era un tiempo en el que aún se me trataba como a un hombre, un soldado muy valioso, quizás, pero un soldado a fin de cuentas.

Los oyentes debieron esperar antes de desentrañar aquella incógnita. La estratagema de Atenea había puesto fin a la guerra entre los que trataban de sobrevivir al diluvio y los ejércitos del mar. Una nueva humanidad nació en el seno de un mundo limpio, como un sol radiante que daba sombra al lugar en el que se congregó la antigua luego de largos días de viaje. Los confusos corazones de miles de jóvenes buscaron a Atenea y la encontraron en el territorio que milenios después sería conocido como Rodorio. La diosa les esperó, paciente, para conversar con ellos uno a uno sobre las inquietudes que tenían por el mañana que habían ganado. Una vez supo lo que los aquejaba, escogió a Deucalión como representante y otorgó a este y otros nueve el don de la inmortalidad: Misophetamenos, una técnica secreta que les permitiría seguir aconsejando y defendiendo al Sumo Sacerdote por los siglos venideros.

—Pirra, Hashmal, Shemhazai, Belial y Gugalanna —enumeró Lucile, rememorando el relato contado por Oribarkon—. Y Deucalión. ¿Quiénes son los otros cuatro?

—Veo que estás bien informada —aprobó Hashmal, atusándose la barba—. Del salvaje norte vino Selvaria; del este llegó el de mil y un nombres, y no menos de dos rostros, Sousuke; Mateus era originario del caluroso sur, aunque había buscado refugio en la brumosa Mu, donde lo apreciaban por sus dones en la forja. Lejos, en un continente de cuya existencia ninguno de los demás tenía noticia, se halló durante el diluvio el ermitaño Zemus, entonces un aprendiz del que nadie más que una persona entre nosotros se fiaba. El quinto integrante… —Al ver que Itia e Ikki fruncían el ceño, fallándoles las cuentas, aclaró—: Gugalanna nunca necesitó del Misophetamenos, al igual que Adremmelech. El quinto integrante, como os decía, vino de las estrellas.

Los rostros sorprendidos de Ikki e Itia hicieron callar a Hashmal por un momento, iniciándose un silencio un tanto incómodo. Al poco rato, dijo:

—¿Alguna pregunta?

—¿De dónde vino Adremmelech? —preguntó Lucile.

 —¿Qué quieres decir con que vino de las estrellas? —cuestionaron a la vez que esta, Ikki e Itia, ambos igual de sorprendidos.

—Adremmelech estaba donde estaba Pirra, claro. Siempre fue así con él —advirtió Hashmal, exasperado por un momento—. En cuanto a lo de Éxodo, no he usado ninguna metáfora: vino de otro planeta, tal vez otra galaxia, no sé, nunca se me ocurrió preguntarle. Esto es algo que conozco ahora, porque ese viejo no nos contó la historia hasta que se abrieron las Puertas de Yog-Sothot durante la Guerra de las Estrellas. Éramos todos muy jóvenes, ninguno iba a sospechar que tratábamos con una entidad hecha de pura conciencia unida en simbiosis a un cuerpo mortal.

De nuevo se hizo el silencio. Fue más prolongado, ya que esta vez incluso Lucile se había quedado sin habla. ¿Hasta qué punto podía ser extraña la historia de los primeros santos de oro? ¿Era posible que el primer león se estuviese burlando de ellos?

—Quizá deba ir al grano —murmuró Hashmal, como advirtiendo esa posibilidad.

—No —pidió Ikki—. Sabemos que la Ley de las Máscaras existe porque ninguna mujer debe servir a Atenea como tal. Sabemos que ninguna mujer debe servir a Atenea porque alguien le puso de muy mal humor. —Dirigió a Lucile una sonrisa irreverente, que Itia desaprobó—. A estas alturas, lo que importa es la forma en la que llegaron a ese punto de quiebre. Es el viaje lo que debemos conocer, no el destino —concluyó.

—El origen de los santos de Atenea —exclamó Itia con asombro—. Las primeras Guerras Santas, de las que ni siquiera yo tuve noticia. ¿Qué mejor forma de ver nuestros errores y obrar de un mejor modo en el futuro?

Con un gesto de asentimiento, Lucile dio a entender que quería saber más. Hashmal, empero, calló por algunos exasperantes segundos, sopesando qué debía contar y qué no, qué detallaría más y qué solo repasaría por encima. Acto seguido, prosiguió.

 

Hubo un prolongado debate entre los herederos de la diosa. ¿Qué debían hacer? ¿Asentarse en aquella tierra, que ya consideraban sagrada? El Sumo Sacerdote, Deucalión, apostó porque todos realizaran un viaje de expiación. Si iban a defender ese nuevo mundo, primero tenían que conocerlo. Fue una decisión sabia, pero era demasiado pronto para dar ese paso, pues todos quisieron resolver los problemas de los demás de la única manera que conocían, generando nuevos conflictos. Así ocurrió a lo largo de cincuenta años, mientras la recién surgida Atlántida veía nacer a sus diez reyes, fruto de la unión entre el dios del mar y la más pura mujer. Todos ellos fueron educados para gobernar con sabiduría y adiestrados en el arte de la guerra por el mismo Poseidón. Ocho de ellos vistieron, respectivamente, ocho de las más sólidas escamas construidas por Oribarkon, siete como muestra de su puesto como generales del mar, una, la más poderosa, como signo de su posición como primogénito y primero entre iguales. Atlas de Tritón tenía la prerrogativa de declarar la guerra, si bien todos sus hermanos podían luchar por propia cuenta si era para defender la Atlántida.

Ocurrió que el tercer hijo de Poseidón y Clito andaba por el mundo para satisfacer su infinita curiosidad mientras los santos de Atenea imponían su voluntad, protegiendo a la nueva humanidad de los supervivientes de la vieja que no acudieron al llamado de Atenea. Eran tales los horrores que el erudito atlante contempló, que no tomó ni un respiro antes de acudir al segundo de los reyes de la Atlántida, Sumo Sacerdote de Poseidón, para contárselos. Los dos aunaron fuerzas para convencer a Atlas de que era necesario cumplir el papel para el que el dios del océano los había engendrado. El portador de Tritón reflexionó por siete días y siete noches antes de dar la orden de marchar a Europa, una decisión que muchos en su pueblo esperaban con ansias, aunque no lo dirían en voz alta. Llenos de odio y deseo de venganza por la vieja humanidad, los que vivían en paz se armaron y vistieron de oricalco, cantando himnos a Poseidón.

—Eran iracundos como las bestias, no mezquinos como los hombres —apuntilló Hashmal—. Para cuando la armada llegó a la costa, ya todos los fieles a Atenea sabíamos que vendrían y estábamos preparados. Éramos miles. Contábamos con el liderazgo de Deucalión, el Santo, y nuestra campeona, Pirra. Y aun así, perdimos.

El Sumo Sacerdote y el rey atlante acordaron resolver el asunto en combate singular, sin armas ni protección alguna, para honrar el estilo de combate de los fieles a Atenea. Deucalión escogió a Pirra, por supuesto; Atlas se eligió a sí mismo.

No fue aquella una batalla digna de ser cantada por los poetas. Pirra podía ser la mejor discípula de la diosa de la guerra, pero mientras que ella no siguió su instrucción, por ser la violencia algo indeseable para su esposo, Atlas se había formado desde la cuna hasta ese momento en todas las áreas que un soberano debe dominar, incluida la del pugilato. Venció de forma tan aplastante que ni el más ruin entre los espectadores se atrevió a romper el pacto. Con humildad, Deucalión prometió abandonar Europa junto a todos los suyos, a la vez que Atlas juraba por la sangre de su madre y de su padre no perseguirlos allá donde fueran. Belial y Mateus propusieron ir con los Mu.

Cuarenta días y cuarenta noches tardaron los exiliados en llegar a ese destino. De lo que ocurrió durante el viaje, nada había sido registrado. ¿Qué importancia podía tener lo que Pirra pudiera pensar de la derrota? ¿A quién habría de interesarle que Deucalión, por ayudarla, se aviniera a pedirle ser entrenado? No era más que la historia de dos esposos consolándose y llenando la sensación de fracaso con gestos inútiles, pues nada podía aprender Pirra de un mortal tras ser entrenada por Atenea, y si bien fue mucho lo que Deucalión descubrió sobre la lucha, no pensaba llevarlo a cabo. ¿Combatir, él, el bendito por los dioses, contra el pueblo del dios que quiso salvarlo? Jamás.

Lo que sí le importa al lado oculto de la historia humana es lo que aquellos dos y quienes les seguían encontraron en el continente Mu. Como era bien sabido, los habitantes de ese continente crearon, más que armaduras, seres vivientes que luchaban a la par del portador. Bajo la dirección de Atenea, forjaron ochenta y ocho mantos sagrados para los más capaces entre los miles de fieles de la diosa de la Sabiduría. Había, empero, dos matices que nadie consideró prudente registrar. El primero lo conocieron los exiliados por boca de Mateus, quien formó parte de tan magno proyecto: cada manto sagrado tenía vida propia por haber recibido una gota del icor de Atenea; la diosa vertió su propia sangre para equilibrar la balanza entre los atlantes y el resto de la humanidad. Del segundo, nadie les informó, pues nadie podía saber en ese entonces que los mejores herreros y alquimistas del mundo habían tenido como instrucciones leyendas que serían grabadas en el firmamento mucho después, como constelaciones.

—No es posible —interrumpió Ikki, irritado—. El futuro no está escrito.

—Tal vez no, tal vez sí —dijo Lucile—. En cualquier caso, Atenea mostró al pueblo de Mu un mañana que nos convino. ¿Renegarás de la salvación de tus ancestros?

—Ya conocía los rumores de que los santos éramos herederos de los héroes de la Antigüedad —terció Itia—. Pero una vez más he subestimado a mi señora Atenea. Nuestros mantos sagrados fueron construidos como atisbos de un brillante futuro cuando estábamos al borde del exterminio —concluyó, admirado.

Sin hacer ningún comentario sobre aquellas intervenciones, Hashmal prosiguió la narración. Se formó una asamblea en que todos tuvieron voz y voto, si bien la formaban solo los portadores de un manto sagrado, también conocidos como santos de Atenea, quienes decidieron de forma unánime cumplir la voluntad de la diosa. Nada pudo hacer Deucalión para frenar el deseo de aquellos hombres. ¿Cómo podría, si Atenea vertió su propia sangre divina para equilibrar la balanza entre la Atlántida y la humanidad? Las dudas que tuvo antes de aceptar ir de nuevo a la guerra se disiparon en el viaje de regreso a Europa, donde tuvo noticia de la falta de misericordia que mostraban los atlantes ante los de la vieja humanidad que no habían aceptado el exilio.

Fue una guerra peor que la anterior, más humana que la que se libró bajo el diluvio universal, ya que ninguno de los bandos estaba siendo respaldado por voluntad divina alguna, solo juraban hablar en el nombre de los inmortales ausentes. Se vertió por igual la sangre de los atlantes, santos e hijos de Deucalión, pero fueron estos últimos los más afectados, enfrentados tempranamente con todos los antiguos males. Así como las gentes de la Atlántida heredaron del primer conflicto que libraron un inconfesable desprecio por quienes sobrevivieron al juicio divino, la nueva humanidad nunca olvidaría lo vulnerable que estuvo ante aquel enemigo extranjero; generación tras generación, buscarían la fuerza que no tuvieron en el pasado por sobre todas las cosas.

Ya para entonces el ejército de Atenea estaba dividido en cuatro rangos, siendo dos los protagonistas del conflicto. Era posible que no hubiese en toda la Tierra hombres más violentos y belicosos que los que recibieron los mantos de bronce, siendo la dirección de los habilidosos santos de plata lo único que les impedía realizar las más impensables matanzas. Eso era los que diferenciaba entonces, el papel que cada rango jugaba, y aunque  las futuras generaciones dependerían cada vez más de los santos de oro, los que debían acompañar al Sumo Sacerdote como consejeros y guardianes, en la segunda guerra atlante, mal llamada la primera Guerra Santa, fueron el bronce y la plata los que causaron estragos en el enemigo, mientras que el oro miraba desde lejos.

Por fortuna, los líderes de ambos ejércitos supieron poner un límite a la matanza. Con gran vergüenza debido a los actos de su pueblo tras la ocupación, el rey Atlas se vio obligado a entregar a su más querido hermano, tercer descendiente de Poseidón y la dama Clito, como prueba de buena fe. Deucalión, vistiendo el manto de Escorpio y no la toga papal, juró que encontraría la forma de que ambos pueblos no tuvieran que volver a enfrentarse. Al menos, esa fue la razón que expuso a los santos supervivientes antes de marcharse en busca de Atenea, la única que sabría guiarlos. Nada podía saber Hashmal de que emprender ese viaje había sido el deseo del Sumo Sacerdote mucho antes de la guerra, tampoco del tipo de experiencias que pudo vivir viajando solo.

 

—Se fue al exilio por propia voluntad —dijo Hashmal, alzando la voz por primera vez. Un pequeño atisbo de la orfandad que sintió entonces—. Muchos lo acabamos considerando un traidor, otros quisieron seguir cumpliendo con el deber de aconsejarle y protegerlo, pero Pirra de Virgo supo hacernos ver a todos que debíamos respetar la voluntad de Deucalión, ya que esta era lo mismo que la voluntad de Atenea.

»En cualquier otra circunstancia a ninguno de nosotros se nos habría pasado por la cabeza obedecer a una mujer solo porque era esposa de alguien importante. Bueno —se corrigió enseguida—, los más excéntricos, como Shemhazai, la norteña Selvaria, el hijo de la Tierra Adremmelech o Zemus, que fue criado por telquines, podrían haberlo pensado. Eso no es importante —decidió—, ya que ser Sumo Sacerdote era algo más elevado que cualquier trabajo en el que pudiéramos pensar. Ostentar ese cargo significaba, como nos dijo Atenea, representarla a ella, al único ser al que todos nosotros, bárbaros condenados a muerte, llegamos a respetar.

—Decidisteis que ella era Atenea —intervino Lucile, quien ignorando la consternación en Itia y Ikki prosiguió con la audaz interpretación—: El Sumo Sacerdote es el representante de Atenea, alguien que ostentase ese cargo y además fuera mujer, podría confundirse con la misma diosa. La fe puede y suele ser ciega.

Hashmal no tardó en asentir.

La confusión entre representante y diosa se dio sin que hubiese ninguna clase de conspiración u acuerdo explícito. Para empezar, casi todos los santos de bronce y plata habían muerto en las sucesivas guerras y el resto de estas castas, ya entrando en la alta madurez, vivirían lo que les quedaba como maestros de la próxima generación. Eso dejaba las riendas de la mermada orden en manos de los santos de oro, quienes solo podían confiar en una sola persona. Nadie llegó a pedir a Pirra que se convirtiera en Atenea, tampoco la santa de Virgo expresó el menor deseo de serlo, pero siempre tenía una respuesta para los problemas que le exponían. Ella sabía, por un instinto templado en los años de convivencia con Deucalión y el corto tiempo en que ambos estuvieron cerca de Atenea, lo que todos necesitaban.

Pero aún no había una brecha remarcable entre ninguna de las tres castas, ni siquiera respecto a la nueva Suma Sacerdotisa, más allá de una creciente obediencia. El primer abismo no surgió entre los santos, sino entre ellos y quienes no llevaban el manto sagrado. Aun siendo todos hijos del viejo mundo, la paz hizo relucir una diferencia que no llegó a importar durante las pasadas batallas, cuando todos luchaban codo con codo. Algunos tenían la dicha de convertirse en aspirantes, el resto se convirtió en los primeros guardias, cada vez más parecidos a los hijos de Deucalión.

Cuando el ejército ateniense pudo reunirse de nuevo en tierra sagrada, aquellos cambios estaban bien asentados y a nadie se le ocurrió criticarlos. Pirra habló como Deucalión en los primeros días de liderazgo, instándoles a vigilar y defender todos los rincones del mundo. Sin embargo, con sabiduría supo indicarles que solo debían intervenir frente a los problemas que la nueva humanidad, Raza de Hierro, no pudiera resolver por sí sola. Tal declaración dio inicio a una era que duró alrededor de seis milenios.

 

La orden se diseminó, mezclándose la sangre de la vieja y la nueva humanidad hasta que la diferencia entre ambas fue olvidada. Toda amenaza sobrenatural era afrontada por los santos de Atenea, que incluso parecían haber influido de alguna manera en muchas leyendas. Pocas veces llegaron a intervenir en asuntos más mundanos, pero cuando lo hacían dejaban huella, como bien lo supieron más adelante el rey Gilgamesh y los faraones del Antiguo Egipto. Y detrás de esa fuerza de la naturaleza que parecía dirigir el curso de la Historia había siempre un grupo de sabios, el Zodiaco.

Con cada nueva generación, menos claro tenían los santos de plata la diferencia entre el Zodiaco y los dioses, ya que los santos de oro vivían siglos y podían rejuvenecer a placer, además de tener profundos conocimientos del mundo y un poder sin parangón. Transmitieron esa creencia a los santos de bronce, los primeros en luchar y morir, y a los guardias y sirvientes. De esa manera se consolidó una religión.

—¿Decidieron a adorar a unos ancianos que miraban sentados cómo crecía el pasto? —cuestionó Lucile—. No eran muy inteligentes.

—No necesitaban serlo —replicó Hashmal con una maliciosa sonrisa—. Nosotros éramos los más cercanos a la diosa —les recordó, dejando en el aire a cuál de las dos se estaba refiriendo—, no íbamos a desperdiciar fuerzas en asuntos menores.

Sin embargo, había momentos en los que el Zodiaco debía rejuvenecer y luchar. Hashmal no pensaba contar a detalle todos esos eventos, pues ni los oyentes ni él mismo vivirían lo bastante para escuchar seis mil años de peripecias. Por suerte, ahora tenía perspectiva para diferenciar lo importante de lo que no lo era.

 

La Gigantomaquia inició debido a un error de juicio de Gugalanna de Tauro. Los viejos enemigos de los dioses, antecesores de los gigantes, probaron la sangre divina y despertaron del sueño eterno que los mantenía sellados en el monte Etna. Eran seres de gran poder, poseedores de cuerpos imperecederos y de unas armaduras aun más sólidas y formidables que los mantos de oro y las escamas de Poseidón, las adamas, brillantes como piedras preciosas. Los hijos de Gea, que así se hicieron llamar, acaudillaron a todas las tribus de gigantes que habitaban el mundo, arrasando como fuerzas de la naturaleza todos los pueblos y ciudades que el hombre había levantado. La guardia fue aplastada, los santos de bronce se convirtieron en alimento de los gigantes y los santos de plata fueron torturados y esclavizados por los caudillos… Los santos de oro se alzaron desde los asientos inmortales, alistados con seis pares de armas que Mateus de Piscis forjó a partir de las pinzas del abandonado manto de Escorpio, logrando diezmar a los gigantes y hacer retroceder a los caudillos en batallas de leyenda, que cambiaron la geografía del mundo. Aun así, no se logró una victoria definitiva hasta que una profecía conveniente salió a la luz, acusando que solo si el cielo y el mar se unían, la victoria contra la tierra sería posible. Basándose en ese vaticinio y con la ayuda inestimable del tercer rey de la Atlántida, Pirra de Virgo logró atraer a su causa a los hijos de Poseidón y Clito, hasta ahora neutrales. Aunando fuerzas, los reyes atlantes y los santos de oro lograron derrotar a los hijos de Gea, arrastrando los cuerpos hasta el monte Etna y sellándolos una vez más. El último en caer, a manos de Pirra de Virgo y Atlas de Tritón, fue el más poderoso de todos, Porfirión, autoproclamado rey de los gigantes.

 

—¿Cuál fue el error de Gugalanna? —preguntó Lucile con curiosidad.

—Nada serio. Secuestró a Anferes e intentó sacrificarlo a los hijos de Gea —respondió Hashmal con tranquilidad—. Descuidad, nuestro rehén real sobrevivió. Lo…

—Esto es una locura —interrumpió Itia con brusquedad—. ¿Se os otorga el deber de proteger el mundo y al poco tiempo dejáis que se hunda en el caos?

—Fueron mil años. —Hashmal se encogió de hombros—. Ah, me recuerdas al gemelo del rey atlante, él nos hizo la misma acusación. En teoría, debíamos entregar a Gugalanna y todos estábamos de acuerdo con eso, salvo tres. El interesado, nuestra líder y… —Dio un suspiro—. Adremmelech. Él lo estropeó todo, diciéndole a Pirra que hiciera aquello que deseara. Se negó a sacrificar al toro, para alegría de uno y disgusto del resto del mundo. Las relaciones entre la Atlántida y los santos de Atenea, de por sí minadas a lo largo de los siglos, se volvieron tan frías como las estatuas de hielo en que Selvaria convirtió los cuerpos de los hijos de Gea. Hubo negociaciones, por supuesto —aclaró al saberse recriminado también por Ikki—. Uno de nosotros fue escogido como guardián del monte Etna por los siglos de los siglos. Tuvimos que buscarles un hogar a los gigantes, que carecían de líderes que los cuidaran de la cólera de los reyes atlantes.

Llegados a ese punto, Itia ya ni siquiera podía hablar de lo alterado que estaba.

—¿Les dejasteis vivir? —cuestionó Ikki.

—Lo contrario habría sido genocidio —se defendió Hashmal.

—Me llama la atención una cosa —dijo Lucile—. ¿Por qué el rey Atlas no reclamó que le devolvieran a su hermano? Ya sabes, el que vuestro amigo intentó sacrificar.

—¿Aparte de porque nunca llegamos a hacer la guerra contra la Atlántida, quieres decir? —sonrió Hashmal, taimado—. Porque en todo momento Anferes pudo haberse liberado de las garras de un bruto como Gugalanna. Esperaba que perder unas gotas de sangre bastara para que los reyes atlantes purgaran el mundo de la peor de las plagas: nosotros. ¿Podéis verlo? Aquí no hay buenos y malos. Solo seres humanos.

—Los santos de Atenea no podemos permitirnos ser solo eso —musitó Itia.

A pesar de todo, hizo voto de permanecer en silencio y escuchar el resto del relato. Comprendía, al igual que lo hacían Ikki y Lucile, que si ahondaban en los detalles de cada conflicto importante, bien podrían pasar allí toda una vida. Y no sería suficiente.

 

Como de costumbre, solo Pirra sabía lo que pasó en la siguiente Guerra Santa digna de mención, considerada una más de las guerras atlantes a pesar de la pasividad de la Atlántida. Según ella, Damon sometió a la Tierra a un bucle en el que el conflicto entre los telquines y el Zodiaco se repetía hasta el infinito. La intención del Rey de la Magia era reunir los sueños y esperanzas de un millón de millones de mundos para crear uno nuevo, un universo que fuera solo del Pueblo del Mar y en el que solo se rindiera obediencia a Poseidón. La Guerra de la Magia, así se llamó a la última repetición del bucle, donde Damon cayó gracias a la traición en último momento de Zemus de Cáncer. El que fuera un joven aprendiz era ya para entonces un viejo decrépito y despreciable al que todos odiaban en mayor o menor medida. Todos, excepto Pirra de Virgo, por supuesto. Gracias a eso pudieron vencer, gracias a que su líder, la Suma Sacerdotisa, había confiado en el más inhumano del grupo. Demás estaba decir que su fe por ella se vio multiplicada, incluso si ni ella ni Zemus les explicaron entonces que se habían apoderado del plan de Damon para crear un nuevo mundo. La Máquina de Rodas.

Así eran las cosas siempre con Pirra. Un santo de oro se planteaba ser mejor que el resto, pero temía enfrentarse a diez semejantes y se aliaba con la única en quien podía confiar, de tal suerte que si Éxodo necesitaba ahondar en los secretos del universo, Pirra aprendía con él; si Zemus mejoraba como mago, Pirra hacía de la magia un recurso más. ¿Y si Sousuke, a buen seguro el más misterioso de todos, quería investigar el multiverso? Ya por devoción, ya por miedo a lo que había más allá del universo, convertía a Pirra en cómplice. Siempre ocurría así, siempre eran dos los que conocían el secreto al principio, si bien Hashmal y Shemhazai, los más leales, no tardaban en enterarse de eso y de que Adremmelech ya estaba al tanto.

—Porque él siempre está donde está Pirra —insistió Hashmal—. Siempre.

—Háblame del multiverso —pidió Lucile.

—Todavía no llegamos a eso —explicó Hashmal—. Me he adelantado. Pirra era poderosa ya por aquella época, mucho, mas la guerra fría que sostenía con el rey Atlas la contenía de dar ningún paso en falso. Todos conservábamos un mínimo de sensatez en esos tiempos, la última pizca, me atrevería a decir que teníamos salvación. —Sonrió sin un ápice de alegría—. Entonces, los Reyes Durmientes llamaron a la puerta.

 

En la Guerra de las Estrellas se reveló la auténtica identidad de Éxodo de Libra. No era grato describir los horrores que el Zodiaco enfrentó en esa época, a pesar de que la mayoría no quiso saber nada tras la toma de R´lyeh y que solo Pirra y Éxodo llegaron a ver los Jardines de Azathoth mientras cerraban las puertas de la eternidad y el infinito frente a su inefable mensajero, Lo que repta bajo el sueño de los dioses. Pero, bien lo sabía Hashmal, fueron esos los mejores días del Zodiaco, porque Éxodo pudo al fin abandonar el papel de viejo ermitaño y convertirse en un guía para Pirra. ¡Un mentor para la Suma Sacerdotisa, nada menos! Cuando la línea que separaba a la diosa de su representante empezaba a difuminarse, resultaba que había alguien que podía guiar a quien los guiaba todos, no para aprender algo, sino porque quería hacerlo.

A nadie le gustaba eso, quizá fue por tal motivo que Hashmal, Shemhazai y Adremmelech no dudaron en matarlo cuando enloqueció.

 

—Traidor —juzgó Itia con dureza.

—Sí —aceptó Hashmal, al ver que ni Ikki, ni Lucile, decían nada al respecto. La santa de Leo, en realidad, lo miraba con fijeza desde la máscara—. Está bien, saltémonos la crisis que removió los cimientos de nuestra orden. Multiverso —masculló entre dientes—. El solo acto de intentar entrar en un universo paralelo, aprovechando los conocimientos reunidos por Sousuke de Géminis y Zemus de Cáncer, provocó que un ejército entrara en nuestro mundo. Gigantes dirigidos por unos dioses de un tiempo anterior a Zeus. Tenían la piel oscura y los ojos rojos por su confinamiento en el Tártaro, y según terminamos descubriendo, no poseían memorias sobre el uso adecuado de su poder y sus armas, que ya eran terribles de por sí. Dunamis, para doblegar a su antojo todo cuanto existe; Soma, arma y armadura a un tiempo, ambas irrompibles; icor, como la sangre que corre por las venas de los dioses. No me extraña que los poetas inspiraran la Titanomaquia en la guerra que sostuvimos con esos seres.

 

Diez años. Diez años de enfrentamientos fueron necesarios para alcanzar la victoria. Para ello, el Zodiaco debió sincerarse, compartir lo que cada uno sabía con el resto, dejar atrás el oro resplandeciente y vestir mantos celestiales tal y como algunos habían hecho en momentos clave. Así aplastaron a los gigantes y llevaron a los titanes a ese estado que solo conocen los hombres mortales, donde la sangre hierve y nuevas fuerzas surgen desde ninguna parte. Uno tras otro, los dioses de un universo lejano despertaron un poder que a buen seguro habría llevado al Zodiaco a la derrota, si en ese momento la Madre Tierra no hubiese consumido a los invasores. El último en caer, rey de ese pueblo, se negó a correr ese riesgo. Ofreció a Pirra su poder y sus armas.

—Esto lo cambió todo —advirtió Hashmal—. En más de un sentido.

 

Notas del autor:

 

Con un capítulo de retraso, quiero aclarar que Itia es un personaje adaptado del que pueden ver en Old Twins, uno de los Gaiden de Lost Canvas. 


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Publicado 25 julio 2022 - 13:13

Cap 128. Lucile de Ego, digo, Leo
 
"Esa era toda la información con la que contaba Lucile de Leo sobre los últimos acontecimientos, la suficiente para entender que el enemigo no había querido aplastar al ejército de Atenea, sino apartarles del mejor recurso con el que contaban: ella misma."
¡OILA! ahora resulta que TODO lo que pasó en la temporada pasada fue por Lucile, jajaja eso si es que tener ovarios muy inflados xD
 
Pues bien, el cap trata ahora de DÓNDE ESTABA LUCILE MIENTRAS LOS OTROS DORADOS TENÍAN SU PELEA CON TITAN, y la respuesta es que tuvo que verse con un Ikki de Leo quien tiene la tarea de matarla, pero primero el hombre se toma su tiempo para resumirle lo que ha pasado en la ultima temporada.
En contra de todo pronostico, este Ikki dice que quiere ponerse de su lado porque confía en que por algo Shun está dentro de ese misterioso y alarmante Plan, dun dun duuuuun, oh sorpresas!
Pero bueno, como Ikki no quiso pelear entonces aparece Itia de Libra, y Lucile lo ataca, dándose cuenta que ella no podrá con él así que manda a pelear mejor a su nuevo pokemon, digo, aliado... Mira que es floja.
 
Los hombres se dan entre ellos mientras ella solo mira, fingiendo que no peleará pero pues como es de esas magas que ocupan que la barra del hechizo avance debe hacer tiempo. Y pues anda, que consigue hincar a Itia solo moviendo las manos, jaja lo bueno que admite que hacerle algo así a Arthur y a Sneyder sería requete difícil, la decapitarían en el primer intento.
Total que después del castigo y meterse en sus redes sociales para conocer todos sus secretos, la mujer todavía va y lo comienza a sabrosear jajaja Al final logró que no se tuvieran que seguir peleando y que los tres decidan ir en búsqueda de la verdad, la cual se manifestó en forma de un cuarto Leo en la escena, Hashmal, el Leo Promordial :o
 
Como era de esperarse, Hashmal es muuuy fuerte, tanto que deja a los 3 santos como leoncitos ante el rey de la manada, quien decide contarles un cuento que explica por qué Atenea se endesgraciadoó tanto con las mujeres y éstas deben usar máscaras si quieren servirle en su ejercito. En pocas palabras, más información sobre la famosa Pirra.
 
Pd. Buen cap :) Sigue así.
 
Plus: Dramatizacion de Lucile (Nala), Ikki (Simba) e Itia (Zazu)
 
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Editado por Seph_girl, 25 julio 2022 - 13:21 .

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


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Publicado 29 julio 2022 - 09:46

Cap 129. Todo es culpa de esa P*rra, digo, Pirra.
 
Pues Hashmal dio un Prólogo que ya sabemos sobre cómo Clito terminó como mujer de Poseidón y le dio 10 hijos. Por lo que la cosa empieza bien con lo que prometió, el por qué las mujeres deben usar mascaras si quieren luchar por Atenea.
Nos cuentan los nombres de los 12 dorados primigenios, resaltando el que entre ellos había un f*ckin alien, pero eso no es importante, quizá en un spin off o algo que yo leería sin duda.
Ahora pues, nos dejan ver que por culpa de los dorados primifenios que anduvieron por el mundo haciendo sus cosas locas, el mundo estaba muy mal y muy corrompido jajaja en 50 años echaron a perder lo del diluvio al parecer XD por lo que el pique con los Atlantes comienza.
Y en contra de todo pronóstico que nos ha enseñado SS, los santos perdieron por primera vez en la historia (claro que eso jamás nadie lo iba a contar)
Con la cola entre las patas, los santos se fueron al continente Mu, donde hicieron los mantos que ya conocemos y así volver por la revancha contra los Atlantes.
En ese nuevo conflicto ya las cosas estaban más parejas, por lo que de nuevo hubo un cese al fuego, intercambiando a un prisionero de la familia Real que ni la debía, pero bueno... Tritos supo cómo superar todo eso y terminar de algún modo convertido en un Astra Planeta XD
Tras esa "tregua", a Deucalion se le ocurre irse solo a buscar a Atenea mientras los demas se quedaron a esperarlo, siendo Pirra quien quedó (sin querer) como Suma Sacerdotisa, iniciando así su camino a volverse la Falsa Atenea.
Pasaron 6 milenios así, en los que comenzaron a fingirla de dioses (por eso los mortales no deberían vivir tanto XD, se enloquecen)
 
Hablan sobre el conflicto con los gigantes (en que santos y atlantes se debieron unir en pos de sobrevivir) y como es que se lió la diplomacia por culpa de que no quisieron entregar a Tauro, y que el mismo Anferes quiso manipular a sus hermanos de acabar con el Santuario de una vez por todas dejándose "sacrificar" XD
Así que los culpables de que no haya Atlantida es de esos dos, par de suatos.
 
Después vino Damon con su plan de crear un nuevo mundo y toda esa cosa que volvió a medio intentar hace unas temporadas.
 
Luego vino la ya mencionada Guerra de las Estrellas, donde se enteraron que Éxodo de Libra era un alien, y enfrentaron a Primordiales. Por encima nos dicen que al final mataron a Éxodo por traidor (¿qué es lo que habrá hecho? no lo dicen)
 
Después, como en STRANGERS THINGS, por querer entrar a mundos alternos, hacen que seres de otro universo lleguen y tienen que pelear contra ellos, cosa que duró 10 años en donde los santos ganaron, se fortalecieron y parece que Pirra obtuvo un super power up que cambiaría el rumbo de la historia, pero del resto nos enteraremos en el próximo episodio.
 
Pd. Un cap muy informativo :) Sigue así.

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#356 Rexomega

Rexomega

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Publicado 29 julio 2022 - 17:20

Saludos

 

Seph Girl. Quién nos iba a decir que Lucile era familia de un Celestial. Después de que Caronte la dejara callada hace un par de arcos, de seguro siente que solo con oír su nombre los Astra Planeta tiemblan como las hienas. (Ya que mencionas al Rey León.). Solo los dioses saben qué tendría que decir Titania al respecto.

 

Para las historias largas momentos como estos son todo un reto. No solo debo contar la escena, sino tener en cuenta que pasa en paralelo a algo que ya ocurrió y evitar problemas cronológicos. Ikki le resume así nomás el arco que tardé medio año en publicar. ¡Grande, Ikki! Es que si Shun está metido, el plan no puede ser tan malo, nadie es más bueno que Shun… Y nadie es más hermano de Ikki que Shun, ni siquiera sus otros hermanos, eso también hay que decirlo. Lucile Ketchum de Pueblo Humildad elige a Moltres para esta batalla de la Liga Urano. «¡Ikki, Llamarada

 

Lucile está muy rota, de ahí su ego inflado como Snorlax después de comer. También tuvo suerte de que le tocara Ikki, así no tuvo que pasar por los problemas que pasaron sus compañeros en el arco anterior. Eso de meterse en las redes sociales me mata, en parte porque se lee gracioso, en parte porque Itia de Libra murió siglos antes de que se inventara Internet. Y otro de los afamados primeros santos de oro entra en escena, ¿cómo será Hashmal de Leo? ¿Solemne como Belial de Aries? ¿Salvaje como Gugalanna de Tauro? ¿Lleno de confianza como Pirra de Virgo?

 

Por lo pronto, sabemos que es fuerte, fuerte. Y que le gusta contar relatos. A lo largo de esta historia hemos tenido vistazos al pasado mitológico de este mundo, vimos la perspectiva de Oribarkon y la de Gestahl Noah, entonces Deucalión de Escorpio, ¿cómo será escucharla de uno de los primeros santos de oro?

 

Y así nació un nuevo ship, el Ikkile… Nah, genial imagen. ¡Muy apropiada!

 

Solo el asterisco te salva de un… ¡Diablos, señorita!

 

Suena a que Clito salió ganando.

 

«Lo leería sin dudarlo.» ¡Lo tendré en cuenta! Los santos de oro son un grupo de lo más particular, tienen de todo. Un Mu, un gigante, un extraterrestre…

 

Fue muy poco tiempo, pero no quería que pasara demasiado entre el diluvio y la construcción de los mantos sagrados. Así es, ni siquiera la poderosa Pirra de Virgo pudo con el primero entre los reyes atlantes. Me pareció lógico y apropiado, pues en parte por mi afán mitológico, en parte por lo que vi en ELDA, pienso en Atlas como en alguien muy fuerte. No bastaba que ganara por tener escamas y luchar contra gente desprotegida, tenía que vencer de buena ley y que hubiera una razón por la que santos y atlantes vivirían en precario equilibrio por miles de años. Por cosas como Next Dimension y Lost Canvas sabemos que los santos son malos perdedores, de milagro aquí no viajaron en el tiempo para anular la derrota de su campeona. A Anferes le fue tan bien como a su madre, a despecho de sus miles de años como rehén real.

 

Por las leyes del multiverso, debe haber al menos una Tierra en la que Deucalión escogió quedarse con Clito y el Pueblo del Mar. ¿Y la abandonaría para ir a buscar a Poseidón mientras Atenea lo atormenta como si fuera Hera picando a Hércules? ¡Ese hombre es todo un caso! Aquí vemos el paralelismo con nuestra estimada protagonista que tanto incomodaba a algunos personajes en pasados arcos, con Pirra convirtiéndose en Suma Sacerdotisa. Porque la palabra nepotismo aún no se había inventado… Y porque ella era eficiente y supo cumplir con las expectativas del cargo, por lo que nos cuentan en el pasado interludio y por todo el tiempo que sabemos que estuvo al mando. Seis mil años sin Internet, ni televisión es mucho tiempo.

 

Me pareció interesante que en un principio existiera al menos la opción de que esos dos bandos estuvieran aliados, ya que ambos quieren lo mejor para el planeta. (Otra cosa es que cada uno tenga su propia visión de lo que es mejor para el planeta y acaben enfrentados peor que demócratas y republicanos en plena campaña estadounidense.). El camino al infierno está lleno de buenas intenciones, dicen, y aunque Tritos y Gugalanna creían estar haciendo lo mejor para sus bandos, en realidad echaron por tierra un futuro en que la Atlántida y los santos de Atenea pudieran entenderse.

 

Se ve que la historia de las Guerras Santas en Saint Seiya está destinada a ser cíclica, haya o no dioses de por medio. Aunque si hace miles de años Damon creía que había que crear otro mundo, no me extraña que lo pensara de nuevo en la actualidad. Tonterías, tonterías por todas partes, amén de cómo tratamos la naturaleza hoy en día. ¡Alienígenas VS Santos! ¿Quién lo diría? Suena a historia humorística, pero no tuvo nada de cómica. No profundizo en ello, pero lo que pasó con Éxodo fue que enloqueció.

 

No he llegado a ver Stranger Things, pero sí, nunca es bueno jugar con el multiverso. Lástima que entonces no existiera el streaming para que los dioses del Zodiaco pasaran las tardes viendo Breaking Bad, Stranger Things, The Boys y demás series populares. El mundo sería un lugar mejor, aunque no me hago cargo de lo que ese grupo haría con la pobre gente que se encuentre con ellos en las cajas de comentarios.

 

Sí, diez años, tal cual la Titanomaquia que nos narra Hesiodo. Gigantes, magos, extraterrestres y ahora enemigos de otras dimensiones. ¿Qué puede venir después de eso? ¡Estos santos de oro enfrentaban de todo!

 

Ojo gente, que este no es solo un buen capítulo, sino que también es informativo.

 

***

 

Capítulo 130. Otras Tierras

 

Tiempo atrás, el país de los gigantes, Hiperbórea, había solicitado la liberación de los hijos de Gea, como muestra de buena voluntad de los santos de Atenea y los reyes atlantes. Pirra de Virgo se vio obligada a ceder, debido a la difícil situación en la que se encontraba entonces, con Gugalanna de Tauro encadenado, Éxodo de Libra muerto y la cuarta guerra atlante muy reciente en el recuerdo de todos. El triple pacto, que involucró al rey Alcioneo, el rey Atlas y la Suma Sacerdotisa, se firmó dejando tras de sí más confusión que certezas. La situación se había complicado desde entonces, con Porfirión proclamándose como rey gracias al apoyo de una hermosa sacerdotisa que respondía al nombre de Equidna y decía ser esposa de Tifón, el dios de la destrucción al que los gigantes veneraban. Se sabía que allí nadie estaba a salvo. Se rumoreaba que las bestias que erraban por los caminos, los bosques y las montañas de la parte más septentrional del mundo, procedían del vientre de Equidna. Se imaginaba que un día, a no tardar, Hiperbórea declararía la guerra a la Atlántida y los santos de Atenea, rompiendo el pacto. Sin embargo, terminaron por ser estos últimos los que lo hicieron.

—Ellos habían acogido a tres supervivientes de la Titanomaquia —recordó Hashmal—. Un guerrero de gran estatura, un león oscuro y un dragón ducho en artes mágicas. La élite del rey de los titanes, que deseaba recuperar los tesoros de su señor tanto como Porfirión anhelaba la venganza y Equidna reencontrarse con su supuesto esposo.

Fue una lucha encarnizada, una invasión en toda regla, que el Zodiaco no se molestó en excusar. Ya pensaban en sí mismos como los olímpicos y creían estar luchando por el futuro del mundo. Los refugiados fueron ejecutados, los hijos de Gea fueron encadenados y devueltos al monte Etna y a los gigantes se les dio a elegir entre la sumisión y la muerte. En esta ocasión, no fue necesaria la intervención de la Atlántida para alcanzar una victoria tan aplastante. Hashmal de Leo, habiendo trascendido el llamado Límite Máximo del Rayo tras su batalla contra Ceo del Relámpago Negro, podía vulnerar incluso los cuerpos inmortales de los hijos de Gea y mandar sus almas al hondo Hades, por lo que estuvo presente en las principales batallas; las indestructibles adamas resultaron no ser tan indestructibles; aun Porfirión fue derrotado por Pirra de Virgo, a la vez que Shemhazai daba muerte a Equidna. En consecuencia, no necesitaron dejar a uno de los suyos como custodio del monte Etna, sino que encargaron tal labor al único entre los hijos de Gea que traicionó al resto. Aristeo, conocido desde entonces como el gigante que se arrodilló, vería por siempre su sino atado al volcán, incluso si tiempo después quiso congraciarse con los suyos en la Guerra de la Sangre.

—Menos mal que queríais evitar un genocidio —bromeó Lucile.

—Siempre nos comportamos como dioses —aceptó Hashmal—. Siempre.

—Solo que entonces os creísteis el cuento que contabais a vuestro rebaño —dijo Ikki, con una dura comprensión de lo que escuchaba—. Si un enemigo instaura el caos en el mundo, el deber de los dioses es imponer el orden. Sin piedad.

El primer santo de Leo asintió.

 

Una vez más, los reyes de la Atlántida vieron mal este comportamiento y se lo hicieron saber a Atlas. Los santos de oro se estaban comportando como si fueran los dioses del Olimpo, dando con ello una fama de lo más vulgar a los ordenadores del universo. El primero entre los reyes atlantes dudó. Habían sido ya muchas las veces que se habían enfrentado los ejércitos del mar y la tierra en cinco milenios, ora siguiendo la batuta de Damon, ora por orden de Atlas, por los injustificados enfrentamientos que los santos de Atenea entablaban con los pacíficos espíritus de los ríos y los lagos. Eran hombres viles, por descontado, a los que no les importaba que una nueva guerra asolara por entero Europa y Asia porque uno de ellos se encaprichó de una nereida. No obstante, aun si la Atlántida no aceptaba que los dioses invasores que el Zodiaco derrotó fueran en verdad los titanes, era indiscutible que el poder de tan mítico reino palidecía en comparación con ellos, por no hablar de que ahora la supuesta encarnación de Atenea contaba con las armas y el poder de una entidad acaso tan fuerte como su padre, Poseidón.

A falta del tercer hijo de Clito y el dios del mar, quedó en manos del gemelo de Atlas despejar las dudas del monarca. Según él advirtió, los santos de Atenea se habían servido de una ayuda venida de los cielos, acaso de los que como ella se asientan en el Trono de la Creación por descender del rey de los dioses. Además, los invasores venían de otro universo, en el que tal vez la diferencia entre creador y creación no estaba definida. Como tercer motivo, al ver que ninguno de los anteriores convencía a Atlas, por lo poco claros que eran, le recordó que el Zodiaco acababa de pasar por dos Guerras Santas, una de las cuales duró toda una década. Si querían tener alguna oportunidad de vencerles y salvar al mundo de la tiranía de los falsos dioses, debía ser ahora.

De este modo se decidió la quinta guerra atlante, la más terrible de todas, en la que hasta el último soldado del océano se unió a la armada. El hundimiento de la Atlántida y la destrucción del continente Mu atestiguan la crudeza de aquel conflicto.

El más grande de todos los países que el mundo vería en diez mil años regresó a los mares con un terremoto que en nada venía de su dios, sino de los eternos enemigos del Pueblo del Mar. Al tiempo que ambos bandos libraban la última batalla, los líderes se encontraban en el punto más alto de la isla. No conversaron, no necesitaban tal cosa para entenderse. Pirra se despojó del manto celestial y de la Gran Hoz que heredó de la pasada batalla, a lo que Atlas, asintiendo, reveló que tras su regio ropaje no se hallaban las escamas de Tritón. No existe hombre en la Tierra que viera el combate que se sucedió después, ya que marinos y terrestres abandonaron la Atlántida mientras se hundía, pero es bien sabido que Atlas murió con su reino.

 

Mientras que Ikki mantenía un semblante imperturbable y Lucile estaba a salvo bajo la máscara dorada, Itia no pudo evitar transmitir la inquietud que aquella historia le provocaba. Hashmal, notándolo, interrumpió el relato para preguntar, paciente:

—¿Tienes algo que decir, heredero de Éxodo?

—Siento náuseas —espetó Itia—. Creía que los santos de Atenea eran garantes de la paz y la justicia en la Tierra, que los ejércitos del mar eran tan dignos de nuestra piedad como los espectros del inframundo, pues ambos desean el fin de la humanidad. Ahora veo que era solo un pueblo de buenos hombres que anhelaba vivir en paz.

—Nos invadieron —dijo Lucile—. Dos veces.

—Atenea es la diosa de la guerra defensiva —apuntó Ikki, meditabundo—. Mas creo que estando en el lugar del Pueblo del Mar, de la Atlántida, habría hecho lo mismo. No podría quedarme en un rincón pacífico del mundo mientras el resto es arrasado.

El santo de Libra asintió con convicción. Lucile, en cambio, se encogió de hombros.

—Si querían decidir sin problemas quién es el malo y quien el bueno en esta historia, debisteis buscar a otro para contárosla —acusó Hashmal, aprobando no obstante las opiniones de sus oyentes—. Como primer santo de Leo, puedo pensar en mí y los míos como un grupo de insensatos, pero no puedo condenarlos, pues incluso si su condición de diosa encarnada era una pantomima, Pirra supo hablar como la representante de Atenea que en verdad era cuando Poseidón apareció para matarnos a todos.

 

Nueve de los diez reyes de la Atlántida habían muerto, el otro estaba prisionero. La victoria del Zodiaco sobre el Pueblo del Mar parecía por fin completa, pero existía la posibilidad de que los caídos regresaran. Así se los hizo saber Zemus de Cáncer a todos, actuando como el mensajero de Pirra de Virgo. Esta ya había decidido sellar las almas de Atlas y sus hermanos en el ánfora de Atenea, un tesoro sagrado que Deucalión dejó atrás antes de marcharse. Desprendiéndose de ese recuerdo, la falsa diosa abrazaba por fin la fe que todos le profesaban sin dudas. En opinión de muchos, Pirra cortó ese día los lazos que la unían con quien la había abandonado, reconociéndoles a todos y cada uno como las únicas personas dignas de su confianza.

—Éramos idiotas —admitió Hashmal—. No nos lo tengáis en cuenta.

Ese adjetivo aplicaba a todos, incluida la propia Pirra. Sellando a los más queridos hijos mortales de Poseidón, atrajo la cólera del dios del océano.

—Fue la primera vez en mucho tiempo que nuestra Atenea debió pedir las cosas por favor —dijo Hashmal—. Yo estaba allí, también Shemhazai, pero creo que ni siendo doce nos habríamos sentido seguros teniendo enfrente a Poseidón en gloria y majestad. Surgió como un coloso desde el mar Egeo, apuntándonos con el tridente como si no fuéramos más que un trío de hormigas delirantes.

—Lo lamento por los que murieron por vuestra secta… —murmuró Lucile, arrancando una carcajada a Hashmal. Eso era bueno. Que riera lo hacía parecer humano, vulnerable.

—¡Nuestra Atenea fue excepcional! —dijo aun riendo—. Habló con la mano en el corazón. No hubo engaño en el discurso, sino la innegable verdad de que en la guerra todas las partes son responsables. ¡Nunca me sentí tan seguro de que ella debía ser nuestra diosa encarnada! Como muestra de buena voluntad, entregó a Poseidón los regalos que había recibido del rey de aquellos dioses de oscura piel y ojos rojos.

Del mismo modo que no se atrevió a describir el discurso de Pirra, tampoco osó tratar de imitar la portentosa voz del dios del océano. Muy por encima, Hashmal explicó a sus oyentes que Poseidón reconocía la Gran Hoz como el arma de su padre, Crono, y la aceptó como ofrenda de paz, pero no podía hacer lo mismo con el dunamis. Así fuera absurdo que un dios legara su poder a una mortal, seguía siendo fruto de la voluntad divina y nada podía hacerse para cambiarlo. Ya que estaba tan a gusto con ser llamada diosa, Pirra de Virgo tendría que vivir poseyendo algo a lo que no podría dar ningún uso, pues no era este un universo en el que una mortal pudiera usar el poder de un dios.

A Hashmal y Shemhazai todo eso se les antojó un disparate. Si los dioses que enfrentaron eran en verdad los titanes regidos por Crono, Poseidón valía por los doce unidos. La razón de esa diferencia se les escapaba, claro, bien podría ser por venir de universos diferentes, bien porque la antigua generación de dioses no podía brillar ahora que la no tan nueva gobernaba sobre la Creación, con Zeus a la cabeza. Fuese del modo que fuese, no había sentido en que alguien tan poderoso no pudiera quedarse con el dunamis durmiente en el alma de Pirra de Virgo, siendo esta quien se lo ofrecía de buen grado. Poseidón, empero, así lo decidió, y por tanto, así ocurrió.

Otra decisión, más estrambótica, se hizo realidad. Si bien las palabras de quien asumía la identidad de Atenea salvaron las vidas de todos los santos, ella misma no podía quedar impune. Empleando su tridente, agitó no la tierra, ni el espacio-tiempo, sino la realidad misma para enviar a quien ostentaba un poder de un universo ajeno a donde pertenecía.  Después, sin mediar ninguna explicación, se marchó.

 

—Me gustaría decir que lo primero que hicimos fue pensar en rescatarla —acotó Hashmal—. Había sido para nosotros todo lo que necesitábamos y más. Nuestra líder. ¡Nuestra diosa! —rio sin alegría, añadiendo después, sombrío—: Nuestra correa.

Hubo discusiones. Hubo enfrentamientos. A la hora de plantear un sustituto, el primer nombre en sobresalir fue el de Hashmal, el más querido por los soldados. Era venerado como un dios y había usado el poder del rayo contra titanes y gigantes, ¿por qué no podría convertirse en Zeus encarnado? Alguien, empero, señaló a Belial como la mano derecha de Atenea cuando se trataba de dar órdenes y hacer planes en lugar de golpear muy fuerte. Se formaron dos bandos, que a no tardar se convirtieron en nueve, porque Mateus sentía tan poco aprecio por gobernar como por ser gobernado por iguales. Adremmelech era de la misma opinión: a nadie más que Atenea rendiría pleitesía. Tan solo Sousuke permaneció ajeno a las trifulcas, generando en todos la sospecha de que estaba manipulándolos para que se destruyeran los unos a los otros y poder quedarse con la Tierra. Lo que quedara de ella, si el Zodiaco entraba en guerra civil.

Lo cierto era que el santo de Géminis comprendía como nadie lo mucho que necesitaban a Atenea, así que repasó toda la información que reunió junto a Zemus y ella sobre el multiverso y empezó a preguntarse cómo podía encontrarla. No por devoción, mucho menos por lealtad, sino por conveniencia. Según realizaba avances, iba pidiendo la ayuda de otros dioses del Zodiaco. Algunos la rechazaron de inmediato, por considerar que jugar con esas cosas había provocado todo aquel desastre, otros se sumaron por el deseo de encontrar a Atenea y desde luego hubo también quienes buscaban por encima de todo ampliar su amplia gama de conocimientos. Sousuke tuvo en cuenta todos esos factores y los condujo con la habilidad de un maestro titiritero hacia la consecución de un proyecto mucho más interesante que pelearse por el dominio de un único planeta. Antes de que el Zodiaco pudiera comprender hasta qué punto les habían manipulado, ya existía un método seguro y eficaz para viajar a través del multiverso.

—¿El multiverso? —Itia, quien hacía ya tiempo que dudaba de que aquellas batallas pudieran ser parte del pasado de su Santuario, fue el primero en interesarse—. ¿De verdad es posible para los hombres mortales viajar a otros universos?

—No es la primera vez que lo menciono —dijo Hashmal, mirando a Lucile de reojo—. A decir verdad, me estoy tomando algunas libertades, porque aunque siempre ha existido ese mar de infinitas posibilidades que los humanos del siglo XX denominaron multiverso, los miembros del Zodiaco que se interesaban en esos temas no lo llamaban así —explicó, evitando con toda intención responder a la pregunta del santo de Libra.

El evidente entusiasmo que Hashmal sentía por aquella aventura, que le devolvió la sensación de ser solo un muchacho en un planeta muy grande, contrastaba con lo escueto que era al relatarla, como si estuviera bajo el peso de una especie de tabú.

Tal y como hizo Deucalión en el pasado, el Zodiaco dio la espalda a los hombres que defendían por buscar a Atenea, la que ellos habían creado a través de una fe ciega y cobarde. Solo una de ellos no formó parte de esa búsqueda frenética por desentrañar los secretos del tiempo y el espacio, Selvaria de Acuario, la encargada de transportar y custodiar el ánfora de Atenea. Fueron siete los santos que la acompañaron hasta el lejano norte, mientras que el resto siguió sin preguntar la senda del Zodiaco.

Belial de Aries, Sousuke de Géminis, Zemus de Cáncer, Hashmal de Leo, Sephiria de Libra, Shemhazai de Sagitario, Adremmelech de Capricornio y Mateus de Piscis iniciaron el viaje en busca de Atenea al mando del ejército más poderoso de la Tierra. Desconociendo que alguien, una presencia invisible a sentidos mundanos y extraordinarios, los estaba manipulando, viajaron a través de mundos cada cual más increíble, versiones paralelas de la Tierra donde no hubo dioses, ni falsos ni auténticos, que limitaran sus posibilidades. En unos la magia y las más fantásticas criaturas eran el pan de cada día. En otros, los pueblos de Mu, la Atlántida y la humanidad supieron entenderse, logrando avances impresionantes en todos los ámbitos. Incluso anduvieron entre las futuras naciones humanas, algunas tan decepcionantes como cabía esperar, otras que lograron incluso alcanzar las estrellas, donde en lugar de los horrores con los que el Zodiaco combatió hallaron maravillas inimaginables.

Cuando el éxodo terminó, muy pocos quedaban del numeroso grupo inicial. Con cada mundo que dejaban atrás perdían hombres llenos de dudas: ¿qué estaban haciendo? ¿Por qué habían luchado todo este tiempo? ¿Por qué murieron miles de jóvenes en el pasado? Abandonaban el manto sagrado y decidían vagar por tierras desconocidas donde morirían sin obtener respuesta alguna. Para el Zodiaco había sido cada vez más difícil no intervenir en los más mundanos asuntos, pues los santos no podían viajar por aquellas tierras sin hacer nada y siempre que veían problemas querían resolverlos. Como héroes fueron recibidos y premiados en humildes pueblos e imperecederos imperios. Y cada acto los acercaba más a la diosa, hasta que al fin la encontraron.

Era un mundo distinto a todos los demás, compuesto por un único y alargado puente que pendía sobre la más espesa bruma. Al cruzarlo, los fieles constataron que este no estaba hecho de metal, madera o piedra, sino de retazos de las experiencias que habían vivido todos los viajeros, incluidos aquellos que quedaron atrás. En el fin de este último trayecto, sentada en un trono que reflejaba las vidas de los primeros santos de Atenea, les esperaba una muy distinta Pirra. Más fuerte, menos humana.

Hashmal no quiso transmitir el discurso con el que aquella inmortal les sedujo. Se limitó a resumir la idea: hasta entonces, el Zodiaco había sido tratado como dioses, ahora empezarían a serlo. «Decidí no regresar del exilio —confesó—. Porque desconocía las alternativas al mundo que estábamos construyendo.»

Conforme escucharon las palabras de la mujer, entendieron que nada fue  casualidad. Cada mundo que visitaron fue escogido por quien tenían enfrente. ¡Más aún! Gracias a la Máquina de Rodas, así como los conocimientos aprendidos durante las guerras contra los telquines, los horrores allende las estrellas y los titanes, quien fuera la mortal Pirra de Virgo había podido crear un mundo para cada uno de los que sabía sus fieles. Y aunque eso no lo sabían en ese entonces, escucharon con la misma adoración cómo aquella a la que siguieron hasta los confines de la realidad les hablaba de darles más de lo que nunca habían imaginado. El infinito. La eternidad. 

¿Qué más prueba necesitaban de que ella era de verdad su diosa? Se arrodillaron, entregando todo al fin, y quien un día fue Pirra, esposa de Deucalión, les sonrió.

 

—Tiempos extraños —recitó Hashmal, aún conmovido por el recuerdo de aquel discurso que se negaba a decir en voz alta—. Ella creó los mundos que recorrimos en aquel largo peregrinaje, sin embargo, no ejerció el menor dominio sobre ellos, porque no pretendía que fueran suyos. Uno tras otro, los santos de oro, debimos ingeniárnoslas para que quienes habitaban las Otras Tierras nos vieran como sus dioses. El camino para convertirnos en los dioses del Zodiaco fue muy largo y muy duro. Algunos lo lograron a través de la inteligencia y la astucia, otros en base al carisma y la admiración, y el resto mediante la fuerza y el terror. No obstante, todos logramos dar el primer paso.

Cuando las Otras Tierras estuvieron aseguradas y los enemigos que habían ido generando por el camino no eran más que polvo, los dioses del Zodiaco se reunieron una vez más ante el trono de su señora, quien, por descontado, no tuvo que mover ni un solo dedo para pacificar su reino. Para ella, querer y poder eran uno y lo mismo. Ante ella, rindieron informes algo embellecidos respecto a la situación real, reflejada en el extraño asiento. Todos atesoraban las promesas que se les realizaron, tan maravillosas como para hacerles volver a ese lugar después de saborear lo que significaba ser reyes de sus propios mundos, sin nadie que estuviera por encima de ellos.

—¿Cuándo? —preguntó Adremmelech, el único que aún podía hablar sin problemas en su presencia—. ¿Cuándo iniciará nuestra rebelión contra el monte Olimpo?

Los labios de la autoproclamada diosa se curvaron.

—Esto no es una rebelión, amigo mío. Es una revolución. La Revolución de los Astros.

 

Notas del autor:

 

 

Pido disculpas por el retraso, circunstancias personales me impidieron publicar en el acostumbrado lunes, pero aquí tienen el capítulo semanal. ¡Espero que lo disfruten!


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Publicado 30 julio 2022 - 12:07

Cap 130. Merecían morir todos
 
Seeeeguimos con el cuento de Hashmal, donde los líos del Zodiaco siguen.
Ya los del Zodiaco se comportaban y creían dioses, y es por ellos que todas las historias degeneradas y sepsuales que conocemos de los dioses griegos es por causa de ellos, no que los verdaderos sean unos cochinotes descarados (buena esa XD)
 
La Atlantida al fin se hunde, y Pirra obtuvo su revancha después de 5 milenios, seguro que lo disfruto la bitch XD. Claro que Poseidón apareció y debió matarlos a todos, pero noooo, que con un discurso disque sublime y bonito + regalos, convenció al dios (joer)
Plus la P*rra se salvó de que la hicieran machaca en ese momento y sólo la exiliaron a otro universo...y luego se quejan de la justicia humana jajaja, pero bueno, cuando menos lo pagará en el futuro, oh sí señor. 
 
El caso es que sin Pirra casi se despedazaban unos a otros, pero el mas listó los manipuló para que mejor vayan y busquen a la que podría evitar que se sacaran los ojos entre ellos, iniciando así un extenso y psicotrópico viaje por el multiverso hasta que la encontraron, y oh sorpresa, mucho más fuerte y p*rra que antes, y además, se enteran que nada de lo que vivieron en ese viaje fue casualidad, sino que todo fue planeado por ella... Tejedora de planes desde entonces XD
 
Y así, una vez, el tiempo pasa, estos tipos se vuelven más fuertes, más locos y cuando la secta ya está bien establecida, es que la llaman LA REVOLUCIÓN DE LOS ASTROS.
 
Pd. Buen cap, sigue así :)

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


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Publicado 01 agosto 2022 - 14:18

Saludos

 

Seph Girl. Parece que los dioses del Zodiaco estuvieron a la altura de su fama.

 

Hay episodios en la mitología que es difícil imaginarlos con los dioses que concibió Kurumada. Por supuesto que sería divertido adaptarlos al estilo de Saint Seiya, pero como esta historia no trata de la mitología…, no, en serio, escogí esta opción en la que las partes más salvajes son inspiradas por un grupo de humanos muy fuertes y viejos. Incluso la Titanomaquia de Hesíodo se basa en la guerra del Zodiaco y los titanes, según considera el cuentacuentos favorito de grandes y pequeños.

 

Debió ser muy tensa la relación de esos dos líderes. Creí oportuno a que fuera Pirra la que lo enfrentara, después de todo lo que había pasado.

 

Aun en Saint Seiya Poseidón es un dios clásico, de los que castigan a los malvados con un diluvio, pero en este contexto debió ayudar a los dioses del Zodiaco que lo que ocurrió fue el resultado de una guerra que la Atlántida empezó, incluso si tenían sobradas razones para ello. A la vez, Pirra trata de cumplir el mismo rol que Atenea durante el diluvio universal, solo que ella tuvo que hacer regalos, ser humilde y además acabó exiliada. Es paradójico, pero Hashmal entendió al revés esta situación, quizá todos lo hicieron. No es el momento en que Pirra demostró ser digna de ser considerada Atenea, sino en el que debieron tener claro que ella no lo era, ni podía serlo. Por no poder verlo, los dioses del Zodiaco debieron afrontar su caída más adelante. Sí, como se suele decir, todo lo que sube tiene que bajar.

 

Después de insistir tanto en que era Pirra la responsable de tener a todos esos locos unidos, fue divertido observar aunque fuera un momento qué sería de ellos si no estuviera. ¡Guerra civil! Por supuesto, si era Géminis, tenía que ser manipulador, Saga y Kanon estarían orgullosos. Al menos cuando eran mala gente. ¡Multiverso de la Locura: Una historia de Saint Seiya! Apenas ahora caigo en la cuenta de los paralelismos entre los frecuentes arcos de rescate para Atenea en Saint Seiya y este viaje en que un grupo va recorriendo diversos mundos, en lugar de templos, para buscar a Pirra. No fue de forma intencionada, pero es divertido. ¿Quizá todo fue cosa de mi subconsciente? 

 

Rescaté ese título, Revolución de los Astros, de una vieja historia. No puedo evitar sonreír al pensar quién lo dice y su relación con quien lo dijo originalmente.

 

***

 

Capítulo 131. Ilión

 

—Regresamos a nuestra Tierra —dijo Hashmal—. En nuestra ausencia, grandes héroes pudieron actuar en libertad. Perseo, Heracles, Jasón… Demasiados semidioses.

Los pueblos aqueos se habían construido en base a esas leyendas. Habría sido muy fácil para el Zodiaco ponerlos de su parte, ya que si bien adoraban a los dioses del Olimpo con sus nombres y epítetos recibidos de oráculos fidedignos, la imagen que tenían de ellos provenía de los actos de los santos de oro en el pasado. En particular, Micenas habría sido la punta de lanza perfecta para la Revolución de los Astros, como bien le hicieron saber a Atenea sus consejeros. Esta no estaba muy convencida, ni siquiera cuando al argumento religioso se sumaron otros dos más. Muchos de los habitantes de aquellos pueblos y ciudades descendían de quienes les sirvieron siglos atrás, y estaban deseosos de volver a hacerlo, con tal de sobreponerse al dominio comercial de la opulenta Troya y alcanzar nuevas conquistas. Justo como los dioses del Zodiaco, querían romper el orden establecido que los había limitado hasta ahora.

Atenea veía más allá de las ilusiones de algunos de los suyos. Aqueos y troyanos no podían compararse con la revolución que ella pretendía iniciar. Eran solo parte del ciclo perpetuo en la historia humana en que los poderosos caían para dejar paso a otros nuevos, que también caerían con el tiempo. Ella quería ir más allá de eso, crear un cambio que perdurara a través del tiempo. Con todo, por motivos que solo ella conocía, se aseguró de estar bien informada de todo lo que acontecía en esos dos pueblos destinados a enfrentarse, averiguando de ese modo las profecías de una princesa troyana sobre el destino inevitable de Troya. Por boca de esa muchacha, apartada de la vida pública por sus padres, los sabios reyes Príamo y Hécuba, supo Atenea qué deparaban los cielos para toda la familia real, así como para las gentes que dependían de ellos. Masacres, saqueos, esclavitud… Era justo como ella había supuesto, la caída de un poder notable. Solo que, si bien no tenía mérito, ni interés, apoyar al vencedor en esa clase de conflictos mundanos, sí que podía ser de utilidad asegurar que este perdiera. Otorgar al seguro vencido la corona de la victoria. Atenea vio con tanta claridad el camino a seguir, que no fueron pocos los que se preguntaron si no había conducido los acontecimientos hasta ese punto, de algún modo. Que los troyanos les aceptaran como los dioses del Olimpo sin el menor asomo de duda alimentaba esas sospechas.

—Mi señora Atenea, ¿evitaréis la guerra? —preguntó la profetisa.

—Haré algo mejor —dijo Atenea—. La ganaré.

Tal y como se les había prometido, el Zodiaco empezó a actuar como el mismo monte Olimpo. Primero, como muestra de buena voluntad hacia la princesa troyana, trataron de adulterar el juicio de Paris. Les interesaba más que aquel chico escogiera la autoridad sobre toda Asia, o la invencibilidad en batalla, antes que el amor, que lo enfrentaría de forma irremediable a quien en otras circunstancias podría ser un gran aliado. Ninguna treta funcionó. Paris escogió el amor de la mujer mortal más hermosa de la Tierra, escogiendo con ello, además, la forma que la mujer antaño conocida como Pirra adoptaría en adelante mientras estuviera en Troya. Se transformó en Afrodita, diosa del amor y valedora de los troyanos. Solo una persona entre estos se dio cuenta de quién era en verdad, pero mantuvo el silencio, queriendo creer que cumpliría su promesa.

 

—Qué polifacética —comentó Lucile—. De santa de oro a Suma Sacerdotisa, de Suma Sacerdotisa a Atenea, de Atenea a Afrodita. ¿Qué será lo siguiente?

—¿Por qué tomarse tantas molestias? —cuestionó Ikki, con tanta dureza como solo él podía mostrar—. Si queríais desafiar a los dioses, ¿por qué no hicisteis la guerra contra ellos? No había necesidad de involucrar a los troyanos y traerles falsas esperanzas.

—Los humanos no pueden vencer a los dioses —aseguró Itia—. Son eternos. Nuestra existencia no es más que un parpadeo en comparación.

—La existencia de nuestras naciones es el parpadeo —corrigió Hashmal—. En cuanto a tu pregunta, Fénix, tiene fácil respuesta: Pirra, es decir, nuestra Atenea, no quería conquistar el cielo, sino liberar la tierra de su yugo. La Guerra de Troya era el momento perfecto para demostrar que lo que dispusieran los dioses no iba a cumplirse siempre. Una victoria simbólica —aceptó de antemano, callando la intervención de Itia—, pero suficiente como primer paso para nuestra revolución.

 

Tras el juicio, se fueron disponiendo las piezas de la guerra inevitable. Los dioses del Zodiaco, con sus mantos semejantes a las vestiduras de los dioses, cumplieron su rol. Helena fue raptada, los reyes de los aqueos se reunieron y Príamo y Hécuba decidían que hacer. Todo según lo previsto, a diferencia de lo que ocurría al otro lado del mundo.

Después de milenios de búsqueda, Deucalión encontró al fin a la verdadera Atenea, protegida por jóvenes espontáneos que adquirieron los mantos de Orión, Flecha, Lira, Escudo y Cruz del Sur, abandonados hacía siglos. De eso pudo informarles Selvaria de Acuario cuando regresó con sus únicos y verdaderos compañeros, pero el Zodiaco le negó tener audiencia con Pirra hasta que jurara que no había otra Atenea más que ella.

—La niña es una farsante —dijo Selvaria, por darles el gusto. O, tal vez, pensando que si los pocos hombres en la Tierra que la conocían de verdad iban a morir, lo justo era morir junto a ellos. Todos tenían los mismos pecados, al fin y al cabo.

 

La presencia de Atenea y Deucalión en el campamento aqueo fue tomada como un buen augurio, que envalentonó a las tropas desde los primeros días de batallas. Las matanzas se hicieron cuantiosas, como en las guerras del pasado, pero no determinantes. Troya contaba con tres ventajas considerables. La primera, sus muros invencibles, no era algo que ningún hombre mortal pudiera atravesar, mucho menos derribar. La segunda eran sus más capaces soldados. Los héroes no abundaban solo entre los pueblos aqueos, también en el pueblo troyano había quienes tenían en sus venas la sangre de la vieja humanidad. La familia real, en particular, pudo portar los mantos sagrados que diversos desertores habían abandonado en el pasado, cuando el Zodiaco realizó su peregrinaje a través de las Otras Tierras. La tercera, por supuesto, era que sus dioses luchaban junto a ellos. Los santos de Leo, Virgo, Sagitario y Aries, en particular, lo hacían con frecuencia, adoptando la forma de Ares, Afrodita, Artemisa y Apolo. Ellos dirigían, además, el entrenamiento de las tropas, revelando los secretos del cosmos y los sentidos, por muchos siglos ocultos como un misterio indescifrable.

En cuanto al resto, trabajaba en la sombra, lejos de ojos y oídos indiscretos. Troya no era el único escenario de la Revolución de los Astros. Las Otras Tierras, los mundos creados para los doce santos de oro, incluyendo los ausentes Gugalanna de Tauro y Deucalión de Escorpio, además de un decimotercero destinado a ser un centro de reunión, formaban parte intrínseca del conflicto y necesitaban ser dirigidos. Mientras los aqueos sitiaban la ciudad amurallada, esta recibía ayuda de aquellos trece reinos de dispar tecnología, en los que el tiempo discurría de forma distinta al punto que los diez años que duró en apariencia la Guerra de Troya fueron en realidad todo un milenio de esfuerzos, triunfos y derrotas para sus perpetradores. Aquellos hombres, dioses autoproclamados, habían pasado ya de por sí demasiado tiempo entre los vivos, y según avanzaba esa contienda interminable fueron enloqueciendo más y más. Crearon imperios muy por encima de toda aspiración humana, más allá de las estrellas, con el solo propósito de superar a los dictámenes del cielo, como preámbulo a la salvación de todos los mundos posibles. No era posible contar las vidas que sacrificaron por ese fin.

Tan solo los dioses del Olimpo pudieron ver esa realidad, más allá de la imitación de la voluntad divina que era la Guerra de Troya. La ciudad amurallada era el epicentro de todo, de los ideales del Zodiaco y de la relación comercial que unía a la Tierra y las Otras Tierras, aun así, ningún ejército humano podría conquistarla mientras tuviera una ayuda tan conveniente. Solo ellos podían ponerle fin a aquel conflicto, y lo habrían hecho, con el mismo esfuerzo mínimo que un hombre adulto necesitaría para derribar simples castillos de paja, si no hubiese habido una voz discordante entre ellos.

La muchacha que había crecido acompañando el ejército aqueo, en verdad la auténtica diosa de la guerra y la sabiduría, convenció a los suyos de no actuar. Atenea les recordó el día en que abandonaron a esos hombres a los que ahora pretendían juzgar, y entonces Apolo, de todos los hijos del ausente Zeus el más sensato, pensó una propuesta que satisficiera a la guardiana de la humanidad por derecho divino. Cada olímpico escogería a un campeón que mereciera ser dotado con dones divinos y pudiera soportar la carga de vivir por el bien de todos sin que ninguno de sus logros pudiera ser recordado. Estos adalides se encargarían no solo del Zodiaco, sino de cualquier otra amenaza que quisiera torcer el orden natural de las cosas más allá de los límites permitidos.

—¿Qué dones divinos pretendes darles, Febo? —cuestionó Atenea.

—Los que se hallan en el vientre de la Madre Tierra —respondió Apolo, previsor.

En el último año de la Guerra de Troya, el Zodiaco enfrentaba nueve conflictos de igual envergadura. Uno en la Tierra en la que nacieron, ocho en los dominios de dos terceras partes del panteón de falsas deidades. Todos luchaban sin descanso, nadie quería claudicar. Los santos de oro aceptarían gustosos la muerte por la diosa en la que decidieron creer, así no fuera más que una mujer de la que todos esperaron demasiado. Sin embargo, ocurrió que Pirra y Deucalión se encontraron tras seis mil años. Eso cambió a los esposos: la fe del hombre se tambaleó; la seguridad de la mujer se hizo añicos. Poco después, Hashmal fue vencido por la ya madura Atenea frente al ejército aqueo, si bien estos atribuyeron tal proeza a Diomedes en posteriores relatos, y Pirra, habiendo sido rechazada una vez más por Deucalión, fue herida mientras lo rescataba de una muerte segura. El sueño de invencibilidad había acabado.

—Ella quiso compensar mi fidelidad —dijo Hashmal, embargado por la nostalgia—. Me había dado todo, como al resto. Un mundo, no, un universo que era solo mío para hacer lo que me plazca. Solo le quedaba una cosa por ofrecer al falso dios de la guerra que incluso se atrevió a luchar en combate singular con Atenea. Nos unimos envueltos entre una nube oculta a los ojos de todos, incluso los de nuestros pares. Así fuera por un momento, las guerras dejaron de importarnos. Ese fue el día en que la traicioné.

—¡Qué terrible amante debió ser! —exclamó Lucile, divertida.

—No sé lo que vieron los demás en Pirra el día en que la alzamos por sobre todos nosotros. Sé que para mí era como Atenea, algo impoluto, inalcanzable y perfecto. No se trata de ser o no la diosa virgen —aclaró con una sonrisa—, había rumores, Shemhazai pasaba con ella más tiempo a solas que nadie… Al tenerla entre mis brazos ya no parecía la señora de nuestros destinos, solo una mujer a la que debía proteger.

Debieron pasar muchas cosas antes de que Hashmal se atreviera a hacer llegar a Pirra lo que de verdad sentía. En Troya murieron Patroclo y Héctor, Aquiles volvió a luchar para los aqueos y una incursión a la invencible Troya se estaba preparando. En el resto de mundos la derrota era cuestión de tiempo, el Zodiaco se había congregado en el sexto, retando a los ocho campeones divinos a un último enfrentamiento.

Ese día, Hashmal visitó a Pirra en el mundo que era solo para ella. Con la mano en el corazón, tal y como la vio rogar a Poseidón para salvar la vida de todos, el falso dios de la guerra le pidió que se rindieran. Atenea, la auténtica, podría perdonarlos si lo hacían antes de que fuera demasiado tarde. Todo sería como al principio. ¡Mejor, incluso! Con la guía de la diosa de la sabiduría y el Sumo Sacerdote, nunca más estarían perdidos.

—Entendedme. No sabía que estaba cometiendo una locura. Antes de que la guerra se encrudeciera, dominaba un mundo en el que solo yo tenía acceso al cosmos. No fui un mal dios. Según sé, algunos de mis compañeros se comportaron como canallas, pisoteando por igual a héroes y villanos, impresionando a la gente común con toda clase de prodigios: velocidad de la luz, cero absoluto, viaje ínter-dimensional, manipulación de la mente y el alma humana… ¡La mayoría pudo haber creado un ejército solo con la prole que engendraron con un sinfín de amantes! Pero no me engaño, era tan arrogante como todos, creía que podía lograr cualquier cosa.

 

El resto de la narración, más que cualquier otro fragmento, llegó a los oyentes como algo más que palabras. La sensación que tuvo Hashmal entonces cargó la atmósfera. Pirra lo miró de tal forma que no pudo guardar ni el más vergonzoso de los secretos. Luego, sin siquiera moverse del trono, lo aplastó. No hubo grandes fuegos artificiales ni una lucha que mereciera ser recordada. Hashmal de Leo simplemente acabó ahogándose en un charco de sangre antes de que siquiera parpadease. No quedaba ni rastro del manto celestial que con tanto orgullo exhibió durante las pasadas batallas. Ni siquiera le quedaba el menor atisbo del poder que por milenios atesoró, se había esfumado. Cerró los ojos, agotado, mientras era arrojado hacia el mundo que gobernaba.

¿Culpó a Pirra por aquello alguna vez? No. Era eso lo que el Zodiaco quiso construir desde un principio. Necesitaban creer en algo que los mantuviera unidos aun en el día en que no creyeran ni en los mismos dioses. Fue por eso que cada santo de oro le hacía llegar los resultados de su búsqueda personal de poder, para que ella siempre estuviera un paso por delante y pudiese detener a los traidores. ¿Se arrepintió de algo entonces? No. Luchó siempre por lo que creía. Había vivido más de lo que cualquier mortal merecía vivir. Amó y fue amado. Estaba bien morir en ese punto.

Solo Atenea vio la caída del falso dios. Ella, al igual que otros olímpicos, ya había escogido a un campeón. No obstante,  una idea peligrosa cruzó por la mente de la deidad: ¿podía concebirse una orden de los más grandes campeones divinos, si ninguno de ellos estaba consagrado a Zeus, de todos los dioses el más poderoso? Segura de la respuesta a esa pregunta, posó un solo dedo sobre el pecho del moribundo, y este empezó a respirar con violencia. Sin darle tiempo a recuperarse, le dijo que tenía una misión que darle, una que lavaría todas sus faltas: encontrar a quien no podía ser encontrado, un dios que había dejado de ser inmortal para volverse eterno, trascendente.

Hashmal, que ya no deseaba seguir viviendo, se negó a esa orden creyendo que Atenea, la auténtica, lo mataría. Pero esta hizo algo más doloroso que eso.

Le contó que tenía una hija.

 

—¿Y? —dijo Lucile, impaciente, tras un rato de incómodo silencio.

—Nuestro tiempo acaba —confesó Hashmal—. El viaje para encontrar a Zeus fue largo y me hizo entender muchas cosas, como el proceso que empleó Pirra para crear aquellos mundos entre las tinieblas adyacentes al universo material. Gracias al conocimiento acumulado y la Máquina de Rodas… —Calló unos segundos, rascándose la cabeza—. Rayos y truenos, eso ya lo había mencionado antes. Descubrí que al crear mundos para nosotros, Pirra acortó la distancia más grande y más pequeña imaginable, la que separa un universo de otro. El puente que recorrimos al finalizar nuestro viaje en pos de ella es una buena metáfora, ya que Pirra unió nuestro mundo con un multiverso infinito.

—Por eso estamos aquí —entendió Itia, conmocionado.

—¿Cuál es el punto de todo esto? —cuestionó Ikki, ceñudo—. ¿Por qué buscas justificar cambiar de bando en el último momento, si fue la existencia de tu hija y no la orden de Atenea lo que te animó a levantarte? Eres un hombre, Hashmal, nada malo veo en ello para que tengas que avergonzarte a estas alturas.

Hashmal sonrió a su homólogo de otro universo, aunque no por eso su semblante lució feliz. Más que vergüenza, sentía pesar, nostalgia y algo parecido a la soledad. 

—¿Estoy mal si asumo que todo esto tiene algo que ver con el Hijo? —apuntó Lucile.

—En absoluto —dijo Hashmal—. Fue nuestra responsabilidad que esa guerra pudiera ocurrir, en parte. Al fin y al cabo, como ya dije, estábamos siendo manipulados. ¿Desde cuándo? Eso no lo sé. —Con un encogimiento de hombros, dio ese tema por zanjado, así como la búsqueda de Zeus—. Creo que ya os hacéis a la idea de lo que he querido contaros, pero permitid que muestre el final de nuestra rebelión. Prestad atención.

Con un repentino aplauso, Hashmal llenó el templo de Leo de una luz pura y brillante. Cuando Lucile, Ikki e Itia pudieron ver de nuevo, estaban en la sala del trono de Virgo, una amplia estancia, tan blanca que parecía haber sido hecha de aquella luminosidad.

 

***

 

Ilión había sacado de un saco las ropas que le permitirían caminar entre los habitantes de la Tierra. Se vistió viendo con el rabillo del ojo a quien le hizo tan inesperado regalo: Hashmal. El otrora santo de Leo, quien con la guía de Atenea y una mezcla de ingenio y perseverancia pudo realizar la increíble gesta de encontrar a Zeus, convirtiéndose en el único discípulo del rey de los dioses, poco caso le hacía. Toda su atención estaba en el bebé de azules cabellos que reía cada vez que pasaba las manitas por la espesa barba.

—Venciste a Pirra de Virgo y Shemhazai de Sagitario y vives para contarlo —comentó Ilión—. En verdad el poder de los Astra Planeta es ilimitado.

Hashmal no pudo menos que reír, rascándose no por primera vez el contorno del ojo que había perdido. Ni siquiera le quedaba un párpado para ocultar el oscuro hueco.

—Los Astra Planeta no son más que otra orden de soldados. El más poderoso de todos ellos, Astreo, nos manipuló con el único fin de que los dioses tomaran la decisión que le permitiría convertirse en el regente de Saturno, quebrantando las leyes que rigen el devenir del tiempo. ¿Cuándo empezó todo? Puede que viniera con esos titanes de otro universo, puede que estuviera manipulando la Atlántida hasta que descubrió que nosotros éramos el caballo ganador. Supongo que nunca lo sabré.

Aun después de haber traicionado a los suyos, el campeón de Zeus no se sentía parte de la orden a la que Apolo había decidido llamar Astra Planeta. Todavía no. Eran muy recientes los días en los que obedecía con fe ciega a un falso ídolo que él mismo ayudó a crear, de modo que sentía la manipulación de Astreo como algo personal. Creía sentir, incluso, un ataque de celos sobre la razón que llevó a aquel ángel, miembro de la todopoderosa Raza de Oro, a una derrota tan aplastante.

—¿Pueden los ángeles enamorarse como los humanos? —dijo Hashmal, más para sí que para el expectante Ilión—. Para Astreo, Pirra tenía que ser un instrumento para alcanzar sus fines, pero anheló ser uno con ella al final de esta guerra. No, puede que desde un principio, cuando la acompañaba invisible en ese trono elevado sobre un puente hecho de nuestras experiencias, la Esfera de Saturno, ya hubiesen decidido ambos fundirse en un solo ser. Iban a convertirse en una auténtica divinidad por propia cuenta, capaz de hacer uso del dunamis de Crono. Y ahora los dos están muertos.

—Los dioses son —afirmó Ilión—. No se hacen.

—Eso es algo que nos costó seis mil años aprender.

La hija de Hashmal y Pirra no entendía nada de lo que se estaba diciendo. Quería acercarse al hombre de pelo blanco que le recordaba a su madre. En el futuro, Hashmal le consentiría muchos caprichos a la pequeña, pero ese no.

—¿Cómo lograste la victoria?

—Deus Ex Machina —contestó Hashmal, riendo enseguida. Ese sujeto no tenía por qué conocer aquel concepto—. Usé los dones divinos de Júpiter para detener a Saturno. Pirra y Shemhazai murieron con él. Luego volví a convertirme en mortal.

Ilión escuchó con atención ese escueto resumen, desconcertado. Los Astra Planeta eran la sublimación de una existencia mortal, no creía que volver atrás fuera algo fácil, y estaba en lo cierto. Ningún astral, contemporáneo o posterior a Hashmal, soñaría siquiera con volver a ser humano. No podían. Y si pudieran, los dioses no lo permitirían. Un campeón divino debía morir siéndolo. En cualquier caso, Hashmal vestía ropas sencillas y era posible sentir su cosmos, así que era sincero. Un obsequio del rey de los dioses para con su único alumno, tal vez.

—¿Me miras a mí o a Titania? Te advierto que falta mucho para que este padre celoso consienta que tenga una cita —dijo Hashmal muy serio—. Y bien, ¿qué harás? Yo regresaré a mis dominios, Hiperbórea. Ahora que la guerra ha acabado, hay muchos monstruos que querrán tener un lugar en el que vivir. En esta Tierra, en Midgard y en todos los otros mundos que sobrevivieron a la cólera de los dioses.

En ese momento, Hashmal contaba diez, incluyendo una Tierra pacífica en la que el mal no tenía cabida. Pirra la había creado para que fuera su hogar, pero sobretodo, para poder compartirla con su esposo ausente, Deucalión.

—La guerra nunca acabará —replicó Ilión. Una verdad que ambos conocían demasiado bien. Había amenazas menores, como los alquimistas renegados de Mu o el país de los guerreros azules, pero además era claro que los dioses nunca perdonarían esa rebelión. Las Guerras Santas serían, desde ese momento hasta el fin de los tiempos, una constante—. Caminaré por la Tierra en la que naciste hasta el día en que pueda poner fin a las vidas de todos los santos de Atenea.

—¿Para vengar a tus padres? —cuestionó Hashmal. Sabía qué era Ilión, el espíritu que representaba la Guerra de Troya y que había usado los cuerpos de Pirra y Deucalión para crearse uno propio—. Enternecedor.

Ilión dio media vuelta, ignorando la provocación. Caminó hasta la salida del salón y, antes de atravesarla, miró a aquellos dos por encima del hombro. Con un revés de la mano derecha, obsequió a Hashmal con un parche hecho de la más pura oscuridad.

Este lo agarró al vuelo, sorprendido.

—Estamos en paz, Ío de Júpiter.


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Publicado 05 agosto 2022 - 18:23

Cap 131. Y por eso las mujeres usan máscaras en el ejercito de Atenea
La historia prosigue y el Zodiaco Primordial en vez de quedarse en otras tierras y universos prefirió volver a su mundo y utilizar lo que sucedió en Troya para sus complicados propósitos...
 
En lugar de hacer las cosas directas, se tuvieron que armar un plan de 100 pasos que dieron vida a la leyenda que ha inspirado libros y películas a montones, salvo eso, sus intentos no llevaron a nada mas que a cavar sus tumbas jajaja
 
Entonces, en resumidas cuentas, ¿los dioses del zodiaco crearon una obra de teatro para convencer a la humanidad que los dioses no siempre tendrán la ultima palabra?... Pirra, tu plan nunca iba a funcionar, la humanidad a veces no entiende cuando les dicen las cosas de maneras directas (ya ven los científicos que nos advierten que el mundo se va a acabar si seguimos contaminando, están en la cárcel), ahora entenderla de maneras así esperabas demasiados de los mortales. 
 
Total, que por todo esto, los dioses en vez de solo aplastarlos con el dedo, que salen con que "Sería mejor si creamos a los Astra Planeta"... o sí, los falsos dioses sí que actuaban igual que los dioses de verdad... Todos merecen morir... menos tu Poseidón, porque soy tu fan.
 
Total que ya conocemos la versión de Deucalion en la guerra de Troya, y acá Hashmal nos cuenta cómo Pirra se le entregó en la cama y hasta le dio una hija... Pero es obvio que la mujer sólo se acostó con él por despecho después de lo que habia pasado con su esposo, pero si ha querido vivir engañado por miles de años es su problema jajaja
Pirra mató a Hashmal porque sólo ella puede usar bonitas palabras y regalos para convencer a los poderosos, jamás al revés; lo que debió darles señales al tipo de que el acostón que tanto recuerda solo fue un acostón mas de lo mil que tuvieron, nada en especial.
 
Hashmal casi muere pero por otra gran "ideota" de Atenea lo salva, y lo manda buscar a Zeus para que se convierta en su campeón, pero el tipo no quería hasta que le dijeron que tenía una hija de la otra ingrata jaja.
 
Y así, con el poder de Jupiter, Hashmal mató a Pirra, Shemhazai, a un ángel que andaba por alli y que estuvo manipulando todo, adoptó a Illion (Caronte para los amigos) y se retiró a Hiperborea a ver crecer a su hija y quizá cog*r con algunas ninfas por lo que le quedaba de vida... hasta este momento en que se topó con Lucile y las copias.
 
(Plus, descubrimos que Titania y Caronte son medios hermanos, y que el chiste de la cita es demasiado incestuoso aun para alguien que vivió en esos tiempos tan antiguos jajaja)
 
Y así queridos amigos, es la razón por la que las mujeres en el ejercito de Atenea deben usar máscaras, porque Pirra de Virgo hizo un relajo.
 
PD. Buen cap, sigue así :)

Editado por Seph_girl, 05 agosto 2022 - 18:25 .

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


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Publicado 08 agosto 2022 - 15:53

Saludos

 

Seph Girl. Si algo nos ha enseñado la ficción, es que nada es suficiente. Si tantos villanos se pasan la historia entera en busca de la eterna juventud, riquezas sin fin y la conquista del mundo, es porque la mayoría de las veces no logran su objetivo. Los dioses del Zodiaco tenían todo eso y más, pero no se conformaron.

 

En palabras simples: «El mundo nunca es suficiente.» (Franquicia James Bond, 1999)

 

Bueno, no lograron lo que querían, lo que demuestra lo duro que es luchar contra el destino cuando menos en este mundo, pero la mayoría de problemas de esta historia parece tener su origen en su intento.

 

Así es. La idea era pasar de ser adorados como dioses a serlo de verdad. Para eso, debían demostrar que el destino marchaba según su voluntad y no la de los olímpicos. Que el evento en que quisieran demostrar su punto fuera la Guerra de Troya se debe, mitad por mi gusto por esa historia, mitad porque es el conflicto que divide al Olimpo. Cierto, la historia original que todos conocemos y amamos enfrenta a los olímpicos auténticos, unos apoyando a los pueblos aqueos y otros defendiendo a los troyanos, pero me servía como contexto de esta revolución.

 

Atenea tiene muy buena labia. Y al final los Astra Planeta les fueron útiles, siendo al final la Guerra de Troya una prueba de fuego. Es un poco como la bomba atómica, la inventaron en el contexto de la Segunda Guerra Mundial, pero después de esta siguió siendo determinante con la teoría de disuasión nuclear.

 

Cada quien ve las cosas a su manera, sobre todo cuando viven miles de años. No confirmaré, ni refutaré esa observación. Hashmal tenía las palabras, pero no los regalos. Tampoco fue muy oportuno. El momento para decirle que no desafiaran a los dioses y se centraran en sus mundos habría sido antes de iniciar la guerra que estaban perdiendo.   

 

En el fondo, Atenea quiere a todos sus santos, incluso a los que la traicionan. La paternidad le cambió la vida al caído falso dios.

 

Es un buen resumen de su vida. Cosa curiosa, originalmente Ío de Júpiter, siendo también parte de la primera generación de Astra Planeta, ocupó su puesto mientras sus compañeros caían uno tras otro, hasta la generación que conocemos. Sin embargo, aquí ya sabíamos que hubo diversas sucesoras, mencionadas durante el volumen Saturno, y ahora descubrimos cómo fue que el campeón de los dioses escogió una vida apacible.  

 

Sí, parece que es hora de poner límites a ese chiste. O ponerse Juego de Tronos.  

 

Nunca nadie resumió tres capítulos completos con tanto acierto.

 

***

 

Capítulo 132. Por el bien de todos

 

—Estimados oyentes, querida sucesora —dijo Ío una vez terminaron de ver el principio de la vida de Ilión, quien no era otro más que Caronte—. Confío en que sepáis que todo cuanto os he dicho es verdad. Estoy ansioso por oír vuestras conclusiones, así que no me queda paciencia para cuestionamientos.

Lucile dedicó a Itia e Ikki un gesto de asentimiento. Ella misma se había encargado de invitar al corazón de aquel hombre a la nostalgia característica de todos los ancianos. Ío les habló del pasado que llegó a vivir, sin duda alguna.

—Entonces —decidió empezar Itia—, la orden dejó de aceptar mujeres para que nunca más hubiese una falsa Atenea. En algún momento, un Sumo Sacerdote cambió eso, estableciendo que toda mujer que fuera digna de un manto sagrado tendría que renunciar a su feminidad. Solo los hombres deben servir a la diosa.

—Se dice que no todas las generaciones de santos contaron con un guardián para el sexto templo —terció Ikki—. Ahora entiendo por qué. Se debe ser alguien excepcional, en todo ámbito, para poder sobrevivir bajo el peso de tantos pecados. Shaka lo logró a través de las enseñanzas de Buda, como quizá otros antes que él —teorizó, guardándose de decir que en su mundo, Shun vestía el manto de Virgo.

—Solo estáis viendo la superficie —advirtió Lucile—. La Ley de las Máscaras no es lo importante de todo esto. Como mucho, es la mitad del ejemplo.

—Explícate —pidió Ikki, impaciente.

—Sois tan lentos… —se lamentó—. Una guerra orquestada por un miembro de los Astra Planeta, Astreo. El ejército ateniense bajo la dirección de una Suma Sacerdotisa. Y al final, los dones divinos de Júpiter bastaron para detener el conflicto.

—¿Dices que estamos siendo manipulados por un astral?

Lucile no contestó. Con un ademán, dio a entender que aquello era demasiado obvio. Ío, impresionado por la agudeza de la leona de oro, asintió.

—Por fortuna —dijo el revelado regente de Júpiter—, esta vez puedo detener la guerra antes de que empiece. Comprendo si no queréis confiar en mí.

De pronto, Itia se levantó y el resto no pudo menos que imitarle. Ya había acabado el tiempo de contar historias. Era el momento de decidir qué hacer.

—El único día en que actuaste como un auténtico santo de Atenea, tuviste que asesinar a tu esposa, traicionar a tus amigos y rebelarte contra todo aquello en lo que creías, tu falsa diosa, a la que también mataste. Si los hombres te recordaran, pensarían en ti como el peor de los monstruos. Pero yo no puedo pensar como el resto, ya fui Sumo Sacerdote de la orden ateniense. Yo sé que hiciste el más grande sacrificio por el bien mayor. En alguien así puedo confiar sin dudarlo un instante.

Distraídamente, Lucile, que estaba cruzada de brazos, empezó a golpear el brazal con los dedos. Lo hizo con suavidad y lentitud, siguiendo un ritmo que solo ella conocía.

—¿Y tú, Ikki de Leo? ¿Confías en mí? —El interpelado guardó silencio—. Bien, puedo esperar por esa respuesta. Creo que ya os he entretenido suficiente.

Sin dar más explicaciones, Ío empezó a andar hacia la salida del templo de Leo. Los demás le siguieron, movidos por la curiosidad, la confusión y una frágil confianza.

 

***

 

Al llegar afuera, los santos descubrieron estupefactos que la montaña estaba entera. Desde Aries hasta el templo de Atenea, el sendero que imitaba la eclíptica volvía a estar completo. Corrientes de energía eléctrica podían verse entre cada edificación, justo en las partes que el ataque de Titania de Urano había dividido. En ese poder, responsable de la restauración de la mayor parte del Santuario, era clara la marca de Ío.

—Este es el único mundo de la Rueda de las Reencarnaciones replicada por Titán que sigue en pie —les explicó el tuerto astral—. Lo demás fue destruido como preludio a una batalla desigual que está a punto de alcanzar su cénit. Pude salvar la tierra sagrada de Atenea gracias a las enseñanzas de Pirra. No fuimos siempre bárbaros, ¿sabéis? Nos esforzamos en comprender el funcionamiento del universo para así poder manipularlo. Toda materia es arcilla para estas viejas manos…

—Creía que ya nos habías entretenido suficiente —cortó Ikki.

Asintiendo, Ío señaló hacia arriba. Un círculo de luz se extendía por sobre los templos de Leo, Virgo y Libra. Tenía la misma apariencia mágica que las escaleras en las que Lucile, Ikki e Itia lucharon. Los santos estaban pensando en eso cuando de pronto dejaron de tener los pies en tierra sagrada. Ío los había teletransportado hacia la plataforma aprovechando que no estaban en guardia.

—¿Ahora es cuando nos revelas el precio que tendremos que pagar? —aventuró Lucile, divirtiéndole la expresión ceñuda de Itia.

—No sé si tendréis estómago para escucharlo —evadió Ío, que miraba la montaña desde el borde de la plataforma—. ¿Lo tenéis?

—Siempre que sea por una justa causa —dijo Ikki—, lo santos de Atenea estamos dispuestos a sacrificar incluso nuestra vida.

—¿Por qué mientes? —cuestionó Ío, cuyo oscuro semblante apenas era iluminado por los rayos que recorrían la montaña, manteniéndola unida—. No te atreviste a matarle aun sabiendo que era avatar del dios de la muerte…

—¡Atenea le perdonó la vida!

—Se lo puede permitir. Es una diosa. Es distinta a nosotros —admitió, cerrando el puño con fuerza, el poder que había reformado la montaña volvía a él, energizándolo—. Los que la servimos debemos estar dispuestos a tomar decisiones drásticas.

—¡Basta de acertijos! —exigió Ikki, cuyo cosmos ardió con una intensidad que Itia no creía posible entre los hombres—. ¿¡Qué pretendes decir!?

—Deberías aprender a escuchar, mi querido asesino…

—¡Silencio, enmascarada!

—Dice la verdad. —Ío andaba hacia ellos con firmes y seguros pasos—. Ya te lo he dicho. Debes sacrificar a la única persona a la que no fuiste capaz de sacrificar, tu hermano, Shun. No es algo común que un hombre, así sea un santo destacado, se oponga a la posesión de un dios. Él ha sido marcado por Júpiter como mi sucesor.

—No —dijo Ikki, con los dientes apretados y los músculos tensos.

—No es tu hermano, en realidad.

—¡Lo es! Sin importar de qué universo provenga, seguirá siendo Shun, mi hermano, un santo de Atenea que nada tiene que ver con los Astra Planeta.

Ío calló lo que iba a decir en un principio, como comprendiendo algo en el último minuto. Tras asentir, dirigió a los tres santos una mirada llena de entendimiento.

—¿Tienes las memorias del Ikki de Fénix de mi mundo, verdad? —cuestionó el astral, a lo que Ikki se vio impelido a asentir—. Un fenómeno interesante del universo del que provienes, sin duda, el de convocados de otros mundos que ocupan el lugar de sus símiles y adquieren por ello sus recuerdos poco a poco. No esperaba que ocurriera algo así en la Esfera de Saturno. ¿Lo esperaba Titania?

Siendo observado no solo por Ío, sino también por Itia y Lucile, Ikki trató de recordar la reunión que sostuvo con la regente de Urano a espaldas de la mayoría de convocados. Junto a Saga y Seiya, descubrió una verdad que habría de animarlos a los tres a cazar a quienes provocarían una guerra entre el cielo y la tierra destinada al fracaso. Pero los santos de Géminis y Sagitario cumplieron la misma clase de misión que los demás, aleccionar al Santuario corrupto, mientras que a él lo mandaron como lo que era en el mundo del que provenía: un asesino. ¿Había, de verdad, decidido aliarse con Lucile de Leo desde un principio, o eso ocurrió en el preciso momento en que pisó el quinto templo zodiacal, perteneciente a la línea temporal de la enmascarada? Ahora que podía verlo con perspectiva, Ikki notaba cómo nuevos recuerdos ocupaban su mente.

Él era Leo y Fénix a un mismo tiempo. Y sentía que así era como debía ser. No tenía arrepentimientos de cómo había actuado hasta ahora, ni dudas de cómo actuaría.

—Deja a Shun al margen de esto —exigió Ikki—. No existe en Santuario alguno santo de Atenea más intachable que él. Sirve a la diosa y al mundo, nada más.

—Eso es lo que el Hijo ha querido que creyerais. Al fin y al cabo, el milagro de Elíseos es lo más parecido al Zodiaco que este mundo ha visto. Por eso os salvó, porque sabía que de forma inevitable antagonizaríais con nosotros, los Astra Planeta.

Por el tono empleado por Ío, era evidente que ya no distinguiría entre el Ikki venido de otro mundo y aquel perteneciente a la misma línea temporal de Ío y Lucile. Tanto le daba quien con la piel de un león de oro vestía al Fénix inmortal.

—No seremos marionetas de nadie —juró Ikki, al borde de una furia sin parangón—. Ni del Hijo ni de vosotros.

—Lo sé. —Ío ya estaba a un paso de aquel guerrero—. Es por eso que cuando mate a Shun y la Esfera de Júpiter vuelva a estar en mis manos, encauzaré vuestras vidas. El inframundo permanecerá por siempre sellado, no tendréis que preocuparos por los asuntos del cielo y los siervos del Hijo no volverán a molestaros, ya que yo mismo los arrojaré para siempre a las tinieblas del Tártaro. Ese es el juramento que te hago, Ikki de Leo, no, Ikki de Fénix. Una vida a cambio del destino de todo cuanto existe.

Las llamas que envolvían a este, más ardientes que el sol, se extinguieron. Itia creyó que aquel hombre, avasallado por los recuerdos de dos vidas, había entendido lo que estaba en juego. Lucile ni siquiera necesitó leer el corazón de Ikki para saber qué haría.

Lustig! —exclamó la leona de oro en perfecto alemán, dando inicio a la batalla.

 

***

 

Reconstruir el Santuario antes de que el odio que en otra vida sintiera Titán por Atenea lo empujase a destruirlo. Reunirse con la última santa de Leo. Recibir al que estaba destinado a enfrentar para volver a convertirse en el legítimo regente de Júpiter.

Dos de los tres motivos que había llevado a Ío a participar en el juego de Titania se habían cumplido, por lo menos. Y quizá habría de incluir uno más, aunque ese no se lo confiaría ni siquiera al resto de Astra Planeta. Él sentía la necesidad de expresar una historia por la que los dioses del Olimpo y todos los que a estos les fueran leales, solo sentían desprecio. Pero eso era un asunto personal, no tanto propio de Ío como de Hashmal, el hombre que un día fue. La más importante razón de su presencia allí estaba por incumplirse. Como si alguien quisiera impedir esa lucha inevitable, el infierno de la guerra se internó bajo las capas de realidad que eran el alba de Saturno. Ío, creyente en el destino, siguió contando su historia por un rato.

Entonces ocurrió un prodigio que solo la Cámara de las Paradojas podría reproducir. Armada con un poder forjado por los guerreros de distintos universos, la última Suma Sacerdotisa del mundo de Ío robó doce horas a la Cámara de las Paradojas y, así fuera por un momento, frenó al adormecido de Titán de Saturno. Eso cambió todo. El infierno de la guerra no solo dejó de viajar a través de la Esfera de Saturno, el hilo que une las nueve Esferas de Crono, sino que quedó obligado a desandar su avance, como si el tiempo hubiese retrocedido en el interior del astral un minuto por cada hora que avanzó alrededor de este. Gracias a esto, la postrera intervención de Atlas y los Pretorianos de la Atlántida, con el apoyo de Seiya de Sagitario y Orestes de la Corona Boreal, fue tan determinante: el trío abrió una brecha en la superficie del alba de Saturno y ahí estaba, brillante como la estrella que anuncia el mañana, el mundo en el que Ío había reconstruido el Santuario. Al principio, Atlas de Aries solo vio un resquicio de este.

—¡Hermanos! —gritó el monarca, parte integral de la lanza de puro poder en que se había convertido—. ¡Prestadme vuestra fuerza una vez más!

Los Pretorianos de la Atlántida extendieron hacia su hermano y señor sus tridentes, liberando a Titán del atosigamiento por un breve y terrible instante que acaso habría sido decisivo, de no ser por la ayuda de Seiya de Sagitario. Cuatro espadas se alzaron a la vez desde cuatro de los seis dedos de Titán, en honor al Nacimiento, la Conservación, la Ruina y la Destrucción, blandidas por los Guerreros del Tiempo de Primera Clase. Seiya bloqueó los poderes de aquellas armas combinadas uno tras otro, a sabiendas de que atacar a aquellas réplicas fugaces no serviría de nada. Puesto que cada espada representaba un aspecto de la Eternidad, la Gran Hoz del dios Saturno, aquella fue la más dura batalla que Seiya hubo sostenido contra hombres mortales.

Aplastado por la gravedad, cubierto por una luz mortífera y viendo el tiempo y el espacio a su alrededor derrumbarse, Seiya extendió sus alas y disparó una única flecha para anular el último ataque, Teogonía, de la Espada del Nacimiento. Puesto que centró en ello toda su fuerza, quedó a merced del puño del astral. A una velocidad imposible estuvo a punto de perderse en el horizonte, siendo salvado por Orestes de la Corona Boreal en el último momento. Ya nada tenían que hacer allí, habían cumplido.

El poder de los Pretorianos de la Atlántida volvía a Atlas, incluso cuatro de estos seres colosales salieron de las despreciables imágenes que imperaban en el alba de Saturno, disipando las sombras que quedaban de los Guerreros del Tiempo, para fundirse junto a sus hermanos en la Ascensión de la Atlántida, como una espiral de cosmos aguamarina que abarcaba mil metros de extensión. Lo importante, empero, era la punta, pues allí estaba el primero de los reyes atlantes, lleno de una furia infinita por el recuerdo que el astral le había hecho revivir. El manto de Aries se transformó en algo más, algo distinto del bronce, la plata y el oro; envuelto en un aura mística que acaso representaba la paz al final de una ira sin límites, Atlas concluyó el ataque quemando su propia vida.

Así se abrió una grieta en alba de Saturno, a la altura del puño, lo bastante grande como para que los compañeros de Atlas en aquella batalla demencial pudieran verlo. Titán quiso cerrarlo, sabedor de que con una sola mano iba a ser más problemático cazar a las moscas de más allá, pero los hermanos del primer hijo de Poseidón y Clito se lo impidieron. Uno tras otro, se adentraron en la grieta siguiendo la estela del soberano, sacrificándose  para frenar la reparación de la brecha el tiempo suficiente como para que Arthur y las almas de Akasha, Shun y Orestes pudieran salir de allí.

Pues, al menos en aquel espacio de milagros e imposibilidades, los Pretorianos de la Atlántida eran más que una técnica. Eran, en verdad, los hermanos del rey Atlas.

 

De todo esto había estado enterado Ío según ocurría más allá de las fronteras espacio-temporales del infierno de la guerra. Dio inicio a la lucha a sabiendas de que su rival predestinado ya habría visto dónde estaba y lo buscaría. Podría morir en el proceso, desde luego, pero eso solo significaría que no era un buen candidato para Júpiter, después de todo. Pasara lo que pasase, él abrazaría su destino con alegría.

En eso debió convertirse Hashmal de Leo para redimir los pecados de un hombre necio.

 

***

 

La mitad de las armas de Libra actuaban por sí solas, obedeciendo el incesante cantar de Lucile. El resto rotaba entre las manos de Itia, también esclavo de la melodía.

Era una de las técnicas favoritas de la santa de oro, que parecía burlarse del enemigo al cantarle en voz alta mientras combatían. A cada segundo que pasaba, más confundía los corazones de quienes tenían la dicha de escucharla. Así lograba que Itia abandonara esas absurdas ideas de confiar en un completo desconocido, obligándole a pelear con Ío a pesar de las dudas que tuviera. También este último era afectado por el canto, aunque de forma más sutil: los golpes de Ío iban con menor fuerza de la que deberían, pues en el corazón del anciano se enfrentaban el orgullo y el deber, la resolución y la piedad.

Ikki era el único al que no le afectaba en absoluto. Lucile, quien debió recordarse que aquel hombre no vestía el manto de Fénix bendecido por la sangre de Atenea, atribuyó esa resistencia a lo que de forma apresurada explicó Ío y que ella, señora de las emociones, pudo constatar: las memorias del Ikki que conoció se mezclaban con las del que fue convocado, sirviéndole de coraza. Más que ofendida, se sintió agradecida por ello, puesto que le ahorraba tener que concentrarse demasiado. ¡No podría hacerlo ni aunque quisiera! Ío superaba el poder de las armas de Libra, que tras cada embate sufrían más grietas sin causarle el más mínimo rasguño a su piel descubierta. Itia seguía luchando de frente, mientras que ordenaba a los tesoros del séptimo templo zodiacal que la protegieran en lo que lograba encontrar una abertura. Ikki, de los tres el más simple y fuerte, era rechazado con sencillos movimientos por el viejo, que incluso se permitía el lujo de responder a los reclamos del león envuelto en las llamas del Fénix.

—¿¡Piensas que aceptaré sin más que es la única solución!? —exclamó aquel poderoso guerrero, descargando sobre Ío un soplo flamígero.

—Por supuesto que no —dijo el anciano astral, surgiendo de las llamas. Con gran agilidad esquivó los proyectiles de Itia y enterró el puño en el estómago de Ikki. El peto entero estalló en mil pedazos—. Hay otras opciones. Que haya guerra y muerte. Que Shun se convierta en regente de Júpiter y muera luego de una eternidad derramando sangre por el bien mayor. Si lo mato ahora, al menos podrá ser juzgado y reencarnar.

Cada frase iba acompañada de una demostración de fuerza que respaldaba tanta arrogancia. Ninguno de los intentos de Ikki por contraatacar daban resultado, al contrario, el dorado manto quedó pulverizado y algunos huesos crujieron.

Itia, hallando admiración por aquel guerrero dentro de la confusión que usaba Lucile para manipularlo, quiso ayudar, pero la espada que usó ya estaba muy gastada y a Ío le bastó un revés de la mano para partirla en dos y rechazar el intento del antiguo Papa. Este no desistió. Un par de dorados escudos volaron hasta los costados del astral, quien se aprovechó de que Ikki había retrocedido para detenerlos: la sola presión de los dedos de Ío fue suficiente para hacerlos trizas. Acto seguido, el anciano acometió contra Itia, mandándolo lejos con grietas por todo el manto de Libra.

Lucile fue la primera en oler que tenían la batalla perdida. Así, sin más, tras a lo sumo tres minutos de lucha. Era frustrante, inconcebible. Si Ío de verdad escuchaba la canción, alguna parte de él debía haber funcionado mal. Un paso errado, una defensa levantada de forma tardía. Algo que le hubiese permitido degollarle. El viejo era fuerte, pero humano, no había nada divino en él, así que debía tener los puntos débiles de cualquier hombre. Si la Daga Magnífica lograse rasgar alguno de estos…

—No —decidió Lucile, apartándose de la lucha perdida que solo el otro par de necios continuaría hasta el final. El cosmos dorado que ardía a lo largo de su brazo extendido desapareció al mismo tiempo que detuvo el alegre cantar.

Tal y como solía ocurrir con quienes sobrevivían a aquella técnica, Itia quedó sumido en una confusión todavía mayor que lo volvió especialmente receptivo a la manipulación. Lucile chasqueó la lengua, obligándole a arrojarse sobre Ío.

—¡Vaya! —exclamó el viejo astral. Itia, mera marioneta, se aferraba a él con fuerza, mientras que siete armas doradas, más los pedazos de las restantes, flotaban amenazadoras en derredor—. Me olvidé de estar atento a las más absurdas tácticas…

Die außergewöhnliche Lied —recitó Lucile, quien los apuntaba con un dedo.

Ío trató de liberarse con aquella fuerza hercúlea que lo caracterizaba, pero eso solo hizo que Itia se exigiera más y más. Tanto era el poder que expulsaba el que fuera líder de su Santuario que en cualquier momento el manto de Libra se rompería. Para Lucile, era una espléndida marioneta, siempre que durara al menos quince segundos.

—La música es el lenguaje del alma —afirmó, rotunda. Hablaba tan despacio como era posible, derramando sobre el corazón de Ío el primer pecado: la curiosidad—. Todos los seres vivos se inclinan con solo escuchar mi voz. Mas, mi más viejo antecesor, eso no es suficiente para quien sigue el camino de la excelencia. También quise doblegar el mundo, y gracias a una compañera de entrenamiento con la cabeza hueca y una firme convicción, descubrí cómo hacerlo. ¡Te ordeno a ti, saco de mundanos fluidos mal llamado héroe, que regreses a la esencia primordial de toda materia!

Con una innecesaria explicación y los esfuerzos de Itia, Lucile logró distraer a Ío el tiempo suficiente. La Extraordinaria Canción no tenía que ser entonada por la leona de oro, el cosmos de la hermosa guerrera podía reproducir la breve oda al amanecer del tiempo. El viejo astral, sin la menor gota de sangre divina en las venas, ya empezaba sufrir la conversión en una masa de materia primordial, más vieja que las almas.

Eso era lo que ella veía. La victoria.

—Mi más joven y hermosa sucesora —le susurró alguien al oído.

Desde el día en que Lucile recibió el manto de Leo, nunca nadie pudo sorprenderla. Aprovechaba la velocidad y los reflejos de una santa de oro mucho mejor que la mayoría. Y aun así, en ese momento, la habían sorprendido.

El prisionero se había librado de Itia a tal velocidad que le arrancó los dos brazos en el proceso. Lucile podía intuirlo solo con ver al santo de Libra arrodillado con un par de muñones expulsando chorros de sangre, pero no llegó a percibir al viejo astral moviéndose. Para los atentos ojos de la leona de oro, Ío pasó de estar apresado a encontrarse detrás de ella, con el viejo y fuerte puño atravesándole el estómago.

—Mi más joven y hermosa sucesora —repitió, llenándole el oído de un aliento cálido que apestaba a sangre—. Te deseo dulces sueños…

Echando el brazo hacia atrás, Ío dejó que la mujer trastabillara hasta caer de espaldas. Luego, corrió hacia donde Ikki esperaba, con el dorado manto cayéndose a pedazos.

«No… —pensaba Lucile, tratando de levantarse—. Alguien como yo no puede morir así. Alguien como yo… no puede… morir…»

 

***

 

—Ella debe quererte mucho —dijo la voz del detestable y viejo regente de Júpiter.

Lucile no abrió los ojos de inmediato. Seguía dolorida, con el sabor de la sangre manchando sus cuidados labios. No sentía el agujero en el vientre. La herida se había cerrado sin dejar una cicatriz, aunque su dorada prenda, hasta ese día aciago inmaculada, seguía teniendo una vistosa grieta.

—Ella debe quererte mucho —repitió Ío. Aquel hombre no tenía mucha paciencia—. Te dio una vida extra. ¿Cómo funciona?

Detrás del invencible guerrero estaba Itia con media cabeza destrozada, tendido entre los restos de barras, bastones y el manto de Libra. Por el estado en que se hallaba el cadáver, era claro que encontró la forma de seguir luchando aun desmembrado. Muy lejos, de espaldas, con la cabeza al borde de la plataforma y los ojos en blanco yacía Ikki. Le habían roto la columna y tenía las piernas y el brazo derecho atravesados por dos tridentes y una espada dorada. No parecía que pudiera despertarse.

—¿Cómo funciona? —insistió Ío, bastante sereno. Tenía todo el cuerpo y la ropa empapados en sangre ajena. Ni una sola herida.

—Akasha… puede manipular la materia… con la fuerza del espíritu… —habló Lucile con dificultad. En parte era a causa del cansancio, pero ante todo estaba comprando tiempo—. Me dejó una chispa de su cosmos… para… salvarme. La Gracia.

—Los humanos no pueden rechazar la llamada de la muerte —dijo Ío—. Imagino que esa chispa hace que tu cosmos reaccione, reconstruyendo el tejido perdido.

—Algo así. —Lucile logró reunir fuerzas para levantarse, aunque dudaba que pudiera sostener un combate con semejante bestia. La ayuda de Akasha era de un solo uso, además, había malgastado poder en un sencillo proceso de regeneración—. Eres demasiado técnico, mi anciano antecesor. Le quitas todo lo poético…

—¿A un acto de amor? —aventuró Ío.

—¿Amor? —Lucile casi rio—. Tal vez sí, tal vez no. Sea como sea, ella protege a todos los santos de la muerte. Es una libertina.

—Eso no ha cambiado en diez mil años.

Atrevido, el astral tomó la mano de Lucile, como invitándola a una danza. Esta consintió. ¿Qué tenía que perder? Y así anduvieron hasta que pudo verse con claridad la montaña sagrada. Ío, sin embargo, tenía puesto el ojo en el alto cielo.

—Tus compañeros morirán allá arriba. Akasha, Arthur, Shun y Orestes. No tienen oportunidad contra Titán. Nunca la tuvieron.

—¿Y tú los salvarás si hago algo por ti?

—Eso ha sonado indecente.

—Nada más lejos de mi intención. Que le hayas echado algún vistazo a mi perfecta piel —apuntó, protegiéndose con falso recato el vientre descubierto—, no implica que sigas siendo el mismo animal que en tu juventud. Es natural en los seres humanos apreciar la belleza. Y en ese sentido, ¿quién como yo?

—Estoy seguro de que valdría la pena volver a rebelarse contra los dioses por un breve momento contigo —aceptó Ío—, pero mi corazón sigue estando con las dos mujeres a las que maté. En esta ocasión, dejaré que Atlas sea el héroe. Lo merece más que yo.

Un viento frío como la muerte que Ío anunciaba pasó a través de ambos, jugueteando con el largo cabello de Lucile con dedos crueles. Ella también jugaba, manteniendo un silencio aparente. El débil cosmos que la rodeaba transmitía por los cuatro rincones de aquel mundo sonidos inaudibles, para los que el aire era un mero auriga.

—Quizá no os hayáis percatado. Desde que empezamos a combatir, este mundo ha estado en movimiento. Pronto entraremos en la Esfera de Saturno, el único lugar en toda la existencia que conecta las nueve Esferas de Crono. Si la suerte me sonríe, Shun caerá antes de que llegue a mis dominios. Si no, bueno, allí será donde peleemos. Creo que es lo justo, ¿no? Que sea en la Esfera de Júpiter donde se decida quién la regirá.

—Estás suponiendo tantas cosas… —Lucile debió callar cuando sintió la mano del invencible guerrero sobre la nuca.

—Mi más joven y hermosa sucesora, tu rostro será uno de los maravillosos secretos que este anciano guerrero jamás llegará a descubrir. Hasta nunca.

En ese instante, la suerte sonrió a la santa de Leo, pues en el momento en que los dedos de Ío estaban por partir el cuello de la leona, un bólido de fuego que acaso había venido del mismo Tártaro lo empujó lejos. Lucile, sorprendida y agradecida a partes iguales, giró para ver el más insólito manto sagrado en que hubiese podido imaginar.

—Eres duro de matar —aprobó la leona de oro—. No importa el universo.

Ikki se hallaba ante ella, un león que sobrevolaba la montaña con alas inmortales. De los restos de Leo, de alguna forma, había surgido el manto de Fénix, fundiéndose ambas en una armadura que el mundo de Lucile no vería jamás.

Una risa se escuchó en medio de las llamas que caían más allá del campo de batalla, directa a los cielos del infierno de la guerra. Ío, agarrando impulso en pleno aire, acometió contra Ikki y ambos leones entablaron un nuevo combate, más igualado. La piel del astral, si bien bloqueaba los golpes de su oponente, humeaba por la terrible temperatura que de este emanaba. En lo único en lo que mantenía la ventaja era la velocidad, donde Ío era tan rápido que bien podría estar teletransportándose en todo momento, conectando puñetazos tan terribles que solo un manto celestial, o lo que fuera la prenda que Ikki vestía, podría resistir sin cuando menos fragmentarse.

—A diferencia de los santos de oro, nosotros debimos pasar por mil batallas antes de alcanzar el estado que en otros es natural —advirtió Ikki—. Nada hay de extraño en lo que ves, como sea que quieras ser llamado, ¡este es el resultado de la experiencia!

—Oh —exclamó Ío, admirado, a la vez que detenía y aplastaba un flamígero ataque con las manos desnudas. Importándole poco que la piel enrojeciera, el regente de Júpiter proclamó—: ¡No has prestado atención todo este tiempo! ¡No pasamos toda nuestra vida conformándonos con ser grandes! Permíteme que te demuestre…

Calló a media frase porque se había dado cuenta de la estupidez que estaba cometiendo. Lucile de Leo estaba cantando de nuevo.

Con una acometida en la que empleó su máxima velocidad, logró sorprender a Ikki y hacer que se perdiera durante al menos un par de segundos entre los espíritus de la batalla, que no lo dejarían regresar con facilidad. Acto seguido, miró hacia abajo y quedó boquiabierto. Ya no estaba frente a la hermosa y joven Leo, sino a una mujer vestida de rojo, con un pelo pálido como la luna, sentada en el cielo sobre el Santuario. Eso no era una forma de hablar: las largas piernas de la leona de oro eran ahora un colosal manto carmesí siguiendo la senda de la mitad de la Eclíptica; aquel ser estaba sentada unos doscientos metros por encima de la montaña, cuya cima cubría.

Alte Schrecken —recitó Lucile al tiempo que parte de la máscara se rasgaba, como formando una sonrisa que Ío conocía demasiado bien.

La ilusión del Antiguo Terror, técnica básica de la santa, no lo paralizó durante demasiado tiempo. Enseguida Ío estaba avanzando, conteniendo una sonrisa de lástima, pero quiso el destino que otra hermosa voz resonara desde el alto cielo.

—Ven, Hashmal.

—¿Qué? —Ío perdió color de pronto. Se puso la mano sobre un corazón que por demasiado tiempo latió a razón de cien mil veces por año, pero avanzó dos pasos más.

—Ven, Hashmal —insistió la voz de una mujer. La primera santa de Virgo, la falsa Atenea—. Ven y ayúdanos como antes. Te necesito.

—Sabes… Sabes que no puedo… Yo…

Lucile no contuvo la carcajada, pues la salmodia que llevaba rato entonando ya había acabado. Entre los finos dedos de oro había una vara más oscura que la noche: era el terror que, así fuera por un par de segundos, dominó al más fuerte de los hombres.

—Gracias —dijo la leona de oro—. ¡Gracias por existir! Verte humillándonos con la mera fuerza bruta hizo que mi corazón latiera. Ningún hombre lo había logrado. ¡Gracias, gracias por eso! —exclamó, dichosa, mientras balanceaba la vara.

—Me halagas… —Ío no supo bien qué decir, cómo reaccionar. Todavía lo llamaban. Ikki no tardaría en regresar y en el estado de confusión en el que se encontraba tal vez no podría deshacerse de semejante rival sin daños—. Pero…

—¡La sencillez es sin duda la máxima sofisticación! —exclamó Lucile, un grito que bien pudo haber llenado la totalidad de la Tierra—. Deseo cantar una alabanza hacia esta emoción que me has ofrecido. ¡Mírame bien, Ío, y estremécete de terror!

La vara oscura siguió moviéndose de la misma forma, no errática como pudiera parecer, sino siguiendo un guion muy bien pensado. Lucile ya no era solista, sino la directora de una orquesta que llamaba a los más perezosos músicos imaginables: los demonios.

Al querer salvar el Santuario, Ío había traído hasta aquel mundo a los habitantes de tres infiernos, que se ocultaron entre los límites de la montaña y ahora salían espantados. Primero, los espíritus del hambre cubrieron al astral, devorando el inconmensurable cosmos que este poseía. Les siguieron entes de puro fuego que con látigos y cadenas atormentaron la mente de Ío, en la que aún resonaba el llamado, solo para que las últimas en venir, innumerables bestias a cada cual más deforme, pudieran alcanzar su cuerpo invulnerable y tratar de despedazarlo.

—¡No es suficiente! —gritó, apuntando con la vara a los cielos. Incluso las estrellas, espíritus de la batalla interminable, le obedecieron y bajaron. Un millar de haces de luz atravesó la esfera roja de locura y destrucción que sobradamente había rodeado a Ío y la plataforma que el mismo creó—. ¡Lleváoslo con sus falsos dioses!

Movió la vara de terror con demasiada intensidad, hasta que un desagradable chasquido precedió a su rotura. Por fortuna, ya para ese momento Ío estaba fuera de aquel mundo, aprisionado por los espíritus de los cuatro infiernos. Allí en lo alto, la suma de almas abominables parecía el planeta Marte a punto de volver al sitio que le correspondía. Así debían verlo los espíritus de la batalla interminable, que danzaban alrededor de la estrella de la vida y la muerte, llamada guerra.

La imitación de la falsa Atenea se extinguió enseguida cuando dejó de sentirse la presencia de Ío. Solo quedó Lucile, en el cielo, agotada por completo. Sintiendo que un nuevo visitante se acercaba —¡Arthur, de todas las personas!— y que Ikki también se había retirado de aquel infierno, la santa de oro al fin aceptó caer.

Ya no le quedaban fuerzas para nada más.

 

Ío de Júpiter se halló en el plano más elevado que mortal alguno hubiese pisado. Dos enemigos tenía enfrente: un ángel y un demonio, guardianes de la diosa a la que había venido a matar. En lo que esta se despedía de su bien amado Deucalión, Shemhazai y Adremmelech cargaron contra el más poderoso guerrero que jamás había existido.

Ella, que nunca había fallado, vio su saeta tomada por el puño de su esposo. Él, uno con el universo de la diosa de su devoción, avanzó hacia Ío agotando la energía de estrellas, cuásares y galaxias a lo largo del infinito, solo para ser frenado en seco. Los puños del ángel y el demonio se reventaron a la vez contra las manos de un simple hombre.

Para entonces Ío ya sabía que todo era una ilusión. El ángel era la suma de todos los espíritus animados por la canción de Lucile, el demonio era Ikki, quien con el Puño Fantasma le había hecho recordar la más grande y aciaga batalla de su vida. Craso error, pues en el lugar en que se hallaba, entre el infierno de la guerra y la Cámara de las Paradojas, donde todo era posible, Ío tornó el sueño en realidad. Para salvar a ese valeroso héroe del bronce y el oro de la locura que espera a todos los que vieran la auténtica forma de un dios, aun uno falso, atacó como el regente de Júpiter.

Las llamas antinaturales que lo rodeaban como un torbellino, capaces de quemar el cuerpo, la mente y el propio cosmos, se extinguieron en un parpadeo.

Después, todo lo demás desapareció sin dejar rastro.

 

 

 

Notas del autor:

 

Aprovecho este capítulo para mostrarles una lista de los santos de oro convocados por los Astra Planeta, con sus respectivos orígenes:

  1. Sumo Sacerdote Shion: Lost Canvas Gaiden, por Shiori Teshirogi.
  2. Atlas de Aries: El Legado de Atena, por Seph Girl/Ulti_SG.
  3. Gugalanna de Tauro: Original de Juicio Divino: La Última Guerra Santa.
  4. Saga de Géminis: Episodio G, por Megumu Okada.
  5. Manigoldo de Cáncer: Lost Canvas, por Shiori Teshirogi.
  6. Ikki de Leo: Episodio G Assasin, por Megumu Okada.
  7. Shijima de Virgo: Next Dimension, por Masami Kurumada.
  8. Itia de Libra: Lost Canvas Gaiden, por Shiori Teshirogi.
  9. Iskandar de Escorpio: Némesis Divino, por Killcrom.
  10. Seiya de Sagitario: Saint Seiya Omega, por TOEI Animation.
  11. Sugita de Capricornio: El Legado de Atena, por Seph Girl/Ulti_SG.
  12. Mystoria de Acuario: Next Dimension, por Masami Kurumada.
  13. Afrodita de Piscis: Episodio G, por Megumu Okada.

 

 

Originalmente, la idea era que todos los santos de oro provinieran del mundillo del fanfiction, a semejanza de historias como Él & Ella de Eduardo Castro y Crisis Universal de Asiant. No obstante, tardé mucho en llegar a este punto por una y otra razón y la mayoría de autores que quería consultar no estaban activos en ese entonces, mientras que la franquicia se había hecho lo bastante grande como para llenar los puestos. Reitero mis agradecimientos a Seph Girl/Ulti_SG y Killcrom por haberme permitido usar a sus personajes, y a Shiori Teshirogi, Megumu Okada, Masami Kurumada y TOEI Animation por haberlos creado.







 


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