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Los Reinos de Etherias: Reinos Inmortales


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6 respuestas a este tema

#1 SagenTheIlusionist

SagenTheIlusionist

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Publicado 09 mayo 2021 - 02:56

Les doy la bienvenida a mi nueva historia.
¿Nueva historia? Que vil mentira.
Es solo una historia contemporánea al de "Los Reinos de Etherias" original.
 
Al ser una historia paralela, no es necesario leer la otra línea de tiempo de Etherias para entender muchos conceptos. Claro que me haría ilusión que lo leyeran...
 
En principio esta historia tenía planeada centrarse en el único otro reino que idee como protagonista, Arcadia. Sin embargo, conforme iba avanzando en lo escrito en la línea de tiempo principal más reinos iban protagonizándola, dejando esta idea como secundaria. Así que, si bien es otra protagonista más del montón, esta historia tiene una cierta peculiaridad...
 
'Los Reinos de Etherias: Reinos Inmortales' fue nombrado así por estar centrada, en principio, en los seis reinos donde las deidades fueron críticas ante el resto. Aquellos olímpicos que nunca quisieron reencarnar como humanos, pues su linaje divino hubiese sido manchado vilmente. Además son aquellos dioses que mantuvieron a su lado a seres cuya edad supera al de su apariencia. Humanos que vieron imperios nacer y derrumbarse, humanos inmortales. Así es, seres que no pueden morir por vejez o enfermedad, casi bendecidos para combatir por toda la eternidad.
 

Spoiler

 
Tengo que hacer una pequeña aclaración. En esta parte de la historia considero que me basaré muchas veces en mitología, dada la naturaleza de los personajes que actúen en esta. Eso sí, a veces tendré que usar ciertas 'libertades creativas' para hacer coincidir parte de la mitología con el contexto de este mundo Etherias. Así que me disculpo también por quizás apuñalar con alevosía la rica mitología en la cual se ha centrado Saint Seiya desde sus orígenes...
 
En fin. Un último punto. Aquí también las fechas han sido punto importante en el contexto de los capítulos, por lo que estarán anotadas al inicio de cada segmento de capítulo (en caso de haber más de uno). Y ya que no hice énfasis en ello desde las primeras etapas del proyecto Etherias, haré una pequeña aclaración:
 

Este capítulo 1 se desarrolla a la par que el capítulo 1 de 'Los Reinos de Etherias'. Es acerca de la primera reunión realizada en el Oráculo de Delfos que fue narrada en esta historia. Es similar, salvo que está enfocado desde la perspectiva de Artemisa.

 
Y así espero haber aclarado algún punto. Si los confundí más, lo siento mucho :t420:
 

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Capítulo 1. El Oráculo de Delfos

 
 

17:40 horas (Ar), 15 del Tercer Mes — Año 3015 E.O.

 

          Los doce dioses debían de reunirse aquel día y, de entre ellos, era Artemisa la única que mantenía su jovial presencia de antaño en todo esplendor. Ante sus ojos habían transcurrido con facilidad unos diez mil años, de los cuales solo aparentaba los veinticuatro que había decidido tomar como imagen. Una diosa virginal y bella era como la describían muchos, una deidad cazadora y devastadora era como lo hacían otros. Nadie en aquella sala era ajeno a la presencia de Artemisa, y nadie era ajeno a su pasado como aliada de Ilión en la fatídica guerra de hace dos milenios. Quizás era por ello que la mayoría allí reservaba comentarios con respecto a su presencia, la de Apolo e incluso de la curiosa y sensual Afrodita.
          Aquel día, al igual que muchos otros antes de ese, había acudido con prontitud a la reunión en Delfos. Con el paso de los años había aprendido que los sucesos de Ilión no habían desaparecido de sus profundos rencores, concediéndole miradas de desdén cada vez que ella y su acompañante daban un recorrido por completo al salón con tal de saludar a cada uno de los allí presentes. El barbado Poseidón solo le fruncía el ceño, el ahora anciano Hermes le dedicaba una mirada burlona —pues era lo único que se le concedía al bando perdedor—, y el lisiado Hefesto era bastante cortante con ella —aunque siempre lo había sido—. De ellos, solo Athena era amable con ella. Pero ella era solo una niña, una diosa incompleta, alguien que más temprano que tarde la odiaría al conseguir su madurez divina.
          Mas a pesar de todo lo que hacía por evitar el desprecio del resto de olímpicos, siempre quedaba esa mancha en la sala. Aquella que la odiaba, que nunca había dejado de hacerlo desde el día en que nació, quién, únicamente para molestarla, llegaba siempre antes suyo: Hera. La antigua reina del Olimpo le había jurado odio desde que su madre Leto la engendró a sus espaldas, y esa tensión solo pudo aumentar al encontrarse en bandos opuestos con respecto a la ahora inexistente Ilión. Artemisa debía tragarse su orgullo y acercarse a quien tanto rencor le tenía —aunque, con el tiempo, esto se volvió mutuo— para ofrecerles sus falsos respetos a la arrogante reina de Basileia.
          Dentro de aquel salón de doce tronos, donde solo los dioses y sus elegidos podían estar, los enfrentamientos estaban prohibidos. No obstante, eso no impedía los rencores, solo los alimentaba hasta el momento oportuno cuando todo estallase. Los actos de Hera incitaban ello, pues cada vez que estrechaba la mano de la reina de Arcadia, hacía uso de su fuerza con tal de causarle dolor a la hija de Leto. Tenía el mismo trato con el menor de los mellizos, aunque este era menos iracundo que su hermana mayor y por ello lo dejaba pasar. Ambos no tenían cabida entre los olímpicos para ella y se los recordaba cada vez que podía.
          Acompañando a Artemisa, detrás suyo, siempre iba una doncella de cabellos marrones oscuros en delicadas túnicas blanquecinas hechas de algodón. Ella era la única dentro de los doce guerreros escogidos que nunca vestía allí la armadura sagrada que le había encomendado su diosa. En lugar de ello prefería —por gusto propio y el de su reina— usar aquel vestido de un solo tirante, el derecho, desde el cual caía el corte de cuello hasta el busto de la doncella. Busto, que iba adornado con una serie de pliegues, y que se extendían de forma espiral hasta la parte de la cintura, cuya extensión de casi diez centímetros de tela lisa daba bienvenida a una falda plisada de corte diagonal que quedaba a la altura de su rodilla derecha y el extremo más largo caía hasta casi rozar su tobillo izquierdo. Su túnica no rozaba suelo, pues también llevaba puesto calzado, cuyos tacones angostos le concedían unos cuantos dedos más a su ya considerable altura.
          Los dioses allí presentes sabían el nombre de aquella joven guerrera que acompañaba siempre a la hermana de Apolo, pues ella formaba parte de la corte de Artemisa desde hacía ya dos milenios. Concedida con la bendición de la inmortalidad, al igual que el resto de las Siervas Reales —las guerreras de élite de Arcadia—, ella había estado allí todo el tiempo para su diosa. En la muchacha se había gestado un sentimiento de servicio a la deidad cazadora, quien le había salvado de volverse cenizas y quien le había concedido un puesto a su lado. Era por su presencia allí que Artemisa permanecía calmada y nada ansiosa de iniciar guerras a diestra y siniestra, pues tenía también en dicha joven a su más sabia consejera. 
 

          —Ifigenia —le dijo antes de llegar frente a su asiento. Giró levemente su cabeza, pues no quería alzar la voz en ese lugar—, hablaré con mi hermano un momento, tú quédate aquí.
          —Como usted ordene, diosa Artemisa —hizo una pequeña reverencia y caminó tranquilamente hasta ubicarse detrás del trono que lucía en la parte frontal de su respaldar el relieve de una cabeza de ciervo.
 

          Aquel recinto había sido dispuesto de tal forma que, viéndolo desde la entrada, los seis tronos de la derecha pertenecían a las deidades femeninas, mientras que las restantes serían de los demás. Tanto ella como su hermano ocupaban los dos segundos asientos más cercanos a la entrada, estando únicamente separados por los correspondientes a los dioses de la belleza y de la muerte. Pasó con tranquilidad frente a ellos dos, intercambiando miradas furtivas, algunas más amables que otras, por supuesto.
          Con Afrodita no tenía relación alguna, pese a sentarse justo a su lado. Aunque ambas hubiesen comandado juntas las defensas de Ilión, para Artemisa no significaba nada en absoluto. Solo la conocía de vista, y si había intercambiado palabras con ella era lo normal. Sus labios siempre delineaban una sonrisa traviesa en aquel rostro de rasgos finos, y cuyos ojos verdes resaltaban aún más su bella apariencia. Sus miradas siempre le habían parecido complacientes, como si quisiera seducir los bajos instintos de cualquier hombre que estuviese en el mismo lugar que ella. Su cuerpo bien proporcionado, de caderas anchas y senos más pronunciados que el promedio, estaba cubierto por un mar de telas ligeramente transparentes que daban rienda suelta a la imaginación. Era repulsiva en cierto sentido, su manera de ser tan liberal atentaba contra todo lo que creía Artemisa, y quizás era por eso que no trataba de relacionarse con ella.
          Un caso aparte era Hades, quien había despreciado en parte su identidad inmortal y había aceptado reencarnar cada cierto tiempo. La diosa de la caza había mantenido su orgullo y apariencia por miles de años y, por ello, no podía concebir que un niño gobernase uno de los doce reinos de Etherias. No obstante, el hermano de su padre había mantenido sus recuerdos y forma de ser, a pesar de las apariencias. Distaba de ser como los demás dioses de los llamados Reinos Mortales de Etherias, quienes crecían cual humanos hasta alcanzar la madurez. Artemisa no se había acostumbrado a aquel nuevo Hades que se vestía con apenas una camiseta y unos pantalones, despreciando la etiqueta que debía imperar en aquella reunión trimestral. Extrañaba en cierto sentido aquella túnica morada oscura con capa negra y hombreras púrpuras con tonos dorados. El hijo de Cronos debía recordar que en aquel lugar no era uno más, sino uno de los que había derrotado al titán tirano, un estatus del cual pocos podían jactarse.
          Y habiendo dado más pasos aún, Artemisa había llegado frente al señor de Asteria, su hermano Apolo. Ella era la mayor de los dos, pero era el hijo de Leto quien imponía más con su presencia. El dios de las artes era de una altura considerable, superando a la diosa de la caza por poco más de una cabeza —siendo que Artemisa medía un nada despreciable metro setenta—. Por consejo suyo, Apolo vestía de similar forma a la que recordaba del anterior Hades, pero de colores más vívidos y que no evocaban a la muerte de manera tan directa. Su cabello era rubio, al igual que el de su madre y su hermana, pero ligeramente ondulado, quizás propia herencia de su padre Zeus. Cuando la reina de Arcadia observó bien a su mellizo, notó cierta inusual preocupación en él.
 

          —Apolo, hermano mío, es extraño verte tan pensativo —ese rostro veinteañero que él tenía hasta ahora no le había concedido ni una mirada. Algo pasaba en su mente.
          —Quizás no sea nada, Artemisa, pero podría serlo. Llevo días notando una enorme acumulación de voces que se pronuncian y no me auguran nada bueno. Antes de la caída de Ilión me ocurrió lo mismo, solo que en aquella ocasión no pensé que perderíamos —comentó extrañado el hermano menor—. Artemisa, escúchame, las palabras que hoy el oráculo pronunciará seguramente anunciarán la mayor catástrofe de Etherias en bastante tiempo.
          —Siempre he confiado en tus premoniciones, Apolo, aunque espero que en esta ocasión te equivoques. Si debemos volver a la guerra, espero contar con tu apoyo, hermano mío, así como tú tienes mi apoyo —Artemisa cuidó sus palabras, procurando que Hades no escuchase la conversación entre ambos. Su padre aún no había llegado y por ello no debía preocuparse por el trono a la izquierda del de Apolo.
          —Descuida, Artemisa, si eso ocurre uniremos nuestras fuerzas contra cualquier amenaza, todo con tal de protegerla —ante las palabras de Apolo, solo pudo asentir.
          —Al terminar con esta reunión hablemos, hermano mío. Si todo resulta tal y como dices, será apropiado mover las piezas antes de que el resto entre al juego —comentó Artemisa en voz tan baja que era casi imperceptible, apenas delineando con sus labios palabras que los demás no debían oír.
 

          Mientras regresaba, siguiendo los pasos que antes había dado, notó que su conversación había llamado la atención de algunos. De entre ellos, la de Athena y su acompañante. La pequeña, con su cara embobada y curiosa se había quedado observándoles, pensativa de qué estuviesen tramando. Su rostro no sentenciaba nada, como sí lo hacía el del resto, pero aun así ella no tendría que haber metido sus narices donde nadie la llamaba. Por otra parte, Hestia, sentada al costado de Athena, apenas despegó sus ojos un segundo de la consola que llevaba en sus manos para observar a los dos mellizos hablar. A ella tampoco le debía de importar, pues ahora ella no era una diosa olímpica, solo era la sustituta de un lugar vacío hace ya tiempo.
          Apenas habiéndose sentado en su trono, observó a su costado por primera vez en tanto tiempo. Habiendo pasado ya varios siglos, había dejado de sorprenderle la presencia de Dionisio a su costado derecho. Aquel trono había pertenecido tiempo atrás a Hestia, la diosa del hogar, pero ella, abandonando su título como diosa olímpica, le concedió aquel lugar al dios de las bacanales y el vino. La actitud mediática de Hestia cuando era una diosa olímpica, había apaciguado muchos de los conflictos entre Artemisa y Hera, quienes se sentaban a ambos costados suyos. Dionisio no era partidario ni de una ni de otra, por lo que las dejaba discutir cuanto quisieran. Su presencia allí no era relevante, ni para los conflictos de Artemisa, ni para las discusiones en Delfos.
          El último en llegar al salón donde se realizaría la predicción de Delfos había sido, predeciblemente, su padre Zeus, el rey del Olimpo. Él nunca había asistido a las reuniones con puntualidad, ni siquiera cuando los doce dioses habitaban en el Monte Olimpo, el cual le daba nombre al reino del dios de los cielos. Él siempre saludaba con cortesía a todos, incluso a sus hermanos Hades y Hera, quienes en cierto punto podrían haber llegado a odiarle. Aunque a todos les saludaba de igual manera, con Athena su trato era más cercano, más familiar que con ella. Artemisa, en ese sentido, se sentía casi relegada a un segundo plano, observando a esa pequeña diosa de la sabiduría más como una rival por el cariño de su progenitor que como la media hermana que debía ser para ella.
          Algunos minutos pasaron desde que Zeus tomó asiento hasta que las luces por fin se apagaron. Artemisa había sentido tanto tiempo pasar que incluso los minutos le habían parecido horas. Ella, antes que ver por más tiempo al desfavorecido Hefesto, cuyo trono se encontraba colocado exactamente en frente suyo, decidió estudiar cada línea, cada detalle que existiese en el pedestal que se hallaba en el centro de la habitación, desde donde resonaba la voz de la pitonisa de Delfos cada vez que pronunciaba su predicción. A la diosa cazadora le interesaba más ver esas cosas ínfimas que volver a siquiera intercambiar miradas con el dios de la fragua quien, lo quisiera o no, era un reconocido aliado de Hera pese a siempre llamarse imparcial y a decir que solo hacía armaduras para ella por amor al arte.
          Cuando se atenuaron las luces, un aire enigmático envolvió el ambiente. La mayoría de dioses allí no conocía la predicción del oráculo, pero la premonición de su hermano Apolo le bastaba para saber que nada bueno se diría en los próximos minutos. A la pitonisa no se le permitía entrar a dicha habitación cuando los dioses se hacían presentes, pues una simple mortal, por más mensajera de Gaia que fuese, seguía siendo indigna de hacerse presente frente a las doce mayores deidades de Etherias.
 

          —La Madre Gaia os da su bendición nuevamente a ustedes, dioses olímpicos —se le escuchó decir a la pitonisa en voz fuerte y clara.
 

          La escogida de Gaia era una muchacha joven, de quizás la misma edad que aparentaba la diosa Artemisa. Desde hace ya unos diez años ella había asumido la voz de Delfos, aquella tierra consagrada a la progenitora de todos. La reina de Arcadia había visto a aquella muchacha tantas veces parada en la entrada al recinto, sin hacer nada más que esperar. Siempre allí parada con sus ropajes de pitonisa, provista de un suelto vestido enterizo color marrón claro —debatiéndose tonos con el naranja— el cual le llegaba hasta los talones y cubría por completo su delicada figura, una extensa tela roja amarrada a la cintura que caía alborotada sobre la pierna izquierda y un manto del mismo rojo que cubría parcialmente su cabeza, mayormente por el lado derecho, dejando a la vista su alborotado y corto cabello púrpura, y la tez oscura de su piel que acompañaba a un rostro serio cuyos ojos mantenía siempre cerrados al no tener el privilegio de poder observar a los dioses.
          Aquella joven no le parecía la indicada para hablar del futuro de los dioses, pero cierto era que Artemisa prefería su voz jovial, un poco aguda y femenina a la de una anciana sexagenaria que entonase con tanta paciencia que incluso quisiese arrancarle la cabeza para llevarse a casa un trofeo nuevo.
 

          —El mundo que ustedes conocen pronto será sumido en el caos y la desesperación más absoluta que jamás se haya visto. Dentro de ustedes, alguien será el detonante de esta, la mayor guerra de entre las guerras, y será ese aquel que destruirá los cimientos de los reinos de Etherias.
 

          Su voz se calló y, en cuanto paró, la iluminación volvió a despejar las sombras de aquel recinto. Unas pocas palabras habían perturbado las mentes de olímpicos, dioses menores y humanos que allí se encontraban. Su hermano Apolo incluso se hallaba inquieto, ya que él no confiaba del todo en sus propios presentimientos, como sí lo hacía la mayor Artemisa. Mantuvo en cierta medida su calma y con la cabeza le hizo un pequeño gesto a su hermano, indicándole con ello que ya era hora de que se retirasen. Tanto Apolo como la Musa que le acompañaba le siguieron a ella y a su Sierva Real.
          Por los pasillos ambos se adelantaron ante la vista de los demás olímpicos, quienes quizás temieron que ellos fuesen los causantes de tal profecía. Los mellizos no les tomaron importancia y decidieron salir a los jardines de Delfos, donde un florido campo rodeaba el único punto en toda esa isla donde la teletransportación funcionaba. Un extraño campo de fuerza rodeaba aquella isla, concediéndole tanta seguridad que había sido por ello que era sitio de reunión de los doce gobernantes. Quizás era demasiada seguridad para el gusto de algunos.
 

          —Te lo había advertido, Artemisa —comentó el hermano menor, a pocos metros donde se hallaba la única “salida” de aquella isla—. ¿Ahora qué, cuál es tu plan?
          —¿Consideras prudente esperar a que alguien nos ataque, para así tener la ventaja de juego en territorios propios? No lo creo. Debemos actuar, Apolo, obtener cierta ventaja táctica —respondió Artemisa, segura de sus palabras.
          —Los planes hechos al azar no son planes, querida hermana. Necesitamos una estrategia, saber a qué nos enfrentamos —el rostro de Apolo se tornó serio en cuanto vio acercarse cierta presencia molesta—. Y eso, ni tú ni yo lo sabemos bien.
 

          Unos segundos de silencio reinaron entre ambos, pues sabían quién estaba a espaldas de Artemisa: una repulsión de nombre Hera. La esposa de su padre Zeus, quien odiaba a ambos y los miraba de forma crítica, degradándolos con cada ceño que les ofrecía. Muy a pesar de los cuarenta años que debía de aparentar, su piel lucía —en cierto sentido— jovial y tersa como la de una quinceañera gracias a la nada desconocida divina intervención de Afrodita. Su cabello largo, el cual llegaba a rozarle los hombros, era de tono castaño claro. Unas arqueadas cejas poco pobladas se hallaban sobre sus ojos verdes que, si bien le dotaban de más belleza, acentuaban su naturaleza de vil víbora.
          Quizás Hera no los notó en primer momento, pero cayó en cuenta al momento en que su hija y acompañante, Hebe, miró hacia donde estaban los dos mellizos hijos de Leto. Haciendo gala de su fastidioso ser, ella se acercó a donde ambos se hallaban conversando y les interrumpió, aunque ella hubiese intervenido cuando los labios de ambos se encontraban totalmente sellados. Artemisa se dio la vuelta para fruncirle el ceño a aquella a quien odiaba y que no era bienvenida en su conversación, pero la reina de los dioses la sorprendió agarrándole de la barbilla apenas la diosa cazadora estuvo cara a cara con ella.
 

          —Aunque tantos milenios hayan pasado, sigues teniendo esos horribles ojos con los que tu patética madre sedujo a Zeus. Aunque en cierto sentido, Leto obtuvo mucha fortuna, al engendrar a dos hijos de tan malos dotes —la reina de Basileia apretó más el delicado rostro de Artemisa, en afán de causarle dolor—. Su vientre solo albergó la escoria con la que Zeus no quiso profanarme y me alegro, quizás me hubiese suicidado de tener a dos hijos tan horribles como ustedes.
 

          Aunque Apolo estuviese allí, en cierto modo le aterraba hacerse enemigo de la reina de los dioses, quien más de mil veces había maquinado los más terribles planes para sus enemigos. Artemisa ya había tomado sus palabras como una provocación, y ella no se iba a amedrentar como sí lo hizo cuando fue una chiquilla llorona que solo se consolaba en el regazo de su padre. Ahora ella tenía la madurez suficiente para encararle, así que su mano derecha tomó la muñeca de Hera y apretó en ella sus afiladas uñas hasta que le hizo brotar el precioso icor de sus venas. La venerada matriarca gritó del dolor, hasta que ambas se soltaron mutuamente. La reina de Basileia le pidió ayuda a su hija Hebe y esta le sanó la profunda herida en unos segundos, en los cuales soltó mil improperios a la reina de Arcadia.
 

          —Sabía que demostrarías tu naturaleza de bestia, propio de la hija de una meretriz como Leto —exclamaba la antigua reina del Olimpo, pero se sentía impotente de no poder acabar con aquella escoria en ese instante.
          —Ni siquiera oses a pronunciar el nombre de nuestra madre —volteó a observar a su hermano, pero él había desaparecido hace ya varios gritos atrás.
 

          Callada se había mantenido hasta entonces Ifigenia, la acompañante de Artemisa. Sus escasas palabras en aquel momento donde debería haber tranquilizado a su deidad protectora se veían reflejadas en la canalización de su teletransportación. La distancia le impedía hacerlo con inmediatez, por lo que debía estar tranquila hasta entonces. Sabía que su diosa estaba iniciando un conflicto en aquel momento, pero debía detenerla antes de que Artemisa se rompiese las garras tratando de asesinar a la hija de Rea. Cuando ella tomó de la mano a su diosa, le hizo un pequeño gesto y ambas se marcharon a la señalizada plataforma arcana desde donde podían volver a su hogar en Arcadia.
          Desaparecieron ambas de la vista de Hera y su hija, pero eso no apaciguó su ira, por lo que furibunda regresó luego a sus aposentos en Basileia.
          «Destronaré a Hera. Lo he decidido», pensó Artemisa apenas volvió a pisar su amada Arcadia. Observó sus uñas y notó el asqueroso icor de Hera manchándolas. Su cuerpo estaba impuro y debía arreglar eso antes que todo. Se lo comentó en voz baja a su mano derecha, indicándole entre líneas lo que debía hacer aquella noche.


 


Si deseas leer un fanfic, puedes echarle un vistazo a mi historia, se agradecería:

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                              "Los Reinos de Etherias"      Ya disponible hasta el Cap. 34

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#2 Avbel

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Publicado 09 mayo 2021 - 04:47

Muy bueno Sagen, la reunión me pareció un poquito mas seria de lo que podría haber sido, en cuanto al enfoque del la historia desde el punto de vista de Artemisa me gusto.

 

Sigue así


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#3 SagenTheIlusionist

SagenTheIlusionist

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Publicado 16 junio 2021 - 01:33

Gracias por el comentario Red. Saludos.

 

Bueno, a continuación les presento el capítulo. Antes de ello, creo necesario explicar el ejército de la diosa cazadora. Principalmente considerando que, a falta de una fuente oficial (que se mueran las Satélites sosas), son invenciones de mi persona. Aunque claro el ejército, porque, como ya dije el mes pasado, la mayoría son personajes de la mitología griega.

 

Spoiler

 
 

Capítulo 2. La declaratoria de Artemisa
 
 

20:25 horas (Ar), 15 del Tercer Mes — Año 3015 E.O.

 

          Cada cierta cantidad de segundos la deidad observaba sus uñas, pues el recuerdo de seguir impregnadas con el icor de la víbora le aterraba. Reposaba en la comodidad de su trono, en espera del regreso de Ifigenia, a quien le había encargado alistar todos los preparativos necesarios para la purificación de su sagrado cuerpo. La inquietante espera fue solo de unos cuantos minutos, pues su mano derecha había fungido tal papel durante tanto tiempo que su eficiencia y dedicación era digna de ser reconocida por la reina de Arcadia. En cuanto la Sierva se plantó delante del trono real e hizo la respectiva reverencia, invitó a su deidad a seguirla. La diosa, con sus pies descalzos, caminó detrás de Ifigenia, recorriendo los inmensos pasillos que se habían erigido en el templo en su honor, y contemplando lo vacío que se hallaba a pesar de haber transcurrido tantos milenios.
          El templo de Artemisa se hallaba en medio de un espeso bosque cuyos árboles alcanzaban alturas difíciles de percibir a primera vista, y cuyas amplias ramas repletas de hojas cubrían por completo la ubicación de la edificación. Asentado en las faldas de una montaña de miles de metros, el complejo donde residía la reina abarcaba unas cuantas hectáreas cubiertas por el manto forestal. De tres pisos se componía el principal cuartel de la gobernante de Arcadia, siendo el último de estos donde se hallaban sus estancias y el trono que ocupaba en su puesto de regente de dicho reino. Ambas mujeres siguieron su camino, bajando las escaleras hasta llegar a la arqueada entrada del blanquecino edificio. 
          La piedra labrada y alisada había desaparecido dando paso a la alfombra de césped que se extendía por todos lados bajo sus pies. El cielo diurno era apenas perceptible bajo la tupida capa de hojas, viviendo en una oscuridad casi perpetua. Rayos de sol la atravesaban de vez en cuando, pero los de luna no podían, por lo que precisaban de cientos de antorchas de luz perpetua que alumbrasen los largos senderos que intercomunicaban los dominios de la diosa cazadora. Ifigenia se colocó al costado de su deidad y ambas avanzaron a la vez, pudiéndose guiar la deidad más por el sonido que hacían las pisadas de su Sierva al contacto con el pasto que con su propia vista
          Decenas e incluso cientos de pequeños ojos, brillantes en aquella oscuridad, observaban desde las penumbras a la reina pasar. Por sobre las ramas arbóreas y a los costados del camino a seguir, aquellos ojos que las observaban, en cierto modo les guiaban a donde debían ir, rodeando la periferia de la montaña, no saliendo jamás del bosque. Los animales se hallaban quietos, esperando que la diosa prosiguiese su camino, pues para ellos también era un honor el contemplarla fuera de su inexpugnable palacio. En cuanto los pasos de su diosa se alejaban, la fauna local volvía a sus diarios quehaceres, los cuales llevaban repitiendo desde hace ya siglos enteros.
          La Sierva condujo a su reina ante el único claro existente dentro de los límites del bosque, ubicado ligeramente al noreste de los aposentos donde ambas pasaban la mayor parte de sus días desde hacía ya dos milenios. Una brillante luna se remarcaba en el centro del cielo, en el justo medio, allí donde ninguna rama de árbol se atrevía a interponerse. Frente a ambas, precisamente ubicada, se hallaba una pequeña laguna, quizás tan grande como el palacio, y cubierto en toda su extensión por la brillante y bella luz lunar, la cual se veía reflejada en la superficie del agua. El norte estaba delimitado por los rocosos muros de una montaña, parte de la cordillera que cercaba sus sagrados terrenos frente a invasiones marítimas. Delante de esta, seis colosales piedras, cuyas formas eran naturales y desprolijas, se encontraban dispuestas sobre la orilla, parcialmente enterrada sobre el césped que no llegaba a tocar al pequeño cuerpo de agua.
          Ahora, siendo la deidad capaz de guiarse por sus propios ojos, la leal guerrera cazadora se separó de su diosa para concederle cierta privacidad. Ifigenia siguió caminando, debiendo andar a pocos pasos de la orilla, recorriendo su perímetro hasta ubicarse detrás de la piedra de mayor tamaño de las seis, la cual podía ocultarla por completo de la vista de su reina. Estando allí, ella se retiró las sandalias de tacón alto y ancho, que llevaba para verse aún más alta, y las dejó en mitad del césped. Las irregularidades de los costados le ayudaron a trepar y así alcanzar lo más alto de aquella grisácea piedra. Ifigenia esperó sobre la cima de aquella piedra a su diosa, quien de nuevo se hallaba bajo la protección de su guardiana.
          La reina Artemisa llevó sus manos a su espalda y, con sumo cuidado, tratando no rozar su propia piel, desanudó los pequeños lazos que sujetaban el vestido a ella. Pronto ella desabrochó los dos emblemas, tallados con la insignia de la cornamenta de un ciervo, los cuales se hallaban a la altura de sus hombros, uniendo la pieza delantera del vestido con la que cubría detrás. La prenda que cubría a Artemisa pronto cayó al no haber nada que la sujetase al cuerpo de la deidad, quedando su desnudez expuesta ante la intemperie. Antes de entrar a las frías aguas de la laguna, se acordó de retirarse los pendientes con incrustaciones de esmeralda que colgaban de ambos lóbulos, estos fueron dejados caer sobre la prenda blanca de algodón que ahora se hallaba impregnándose del aroma característico de las hierbas que la rodeaban.
          Poca profundidad le esperaba a Artemisa en su laguna personal, siendo su mayor profundidad apenas capaz de cubrirle los hombros. Poco a poco toda su hermosa y perfecta piel, del color de la leche, iba adentrándose más y más, quedándose ella cerca de la orilla opuesta, donde apenas su poco prominente busto llegaba a entrar en contacto con el agua. Bajo la atenta mirada de la diosa cazadora, cinco sombras se adentraron allí, siguiendo el mismo camino que ambas señoritas habían usado antes. Ataviadas con las mismas vestimentas que usaba Ifigenia, las recién llegadas dieron pasos rápidos y seguros hasta ocupar sus lugares sobre las piedras que hasta ese momento se hallaban vacías.
          Las órdenes de Artemisa eran absolutas, e incluso luego de miles de años, aquellas mujeres sabían de su posición al respecto. Al lado de Ifigenia, en la tercera piedra, contada desde el extremo izquierdo, se sentó Aretusa, quien era la más antigua del cortejo de Artemisa, a pesar del cuerpo joven que le había concedido la reina al dotarle de inmortalidad al igual que al resto de las Siervas Reales. Ellas dos eran las únicas a quienes se les permitía observar la majestuosidad de las carnes de Artemisa, y por dicho motivo sus miradas podían permanecer dentro del perímetro de la laguna. En cambio, las otras cuatro debían vigilar los alrededores y el sendero, pues ellas habían sido en algún momento pecadoras y no podían contar con el mismo privilegio que Ifigenia y Aretusa.
 
          —Diosa Artemisa, reina soberana de Arcadia, ahora nos encontramos reunidas las seis Sirvas Reales, sirvientes leales a su justa causa, llenas de honra por haber recibido esta posición —declaró Ifigenia, tomando la palabra a nombre de sus compañeras, quienes también la reconocían como su lideresa.
          —Me complace oír aquello, Ifigenia, pues es hora de que nuestras tropas se reúnan. Preciso de vuestra ayuda para hacer de esta tarea algo inmediato. El oráculo ha advertido de una guerra, y nosotros seremos partícipes de ella —el rostro de la deidad se hallaba ciertamente despreocupado, cosa que extrañó a Aretusa, quien conocía demasiado a la hermana de Apolo.
          —A sus órdenes, diosa Artemisa —exclamó con prontitud Melibea, tan precipitada como siempre lo había sido—. Pondré a su disposición a las trece Bestias Selénicas que usted dejó bajo mi mandato. Si lo cree así, en este momento daré aviso y las traeré conmigo.
          —Detente, Melibea —ordenó la reina—. Escoge a la mitad de tus hermanas, el resto permanecerá en Arcadia resguardando las fronteras. Permanece aquí hasta que esa nube consiga cubrir la luna —apuntó hacia el cielo con el brazo plagado de gotas que se escurrían por él hasta volver a la laguna—, ese será quizás el único descanso que nos demos antes de partir.
          —Como usted diga, Su Majestad —sus ojos no podían observar la presencia desnuda de la reina, ni mucho menos hacia donde apuntaba, pero al levantar la cabeza contempló la nube que había mencionado.
          —Ifigenia, considero prudente que convoques a Gorge. Su presencia en el campo podría darnos cierta ventaja táctica sobre los aires —la reina se mantuvo ensimismada, recordando la velocidad a la que ella había demostrado surcar los cielos—. Que las otras tres permanezcan en los pueblos cercanos a las fronteras y desde allí vigilen cualquier acción del enemigo.
          —Así se cumplirá, mi reina —respondió la hija del rey hereje Agamenón, retractándose de retirarse al momento tras recordar las palabras que le había dedicado a la inquieta Melibea.
          —En cuanto a nuestras fuerzas… —pensó largo y tendido, quizás incluso esperando que una de sus Siervas la interrumpiese.
          —Si seremos quienes lancen el ataque, considero que la legión de Guardabosques que lidero tendrá un mejor desempeño en el campo —intervino una de las que no había pronunciado palabra alguna, de largo cabello rubio opaco y ojos verdes como los campos. El vestido que le habían obligado a usar exponía los brazos fuertes y las manos llenas de ampollas, así como la ausencia de su seno derecho. 
          —Ciertamente Atalanta, es buena esa idea —la deidad dejó su cuerpo caer hacia atrás y se mantuvo flotando en el agua, permitiendo así que su cabello volviese a estar pulcro como a ella le gustaba. Al terminar volvió a ponerse de pie y comenzó a escurrirse el cabello—. Necesito que todos los preparativos estén listos para mañana mismo.
          —Como usted ordene —respondieron a una sola voz las seis chicas, quienes trataron de ocultar su sorpresa.
 
          La diosa consideró que la purificación había llegado ya a su final tras permanecer dentro de la laguna por al menos una hora. Tal como ordenó, las guerreras esperaron a que los rayos de luna fuesen ocultados por la impertinente nube, retirándose ellas del lugar tan rápido como habían llegado. Aquellas dos quienes podían contemplarla fueron las únicas que se quedaron, puesto que era labor de Aretusa el acicalar y darle cuidados al cuerpo divino de Artemisa, así como era trabajo de Ifigenia el resguardarlas a ambas hasta el templo donde la diosa se prepararía para la guerra que ella iniciaría contra la viperina Hera.
          Un poco torpe como siempre, Aretusa tuvo que ser tocada suavemente en el brazo por su compañera para reaccionar y bajar de la piedra donde se hallaba sentada. En sus manos llevaba una toalla color verde aguamarina de tamaño considerable y en sus brazos, colgando, un vestido de igual confección que el que había usado en su viaje a Delfos. Tras acercarse a la diosa, la Sierva se encargó de secar cada extremo de la anatomía de Artemisa, de la cabeza a los pies. Le calzó sus propias sandalias y le cambió de vestido, pues el otro se había manchado con tierra y pigmentos del pasto. Los aretes los guardó ella misma, pues era tradición de Artemisa no usar joyas cuando emprendía a la guerra. Ahora que ninguna gota discurría por su cuerpo, la diosa volvió a tener la piel tersa y suave, tal como era lo acostumbrado. Aretusa se encargó de atarle los nudos en la espalda de la reina, fijando más a ella la prenda y, tras acomodarle el largo cabello rubio, se retiró.
          Quedándose a solas Ifigenia y la diosa de Arcadia, ambas volvieron por sus propios pasos hasta el templo principal. Al pasar entre los innumerables árboles del bosque incluso se podía escuchar como Atalanta iba recorriendo y saltando de rama en rama con tal de juntar a las Guardabosques, tal como le había prometido a su reina. Incluso en las lejanías se escuchaba un potente ladrido ahogado, proveniente de la cueva donde cautiva se hallaba una hereje y las trece pertenecientes a su descendencia, mismo lugar a donde Melibea había acudido junto a otra de las Siervas Reales, quien llevaba por nombre Quíone.
 



* * *

 

22:00 horas (Ar), 15 del Tercer Mes — Año 3015 E.O.

 

          Las perreras del reino, se trataban de una amplia sucesión de cuevas cuya entrada se hallaba a algunos kilómetros lejos de los lugares a los que usualmente acudía la deidad, pues esta detestaba siquiera saber de su existencia. Había concedido tiempo atrás el cuidado y resguardo de dicho lugar a su Sierva Melibea, quien consideraba esto un honor y un castigo a la vez. Dentro, el hedor a podredumbre y sangre era tan evidente desde incluso la entrada a la caverna que ninguna de las demás deseaba realmente acercarse allí. Únicamente por curiosidad, Quíone accedió a la petición de Melibea, yendo junto a ella hasta ese lugar al que solo le podía tener aprecio aquella inconsciente.
          La joven Melibea era considerablemente más morena que el resto de las Siervas Reales, teniendo incluso el cabello corto y del color del ébano, raro incluso considerando la totalidad de las huestes de Artemisa. Era baja, de metro sesenta aproximadamente, pues casi se asemejaba en talla a quien le acompañaba. A su vez sus ojos eran grandes y curiosos, lo cual solo podía incentivar esa naturaleza inquieta que había forjado. Apenas había transcurrido medio camino cuando ellas oyeron el legendario ladrido de una de las habitantes de la perrera, motivo por el cual las dos guerreras apresuraron el paso. Era extraño escucharlas así de efusivas, pues aquel grito animal había sido capaz de oírse por todo el territorio de Arcadia.
          Al llegar frente a la rocosa entrada, no fue solo un ladrido el que los recibió, fueron más de los que Quíone podría haber diferenciado por sí misma, se notaban ansiosos, querían algo de ellas. Por primera vez en su vida, Quíone se acercó a las oscuras fauces de la montaña, pero fue detenida al momento de Melibea interponer su brazo en el camino.
 
          —Realmente no te lo recomendaría, Quíone —acotó la inquieta Sierva—. Creo que de aquí en adelante me corresponde solo a mí el avanzar.
          —No me vayas a hacer venir contigo sin motivos, Melibea —comentó Quíone, llevándose la mano a la nariz, intentando disimular con su delicadeza que aquel hedor no podía perturbarla—. Permíteme ser la primera extraña en mucho tiempo que te acompañe al interior.
          —No es un lugar al que muchos deseen acceder —dijo de repente la de cabellos negros—. Incluso a mí me es molesto venir.
          —Tus hermanas serán nuestras acompañantes en la incursión a realizar, debo acostumbrarme a realizar cosas que odio —declaró Quíone, llevándose la otra mano a la cintura, por sobre el vientre, mientras iba ya adentrándose en la cueva.
 
          Sin haberla podido detener, Melibea dio unos pocos pasos largos para poder alcanzar a su compañera, quien le había dejado boquiabierta con su actitud. Quíone era como una maestra para Melibea, pues ella le había enseñado todo lo que debía conocer de las Cazadoras, y de la lealtad a Artemisa. Melibea había sido una de las pocas sobre la faz de Etherias a quien la diosa de la cacería había concedido su perdón, un privilegio del que no muchos gozaban y eso bien sabían sus hermanas, quienes habían sido confinadas a vivir lejos de la presencia de la reina arcadense.
Mientras más iban adentrándose en la montaña, los ladridos de los canes resonaban más y más en las paredes, pues producían un eco casi ensordecedor con el que ellas no podían escuchar sus propias pisadas. Cada cincuenta pasos se hallaba una antorcha, brillaban estas con luz amarilla y siempre permanecían encendidas, pues la oscuridad asolaba allí. Por la cantidad de antorchas, Quíone calculó haber dado unos cuatrocientos pasos hasta hallarse ambas en una amplia cámara rocosa, quizás solo un poco más grande que el lago donde ambas se reunieron una hora atrás.

          Los ojos de Quíone rápidamente captaron por qué Melibea no había querido que ella le acompañase hasta el interior, pese a tanta insistencia pasada. Los trece canes advirtieron la presencia de las guerreras de Artemisa, pero siguieron degustando del manjar sanguinolento que manaba de sus bocas. Solo una de las perras dejó de lado lo que su instinto animal le ordenaba y se acercó a Melibea, le olisqueó y le lamió la mano incluso con la lengua manchada de sangre. A Quíone le pareció repulsivo, pero Melibea solo lo consideraba tierno. Cuando acabó de mostrar ese particular cariño y guardó la lengua dentro de sus fauces, la guerrera le acarició la cabeza al pobre animal, quien agitaba emocionada las orejas.
 
          —Un cadáver —comentó Quíone, observando con desagrado la escena.
          —Si lo fuera, debería estar muerta primero —dijo de pronto Melibea, quien soltó unas pocas risitas desconcertantes—. Es la generosidad de la diosa Artemisa la que permite que a mis hermanas nunca les falte qué comer.
          —¿Le cedió su sangre a algo como eso? No puedo ni imaginar qué habrá pensado nuestra reina cuando contempló aquello como una buena idea —sentenció Quíone, quien, tratando de acariciar a la menos fiera de las bestias, solo recibió ladridos de su parte, desistiendo de ello.
          —¿Ves allí donde mi linda hermana Hore trata de mordisquear con tanto afán? —Melibea señaló con alegría a donde una de los doce canes intentaba de devorar lo que parecía ser la zona ventral, si sus conocimientos de anatomía no le fallaban—. Alguna vez yo estuve allí, al igual que todas ellas. Supongo que ya habrás adivinado el porqué.
          —Así que aquí ocultaban a Niobe —respondió secamente. Su mirada no indicaba sorpresa alguna. Ella recordaba bien lo que ese nombre había generado en la deidad—. O al menos lo que queda de ella.
          —Su penitencia es un precio justo, si me permites decirlo —comentó un poco dolida, pero alegre y sonriente. Era extraña—. Mientras mis hermanas tengan comida y un lugar para vivir, así como el perdón de nuestra amada reina, todo está bien.

          Sentándose en el suelo y ensuciando su vestido con polvo, abrazó a la perra que había llegado hasta su costado. Le dio un beso en la frente, y mientras volvía a acariciarle el pelaje dio un sonoro ladrido que llamó la atención de sus doce compañeras de especie. Quíone recordó aquel sonido de cuando aún se hallaban afuera de la cueva y supo que se trataba de quien parecía ser la líder de la jauría, y la más inteligente de ella. En los siglos que había vivido nunca había reconocido a siquiera una de las Bestias en aquella forma, todas le parecían iguales. Todas eran grandes, quizás llegando a medir unos cuatro palmos desde las patas hasta las puntas de las orejas, y, además, sus pelajes tendían entre las tonalidades castaño oscuro y negro. No había manera alguna que Quíone las diferenciase, salvo si prestaba atención a los collares que pendían de sus flacuchos cuellos.
          En cuanto los animales detuvieron su voraz festín, Melibea pronunció trece nombres femeninos y acudieron estas en el acto. Cuando, tras correr, se detuvieron a pies de su hermana, las doce perras solo se dedicaron a gruñirle a Quíone, a quien consideraban una invitada no deseada allí. La Sierva observó con desdén como su compañera acariciaba a cada una de las cánidas, a quienes la reina Artemisa había reducido a tan patéticas existencias. Quizás en su desarrollado instinto animal, aquellas notaron el desagrado que Quíone pretendía ocultar de ojos de su camarada, con lo cual los ladridos no cesaron hasta que la Sierva de grandes ínfulas dio media vuelta y se marchó de allí sin mediar palabra alguna con Melibea.
          Ella seguía atontada dándole caricias y buenas noticias a sus hermanas, y estas le respondían siendo tan cariñosas como para embarrarle trocitos de entrañas apenas mascadas con cada lengüetazo que le daban como prueba de su particular afecto. Su rostro quedó pegajoso y lleno de saliva y sangre, pero eso no parecía molestarle en absoluto. No sabía cuánto tiempo había transcurrido, por lo que decidió darse prisa y llevarlas consigo. Las catorce hijas de Niobe se pusieron en marcha y salieron de la cueva. En su entrada Quíone, extrañamente, se había quedado esperándola para sorpresa de la inquieta Melibea.
 



* * *

 

04:00 horas (Ar), 16 del Tercer Mes — Año 3015 E.O.

 

          Artemisa se hallaba en su habitación, pensativa. Sus planes de guerra no se habían trazado, y solo eran sus instintos los que la habían motivado a actuar. Cogió entre manos el arco que le había forjado Hefesto cuando niña y tensó la cuerda, comprobando que había perdurado su característica elasticidad. Una y otra vez lo intentó, pensando que al apuntar una flecha imaginaria sus pensamientos se dispararían consiguiendo así una respuesta correcta, pero nada. Al sentarse en su lecho, recordó que Apolo le había ofrecido su apoyo a ella, pero también había recordado como ella se había enfrentado sola a Hera. No podía admitir que su hermano menor, quien no se había mostrado decidido, enfrentase también a Hera. Esta era una lucha en la que solo Artemisa debía tomar parte.
          En cuanto se reincorporó, con arco y carcaj en mano, llamó a Ifigenia. Las dos mujeres bajaron todos los peldaños que las escaleras tenían, llegando hasta el subsuelo. A varios metros bajo la recámara de Artemisa, las puertas de una bóveda se alzaban frente a ambas. La diosa apoyó su mano sobre la puerta, aún polvorienta —pues no había sido abierta en bastantes años—, y la empujó suavemente usando poca fuerza, pero dejando fluir su cosmos hasta la palma. La pesada puerta respondió al abrirse hacia los costados, revelando detrás todos los tesoros que había conseguido Artemisa a lo largo de su longeva vida. Y al centro del salón, entre lujos, riquezas y trofeos varios, se hallaba lo único que de dicha habitación apreciaba la deidad.
          Solo Artemisa se acercó, pues era la única que podía pisar aquel lugar, y cuando la tuvo a solo centímetros, extendió su mano. Colocó sus dedos sobre la preciosa esmeralda que decoraba el pecho de la hermosa armadura alada que se hallaba imponente sobre un pedestal de marfil blanco enjoyado. Al entrar en contacto con su cosmos divino, la deidad fue vestida por su armadura personal, forjada en la era mitológica por el herrero tullido. Artemisa ve veía imponente frente a los ojos de Ifigenia, quien solo podía quedarse asombrada cada vez que la observaba así de decidida.
 
          —Es hora, Ifigenia. le declararemos la guerra a Hera.


Si deseas leer un fanfic, puedes echarle un vistazo a mi historia, se agradecería:

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                              "Los Reinos de Etherias"      Ya disponible hasta el Cap. 34

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Publicado 23 junio 2021 - 13:50

Hola, está bueno tu fic.

 

A ver si les añades combates cuerpo a cuerpo; saludos.


Visiten mis crossovers, espero sus comentarios, abrazos fraternos desde Perú, y que Papá Dios les bendiga  ^_^ 


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Publicado 30 junio 2021 - 15:31

Hola buenas tardes, supongo que esto es una especie de Spin – Off o historia paralela a la que mencionas en el primer post. Por lo general suelo únicamente comentar al principio y al final de un Fanfiction sí que este no tiene mucho en lo que se pueda profundizar o algo realmente destacable. Aquí te dejo mis primeras impresiones:
 
Debo decir que mi llamo la atención que decidieras tomar por personaje protagónico u principal a Artemisa, ¿por qué lo digo?, por el papel tan soso que obtuvo en Overture, que si bien, fue mejor explorado en Next Dimension, la verdad es que a mi gusto, deja que desear. A simple vista parece ser la típica diosa genérica que quiere eliminar a los humanos solo porque sí. No sé qué visión tengas del personaje, pero al menos en mi opinión fue un personaje olvidable, no obstante y esto es algo que me gusto (por el momento) de tu fanfiction, presentas no solo a una Artemisa mucho más interesante y con más personalidad propia que la versión oficial y canonica del personaje, sino que además también nos presentas una visión diferente de los dioses, unos con facetas un poco propias mientras que otros más fieles a su versión oficial y canonica (Hades).
 
También les das una buena caracterización, distinguiéndolos unos de otros a diferencia del manga/anime original donde cada dios nuevo parecía un calco de Poseidon (Marte, Alone, Eris de Sho, Saturno y Hypnos son la excepción a esta regla) con uno que otro detalle distinto y por supuesto, un diseño diferente. 
 
La redacción y la narración son muy buenas, no tengo quejas con respecto a eso, te permites explorar las emociones de los personajes de una forma interesante mediante otros personajes u objetos, siendo Apolo, Artemisa y Hera los que a mi parecer tuvieron un mejor papel. 
Otro punto que me pareció interesante es el conflicto entre Artemisa y Hera, se nota la inspiración que tomaste de la mitología griega para esta historia. 
 
Saludos!
 
Edit: esa Hera... ¡Como la odio!, no importa si es mitología o una obra de ficción, esa diosa siempre me genera rechazo XP.

Editado por Daimonas, 30 junio 2021 - 15:35 .


#6 SagenTheIlusionist

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Publicado 15 agosto 2021 - 18:27

Buenas.
Aqui el perezoso este vuelve a mostrar la cara por fin por este tema. 
La otra semana publicaré el cap 4 en compensación por el tiempo muerto de publicación T.T 
 

Hola buenas tardes, supongo que esto es una especie de Spin – Off o historia paralela a la que mencionas en el primer post. Por lo general suelo únicamente comentar al principio y al final de un Fanfiction sí que este no tiene mucho en lo que se pueda profundizar o algo realmente destacable. Aquí te dejo mis primeras impresiones:
 
Debo decir que mi llamo la atención que decidieras tomar por personaje protagónico u principal a Artemisa, ¿por qué lo digo?, por el papel tan soso que obtuvo en Overture, que si bien, fue mejor explorado en Next Dimension, la verdad es que a mi gusto, deja que desear. A simple vista parece ser la típica diosa genérica que quiere eliminar a los humanos solo porque sí. No sé qué visión tengas del personaje, pero al menos en mi opinión fue un personaje olvidable, no obstante y esto es algo que me gusto (por el momento) de tu fanfiction, presentas no solo a una Artemisa mucho más interesante y con más personalidad propia que la versión oficial y canonica del personaje, sino que además también nos presentas una visión diferente de los dioses, unos con facetas un poco propias mientras que otros más fieles a su versión oficial y canonica (Hades).
 
También les das una buena caracterización, distinguiéndolos unos de otros a diferencia del manga/anime original donde cada dios nuevo parecía un calco de Poseidon (Marte, Alone, Eris de Sho, Saturno y Hypnos son la excepción a esta regla) con uno que otro detalle distinto y por supuesto, un diseño diferente. 
 
La redacción y la narración son muy buenas, no tengo quejas con respecto a eso, te permites explorar las emociones de los personajes de una forma interesante mediante otros personajes u objetos, siendo Apolo, Artemisa y Hera los que a mi parecer tuvieron un mejor papel. 
Otro punto que me pareció interesante es el conflicto entre Artemisa y Hera, se nota la inspiración que tomaste de la mitología griega para esta historia. 
 
Saludos!
 
Edit: esa Hera... ¡Como la odio!, no importa si es mitología o una obra de ficción, esa diosa siempre me genera rechazo XP.

 
Muchas gracias por pasarte a comentar Daimonas, en verdad se aprecia mucho :lol:
En principio a Artemisa la escogí porque, si bien en mi otra historia paralela tengo como protagonista a Athena, necesitaba a alguien del otro lado del mundo. Una diosa similar en muchos aspectos , pero con diferencias más que remarcadas. La diosa cazadora que en inicio de los mitos lloraba, pero que creció hasta ser ella quien encabeza la lucha. Me pareció desde el comienzo una de las más interesantes opciones que tenía para escoger.
 
Como adelanté en el prólogo, esta historia tendrá una buena catidad de inspiración en la mitología, y habrán otras cosillas que sí modificaré un poco en pos de que puedan encajar con otros mitos. 
 
Saludos Daimonas :lol:
 
Pd. Me esforcé mucho por no caer en el cliché de que Hera sea la antagonista de historia en que aparezca, pero como que... Su caracter tan especial no hace que la vea ni como una antiheroina xd
 
 

Capítulo 3. El Bosque de la Noche Eterna

 
 

 

06:30 horas (Ar), 16 del Tercer Mes — Año 3015 E.O.

 

          Los preparativos de guerra se estaban llevando a cabo con la premura que el asunto requería, siendo lo único en lo que las Siervas Reales ocuparon su tiempo aquellas horas de penumbra que siguieron a la reunión con su reina Artemisa. El alba comenzaba a relucir sus primeros destellos a través de las frondosas copas de los árboles, y sin embargo la oscuridad continuaba reinando aquellas tierras a toda hora. El Bosque de la Noche Eterna era el nombre con el que lo conocían los mortales que construían viviendas cercanas a sus límites, pues el miedo interno de estos no les permitía adentrarse en estas tierras que por tantos siglos habían permanecido vírgenes. Las féminas que Artemisa había seleccionado para conformar sus huestes eran las únicas capaces de pisar aquel paraje forestal, un lugar sagrado que se extendía por las dos terceras partes del reino de Arcadia. En aquel lugar era común el sonido de las flechas ser disparadas en búsqueda de una presa, pero ahora solo podía escucharse los feroces ladridos de las Bestias Selénicas, liberadas de su prisión por primera vez en tanto tiempo.
          El lugar de reunión en el que las guerreras habían acordado reunirse había sido el Lamento de Daphne, donde se hallaba unido tanto a cielo como a tierra el más grande árbol que Etherias albergaba. Muy a pesar de su considerable altura, la cual superaba un par de veces la de sus adyacentes, esta no era su mayor particularidad. Su tronco, en toda su extensión, recordaba las formas de una doncella, siendo remarcada su silueta en la superficie leñosa de este. Sus pies unidos a la tierra como gruesas raíces que sobresalían del suelo, sus brazos alzados como dos gigantescas ramas que se alzaban por sobre la efigie sin cabeza. Era un monumento impresionante, impregnado de la naturaleza silvestre que caracterizaba a la diosa cazadora y cuya fragilidad recordaba los preceptos de femineidad impartidos por esta. Era, en efecto, el lugar perfecto para darle inicio a su guerra.
 

          —Bien Eudoxa, Melia —con su dedo iba señalando la Sierva nióbida a donde sus hermanas debían colocarse, ordenándolas en dos filas y sentándose cada una en un lugar determinado—. Ahora, Ogigia, colócate un poco más pegada a Síboe.
 

          Varios metros alejada de su compañera, y de las hermanas cánidas de esta, se hallaba Quíone, observando sentada cómo un deplorable espectáculo se celebraba frente a sus ojos. Recordaba ver a aquellas feroces bestias devorar cadáveres, morder cuellos de gente hasta que se desangrasen por completo, ser impiadosas y arrasar con incluso aldeas helenas enteras, pero ahora solo parecían verse reducidas a simples adornos. Quíone se había sentado sobre el grueso enraizado, quedándose con la cabeza sostenida por ambas manos mientras a su alrededor observaba a una estúpida liderar bestias con mayor inteligencia que ella. Melibea se veía tan juguetona y con una actitud tan falta de seriedad que siempre se preguntaba si Artemisa había hecho lo correcto en elegirla como una de las seis Siervas.
 

          —Diosa Hécate, ¿no sabe acaso cuándo llegará nuestra reina Artemisa a este lugar? —La sierva se giró hacia su derecha, donde sobre otro enraizado se hallaba una persona cubierta de pies a cabeza con una capa negra—. Si paso otra hora observando a Melibea comportándose como deficiente le prometo cederle mis dos ojos para que trabaje con ellos como desee.
          —¿En serio? Es un regalo muy tentador… —pensó largo y tendido la diosa, cuya voz era chillona y aguda, como la de una niña. En sus manos el báculo que llevaba consigo lo movía de un lado a otro, casi al compás con sus ideas—. Pero creo que nuestra reina necesita que tengas bien tu vista ahora que nos dirigimos a la guerra.
          —¿No hay ninguna pócima o encantamiento que le dé un poco más de cerebro a Melibea? —Preguntó la Sierva mientras contemplaba cómo por quinta vez consecutiva su compañera ordenaba a las perras que mantuviesen una formación distinta.
          —Incluso la magia tiene ciertas reglas, Quíone. Puedo cambiarles la forma a los cuerpos, concederles la inmortalidad, devolverles la juventud, maldecir vuestras armas, un montón de cosas —dubitativa iba haciendo ruiditos pensando en cada cosa que había hecho a lo largo de su longeva vida—. Pero lo que pides es digno de un milagro.
          —Una lástima —murmuró—. ¿No se supone que son las más fieras guerreras de entre todas las Cazadoras?
          —Lo son. De hecho, si adoptasen sus formas reales, serían más violentas incluso debido a la maldición de locura que les impuse —pensó en voz alta. Retirándose la capucha que le recubría el rostro jovial, sus cabellos cortos y teñidos de verde fueron agitados por los vientos que plagaban el sitio—. Supongo que los lazos de sangre son más fuertes que cualquier hechizo.
 

          Las perras causaban un estruendo inimaginable, pues, aunque se hallaban sentadas tranquilas, movían las colas de un lado a otra, jadeaban, sacaban la lengua como si se tratasen solo de mascotas. Sus aspectos les dotaban de cierta aura atemorizante, pero su actual comportamiento distaba de causar miedo. En mitad de las innumerables órdenes que Melibea se esforzaba en pronunciar, una de sus trece hermanas abandonó la formación y, caminando sobre sus cuatro patas, avanzó curiosa hasta donde se hallaban la diosa y la Sierva sentadas. Cuando la nióbida humana se dio cuenta de su ausencia gritó varias veces su nombre, Neera, en afán de que volviese con ellas. La curiosidad de la perra le hizo acercarse a Quíone, quien con cierto miedo extendió su mano con tal de acariciarle la cabeza. Aún la recordaba, ella era la que había ido al encuentro de las dos Siervas en aquella sucia y repulsiva caverna.
          Sus ojos parecían menos sedientos de sangre que en aquella ocasión. Sus fauces aún iban empapadas de sangre de liebres y venados que encontraron por los caminos hasta allí, pero había dejado de enseñarle los caninos como amenaza. Su pelaje debatido entre el gris y el negro le hacían ver como si fuese una loba domesticada en lugar de una perra. Con cierto asco, Quíone permitió que la perra rozara su pelaje contra su delicada pierna. La Sierva la había visto bien en todo el trayecto hasta aquel lugar, y sabía por ello que era la líder de las bestias hermanas. Cuando la palma de Quíone se acercó al rostro apacible de la cánida, Melibea apareció en el acto para llevarse consigo a su hermana. La actitud del animal cambió de forma súbita en tan solo milésimas de segundo, queriendo casi arrancar la mano de la compañera de su hermana cuando esta se hubo acercado.
 

          —Disculpen mi descuido, Quíone, diosa Hécate —se lamentó con torpeza la única nióbida que conservaba su apariencia original, inclinándose varias veces como si eso arreglase algo—. Vamos, Neera, regresa a la formación. Nuestra reina Artemisa está pronta a llegar.
          —Cuida mejor de esas bestias, Melibea —comentó con fastidio la otra Sierva.
          —No son bestias, son mi familia —decía con cierta extraña alegría en el rostro—. Pero tienes razón, voy a tratar de que se comporten mejor, Quíone. Igual, lamento las molestias.
 

          Con prontitud se retiró la Sierva de piel morena, dando chasquidos rápidos, llamando así la atención de su hermana Neera. La fiereza demostrada se tornó en una mansedad tal que provocaba arcadas. Un par de veces el animal viró su cabeza en dirección a Quíone, observándola sin el odio que podía llegar a demostrar.
 

          —Le caes bien a Neera —sentenció la diosa bruja entre unas escuetas risas.
          —Igual de bien que Hera a nuestra reina —comentó con cierta molestia. Sentía incomodidad de la situación, y aún le resultaba enigmático porqué andaba más fastidiada con Melibea de lo usual.
          —A lo largo de mi vida he escuchado varias veces que los humanos dicen que los más fieles acompañante para ellos son los perros —dijo la deidad con aspecto infantil, jugueteando con sus piernas moviéndolas de adelante hacia atrás—. Dicen que si los tratas bien te acompañarán por siempre como una bella amistad.
          —Con razón ellas andan tan apegadas a Melibea —decía sin tomarle la más mínima importancia—. Creo que lo único que intenta Neera es asesinarme como a esas helenas del pasado. Debe notar que las odio a ellas y a su hermana, no soy tan buena para disimular.
          —Sus instintos son mejores que los nuestros, no me sorprendería —se rio para ella misma la hechicera Hécate. De pronto se colocó de pie de un salto—. Creo que debería preparar un poco más del Esencial de Cordura, nunca se sabe cuánto será suficiente. Separaré algo para ti, Quíone.
          —No es necesario, diosa Hécate. Dudo bastante que aquellas bestias quieran recibir algo que hubiesen tocado mis manos antes.
          —Tonterías. Piensa en todas las posibilidades que puedan surgir —se burló la anciana en cuerpo de niña—. Aunque la reina haya concedido el honor de ser su comandante a Melibea, no significa que solo ella pueda decidir sus futuros. Tu rango es superior al de ellas, eres igual de capaz de manejarlas que ella, solo que no quieres.
          —Está bien —aceptó a regañadientes. No quería continuar discutiendo sabiendo que la diosa bruja impondría su voluntad de todas maneras.
 

          La pequeña bruja se colocó frente al majestuoso árbol que era el Lamento de Daphne y, tras recitar un par de oraciones ininteligibles para el oído de Quíone, la corteza frente a ella se fue retrayendo hasta quedar visible la entrada a la morada de la deidad hechicera. Dentro, una iluminación perenne cubría una habitación en forma de cúpula, donde a cualquier sitio que vieses encontrarías más y más misteriosos objetos, desde especias mágicas almacenadas en pequeños contenedores con forma de salero hasta recipientes de cristal con sangres y venenos de todo tipo. Allí Hécate había ideado las mil y una locuras que habían dado a conocer su personalidad excéntrica ante los demás dioses y el mundo.
          Un agudo y estridente gañido proveniente del norte hizo levantar la mirada a Quíone, esa era la señal que marcaba la llegada de Gorge, la vigía de los aires escogida por la reina. Su apariencia de halcón les había ayudado en incontables ocasiones a prever ataques del enemigo, sin darse cuenta ellos de que fuesen vigilados por una de las Cazadoras más destacadas de la orden de Artemisa. Con su vuelo descendió el árbol dándole varias vueltas hasta llegar ante la Sierva Real que aún esperaba sentada a que su reina se hiciese presente. Cuando hubo asentado su par de garras en el mismo enraizado donde antes se había sentado Hécate, el halcón acomodó sus alas. Sus ojos penetrantes quedaron fijos en Quíone hasta que la bruja hubo salido por fin de sus aposentos
 

          —Es un verdadero problema el tuyo, Gorge —criticaba la deidad chillona—. Si no fueses tan veloz, podría darte un colgante con la Esencial necesaria para que puedas volver a la humanidad un par de ocasiones.
          —Que esté aquí significa que Ifigenia no tardará en llegar —comentó Quíone sin darle mayor importancia a la recién llegada.
 

          La diosa bruja sacó de entre sus túnicas oscuras una bolsa pequeña de tela marronácea y se la entregó en las propias manos a la Sierva Real de cabello castaño. Quíone la recibió algo extrañada, pues su tamaño era similar al de uno de sus puños, y la textura que podía sentirse a través de la tela era blanda, como si se tratase de tierra húmeda. Con un ademán malicioso, Hécate incitó a la joven a conocer su contenido con sus propios ojos y tacto, sabiendo de primera mano que le causaría asco. Esta desprendió un hedor considerable desde el momento en que abrió la bolsa, pero aun así usó su índice para coger un poco de la sustancia, la Esencial que la diosa bruja había preparado hace apenas instantes.
 

          —Si te preocupas por el olor, descuida. En una o dos horas pasará eso —comentó pensativa la de túnica negra. Hizo otro ademán, señalándola tanto a ella como al ave frente suya—. Unta un poco en dos de tus dedos y dáselo a Gorge, con esa ración debería bastar.
          —Recuerdo haber visto a Ifigenia hacer esto antes, pero no pensaba que fuese tan repulsivo —dijo mientras embarraba las yemas de tanto su índice como su medio con la sustancia—. ¿Así está bien?
          —Supongo. Solo implora que Gorge no te arranque la piel de los dedos —se burló la deidad bruja, cruzándose de brazos en espera de lo que debía suceder.
 

          Apenas la Sierva Quíone se acercó unos pasos y extendió su mano para alimentar al halcón frente a ella, el pico del ave y su lengua comenzaron a ingerir presurosos la sustancia que había preparado Hécate. A la muchacha de largo cabello castaño no le incomodó tanto como el pensar que tarde o temprano debería hacer lo mismo con la lengua de una sucia bestia cuyas fauces solo hedían a muerte. El ave dio un salto hacia adelante, desprendiéndose de su cómoda posición en el enraizado y cayendo pronto al suelo ya con formas humanas. Arrodillada ahora, Gorge levantó su cabeza y observó a Quíone a los ojos, tal y como lo había hecho antes de ser su cuerpo devuelto a la normalidad.
          A pesar de su desnudez, Gorge nunca se fijó en ello hasta que las frías corrientes de aire le recordaron la carencia de las plumas que antes recubrían su cuerpo. La bruja Hécate sacó debajo de su túnica una capa color caoba doblada casi a la perfección y se la tendió a la vigilante de los cielos. Esta se colocó de pie tan pronto como pudo, revelando los centímetros que le llevaba de diferencia a Quíone, y cogió la capa mostrando todo el agradecimiento que podía ofrecerle a una de sus deidades. Ahora cubierta de los hombros a las rodillas, Gorge se sentía algo más cómoda de hablar. Mantenía su aspecto jovial de cuando fue maldecida, sus ojos llegaban a ser claros y penetrantes, una nariz aguileña se hallaba en medio de estos, y unas cuantas pecas se esparcían por sus mejillas. Sus rizados cabellos eran marronáceos, de las mismas tonalidades que lo había sido su plumaje, y sus pies lucían garras arqueadas, acentuadas debido a la infinita cantidad de tiempo que había permanecido convertida en ave esta última ocasión.
 

          —¡No sabes que gusto es estirar las piernas por primera vez en medio siglo! —Exclamó con animosidad la antipática Gorge. La Sierva recordó entonces cuán mal le caía—. Imagina que desde que nuestra señora Ifigenia aprendió telepatía con menor frecuencia me permite volver a esta forma.
          —Creo que nos hizo un favor a todos —murmuró Quíone, tratando de no lanzarle también una mirada de desprecio a juego.
          —¿Dijiste algo, Quíone? —Preguntó desconcertada la vigía. Llevó su meñique al interior de su oído y hurgó en él creyendo que eso le ayudaría a escuchar mejor—. ¿Sabes? Es incómodo a veces superar la barrera del sonido. ¡Ahhh! Que molestia es esta.
          —No dije nada, descuida —hizo un gesto con la mano. No quería saber nada de ella.
          —De camino aquí vi a Calisto y a Atalanta —comentó con un tono molesto—. ¿También traerán aquí a las Guardabosques? Había visto que unas cuantas les seguían. Hubiera sido más rápido si me lo pedían a mí —se jactó de sí misma, inflando el pecho de orgullo—. Sigo pensando que Atalanta debería aprender a confiar más en mis habilidades.
 

          «Sigue pensándolo entonces, ave estúpida», comentaba Quíone para sus adentros. No era la única de las Siervas a la que le fastidiaba la actitud altanera que caracterizaba a la vigía Gorge. De hecho, incluso entre las Guardabosques su fama era tan mala que por ello Atalanta se encargaba por sí misma de comunicar sus recados. Ella era ágil y se había criado desde niña en áreas silvanas, sus cientos de años de existencia solo habían afinado sus sentidos salvajes. Se desplazaba por sobre los árboles tan rápido como lo hacía corriendo sobre tierra, verla era todo un espectáculo y por ello Quíone sabía de las mentiras que había pronunciado la vigía. Atalanta ya debía haber cumplido su misión con éxito, sobre todo si su maestra Calisto se hallaba junto a ella.
          Más pronto que tarde sus palabras corroboraron su certeza, pues las dos nombradas habían llegado acompañadas del escuadrón compuesto por una veintena de guerreras de cabellos color crepúsculo, todas ellas cubiertas por las Hybris que Artemisa pidió al dios de la forja que le fabricase. Sus armaduras lucían un metálico tono verde hoja, recubriendo buena parte de sus esbeltos cuerpos. Al ser diestras arqueras, sus brazos lucían más protecciones que sus piernas, e incluso portaban hombreras que llegaban a parecer de proporciones ridículas sin tomar en cuenta su función de proteger la mejor destreza de las Guardabosques. A espaldas cargaban consigo arcos de plata de considerable tamaño, un arma que era también característica de su lideresa Atalanta.
 

          —¡Al fin terminamos, maestra Calisto! —Exclamó llena de energías la jovial arquera rubia de ojos esmeralda. Ella extendía sus brazos hacia el cielo, demostrando su alegría contagiosa—. Pensaba que llegaríamos tarde a la reunión y que nos dejaría atrás nuestra reina Artemisa.
          —Hubiéramos terminado antes si no me hubieras pedido ir contigo —se quejó Calisto, la de cabellos castaños rizados, que no parecía mucho mayor que Atalanta pese a llevarle siglos de diferencia—. Si recordaras, aunque sea, que no poseo la misma agilidad que tú, no te hubiera retrasado las últimas horas.
          —Terminamos con nuestro cometido, y eso es lo que cuenta, maestra —concluyó aún contenta. Aún no se había fijado siquiera en quienes le rodeaban—. Miren a quien tenemos aquí, ¡Quíone! Es una grata sorpresa ver que hayas sobrevivido a las Bestias Selénicas. Cualquiera pensaría que ya serías su nueva presa.
          —¿Tú lo sabías? —Preguntó sorprendida Quíone.
          —Pensaba que era un hecho que todas conocían —la arquera comenzó a enumerar ciertos recuerdos dentro de su cabeza—. A ver, yo y mi maestra le dimos caza a las catorce Nióbidas, Aretusa estuvo allí cuando apresaron a la madre y le concedieron la pena, Melibea siendo guardiana de allí es obvio que lo supiera y tú… —pensó un rato largo mientras iba caminando de un lado a otro—. Ah, es cierto, no lo sabías.
          —¿Y por qué demonios no me dijiste, ni siquiera un comentario al aire? —Cuestionó Quíone algo enfadada, pero su rostro no lo demostraba—. Podrías haberme ahorrado una imagen asquerosa que no se borrará de mis pensamientos nunca.
          —Disculpa, se me pasó por alto —se arrepintió, mostrándose bastante afectada por haberle fallado a su amiga—. Pero de verdad ¿cómo pensabas que se alimentaban si es que no las dejábamos salir de allí? Es que tú también…
          —Tranquilicense las dos —ordenó Calisto actuando de mediadora. En tiempos normales las hubiese dejado en paz y las observaría con gusto, pero no era momento. Incluso su cosmos lo sabía—. Compórtense, pronto llegarán Ifigenia y Aretusa acompañadas por Su Majestad y no es admisible que estén discutiendo en su presencia.
          —Está bien, maestra. Relájese —decía Atalanta con una escueta sonrisa que lograba tranquilizarla—. Ya escuchaste Quíone, dejaremos nuestra charla para después.
 

          La reina no se hizo esperar, llegando al Lamento de Daphne apenas minutos después que arribasen sus demás tropas seleccionadas. Giró la mirada a la izquierda observando allí a la legión de arqueras lideradas por Atalanta rindiéndole pleitesía, en frente suya se hallaban las bestias desencadenadas por Melibea para causar los mayores destrozos posibles en tierras de Hera, y a su derecha se hallaban sus confiables acompañantes y Gorge, la vigía. Estando congregadas todas las piezas importantes en la guerra, Aretusa se apartó del medio, dejando en el centro de las miradas a la diosa reina de Arcadia y a la mano derecha designada por esta.
          La soberana de Arcadia tomó la palabra. Llevaba consigo puesto un vestido color hoja, un calzado simple de cuero y una capa verde oscuro sobre sus hombros. Un recuerdo salió a flote en los pensamientos de Calisto, pues esa era la vestimenta que había usado el día que se reencontraron luego de siglos de penitencia. La elección de sus prendas no había sido aleatoria, esas eran sus favoritas siglos atrás cuando se daba el lujo de arrebatarle la vida a pequeños animales por deporte. Esta guerra no sería diferente, pues la cacería había comenzado y su nueva presa tenía nombre, Hera. Ella la destronaría a cualquier costo y reclamaría su cabeza como trofeo antes de arrojárselo a sus Bestias.
 

          —Hécate, quedarás al mando de Arcadia mientras no esté —ordenó la diosa soberana. En el rostro infantil de la bruja se notaba decepción—. Necesito que alguien capaz lidere las defensas del reino. Aretusa, quédate a su lado, por favor.
          —Así se cumplirá, Artemisa —respondió entre risillas Hécate, disimulando así su descontento.
          —Las demás vendrán conmigo —ordenó la reina con firmeza, causando alivio en sus demás guerreras—. Necesitaremos de todas las fuerzas de las que podamos disponer si queremos acorralar y aplastar a Hera —volteó su mirada hacia su más fiel Sierva—. Ifigenia, ¿trazaste el plan tal como te pedí?
          —Por supuesto, Su Majestad —la hija del rey hereje llevó su mano a la barbilla, recordando cada uno de los pormenores que había ideado—. Nuestros esfuerzos pasados nos indicaron que es preferible guardar nuestras fuerzas para el combate decisivo, por lo que atravesaremos el Cañón de Dédalo en Olimpia, eso nos dejará a medio camino. Deberíamos llegar a la ciudad de Tebas en quizás medio mes, para entonces será recomendable descansar allí. Tal vez en otra mitad de mes logremos alcanzar la frontera norte de Basileia si todo sale bien.
          —Seguiremos las instrucciones de Ifigenia al pie de la letra —ordenó Artemisa. Sin lugar a dudas se había emocionado cuando recordó el premio que le esperaba sobre el trono de Basileia—. ¡Nuestra misión es asesinar a Hera antes de celebrarse el siguiente Oráculo! ¡Cuento con todas para llevarlo a cabo!


Si deseas leer un fanfic, puedes echarle un vistazo a mi historia, se agradecería:

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                              "Los Reinos de Etherias"      Ya disponible hasta el Cap. 34

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SagenTheIlusionist

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Publicado 25 agosto 2021 - 04:54

Aprovechando que es mi mensaje 7k publicaré el cap de esta ocasión.

Oh Calisto, Calisto, Calisto... Por suerte no eres la odiosa de ND. El capítulo de hoy se centra en su persona, en su pasado. Es de hecho uno de los capítulos más largos de Etherias, y uno de los que más me gustó escribir, si me permiten decirlo. 

Antes de que los doce reinos fuesen creados ella ya había sido castigada por Artemisa. La guerrera inmortal que se convirtió en su primera Sierva Real, Calisto.

(Si esa pequeña into de personaje la leen con voz del narrador del anime hasta sería más gracioso, la vdd.) 

 

Capítulo 4. El preciado recuerdo de Calisto

 
 

 

Era del Mito. Casi trescientos años antes del Éxodo Olímpico

 

 

          Antes incluso de la fundación del glorioso reino de Arcadia, Calisto había sido compañera de la diosa olímpica, una más del cortejo de caza de Artemisa. Ella era diestra en el arte de la cacería, atrapando presas antes que el resto de ninfas, quienes también llevaban sus arcos consigo, pues sus dotes en aquel arte eran dignas de ser valoradas. Al ser la única humana a quien se le permitía interactuar con la deidad, Calisto era respetada tanto por las dulces ninfas como por todos los mortales que conocían su nombre. Había seguido los pasos de su diosa, viéndose arropada con preciosos vestidos blancos de hilo de Aracne, una maravilla que solo podía encontrarse en las vestimentas de quienes eran reconocidos como los seres humanos más confiables de cada uno de los dioses que gobernaban el Olimpo.
          Calisto acostumbraba bañarse en la ribera del río, siendo algo despreocupada pues cerca suyo las ninfas del bosque, compañeras de ella, se hallaban salpicando agua sobre sus rosáceos cuerpos, jugueteando entre ellas tal y como era lo habitual. Días de paz se vivían en aquel enorme bosque de bellos claros, flores hermosas de todo color, y manantiales de agua cristalina. Como ningún hombre tenía permitido acercarse al séquito de Artemisa, la joven humana se sintió a salvo. A pesar de ser ella tan querida, se alejaba un poco de las demás, pues estimaba mucho su privacidad. Cuando Artemisa se apareció frente a ella en aquel día, se sintió aún más segura, pues mientras aquella a quien admiraba se hallase cerca, estaría protegida de cualquier mal.
          Pronto, incluso Artemisa, quien se había acercado a la joven desnuda, cayó presa de los encantos de su súbdita. De su hermoso y largo cabello castaño rizado, de las curiosas y bellas facciones que se formaban cuando Calisto alababa a la diosa de la caza, de cada extensión de su rosado cuerpo femenino. El agua que empapaba su ser solo despertaba oscuros deseos y, cuando menos lo pensó la compañera de Artemisa, fue guiada por la diosa lejos del cuerpo de agua, quedando tiradas ambas en el verde césped. Pronto los ojos de Calisto comenzaron a ver todo borroso, y sus ojos difuminaron todo lo que le rodeaba, no sin antes observar cómo el rostro de su hermosa diosa Artemisa desaparecía mientras iban siendo reemplazadas sus facciones por los rasgos que caracterizaban el impresionante aspecto del rey de los dioses olímpicos, Zeus.
          Cuando de la semilla plantada nació el fruto, nueve meses más tarde, la diosa ardió en cólera tras descubrir a la pequeña cría recién nacida y la ruptura del voto de castidad de su acompañante. Por más que la joven rogó e imploró, su voz no llegó a Artemisa. Ordenó a una de sus ninfas, de nombre Aretusa, traer su carcaj dorado, el cual se hallaba repleto de flechas de pequeñas puntas metálicas que emanaban un particular olor agridulce. Su aroma se asemejaba al de los venenos que la deidad empleaba para aturdir a sus presas durante sus largas jornadas de cacería. Con el arco alzado, la diosa apuntó a quien había sido parte de su séquito, quien llevaba a su bebé en brazos, cubierto aún de los rastros del difícil parto.
 

          —Diosa Artemisa, por favor —suplicó ella con ojos llorosos, desbordantes de lágrimas—. Discúlpeme, en verdad discúlpeme. No le haga daño a mi pequeño Arcas, apenas ha venido al mundo y sería injusto quitarle la vida por culpa de un error mío.
          —Calisto, Calisto, Calisto… —Con flecha en mano, la diosa tensó el arco. Sus ninfas acompañantes, asustadas, se apartaron de en medio y tapándose los ojos para no ver el desenlace—. ¿Por qué tú? Lo prometiste… Me juraste nunca manchar tus carnes y ahora traicionas a tu juramento.
          —Se lo prometo, diosa Artemisa, discúlpeme, yo… —se le entrecortó la voz. Nunca antes pensó encontrarse en tan difícil situación de vida o muerte.
          —Entonces dime, ¿quién entró en nuestras tierras y yació contigo? —Cuestionó la deidad con ojos llenos de lágrimas, sentía la traición recorrer su pecho. Solo la compasión hacia quien había sido su amiga mantenía su dedo en la cuerda—. Es inconcebible que algo así ocurriese, es imposible. ¡Dime que me equivoco, dímelo! 
          —Fue vuestro padre Zeus, diosa mía, yo… —Calisto observaba el dolor que cargaba la joven diosa de la caza, incluso observó cómo sus ojos perdieron su fuerza y se quebraron al oír aquel nombre.
 

          La hija de Leto se sentía traicionada, engañada, incluso creyendo que le estaba tratando como a una niña ingenua, tal como hacían todos sus enemigos. Su respuesta solo había sentenciado su vida, pues la diosa no dudó en disparar su flecha. Ella creía en la inocencia de su padre, aquel que siempre había estado para ella cuando sus enemigos atacaban, al único y todo poderoso héroe que le salvaría a ella del miedo. La cabeza de la flecha, perforó el pecho derecho de Calisto, no rozando por poco la cabeza del infante que lloraba y lloraba. La sangre comenzó a manar, tiñendo el bello vestido que la misma diosa le había regalado a aquella joven.
          Intentó gritar una vez más, pues sentía que la vida se le arrebataba. Con dificultad dejó a su recién nacido en el césped, pues sabía que ella no podría criarlo cuando partiese al mundo de los muertos. En un arranque de desesperación, Calisto se arrancó la saeta clavada en su busto y la dejó tirada en el suelo. Más del rojizo fluido que le mantenía con vida debía de brotar de aquella herida, pero no lo hizo. Ella lloraba, sabía que su vida se había acabado, y por puro instinto deseó gritar el nombre de aquella bondadosa diosa a la cual ella había sido siempre devota. Cuando tuvo las fuerzas de hacerlo, su garganta dejó de seguir sus órdenes y sus palabras dejaron de ser pronunciadas. Su melodiosa voz había sido sustituida por un grueso e ininteligible grito animal, un rugido.
          Trató de tocar su garganta en mitad del susto, pero se hizo daño. Sus delicadas manos habían sido sustituidas por las ásperas y peludas patas. Cuando su cuerpo comenzó a crecer y a ganar pelo en todo su ser, las prendas que cubrían su desnudez se rompieron, quedando en trizas el regalo que Artemisa le había concedido a su guerrera. Aquello significó la ruptura de aquel lazo forjado por tantos años con aquella doncella frágil que de la nobleza había escapado y se había acogido bajo el manto de la diosa cazadora. De Calisto no quedaba nada más que la triste imagen de una osa, parada sobre dos de sus patas, desconcertada y perdiendo el equilibrio, desplomándose al suelo.
          La criatura en sus brazos chillaba como si no hubiese un mañana, pues se había separado de los brazos de aquella quien le había traído al mundo. «Arcas», pensó la pobre madre convertida en bestia, extendiendo su pata en dirección a donde se hallaba su hijo sobre el suelo. Cuando sus ojos volvieron a notar la naturaleza animal de sus extremidades, se paralizó y no pudo alcanzar al infante. Por orden de la diosa, Aretusa corrió en dirección al niño y lo resguardó entre brazos. Le hizo unas cuantas caricias que lo apaciguaron y se lo llevó de allí sin hacer mayor reproche. Ahora que no había impedimentos, Artemisa volvió a meter la mano en su carcaj, sacando una nueva flecha, colocándola y apuntando a la traidora Calisto. Sus ojos llenos de tristeza observaron cómo, el instinto de supervivencia primó en el animal, tratando de huir de ella y su todopoderosa arma.  
          El segundo disparo de Artemisa falló por voluntad propia, quedándose clavada aquella saeta en uno de los árboles que cubrió el escape de la ahora osa. El miedo primó en Calisto y en su instinto de supervivencia, dejando atrás al hijo que acababa de engendrar. El dulce bebé en brazos de Aretusa fue mecido por la ninfa hasta que sus ojitos se cerraron. Artemisa bajó el arco cuando dejo de ver el pelaje marronáceo de aquella úrsida bestia que se había escabullido de ella entre los arbustos. Observando al frágil infante ella esbozó una sonrisa, y sus ojos volvieron a tener la mirada amable de cuando compartía tiempo con su séquito.
 

          —Llevemos al niño ante Hermes cuanto antes —ordenó la deidad de la caza—, él sabrá a la perfección quién podría criarlo.
          —Diosa Artemisa, creí que usted anhelaba la muerte de este pequeño —opinó la ninfa a su costado, aun meciendo entre brazos al hijo de Calisto.
          —Creo que nos dijo la verdad, al verlo más de cerca puedo notar algunas facciones de mi padre mezcladas con las de ella —la hermana de Apolo agachó su cabeza para observar mejor al bebé—. Es uno de los descendientes de Zeus, lo puedo aseverar.
          —Entonces, Artemisa, ¿por qué maldijiste a Calisto si admites que no te engañó?
          —No puedo juzgar a la criatura, pues él no tuvo la culpa de nacer, así como Calisto no tuvo culpa de haber sido escogida por mi padre —admitió. Artemisa caminó y retiró del tronco del árbol la flecha que había fallado su objetivo—. Pero no tenía elección. Si no le transformaba en osa, seguiría en la mira de mi padre hasta que Hera la volviese cenizas.
          —Pero igual morirá —pensó la ninfa, siguiendo a su líder.
          —Quién sabe —la deidad se mantuvo observando la flecha en su mano—. Estoy segura de que esta no será la última vez que nos veamos. Aunque no sé si me reconocerá la próxima vez que nuestras miradas se crucen.   
 

          Al momento de apuntarle, Artemisa sabía que su disparo no atravesaría ningún órgano vital de quien había sido su compañera. Usó la fuerza suficiente para atravesar el carnoso busto de Calisto, que había crecido unos centímetros tras haber dado a luz. La punta de la flecha era tan punzante como una aguja, y en ella había depositado unas cuantas gotas de su icor, la sangre que fluía por las venas de los dioses. Esta, al igual que la maldición, se habían apoderado del cuerpo de quien había sido preñada por Zeus. La deidad sabía que aquella sería la única forma de concederle una vida más longeva a quien había sido su compañera de caza, a costa de que le odiase por ocultarle su, quizás, penitencia inmortal.
          Poco podía controlar Calisto su nueva y pesada apariencia, llegando a tropezarse mucho y a morder suelo varias veces antes de considerar que ya se hallaba a salvo. Volteó hacia atrás la cabeza, pero no observó que nadie la siguiese y eso la alivió. En su corazón aún se hallaban el dolor de haber perdido todo aquello que conocía, su apariencia, su hijo, sus seres queridos, y por sobre todo a la diosa que ella juró amar y venerar. Pero ya no podía volver atrás, era demasiado tarde para suplicarle perdón a aquella diosa que se lo había negado al dispararle aquella flecha que la convirtió en un animal. Sin un hogar ahora, la osa comenzó a vagar y a alejarse del lugar donde ya no era bien recibida, perdiéndose entre la espesura del bosque que para su actual entendimiento del mundo parecía volverse infinito.
          Cuando los días parecieron fríos para ella por primera vez, su eterno caminar dejó de serlo y se mantuvo asentada cerca de un arroyo. Cuando se acercaba al agua, ella veía su reflejo y se quedaba asustada hasta recordar que aquel era el nuevo rostro con el que le había maldecido Artemisa. Queriendo romper aquella imagen, ella daba zarpazos al agua, consiguiendo, sin quererlos, algunos peces que le servían de alimento. Su hogar era un tupido arbusto que le protegía del frío y le ocultaba de cualquier amenaza, así como su único cobijo durante los días en que deseaba mantenerse bajo la sombra. Desde el amanecer la osa repetía sus acciones del día anterior y del que le había precedido a ese, cada vez basándose más en instinto que en poco razonamiento, y poco a poco comenzó a vivir en la monotonía del caminar, comer y dormir, llegando a olvidar por completo quién o qué había sido ella.
          Su naturaleza de bestia se había apoderado de ella, borrando poco a poco todo rastro de los recuerdos de Calisto. Ya sus sentidos habían dejado de percibir el transcurrir del tiempo también, pareciendo los días unos cuantos instantes y las décadas apenas unas pocas semanas. Su cuerpo no se sentía más cansado, tampoco notaba haber envejecido pues seguía igual de fuerte y ágil como siempre. Ella no había cambiado en tanto tiempo, pero su alrededor lo había hecho. Árboles que recordaba estar en un sitio habían sido segados por algún rayo y permanecían sus troncos caídos sobre el pasto. El arroyo ahora apenas tenía agua y para comer debía de caminar todos los días hasta la ribera de un caudaloso río que nunca antes había visto.
          Un día, por simple curiosidad caminó más allá de lo que conocía. Siguiendo la orilla la osa iba descubriendo nuevos paisajes, pasando de los frondosos bosques hasta llegar al pie de la ladera de una escarpada montaña rocosa, desde la cual el río nacía como parte de una cascada. El estridente sonido del agua al romper mantuvo asombrada al animal. Al acercarse notó que la cascada era como un velo de agua, ocultando lo que había detrás de esta. Un trozo de tierra se abría a manera de pequeña cavidad donde el agua no llegaba a inundar y allí se hallaba abandonada un bebé cuyos llantos no se escuchaban por el bullicio de la naturaleza que le rodeaba. La osa entró allí y sacó a la pequeña cría humana, quien parecía haber nacido hace solo unas semanas.
          La infanta tenía la cara bastante huesuda, y estaba muy delgada. Había pasado quizás varias horas sin comer siquiera, pero aún mantenía unas cuantas energías para lloriquear del miedo. La osa abrió su boca y con sus dientes mordió la tela que la envolvía, cargándola hasta un lugar que considerase seguro. No sabía por qué, pero solo podía sentir lástima de aquella recién nacida condenada a morir. Cuando hubo vuelto a lo que consideraba su hogar, se recostó sobre un árbol y colocó a la pequeña sobre su pecho, intentando amamantarle para que pudiese sobrevivir. La pequeña se calmó y su rostro se llenó de alegría al recibir la leche de aquella osa que ahora no diferenciaba de su madre. Por primera vez en mucho tiempo, la osa recordó que no había sido la primera vez que de sus pechos alguien había recibido alimento, pues hubo alguien antes que aquella pequeña, aunque no recordaba el porqué.
          La osa llevaba siempre sobre su lomo a la infanta, siendo su protección en aquel mundo lleno de adversidades, muchas más para un ser tan inocente como ella. La pequeña niña creció conforme pasaba los meses en la peluda espalda de la osa, llegando a crecerle finos los cabellos del color del sol, y siendo su rostro una dulzura. La niña adoraba vivir con la osa, y la osa no quería despegarse de aquella niña. La bestia sintió entonces lo que era ser querida por alguien que dependiese de ella y, en su interior, su corazón retumbaba de alegría, permitiéndose a sí misma liberar emociones que ya habían quedado en el olvido.
          Con la llegada del otoño, las hojas de los árboles comenzaban a tornarse anaranjadas y quebradizas, el viento soplaba con mayor fuerza y los preparativos para el aún más frío invierno se estaban dando entre los animales del bosque. Incluso la osa, quien siempre llevaba a la cría humana sobre sí, ahora debía recolectar algunas nueces, frutas, bayas, todo lo que fuese necesario para aliviar el hambre de ambas en la temporada mala por venir. Al buscar, la bestia se alejaba del lugar donde llevaba almacenadas sus reservas, pues el otoño de aquel año no había sido de todo menos generoso. Y aunque buscaba comida, encontró algo que no esperaba: cazadoras.
          Iban armadas con arco y flecha en mano, apuntando a cualquier cosa que se les pudiese aparecer. Llevaban puestas botas metálicas plateadas, y un cinturón del mismo tono, usaban debajo un vestido verde pálido con rasgaduras en los bordes. Frente a sus ojos había unas cinco, dispersas por la zona y sin haberla detectado aún. Al haber permanecido sigilosa, el animal pensó en escapar de aquellas que podían acabar con su vida y con la de aquella niña. Dio unos pasos atrás antes de siquiera voltear y echarse a correr. En su huida, las hojas a su alrededor advirtieron de su presencia en cuanto sus pesadas patas las comenzaron a quebrar. Las cinco arqueras apuntaron al lugar donde había sido escuchado el ruido, pero una sexta las detuvo antes de que fuese disparada la primera flecha. La líder de las muchachas les ordenó que volvieran a su asentamiento, pues solo ella debía encargarse de la osa, la presa que más había anhelado dar caza durante buena parte de su vida.
          La úrsida corrió todo lo que su cuerpo le permitía, dando incluso largos saltos que le permitirían avanzar más y más rápido. Ahora era diestra en el uso de sus cuatro patas para correr, podía avanzar a la velocidad del viento y perderse entre la espesa naturaleza, pero aquella con aquella niña en la espalda no debía siquiera pensar en ello. Se detuvo cuando perdió su aliento, pues había pasado ya casi una hora escapando y la niña se había despertado y tenía hambre. Cuando encontró un árbol sobre el que recostarse, primero se desplomó al suelo, permitiéndole a la niña bajar de encima suyo. Se reclinó y en sus brazos acogió a la pequeña, tal y como hacía siempre. Sorprendida y atemorizada se halló la osa en cuanto la cazadora, a quien había dejado atrás perdida, se mostró frente suyo y del bebé.
          Era diferente a las otras que había visto merodear. Llevaba igual un vestido verde, pero sus costuras eran distintas, se notaba mayor detalle en estos y adornos sobre todo en escote y en el término de la falda. Era la única quien no llevaba botas metálicas, llevaba zapatos de cuero anudados con tiras y una pequeña capa sobre sus hombros, de un tono distinto de verde que el de su vestido. Su cabello era rubio y largo, y sus facciones eran perfectas. Facciones que había reconocido en cuanto se fue acercando más y más la cazadora. Esta se puso de cuclillas frente a la osa y le sonrió.
 

          —Dime que aún me recuerdas, Calisto —dijo la cazadora cogiéndole la zarpa derecha con ambas manos—. Espero que nuestro reencuentro no se haya dado muy tarde. Por fin logré encontrarte, Calisto, por favor vuelve conmigo.
 

          La osa no entendía por qué se dirigía tan cariñosa hacia ella, así que le soltó un prolongado gruñido a manera de amenaza. Cuando la cazadora sujetó con más firmeza sus garras, esta emanó una poderosa energía, cálida y agradable. La osa entonces comenzó a tener visiones, recordaba aquel rostro que se había presentado frente a ella, recordaba esa sensación de tener un bebé en brazos, recordaba lo que alguna vez había sido. De sus ojos salieron lágrimas en cantidad, y sus gruñidos se tornados desconsoladores. Luego de mucho tiempo, el nombre Calisto significaba algo para aquella osa.
 

          —Calisto, ojalá puedas disculparme —se lamentó la cazadora, su mirada denotaba melancolía—. Llevo buscándote los últimos cuatrocientos años, pero nunca logré encontrarte. Todo este tiempo me he estado arrepintiendo de haberte convertido en esto, pero no tenía otra opción.
 

          La osa reaccionó a su propio nombre. En su interior volvía a recordar que quien estaba delante suyo la había convertido en tal bestia, pero no por ello se sintió más dolida. Su devoción hacia la diosa había sido más fuerte que el rencor que pudiese gestar hacia ella. No la odiaba, no podía. Incluso ahora que su diosa se presentaba ante ella desarmada y débil, no pensaba en causarle daño. Siendo la misma joven aniñada y sincera que ella había conocido, sus actos hablaban por ella. Podía notar cómo el dolor le había afectado y que aquellas lágrimas que ahora recorrían su rostro eran verdaderas. No había cambiado nada de aquella Artemisa que conocía.
 

          —Quería salvarte, Calisto, y nunca te lo pude decir —declaró la diosa entre llantos. Su rostro llorón era igual al de aquel día, aunque ahora era la tristeza la que la invadía y no la ira—. Lamento que hayas pasado tantos años de esta forma, lo lamento en verdad. Nunca te pude decir que aquel día te concedí también el don de la vida eterna, solo para este momento. Quiero que vuelvas conmigo, Calisto. Por favor, vuelve.
 

          La deidad de aspecto joven continuaba soltando lágrimas sobre el pelaje de su vieja compañera de caza. Sabía que era insistente y repetitiva con sus lamentos, pero no quería perder a su amiga. Sus flechas antes habían causado maldiciones irreparables pues la magia de Hécate, que les concedía tal poder, no era siempre perfecta. Ya en el pasado, luego de exiliar a la osa, había intentado salvar a algunas personas, pero sus intentos fueron en vano, pues las presas de sus flechas malditas, tras transformarse en algo, perdían toda capacidad de razonar. La diosa Artemisa no quería que aquello ocurriese con Calisto, a quien quería devolverle su humanidad y que así permaneciese a su lado por toda la eternidad.
 

          —El mundo avanzó muy rápido desde entonces —comentó Artemisa. Trató de esbozar una sonrisa, pero aún se le notaba triste—. Los demás dioses, e incluso mi hermano, todos se fueron del Olimpo. Aun no comprendo el porqué. Yo me vi forzada a hacerlo por consejo de mi padre Zeus, pero no era lo que quería. Tomé unas tierras al norte, entre los territorios de mi progenitor y mi hermano y allí decidí asentarme. A mi reino decidí nombrarlo Arcadia, en honor a tu hijo Arcas, y sobre todo a ti mi querida Calisto.
 

          La osa apretó a la niña sobre su pecho, por escuchar a la diosa había quedado pasmada y no le había dado de lactar. Entre los pensamientos del animal, la voz de una mujer resonaba. «Mi señora Artemisa, no tienes porqué disculparte, no me lo merezco», se lamentaba la voz que lloraba y gritaba sin poder ser escuchada. Abrió la boca, pero solo salieron gruñidos incomprensibles. La voz se lamentaba, pues la diosa nunca entendería sus palabras. La diosa, sin embargo, se aferró más a ella, cobijándose bajo su otro brazo.
 

          —No digas que no los mereces, Calisto. Quería compensarte por haberte juzgado mal… Muchos decían que mi padre era propenso a generar descendencia, pero me rehusaba a creerlo. Hasta que vi el rostro de Arcas, recién allí comprendí mi error al negar todos aquellos rumores que eran ciertos. Calisto, ojalá puedas disculparme.
 

          La osa mantuvo su asombro, pues le había conmovido Artemisa. No sabía si su diosa decía aquello sabiendo lo que la voz dentro de su cabeza decía, o si había sido mera casualidad, pero era justo lo que nunca hubiese esperado oír. La diosa se mantuvo contenta a su lado, y quizás ello le indicó que sus pensamientos podían ser escuchados. Su pecho dio fuertes agitados pálpitos, pero se sentía a gusto allí. Si hubiese estado destinada a morir de felicidad allí, con gusto lo hubiese hecho, pues tenía cerca suyo a aquellas personas que más había amado en vida.
 

          —Si no fuese gracias a esta pequeña criatura no te hubiese encontrado —comentó la jovial deidad mientras observaba los finos rasgos del rostro de la sietemesina—. Quizás, si antes nos hubiésemos cruzado, ni tú ni yo nos hubiésemos reconocido. Haberla criado tú sola hizo regresar a tu voz interna, aquella que solo los seres pensantes tenemos. Y es esa voz la que pude oír, tal y como hago ahora mismo. Por ello habla, querida amiga, escucharé tu respuesta. ¿Vendrás conmigo?
 

          Habiendo acabado de tomar la leche de aquella osa, la risueña y juguetona bebé no podía quedarse quieta. Ahora que había algo en su estómago se sentía más llena de energía, le daban ganas de treparse en la osa y recorrer su peludo cuerpo aferrándose del espeso pelaje que tenía. Subía por uno de sus brazos hasta llegar a su cuello y bajaba deslizándose hasta su gordo y blando vientre. A la diosa le encantó verla disfrutar de su infancia, era enternecedor observarla. Incluso aquella osa solo la observaba con cariño. «Diosa Artemisa, yo… No sé qué decir… Claro que quiero volver con usted, quiero que aquellos días que disfrutamos en el pasado regresen. Y lo que más deseo es que esta pequeña también disfrute de ello con nosotras, diosa Artemisa, yo…», pensó la osa sin poder terminar la oración. Artemisa dio un suspiro y su rostro maravillado volvió a tener el semblante triste.
 

          —Calisto, no deberías llevarla con nosotros —dijo de pronto la hermana de Apolo.
 

          La osa quería objetar, pero su diosa, por más caprichosa que a veces intentase ser, había demostrado tener la razón en más de una ocasión. Quizás a la ahora reina le afectaba más dicha decisión que a la osa.
 

          —Calisto, escucha con atención —le ordenó. Llevó sus dedos al entrecejo y se secó las pequeñas gotitas que habían empezado a formarse en sus ojos—. Quizás ahora cada dios posee una parte del mundo, pero eso solo nos ha vuelto más egoístas. Nuestro mundo está sumido en el constante caos, y las guerras no son pocas. ¿Quieres que esta pequeña sufra los horrores de la guerra sin siquiera decidirlo ella?
 

          Ahora la osa se hallaba en una encrucijada, donde debía decidir entre aquellas dos a quienes su corazón había pertenecido. Su pecho le indicaba que no quería apartarla de su lado, que quería que verla crecer y convertirse en una gran mujer, pero su raciocinio sabía que Artemisa debía conocer al mundo y a su crueldad mejor que ella. «Diosa Artemisa, no quiero que sufra, pero tampoco quiero alejarme de ella. Es parte de mi vida, y si se alejase de mí, siento que algo dentro mío moriría», pronunció la voz en el interior del animal. La cazadora usó su delicada mano para acariciar el marronáceo pelaje de la úrsida, intentando consolarla.
 

          —Comprendo tu pesar, Calisto, pero siento que ese camino será lo que nos beneficie más a las tres. Aquella niña necesita vivir en el mundo humano, y yo necesito que tú permanezcas a mi lado —la niña miraba a ambas con curiosidad, sin entender qué estaban diciendo—. Si el destino así lo permite, nos volveremos a reencontrar, espero que confíes en ello.
 

          La diosa se colocó de pie y sacudió un poco el polvo que había acumulado su falda. Cuando la pequeña se bajó del cuerpo de la osa, Artemisa la cogió entre brazos mientras el animal se volvía a parar sobre sus cuatro patas. «Será lo mejor para ella», dijo su voz interna en tono afligido. La deidad se montó sobre el lomo del animal, como si estuviera cabalgando en una yegua, y mantuvo a la infanta en sus brazos todo el tiempo mientras iba indicando el camino a seguir a la osa. Días pasaron hasta que la osa observó con sus ojos algo más que bosque, y ese tiempo le bastó a Artemisa para encariñarse de quien debía deshacerse.
          Una cabaña de madera, en mitad del bosque, llamó la atención de ambas. La hija de Leto se acercó para observarla, y dentro encontró a una pareja ya mayor, de un hombre encanecido que cortaba leña para amortiguar el frío que por dichas fechas azotaba sin piedad. La mujer se dedicaba a lo básico, en ese momento preparaba la comida del mediodía, y no parecía ser hábil en actividades físicas pues su cuerpo era regordete y quizás hasta torpe. Se entretuvo viéndolos a ambos desde las sombras hasta que los habitantes de la noche comenzaban a asustar con sus cantos y chirridos. La diosa consideró que ya era tiempo.
          Regresó con la osa solo para tomar a la infanta entre brazos. Antes de despegarla de Calisto, la sietemesina estaba dormida alrededor de su cuello, con los brazos extendidos tal y como si estuviese dándole un abrazo. Aquella había sido su despedida tras varios meses a su lado, y así lo había preferido la sirviente de Artemisa pues sabía que no podría lidiar con aquellos tiernos llantos y cedería ante la idea de quedarse con la niña. Antes de irse con la niña en brazos, la diosa trató de acariciar a su amiga, recordándole que no estaba actuando mal.
          Desapareció la diosa de la vista de Calisto, llevándose a la infanta de su lado para así salvarla de la guerra. El cargarla entre brazos se sintió reconfortante, pero eso no la detuvo de cumplir con aquello que había prometido. Los había estudiado todo el día, era una buena familia, sencilla y de valores notorios. Si su pequeña acompañante crecía allí, el destino sería justo y la haría educada, hábil y hermosa cuando cumpliese algunos años más. «Si crecía», se repitió la diosa a sí misma.
          Observó a su alrededor, topándose con un arbusto que entre sus hojas y flores abundaban las espinas. La diosa acercó su dedo allí, y este se hirió con las punzantes armas de aquella planta. De la yema de su índice comenzó a manar la sangre y aprovechó Artemisa para hacer que la pequeña bebiese de su icor. «Por favor, vive, crece y sé fuerte para que nos podamos volver a encontrar en esta vida», rezó la deidad mientras de su dedo manaba el fluido escarlata. Apenas llegó a la puerta de la humilde morada del leñador y su esposa, tocó insistente tres veces seguidas antes de despedirse de la infanta y dejarla en el suelo. Apenas se apartó de su costado, la niña comenzó a chillar y esto alertó a los habitantes de la cabaña, quienes presurosos abrieron la puerta, encontrándose con un pequeño milagro frente a ellos, que no habían podido cuidar de un hijo propio.
          Al ver como la pequeña era acogida del frío por su nueva familia, la osa y la deidad se retiraron de allí. Tomaron como destino el norte, donde se hallaban los territorios regidos por la diosa de la caza y emprendieron la marcha caminando una al lado de la otra. Cuando la diosa agotaba sus fuerzas, Calisto accedía a que se sentase encima suyo. La deidad pesaba más que aquella pequeña niña, pero al menos ocupaba algo del vacío que había dejado. Cuando pisase las tierras de Artemisa, atrás quedaría su vida silvestre y volvería a andar en dos pies como la gente a su alrededor. Lo único que añoraría de su úrsida existencia sería a aquella infanta sobre su espalda. La diosa percibió esta preocupación y se acostó sobre su compañera osa.
 

          —Calisto, confía en mi instinto —dijo la diosa extendiendo sus brazos alrededor del cuerpo de la bestia. Recordó entonces lo que le había dicho a la ninfa Aretusa aquella vez hace bastante tiempo—. Estoy segura de que esta no será la última vez que nos veamos.


Si deseas leer un fanfic, puedes echarle un vistazo a mi historia, se agradecería:

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                              "Los Reinos de Etherias"      Ya disponible hasta el Cap. 34

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