Les doy la bienvenida a mi nueva historia.
¿Nueva historia? Que vil mentira.
Es solo una historia contemporánea al de "Los Reinos de Etherias" original.
Al ser una historia paralela, no es necesario leer la otra línea de tiempo de Etherias para entender muchos conceptos. Claro que me haría ilusión que lo leyeran...
En principio esta historia tenía planeada centrarse en el único otro reino que idee como protagonista, Arcadia. Sin embargo, conforme iba avanzando en lo escrito en la línea de tiempo principal más reinos iban protagonizándola, dejando esta idea como secundaria. Así que, si bien es otra protagonista más del montón, esta historia tiene una cierta peculiaridad...
'Los Reinos de Etherias: Reinos Inmortales' fue nombrado así por estar centrada, en principio, en los seis reinos donde las deidades fueron críticas ante el resto. Aquellos olímpicos que nunca quisieron reencarnar como humanos, pues su linaje divino hubiese sido manchado vilmente. Además son aquellos dioses que mantuvieron a su lado a seres cuya edad supera al de su apariencia. Humanos que vieron imperios nacer y derrumbarse, humanos inmortales. Así es, seres que no pueden morir por vejez o enfermedad, casi bendecidos para combatir por toda la eternidad.
Tengo que hacer una pequeña aclaración. En esta parte de la historia considero que me basaré muchas veces en mitología, dada la naturaleza de los personajes que actúen en esta. Eso sí, a veces tendré que usar ciertas 'libertades creativas' para hacer coincidir parte de la mitología con el contexto de este mundo Etherias. Así que me disculpo también por quizás apuñalar con alevosía la rica mitología en la cual se ha centrado Saint Seiya desde sus orígenes...
En fin. Un último punto. Aquí también las fechas han sido punto importante en el contexto de los capítulos, por lo que estarán anotadas al inicio de cada segmento de capítulo (en caso de haber más de uno). Y ya que no hice énfasis en ello desde las primeras etapas del proyecto Etherias, haré una pequeña aclaración:
Este capítulo 1 se desarrolla a la par que el capítulo 1 de 'Los Reinos de Etherias'. Es acerca de la primera reunión realizada en el Oráculo de Delfos que fue narrada en esta historia. Es similar, salvo que está enfocado desde la perspectiva de Artemisa.
Y así espero haber aclarado algún punto. Si los confundí más, lo siento mucho :t420:
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Capítulo 1. El Oráculo de Delfos
17:40 horas (Ar), 15 del Tercer Mes — Año 3015 E.O.
Los doce dioses debían de reunirse aquel día y, de entre ellos, era Artemisa la única que mantenía su jovial presencia de antaño en todo esplendor. Ante sus ojos habían transcurrido con facilidad unos diez mil años, de los cuales solo aparentaba los veinticuatro que había decidido tomar como imagen. Una diosa virginal y bella era como la describían muchos, una deidad cazadora y devastadora era como lo hacían otros. Nadie en aquella sala era ajeno a la presencia de Artemisa, y nadie era ajeno a su pasado como aliada de Ilión en la fatídica guerra de hace dos milenios. Quizás era por ello que la mayoría allí reservaba comentarios con respecto a su presencia, la de Apolo e incluso de la curiosa y sensual Afrodita.
Aquel día, al igual que muchos otros antes de ese, había acudido con prontitud a la reunión en Delfos. Con el paso de los años había aprendido que los sucesos de Ilión no habían desaparecido de sus profundos rencores, concediéndole miradas de desdén cada vez que ella y su acompañante daban un recorrido por completo al salón con tal de saludar a cada uno de los allí presentes. El barbado Poseidón solo le fruncía el ceño, el ahora anciano Hermes le dedicaba una mirada burlona —pues era lo único que se le concedía al bando perdedor—, y el lisiado Hefesto era bastante cortante con ella —aunque siempre lo había sido—. De ellos, solo Athena era amable con ella. Pero ella era solo una niña, una diosa incompleta, alguien que más temprano que tarde la odiaría al conseguir su madurez divina.
Mas a pesar de todo lo que hacía por evitar el desprecio del resto de olímpicos, siempre quedaba esa mancha en la sala. Aquella que la odiaba, que nunca había dejado de hacerlo desde el día en que nació, quién, únicamente para molestarla, llegaba siempre antes suyo: Hera. La antigua reina del Olimpo le había jurado odio desde que su madre Leto la engendró a sus espaldas, y esa tensión solo pudo aumentar al encontrarse en bandos opuestos con respecto a la ahora inexistente Ilión. Artemisa debía tragarse su orgullo y acercarse a quien tanto rencor le tenía —aunque, con el tiempo, esto se volvió mutuo— para ofrecerles sus falsos respetos a la arrogante reina de Basileia.
Dentro de aquel salón de doce tronos, donde solo los dioses y sus elegidos podían estar, los enfrentamientos estaban prohibidos. No obstante, eso no impedía los rencores, solo los alimentaba hasta el momento oportuno cuando todo estallase. Los actos de Hera incitaban ello, pues cada vez que estrechaba la mano de la reina de Arcadia, hacía uso de su fuerza con tal de causarle dolor a la hija de Leto. Tenía el mismo trato con el menor de los mellizos, aunque este era menos iracundo que su hermana mayor y por ello lo dejaba pasar. Ambos no tenían cabida entre los olímpicos para ella y se los recordaba cada vez que podía.
Acompañando a Artemisa, detrás suyo, siempre iba una doncella de cabellos marrones oscuros en delicadas túnicas blanquecinas hechas de algodón. Ella era la única dentro de los doce guerreros escogidos que nunca vestía allí la armadura sagrada que le había encomendado su diosa. En lugar de ello prefería —por gusto propio y el de su reina— usar aquel vestido de un solo tirante, el derecho, desde el cual caía el corte de cuello hasta el busto de la doncella. Busto, que iba adornado con una serie de pliegues, y que se extendían de forma espiral hasta la parte de la cintura, cuya extensión de casi diez centímetros de tela lisa daba bienvenida a una falda plisada de corte diagonal que quedaba a la altura de su rodilla derecha y el extremo más largo caía hasta casi rozar su tobillo izquierdo. Su túnica no rozaba suelo, pues también llevaba puesto calzado, cuyos tacones angostos le concedían unos cuantos dedos más a su ya considerable altura.
Los dioses allí presentes sabían el nombre de aquella joven guerrera que acompañaba siempre a la hermana de Apolo, pues ella formaba parte de la corte de Artemisa desde hacía ya dos milenios. Concedida con la bendición de la inmortalidad, al igual que el resto de las Siervas Reales —las guerreras de élite de Arcadia—, ella había estado allí todo el tiempo para su diosa. En la muchacha se había gestado un sentimiento de servicio a la deidad cazadora, quien le había salvado de volverse cenizas y quien le había concedido un puesto a su lado. Era por su presencia allí que Artemisa permanecía calmada y nada ansiosa de iniciar guerras a diestra y siniestra, pues tenía también en dicha joven a su más sabia consejera.
—Ifigenia —le dijo antes de llegar frente a su asiento. Giró levemente su cabeza, pues no quería alzar la voz en ese lugar—, hablaré con mi hermano un momento, tú quédate aquí.
—Como usted ordene, diosa Artemisa —hizo una pequeña reverencia y caminó tranquilamente hasta ubicarse detrás del trono que lucía en la parte frontal de su respaldar el relieve de una cabeza de ciervo.
Aquel recinto había sido dispuesto de tal forma que, viéndolo desde la entrada, los seis tronos de la derecha pertenecían a las deidades femeninas, mientras que las restantes serían de los demás. Tanto ella como su hermano ocupaban los dos segundos asientos más cercanos a la entrada, estando únicamente separados por los correspondientes a los dioses de la belleza y de la muerte. Pasó con tranquilidad frente a ellos dos, intercambiando miradas furtivas, algunas más amables que otras, por supuesto.
Con Afrodita no tenía relación alguna, pese a sentarse justo a su lado. Aunque ambas hubiesen comandado juntas las defensas de Ilión, para Artemisa no significaba nada en absoluto. Solo la conocía de vista, y si había intercambiado palabras con ella era lo normal. Sus labios siempre delineaban una sonrisa traviesa en aquel rostro de rasgos finos, y cuyos ojos verdes resaltaban aún más su bella apariencia. Sus miradas siempre le habían parecido complacientes, como si quisiera seducir los bajos instintos de cualquier hombre que estuviese en el mismo lugar que ella. Su cuerpo bien proporcionado, de caderas anchas y senos más pronunciados que el promedio, estaba cubierto por un mar de telas ligeramente transparentes que daban rienda suelta a la imaginación. Era repulsiva en cierto sentido, su manera de ser tan liberal atentaba contra todo lo que creía Artemisa, y quizás era por eso que no trataba de relacionarse con ella.
Un caso aparte era Hades, quien había despreciado en parte su identidad inmortal y había aceptado reencarnar cada cierto tiempo. La diosa de la caza había mantenido su orgullo y apariencia por miles de años y, por ello, no podía concebir que un niño gobernase uno de los doce reinos de Etherias. No obstante, el hermano de su padre había mantenido sus recuerdos y forma de ser, a pesar de las apariencias. Distaba de ser como los demás dioses de los llamados Reinos Mortales de Etherias, quienes crecían cual humanos hasta alcanzar la madurez. Artemisa no se había acostumbrado a aquel nuevo Hades que se vestía con apenas una camiseta y unos pantalones, despreciando la etiqueta que debía imperar en aquella reunión trimestral. Extrañaba en cierto sentido aquella túnica morada oscura con capa negra y hombreras púrpuras con tonos dorados. El hijo de Cronos debía recordar que en aquel lugar no era uno más, sino uno de los que había derrotado al titán tirano, un estatus del cual pocos podían jactarse.
Y habiendo dado más pasos aún, Artemisa había llegado frente al señor de Asteria, su hermano Apolo. Ella era la mayor de los dos, pero era el hijo de Leto quien imponía más con su presencia. El dios de las artes era de una altura considerable, superando a la diosa de la caza por poco más de una cabeza —siendo que Artemisa medía un nada despreciable metro setenta—. Por consejo suyo, Apolo vestía de similar forma a la que recordaba del anterior Hades, pero de colores más vívidos y que no evocaban a la muerte de manera tan directa. Su cabello era rubio, al igual que el de su madre y su hermana, pero ligeramente ondulado, quizás propia herencia de su padre Zeus. Cuando la reina de Arcadia observó bien a su mellizo, notó cierta inusual preocupación en él.
—Apolo, hermano mío, es extraño verte tan pensativo —ese rostro veinteañero que él tenía hasta ahora no le había concedido ni una mirada. Algo pasaba en su mente.
—Quizás no sea nada, Artemisa, pero podría serlo. Llevo días notando una enorme acumulación de voces que se pronuncian y no me auguran nada bueno. Antes de la caída de Ilión me ocurrió lo mismo, solo que en aquella ocasión no pensé que perderíamos —comentó extrañado el hermano menor—. Artemisa, escúchame, las palabras que hoy el oráculo pronunciará seguramente anunciarán la mayor catástrofe de Etherias en bastante tiempo.
—Siempre he confiado en tus premoniciones, Apolo, aunque espero que en esta ocasión te equivoques. Si debemos volver a la guerra, espero contar con tu apoyo, hermano mío, así como tú tienes mi apoyo —Artemisa cuidó sus palabras, procurando que Hades no escuchase la conversación entre ambos. Su padre aún no había llegado y por ello no debía preocuparse por el trono a la izquierda del de Apolo.
—Descuida, Artemisa, si eso ocurre uniremos nuestras fuerzas contra cualquier amenaza, todo con tal de protegerla —ante las palabras de Apolo, solo pudo asentir.
—Al terminar con esta reunión hablemos, hermano mío. Si todo resulta tal y como dices, será apropiado mover las piezas antes de que el resto entre al juego —comentó Artemisa en voz tan baja que era casi imperceptible, apenas delineando con sus labios palabras que los demás no debían oír.
Mientras regresaba, siguiendo los pasos que antes había dado, notó que su conversación había llamado la atención de algunos. De entre ellos, la de Athena y su acompañante. La pequeña, con su cara embobada y curiosa se había quedado observándoles, pensativa de qué estuviesen tramando. Su rostro no sentenciaba nada, como sí lo hacía el del resto, pero aun así ella no tendría que haber metido sus narices donde nadie la llamaba. Por otra parte, Hestia, sentada al costado de Athena, apenas despegó sus ojos un segundo de la consola que llevaba en sus manos para observar a los dos mellizos hablar. A ella tampoco le debía de importar, pues ahora ella no era una diosa olímpica, solo era la sustituta de un lugar vacío hace ya tiempo.
Apenas habiéndose sentado en su trono, observó a su costado por primera vez en tanto tiempo. Habiendo pasado ya varios siglos, había dejado de sorprenderle la presencia de Dionisio a su costado derecho. Aquel trono había pertenecido tiempo atrás a Hestia, la diosa del hogar, pero ella, abandonando su título como diosa olímpica, le concedió aquel lugar al dios de las bacanales y el vino. La actitud mediática de Hestia cuando era una diosa olímpica, había apaciguado muchos de los conflictos entre Artemisa y Hera, quienes se sentaban a ambos costados suyos. Dionisio no era partidario ni de una ni de otra, por lo que las dejaba discutir cuanto quisieran. Su presencia allí no era relevante, ni para los conflictos de Artemisa, ni para las discusiones en Delfos.
El último en llegar al salón donde se realizaría la predicción de Delfos había sido, predeciblemente, su padre Zeus, el rey del Olimpo. Él nunca había asistido a las reuniones con puntualidad, ni siquiera cuando los doce dioses habitaban en el Monte Olimpo, el cual le daba nombre al reino del dios de los cielos. Él siempre saludaba con cortesía a todos, incluso a sus hermanos Hades y Hera, quienes en cierto punto podrían haber llegado a odiarle. Aunque a todos les saludaba de igual manera, con Athena su trato era más cercano, más familiar que con ella. Artemisa, en ese sentido, se sentía casi relegada a un segundo plano, observando a esa pequeña diosa de la sabiduría más como una rival por el cariño de su progenitor que como la media hermana que debía ser para ella.
Algunos minutos pasaron desde que Zeus tomó asiento hasta que las luces por fin se apagaron. Artemisa había sentido tanto tiempo pasar que incluso los minutos le habían parecido horas. Ella, antes que ver por más tiempo al desfavorecido Hefesto, cuyo trono se encontraba colocado exactamente en frente suyo, decidió estudiar cada línea, cada detalle que existiese en el pedestal que se hallaba en el centro de la habitación, desde donde resonaba la voz de la pitonisa de Delfos cada vez que pronunciaba su predicción. A la diosa cazadora le interesaba más ver esas cosas ínfimas que volver a siquiera intercambiar miradas con el dios de la fragua quien, lo quisiera o no, era un reconocido aliado de Hera pese a siempre llamarse imparcial y a decir que solo hacía armaduras para ella por amor al arte.
Cuando se atenuaron las luces, un aire enigmático envolvió el ambiente. La mayoría de dioses allí no conocía la predicción del oráculo, pero la premonición de su hermano Apolo le bastaba para saber que nada bueno se diría en los próximos minutos. A la pitonisa no se le permitía entrar a dicha habitación cuando los dioses se hacían presentes, pues una simple mortal, por más mensajera de Gaia que fuese, seguía siendo indigna de hacerse presente frente a las doce mayores deidades de Etherias.
—La Madre Gaia os da su bendición nuevamente a ustedes, dioses olímpicos —se le escuchó decir a la pitonisa en voz fuerte y clara.
La escogida de Gaia era una muchacha joven, de quizás la misma edad que aparentaba la diosa Artemisa. Desde hace ya unos diez años ella había asumido la voz de Delfos, aquella tierra consagrada a la progenitora de todos. La reina de Arcadia había visto a aquella muchacha tantas veces parada en la entrada al recinto, sin hacer nada más que esperar. Siempre allí parada con sus ropajes de pitonisa, provista de un suelto vestido enterizo color marrón claro —debatiéndose tonos con el naranja— el cual le llegaba hasta los talones y cubría por completo su delicada figura, una extensa tela roja amarrada a la cintura que caía alborotada sobre la pierna izquierda y un manto del mismo rojo que cubría parcialmente su cabeza, mayormente por el lado derecho, dejando a la vista su alborotado y corto cabello púrpura, y la tez oscura de su piel que acompañaba a un rostro serio cuyos ojos mantenía siempre cerrados al no tener el privilegio de poder observar a los dioses.
Aquella joven no le parecía la indicada para hablar del futuro de los dioses, pero cierto era que Artemisa prefería su voz jovial, un poco aguda y femenina a la de una anciana sexagenaria que entonase con tanta paciencia que incluso quisiese arrancarle la cabeza para llevarse a casa un trofeo nuevo.
—El mundo que ustedes conocen pronto será sumido en el caos y la desesperación más absoluta que jamás se haya visto. Dentro de ustedes, alguien será el detonante de esta, la mayor guerra de entre las guerras, y será ese aquel que destruirá los cimientos de los reinos de Etherias.
Su voz se calló y, en cuanto paró, la iluminación volvió a despejar las sombras de aquel recinto. Unas pocas palabras habían perturbado las mentes de olímpicos, dioses menores y humanos que allí se encontraban. Su hermano Apolo incluso se hallaba inquieto, ya que él no confiaba del todo en sus propios presentimientos, como sí lo hacía la mayor Artemisa. Mantuvo en cierta medida su calma y con la cabeza le hizo un pequeño gesto a su hermano, indicándole con ello que ya era hora de que se retirasen. Tanto Apolo como la Musa que le acompañaba le siguieron a ella y a su Sierva Real.
Por los pasillos ambos se adelantaron ante la vista de los demás olímpicos, quienes quizás temieron que ellos fuesen los causantes de tal profecía. Los mellizos no les tomaron importancia y decidieron salir a los jardines de Delfos, donde un florido campo rodeaba el único punto en toda esa isla donde la teletransportación funcionaba. Un extraño campo de fuerza rodeaba aquella isla, concediéndole tanta seguridad que había sido por ello que era sitio de reunión de los doce gobernantes. Quizás era demasiada seguridad para el gusto de algunos.
—Te lo había advertido, Artemisa —comentó el hermano menor, a pocos metros donde se hallaba la única “salida” de aquella isla—. ¿Ahora qué, cuál es tu plan?
—¿Consideras prudente esperar a que alguien nos ataque, para así tener la ventaja de juego en territorios propios? No lo creo. Debemos actuar, Apolo, obtener cierta ventaja táctica —respondió Artemisa, segura de sus palabras.
—Los planes hechos al azar no son planes, querida hermana. Necesitamos una estrategia, saber a qué nos enfrentamos —el rostro de Apolo se tornó serio en cuanto vio acercarse cierta presencia molesta—. Y eso, ni tú ni yo lo sabemos bien.
Unos segundos de silencio reinaron entre ambos, pues sabían quién estaba a espaldas de Artemisa: una repulsión de nombre Hera. La esposa de su padre Zeus, quien odiaba a ambos y los miraba de forma crítica, degradándolos con cada ceño que les ofrecía. Muy a pesar de los cuarenta años que debía de aparentar, su piel lucía —en cierto sentido— jovial y tersa como la de una quinceañera gracias a la nada desconocida divina intervención de Afrodita. Su cabello largo, el cual llegaba a rozarle los hombros, era de tono castaño claro. Unas arqueadas cejas poco pobladas se hallaban sobre sus ojos verdes que, si bien le dotaban de más belleza, acentuaban su naturaleza de vil víbora.
Quizás Hera no los notó en primer momento, pero cayó en cuenta al momento en que su hija y acompañante, Hebe, miró hacia donde estaban los dos mellizos hijos de Leto. Haciendo gala de su fastidioso ser, ella se acercó a donde ambos se hallaban conversando y les interrumpió, aunque ella hubiese intervenido cuando los labios de ambos se encontraban totalmente sellados. Artemisa se dio la vuelta para fruncirle el ceño a aquella a quien odiaba y que no era bienvenida en su conversación, pero la reina de los dioses la sorprendió agarrándole de la barbilla apenas la diosa cazadora estuvo cara a cara con ella.
—Aunque tantos milenios hayan pasado, sigues teniendo esos horribles ojos con los que tu patética madre sedujo a Zeus. Aunque en cierto sentido, Leto obtuvo mucha fortuna, al engendrar a dos hijos de tan malos dotes —la reina de Basileia apretó más el delicado rostro de Artemisa, en afán de causarle dolor—. Su vientre solo albergó la escoria con la que Zeus no quiso profanarme y me alegro, quizás me hubiese suicidado de tener a dos hijos tan horribles como ustedes.
Aunque Apolo estuviese allí, en cierto modo le aterraba hacerse enemigo de la reina de los dioses, quien más de mil veces había maquinado los más terribles planes para sus enemigos. Artemisa ya había tomado sus palabras como una provocación, y ella no se iba a amedrentar como sí lo hizo cuando fue una chiquilla llorona que solo se consolaba en el regazo de su padre. Ahora ella tenía la madurez suficiente para encararle, así que su mano derecha tomó la muñeca de Hera y apretó en ella sus afiladas uñas hasta que le hizo brotar el precioso icor de sus venas. La venerada matriarca gritó del dolor, hasta que ambas se soltaron mutuamente. La reina de Basileia le pidió ayuda a su hija Hebe y esta le sanó la profunda herida en unos segundos, en los cuales soltó mil improperios a la reina de Arcadia.
—Sabía que demostrarías tu naturaleza de bestia, propio de la hija de una meretriz como Leto —exclamaba la antigua reina del Olimpo, pero se sentía impotente de no poder acabar con aquella escoria en ese instante.
—Ni siquiera oses a pronunciar el nombre de nuestra madre —volteó a observar a su hermano, pero él había desaparecido hace ya varios gritos atrás.
Callada se había mantenido hasta entonces Ifigenia, la acompañante de Artemisa. Sus escasas palabras en aquel momento donde debería haber tranquilizado a su deidad protectora se veían reflejadas en la canalización de su teletransportación. La distancia le impedía hacerlo con inmediatez, por lo que debía estar tranquila hasta entonces. Sabía que su diosa estaba iniciando un conflicto en aquel momento, pero debía detenerla antes de que Artemisa se rompiese las garras tratando de asesinar a la hija de Rea. Cuando ella tomó de la mano a su diosa, le hizo un pequeño gesto y ambas se marcharon a la señalizada plataforma arcana desde donde podían volver a su hogar en Arcadia.
Desaparecieron ambas de la vista de Hera y su hija, pero eso no apaciguó su ira, por lo que furibunda regresó luego a sus aposentos en Basileia.
«Destronaré a Hera. Lo he decidido», pensó Artemisa apenas volvió a pisar su amada Arcadia. Observó sus uñas y notó el asqueroso icor de Hera manchándolas. Su cuerpo estaba impuro y debía arreglar eso antes que todo. Se lo comentó en voz baja a su mano derecha, indicándole entre líneas lo que debía hacer aquella noche.