Bueno, bueno, bueno...
La verdad no pensaba llegar hasta aquí, digo, mis publicaciones siempre quedan por el cap 18, 12, o por ahí, así que es un número bonito para festejar que al fin me encariñé con una historia.
(La verdad es que con los 2 caps de Miare el número varía, pero si nadie se da cuenta, no se nota (? )
Y, la verdad, hasta el momento (no debería decirlo, pero con 27 caps, poco más, poco menos escritos) es el capítulo de mayor número de palabras que he redactado. Espero que ese esfuerzo en redactar se vea reflejado en su calidad, si no... ya dicen que el número 50 también está bonito para hacer una festividad.
bien Sagen, en este capìtulo mostraste la desgracia de las vìctimas de la guerra y vas pintando una probable tragedia bèlica en todo Etherias. Eso es bueno por que muestra un contraste total con respecto al paìs de Poseidòn o de Atmetis. Tambièn me gustò que el pleyade no sintiera devociòn por su dios ni fraternidad con sus camaradas. El hecho de que Maiestias es un territorio oligàrquico y que sus guerreros sean esclavos, y que ya haya una posible alianza entre Hades, Hermes y Afrodita lleva las complicaciones todavìa màs lejos. Parece que se viene una guerra mundial! Y por ùltimo, ya hay un traidor a Athena y esto abre interrogantes acerca de què pretenden los soldados de sus dioses, o sea, todo el capìtulo plantea la cuestiòn de còmo debe ser un dios para ganar lealtad. Ademàs, veo otro logro en el capìtulo: estuvo bueno sin que haya duelos. y bueno, fijate bien que por ahì te olvidaste 2 comas, saludos!
Gracias por pasar a comentar Gato.
Mi idea es hacer que cada uno de los doce reinos se vea único a su particular estilo, ahora que quede así plasmado en las palabras es otro tema. Por ahora, en contraposición al cap anterior, hay duelo. Así que espero que te guste lo que sucede a continuación, Gato.
Saludos.
Capítulo 20. Duelo de lealtad: Aries vs. Escila
14:55 horas (Po), 01 del Cuarto Mes — Año 3015 E.O.
Como había sido anunciado, los ciudadanos de la capital de Atlantis se congregaron en el Coliseo para espectar con sus propios ojos un nuevo combate entre los provenientes de Atmetis y sus amados Generales Marinos. Cada uno se sentó en un asiento sin hacerse muchos problemas y esperaron a que el combate comenzase. Al igual que había ocurrido el día anterior, en dichos momentos se hallaban haciendo mantenimiento a la arena una decena de personas, quienes se aseguraban de que todo se mantuviese perfecto. Quizás eso habría sido indicio de una pelea que ellos no habían presenciado —ya que luego del combate del Hipocampo también había sido acondicionada—, pero no le dieron mayor importancia.
Ambos dioses habían decidido, al terminar el combate de Lymnades, que ese día el segundo combate sería el inválido. Sería solo un espectáculo, mas no definiría ganadores ni perdedores. Desde el primer momento el rey de Atlantis ya sabía a quién escoger, pues le había lanzado una rápida mirada de reojo a su más fiel guerrero. El emperador de los mares habló con Athena al acabar la contienda y le hizo la propuesta: enfrentar a su Patriarca, quien ya había decidido luchar en alguno de los combates, contra el líder de sus Generales. Tal y como él lo había planeado, Ariadne aceptó el trato con Poseidón.
Los alumnos de Nadeko ya se encontraban mejor a pesar de aun sufrir las consecuencias del duelo del día anterior. Franz había podido asistir al combate de su maestra, aunque, gracias a un dolor en la espalda baja y las piernas, se vio obligado a usar muletas para llegar hasta allí. Rhaenys estaba en mejores condiciones y solo usaba vendajes para que las heridas y raspones que se habían cicatrizado en su piel no se infectasen. Ambos se encontraban al lado de Athena, observando desde el palco como su maestra se iba acercando al centro de la arena.
La armadura de Aries relucía al ser bañada con los rayos de sol que caían sobre tierras atlantes. Se notaba lo bien cuidada que su portadora la mantenía, pareciendo más viva que las del resto. El dorado brillaba como un destello en mitad de la arena, y no dejaba de ser observada por todos quienes estaban a su alrededor. El General Marino que era su oponente tampoco era la excepción, podía ver cómo tenía cariño por su armadura. Reconoció en aquel momento que superar las defensas que Aries le proporcionaría a su portadora serían un hueso duro de roer.
—Me alegra que hallas aceptado nuestro combate, Nadeko —sonrió con gentileza el atlante—. Demostrémosle a todos nuestro poder.
—Me halagan tus palabras, Wallace. Pero siento que no te conformarías conmigo. He oído que tu poder es inhumano, incomparable… —Observaba a su alrededor, viendo incluso pancartas que expresaban su apoyo al líder de los Generales—. Vas a quedarte insatisfecho con este combate.
—¿En verdad? No lo creo así. Hay gente muy fuerte en todo Etherias, más que yo incluso. Pero eso no es lo que nos trae aquí, como líderes y representantes de nuestros dioses fuimos escogidos por algo —extendió su mano derecha hacia Nadeko y la dejó tendida en el aire—. ¡Quiero ver de qué está hecha la gente de Atmetis! Que sea un buen combate, Nadeko.
El rostro sincero del General era algo que no comprendía, pero que le agradaba. Había conocido a todo tipo de atlantes, pero eran los pensamientos de él los que le habían conmovido. Se acomodó el cabello que le caía sobre los ojos y lo retuvo dentro del borde de su casco. Al ver a su homólogo atlante, solo podía observar a un líder nato, cosa que no veía en el espejo nunca. Ahora ella estaba allí, frente a todo el mundo, peleando por su diosa y no pensaba defraudarle después de que la Ariadne que ella había cuidado desde pequeña le concediese tal honor. Nadeko sonrío tontamente como hacía la mayor parte del tiempo y correspondió al gesto del General dándole un fuerte apretón de manos.
—Que así sea, Wallace.
Ambos guerreros acordaron dar diez pasos hacia atrás. Sus estilos de combate podían ser tan diferentes como la noche y el día, pero sabían que cualquier golpe desde tan cerca podría herir de gravedad a cualquiera de los dos, cosa que ninguno de los dos bandos quería. Encendieron sus cosmos al ser nombrados por Poseidón, quien los presentaba a ambos ante el público. Los vítores se escuchaban en todos lados, como era costumbre todos apoyaban al más carismático de los Generales, quien vestía la Escama de Escila.
La Santa de Aries conocía las historias que se relataban sobre aquella armadura, que bajo su apariencia común albergaba a seis poderosas bestias en su ser. Había escuchado de su antecesor como reparador de armaduras que esta era una de las más impresionantes, y palabras le habían faltado para describirla mejor. A primera vista reconoció detalles en la Escama que evocaban a cada una de las bestias. Un pequeño aguijón visible en su antebrazo derecho revelaba a la abeja reina; unas pequeñas garras que estaban presentes en ambos antebrazos pertenecían a un águila; las alas que a sus espaldas llevaba tenían la misma forma que la de los murciélagos, seres de la noche que a muchos causaba escalofríos. Eran esos detalles los que fascinaban a Nadeko, pues parecían secretos por descubrir en un ser vivo tan precioso como era esa Escama. Intentaba contener sus ganas de estudiarla para centrarse primero en su combate.
El General Marino estaba ansioso por ver las habilidades de su oponente y no se contuvo en realizar un primer movimiento. Su velocidad estaba a la altura de lo esperado, daba pasos rápidos y constantes y, muy a pesar de su contextura robusta, tenía un buen ritmo. Sus pisadas avanzaban una delante de otra, corriendo en línea recta hacia su Nadeko. Era tan veloz en aquel momento que su imagen desapareció de un segundo a otro, siendo reemplazada por la de un feroz lobo que había sido creada por su por su cosmos. El animal era incluso más rápido que el propio Wallace, provocando que la Santa de Aries calculase mal el tiempo, así recibiendo de lleno el ataque del atlante. Los caninos del feroz lobo se aferraron fuertemente a la sección que protegía la armadura en el antebrazo izquierdo de Nadeko.
—¡Estos son los Colmillos del Lobo! —Al observar mejor se dio con la sorpresa el General Marino observó la pieza de la armadura que había sido presa de su técnica, pero nada le había ocurrido—. Subestimé tus capacidades y las de Aries, Nadeko. No pensé que mi técnica no le haría nada… Quizás deba usar un poco más de mi fuerza.
—Usa cuanta fuerza quieras, que no le harás nada a Aries, Wallace —llevó su mano derecha a la altura del corazón y palpó el pectoral de su armadura dorada—. Aries es mi mejor amigo desde que tengo uso de razón, y ni él ni yo nos traicionaremos jamás.
—Muy bonito Nadeko, ya quisiera llevarme yo así con Escila —replicó los gestos de su adversaria, sintiendo el frío metal del que estaba hecho su peto—. Estate lista, te atacaré con las demás bestias de Escila sin contemplaciones.
—Eso era lo que esperaba —en sus ojos, la Santa de Aries poseía una extraña seguridad que le motivaba a seguir adelante.
Ella sabía mentir tan bien. Sus ojos contradecían a sus propios sentimientos, pues le inundaba mucho miedo. Podía escuchar los gritos de dolor que su propia armadura le estaba obligando a oír. El primer ataque de Wallace habría sido, según él, un tanto débil, mas Nadeko no lo consideraba así. De no ser por los innumerables cuidados que había recibido Aries a lo largo de la historia, no hubiera resistido dicho impacto. Era un hecho que el poder del Escila era impresionante, pero no creía que, sin usar todas sus fuerzas, fuese capaz de poder destruir una pieza de armadura dorada con facilidad. Debía tener cuidado con su oponente.
Mientras la Santa de Aries se mantenía dubitativa, el General aprovechó a lanzar su segunda técnica. Había extendido su dedo índice derecho, apuntando a la hombrera izquierda de Nadeko. De sus dedos, nació un pequeño destello de cosmos que adoptó la forma de una abeja. Cortando el aire con cada aleteo que daba, se apresuraba para llegar directamente a su oponente. La Santa Dorada reaccionó rápido, interponiendo entre ella y la abeja una gran barrera casi invisible, la cual resplandecía a veces tornándose del color del oro. No necesitaba moverse para contraatacar, su velocidad de pensamiento era suficiente para eliminar dicha amenaza, a pesar de la vista puesta sobre el brazal de Aries. La barrera no solo detuvo el impacto de la abeja materializada por la técnica de Wallace, sino que la había devuelto con su portador, destrozándose parte de la protección del antebrazo derecho de Escila, cayendo al suelo lo que alguna vez habían representado las garras de un águila.
—Vaya, estás llena de sorpresas, Nadeko —a pesar de ser su adversaria, Wallace estaba complacido. Era motivo de fiesta que alguien pudiese dañar su Escama—. Me alegra bastante ser tu oponente. No esperaba que alguien pudiese devolverme el Aguijón de Abeja Reina.
La Patriarca solo pudo responder con una sonrisa. En su interior aún se preocupaba por el bienestar de Aries. Su querido amigo aún se quejaba del dolor, y ella no podía hacer nada mientras se mantuviese dentro de la arena. Sus instintos le llamaban a atacar, pero su mente le exigía tranquilidad. Si se cegaba a lanzar técnicas como si nada, se arriesgaba a malgastar su cosmos, y no podía permitirse eso: más que una batalla de fuerzas, era una guerra fría donde el otro aprovecharía cualquier paso en falso para sacar ventaja. La actitud apresurada de Wallace le había cegado, pero no volvería a suceder. Si hubiese usado otra técnica, quizás el águila habitante en su Escama hubiese muerto en aquel momento, pero el destino quiso que solo quedase sin una garra.
—Bonita técnica —dijo al observar su antebrazo casi destruido, con piezas metálicas apenas unidas por un milímetro de armadura. Ahora no era más que peso muerto, por lo que Wallace decidió retirar de su armadura los pedazos apenas sujetos a esta—. ¿Cómo le llamas?
—Es un Muro de Cristal, capaz de reflejar todo lo que me lances. Así que ni lo intentes, Wallace. Te destruirás a ti mismo antes de siquiera volver a tocar a Aries —decía ella con una pequeña, e hipócrita, risilla confiada.
—Eso veremos… Suena tan perfecta que debe ser imperfecta. Solo me queda encontrar cuál es su defecto —sentenció extendiendo su dedo índice, señalando tanto al muro como a Nadeko detrás de este.
El General Marino observó el muro creado por Nadeko de un extremo al otro. Parecía tan similar a la Barrera de Aire que empleaba el Hipocampo, mas era diferente. Aquel Muro de Cristal había dividido por completo la arena, dejando a los combatientes uno de cada lado. Se extendía también en altura, chocando con la invisible barrera que el rey atlante había creado para cada uno de los combates, procurando así la seguridad de sus ciudadanos. Mientras más segundos pasaban, menos supuestos defectos le quedaban en la lista que había ideado en un comienzo. Pero estaba convencido de que toda obra humana era imperfecta en algo.
No podía usar a la abeja reina contra el muro, ya había sido usada una vez y había causado más destrozos en Wallace de los que habría podido anticipar. Cuanto más cosmos emplease, él recibiría el doble de su poder como respuesta. Sus ideas habían fallado no una, sino dos veces. Manifestar su cosmos en forma de lobo sería una pérdida de tiempo, su poder se reflejaría y probablemente destrozaría con sus fauces a la manifestación de la serpiente, alojada en su antebrazo. «Eso es, puedo usar a la sierpe», pensó tras descartar varios planes. Ciertamente de entre las seis bestias, quizás era la más particular de ellas.
En cuanto Nadeko volvió a dirigirle la vista al representante de Poseidón, le vio levantar el puño, mostrándole el antebrazo de su Escama. Ella había observado esas gemas similares a ojos al inicio del combate, pero ahora habían relucido con un destello carmesí. Apenas dirigió su mirada hacia ese detalle una enorme presión se generó en su cuello, con una fuerza tal que llegaba a cortarle la respiración por momentos. El aire se le escapaba poco a poco y su consciencia empezaba a disminuir. Se agarraba el cuello, tratando de arrancarse a la amenaza invisible que le quitaba el oxígeno, pero era inútil ya que solo era producto de su imaginación.
Wallace de Escila no era un ser humano cruel, pero había creído que esa podría ser la piedra angular en su contrataque. Planeaba soltar a la serpiente en cuanto Nadeko desvaneciese el muro, y así lo hizo dos segundos después cuando la Santa Dorada cumplió con la predicción del orgullo de Atlantis. Ella se llevó la mano al pecho, respirando toscamente como podía, aliviándose de que por fin aquella tortura había acabado. Nadeko tuvo que agacharse, apoyando sus brazos en sus piernas. Aún le dolía respirar a causa del imaginario reptil. En el público, nadie entendía los motivos de que ella desvaneciese su muro, pues ellos no habían vivido en carne propia lo que Nadeko soportó en su propio cuello.
Mientras aún se iba recuperando del pequeño trauma que le había causado la técnica de Wallace, descuidó su alrededor permitiéndole al General Marino acometer una vez más. Se acercó a ella corriendo, tal y como lo había hecho la primera vez. Pero, en lugar de invocar al lobo que la vez pasada le había ayudado, se dio un impulso con el suelo y saltó hacia la Santa Dorada, dándole un rodillazo en el centro de su peto. La pieza de la armadura dorada se resquebrajó hasta destrozarse, formándose un círculo donde había recibido el golpe, revelando la camiseta que llevaba debajo. El hoyo en su armadura mantenía desprotegido todo el vientre de la Santa de Aries, dejándola a merced del atlante.
Nadeko trató de palpar a Aries, pero su mano solo logró rozar la tela sobre su piel. Se lo había esperado: ella sabía que esa era la verdadera fuerza del General Marino, una devastadora fuerza destructiva. Le fastidiaba el abdomen, pues el rodillazo que le había propinado el General le había causado más dolor del que pensaba en primera instancia. Por suerte para ella, el dolor era algo solo superficial y no parecía haber dañado ninguno de sus órganos vitales. Pero Wallace no había salido ileso en aquel ataque, pues la rodillera derecha con la que había golpeado a Nadeko también había quedado destruida. Parecía ser que Wallace había usado una fuerza tan brutal que incluso Escila había recibido daño.
—Wallace, eres un irresponsable —criticó jadeando. Aún llevaba consigo el dolor causado por dos de sus bestias—. ¡¿Cómo puedes permitir que Escila cargue con ese dolor siendo tan irresponsable?!
—Tienes razón, Nadeko —dijo el General viendo la rodillera, tan similar a una huella de oso, resquebrajada en el suelo de la arena—. Me dejé llevar con el Zarpazo del Oso, disculpa Escila —habló él a su armadura con enérgica alegría.
—Esa es tu bestia más poderosa, lo leí en los antiguos registros que tenemos en Atmetis —habló la Santa Dorada—. ¿Es verdad?
—Así es, Nadeko. No tengo la necesidad de ocultártelo.
La Santa Dorada vio esta revelación como una nueva oportunidad. Había observado los movimientos de su adversario, así como la tendencia que tenía para ejecutar ataques solo con la mitad derecha de su cuerpo. Ahora que el oso había muerto, pues solo le quedaba vida en la rodillera izquierda que apenas usaba, la mayor de las amenazas había desaparecido. Aquellas alas de murciélago le intrigaban, pues aún no había realizado una técnica con ellas, pero debía arriesgarse en aquel momento. Su cuerpo empezó a moverse en dirección a su oponente apenas se recuperó del golpe, y acumuló en sus manos todo su cosmos.
El General Marino leyó sus intenciones al notar un incremento en su nivel de cosmos. La sensación que le había embargado el cuerpo no era similar a cuando le fue devuelto su Aguijón de la Abeja Reina, ni nada parecido. Notaba como un poder destructivo se almacenaba en las manos de aquella muchacha que era la segunda al mando en el ejército de Athena. Se preguntó si estaba en lo correcto varias veces, pero su instinto y experiencia le dictaban que sí. Al igual que su contraparte de Atmetis, él canalizó su cosmos en ambas palmas de las manos.
Como si estuviesen llamados el uno por el otro, ambos lanzaron sus técnicas a la misma vez. Alzando las manos, Wallace cruzó sus brazos, y tras bajarlos hasta la altura de su pecho, un enorme vórtice de viento y energía se alzó a su alrededor. Una fuerza iracunda manaba del interior de aquel ciclón, destrozando el campo de batalla y acumulando en su interior más y más cosmos y tierra, los cuales eran lanzados hacia la Santa de Aries. La bestia más poderosa de Escila quizás había muerto ya, pero esas no eran todos los ases bajo la manga que poseía el líder de los Generales.
—Lo lamento Nadeko, pero mi Tornado Devastador acabará este encuentro en un abrir y cerrar de ojos —exclamó Wallace de Escila a los cuatro vientos ya que pensaba que el ruido generado por su técnica no le permitiría escuchar a su rival su declaración de victoria.
—Eso es lo que crees —respondió ella con toda la calma del mundo. Sus palmas recubiertas por su armadura brillaban cada vez más intensamente en dorado.
No se lo había esperado, pero un fuerte sentimiento le llamó a lanzar su mejor técnica en respuesta a los sentimientos del General Marino. De sus palmas nacieron varias pequeñas estrellas doradas creadas por la Santa Dorada. Los astros eran alineados por Nadeko alrededor de su mano derecha, y en cuanto ella estiró su palma hacia Wallace, lanzó varias hordas de estrellas que contuvieron la fuerza de la técnica de su oponente. Sus fuerzas estaban equilibradas extrañamente, y no cedían hacia ningún lado. Quizás eso era lo que en las memorias de los antiguos se llamaban “Guerras de Mil Días”.
—¡Revolución de Polvo Estelar!
El choque de técnicas emocionó en primer momento a cada uno de los espectadores, pero pronto notaron que la fuerza de la representante de Atmetis era nada comparada con la de una de sus héroes, Wallace. En la confrontación había sido ganador Escila, quien cada segundo iba ganando terreno, provocando que Nadeko tuviese que esmerarse cada vez más por mejorar su técnica. Las estrellas no brillaron con todo su resplandor, y tan pronto nacieron, se iban apagando en las manos de la Santa Dorada. Los Santos detrás suyo, que le animaban desde su tribuna, veían expectantes a su Patriarca, incluso comiéndose las uñas y tapándose los ojos presa de la ansiedad. Mas Athena permanecía calmada, observando con ojos tranquilos y compasivos todos los movimientos de Nadeko. No podía tener miedo, eso no era aceptable para una diosa que pretendía liberar a Etherias de toda guerra.
—Tenemos suerte de que este combate es solo de exhibición —comentaba en voz alta Kadoc de Osa Mayor con su tono pesimista de costumbre—. En las calles se cuenta que Wallace es el más poderoso de esta parte de Etherias. Y razón no les faltaba. Hizo bien en no considerar este combate Señorita Athena, ya que de lo contrario nosotros…
—¿Quieres callarte, molestia? —Exclamó con su tono altanero el Santo de Piscis al lado de la reina Athena. Le molestaba esa actitud, tan inadecuada para la ocasión—. Cierra tu boca y observa bien. Pareciese que no te hubiese entrenado Parsath.
—Miare, sé cómo te sientes, pero relájate —ordenaba la Señorita Ariadne desde su trono. Ella se había fijado en el Santo Dorado, quien nunca había despegado la mirada del combate de su compañera—. Pero, gracias por creer en Nadeko —dijo, mostrándole una sonrisilla que el Santo de Piscis observó, pero no correspondió con otra.
El Santo de Bronce observó tal y como se lo había ordenado su superior. El gigantesco vórtice creado por el General Marino había engullido casi por completo la arena, sin dejar rastro alguno de que Nadeko hubiese lanzado alguna de sus técnicas. Mas cuando Nadeko se veía rodeada por todos los flancos, un destello dorado —breve, pero existente—, la cubrió en el último segundo cuando todos ya daban la victoria asegurada del héroe de Atlantis. Cinco segundos más duró el vórtice en pie tras rodear a la Patriarca, asegurándose Wallace de causar daño suficiente para ganar, pero no para matar.
Al desaparecer las corrientes de viento destructoras invocadas por el General Marino, un segundo de paz reinó en la arena justo antes de que se viese opacado por una luz dorada y cegadora que resplandeció al estallar en toda la arena de combate. Una polvareda se levantó por varios segundos, en los que no se escuchó más ruido que el murmullo del público. Cuando todo se hubo calmado, la Santa de Aries se hallaba de pie y sin casi ningún rasguño visible. Su armadura superior, su peto, hombreras y casco había desaparecido y estaba desprotegida su mitad superior del cuerpo, pero había quedado, al parecer, ilesa del choque de técnicas.
Wallace, por su parte, parecía pararse con dificultad en primer momento, pero al oír al público alabarle le dio las suficientes energías para continuar. Su casco y peto habían sido destruido, y sus pedazos estaban a sus pies. Las pequeñas alas que tenía su Escama en la espalda ahora era una que apenas podía mantenerse allí. Lo único que había sobrevivido al impacto eran la parte inferior compuestas por el cinturón y falda de su armadura y algunas protecciones para sus extremidades. Su piel descubierta estaba marcada de heridas nuevas y viejas, y su camiseta blanca sin mangas necesitaba más de una cosida para volver a su forma original.
—Me has sorprendido, Nadeko —admitió el Marino limpiándose un hilillo de sangre que se le escabullía por la comisura del labio—. No pensé que usarías tu Muro de Cristal para cubrirte por completo al último segundo. Mis felicitaciones.
—Es un gran halago viniendo de ti, Wallace —la Santa de Aries se llevó la mano derecha a la cintura, como acostumbraba al observar algo con suma atención—. Pensé que saldrías más herido, o inconsciente incluso.
—No me subestimes, Patriarca de Athena, aunque no lo parezca pude leer tus intenciones —declaró para luego carcajearse, soltando una risa ronca de las suyas—. Sabía que tramabas algo, recibir mi Tornado Devastador era irracional y es por ello que noté que traías algo entre manos, aunque no supiese bien qué.
—Me has descubierto… —se rio la Santa de Aries—. Pero ahora eso te ha dejado en una posición desventajosa, Wallace. No sé de qué te ha servido seguir atacando.
El General Marino sentía dolor en todo el cuerpo, pero trataba de no exteriorizarlo. Aunque hubiese disminuido la fuerza de su técnica al último minuto, casi de nada había servido, recibiendo de lleno todo el daño devuelto por el Muro de Cristal. Nadeko no había recibido casi nada de daño, mas extrañamente ella no llevaba puesta la armadura de la que tanto se jactaba. Wallace había observado una y otra vez a la Santa de Aries desde entonces, buscando una explicación lógica para ello, pero no la había. Solo cuando su adversaria se palpó la espalda e hizo un gesto de dolor es que supo que sus apreciaciones habían sido erradas.
El vórtice había sido tan fuerte que había logrado destrozar la parte posterior del peto de Aries, mas eso indicaba que había atravesado el Muro de Cristal. Nada tenía lógica para el guerrero atlante. «Si no cubrió su retaguardia, ¿cómo pudo ser tan despreocupada?», pensaba para sí mismo. Sus apreciaciones no podían ser correctas, pues sabía bien de la fuerza que su técnica poseía y cuánto podía dañar los cuerpos de quienes la recibían. «No lo hizo a voluntad, entonces… ¿por qué Nadeko?». Observó de derecha a izquierda en búsqueda de alguna pista, pero nada. Revisando de abajo a arriba el cuerpo de su oponente, Wallace notó algo. Su visión no solo se mantuvo en el campo de batalla, sino más allá de él incluso, llegando hasta las tribunas donde los demás atmetianos la esperaban.
—Nadeko, ya descubrí el punto débil de tu Muro de Cristal —exclamó el General Marino apuntando con el dedo a la Santa de Aries—. Luego me lo confirmarás, pero ahora debo ganarte en señal de lealtad a mi dios Poseidón.
La Santa de Aries se mantenía atónita, aun si fuese mentira lo que decía el General de Escila, sus esfuerzos por pararse eran sobrehumanos. Le fastidiaba toda la espalda, le dolía tras haber recibido una gran cantidad de daño a causa de Wallace. Si él se había dado cuenta con esa técnica de que la espalda de Aries siempre quedaba —aunque sea— ligeramente desprotegida, eso solo hacía remarcar su experiencia en combate. Pocos quienes le habían enfrentado se habían dado cuenta de que su Muro era una técnica creada especialmente para servir de escudo de Athena. Es decir, si Athena no se encontraba detrás del Muro de Cristal, este dejaba de verse como la defensa perfecta de los atmetienses, abriendo varios puntos débiles que desprotegían a quien la realizaba. Su maestro le había advertido de que, si tan solo una persona conociese este hecho, su técnica dejaría de servir y es por ello que solo se transmitía a las siguientes generaciones de boca en boca y no por escrito.
—Decidamos esto a un último ataque, Nadeko —opinó en voz alta Wallace de Escila colocándose en su habitual postura de batalla.
—Me parece bien —exclamó la Santa de Aries segura de sí.
La guerrera de Athena elevó su cosmos una vez más, sorprendiendo al líder de los Generales, quien había gastado hasta la última fracción de cosmos que podía ser usada. Wallace se abalanzó primero hacia Nadeko, adoptando la misma posición de brazos que usaba al ejecutar su Presa del Águila. La Santa Dorada corrió en respuesta, acumulando en sus manos todo su cosmos nuevamente, pero se notaba de forma distinta a la anterior. Ni una estrella se formó de sus palmas, solo destellos de luz parecían nacer de ellas. Los Generales Marinos al costado del rey Poseidón observaban el acto suicida de su líder sin saber en qué estaba pensando en aquel momento Wallace.
Pero de pronto cayó. El dolor, que había disimulado hasta entonces, consumió de repente el cuerpo de Nadeko de un extremo al otro, provocando que se desplomase al suelo. Wallace en aquel momento detuvo su acometida y comenzó a caminar lento a donde se hallaba su caída oponente.
Había aguantado todo el combate observando con tranquilidad, pero en ese momento su cuerpo se levantó del trono y salió corriendo de allí. Ninguno de los Santos Dorados trató de detenerla, pues ella era su diosa y las decisiones que tomaba eran por lo general ley suya. Sabían que no estaba haciendo nada incorrecto, pues el veredicto del combate ya estaba tomado. Lo único que hizo en ese entonces fue salir corriendo para que cuando despertase Nadeko, la tuviese a su lado. Su presencia no afectaría un combate ya concluido.
Se había dado unos cuantos tropezones al salir corriendo, pero nada de eso le importaba realmente a Ariadne. En aquel entonces solo le importaba su mejor amiga, quien le había cuidado desde que ella tenía memoria. Se limpió de polvo la parte del vestido que le cubría las rodillas, y continuó en su camino. Ya había atravesado ese sendero aquella mañana cuando se había reunido con el dios de los mares, pero ahora le parecía más largo que entonces. Fue solo cuando la luz del sol llegó a sus ojos cuando notó que todo el mundo le rodeaba. Wallace estaba parado al lado del cuerpo de Nadeko, esperando a que la diosa llegase hasta ellos.
El General Marino de Escila iba a comenzar a hablar, pero Ariadne con rápida cortesía le detuvo. Él comprendió sus acciones y se mantuvo en silencio mientras se sentaba al lado de la Santa de Aries cuyo cuerpo inconsciente estaba boca arriba de cara al sol. A ella no le importaba que todo el público a su alrededor cuchichease de si en verdad era una diosa o no, Ariadne solo pensaba en el bienestar de su querida amiga y trataba de llamarla de vuelta con ellos sacudiendo una y otra vez los hombros de Nadeko. Al abrir los ojos poco a poco, debido a la luz, la Patriarca de Atmetis se lamentó por el desastroso espectáculo mientras le ofrecía una sonrisa de consolación a su diosa.
La pequeña diosa de cabello castaño, apenas Nadeko se reincorporó un poco sobre la arena, se apegó a ella y la abrazó como una niña haría con su madre.
—Diosa Athena —dijo el General Marino en un tono un poco más serio del que acostumbraba usar con todos, pero con igual cortesía—, quería decirle una cosa antes de todo… —tomó aire para que sus pulmones se llenaran y todo el mundo en el Coliseo pudiese escuchar lo que iba a decir— ¡Dios Poseidón, sé cuál será su veredicto, pero por favor dígalo frente a todo el mundo!
El rey de los mares se puso de pie, observando desde su sitio a los dos guerreros y a la diosa que se hallaba allí. Cerró los ojos y suspiró una vez antes de hablar.
—Quien ha resultado vencedor de este combate ha sido Nadeko de Aries —dictaminó el dios de los mares para sorpresa de todos allí presentes. Incluso de algunos de sus hombres.
El General de Escila se olvidó de toda formalidad y se agachó, quedando a la misma altura que la diosa y su adversaria. Les dedicó una sonrisa despreocupada mientras se reía con un poco de pesar, enseñando su dentadura blanquecina con un par de ausencias dentales.
—Pe-pero… —tartamudeó la Patriarca de Athena—. Tú quedaste en pie, Wallace. El derecho era tuyo, ¿por qué?
—Escucha bien Nadeko, quizás no lo notaste antes por estar aguantando todo el pesar de tus heridas, pero yo ya estaba indefenso cuando tú ibas a lanzar tu última técnica. Habías ganado en ese entonces, pero caíste. Sobrepasaste tus límites más de una vez, y tanto mi rey Poseidón como yo lo notamos —él le colocó la mano en el hombro a Nadeko. Se acercó a su oído y en voz baja comenzó a hablarle—. Por eso alégrate, has combatido bien. Y quizás, entre nos, la mayor de las pruebas que has superado está aquí.
El General Marino al colocarse de pie nuevamente, haciendo gala de su altura, se ofreció a cargar con la Santa de Aries hasta un sitio donde pudiese descansar, pero Ariadne se lo negó. Ella le dedicó una pequeña sonrisa y se excusó con el guerrero atlante. Su corazón puro y sensible no podía permitir que, aprovechándose de la generosidad del líder de los Generales, este tuviese que forzar más su cuerpo solo para ayudarle. Wallace se retiró por la puerta que le correspondía, despidiéndose antes de las dos y deseándoles la mayor de las suertes para los siguientes combates.
Por la puerta que había ingresado Ariadne, apareció Aruf el Santo de Leo, quien había esperado a su diosa en las sombras que habitaban ese pasillo. Ya casi se había recuperado de unos pequeños raspones que le habían aquejado desde el día anterior y se encontraba listo para poder cargar a su líder sobre sus hombros. Acomodó a Nadeko con cuidado sobre su espalda y se retiró de la arena acompañando a la Señorita Ariadne.