Buenas!
Les traigo un fanfic en proceso, su nombre es "Saint Seiya - Shinka no Tounan" (SS - El Robo del Fuego Divino) y trata sobre, bueno... Saint Seiya, pero desde una mirada (un poco) más apegada a la historia griega antigua, tratando de utilizar los mitos y personajes de estas historias, espero lo disfruten y dejen algún comentario ;)
Tengo otros escritos en Wattpad y Megustaescribir, pueden buscarme por mi nombre de usuario.
Capítulo 1 – Ελιά (Eliá / Olivo).
Día soleado y ajetreado en el ágora, la gente discute los misterios fundamentales y otros asuntos más terrenales, los mercaderes vocean a los transeúntes para tentarlos con sus exquisiteces, mientras que en los templos las almas en necesidad claman por ayuda divina.
Rápidos pasos. Saltos, gritos. Un brioso joven se yergue sobre la multitud, con una de sus manos llena de frutos del olivo, los cuales descansaban en una canasta segundos antes, esperando a ser comprados por alguien. Una amenaza se escucha.
- Corre tanto como puedas, Βέλος (Vélos), no durarías ni cinco minutos en una carrera –gritó el vendedor a quien le robaron su mercancía, agitando firmemente sus brazos en el aire.
- ¡Las carreras duran menos que eso, idiota! –respondió el joven mientras huía, saludando con la mano atiborrada de aceitunas, cayéndosele algunas—. ¡Algún día te las retribuiré, gracias!
Vélos era un joven huérfano, acostumbrado a vivir en las calles del ágora y la acrópolis, recurriendo a pequeños trabajos y robos para mantenerse con vida, valiéndose siempre de su velocidad para completar sus tareas o evitar ser atrapado por los comerciantes a los que defraudaba. Sus ojos eran de color café, centelleantes, y su cabello rizado compartía la misma coloración, con su tez tostada por su larga estadía bajo el dios Sol y sus ágiles piernas bendecidas al parecer por el mismísimo Hermes.
Aunque la verdad era que no había sido bendecido con belleza, riquezas ni ningún otro atributo. Pero eso no lo detendría en lo que quería hacer, cambiar su destino, aunque este estuviese escrito profundamente en una roca imposible de labrar.
- Gracias, Hermes –dijo Vélos, engullendo unas aceitunas, escupiendo los cuescos en su mano desocupada, caminando despreocupadamente por las calles, impactando en el hombro de una sacerdotisa que justamente salía de un templo—. Discúlpeme, doncella.
La joven mujer se quedó viendo al muchacho que la golpeó involuntariamente, en silencio, agarrando la gargantilla de oro que adornaba su cuello, de la cual colgaba una figura de mármol tallada con forma de lechuza, sintiendo el olor de las aceitunas. No temía ser asaltada, pero el impacto desordenó su joya colgante, regresándola al sitio correcto. Ambos jóvenes continuaron sus caminos, distanciándose, avanzando en direcciones opuestas.
- Siempre dice que me las pagará, pero es sólo un niño, no sé qué cree que le deparará el futuro, pero los dioses no lo han bendecido –refunfuñaba el mercader, llorando aún por las aceitunas robadas, siendo escuchado por la sacerdotisa, quien se detuvo en seco, cambiando de dirección, comenzando a seguir al muchacho.
El joven ladrón caminó a las afueras del ágora, sin percatarse de que estaba siendo perseguido por la sacerdotisa, deteniéndose en un terreno baldío. La muchacha también se detuvo. La distancia se mantuvo, Vélos era observado. El suelo fue perforado en varias ocasiones con una larga rama de madera, los cuescos del fruto del olivo fueron sembrados en cada uno de esos agujeros, luego todos fueron cubiertos con tierra. El joven corrió en dirección a la playa. Regresó unos minutos después, cargando un ánfora destrozada desde el cuello hacia arriba, vaciando agua sobre los sitios donde plantó anteriormente los cuescos. La sacerdotisa avanzó.
- ¿Qué estás haciendo? –preguntó la sacerdotisa a Vélos, espantándolo al aparecer repentinamente.
- ¡Qué me lleva la muerte! –gritó Vélos, cruzando los brazos sobre su cabeza, agachándose un poco, viendo entre sus extremidades—. Tú, tú eres…
Vélos observó a quién tenía en frente, reconociéndola como la muchacha con la que había chocado rato atrás. A través de su delgado y blanco velo podía verse un cabello dorado como el sol, cayendo sobre sus níveos hombros, rizándose en las puntas. Sus ojos eran un fiel espejo del cielo despejado, brillantes y grandes, con una intensidad que llamaba a la obediencia. Su sotana cubría casi completamente su cuerpo, dejando parte de los hombros fuera, siendo del mismo color del velo, aunque no dejaba pasar la vista a través de él. Vélos estaba anonadado.
- ¿Robaste los frutos del olivo del mercader? –preguntó la muchacha, con evidente molestia, sacando a Vélos de su estupor.
- Sí, pero algún día se los devolveré –respondió Vélos desvergonzadamente, mostrando el lugar donde sembró los cuescos con un ademán.
- Es un terreno abandonado –apuntó la muchacha, acercándose más a Vélos.
- Lo sé, no es de nadie, le pregunté a los dueños de terrenos cercanos y no es de nadie –dijo Vélos con una sonrisa—. Sólo robé las aceitunas, nada más.
- No me refiero a eso, es tierra infértil, esa es la razón de que nadie quiera este terreno –dijo la joven mujer, descolocando a su oyente.
- Pero… Pero… Eso no importa, yo sé que lo lograré, aunque el agua no llegue acá, todos los días riego a mis futuros árboles –expresó Vélos, mostrando su vasija rota.
- ¿Con agua de mar? –preguntó retóricamente la doncella.
- Sí –respondió Vélos, sonriendo nuevamente.
- No brotarán. Eres un ladronzuelo y un tonto, no podrás devolverle los frutos al mercader, nunca –aseveró la sacerdotisa, tratando de desanimar al muchacho.
- Tú no lo entenderías –dijo Vélos, girándose, mirando al suelo.
- ¿Qué? –dijo la mujer, descubriendo su cabeza, quitándose el velo que cubría su cabello y rostro.
- No fui bendecido por los dioses como ustedes, no tengo dones divinos, menos belleza o dinero. Mira tu gargantilla, ¡es de oro! Los templos reciben toda clase de ofrendas, yo ni siquiera recibo limosnas… ¿Me entiendes? Somos de mundos distintos. Tu vida está asegurada, yo tengo que ganármela todos los días. Sé que robé las aceitunas, siempre al mismo mercader, sólo a él he perjudicado, en realidad no… ¡Pero lo compensaré! Estoy trabajando para lograrlo y no permitiré que una muchacha acomodada como tú me diga que es imposible hacerlo, si no funciona aquí, ¡buscaré un nuevo lugar y lo lograré! –dijo Vélos, explayándose, sorprendiendo a la sacerdotisa con su vehemente discurso.
- ¿Eso es…? –pensó la joven, sintiendo una tenue brisa en su impoluto rostro, observando un sutilísimo brillo rodeando a Vélos—. ¿Cuál es tu nombre?
- Vélos, bueno, en realidad no es mi nombre, pero… –respondió nervioso el joven, al fijar su mirada en el bello rostro y cabello de la sacerdotisa, con un perfil parecido a los labrados por los grandes escultores de su país.
- Vélos, buena suerte –dijo la muchacha, cubriéndose la cabeza, retirándose del lugar.
Vélos quiso preguntar el nombre de la sacerdotisa, pero sintió temor de provocar al dios del templo al que la muchacha pertenecía, no quería visitar el inframundo tan pronto. Así, prosiguió con su día, regando cada uno de los sitios sembrados, retirándose ya entrada la tarde, durmiéndose en las afueras del ágora.
Al día siguiente, Vélos continuó con su rutina matutina, revisando los cuescos sembrados, regándolos con agua de mar y buscando algo de comer distinto a los frutos del olivo, esperando algún día contar con varios árboles para poder vender sus propias aceitunas y pagar el “favor” que el mercader le estaba haciendo, para salir de la pobreza que le traía el ser huérfano.
Sin embargo, había algo que había cambiado y él no lo sabía, estaba siendo vigilado desde la lejanía, siguiendo cada uno de sus pasos. A veces de frente, otras veces desde altura, pero siempre inadvertidamente. Un aleteo. La tarde llegó y los cuescos debían ser regados nuevamente, el ánfora se llenó varias veces, el día era caluroso y brillante.
- ¡Qué cansancio! –gritó Vélos, tirándose al piso, mirando las nubes, recordando el traje blanco de la sacerdotisa del día anterior, espantándose por el aleteo repentino de un ave, posándose una lechuza blanca en una piedra cercana a él—. ¿Qué? ¡Sal de aquí, pájaro, no te robarás mis preciados cuescos, chu, chu, vuela!
El ave retrocedió con un salto, pero no se echó a volar, girando su cabeza como si tratara de entender lo que se le decía. Vélos siguió tratando de espantar al albo pájaro, sin lograrlo, aburriéndose, momento en que la lechuza se fue por su cuenta.
- Maldito pájaro, que se vaya a robar a otro lado, se salvó de ser mi cena… ¡Qué hambre! –reclamó el muchacho, con retortijones en las tripas, dejando el sembradío para buscar la última comida de su día.
La noche llegó. Luego la mañana. La rutina comenzó. Revisar, regar, desayunar. El ágora estaba llena como todos los días, conversaciones, exquisitos aromas de las nuevas mercancías, plegarias al Olimpo, ofrendas. La tarde, los cuescos debían ser regados, de vuelta al terreno baldío. Dos figuras humanas estaban en él. Una reconocible, la sacerdotisa, la otra no, aunque también era una mujer.
- Sacerdotisa, ¿qué es lo que haces aquí nuevamente? No me digas que me acusaste a las autoridades, te dije que el terreno no tiene dueño –dijo Vélos, hablándole a la muchacha, mirando a la alta, rubia y de azules ojos mujer que la acompañaba, notando que esta tenía un puñado de tierra en su mano izquierda.
- Traje a una amiga que puede ayudarte con unos consejos sobre cultivos, ya que este sitio es completamente infértil –dijo la muchacha de blanco traje, sin sacar el velo de su cabello, extendiendo los brazos para señalar el terreno.
- Tienes razón, este terreno no sirve para cultivar –dijo la mujer, sin mirar a Vélos, botando la tierra, la que se esparció como un fino polvo a causa del viento del lugar.
- Otra más –pensó el muchacho antes de abrir la boca, dispuesto a echarlas del lugar; sin embargo, observó el polvo que el viento se llevaba, notando algo a unos metros de donde se encontraban apostados, abalanzándose al lugar, gritando de júbilo, dando saltos—. ¡Sí, lo logré, sí!
La mujer que acompañaba a la sacerdotisa se acercó a Vélos, viendo un pequeño y frágil brote de color verde emergiendo desde la infértil tierra, agachándose para examinarlo más de cerca.
- No sobrevivirá –dijo la mujer, agarrando un nuevo puñado de tierra cercana al brote mientras se levantaba del piso, generando un reclamo de Vélos, que pasó de la alegría a la preocupación—. Si lo que dices es cierto, el agua de mar puede haber cambiado algo en este terreno, permitiéndole a este brote emerger, pero no durará si se queda aquí, a menos que…
Vélos sintió como si el piso bajo sus pies se hubiera sacudido, cayendo sentado en este, percibiendo una extraña, cálida y brillante presión en el ambiente, arremolinándose el viento entorno a ellos, notando una tenue y etérea luminosidad que envolvía y parecía brotar de la mujer que acompañaba a la sacerdotisa, inundando todo el lugar con su presencia.
- ¿Qué es esto?, ¿Quiénes son ustedes? –preguntó Vélos, sintiéndose inmensamente pequeño, nervioso, tembloroso, pero no temeroso. La cálida luz lo abrazaba como si una madre lo acurrucara para alimentarlo, se sentía protegido.
- ¿Aún no lo sabes? Ella es Deméter, la diosa de la agricultura, y yo soy…