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Juicio Divino: La última Guerra Santa


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470 respuestas a este tema

#61 Seph_girl

Seph_girl

    Marine Shogun Crisaor / SNK Nurse

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Publicado 27 diciembre 2019 - 14:00

Cap 6. Hola, soy Caronte, el no-barquero
 
Los muertos vivientes no sólo son inmortales, sino que aparte regresan mas fuertes... Qué tramposos jajaja eso es querer fregarte a los secundarios XD y que al mismo tiempo encontrarles maneras para seguir luciéndose.
 
Interesante el cementerio subterráneo debajo de la torre del reloj, pero nadie puede prestarle la atención suficiente todavía.
 
Y nuestra fina bestia trajeada y perfumada al fin tiene un nombre: "Caronte", que es normal que uno se acuerde de ese personaje  cuasi-cómico de la barca que vimos en la serie... Pero no, el tipo tiene el cabello blanco, lo que significa que DAMN, CUIDADO CON ÉL.
Pero mira que el tipo estaba dispuesto a seguir las formas jajaja y esperar las 12 horas del cliché XD buena esa.
 
¿Qué acaso Kiki no sabe esa ley no escrita entre hombres en el que jamás se golpearan en la entrepierna?? SHAME.
 
Es una frase muy genial con la que termina este episodio la verdad :3
Gracias por el regalo de cap doble esta semana, wiiiiiiiiiiiii.
 
PD. Buen Cap, sigue así :3

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#62 unikron

unikron

    el iluminado

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Publicado 27 diciembre 2019 - 16:47

vaya me dejo intrigado eso que dijo caronte de ser la razon que el santuario fuera creado porque sera

 

saludos



#63 Patriarca 8

Patriarca 8

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Publicado 27 diciembre 2019 - 16:51

Capítulo 2. Plan de defensa

 

—La misión original fue un fracaso —sentenció Azrael.
 
—Exacto —dijo Faetón—. Espera, ¿¡qué!?
 
XD multiplicado por el infinito
 
La isla de la Reina Muerte si que es un lugar terrorifico incluso para guerreros con cierta experiencia
 
El Santuario esta repleto de incompetentes con razón el Patriarca Saga se volvió loco
 
 
 
 
Capítulo 3. Conociendo al enemigo
 
 
Los nazis si que utilizaron todo tipo de soldados para ganar
 
los guerreros azules de Bluegrad son los que aparecieron en el manga del cisne pero ¿Las ninfas de Dodona? de que manga son
 
Makoto tiene las hormonas muy alborotadas
 
se nota que ninguno ha visto luchar a los caballeros de acero de omega XD
 
 
 
 

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#64 Patriarca 8

Patriarca 8

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Publicado 28 diciembre 2019 - 14:58

Capítulo 4. Invasión

 

 

Makoto es igual de despistado que seiya

 

Kiki es muy bueno haciendo resúmenes como si se tratara de u guia

 

 

 

 

Capítulo 5. Guerra en tierra sagrada

 

Nachi  obtuvo sus 15 minutos de fama XD

 

el leon y el lobo son como legolas y gimli haciendo bromas en medio de la batalla

 

el meme del  PETA  se volvió realidad en tu fic ,no se si el autor es un genio o tiene los mismos "intereses" que Kuru

 

no entiendo en que consiste el plan de Azrael 

 

 

 

 

 

Capítulo 6. Inmortales

 

 

Los invasores no dan tregua a los defensores del Santuario

 

¿Jaki esta muerto?

 

así que no se trata del Caronte mitologico pero si lleva el mismo nombre

 

ese gas somnífero fue muy útil

 

las palabras finales del invasor fueron muy enigmáticas

 

 

PD: Que todos pasen un Feliz Año Nuevo


Editado por Patriarca 8, 29 diciembre 2019 - 09:42 .

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#65 Rexomega

Rexomega

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Publicado 30 diciembre 2019 - 14:35

Saludos

 

¡Buen review, sigue así!

 

Felipe

Spoiler

 

Seph Girl

Spoiler

 

Unikron

Spoiler

 

Patriarca 8

Spoiler

 

***

 

Capítulo 7. Esperanzas vanas

 

A pesar de no estar unidos a la red psíquica de Kiki, los miembros de la guardia supieron mantener la posición más allá de toda expectativa.

La primera línea estaba compuesta por antiguos aspirantes, aunque incluso entre ellos podían distinguirse dos clases. Los primeros, habían renunciado a convertirse en santos, siéndoles imposible superar las duras pruebas del Santuario. Por ello iban protegidos con armaduras de cuero, algunas con protectores de metal, y armados con lanzas, en esa batalla de una punta negra más dura que el acero y más ligera que una pluma. El resto, que formaba un batallón de treinta jóvenes, iba desprotegido, golpeando con los puños y las piernas. Aquel grupo pudo defenderse por sí mismo al principio. De una parte, el batallón, con Docrates e Icario a la cabeza, rompía la formación del enemigo, obligándolo a lanzar un ataque desorganizado contra el muro de lanzas y escudos que eran los guardias allí apostados. Tal estrategia los llevó a una victoria momentánea.

—Aún no es momento para celebraciones —dijo Icario, de todos los presentes el más sabio—. Algo me huele mal.

Esa advertencia salvó la vida de muchos, pues cuando el primer enemigo se levantó, todos seguían listos para el combate. Incluso viendo cómo las heridas que habían infringido al enemigo desaparecían como si nunca hubiesen existido, llenando de temor e impotencia los corazones de muchos, Docrates supo arengarlos para seguir luchando hasta que llegaran los refuerzos. No hablando de la justicia y la paz en el mundo, sino apelando al orgullo que todos aquellos hombres perdieron hace mucho.

—¿Qué os pasa, vejestorios? ¿Vais a ser menos que estos mocosos? ¿Y qué hay de vosotros, críos de pecho? ¿Queréis convertiros en santos y os asusta que al enemigo le vuelva a crecer la cabeza? ¡A Heracles le ocurrió lo mismo y no por eso se puso a llorar!

Siguió hablando de esa forma, siempre a gritos, alimentando el espíritu competitivo de unos y otros, de modo que pudieron aguantar hasta que llegaron los refuerzos.

Hijos de antiguos guardias y aldeanos de Rodorio, apostados a lo largo del camino que unía al pueblo y el Santuario, fueron viniendo a tiempo de evitar que la formación de la guardia se rompiera. En vez de lanzas, llevaban espadas, que no enarbolaban como prueba de que un día fracasaron, sino con el orgullo de quienes luchan por defender a los suyos. Amigos, amantes, familia, cada uno de aquellos hombres tenía un ser querido en mente cuando se unió a la batalla, un motivo para luchar que les permitió estar a la altura de sus compañeros, de mayor fuerza y habilidad.

Poco a poco, el caos se fue apoderando de la batalla. El choque de un ejército desorganizado contra una falange todavía invicta se tornó en duelos por todo el lugar. Vigías de afilada espada y lanceros diestros en el arte del combate luchaban codo con codo aquí y allá sin descanso. Nadie tenía que explicar que matar a quienes podían revivir era inútil, daban por sentado que la mejor opción era cansarlos y luego encadenarlos, si era posible. En ese momento, dos de los miembros del batallón de aspirantes se apartaron de la batalla, ganándose el repudio de muchos. Eran Rudra y Spartan, dos de los caballeros negros reclutados en el puerto de Rodorio horas atrás. Más poderosos de mente que de cuerpo, se pusieron a salvo tras una roca y desde allí hicieron todo lo posible por evitar que las lanzas del enemigo alcanzaran a un compañero. Ora moviendo el brazo de un soldado, ora empujando a un guardia, salvaron tantas vidas como el mismo Docrates, quien por muchas palabras soeces que dedicara a sus subordinados, era el primero en salir en defensa de todo aquel que estuviese en peligro de muerte.

 

Así transcurrió la defensa de Rodorio, en un bosquecillo a varios kilómetros del pueblo. June, todavía invisible, atestiguó todo lo que ocurría en silencio, susurrando a Docrates lo que los santos iban descubriendo en el Santuario sobre el enemigo. Sabía que el capitán de la guardia no le perdonaría que se dirigiera a Icario, ex-santo, y no tenía queja con que fuera aquel hombretón quien diera a viva voz las nuevas indicaciones:

—¡Al que reciba un solo arañazo de estos inútiles más le vale morir! ¿Quién sabe dónde habrán estado esas lanzas, si es que estos soldados de caras pálidas vienen del Hades? ¡Esquivad, esquivad sacos de carne, u os espera una vida de enfermedad y dolor!

Así, solo alimentando el temor que todo hombre cercano al Santuario sentía por el inframundo, Docrates aseguró que nadie quisiera ser más valiente de la cuenta. Todos se cuidaron de lo que tenían de frente, sabiendo que al menos un compañero les estaba vigilando las espaldas. Y quien quisiese atacar por los flancos se encontraría con el batallón de aspirantes, quienes iban de aquí y allá veloces como el viento, arrebatando las armas del enemigo cada que podían. La victoria parecía segura.

Pero nadie vigilaba el suelo, manchado de aguas amarillentas. El olor a muerte y enfermedad parecía algo normal en el combate para todos los que allí luchaban. Así que cuando empezaron a salir soldados y lanzas desde las profundidades de la tierra, nadie, ni siquiera June, pudo evitar la masacre.

—¡El nivel del agua está subiendo! —gritó Icario.

—¿Y ahora me lo dices? —dijo Docrates, cargando contra cinco soldados enemigos que asediaban a un par de guardias, ya agotados por la larga batalla. Llegó tarde, ya habían caído en el momento en que era él quien estaba rodeado.

Uno tras otro, ya fuera por una lanza en el pecho o una espada pasándole por el cuello, los hombres de la guardia empezaron a morir, volviéndose polvo los cadáveres incluso antes de tocar el suelo. En poco tiempo, todo lo logrado se vino abajo, incluso los aspirantes empezaron a ser arrinconados por los nuevos soldados enemigos. Docrates ya estaba planteándose pedir refuerzos a Rodorio cuando se oyó un grito de guerra.

—¡A mí, amazonas! —gritó Geist a la vez que una lanza se clavaba a los pies del primer soldado enemigo que había pasado la línea defensiva, ya rota.

De forma tan repentina como el último ataque enemigo, trescientas mujeres enmascaradas llenaron el campo de batalla y barrieron con todo soldado que encontraron usando el único arma que Atenea permite emplear a sus campeones.

Sí, incluso Makoto, que luchaba a la diestra de Geist, ya no luchaba como el lancero, sino como el santo que pudo haber sido. Con sus puños desnudos, abriría para todos el camino hacia la victoria.

 

***

 

A través de los ojos de June, Shaina pudo reconocer a antiguas rivales entre quienes acompañaban a Geist. No supo qué le hacía sentir más orgullosa, si ver a su mejor discípula liderar a las amazonas del Santuario o saber que estas no habían dejado de luchar a la manera de los santos incluso después de fracasar en convertirse en uno. Por supuesto, aquello no le impidió recordar que ni Geist ni el guardia que la acompañaba sabían que era inútil matar a aquellos soldados del averno.

—Está bien —dijo Marin, como si estuviera leyéndole la mente—. Solo eliminando al enemigo podrán reagruparse. Después Docrates podrá informarles de la situación.

Con un gesto de asentimiento, Shaina dio a entender que estaba de acuerdo y volvió la vista al frente. Ni un solo soldado pisaba ya la plazoleta frente al templo de Aries, todos estaban posicionados en las escaleras que daban hasta la base de la montaña; ya no actuaban como la horda sedienta de sangre a la que habían repelido una y otra vez, sino como el ejército más disciplinado del mundo. Todos quietos, esperando.

Ella no contaba con el veneno de Lerna, oculto en los Colmillos de Ichi de Hidra, y por supuesto tampoco tenía a mano el gas somnífero de Azrael. En cuanto a la tercera táctica de probada eficacia contra la legión de Aqueronte, si bien el poder de un santo de plata podía emular la destrucción que Ban había desatado cerca del cementerio, desintegrando a cada enemigo hasta un punto en que no hubiera nada que se pudiera regenerar, no terminaba de confiar en esa vía. Era demasiada casualidad que el enemigo tuviese refuerzos en el exterior del Santuario tiempo después de la victoria de Ichi. Nunca antes había ocurrido, cada horda atacaba a un lugar concreto. O a los santos, pues el enemigo siempre atacaba allá donde había al menos uno presente. 

—Solo hay una solución —dijo Marin—. Destruir el Aqueronte.

—¿Solo eso? —preguntó Shaina, permitiéndose ser irónica. Cubierta por una energía eléctrica, apuntó con las garras al suelo, donde fluía una capa del río infernal—. No.

Más por intuición que porque lo hubiese pensado, Shaina decidió no descargar el Trueno sobre aquellas aguas. Marin, fiándose de su compañera, asintió, tampoco ella atacaría el Aqueronte. De momento se limitarían a esperar.

 

***

 

—¿Tan fuerte pegan esos soldados? —preguntó Nachi, a quien el poder liberado por Nemea le había dejado sin habla por un rato. 

—Si el arma del enemigo alcanza nuestro manto sagrado, incluso si es un simple roce, lo mataría. Están vivos, ¿recuerdas? —dijo Ban entre jadeos. Lucía agotado, con el rostro perlado de sudor, los hombros caídos y los brazos colgándole a los costados—. Nemea no solo absorbió la energía cinética de cada golpe, sino también las emociones que había detrás. Y créeme, Nachi, para estos enemigos, emoción y fuerza física son lo mismo. Ellos convierten el dolor y la desesperación en poder.

El santo de Lobo prefirió no hacer más preguntas. Ver así a Ban era doloroso, incluso si en teoría solo era el resultado de perder una gran cantidad de energía en un tiempo tan corto. Apartó la mirada, reflexionando sobre el secreto detrás de las armas del enemigo. Había supuesto que estaban hechas de un metal que solo podía hallarse en el inframundo, pero ahora sentía que había algo más detrás de ellas. Como las emociones de cada soldado, todas negativas, que les impulsaban a seguir librando batallas que no podrían ganar jamás. O tal vez algún tipo de envidia hacia todo ser vivo, que explicaría por qué sus lanzas y espadas los atravesaran como si fuesen fantasmas.

Tales pensamientos fueron interrumpidos por un sonido terrible, aunque esperado. Un río de aguas amarillentas vino desde el cementerio y llenó el cráter en el que estaban hasta llegar a la altura de sus rodillas. Había algo diferente en aquel contacto que lo puso en alerta, sentía que le estaban arrebatando algo, que podía morir si seguía allí. Pero aquellas aguas infernales siguieron moviéndose, ascendiendo hasta salir del cráter a la vez se oían chapoteos por todas partes. Sin poder hacer nada, solo deseando no volver a sentir cerca el río Aqueronte, Nachi vio emerger un millar de hombres pálidos, desnudos hasta que de la piel emergieron armaduras negras al son de un coro de lamentos inentendible; desprotegidos, hasta que aquellos lamentos de dolor y desesperación se convertían en lanzas y espadas en sus manos.

Y ya bien pertrechados, la horda del Hades salió corriendo a la par del río infernal. Más rápido que el mejor caballo y sin ningún orden, el enemigo pareció huir en desbandada, pero Nachi tenía un mal presentimiento sobre aquello. El lugar al que dirigían se le antojó más evidente con cada segundo que pasaba.

—Ban —susurró, meneando pronto la cabeza. Si le pedía ayuda, el santo de León Menor era capaz de seguirle así todos los huesos se le partieran. No, debía actuar él solo por los dos—. Si tú tienes Nemea, yo también tengo mis trucos. ¡Obsérvame!

Tomó impulso, decidido a romper una vez más sus límites, y luego empezó a correr. Más rápido que el sonido, demasiado veloz como para ser atrapado por una explosión, el lobo empezó la cacería de aquellos soldados que avanzaban dando saltos imposibles sin siquiera reparar en él, sin dar la menor importancia a si vivían o morían.

Atrás quedó el león, atado a la tierra, débil.

 

***

 

Entretanto, Geki y Azrael ya habían vuelto a la superficie.

Fue un ascenso más bien exagerado. El empleado de la Fundación, todavía con la máscara antigás y sujetando el maletín con una mano, usó la otra para colgarse del santo de Oso, quien de un gran salto atravesó la cueva y llegó a tierra a través de la grieta abierta por Jaki. Todo por sugerencia del propio Azrael, que estaba convencido de que allí les estaría esperando aquel enorme soldado enemigo, ya recuperado.

—Si lo llego a saber, habría apostado algo —bromeó Geki después de otear el terreno. No había ni rastro de Jaki—. Con las ganas que tenía de darle una paliza.

—Puede que tengas tu oportunidad —apuntó Azrael, quien miraba el suelo.

Como había ocurrido en otras partes del Santuario, las aguas amarillentas procedentes del río Aqueronte se estaban alejando de la zona.

—Rodorio —dijeron a un mismo tiempo Geki y Azrael.

Poco después, el santo de Oso hizo honor a su palabra, corriendo hacia el pueblo a una velocidad en la que el mundo no era más que un montón de líneas borrosas. Al asistente, que no había dejado de cargar sobre sus hombros, solo le dio una advertencia:

—¡Mantén la boca cerrada o te morderás la lengua!

 

***

 

Durante toda la conversación entre Kiki y Caronte, un santo había decidido permanecer expectante, oculto tras una discreta ilusión formada por el hábil psíquico.

Fue en el momento en que el invasor sugirió un cambio de objetivo cuando decidió atacar. Acometió de forma tan rápida como le era posible, sin hacer ruido, sin siquiera dar un grito para crear confusión, y aun así Caronte esquivó el ataque.

—No es prudente atacar a tu enemigo desde una distancia que no puedas recorrer en un segundo, santo de Atenea.

—¡Sobre todo si tu enemigo puede ver a través de una ilusión! —exclamó Ichi, pues no era nadie más que él. Protegido por el manto sagrado de Hidra, tres garras salían de los protectores de cada nudillo, cargadas del más letal de los venenos—. ¡Tomo el relevo, Kiki! ¡Va a ser mejor que descanses!

El aludido, o más bien la imagen que había proyectado desde un lugar seguro, en las profundidades del bosque, hizo un gesto de asentimiento y desapareció. Las seis lanzas con las que había querido amenazar al invasor cayeron al suelo sin remedio.

—Siempre me ha gustado eso de los santos de Atenea. Uno contra uno, a la manera de los héroes de antaño. ¿Quién de los dos hará el papel de Aquiles en esta ocasión?

—¡No me interesan tus amigos!

No había terminado de hablar cuando volvió al ataque, tratando de sorprender al enemigo. Fue inútil. En el momento crucial, Caronte se limitó a desaparecer y volver a aparecer a detrás de él. Ni siquiera se había molestado en alejarse.

—¿Huir no es de mala educación en tu orden? —preguntó Ichi.

—No estoy obligado a recibir golpes, por débiles que estos sean —dijo Caronte—. Si alcanzas a golpearme, me defenderé.

—¿Te limitarás a hacer eso? ¿Esquivar y defender?

—Atacar está fuera de mis posibilidades en este momento.

Divirtiéndole la idea de que el enemigo le hiciera la mitad del trabajo, el santo formó una sonrisa serpentina antes de acometer contra él. Como un borrón apenas perceptible, buscó la espalda de Caronte, quien esquivó el ataque de la manera que esperaba. Antes de que terminara de desaparecer ya estaba dando una fuerte patada hacia donde aparecería, fallando por solo un par de centímetros. Entonces, de la bota del manto sagrado emergieron tres garras blancas, clavándose en las oscuras ropas del invasor.

—¿Satisfecho?

—Depende. ¿Sientes como si en tu interior se hubiese encendido una hoguera? ¿Alguno de tus sentidos ha dejado de funcionar? ¿Crees que en poco tiempo podrías estar retorciéndote y pidiendo piedad? —A cada pregunta, el santo recibía la tácita negación de Caronte—. ¿Jaqueca, al menos?

—Mi traje no es solo un capricho, también cumple como protección —se permitió explicar Caronte mientras apartaba con una mano las garras clavadas en la manga del otro brazo. Ninguna de ellas había llegado a tocar la piel—. La próxima vez…

—Apuntaré a la cabeza, no me lo tienes que decir. Soy Ichi de Hidra, por cierto. Siento que mi fallido ataque por sorpresa me haya impedido presentarme.

—Yo soy Caronte de los Astra Planeta. También siento que la característica terquedad de los santos me haya impedido detener este conflicto a tiempo. Ya ha caído una décima parte de vuestros soldados, ¿cuántos más deben morir antes de que recapacitéis?

—Oye —dijo Ichi, el rostro sombrío, la sonrisa aún presente, más bien aterradora—, ¡de verdad llevas la cuenta, esbirro de Hades!

 

Kiki fue testigo de un cambio en el estilo de combate de Ichi, siempre centrado en terminar los combates lo más rápido posible. Ahora se movía, por extraño que pareciera, a una velocidad subsónica, aunque atacando con la misma rapidez que cualquier santo de bronce. En eso se había vuelto tan implacable como constante, importándole poco o nada fallar un golpe o cien. ¿Un puñetazo no llegaba a alcanzar la nariz del invasor? Los Colmillos que salían de ese puño eran arrojados como proyectiles. ¿No podía acertarle en el costado de una patada? Lo mismo ocurría, tres Colmillos salían disparados. Así hasta llenar el terreno de ataques fallidos.

¿Había perdido la concentración, rindiéndose a sus emociones, o era alguna estratagema para acorralar al enemigo en cuanto se diera la oportunidad? Kiki no veía que eso último fuera posible, aunque era cierto que él, por la clase de entrenamiento que tuvo, comprendía bien lo poderoso que podía ser un enemigo y pensaba un poco más antes de actuar. En este caso, Caronte dominaba el arte de la teletransportación, lo que no hablaba tanto del poder, sino de una percepción extrasensorial prodigiosa, natural para el pueblo Mu, producto de un entrenamiento sobrehumano para unos pocos. Por alguna razón, puede que por una simple cuestión de ego, recurría a ella para esquivar cada ataque, aunque resultaba evidente que los veía venir y podría esquivarlos con su propia velocidad. Él lo sabía, porque en el momento en que Ichi lanzó aquel ataque sorpresivo, tuvo de nuevo el control sobre las lanzas de metal negro y las arrojó a la vez contra el invasor, que dio un salto justo antes de desaparecer. Es decir, se había movido más rápido que el pensamiento de un heredero del pueblo de Mu.

Ichi, es más rápido que tú, es más rápido que todos nosotros. Y tratar de controlar ese metal me ha agotado, creo que ha absorbido mis fuerzas. ¡No puedo ayudarte!

 

—¿Qué te dije? ¡Es mi turno! ¡Por lo que a mí respecta tú puedes echarte una siesta!

—¿Con quién estás hablando? —preguntó Caronte, quien mantenía el equilibrio sobre los hombros del santo de Hidra—. Ah, telepatía. ¿Ya ha descubierto tu amigo que no es bueno jugar con las armas del infierno?

Molesto, Ichi se dejó caer para luego apoyarse con una mano en el suelo mientras pateaba el aire. No le extrañó que Caronte desapareciera antes de ser alcanzado, tampoco le importó, siguió girando sobre sí mismo al tiempo que los Colmillos de las botas salían disparados una y otra vez a velocidad supersónica, sin orden ni concierto. —Si me permites una observación, tu estrategia es obvia —comentó Caronte, esquivando uno de los proyectiles que por azar estuvo a punto de alcanzarlo—. Y depende demasiado de que no estés luchando contra una simple proyección.

—¡No bromees! —exclamó Ichi, poniéndose de pie de un salto y señalándolo—. Fíjate en tus manos. Apenas puedes controlar tus propios dedos, ¿cómo vas a mantener una proyección de ti mismo y encima hacer que pelee? Por los dioses, hasta creo que eres algo torpe en el juego de pies y por eso recurres a la teletransportación mientras luchas. Esa clase de reacciones son instintivas, se dan sin más en el combate y es demasiado difícil simularlas como para que merezca la pena el esfuerzo.

De nuevo, mientras hablaba, el santo de Hidra atacó, arrojando una andanada de golpes que el invasor decidió bloquear con los brazos. Estos, cubiertos en apariencia por simple tela, resultaron ser tan sólidos como el mejor de los mantos sagrados. Aun así, el envite continuó, encrudeciéndose segundo a segundo.

—Tienes toda la razón. Solo difiero en un detalle. Para mí no sería difícil, sino imposible fingir esto. ¡Nunca me había pasado!

—Oh, no quisiera caer en lo vulgar, pero… ¡Todos dicen lo mismo!

Ese fue el momento. Tal y como Caronte debía haber supuesto, los Colmillos que Ichi hubo dispersado por el lugar se dirigieron hacia él. Veinticuatro, como poco, estuvieron a punto de alcanzar la cabeza del invasor, obligándolo a recurrir a la teletransportación. Sin embargo, eso estaba dentro de los planes del santo de Hidra, y allá donde Caronte reaparecía le esperaba otra serie de Colmillos, que Ichi movía por todo el escenario gracias al bajo grado de telequinesis que había llegado a dominar. Así, en poco tiempo, apenas hubo lugares seguros en aquella zona, siendo posible predecir dónde reaparecería Caronte la próxima vez.

Ichi no dudó un solo segundo en aprovechar la abertura en la defensa hasta ahora imbatible del invasor, que esquivaba todos los ataques lleno de una insultante confianza. Atacó de frente, con el puño derecho alzado y triplicando la velocidad en un repentino impulso, superando de ese modo las previsiones de Caronte y logrando lo imposible. ¡Tres Colmillos llegaron hasta la piel del cuello, del todo descubierta!

—Parece que me ha picado un mosquito —comentó Caronte, viendo divertido cómo los Colmillos se rompían, tal vez por la fuerza con la que el santo había golpeado.

—Te ha mordido una hidra, amigo —repuso Ichi, apartándose de un salto—. ¡La hidra de Lerna! ¿Era esa la obvia estrategia que esperabas?

—Si he de ser honesto, solo vi venir la primera parte.

—Me disculpo por mi falta de sutileza. Al principio me planteé envenenar a tus marionetas, para extender así mi Maldición de Lerna por ese río apestoso. ¡Imagínalo! Allá donde luchan mis compañeros, allá donde tú estés, se encuentran esas aguas. ¿No es un golpe maestro usar la mejor baza de tu enemigo en su contra?

—No habría funcionado —aseguró Caronte, al parecer todavía aturdido—. Los hombres con los que combatís son materiales, vulnerables a los males y bienes de este mundo. El Aqueronte, en cambio, no pertenece al universo físico, se parece más al alma humana que a la carne que le sirve de envoltorio.

—¿Así que el agua amarilla y el mal olor es solo la forma en que decide manifestarse, eh? —desdeñó Ichi—. ¡Basta ya de explicaciones pomposas! Sé claro, como lo seré yo. ¿Crees que estás a salvo porque mis Colmillos no pueden atravesar tu piel? ¡No! Ahora mismo el veneno debe estar corroyendo tu cuerpo, ¡en forma de un gas imperceptible!

—Lo noto, en verdad noto tu Maldición de Lerna en mis entrañas. Pero hay problema —decía, avanzando hacia un extrañado Ichi y mirando a los únicos cuerpos de soldados que había en el lugar—, soy inmortal. Y ellos también.

 

Tan pronto acabó aquella audaz declaración, Ichi perdió de vista a su objetivo, debiendo esquivar el ataque simultáneo de seis soldados. Mientras la quinta y sexta lanza pasaban por muy poco de sus costados, el santo golpeó a los lanceros con los Colmillos de las botas, para luego deshacerse de otro par con los de los puños. Los restantes coordinaron en tiempo récord un ataque por tierra y por aire, pero Ichi se les adelantó, mandando de una patada alta al que lo atacaba de frente contra el que había saltado.

En lo que los cuerpos caían al suelo, los Colmillos crecieron una vez más en los nudillos y las botas, como las cabezas de la mítica hidra. Ichi, sabiendo que la muerte no detendría a esos soldados, cargó contra ellos, llegó incluso a rasgar el cuello de ambos en un solo ataque antes de que los cuerpos estallaran.

—¡Qué peste! —fue la primera reacción que tuvo Ichi al verse cubierto por esas aguas amarillentas. La segunda fue un súbito mareo que lo puso de rodillas—. ¿Qué? ¿El veneno? No, mis fuerzas se están yendo. ¿Ese río apestoso devora nuestro cosmos?

—¿De dónde crees que sale la energía para crear nuevos cuerpos y fortalecerlos? —preguntó Caronte, quien ya se retiraba—. Adiós, Ichi de Hidra. Para ser el primero que tengo en un millón de años, ha sido un combate bastante entretenido.

 

Por supuesto, Ichi no era la clase de persona que dejaría pasar a un enemigo más allá de su puesto. Quiso levantarse, incluso sintiendo que el manto sagrado de Hidra era ahora más un peso que una ayuda, pero cada vez que se levantaba, volvía a caer.

En el tercer intento, seis soldados le rodearon. Sin heridas, sin veneno. Resultó evidente, después de tantos intentos inútiles, que no importaba si en vez de matarlos los envenenaban, dejaban inconscientes o encerraban, aquellos solo eran cuerpos sin valor que el río Aqueronte podía deshacer y rehacer a voluntad. Ichi maldijo entre dientes, de saber aquello todavía podrían contar con Ban para la batalla.

—Y habríais podido contar también conmigo —susurró Ichi con voz trémula, antes de que los soldados atacaran.

 

***

 

Habiéndose recuperado ya del contacto con aquellas armas de muerte, Kiki tuvo que elegir. Si no auxiliaba a Ichi, era muy posible que muriese, sin embargo…

—Solo matándote podré detener a la legión de Aqueronte.

—No vas a matarme con tus ilusiones, heredero del pueblo de Mu.

—Esto no es una ilusión.

Era él, Kiki, pupilo de Mu de Aries, aspirante al primer manto zodiacal. Hasta el momento se había limitado a ser un bastón de apoyo para todo el ejército de Atenea, enlazando experiencias, insuflando valor en los corazones atemorizados. Ahora era el momento de luchar. Solo él separaba a Caronte de Seiya, era la última defensa.

Pensando a toda velocidad, decidido a salvar también a Ichi si le era posible, llegó a una conclusión elemental. Incluso si el invasor era en verdad inmortal e invulnerable, seguía siendo un ser vivo y seguía necesitando de un cerebro. Si era así, solo tenía que neutralizarlo, produciéndole una inconsciencia permanente y dejando de ese modo al ejército enemigo sin un líder. ¡Tal vez incluso podría detener aquella locura!

—Si querías pelear, no debiste desperdiciar energías mandando a tu gente a la muerte.

—Tengo energías de sobra para ti.

Poniendo en práctica todo lo que Mu le enseñó, Kiki hizo arder como nunca aquel cosmos suyo, el cuál tardó demasiado en responder, como si viniera de un lugar demasiado profundo frente a las fuerzas que había perdido antes. Fuera como fuese, respondió, manifestándose como un muro invisible entre el tranquilo paso del invasor y lo que buscaba. Este último se detuvo en seco, mostrando, si no temor, al menos sorpresa cuando aquella energía se estiró en torno a él, cubriéndolo por completo.

La barrera conjurada por Kiki, ahora una suerte de sarcófago, respondió al intento de Caronte por seguir avanzando con la misma fuerza de aquel. No obstante, la tremenda energía cinética liberada por el invasor al caminar se tornó en una psíquica, la cual no causaba daño alguno a aquel cuerpo inmortal, sino que lo atravesó con el fin de afectar al yo astral que se hallaba bajo la carne. Así accedió Kiki a la mente de Caronte, o lo que habría esperado fuera la mente de un hombre, pues nunca había visto nada igual. Una oscuridad profunda, fuente de dolores y terrores sin cuento. Kiki reclamó la sola mente de Caronte, y la respuesta fue una avalancha de emociones que cerró hasta el último de sus sentidos, todos los pecados del hombre se le vinieron encima. Él resistió, a pesar de todo, siguió buscando más y más profundo, hasta que sintió algo más allá del cuerpo, la mente y el espíritu. De allí quiso sacar las fuerzas que necesitaba para asaltar la ciudad amurallada que se manifestó ante él, en el horizonte. La mente del enemigo. 

Ese lugar único y personal fue inundado por la oscuridad, llenado y roto, antes de que Kiki pudiera tomar nada de él. Se oyó un estallido, como de cristal rompiéndose.

Un momento después, Kiki se retorcía en el suelo, sosteniéndose la cabeza con ambas manos como si de ese modo pudiese acabar con el dolor que sentía. Tal había sido el resultado de desvelar la esencia misma de su ser a aquella oscuridad abominable.

—Quien escupe al cielo, se acaba mojando. A menos que haga mucho viento —dijo Caronte, siguiendo su camino ya sin nada que se le interpusiera; para él, aquello solo fue un paso. Antes de adentrarse en el bosque, miró hacia atrás, admirado al ver que aquel pelirrojo se negaba a gritar—. Supongo que no me guiarás hasta Pegaso, ¿no?

No esperó tener una respuesta, así que se limitó a seguir su camino.

 

***

 

Sentía su propio veneno quemándole las entrañas, las aguas del río apestoso le robaban toda la fuerza de voluntad que habría podido usar para retardar el proceso, y por si eso fuera poco motivo de vergüenza, un soldado había logrado clavarle una lanza en el muslo, impidiéndole siquiera moverse. ¿Por qué sonreía entonces? Iba a morir, y sabía la clase de otra vida que tenían los santos como él, pero algo le impedía sentir temor por ello. Tal vez valor, quizás solo orgullo, poco importaba ya.

—Mira que largarse sin verme morir. De haber sido yo el ganador, le habría llevado flores a su tumba o algo por el estilo.

Ichi de Hidra pensaba recibir a la muerte con los brazos abiertos, pues no había arrepentimientos en su corazón. Sin embargo, el destino le deparaba una última sorpresa. Una energía cálida le recorrió el cuerpo, permitiéndole levantar la cabeza y ver cómo la lanza negra que le atravesaba la pierna era reducida a átomos.

 

Notas del autor: 

 

A todos mis lectores, los que comentan y los mudos, les deseo un próspero año 2020. Que todos vuestros deseos se cumplan y que sigáis disfrutando esta historia. De lo primero no tengo certezas, pero sobre lo segundo puedo decir que os esperan grandes sorpresas. ¡Gracias por el apoyo! ¡Gracias por estar ahí!

 

¡Hasta el año que viene!


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#66 Seph_girl

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Publicado 02 enero 2020 - 15:50

Capítulo 7. Qué bolas las de Ichi
 
Todo se torna cada vez más pesado con ese ejercito de zombies que ni Ricardo sería capaz de aplacar. Ni pulverizando a los bastardos se logrará algo, y aparte que el mismo Caronte ya dijo ser inmortal... que levante la mano del lado del enemigo quien no lo sea, jajaja
 
Un cap en el que jamas esperas que sea Ichi quien se quiera lucir poniéndose frente a frente contra Caronte, eso es mucha valentía (o ganas de suicidarse) jajaja
Por supuesto que rápido le mostraron cuál es su lugar y lo peor es que ya está sentenciado a muerte... pero esperen, que parece que llegó alguien a intentar salvarlo, ¿lo logrará?
 
No me queda mas que aprovechar y desearles a todos los que andan por aquí un ¡Feliz año nuevo 2020 :3! Mucha suerte y alegría para todos.
 
Pd. Buen cap, sigue así.

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


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Publicado 03 enero 2020 - 17:24

¡Qué frustrante leer esto! ¡Qué insoportables son estos tipos, que hacen trampa! No se pueden morir, se reconstruyen los golpeen o los envenenen, son invulnerables, aumentan en número si el del enemigo desciende, y vienen acompañados de un hedor digno de un yoghurt que se pasó cinco meses de la fecha de expiración. No es nada justo...

 

...pero al mismo tiempo, es muy satisfactorio ver luchar a estos valientes. Tanto a Azrael y su grupo, Shaina y Marin, los agregados de TOEI valientes, aunque carezcan de recursos, y, más que nadie, los bravos Santos que destacaron en el capítulo: Ban, Nachi y especialmente Kiki e Ichi. El primero ya agotó sus fuerzas luego de usarlo todo en una bomba; el segundo sigue corriendo y puede que tenga algunos recursos bajo la manga; el tercero ya estaba demasiado débil después de actuar como support, ahora que pasó al frente no da más (aunque logró sorprender a su enemigo, como digno heredero de Mu que es), y el último fue el MVP del episodio. Ichi mostró dotes de telequinesis, un lenguage hasta elegante, unos Colmillos móviles, inagotables, sustentables, y muchísimo más eficientes que los que conoció Hyoga. Y por sobre todo, valor y coraje, la Hidra no se rinde ante nada ni nadie, ni siquiera al miedo a la muerte (incluso cuando esta aun no quiere llegar, al parecer. Hades debe tenerle cariño al punk este). Todo fue inútil, no lograron nada... y así y todo, consiguieron destacar como unos maestros del combate, unos verdaderos Santos con habilidades especiales y específicas, y personalidades distintivas, en lugar de solo ser "el grupito de inútiles que no son Seiya y compañía". Desde ese punto de vista, para mí, ellos son los ganadores, y te felicito por mostrarlos así, Rexo.

 

Solo una pregunta, y mis disculpas si no lo entendí bien. ¿Qué es lo que hace June, además de quedarse invisible? No consigo entender muy bien cuáles son sus capacidades.

 

Lo que sí queda claro es lo que Caronte, no-el-barquero, puede hacer. Es poco, pero simple y eficaz. Es inmortal, invulnerable, rápido, inteligente... y respetuoso, por sobre todo. Es decir, un hdp molesto. Me gusta muchísimo xD Me muero por saber cómo van a detenerlo, pero por ahora, disfruto al leer a estos nobles Santos, capaces de romper el cielo con sus puños y desgarrar la tierra con sus patadas.

 

Muy bien, Rexo!!


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#68 Rexomega

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Publicado 06 enero 2020 - 07:16

Saludos

 

¡Buen review, sigue así!

 

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Felipe

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***

 

Capítulo 8. Decisiones

 

La Fuente de Atenea era un oasis para el desierto duro e inclemente que era el Santuario, surgido a partir del más valioso de los tesoros: las lágrimas de una diosa. Los inmensos árboles que la rodeaban, todos milenarios, eran la última prueba de aquel regalo divino, una digna frontera para la tierra en la que nadie había muerto desde hacía varios milenios. Aquellos que pasaran a través de estos con malas intenciones, sin contar con la bendición de Atenea, se adentrarían en un bosque infinito en el que los más profundos miedos se vuelven realidad.

Pero Caronte estaba más allá de eso. El invasor llegó hasta Seiya un instante después de desaparecer ante los ojos de Kiki, habiéndolo percibido no muy lejos. Cuando estuvo frente al héroe que había desafiado a los dioses, sintió a un mismo tiempo alivio y decepción. Era chocante ver a alguien así en una silla de ruedas, muerto en vida, con la vista perdida en el suelo. Por otro lado, era afortunado que no tuviera que ir hasta la misma Fuente de Atenea, así como que no estuviera con un nuevo defensor que le obligara a librar un combate en tan sagrado lugar. La única compañía del santo de Pegaso era una chica común y corriente que pudo paralizar con una sola mirada.

—¿Tratabas de ponerlo a salvo, eh? No te castigues demasiado, niña. No sería distinto si pudieras moverte. Ahora mismo, nadie sobre la faz de la Tierra podría cambiar esto.

La muchacha no reaccionó a aquel lapidario discurso, se mantuvo en shock; las manos que mantenía aferradas a la silla, como tenazas de hierro, eran lo único que le quedaba de su fuerza de voluntad. Sin volver a prestarle atención, Caronte se acercó a su objetivo, dirigiendo la mano hacia el pecho de Seiya.

 

***

 

—¿Has viajado desde el Cinturón de Hipólita solo para verme? —musitó Ichi—. Siempre tan encantadora, nuestra Akasha de Virgo.

Con el pelo largo y castaño, la piel clara bajo la túnica y cortos brazos, una niña de seis años observaba al santo moribundo. Contrastando con esa imagen inocente que ofrecían los gemidos de angustia y las manos temblorosas de la pequeña, estaba la máscara que toda mujer al servicio de Atenea debía portar, y más allá, seis cuerpos flotando. Los soldados que tantos problemas le causaron, si no le fallaba la vista. 

—Solo soy aspirante.

—¿Mi debilidad te obliga a hacer ese tipo de cosas? ¡Menudo santo estoy hecho!

—No están vivos —se apresuró a decir Akasha—. No siento nada en ellos.

—Hace mucho tiempo, cuando no era más que un crío llorando porque no tenía padres, me entretenía destrozando los muñecos de otros niños en el orfanato. Esto no es diferente —dijo Ichi, mirando a los soldados, flotando en el aire en posturas a cada cual más imposible—. Me dan igual todos ellos, pero tú no debes abandonar la compasión solo para hacerte más fuerte. Eso déjaselo a los perdedores como yo.

—Tú no eres un perdedor. Eres un santo. ¡Eres muy fuerte!

Mientras Ichi sonreía ante la ingenuidad de la pequeña, los cuerpos empezaron a caer con suavidad al suelo, donde se les permitió recomponer los huesos. Nada más les dejó hacer Akasha, quien en todo momento los mantuvo inmóviles y desarmados.

—¿Qué hay de Kiki? Él tiene mejores oportunidades que yo, ¿no crees?

—Vivirá —dijo Akasha—. Pero tú, incluso si la señora Geist me dijo que esperara, yo sentí que tú… ¡No quiero que mueras! ¡No lo permitiré!

Agotado, Ichi cerró los ojos un momento, pero creyó poder oír cómo la pequeña aspirante cerraba los puños con fuerza. Aún era una niña, se dijo. ¿Cómo podría explicarle que había decidido hacer de su inevitable muerte un arma?

 

***

 

Dadas las circunstancias, Kiki nunca llegó a ceder del todo el rol de enlace a Azrael, por lo que el momento en que fue derrotado fue también el final para la valiosa red psíquica que mantenía unidos a los santos. Sin embargo, no fue demasiado el tiempo que pasaron en la oscuridad, pues desde la lejanía, sin importar dónde estuviesen, todos pudieron ver cómo una estrella fugaz atravesaba el cielo. Un hombre, sin duda, de un poder inmenso que solo a doce santos se les permite ostentar generación tras generación.

—Nuestra lucha no es en vano —gritaba Nachi, atravesando a toda velocidad el pasaje que daba al Santuario, el bosquecillo arrasado por el enemigo y otras muchas líneas defensivas que guardias, amazonas y aspirantes habían ido levantando en los últimos compases de la batalla—. ¡Podemos ganar esta guerra!

Medio kilómetro más adelante estaba la última línea de defensa, con la horda de los muertos siendo repelida una y otra vez por los vivos bajo la atenta mirada de Geki.

—¿Y Azrael? ¿Poniendo minas? —dijo Nachi en cuanto llegó—. No me puedo creer que me hayas adelantado tú, de entre todas las personas.

—Yo no me desvié persiguiendo al enemigo como otros, solo fui a donde debía. Diría que tener encima a un novato que no sabe mantener la boca cerrada me retrasó un poco —aceptó, sonriendo como el que cuenta una broma que nadie más conoce—. Larga historia. Azrael está en Rodorio, donde debió estar desde un principio. 

—¿Dos santos contra un ejército inmortal, entonces?

—Tres.

La decidida voz de June de Camaleón llamó la atención de los santos. Ninguno de ellos se sorprendió de no haberla sentido hasta entonces, pues el manto sagrado de Camaleón que ella portaba le permitía ocultar incluso el cosmos de quienes pueden percibirlo. Ellos, gracias a la red psíquica de Kiki, pudieron ver cómo había estado aprovechando esa capacidad para ayudar de vez en cuando a un aliado en problemas, de tal forma que todos los presentes no se sintieran menos por ser ayudados por un santo.

Claro que el tiempo para sutilezas había acabado ya. Los tres juntos cargaron contra los soldados que Docrates, Geist y algunos miembros del batallón de aspirantes habían amontonado. En cuestión de segundos, todos los enemigos fueron despedazados, ya fuera por el látigo de June, la simpar fuerza de Geki o el Aullido Mortal de Nachi.

 

Era escaso el tiempo que tardaban los soldados en revivir, todos lo sabían, de modo que los santos se pusieron al día con los representantes de quienes carecían de un manto sagrado. Supieron de ese modo que muchos habían caído, así como que Docrates y Geist habían acordado mandar a la mitad de los aspirantes a cazar a todo soldado rezagado que hubiese superado la línea defensiva, así como una décima parte de la guardia y de las amazonas presentes a modo de apoyo. En particular, se habían ido quienes podían mantener quieto a un pequeño grupo de enemigos por un tiempo prolongado, como Rudra, Spartan y Cristal.

—El muy canalla conocía el arte de la congelación y no me dijo nada —se quejó Docrates—. ¡Nos habría ahorrado muchos problemas!

—Menos mal que nos dijeron que Llama estuvo a punto de reducir una aldea a cenizas. Con ese nombre, ¿quién sabe? A lo mejor disparaba agua a presión.

—¿Te parece que es tiempo para bromas, Geist?

—Me parece que no es tiempo para desconfiar de quienes nos cuidan las espaldas.

En realidad, durante el primer tramo del combate la mayor parte de los aspirantes, y en especial quienes habían sido traídos de Reina Muerte, prefirieron reservar fuerzas y vencer al enemigo en mano a mano. Luego, la situación se había vuelto cada vez más caótica, con aliados y enemigos mezclados de tal forma que cualquier error de cálculo habría sido fatal. Solo en el momento de mayor desesperación, Cristal se permitió mostrar su as en la manga, seguido por muchos otros. Pero ya para entonces era claro que no podían mantener al enemigo en un solo sitio, así que Geist y Docrates delegaron en Icario y una amazona llamada Helena el mando de parte de sus fuerzas y siguieron luchando en el frente, seguros de que Rodorio estaría a salvo incluso si caían en batalla.

—Divide y vencerás —dijo Docrates, henchido de orgullo.

Nadie podía reprochárselo. Aquella era una buena estrategia, sin duda. Si hacían que el enemigo se dividiera e iban conteniendo cada pequeño grupo, tarde o temprano se alcanzaría la victoria. El problema radicaba en la última información que les fue mostrada a través de la red psíquica: incluso un enemigo sometido podía volver al río Aqueronte y renacer con fuerzas renovadas. Cuando Nachi y Geki lo explicaron, siendo esa información corroborada por la invisible June a través de susurros, no solo Docrates, sino también Geist y los guardias y amazonas cercanos enmudecieron.

—¿He mencionado ya que van a venir más enemigos, muchos más, de un momento a otro? —preguntó Nachi—. El que quiera irse a casa, ahora es el momento.

 

En cuanto oyó aquellas duras palabras, Makoto no pudo evitar retroceder un par de pasos. Avergonzado, apretó los dientes ¿Iba a hacerle eso a Geist, que había confiado en él cuando le dijo que era el momento de atacar, sin tener autoridad para ello? ¿Iba a traicionar a la guardia, que seguía luchando allá donde los mejores, armados con lanzas de punta negra, ya habían caído? ¿Iba a traicionarse a sí mismo?

—¡Puedo oler vuestro miedo! —gritó Docrates de repente, pasando por delante de Geki y Nachi—. No debéis sentir vergüenza, porque yo también lo siento. ¿Qué pasó con aquel duende invisible que nos invitaba a darle la espalda a nuestros temores, con la promesa de que llegaríamos con ellos la próxima noche, sin duda llena de pesadillas? Tal vez nunca hubo nadie cuidando de nosotros, tal vez éramos solo nosotros negándonos a aceptarnos como simples hombres mortales que lloran, temen y mueren. Yo he decidido no hacerlo más, haré del terror en mis entrañas mi mazo y daré muerte a las huestes del Hades como el mismo Heracles hizo una vez más. Quizá algunos queráis acompañarme, mas decididlo sabiendo que no acusaré de cobarde al que se retire.

—En el peor de los casos, la batalla final se daría en Rodorio —dijo Geist, intuyendo la intención de su compañero—. Hará falta toda la ayuda posible para evacuar mientras podamos resistir. Quienes se queden, serán nuestra retaguardia.

Makoto escuchó aquel discurso palabra por palabra, sintiendo que era lo que necesitaban oír. No era solo él, la mayor parte de los guardias que quedaban en pie luchaban movidos por la desesperación de ver muertos a sus seres queridos en Rodorio, así como el miedo a ser tachados de cobardes, y los demás, los pocos que no tenían nada que perder en esa lucha, se estremecían al ver las armaduras, armas y ropas de los caídos, mero polvo movido por el viento. Las amazonas, conocidas por un orgullo sin par, debían sentir lo mismo, aunque era difícil verlo debido a las máscaras que portaban. ¿Había excepciones? Sin duda, por eso era vital que solo lucharan allí quienes de verdad estuviesen dispuestos a hacerlo. Y Makoto pretendía ser uno de ellos.

Se oyeron incontables pasos en diferente intensidad e intervalos, irregulares, pues unos salieron corriendo en cuanto se les presentó la oportunidad, mientras que otros, heridos de orgullo, retrocedieron con lentitud, llenos de dudas. Fuera como fuese, sin distinción entre guardias y amazonas, muchos se retiraron. Hasta un par de aspirantes, gemelos y de corta edad, los acompañaron, si bien ellos tenían órdenes de informar a Cristal y los demás de la nueva información que tenían sobre el enemigo. Para ese momento, los santos, Docrates y Geist ya miraban al frente, decididos a no hacer distinción entre quienes lucharían junto a ellos y quienes lo harían de otra forma.

—Alguien tiene que hacer de malo —se excusó Nachi a la mirada desaprobadora de Geki—. Sabes que hice lo correcto.

Al final, el santo de Oso tuvo que darle la razón. De un ejército asustado, entre santos, guardias, amazonas y aspirantes había quedado un grupo unido de doscientos ochenta y seis combatientes, si bien el tiempo y las borracheras de muchos supervivientes harían que fueran comparados con los trescientos del rey Leónidas.

Makoto, habiendo sentido alivio por la oportunidad de huir sin culpa, se libró también del deseo de hacerlo, y fue el primero en ver cómo un enemigo se recuperaba.

—¿No deberíamos impedir que se levantaran?

—El primer paso será crear el escenario —dijo Geki, tronando los nudillos.

—Ha sido un bonito discurso, Docrates —dijo Nachi—. Yo seré más escueto. Si en los próximos minutos sentís algo en las entrañas y no tenéis que ir al baño, es que vuestro cosmos ha despertado. ¡Que la próxima generación de santos nazca en esta batalla!

 

***

 

Aun antes de que cualquier otro en el Santuario lo hubiese visto, como una estrella fugaz atravesando el cielo nocturno, Caronte ya era consciente del hombre que ahora tenía enfrente. Un santo de oro, parte de la élite del ejército de Atenea, capaz de viajar a voluntad por el espacio-tiempo, así lo había demostrado al llegar hasta allí desde el lugar más remoto de la Creación. No obstante, no llevaba encima ninguno de los doce mantos zodiacales, sino las prendas que lo distinguían como el líder del Santuario.

—Es irónico —dijo Caronte, dirigiendo la mirada al tesoro que acababa de obtener, imperceptible a primera vista—. Tengo el arma más poderosa del universo, capaz de segar toda vida mortal y apartar las almas del ciclo de la reencarnación. Un solo mandoble y todas las estrellas se apagarían en el acto, toda luz se extinguiría. Sí, tengo en mis manos la espada que un día traerá el fin de todo, y no puedo usarla. 

El recién llegado carraspeó. Tenía las manos ocultas bajo la túnica, el rostro ensombrecido bajo el yelmo y los planes en el fondo de un espíritu indomable.

—Hablas demasiado.

—Desde que regresé a esta tierra y esta era, soy incapaz de actuar con violencia, sea contra un enemigo o por mi propia cuenta —explicaba Caronte, haciendo caso omiso de la seca intervención del Sumo Sacerdote—. Cuerpo, mente, espíritu. Cualquier impulso destructivo ha sido extirpado de mi ser, espero que de forma temporal. Desde el momento de mi concepción, siempre he usado estas manos para dañar y arrebatar la vida de otros. Por eso, como podrás comprender, ha sido toda una sorpresa que en todo este tiempo no me hayan respondido como deberían. Supongo que uno tiene que pensárselo dos veces antes de enfrentar a la guardiana del Tártaro.

Antes de decir nada, el Sumo Sacerdote estudió cuanto acontecía en el Santuario y los alrededores. No necesitó para ello de una red psíquica, sino que por sí mismo extendió su cosmos desde el norte hasta el sur y desde el oeste hasta el este, y de ese modo fue consciente de cada suceso. La batalla que estaba por darse en la entrada, el hombre inmenso que bramaba como una bestia en el Cinturón de Hipólita, el santo al que su pupila mantenía con vida a duras penas. Los buenos hombres que habían muerto y los que podrían morir por las acciones de aquel charlatán. Sintió en el pecho la ira que a muchos había dominado esa noche, mas no se dejó dominar por ella.

—Es extraño que alguien tan temerario como para invadir el Santuario dependa tanto de otros. Extender el miedo y el terror sobre estas tierras, enviar un ejército de hombres muertos… Un astuto plan para alguien débil, demasiadas molestias para alguien fuerte.

—Este es el Sumo Sacerdote, el hombre que debe ir un paso por delante de los dioses —aprobó Caronte, aceptando la crítica con un gesto de asentimiento—. Ya que el tiempo escasea, seré directo. Estás aquí, así que la maldición que mantenía a vuestros campeones en un sueño eterno se ha roto. Un auténtico milagro, ¿no?

—Acepté la ayuda incondicional de Orestes de Micenas, como sin duda ya sabes.

—No, Orestes de Micenas no es más que un mensajero. La ayuda que recibisteis proviene del dios al que ese hombre sirve.

—No llegó a decirme quién era ese dios.

—El Hijo. Un enemigo como no ha conocido jamás la Creación. Derrotarlo supuso el sacrificio de incontables mundos, yo mismo caí junto a él al Tártaro, donde estaba destinado a pasar el resto de la eternidad. Cuando fui liberado, no solo supe que la eternidad es más corta de lo que había imaginado, sino que los siervos de Atenea, los garantes de la paz y la justicia en la Tierra, se habían aliado con…

—Acepté la ayuda de un extraño con no más fin que liberar a cinco valerosos héroes de un castigo injusto y desproporcionado —cortó de inmediato el Sumo Sacerdote—. Servimos a Atenea, como bien has dicho. No nos aliamos con otros dioses, nuestra lealtad se la debemos solo a una entre los inmortales. Esas son las palabras que le dirigí a Orestes de Micenas cuando vino a nosotros, no como un invasor al mando de un ejército, sino como un hombre con una propuesta.

—Yo no fui enviado aquí a proponeros nada —reconoció Caronte—. Mis órdenes son eliminar a esos valerosos héroes de los que hablas. 

—No obstante, ahora deseas hacerme una propuesta.

—No poder matar te deja tiempo para pensar. ¿Y si el Santuario y el Olimpo fueran aliados? —planteó Caronte, extendiendo el brazo al frente, la mano cerrada sobre la invisible empuñadura—. No solo el Sueño había castigado a Pegaso, sino también la Muerte, tan adormecida como él mismo. Si hubiese despertado con esta espada clavada en el pecho, moriría en tres días, siendo condenado a un mundo ajeno a la rueda de las reencarnaciones, donde nada muere, donde nada nace, donde nada existe. Por fortuna, ya lo he liberado de esa carga. Si no puedes considerarlo una muestra de mi buena voluntad, al menos acéptalo como una prueba de mi capacidad para salvar a los tuyos. Cerca de aquí, Hidra está a las puertas de la muerte, yo puedo evitarlo.

—¿Qué hay de los soldados que han caído en combate? —cuestionó el Sumo Sacerdote, quien no estaba dispuesto a caer en ninguna clase de engaño.

—Si el heredero del pueblo de Mu no hubiese contrarrestado mi mensaje, ninguno de ellos habría entrado en combate para empezar. Y si debo ser honesto, no considero que hayan sufrido un destino tan terrible. ¿Qué dirías que es mejor? ¿Vivir a la sombra de un santo, recordando tus fracasos? ¿Morir como un héroe, luchando por los tuyos?

—Dices que es un mal necesario. Estás dispuesto a cualquier cosa con tal de cumplir tu misión, entiendo eso. También entiendo que una petición de alianza suele ir acompañada de una amenaza implícita, en caso de que la respuesta no sea la esperada.

—Eres perspicaz, como cabe esperar del representante de Atenea en la Tierra. ¿Te has dado cuenta de que el mundo ha estado cambiando mientras hablamos, cierto?

Así era. Donde hacía un momento hubo un bosque con una infinita variedad de árboles, ya no había nada más que algún arbusto retorcido, desprovisto de hojas y de vida. En lo alto, un crepúsculo repentino había sustituido al cielo nocturno, como si las llamas del averno se hubiesen asentado en la bóveda celeste. En la tierra, sin importar hacia dónde se mirase, no había más que polvo y ceniza, arrastrados por soplos de aire gélido. Y por si eso fuera poco, cada vez era más difícil respirar. Los primeros pensamientos del Sumo Sacerdote fueron para Seiya y su hermana, prisioneros como él de una distorsión que poco a poco estaba cubriendo el Santuario, rodeado a lo largo de las batallas por el río Aqueronte. En esas circunstancias, no podrían vivir mucho tiempo.

—El cambio será paulatino —dijo Caronte, también observando al todavía inconsciente santo de Pegaso y la chica que cuidaba de él—, estimo que quedan cinco minutos para que todo el ejército de Atenea, así como la villa que tanto os preocupa, entre en mis dominios, donde no existe el oxígeno. Mi oferta seguirá en pie hasta el último momento, no por el bien de la Tierra, sino por el de toda la Creación.

 

***

 

Makoto no estaba muy seguro de a quiénes debería temer más.

De una parte, estaba la horda de soldados inmortales que combatían, así como el sonido, cada vez más cercano, de varios miles de pasos. No obstante, de otra estaba el valle que se extendía desde donde terminaban las montañas. Las paredes, escarpadas, llegaban hasta una serie de colinas naturales y enormes rocas, de tal suerte que solo había un camino hacia el valle que no supusiera caer a través de quince metros de profundidad, la pendiente que ahora bajaba el ejército. En cuestión de minutos, los santos de Atenea habían resumido eones de evolución natural, abriendo la tierra con las manos desnudas, convirtiendo el aire en una infinidad de filos invisibles capaces de cortar todo cuanto se interpusiera en su camino. Tan veloces fueron, que incluso le dio la impresión de que eran tres los que actuaban en conjunto, alcanzando por la sin par sinergia de tres cosmos unidos un poder que recordaba al de los héroes de la mitología. Pero al final, solo eran Nachi y Geki, sonrientes, frescos. Nadie hubiese dicho que acababan de reducir cientos de metros de roca a un montón de escombros. 

El tiempo no tardaría en dar una respuesta a Makoto, pues en el momento en que terminaron de bajar la pendiente, sintieron el contacto con el Aqueronte. Provenientes del cementerio, la Eclíptica, el bosque que envolvía la Fuente de Atenea y otros lugares por los que el río infernal había pasado, aquellas aguas nauseabundas se reunían por fin en un solo campo de batalla. El último, esperaban.

—Esto ha sido exagerado —dijo Nachi.

—Con algo más de tiempo, haría colapsar la montaña sobre el enemigo —dijo Geki.

—Sí, somos más fuertes que antes, más fuertes de lo que imaginamos. Eso no hace que sea menos exagerado. ¡Nos hemos cargado el camino al Santuario!

—¿Y crees que la buena gente de Rodorio preferiría tener que bañarse tres veces al día? ¡El Aqueronte no tardará en llenar esta piscina! Deja de quejarte y haz tu trabajo.

Con un gesto de asentimiento, el santo de Lobo fue avanzando por el valle artificial, ejecutando el Aullido Mortal cada cincuenta pasos. Así fue creando grietas de pared a pared, de notable profundidad. Detrás de Makoto, un guardia y una amazona teorizaban que era para mantener el nivel del agua en un rango aceptable.

—¡Avanzad, suicidas míos!

—¡Avanzad, amazonas!

—¡Avanzad, gente normal!

Al oír el último grito, del fornido santo de Oso, Makoto avanzó. Todos lo hicieron, porque ese era el camino que habían escogido. Ya era tarde para dar la vuelta.

Si lo hubiesen hecho, si alguien hubiese mirado atrás antes de bajar la pendiente, se habría dado cuenta de que en la lejanía, el cielo había cambiado.

 

***

 

—Mi maestro es poderoso, podrá solucionar esto —aseguró Akasha.

—¿El Sumo Sacerdote ha…?

Antes de poder terminar, Ichi sintió cómo el dolor regresaba. Sangre oscura salió por su boca, cayéndole por las mejillas y el mentón.

—¡No hagas esfuerzos innecesarios! —le rogó Akasha—. Debo extraer el veneno de tu sangre, si golpeo tus puntos cósmicos…

Ni siquiera un santo puede engañar al enemigo si este sabe que va a ser engañado. Ichi sabía eso demasiado bien, por eso tuvo que ponerse en riesgo al atacar. La Maldición de Lerna era una técnica simple: transformar el veneno mortal de los Colmillos de Hidra de líquido a gas, de modo que todo aquel que lo respirase estaría condenado a morir, fuera el enemigo o él mismo, si no se alejaba en el momento justo. No lo hizo, recibió la dosis letal y ni siquiera eso fue suficiente. Caronte había visto venir la primera fase de su estrategia, pasó a través de la segunda encogiéndose de hombros, ¿imaginaría que había una tercera? Esperaba que no fuese el caso.

—Solo el poder de un dios puede salvarme, pequeña. Y no vamos a estar doscientos años esperando, ¿verdad? —bromeó Ichi, sabiendo que a esas alturas era inútil pensar en extraer el veneno. Si no fuera porque Akasha lo impedía, la Maldición de Lerna ya habría matado hasta la última de sus células.

—No necesitamos esperar doscientos años —aseguró Akasha.

 

***

 

Como únicas defensoras de la Elíptica y de los tesoros divinos guardados en la cima de la montaña, Shaina y Marin no habían podido unirse a los santos de bronce en las afueras del Santuario. Aun viendo a los soldados retirarse en desbandada, no los persiguieron, seguras del deber que tenían. No obstante, tal disciplina se puso a prueba más adelante, cuando sintieron la derrota de Ichi y de Kiki, así como la consecuente caída de la red psíquica. En ese momento fue claro el deseo de Shaina por ir en auxilio de Seiya, seguro objetivo del invasor, quien debía seguir sumido en el sueño al que había sido confinado años atrás. La misma Marin tenía sentimientos encontrados, no porque fuera su pupilo, sino porque Atenea en persona les había encomendado la protección de quienes siempre habían luchado a su lado.

La llegada del Sumo Sacerdote ocurrió en el mejor momento, cuando Marin lanzaba a Shaina palabras tan duras como ciertas, que con todo dudaba que la convencieran en tales circunstancias. Así acabaron las dudas, hasta que oyeron una voz conocida:

Shaina, Marin, necesito vuestra ayuda.

¿Akasha? ¿Qué haces tú en el campo de batalla?

¿Está Seiya contigo?

Mi maestro fue a ayudarlo. Debió retrasarse para ayudar a Kiki, pero confío en que llegó a tiempo. Es Ichi el que necesita ayuda, la ayuda de un dios.

Marin y Shaina se miraron, entendiendo a un mismo tiempo a lo que se refería. La Égida, el célebre escudo de Atenea capaz de repeler cualquier mal, uno de los invaluables tesoros que estaban protegiendo.

Eso… 

Puedo mantenerlo con vida, aunque no quiera —cortó Akasha. A pesar de estar recurriendo a la telepatía, la voz de la aspirante sonaba tensa, al borde del llanto—. Pero yo no soy una diosa, no durará para siempre. ¡Por favor, ayudadme!

Sin esperar una respuesta, Akasha cortó la comunicación, quizás para dirigir todos sus esfuerzos a mantener a Ichi con vida.

De nuevo, las dudas asaltaron a Marin. ¿Debía sacar uno de los tesoros de Atenea del único lugar en el que estaban seguros, ahora que la diosa estaba ausente? Enfrentaban a un enemigo que bien podría estar buscando eso, así lo habían previsto desde que supieron que estaban siendo invadidos. En nombre del deber, debía negarse, no obstante, muchos buenos hombres habían cometido actos terribles por el Santuario en nombre del deber. Pensó más allá de eso, en qué querría la legítima dueña de la Égida que hiciera con ella, y obtuvo una respuesta. Para Atenea, sin lugar a dudas, salvar la vida de un santo tenía más peso que cualquier otra orden.

En cuanto hizo un gesto de asentimiento, Shaina partió, veloz como un rayo.

 

***

 

Desde la perspectiva del Sumo Sacerdote, el cosmos de Shaina y Marin se empequeñecía más y más conforme ascendían por la montaña. No creía que fuese porque se estuviesen debilitando, si bien al principio le pareció que las fuerzas de todos los santos presentes en el Santuario habían empezado a descender desde que Caronte extrajo la espada del cuerpo de Seiya. Era más bien como si una fuerza proveniente de todas direcciones estuviese causando interferencias, dificultando incluso a alguien como él sentir la presencia de quienes luchaban lejos.

Aquel acontecimiento, entendió tras un meticuloso estudio, era más intenso en los límites de una cúpula de tinieblas que no solo cubría el Santuario, sino también los alrededores. Si de verdad llegaba hasta Rodorio, tal y como el invasor presumía, no podía saberlo. No pudo más que encomendar a su capaz pupilo y Orestes, aquel aliado tan problemático que había decidido dejar atrás, las vidas de aquellos inocentes.

—Esfera de los Muertos, Plutón —dijo Caronte—. Donde la luz y la vida son negadas. Te doy la bienvenida a mis dominios, legatario de Nadie, primer líder del Santuario.

El aludido carraspeó, harto de aquella actitud tan condescendiente, decepcionado de sí mismo, por no haber podido frenar aquella distorsión del espacio-tiempo. Un mundo imponiéndose sobre otro, aislando al Santuario más de lo que nunca había estado. Aun consciente de que no se estaban moviendo a ningún lugar, sino que era Caronte quien lo traía hasta ellos, se seguía sintiendo como si el mundo entero estuviera cayendo por un abismo hacia el terrible Hades. Y él no podía hacer nada por evitarlo.

—Respiras —observó, de pronto, el líder del Santuario.

—Quiero respirar, comer y beber, eso no implica que lo necesite para vivir.

Siguió hablando, como de costumbre, señalándole que no debía verlo como un enemigo inmortal e imbatible, sino como un aliado invaluable. Por paradójico que sonara, cuanto más desesperada veía la situación, cuánto más claro tenía que era imposible que salvara al Santuario y quienes con valor y orgullo luchaban en su nombre, más claro tenía que tenía que hacerlo. El Sumo Sacerdote sonrió al cielo, no al que tenía encima, sino al que había más allá. Cuán retorcido era el humor de los dioses, que habían puesto sobre sus hombros el destino de la humanidad, si no es que el de toda la Creación, si las palabras del invasor eran ciertas. No, ellos no dejarían en manos como las suyas, que habían traicionado por igual a los hombres y los dioses, el destino de todo. Debía ser ella, Atenea, diosa de la guerra y la sabiduría, quien lo había previsto.

Tal vez el día en que ascendió al Olimpo, el día en que lo escogió a él, Kanon de Géminis, como el líder de todos sus fieles.

 

***

 

¡Hasta el lunes que viene!   


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#69 -Felipe-

-Felipe-

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Publicado 08 enero 2020 - 15:23

No se por qué, desde el principio asumí que era Kanon. No que lo "creyera", sino que por alguna razón asumía que siempre que hablabas del Patriarca era Kanon, y ahora me vengo a dar cuenta de que nunca lo mencionaste antes. No sé qué diablos pasó. Culpo al video fanfic ese de la saga de Zeus y, por sobre todo, a Okada, aquel periodista fracasado que vive entre plantas, y que no entiende nada, pero a quien amo en secreto.

 

Y ya no puedo soportar esto. Grecia no puede simplemente aceptar estas cosas. Niños de 6-7 años postulando a armaduras de oro y obteniéndolas cuando todavía no se saben las tablas (bueno, tal vez Camus se las sabía, pero aún así). Inaceptable. Son las cosas que ocurren cuando Saga no está en el cargo. Peeeeeeeeeeeeeeeero, por otro lado, me gusta bastante esta Akasha. Se ve como una buena niña (a diferencia del arrogante rubio que tuvimos antes), dulce, humilde, y preocupada de los rangos más bajos. Espero que se convierta en una buena Santo y no se la carguen antes.

 

En particular, me encantó su interacción con este Ichi, que cada vez me gusta más. Es noble, inteligente, absolutamente valiente y bonachón. Tiene una bomba venenosa en el cuerpo y no le interesa, mientras nadie más salga herido. Y no desea que la niña pierda tiempo en él. ¿En qué momento se volvió el dueño de la Maldición de Lerna (increíble nombre, por cierto) un personaje tan requetecontra interesante? Uno de mis favoritos de tu historia, sin dudas.

 

El ejército del averno, por otra parte, es más y más tramposo con cada segundo que pasa. Caronte sigue sacando trucos de debajo de la manga, como si fuera cualquier cosa, y hasta Kanon parece estar considerando las opciones menos "santiescas". Me gusta que este hombre tenga dudas. En muchas formas, siempre me ha llamado la atención cuando autores oficiales y no oficiales ponen a Kanon como Patriarca, porque es un hombre que "poco" tiene de ello. Poder no le falta, desde luego, y tampoco astucia, pero es en las características más actitudinales en las que me gusta fijarme. En gran parte se debe a que nunca me creí su redención en la saga de Hades, así que estoy esperando ansioso cómo vas a mostrar a este gemelo. ¿Será este Kanon realmente merecedor del más alto puesto en el Santuario o tendremos que ver su progreso?

 

Y ahora vengo a sentirme algo vacío. Veo a todos estos luchando y empiezo a extrañar al Unicornio, que nunca más compartirá con ellos. Es triste, y Seiya no puede ser su reemplazo. Hiciste a un GRAN Jabu, Rexo, te felicito. Sin su liderazgo, gente como Geki e Ichi han salido a flote, pero su falta aún se siente (incluso si ellos no lo saben/recuerdan). En cuanto al buen Pegaso (y sus cuatro famosos hermanos) como que no quiero verlos xD Me gustan tanto los otros personajes que estás manejando, que prefiero dejar fuera a Seiya y los demás, a pesar de que ahora está libre de la jodida maldición.

 

Finalmente, el misterio de los dioses, el de Orestes que cayó con Caronte, la gran amenaza contra el Santuario, a quién sirve el no-barquero, etc... los manejaste bien, incluso con el nunca innecesario pack de punto suspensivo + intervención/corte del interlocutor. El problema es que solo me queda adivinar. Por ahora, diré que el dios de Orestes, el Hijo, tiene un nombre que empieza con la letra A. Espero no equivocarme.

 

Saludos!


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#70 Patriarca 8

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Publicado 08 enero 2020 - 16:55

Capítulo 7. Esperanzas vanas

 

 

Docrates  resulto ser bueno motivando 

 

esas trescientas mujeres llegaron justo a tiempo

 

las armas de esos enemigos si que tienen habilidades mas peligrosas de lo habitual

 

Uno contra uno, a la manera de los héroes de antaño-definitivamente la generacion de saint seiya oega todavía no nace XD

 

 

buen combate el de  Ichi de Hidra

 

 

Caronte es un rival muy dificil de vencer

 

 

 

 

 

Capítulo 8. Decisiones

 

 

 Ichi tuvo una infancia difícil pero menos mal que no lo usaron como montura XD

 

menos mal que Akasha no es tan arrogante como era shaka

 

interesante la habilidad de la armadura de Camaleón ,me recuerda a las distintas habilidades que nos mostraron en el clasico sobre las armaduras de bronce

 

Makoto deberia aprender de  Tokumaru Tatsumi  quien por poco se enfrenta a Marte  :s46:

 

me pregunto de quien se tratara  el rival conocido como El Hijo

 

me cae bien ese  Sumo Sacerdote es mas perspicaz que Saga quien a cada momento se le paraban olvidando las cosas o sobrestimando el poder de ciertos caballeros 

 

este....bueno como decirlo sin ofender pero usar algo tan importante como La Égida para salvar a un caballero como  Ichi me pareció algo exagerado

 

el final fue intrigante ,buen fic

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


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#71 Seph_girl

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Publicado 09 enero 2020 - 13:29

Capítulo 8. ¿Parley?
 
Al fin conocemos a Akasha, la pequeña aspirante a Virgo. Un personaje que está en mi top cinco de esta historia (tan diferente a la clase de matones, excéntricos, lobo solitarios y hombres sexys que siempre termino adorando)
 
Y que el Nuevo Patriarca se aparece en el mejor de los momentos para salvar a Seiya comatoso, y ya su identidad se nos fue revelada. En un fic de Saint Seiya continuación a la obra original, siempre me gusta ver a quién se atreverán a poner de Patriarca XD siendo interesante descubrir las razones de ello (aunque a veces es sólo por el juego de eliminación XD)
 
Mira que Caronte terminó haciendo una cosa "buena" para el Santuario, salvando a Seiya de la espada de Hades... teniendo la desfachatez de que después de que se mete a una casa, a ensuciar todo, darle zurra a medio mundo dentro, decide que puede ser su aliado (¿se fijaron que dijo que habla en nombre del Olimpo?) Pero aún así, el sujeto se presentó como el malo del fic así que al caraj* con él xD, y para dejarlo claro usó la carta de "Los 5 minutos de namekusei", él sí que respeta las normas del villano clásico XD.
 
Todos tan valientes, dando lo mejor de si, ¿quienes sobrevivirán la noche, qué guardia normal terminará despertando el cosmos ante la situación?
Sólo sé que valdrá la pena esperar para leerlo.
 
PD. Buen cap, sigue así :)

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#72 Rexomega

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Publicado 13 enero 2020 - 16:49

Saludos

 

¡Buen review, sigue así!

 

Felipe

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Patriarca 8

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***

 

Capítulo 9. La vida de un santo

 

La imitación de uno de los venenos más peligrosos que el mundo ha conocido, contenida por el poder de una niña de seis años. Al santo de Hidra todavía le quedaban fuerzas como para sonreír ante aquello. Akasha, con sus emociones ocultas tras la máscara, no solo retrasaba la muerte, sino que hacía todo lo posible por reducir al mínimo el dolor; se opondría al terrible hermano del Sueño si hacía falta, el tiempo suficiente para que la luz de la Égida pudiera arreglar las cosas.

Ichi lamentaba no poder compartir tales esperanzas, poco a poco se estaba dando cuenta de que el veneno era el menor de sus problemas. La lanza con la que fue herido, a pesar de que Akasha la destruyó casi de inmediato, le había afectado hasta lo más profundo del alma, como haciéndole una invitación a abandonar el cuerpo moribundo que la aprisionaba. ¿O tal vez una maldición? El arma de aquel soldado, más que la intención asesina hecha metal que había supuesto, parecía una mezcla de miedo a la muerte y envidia hacia los vivos. Sentirla en su pierna fue lo mismo que ver cómo la mayor parte de su fuerza vital escapaba con más rapidez que la sangre.

¿A qué podía recurrir, cuando el veneno corroía su cuerpo y esa fuerza, construida por las emociones de sus portadores, había quebrado su espíritu? Las aguas inmundas que la cubrían eran capaces de absorber el cosmos. En todo este tiempo, el río Aqueronte había tomado parte de las fuerzas de los santos para reconstruir una y otra vez a los soldados que estos destruían; no importaba que ahora todos lo supiesen, Nemea había liberado suficiente poder como para empachar incluso a toda una legión inmortal.

—Una forma sucia de hacer la guerra, pero eficaz.

Ante la sorpresa de Akasha, Ichi trató de levantarse, guardándose el dolor para sí. La pequeña le pedía que se detuviera, sin poder hacerlo ella misma sin descuidar todo lo que estaba reteniendo: los soldados, la vida de Ichi, y la estabilidad mental de un inconsciente Kiki, no muy lejos. Después de tres intentos fallidos, el santo de Hidra se conformó con estar sentado, maldiciendo interiormente su pierna destrozada. Pensó en sus más dormilones hermanos, seguro de que ellos habrían podido hacer más.

—¡Basta! –exclamó Akasha. No sonó como una petición, sino como la orden de un general, e Ichi sonrió por eso, poniendo sus manos sobre los hombros de la aspirante.   

—Tenemos que hablar.

 

***

 

En el mismo momento en que Akasha les hizo la petición, Shaina ya había decidido darle el sí. No había guardado silencio porque albergara las mismas dudas que Marin, sino porque se había dado cuenta de un terrible engaño.

Los soldados que enfrentaron, que vieron permanecer quietos durante minutos interminables, se habían marchado a Rodorio, arrastrando las aguas del Aqueronte del mismo modo que ocurría en otros lugares, con una pequeña diferencia. ¡Y vaya que lo era! Una capa más fina que el papel, como una película de sudor pasando por el suelo bajo sus botas, atravesando el templo de Aries y subiendo los peldaños que llevaban hasta el templo de Tauro, aunque sin duda no se quedarían allí. El Aqueronte estaba subiendo por la montaña sin que ellas siquiera se enteraran, como si el olor que hasta entonces había emanado de aquel río del infierno solo fuese una estratagema más. Un intento bien calculado de embotar los sentidos de los santos.

—¿Crees que somos estúpidos? ¡Pues te llevarás una sorpresa!

Los primeros tres templos del zodiaco los pasó en un abrir y cerrar de ojos, avanzando sin apenas observar cuanto la rodeaba. La vida de muchos, no solo la de Ichi, estaba en juego, era posible que el futuro del Santuario se decidiera en esa noche. 

En Cáncer fue donde tuvo la primera sorpresa. Una horda del Aqueronte llenaba el interior del templo. ¿Los trescientos soldados a los que Ichi había sumido en un dolor inenarrable? No. Los que tenía enfrente eran distintos: en lugar de lanzas y espadas iban armados con mazas, cadenas, martillos y hachas de guerra.

No había que pensarlo mucho. El invasor había traído hasta allí a los soldados que había enviado en busca de los durmientes santos de Dragón, Cisne, Fénix y Andrómeda. Si podía hacer caso de las palabras de un enemigo, incluso uno tan presuntuoso, la legión de Aqueronte estaba compuesta por un total de diez mil soldados. Y solo había necesitado un tercio de semejante ejército para asediar el Santuario.

Sacudió la cabeza, alejando aquellos pensamientos inútiles. Tenía un objetivo, la cima de la montaña. Había obstáculos en medio, soldados inmortales que se regenerarían de cualquier herida, que podían decidir transformarse en una sustancia infernal capaz de absorberle el cosmos y que enarbolaban armas de probada letalidad, negras como la muerte que anunciaban. En una fracción de segundo, supo lo que tenía que hacer.

Los soldados saltaron sobre ella en cuanto la notaron, mucho más rápido de lo esperado. Sin embargo, Shaina logró evitar todos los ataques con notable facilidad, pasando a través del enemigo y prosiguiendo su ascenso. Tan veloz fue, que apenas pisando el templo de Leo, esquivando ataques a cada cual más rastrero, sintió cómo Marin dejaba fuera de combate a los enemigos que había dejado atrás.

—¡Resiste, Akasha! —exclamó a las puertas del templo de Virgo, donde no había espacio para atravesarlo sin lucha. Una muralla de escudos, más grandes, pesados y sólidos que los que ya había destruido, se le interponía—. ¡Juro que no fallaré!

Y con esa promesa volando junto al viento, se lanzó al ataque respaldada por una lluvia de relámpagos. El suelo retumbó bajo la sexta casa zodiacal, alumbrada por una luz cegadora que consumía por igual carne y metal hasta volverlos polvo. Todo enemigo, sin importar lo fuerte que fuese, cedió a la Garra del Trueno. Tal era la fuerza y la determinación de quien portaba el manto de Ofiuco.

 

***

 

En cada generación, sin importar cuántos jóvenes acudieran al llamado del Santuario, menos de una centena eran ungidos con un poder sin parangón, siguiendo lo establecido por las estrellas. El resto, como Makoto y gran parte de los guardias y amazonas presentes en aquella batalla, quedaba atrás, vivía y moría entre la impotencia y la desesperación de no poder ayudar a sus compañeros, a sus amigos. Cuando el choque entre los dos ejércitos se dio, el de los vivos y el de los muertos, muchos pudieron ver en aquello algo más que una nueva batalla. Supieron, en el fondo, qué era lo que motivaba al enemigo a seguir luchando, qué representaban: miles de años de historia, incontables hombres ahogados en el fracaso, a la sombra de quienes sí podían luchar. Los santos de Atenea, legatarios de los héroes mitológicos.

Un soldado atacó el flanco izquierdo, el de Lobo. Makoto, que allí se hallaba, se alistó para desarmarlo, pero antes de que lo tuviera a su alcance una fuerza lo hizo volar por los aires, para luego hacerlo chocar con otros tres soldados que pretendían pasar la línea defensiva soltando. En un abrir y cerrar de ojos, cuatro enemigos habían caído.

 

No fue esa la primera vez que June intervenía. Si bien Geki y Nachi gozaban de una fuerza y una velocidad impropias de su rango, no podían contener por sí solos a más de tres mil soldados que se habían fortalecido a través de las batallas, mucho menos si tenían que preocuparse de no recibir ni un pequeño corte. Entre los soldados que se les escapaban, ella debía hacer una criba, pues estaban los que solo habían combatido a hombres comunes y quienes habían visto frustrados sus intentos frente a los santos. Estos últimos poseían una fuerza y resistencia que ningún hombre que desconociera el cosmos debería poseer, demasiada para que las hábiles amazonas y los guardias, aun aquellos que iban armados con las espadas de gammanium suministradas por Kiki, pudiesen derrotarlos en poco tiempo. Así, procuraba alejar a todos ellos del flanco izquierdo, sabiendo que en el derecho estaban los aspirantes.

Mientras Docrates arrojaba enormes rocas que arrancaba de las paredes, Llama las incendiaba y Agni las acompañaba con violentas ráfagas que creaba al golpear el aire, el santo de Oso luchaba a la antigua usanza. Si veinte soldados lo rodeaban, veinte cadáveres estarían en el suelo al siguiente segundo, la mayoría sin una mandíbula. Si se diera el caso en que igual número de enemigos se ponía en fila, la onda de choque resultante de un solo puñetazo dejaría un solo superviviente, si es que se podía considerar como tal a alguien con el estómago reventado. Geki no poseía una técnica vistosa como Nachi y Ban, mucho menos contaba con el veneno de Ichi, así que para compensarlo había desarrollado su fuerza al máximo, luchando en todos los sentidos como los santos de la era mitológica, antes de que se desarrollase técnica alguna.

Claro que no por eso él, ni los aspirantes que lo imitaban, dando golpes a diestro y siniestro a los soldados ya desprotegidos tras la lluvia de rocas incendiadas y violentas ráfagas, hicieron ascos a los guardias que los respaldaban, espada en ristre.

 

La inspiración de Makoto no estaba en ese lado de la batalla. Por supuesto que admiró la fuerza de aquellos hombres y hasta envidió la forma en que los dos aspirantes apoyaban a Docrates, caballeros negros reformados, usando la furia de los elementos. Sin embargo, él no podía dejar de mirar la forma en que las amazonas lograban incontables victorias a punta de habilidad. Lanzaban pocos golpes, los indispensables, de una forma tan precisa que incluso sin pretenderlo empezó a imitar. Entre puñetazo y puñetazo, a veces contra enemigos tan duros como planchas de acero, empezó a apuntar a la yugular, los ojos e incluso una vez llegó a patear la entrepierna de uno que estaba a punto de atacar a Geist por la espalda.

—Eso ha sido extraño. ¡Gracias!

—¡Espero poder avergonzarme de esto pronto!

 

Y siguieron luchando, tratando de mantener la posición. Al principio fue posible, pues la legión de Aqueronte atacaba unida, soportando así cualquier ataque sin que ni siquiera los santos pudieran atravesarla. Sin embargo, llegó un momento en que los soldados, si no es que la fuerza que los dirigía, se dio cuenta de que solo un puñado de los hombres que enfrentaban eran de verdad un problema. Desde ese momento, los enemigos empezaron a deshacerse antes de que alguno de los santos los hiciera trizas, para luego aparecer a las espaldas de los combatientes menos peligrosos.

Ni siquiera June pudo evitar lo que ocurrió entonces, pudiendo solo salvar a quienes tenía más cerca. Aun Nachi, que atosigando como un lobo hambriento al ejército enemigo se había colocado en su retaguardia, quedó impotente al ver cómo pese a todos los esfuerzos de los vivos, uno tras otro, fuera hombre, amazona u aspirante, iban recibiendo terribles heridas y aun más odiosos rasguños, por ser aquellos igual de letales. El santo de Lobo oyó los alaridos del inconsciente de Docrates, que cargaba contra quienes herían a sus subordinados solo para verse empapado de las aguas del Aqueronte. Era un desastre, debía intervenir.

—Si tú tienes Nemea, Ban, yo tengo La Jauría —susurró, recordando una conversación con el santo de León Menor antes de tanta locura. Incluso Azrael no había partido todavía a Reina Muerte, pues recordaba que al escuchar el nombre de la técnica, del que tan orgulloso se sentía, le preguntó por qué no era La Manada—. ¡Tantos idiotas de los que cuidar en este Santuario! ¡Despierta de una vez, Seiya! ¡Despertad todos!

En el espacio de un instante, rompió sus límites una vez más, tal y como había hecho en la batalla del cementerio, y avanzó a toda prisa hacia las desiguales batallas del frente. Con cada paso que daba, frente a los rostros inexpresivos de los soldados, una nueva imagen de sí mismo era creada, en apariencia una ilusión hasta que demostraba poder dar muerte a cualquier oponente que tuviera cerca. Pronto, un ejército de un solo hombre acudió en auxilio de los vivos, salvando a decenas de una muerte segura, eliminando a los enemigos no solo antes de que alcanzaran a un aliado, sino que también se adelantaba a aquella táctica rastrera de morir y revivir en otro lugar.

Ni una gota del río Aqueronte le tocó en ningún momento, no era posible alcanzarle ahora, pues honrando la técnica de su fallecido maestro, Nachi estaba dando el mejor uso posible a su velocidad, comparable a la de los santos de plata. Estaba, en cierta forma, en una dimensión diferente a la del resto, como si el tiempo fluyera más despacio. Vio a Geki reventar la cabeza de un soldado que venía desde el suelo de un golpe de codo, para luego mandar a volar cien metros a otro de una cachetada. Creyó ver a June en los hombres que volaban y eran enterrados en la pared, no muy lejos de donde Makoto y Geist, espalda contra espalda, luchaban sin descanso contra nada menos que una docena de enemigos. Y por encima de todo, contempló a los que ya habían sido heridos, los que no podía salvar, primero con impotencia, luego con admiración. ¡Cómo luchaban aquellos condenados! Corriendo los riesgos que ni un santo podía permitirse,  realizando acciones tan temerarias que aun Docrates los tacharía de locos. Sin arrepentimientos ni odios hacia quienes se habían salvado, todos ellos luchaban hasta el último aliento, no solo por Atenea, sino también para asegurar la evacuación de sus seres queridos, allá en Rodorio.

En nombre de ellos, Nachi decidió que no dejaría a nadie más morir.

 

***

 

En el escalonado sendero hacia el templo del Sumo Sacerdote, Shaina había dejado de percibir el cosmos de Marin. Si mirase atrás, apenas se encontraría con una imagen borrosa de la duodécima casa zodiacal, más allá de la cual solo había una oscuridad insondable que de forma paulatina se adueñaba de gran parte del Santuario. Sin embargo, ella no volteó, siguió de frente, ni siquiera al oír arcos tensándose a lo lejos dejó de correr, sino más bien recorrió lo que le quedaba de camino de un gran salto.

Un nuevo tipo de soldados estaba preparando una lluvia de flechas de punta negra. En medio del aire, vulnerable, no quiso dedicar un solo segundo a pensar en que la guardia del Santuario jamás había usado el arco, la ballesta o cualquier tipo de proyectil. Cayó sin pensar sobre uno de los arqueros, pulverizándolo, y luego mandó al resto montaña abajo con una serie de patadas, despejando el patio que se extendía a la entrada del templo. El portón de este, hecho para que aun a los descendientes de gigantes que se unieron a las filas del Santuario durante era mitológica pudieran pasar, estaba abierto de par en par, pero el río Aqueronte se desviaba como si no fuera así.

—Hay cosas que ni siquiera tú te atreves a mancillar, ¿eh? —dijo Shaina, casi creyéndose semejante idea. El río Aqueronte no entraba en el templo porque ya había cruzado la montaña del único modo permitido por Atenea. Ahora, sin limitantes, ascendía a través de las paredes del edificio, cubriéndolo hasta el techo de aquel tono amarillento e inmundo olor—. ¡No dejaré que te salgas con la tuya!

 

Después de atravesar el templo, por supuesto vacío, miró primero hacia atrás. Treinta arqueros le dispararon en ese mismo instante, solo para ver cómo sus saetas de muerte se rompían a pocos metros de donde se encontraba.

Había llegado a tiempo. Enfrente, una estatua de Atenea, en realidad el divino manto que aquella portaba cuando enfrentaba a sus pares, señoreaba el Santuario desde la cima. Y a los pies de la pétrea efigie de la diosa estaban sus tesoros, Niké y la Égida, que en esa época habían adoptado la forma de un báculo y un escudo. ¿Cuántos soldados enemigos no habían querido robarlos, siendo desintegrados al hacer contacto con la barrera que en conjunto habían levantado alrededor? Muchos, sin duda. Pensar en ello hizo que Shaina titubeara. Si removía el escudo de donde estaba, dejaría de estar seguro, las dudas que no había tenido a los pies de la montaña le vinieron ahora, en la cima, pues el templo del Sumo Sacerdote estaba ahora lleno de incontables soldados deseando apropiarse de aquellos tesoros. El auténtico objetivo de Caronte. 

Ese minuto de duda, determinó el curso de la batalla.

 

***

 

Akasha había escuchado las palabras de Ichi al mismo tiempo que la presencia de Marin y Shaina desaparecía. Si bien esto era debido a la manifestación de la Esfera de Plutón, la pequeña solo podía pensar en la peor situación posible. Y eso hacía que la explicación de Ichi fuera todavía más terrible.

—Hay ocasiones en las que un hombre debe morir, para que otros sobrevivan.

—Eso está mal —aseguró la pequeña, dolida de ver una sonrisa tan amarga y resignada en Ichi—. Solo es una excusa para restar importancia a la vida de los demás.

—Ese Azrael, siempre enseñándote frases difíciles. Un momento, ¿estás llorando?

—No. No lloro, porque sé que te vas a salvar. ¡Todos se van a salvar!

—Eso está bien. ¿Sabes? Conocí la última reencarnación de Atenea, Saori Kido. No como Seiya y los demás, claro. No, yo, Nachi, Ban y Geki, solíamos ver desde lejos, impotentes, cómo sufría por cada vida perdida en la batalla, la tristeza que le provocaba tener que involucrarnos en un conflicto tras otro. Ser la diosa de la guerra no la convirtió en una amante de esta, sin embargo, estaba preparada para defender, para salvar no solo a la indefensa humanidad, sino también a los santos que luchábamos en su nombre. Esta verdad fue siempre fuente de nuestra mayor alegría y tristeza.

—¿Atenea se preocupaba por vosotros?

—Sí, sufriendo por ello. Y si hay algo que ningún santo quiere es hacer mayor ese sufrimiento. Sin embargo —añadió Ichi, adelantándose a la interrupción de Akasha—, a veces lo hacemos, porque no podemos dejar de luchar y sacrificarnos, incluso si ella misma nos lo ordena. Nos atrevemos a provocar ese terrible dolor porque queremos evitar uno más grande. Así es como vivimos los santos. No, así es como viven todos los que luchamos en nombre de Atenea.

—Porque luchamos por lo mismo. Diosa y hombre, por el bien de la humanidad —susurró Akasha, cabizbaja.

—¡Hagamos una cosa! —exclamó Ichi de repente, formando la mejor de las sonrisas. Incluso en aquel momento, le ayudó a pensar que ese gesto asustaría un niño—. A partir de este momento, no solo serás tú, sino también yo. ¡Así mi partida no será tan dura! Y tú, pequeña, no podrás morir nunca, porque serás dos en una.

Las últimas palabras podían no tener sentido, hasta parecer la última broma de un bromista incorregible, en especial con la seriedad más bien cómica que Ichi manifestaba en su rostro aguileño. Sin embargo, Akasha vio algo más en ellas, en la sonrisa del santo que mostraba todos sus dientes, en los ojos que no lloraban, ni tampoco temblaban. Quedó conmovida por la valentía de aquel santo, por todos sus esfuerzos de tranquilizar el corazón de una niña aprisionada por su propia impotencia.

Decidió dejarlo marchar.

—Recuerda que ya no puedes morir. ¡Dos en una! —repitió, cómplice. Antes de levantarse, se permitió acariciar los cabellos de la pequeña una última vez.

El veneno lo golpeó como infinitas agujas por todo el cuerpo, como una espada ardiente que le hubiese atravesado el estómago e incinerado sus entrañas. Las aguas del Aqueronte devoraban el cosmos de Ichi, quien debía recurrir a aquel viejo compañero para poder levantarse. En la herida de lanza en la pierna, su espíritu luchaba por derramarse como el agua que sale por una tubería rota. Sí, estaba roto por dentro, pero aún no podía morir. Dio la vuelta para que Akasha no siguiera contemplándole y empezó a andar, callando el dolor que le quemaba las entrañas.

Cada paso se sintió como morir. Como si estuviese hecho de cristal y se hubiese roto en mil pedazos, solo para recordar después que no podía romperse, pues no estaba hecho de cristal. No se detuvo por eso, no podía, incluso si el colofón de su triste vida como santo era morir lejos de la niña que no quería que muriera, cumpliría con ello.

—No llores más por mí, pequeña. Hiciste lo correcto.

Ichi quiso articular esas palabras, incluso movió los labios, sin emitir ningún sentido. En la oscuridad, ya lejos de la mirada Akasha, el cuerpo del santo de Hidra colapsó.

 

***

 

—¿No? —repitió Caronte al escuchar la respuesta del Sumo Sacerdote. Había guardado la espada invisible tras su chaqueta, en una vaina hecha de sombras.

—Nuestra lealtad solo se la debemos a una entre los inmortales. No nos aliaremos con el dios de Orestes de Micenas, ni con los tuyos. 

—Una promesa de neutralidad no basta. La guerra entre el Olimpo y el Hijo no permitió la existencia de terceros, todos debieron elegir un bando y lo volverán hacer. Os estoy ofreciendo la oportunidad de poner fin a una guerra por mucho peor que esta escaramuza. ¿Eres consciente de tu petición?

—Soy consciente de que has sido derrotado —afirmó el Sumo Sacerdote—. Si yo puedo verlo a pesar de que tu Esfera de Plutón enturbia mis sentidos, sospecho que para ti será fácil ver lo que está ocurriendo.

 

***

 

La batalla por Rodorio se encrudecía minuto a minuto. Reducidas las fuerzas del bando de los vivos, varios soldados llegaron hasta la pendiente. Docrates, desoyendo los avisos de Nachi, presente en todo el campo de batalla como una manada de cien lobos implacables, cargó hacia ellos, juntando las manos y liberando en ellas toda su cólera.

—¡Adónde vais, gusanos, estoy aquí! —gritó antes de azotar la tierra con todas sus fuerzas. Bajo los puños del capitán de la guardia, el suelo tembló con violencia, estallando incluso antes de que los soldados pudieran mirar hacia atrás. La pendiente, única salida del valle que Nachi y Geki habían creado, fue destruida como efecto colateral, enterrando a no menos de cien soldados bajo una avalancha de rocas.

El problema era que enfrentaban a más de tres mil, todos ellos más fuertes que nunca y con una capacidad de regeneración cada vez más rápida, al punto de que muchos duraban a lo sumo cinco segundos muertos. No había lugar para el descanso, los chistes y los alardes, solo lucha sobre un suelo en el que las aguas del río Aqueronte empezaban a hacerse notar, llenadas ya las aberturas creadas por Nachi.

En el último minuto, una explosión atronadora devastó la parte de la legión que permanecía unida, tratando de pasar por encima del muro inamovible que era Geki. Se trataba de Ban, quien llevaba cargando aquel Bombardeo desde que partió del cementerio. Ambos santos asintieron, reconociendo que no era el momento para saludos ni bienvenidas, y marcharon en busca de más enemigos. Aquella inesperada llegada alivió los corazones de muchos y añadió una nueva carga a los hombros de Nachi. El santo de Lobo ya no solo cuidaba las espaldas de quienes no llevaban un manto sagrado, sino también las de sus pares. Nadie más caería mientras él estuviera en pie.

 

Tras tres segundos de inconsciencia, Makoto abrió los ojos, dando gracias a los dioses. Le costó recordar cómo había acabado en el suelo, solo ver resquicios de hueso en sus nudillos descarnados le dio la idea de que fue para derribar a un enemigo. Descartando la incógnita para después, se levantó, no sin grandes dificultades. De repente se sentía pesado, como cuando debía subir empinadas colinas cargando sacos llenos de rocas durante el entrenamiento, solo que entonces era un niño. Ahora no lo era.

Un soldado vino a por él, tal como al principio de la batalla. Se preparó para desarmarlo, se vio a sí mismo derribándolo en un abrir y cerrar de ojos, como siempre, una imagen mental perfecta que los músculos no quisieron ejecutar bien. La lanza del enemigo estaba ya un metro cuando él apenas había alzado los brazos; Geist, a diez metros de distancia, quiso socorrerlo y se le interpuso un trío de enemigos.

—Qué forma tan ridícula de morir —dijo, y se sorprendió de inmediato al escuchar su propia voz, por débil que sonase. Miró al soldado que tan cerca estuvo de matarlo en el suelo y se preguntó si lo había hecho él—. Imposible.

El soldado se había caído solo.

 

Nadie podía explicárselo. Guardias, amazonas y aspirantes miraban a los santos, tan atónitos como ellos. Habían visto a aquellos miles de soldados reformarse una y otra vez, incluso se habían dado casos en los que las cabezas y los brazos cortados volvían a crecer en un momento, y ahora los que no caían de rodillas, temblorosos, se arrojaban al suelo y rodaban de un lado a otro, tal vez buscando consuelo en las nauseabundas aguas del Aqueronte, ahora de un claro color violeta.

—No me lo puedo creer —dijo Nachi, a lo que siguieron expresiones similares de Geki, June y Ban. Todos reconocían un cosmos familiar en el río Aqueronte—. ¿Ichi?

Era difícil de percibir. Una imagen espectral del hombre que fue, caminando con teatralidad entre los derrotados enemigos. Si fue posible reconocerlo fue porque el espíritu de Hidra lo protegía, adoptando la forma de su manto sagrado.

—¡Si dijo que no podías envenenar el río! —dijo Nachi, evocando las palabras de Caronte—. Un mentiroso astuto, pero quien enfrenta a una serpiente… 

Las entusiastas conclusiones de Nachi fueron negadas por Ichi, que gesticuló con el dedo y la cabeza. La figura espectral danzaba entre los soldados, antes un ejército imbatible y ahora proyectos de cadáveres y suicidas. Consumidos por el dolor, quienes no trataban en vano de quitarse la vida, se deshacían para volver al río Aqueronte y renacer en un cuerpo sano. Inútil, el veneno no estaba en ellos; todo lo que emergía de las aguas infernales lo hacía cargado del mismo mal, que no provocaba daño alguno al río, pero sí a unos cuerpos que eran construidos para parecer vivos.

En las sucesivas batallas, todos los miembros de la legión de Aqueronte se habían fortalecido y muchos se levantaron a pesar del dolor. La mayoría trató de seguir luchando, y si la torpeza de un hombre enfermo y al borde de la muerte no era bastante lamentable de ver, sí que lo era el que trataran de cortar la fantasmagórica imagen de Ichi, sonriente, burlesco e intangible. Algunos saltaban al cielo para huir del dolor. El cosmos de Ichi formó entonces desde la superficie nueve serpientes de hasta sesenta metros de largo, las cuales atrapaban a los soldados en el aire tan rápido que incluso a Nachi le costaba seguirlas. En los colmillos de las víboras, tan blancos como las garras retráctiles del santo de Hidra, los soldados conocieron un dolor inenarrable antes de volver al suelo, triturados una y otra vez sin poder oponer resistencia.

—Esta es la auténtica Maldición de Lerna —dijo Geki.

—Ahora solo nos queda uno —dijo Nachi, lanzando una mirada cómplice a sus compañeros. Para entonces, la oscuridad se estaba adueñando también de aquel lugar.

 

***

 

—¿Cómo puede un veneno alcanzar al mundo de los muertos? —dijo Caronte, con más asombro que preocupación—. Es como querer destruir un espíritu a pedradas.

—Tú mismo le diste la pista que necesitaba —dijo el Sumo Sacerdote—. Ichi de Hidra, cómo te hemos subestimado. Tú, que dependías de tu manto sagrado más que ningún otro santo, estudiaste en secreto el veneno oculto en los Colmillos de Hidra, no solo para convertirlo en un gas letal, sino para poder reproducirlo algún día.

—Eso es imposible.

—El trabajo de un santo es hacer posible lo imposible. Se envenenó a sí mismo para poder matarte, ese fue el último paso que necesitó dar. Cuerpo, alma y mente son uno en el cosmos, el mismo cosmos que el río Aqueronte bebió sediento por orden tuya, ¡el alma de un santo de Atenea, incapaz de rendirse aun ante el mismo Hades!

—Así que se dejó atrapar por el río Aqueronte a propósito —entendió Caronte, admirado por el arrojo del santo de Hidra—. ¡Es verdad que solo a los dioses se les permite ser infalibles! Sin embargo, nada ha cambiado.

—Sí —admitió el Sumo Sacerdote—. Somos seres humanos, mortales. Necesitamos respirar para vivir y el oxígeno se está agotando. Sé lo que significa: tenemos un tiempo limitado para destruir al enemigo.

—Está bien, así debe ser. Sin embargo, mi muerte no tiene por qué impedir una alianza entre el Olimpo y el Santuario. No soy irremplazable en el gran esquema de las cosas. Ten eso en mente —pidió Caronte—. En cuanto a lo de destruirme, debería ser una tarea sencilla para quienes han desafiado a los dioses. Solo tienes que lograrlo.

Dejó caer los brazos a los costados. Una sustancia azul podía verse en la mano izquierda, rodeada de vapores fríos, mientras que en la derecha brillaba un líquido del color del fuego. Sin adaptar postura de combate alguna, esbozó una sonrisa que contrastaba con todos los esfuerzos que había realizado para evitar ese resultado.  El Sumo Sacerdote no se creía capaz de sonreír ya de ese modo. Con el convencimiento de quien cree estar en lo correcto, la malicia de quien se ha librado de toda consideración y el deseo oscuro del que solo vive para combatir. La falsa sonrisa de un demonio.

—Muchos vienen hasta aquí, dispuestos a dedicar cada segundo que les quede de vida para enfrentar al culpable de esta invasión. Están determinados a destruirte, y no es sabio subestimar la determinación de un santo de Atenea —advirtió el Sumo Sacerdote, envuelto en un aura del color del sol—.  Deseo terminar esto antes de su llegada. Si la inmortalidad es tu fortaleza, ¡te arrojaré a las tinieblas del Tártaro!


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#73 Patriarca 8

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Publicado 15 enero 2020 - 11:34

Fue una peculiar estrategia la de Aqueronte

 

Ese ejercito invasor es eficiente en su trabajo ,todos los defensores están en situación bastante difícil

 

menos mal que Ichi  no le conto como era saori en su niñez

 

el santo de Hidra murio como un heroe y su sacrificio fue muy útil en la batalla

 

la estrategia del caballero de bronce me recordo a las estrategias que formulaban los dorados de lost canvas cuando les tocaba luchar con oponentes con habilidades extrañas

 

fue un capitulo entretenido


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Publicado 16 enero 2020 - 13:52

Cap 9. Ichi-oh, El rey de las trampas.
 
Y los "bonos de campo" continúan para el ejercito del río Aqueronte, pues ahora resulta que también "absorbe" el cosmos de los santos para revitalizar a su ejercito inmortal... Esos cab%$ no conquistan el mundo porque no quieren la verdad, jajaja.
 
Pero de tramposos a tramposos, Ichi demostró ser un jugador peligroso en este duelo, sacrificando sus puntos de vida para fastidiar al ejercito inmortal aunque sea un rato (porque dudo que sea eterno, vamos) Nunca nadie esperó nada de él (y siendo un hombre 'feo' en una serie donde el 95% son resabrosos y  en donde  guapura = poder, siempre tuvo todo en su contra) Pero bueno, se aseguró irse como los grandes y siempre será recordado por ello.
 
Pobre Akasha, una pequeña idealista que apenas  comienza a conocer el mundo (e historia) cruel que le tocó vivir.
 
No resta mas que esperar el próximo capítulo.
 
PD. Buen cap, sigue así x3

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


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Publicado 20 enero 2020 - 14:58

Momento... ¿Ichi salvó el día? ¿Ichi, el de los diálogos épicos e inspiradores? ¿Ichi hizo trampa para asesinar a los mil tramposos?

 

Vuelta alto, víbora.

 

Aparte de todo lo que logró con su sacrificio el punk, que empezó con mucha fuerza en sus diálogos con la buena Akasha, y terminó un poco, digamos, demasiado sorpresivo... mucho combate en este capítulo. Admito que me perdí un par de veces en la parte central, en especial con Shaina y lo que sucedía con June, Nachi y demás, pero disfruté todo. La técnica de Nachi, "La Jauría", me pareció coherente para el personaje, no se me hizo fuera de límites (como quizás me pasó, en parte, con Ichi), y fue muy interesante porque aprovecha la cualidad del personaje dentro de lo que es capaz, es decir, su velocidad. Me gusta mucho cuando se les dan estas características propias, que tienen que ver con ellos mismos, y no son solo rayitos y golpes cada vez más fuertes.

 

Lo mismo me pasa con Geki, la montaña que camina, aplastando todo lo que se le acerca porque ese es el potencial que podría tener alguien como el oso. También se da con June y su invisibilidad camaleónica, o Ban y sus Bombers y Nemeas, brutales, ardientes y eficaces. Ichi, en tanto, más allá del proceso, terminó asombrando al propio Caronte, y ahora es trabajo de Kanon el lucir para que todos los que están luchando no se queden súbitamente sin aire. Y espero quedar muy gratamente sorprendido (de la misma forma que los antiguos protagonistas, que de nueva cuenta espero ver, a diferencia de en mi último review. Es más que nada porque quiero ver qué otros recursos les das, en términos de aptitudes combativas).

 

Saludos Rexo, gran capítulo. Emotivo e intenso.


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#76 Rexomega

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Publicado 20 enero 2020 - 18:06

Saludos

 

¡Buen review, sigue así!

 

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***

 

Capítulo 10. Aqueronte

 

A la luz de la barrera que rodeaba a Shaina y los tesoros de Atenea, un faro solitario en la oscuridad ilimitada de Plutón, las aguas del Aqueronte empezaron a aglutinarse, inundando el interior del templo papal. Como un géiser, el río ascendió hasta las alturas arrastrando a todos los soldados que había en rededor y otros muchos que debían hallarse a lo largo de la montaña, los cuales se amontonaron en el extremo superior, chocando unos con otros y dando forma a la palma y el dorso de una enorme mano. Allí, los cuerpos se retorcieron todavía más, y a la vez que se oía el crujir de un millar de huesos, cinco ramificaciones surgieron a modo de dedos, a cuyas puntas fueron a parar todas las armas de la legión.

Una vez formada, la mano se cerró en un puño que de inmediato bajó hasta la barrera, siendo repelida sin causar la menor mella en esta. Volvió a golpear tres veces más, con la palma abierta, con el canto y con los dedos, más bien garras maltrechas, formadas por mazos, hachas, martillos y otras herramientas de muerte que tenía en las puntas. Todos fueron inútiles, el último intento incluso provocó la inmediata destrucción de las armas contra la irrompible barrera. La mano se elevó, agarrando impulso; de nuevo se oyeron huesos crujir, así como gritos de dolor, que se materializaron en una infinidad de picos negros sobre cada uno de los cinco dedos. Con tales armas, volvió a descender. Fracasó.

Shaina, desconociendo los últimos acontecimientos, vio con extrañeza a aquel nuevo enemigo, cubierto de aguas ya no del acostumbrado tono amarillento, sino de un color violeta que de algún modo le resultaba familiar. No tuvo demasiado tiempo para hacerse preguntas, pues al sexto intento, la mano dejó de intentar derribar la barrera de un solo golpe, atacándola con cada dedo, en un constante tamborileo donde los picos negros se rompían una y otra vez, solo para renacer a costa del dolor que extraía de los soldados, un lamentable coro de hombres condenados a un sufrimiento eterno. Incluso ellos habían sido presa de la Maldición de Lerna.

El sonido de una ola chocando contra el templo se unió al insólito concierto del averno, trayendo a más y más soldados, miles de ellos. Como los anteriores, fueron arrastrados sin piedad por el Aqueronte hacia la masa de soldados, hinchando el brazo y añadiendo nuevas armas a los dedos, lanzas y espadas negras que terminaron adoptando la forma de alargadas garras. Enseguida dejaron de caber cuerpos y las aguas del infierno empezaron a desbordarse, derramándose a un lado solo para elevarse después formando una cabeza. Para entonces, el tamborileo ya suponía más de un millar de golpes por segundo sobre la barrera, y era evidente que aquel nuevo enemigo se fortalecería más y más cada vez. Shaina dio un paso al frente, lista para la batalla.

—No —dijo Shaina, percibiendo con asombro al invasor, Caronte, a los pies del colosal ente hecho de cadáveres—. ¡No caeré en tu juego!

 

A la derecha del brazo, los soldados sobrantes se fueron amontonando hasta formar los rasgos de un rostro humano. Cuerpos estirados hasta la rotura de los huesos se movían en leves balanceos, aparentando ser cejas sobre las cuencas vacías y labios para una boca siempre cerrada. Una montaña de cadáveres hacía las veces de nariz, mientras que otra servía como barbilla. La mayor parte de la cara, sin embargo, estaba conformada por aquellas aguas violetas, incluidas las sienes, alrededor de las cuales no dejaban de caer columnas de soldados, como si fueran las hebras del cabello de un anciano. Y vaya que lo simulaban bien aquellos cuerpos, pálidos y enfermizos, al haberlos abandonado ya las armaduras y ropas que los protegían. Todas ellas habían estallado a la vez, transformándose en diminutos fragmentos que luego se concentraron sobre el amplio pecho del ente, formando un peto que ahogaba los lamentos de aquel ejército torturado. Y así como el pecho se veía cubierto por una armadura negra, miles de escudos se encadenaron sobre el brazo hasta la mano, que no cesaba el ataque ni un segundo.

Shaina estaba convencida de que semejante abominación no podría romper la barrera que protegía los tesoros de Atenea, sin importar cuántas puntas añadiera a aquellos dedos. Un ente hecho de cuerpos que mueren y reviven con tan pasmosa facilidad era tan vulnerable como una gran estructura de cimientos débiles. Sin embargo, sentía que eso no sería así siempre, que bajo el brazal hecho de escudos y el peto, los miles de soldados se harían un solo y terrible ser. Uno que nacería desde el dolor de los hombres. Debía hallar la forma de actuar sin caer por ello en el juego del invasor.

—Quiere que saque la Égida —susurró. Ya no podía ver a Caronte, pero sabía que estaba allí, esperando—. Quiere que le ahorre el trabajo.

Mientras pronunciaba esas palabras, más para tranquilizar a su impetuoso espíritu que porque pretendiera que alguien la oyese, notó que solo su voz resonaba en el lugar. Ya no oía los lamentos de la legión de Aqueronte, incluso los dedos del ente dejaron de picotear la barrera durante sesenta segundos exactos. En ese tiempo, con una exasperante lentitud, el ente fue abriendo la boca, mostrando un vórtice de oscuridad insondable a la vez que el centenar de cuerpos que hacía de labios bajaban hasta la barbilla, como una larga barba. Y entonces, cinco mil voces gritaron al unísono, golpeando la barrera con un sonido a la vez humano y monstruoso.

Para sorpresa de Shaina, dolorida pese a haberse tapado los oídos, la abominación atravesó el campo protector sin problemas, como si pasara a través de una cascada.

 

***

 

Que las aguas del Aqueronte se retiraran fue visto como un buen augurio por los defensores de Rodorio. En especial, los guardias, amazonas y aspirantes supervivientes, agotados tras la intensa batalla, sintieron tal alivio que ni siquiera se molestaron en ocultarlo, accediendo sin rechistar a las órdenes de retirada que recibieron.

Fue apenas en ese momento que Icario regresó, acompañado por los miembros del batallón de aspirantes que se había llevado para cazar soldados rezagados. Según dijo, no habían sufrido ni una sola baja y habían logrado contener al enemigo hasta el último momento, cuando los soldados empezaron a desaparecer tras varios minutos de inexplicable tormento. Luego había querido mandar a Rodorio a los jóvenes aspirantes y a los guardias sobre los que mandaba, pero la oscuridad hacía imposible encontrar el camino de vuelta. Además, Helena, en quien Geist había confiado el mando de treinta amazonas, se negaba en rotundo a abandonar su puesto sin una orden.

—¿Y por eso has venido aquí con el rabo entre las piernas? —dijo Docrates a viva voz, pues Icario y los demás se hallaban en lo alto de la pendiente que él mismo había hecho trizas en la batalla—. ¿Qué esperas? ¿Qué te agarre de la mano todo el viaje como si fueras un bebé? ¡Desde luego, con esa cara arrugada cualquiera lo creería!

—Espera que seas sincero y le digas que te alegras de que todos estén bien —dijo Geist.

—No vayas con aires de grandeza, que a tus amazonas también les asusta la oscuridad.  

—Creo que esta oscuridad nos asusta a todos.

—Te tendré que dar la razón en eso.

Ante semejante remate de la conversación, Icario silbó, sorprendido. Mucho había tenido que pasar en aquella batalla para que Docrates dejara de lado el orgullo. Fuera como fuese, no era el momento de hacer preguntas. En medio de la oscuridad, incluso si el enemigo que enfrentaron no hacía prisioneros ni dejaba heridos, sin duda habría gente demasiado agotada como para usar de camino un montón de rocas. Dio órdenes a Spartan y Rudra para que elevaran mediante telequinesis a los que estuvieran en peor situación, mientras que Cristal se encargaría de crear hielo sobre la pendiente destrozada hasta aplanarla. Los demás —Leda, Spica y un turbio sujeto de nombre Arachne—, permanecerían a la expectativa, por si el enemigo volvía a atacar.

—¡Qué desconfiado eres, abuelo! —gritó Docrates, sacándole una sonrisa.

 

Los santos se habían marchado mucho antes, cruzando con decisión el valle sin poder detectar ni una gota del Aqueronte, ni un rastro de los soldados inmortales. June, ya lejos del campo de visión de los hombres a los que ayudó desde las sombras, era de nuevo visible y, lo más extraño de todo, llevaba la delantera a los otros tres.

—Seguid adelante —dijo Ban, frenando en seco y agarrando el brazo de un sorprendido Nachi—. Nosotros os seguiremos después.

En otras circunstancias, los santos de Oso y Camaleón hubiesen hecho preguntas. Es decir, si el responsable de todo cuanto había pasado no estuviera todavía en el Santuario. Geki y June retomaron la marcha, tal y como Ban esperaba.

—¿Qué estás haciendo? —exclamó Nachi—. ¡Suéltame!

—¿Cuántas veces te han dado?

—¿Qué?

—¿Cuántas veces te han dado? —repitió Ban, elevando la voz. Nunca había tenido mucho tacto y ese día no fue la excepción. Soltó a Nachi de tal forma que este cayó al suelo, donde gritó de dolor—. Por todos los dioses.

—Diez —confesó el santo de Lobo—. Puede que veinte. Sí, creo que veinte. Rasguños, picotazos, un mosquito me haría más daño si me pillara dormido.

—¡Nosotros descubrimos que incluso un rasguño es letal!

Como solo le ocurría en batalla, la rabia ascendió desde sus entrañas hasta la garganta, insistente en soltar bramidos de fiera a través de la boca de un hombre. La cabeza le dolía, los ojos le ardían. ¿Cómo podía haber sucedido esto?

—Tienes una hija, Ban —dijo Nachi mientras se ponía de pie, no sin dificultad—. No puedes seguir yendo a la batalla a lo loco, tienes que cuidarte más. Ya hiciste suficiente en el cementerio. ¿Por qué viniste?

—Porque sabía que te empeñarías en proteger a todos con tu dichosa técnica, La Manada —respondió Ban, haciendo un gruñido cuando Nachi quiso corregirlo—. ¡Como sea que se llame! Tienes estómago para mutilar cadáveres, no para aceptar que la gente muere en la guerra. No viste el mismo infierno que yo.

—Vi el mismo infierno que tú, amigo. Y lo veré de nuevo.

—No.

—Estoy resignado a morir —insistió Nachi, a sabiendas de que estaba siendo cruel—. Si Ichi no fue un cobarde, yo tampoco lo seré. Solo tengo algo más que hacer aquí, arrancarte la promesa de que aprenderás a cuidarte.

Señaló hacia el cuello de Ban, morado a la altura de la nuez. Era uno de los puntos que más veces había golpeado la horda del Aqueronte en la batalla del cementerio.

—No puede ser, Nemea

—Retrasó el día de tu muerte, amigo. ¿Cuánto? No lo sé. Un año, diez, puede que llegues a los cien y te conviertas en un abuelo adorable. Eres muy lento Ban, ni siquiera muriendo ahora mismo llegarías a la fiesta que pienso montar cuando llegue al Hades. ¡Ese rey de pacotilla no va a volver a dormir en toda la eternidad! 

Ban no salía de su asombro. ¿Cómo podía Nachi bromear en ese estado, apenas pudiendo mantenerse en pie gracias al cosmos? Estaba preparando una buena reprimenda cuando oyeron el inconfundible sonido de un derrumbe.

 

Lo que quedaba del bosquecillo frente a la entrada del Santuario quedó aplastado por la ladera de la montaña, derrumbada por una fuerza de la naturaleza hecha hombre. Jaki emergió en medio de ese caos, agarrando a June del cuello.

—No eres ella —gritó el último soldado del Aqueronte, libre del yugo del río y el veneno de Ichi—. ¡No eres ella!

A unos pocos segundos de la asfixia, June pudo librarse gracias a una oportuna intervención del santo de Oso, que embistió a Jaki en el estómago con toda la fuerza que poseía. Sin embargo, no mucho más pudo lograr; antes de poder dar un salto hacia atrás y asegurar que la enmascarada tomara distancia, aquel enorme y salvaje hombre lo mandó a volar de un puñetazo. El yelmo del santo estalló en mil pedazos teñidos de sangre, que cayeron sobre las rocas en las que aquel acabó enterrado.

 

Nachi y Ban ya se dirigían hacia allá, a un ritmo que el santo de León Menor consideró asumible para su agotado compañero.

—Yo me ocupo del grandote.

—¡Estás con un paso en la tumba, pedazo de imbécil!

—Por eso mismo. ¡Y cuida esa boca, que ya no podré proteger a Akasha de tus groserías! —bromeó Nachi, sabiendo que lo haría por última vez, antes de tomar impulso. En un abrir y cerrar de ojos, atravesó lo que restaba del valle y se puso frente a frente del grandullón más feo del mundo—. ¡Y mira que Ban no es un Adonis!

Lo que fuera que Jaki le contestó, fue ahogado por el estallido del Aullido Mortal, cuyas fauces se cernieron sobre el abdomen de Jaki, abriéndolo de lado a lado.

—¿Solo eso? —exclamó Nachi, asqueado de ver en todo su sangriento esplendor el interior del enemigo—. ¡Tenías que haberte partido en dos! Espera, ¿qué?

Jaki seguía en pie, eso podía entenderlo. Un hombre no llegaba a medir tres metros y medio sin hacerse de una resistencia legendaria. Pero incluso si eso era así, tendría que estar huyendo, impidiendo que las entrañas se derramasen en el suelo en lugar de hurgar entre ellas como un crío buscando un tesoro. 

Al final sacó la mano, extrayendo el mango de un espadón que, al contacto con el aire, formó una hoja de seis metros hecha de tinieblas.

—¿¡Qué demonios…!?

 

Nachi no fue capaz de escuchar sus últimas palabras. Solo oyó las de otros. El fortachón de Geki quejándose mientras lo ayudaban a levantarse, el hombre duro y feo que se hacía llamar Ban gritando, hasta June lloraba. Nada tenía sentido.

Miró hacia abajo y vio sus propias piernas caer al suelo. Miró al frente, al mayor hijo de cain que había pisado el Santuario balanceando aquella enorme espada. Negro metal, muerte hecha materia, le había cortado por la cintura en un rápido y brutal corte. Después, en el espacio de un instante, contempló esa misma escena desde muy lejos. Movido por el viento furibundo que generó tal balanceo, se convirtió en polvo.

El manto sagrado de Lobo estuvo con él hasta el final.    

 

Tras ver cómo los santos de Oso, León Menor y Camaleón salían volando valle abajo, Jaki alzó su espada, victorioso. La herida se le cerraba, dejando solo el dolor sufrido, y otro aun más hondo, que había arrastrado desde el Hades. Aquel dolor del alma se volvió materia sobre su cuerpo de gigante, una armadura digna para un gladiador del mismo infierno, para el campeón escogido por el río Aqueronte.

—¿Dónde está ella? ¿¡Dónde!?

Con ese grito de guerra, saltó al valle, en busca del resto de vidas que sentía.

 

***

 

Aun confiada en poder resistir los golpes de un enemigo de aquel tamaño, Shaina evitaba siempre el contacto con el puño, sospechando que ocultaba un poder todavía mayor que el que podía suponerse. Dolor hecho fuerza, eso era la legión de Aqueronte y eso debía de ser también la abominación que enfrentaba.

Sin embargo, esquivar el puño era solo la mitad del trabajo. El ente atacaba a la misma velocidad que un santo, provocando que en toda la cima del Santuario los vientos rugieran con la furia de un huracán. Y no se permitía un momento para resistir aquello, pues de inmediato tenía que lidiar con más ataques, ya fuera la mano pasando por cada palmo de tierra como la zarpa de una bestia, ya las armas de muerte en cada garra, convertidas en miles de diminutos dardos, todos negros y letales, que podía lanzar en un solo segundo, regenerándose después a partir del dolor y la muerte que la entidad provocaba a los soldados del Aqueronte.

Debía estar siempre en alerta, moviéndose de uno a otro extremo a la vez que encontraba la mejor forma de contraatacar. Por fortuna, el enemigo estaba lejos de ser ningún genio. Había hecho todo lo posible por alejarla del escudo y Niké, dejándole claro que era ese su objetivo. Cuando lo estuvo, clavó los dedos en la tierra alrededor de los tesoros, grandes como las columnas de un templo, y envió hacia ellos un centenar de largas extensiones acuosas, con igual número de manos en los extremos.

Shaina atacó el dedo que tenía más cerca, ejecutando la Garra del Trueno sobre el negro metal de la yema. Observó, con cierta satisfacción, cómo todas las armas amontonadas en aquel dedo eran pulverizadas, y no se detuvo ahí el ataque, sino que como una serpiente el relámpago fue triturando las garras de los otros cuatro dedos. Luego, la portadora de Ofiuco pasó entre dos de ellos, destrozando con golpes certeros noventa y nueve de las cien pequeñas manos que el ente había enviado. Una pudo escabullirse, aprovechando un error de cálculo, y alcanzando la Égida pudo levantarla un poco.

Una luz más brillante que el sol inundó el lugar, alumbrando por igual la faz y el brazo de la dantesca entidad. Por primera vez desde que comenzó aquella batalla, fueron distinguibles los humanos y asustados rostros de los soldados de la legión de Aqueronte. Por instinto, Shaina buscó a Cassios entre aquellos condenados.

—Un hombre como él no podría acabar en el río Aqueronte —decidió enseguida, para luego soltar un grito de asombro—. ¡No es posible!

La luz de la Égida había hecho algo más que mostrar las caras de unos hombres asustados. Estaba evaporando las aguas del Aqueronte. Las extensiones de las que pendían las manos destruidas por Shaina, los enormes dedos de la entidad, todo se desmoronaba. Hasta parte de la palma, allí donde había menos soldados, empezó a desintegrarse de igual modo. El ente, por supuesto, no tardó en retirarse, pero eso no cambiaba lo que había ocurrido. Viendo una posibilidad de victoria, la portadora de Ofiuco se lanzó una vez más al ataque.

 

Esquivar, destruir. Parecía algo simple, incluso donde había algo que destruir en todo lugar. El ente había mandado nada menos que tres mil manos, armadas con lanzas y espadas sobre Shaina, manteniéndola ocupada el tiempo suficiente como para reformar las ruinosas garras de sus dedos. Esta, debiendo evitar a un mismo tiempo apartarse de la barrera, recibir el menor rasguño de esas armas y hacer contacto con las aguas del Aqueronte, que se entrelazaban entre sí como los apéndices de un pulpo, decidió permitir esa ventaja al enemigo mientras cavilaba una audaz estrategia. Ayudaba a ello que las manos que destruía no se regeneraran; lidiar con tantos ataques desde tantas direcciones había sido desolador al inicio, pero por cada una que destruía, la extensión líquida que le servía de brazo caía al suelo, evaporada.

Era una posibilidad remota. Hasta el momento había luchado asumiendo que todo lo que funcionaba para la legión, igual lo haría para el ente. Armas, muerte al menor toque; agua nauseabunda, devoradora de cosmos; soldados, inmortales. Sin embargo, la Égida era el escudo de Atenea, capaz de repeler cualquier mal y había demostrado poder disipar el Aqueronte. ¿Por qué no podría otorgar a aquellos hombres muertos el derecho a descansar en paz? Aceptando como cierta esa idea, cuando el puño cayó sobre ella cual martillo, no lo esquivó, sino que lo recibió con sus propias fuerzas.

Sintió que se le estremecía hasta el último hueso, a salvo solo gracias al sólido manto de Ofiuco, pero el resultado hizo que valiera la pena. Clavados los dedos en un grupo de soldados retorcidos que hacían de nudillos para el abominable ente, liberó todo el poder de la Garra del Trueno. Los relámpagos, tan numerosos como una tormenta, llegaron a todos los cuerpos que el enemigo concentraba en el puño, carbonizando sin remedio a todos esos hombres desprotegidos. Matándolos, para siempre.

Como imaginó, no importaba lo grande y poderoso que fuera, estaba compuesto por partes débiles, era una gran estructura construida sobre el más pobre de los cimientos, el dolor sin significado. El puño destructor quedó deshecho, derramándose como lluvia de gotas violetas que Shaina esquivó con gran habilidad. Ni se molestó en ver cómo aquellas desaparecían cerca del área influenciada por la Égida, no celebraría una victoria a medias. Al no poder saber lo que ocurría fuera, estaba más que dispuesta a acabar cuanto antes esa batalla; atacó, directa a la cabeza del enemigo.

Y así vio que aquel había abierto una vez más la boca. 

 

***

 

Casi todo el grupo de defensores de Rodorio estaba ya fuera del valle. Los pocos que quedaban, orgullosas amazonas sobre todo, eran apurados por Docrates. Nadie estaba a salvo de la preocupación del enorme capitán, ni siquiera Geist.

—Si tu amiguito no puede subir una rampa de hielo solo, agárralo en brazos y ya está.

—Podrías cargar tú con él —bromeó Geist, que sostenía al último de los más agotados. El apenas consciente Makoto ni siquiera podía oír aquella conversación.

—Un capitán nunca da la espalda a sus hombres.

—¿Y qué te crees que soy yo para las amazonas?

—Una persona que debe vivir.

Docrates tuvo que decir aquellas palabras susurrando. El mal presentimiento que había tenido desde que los santos de Atenea se marcharon se hizo por fin realidad, a lo lejos. Cincuenta metros, tal vez cien más allá, una luz amarilla, pálida sombra del aura solar que cabía esperar de los santos de oro, dejó claro que estaban en problemas.

 

El santo de Oso corría, incluso si solo le era posible ver con un ojo cubierto de sangre. Detrás de él, sin mucha prisa, andaba Jaki. Un arma capaz de matar a un santo, una armadura que había repelido el Bombardeo de Ban. El equivalente de un santo en el ejército de Hades, ¿un espectro? No importaba. Si llegaba hasta los demás y aquellos le hacían frente, serían masacrados. Eso era lo importante.

Le tranquilizó ver que los últimos defensores ya subían por el camino conjurado por Cristal, un sendero hecho de hielo por el que habían pasado todos en pequeños grupos. Solo quedaba uno, un hombre tan terco como grande, cruzado de brazos.

—¡Lárgate de ahí, Docrates! —quiso gritarle.

—Si lo hago, todos morirán —respondió aquel antes incluso de poder escuchar esas palabras, solo necesitó un gesto para ello. Él era ahora un muro, no un hombre.

Con el rabillo del ojo, Geki notó que el campeón de Aqueronte se había detenido y alzaba aquel odioso espadón. No necesitó seguir viendo para imaginar lo que vendría. Mientras que el enemigo arremolinaba sus fuerzas sobre la negra arma, el santo de Oso avanzó otro buen trecho y volteó, extendiendo hacia el frente los brazos. Si debía haber un muro para los jóvenes del mañana, él lo sería, él y su manto sagrado.

Al bajar la mano, haciendo un corte vertical, Jaki liberó la energía acumulada. Un haz de pálida luz amarilla cruzó el valle, desintegrando todo lo que estuviera a su paso.

 

—Lo siento —oyó Geki poco después—. Mi hermano siempre ha sido un imbécil.

El santo de Oso miró hacia atrás, imaginando ya lo que vería. Docrates había perdido gran parte de su enorme cuerpo, desde el hombro izquierdo hasta el costado. Del brazo que Geki había interpuesto para protegerlo, junto a una hombrera del manto sagrado, no quedaba ni rastro. Ambos hombres, aquellos muros de gran altura e igual valor, se vieron derruidos, a punto de colapsar, y aun así sonrieron.

Porque el enemigo no había alcanzado a quienes decidieron proteger.

—Icario —logró decir Docrates, aun en pie. Alto como era, incluso su débil voz podía alcanzar a aquel abuelo y a los jóvenes que protegía, por encima de la pendiente—. Capitán de la guardia, Icario.

Y así, delegando en un buen hombre su deber, Docrates pudo descansar en paz.

 

Cuando Jaki fue visible para todos los presentes, a solo un par de metros del santo de Oso, muchos retrocedieron. Era un terrible enemigo el que tenían enfrente, así lo atestiguaban los restos de Docrates, incluso Geki ni se había movido después del golpe. Aun así, hubo algunos que se reunieron con Icario, formando entre susurros una estrategia a seguir, y otro que acometió por sí solo, como siempre había vivido.

—¡No, Arachne! —exclamó Icario.

Tarde. El aspirante, antiguo caballero negro, atravesó como el viento la pendiente creada por Cristal y arrojó sobre el enemigo un centenar de finísimos hilos, cubriendo unos el grueso cuello de Jaki y otros la mano armada. Pretendía desarmarlo.

—No eres ella —dijo el campeón de Aqueronte, antes de agitar la mano, todo el brazo, y arrastrar a Arachne como si fuera una pluma.

De algún modo, todos pudieron escuchar el resultado de aquella temeridad. La cabeza de Arachne chocando a toda velocidad contra la roca. La vida de otro de los suyos perdiéndose. El enemigo, indiferente a ello, hablando de destruir todas las máscaras.

—Matemos a ese hijo de cain —ordenó Icario sin dudar.

Se oyeron después más de un centenar de pasos, pero solo sobre la roca. Antes de que alguno llegara al hielo, un sonoro grito los detuvo.

—No —dijo Geki, sacudiendo la cabeza. El cuerpo antes vigoroso le pesaba, el manto sagrado había perdido su brillo y era ahora tan gris como sus cabellos. El último ataque de Jaki llevaba consigo la maldición de Aqueronte, no había duda—. A este bastardo lo mataré yo. ¡Geki, santo de Oso, te devolverá al infierno!

 

El campeón de Aqueronte sonrió. Otro cadáver andante diciéndole que lo iba a derrotar. Alzó la espada de nuevo, dispuesto a acabarlo de un solo golpe, pero algo ocurrió.

La espada no estaba, había desaparecido. ¡Un enemigo invisible se la había quitado! Volteó la cabeza para buscarlo, un error que no tardaría en lamentar.

Con todo el poder que poseía, convirtiendo su vida misma en fuerza, Geki saltó sobre él, golpeando sin piedad aquella cara inhumana. Derribando la montaña.


Editado por Rexomega, 20 enero 2020 - 20:11 .

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Publicado 21 enero 2020 - 11:02

Capítulo 10. Aqueronte

 

Shaina es perspicaz en asuntos de batalla

 

Esa abominación es un personaje fumado al menos en cuanto a diseño

 

¿Arachne también participo en la batalla?

 

pobre Nachi

 

que me late que Jaki es machista siempre para peleando con guerreras femeninas XD

 

El arma de Jaki tiene un poder brutal

 

La escena del sacrificio de  Docrates y Geki para proteger a los demás fue conmovedora

 

Docrates murió y parece que el final de Geki  se aproxima

 

te felicito por  tu talento de escritor que quedo demostrado al haber logrado algo que parecía

imposible o por lo menos muy difícil:

 

Dar batallas epicas a personajes secundarios del clásico


Editado por Patriarca 8, 21 enero 2020 - 11:04 .

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Publicado 21 enero 2020 - 22:35

Hola. ANtes que nada, pongo una cita

 

1.

—Por eso mismo. ¡Y cuida esa boca, que ya no podré proteger a Akasha de tus groserías! —bromeó Nachi, sabiendo que lo haría por última vez, antes de tomar impulso. En un abrir y cerrar de ojos, atravesó lo que restaba del valle y se puso frente a frente del grandullón más feo del mundo—. ¡Y mira que Ban no es un Adonis!

 

Siento que el comentario sobre Ban va más de la mano con los pensamientos de Nachi que con lo que le está diciendo a Jaki. Es como ese chiste de "¿eso lo dije o lo pensé?"

 

 

2. 

—¡Nosotros descubrimos que incluso un rasguño es letal!

Como solo le ocurría en batalla, la rabia ascendió desde sus entrañas hasta la garganta, insistente en soltar bramidos de fiera a través de la boca de un hombre. La cabeza le dolía, los ojos le ardían. ¿Cómo podía haber sucedido esto?

—Tienes una hija, Ban —dijo Nachi mientras se ponía de pie, no sin dificultad—. No puedes seguir yendo a la batalla a lo loco, tienes que cuidarte más. Ya hiciste suficiente en el cementerio. ¿Por qué viniste?

 

En esta, la línea de Ban me choca un poco, no sé por qué, y más como después es Nachi el que termina recriminándole algo. Incluso pensé, al principio, que la segunda línea aún era de Ban, pues él era el que tenía ese tono y el enojo. Sé que no es una incoherencia, pero sentí algo raro en el tono de ambos y las palabras que usan. En el vaivén de la conversación, por así decirlo.

 

 

 

Pero vamos al capítulo. Los diálogos entre Ban y Nahci fueron maravillosos, y se sigue destacando la fuerza y distinción de sus personalidades y características específicas. Como hablan de su vida diaria, de su futuro, se recriminan mutuamente los golpes que llevan encima, como pareja de viejos amigos de mil batallas, y tienen tiempo de reírse de sí mismos. Todo lejos de la mirada de Geki y June, que parecen un poco ajenos a esta pareja dispareja, hasta que son apabullados por el pesado (en todo sentido) de Jaki.

Y el hecho de que Ban tenga una hija (momento... ¿es Akasha? ¿De qué me perdí? ¿Por eso fue tan buena con su tío Ichi?

 

La batalla con Jaki (que también, evidentemente, hace trampa) es muy buena y clara. Y asquerosa en algunos puntos, como corresponde. Pero qué tipo más pesado, y la perspectiva de Nachi solo lo hace mejor. Entre tanto, Shaina se mueve rápido y precisamente. Usa electricidad y golpea con fuerza cuando debe. Y hasta se dio el lujo de buscar a Cassios (esa parte hasta me emocionó un poquito). El problema es que su enemigo también hace trampa. ¡Es frustrante! Pero, al menos, permite más motivación de parte de nuestros protagonistas, así como los desafíos que se les plantan. Esa es la gran fortaleza de esta historia, y su gran valor.

 

El mismo valor que tres héroes tuvieron. Porque obviamente que iban a seguir al buen Ichi. Dócrates, valiente y orgulloso aunque dijeran que ya no tanto; Nachi, comprometido con la causa y preocupado de sus pares; y Geki, una montaña que camina, peleando hasta el final. Solo quedan Ban y June del grupo, y no quiero sentir el horror de nuevo, la pérdida de nuestros héroes ante los tramposos estos. Y Shaina.

 

¡Por favor protejan a Shaina! Que logre su cometido y halle la forma de vencer...

 

Gran capítulo. Pero... triste.


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#79 Seph_girl

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Publicado 25 enero 2020 - 13:24

Capitulo 10. Lágrimas de bronce
 
Shaina Vs DeathStranding XD ajaja sorry , tenia que decirlo. Desde la primera vez que te vi usar monstruos gigantes para la historia lo primero que pensé fue "¡¡Final Fantasy!!" pero leyendo de cosas pútridas y oscuras formando un monstruo actualmente pienso en "DeathStranding" XD
Esta es la batalla de Shaina en la que debe lucirse, como el resto de los personajes originales han tenido su oportunidad.
 
Pues Jaki subió de nivel, se hizo con una espada corta/mata todo y aparte se regenera, joer. Pobre Nachi, se me había olvidado que moría así, que Maker lo tenga en la gloria.
El gigante preguntando por un "ella" a la que quiere encontrar... ¿qué haría si la encontrara? Me pregunto...
Y parece que... ¿Jaki y Docrates eran hermanos? Docrates se llevó los mejorcitos genes en apariencia al parecer XD
Recuerdo que la primera vez que leí la muerte de Docrates me dio tanta pena ;_;, en el fic fue el segundo personaje que lograste me importara lo suficiente como para que me cautivara y pesara su muerte, siendo que por el original del anime jamás hubiera dado dos céntimos (buen trabajo)
Parece que Geki se cargó Jaki Nemesis... pero mis recuerdos son nebulosos, ¿terminará allí ese gigante inmortal? Ya lo veré en el próximo cap XD
 
PD. Buen cap, sigue así x3

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#80 Rexomega

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Publicado 27 enero 2020 - 16:53

Saludos

 

¡Buen review, sigue así!

 

Patriarca 8

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Felipe

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***

 

Capítulo 11. Victoria y derrota

 

Despertó sumida en un dolor inenarrable. Nueve mil voces resonaban en su cerebro, ofreciéndole todo el sufrimiento que habían padecido los soldados de la legión de Aqueronte. Sacudió la cabeza, negándose a ceder ante tal maleficio, hasta que pudo escuchar algo más, un mensaje de quienes fueron guardias del Santuario a través de las eras. En su generación, en la del anterior Sumo Sacerdote y el santo de Libra, en aquella que dio origen al Santuario… Por cada época, por cada año, un alma había sido arrancada del inframundo y puesta a luchar en contra de Atenea. ¡Qué necia había sido! ¿Dolor sin significado? Sí, para ellos, los santos, que muy pocas veces en la historia miraban por aquellos que no estaban destinados a vestir un manto sagrado. Sin duda era ese mensaje, y no el poder del enemigo, lo que le había permitido pasar a través de una barrera hecha por los tesoros de Atenea, quien velaba por todos los hombres.

Empezó a moverse, más por rabia que porque fuera consciente de lo que le rodeaba. El dolor que la atenazaba no solo era físico, también le quebraba el espíritu, abrumando sus sentidos, su mente. Tardó en darse cuenta de que estaba atrapada en el colosal puño de la entidad. ¿No lo había destruido? Miró a la izquierda y vio que así era, aunque se estaba volviendo a reformar a partir de cuerpos congelados y llenos de agujeros de bala, los miserables a los que les había tocado tener que asaltar Bluegrad.

El puño en el que estaba atrapada debía haber sido formado antes de que perdiera la consciencia, junto a todo un nuevo brazo, el derecho, que completaba un cuerpo más o menos definido de cintura para arriba. Como el otro, estaba hecho de las aguas del Aqueronte y de un par de millares de soldados, solo que aquellos no eran cadáveres gimiendo de dolor, sino estatuas humanas. Ni siquiera había en los dedos garras hechas a partir de sus armas, la mano por completo era todo piedra. Shaina no pudo menos que reír, sabiendo que tamaña proeza solo podía ser cosa del santo de Perseo, su pupilo, que Kiki había destinado a proteger cierto hospital de Japón.

—Ni siquiera un ejército inmortal resiste la mirada de Medusa, ¿eh?

Tan pronto habló, sintió que el puño pétreo se cerraba sobre ella y la cabeza de la entidad giraba, como si acabara de acordarse de su existencia. La barba y cabellos de aquella abominación no eran ya soldados que flotaban por las aguas del Aqueronte, vulnerable a la luz de la Égida, sino que ahora estaban formadas por hiedra y hierbajos que salían del interior de medio millar de cuerpos. Imaginaba que se trataba de quienes trataron de invadir el bosque de Dodona, custodiado por las ninfas. Al igual que el santo de Perseo y los defensores de Bluegrad, estas habían encontrado una forma de retener al ejército, quizá la más audaz: vida, para quienes se habían levantado de la muerte; pequeñas semillas que germinaban en el interior del estómago de los hombres.

—Sin pasar por la armadura, la piel, la carne… —susurró Shaina, notando que el enemigo volvía a abrir la boca con la misma exasperante lentitud de siempre—. No, no necesito escucharlo otra vez. Comprendo vuestro deseo, soldados de Atenea.

Puso la mente en blanco. No tenía sentido malgastar fuerzas en competir con aquel enemigo, debía ser más lista que eso. No la aprisionaba la mano de un coloso, sino un montón de piedra. Alzó el puño con ese pensamiento, descargando la Garra del Trueno sobre uno de los dedos y luego saltando a través del polvo en que quedó reducido.

Ya libre, mientras los rayos que había desatado hacían estragos en la mano derecha del ente, Shaina se fijaba en la izquierda, que venía hacia ella envuelta en vapores fríos. Aquel puño hecho de hielo era tan rápido como ella misma, no podía esquivarlo. Si trataba de hacerlo saltando, lo recibiría de lleno. Solo le quedaba una opción.

Por segunda vez, la portadora de Ofiuco y la entidad procedente del río Aqueronte se midieron en un choque titánico. La mano de la enmascarada, pequeña en apariencia, inmensa en espíritu, contrarrestó la del enemigo, una aglomeración de miles de almas rotas pugnando por el perdón. Un empate que ninguno de los oponentes se podía permitir. En medio de un mudo lamento, los soldados congelados vertieron sobre Shaina parte del tormento que padecieron, un soplo de aire frío aun más terrible que el que asola las estepas siberianas y el Ártico. La temperatura descendió de forma drástica en aquel mero instante, amenazando con destruir por completo el manto de plata.

Y en el momento en que parecía a punto de apagarse, Ofiuco brilló como una estrella, bebiendo del ardiente cosmos que Shaina había despertado.

—¡Los muertos nunca vencerán a los vivos! —gritó, repeliendo por fin el puño—. ¡La muerte nunca vencerá a la vida!

La mano izquierda salió disparada hacia atrás; la derecha, ya recuperada de los daños sufridos, se cernía sobre Shaina. Esta, lejos de dejarse abrumar por los insignificantes frutos que habían dado tamaños esfuerzos, se alistó para seguir el ataque. Saltó, poniendo en ello todo el relampagueante poder que sentía fluir en cada una de sus células, reventando por el impulso la superficie de aquella mano hecha de estatuas quebradas. Más rápida que nunca, pasó entre los dedos de piedra que bajaban hacia ella, cruzó el cielo mucho antes de que diez mil dardos de muerte, proyectados desde la mano de hielo, la alcanzaran, y llegó hasta la boca del lobo. Nunca mejor dicho.

 

Dar nombre a una técnica antes de ser ejecutada por primera vez, era un rito tan antiguo como la misma existencia de los santos. Años de entrenamiento quedaban condensados en un par de palabras, las cuales despertaban para el santo todo lo que necesitaba recordar sobre la técnica que él mismo había desarrollado. Si bien no era del todo necesario, era una tradición que muchos, como Shaina, seguían.

Danza de Serpentario —susurró en el oscuro interior de la entidad, a la que ella misma fue a parar tras aquel salto temerario. Hasta ese momento, había empleado el cosmos para potenciar un velocísimo golpe, cinco veces más rápido que el sonido, cubriéndolo con rayos que tanto podían acompañarlo como proyectarse sobre el enemigo. Aquella era la Garra del Trueno, las letales fauces de una víbora letal.

Ahora, el cosmos de la portadora de Ofiuco se manifestaba como la cabellera de la mítica Medusa. Miles de chispas se desplegaron hacia todas direcciones, alumbrando el estómago de la entidad. No había huesos, sangre u órganos, el enemigo al que enfrentaba no estaba tratando de imitar la forma humana como los soldados de la legión de Aqueronte. Solo usaba los cuerpos como un revestimiento para las nauseabundas aguas que en verdad lo conformaban, un escudo despreciable frente a la luz de la Égida. Gracias a la Danza de Serpentario, Shaina podía verlo con claridad: alrededor, miles de soldados desprovistos de toda protección se fundían poco a poco, sin duda conscientes en todo momento, hasta aparentar ser la piel de un único ser. Una vez se completase aquel proceso, a salvo bajo la armadura que le recubría el pecho y los miles de escudos que le protegían el brazo izquierdo, intentaría de nuevo robar los tesoros de Atenea.

—¿Qué clase de monstruo eres? —exclamó, intuyendo los lamentos de cada soldado que la observaba. No podía saber si aquellos eran mudos como presagio de un nuevo ataque, o por el estado al que la entidad los había condenado.

Fuera como fuese, no tardarían mucho en desaparecer. A través de la Danza de Serpentario, Shaina había hecho del cosmos una extensión más de su cuerpo. Los rayos que desplegaba hacia todo lugar eran como brazos y piernas, que tanto le permitían permanecer en el aire, cuanto destruir con precisión quirúrgica el cuerpo de cada soldado, sin correr el riesgo de que el Aqueronte los devorase. En cuestión de segundos, el cuerpo de la entidad empezó a caer en forma de restos carbonizados, a la vez que se oía el repiqueteo de las chispas sobre el metal. Tal y como había supuesto desde el momento en que la vio formarse, la armadura del ente competía con la solidez y resistencia de un manto sagrado. No caería con la misma facilidad que el cuerpo.

Entonces, el río Aqueronte se hizo visible, un remolino de aguas amarillentas que recubrió cada cuerpo que aun no había sido destruido. Shaina chistó, y un instante después, oyó el siseo de nueve serpientes.

—¡Es como la hidra de Lerna! ¿Acaso eres tú, Ichi? —susurró Shaina al ver cómo los ofidios, en apariencia hechos de la misma sustancia infernal, cargaban contra el remolino. En el choque, una explosión de tonos violetas y amarillos, pudo percibir lo que sin duda era el cosmos de Ichi, luchando con otra presencia que no pertenecía del todo a la entidad—. No es posible… ¿Él también?

Las serpientes desgarraban las aguas del Aqueronte como si fueran la carne de un ser vivo, buscando liberar el espíritu roto de un santo. Entre los colmillos de las víboras, gotas amarillas salieron disparadas, convirtiéndose en una manada de lobos que prestos clavaron sus fauces sobre estas. Pretendían impedir su propia liberación, y habrían podido hacerlo, pues luchaban contra el cosmos de un hombre muerto, si no hubiese estado allí la elegida de Ofiuco, también conocida como Serpentario. A la vez que seguía aprovechando cada brecha abierta para seguir destruyendo los cuerpos que conformaban la piel del ente, Shaina usó varias de las extremidades de cosmos que poseía para tomar control sobre la hidra, potenciándola incluso.

Se había cansado de esa fatigosa lucha de desgaste. Aquel insulto al valor y al coraje de quienes servían a Atenea debía desaparecer de la Tierra. Ya.

 

Creyéndose victorioso, el ente avanzaba hacia los tesoros de Atenea, extendiendo ambas manos. La barrera, reaccionando a la amenaza, se extendió hasta cubrir por completo la cima del Santuario, así como a aquel peligroso enemigo. Nada de él quedó a salvo de la luz de la Égida, ninguno de los cuerpos que empleaba volvería a renacer.

En ese momento, su armadura saltó por los aires. Un millón de diminutos fragmentos volaron hacia las tinieblas de la lejanía, precediendo a nueve víboras de plata cubiertas por lobos del averno, devoradores de almas. Del mismo color era el aura que cubría a Shaina, reflejo del brillo que en el pasado tuvo el manto de Ofiuco, ahora congelado, muerto; aquella, maestra de serpientes, ordenó a la hidra que comandaba ignorar el dolor que padecían hasta que destruyeran su fuente. Incluso si no era en verdad un ser vivo, sino el cosmos de un viejo amigo, estaba dispuesta a tratarla como tal.

Tres serpientes se enroscaron una y otra vez sobre el brazo de piedra, sometiéndolo a una constricción que lo inmovilizó por completo.

Otras tres ascendieron hacia el rostro del ente, dirigiéndole una mirada que solo pudo darse en el reino de los espíritus. Así, por un solo segundo, quedó paralizado.

Las últimas fueron a por la mano izquierda, de hielo. Con letal rapidez, pasaron por encima del brazo y atraparon entre sus fauces los cinco dedos de la entidad antes de que pudieran arrojar dardos de muerte hacia Shaina.

La portadora de Ofiuco, en todo momento dentro del torso reventado, dio una última orden a las serpientes, arrastrándolas con extremidades hechas de rayos hacia el lado contrario en el que estaban. No fue como llevar las riendas de un manso caballo, sino que ella misma sintió en sus carnes el hercúleo esfuerzo que suponía destrozar aquel gigante. Mientras escuchaba cómo los brazos de la entidad eran arrancados, creyó que los suyos se hacían trizas; a la vez que la mitad del rostro de la abominación era destrozado por tres enormes y voraces serpientes, sintió que los colmillos de aquellas se le clavaban bajo la máscara. No era una cuestión de empatía, estaba débil.

Las aguas del Aqueronte habían caído sobre ella.

 

No oía nada, el dolor había dominado la mayoría de sus sentidos. La impotencia, desesperación y el sufrimiento de miles de personas la invadía de nuevo. Incluso en la derrota, la entidad había tenido tiempo de lanzar un último grito justo en su momento de mayor debilidad, cuando las aguas del Aqueronte habían consumido su cosmos.

¿Lo había derrotado en verdad? Por aquellas dudas, se obligó a abrir los ojos y levantarse. No había ya rastro de las serpientes ni de los lobos, debían haberse devorado unos a otros en ese tiempo. Antes de aquello, debían haber destruido los brazos que arrancaron de la entidad, ya fuese con sus fauces o con los rayos que despedían. Esa había sido la traca final de la Danza de Serpentario, a la que ya no podía recurrir. Y no importaba, pues toda carne y metal había sido desintegrada.

—No —susurró, estremeciéndose al oírse a sí misma tan débil y desvalida.

Enfrente de ella estaba lo que no quería ver. La cabeza de la entidad, al menos hasta la altura de la nariz, seguía presente, arrastrándose en un suelo que hervía en humos y vapores asfixiantes. El río Aqueronte consumiéndose a la luz de la Égida.

Cerró el puño, reuniendo en él toda la fuerza que le quedaba, bastante para un único y determinante golpe. La Garra del Trueno habría de bastar, incluso si para ello tenía que quemar su propia vida. Decidida, Shaina corrió hacia lo que quedaba del enemigo.

Se detuvo a medio camino por puro instinto, extendiendo ambas manos hacia los lados para bloquear un ataque inesperado, imposible. Mil soldados amontonados en dos masas informes que trataban de aplastarla, a la vez que en cada una, cinco apéndices semejantes a dedos se retorcían en dirección a ella, con lanzas, espadas y otras armas de aquel metal de muerte sirviendo de garras. ¿¡Se había regenerado!? No podía ser. Si pudiese hacer eso, la batalla nunca habría dejado de estar a su favor. Debía haber guardado esos últimos cuerpos, esas últimas almas, por si todo lo demás fallaba.

—Pensándolo bien, siempre ha sido así con nuestro enemigo —dijo Shaina, luchando por no ser aplastada por las enormes y deformes manos. No importaba que ahora solo fueran unos cientos de cuerpos, el dolor que transmitían era el de las diez mil almas aprisionadas por el río del infierno, dolor que para la entidad era lo mismo que poder, suficiente como para aplastar a un santo entre dos montañas—. Usaste a las almas de antiguos guardias para cazarnos, para distraernos y ahora pretendes usarlas para robar los tesoros de Atenea. ¡Lo previste todo, todo este tiempo solo jugaste con nosotros!

Aquellas serían sus últimas palabras. Aún más dolorosas, por ciertas, que la punzada que la puso de rodillas, a merced de las manos y las garras de la muerte.

 

Pero no era ese el destino que habían deparado los dioses para ella. En el último momento, el rostro de la entidad empezó a iluminarse, y no con el color violeta del cosmos de Hidra ni el tono amarillento que había empañado el cosmos de Lobo, sino como una infinidad de luces azuladas. Los cuerpos que aun formaban parte del ente, incluso los que componían las manos con las que aquella trataba de aplastar a Shaina, fueron desintegrados por una lluvia de brillantes meteoros.

La portadora de Ofiuco no pudo menos que sonreír, percibiendo en aquel milagroso ataque el inmenso poder de su compañera, Marin de Águila. Una sensación de alivio se sobrepuso a todas las demás, permitiéndole levantarse una vez más. No estaba dispuesta a descansar mientras otros siguieran luchando y sufriendo. Tomó la Égida, ya fuera de todo peligro, y la alzó, alumbrando con su luz la masa de amarillenta sustancia que había quedado donde estaba el ente. Aun estando tan débil, pudo mantener esa posición hasta que la última gota del Aqueronte desapareció de la faz de la Tierra.

Logró ver dos cosas más antes de caer. En la tierra, Caronte volvía a ser visible, manteniendo un semblante serio. Y mientras tanto, en el cielo sin estrellas de la Esfera de Plutón, la constelación de Cáncer recibía las almas de los hombres, al fin libres. 

 

***

 

Después de un largo e inútil viaje a través de la oscuridad de Plutón, que volvía eternos y traicioneros todos los caminos, la portadora de Águila fue capaz de llegar a la cima del Santuario. Una luz le sirvió de guía, incluso si solo fue visible durante un instante fugaz, por ese espacio de tiempo tiñó de oro aquel lugar en el que solo la muerte y la desesperación reinaban. Un sol en miniatura que nació y murió a la vez, tornándose en un punto tan diminuto como lo eran las estrellas en el firmamento.

Pero algo dentro de sí le dijo que no llegaría a tiempo. Por eso usó el Puño Meteórico a tanta distancia, guiando la trayectoria de cada meteoro allá donde hubiera una amenaza.

 

Para cuando atravesó el templo papal, no encontró al enemigo que había atacado, ni a Shaina, ni los tesoros de Atenea. El lugar estaba vacío, dominado por el olor de la muerte y un frío que no era de este mundo, todo lo que quedaba de la presencia de la Esfera de Plutón. En derredor, ya no había oscuridad, sino el Santuario que tan bien conocía, indemne bajo un cielo que abandonaba ya el manto de la noche.

Marin habría querido poder alegrarse de aquello, bajar los hombros y suspirar de alivio por el fin de aquellos combates, que tantas vidas habían cobrado. Sin embargo, no podía dejar de ser ella misma. Siendo incapaz de sentir la presencia del invasor y de Shaina, un momento antes tan cercana, no podía estar tranquila.

—Incluso la estatua de Atenea —musitó, apenas creyéndoselo por no ver la efigie de la diosa. Al igual que Niké y la Égida, el manto divino había sido robado por el enemigo. Y había ocurrido en el mismo corazón del Santuario que ellos protegían—. ¿Hemos sido engañados con tanta facilidad?

 

***

 

—¡Vaya! ¿Qué comes para ser tan grande?

—¿Lucharías conmigo? Me vendría bien un grandullón como tú en el entrenamiento.  

—Eh, grandullón, ¿te has enterado? ¡Competiremos por el manto sagrado de Hércules!

—Bien hecho, grandullón. Ha sido un buen combate.

—¿Qué haces aquí?

—¡Aléjate!

 

Por cada una de aquellas palabras, imágenes del pasado aparecían en su mente. Todas eran de una muchacha que siempre le sonreía. Eso era lo único que podía ver de ella, la sonrisa, el resto del rostro estaba empañado por toda suerte de sensaciones.

Confusión, porque existiese alguien que no lo miraba como un monstruo. Admiración, hacia el rival que siempre soñó. Deseo, para la hermosa joven que había más allá de la máscara. Impotencia, al ser derrotado por una simple mujer que había dormido en sus brazos. Ira, ¿cómo podía esa insolente rechazarlo en ese momento? Odio. Ofiuco y Águila, aquellas arpías despreciables le habían impedido arreglar las cosas. Un poco más y le hubiese enseñado cuál era el lugar que le respondía. Un poco más y habría podido convertirse en el santo de Hércules, como su hermano siempre quiso.

Malditos fueran todos los santos de Atenea. ¡Maldita fuera la misma Atenea! Los mataría a todos. Todos debían morir. Así probaría que él era mejor que ellos. Demostraría que era más fuerte que nadie en el mundo.

Y entonces, ella volvería a aceptarlo.

Nunca más lo rechazaría.

 

—Docrates tenía razón. Siempre has sido un imbécil.

Bajo las primeras luces del alba, en el fondo del valle que había hecho con sus propias manos, Geki de Oso espetó aquellas palabras a su último oponente.

Jaki estaba enterrado en la roca. No quedaba nada de la armadura, poco más había del cuerpo, huesos y músculos machacados durante una batalla sin tregua. En el abdomen se hallaba la última de sus heridas, el puño de Geki lo había atravesado para alcanzar la columna, que ahora agarraba con dedos ensangrentados. Por ese simple contacto, el santo de Oso fue capaz de percibir algunos de los pensamientos de aquel bárbaro, aquella bestia incontrolable que tanto daño había hecho en la vida y en la muerte.

—Tengo que verla —insistió Jaki—. A Hipólita, tengo que…

Sin el menor asomo de piedad, Geki aplastó la columna del gigante.

Aquella fue la última gesta del santo de Oso, cuyo maltrecho cuerpo se deshizo en polvo un momento antes de que Jaki cayera al suelo.

                                                                                                                      

No mucho después, las amazonas se harían cargo del cadáver. Por segunda vez en sus vidas agitadas, borrarían todo rastro del único ser al que se permitían odiar. 


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