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Juicio Divino: La última Guerra Santa


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#301 Seph_girl

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Publicado 06 enero 2022 - 18:52

Cap 104. Preparándose para el viaje
 
Después de la fiesta de los Astrales y las festividades finales del 2021 (que coincidieron XD), regresamos a la historia.
 
Tenemos a Kiki quien anda buscando tripulantes para su viaje en barco, y que casi todos le han dicho que no dando escusas.
 
No se animó de llevarse a Rin porque casualmente llegó a ver esa conmovedora escena.
 
También vemos como Akasha está queriendo reparar esos campos de batalla que dejaron devastados ciertos puntos de la Tierra a causa de la guerra, manipulando a las ninfas al jhacerles creer que es parte de su recompensa (Tejedora de planes, sin duda).
 
¡Mirá! que Makoto y Azrael irán en el viaje, qué emoción :3, cuando esos dos van juntos a un lado hay mucha risa garantizada.
 
Akasha pues está triste porque varios santos murieron (ni tantos, ósea, los contamos y no todos eran santos), pero se encuentra a una más triste Bianca que extraña a Ishmael, bonita escena, por lo que perfecto cierre del cap.
 
Y hasta aquí dejo el primer review del año, si señor.
 
PD. Buen cap, sigue así :3

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#302 Seph_girl

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Publicado 07 enero 2022 - 19:07

Cap 105. Los que se van de viaje
 
Empezamos con la noticia de que Hipolita sigue viva y Akasha la necesita.
 
Vemos que Gestahl Noah se está quedando sin amigos y ya nadie va a comer pizza con él. (La venganza de Akasha)
 
Parece que los argonautas han sido elegidos y están listos para partir a una misión de la que deben regresar entrenados y con Séptimo SEntido que sino Akasha va a cabrearse.
 
Total que todo termina con el inicio de la Reunión de Akasha con Gesthal Noah y... ¿Asterión de Lebreles? ¿No es el nombre del soquete que leía la mente y Marin mató? Pero dice que es miembro de las Ochenta y Ocho Alas del Rey, ósea, conocido de Orestes... Misterioso.
 
Pd. Buen cap, sigue así :3

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#303 Rexomega

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Publicado 10 enero 2022 - 14:28

Saludos

 

 

Seph Girl. El secreto oculto de esta historia: la sala donde se reunieron los Astra Planeta a planear sus cosas de Astra Planeta tenía adornos navideños. ¡Hasta árbol tenían! Bueno, Caronte le diría árbol, los demás prefieren pensar en ella como Dafne.

 

Supongamos que todos tenían cosas mejores que hacer. Como Rin, que después de la guerra pudo tener un tiempo para su particular familia.

 

Sin lugar a dudas, el nombre le queda que ni pintado. Aunque tiene buen fondo.

 

El dúo dinámico de esta historia. Kiki sabe cómo subir los índices de audiencia.

 

Solo contamos a los que tenían nombre, que entre los santos de hierro hubo muchas bajas. Pero, tratando de meterme en la cabeza de esta Suma Sacerdotisa tan sufrida, con toda probabilidad cada muerte le debe pesar un montón.

 

I want you for the Argo Army!

 

Todo salió de acuerdo al plan.

 

Algunos lo hicieron bien en la guerra, así que quién sabe hasta dónde puedan llegar. No, Makoto, no te estoy mirando a ti, a ti te derribaron treinta capítulos antes de que acabara.

 

Sí, es él, una vieja idea que tuve al ver que en la historia original, a diferencia de la serie que todos vimos y amamos, nunca resuelve qué fue de Asterion. Años después de escribirlo supe que había una tumba con su nombre y ya no me apeteció cambiarlo. Digamos que es uno de los cambios de Juicio Divino, como Bluegrad e Hipnos.

 

***

 

Capítulo 106. Audiencia con el diablo

 

—Huyendo de las burlas de sus compañeros, una niña tropieza en el puente que une las orillas del único río del pueblo —empezó a contar Akasha—. Cae al agua. Los demás niños, cinco, de hecho, ríen al principio. Repiten a coro que nade, que no es tan hondo y que cualquiera de ellos ha saltado allí para demostrar su valor. No es hasta el final, cuando ven a la niña hundirse y no volver a salir, que comprenden que ella no era igual que ellos, ni en estado físico, ni en salud. Desesperada, falleció llevándose al Hades la risa de sus compañeros. Dime, Altar Negro, ¿cómo corregiría Hybris esta injusticia?

Gestahl Noah no tardó en responder:

—¿Te horrorizaría saber que algunos de mis hombres pensarían en matar a los niños, por haber iniciado todo? —Pronto el líder de Hybris sacudió la cabeza, indicando que ese no sería su proceder—. Otros con una mayor claridad de pensamiento considerarían que es culpa de los educadores. Los niños pueden ser muy crueles, sí, pero por eso necesitan aprender a ser compasivos tanto como se les exige saber cualquier materia. Por supuesto, ninguno actuaría sin consultarlo con un oficial y los oficiales dependen del Consejo de los Seis, que yo presido. Y mi opinión en todo esto es que la culpa no reside solo en personas concretas, sino en el mundo en su conjunto.

—Evades mi pregunta —dijo Akasha.

—Iré al grano si ese es tu deseo —replicó Gestahl—. Hybris eliminaría a todos aquellos que construyen, mantienen y protegen un mundo en que sucesos como estos ocurren, uno en el que la intención de hacer daño no beneficie a nadie y donde ayudar al prójimo sea lo natural. Un pensamiento pueril, si se lo preguntas a los titiriteros y marionetas del siglo XXI, ellos están demasiado ocupados pensando en obtener más poder, influencia y dinero como para que les importe lo que le suceda a una niña en un pueblo perdido en sus mapas. Es por eso que deben desaparecer, todos ellos.

—¿Los titiriteros y las marionetas?

—Los gobernantes que deberían estar haciendo del mundo un lugar mejor y que empero gustan de ser manipulados por quienes engrosan sus bolsillos. Los que engrosan los bolsillos de los gobernantes para solo beneficiarse a sí mismos, a costa del bienestar de los demás. Los que protegen este estado de las cosas, ya sea condonando crímenes, ya haciendo la vista gorda. Hoy en día, esto no atañe solo al poder judicial, la policía y el ejército, los encargados de informar a la gente y de unirla podrían hacer mucho bien y en cambio solo agravan los problemas con su cháchara programada.

—¿Debo entender eso como tu confesión? —cuestionó Akasha.

—Creía que hablábamos de teoría —contestó Gestahl, fingiendo sorpresa por un momento—. El precedente de toda práctica, y en estos asuntos mis muchachos son mejores en la ejecución que en la filosofía, como ya sabes.

—Nuestra alianza exigía que dejarais de matar.

—Según a quién, ¿me equivoco? Los que lucharon en el continente Mu no recibirán ningún juicio por los fantasmas que devolvieron al Hades, espero.

—Esa salida es barata hasta para ti —acusó Akasha, gélida.

—Me declaro culpable —aceptó Gestahl, mostrando sus manos abiertas—. En cuanto a nuestra alianza, creo que no veis las cosas con perspectiva. Lo que le preocupa al Santuario no es la moralidad y la ética de nuestros actos, sino el caos que podría provocar en el equilibrio del mundo que quienes conocen el cosmos empiecen a actuar en los asuntos de los hombres comunes, tan seguros de ser dueños de su destino.

—Déjame a mí decidir lo que le preocupa al Santuario.

—Adelante, decídmelo, Suma Sacerdotisa. ¿Lloraréis de verdad por los muertos del mismo modo que lloráis, noche tras noche, ante las tumbas de nuestros caídos?

Por un minuto, Akasha guardó silencio.

—¿Cuántos de los accidentes de los que hemos noticia son responsabilidad de Hybris? —preguntó al fin la Suma Sacerdotisa.

—Sin tiempo para pensarlo, diría que dos terceras partes. Desde Canadá a Chile y Argentina, todo gobernante indigno del puesto que ocupaba rinde cuentas ahora a los jueces del Hades. Solo los justos, o si lo preferís, los inocentes, aunque no creo que nadie sea digno de tal título, han sobrevivido a nuestra cacería. Y solo es el comienzo —advirtió Gestahl, no con satisfacción, mucho menos con orgullo, sino como el hombre del tiempo que constata que el día de mañana habrá una tormenta.

—¿De verdad piensas que voy a dejar que sigas actuando de este modo?

—Os interesa que sea así. ¿Lo hablamos ese día, junto a Julian Solo, cierto? Necesitáis que yo guíe la sed de sangre de los caballeros negros para que el daño sea controlado y, sobre todo, útil. Oh, no usasteis esas palabras, mas pensadlo un momento. Sin lo que yo he hecho estos cinco años, la cacería sería con exactitud aquello que tanto desecháis: vigilantes que no cambian nada, una carnicería que no tendrá fin jamás, porque es más antigua que la civilización y las leyes del hombre. Sin un orden, estaríamos causando problemas al Santuario, en cambio, cuando todo es parte de un plan, cada muerte tiene valor. Comparé la cacería con un jardinero que separa la mala hierba del resto para preservar el conjunto, si recuerdo bien. ¡Estaba equivocado! La humanidad, por poseer el don de la consciencia, es más compleja que eso, como me habéis demostrado con tan apropiado ejemplo. No se trata solo de eliminar a los que impiden que los justos prosperen, porque las instituciones que el mundo necesita a pesar de todo están corruptas hasta la médula, al igual que los dirigentes. Todo debe ser saneado, desde la política a la educación, tarea que me habría resultado imposible en la Antigüedad. Hoy en día, por suerte o por desgracia, no es necesario un rey bendecido por los dioses para dirigir a las masas, basta un buen hombre con un buen manual de instrucciones.

—¿Hablas de reparar el mundo que con tus palabras abocas al caos? ¡No puedes destruir gobiernos y esperar que esto no resulte en una guerra, una guerra mundial!

—¿Estaríais satisfecha con dejar a millones de hombres padecer penurias para que el mundo disfrute de una paz aparente? Sé que no, Suma Sacerdotisa, sé que mientras yo lamento por igual los infortunios del rebaño al que llaman «pueblo» y la mediocridad de los pastores que se enorgullecen de ser llamados «líderes electos», vos desearíais poder ser juez, jurado y verdugo de todo aquel que por codicia mantiene este mundo en este estado de pobreza, guerra y violencia. Por eso ni siquiera quisisteis sospechar que los caballeros negros harían justo aquello por lo que fueron armados, porque sabéis que el mundo necesita una purga, porque sabéis que es un mal necesario.

—¿Es que no me has escuchado? Los asesinatos que ordenaste no han cambiado nada. Si alguna vida salvaste con la muerte de los poderosos, esta solo seguirá en este mundo para padecer nuevas miserias, las miserias de la guerra.

—No habrá ninguna guerra entre los hombres —aclaró Gestahl Noah, desechando con un gesto tal posibilidad—. Una vez sean eliminados todos los que planifican y declaran conflictos desde la comodidad de su despacho, otros mejores ocuparán sus sillones. Me tomó más tiempo organizar la rama política, económica y social de Hybris que la militar, lo admito, mas he tenido el suficiente para pensar en los mejores sustitutos. Como ya os he dicho, Suma Sacerdotisa, nadie gobierna con la bendición de los dioses, son solo hombres desechables escogidos por millones de semejantes que ellos mismos consideran desechables. No hay tal cosa como un líder indispensable hoy en día.

—En eso último sí que podría concordar contigo —concedió Akasha en un tono lapidario—. Nadie es indispensable, ni siquiera tú.

Por largo tiempo se hizo el silencio. Asterión de Lebreles, el acompañante de Gestahl Noah, quiso intervenir, mirando al caballero negro de Altar con los puños alzados y una mirada acusadora. Pero ni el líder de Hybris ni la Suma Sacerdotisa le prestaban atención, enfrascados como estaban en una discusión que había iniciado hacía mucho, mucho tiempo, antes incluso de que se conocieran en las calles de Atenas.

—Os prefería entonces —confesó Gestahl Noah—, erais más decidida y sutil.

—Ni un solo día he dudado de lo que dije ese día —aseguró Akasha.

—¿Qué hay de la parte en la que me considerabais un mal necesario? —apuntó Gestahl Noah, frunciendo el ceño—. Ibais a tener audiencia con tres miembros de mi Consejo de los Seis, vuestro asistente ha apartado de mí a los Asamori y hasta Orestes de la Corona Boreal tendrá una audiencia con voz este mismo día. Todo ello sin mi consentimiento.

—¿Es que no puedes controlar a tu rebaño, pastor? —espetó Akasha, divertida.

—¡Sois en verdad perversa, Suma Sacerdotisa! Contuve al más bravo de mis caballeros negros de ir al Santuario antes de aclarar este malentendido, mas no tuve la misma suerte con Munin de Cuervo Negro y el Caballero sin Rostro. Por lo que sé, cierto duende pelirrojo los ha invitado a un viaje que dará comienzo en breve, con la llegada del Astro Rey, justo el día en que iban a reunirse con vos.

—Kiki tenía plena libertad para escoger a un miembro de cada rango de mi ejército. Oro, plata, bronce, hierro y hasta el negro que por desgracia han vestido algunos durante estos cinco años. Todos sirven a Atenea, por lo que está bien que cumplan juntos la más importante misión en nombre de nuestra diosa, ¿no crees?

—Si me hubieses preguntado… —empezó a decir Gestahl Noah.

—No necesito tu autorización —cortó Akasha, alzando la voz de tal forma que Asterión y Gestahl se sobresaltaron—. Ya no. Ahora existe una institución para acoger hasta el último de tus caballeros negros, la Guardia de Acero. Según sé, uno de tus muchachos, como les llamas, sirvió en ella durante la guerra, ¿por qué habría de ser distinto con el resto, si al final todos luchan en nombre de Atenea? ¿Y tu Consejo de los Seis? Los Asamori son leales a la Fundación, Adremmelech nunca ha dejado de ser un santo de Atenea y Oribarkon es un telquín leal a Poseidón. Hay un lugar para Munin, Ícaro e Hipólita en mi ejército si así lo desean, no tendrán que ocultarse más como sombras cuando desde un principio pudieron brillar como estrellas. Si lo pienso así, en realidad no eres tú, Altar Negro, quien es desechable, sino Hybris.

Por un buen rato, el silencio se adueñó de la estancia otra vez. Fue, por supuesto, Gestahl quien lo rompió. Manteniendo los ojos y la boca cerrados en todo momento, aplaudió con gran ánimo y al parecer sincera intención. Celebraba una declaración que a las claras lo condenaba a muerte, lo que descolocó por completo a Akasha.

—Si habéis seguido ese razonamiento, todas las migajas de pan que dejé para que el proyecto Edad de Hierro fuera llevado a último término valieron la pena —aseguró Gestahl por sobre las últimas palmadas—. Puede que vos no seáis tan brillante como podríais llegar a ser, mas admito que no os falta inteligencia. Sí, nos aproximamos al momento culminante en que cumpliré mi función, la del caballero negro de Altar.

—¿De qué estás hablando? —quiso saber Akasha.

—En verdad seré el altar de sacrificio para el nuevo mundo que vendrá —explicó Gestahl Noah—. Sobre mis hombros arrojaréis todos los males que han ocurrido y ocurrirán, para poder condonar las faltas de los caballeros negros y darles el hogar que juntos construimos para que puedan regresar, la Guardia de Acero. Al igual que en el pasado sobreviví mientras incontables almas padecían, ahora me toca a mí tomar la carga de mi descendencia, de toda la humanidad.

—Dices insensateces —espetó Akasha, siéndole imposible evitar masajearse las sienes. Aquello la superaba—. Hybris no volverá a actuar. Tienes que disolverlo. Ya.

—Yo también quería eso, ¿sabéis? —prosiguió Gestahl, sin escucharla—. Quería que parara el cielo de sangrar sobre la tierra corrupta, más por nueve días y nueve noches oí en soledad el ritmo constante de una muerte inevitable.

—Los dioses han querido acabar con la maldad en el pasado —dijo Akasha—. ¿De qué ha servido? El mal reside en el corazón de todos los hombres.

—También el bien —replicó Gestahl—. Hagamos, pues, que el bien brille con más intensidad. Todas las piezas están en el tablero, por fin. Hybris ha puesto las riendas de Occidente en mejores manos, vuestro aliado Bluegrad podría poner a Rusia de rodillas y la Fundación Graad tiene influencia en la economía de toda Asia. ¿Habrá caos? Sí, la oportunidad de cambiar el mundo y de destruirlo aparecerá para que justos y malvados la tomen, mas ninguno de ellos podrá hacerlo. Ningún mediocre que se hace llamar tirano y ningún ladrón que se dice político puede ser aceptado por este mundo, porque tienen demasiados semejantes. Ningún líder es indispensable, ¿eso dije? Bien, me equivoqué, lo que quise decir es que ningún puesto lo es, salvo uno.

—¡No seré tu peón! —clamó Akasha, alzándose del trono con un halo dorado.

—No, seréis mi señora —dijo Gestahl, acortando la distancia que los separaba y tomando con suavidad la mano que la líder del Santuario alzaba—. Soy el caballero negro de Altar por una razón, la de acometer las acciones que estas manos no deben realizar. A vos y a nadie más os he servido estos cinco años, la misma Ethel me lo pidió.

Akasha bien pudo apartar a aquel hombre. Golpearlo, incluso, aun si desconocía si podría herir a alguien a quien ni la propia Lucile podía dominar con su canto. Sin embargo, oír el nombre de Ethel la paralizó por completo.

—No pronuncies ese nombre —murmuró Akasha con voz temblorosa.

—Ella quería un mundo pacífico —dijo Gestahl—. El precio será alto, un mar de sangre inundará los cinco continentes y acaso también los siete mares, mas el Santuario podrá ayudar a los hombres a capear el temporal. Si queréis que los caballeros negros abandonen las sombras, hacedlo vos primero, libera al Santuario del velo tras el que se ha ocultado por tantos milenios y conviértelo en el bastión de la paz y la justicia. Alzaos por sobre todos los malvados y convertíos en una mesías para los justos, en una líder para el mundo, para garantizar la redención que lleva tiempo mereciendo.

—No deseo gobernar este mundo —dijo Akasha, sacudiendo la cabeza.

—Yo tampoco —aseguró Gestahl, comprensivo—. Pero ansiamos salvarlo, ¿verdad?

—Tú y tus ideales no podéis salvar nada —acusó Akasha, todavía afectada por la mención de Ethel, por los que no había podido proteger y por los que no podría proteger debido al empeño de aquel hombre. Por todo—. El mal no puede hacer el bien.

—¿Y qué vais a hacer? —dijo Gestahl, buscando con su mano la mejilla de aquella que lo miraba con tanta ira y desprecio. No se atrevió a tocarla—. Este mal no puede ser destruido por nadie que conozcáis, tampoco podéis tomar el control de mi mente mediante el Satán Imperial, como sin duda estaréis pensando ahora. Vuestra única opción es hacerme caso, dejar que me ensucie las manos por vos.

—Todo lo que soy, todo lo que el Santuario representa lo ensucias con el mero hecho de existir —decidió Akasha, presa de una cólera creciente, aunque contenida en la frágil paz de un cuerpo acostumbrado a la meditación—. Eres idéntico, ¿lo sabías? A Caronte de Plutón. No tienes la mirada, la sonrisa y los cabellos de ese demonio, más te le pareces, hablas como él. Retorciendo el sentido de la justicia a tu antojo.

—La manzana nunca cae lejos del árbol —dijo Gestahl Noah sin un asomo de vergüenza—. Yo más que nadie sé que la justicia que siguen mis muchachos es primitiva e imperfecta, por eso confío en que vos completéis nuestra obra. De la muerte haréis surgir la vida, en un camino allanado con la matanza, vuestra voz se extenderá por el mundo y todos conocerán el mensaje del que hablasteis aquel día, en Atenas.

 

***

 

Sobre las olas del mar Egeo, el Argo Navis volvía a navegar. Las velas eran henchidas por la bendición de Eolo, y remos invisibles golpeaban las aguas con constancia; de estos últimos, Hybris decía que representaban la voluntad de quienes un día zarparon hasta tierras lejanas con ese barco, dándole nombre a su leyenda. Ninguno de los que ahora pisaban la antiquísima madera que lo componía podía esperar un mejor navío.

Si el Argo podía esperar mejores tripulantes, era otro cantar.

—¿Has terminado de babear por tu manto nuevo, Makoto? —dijo Emil, molesto.

—Sigo teniendo el mismo manto de siempre —aseguró, cerrando y abriendo el puño una y otra vez frente a Emil. El brazal y el guantelete cubrían más que antes, además de ostentar una mayor solidez—. Akasha y Kiki lo restauraron, eso es todo.

—¿Querrás decir Su Santidad, no? —corrigió Emil—. Me pregunto si volveré a ver a mi sirena. ¿No es la armada de Poseidón aliada del Santuario? ¿Por qué no…?

—La última vez que vimos sirenas navegando en este barco, estábamos rodeados y en peligro de muerte —recordó Makoto—. No es algo que quiera repetir.

—¡Está amaneciendo! —exclamó Hugin, quien ocupaba la posición de vigía en el mástil—. ¡Agarraos a algo, par de críos!

Solo ellos tres quedaban en cubierta. Shun seguía revisando las cartas de navegación de Hybris, acompañado de Azrael y June, mientras que Ban había obtenido permiso para reposar un tiempo en su camarote. Makoto estaba a la expectativa de los nuevos miembros que Kiki haría aparecer en el barco, Emil lamentaba su suerte mirando al mar y Hugin refunfuñaba en el mástil, recordando el golpe que recibió por hacer lo que siempre hacía con la venia del Santuario: juzgar las decisiones y actos de otros.

—Si te disculparas con él, el viaje sería un poco menos aburrido —sugirió Emil.

—¿Disculparme? —repitió Makoto, ofendido—. Akasha, quiero decir, la Suma Sacerdotisa, tuvo un noble gesto al usar su propia sangre para revivir el manto de Mosca, ¿cómo puede él pisotearlo y tratar de niña a quien ahora nos lidera? ¡Es Hugin el que tendría que disculparse, no yo!

—Hugin es un bocazas. Y nuestro compañero. Tendremos que hablar con él, al menos para preparar las futuras batallas. ¿Por qué no romper tensiones ahora?

—«Nuestra Suma Sacerdotisa es tan, tan buena, que regala su sangre a quienes se portan bien con ella. ¡Espléndido! ¡Aplaudid, por favor! ¿Quién necesita una líder atenta a los asuntos del mundo teniendo a una buena samaritana en el trono papal?»

—No es lo mismo sin sus «je, je» —apuntó Emil—. Oh, vamos. Hugin ha dicho cosas peores, en especial cuando es vocero de Sneyder. Yo también aprecio a Akasha y nunca criticaría sus acciones. A no ser que le diera por matar gatitos y bebés; quiera Atenea que nunca haga eso —divagó—. Y me puedo permitir tanta lealtad porque tengo compañeros que se ocupan de ver las cosas desde otro punto de vista.

—¿No era Su Santidad, Emil?

—¿Ves? Te queda mejor ser el puntilloso del grupo. ¡Makoto de Mosca, pesado como una…! Ay, olvídalo. Estoy sin inspiración.

—Se nota, Emil.

El sonido de unas botas a los pies del mástil hizo que ambos voltearan.

—Así que te has dignado a bajar —dijo Makoto, ceñudo—. ¿Vas a disculparte por fin? Un momento, ¡tú no eres Hugin!

Los rasgos, la altura, la complexión… En todo era idéntico a Hugin, a excepción del color del cabello y los ojos, tan negros como el manto que lo cubría de los pies a la cabeza. La sombra de Cuervo, Munin, estaba en Argo Navis.

Por instinto, Makoto buscó al hermano del santo negro. Seguía en el mástil, quieto como una estatua, aunque temblando. Sus rubios cabellos eran acariciados por una mano vendada, y tan pronto el santo de Mosca se sintió observado por aquel ojo de iris rosado, la presencia de Munin dejó de importar. Hipólita estaba ahí, más poderosa que nunca y con un nuevo manto de Águila Negra; le sonreía.

—Vosotros… —musitó Makoto, confundido. Sabía que Munin había luchado a favor de los vivos en el frente del Pacífico, pero de Hipólita nadie había tenido noticias en meses. ¿Querría venganza?—. ¡Un santo de oro está por venir!

—No me peguen, que tengo amigos más fuertes que yo —se burló Soma de León Negro, sobre la base del mástil.

—Tu padre también está aquí. Verte de nuevo con esa armadura lo va enfurecer —dijo Makoto, a lo que el León Negro se encogió de hombros.

—¿Será rival para mí? —preguntó Hipólita, una vez saltó a cubierta—. Tal vez si la Mosca, el Cuervo y la Flecha lo ayudan tendrían alguna oportunidad.

Tan pronto había acabado de hablar, Águila Negra apareció frente a Makoto. Cada paso que daba hacia adelante hacía que el santo de Mosca retrocediera dos. Mantenía una postura de combate,  nada más; no se atrevía ni siquiera a dar un puñetazo. Munin y Soma rieron al ver lo que un santo de plata tenía que ofrecer, y estallaron en carcajadas cuando Hipólita clavó el puño en el estómago de Makoto.

—Tú… Tú… ¡A Icario y Mera!

Envuelto en un cosmos de plata, Makoto agarró el único brazo de Hipólita, previniendo un segundo golpe. Puso todas sus fuerzas en ese gesto, presionando el brazal con la intención de romperlo; lo único que lograba era ralentizar el curso del ataque.

—El pequeño Makoto se ha vuelto muy valiente. —Una fuerza invisible se aferró al cuello del santo de Mosca, dificultándole el habla y la respiración—. Aunque sigue siendo despistado. ¿Ya te aprendiste bajo qué constelación nací?

Hipólita lo alzó por encima de cubierta, como planteándose si tirarlo al mar. Entonces, para sorpresa de los expectantes Soma y Munin, sendas flechas cortaron el aire que separaba a Hipólita de Makoto. Al tiempo que Águila Negra soltaba un quejido, fue visible un brazo demasiado largo para ser humano, compuesto por una sustancia líquida color azul claro, más oscuro en la parte de las garras bestiales que todavía apresaban a Makoto. Aquella extraña extremidad nacía desde el hombro derecho, sustituyendo a la que perdió en la Batalla de Reina Muerte, en el duelo contra Icario.

—Uf, creí que no sucedería nada, pero parece que ese brazo místico también está conectado a tu sistema nervioso —dedujo Emil—. ¿Ocurriría lo mismo si le disparo a tu pierna izquierda? —Apuntó a la misma, donde podía verse una pierna de carne y hueso, cubierta de vendas y negro metal—. Una ilusión así no engaña a un santo de plata. Pero no pretendías engañarnos, ¿verdad?

—La idea era aseguraros una visión menos incómoda.

De un brusco movimiento, Hipólita lanzó a Makoto contra Emil, aunque el santo de Mosca supo recuperar el equilibrio antes de chocar con el peliblanco. Con admirable celeridad, Makoto giró, de nuevo alzando los puños.

—¿Alguien puede recordarle a este cabeza hueca que somos aliados? —dijo Munin—. La papisa dio un emotivo discurso y todo.

Desde los pies del caballero negro, ardió una llama blanca que ni quemaba ni ofrecía calidez. Solo bailaba en torno a Munin, débil, como si pudiera apagarse en cualquier momento. De aquel fuego místico surgieron grandes alas, las cuales arrastraron el aura de Munin hasta el firmamento. Poco a poco, la columna de llamas blancas se fue achicando hasta convertirse en un cuervo. La criatura de cosmos graznó, y los cielos dieron paso a imágenes en tiempo real de un extenso llano, para extrañeza de todos.

—He superado mi problema con el mar —dijo Makoto—. No necesito ver tierra, sobre todo si esta va a aparecer en el cielo.

—Sí, será un problema seguir el curso del sol con eso ahí —comentó Emil, para luego gritar—: ¡Hugin, dile a tu hermano que deje de hacerse el gracioso!

El santo de Cuervo lo miró horrorizado, sin decir nada.

Tras intercambiar miradas confundidas, Makoto y Emil buscaron alguna respuesta en Soma, Hipólita y Munin. El primero parecía estar igual que ellos, Águila Negra cerraba los labios en una fina línea y el que fuera comandante de las tropas de Hybris en el Pacífico estaba pálido como un cadáver. Ni hablaba, ni les prestaba atención.

—Ya que os escandalizasteis tanto al verme —empezó a explicar Hipólita, dando un amistoso golpe a Makoto—, Munin quería gastaros una broma mostrándoos a ese santo de oro que estaba por venir a darme una lección —aclaró, sonriendo por un breve instante—. Los tres imaginábamos que estaría en el Santuario por una cita pendiente.

—Eso no explica por qué nos muestra un páramo rocoso —dijo Makoto, frunciendo el ceño—. Yo no veo el Santuario por ninguna parte.

—Ese, ese, ese… —repetía Munin, llevándose las manos a la cabeza—. ¡Ese es el problema! El Santuario no está donde debería estar. Ha desaparecido, todo. La montaña, los templos del Zodiaco, el monte Estrellado, el coliseo, la Fuente de Atenea… ¡Todo!

El terror que dominó a Cuervo Negro desde el principio paralizó a los santos de Flecha y Mosca, pero no a la sombra de León Menor, quien logró preguntar:

—¿Y qué hay de los que estaban dentro? ¿¡Qué hay de mi hermana!?

—No los siento —respondió Munin, apesadumbrado—. No siento a nadie en ese lugar, ¡hasta mi conexión con el Viejo se ha cortado! ¿¡Qué demonios ha ocurrido!?

Sin poder nadie ofrecer una respuesta, el silencio no tardó en adueñarse del barco.

 

 

 

 

 

 


Editado por Rexomega, 10 enero 2022 - 14:30 .

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Publicado 15 enero 2022 - 13:58

Cap 106. Joer, váyanse a un hotel
 
Akasha y Gesthal hablando sobre si lo que proponía Light Yagami en Death Note era eficaz o simples disparates jajaja
Mientras que Asterión de Lebreles solo esta allí sintiendo la tensión sepsual de la sala sin saber si debería dejarlo solos XD; si se hubiera esfumado nadie lo habría notado... pero el morboso se quiso quedar a ver XD
 
WAIT, cuando Akasha compara a Gesthal con Caronte este dice que "La manzana nunca cae lejos del árbol"... ¡¿son parientes?! ¡¡¡Dun dun duuun!!!
 
En otro lado, vemos que llegan los últimos miembros de la tripulación, siendo caballeros negros entre ellos Hipólita, quien hizo que mas de alguno se mojara los pantalones (el Matriacado en este fic sigue elevándose)
Total que nos dan la noticia que El Santuario ha desaparecido, ¿Qué habrá ocurrido si hace un par de párrafos todo parecía bien?
Espero lo sepamos en el próximo episodio.
 
PD. buen cap, sigue así :3

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


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Publicado 17 enero 2022 - 13:19

Saludos

 

Seph Girl. Estoy seguro de que Hipnos estaría encantado de reservarles una habitación.

 

El dilema es qué hacer con el mundo imperfecto cuando tienes un poder sobrehumano y los demás no. El Kira Style (matar criminales), era más sencillo de exponer que si me hubiese metido en geopolítica y cosas por el estilo, pero como ves, hasta en eso hay un debate intenso. Me gustan estos pequeños oasis de la trama principal, de Guerras Santas y gente todopoderosa asiendo los destinos del mundo, aunque no sea muy Saint Seiya.

 

Pobre Akasha, todo hombre con el que se lleva mal es un barco más para ella. A buen seguro que Asterión se sintió parte del decorado en todo el capítulo.

 

Solo falta que digan que Caronte es hijo de Gestahl e Hipólita. Time paradox!

 

Y hablando de Hipólita, vuelve al ruedo, después de quedarse dormida durante el arco más largo hasta el momento. Como puedes ver, sigue siendo bastante fuerte en comparación a los santos de plata.

 

¿Qué es una montaña ante la pasión de un hombre y una mujer? R.I.P. Asterión.

 

***

 

Capítulo 107. La caída del Santuario

 

A lo largo del mundo entero, el flujo del tiempo estaba por detenerse.

—¡Pirra, huye! —pidió Gestahl, a la vez que tras los cabellos brillaba el símbolo de Géminis. Por sobre el Gran Salón, el cual había adoptado ya una apariencia espectral, como reflejos de un mundo lejano, se extendió de pronto un espacio negro punteado de estrellas, semejante a la Otra Dimensión del antiguo Sumo Sacerdote.

Akasha no supo reaccionar a tiempo, descolocada por el modo en que Altar Negro se había dirigido a ella y por la forma en que el espacio parecía bullir como un ente vivo.

Desde la lejanía, a una velocidad imposible, diversos cuerpos celestes chocaron entre sí muy cerca de Asterión, la Suma Sacerdotisa y Altar Negro, quien maldecía entre dientes. Asteroides de entre cien y trescientos metros de largo quedaron enseguida reducidos a miles de fragmentos de todos los tamaños, los cuales se desperdigaron por el infinito antes de que en la zona del impacto los restos empezaran a adquirir forma. 

Al principio era un gran pedazo de metal ambarino, de un brillo que destacaba aun en medio del espacio exterior. Y también despedía calor, la clase de calor que llegaba al alma. Antes de empezar a cambiar, Akasha habría jurado que ningún herrero sería capaz de moldearlo, ni siquiera Kiki. Entonces notó una fuerza sin parangón en el interior de aquello, y parte del mineral dorado empezó a licuarse, extendiéndose en cuatro partes que se convirtieron en extremidades humanas una vez se apartaron del conjunto.

Una cabeza ambarina surgió de aquella masa metálica de irregulares bordes, pero antes de que el resto del cuerpo se despegara, un sinfín de luces y sombras la cubrieron. El espacio mismo se plegó sobre el cuerpo dorado, y a la vez que el metal pasaba a ser piel, carne y hueso, y la complejidad interna del ser humano, las estrellas y el vacío interestelar se convirtieron en una larga toga y manto.

«Buenos fuegos artificiales.»

Lo lamento —dijo la criatura, directa a la mente de Akasha—. Hacía mucho que no necesitaba de un cuerpo para comunicarme.

Y sin más dio la vuelta, fijándose en el metal del que había surgido. Quedaba suficiente material para hacer grandes cosas, siempre que acabara en las manos adecuadas. Con un giro de la mano derecha, varios pedazos venidos de la nada —tal vez los mismos restos del choque de asteroides— empezaron a adherirse al metal dorado hasta ahogar su brillo por completo. Otro giro provocó que aquella suma de minerales se uniera entre sí hasta formar un cuerpo compacto, que desapareció de inmediato.

El oricalco es un don divino —dijo la criatura con forma de mujer—. Desperdiciarlo es blasfemar contra los dioses. Yo misma habré de pedir perdón por esto.   

La mujer giró con poética lentitud, mostrando la forma que había decidido tener. Alta y de complexión firme, pero esbelta y proporcionada. Vestía una túnica hecha del universo mismo, la dimensión abierta por Gestahl Noah para protegerlos. En la prenda podían distinguirse estrellas y planetas en movimiento. Los límites se confundían con el espacio que la rodeaba, hasta tal punto que la cabeza, los brazos y los pies descalzos lucían a veces como pedazos arrancados de su cuerpo.

Titania de Urano, de los Astra Planeta. Para serviros a vos, Suma Sacerdotisa, y a los dioses, incluida aquella a la que representáis.

La astral le dedicó una ligera reverencia, aunque Akasha sentía que debía ser al revés. El dorado del oricalco había pasado directamente a sus ojos, que relampagueaban con una fuerza ajena a la calma que expresaba Titania. La astral era toda serenidad, tanto al hablar como al moverse, siempre que se obviara el crujir de sus huesos tras cada movimiento, como si su cuerpo fuera un mecanismo que hacía mucho que no se usaba. Tenía forma y rasgos humanos, pero no los de alguien que hubiese tenido que crecer y pasar por cualquier herida y los cambios temporales que trae consigo la adolescencia. Había nacido tal y como deseaba nacer, eso era todo. Pensando en ello, Akasha no se dio cuenta de un detalle hasta el final.

Es azul, sí —dijo Titania, refiriéndose al cabello. 

¿Eres una diosa? —pensó Akasha, ya acostumbrada a que su mente fuera un libro abierto para aquella mujer.

Tanto como lo son los makhai, las aurai o los anemoi —dijo Titania—. Solo que nosotros no encarnamos ningún elemento o suceso del mundo, sino que representamos cada uno de los nueve aspectos de la Creación.

Se acercó a Akasha sin dar la menor señal de hostilidad, y era justo eso lo que preocupaba a la Suma Sacerdotisa, quien se sobresaltó al ver que Asterión de Lebreles se disponía a enfrentar a semejante criatura de los cielos. Cubierto por un destellante cosmos, el caballero se convirtió en un auténtico batallón que al unísono cargó contra la astral. Esta ni tan siquiera lo miró, caminó a través de él mientras todos los cuerpos eran reducidos a polvo estelar salvo uno, el cual quedó paralizado como un insecto en ámbar.

Gestahl no tuvo mejor suerte al interponerse entre la astral y la Suma Sacerdotisa. La recién llegada miró hacia arriba y Altar Negro ya estaba sometido en el techo del Gran Salón. Ya no les rodeaba aquel espacio extraño, por lo que la Suma Sacerdotisa se sintió ridícula al retroceder. Titania sonrió como solía hacer Caronte, aunque sin su crueldad.

Seguís pensando en mi presentación. ¿No eran fuegos artificiales? Las historias que mi padre me contaba sobre vosotros eran mejores que esto. ¡Santos de oro! ¡Defendiendo el planeta Tierra con armas que despedazan las estrellas!  

La astral de Urano pretendía aligerar la situación, pero Akasha era incapaz de ver a cualquiera relacionado con Caronte de Plutón como un amigo, y siendo esto así, ella era una prisionera. En el mejor de los casos.

No lo sois —dijo Titania—. Disculpad, Fobos puede ser muy persuasivo, sobre todo cuando no lo respalda la razón. Es hijo de su padre, después de todo.

¿Fobos?

—Fobos de Marte. El único de los Astra Planeta al que no podría llamar hermano, pues no pertenece a nuestra orden. Vuestro asistente y él se encontraron en la Esfera de Marte, aunque desconozco de qué hablaron. El plano astral tiene secretos incluso para quien guarda todas las puertas.

Fobos de Marte hirió a Azrael —recordó Akasha; Titania asintió—. Y Caronte ha matado a muchos… a muchos compañeros, hombres buenos, fieles a Atenea. Le hice pagar por eso. ¡Obré con justicia, no podéis negármelo!

—Imaginad que sois un espíritu nacido de una gran guerra, una masacre perpetrada por la ambición y codicia de unos hombres que fueron llamados héroes y la soberbia de quienes se creyeron dioses. ¿Podéis hacerlo? Bien. Os diré que sois incontrolable, imposible de doblegar o manipular, pues esa es la naturaleza de las criaturas del caos. ¿Qué pasa cuando semejante ser recibe un mandato divino? Un mensaje iluminando cada átomo de vuestro cuerpo, todo vuestro ser, en lo físico y en lo psíquico, dirigiendolo a una misión que sois incapaz de realizar, pues está en juego un vínculo tan poderoso como el que une a todo ser consciente con los dioses. ¿Llegáis hasta aquí? Ahora pensad que ese tormento se ha extendido a lo largo de trece años, una prórroga que disteis a hombres que debíais matar, una oportunidad para la paz y la supervivencia. ¿Y qué recibís a cambio? Traición. Una traición fruto de la ignorancia y temeridad tan propia de los humanos, héroes o no, mas traición al fin y al cabo. Decidme, ¿no os herviría la sangre? Vos, que os molestáis cuando leo vuestra mente.    

¿A qué has venido, Titania de Urano? ¿A abogar por él?

A dar las explicaciones que mi hermano olvidó daros debido a la furia que sentía. Soy la última esperanza que os queda, Suma Sacerdotisa del Santuario. Más allá de mí, solo hay una guerra que no podréis ganar.

Los santos buscamos la paz —convino Akasha—. Es por eso que nos dirigimos al Jardín de las Hespérides, transportando a Shun de Andrómeda para que se reúna con sus hermanos. Allí esperamos reunirnos con los Astra Planeta y llegar a un acuerdo.

—Yo podría detener esta guerra, si en verdad es lo que deseáis. Por eso estoy aquí.

—No os entregaré el Ánfora de Atenea. Caronte debe pagar lo que hizo.

En la túnica de de Titania, una estrella brilló más que todas las demás, llenando buena parte de la prenda con el fulgor de una supernova. El rostro de la astral no era tan expresivo: seguía en calma, relajado, aunque sin la sonrisa de antes. Al verla cerrar los ojos e inclinar la cabeza, como a punto de suspirar, Akasha creyó por un momento que se parecían. Titania podía poseer la belleza de un cuerpo esculpido, y la seguridad que a ella le faltaba en ocasiones, pero expresaba la misma tristeza de quien quiere arreglar lo que ya está roto. Cuanto más pensaba en eso, más similitudes encontraba entre las dos.

Todos los santos de Atenea —empezó a decir Titania—, de oro, de plata y de bronce. De hierro y de negro. De azul. ¿Los apreciáis?

Así es.

—A mí me importa mi hermano. Vos lo conocéis como Caronte, un enemigo. Los santos de Atenea son tan humanos como la Raza de Hierro, inmersa en un sinfín de nacimientos y muertes. Os resulta fácil hacer aliados y enemigos, sin deteneros a pensar en las consecuencias, o en lo valioso que es contar con alguien.

¿Defenderías a un asesino para no sentirte sola?

Caronte es un soldado —replicó Titania—. Como vos, como yo, como todos lo que están en este mundo y en el barco que surca las aguas del Egeo con la bandera de una supuesta paz. No siento nada por ellos, Su Santidad, ni por los que les precedieron, ni por la próxima generación. Soléis decir que los santos no mueren, mas en la guerra que acaba de terminar se ha demostrado lo contrario: los santos, más que ningún otro hombre, nacen para morir, de una u otra forma. Lo sé porque el día en que deba despedirme de mi padre, el más longevo de los que lucharon por Atenea, el único santo al que respeto, está cerca. Un castigo milenario enmascarado de heroísmo —espetó con cierta amargura—, solo aceptaré ese cuento una vez.

—No sé quien es vuestro padre, pero un verdadero santo de Atenea no lucharía junto a un monstruo como Caronte  —objetó Akasha—. Jamás.

Vosotros tenéis un alma. No importa si morís en combate sin haber redimido vuestros pecados, tendréis más oportunidades, porque el alma es aliento divino, inmortal, indestructible, imperecedero. Para los Astra Planeta no hay vida y muerte, sino existencia y olvido. Sin un futuro, solo tenemos nuestro pasado y el presente que vivimos, solos, pues no somos una raza que ha crecido más de lo que podía permitirse.

—¿Quieres que compadezca a Caronte, a ese demonio?

No. Solo espero que entendáis por qué vuestro viaje ha fracasado antes de comenzar. Quienes de verdad buscan la paz están dispuestos a hacer sacrificios. Y no os equivoquéis, Suma Sacerdotisa, los Astra Planeta nacemos para combatir, no para morir. No somos una anotación más en la sombra de la Historia, no somos santos.

Claro que no. Ya lo habéis dicho, los santos somos arrojados a la muerte sin misericordia. Caronte no, él vivirá a pesar de sus faltas, mas, Titania, os juro que por mi mano jamás hallará la libertad. No volverá a hacer daño a nadie. Jamás.

Todavía queda tiempo. Reflexionad sobre esto, Suma Sacerdotisa. ¿Es correcto arrebatar a todo un mundo la paz por satisfacer simples deseos de venganza?

Esa es la justicia que he escogido —afirmó Akasha.

Caronte lo intentó con la violencia, Tritos con la diplomacia. A ninguno le fue bien observó Titania. ¿Qué es lo que queda, entonces, salvo el miedo a los dioses? Terror, para que el necio aparte la mano del fuego divino.

El Gran Salón empezó a temblar, anunciando un terremoto que agitó el Santuario por completo. Akasha invocó entonces su cosmos, corpórea armadura del alma, decidida a no caer sin lucha frente a la regente de Urano..

«No es la tierra lo que tiembla decidió la Suma Sacerdotisa. ¡Es el espacio!»

Neutralizaré vuestro ejército para aclararos la mente. Eso es inútil. —El puño de Akasha, rodeado de cosmos dorado, se había detenido en seco frente al rostro de Titania—. Lo que veis no es más que un cuerpo creado para dialogar con vos en igualdad de condiciones, así como el que habéis visto usar a mi hermano. Nuestro verdadero ser son las Esferas de Crono, y la mía, Urano, encarna el espacio y todas sus dimensiones. Esta túnica que llevo no es diferente a una capa de piel.

¡Tu hermano cayó! gritó Akasha, desechando de una vez toda formalidad. ¡Tú también caerás! ¡No dejaré que causéis más daño!

Palabras vanas, lo sabía. Lo sentía. El Santuario estaba siendo rasgado por un poder infinito. En ese momento creyó en verdad que Caronte habría podido detener la guerra entre los vivos y los muertos por sí solo, en tanto superaban los Astra Planeta al resto de mortales. Aun así, siguió luchando en medio de una grieta abierta en el tejido ínter-dimensional como un sol en medio de nubes de tormenta.

Cuán rápido cedéis a la violencia, Suma Sacerdotisa acusó Titania sin alterarse. Ha sido culpa nuestra dejar que Fobos campe por la ancha Tierra a pesar del exilio al que sus actos lo condenaron, por lo que no castigaré vuestra insolencia con la muerte. Sois demasiado pequeña todavía, niña, para llevaros a mis dominios e invocar el alba que los dioses me otorgaron. No, no materializaré la Esfera de Urano por vos.

Como si las palabras tuvieran el peso mismo de la gravedad, Akasha sintió que sus rodillas pugnaban por hincarse. En el más fugaz de los instantes el yelmo papal fue desintegrado y su piel vibró bajo las prendas sacerdotales. Sintió que iba a morir, a pesar de las palabras de Titania, y gritó, gritó aunque fuera inútil hacerlo.

Yo nunca dejaría que te ahogaras oyó Akasha entonces, aclarando sus sentidos. De pronto se daba cuenta de que seis alas de oro prístino la rodeaban, protegiéndola del deseo de Titania por arrojarla al maremágnum dimensional. Miró hacia atrás, donde en el origen de tal maravilla halló dos personas: Gestahl Noah, aquel que le había hablado, y una mujer rodeada por el aura magnánima de la divinidad, sosteniendo Niké. ¿A qué esperas, carcelero? hablaron los dos al tiempo. Ninguna fuerza te causará daño alguno, tus pies recorrerán toda distancia que te propongas. Cumple con tu deber.

Era Asterión a quien se dirigían, pero el caballero de Lebreles no dio un solo paso hasta sobrevivir, de un modo que ni él se explicaba, a un ataque invisible de Titania que amenazó con aplastar cada uno de sus átomos. La realidad misma parecía haberse inclinado para favorecerlo, de modo que Asterión apartó las dudas con un cabeceo y corrió para servir de apoyo a una Akasha apenas consciente de sí misma.

«Shizuma pedía la Suma Sacerdotisa, horrorizada de sentir cómo tantos desaparecían, incluida la Dama Blanca. No puede ser que tú también.»

La regente de Urano alzó la mano hacia la Suma Sacerdotisa y el caballero, curvando el espacio de tal forma que cada metro se tornaba en mil años luz, pero Gestahl Noah y el ángel de seis alas se le interpusieron, garantizando su huida.

Apártate ordenó Titania.

Solo si me lo pides de rodillas dijo el ángel.

Estás cavando tu propia tumba, Segundo Hombre acusó Titania, a lo que Gestahl Noah se encogió de hombros. Bien, perdeos vosotros en el limbo. Akasha añadió, sabiendo que su voz se extendería a través del infinito que la Suma Sacerdotisa y el caballero recorrían, tu ejército será dispersado a través de los dominios de los Astra Planeta. Neptuno, Saturno, Júpiter, Marte, la Tierra y Venus, arrastra ante todos ellos tu justicia y ruega por ser aceptada, mas a mí, témeme. De mí no conocerás el perdón.

Después de tan temible sentencia, Titania devolvió la atención a Altar Negro y el ángel, pero esta desapareció de improviso y Gestahl Noah, con una sonrisa en los labios, saltó sin pensarlo hacia la grieta en el tejido del espacio. La astral chistó, desechando la idea de perseguir a quien no podía matar. Con un gesto de su mano le cerró al menos esa salida y terminó de realizar la amenaza que acababa de pronunciar.

 

***

 

Gracias al Octavo Sentido, Arthur había podido moverse con relativa libertad en medio de aquel mundo con tiempo detenido, por lo que prudente alzó en torno a la villa Rodorio la más sólida barrera que su poder y conocimientos podían levantar. Sin embargo, cuando los cielos y la tierra empezaron a temblar al sacudirse los mismos cimientos del espacio, el santo de Libra entendió que el humilde pueblo no sería objetivo del ataque. Miró a su familia, semejantes a dos estatuas esculpidas en plena conversación, y casi creyó ver a Seika y Rin ordenándole que no fuera un necio y se pusiera en marcha de una vez. Entonces flexionó las piernas y se impulsó para alcanzar el Santuario de un único salto, a la vez que se oponía a la fuerza que estaba afectando la práctica totalidad de tierra sagrada. Ni siquiera había llegado a pisar el suelo cuando ya se daba cuenta de que sería inútil, él solo no podía detener lo que ocurriría.

¿Cómo no reconocer el poder que había detenido el tiempo y ahora se adueñaba del Santuario por entero? Jamás en su vida se sintió tan impotente como aquella vez en los restos de la Sala del Veredicto, ni siquiera cuando era un huérfano jugándoselo todo día tras días en la hundida Londres. En la mente se le apareció el recuerdo del ojo que lo paralizó tras la derrota de Bolverk, rememoró las palabras de la astral y cómo fue incapaz de ir en auxilio de Akasha. Todavía creía que de haber estado en el Santuario la derrota de Caronte de Plutón pudo haber ocurrido sin víctimas, pero del mismo modo entendía que ni  sabiéndolo de antemano habría podido oponerse a una voluntad tan ominosa y terrible. El universo lo miraba, ¿qué habría podido hacer él?

«Este no eres tú, Arthur se dijo, molesto. ¡Este no eres tú!»

Llamó a todos los santos de oro presentes. Shaula de Escorpio en la Fuente de Atenea, Lucile de Leo en el quinto templo zodiacal y Shizuma de Piscis en todas partes, como de costumbre. Maldijo entre dientes al ver que no obtenía respuesta del templo papal y las voces de las demás parecían llegarle a destiempo, con un retraso inexplicable.

De un paso llegó al templo de Aries, donde recordó los inconvenientes que había en cruzar la montaña sin pasar por cada templo.

—Atenea —rezó, abriendo un agujero en el aire con un brusco ademán. Un  agujero de gusano que con el permiso de la diosa le conduciría hasta la Casa de Libra.

Entró en aquel espacio entre espacios, herencia de la Otra Dimensión de Kanon de Géminis, su maestro. No volvió a salir.

 

Lo que sucedió después transcurrió en un instante tan pequeño que bien pudo no ocurrir para el resto del mundo. Las tierras del Santuario, incluyendo el lejano cabo de Sunión, se fragmentaron de inmediato. Pedazos arrancados de la superficie de la Tierra, elevándose hacia las alturas por una fuerza extraña. Solo la montaña pudo aguantar un poco, una isla inmersa en un mar de caos y locura que perduraba gracias a la canción que Lucile entonaba a viva voz y a los cosmos que Shizuma y Shaula enviaban desde algún lugar cercano, la segunda apoyada por sus inseparables compañeros. Ya para ese momento ni siquiera estaban conectados al espacio-tiempo convencional.

El aire calmo se tornó en tempestad, rodeando cada pedazo de tierra hasta acallar la divina melodía. El cosmos de Arthur, tan lejano que parecía provenir de los confines del universo, se sumó a los demás. Enfrentó la tormenta, reconociendo en ella no los vientos del mundo, sino la fuerza cósmica que le dio forma hacía millones de años.

Los cielos estaban cubiertos de nubes. Dos mares blancos de gran extensión, separados por una línea recta. El centro brilló con luz solar, descendiendo sobre el templo papal como un rayo. La montaña se fragmentó desde la cima hasta el templo de Libra, pero el resto permanecía intacto, aunque a duras penas. Avalanchas rocosas caían desde cada uno de los templos, mientras la mitad de la montaña ya había desaparecido.

El cúmulo blanco empezó a girar en torno a la columna de energía, cayendo hacia el Santuario como una enorme gota derramándose. Dejó de descender en el mismo punto en que solía estar el templo del Sumo Sacerdote. Solo Lucile de Leo quedaba para verlo: un inmenso globo de nubes con un gran punto dorado en el centro. Observada por lo que parecía ser el ojo de un dios, respondió de la mejor forma que podía, y en eso recibió una última ayuda de Arthur, sostén final del reino de Atenea.

La música y la ley del cosmos contra la condenación del Santuario. Un choque descomunal que desgarró los cielos, despejándolos de aquel titánico ojo. Lograron aquello a costa del agotamiento, de tal modo que no pudieron seguir protegiendo los restos de la montaña, propulsados por todos los rincones del infinito. Tras el velo ilusorio de vientos fortísimos, surgió la realidad de una tormenta de pura energía cósmica multicolor. Un fenómeno semejante a las maravillas de la naturaleza engullía todo suelo al servicio de la diosa, sin que sus fieles pudieran hacer algo por evitarlo.

Al final, incluso el bastión del Zodiaco fue arrancado de la tierra que la engendró.

 

***

 

De algún modo que no podría explicar jamás, Asterión llegó hasta la barrera alzada por Arthur llevando consigo a la Suma Sacerdotisa, apenas consciente, y la Caja de Pandora donde residía el manto de Virgo. Todavía sorprendido por la insólita magia que le permitió superar los más duros obstáculos, el caballero de Lebreles decidió asumir que la astral no había querido que salvaran a uno solo de los santos de Atenea, mas no le importaba que la líder del Santuario volviera a vestir como uno de los santos de oro que había perdido como pago por su desafío.

He… he… trataba de decir Akasha, llevándose las manos a la cabeza.

Suma Sacerdotisa, el poder de los Astra Planeta es demasiado para los mortales. Cualquiera habría sucumbido, vos, en cambio seguís viva apuntó Asterión.

Ningún caso le hizo Akasha. Ella se limitaba a dar la vuelta y notar, como pronto podrían hacerlo los habitantes de Rodorio, que ya no había montañas en el horizonte. Ni la fortaleza de Atenea ni las elevaciones que la ocultaban del mundo de los hombres comunes seguían ya allí, Titania lo había arrasado todo. Por completo.

Dos estrellas fugaces aterrizaron entonces. Uno era un hombre sin rostro cargando la Caja de Pandora de Capricornio a las espaldas, el otro era el único aliado que tenía.

¿Qué demontre ha ocurrido, Asterión? dijo Orestes a pesar de todo, condenándolo con la mirada y la dura voz. Fuiste enviado a poner una correa a un perro desobediente, ¿cómo eso ha acabado en esto? ¿¡Cómo!?

Astra Planeta fue todo lo que tuvo que decir Asterión.

El silencio se adueñó del lugar. Adremmelech, aun tras mirar a la Suma Sacerdotisa, con quien esperaba reunirse esa misma mañana, no dijo nada. Tampoco se acercó a ella, sino que en cambio procedió a atar la Caja de Pandora de Virgo sobre la que él cargaba.

Ni la propia Akasha comprendió el nuevo rumbo que debía tomar hasta que oyó de nuevo la voz de Titania, insertada en su cabeza como un mal del que no podía librarse.

Nos veremos otra vez, Akasha. En los mares olvidados, donde se cruzan las eras.

«¿Por qué me dejas vivir? ¿Por qué si tan fuerte eres, no tomas lo que deseas?»

Quién sabe. He visto muchos mundos, muchísimos, y en todos he visto a Atenea y sus santos triunfar de un modo u otro. Siempre encontráis la manera de ganar, y si no, siempre os queda viajar en el tiempo. No recibirás mi perdón, Suma Sacerdotisa, mas con la suficiente paciencia y humildad, tal vez consigas mi ayuda.

Aun después de que Titania terminara de hablar, Akasha siguió creyéndola cerca. Y ni siquiera con el Ojo de las Greas pudo probar o desmentir tal posibilidad.


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Publicado 21 enero 2022 - 13:45

Cap. 107 Titania, the fanfic reader
 
Empezamos con la presentación de Titania ante nuestra querida Akasha, y vaya que a esa mujer le gusta hacer GRANDES entradas. Y siguiendo la enseñanza que el Gran Megamente dijo en su pelicula, debe ser una Super Villana, ¡por lo que cuidado!
Hasta ahora, es la que mejor modisto tiene pues ese vestido en el que se mueve el universo, uff, lo imagino espectacular desde la primera vez que vi esta escena.
 
Ahora bien, aquí llega Titania a intentar, DE NUEVO, hacer entrar a Akasha en razón de que solo le tiene que dar el Anfora y ya no los molestaran jamás...
 
Pero de nuevo ahi va Akasha...
 
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Y Titania que aun teniendo el máximo poder del universo, no puede solo "Pues me llevo el ánfora y fin del asunto, mira esta terca ¿quien se cree?" jajaja pero en cambio que pues ahora ella empleará el Miedo a ver si eso funciona, siendo quien desapareció el Santuario sin siquiera chasquear los dedos.
 
Ahora Akasha huye con ayuda de Asterion y Gesthal Noah
 
Y para acabar el episodio Akasha hace la misma pregunta que acabo de hacer... y la respuesta que Titania da es que ha leído muchos fanfics de Saint Seiya y está curiosa por ver como esto avanza... 
 
Akasha va a estar bien cabreada.
 
PD. Buen cap, sigue asi XD

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


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Publicado 24 enero 2022 - 18:40

Saludos

 

Seph Girl. Típico, dices que has visto muchos mundos y lo que en realidad pasó es que te sentabas a las tantas de la madrugada leyendo fanfiction. De seguro Titania también quedó picada por La Leyenda en los tiempos en que pensábamos que acabaría.

 

Gran referencia, gran película. Sí recuerdo que siempre te ha gustado la presentación de Titania, lo que me anima a considerar que fue un acierto cambiarle el diseño respecto a su antigua versión. En otras cosas no sé, en estilo parece que Titania es la número 1.

 

Algo tiene el Santuario en contra de cumplir las peticiones de los astrales. ¡A ellos ni un café! Estos, entretanto, se levan las manos diciendo que Fobos lo hizo todo.

 

Es bueno cuando esta historia responde las dudas importantes.

 

Cabeza fría, Akasha, cabeza fría… ¿Qué son esos bultos que estás tirando al mar?

 

 

Capítulo 108. Cambio de planes

 

Kiki apareció en Rodorio mucho antes de que Munin se recobrara del terror y le avisase, mediante telepatía, que el Santuario había desaparecido.

Seguid avanzando contestó el maestro herrero de Jamir. ¡Seguid avanzando!

Ya que Akasha todavía parecía estar en shock, Kiki recibió las explicaciones de parte de quien habría querido llamar completo desconocido, aunque no lo era. Asterión de Lebreles se presentó como un caballero de las Ochenta y Ocho Alas del Rey, pero para el pelirrojo era claro que se trataba del mismo santo de plata enviado por el Santuario para cazar a los santos de bronce hacía tanto. No le sorprendía tanto verlo vivo como si fuera alguno de los otros supervivientes de la pasada generación de santos de plata, porque era discípulo de Mu y este había jugado un papel en fingir su muerte para que pudiera entrenar a su discípulo, Nachi de Lobo, quien más adelante protegería el cuerpo de Atenea durante la Batalla de las Doce Casas. Sin embargo, después tanto Mu como el purificado Santuario le perdieron la pista; a diferencia de otros santos de plata desaparecidos, Asterión de Lebreles nunca regresó y lo único que pudieron hallar de él fue su manto sagrado. ¿Qué había estado haciendo mientras se sucedían la Guerra Santa contra Hades, la Noche de la Podredumbre y el conflicto entre los vivos y los muertos?

Asterión no dio ninguna clase de explicación previa, se limitaba contar el más disparatado relato sobre cómo el espíritu de Aquiles le poseía y de cómo Hermes colocaba sobre sus humildes pies las sandalias aladas que un día usó Perseo. En la mente del caballero era como si hubiese tenido que recorrer la distancia de todo un universo que buscaba matarlo, saltando entre abismos donde el pasado, el presente y el futuro se entrecruzaban. Él mismo parecía todavía afectado por la disrupción cósmica que atravesó, porque a medio relato volvió atrás y destacó la brava forma en la que la Suma Sacerdotisa, a pesar de que no tenía protección alguna, confrontó a una de los Astra Planeta, los guerreros más cercanos a los dioses que reinan en el elevado Olimpo. Fue tanto el valor que Akasha de Virgo exhibió entonces que la misma Atenea se le apareció, Niké en mano, para detener al enemigo y bendecir su huida.

La diosa de la guerra justa bendiciendo una escapada repitió Kiki mientras echaba una ojeada a Orestes, tiene sentido, solo que no lo capto.

—No hay mucho que entender —dijo Akasha de pronto, atrayendo la atención de todos. Adremmelech, a su espalda y cargando dos Cajas de Pandora, le ofreció una pieza de metal que había extraído del cofre de Virgo. Una máscara—. Nuestra misión de paz es ahora también una misión de rescate. Eso es todo.

—La tripulación no está muy pacífica ahora… —comentó Kiki.

 

***

 

A pesar de la advertencia del maestro herrero de Jamir, Akasha consideró prudente atender la situación con poca gente primero. Recobrando parte de su aplomo, la Suma Sacerdotisa pidió a Kiki que transportara a Asterión de Lebreles a la cubierta del Argo Navis para que los preparara, mientras que ella tendría una reunión con Shun, comandante de la expedición. Orestes no tardó en objetar, queriendo acompañarla.

Permitidme lavar la deshorna de mi ausencia pidió el micénico.

Tú que eres lento en la acción y rápido en las disculpas, es mejor que ayudes a tu compañero, sea quien sea repuso la Suma Sacerdotisa, pagando con aquel hombre la frustración que ahora la embargaba. Adremmelech, tú te asegurarás de que ellos dos cuenten lo indispensable y no alarmen sin necesidad a los míos.

El Caballero sin Rostro, último de los integrantes de la tripulación ingeniada por Kiki, se limitó a asentir. Después, él, Orestes y Asterión desaparecieron de la villa de Rodorio, dando a Akasha espacio para pensar en cómo hacía tan poco tiempo le impresionó la audacia de Kiki para debilitar a Hybris y crear un capaz grupo de viaje de un solo movimiento. ¿Era este un castigo de los dioses por trivializar una tarea tan delicada? ¿No había dado la importancia necesaria a la embajada de paz que tendría que impedir nuevas guerras contra los Astra Planeta? En el encuentro con Titania, la posibilidad de salvar el Santuario estuvo al alcance de su mano, solo tenía que ofrecerle el Ánfora de Atenea, pero no lo hizo. Ni siquiera ahora deseaba hacerlo.

Las gentes de Rodorio ya empezaban a salir de sus casas, recibiendo con entusiasmo los dorados rayos del amanecer. Era una alegría que no iba a durar, Akasha lo sabía, pero en la posición en la que estaba no podía seguir allí sin hacer nada. Confiando en la barrera que rodeaba al pueblo, único rastro del cosmos de Arthur en el mundo, tomó la mano del recién aparecido Kiki para realizar un pequeño viaje antes de reunirse con el comandante de los nuevos argonautas. La misión de paz se había tornado mil veces más peligrosa ahora que sabían que otro de los Astra Planeta era un enemigo, los hombres escogidos por el duende pelirrojo ya no bastaban. Tal vez nada bastase, en realidad.

 

***  

 

Era un cuarto sencillo, como todos los que había bajo la cubierta del Argo Navis. Siendo uno por cada constelación, Shun había escogido el que correspondía a Andrómeda, donde lo que más destacaba era una mesa alargada llena de mapas de tierras extrañas, cartas de navegación para mares que ya no existían y otros documentos que por un buen rato habían colmado la atención de Azrael.

Cuando Akasha apareció, empero, tanto el asistente como Shun y su eterna compañera, June, dejaron de tener ojos y oídos para cualquier otra cosa que no fuera ella y los devastadores acontecimientos que les expuso sobre lo ocurrido en el Santuario.

¿Cuántos han desaparecido? preguntó Shun enseguida, empleando un tono amable que daba por vivos a todos los que la tempestad espacio-temporal se llevó.

Akasha los enumeró con toda la entereza que le fue capaz. Primero mencionó a Arthur de Libra y Lucile de Leo, pues sintió el cosmos del primero enfrentar a la astral y oyó la dulce voz de su vieja amiga tratando de impedir la destrucción del Santuario. Lo de Shaula de Escorpio y sus inestimables compañeros, Subaru de Reloj y Mithos de Escudo, era toda una ironía: la hija de Ban habría estado desde hacía rato tan recuperada como el propio Sneyder si no se hubiese empecinado en andar una mañana, con los primeros rayos de sol, a honrar la tumba de su subcomandante, Ishmael de Ballena. Akasha todavía podía escuchar las sonoras quejas de Minwu de Copa sobre la necedad de su paciente, que le costó que se le abrieran las heridas y necesitara más reposo. Con todo, estaba ya lista para partir al Argo Navis cuando inició el ataque y ahora había pasado de ser un argonauta a uno de los objetivos del viaje.

Creo que Shizuma de Piscis también ha desaparecido apuntó Akasha. Trató de salvarnos a todos, pero Titania de Urano se lo impedía.

¿Tan poderosa es que incluso pudo bloquear el Kyoka Suigetsu de Aoi? preguntó Shun, asombrado. Son terribles adversarios, los Astra Planeta.

Sí, poderosos, muy poderosos convino Akasha, extrañando el extraordinario poder Almagesto; aun si este no bastó para matar a Caronte de Plutón, mientras la fuerza de las constelaciones fluyó por sus venas no se sintió tan vulnerable, tan insignificante. Pero no son invencibles, tienen miedos como nosotros.

¿Qué podrían temer, salvo a los dioses?

A ti.

Al igual que Kanon de Géminis, Arthur de Libra también había bañado el áureo manto que portaba con la sangre de Atenea. Ambos se preparaban para el día en que ninguno de los héroes legendarios siguiera en la Tierra, y también, como le confesó Arthur a la luz de aquellos días de charlas y trabajo en el templo papal, por si la nueva generación no era lo que esperaban. Tan agotada de tragedias y guerras, Akasha no culpó al Juez por el engaño, aunque sí que reclamó que tanto él como el antiguo Sumo Sacerdote pecaron de arrogantes, pues, ¿quién decía que no podían ser ellos los que tomaran un mal camino, en el futuro? ¿Qué ocurriría entonces? ¿Quién vigilaría a los vigilantes?

Fuera como fuese, la Suma Sacerdotisa no contó a Shun esos detalles, sino que se centró en el miedo aparente que una de los Astra Planeta sentía por el milagro de Elíseos.

No tengo pruebas de ello, pero creo que la astral que contuvo a Arthur es la misma que atacó al Santuario expuso Akasha, a lo que el santo de Andrómeda asintió. Si tomamos en cuenta que Narciso de Venus impidió que Seiya y los demás despertaran ese poder que trasciende los sentidos, creo que podemos considerarlo, por lo menos, una razón para que los Astra Planeta no nos destruyan sin más.

Siempre que sea solo uno comentó Shun. Caronte está sellado en el Ánfora de Atenea, pero Tritos de Neptuno estaba en el cabo de Sunión, que ya no se encuentra en la Tierra según decís. Después están Titania de Urano, Fobos de Marte y Narciso de Venus. ¿Alguno de ellos será un aliado, me pregunto?

El sonido de un bastón al golpear el suelo sacó a Shun y Akasha de sus cavilaciones. Kiki lucía tan impaciente como preocupado.

Se nos agota el tiempo acusó el pelirrojo. Pronto entraremos en los mares olvidados y yo de ahí no puedo salir como la Dama Blanca. ¡Si lo decidís en los próximos dos minutos puede que podamos regresar dos!

El santo de Andrómeda miró a la Suma Sacerdotisa, quien sacudió la cabeza.

—Comprendo que temáis por nuestros compañeros, pero el Santuario os necesita.

—Lo sé. Hybris, Damon, los engendros del Hades que siguen en la Tierra… Son muchos los problemas y asuntos a tratar, es por eso que primero acudí a Nicole de Altar, perdiendo tal vez un tiempo valioso, para encargarle que cumpla mis funciones de forma temporal. Shun, Titania de Urano me quiere a mí, me citó a mí en los mares olvidados, debo acompañaros en este viaje, sean cuales sean las consecuencias.

Shun asintió, comprendiendo la situación. June hizo amago de intervenir, adelantándosele Azrael con sendas inclinaciones al comandante de la expedición y la Suma Sacerdotisa, ya miembro de los nuevos argonautas.

—Agradezco la confianza depositada en mí —dijo Azrael, desoyendo las quejas de Kiki por no haberlo tenido en cuenta—. No obstante, en estas circunstancias creo que soy el más indicado para quedarme en tierra. Sigue habiendo santos de oro, plata y bronce suficientes para lidiar con una época de paz, por lo que Hugin, Emil, Makoto, Ban y June no cambiarían demasiado al volver. La presencia de Munin e Hipólita en el Argo Navis es indispensable para mantener a raya a Hybris, y al menos yo no tendría corazón para negarle a Soma el ir en pos de su hermana. En contraste, la Guardia de Acero ha perdido a dos de sus más destacados oficiales, Tiresias por quienes vienen de los santos de hierro del Santuario, y Shiva, por los que provienen de la Fundación. Soy el que más sumaría en la Tierra y el que menos va a restar en este viaje.

—Te subestimas —acusaron, a un tiempo, Akasha y Kiki. La Suma Sacerdotisa terminó dejando la batuta al pelirrojo, quien añadió—: Tienes ideas muy alocadas y un optimismo tremendo, solo tú podrías convencer a los que miran desde lejos el oro resplandeciente de que pueden realizar grandes cosas. ¡El cosmos no es todo en la vida!

—Podría estar de acuerdo si las cosas fueran como antes —dijo Azrael, mirando a Akasha—. Pero estando la señorita aquí, tenéis todo lo que yo podría ofrecer y aun más. Las ideas que puedo dar sirven solo para la guerra, mientras que las que teje la señorita sirven por igual en el lado bélico del mundo cuanto en su lado más pacífico, de tal manera ejemplifica lo que es servir a Atenea, diosa de la guerra justa y la sabiduría.

Contra tales palabras Kiki no tenía argumento alguno. O tal vez lo que ocurría era que los rayos del Sol ya estaban por bañar el punto exacto en el que el Argo Navis entraría en los mares olvidados. Del modo que fuera, el maestro herrero de Jamir se colocó al lado de Azrael, quien dedicaba a Akasha un más bien inoportuno saludo marcial.

—Ya podrías darle un abrazo al menos —murmuró Kiki, con una voz más aguda que la que usó al hacer una súplica a Akasha—: Tráela de vuelta, por favor. No —dijo, sacudiendo la cabeza y mostrando unos ojos ya llorosos—: ¡Regresad las dos, las dos!

—Así lo haremos —dijo Akasha, alzando una mano a modo de despedida—. El mundo que nos vio nacer, os lo encomiendo a ambos. Sé que lo haréis bien.

La voz se mantuvo firme, aunque cálida, hasta el final, cuando se quebró por un momento. Justo en ese instante, Azrael y Kiki habían desaparecido.

 

***

 

Shun, June y Akasha todavía estuvieron hablando un rato más, razón por la que uno de los que en cubierta esperaban respuestas tocó la puerta con cierta intensidad. La Suma Sacerdotisa ya sabía de quien se trataba antes de abrir.

—¡Akasha…! ¡Quiero decir Su…! ¿No os habíais ido? —preguntaba Makoto mientras trastabillaba hasta topar contra la pared.

—La situación ha cambiado. Ocuparé el lugar de Shaula de Escorpio por el momento.

—Azrael estará saltando de alegría.

—Azrael no nos acompañará.

—No habría sido un buen embajador de todas formas —dijo Makoto, fingiendo indiferencia—. Pero eso pienso yo, ¿por qué tú… vos…?

—Fue él quien lo decidió —aseguró Akasha—. Consideró que aportaba más en la Tierra que allá donde vamos.

—¿Bromeas? —exclamó el santo de Mosca, olvidando de pronto con quién hablaba—. ¡Ese hombre es capaz de abrirnos las puertas del Olimpo a punta de pistola! ¡Arriba esas barbas, Zeus! —gritó, apuntándola con el dedo—. Algo así haría.

Solo al terminar de decir tamaño disparate Makoto se tapó la boca, avergonzado como pocas veces en su vida. Por su cabeza debió pasar que la Suma Sacerdotisa lo iba a amonestar, y quizá lo habría hecho cualquiera en su posición y con tantos problemas que había en el horizonte, pero Akasha rio tan pronto abrió la boca. No lo pudo evitar. Tardó todo un minuto en poder hablar por fin.

—Eres un buen hombre, Makoto. El mejor amigo que Azrael podría tener.

—¿Amigo? ¡Qué cosas decís, Suma Sacerdotisa!

—Si yo no logro regresar a casa —dijo la líder del Santuario, posando la mano en la hombrera del oriental—, ¿cuida de él, vale? Por favor.

—Si tú… si vos no… —Entre tartamudeos, Makoto entendió que las palabras no llegarían a los oídos de Akasha en tan tenso momento, así que asintió sin más.

Cuán cerca estaba el santo de Mosca de la verdad, este no podía saberlo. Tras muchas deliberaciones, algo habían dejado en claro Akasha y Shun: una guerra contra los Astra Planeta sería un suicidio, tenían que encontrar la manera de hacer la paz con ellos. Si eran campeones del Olimpo, como tanto alardeaba ser Caronte de Plutón, tendría que haber entre ellos quienes vieran que el Santuario solo se había defendido.

«Nuestra causa fue justa —había dicho Akasha más de una vez, rememorando, empero, cómo se había negado a hacer entrega del Ánfora de Atenea. Si le importaba más la venganza que la paz, ¿podía ella estar del lado de la justicia?»

¿Merecía regresar a casa, después de navegar hacia la boca del lobo?

—Las cosas están un poco complicadas arriba —observó Makoto, quien la acompañaba.

—Lo imagino —asintió Akasha. Atrás, la puerta se cerraba. Shun y June tenían más detalles que ultimar, o acaso solo querían disfrutar de un momento más personal, cosa que ella no iba a reprocharles, dado el futuro que les esperaba—. ¿Heridos?

—Ban ha golpeado a Hugin por ser Hugin —explicó Makoto—. Estaba tan enfadado, que Soma dejó de amenazar a todos con quemarnos vivos por abandonar a Shaula a su suerte. ¡Menuda familia! ¿Azrael no será pariente de ellos?

 

***

 

El Argo Navis ya se había adentrado en los mares olvidados, lejos de todo contacto con el exterior. Los cielos no tardarían en volverse caprichosos, pasando del día a la noche, de la calma a la tormenta, y de un sinfín de nubes a un cielo despejado. Y eso en el mejor de los casos, pues los fenómenos celestes solían entremezclarse en aquel espacio donde infinidad de pedazos del tiempo y el espacio del mundo hallaban el reposo final.

Munin de Cuervo Negro recordaba la noche eterna de Isla Gris, así como los cielos rojos de islas volcánicas tan antiguas que ni siquiera constaban en leyenda alguna, precedentes de un sol tan cálido y agradable que daban ganas de no seguir navegando. En ocasiones, el Argo Navis atravesaba los mares olvidados por demasiado tiempo y la tormenta los asediaba con los más fuertes vientos y olas grandes como montañas. De ese modo se comunicaba Poseidón con ellos, arrojándolos a un laberinto marino en el que la bruma abundaba y donde cada espacio despejado era un cruce de mil direcciones distintas, cada una más alejada de la Tierra que la anterior. Allí donde el cielo matinal pasaba en un parpadeo a teñirse de un negro con estrellas que el hombre desconocía, Hybris pudo perder a muchos caballeros negros. Por suerte, la mayoría de veces había por lo menos uno de los Hijos de Mnemosine presente en la mente de algún tripulante, el capitán por lo general. Mediante la conexión entre Munin y el eidolon que había introducido como polizón, el caballero negro de Cuervo se aseguraba de encontrar el camino de regreso a casa. Para él era tan sencillo como orar a la luna que le sonreía desde su trono de tinieblas, y si la plateada señora de las ilusiones era sustituida por el sol, patrón de la razón, tanto daba, a él seguiría como una oveja obediente fingiendo ser pastor. Pero ahora él era un viajero y ni podía ni le convenía usar su mejor técnica.

De todas maneras, el clima de los mares olvidados mantenía de momento una inesperada naturalidad. Cualquiera habría dicho que seguían cruzando el Egeo y que el papel de su hermano era tan innecesario como humillante.

Sí, menos mal que él no había hablado de su papel en las pasadas incursiones del Argo Navis. No le apetecía nada estar pendiente de por dónde pasaba el sol. De nuevo.

 

Puesto que el barco era movido por fuerzas milenarias, toda la tripulación podía permitirse estar en cubierta para tratar los asuntos del viaje, siempre que Hugin de Cuervo cumpliera su labor de estar atento siempre al curso del sol.

Muchos se habían congregado a la cubierta. En un extremo, santos de bronce, plata y oro. En el otro, Hipólita, Munin y Soma como representantes de los caballeros negros, ahora aliados del Santuario. Lejos, dos hombres de protección semejante a la de un santo de Atenea, se limitaban a observar; uno de ellos era Orestes de la Corona Boreal, y el otro decía ser Asterión de Lebreles. Buena parte de la tripulación había conocido el destino del Santuario por boca de aquel personaje y todavía esperaban una aclaración más precisa de parte del comandante de la expedición, Shun de Andrómeda. 

Entre aquel extraño grupo estaba Akasha de Virgo, con el peso de la destrucción pasada y futura amenazando con aplastarla. Tenía ante ella al traidor de su generación, el Caballero sin Rostro, hincando la rodilla de un modo que Hugin describía como vergonzoso. A pesar de que en la actualidad Hybris era un ejército aliado, no era admisible olvidar que fue la ayuda de aquel hombre, un santo de oro, lo que permitió a Altar Negro robar a tantos fieles a Atenea del seno del Santuario, aprovechando la distracción que entonces supuso el enfrentamiento de Akasha y Sneyder.

Podían escucharse los murmullos. Hugin era el que más se hacía oír, claro, pero ni siquiera Makoto, salvado por el Caballero sin Rostro durante la pasada guerra, y Ban, conocido por su apoyo incondicional a Akasha, podían ocultar su desacuerdo con lo que estaba a punto de ocurrir. Como santos de Atenea, no podían aprobarlo.

—Adremmelech —dijo la Suma Sacerdotisa—, Caballero sin Rostro, traidor a tus hermanos, al Santuario, a tu diosa.

—Jamás traicionaría… —trató de decir el ex-santo.

—Servimos a la diosa de la guerra y la sabiduría —advirtió la Suma Sacerdotisa tras callarlo con un gesto—, la servimos como los garantes de la paz y la justicia en la Tierra. Cuando es necesario luchar y matar, somos implacables, mas no siempre lo es. Nuestra señora Atenea conoce la misericordia y es capaz de perdonar a quienes desean ser perdonados. Es así, porque sin importar el bando en el que los hombres luchen, siguen siendo hombres. Ni el dios ni el ideal por el que luchen cambia eso, todos pertenecen a lo mismo. Solo que aún no lo comprenden.

Los murmullos se intensificaron. Asterión de Lebreles miraba a Akasha con severidad, en completo desacuerdo, mientras que Munin y Soma parecían sentirse especialmente aludidos. Quizá de no estar ya rodeados por los mares olvidados, habrían llegado a largarse de allí, como un par de visitantes que saben que no son bienvenidos. Los santos presentes no se irían, pero también estaban incómodos con la situación.

«¿Qué esperabais? —pensó Akasha, única de los presentes en saber que Adremmelech iba a acompañarlos desde un principio—. El manto de Capricornio le ha reconocido.»

—Dices que deseas regresar al Santuario, volver a ser un santo de oro. Deniego eso —clamó, generando falsas esperanzas por un momento fugaz—. Los hombres pueden renegar del destino, incumplir la tarea que se les ha encomendado, desviarse del camino… Pero no por ello dejan de tener un destino marcado por las estrellas. Nunca dejaste de ser un santo, Adremmelech, y en la prenda que vistes está la prueba.

Vientos desde el oeste empezaron a soplar con cierta fuerza. La toga papal tembló, mojándose los pliegues con algunas gotas de agua fría. Había empezado a llover.

—Yo, Akasha de Virgo, Suma Sacerdotisa del Santuario y representante en la Tierra, te reconozco a ti Adremmelech, como santo de Capricornio y guardián de la décima Casa del Zodíaco. Álzate, una vez más, como nuestro compañero de armas.

Adremmelech se levantó, mudo. No dijo nada, ni sobre su readmisión, ni si aceptaba ser el santo de oro que debía ser parte de aquella misión. De hecho, nadie habló durante la apurada ceremonia, más allá de un fugaz susurro de Munin sobre los Siete Reinos y el Mar de Hierba de los que nadie más sabía nada. Alguno lo interpretó como un chiste, pero no estaban de humor para siquiera sonreír.

—¿Daréis esa misma oportunidad a otros caballeros negros? —cuestionó Munin, adoptando un semblante más serio mientras miraba a Soma de reojo.

—No es necesario —aclaró Akasha—. Todos estamos sujetos a la voluntad de Atenea y del Santuario. Luces y sombras, ¿cuál es la diferencia?

Munin parecía satisfecho con la respuesta. Tras una reverencia, Cuervo Negro se retiró a descansar, acompañado por Hipólita y Soma, quien con escaso éxito trataba de ignorar la mirada de su padre; el saber a Shaula en peligro mortal había enfurecido a ambos leones, pero fue el más joven quien debió negar sus propias preocupaciones para contener al viejo, reabriendo la brecha entre ambos. Minutos más tarde, Adremmelech siguió a los caballeros negros, y al final lo hicieron también Orestes y Asterión. El primero asintió a Akasha con gesto aprobador, pero el otro rechazaba el acto con férreo fanatismo, como el creyente que ve cometida una flagrante blasfemia. Poco le importaba a ella lo que ambos pensaran. No eran santos de Atenea.

—Un discurso… peculiar... —dijo Makoto, rascándose la cabeza. El hombre que acompaña a Orestes de la Corona Boreal… ¿Es quien dice ser? Tiene el mismo manto que Mera, pero no parece una armadura de Hybris. 

Porque no lo es aclaró Akasha, sin poder medir su voz. Se trata de un siervo del Hijo, como Orestes. No confíes en él más de lo necesario.

Makoto, descolocado por la situación, se limitó a asentir.

—Tenemos santos de bronce, plata y oro, tenemos sombras y tenemos Plumas del Rey —enumeró Emil, sobresaltando al santo de Mosca—. ¿No debería haber representantes del reino del mar? No digo que tenga que haber una sirena, solo que estaría bien… Ha sido un discurso bonito, por si no lo dije.

—Primero, Suma Sacerdotisa, ruego que recordéis a nuestro pícaro que por muy bien que se vean las sirenas de cintura para arriba, siguen siendo peces de cintura para abajo —dijo Makoto lanzando una mirada hastiada a Emil—. Segundo, el discurso… Lo lamento, no me lo puedo callar, en esta ocasión siento que ha sido un poco…

—Lo que Makoto os diría si tuviera arrestos es que a veces sonáis como si quisierais justificar en exceso vuestras acciones —intervino Hugin, molestando por igual a Makoto y Emil—. Os veo diciendo que solo en la muerte somos iguales para convencernos de ir al Hades a rescatar a nuestros muertos, aunque en realidad no esperáis convencernos de nada porque ya habéis tomado una decisión añadió, de pronto más serio que de costumbre. Ya lo conseguisteis. Sois nuestra líder, para bien o para mal, ¡más bien para mal! Nos toca obedeceros nos guste o no. Y a vos os toca dirigirnos, darnos órdenes, no meternos en una secta. Vigilar los mares olvidados, proteger un pueblo, luchar contra un enemigo invencible y fregar el suelo hasta que brille. El qué haremos está en vuestras manos de ahora en adelante, cómo pensemos es nuestro problema. ¿Se os ha antojado dirigir esta misión que habíais confiado a un gran hombre? ¡Bien, hacedlo! ¡Comandad este ejército, que para eso os sentaron en el trono, pero no lo ahoguéis en vuestra filosofía personal y utópica!

—En resumen, servimos a Atenea, pero no en sentido religioso —añadió Makoto.

—Es lo malo de ser la líder de los guerreros más poderosos e increíbles del mundo —dijo Emil—. Tus mejores deseos para la humanidad se convierten en las palabras de un dictador. Ese es el punto, ¿no? —reprochó el santo de Flecha.

—No era mi intención… aseguró Makoto.

—La mía sí —insistió Hugin—. Nadie quiere un nuevo Saga de Géminis. Me atrevería a decir, loco yo, que ni vos misma lo deseáis. Vuestras palabras han unido a enemigos ancestrales contra una causa común, todo un logro si me preguntáis. Todos cooperamos para proteger la Tierra, y ahora, cuando este viaje acabe, quien no amenace el equilibrio del mundo, vivirá, quien sí, será perseguido. Todo volverá a su estado natural, salvo la mediación de los dioses, o del sentido común, no sabría decir qué es más improbable.

Pasaron unos minutos muy tensos. Tanto, que Emil y Makoto temieron que fuera a iniciarse otra pelea. Hugin hablaba de la responsabilidad del poder, en la acción y en el discurso, al tiempo que cuestionaba a quien representaba a Atenea en la Tierra.

—El poder no sólo conlleva responsabilidades, Hugin, también derechos.

—Está bien, Makoto —dijo Akasha—. En comparación con la voluntad de Atenea, mis deseos no tienen importancia, y debo velar por el destino del mundo que es, no del que desearía que fuera. Agradezco vuestras palabras, y las tendré en cuenta en el futuro.   

—Eso tampoco sirve. Líder, autoridad. No autoridad, no líder. Oh, dioses.

Tras decir tales palabras, Hugin saltó hacia el mástil, desde donde seguiría vigilando el curso del Sol, a través de sus cuervos. Emil trató de deslindarse de las declaraciones de Makoto y Hugin, pero al ver que ya era tarde, volvió a esperar sirenas en la barandilla. El último en alejarse fue el santo de Mosca, no sin antes preguntar por qué no había guerreros azules en el barco. Tenía entendido que estos habían destacado por igual en los frentes de Bluegrad, Naraka y el Pacífico.

—Munin me dijo que su capitana es tan fuerte como Hipólita dijo Makoto entre susurros. Claro que después dijo que él también lo fue.

Hemos metido a los guerreros azules en demasiados problemas contestó Akasha. Ellos solo querían velar por su hogar, ya han hecho mucho.

Hay gente en Bluegrad que habría sido de mucha ayuda en una misión de paz insistió Makoto, que al no hallar respuesta decidió que era el momento de retirarse.

«Ahora nuestra misión es también de rescate. —Atendiendo a las palabras de Titania, era indudable que durante el viaje se encontrarían con más astrales, pues el Santuario se hallaba desperdigado por los dominios de los Astra Planeta. ¿Serían ellos más accesibles, más razonables? ¿Lo seré yo? se preguntó con inquietud.»

Incapaz de hallar una respuesta, prefirió concentrarse en el presente por hora. Ban seguía en su posición inicial; mudo, aunque expresivo. Desaprobaba el regreso de Adremmelech de Capricornio, y Akasha no podía culparlo, dadas las circunstancias. Se suponía que iban a contar con Shaula de Escorpio, alguien en quien confiar.

—Confianza —musitó la Suma Sacerdotisa, recordando que era la primera vez que zarpaba en el Argo Navis hacia lo desconocido sin contar con el apoyo de Azrael.

Dio un paso al frente y ni uno más. De pronto sintió una familiar sensación de parálisis. Y no era solo ella: las aguas de los mares olvidados, las nubes de tormenta acercándose desde el oeste, los santos de plata y de bronce, las velas agitadas por el viento… Hasta donde alcanzaba la vista, todo en derredor estaba detenido, como si el mundo se hubiese convertido en una fotografía a color. Suspendidas de forma irregular por el cielo nocturno, miles de gotas de lluvia podían vislumbrarse, desviadas por una forma que recordaba al contorno de un ojo humano. En el interior apareció una pupila ambarina en medio de un blancor que se le antojaba infinito.

Te estoy esperando, Akasha dijo Titania de Urano. En los mares olvidados, donde se cruzan las eras.

El mundo volvió a su cauce de inmediato. O eso apareció. Akasha no estaba allá donde estuvo hacía un momento, sino al pie del mástil y rodeada por quienes aún no habían escuchado lo ocurrido en el Santuario de alguien en quien pudieran confiar. Por las caras de todos, era evidente que a ninguno le parecía raro estar allí en ese momento, ni ella había dado muestras de haber perdido la consciencia.

Sobrecogida por el aterrador domino que Titania de Urano podía ejercer sobre el tiempo y el espacio, pero obstinada en estar a la altura de las expectativas de todos, Akasha relató cuanto había sucedido. Sobre Rodorio, quiénes se habían salvado al haber salido del Santuario la noche anterior, quiénes se harían cargo del Santuario en su ausencia, contra quién habían luchado y, sobre todo, hasta qué punto el viaje seguía teniendo el mismo fin. En eso, tanto santos de Atenea cuanto caballeros negros tenían serias dudas.

Dudas que ella respondió gustosa con toda sinceridad, sin ocultarles nada. Poco a poco, el terror que la inundaba fue disipado por las sonrisas confiadas de luces y sombras.


Editado por Rexomega, 24 enero 2022 - 18:43 .

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Publicado 29 enero 2022 - 13:16

Cap 108. ¡Buuu! Azrael se bajó del barco
 
Bueno, pues ahí hay una medio explicación sobre Asterion para los curiosos.
 
Se plantea todo para que Azrael se tenga que bajar del barco, qué triste, habría sido encantador verlo allí, pero bueno, seguro veremos qué loqueras hará en la Tierra ahora que nadie va a vigilarlo, kukuku.
Parece que el que lo va a extrañar más que yo es Makoto XD
 
Toda discusión entre los viajeros se resume a que pelear con los Astra Planeta es un suicidio por lo que deben buscar la manera de hacer LA PAZ con ellos pero CON SUS TÉRMINOS, lo que ellos propongan JAMAS, jajaja la verdad merecen que les vaya mal por orates.
 
La escena de Akasha restituyendo el titulo de Santo a Adremelech me encantó por los diversos sentimientos encontrados de todos los presentes. Momento muy tenso pero genial.
 
Mira que Titania retrocedió hojas del fanfic para regresar a Akasha a un punto anterior, bien podría encerrarlos en un bucle temporal pero pues es parte de su plan de usar el MIEDO como bien amenazó. Veremos si puede superar el horror de películas de culto XD
 
Habrá que ver qué sucede.
 
PD. Buen cap, sigue así.

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


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Publicado 31 enero 2022 - 16:10

Saludos

 

Seph Girl. Eso explica el descenso del rating en el episodio de la semana pasada. ¿Qué vamos hacer? ¡Si esta temporada no vende, no nos darán luz verde para la que sigue!

 

Como ven, es el Asterión que todos vimos y quisimos, no el mismo caso de todos los personajes exclusivos de la serie clásica que aquí tuvieron vida y roles nuevos.

 

Tal vez era su plan desde un principio. ¡Ay, Makoto! Lo tuyo es sufrir.

 

Salieron a su patrona, a la que igual le dijo Julian Solo de forma muy diplomática que liberar a Poseidón era una buena idea y tuvo la respuesta que tuvo. Esperemos que Atenea no vaya a aparecer para ver en qué quedó todo eso. Esperemos.

 

Y así fue cómo esta historia abandonó el cliché de los santos de oro traidores. ¡Amén!

 

Iba a hacer una broma sobre Freddy Krueger hasta que me di cuenta de que en realidad sí lo he mencionado al menos un par de veces en lo que llevamos de historia. 

 

***

 

Capítulo 109. Conociendo al enemigo

 

Como avatar del recuerdo del viaje que reunió a varios de los mayores héroes de la Antigüedad, el Argo Navis contaba con infinidad de secretos que apenas podían entenderse como magia, los cuales debieron ser revelados por Hybris al Santuario como parte del acuerdo entre ambos, dado el poco tiempo que la división Andrómeda dispuso de tan mítico navío. Uno de ellos era la apariencia y forma del interior, el cual no solo podía ser más grande de lo que podría intuirse desde fuera del barco, sino que en el caso de los camarotes incluso se adaptaba a los pensamientos y necesidades del tripulante.

Aun Akasha se hallaba sorprendida. Nunca había esperado del Argo más que lo indispensable y eso había obtenido siempre: un cuarto sencillo donde poder descansar.

—Que pase —ordenó la Suma Sacerdotisa. A pesar de que tenía cerca la Caja de Pandora, había considerado prudente seguir llevando la toga papal mientras cumplía los deberes de tal cargo. Esperaba que no llegara el tiempo de vestir para la guerra.

Las doce habitaciones del Argo Navis destinadas a los santos de oro tenían puertas sencillas de madera, apenas decoradas por el símbolo de una constelación sobre el marco. Así se veía desde los pasillos, incluso la entrada al camarote del líder del Santuario no era especialmente distinguida. Sin embargo, en el interior se abrió un imponente portón de doble hoja, sonando de tal forma que parecía hecho de hierro.

En cuanto entró, Orestes se vio en principio invadido por la misma estupefacción que Akasha. Frente a él, una larga alfombra roja marcaba el paso hacia el trono que ocupaba la Suma Sacerdotisa. Imponentes columnas estriadas de base cuadrada sostenían el techo de un templo que no debía estar allí, y tras las cortinas, apenas tratando de ocultarse, estaba el santo de León Menor, sediento de una batalla en la que poder desahogarse. A la diestra de la Suma Sacerdotisa se encontraba Shun de Andrómeda.

—¿Qué clase de brujería es esta, Orestes? —exclamó Asterión, el hosco acompañante del micénico—. ¡Yo mismo vi cómo la cámara del Sumo Sacerdote era consumida!

—Y así fue. Mi Hilo de Ariadna puede alcanzar los cristales del pueblo de Mu entre los maderos de este lugar. —El caballero de la Corona Boreal no tenía intención de dar más explicaciones, pero al sentir la expectación de su compañero y los demás, terminó añadiendo—: Reaccionan a los pensamientos y emociones de un individuo en concreto, para dar forma con esa base a un espacio acotado. Es simple apariencia, así que lo aquí creado no existe más allá de los límites. Perfecto para atrapar a los ladrones.

—¡Se parece a las Esferas de Crono!

—Realmente tenéis la boca de un lebrel, Asterión —espetó Orestes, fulminándolo con la mirada—. Demasiado grande.

«Asterión —pensó Akasha. Notó que tanto Ban como Shun habían reaccionado al mismo tiempo en cuanto oyeron el nombre; debían conocerlo de algo—. Otro perro más para ese dios sin nombre que pretende manipularnos desde las sombras.»

—Hemos estado muy ocupados hasta ahora, pero tengo que preguntar —inició Shun de Andrómeda—. ¿Eres el mismo Asterión de Lebreles que combatió con Seiya y Marin hace veinte años?  —El caballero asintió—. Creímos que estabas muerto.

—Mi destino era morir ese día. Marin me derrotó a pesar de mis habilidades telepáticas de las que tan orgulloso me sentía… Orgullo, sí, el orgullo me hizo pensar que podía presentarme ante el Sumo Sacerdote y exponerle mis dudas. Se podría decir que el día en que tomé esa decisión, mi vida como santo terminó, Asterión de Lebreles murió.

«Estabas muy vivo cuando volviste a entrenar a Nachi —pensó Ban.»

—Como miembro de las Alas del Rey y caballero de Lebreles, sí, estoy vivo, Ban —dijo Asterión—. No sé cómo has sobrevivido al lobo que crié siendo tan descuidado en los asuntos de la mente, león de bronce. Quien no puede proteger su privacidad no merece ser llamado un guerrero completo —añadió con tono acusador.

Ban soltó un gruñido a modo de respuesta.

—Por tus palabras, entiendo que ya no te consideras un santo de Atenea —advirtió Shun, devolviendo la conversación a su cauce.

—Sí y no, Andrómeda. Como caballero sirvo al dios que cambió el destino que las Moiras tejieron para mí, colocándome en un camino muy distinto al que un día recorrí, uno que no tiene por qué ser distinto al de los santos de Atenea.

»Para quienes lo sepan y para quienes no, fui el maestro de Nachi de Lobo, uno de los jóvenes santos de bronce que lucharon en las Galaxian Wars. La primera orden de mi señor fue que cambiara el rumbo, no debía dirigirme al Santuario sino a Jamir, donde moraba Mu de Aries. Él me ayudó a ocultarme, reparó mi manto sagrado y hasta me permitió darle unas últimas lecciones a mi holgazán alumno. No demasiadas —lamentó entre murmullos—, porque mi destino era morir y no es prudente desafiar a las Moiras por demasiado tiempo. Tuve que irme de este mundo, pensé que para siempre.

—¿Por qué me miráis, lebrel? —preguntó Orestes, notando que Asterión no dejaba de girar la cabeza hacia él—. He jurado lavar mis faltas siguiendo las órdenes de la Suma Sacerdotisa, eso me hace indigno de seguir siendo embajador del Hijo.

—Deja de decir sandeces, micénico —exclamó Asterión, burlesco—. ¿Quién mejor que tú para hacer ver a los santos de Atenea la semejanza entre la diosa a la que sirven y nuestro señor? ¡A mí me mandaron a vigilar al Segundo Hombre y ni eso hice bien!

Cansada de aquel teatro, Akasha decidió intervenir.

—Conozco bien la habilidad de Orestes como embajador. Trece años atrás, supo manipular a mi predecesor con labia y aparentes buenas intenciones para mezclar al Santuario con una guerra que no nos concernía. No caeré en el mismo juego. Será Shun quien haga las preguntas y escuche tus explicaciones, que deberán ser claras y precisas.

¿Quieres que yo lo interrogue? —dijo Shun, dirigiéndose telepáticamente a Akasha—. Hugin habría sido una mejor opción si ese era el plan.

Preferiría que Hugin no esté al tanto de esta conversación —dijo Akasha—. Además, tú sigues siendo el comandante de la expedición, ¿no?

—Vuestras mentes son un libro abierto para mí —aclaró Asterión—. No os sintáis mal, poseéis defensas psíquicas formidables. Ocurre que no sois los únicos que trabajaron esas habilidades durante años, sin ánimo de ofender al león de bronce.

Esta vez Ban hizo caso omiso a la pulla.

—Eso es justo lo que estábamos poniendo a prueba —dijo Shun, condescendiente—. ¿Y bien? ¿Accederéis a responder nuestras dudas, o preferís abandonar el barco?

Orestes y Asterión intercambiaron miradas que hablaban por sí solas. Abandonar el barco en esas circunstancias era un eufemismo para el suicidio.

—No importa quién haga las preguntas, siempre que sea escuchado por la máxima autoridad del Santuario. Si es por una causa justa, no debería importar la diferencia entre santos, sombras, guerreros del mar, guerreros azules y caballeros —acotó Orestes, citando en cierta forma el discurso que Akasha dio al aceptar a Adremmelech.

—Las circunstancias nos han unido —convino Shun—. Y soy el primero en desear que esta paz perdure, esa es la razón de este viaje. Desconozco lo que Altar Negro, el rey Alexer y Julian Solo harán en lo sucesivo, pero al menos sabemos que todos desean un futuro para la Tierra y la humanidad, esa es la base de nuestra alianza. ¿Se puede decir lo mismo de tu dios? ¿Desea en verdad el bien para los hombres?

—Intuyo, santo de Andrómeda, que tenéis algo que decir al respecto.

—¿Quién era el ser que respaldaba a Gestahl Noah? Tenía Niké en su mano.

—Existen otros mundos, gobernados por otros dioses. ¿Es tan extraño que haya una réplica exacta de vuestra diosa de la Victoria, más allá de vuestro espacio-tiempo?

—Más que extraño, conveniente.

Tanto Shun como Akasha estaban al tanto de lo que Shaula había oído sobre el multiverso. La santa de Escorpio tuvo tiempo para dar esa información a Minwu de Copa antes de cometer la insensatez de recorrer medio Santuario sin esperar a que las heridas terminaran de cerrarse, y el sanador, sin entender demasiado de esos asuntos, los transmitió palabra por palabra a la Suma Sacerdotisa y el santo de Libra. No era raro que hubiera una versión paralela de Niké que justo estuviese en manos de Gestahl Noah, pero eso abría las puertas a una posibilidad más escandalosa.

¿Y si Orestes jugó un doble juego el día que fue a salvar a los cinco santos de bronce? Si de algún modo intuía que el Santuario iba a ser atacado, ¿no pudo haber recurrido a algún ardid para sustituir la Niké original, con autoridad en este mundo, por otra? Ni siquiera hacía falta que él mismo pensara en hacer eso, bastaba con que hubiese sido mediador de ese dios misterioso al que solo conocían como el Hijo.

—No has respondido a la pregunta —observó Akasha, a lo que Shun asintió—. ¿Se trataba de Atenea, como dijo tu compañero?

Asterión enrojeció, avergonzado de algunas de las palabras que dijo entonces.

—Algunos la llamaron así —contestó Orestes, incómodo.

—¿Tiene algo que ver con los dioses del Zodiaco? —insistió Shun, retomando la batuta. Ese era otro de los misterios que trajo consigo Shaula, aunque no lo habría relacionado con la aparición si Akasha no hubiese visto brillar signos zodiacales en la frente de Gestahl Noah. Recordando la vez que habló en persona con Gestahl Noah, tras la declaración de guerra de Caronte, Shun repitió la pregunta con más intensidad.

—Olvidad a esos hombres, pues eso eran por muchos títulos que ostentasen. Sirvieron a los dioses, los traicionaron y fueron castigados por ellos. ¿Qué más cabe decir de ellos?

—Uno estuvo a punto de regresar. En el continente Mu, Belial de Aries se apoderó del cuerpo del último guardián del primer templo zodiacal, ¿qué tienes que decir de eso?

—Nada —dijo Orestes, sacudiendo la cabeza—. Ellos fueron derrotados cuando yo solo era el heredero de Micenas. Ni siquiera saber que orquestaron la guerra que trajo por igual la gloria y la ruina a mi familia bastó para que buscara saber de ellos.

En opinión de Shun, no era que Orestes estuviese poco interesado en el tema, sino que le guardaba el mismo temor que debía haber sentido en su juventud.

—Háblame del Hijo, entonces. ¿Quién es? ¿Qué es lo que busca? 

Mientras contestaba, Orestes apretó los puños con fuerza.

—Quién es. El hecho de que ni siquiera podáis sospechar la identidad de mi señor habla por sí solo, Andrómeda. ¡Ojalá pudiera explicarlo! Al preguntarme quién es, lo que esperáis es un nombre, y mi señor jamás tuvo esa dicha. Nació sin padres, sin identidad y sin mundo. Todo le fue negado por el simple hecho de ser un hijo del Olimpo.

—¿Es un hijo de un dios del Olimpo? —cuestionó Shun, sorprendido.

—O diosa. La identidad de sus padres no es importante —aseguró Orestes—. Sean quienes sean, negaron la sola posibilidad de concebirlo. Extirparon la existencia de mi señor de la Creación incluso antes de haber nacido. Si la existencia es la suma de infinitos caminos, estos fueron limitados por la voluntad divina, y ni en el pasado y el pudo ser, ni en nuestro presente y los posibles futuros, hay cabida para el último de los dioses olímpicos. ¿He sido lo bastante claro y directo, Su Santidad?

La mirada de Orestes, intensa como nunca antes, fue más allá de quien lo interrogaba, por si aún no quedaba claro a quién se estaba dirigiendo. Akasha asintió.

—Comienzo a entender que la situación no es tan fácil de explicar —dijo Shun—. ¿Un ser borrado de la Historia Universal y la mitología? Es posible. Pero tú hablas de alguien que no ha nacido, que no puede existir  en ningún punto del espacio-tiempo por mandato divino, y al que a pesar de todo conoces y sirves. Es contradictorio.

—Solo si creéis que este es el único mundo que existe —espetó Orestes—. Un verdadero dios no se rige por lo que dicten leyes arbitrarias. Reaccionó al rechazo del Olimpo naciendo más allá de todo espacio y tiempo, en la oscuridad, donde reptan las más abominables entidades. Allí nació y creció mi señor, observando la clase de mundo que los dioses habían creado, un mar de posibilidades incompleto, sin él.

—Buscando venganza.

—No —exclamó Orestes, haciendo un brusco gesto—. ¿A qué clase de dioses estáis acostumbrados? Mi señor simplemente comprendió los errores en la obra de Zeus, y en base a ello creó un nuevo mundo en las tinieblas eternas. Una nueva Tierra, tan llena de vida como la nuestra, pero en paz. Sin guerra, hambre o enfermedades.

«Empieza a sonar a la utopía de Poseidón —pensó Shun—. Tu compañero tendrá que ser más claro si quiere evitar malentendidos, Asterión.»

—¿Qué errores serían esos? —preguntó, al tiempo, el santo de Andrómeda.

—Como humano, mi visión de las acciones de mi señor es limitada —admitió Orestes—. Cuando Zeus derrocó a su padre, Crono, lo encerró en una prisión llamada posibilidad, y el tiempo empezó a avanzar. La victoria de vuestros dioses sobre los Titanes permitió un universo en el que el cambio es posible, a veces para mejor, y otras… No deseo poner en duda la fuerza y sabiduría del Olímpico, padre de la diosa a la que servís, mas siento que él simplemente tiró los dados  y apartó la mirada.

—De ahí las infinitas posibilidades —meditó Shun de Andrómeda, asintiendo—, y nuestro libre albedrío. ¿Ese es el error de Zeus?

—Un gobernante ha de atender las necesidades de su pueblo. ¿De qué sirve que se autoproclame rey de los dioses si lo único que hace es derramar su semilla sobre mundos inhóspitos, sin ley ni guía?

—Tenemos leyes —replicó Shun—, y también guía. Fue Zeus quién entregó la Tierra a Atenea, tan sabia como él mismo. Pienso que tú vas más allá. Como príncipe del poderoso reino de Micenas, quizá esperabas de un dios que se convirtiera en un dictador celestial, controlando los destinos de todos los hombres para solucionar sus males.

—Si tan solo pudiera haceros comprender… No necesito la avanzada telepatía  de Asterión ni mi Hilo de Ariadna para entender que no podéis imaginar un mundo distinto al que habitáis. ¡Ni siquiera ese erudito genocida puede!

—¿Erudito genocida? —repitió Shun, intuyendo la inquietud de Akasha—. ¿Hablas de Gestahl Noah, el caballero negro de Altar?

—Sí, ese insensato —dijo Orestes, sin contenerse—. Le advertí que ya no estaría al mando, pues ni yo ni mi señor apoyamos su infame cacería, mas siguió adelante con ella a pesar de todo. ¡Que el mar de las dimensiones consuma a ese hombre sin ley, a ese apóstata, que en nada debe importarnos más! —maldijo, sabedor como todos los presentes de que Gestahl Noah, como poco, habría acabado en tal destino por enfrentarse a una de los Astra Planeta—.  Solo viendo el mundo que me recibió podréis comprender mis palabras, así que adelantaré mi relato al punto en el que vuestras historias y la mía se cruzan. El día en que fuimos invadidos. 

—¿Por los dioses? ¿Los padres de tu señor, acaso?

—Sí y no. La principal diferencia entre los dioses y el resto de seres sentientes, es que ellos no tienen ningún interés en intervenir personalmente más allá de los límites de su propia obra. Es por eso que vuestra diosa sólo ha debido a enfrentar a Hades y Poseidón, quienes participaron en la creación de todo cuanto existe.

—También Ares y su descendencia —apuntó Shun, rememorando que el dios de la guerra había desaparecido por completo tras la única Guerra Santa que él mismo dirigió. Según las memorias del Sumo Sacerdote de aquella época, era posible que aquel inmortal estuviese conspirando desde las sombras, quizá contra el Olimpo mismo.

—Fueron los Astra Planeta —dijo Orestes, despertando en todos los presentes un interés súbito—. Caronte de Plutón, Proteo de Neptuno, Oberón de Urano, Egeón de Saturno y Calisto de Júpiter. Cinco semidioses con icor en las venas y un poder ilimitado, esa fue la respuesta del Olimpo a la paz que su indeseado hijo había creado sin su presencia. Sí, los nombres no parecen coincidir con los de los regentes que os han contactado, salvo Caronte de Plutón —se adelantó—. Eso me causa tanta sorpresa a mí como a vosotros, pues en la guerra solo vi a uno de ellos caer, la regente de Júpiter, Calisto. 

—¿Caer? —repitió Shun—. ¿La sellasteis? —El caballero meneó la cabeza—. Caronte afirmaba ser inmortal, ¿acaso es distinto para el resto de Astra Planeta?

—En absoluto —dijo Orestes—. Todos han probado la ambrosía y pasado por un rito desconocido que los vuelve inmunes al paso del tiempo, así como a toda clase de venenos y enfermedades. No necesitan comer, ni dormir, y cualquier herida que se les provoque sana al instante. En persona llegué a contemplar cómo los brazos cercenados de Egeón de Saturno, derribado por nuestro dios, volvían a crecer. Podría decirse que son más dioses que humanos, mas creíamos que mientras existiera una diferencia, habría esperanza. Por eso nos animamos a plantarles cara.

—¿Cómo? —insistió Shun, sabiendo que era algo que Akasha deseaba saber. No iban sobrados de ánforas y sí de astrales con ánimos de causarles problemas.

—Lo sabéis —dijo Orestes, abarcando a todos en la instancia con un gesto amplio—. Los santos de Atenea habéis pulido desde hace miles de años el arte de hacer colapsar la materia a través de la destrucción de átomos. Nosotros también perfeccionamos ese arte, para el que ninguna capacidad de regeneración acelerada es rival. Asumimos que incluso un ser inmortal podía morir si se destruían las partículas que compusieran su cuerpo hasta que no quedara nada que reconstruir. De hecho, creímos que esa era la razón por la que nuestro señor nos escogió, porque sabía que podíamos aprender a controlar el cosmos. Él nos formó en persona, en el Santuario…  

—Sospecho que no es una coincidencia.

—No lo es. Desde el primer día se nos habló con la verdad, para animarnos a ser sinceros. Para cuando confesé haber llegado allí huyendo del horrible crimen que había cometido, mi señor ya me había revelado la historia de su nacimiento y la de los dioses del Olimpo. Descubrí que los seres en los que mi padre creía eran tan reales como el cielo y la tierra. También supe de los santos de Atenea, y que nuestro Santuario, con todas sus viejas construcciones, manuscritos y armaduras, estaba inspirado en aquel ejército invicto. Solo que nosotros no éramos limitados por la autoridad del Olimpo. En nuestra orden no se hablaba del bronce, la plata y el oro; todo aquel que mostraba ser digno de una armadura, la vestía conociendo ya los secretos del Séptimo Sentido y regresado del mundo de los muertos tras despertar la Octava Consciencia. 

—Ochenta y ocho caballeros —leyó Shun en la expresión de Orestes, brillante a causa del orgullo—, ¿dices que todos poseían la fuerza y velocidad de un santo de oro? En toda la historia escrita del Santuario no hay referencias a algo así.

Si se tenía en cuenta, además, que todos habían despertado el Octavo Sentido, la situación se volvía todavía más sorprendente. Shun trató de imaginar lo que podría lograr un ejército de cien hombres como él, Seiya, Shiryu, Hyoga e Ikki.

Era incapaz de pensar demasiado tiempo en la mera posibilidad.

—Porque así lo quisieron los dioses —afirmó Orestes—. El Séptimo Sentido era algo natural para los primeros habitantes del universo; la Raza de Oro lo utilizaba para comprender y manipular su estructura por un bien mayor. Según sé, no es así con la mayor parte de la humanidad por la misma razón que el Diluvio Universal sucedió, e incluso entre los santos de Atenea solo se permite a unos pocos descubrir todos los secretos del cosmos. Si yo hubiese permanecido en Micenas, perseguido por mis remordimientos, jamás habría sido consciente de poseer semejante poder.

—¿Era ese otro mundo ajeno a las restricciones del Olimpo, o vuestras fuerzas crecían por voluntad del dios sin nombre? —cuestionó Shun, desconfiado—. En esta generación, además de los doce santos de oro, otros de bronce hemos despertado y desarrollado el Séptimo Sentido —señaló, feliz de poder decir con toda seguridad que sus hermanos seguían con vida, allá en la Esfera de Venus.

—Tal vez el Olimpo no os reconoce como santos de Atenea, ya que fue gracias a mi señor, a quien ten alegremente juzgáis, que vos y vuestros hermanos no seguís en un sueño eterno —les recordó Orestes, frunciendo el ceño.

—Recapitulando —dijo Shun, deseoso de clarificar los complejos asuntos que trataban—. Un dios sin nombre llamó a algunos jóvenes con potencial para que lo ayudaran a proteger el mundo que había creado de los Astra Planeta. Os instruyó en persona con ese fin. Pero tú viviste milenios antes de que Asterión naciera…

—El tiempo no avanza al mismo ritmo en ese mundo y en el nuestro —aclaró Orestes, comprensivo—. Cada caballero en el Santuario pertenecía a un país y época distinta. Uno llegó a pisar la Atlántida, otro sirvió al rey Gilgamesh, y varios compañeros nos hablaban con frecuencia de las maravillas que la humanidad había hallado más allá de las estrellas. Lo que nos unía era un potencial oprimido y la firme creencia en la verdadera justicia. Incluso si no era nuestro mundo, ninguno podíamos olvidar a aquel que nos tendió la mano. Sobre todo yo.

—¿Por qué? ¿Acaso tiene que ver con tus amplios conocimientos sobre la maldición que Hipnos lanzó sobre nosotros? —inquirió Shun.

—La locura me perseguía —masculló Orestes—. Me avergüenzo del hombre que fui, rogando a un vástago de la noche por la dulce muerte que es el sueño eterno. Entonces ya conocía a mi señor, mas él no podía aceptar a alguien que ni siquiera podía enfrentarse a sí mismo. Y a pesar de mi cobardía, él me liberó del encierro de Hipnos, a costa del sacrificio de alguien cercano a mí. Alguien que no puedo recordar, pues así lo han querido los dioses, así es en este mundo incompleto.

Sin mediar palabra, Shun podía imaginar la idea que rondaba por la mente de Akasha ahora mismo, e hizo notables esfuerzos por evitar que Asterión se diera cuenta. Optó por cambiar de tema, de la larga, confusa y quizás manipulada historia del micénico, solo había algo que era indispensable conocer.

—Háblanos de los Astra Planeta. Todo lo que sepas.

—Sabemos muy poco de ellos. Se auto-proclaman campeones del Olimpo, los mejores soldados de los cielos, generales de sus ejércitos. Al principio parecían guerreros como nosotros, con vestimenta y maneras de épocas diferentes, aunque mucho más fuertes y experimentados. Ellos no usaban armadura alguna, sino que sus ropas parecían hechas a partir de la naturaleza misma, como la oscuridad que viste Caronte.

—Son parte de las Esferas de Crono —asintió Shun, rememorando cuanto Akasha le dijo de su encuentro con Titania—. Así las llamó tu compañero.

—Es de lo que menos sabemos. Se dice que más allá del Séptimo Sentido y la Octava Consciencia, está la capacidad de exponer el mundo interior, nuestro espíritu, nuestros pensamientos, sentimientos, deseos y temores, en el exterior, creando un reino que podemos manipular a voluntad. En términos simples, el Noveno Sentido. En teoría, las Esferas de Crono son lo mismo: la expresión del alma divina, la esencia de un astral manifestándose… Con el respaldo de un dios olímpico.

—Mencionaste que los dioses no intervinieron en tu mundo.

—Dije que no en persona —corrigió Orestes—. Cada astral fue en algún momento del pasado el guerrero de élite de un dios olímpico, y tras pasar por un ritual desconocido, no solo obtuvieron un cuerpo inmortal, sino también el respaldo del dunamis de su señor, así como autoridad sobre sus fieles. Ellos se refieren a esas habilidades como dones divinos, una bendición quizá comparable al don de Niké con el que contabais.

«Sí —lamentó Shun—. Antes de que Caronte, o tu señor, la sustrajera del Santuario.» 

—Pondré un ejemplo que podáis comprender —prosiguió Orestes—. Mientras Caronte viste la capa externa de la Esfera de Plutón, puede atravesar barreras levantadas por otros dioses sin ser expulsado. Sus compañeros usaban esa forma para el reconocimiento; él, para el asesinato. Aun el poder combinado de tres caballeros no es nada para Caronte en ese estado. Un grupo numeroso puede hacerle retroceder, siempre y cuando no despierte la Esfera de Plutón. Cuando eso ocurre, solo importan las leyes del dios que lo respalda, leyes que funcionan siempre a su favor. Hasta la Noche de la Podredumbre, no supe de alguien que sobreviviera a su manifestación.

—Por las razones que fueran, estaba limitado  —apuntó Shun—. Durante esa trágica noche no pudo matar a nadie  en persona, ni siquiera a los guardias.  

—Niké os sonrió. La única forma de equipararse a quienes han sido bendecidos por los dioses, es contando con el apoyo de un dios, y una fuerza de voluntad acorde a ese don. Los dones de Plutón son el poder del Hades, y pueden manifestarse como un desierto hecho del polvo de todos los seres que han muerto, donde las heridas no sanan, no es posible respirar y los peores tormentos del alma cobran vida. La antesala del Tártaro.

—Fue gracias al cosmos de Atenea que el Santuario no terminó de ser consumido por la Esfera de Plutón —dijo Shun.

—Pienso lo mismo. En realidad, fue un error evidente invocar la Esfera de Plutón en esa batalla. Los Astra Planeta pueden cristalizar el poder de las Esferas de Crono en forma de armadura. Las llaman albas, y cuando no las portan, se ven como coronas de laurel, aunque metálicas. Usarlas equivale a exponer sus almas a la batalla, mas también les permite ignorar las leyes de mundos ajenos. Ninguna restricción les afecta.

—Así como la sangre de Atenea nos protegió de la barrera de Hades en el castillo Heinstein diecinueve años atrás, ¿cierto?

—Empezáis a comprender —aprobó Orestes—. Vos y vuestros hermanos fuisteis bendecidos por Atenea, y gracias a ello y vuestra fuerza de voluntad, forjada a lo largo de las batallas, pudisteis marcar la diferencia en la Guerra Santa contra Hades.

—Nuestros recuerdos sobre la batalla en los Campos Elíseos son nebulosos. No puedo asegurar que fuéramos mejor que ochenta y ocho caballeros versados en el Séptimo Sentido. Tanto poder en un solo mundo, una sola época…

Seguía costándole imaginárselo, como si no estuviera bien que eso ocurriera.

—Era insuficiente —admitió Orestes, causando gran asombro entre quienes escuchaban el relato—. Por eso ideamos una estrategia que creímos adecuada. Quizá lo hayáis sentido antes: cada vez que Caronte libera la Esfera de Plutón, lo que hace es usurpar vuestro espacio-tiempo para hacer valer las leyes del dios que lo respalda. En la Noche de la Podredumbre lo habría hecho de no haber tenido que pasar por encima de la barrera de una diosa olímpica, y durante la guerra solo vuestra técnica secreta, Suma Sacerdotisa, impidió el peor resultado posible. Expresar las Esferas de Crono sobre algo distinto del vacío puede provocar una herida en el tejido de la realidad, así que es contraproducente que un astral luche en un dominio ajeno.  Le resultaría imposible, o al menos muy difícil, luchar con todo su poder en esas circunstancias…. Y a pesar de ello tienen el deber inexcusable de proteger a la regente de Júpiter si es atacada en la Esfera de Júpiter. Una paradoja que supimos ver y quisimos aprovechar para acabar la guerra.

 

Akasha y Shun intercambiaron miradas y pensamientos. Esa revelación tenía sentido con lo que sabían del enfrentamiento entre Caronte y los santos de Pegaso, Dragón, Cisne y Fénix. El regente de Plutón no llegó a manifestar la Esfera de Plutón mientras luchaba con ellos en la Esfera de Venus, aunque sin duda le habría sido útil.

—Atacasteis a Calisto de Júpiter en sus dominios, su verdadero cuerpo. —Shun esperó la confirmación de Orestes antes de continuar, la verdad sobre el poder de los Astra Planeta parecía tan o más compleja que el pasado del micénico—. Sabíais que el resto acudiría, aun sin poder invocar sus propias Esferas de Crono. ¿Es lo mismo con las albas? Con ellas no pueden beneficiarse de las leyes del dios que los respalda, pero sí ignorar las restricciones que impone el enemigo.

—Calisto vestía el alba de Júpiter —respondió Orestes—. Por sí solo, un astral es el mejor guerrero con el que el Olimpo puede contar. En el interior de la Esfera de Crono que le corresponde, o vistiendo el alba, vale por todo un ejército de guerreros sagrados. Si visten el alba una vez la Esfera de Crono se ha manifestado por completo, son capaces de canalizar el poder del dios al que representan, el dunamis. En ese estado, solo mi señor podía derrotar a Calisto de Júpiter, de modo que fue él quien la combatió mientras yo y todos mis compañeros, los novatos y los veteranos, librábamos la última batalla contra el resto de los Astra Planeta. Aun entonces nuestro ejército contaba con sesenta caballeros, mas no nos hacíamos ilusiones. Ya habíamos comprobado que la inmortalidad de los Astra Planeta estaba más allá del alcance de ningún mortal. Nuestra única aspiración era resistir mientras nuestro señor daba muerte al as en la manga del Olimpo. Si lo pienso con retrospectiva, quizá ese fue el verdadero plan desde el principio, no matar a los Astra Planeta fingiendo que íbamos a por la más poderosa entre ellos, sino matar a la más poderosa fingiendo que íbamos a por los demás —murmuró el caballero con aire meditabundo. Admirado, más que enfadado.»

—Dunamis —susurró Shun, rememorando el tiempo en el que el dios Hades lo usó como avatar. «El poder de un dios.» Era una forma sencilla de decirlo, ya que el lenguaje de los humanos era insuficiente para dar una explicación exacta, y lo mismo ocurría con las Esferas de Crono, según preveía tras las descripciones de Orestes y el discurso con el que Titania de Urano se había presentado a Akasha—. ¿En verdad los dioses habían dado semejante fuerza a los Astra Planeta? En ese caso…

—Es una locura enfrentarlos —completó Orestes sin pretenderlo—. ¿Qué puedo decir, Shun de Andrómeda? Los caballeros nacimos a partir de la admiración que mi señor sintió por los más locos entre los hombres. —El antiguo príncipe de Micenas rompió la tensión que lo había acompañado aquella larga hora con una sonrisa—. Marchamos contra los Astra Planeta sintiendo sobre nuestras cabezas el verdadero alcance del poder de un dios. Con el alba y la Esfera de Júpiter, Calisto arrastró a nuestro señor al Tártaro. Con el alba y la Esfera de Plutón, Caronte puso fin a la guerra, y a nuestro mundo.


Editado por Rexomega, 14 febrero 2022 - 20:04 .

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#310 Seph_girl

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Publicado 05 febrero 2022 - 14:24

Cap 109. El cap en el que más habla Orestes
 
Mira, que el Argo Navis tiene la magia tipo Harry Potter para que los espacios reducidos por fuera sean inmensos por dentro, y como las habitaciones de la película de ENCANTO jeje.
 
La charla entre Santos y Alas del Rey estuvo buena, pero noté que cuando les preguntan si su dios misterioso desea en verdad el bien para los hombres, estos le sacaron la vuelta como verdaderos campeones, cambiaron de tema, y aunque volvieron a tener que hablar del dios, esa pregunta no fue respondida... Qué listos.
 
Pues hablan un poco de él/ella, quien pues si nunca tuvo nombre ha tenido milenios para ponerse uno, ¿no? Pero nah, así es más misterioso el asunto. ¿Que viene a decir Orestes que la identidad de sus padres no es importante? Yo que Akasha lo tiro del barco por pesao jajaja.
 
Total que El Hijo nació en otro mundo, a como suena y me gusta jugar, parece que nació en un fic escrito en una libreta y no en un ordenador, donde tomó muchos personajes de otras historias para inventarse su mundo, pero su fic no está online como el resto XD y que mandaron a los Astra Planeta a quemar las hojas de su mundo inventado, que triste.
 
Pues Orestes nos chismea que en el ejercito del Hijo TODOS Y CADA UNO DE SUS GUERREROS usan la velocidad de la luz y el octavo sentido como base... creo que el meme debe ir aquí "Y si era tan listo ¿por qué lo sellaron en el Tártaro?"
 
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¡Mirá! Ha pasado mucho y no recuerdo si esto ya lo habían comentado o no pero, Orestes nos cuenta que tuvo una experiencia parecida a lo de Jabu y los broncinos! Que alguien se sacrificó para que despertara del Hypnos Hotel, interesante.
 
Y también cuenta todo lo que sabe de los Astra Planeta... uff, este hombre habló lo que no en 109 episodios jajaja, y en resumen: es una locura enfrentar a los Astra planeta. Fin.
 
PD. Buen cap, sigue así :)

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#311 Rexomega

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Publicado 07 febrero 2022 - 11:37

Saludos

 

Seph Girl. Ahora que lo dices, eso es totalmente cierto. ¿Qué pasó contigo Orestes?

 

¡Un hechicero lo hizo! ¿Tal vez? No he podido ver Encanto.

 

El Hijo pagó las clases de marketing a los caballeros. Es la única explicación razonable que no deja a los entrevistadores como un par de despistados. (O que les da igual si el Hijo es más bueno que el pan bimbo porque no piensan aliarse con él.)

 

Puedo dar fe de que el Hijo es hombre, descendiente de un dios, o una diosa, del Olimpo, pero él es varón. Una de dos, o aún no se ha animado por ningún nombre que suene tan bien como que se dirijan a él como El Hijo, o el Olimpo ha metido manto en todas las oficinas de documento de identidad para que no pueda tener un nombre. ¡No le des ideas! Sabemos que Akasha, tiende a ser un poco rencorosa, solo un poco.

 

Eso suena 100% verídico. Teníamos a la lectora de fanfiction Titania y ahora tenemos al autor de fanfiction El Hijo. ¿El ship que vencerá al Akasha x Caronte/Gestahl Noah?

 

Muy buena pregunta y mejor meme.

 

Es posible que haya dado algunas referencias veladas, pero sea como sea, ahora sabemos por qué Orestes sabía tanto de todo ese asunto.

 

Oh, sí, todo pudo haberse resumido así:

—¿Hay alguna forma de ganarle a los Astra Planeta? —preguntó Akasha, intrigada.

—No —respondió Orestes, siendo Orestes.

 

Fin. 

 

***

 

Capítulo 110. Recuerdos de un pasado inexistente

 

Desde que los primeros hombres aprendieron a navegar, el océano había sido para muchos una fuente inagotable de aventura y peligro. Los dominios de Poseidón solían ser más inconstantes y misteriosos que la tierra firme que habían conquistado y sembrado; cada día era una lucha entre las fuerzas de la naturaleza y la tenacidad e inteligencia características de la especie humana. Y como todas las veces en que se daba tal enfrentamiento, donde unos veían un riesgo a contabilizar dentro de un negocio, otros lo veían como una forma de probarse a sí mismos, de sentirse vivos.

Los santos de Atenea y las sombras, tal vez pertenecientes a la lista de los cien guerreros más fuertes del mundo, se sentían como encajados a fuerza en el primer grupo. Cualquiera esperaría que navegar por los mares olvidados, una manifestación de la cuarta dimensión, sería aún más emocionante que cualquier viaje hecho en la historia, pero nada estaba más lejos de la realidad. El Argo Navis era un barco mágico que hacía por sí solo la mayor parte de las tareas. También estaba hecho de madera bendecida y revestida de metal sagrado, así que no era necesario protegerlo de una tormenta. Lo único que su tripulación tenía que hacer era mirar el horizonte y, si querían, hacer la limpieza. Un comerciante aprobaría eso.

—Cinco monedas de aire por Makoto —exclamó Emil.

—Una lección intensiva en lengua extranjera por Soma —replicó Munin—. Si vas a apostar, hazlo con cosas reales.

A excepción de Adremmelech y Hugin, silenciosos vigilantes de lo que estaba más allá del océano, los santos y sombras se habían reunido en torno a Makoto de Mosca y Soma de León Negro. Estaban convencidos de que iban a pelear, pues todo el que se había molestado en apaciguar al hijo de Ban había acabado recibiendo una enorme bola de fuego verdoso contra la cabeza. Y Makoto y Soma tenían un asunto pendiente.

—¿Misión de rescate, eh? —dijo Soma.

—Eso he dicho —dijo Makoto—. La Suma Sacerdotisa aprecia a todos los santos de Atenea por igual, no dejará desamparada a tu hermana.

—¿Sabes? No termino de pillar para qué es este viaje. Llámame tonto si quieres, pero hacía un momento teníamos la mitad de la tripulación que tenemos ahora. ¿Hace falta tanta gente para cargar la bandera blanca y parlamentar?

—Yo también estoy un poco perdido. Qué más quisiera yo que saber por qué el Santuario hace lo que hace del modo que lo hace.

—Menudo trabalenguas —acusó Soma con ojos entornados.

—¿Verdad? —dijo Makoto, pasándose la mano para ocultar el rubor—. Según he entendido, la idea es llegar hasta donde están los Astra Planeta sin que algún elemento de la orden tan malvado como Caronte nos mate a todos.

—Eso está mejor. ¡Los dioses bendigan a quienes hablan claro!

—Que no te oiga tu jefe, ¡nadie en todo este mundo da tantas vueltas como él!

El silencio se hizo, encendiendo las expectativas de los ociosos espectadores. Por algunos segundos, hasta Makoto creyó que se había pasado.

—Touché —soltó Soma al final, riendo.

—Lo siento, no… —estaba diciendo Makoto a la vez.

—No, ¿por qué? Tu Suma Sacerdotisa incluyó al jefe en la lista de personas desaparecidas. Eso es que lo vamos a rescatar también. ¡Pensaba que lo quería muerto!

—Si lo quiere muerto, será porque ella misma lo matará.

—¿Así que es esa clase de persona la Suma Sacerdotisa? —preguntó Soma con una sonrisa amplia y pícara—. Apuesto que hay algo más allí. ¿Qué pasaría si mi jefe y tu jefa quisieran algo más que ser socios forzosos?

—Es mejor que no sigas por ahí —cortó Makoto.

Soma calló enseguida, poniéndose serio. Se notaba que quería decir algo, pero no encontraba las palabras. Tras un rato rascándose el pelo, dijo por fin:

—No te guardo rencor, ya no.

—Deberías.

—¿Por qué? Tú conocías mejor a Geist que yo. ¿Qué derecho tendría yo a vengarla, si al tener que quitarle la vida sufriste más de lo que puedo imaginar?

—No fue solo Geist, también Agrius y Theon murieron ese día. Tú pudiste haber muerto. No estás obligado a perdonarme por lo que hice, Soma.

—Deja ese tono lastimero, te he dicho que no te guardo rencor y es la verdad —dijo Soma, cruzado de brazos. El serio semblante empezó a agrietarse con una sonrisa dirigida a Munin—: ¿qué lengua extranjera enseñarías?

Sin esperar una respuesta de Cuervo Negro, Soma ejecutó las técnicas por las que era conocido: Rugido de leoncillo, para desorientar al rival confundiendo los sentidos,  y el Bombardeo oscuro, para incinerarlo antes de que pudiera recuperarse.

La voz de Soma, potenciada por el poder de la armadura, llegó a Makoto, quien se mareó por un breve instante. Acto seguido, el caballero negro arrojó hasta cuatro bolas de fuego esmeralda que orbitaban entre sus dedos, las cuales se fundieron en un gran meteorito que cubrió a Makoto desde los pies a la cabeza. Entre los espectadores se mezclaban halagos a la sagrada madera del Argo Navis, ignífuga al parecer, y maldiciones contra quien amenazaba su único medio de transporte.

Al final, empero, todo fue mudez. No había nada en el interior de las llamas de Soma, que ya se disipaban. El caballero negro miró en todas direcciones.

Makoto cayó del cielo, golpeándole la nuca con un rápido golpe.

—Eso por hacer una broma de tan mal gusto sobre mi jefa —dijo Makoto no bien caía Soma de bruces al suelo. En un alarde teatral, tomó una a una las cinco monedas invisibles que Emil le lanzaba, para terminar con una reverencia.

 

—Ha sido un espectáculo regular —comentó Hipólita, dando un par de aplausos secos—. Estoy cansada de esperar. Munin, ¿vienes?

—¿Ver a la Suma Sacerdotisa en vez de a estos dos idiotas? ¡Vaya pregunta! ¿Y tú? —El caballero negro miró a Adremmelech, una estatua impasible en todo momento. Ni siquiera había movido un dedo cuando Soma lanzó tan ardiente ataque contra el barco; claro que él no era nadie para juzgar—. Ah, claro, ahora eres…

—Soy un santo de Atenea —se adelantó Adremmelech. No necesitaba dar la vuelta para hacerse escuchar; su voz, un seísmo de sonido en el cielo, parecía más peligrosa para el barco que cualquier fuego—. Hay bastantes santos abajo. Me quedo aquí.

—Chaquetero —se burló Munin.

—No tenéis audiencia —musitó una voz. June de Camaleón, invisible para los sentidos convencionales, hizo notar su presencia elevando su cosmos.

—La tendré, solo me adelanto al lento avance del tiempo. ¿O preferís un espectáculo más duradero que esta batallita? Todos contra mí, tal vez —propuso Hipólita.

Como nadie dijo nada, volteó, indicando a Munin que era el momento de retirarse.

 

***

 

Mientras caminaban por los pasillos del Argo Navis, Munin le fue explicando a Hipólita las más interesantes características del barco. Él había experimentado su capacidad para navegar por sí solo de forma indirecta, Hipólita jamás tuvo ese placer, por lo que fue paciente  al explicarle cómo tras el camarote papal podía esperarles una estancia mucho más grande que la que podrían imaginar desde fuera.

Ni él mismo esperaba ver un mundo entero.

—¡Por todos los dioses del Olimpo! —exclamó Munin nada más entrar. Algo había crujido bajo su bota. Un hueso—. ¿Es humano?

Hipólita no se molestó en contestar. Cada uno de los sentidos de ambos captó la respuesta. El intenso y desagradable olor a muerte, el silencio antinatural de una tierra sin vida… Hasta el simple hecho de tener la boca abierta les hacía sentirse envenenados. Una masa de polvo y ceniza carmesí ocultaba todo lo que no estuviera a dos pasos, intoxicando el aire. Munin envió un cuervo, blanco como la nieve y la muerte.

Esperaron un minuto, dos, tres… La criatura no regresaba. Incluso ignoró el llamado, algo inaudito para un eidolon, la extensión del cosmos de un guerrero sagrado.

Avancemos —sugirió Hipólita telepáticamente.

Munin negó con la cabeza. Estaban rodeados de pequeños cráneos y huesecillos, y por ningún motivo quería volver a pisar alguno, si bien no sabía por qué: Altar Negro lo había acostumbrado desde los primeros días a andar en medio de guerras, no solo como espectador, sino usando su inestimable poder psíquico para forzarse a sentir empatía con las emociones desatadas en tales escenarios. Un par de niños muertos no era nada, nada. Se lo repetía segundo a segundo mientras se negaba a avanzar.

Escuchó un par de crujidos; Hipólita sí que avanzaba. Con gran cuidado, más ágil que veloz —no deseaba provocar un estallido sónico— se interpuso ante aquella compañera a la que aun ahora temía y respetaba. La agarró por el único brazo que le quedaba, ignorando el ilusorio, y negó varias veces. En el ojo rosado de Águila Negra pudo ver las lágrimas que estaba derramando, y ni eso le ayudaba a saber por qué.  

 

Bajo la lupa del poder de Ethel, la única fuente de visión con la que contaba Hipólita, era fácil ver lo que se escondía detrás de la niebla roja: tierra seca y agrietada, sin el más remoto rastro de vegetación a kilómetros a la redonda, lo mismo sobre el agua; había un enorme cráter al oeste de donde se encontraban, lo bastante grande como para que Hipólita intuyera que un día fue un lago, y la multitud de construcciones que lo bordeaban, una ciudad pequeña. Resultaba extraño ver aquellos edificios intactos, más allá de algunas ventanas rotas y los inevitables efectos del paso del tiempo, con el brutal cultivo que atestaba el suelo en derredor.

Solo son muertos —dijo Hipólita, alzando la calavera de un hombre adulto frente a Munin—. Estamos acostumbrados a los muertos. A esto nos dedicamos. 

No hay muerte —replicó Cuervo Negro, haciendo una mueca ante el sonido del cráneo pulverizado por los dedos de la mujer.

Hipólita asintió con desgano. Ella no era una psíquica, no podía competir con Munin en ese aspecto; por fortuna, Ethel, o lo que quedaba de ella, sí. Entre el polvo rojo que los rodeaba se podían detectar imágenes fugaces, sensaciones. Tiempo después podría decir que vio fantasmas, reflejos temporales en un divertido —al menos desde su perspectiva— color azul espectral de gente que había muerto con una tarea pendiente en el mundo físico. Ahora no había el color ni la silueta de nadie, ni siquiera la vaga forma de las almas en el Hades. El ambiente, en un sentido místico, estaba sobrecargado de las emociones que habían llenado todos los campos de batalla en los que alguna vez estuvo Águila Negra, solo que sin el fuego que encendía su alma, sin la pasión, la sed de venganza, o la satisfacción de la victoria, pequeña o grande.

Todo era tan frío.

La única mano de la guerrera, carne viva rodeada de vendas, aferró a Munin con brusquedad. Hipólita alzó el vuelo con gran velocidad, extendiendo una oleada de polvo y escombros desde el punto de salto, agujerando el cielo rojo con fuego. Ambas cosas provocaron un rictus de dolor en el semblante de Cuervo Negro, quien leía en aquellos millones y millones de granos carmesí la sangre de los que no habían muerto incluso después de haber sido asesinados. Prefirió no decir nada a la mujer que lo mantenía a nueve mil metros por encima del nivel del suelo, sin parar de subir.

Hipólita se vio obligada a desviar el rumbo cuando la ardiente atmósfera empezó a carbonizar sus vendas a pesar de la protección del cosmos y la armadura. Las llamas  llenaban el espacio celeste como una antinatural bóveda compacta que ocultaba las estrellas. En esas circunstancias, no le habría extrañado que de pronto empezara a llover lava desde las nubes-antorcha que iluminaban el bajo cielo.    

Descendieron al doble de velocidad, aunque ninguno quería hacerlo. Respirar humo o quemarse en aquel infierno era preferible a la niebla roja. Sin embargo, ambos eran conscientes de que la lucha que se libraba más allá de los límites —que probablemente negó a aquel mundo un sol y una luna que lo alumbrara— estaba lejos de sus posibilidades. Hipólita chocó contra la hemorragia planetaria como un meteorito listo para traerle el ansiado fin, y entonces el poder de Ethel dio las últimas indicaciones que los caballeros negros necesitaban sobre aquel fenómeno.

La caída no fue digna de un meteorito. Ni siquiera fue el suave descenso de una maestra en el arte de volar. Solo en el último momento Hipólita reaccionó, librándose con una maniobra de dar tumbos en el suelo. Aseguró el aterrizaje de Munin mediante el poder de Ethel, un brillo rosado que rodeó a Cuervo Negro, protegiéndolo.

Estamos rodeados de cosmos —apuntó Hipólita; Munin asintió—. El cosmos de esos luchadores, contenido en la sangre… Y el poder divino del cielo debe ser… Llama al cuervo, solo así sabremos más. 

No me hace caso. Este lugar lo llamó a la batalla… ¿Podemos irnos?

Más que una pregunta, era un ruego del que Munin no se avergonzaba.

Forjamos nuestros cosmos para la batalla —espetó Hipólita antes de abofetear a quien creía  un camarada digno. No lo hizo con furia, pues al caer al suelo Munin conservaba la nariz—. Solo recuerda que es tu cosmos.

Dijo eso, pero por dentro Hipólita imaginaba lo que Munin pensaba. ¿El cosmos de los luchadores? Era probable que la niebla roja fuese el cosmos de aquel mundo, una muestra de la rotura de un alma que no era sino el conjunto de todas las almas de un planeta entero. Si era una ilusión, quien la fabricaba debía estar demente.

Aun tirado en el suelo, Munin miraba el mar lleno de peces muertos y los cadáveres de la costa. Muchos conservaban la carne, podrida, y algunos hasta la piel. Todos rodaban como movidos por un terremoto, aunque la tierra no temblaba en lo más mínimo.

Un rayo rugió en el centro de todo.

¿Es él? —preguntó Hipólita—. ¿Tengo que volver a llevarte en brazos?

Munin se levantó, de pronto ido, embelesado por una música que quizá solo él oía. Hasta hacía unos segundos, temía que todo estuviera perdido. La herida de aquel mundo era la prueba, ¿no? Toda familia rota, toda nación disuelta, todo grupo, animal o humano, dividido por un conflicto incansable, que no admitía momentos de paz. Sabía que estaba desesperando a Hipólita, poseída por el hacha de la Divinidad que pone fin a la unión —que puso fin a la comunión entre él y su propio cosmos—, así que no la culpaba por el golpe, pero tampoco deseaba hacer nada por evitarlo.

Sí es él —respondió en un susurro, aunque entonces Hipólita ya le había dado la espalda y avanzado hacia la batalla—. La razón por la que surgió esta alianza.

Tras sacudir la cabeza, Munin decidió seguir el trote ligero de su camarada, si bien a él no lo impulsaba la sed de lucha, ni el miedo a tener miedo. Lo que lo impelía a ir de un sitio a otro en aquella tierra sin esperanza, muerta por siempre, era la música. No dejó de oírla en ningún momento, al contrario, se volvió más intensa cuando se detuvieron.

Como antiguos discípulos del Santuario, tanto Munin como Hipólita tenían sentidos lo bastante agudos como para saber que las nueve presencias que había a un par de kilómetros, en el centro de un bastión natural que recordaba a la fortaleza de Atenea, eran los únicos seres vivos en todo el lugar, quizás en todo aquel planeta. Ocho guerreros con armaduras semejantes a los mantos sagrados de los santos rodeaban a un hombre de ropas negras, a excepción de una camisa roja como la niebla que cubría aquel mundo. Los guerreros alzaban los puños y el cosmos, un cosmos de oro; el hombre miraba una manzana dorada con deleite, sin emitir cosmos alguno.

—Sabéis que es inútil —dijo este, un susurro que paralizó a Munin e Hipólita—. Hemos ganado. El falso Rey caerá, y el Olimpo prevalecerá, como debe ser.

Los petrificados espectadores reconocieron a Orestes y Asterión. También las armaduras de Capricornio —un anciano alto y barbudo que por alguna razón cargaba un libro— y Lira, cuyo portador, por supuesto, era el responsable que la música que había hechizado a Munin. Los demás, una mujer sin máscara y tres guerreros cubiertos por un manto de llamas oscilantes, permanecían en la retaguardia, formando un segundo círculo que terminaba de cortar toda salida para Caronte de Plutón.

—Podéis luchar con vuestros antiguos amigos, si os place —dijo, anunciando el levantamiento de cadáveres que Munin había visto kilómetros atrás, en la costa.

Mientras la niebla roja se arremolinaba —no podía atravesar las fronteras de la réplica del Santuario—, y los sentimientos desapasionados de las almas combativas inundaban todo, Orestes gritó. Fue más el alarido de una bestia que una palabra, pero el acto que precedió fue bastante humano. Un rayo de luz emergió desde la palma del micénico, cubriendo por completo a Caronte y yendo más allá. La lanza solar no vaporizó a los caballeros negros por poco, aunque sí que los obligó a retroceder: la roca bajo sus pies se derretía, tornándose en lava para luego desintegrarse al igual que todo el suelo bajo el ataque. Lejos de los combatientes, una explosión arrasaba con la costa y el mar.

—Ha llovido mucho desde Troya, hijo de Agammenón —comentó Caronte, apareciendo de entre el fulgor de la técnica, ileso—. No siempre se está en el bando ganador.  Creo que tus compañeros opinarán igual. Diez.

Orestes volvió a gritar. Munin logró contar sesenta mil haces surgiendo del luminoso cosmos del micénico. Notó que Hipólita se preparaba para alzar el vuelo, aunque no imaginaba a donde querría ir. Si Orestes arrasaba con todos los cadáveres de aquel mundo, es decir, toda la superficie de aquel planeta, no habría lugar al que escapar. Todo sería fuego, el fuego más frío y desolador que la humanidad podría imaginar.

—Nueve —dijo Caronte, arrojando al cielo la manzana, y dando inicio al combate. Aun sin parpadear, Munin e Hipólita perdieron de vista a los ocho. Solo Orestes seguía visible, lanzando rayos en todas direcciones.

Por fortuna, los ataques del micénico ascendían primero media atmósfera y luego descendían en un amplio arco, así que no hubo peligro para los caballeros negros. Estos hicieron amplios esfuerzos por seguir la batalla, pero era imposible. Todos luchaban a la velocidad de la luz, como poco. La única guía del combate eran las fluctuaciones de cosmos y el conteo de Caronte; segundos para el fin de aquel mundo.

—¿Cómo pueden pelear con él? —soltó Hipólita, tragando el veneno del cosmos de los muertos. Ocultó bien las arcadas que aquello le produjo, así como ocultaba el miedo irracional que le invadía cada que pensaba en acercarse a ese ser.

No pelean —sugirió Munin a través de la telepatía—. Creen que pelean, pero saben que ya no hay nada que hacer… Una idea que Caronte les ha debido introducir en pasadas batallas. «Soy inmortal, nadie me puede ganar.»

Terminó el conteo sin que se dijera nada más.

—Cero. —Caronte dio el último paso sobre aquella tierra, con la expresión de quien sabe que está pisando el cadáver de un mundo.

Un nuevo rayo descendió del cielo. El poder de Ethel mostró a Hipólita que un cuerpo humano —humanoide— estaba en su interior.

La tierra se resquebrajó. El Santuario colapsó sobre sí mismo, derrumbándose. La niebla roja empezaba a mezclarse con las llamas del cielo, devorándolas.

Siete cosmos de oro destellaron, preparándose para la última carga.

Más allá del horizonte, sesenta mil explosiones de fuego solar consumieron los restos de un millón de conflictos. Orestes cayó agotado al mismo tiempo, ya sin fuerzas. 

Todos estos colores y hechos fueron captados por Munin, Hipólita, y el resto de espectadores. Quizá por el reflejo del shock que vino luego, Cuervo Negro era el único que estaba preparado para esto: él había escuchado el réquiem de Lira. La desesperanza que es en verdad la esperanza perdida de Pandora.

Primero todo se volvió gris, blanco y negro. Y después, cuando el alba cubrió a Caronte y la Esfera de Plutón fue expresada sobre el mundo muerto, todo se extinguió.

Las luces y las tinieblas se extinguieron, incluso la oscuridad primordial desapareció, y un color inhumano hirió las frágiles mentes de todos.

Toda existencia había sido reducida a la nada.

 

***

 

En la cámara papal, el cosmos solar de Orestes se apagaba como una vela. Hipólita y Munin entendieron enseguida que todo había sido una visión del micénico para la Suma Sacerdotisa, quien era incapaz de ocultar el temblor de sus manos.

—No he sentido un poder así desde… —Shun titubeó. La imagen del alba de Plutón rehuía las cadenas de su mente, esquivaba el recuerdo. Un negror profundo, casi un  agujero sobre el tejido de la realidad. Solo algunas líneas de plata, semejantes a las venas y arterias de un cuerpo humano, escapaban de la monotonía—. Elíseos.

Orestes asintió.

—Y esos caballeros… Orfeo de Lira… No puede ser, él desapareció en el Hades hasta que Seiya y yo…

—El tiempo no fluye del mismo modo en todos los mundos —sostuvo Orestes—. Lo que para nosotros es un parpadeo puede significar el nacimiento, la vida y la muerte de un universo. ¿Y bien? ¿Comprendéis ahora mis palabras?

Nadie dijo nada. Todos seguían angustiados por la fuerza que habían sentido más allá de aquella visión, conscientes de que ningún humano podía albergar tanto poder.

—Él no fue quien destruyó por igual el cielo y la tierra —terció Asterión, al tanto de los temores de la sala, los suyos incluidos—. Fue Hades.

—La diferencia entre un dios y un astral actuando como su avatar es la eternidad. En el peor de los casos, podemos acogernos a la suerte y el capricho de Niké, mas no creo necesario el riesgo si ahora está encerrado. Debemos destruirlo.

—¿Destruirlo? ¿A Caronte? Tú y tus amigos no parecíais estar por la labor —se burló Hipólita acercándose a los caballeros.

—Nosotros combatimos, mujer. Vos os paralizasteis solo por mirarlo.

—¿Quién me dice que no veía una ilusión?

—No era una ilusión —terció Munin, todavía con el bello réquiem retumbando en su torturada mente—. Era verdad.

—Expresé en este espacio una parte de mis recuerdos —explicó Orestes—. Una prueba de la honestidad de mis palabras, y una aproximación de las Esferas de Crono. La diferencia es… Dioses, ¿cómo explicároslo? Muerte y vida, tiempo y espacio, leyes universales, cosmos, magia… Todo en la naturaleza procede del dunamis, y en plenas condiciones un astral tiene acceso a esa fuerza. ¡Trascendió mi recuerdo y llegó hasta vosotros como una fuerza inimaginable, no podéis negarlo!

—No lo hacemos —dijo Shun, enfrentando la tensa mirada de Orestes—. Más bien, nos preguntamos si es posible que los acontecimientos que relatas fueran fortuitos cuando hablamos de un dios que sabía del pasado, el presente y el futuro de nuestro mundo. Tres mil años después de salvarte del sueño eterno, tú, uno de los pocos supervivientes de su derrota, quizá predestinada, ayudarías a despertar a cinco guerreros del mismo castigo, a cambio de que se unieran a un dios ajeno.

—Tal mezquindad es sólo propia de los hombres. ¡Vuestro concepto de lo que es un dios está torcido! —aseguró un escandalizado Orestes.

—Algo sabemos de los dioses. Ellos no obtuvieron la inmortalidad, siempre fueron eternos. Son más antiguos que mi mundo y el tuyo, así que no tienen por qué regirse por la ética y moral humanas. Tu dios permitió el final del mundo que creó. 

—¡No fue así! —bramó Orestes, apretando los puños—. Él impidió que se desarrollasen armas de gran alcance, mas el mal anidó en cada ser desde el comienzo de la invasión. Lo que visteis no fue provocado por un cataclismo global como el diluvio y el eclipse que afectó la Tierra el pasado siglo, la guerra duró hasta la única paz que puede existir cuando todo está enfrentado entre sí: la muerte, el cadáver de un planeta, el corazón muerto de un universo muerto. ¿No compartimos eso, acaso? Ese demonio siembra destrucción allá donde va, y hasta hoy, siempre ha salido impune.

«Tú trajiste a Caronte al Santuario —pensó Shun, sabiendo que el mismo pensamiento rondaba la cabeza de Akasha desde el inicio de aquella conversación—. Tú y tu dios creasteis el escenario en el que nuestros objetivos convergen.»

—Matadle —pidió Orestes—. Arrojad el ánfora de Atenea al Tártaro, si no es por el mundo que me acogió, hacedlo por vuestro Santuario dos veces mancillado. A cambio obtendréis algo más duradero que las bendiciones del Olimpo. No solo mi fuerza será vuestra, Suma Sacerdotisa, sino la de todos mis compañeros. Con nuestra ayuda, ninguna amenaza volverá a poner en riesgo la Tierra y la humanidad.


Editado por Rexomega, 07 febrero 2022 - 11:46 .

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#312 Seph_girl

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Publicado 12 febrero 2022 - 12:51

Cap. 110 Recuerdos de película
 
Empezamos con charlas de los tripulantes, donde nos enteramos que Soma siente curiosidad por el ship de AkashaxGesthal XD
Las cosas se quisieron poner calientes en un duelo amistoso, pero gracias a Dios no perdieron tiempo ni le hicieron caso a Hipolita de un todos contra ella (eso ya se ha visto y duró bastante)
 
Después, Hipolita y Munin tienen una extraño viaje dimensional por un paraje de muerte... donde parece se recreó la batalla de Caronte vs los caballeros del Hijo cuando quisieron quemar su mundo de ensueño.
Ah mira, que Orestes fue quien pasó la película de lo que ocurrió en su mundo empleando las habilidades del barco (susto de muerte que se han debido llevar Hipolita y Munin, ¿por qué nadie cerró la puerta primero xD?
Y pues Orestes le propone otro buen plan a Akasha, pero no hay que ser muy genios para saber lo que pasará...
 
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Ja!
Pd. Buen cap, sigue así.

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


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Publicado 13 febrero 2022 - 19:26

¿Puedo decir todo lo que pienso, a calzón quita'o, sin guardármelo nada? Si no puedo pues no pasa nada, no lo diré y todo bien.



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Publicado 14 febrero 2022 - 19:48

Saludos

 

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***

 

Capítulo 111. Peones en el tablero

 

La propuesta de Orestes no era nueva para Akasha.

Caronte de Plutón, Tritos de Neptuno, Titania de Urano, Altar Negro, Julian Solo. Todos habían ofrecido una alianza, ya fuera por propia voluntad, ya porque el Santuario así lo buscó. No importaba el daño que hubiesen provocado. Todo podía arreglarse con ofrecer más soldados, más batallas, más guerra.

Ninguno comprendía lo que ella quería en realidad. Lo que la humanidad necesitaba. Quizá el que estaba más cerca de ello era el antiguo avatar de Poseidón.

Se esforzó en evitar que los caballeros negros y los siervos del Hijo percibieran su malestar. Sin el yelmo papal, nada podía protegerla de un hábil telépata como Asterión de Lebreles; ella tenía que cuidar sus pensamientos.

«¿Cuándo, Atenea? ¿Cuándo obtendrá paz el Santuario? ¿Estoy errada al pretender justicia? ¿Debería apartarme de este término medio, escoger entre destruir a Caronte como desea el Hijo, y entregarlo a los suyos, acaso tan malvados como él?»

Shun, el santo que mejor comprendía el parecer de la Suma Sacerdotisa, el único que podía hablar por ella, hacía preguntas al respecto. Orestes respondía con franqueza, a veces impulsado por emociones demasiado explosivas para el serio príncipe que Akasha recordaba. Él decía hablar con la verdad; Akasha creía oír engaños.

Casi agradeció la risa de Hipólita ante la propuesta de Orestes..

—¿Qué os parece tan gracioso, mujer?

—Había oído maravillas de las Alas del Rey —dijo Hipólita—. ¿Cómo no respetar una orden en la que todos conocen más sobre el cosmos que los orgullosos santos de oro? Pensaba que el día en que intervendríais en esta historia tendríamos que aprender de vosotros, y en cambio os veo pidiendo ayuda a Akasha, ¡río por no llorar!

Cansado de las burlas gratuitas de Águila Negra, Orestes se abalanzó sobre ella apresándole el cuello y empujándola contra una pared.

Pero la risa no se detuvo, de hecho se fortalecía.

—Lo admito. Al ver a Caronte de Plutón en ese recuerdo, sin límites, supe que estaba mirando a la muerte. Algo en mí supo que no serviría de nada luchar.

—¡Nosotros combatimos! —gritó Orestes fuera de sí, alzando a la mujer, rechazando el tacto con el brazo y pierna falsos que esta había fabricado con magia.

—Fingisteis luchar —corrigió Hipólita con una pérfida sonrisa—. Os daba miedo, lo creíais invencible, y está bien. Tal vez lo es. Tal vez no poseíais la fuerza para vengaros. Tal vez lo único que os podíais permitir era usarnos como carnada.

—Callad, mujer —bramó Orestes, tensando la mandíbula y apretando más el cuello. Solo necesitaba quererlo de verdad para quebrárselo, pero algo venía a su mente. El recuerdo fugaz de una guerrera a la que apresó de la misma forma.

—Si no tengo la fuerza para vengarme, merezco sufrir la impotencia del débil. No rogaré porque otros resuelvan mis problemas —aseguró Hipólita, aferrándose al brazo de Orestes con su única mano; de tratarse de un manto de plata, el brazal del caballero ya se habría quebrado—. Solo quédate ahí y laméntate como un perro.

Orestes soltó a la mujer de repente, actuando como si lo hubiesen abofeteado. Retrocedió algunos pasos viendo cómo la mujer ni se molestaba en recuperar el aire. El ojo rosado fijo en él, o quizá más allá, donde Akasha y Shun permanecían en silencio.

«No merece la pena. Nada queda de humano en vos.»

—Tenéis razón —admitió Orestes—. No poseo la fuerza para vencer a Caronte. No, ni siquiera yo y mis compañeros bastaron. Él… introduce en el enemigo la idea de que es invencible… Pueden moverse entre los distintos planos de la existencia como si caminaran por las calles de una ciudad… Quizás… No sé.

Cabeceó en sentido negativo, como tratando de alejar esa confusión que de pronto lo asolaba. Tras dar un último vistazo a Shun de Andrómeda, se dispuso a salir.

—Orestes de la Corona Boreal —dijo Akasha—. El Santuario quiere paz. Yo quiero paz. Una paz verdadera, no un descanso entre batallas sin sentido.

El micénico asintió, meditabundo, y luego salió de la habitación.

—Es correcto pedir ayuda cuando la necesitas —murmuró antes de cerrar la puerta.

 

***

 

Ajenos a tales revelaciones, Emil y Hugin habían iniciado una suerte de competencia en la que el santo de Cuervo creaba un eidolon demasiado rápido como para que el santo de Flecha lo alcanzara. Tan enfrascado estaba en ese asunto Emil, arrojando sobre Hugin tantas maldiciones como flechas erraba por el cielo infinito, al ver que este seguía pendiente del sol, que no se percató de la llegada de un iracundo Orestes.

—Al menos finge que te cuesta —exigió Emil tras el último fallo. ¿Cómo era posible que él, tirador diestro en acertar blancos lejanos y móviles, fallara por milímetros y milésimas de segundo en acertar a un maldito cuervo, que para colmo parecía burlarse de él a graznidos? Harto, tornó el carcaj en el Arco Solar y empezó a cargar.

—No seas mal perdedor —dijo Hugin, divertido, mientras llamaba al eidolon.

El veloz cuervo no llegó a posarse sobre la mano de su amo y creador, pues antes incluso de que Emil disparara, un rayo de luz lo incineró por completo

—¿Qué sois, insensatos? ¿Marineros borrachos y pendencieros que nada saben de la disciplina? —preguntó Orestes, responsable del ataque. Los contendientes se daban cuenta apenas ahora de que estaba allí: Emil se disculpó, mientras que Hugin no dijo nada sobre cómo el haz luminoso estuvo a punto de dejarlo sin cabeza—. ¡El Santuario acaba de desaparecer y vosotros perdéis el tiempo en juegos de niños!

Para Makoto era del todo evidente que el micénico descargaba sobre aquellos dos una frustración ajena, pero aprobaba la llamada de atención desde lejos. ¿No les bastó la pantomima de su pelea con Soma, quien justo ahora despertaba rodeado por las flechas erradas de Emil? Le sorprendería que solo él sintiera esa angustia asfixiándolo desde que el tal Asterión de Lebreles agrió los ánimos del Argo Navis con historias de un nuevo enemigo imbatible al que para colmo podrían estar dirigiéndose de frente.

«Es la forma que tienen de lidiar con eso —se había dicho, sin reunir fuerzas para reprenderlos—. Tienen tanto miedo como yo y ninguno queremos reconocerlo.»

Todavía podía recordar las lúgubres caras que todos ostentaban antes, como espectros del Hades que no hubiesen sido ni lo bastante buenos ni lo bastante malvados como para tener un destino final. Luego de los gritos, las burlas, las baladronadas y los golpes, solo quedó una brutal incertidumbre que al principio ni la propia Suma Sacerdotisa supo tratar. ¿Cómo se le ocurría nombrar a Adremmelech santo de Capricornio justo en ese momento y después actuar como si Hugin de Cuervo, su mayor detractor, tuviera la razón? Pensar que ni siquiera la Tejedora de Planes estaba segura de sí misma despertó en Makoto un pesimismo que lo consumió por largo rato, hasta que la misma Akasha que inclinó humilde la cabeza a amigos y rivales volvió a reunirles para hablarles con toda franqueza de las pérdidas del pasado y los obstáculos del futuro, arengándolos a dejarse de lamentos y luchar por quienes los esperaban al otro lado del mar.

A partir de ahí, Emil empezó a ser arrogante y Hugin recordó viejas rencillas con él, llevando a una competición que aislaba a Makoto de toda posible conversación.

—No es cierto —dijo el santo de Mosca, asombrado. A parte de Emil y Hugin, había alguien más en la cubierta. No June, invisible vigilante de todos, ni Orestes con su humor de perros, sino Adremmelech de Capricornio, cubierto por el décimo manto zodiacal con el beneplácito de la Suma Sacerdotisa.

Empezó a andar hacia el Caballero sin Rostro antes de estar seguro de que quería hacerlo. Su mente divagó mil veces, hasta se le ocurrió justo ahora que Munin de Cuervo Negro habría sido un excelente conversador, considerando que era el segundo, tras Hipólita, en romper el tabú de que ningún caballero negro podía superar en fuerza al santo legítimo del que era sombra. La técnica que empleó para ello, Hijos de Mnemosine, se le antojaba más interesante que esperar a ver si la poderosa voz de Adremmelech no le reventaba los oídos desde el saludo.

Llegó hasta él, de todas formas. Y habló.

 

***

 

Aun cuando Akasha de Virgo dejó claro que pretendía atender antes a Munin e Hipólita, el ex-santo de Lebreles, ahora caballero, no acompañó a Orestes de Corona Boreal. Se limitó a recostarse en una columna apartada, como un perro guardián.

—Lamento el golpe —murmuró Hipólita mientras avanzaba.

—Tu puñetazo es lo más agradable que sentí en ese lugar  —dijo Munin, con la imagen de un mundo muerto anclada en su mente, imborrable.

Ambos se detuvieron frente a Akasha, aunque sin arrodillarse ni dar cualquier muestra de respeto. Munin, caballero negro de Cuervo, parecía ido. Hipólita, en apariencia más muerta que viva, lucía como si siguiera siendo la más fuerte en aquella cámara.

—No he visto a Azrael por ninguna parte —comentó, divertida.

—Las terribles circunstancias en las que nos hemos visto envueltos exigen una fuerza de la que mi leal asistente carece, lamentablemente. —Akasha no tenía nada que temer de Hipólita, y sentía que había cosas que merecía escuchar del Santuario mismo, sin más intermediario que su representante. 

—¿La fuerza de un santo de bronce?

—Sabes que algunos en esa casta podrían darte alguna lección. Hipólita, puedo ver más allá de tu farsa. En tu última batalla perdiste un brazo y una pierna.

—¿Te preguntas cómo puedo caminar?

La sombra de Águila rio a la vez que dos de sus extremidades desaparecían, dando paso a un brazo y una pierna que tenían más en común con una bestia que con un humano; cubiertos por completo de un pelaje del color de las profundidades oceánicas, terminaban en garras muy capaces de cubrir el cráneo de un hombre.

Un parpadeo después, volvió a parecer que Hipólita conservaba ambas extremidades.

—¿Regeneración? —sugirió Akasha.

—Magia —dijo Hipólita—. Entregué un recuerdo al dios del olvido y obtuve esto.

—¿Un recuerdo?

—Al perder una parte de ti, puedes creer durante un tiempo que sigue ahí, que te duele. Síndrome del miembro fantasma, le dicen. Sacrifiqué eso a cambio de un brazo y una pierna que no obedecen las leyes de la física. ¿Sabes lo que eso significa?

—Velocidad de la luz —interpretó Akasha.

—Solo al atacar e impulsarme —dijo Hipólita.

—Sigues estando lejos de ser tan fuerte como crees. No. —Akasha cabeceó en sentido negativo—. No es eso de lo que quiero hablar.

Tras un encogimiento de hombros, Hipólita dijo, toda sarcasmo:

—Pregunta y responderé, Suma Sacerdotisa 

—¿Qué sabes de Ethel?

—Es mi hija. Lesath la mató. 

—¿El padre es…?

—Jaki.

—¿Cómo?

—Fui débil.

—No eres muy habladora.

—Lo soy, es solo que no me gusta el lenguaje de las palabras. Es un picor molesto. —tronando el puño, Hipólita sonrió—. El lenguaje de los huesos, por otra parte…

—Quiero saber qué ocurrió —exigió Akasha, a un paso del grito.

—También yo. No estuve allí.

—Había dos aspirantes al manto de Hércules, Ethel y Tiresias. Ethel podía leer la mente, leyó algo que no le gustó e inició una rebelión pasiva que el Santuario aplastó —contó Munin—. Todos los que venimos del Cisma Negro sabemos la historia, como también sabemos que tú estuviste en el Santuario ese día.

—Ya había muerto cuando regresé —murmuró Akasha.

—Asunto zanjado entonces —dijo Hipólita.

—Era mi amiga.

—Es mi hija.

Munin, más conversador que su compañera, añadió al respecto:

—¿Te alías con tus enemigos y dejas morir a tus amigos?

—Esa determinación es lo que la convirtió en Suma Sacerdotisa —terció Shun—. Saber velar por el mundo antes que el interés personal o las enemistades pasadas.

—¿El interés del mundo? —dijo Munin con una amplia sonrisa—. Orestes trajo a Caronte al Santuario, y el Santuario en consecuencia entrenó a más jóvenes de lo que dispusieron las estrellas, aun sabiendo que la mayoría no llegaría a santo. Fue por eso que Hybris llegó tan lejos, fue por eso que ocurrió el Cisma Negro y quién sabe si la Rebelión de Ethel. ¿El interés del mundo es envolverse en guerras ajenas?

—Con el debido respeto, Munin de Cuervo Negro —dijo Asterión, subrayando con cierto aire de superioridad el título del caballero negro—. Tu orden y la armada de Poseidón han ofrecido una alianza provisional  al Santuario que bien podría acabar en cualquier momento. Nosotros, quienes hemos perdido a nuestro dios y nuestro mundo, estamos dispuestos a servir a Atenea y su representante como subordinados, una vez el demonio muera. No estás en posición de juzgar nuestras acciones.

—El Santuario ya es la mayor fuerza de este mundo sin vosotros —le recordó Munin.

—Aun así, no dudo que estén interesados en las identidades de todos y cada uno de los caballeros negros —replicó Asterión, esbozando una sonrisa triunfante.

—Paz y justicia —proclamó Akasha, con un tono autoritario que incluso sorprendió a Shun—. Que haya paz en cada rincón de nuestro mundo y que todo hombre sea tratado con justicia. Eso es lo que el Santuario entiende por el interés del mundo, así lo veo yo, como representante de Atenea en la Tierra. Por el bien de ese ideal, no, para hacerlo realidad, es necesario olvidar el pasado y asegurar que haya un futuro.

—Supervivencia —entendió Munin.

En aquello, tanto él como Asterión no podían estar más de acuerdo. Ambos asintieron.

—Aplica la teoría entonces. Olvida el pasado. Deja descansar a los muertos.

Akasha contempló un instante a Hipólita. Las cicatrices que tenía eran tantas que ni siquiera podía distinguirse si la maldición de la armadura negra funcionaba en ella. Vendas allá donde la piel no era cubierta por el metal —incluso en el brazo y la pierna falsos—, un único ojo que ni siquiera era del todo suyo, algunas hebras de cabello con sangre seca, los labios heridos… El precio de una vida dedicada a pelear sin una buena razón para ello, incluso sin el simple deseo de pelear. ¿Estaba ella, que a tantos deseaba dar muerte en nombre de la justicia, a salvo de tal destino?

—Eres una mujer —dijo al fin.

—Me descubriste.

—Sabes a qué me refiero —insistió, disfrutando a su pesar de las poco disimuladas sonrisas de Asterión, Munin y hasta Shun. Con la palma extendida hacia arriba, hizo aparecer una máscara—. Si una mujer quiere servir a Atenea, debe ocultar su rostro. Esta es una ley divina, así que poco importa si eres solo la sombra de Águila.

El desconcierto era palpable, pero también el interés. La parte superior de la máscara era plateada, como la cabeza y el pico de un águila, mientras que el resto era tan oscuro como las armaduras de Hipólita y Munin. Akasha intuía que aun si la mujer que tenía enfrente había renegado del Santuario, no por ello podía renegaría del orgullo que un día significó pertenecer al ejército más poderoso de la Tierra.

Acertó.

 

***

 

—¿No tienes la sensación de que cometemos un error? —se atrevió por fin a decir Makoto—. Dejando la Tierra desprotegida. ¿Qué pasa si alguien decide atacar ahora?

—Será aplastado —contestó Adremmelech sin voltear.

—¿Por quién? Solo el Ermitaño y la Silente siguen en activo.

Kanon de Géminis y Nimrod de Cáncer cayeron durante la guerra. Garland de Tauro, Lucile de Leo, Arthur de Libra, Shaula de Escorpio, Sneyder de Acuario y Shizuma de Piscis desaparecieron junto al Santuario y el cabo de Sunión. Por último, Akasha de Virgo y Adremmelech de Capricornio, con quien hablaba, emprendían un viaje para rescatarlos, contando además con Shun de Andrómeda, el único de los héroes legendarios que no se había marchado todavía. Estaban desprotegidos.

—Olvidas a Ícaro de Sagitario Negro. Al rey Alexer y su familia. A las nereidas y el Gran General Sorrento. Ellos siguen allí, al mando de cientos de hombres que conocen el cosmos y otros miles que sin haberlo sentido han vencido a la legión de Aqueronte.

—Me estaba refiriendo al Santuario.

—Yo también.

—¿Tú no distingues entre Hybris, Bluegrad, la armada de Poseidón y el ejército de Atenea? Creía que solo Akasha pensaba de ese modo.

—Como piense la Suma Sacerdotisa, debemos pensar todos los santos de Atenea.

Solo mientras daba esa última declaración miró Adremmelech a Makoto, quien retrocedió tres pasos. Había parecido furioso por un momento, hasta la cara sin facciones cambió, simulando un remolino de arena.

Justo en ese momento, Hipólita subió a cubierta.

—¿Dónde dejaste tus huevos, Adremmelech?

El interpelado miró a Águila Negra, calmándose poco a poco.

—Los que vamos a rescatar son más importantes que los que navegamos aquí.

—¿Ves? Eso está mejor, porque usas la cabeza antes de responder.

Makoto asintió por instinto. Desde luego, si uno lo pensaba con frialdad, no porque él, Hugin y Emil dieran media vuelta iban a ayudar más a la humanidad que si regresaban todos los que habían desaparecido. Del mismo modo, Hybris necesitaba más de la presencia de Gestahl Noah que de Hipólita, por mucho que esta fuera un símbolo de su fuerza antes de que Ícaro de Sagitario Negro se diera a conocer.

 

Ajena a las elucubraciones del santo de Mosca, Hipólita se abalanzó como el rayo sobre Emil, agarrando el brazal que este miraba con el ceño fruncido. El rosado poder de Ethel llenó la argéntea extremidad del santo de Flecha, arrancando de su interior una masa oscura que al punto reveló la forma de un cuervo, un eidolon.

—Cada vez eres más sutil, Hugin —aprobó Hipólita antes de hacer estallar a la criatura. Para cuando algunos de los presentes se habían empezado a preocupar, la mujer ya había soltado a Emil sin causarle mal alguno.

—Gracias… —empezó a decir el santo de Flecha, hasta que entendió las implicaciones de lo sucedido—. ¡Hey! ¡Hugin! ¡Estabas controlando mi brazo, tramposo!

—Nunca dijiste que hubiera reglas, je, je. Para alguien como tú, que pudo resistirse a mi manipulación de los músculos y nervios al punto de fallar por tan poco, es indigno que no te hayas dado cuenta. ¡Y ahora deja de molestarme!

Emil quiso replicar, hasta estaba por invocar de nuevo el Arco Solar, pero entonces vio en Hugin una palidez tan repentina como cuando descubrieron que no había Santuario.

Hipólita, también dándose cuenta, trató de otear el horizonte.

—No puedo ver más allá —terminó confesando, entre dientes.

—Mi Hilo de Ariadna tampoco puede atravesarlo —advirtió Orestes.

Una niebla densa y repentina rodeaba ahora el Argo Navis, bloqueando cualquier percepción extrasensorial. Incluso un eidolon que Hugin había enviado como avanzadilla había desaparecido, aunque el santo de Cuervo prefirió no comentarlo.

 

***

 

Los mares olvidados son una representación del tiempo, y como tal incluso quienes poseen notables habilidades mentales y la capacidad viajar a través de las dimensiones tienen vedado siquiera ver sus secretos por anticipado.

Por fortuna para Gestahl Noath, toda regla tenía excepciones.

—Han conjurado el Laberinto de los Dioses —supuso el líder de Hybris, por largo rato único caminante vivo en medio de una ciudad fantasma. Un eidolon de Munin descansaba en su hombro, bastante difícil de percibir por compartir el blanco del uniforme que vestía Altar Negro, pero no era ese el medio que usaba para vigilar el Argo Navis—. Ese recurso no debería estar en manos de ellos, salvo que hayan abierto la Esfera de Saturno. ¿Tan en serio te tomas a mi querida esposa, Titania?

De un momento para otro, Gestahl Noah empezó a plantearse si cuanto lo rodeaba no era una réplica del limbo perdido en la oscuridad que unía el refugio de Hybris con el mundo lleno de luz donde los hombres nacen y mueren. Miró los edificios, descoloridos como siempre, analizó a los transeúntes que lo rehuían, probables víctimas de sus muchachos que habían decidido atormentarlo a él por saberlo el único culpable. Todo parecía en orden. Se hallaba en el mismo cascarón vacío que pendió durante la guerra sobre el sub-espacio empleado por las fuerzas aliadas para ir de un sitio a otro. Si ese agujero de gusano, obra de Kanon de Géminis, siguiera en pie, todo sería más fácil, regresar a casa habría sido coser y cantar. Como no era el caso, él tenía que encontrar el edificio que conectaba con el único sitio al que de verdad podía llamar hogar.

—Pirra siempre tuvo sentido del humor —murmuró a un grupo de jóvenes traslúcidos, satisfaciéndole el terror en las caras de los cinco—. En comparación a mí, el anciano al que asaltasteis es un mozalbete, ¿dónde quedó todo vuestro valor?

Los muchachos huyeron despavoridos. Él rio por un período muy corto, porque no los odiaba. Sentía por ellos una enorme decepción, pero no odio, lo que hacía más interesante que en ese limbo los fantasmas solo reaccionaran a él.

Que en la ciudad se cumpliera hasta ese detalle que solo sabía Altar Negro no bastaba para descartar que fuera una réplica. La Esfera de Saturno ganó durante la Guerra del Hijo el bien merecido título de Fábrica de Eventos. Todo lo que forma parte del tiempo puede ser replicado allí, desde un hombre hasta un mundo entero. ¿Por qué no el limbo humano, estancado en sus vicios y defectos? La falta de ataques por parte de los Astra Planeta parecía indicar lo contrario, más aún, si la ciudad fantasma era una réplica perfecta, tendría una entrada a su refugio en el mismo lugar que el original, ¿no?

Todo era cuestión de perspectiva. Por ejemplo, si uno era estricto con el recto Orestes de la Corona Boreal, podría acusarlo de mentiroso. Sin embargo, analizando su relato parte por parte la verdad se revelaba: si Orestes no tenía noticia de que alguien sobreviviera a la Esfera de Plutón antes de la Noche de la Podredumbre, era porque él mismo no estuvo presente cuando esta se manifestó y consumió aquel mundo ruinoso. Gestahl Noah podía ir más allá, porque conocía a todos los que libraron esa supuesta batalla final contra Caronte: Asterión de Lebreles, Orfeo de Lira, Ionia de Capricornio, Atlas de Carina, Retsu de Lince, Mei de la Cabellera de Berenice y Kyoko de Caballo Menor. Algunos de ellos provenían de épocas dispares, como Orestes y Asterión, mientras que otros ni siquiera pertenecían a la misma línea de tiempo, como Retsu de Lince y Mei de la Cabellera de Berenice. El primero no tenía nada que ver con el que servía en la división Dragón, a pesar de que tenía por maestro también a un hombre llamado Noesis de Triángulo, mientras que en el mundo que Gestahl conocía, Mei Kido ni siquiera había soñado con convertirse en un santo de Atenea.

En eso radicaba el primer engaño de Orestes, en darles a entender que había sido un enfrentamiento entre los habitantes de una Tierra paralela y los invasores provenientes de la que todos creían única. El segundo ya era más complejo de deducir, exigía conocer a los ocho caballeros, sobre todo a Ionia, quien con aires de suficiencia no dudaba en alegar todo el tiempo que habían sido escogidos. A partir de allí, Gestahl hilaba, entretenido con esa distracción mientras buscaba por el laberinto urbano: ¿por qué fueron escogidos? Cualquier razón distinta a que fueron los únicos supervivientes. ¿Por qué estaban en una supuesta batalla final, si fueron elegidos antes de convertirse en todo lo que al Hijo le quedaba? No estuvieron. ¿El enfrentamiento con Caronte de Plutón era entonces una ilusión, una mentira? No. Orestes no engañaba faltando a la verdad, sino omitiéndola. La batalla entre los caballeros y el astral sucedió. 

—Sucedieron —se corrigió Gestahl, a los pies de la más alta torre—. Cada caballero sobrevivió a Caronte de Plutón de un modo u otro.

De Crono se decía que tenía una mente retorcida, de Zeus que no era sino Urano retomando su legítima autoridad. El Hijo podría ser el único entre la descendencia del Olímpico que había asemejado del mismo modo la mente del rey de los Titanes, solo así la idea que Gestahl Noah había tenido sería posible: salvar a sus caballeros de manos del astral que más odios sembraría en el Santuario, juntar los recuerdos de los ocho en una muy elocuente muestra de la amenaza que suponen los Astra Planeta y depositarlos en el más recto de todos, acaso asegurándole que con ello simplificaría las cosas. En todo eso pensó el Hijo mientras sabía próxima su derrota; no era de extrañar que el resto de caballeros en los otros mundos estuvieran cayendo uno tras otro a manos de Titania de Urano, empezando por el que se creía líder de todos, Ionia de Capricornio.

—Te odio y te admiro, dios sin nombre —confesó Gestahl, mientras las puertas se abrían ante él como por arte de magia—. El caballero que sobrevivió a Caronte de Plutón y el rencor que la Suma Sacerdotisa siente por él son ambos obra vuestra. Jugáis con ambos aun si eso pone en riesgo vuestros planes, pues, ¿no es vuestro deseo que muera aquel que descendió con vos al Tártaro, el único astral en sobreviviros?

De momento, ese juego peligroso había dejado el asunto en tablas. Ni los Astra Planeta ni las Alas del Rey tenían a su alcance el destino de Caronte de Plutón. Akasha no se decidiría por ninguno, buscaba tener paz y justicia a un tiempo. Así la había modelado el Hijo y así la amaba él. Por eso pensaba ayudarla, esta vez no la dejaría sola.

Tan pronto entró en la torre, un nuevo espacio se abrió ante él, más familiar. Las estrellas titilaron en ese universo de bolsillo, saludándole y alumbrando los signos que en tres círculos concéntricos adoraban a la diosa de la guerra y la sabiduría. El cuervo blanco graznó y levantó el vuelo, picoteándole primero la frente y luego el párpado del ojo derecho. Divertido por la actitud del eidolon, reflejo sin duda de las preocupaciones de Munin al creerlo muerto, Gestahl abrió el ojo, que brillaba con el mágico tono rosado del poder de Ethel, el único lazo que lo había mantenido unido al Argo Navis mientras viajaba entre las sombras, el limbo humano y aquel espacio hogareño.

Por medio de Hipólita pudo ver la historia que Orestes y Asterión tenían grabadas en sus mentes a fuego, aunque estaba seguro de que otros asuntos de gran interés se revelaron antes dentro de aquel camarote que emulaba el Gran Salón del templo papal. Ya fuera el lebrel, ya el micénico, uno de los dos debió relatar la historia de un mundo tan pacífico que necesitó traer guerreros de otro universo para defenderse, uno que evocaba a las historias que se cuentan sobre la Edad de Oro. Ninguno de ellos habría mencionado que el Hijo, si bien hablaba de esa Tierra como suya y aseveraba desear protegerla del Olimpo y los Astra Planeta, jamás les dijo que la había creado. Eso solo lo dieron por sentado, ya que no había en los cielos más dios que él.

«La tercera omisión —pensaba Gestahl, estremeciéndose por un pensamiento más inquietante que su ocioso juego de detective—. Sois digno hijo de vuestros padres.»

Estuvo a punto de revelar sus nombres, así fuera de pensamiento, pero entonces el cuervo volvió a graznar y un escozor molesto le llenó el ojo conectado con Hipólita.

Primero vio a través de Águila Negra. Un viejo aliado, el Caballero sin Rostro, se había esfumado en un abrir y cerrar de ojos, aunque en cubierta el resto estaba más preocupado por Orestes de la Corona Boreal, preso de un repentino sopor. En busca de respuestas, Gestahl revivió la conexión con Munin de Cuervo, alarmándolo todavía más de lo que estaba. A través de él comprobó sus temores: Shun de Andrómeda y Asterión de Lebreles habían caído también en un profundo sueño; Akasha debía compartir su estado, porque no reaccionaba a las llamadas desesperadas de Ban de León Menor.

Por cada una de las doce constelaciones zodiacales, un símbolo dorado se formó sobre la plataforma. Gestahl Noah esbozó una sonrisa triste.

—Los Astra Planeta han movido ficha.  


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Publicado 19 febrero 2022 - 14:11

Cap 111. Orestes se cabrea
 
Pues Orestes que está cabreado porque Hipolita se ría de él y sus amigos. Pero bueno, Akasha hizo lo que sabíamos haría, rechazar el plan, y pues Orestes se va ahora si cerrando la puerta, llevándose su enojo a cubierta donde hizo de amargado con los presentes jaja alguien ocupa un trago.
Y Makoto está tan aburrido que decidió iniciar una charla con el callado y enigmático caballero sin rostro.
 
Mientras tanto, Akasha e Hipólita hablan, y Akasha se la pasa diciéndole que no se crea tan fuerte jaja También tocan el tema de la famosa Ethel, quien resultó hija de ¡¿Jaki?! Joer, Hipólita, con eso dos cosas son seguras 1) Hipólita no es NADA superficial y 2) le gustan las cosas grandes al parecer.
La imagen que quería poner
 
Pero en su defecto pues esta:
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Pero bueno, en compensación le hace un bonito y significativo regalo.
 
Volviendo a cubierta, hay un dialogo que me gustó mucho "Como piense la Suma Sacerdotisa, debemos pensar todos los santos de Atenea" ese Capricornio es muy leal a Akasha y eso que apenas se pone a su servicio. Denle una cerveza.
 
Volvemos a saber de Gestahl Noah, quien está bien enterado de todo lo que pasa en el Argo Navis por su enlace con Hipólita. De paso nos dice que Orestes es un buen mentiroso jaja
 
Y el episodio acaba con que todos los personajes poderosos arriba del barco entraron en un profundo e inesperado coma. Empieza el juego de Titania, lectora de fanfics.
 
PD. Buen cap, sigue así :)
 

Editado por Seph_girl, 19 febrero 2022 - 14:13 .

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#316 Rexomega

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Publicado 21 febrero 2022 - 07:15

Saludos

 

 

Seph Girl. Se ve que Orestes aprovecha este viaje para destacar lo que no pudo en cien capítulos. E Hipólita, que viene de un coma de sesenta capítulos, le sigue el juego.

 

Akasha será feliz solo cuando pueda desembarazarse de todo este drama del Hijo y los Astra Planeta. Toda propuesta sobre aliarse con unos para guerrear con otros le entra por un oído y le sale por el otro. En eso no ha cambiado nada todo este tiempo.

 

Me temo que Hipólita te ganó en lo de destacar, Orestes, esperemos que tengas tu trago. Excelente meme, por cierto.

 

Cuando decidí dar importancia a la Ley de las Máscaras, como una parte de lo que es ser santo de Atenea, no sabía que había tanta polémica al respecto, ni esperaba que todas las obras contemporáneas a la redacción de esta historia la fueran a dejar de lado. Aun así, aquí estamos, me alegra que se haya tomado bien esa escena.

 

Adremmelech tiene las cosas claras.

 

Bienvenido de vuelta, Gestahl Noah. Qué lejanos los tiempos en que solo los viejos espeluznantes, los caballeros de armadura oscura y voz gruesa y demás gente evidentemente malvada eran mentirosos. ¡Ya uno no se puede fiar de nadie!  

 

La duodécima entrega de Saw comienza, ¡esta vez con santos de Atenea!

 

***

 

Capítulo 112. Mensajera de un destino funesto

 

—Tiene pulso —comprobó Makoto de Mosca, inclinado ante el inconsciente Orestes.

—Adremmelech no —observó Hipólita, señalando donde hacía un momento estaba el Caballero sin Rostro. Todos contuvieron el aliento: no había nada allí, ni tan siquiera signos de que hubiese habido alguna batalla. El pánico empezó a adueñarse de la cubierta, porque aunque el renovado santo de Capricornio era conocido por morir y revivir con tanta ligereza como el hombre que duerme y despierta en lo que dura una noche, nunca caía sin lucha, ni ante el mismo Caronte de Plutón.

Entonces llegó Munin, muy agitado y respirando de forma brusca. Había venido corriendo no como una estela supersónica, sino como el hombre común y corriente que acaso pudo haber sido. La cara, empapada por los sudores del miedo y la angustia, se volvió pálida en cuanto halló a Orestes tendido e inmóvil.

—¿También aquí? —murmuró Cuervo Negro. Era más una maldición que una pregunta—. Será mejor que me lo lleve abajo, estará más seguro.

Esperó un par de segundos, como pidiendo permiso. Soma y June corrieron hacia él, pero lo pasaron de largo e ingresaron al interior del barco, sin duda temiendo porque Ban y Shun hubiesen pasado por algo similar. Emil, en cambio, se ofreció a echar una mano al caballero negro y juntos alzaron el cuerpo de Orestes.

Mientras el par llevaba al dormido abajo, Hugin enviaba un nuevo cuervo a la bruma que los rodeaba, desesperándole la idea de perder el rumbo del sol y por tanto perderse en los mares olvidados. Hipólita quiso ayudar, alzando el vuelo por encima del mástil y aventurándose más allá con toda la cautela que le era posible, pero cuando se alejó demasiado su instinto le exigió regresar, abandonado el eidolon a su suerte.

—Perdí la conexión —masculló el santo de Cuervo.

—Lo único que puede viajar en este mar es el Argo Navis. Si vamos más allá de su protección, seremos devorados por las corrientes del tiempo.

El santo de plata dio la razón a Hipólita con un simple gesto. Estaba tan aterrado que ni siquiera se le ocurrió preguntarle por qué quiso volar más allá si lo sabía.

Vio con el rabillo del ojo la cubierta. Aparte de Águila Negra, solo Makoto quedaba allí y no parecía muy centrado. Siguió la mirada del santo de Mosca hasta una doncella vestida de seda y de rostro enmascarado. Tardó un tiempo en reconocerla.

—Shizuma de Piscis —oyó murmurar a Makoto—. ¡Sobrevivió!

 

***

 

Frente a la cámara papal estaban Soma, Ban y June, esta ya tan visible como cualquier mortal. Llevaban un rato hablando para cuando Munin y Emil llegaron, pero no les importó volver a contar la conclusión a la que habían llegado:

—Lo que sea que haya ocurrido, solo afecta a quienes han despertado el Séptimo Sentido —advirtió Ban—. Su Santidad, Shun, Asterión y… —Miró a Orestes, cargado por el par de recién llegados—. ¿Qué hay de Adremmelech?

—Es un gólem con esteroides —explicó Munin, rememorando la campaña contra el continente Mu—. Puede que el verdadero Adremmelech esté durmiendo una buena siesta, donde sea que esté. Pero eso no importa, ¿puedo…?

Como guardianes a la fuerza de aquel lugar, Ban y June asintieron. El santo de León Menor tuvo la delicadeza de abrir la puerta, además, hacia una sala que asemejaba a una rudimentaria enfermería. Los cuerpos de Akasha y Shun se hallaban en una camilla, mientras que Asterión había sido dejado recostado en una pared. Todos estaban cubiertos por un halo tan dorado como el amanecer, una barrera generada, al parecer, por el manto de Virgo desde su refugio en la Caja de Pandora.

—Es como si la diosa Atenea nos sonriera desde lo alto —alabó Munin con tono solemne, si bien era más probable que todo fuera idea de Akasha.

Siguiendo a Ban de León Menor, Emil y Hugin entraron en el cuarto y depositaron a Orestes junto a su compañero. Soma quiso acompañarles, pero lo detuvo una chispa en la mirada del santo de Flecha: desconfianza, el Arquero de Plata sospechaba de Hybris. Le sorprendía que eso le afectara a estas alturas.

—Malagradecidos —soltó Soma, cerrando la puerta de un portazo.

—No te comportes como un niño, a menos que quieras que te traten como tal —advirtió June, palpándole el hombro en señal de apoyo. Ahora que sabía a Shun seguro, a pesar de haber caído de nuevo en un sueño inexplicable, no consideraba mala cosa dedicar sus esfuerzos a apoyar a uno de los pocos aliados que les quedaban.

Soma agradeció el consejo con un gruñido, sonriendo al notar cómo se pareció a su padre en ese momento, y lo poco que eso le desagradó.

—Tal vez me he convertido en otro idiota que espera en una montaña el próximo apocalipsis —confesó en ese pasillo solitario donde solo June podía oírlo.

 

***

 

Porque en verdad ningún sonido llegaba al interior del camarote papal. Lo que desde fuera Munin había interpretado como barreras individuales, era en realidad la reacción de los cuerpos inconscientes al cosmos que protegía toda la estancia. Ocurriera lo que ocurriera fuera, ese lugar seguiría intacto, era posible que incluso sobreviviera a la destrucción del Argo Navis, por lo que Cuervo Negro empezó a pensar que debía quedarse ahí para capear la tormenta. Parecía un buen lugar hasta que Emil lo apuntó con el puño derecho y una mirada tranquila que daba escalofríos.

—Solo dame una razón para creer que todo esto no es asunto vuestro.

Munin tragó saliva. En una diezmilésima de segundo tendría que evitar mil flechas hipersónicas directas a la cara si no escogía bien sus palabras.

—Los caballeros negros y las Alas del Rey trabajamos juntos —mintió, a sabiendas de que Emil desconocía que esa alianza, si alguna vez la hubo, se había roto por proseguir con la Cacería—. ¿Por qué nos desharíamos de nuestros aliados más fuertes?

—Tengo una teoría —dijo Emil, cantarín—. Lanzasteis un hechizo sobre aquellos que dominan el Séptimo Sentido. Vosotros perdéis a dos guerreros, nosotros a tres.

—Seguís teniendo ventaja numérica —advirtió Munin.

—¿Contra un experto en manipulación de la mente y la memoria? ¿Y una guerrera que por sí sola puede lidiar con cinco santos de plata?

—Vale, tienes razón. No vais ganando, ahora nosotros somos mejores.

—Si mi comportamiento se ve alterado, dispárale —susurró Emil.

—¿Le estás hablando a tu brazal, Buzz Lightyear?

Rio porque era hilarante, pero por dentro sintió una mezcla de admiración y temor por lo que suponía era una defensa automática del manto de Flecha. Por supuesto, esa era la diferencia entre una armadura negra y los mantos sagrados: la copia era una buena protección, el original un ser vivo. Así, Emil podía lograr que el carcaj asaetease al infeliz que le estuviera controlando la mente, del mismo modo que Akasha podía protegerse con una barrera aun en el caso de que quedara inconsciente.

—Par de paranoicos locos —dijo Munin.

—Esperamos lo peor de la gente —repuso Emil, bajando el brazo a la vez que esbozaba una sonrisa de lo más falsa—. Es lo que Hybris logró hace años, con el Cisma Negro. Por cierto, ya vencimos a Hipólita una vez y podemos volver a hacerlo.

—Todos acabaron en un hospital. Eso es un empate.

—Yo podría romper el empate.

—¿Te has olvidado de que acabas de amenazarme de muerte?

—Es una advertencia, no una amenaza. Y sigue en pie.

Munin se encogió de hombros. Claro que no iba a tener la confianza de un completo desconocido; a pesar de las buenas intenciones de la Suma Sacerdotisa, que las sombras rehúyan la luz siempre sería parte del orden natural de las cosas. Y él no tenía dudas, como Soma, ni orgullo, como Hipólita, él estaba bien siendo una sombra que se oculta y oculta cosas, porque así fue entrenado por Gestahl Noah. ¿Contarle al Arquero de Plata lo que vio en aquel mundo muerto lo beneficiaría? No, por tanto, no se lo contaría. ¿Eso acrecentaría las sospechas de Emil sobre él? Tanto daba, Munin de Cuervo Negro no iba a confiar así como así en alguien incluso tan traicionero como él.

«No, me miento a mí mismo. Lo que quiero es no recordarlo.»

—Te veo mal, Munin. De verdad que no te voy a matar ahora, me haces falta.

—Muy amable, Arquero de Plata. Muy amable.

La música. Se concentró en la música que escuchó en los recuerdos manifiestos de Orestes. Un réquiem a la misma esencia de la vida, la certeza de que todas las cosas simplemente acabarían un día, la negación de un sufrimiento eterno. 

Solo así pudo ayudar a Emil. Antes había salido demasiado rápido de la estancia, de modo que no pudo analizar a consciencia lo que había ocurrido con los cuerpos.

No le sorprendió demasiado descubrir que todos estaban vacíos.

 

***

 

Poco después, Emil y Munin regresaron tan apesadumbrados que ni Hugin tuvo ánimos para molestarlos de modo alguno, intuyendo el descubrimiento de una nueva desgracia.

En busca de apoyo, el santo de Flecha caminó hacia Makoto, pero se detuvo a pocos metros, sorprendiéndole la imagen de una joven sobre el mascarón de proa. Los guantes, el cabello, el largo vestido de seda ceñido a su cuerpo… Todo era del mismo blanco puro y sin mancha. La doncella era en la práctica una con las brumas del tiempo.

—¿Seguro que no es una ilusión, Emil?

—Hablas como si ya me lo hubieses preguntado —dijo este, desconcertado—. No sé. 

—Y lo hice —aseguró Makoto, perdiendo confianza enseguida—. ¿No?

Entonces intervino Hipólita, quien harta de aquel cielo acotado volvía al suelo.

—Es como un fantasma. No puedo determinar cuándo llegó hasta aquí.

—¿Tal vez siempre estuvo ahí? —sugirió Emil—. Eso me recuerda a Shizuma. ¡Oh, por las barbas de Zeus! ¡Si es la santa de Piscis, está viva!

Tras asentir, Makoto se armó de valor y dio un par de zancadas hacia la Dama Blanca. Bastaba un parpadeo para olvidar en dónde se suponía que estaba. Después costaba volverla a localizar, decidir que en medio de aquella bruma insondable había una figura humana, eso era excesivo hasta para quien guardaba el duodécimo templo zodiacal.

—¿Eres ella, verdad? Shizuma de Piscis.

No hubo respuesta.

—¿Sabes lo que está pasando?

Silencio.

—¿Titania de Urano te hizo algo?

Le bastó un segundo sin contestación para alzar los puños, aunque era más por frustración que porque fuera a combatir con ella. La ausencia de cosmos allá donde Shizuma se manifestaba era parte de los rumores que acompañaban a la Dama Blanca, además, tampoco sentía ninguna agresividad en ella, más bien lo contrario. No era una astral, ni una marioneta de los Astra Planeta, era en verdad una de los compañeros que creían desaparecidos, una razón de alegría en medio de tantas dificultades.

—No lo hagas —dijo una voz enfrente de Hipólita.

Makoto pudo escucharla, pero cuando giró no se encontró con nadie cerca de Águila Negra. Esta señaló a la joven, todavía en la misma posición.

—Increíble —musitó Makoto—. No se ha movido y a la vez sí. ¿Tú ayudabas a la división Andrómeda a entrar y salir de los mares olvidados, verdad? ¿Puedes sacarnos de aquí? La situación se ha complicado, varios de los nuestros están inconscientes.

Ni una palabra fue pronunciada.

—¡Si eres quien creo, responde! ¡Si te ocultas bajo una cara amiga…! —Makoto no llegó a proferir la amenaza, sino que avanzó. Al menos quiso avanzar.

Ni un paso fue dado, en opinión de quienes lo miraban. A decir verdad, no hubo más altercados durante un tiempo indeterminable. Hipólita sobrevolaba el Argo Navis de nuevo, impotente al ver que nada variaba. La mirada de Hugin bailaba en todas las direcciones, recopilando pedazos de un puzle que era incapaz de resolver. Incluso había llegado a enviar cuervos abajo, como si de repente se hubiese acordado de que debía sospechar de todo el mundo, desde los caballeros negros hasta los santos de Atenea que seguían despiertos. Desde luego, no encontró nada que los incriminara.

—Nos está ayudando —dijo Hipólita desde las alturas. Señalaba a la joven de blanco y se dirigía a Makoto—. Deja de actuar como una mosca y apártate, chiquillo.

Águila Negra llegó al extremo de agarrar el paralizado cuerpo de Makoto, hacerle creer con una finta que iba a arrojarlo al mar y terminar dejándolo caer a los pies de Emil y Munin, quienes estaban demasiado sorprendidos como para reírle la gracia.

—¿Nos ayuda? ¿Cómo? ¿Y por qué suda este si lleva quieto un buen rato?

—¿Otra vez, Emil? —gruñó Makoto mientras se levantaba—. ¡Llevo horas tratando de acercarme a ella, pero siempre me rechaza!

—Es que eres un acosador que roba besos allá donde va.

Por toda respuesta, Makoto hizo un brusco ademán. Ese asunto era agua pasada.

—El Argo Navis sigue en movimiento —apuntó Munin.

En medio de esas brumas donde el viento ya no soplaba con tanta fuerza, pareció que el barco iba a detenerse por completo tarde o temprano, si bien la mayoría estaban entretenidos en otros asuntos y pocos se habían dado cuenta. El Argo, empero, no era como los navíos de la Antigüedad a los que emulaba, no del todo; remos invisibles movidos por la voluntad de los héroes de antaño emergieron de los costados del barco, hendiendo las aguas del tiempo con un vaivén tranquilizador.

—Es como si el barco entero fuera inmune a las brumas —apuntó Emil.

—Acaban de decir que la Dama Blanca protege el barco de ser engullido. Parece que el mar ha vuelto sordos a algunos —rio Hugin desde el mástil.

—No será a mí, mi tramposo compañero.

—¡Pues claro que me refería a ti! Je, ¡qué desgracia tener un arquero sordo y ciego que no pudo acertarle ni siquiera a un cuervo que volaba en sus narices.

—¿Ciego yo? ¿Quién de nosotros es el vigía que debía impedir que nos perdiéramos?

—Basta ya los dos —dijo Munin—. Estamos en una situación delicada.

—En la que nada podemos hacer —dijo Hugin, mandando un nuevo cuervo al horizonte—. Si nos atacan, lucharemos, mientras tanto sería bueno resaltar nuestras falencias, para que estemos más atentos cuando sea el momento.

Cruzado de brazos, la sombra de Cuervo dijo a su hermano:

—¿Fallos como esa tendencia perder el tiempo y olvidar lo importante?

A lo que Makoto, con un ojo fijo en la silenciosa Shizuma, añadió:

—Haz caso a tu hermano, Hugin. ¿Qué pensará Sneyder de Acuario al saber que su hombre de confianza se deja llevar por sus emociones y rencores personales?

—Eso ha sido más letal que mis flechas —dijo Emil, aplaudiendo.

—La Suma Sacerdotisa tampoco apreciaría que un santo hiciera de comediante en un momento como este —aclaró Makoto, poniendo fin al aplauso—. Hugin, busca un hueco en esta bruma, creo que al protegernos Shizuma está corriendo un riesgo mortal. Emil, ve al otro extremo del barco; no sabemos qué tipo de enemigo podría atacarnos y cuanto más margen de reacción tengamos, mejor. Hipólita…

Águila Negra volvía a estar en sus dominios, oteando el blanco horizonte y el barco mediante el poder de Ethel. Lucía preparada para combatir en cualquier momento.

«Mejor —pensó el santo de Mosca—. No sé cómo habría reaccionado si le daba una orden. Aquí todos somos del mismo rango.»

—Gracias —dijo Munin, extendiendo la mano.

—No, gracias a ti —dijo Makoto, sorprendiéndose correspondiendo el gesto—. A los dos les gusta tener la última palabra, aunque por razones distintas.

—Tengo al mayor charlatán del planeta como jefe, ¿qué me vas a contar? —dijo Munin, dando un suspiro—. Siento no ser de mucha ayuda. Mi hermano es el experto en reconocer el terreno, yo me adiestré para entender a las personas.

—Siempre puedes interrogar al mar… o a la bruma…

—Ja. ¿No querrás decir que pregunte a esa doncella si…?

—Dioses, no otro Emil…

—¿… podemos ayudar de alguna forma aparte de vigilar? Relájate chico. Mi hermano a veces dice cosas sensatas. Si no podemos hacer nada, lo primero en lo que tenemos que pensar es en no desesperarnos. La auto-observación ayuda.

—¿A desesperarnos?  

—Ja, ja, ja. No, a comprender nuestras debilidades y fortalezas. Todos los santos a los que he enfrentado tenían la mala costumbre de no pensar en eso y acabaron perdiendo frente a alguien como yo. No he matado a ninguno, por cierto.

—No creo que eso importe ahora —murmuró Makoto con pesar.

«Los santos no mueren, ¿no era así, Akasha?»

La guerra había puesto a prueba esa afirmación, por desgracia, pero seguía animándole el recordar ese mantra. Como si de verdad fuera un héroe invencible, un Aquiles.

—El Viejo dijo una vez que las guerras reducen el número de guerreros en el mundo, que esa es su verdadera función y no el progreso y la gloria. Pero siendo honestos, los discursos simplemente suenan bien. Si yo hubiese matado a un amigo tuyo, no podrías ocultar tu odio hacia mí, y si soy sincero, sería lo mismo de mi parte.

—¿No podrías ocultar que me odias?

—Podría. Solo no sería capaz de negármelo a mí mismo. Es por eso que el Viejo se aseguró de que no entablara relaciones reales.

—Creía que los caballeros negros luchaban para salvar el mundo.

—Vaya cara has puesto —dijo Munin, sonriendo—. No sé si ibas a reírte o lanzarme rayos láser por los ojos. Siento empatía por el mundo, en general. He experimentado las emociones desatadas en conflictos tan actuales que pasaron incluso mientras tú nos robabas el Ojo de las Greas. Pero ahí está la clave: lucho por la humanidad, no por un amigo, ni una amante. Rayos ni siquiera tengo una mascota a la que cuidar, y mi hermano… Escogimos caminos diferentes, es algo que acepté hace mucho.

—¿Qué hay del Consejo de los Seis?

—Compartí pizza con ellos, eso nos hace más que hermanos.

Munin estalló en carcajadas, riendo un chiste que allí solo él entendía.

—Quizá hay algo que sí podamos hacer —dijo Makoto poco tiempo después, incómodo—. Descubrir por qué nuestros compañeros perdieron la consciencia. El cuerpo tiene pulso, pero, ¿qué hay de la mente?

—Vacías por completo —contestó Munin, sin anestesia, acaso por probar si Makoto no le iba a saltar encima. No lo hizo, se quedó quieto y horrorizado—. Relájate, chico, eso es bueno. Significa que enviaron sus cuerpos astrales a alguna parte. Mientras no pase demasiado tiempo, podrán regresar. 

—Sí. —En la Batalla de las Doce Casas, el alma de Shiryu de Dragón fue separada de su cuerpo durante casi una hora, sin daños aparentes por ello, aunque Makoto había supuesto que aquello se debió a la presencia de Atenea—. ¿Quién pudo hacerlo?

—Según el arquero fue el cuervo. Según el cuervo fue el diablo.

—No te sigo.

—Que tu amigo Emil es un pesado, solo eso. En cuanto al responsable, presiento que es Titania de Urano, aunque desconozco qué pretende. Si siguen vivos y tienen posibilidad de regresar, tanto puede querer darles un sermón cuanto ponerlos a pelear con sus sirvientes mientras toma una copa de vino. A nosotros solo nos queda confiar en que regresarán de lo que sea y asegurar que haya un sitio al que volver.

—Proteger el barco —entendió Makoto—. Con nuestras vidas.

—Yo no moriría por ellos —admitió Munin—, pero sí.

—¿Y por el mundo?

—Chico, al mundo no le importa este viaje, esto es cosa de guerreros sagrados y dioses que solo perviven en leyendas. El duende pelirrojo me mandó aquí para impedir que Hybris haga travesuras mientras resolvemos esto. ¿Crees que no me he dado cuenta?

—El destino del mundo depende de este viaje —aseguró Makoto, en cuyo rostro era fácil leer que no tenía ni idea de a qué travesuras se estaría refiriendo Munin.

Este, pensando que era el momento en cambiar de tema, repuso:

—Ningún problema que esto vaya a resolver es natural. No es esta la parte del mundo por la que lucho. No espero que lo entiendas. ¡Más bien! Esperaba de ti que fueras un poco más empático, he perdido a quien compartió una pizza conmigo.

—Adremmelech regresará —se defendió Makoto, avergonzado de todas formas—. Quiero decir, siempre regresa, ¿verdad?

—Claro, chico. Es un gólem —dijo Munin, como si eso hubiera sido siempre evidente. Dado el desconcierto del santo de Mosca, tuvo que explicarle qué era un gólem, cosa que le extrañaba al ser Makoto uno de los que fueron destinados a Naraka, donde Fjalar de Escultor dirigió un batallón de esas masas de arcilla, barro y cosmos. Debía estar tratando con uno de los que debieron retirarse antes del final de la batalla. Comprendiendo lo mucho que eso debía atormentar a un santo de Atenea hecho y derecho, Munin se olvidó de pincharlo y se descubrió dándole ánimos.

«Esto es lo que siente la gente a la que manipulo —pensó Munin, satisfecho no obstante al terminar la conversación con un apretón de manos—. Un momento, ¿he hecho un amigo? ¡Y justo ahora que la conexión con el Viejo ha regresado!»

Uno de los tantos detalles que no pensaba revelar a ninguno de los santos de Atenea.

 

Pasó el tiempo sin que nada cambiara. Makoto fingía estar vigilando a todos, dando grandes paseos de proa a popa, de la misteriosa doncella de blanco al de pronto callado Emil, pero muy en el fondo sabía que él no tenía ninguna autoridad sobre nadie en el barco. ¿Aquella era la razón de la existencia de los santos de oro? Una élite de doce guerreros como ningún ejército poseía; parecía antinatural que dos de ellos hubiesen caído en un simple parpadeo junto a dos iguales y Shun. Nadie menos que Shun. 

Hugin contuvo su afilada lengua la mayor parte del tiempo, quizá imaginando que Sneyder lo veía desde algún lugar. Solo se dirigió al grupo una vez:

—Hay muros. Dos muros inmensos, no veo dónde acaban.

Nadie pudo corroborarlo. La bruma era demasiado densa y solo las artes del santo de Cuervo, telépata consumado, parecían servir para ir un poco más allá. Aun así, pasar de encontrarse en medio de un gran océano a estar entre paredes o montañas era preocupante: su trayecto no debía pasar por ninguna isla olvidada por la Historia.

Lo más probable era que llevaban perdidos un buen rato, y en ese caso, reencontrar el camino podría llevar desde semanas hasta años, si es que tenían suerte.

—¿Por qué no usáis el Ojo de las Greas? —cuestionó a Munin—. ¿Quién lo tiene?

—La Suma Sacerdotisa tiene el Ojo de las Greas —dijo una voz ominosa que pareció provenir de todas partes.

—¿Quién ha…? —Makoto miró al frente, hacia Shizuma—. ¿Tú has dicho eso?

Una vez más no hubo respuesta.

«Sé que fue ella quien respondió, pero… ¡Es tan difícil determinarlo! A veces la confundo como un espíritu de estos mares olvidados, sin un cosmos que leer.»

 

Tal vez una hora más tarde, quizá solo algunos minutos, Hugin advirtió que se dirigían hacia una luz. Ya ni siquiera Emil hacía chistes de mal gusto, preocupado como estaba por quienes abajo permanecían en un estado entre la vida y la muerte.

—Os llevaré hasta allí.

—¿Y luego?

Makoto ni siquiera esperó a la habitual falta de respuesta. De un salto se colocó cara a cara con la dama de blanco. Solo las puntas de las botas seguían tocando el barco, pero mantuvo un equilibro tan admirable como su resolución.

Toda mujer al servicio de Atenea llevaba una máscara. Algunas eran decoradas con símbolos, mientras que la mayoría eran bastante simples, apenas simulando un rostro humano. La máscara de aquella joven ni siquiera encajaba en aquel segundo grupo, pues carecía incluso de los detalles de los ojos, los labios o la nariz. Era una pieza blanca y lisa que en nada recordaba a un humano, y junto al largo cabello que la enmarcaba, la hacía parecer de verdad un fantasma de un pasado remoto. Allí acababan todas las dudas de Makoto sobre si era la auténtica guardiana del duodécimo templo zodiacal.

—Si caes, los dioses no me permitirán recuperarte.

—¿Cómo escapaste de los Astra Planeta? ¿Cómo estás aquí si los demás duermen?

Sin respuesta.

La frustración de Makoto fue doble al encontrarse de pronto lejos del mascarón de proa. ¿Lo había teletransportado? ¿Sin cosmos?

—Es como si no estuviera aquí —apuntó Munin—. Es una maestra de la proyección astral, pero se ve que en clases de comunicación no le iba muy bien.

—Según dijo Akasha, quiero decir, la Suma Sacerdotisa —empezó a explicar Makoto, más por convencerse a sí mismo que por otra cosa—, Titania de Urano impidió que Shizuma de Piscis acudiera al rescate de quienes estaban en el Santuario. Si ahora estamos en las manos de ese enemigo, ¿no puede ser que siga interfiriendo con la Dama Blanca? Tal vez las distorsiones en el espacio y el tiempo no son cosa suya.

Munin lo miró boquiabierto, como si acabara de revelarse como un ser pensante. Makoto, ofendido, frunció el ceño. Que no fuera un genio no quería decir que fuese un idiota, eso lo había llevado a sospechar de la conveniente aparición de Shizuma de Piscis en un momento en el que todo parecía en su contra; hasta cuando todos se convencieron de que era ella quien evitaba que el barco se hundiese, todavía le quedaron dudas. Era demasiado extraña la forma en la que una santa de oro se comunicaba con compañeros en apuros, pero hasta que vio la máscara de la Dama Blanca no se le ocurrió la idea de que alguien externo les estuviese impidiendo escuchar una explicación útil y determinante. Ese momento fue decisivo, como si el metal que cubría el rostro de Shizuma fuese la prueba irrefutable de su existencia.

—Debo abandonaros. Recordad: Urano es la Llave y la Puerta hacia todo lugar, mas solo en Saturno hallaréis la cerradura.

Nadie comprendió a qué se refería Shizuma, pero antes de poder formular otra pregunta sin respuesta, había desaparecido y la bruma empezaba a disiparse.

—Saturno. Debe referirse a un astral —interpretó Munin—. Creía que nos tocaba Urano, pero a quién le importa un enemigo invencible más.

—No estoy seguro —dijo Makoto—. Sonó más como algo que debemos usar… o hacer… ¡Por favor, si estás ahí, danos una señal más clara!

De nuevo, Makoto solo recibió silencio como respuesta.

 

Al este y al oeste, los grandes muros de piedra de los que hablaba Hugin empezaron a ser visibles; no era una exageración que no pudiera verse dónde acababan. Al norte, tal y como la tripulación había temido, se podía distinguir una isla. Los mares olvidados, quizá movidos por el poder de un astral, los había llevado a una tierra de leyenda.

—Hay rascacielos —exclamó Hugin—. ¿¡Cómo demonios puede haber rascacielos!?

 

—Sois náufragos de un océano en tempestad —dijo la voz de Shizuma—. Proteged el ancla, permitid que todos tengan un lugar para al que regresar.


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Publicado 28 febrero 2022 - 12:13

Cap 112. Viaje astral
 
Empezamos con la conmoción de lo que sucedió al final del cap anterior, los personajes poderosos que alcanzan mínimamente el 7mo sentido entraron a un conveniente coma, y plus aparece la misteriosa Shizuma de Piscis.
 
Emil decide ponerse roñoso pensando que es cosa de los caballeros negros... ¡¡DUDE, si pudieran hacer eso, creo que hace años habrían dormido a todos los dorados y bronces protas del Santuario para hacer a gusto sus cosas!!
 
Total que la silenciosa Piscis los está ayudando a llegar a algún lado.
 
Makoto es quien toma las riendas y se pone a darles tareas a los que están despiertos.
 
Por Munin nos enteramos que los poderosos no es que estén en coma, parece que se fueron a un tipo de viaje astral por lo que deben cuidar del cuerpo de los durmientes para que tengan un lugar al cual volver.
 
Es entonces que ven que llegarán a una isla en el que se ven que hay rascacielos, ¿Qué clase de aventura tendrán estos chicos? lo sabremos en próximos episodios.
 
PD. Buen cap, sigue así :)

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


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Publicado 28 febrero 2022 - 19:33

Saludos

 

Seph Girl. Voy a admitir aquí en público que nunca se me pasó por la cabeza lo disparatada que es la sospecha de Emil, considerando la diferencia de poder bruto que siempre hubo entre Hybris y el Santuario. ¡Bien visto!

 

¿Por primera vez Piscis haciendo algo con el mar? ¡Blasfemia! ¿Dónde están las rosas?

 

¡Viva el capitán Makoto!

 

Bonita forma de empezar la embajada de paz… misión de rescate… ¡Lo que sea! Una nueva aventura inicia para nuestros héroes, los que duermen y los que no.

 

¿Edificios? Faltaría que los hubiesen mandado de vuelta a casa.

 

***

 

Capítulo 113. Héroes olvidados

 

Ni siquiera se les permitió a los santos un momento de descanso.

Tan pronto fue claro para todos que la isla a la que se dirigían contenía una ciudad propia de su época, cinco cosmos se hicieron notar en el corazón de la urbe. Acto seguido, uno de ellos se apartó del grupo dirigiéndose al Argo Navis a toda velocidad.

Hipólita pudo haberlo interceptado, pero sabiéndose la más fuerte en esos momentos, decidió volar más allá, directa hacia el líder del grupo hostil.

Los demás —Makoto, Hugin, Munin y Emil— permanecieron en sus puestos y en guardia, pero no estaban preparados para la identidad de quien como un rayo había atravesado media ciudad hasta aterrizar con elegancia en medio del barco.

—Os saludo, santos de Atenea. Soy Christ de la Cruz del Sur. Aunque nos separan algunas generaciones, confío en que hayáis oído hablar de mí.

Mientras el santo de plata se alzaba, Makoto se percató de que solo conocía a un hombre que hubiese portado ese manto sagrado: Grigori, de la actual generación, quien no podía ser más distinto a aquel joven de abundantes cabellos y sonrisa confiada. También se le ocurrió que la mirada del sujeto, bajo unas cejas pobladas en exceso, se le antojaban más malévolas que decididas, pero lo achacó a un simple prejuicio y no actuó de momento, ni tampoco bajó la guardia un ápice.

Hugin, más ducho en las historias del Santuario, sí que lo reconoció.

—Me suena, me suena. Un héroe de la Segunda Guerra Mundial. Parece que los mares olvidados son más pequeños de lo que creía, je, je.

—Héroe es demasiado para alguien como yo, santo de Cuervo. Los héroes graban sus nombres en el tejido mismo de la Historia, para jamás ser olvidados.

—¿Un romántico? Je, je, je. Está bien, retiraré lo de héroe, aunque es difícil con alguien que puso fin a las vidas de tantos caballeros negros. ¿No, Munin?

El salto que dio Hugin desde la cofia estuvo tan lleno de aberturas que bien pudo haber muerto un millar de veces si Christ hubiese querido. Ni Munin ni Makoto podían decidir si aquello era una bravuconada o una deliberada provocación, sobre todo después de que, al aterrizar, se limitara a fingir que se sacudía el polvo del manto sagrado.

—Ya. Supongo que ahora que estamos perdidos, ya no tengo que seguir de vigía.

—Un verdadero santo de Atenea nunca está perdido —apuntó Christ—. Siempre encuentra el camino si es guiado por la justicia.

—¿Y estoy en lo cierto al pensar que esa justicia exige que entreguemos algo? —dijo Munin, perspicaz—. Unos cuantos dormilones, por ejemplo.

—Lo que gente de tu calaña haga poco importa —dijo Christ, frunciendo el ceño—. Me dirijo a los legítimos santos de Atenea como un mensajero de los dioses.

—¿El dios de las leyendas muertas? —espetó Munin.

—Lo que mi compañero quiere decir es que como santos de Atenea no tenemos la obligación de seguir órdenes de otros dioses —terció Makoto.

—Eso es arrogante. Atenea jamás predicó la arrogancia entre los humanos.

El semblante de Christ, tranquilo hasta ahora, se había tornado duro como la piedra.

—Te doy la razón —dijo Makoto—. Si la causa es justa, un santo no dudaría en aceptar el consejo, la guía e incluso la orden de un dios. Pero me pregunto si Atenea consideraría justo entregar las vidas de quienes le son leales. Porque a eso vienes, ¿no?

—Cuidado Makoto. Si sigues actuando así voy a empezar a pensar que no eres idiota, je, je. ¿Y bien? ¿Estamos mal? —inquirió Hugin.

—Las acciones de vuestros superiores están desencaminadas, sin duda. He venido a llevármelos para que puedan ser juzgados antes de que su soberbia corrompa el Santuario por completo. Vosotros, santos de Atenea, podréis regresar a casa.

—Eso me excluye —murmuró Munin.

—No haré tal cosa —dijo Makoto.

Un instante después, el cuerpo del santo de Mosca volaba hasta caer del barco, impactado en el pecho por un ataque de energía que dejó un rastro de electricidad estática. Concluida la veloz técnica, Christ cabeceó negativamente.

—Qué decepción. En verdad quise creer que los dioses estuviesen errados, confundidos tal vez. ¿También tú te negarás a escuchar, santo de Cuervo?

Por respuesta, Hugin y Munin se miraron entre sí, compartiendo una sonrisa pícara. Detrás, Makoto, quien había logrado aferrarse al borde del barco en el último momento, se incorporó de un salto, indemne.

—¡Imposible! —exclamó Christ—. Mi Maelstrom es más veloz que los rayos que caen del cielo. ¡Ningún santo de plata debería poder esquivarla!

—Y no la esquivó, no-héroe.

Christ dio un violento giro hacia donde estaban los hermanos. Le sorprendió ver las alas que de pronto poseían —negras las del santo legítimo, blancas las de la sombra; una ironía desagradable—, y que pudieran volar. No era que se desplazaran gracias a una velocidad varias veces superior al sonido, ¡volaban como las arpías del mito!

—Yo también estoy sorprendido —dijo Makoto, palpándose el peto revivido por Akasha y Kiki—. Ese ataque era muy poderoso.

—Lo recibió de lleno —murmuró Christ, los ojos y la boca desencajados.

La expresión se acentuó todavía más cuando el santo y la sombra de Cuervo se alejaron del lugar, volando hacia donde estaban los compañeros de Christ, como si el santo de Mosca no necesitara ninguna ayuda para ganar esa batalla.

En un parpadeo, el rostro de Christ pasó de la sorpresa a la calma y de la calma a la furia. Maelstrom, una cruz de energía que despedía descargas eléctricas en todas las direcciones, avanzó hacia Makoto a toda velocidad, pero esta vez no llegó a golpearlo.

—Idiota —dijo Makoto, con el dedo extendido hacia donde la técnica, ya extinguida, había impactado—. Para aprender a detener el flujo del cosmos tuve que aprender a leerlo, para empezar. ¿Qué esperas que ocurra si me lanzas el mismo ataque lineal dos veces seguidas desde la misma posición?

—¿El flujo del cosmos? —repitió Christ, entre la rabia y un naciente miedo—. ¿Como el legendario santo de oro que podía leer y copiar cualquier técnica, incluso mejorándola? ¡Ridículo! ¡No eres más que una mosca!

Maelstrom volvió a destellar en el Argo Navis, descontrolado por las emociones y el orgullo herido del antiguo santo. Sorprendido de sus propios reflejos, Makoto pudo anticiparse a la trayectoria, logrando golpear los puntos cósmicos de Christ antes de que la técnica se perdiera en el horizonte como una explosión de luz.

—¿Copiar? No, eso no lo hago.

Christ de Cruz del Sur no llegó a oír aquellas palabras: en cuanto Makoto selló el flujo de su cosmos —esta vez su objetivo sí había nacido bajo la constelación que representaba su armadura—, el antiguo santo de plata cayó de bruces al suelo.

Makoto miró sus manos, sus dedos, preguntándose dónde estaba esa fuerza cuando tanto la necesitó, en el frente de Naraka donde un tigre de luz le hizo morder el polvo.

—¿Apenas ahora te das cuenta? —dijo Emil, callado y quieto como una estatua durante todo el combate—. No es que no hubieses crecido nada desde tu pelea con Hipólita, ¡es que a ti siempre te tocan los duros! Hasta ahora —acotó al final, mirando a Christ.

 

***

 

Mientras aquella batalla se dio, otro santo de una época pasada se había infiltrado en el interior del barco, invisible a los sentidos convencionales y extraordinarios.

Su gran error fue suponer que podía prescindir de esa protección allí abajo.

—Buenas tardes, señor, si busca la bodega le adelantaré que solo nos queda vino ardiente —saludó Soma, el rostro alegre contrastando con bolas de fuego esmeralda que bailaban entre sus dedos.

A la luz de las llamas, Soma vio la cara habitual de un veterano de guerra: siempre dirigiéndose a los demás como si fueran inferiores a él. El impresionante escudo del brazal izquierdo delataba su condición de santo y la constelación que representaba, pero el rostro adusto y el largo cabello negro dejaban claro que no se trataba de Mithos. 

—Aparta, cachorro, vuelve a los brazos de tu madre. Nada puede hacerle una hormiga a Ian de Escudo como para que sea necesario aplastarla.

—¿Aplastar no es eso que hacen los luchadores? Ya sabes, los que no se esconden.

De un simple ademán, Ian envió a Soma contra la pared del otro lado del corredor.

—Digno de un santo de plata —murmuró Soma mientras caía, escupiendo sangre. Cerró los ojos un momento; al abrirlos tenía a Ian de Escudo enfrente.

—No estás en edad para entender cuántas guerras pude impedir gracias a mi habilidad. Es muy posible que tus padres nacieran gracias a mis acciones.

—Seguro, pero a mí qué me…

Ian pateó el estómago de Soma. Este, sintiendo que algo dentro de él se partía, llamó a ese supuesto potencial del que Gestahl Noah solía hablar y desató un remolino de fuego. Las llamas no tardaron en engullir al santo de Escudo junto a todo el corredor.

—Ridículo —dijo Ian desde el incendio esmeralda, alzando el escudo en contraste con sus palabras de desprecio—. Creer que esta herencia de la Guerra de Troya sería necesaria para bloquear un ataque tan débil. ¡Creer que un niño podía ser Héctor encarnado, así como el santo de Mosca pareció poseer la invulnerabilidad de Aquiles!

—Si te sirve de consuelo, yo tengo más de Héctor que Makoto de Aquiles.

León Menor Negro aprovechó el desconcierto de Ian para lanzar otra llamarada, esta vez más una distracción que un ataque. En cuanto logró hacer distancia, lanzó sendas bolas de fuego hacia donde debía encontrarse Ian.

—¿No temes quemar el barco, cachorro? —dijo el santo de Escudo, quien se encontraba a espaldas de Soma.

A León Menor Negro ni le dio tiempo a girarse. Ian le agarró el brazo derecho y se lo rompió como quien rompe una ramita. La armadura negra de León cedió a la sola presión de los dedos de aquel santo legendario. Soma hizo esfuerzos por no gritar.

—El Argo es… ignífugo… indestructible…

—Bueno es saberlo.

Le rompió el otro brazo con aún más facilidad, para después empujarlo varios metros hacia atrás. Soma no había ni parpadeado cuando la bota del santo de Escudo ya estaba sobre su cabeza libre de lágrimas, aunque no de signos de dolor. Lo derribó.

—Sigues siendo una hormiga que nada me ha hecho. Nada puede hacerme.

Ian pasó de largo y anduvo hacia donde sentía el mayor cosmos. Sin duda allí debían estar los cuerpos de los traidores, protegidos por un renegado más. ¿Qué le podía esperar después del niño? ¿Bebés en pañales de bronce? La sola idea le insultaba.

Incluso cuando Soma se volvió a levantar y nuevos ataques golpearon su espalda, Ian de Escudo no volteó, tampoco apuró la marcha. Él, que por décadas protegió el mundo. Él, que murió creyendo que era justo pagar por el crimen de poner en duda la legitimidad del Sumo Sacerdote, y revivió sabiendo a tal villano una pobre alma llena de ambición y locura. ¿Por qué un hombre así tendría que lidiar con infantes?

Quebrantahuesos —dijo Soma. Los brazos colgando de un lado a otro como pesos muertos, el dolor contenido en unos ojos enrojecidos, pero firmes y vivaces.

—¿Qué has dicho?

Quebrantahuesos. Mis compañeros eran aficionados a las películas de espías. Ya sabes, ¿podrá la malvada organización enfrentar a los EE.UU. y la URSS y gobernar el mundo? —bromeó. La broma más dolorida que jamás había dicho.

—Si vas a decir tonterías preferiría que siguieras con tus chispas.

Ian retomó la marcha, pero fue inevitable seguir escuchando al caballero negro.

—La realidad supera a la ficción. Si en el cine se necesitó de espías para proteger la estabilidad del mundo, ¿qué se necesitó aquí? Solo había rumores. Huesos rotos en Berlín, huesos rotos en Nueva York, huesos rotos en Moscú, un santo errante protegiendo el mundo del comunismo…

—Rumores —masculló Ian, lo más cercano a la rabia que aquel severo hombre podía estar. Estaba enfrente de la cámara papal—. ¿En eso me he convertido? ¿En un rumor?

—Si te digo la verdad. Quebrantahuesos suena mejor para un matón de la calle. Para un santo que no sea un chiste... No, no queda. —Rio.

—Deberías agradecer el espacio cerrado en el que nos encontramos. Es por esto que nunca conocerás en vida la realidad detrás de la leyenda.

Ian giró con parsimonia. Su cosmos, inmenso aun para un santo de plata, no solo calló la risa de Soma, lo paralizó por completo.

—Nuestros mantos sagrados están vivos, ¿sabías? —dijo el santo de Escudo mientras andaba hacia Soma—. Mi técnica no solo rompe huesos humanos, eso lo puede hacer cualquier matón de la calle. Lo que mi técnica destruye son mantos de plata. Incluso mi Rho Aias, que no podrías rasguñar ni tras mil años de fuego continuo, se desharía ante el Quebrantahuesos de un solo impacto.

Terminó de hablar justo al encontrarse frente a Soma. Un golpe le bastaría para dar muerte a aquella hormiga que nada podía hacerle, pero que le había dicho demasiado.

—¿Qué tengo que hacer para que dejes de incordiarme con tus chispas? ¿Arrancarte los brazos? ¿Destrozarte las piernas y convertirte en un gusano que se arrastra por la tierra?

Por toda respuesta, la temperatura del lugar se incrementó de pronto. Primero más allá del punto en el que el agua se evapora, y luego más allá del punto en el que el acero y la roca se derriten. Una columna de fuego esmeralda cubrió a Ian por completo, al tiempo que un sonriente Soma retrocedía algunos pasos.

—¿Mis brazos? ¿Qué importan estas minucias? Yo no creo fuego con mis manos, y tú no «rompes los huesos» de un manto de plata con tu fuerza bruta. Nuestro poder está más allá de eso —dijo, como embargado de adrenalina. El dolor que sentía se había convertido algo natural en él. No por mucho tiempo, sin duda.

Soma dejó que las llamas se dispersaran por el mero placer de ver lo que ocultaban. Él podía mantenerlas del mismo modo que Ian le habría arrancado la cabeza en condiciones normales; un poco de fuego no era nada para un santo de plata legendario.

Claro que un poco de fuego y el látigo de otra santa veterana presionando el cuello del susodicho, podría ser que sí hiciera algo.

—¿… por la espalda? —gritó Ian, apenas un chillido debido a la presión en su garganta. 

—Parece que no eres el único que se esconde para hacer sus buenas obras —bromeó Soma, agradeciendo infinitamente la ayuda de June detrás de esa máscara de sobre-confianza—. Solo que no caza comunistas, a menos que tengas algo que contar, Ian.

—¿Qué dices, cachorro? Soy un santo Atenea. Solo los humanos luchan por un bando o un color, ¡yo luchaba por el mundo!

Soma volvió a encender el fuego, esta vez sin intención de apagarlo.

«Siempre que cubra todo el cuerpo, ese escudo no le servirá.»

—A mí me pareces muy humano, santo de plata legendario —se burló el caballero negro. Un comentario efímero, la forma bestial en la que el hombre se revolvía entre las llamas, y el cosmos apenas suprimido por el poder de June, lo empujarían al temor y la parálisis de nuevo si no terminaban rápido.         

 

***

 

El aterrizaje de Hugin y Munin no fue en absoluto agradable.

Aunque con objetivos distintos, los dos hermanos habían desarrollado técnicas psíquicas en forma de cuervos. Desde crear un eidolon que hiciera las veces de vigía o mensajero, hasta usarlo para expresar su poder, fuera en la estructura interna de la materia, fuera en la mente humana. Por supuesto, el eidolon no estaba vivo, era pura energía, pero eso no quitaba que pudiera ser sólido, de modo que a ambos se les terminó ocurriendo la posibilidad de agenciarse alas para sí mismos.

Con eso en mente, a ninguno les quedó duda alguna de que el cosmos detrás del ataque que los había desplumado era grande, al menos equivalente al que cada uno usaba.

Sin nada que los mantuviese en el aire, los hermanos cayeron al suelo sin remedio, pero manteniendo el equilibrio y con los sentidos alerta. Así pudieron ver de dónde habían venido los hilos de luz que desgarraron sus alas: una lira, acariciada con suavidad por las hábiles manos de un santo de plata salido de una leyenda.

—No es posible —dijo Hugin.

—¿También lo conoces? Hermano, ¿estás temblando?

El joven envestido por el manto de Lira siguió con la melodía como si nada pasara, y aquella resultó una perfecta representación del mundo al que habían ido a parar.

Los hermanos ya lo veían desde el barco para cuando el estirado Christ arribó. Una ciudad contemporánea atestada de edificios demasiado grandes. Sin embargo, conforme se fueron acercando la imagen no resultó más clara, sino que se difuminó hasta parecerse al fantasma de todas las ciudades del mundo.

Asumían que aterrizaron en un puerto únicamente porque el mar lo rodeaba. Personas iban y venían, como olvidándose en el último momento de lo que debían hacer, o quizá conformes con la sola visión de las aguas. Era difícil saberlo: nadie tenía expresión alguna, de hecho, ni siquiera la forma de los cuerpos podía distinguirse del todo.

A la vez, Hugin y Munin decidieron que aquel lugar no era el fantasma de una ciudad, sino el cascarón vacío que sería un mundo humano sin voluntad.

—Me suena —dijo Hugin.

—Estaba encima del sub-espacio que unía los frentes durante la guerra —se apuró a decir Munin, tardando en recordar que el Santuario seguía sin saber demasiado sobre la base de Hybris—. Es el limbo humano, donde las almas esperan rehuir el Hades.

—Cuán necios pueden llegar a ser los hombres —advirtió el santo de Lira, atrayendo la atención de los hermanos—, siempre desafiando a los dioses, siempre fracasando.

—Eres el santo legendario, Orfeo —dijo Hugin con temor reverencial—. Se dice que tu fuerza supera a la de los santos de oro.

—Orfeo —repitió Munin.

Ese nombre había sido mencionado en la cámara papal, correspondía a uno de los caballeros que lucharon junto a Orestes contra Caronte de Plutón.

—Cierto es que así me llamo, amigos míos —dijo el joven de suaves facciones—. Y mi fuerza es grande, como supo la orgullosa Roma, que ingenua como era creía poder asir a los dioses. Aun los césares aprendieron a temer estas humildes manos, mas os diré que jamás me he comparado con los más excelsos campeones de la diosa.

Él hablaba con una voz calmada y tranquila, un acompañante apropiado para la música que ofrecía, aunque molesto a parecer de Munin. A Cuervo Negro poco le importaba la historia de aquel hombre, lo que quería era volver a escuchar el réquiem que tocó en aquel mundo desolado ante el malvado Caronte.

«Tu arte está más allá de mi comprensión, en cualesquiera mundos que visites. Pero, Orfeo de Lira, ¿por qué tocar ahora sobre el dolor? ¿Por qué no hablan tus dedos de la más cierta de las esperanzas, el seguro fin de toda maldad?»

Se sintió tan ridículo con aquellos pensamientos de poeta frustrado —prefería no considerarse un joven enamoradizo—, que el rostro se le enrojeció.

—¿Y a ti qué te pasa? —acusó Hugin.

—No, qué te pasa a ti. ¿No le tienes miedo a la Suma Sacerdotisa y te aterra un santo de plata? —cuestionó Munin, aunque enseguida cayó en la cuenta de que si aquel era uno de los caballeros del Hijo, como poco dominaba el Séptimo Sentido.

«Estamos muertos. Muy, muy muertos.»

—Él es el santo de Lira —explicó Hugin, extrañado—. Bajó al Hades mismo y permaneció allí durante años. A ti te encandila su música, a mí me preocupa su poder.

—Decís muchas cosas sin sentido —dijo Orfeo, y de un movimiento convirtió los hilos en la misma luz mortífera con la que segó las alas de los hermanos antes.

Fue rápido. A buen seguro más rápido que el Maelstrom de Chris. Los hilos rodearon a Hugin y Munin desde los pies a la cabeza, exprimiéndoles con una presión monstruosa. La armadura negra de Cuervo no tardó en resquebrajarse, mezclándose con la sangre manada de más de una docena de heridas.

—Así que… tienes… miedo… —decía Munin, tratando de provocar a su hermano sin perder la lengua en el intento.

Aquel estaba en su misma situación. En cuanto los hilos terminasen de destruir el metal, cortarían la carne y los huesos de Hugin de Cuervo sin ningún problema.

—A ti que has apreciado mi música, te compensaré con el mejor regalo. ¡Escuchar el clímax de mi Réquiem de Cuerdas, al que jamás nadie ha sobrevivido!

Los dedos bailaron en la lira. La tristeza y melancolía de la música se transformaron en muerte. Rodeado por una docena de hilos que brillaban como el diamante, Hugin de Cuervo acabó despedazado por completo en un instante. La cabeza, al caer sobre la red de luz, fue cortada una y otra vez; solo el polvo llegó a tocar el suelo.

—¡Maldito seas…!

El grito se prolongó más de lo que hubiese querido. Los hilos que aprisionaban a Munin vibraron, cercenándole un dedo de la mano izquierda.

—¿No agradecerás mi gesto? ¿No alabarás mi Réquiem de Cuerdas antes de morir?

Munin, un líder para Hybris, un camarada de asesinos despiadados y un fiel subordinado del hombre destinado a organizar el mayor genocidio de la Historia Universal, se encontró con el bello rostro de Orfeo de Lira sabiendo que jamás había visto tal grado de maldad. ¿Podía ser él el héroe que admiró?

«No —decidió el caballero negro—. Él no haría latir el pétreo corazón de Hades.»

—Estás loco —dijo al fin, apareciéndose en su mente el recuerdo de un emperador que quemó Roma en nombre de su arte. Aquel Orfeo parecía ese tipo de hombre.

—La humanidad está loca. Mi mal, en cambio, es producto del castigo que padecí durante milenios por protegerla. Me odias por la muerte de tu hermano, me temes por el dolor que te infrinjo y te enfurece la impotencia a la que te someto. ¿Cómo crees que acabarás si no te hago el favor de matarte?

—¿Quién tiene miedo?

Escuchar la voz de Hugin sorprendió más a Orfeo que a Munin. El santo de Cuervo, que debía haber muerto bajo el Réquiem de Cuerdas, estaba a unos cuantos metros. Dos alas negras surgiendo de su espalda desnuda lo mantenían en el aire.

—¿Una ilusión? —preguntó a Cuervo Negro con una sonrisa de desprecio—. Para un santo de plata eso no es…

Orfeo calló al ver que los pedazos del supuesto cadáver estallaban en forma de plumas negras. Incluso el cosmos del santo de Cuervo surgía de aquel guerrero alado sin manto, era descabellado pensar que fuera una ilusión de Munin.

—Suicídate —dijo Orfeo, casi suspirando—. Si no lo haces cortaré cada dedo de tu hermano, y si no muere por la pérdida de sangre yo mismo licuaré sus órganos ante tus ojos, vulgar carroñero.

—No lo creo.

Un giro de muñeca. Eso fue todo lo que Hugin necesitó para que las manos de Orfeo volvieran a tocar el arpa, pero no para cumplir su amenaza. Al contrario: los hilos brillantes dejaron caer a Munin de bruces, a la vez que rodeaban el cuerpo del santo de Lira con aún más fuerza y violencia que en los pasados ataques. Habiéndose apoderado de los músculos y nervios de Orfeo, Hugin tenía toda la intención de dar a aquel hombre orgulloso y vil el destino que se merecía.

—¿Qué te parece recibir un poco de tu propia medicina? —preguntó Hugin, observando cómo Orfeo era herido por los hilos que él mismo comandaba—. Je. Me ha gustado esa idea de cortar a alguien dedo a dedo. Por desgracia, no tengo ganas de interrogarte. ¿Munin, puedes usar Hijos de Mnemosine con un cadáver?

Sin saber si debía admirar o temer a su hermano, Munin asintió. Con un giro de mano, quizás una mera floritura, el santo de Cuervo ordenó a su eidolon que moviera los dedos de Orfeo en la dirección que asegurara su suicidio.

Los dedos de Orfeo no obedecieron.

El santo de Lira forzó a su brazo contra la voluntad de Hugin, presionándolo contra el Réquiem de Cuerdas. Los dedos, la mano y la muñeca de Orfeo, todo fue cercenado una y otra vez en un espectáculo sangriento que sin embargo no provocó cambio alguno en el rostro de este. Él seguía en calma, inmerso en una tranquilidad inmutable mientras pasaba la mano restante sobre la lira, que ahora levitaba.

Miles de hilos de luz cortaron el puerto entero. 

Hugin y Munin volaron cuan veloces eran, el segundo con unas alas recién formadas. De las heridas de Cuervo Negro no se derramó sangre hasta que el puerto pareció ser un montón de piezas de juguete cayendo al mar debido a la altura. Y aun así el cúmulo infinito de edificios bordeando aquel laberinto de calles seguía sin poder ser captado con un solo vistazo. Los ojos de ambos no bastaban ni para ver la mitad.

—¡La ciudad es enorme! ¿La recordabas así de grande?

—No creo que sea una ciudad, je. ¿Y bien? ¿Entendiste mi indirecta?

—Usé los Hijos de Mnemosine antes de que ese loco se cortara la mano, pero…

—Somos hermanos. Si estamos juntos, nuestros cosmos funcionan como uno solo. Creí que eso bastaría para superar el de ese farsante, je, se nota que me equivoqué.

—¿Y por qué a mí me debería ir mejor?

—Primero porque si se corta la cabeza, pierde —dijo Hugin con impaciencia—. Mira en lo que ha convertido su Réquiem de Cuerdas. Está desesperado. Me acercaré lo suficiente para que me ataque y entonces tú harás que toque nuestra canción en el último momento. ¡Si no se lo espera, no podrá reaccionar!

—¿Volver ahí?

Munin ni siquiera podía medir aquellos hilos, que cortaban una y otra vez pedazos de la ciudad fantasma. ¿Cientos de metros, kilómetros? Llegaron a perseguirles incluso más allá de las nubes, las cuales destruyeron por completo.

—Te repararé el dedo si me ayudas —dijo Hugin, señalando el puño que Munin cerraba sobre la pieza que le cortaron—. Siempre quise ser médico.

—¡Yo quería ser médico! —replicó Munin.

Ambos descendieron en picado. Hilos hechos para rodear montañas y destazarlas trataron de atrapar a dos hombres de mediana estatura y más rápidos que cualquier bala. Resultaba más sencillo de lo que Munin había supuesto, aunque las piruetas que se veían obligados a hacer los retrasaban demasiado.

—Y pensar que creí que eras el legendario Orfeo de Lira que ayudó a los héroes legendarios en la Guerra Santa. ¡Tú, con ese cosmos que no le llega ni a una sombra!

—El más poderoso de todos los santos le espera a tu demoníaca compañera.

La voz de Orfeo ni siquiera provenía de sus labios, Hugin pudo saberlo a pesar de la distancia. Los hilos vibraban con cada sílaba que el santo demente pronunciaba, amplificando el sonido hasta que parecía que un gigante estuviese hablando.

—¿Ese cosmos que siento en el norte? ¡Al lado del señor Sneyder es solo un insecto!

—Lástima que el señor Sneyder no esté aquí.

Una música estridente resonó en todo aquel campo de mortales hilos, los cuales lograron atrapar el cuerpo de Hugin y despedazarlo. Los restos ensangrentados, empero, no tardaron en convertirse en una bandada de cuervos que bajaron, suicidas, cien metros antes de desaparecer por los filos de luz.

Para Munin fue extraño ver a su hermano «morir» una y otra vez. Ilusiones aparecían en uno u otro lugar mientras que él estaba estancado a unos cuatro o cinco kilómetros del objetivo. No encontraba la manera de bajar sin morir, así que Hugin necesitaría desesperar a Orfeo de otra forma, con una inmortalidad aparente.

—¿Cuánto tardó Atenea en hacer ejecutar  a alguien como tú? —gritó a todo pulmón otro falso de Hugin antes de ser partido por la mitad.

—Mi determinación no tuvo parangón entre mis compañeros. Me ofrecieron riquezas, mujeres, tierras, ¡un imperio! Y yo rechacé todo, jamás me desvié de mi misión.

—Eres como el escritor que quiere ser alabado por tener una buena ortografía, ¿eh?

Movidos por distintas emociones, Orfeo y Munin abrieron grandemente los ojos al ver a Hugin envestido en el manto de Cuervo y rodeado por cientos de criaturas tan negras como sus alas. Ninguno pudo oír lo que dijo en aquel maremágnum de ruido, pero los dos decidieron que debía ser el original.

Hugin y su bandada descendieron una última vez más. Movimientos en zigzag bastaron para esquivar las fintas de Orfeo, y Munin, desde lejos, maldijo no poder avisar a su hermano de la trampa en la que se había metido.

Todos los cuervos fueron cortados uno a uno. Orfeo, saboreando la victoria, fingió gustoso que le costaba acabar con esos blancos fáciles.

—Esto es por vuestro bien. La maldad debe ser erradicada. Si un héroe como yo fue juzgado, ¿por qué no juzgar a los enemigos de hombres y dioses?

Solo. Sin sus criaturas o su hermano cuidando la retaguardia. Sin un compañero que pudiera auxiliarle sin ser hecho pedacitos y un molesto dolor de cabeza debido al ruido desgarrador, Hugin solo pudo pensar en una cosa al ver a Orfeo.

«¿Cómo demonios se toca la lira con una mano?»

Este es el final. ¡Que el clímax de mi Réquiem de Cuerdas llegue a estos hermanos, la luz y la sombra! —En ese momento, los miles de hilos de luz se abalanzaron sobre Hugin y Munin. No había escapatoria posible.


Editado por Rexomega, 01 marzo 2022 - 07:55 .

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Publicado 05 marzo 2022 - 13:26

Cap 113. Batallas rápidas
 
Pues no han puesto ni un pie en la isla/ciudad cuando ya hay enemigos a lo lejos que se dividieron en el terreno esperando que los demás respeten las formas y vayan a perseguirlos, siendo Hipolita la primera en arrancar hacia el posible "líder".
 
El primero en abordarlos es Christ de la Cruz del sur, creo que lo recuerdo como uno de los guerreros fantasmas en la peli de Elis y que aquí parece tiene la historia de que participó en la segunda guerra mundial (de qué lado me pregunto XD)
Pues total, el tipo exige que le dejen llevarse a los durmientes y los otros pueden irse a su casa si pueden, pero Makoto como el buen capitán que es ha dicho que no y empezó una rápida trifulca en la que Makoto demostró ha ganado mucha resistencia después de tantas palizas recibidas jaja de perdida sus experiencias han hecho que suba de nivel y como prueba de ello su técnica de los puntos cósmicos funcionó a la primera y de manera fulminante!
Unos simples PEW-PEW!! (rachitos de luz) y se acabó jajaja, grande Makoto XD!
 
Mientras eso pasaba, un polizón intentó pasarse de listo al escabullirse, Ian del escudo (sí, son los tipos de la peli) siendo sorprendido por Soma quien no tuvo tanta suerte y le dieron una buena madriza... Nos enteramos que Ian igual hizo cosas en el pasado y lucho contra el comunismo jaja
Total que June llega al rescate y le dio la oportunidad al pequeño león Simba, digo Soma, ¿el llevarse un kill?
 
Por otro lado, los hermanos cuervo se topan con Orfeo de Lira... pero el de la versión peli o el de la saga de HadeS?
Total que los cuervos tienen su batalla y no podía pedir menos de la mano derecha de Sneyder, quien se negó a morir por el truco de las cuerdas, nadie se digna a morir por eso jaja
Pues entre los dos vencieron a ese Orfeo que parece que terminó siendo el de la peli de Elis y no el que bajó al infierno XD
Parece que le ganaron... pero mejor no adelantarme hasta que digan que petaron XD
 
Me gustó la aplicación de batallas rápidas ¡donde al fin los buenos se pueden lucir un poco contra enemigos que no son odiosos a morir! (sí, los miro a ustedes ríos del Hades)
 
PD. Buen cap, sigue así.

Editado por Seph_girl, 05 marzo 2022 - 13:26 .

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


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Publicado 07 marzo 2022 - 18:18

Saludos

 

Seph Girl. Si no me falla la memoria, estos capítulos son un reto personal que me propuse por las acostumbradas batallas eternas de la historia (el mago, Hipólita…). Traje a los enemigos de la película de Eris con el firme propósito de que estos cayeran tal cual fuera una película de Saint Seiya, rápido, sin que dejara de ser convincente. Así que ese es un título alternativo bastante apropiado para el capítulo 113.

 

El finado Icario de Boyero luchó contra los alemanes en la IIGM y Christ parece muy orgulloso de sí mismo. Vamos a asumir que lucharon en el mismo bando y que por eso todos eran tan racistas con Seiya en los primeros capítulos de Saint Seiya.

 

Es que Christ de la Cruz del Sur sí se presenta con el apellido correcto… Nah, es verdad, Makoto ha crecido bastante y nos lo demuestra aquí.

 

Sé que pude haberlos presentado tal cual en la película, como guerreros sagrados de una época remota, pero se me ocurrió relacionarlos con los períodos históricos que se mencionan en Saint Seiya Pre-Final Edition. ¡El comunismo es un plus! Sí, Soma ocupa más la experiencia que June si quiere ser el futuro Rey León (de bronce).

 

Presta a la confusión porque no los llamé de distinta forma como, según me dijeron, ocurre entre las dos versiones. ¡Habría sido mucho lanzarles a estos chicos de plata al que bajó a los infiernos! (Según a quién le preguntes, es tan fuerte como un santo de oro, o más, o similar. Nunca se está seguro del todo en Saint Seiya.). Hugin es una navaja suiza, tiene muchos recursos. Solo diré que haces bien en ser precavida.

 

Sí, está bien que el sino de los protagonistas de Saint Seiya es sufrir, sufrir y volver a sufrir, pero es agradable verlos lucirse de vez en cuando. ¡Hasta cuando lo escribimos lo es! Si todos los enemigos fueran como los ríos del Hades, uf, esto no acabaría nunca.

 

***

 

Capítulo 114. Sin lugar para el honor

 

A pesar de la distancia, Hipólita había sentido las batallas en el Argo Navis y el «puerto» de aquella ciudad de fantasmas. Aquellos guerreros que conoció como niños habían crecido; seguían siendo inmaduros, por supuesto, pero habían crecido.

Voló por encima de un laberinto de calles atestadas de personas sin rasgos ni voluntad, distinta y a un tiempo similar a todas las poblaciones que había recorrido desde que Gestahl Noah la invitó a salir del Santuario tanto tiempo atrás. Un área residencial no se diferenciaba de una industrial o comercial, la altura de los edificios era indeterminable al variar con cada vistazo, todo era borroso y maleable a su percepción.

Los dos únicos cosmos que no habían entrado en combate permanecían dentro de lo que parecía una plaza. Se trataba de dos santos de plata como los demás. El primero, sin duda el líder, vestía el manto sagrado de Orión, y su compañera enmascarada era la santa de Flecha. Resultaba evidente que la esperaban.

—Desciende, extraña. Los dioses no crearon los cielos para los hombres —advirtió el santo de Orión, un hombre alto, de complexión fuerte y anchos hombros. La capa que portaba solo acentuaba más su imagen de héroe de leyenda.

—Los dioses crearon el mundo como un regalo para los hombres —replicó Hipólita—. Y si no es así, jamás debieron concedernos los dones que usamos para conquistarlo.

Ella se mantuvo a unos quince metros del par. La petición de aquel hombre bien podía tanto ser una simple superstición, como una prueba de que no era capaz de luchar en el aire. Volar por el cielo era un arte que muy pocos intentaron dominar en el pasado.

—Sabes que puedo acertarte desde aquí —dijo la enmascarada, apuntándola con el brazal izquierdo—. De hecho, puedo acertar al par de idiotas que Orfeo está a punto de liquidar —se burló, tornando en un parpadeo el carcaj en una ballesta.

Hipólita sonrió bajo la máscara y voló hacia la santa de Flecha. Tenía la intención de dar un suave golpe para bajarle los humos, pero Orión se interpuso, bloqueando el ataque. Águila Negra no perdió el equilibrio solo gracias a su experiencia.

—¿Quién eres tú?

Tenía a un aire a Lesath, pero el actual portador de Orión no le duraría ni un asalto.

—Mi nombre no importa. El mundo ha girado muchas veces desde el desastre de Troya. Aquiles, Agamenón, Héctor, Paris… Ellos perduraron a través de una identidad y un pasado. Yo soy el Cazador, y mi fuerza habla por mí, como siempre ha sido. .

Para el oído de Hipólita aquello sonó como una bravuconada convencional. Alzó su cosmos, un velo de oscuridad en aquel limbo gris, y golpeó de frente al Cazador.

—¿Esta es la fuerza que amenaza al mundo? —El santo de Orión había bloqueado el puño de Hipólita como quien para el golpe de un niño. No lo movió ni siquiera un centímetro—. Es ridículo.

Hipólita retrocedió por puro instinto, aunque el llamado Cazador no dio muestras de querer contraatacar.

—En mi época lo conocíamos como Jäger, el santo de plata más poderoso que jamás ha habido —dijo la santa de Flecha, en absoluto interesada en intervenir—. No podía ser menos, la época en la que luchó no contaba con ningún santo de oro.

«Todo el mundo es el más poderoso hoy en día —pensó Hipólita antes de invocar el poder de Ethel—. ¡Hasta que aparece alguien para desmentirlo!»

La poderosa energía psíquica se manifestó como un aura rosada paralizando el cuerpo de Jäger de Orión. Durante breves segundos, el imponente guerrero pareció detenido en el tiempo. Ni siquiera la capa era movida por el viento.

—La brujería es propia de mujeres y atlantes —espetó Jäger, molesto. Su inmenso cosmos quebró la prisión mental con pasmosa facilidad—. No comprendo cómo el Santuario volvió a permitir que las mujeres sirvieran a Atenea.

—Siempre se puede culpar a los hombres de la actual generación —se burló la santa de Flecha—. Parece que Orfeo compite por ser la nueva María Antonieta.

Varios kilómetros al sur, hilos de luz rebanaban cuanto se ponía en su camino, desde la ciudad hasta las nubes en el cielo.

—Ve, arquera —dijo Jäger con cierto tono de desprecio—. Nada tienes que hacer aquí.

La santa de Flecha obedeció sin rechistar.

Hipólita observó todo sin mediar palabra. No estaba frente a la clase de guerrero al que podía subestimar, y sospechaba que aquella joven que ahora saltaba entre los edificios circundantes, la habría atacado en un momento crucial de haberse quedado. Los ataques a traición construían la fama de los santos de Flecha.

—Tampoco tú tienes algo que hacer —dijo Jäger—. Tu máscara y tu armadura no pueden ocultarme que eres un cadáver viviente. De nada sirve un gran cosmos si tu vida es una vela a punto de apagarse.

—¿Un gran cosmos? Es todo un halago viniendo del santo más poderoso de la historia.

—El sarcasmo también es propio de mujeres y hombres que ocultan su debilidad con artes deshonestas. Acepto la eficiencia de ese estilo de lucha, mas no admiro a quienes solo pueden vencer de ese modo. Ni siquiera deberían combatir en primer lugar, hacen más daño que bien. —Jäger suspiró, quizá rememorando las batallas que contempló en el pasado—. No importa. Nunca he pretendido negar la realidad con mi forma de pensar. La verdadera fuerza de tu cosmos está más allá de lo que Christ, Ian, Orfeo o Maya pueden soñar, y ninguno de ellos es un santo de plata convencional.

—Es difícil ver la plata cuando la corona de oro que protege el cielo brilla como un sol. Solo el bronce, violencia metálica, puede abrirse paso porque no necesita compararse con nada. —Hipólita recitó las palabras de Gestahl Noah que en tantas ocasiones escuchó. Le sentó extraño hablar así. Se aseguraría de no volver a hacerlo—. Poco importa eso ahora. Simplemente veamos qué plata brilla con más intensidad.

—¿Qué brillo puede ofrecer la oscuridad?

—Pregúntaselo a los dioses. Ellos también crearon la oscuridad.

—Ese brillo rosado no te ayudará. Jamás vencerás a un santo con brujería.

Hipólita sonrió bajo la máscara, convocando la fuerza de su cosmos y algo más.

Miles de meteoros oscuros impactaron en un único punto, frente al puño de Jäger de Orión. La ciudad entera cimbró hasta sus cimientos.

 

***

 

¿Cómo va todo abajo? —dijo Emil, dirigiéndose a Soma mediante telepatía.

Todo controlado —aseguró Soma—. ¡Camaleón le está dando a base de bien!

El santo de Flecha decidió confiar en el hijo de Ban, por ahora. Cortando la comunicación, observó de nuevo el cuerpo de Christ, tendido sobre la sagrada madera del Argo Navis. No tardó en decidirse a arrojarlo por la borda. Makoto, concentrado en las batallas que ocurrían más allá, apenas lo notó al escuchar el impacto en el agua.

—¿Qué haces, Emil? ¡Ya estaba vencido!

—¿Tu truco no es temporal?

—Los puntos cósmicos son los puntos vitales de un santo de Atenea. Pueden llevarnos a la vida o la muerte, y en algunos casos a un estado intermedio en el que el cosmos permanece sellado. ¡Lo hago para evitar muertes innecesarias!

—¿Es temporal? —insistió Emil, cortante.

—Sí, lo es.

—Tenemos varios enemigos, nuestra Suma Sacerdotisa y el comandante Shun, por lo que a mí respecta, están en un estado entre la vida y la muerte también, y Adremmelech quién sabe a dónde fue. No es momento para ser compasivos.

—Parece que la fama de los santos de Flecha es bien merecida.

A Makoto no le gustaba evocar ese viejo prejuicio, pero en esta ocasión no pudo evitarlo, pues en la sonrisa de Emil veía más frialdad que buen humor.

—Somos tan deshonestos como la guerra misma, supongo. —El santo de Flecha se encogió de hombros—. Si te hace sentir mejor, lo que sabemos de este mar son teorías. Quizá no destruya a quienes caen en él, tal vez los envíen a alguna otra época. O alteran su reloj biológico convirtiéndolos en rollizos bebés o arrugados ancianos o…

—Oye, Emil, ¿no sientes algo debajo? —interrumpió Makoto, mirando atrás.

—Soma y June están ocupándose de otro —dijo Emil, con una sonrisa que se iba deshaciendo conforme el barco temblaba—. ¡Dijo que no hacía falta que interviniera! —se defendió, palpándose la sien al recordar el mensaje—. ¡Maldita sombra!

Ian de Escudo ascendió a cubierta como una bestia herida. El cuello morado y sangrante, la cabeza de la sombra de León Menor a punto de ser aplastada por su mano.

Enseguida Emil atosigó al guerrero con cien veloces flechas, pero Ian bloqueó todas con el escudo argénteo que daba nombre a su manto sagrado. Cuando Makoto estaba a punto de acercársele, una explosión de viento barrió la cubierta, derribándolos a los dos.

—No está —dijo Ian, palpándose el cuello liberado—. Los dioses me sonríen. Compensaré su misericordia poniendo fin a estos hombres. —Mirando con desprecio al inconsciente Soma, lo lanzó como si no fuera más que un bulto sin importancia—. Una vez más, yo, Ian de Escudo, habré de proteger la Tierra de la codicia humana.

Emil fue el primero en levantarse cuando aquel santo legendario empezó a levitar, pero no logró alcanzarlo con ninguna de sus flechas. Tenía en contra el viento, la velocidad del enemigo, la mejor defensa entre los santos de plata, y de propina, la distancia.

—¡Menos mal que lo teníais controlado! ¡Menos mal!

Miró de reojo a Soma y supo que no podía odiarlo. Ensangrentado y con la negra armadura hecha trizas, tenía los brazos rotos y las piernas dobladas de una manera desagradable. Si no se retorcía de dolor ahora mismo era porque estaba inconsciente.

—Los niños son niños, lloren o no —advirtió Ian desde los cielos—. ¿Crees que un insecto puede detener a un santo? ¡Es una deshonra que Mosca se encuentre entre los mantos sagrados de plata! Solo porque una puso fin a la arrogancia de Belerofonte[1].

—Esperaba que los santos de las pasadas generaciones no fueran tan infantiles como mis compañeros —dijo Makoto, mirando a Emil, de pronto más decepcionado que enfadado. Acababa de levantarse—. Los dos somos santos de plata.

Otro hombre con el poder de Ian habría estallado en carcajadas al escuchar eso.

Ian de Escudo expandió su cosmos. Un escudo brillante como la plata cubrió el cielo, y los vientos del norte y el sur, el este y el oeste, se desviaron hacia él, rodeándolo como un remolino que giraba a velocidades imposibles.

—Va a destruir el barco. Emil, ¿no puedes…?

—¡Lo intento!

Todos sus proyectiles eran desviados antes de llegar a aquel hombre, base de un tornado antinatural —literalmente acababa a la altura de sus botas—. Al principio Emil supuso que se debía a la velocidad del viento; luego de su experiencia en Bluegrad, no le parecían nada descabellado un tornado que se moviera a velocidades de miles y miles de kilómetros por hora. El cosmos podía tanto imitar a la naturaleza como superarla.

—Ese hombre piensa destruir el barco —repitió Makoto, desesperado.

—Soñar es gratis —exclamó Emil, disparando sin descanso mientras buscaba algún punto ciego—. Lo peor que puede pasar es que nos mate, al barco no le va a hacer nada.

Después de todo, era el Argo Navis, una leyenda viva.

—Cuida de Soma —musitó Makoto al notar que Ian empezaba a girar sobre sí mismo en medio del tornado—. Si tus flechas no lo alcanzan, tal vez yo pueda…

—¡Te mandará a volar mil kilómetros en cuanto te acerques!

No hubo tiempo para que Makoto contestara.

Ian de Escudo descendió hacia el Argo Navis. Para los santos de plata, pareció como si arrastrara con él el firmamento, como si el cielo fuera un gran mar sobre una cúpula de cristal que alguien hubiese agujereado.

Claro que un poco antes de lo que bien pudo ser el fin de los días de Emil y Makoto, los dos entendieron que aquello era secundario. El viento que rodeaba a Ian se unió a su cosmos, y la velocidad a la que giraba se incrementó todavía más. Se comportaba más como una perforadora gigantesca que como un tornado.

«Es una técnica patética —se descubrió pensando Emil—. Tan llena de aberturas. ¿¡Por qué no puedo llenarle la cabeza de…!?»

—¿Qué? —dijo Emil, hablando en voz alta sin pretenderlo.

Maelstrom era más veloz que el rayo. La técnica de Ian parecía no ser tan veloz por toda la espectacularidad gratuita que aquel hombre impuso, pero Emil estaba seguro de que no debería haber tenido tiempo para pensar antes de que el santo de Escudo los aplastara a todos. Si acaso, habría rumiado sobre las debilidades de la técnica en medio de su viaje al Hades, ya muerto, pero seguía en el Argo Navis.

Dejándose llevar por el instinto, Emil disparó a la bota de Ian que acababa de pisar el suelo. La flecha no fue desviada El santo de Escudo gritó. Desconcertado y furioso.

—¿Cómo es posible? ¡Mi defensa es infalible! —clamó Ian trastabillando. Pudo recuperar el equilibrio enseguida, e incluso logró detener un puñetazo de Makoto.

—Lo es siempre que no estés atacando —dijo June.

Como por arte de magia, June de Camaleón apareció en la cubierta. En comparación a Soma, lucía bien, aunque eso no era decir mucho: a la altura del corazón, el peto estaba ahuecado hasta que solo una fina capa de metal seguía protegiendo la piel de la joven; alrededor del hueco, grietas se extendían por buena parte del manto de bronce, dejando escapar hilillos de sangre. De no haber sido revivida la sagrada prenda por la sangre de Shun de Andrómeda, aquel golpe, el único que Ian llegó a acertar, habría sido decisivo.

Pero no fue así como se sucedieron los acontecimientos, por lo que June pudo correr hacia su adversario en una finta, mientras su látigo actuaba con vida propia desde atrás y se aferraba una vez más al cuello del santo de Escudo.

—No… es… una… bronce… —Sorprendido mientras trataba de evadir a la enmascarada y sus malas artes, Ian se vio obligado a apoyarse en su rodilla para no caer al suelo. El látigo apretaba más y más en la garganta, impidiéndole hablar.

—Tú me diste la pista —dijo June—. Tu Quebrantahuesos es más fuerte que tu escudo, así que cuando liberas toda esa energía, la defensa que siempre te rodea se anula.

Arriba, el escudo de plata ya no reinaba sobre el cielo. Los vientos habían amainado. De la furia de la naturaleza solo quedaban los aullidos de un hombre ahogándose.

 —Menudo debut, ¿eh?

June se dirigía a Makoto, quien enseguida había venido a asistirla. Con la celeridad de un santo y la precisión de un cirujano, golpeó sus puntos cósmicos para parar la hemorragia. June cabeceó en gesto aprobador..

—Tu manto no aguantará otro golpe —dijo Makoto, odiándose por su sinceridad.

 

—Que lo aguante el cuerpo, entonces —replicó June—. Siempre esperé desde lejos mientras mis semejantes luchaban las más terribles batallas. No de nuevo, no de nuevo.

—Calla —cortó Makoto, olvidando por un momento que June había sido su superior el pasado año, como subcomandante de la división Andrómeda—. Debes descansar…

Para evitar cualquier réplica, dirigió la mirada a donde estaba Ian. El látigo se había encajado en el cuello del santo legendario y la sangre manaba en abundancia.

—Yo… Sal… la… Tierra…

Con una gran fuerza de voluntad que los tres no pudieron sino admirar, Ian dio algunos pasos hacia el frente, convocando de nuevo el poder de los cuatro vientos. Los santos de Mosca y Flecha se interpusieron, listos para poner fin a la batalla.

Atrás, June los detuvo con una firmeza insospechada.

—Esto ya ha acabado.

Las llamas que Soma había lanzado sobre Ian una y otra vez no fueron un simple desperdicio de energía. Cada llamarada dejaba algunas partículas de energía adheridas al campo de fuerza a nivel de piel que rodeaba al santo de Escudo en todo momento, excepto cuando ejecutaba el Quebrantahuesos. Los escasos segundos en que dejó de estar protegido bastaron para que todas esas partículas se acercaran a la piel, y el látigo de June abrió las entradas por las que pasaron.

Incluso quienes no habían visto la batalla de Soma y June contra Ian pudieron entenderlo. La segunda armadura del santo de Escudo, puro cosmos, se convirtió en una prisión que impedía que el fuego escapara. Más aún, lo repelía hacia dentro, potenciando las llamas esmeraldas de León Negro hasta que estas alcanzaron una fuerza terrible capaz de consumir por igual el manto de plata y el cuerpo que este protegía.

Cuando la cabeza carbonizada de Ian se despegó de su cuerpo, aquel santo legendario se convirtió en polvo. June puso la mano sobre el hombro de Makoto, intuyendo el pesar que debía estar sintiendo: ya no estaban enfrentando a las legiones del Hades, sino a los héroes que les precedieron. Era una locura que tuviera que acabar así.

—Yo me ocupo de Soma —dijo June—. Vosotros debéis ir allí,

—¿Qué hay de Ban? —preguntó Emil, todavía un poco confundido por la forma en que pudieron detener el Quebrantahuesos del santo de Escudo.

—Con la Suma Sacerdotisa —respondió la santa de Camaleón.

—Ya veo. Tiene sentido, ella y Shun son vidas demasiado valiosas como para que los dejemos desprotegidos. Además… —Disparando al aire interceptó al vuelo un veloz proyectil—. Quien quiso matarnos está allí. Un santo de Flecha, seguro, solo nosotros somos así de cobardes. —Con una sonrisa, se despidió antes de ir a la ciudad fantasma; corría tan rápido que por momentos parecía volar por encima de las aguas.

Makoto tenía sus dudas. Soma estaba herido de gravedad y June no estaba en condiciones de proteger el barco ella sola. ¿Era correcto ir a ese lugar que ni siquiera era su destino a batallar? También le molestaba que Ban ni tan siquiera se hubiese molestado en ayudar a su hijo, después de haber perdido el control por Shaula.

«Todo pasa tan rápido y sin ninguna explicación —pensó, molesto—. ¿Alguna vez será diferente? ¿Es esta la vida de un santo de Atenea? » 

 

***

 

Emil llegó a la ciudad en el peor de los momentos.

Toda la zona que estaba frente al barco, quizá un puerto, se desmoronaba, así que debió saltar sobre algunos de sus pedazos, todo a la vez que esquivaba el Réquiem de Cuerdas de un santo de Lira que sin duda no era Fantasma.

Dio gracias a que aquel loco estaba demasiado centrado en lo que Hugin y Munin harían como para prestarle atención. Pasó de largo entendiendo que su objetivo era como él, un santo de Flecha capaz de acertar a un objetivo a varios kilómetros de distancia.

«Lo siento, compañeros, tendréis que sobrevivir solos.»

Se obligó a correr a la velocidad asequible de un modesto mach 5, esperando ser atacado. No tardó en verse rodeado por un quinteto de santas de Flecha.

«¿Ilusiones? Qué picardía…»

Llovieron flechas de un lado u otro. Incluso hubo algún intento de usar a las almas que erraban por aquella ciudad fantasmal como una trampa. No funcionó, pues al carecer estas de rostro, Emil no sentía por ellas ni un remedo de compasión.

De pronto una saeta pasó por encima de su oreja, llevándose algunos pelos con ella. Emil, en parte molesto y en parte sorprendido por la velocidad del proyectil, buscó el cosmos del tirador: se encontraba en el techo de un edificio cercano, como esperándole.

—Si quieres que venga, ¿por qué no me ahorras a tus amigas?

En un único y arriesgado giro, Emil acertó a las cinco enmascaradas en el corazón, y todas se extinguieron a la vez que una lluvia de flechas caía alrededor del santo de plata.

—¿Quién ha dicho que quiero que vengas? —le cuestionó Maya, apareciéndosele enfrente un instante antes de desaparecer.

«Es una chica de verdad —pensó Emil—. Pensé que eso solo pasaba en mi época.»

El santo saltó entre los edificios, lo que era algo difícil considerando que variaban de altura cada tanto. Mil veces Emil esquivó por los pelos una lluvia de saetas, y una de cada diez de esas veces sospechaba que era por el puro ego de la enmascarada.

«Mal, muy mal chica. Todo aquel que porta este manto sagrado debería saber que no se nos debe subestimar, sobre todo cuando enfrentamos a un igual.»

Llegó al edificio objetivo de una pieza. Era bastante alto, como una torre, aunque era difícil determinarlo. Maya estaba enfrente, esperándole.

Emil no podía estar seguro sin verle el rostro, pero más allá del cabello rizado, las caderas y un disimulado busto, habría jurado que Orfeo era más femenino que aquella fiera mujer de largos y fuertes brazos y piernas. Tal vez era cosa de la máscara.

«Qué bueno que me gusten las fuertes —pensó sin un atisbo de vergüenza.»

—Vives —dijo Maya.

—Gracias a ti.

—Me llamó la atención lo que hiciste con Christ la Cruz del Sur. Sí, lo vi. No eres muy respetuoso con el estilo de combate de los santos de Atenea.

—Ni tú tampoco —apuntilló Emil.

—Mi misión fue derrotar a quien iba a ser emperador de toda Europa. No me entrenaron para combatir mano a mano, sería absurdo considerando mi habilidad.

—Eso nos dicen a todos, querida.

—Sigues sonrojado. —Al ver que Emil se acercaba con descaro, Maya transformó el carcaj en una ballesta, ya cargada con tres flechas tan brillantes como los rayos de la luna; Emil se detuvo en seco—. Incluso con mis ilusiones te sonrojaste. ¿Qué clase de guerrero piensa en eso en plena batalla?

—Los que pensamos siempre dos veces claro. —Veinticuatro flechas pasaron a centímetros de veinticuatro partes del cuerpo de Emil. Todas fallaron intencionadamente—. A los hombres nos gustan las cosas bellas, incluso cuando se supone que debemos matarlas. A mí me gustaría dejarte vivir, solo tienes que rendirte.

—Bastante arrogante de tu parte, querido —dijo la santa de Flecha, sarcástica—. Yo misma escogí llamarme como el legendario Maya de Flecha, el mejor portador de nuestro manto de plata, y ahora estoy bajo el mando de su superior, Jäger de Orión. Los dioses me han concedido tal regalo, ¿cómo despreciarlo rindiéndome?

—Está bien si así piensas. —Emil se encogió de hombros—. Solo muere entonces.

Esta vez Maya se limitó a disparar tres flechas. Apuntaba al corazón de Emil, y allí habrían impactado antes de que este diera un paso de no ser porque las detuvo un campo de fuerza invisible, el cual rodeaba a la santa de Flecha.

Fortaleza de Luz —dijo Emil antes de disparar doce flechas, todas fallaron, y no porque él quisiera—. Un escudo de tres capas. La primera y la tercera se conectan entre sí a través de otra dimensión. Para mí, todo lo que entra por el campo interior sale por el exterior. —Volvió a disparar. Más proyectiles y a más velocidad casi acribillaron a Maya, y aunque esta logró esquivar cada uno, le costó más, parecía tener menos libertad de movimiento—. Para mis enemigos está la capa intermedia, irrompible en la práctica para la gente de mi nivel, salvo que los deje allí un día, claro.

De los cincuenta disparos que el brazal de Emil arrojó sobre Maya, solo diez acertaron, y solo tres de ellos lograron atravesar el manto de plata de forma superficial. La santa apenas podía moverse, mucho menos seguir atacando para intentar romper la barrera.

—El principio es este: un castillo puede defender a un rey o encerrarlo hasta que muera, depende de las circunstancias. Entendí eso en Bluegrad. Este es el Asedio Celestial.

Disparó cuatro flechas, acertando en los brazos y las piernas. Solo fue un roce antes de que desaparecieran por el cosmos de la joven, pero bastó para infringirle algo de dolor.

—Pudiste matarme hace bastante, no lo hiciste. Pudiste matarme cuando vine aquí y me dejé llevar por lo bonita que me parecías, no lo hiciste. Por eso no es bueno que la gente fuerte vista este manto sagrado, la sobre confianza es ridícula en nosotros.

Maya no pudo mantener la consciencia tras la siguiente tanda de disparos.

 

—Quítame la máscara —dijo Maya tiempo después, al despertar.

El suelo de toda la ciudad temblaba. El cosmos de Hugin disminuía. Soma bien podría estar muriéndose, y Emil se esforzaba por ocultar su preocupación por todos.     

Aun así, obedeció. Apartó la odiosa pieza metálica y quedó encandilado por el rostro de la joven. Los delgados labios se le antojaron sensuales en ese momento.

—Sigues sonrojado después de vencerme. —Doce flechas permanecían clavadas en el cuerpo de Maya, inoculándole suficiente veneno como para paralizarla casi por completo. No podía mover bien el brazo. Pronto sus sentidos se adormecerían, y luego, la muerte, siempre viniendo demasiado pronto—. Está bien, bésame.

—¿Perdón? —dijo Emil, más sorprendido que encantado.

—Es tu recompensa —dijo Maya, sonriendo. No era la mejor sonrisa que Emil hubiese visto, pero lo achacaba a la época en que le tocó vivir—. Tal vez la mía. Provengo de una familia de escuderos, santos frustrados. Nunca me permití amar.

—¿Nunca…? Oh. ¿De verdad puedo?

—Rojo. Te estás quemando.

«Delira —pensó Emil, serio—. Si es su último deseo está bien… ¿No?»

Una pregunta vana. Él no tenía algo que pudiera llamar voz de su conciencia. Por eso era capaz de tirar a un hombre indefenso a la probable destrucción de su alma, por eso había suplido su debilidad encerrando a Maya en su Fortaleza de Luz.

—Soy inmune a mi veneno —comentó Emil, justo antes de besarla. Al sentir sus labios mordidos hasta sangrar, supuso que no debía haberlo dicho. Aun así, disfrutó de ese beso venenoso, ese último intento de una heroína por cumplir su misión.


[1] En lo que refiere a esta historia, la constelación de Mosca alude a la mosca que hizo que Pegaso se volviera en contra de su jinete cuando Belerofonte quiso llegar al Olimpo a lomos de él. 


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