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Juicio Divino: La última Guerra Santa


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470 respuestas a este tema

#261 El Gato Fenix

El Gato Fenix

    Aura Interior

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Publicado 20 julio 2021 - 07:05

saludos Rexomega, disculpà mi ausencia de crìticas, entre tantos problemas que tengo, uno de ellos es que me cuesta mantener la atenciòn para leer. He llegado hasta el capìtulo 19. Està todo muy bien escrito pero a veces parece que las escenas estàn muy ceñidas a los personajes y su interacciòn y les falta una descripciòn un poco màs paisajista, por ejemplo cuando van en la limusina con Poseidòn. Nada que no se pueda arreglar con una simple oraciòn borgeana que resuma el entorno general en dònde està sucediendo todo, y para esto tenès habilididad, desde luego. La apariciòn de la divisiones de andròmeda y fenix dan a entender toda una nueva organizaciòn en el ejèrcito de Athena; la inclusiòn de Bluegrad vaticina una gran guerra, esto se va poniendo bueno. Un detalle: cuando decìs que a Kiki lo llaman "duende pelirrojo", va entre comillas.  Tambièn està la menciòn de un "gorro ruso" y es una descripciòn del gorro que no te retrata còmo es (al menos desde mi perspectiva cultural, no tengo idea de còmo es un gorro ruso) Muy atrevido el asunto turbio con la hija de Jacob, este tipo de cosas te sumergen en lo oscuro que suele ser ss y eso es un logro. Bueno, apenas pueda continuar, te vuelvo a dejar mi comentario. Seguì escribiendo, es lo tuyo.


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             Caerguirse!


#262 Seph_girl

Seph_girl

    Marine Shogun Crisaor / SNK Nurse

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Publicado 22 julio 2021 - 12:47

Cap 86. ¡Grandes victorias!
 
Pues ya se supo, la ventaja que tienen los monstruos de Flegetonte es que mientras más los maten vuelven más fuerte al del hacha y que también hay que cuidar de sus sentimientos que sino se fortalece Ker, en serio que no puedo con eso de los sentimientos jajaja XD
 
Kanon se nos va al infierno junto con Ker mientras el resto de platas, asgardianos, caballeros negros y demás se quedan peleando con los monstruos.
Cristal, quien tuvo la idea de la Copa de Ganímedes ha muerto (+1) o eso parece por lo de que recibió una herida mortal.
Y Aqua continuó luciéndose, siendo ella la encargada de evitar que mas monstruos salgan de ese agujero con ayuda del cosmos de 100 guerreros.
 
Brincamos a terminar con el duelo de Sneyder y Shaula Vs Deríades y Cassandra.
 
Toca una batalla de elementos entre el hielo de Sneyder y el fuego de Deríades, y también de espada contra lanza.
Sneyder todo tasajeado de extremidades y demás no parece debilitarse pese a que ha decidido olvidar toda defensa. Se tenía que hacer la pregunta de los litros de sangre que puede perder un santo, pero esto es Saint Seiya y sabemos que nunca se pierde suficiente sangre XD
Anda, Sneyder sorprende con que puede usar dos espadas de cristal si lo desea, tomando de sorpresa al Portador de la Ira y helándolo para siempre. Pero como mal perdedor decide lanzar una ultima pokebola para fastidiar en Naraka. Adiós Deríades (+1) porque los del bando contrario también deben entrar en esta lista XD, con que tengan nombre es suficiente.
 
En cuanto a vidente Vs ninfa, mira que contra Sneyder la power ranger rosa le esquivaba todo y Shaula le esta dando una paliza de campeonato. Como sea, Casandra estaba muy confiada en que iba a ganar su pelea pero entonces jaja Shaula sólo tuvo que jurarle que si la mata su fantasma la perseguirá por años y miles de vidas jajaja cosa que la mente de Cassandra, afectada por el lamento de Cocito, le presentaba como posibles futuros jaja Vaya forma de ganar una batalla, buena esa Shaula.
Cassandra no pasa al contador porque pues prefirió huir y ser olvidada por todos. Y así es como se puede vencer a una vidente.
 
Bonita forma de acabar el episodio, con Shaula y Sneyder muy malheridos ayudándose mutuamente a andar. (Yo los shipearia jiji)
 
CONTADOR DE MUERTES (de personajes con nombre) EN ESTA GUERRA: 5
Brindemos por el caballero negro Cristal y Deríades de Flegetonte
 
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PD. Buen cap, sigue así :3

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#263 Rexomega

Rexomega

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Publicado 26 julio 2021 - 06:35

Saludos

 

Don Gato

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Seph Girl

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***

 

Capítulo 87. Ruina en el lejano norte

 

Derrotar a cinco Abominaciones costó las vidas de cuatro de los cíclopes que acompañaban a los santos y el sobrevenido agotamiento de estos últimos. Lesath y Mera, de la plata, y Mil Manos Shiva, del hierro, debieron buscar refugio en un lugar alejado de Bluegrad y de los alrededores, donde el Aqueronte era fuerte, sin saber si la retirada del grueso de las tropas había sido un éxito o un rotundo fracaso.

Luego de un tiempo indeterminado, poco después de que se recuperaran y el cíclope que había estado cuidando del refugio se marchara sin decir palabra, los tres encontraron en las estepas a Aerys de Erídano, con un gran saco de panes a la espalda.

—He ido y venido de la Ciudad Azul como tres veces sin veros, ¿dónde estabais? —cuestionó con tono acusador mientras sus manos, en contraste, tomaban uno de los panes y lo partían en tres pedazos. Lesath y Shiva recibieron gustosos la comida tal que fuera un auténtico manjar; Mera, con un gesto de asentimiento, se retiró para tomar el suyo y asegurarse de que no había enemigos cerca—. De nada.

—Estás más generoso que de costumbre —advirtió Lesath con la boca llena.

—Un regalo de la Ciudad Azul —repuso Aerys—. El resto es mío.

Lesath rio, eso era más propio de aquel santo de bronce. Después de terminar el aperitivo, se apresuró a señalar lo que consideraba una retirada estratégica.

—Huisteis con la cola entre las patas, ¿eh? —dijo Aerys sin un ápice de piedad—. Bueno, es tener cabeza, cosa que tus perros no tienen. Me acompañaron las dos primeras veces en mi regreso a la Ciudad Azul, pero ahora hace tiempo que…

No tuvo que terminar la frase, porque enseguida dos meteoros cayeron desde el cielo, a un par de metros de donde estaban. Se trataba de Bianca y Nico.

—Ah, rayos —gritó Lesath, apartando la nieve que le cayó encima. Shiva y Aerys hicieron otro tanto mientras él decía—: ¿Siempre tenéis que ser tan salvajes?

—Señor Lesath, ¡está vivo! —dijo Nico—. No parece muy contento de vernos.

—Esperaba que se me hubiese caído la máscara en el aterrizaje, hermano.

Como desconociendo las implicaciones de lo que decía, Bianca se alisó el negro cabello. Lesath, acostumbrado a ataques más hirientes desde hacía años, solo rio.

—Eso sería divertido, dadas las circunstancias —comentó el santo de Orión—. Reportad, par de perros traviesos. ¿Cómo va la caza?

—La retirada fue un éxito, el ejército de la Alianza del Norte se ha recuperado en las montañas y la batalla va ahora la mar de bien —aseguró Bianca, todavía poniendo más atención en el estado de su manto sagrado que en los oyentes—. Siendo francos, la fuerza combinada de la Guardia de Acero, la armada atlante y los guerreros azules hace nuestra presencia inútil en este frente. No tendríamos que haber sido enviados aquí ni al Pacífico, donde también abundan marinos junto al grueso del ejército de Hybris, tendríamos que habernos concentrado en el frente de China y el de Alemania. A Marin y a Willy les vendría bien nuestra ayuda. 

—Señorita Bianca, le ruego que no se refiera al subcomandante Ishmael con ese mote, afecta a la cadena de mando más de lo que cree —aseguró Shiva.

—Sí, hay que llamar a las personas por su nombre —convino Lesath—, por eso tú, mandamás de la Guardia de Acero en este frente, deberías dejar de llamar a Bianca, señorita, das una imagen equivocada de lo que es.

Shiva asintió, aceptando la crítica. Bianca, en cambio, soltó una risita.

—¿Y qué se supone que soy yo?

—Una holgazana que no quiere luchar donde no puede lucirse.

—Sé que te gustaría hacer otras cosas —susurró Bianca mientras daba lentos y calculados pasos hacia quien la entrenó—. Pero sí, luchar es lo que nos toca hoy.

 

—Sabes que esos juegos no funcionan conmigo, ¿verdad? —dijo Lesath, mirando de reojo la cara avergonzada del santo de Can Menor.

—Somos perros de presa —le recordó Bianca, encogiéndose de hombros—. Está en nuestra naturaleza cazar, en todos los sentidos imaginables.

—¡Yo no hago esas cosas! —replicó Nico, molesto.

—Porque aún eres muy pequeño —dijo Bianca—. Ya lo hago yo por los dos.

—Si ya hemos terminado de divagar —terció Aerys, llamando la atención de todos—, os informaré de la situación actual en el norte.

Mera regresaba en ese momento, uniéndose a Lesath y Aerys como simple oyente de los recientes acontecimientos en el frente norteño.

Aunque la retirada fue un éxito, hubo en verdad un momento en el que los encargados de la defensa de la ciudad temieron lo peor. En lugar de atacar por la entrada principal, cuya defensa estaba a cargo de Günther y quinientos guerreros azules, el Aqueronte decidió mandar tropas a la que estaba en desuso desde los tiempos de la URSS, donde Triela de Sagitario se había apostado junto a sus Arqueros Ciegos. Un santo de oro estuvo a punto de hacer contacto con el río Aqueronte, justo lo que no debía acontecer bajo ningún concepto, por lo que los dos guerreros azules enviados allí por Günther para vigilar a Triela tomaron la decisión de combatir contra el batallón de muertos.

No fue necesario. La Silente, de cosmos tan notable como era de esperar en quien portaba un manto zodiacal, compartió tales fuerzas con los sesentaiséis Arqueros Ciegos que lideraba. Según lo relatado con admiración por Néstor y Vladimir a Günther, capitán en funciones de los guerreros azules, en las cuencas vacías que aquellos hombres tenían por ojos brillaron luces de solar resplandor antes de que una salva de sesentaiséis certeras flechas cayera sobre la primera línea del ejército invasor.

Debido a que las puntas de los proyectiles eran de gammanium, todos se enterraron con facilidad en los cuerpos sin importar si caían sobre una zona protegida. Además, al parecer, también habían sido bañados en una suerte de veneno: una sustancia carmesí que el primer miembro de los Arqueros Ciegos cargaba en un cuenco. Incluso un roce bastaba para que al instante el afectado cayera al suelo convulsionándose.

—Pienso que Triela comparte el sentido de la vista con los Arqueros Ciegos. Podría ser algo parecido a un enlace psíquico —teorizó Lesath—. Sigue siendo algo extremo arrancar los ojos de un compañero, claro.

Conforme las filas caían, el río pestilente empezó a desplazarse en sentido contrario. Los cadáveres se deshacían y los Arqueros Ciegos recogieron las saetas que aún servían. Actuaban como un solo cuerpo, de forma mecánica, sin dar al enemigo ni un solo segundo de respiro. Gracias a ello pudieron atraerlo a la emboscada.

Entre las montañas que rodeaban Blue Graad esperaban las sirenas, más veloces que el dulce canto con el que sin cesar embriagaban a la horda inmortal. Ese momento de distracción fue bien aprovechado por los soldados del Santuario. La Guardia de Acero, con Faetón a la cabeza, cayó sobre el batallón como una marea destazando la carne sin piedad, liberando así más y más almas y ganándose vítores de los aliados marinos. Muy pocos soldados, aletargados por el cantar de las sirenas y el veneno del que eran incapaces de desligarse, reaccionaron a tiempo, pero estos se vieron congelados de cintura para abajo antes de poder hacer nada; los tritones se habían unido a la refriega. Así, en cuestión de minutos, terminó la batalla con una aplastante victoria.

Todos recordaban cómo empeoraron las cosas en los pasados enfrentamientos, así que nadie se confió y no hubo sorpresas al ver que el Aqueronte seguía manando sobre la tierra y la nieve por muchas almas que fueran liberadas, lamiendo las botas de aquellos soldados de armas bendecidas con el fin de sorber su fuerza vital y acaso también el nuevo poder del que hacían gala. Frente a esa posibilidad, Faetón tuvo lo que creyó una estupenda idea, la de que las sirenas hicieran retroceder al río Aqueronte, pero fue del todo inútil: uno de los más poderosos hijos de los titanes Océano y Tetis jamás podría ser doblegado por el canto de aquellas criaturas, mortales pese a todo.

Las siguientes oleadas aumentaron en intensidad, número y fuerza. Sin embargo, la estrategia seguía siendo la misma, centrándose en hacer retroceder al enemigo lo más posible de la Ciudad Azul. Así, los tritones y sirenas se ocupaban de los más peligrosos, los Arqueros Ciegos disparaban el veneno mortal desde la lejanía y la Guardia de Acero cargaba de frente, semejante a un escuadrón suicida. Blandían los soldados armas bien llamadas heréticas, pues eran la mezcla de la ciencia humana, la alquimia de los Mu y un poder nuevo para el que no tenían demasiadas explicaciones, ni las necesitaban. Las almas de hombres comunes como ellos eran liberadas por tras la ejecución de cada soldado del Aqueronte, ellos se fortalecían después de tal prodigio y por tales fuerzas adquiridas podían liberar todavía más almas, saber eso les bastaba.

Era la cuarta horda que el Aqueronte enviaba cuando la batalla ya se había desplazado más allá de las montañas. Allí, los soldados de piel pálida y armas oscuras toparon con una muralla de cíclopes, encarnaciones vivientes de catástrofes naturales. Una vez más, el ejército aliado logró una victoria sin bajas, aunque en esta ocasión la Guardia de Acero tardó más en poder asestar los golpes determinantes; era difícil controlar la sed de sangre de los cíclopes, quienes con cada ataque pulverizaban a cien soldados.

Para ese punto, la Guardia de Acero ya se había diseminado a lo largo de la estepa. Triela, los Arqueros Ciegos y una unidad de los mejores guardias regresaron a la posición original en defensa de la Ciudad Azul, bajo el monte Sachenka. La quinta oleada no fue un ataque en conjunto, sino grupos de revividos aspirantes a santo luchando en toda suerte de escaramuzas. No obstante, ninguna de estas les permitió acercarse de nuevo a Bluegrad, ni siquiera un poco.

—Me pregunto —empezó a decir Lesath, rascándose el mentón—, ¿por qué no aparecen sin más en la ciudad? ¿No es el Trono de Hielo lo que buscan?

—Necesitaban cosmos —dijo Bianca—. Rico y suculento cosmos.

—¡Hermana, basta! —dijo Nico—. No hagas comentarios de mal agüero.

—En Bluegrad están el Trono de Hielo, Piotr y Alexer, ¿qué mejor fuente de cosmos que ellos? —insistió Lesath—. Además, si llegó hasta donde está la Silente, solo necesitaba seguir avanzando, no es como si tuviéramos medios para destruir el río del dolor desde que perdimos los tesoros de Atenea, ¿verdad?

—Si me dejarais terminar —Aerys dio un gran suspiro—. La nereida Tetis obliga al Aqueronte a mantenerse en una parte concreta del territorio. Ha estado haciéndolo desde que terminó su combate contra el Portador del Dolor y su Abominación. Por lo que sé, Nimrod de Cáncer la ayuda en esa tarea y gracias a ambos la Alianza del Norte ha podido hacer retroceder a la legión de Aqueronte a un punto en el que se puede luchar sin causar daño a nadie. Son muy eficientes.   

—Entiendo por qué los encantos de Tetis podrían mantener quieto a ese río infernal… —dijo Lesath sin el menor asomo de vergüenza—. Sí cierro los ojos, puedo sentirlo, un aura diferente protege la ciudad. Imagino que los marinos tienen algo parecido en el continente Mu y Aqua de Cefeo podría estar jugando un rol similar en Alemania. Pero Nimrod es otra historia. Primero sus armas especiales y ahora esto, ¿qué tiene ese viejo?

—Come bien.

—¡Si vuelves a mencionar tu pan, te enterraré en lo más profundo del mar ártico!

—Los caminos de los dioses son misteriosos —afirmó Shiva, hasta ahora mudo—. Lo importante es que la legión de Aqueronte lucha en un lugar controlado y que hay dos santos de oro listos para el momento en el que el dios del sufrimiento aparezca.

—En un lugar controlado —dijo Lesath, de nuevo en aire pensativo—. ¿Qué ha pasado con el Portador del Dolor? 

—La dama Tetis lo derrotó —contestó Aerys—. Los marinos creen que le dio muerte, yo no sería tan optimista. El que regresa una vez del infierno, regresa dos veces.

—Asumamos que el Portador del Dolor está escondido, lamiéndose las heridas… —Lesath, con el mentón apoyado sobre los dedos, dedicó a Nico una mirada llena de intención, a lo que el joven no pudo menos que ponerse erguido, temiendo alguna reprimenda—. ¿Qué hay de Günther y sus guerreros azules?

—La legión de Aqueronte no ha atacado esa zona —contestó Nico.

—Bien, tenemos que ir allí a toda prisa. Tengo una idea —dijo Lesath—. ¿Me acompañáis? Prometo que valdrá la pena.

—Señor Lesath, yo debería ir con mis hombres, Faetón debe tener demasiada carga ahora mismo —pidió Shiva, a lo que el santo de Orión accedió de inmediato.

Mientras el comandante de la Guardia de Acero en el frente norte corría por la estepa hasta perderse en el horizonte, Mera y Aerys realizaban un gesto de asentimiento. Nico tardó un poco más, el suficiente para que Lesath pudiera oler miedo en el santo de Can Menor, sentimiento que compartía con su hermana. Por supuesto, si se habían encontrado con Aerys en las veces que lo fueron a buscar, debían saber lo que aconteció a la Alianza del Norte después de algunas victorias consecutivas: el Aqueronte creó Abominaciones con la energía reunida en las batallas que habían perdido sus soldados, obligando a los vencedores a una huida a la desesperada.

¿Qué pasaría si se veían en una situación igual en la que no podrían huir?

—Iremos —dijo Bianca, palmeando la espalda de su hermano—, ¿verdad?

—Soy un santo de Atenea —respondió Nico—, ¡por supuesto que lucharé!

—En ese caso, no hay nada más que hablar, ¡vayamos a ver a Nadia! —exclamó Lesath, girando sobre sus talones y marchando por el mismo camino que había tomado Shiva.

Mera siguió sus pasos, mientras que Aerys aprovechó ese momento para partir entre los canes otro pan que llevaba en el saco, inmunes al parecer al duro clima siberiano.

—También tengo para vosotros —dijo entre susurros, poniendo los alimentos sobre las manos de los hermanos—. El que no come antes de la batalla, empieza perdiendo.

 

***

 

—Repítemelo como si fuera la mujer más estúpida de toda Rusia —pidió Nadia, balanceando su hacha mágica, Cortaúñas, como si estuviera a punto de decapitar a Lesath frente a sus compañeros.

—Quiero que conviertas esa carretera que nadie usa y ese páramo sin vida en un bonito valle —dijo Lesath—. Esa arma no emite cosmos, así que el Aqueronte no se aprovechará de la energía gastada. Es perfecto.

—¿La idea? Genial —admitió Nadia—. El problema es que Bluegrad es una ciudad moderna, parte de un país moderno. La gente sabe que existe la Ciudad Azul, no somos un mito como el Santuario y los santos de Atenea, ¿sabes? ¿Cómo quieres que expliquemos que donde hubo una carretera ahora hay un agujero de cien kilómetros?

Lesath rio. El resto de santos se puso tenso, sopesando la posibilidad de estar siguiendo a un loco. Un loco con autoridad, eso sí; el Santuario lo puso a él al mando

—Cien metros de profundidad bastarán, deja los kilómetros para el largo del agujero. Quiero que toda la zona infectada por el Aqueronte sea destrozada.

—¿Por qué?

—Porque es un río. No lo pensamos a menudo, pero aunque pueda quitarnos nuestro cosmos y nuestra vida para crear soldados inmortales, se sigue comportando como un montón de agua pestilente fluyendo por la tierra. Si a su paso hay un agujero, cae, así pasó en la Noche de la Podredumbre, así pasará ahora. Si conseguimos que todo el río Aqueronte esté a cien metros de la superficie, reduciremos las posibilidades de que llegue a tu ciudad. Todos ganamos.

—¿Y quién cerrará el agujero después?

—No hace falta que lo cierres. Le decís a la comunidad internacional que fue un accidente nuclear y listo. ¡No, mejor! ¡Un meteorito!

Nadia lo miraba con los ojos entrecerrados, quizá creyendo que estaba bromeando. No lo hacía. En realidad, Lesath prefería guardar para sí el secreto temor de que la presencia de Nimrod y Triela en el frente norte acabara por volvérseles en su contra.

Como leyéndole el pensamiento, Günther apareció en ese mismo momento para darle un informe desalentador:

—Nimrod de Cáncer tiene que retirarse del frente norte —informó con sequedad el capitán en funciones—. Según me ha dicho, tiene que ver con vuestros compañeros desaparecidos. Los santos de Centauro, Lagarto y Auriga. Están vivos.

—¡Rayos, no mezcles las buenas noticias con las malas! —exigió Lesath—. ¿Desde cuándo hablas con el Pequeño Abuelo? ¿Dónde estaba, para empezar?

—Apartado del frente, según sé —contestó Günther, manteniendo la calma—. Ayudaba a la nereida que habéis traído a mantener al Aqueronte lejos de la ciudad, pero lo hacía desde donde no pudiera haber contacto entre él y el río del dolor. Hemos estado en contacto desde que tu subordinado —explicaba, mirando a un de pronto molesto Aerys—, me informó de la desaparición de algunos de vuestros hombres.

—Si Joseph, Margaret y Yu están bien —dijo Mera—, ¿qué hay de los soldados? ¿Y Tiresias? El capitán de la guardia estaba con ellos. ¿Qué ha sido de él?

—No tengo noticias de ellos —respondió Günther, cabeceando.

«¿Qué está pasando? —pensaba Lesath, sumergiéndose en la tensa atmósfera que se había formado en torno a él. Ni siquiera Bianca se atrevía a hacer algún comentario jocoso, tal vez porque comprendía lo mismo que él ahora empezaba a entender—. ¿Qué clase de amenaza puede obligar a Nimrod de Cáncer a dejar de ayudarnos, si para hacerlo no necesita ni siquiera estar en el frente norte? ¡Con un demonio!»

Solo tenían un enemigo tan terrible.

—Además —dijo Gúnther—, la dama Tetis ha desaparecido.

—Genial —exclamó Lesath, irritado—. Será mejor que nos movamos. A menos que te siga importando tanto lo que la ONU piense de nuestro meteorito, Nadia.

Por un momento, la guerrera azul y su capitán se miraron. Günther mantuvo la ceja alzada en todo el tiempo que Nadia tardó en explicarle el plan de Lesath para proteger la Ciudad Azul destruyendo su propia tierra.

—Meteorito Lestat. Estoy seguro de que el Señor del Invierno y Moscú trabajando juntos pueden justificar los daños, si es que alguien se molesta en investigar esa parte de nuestras tierras. Tienes mi consentimiento, Nadia.

Y sin decir nada más, Günther se marchó con sus hombres, dejando a Nadia boquiabierta. Lesath tuvo que chocar las palmas para devolverla a la realidad.

—Parece que tu jefe es más listo de lo que esperabas.

—Ah, no me sorprendió que a Günther le parezca bien tu idea. Lo que me extrañó fue no verte molesto porque alguien más confundió tu nombre. Otra vez.

Con esa descarada declaración, Nadia se preparó para marcharse.

También Lesath lo hizo, obligándose a ser optimista sobre el destino de Tiresias y los demás hasta que tuvieran noticias. El resto de santos se dejaron llevar por su entusiasmo y accedieron a acompañarlo en su loco plan. También decidieron dejar allí a Fantasma de Lira, no podían ser tan ingenuos como para descartar un ataque en esa zona.

 

***

 

Debido a que la situación estaba a favor del bando de los vivos, no fue difícil organizarlo todo para que la Alianza del Norte se apartara del territorio marcado por el Aqueronte, fingiendo una retirada que no era tal.

De una parte, Lesath y Aerys se ponían de acuerdo con los marinos, tritones y sirenas, confiando en que ellos sabrían hacer entrar en razón a los cíclopes, de otra, Bianca y Nico hacían lo mismo con Faetón y Shiva para que estos repartieran la misma instrucción a la Guardia de Acero, todo mientras Nadia abría hondas grietas en la tierra desde donde Triela y sus hombres estaban apostados hasta el punto más alejado de Bluegrad donde podía notarse el Aqueronte. El resultado fue el previsto por Lesath: el río del sufrimiento cayó por las grietas en forma de amarillentas cascadas.

Mera, habiendo seguido a Nadia en todo momento, marchó a avisar de los resultados a Lesath. Este asintió sin sonreír, esa era solo la primera fase.

—La fase 1 de la operación Meteorito Lestat —dijo Nadia en una ocasión.

—No te pases —dijo Lesath, concentrando empero todos sus sentidos más allá de la guerrera azul y los santos de Atenea en el frente. Estudió las posiciones tomadas por los marinos y la Guardia de Acero durante un rato, hasta que decidió que era el momento de comenzar la segunda fase—. Procede.

La fase 2 de aquella operación era la parte más descabellada de la estrategia. Al fin y al cabo, la legión de Aqueronte estaba persiguiendo a los marinos como una jauría de perros hambrientos, era imposible que Nadia creara el valle sin destrozarlos. Lesath dejó de oír los latidos de su corazón durante el rato que la guerrera azul empezó a dar hachazos a diestra y siniestra, desatando con cada movimiento cuchillas de energía mágica muy capaces de partir montañas. La carretera que antaño unió la mítica Ciudad Azul con la Rusia soviética desapareció en cuestión de minutos junto a gran parte de la estepa. El cielo mismo cambió, desgarrándose todas las nubes que hubiera en el firmamento debido al poder desplegado. Eso era intencional, por supuesto.

En el lado defendido por Günther captaron aquel caos desde el principio, pero no fue hasta que las primeras nubes desaparecieron que el capitán mandó a la décima parte de sus fuerzas a apoyar a los santos. Empezaba la tercera fase de la operación, en la que los mejores en el arte de crear hielo en ese lado del mundo se encargaban de asegurar una ruta para que los marinos y la Guardia de Acero pudieran bajar a las profundidades del nuevo valle y luchar contra la legión de Aqueronte desde una posición ventajosa.

Solo cuando la cuarta fase de la operación dio comienzo, Lesath volvió a respirar tranquilo. Aun así, no dio órdenes a los santos de Atenea, ni siquiera a Nadia, que venía con ganas de que le dieran permiso para seguir cortando. Se limitó a observar.

Todo ocurrió mucho mejor de lo esperado. La mayor parte del valle eran en realidad paredes demasiado finas como para escalar sin clavar los dedos en la roca misma, la cual por descontado no tardaba en recubrirse del hielo conjurado por los guerreros azules. Había solo dos formas sencillas de regresar a la superficie, en ambos extremos del valle: uno lo protegía Mil Manos Shiva, al mando de los guardias de la Fundación, el otro Faetón, en quien los antiguos guardias del Santuario ponían su confianza. Atrás de ellos estaban las sirenas, recitando un canto constante que fortalecía los corazones de aquellos hombres comunes. Los tritones, marinos, cíclopes y guerreros azules permanecían en la retaguardia, en una muy gruesa rampa de hielo, esperando la aparición de Abominaciones y tentando, mientras, al río para que mandara más y más de la legión de Aqueronte contra los únicos que podían llevarla a mil derrotas.

Así pasaron un largo, largo rato de lucha constante. Atrás de Faetón, los tiradores y domesticadores de Musca no daban un respiro, mientras que el lado de Shiva era defendido por portadores de lanzas y escudos Draco, y cadenas Andromeda. Era tal la fuerza que los guardias habían reunido, que combinándola con los números que poseían lograban someter por igual a soldados y antiguos aspirantes, si bien no sin dolorosas pérdidas. Pudieron resistir todo el tiempo que tardó Nimrod de Cáncer en regresar sin que el Aqueronte saliera de aquella mastodóntica trampa, no solo por la pérdida constante de soldados y energía cósmica, sino también por los agujeros que Nadia abrió aun en las profundidades del valle; el Aqueronte necesitaría una cantidad descomunal de energía como para colmar tal abismo en el que estaba.

—Te necesitan en el continente Mu. —Nimrod de Cáncer apareció a la diestra de Faetón en el mismo instante en que este atravesaba a dos enemigos con su Draco.

—¿Qué haces aquí? ¿Dónde está tu manto…? —En un rápido movimiento, Nimrod, vestido como un guardia cualquiera del Santuario, tapó la boca del jefe de vigías.

—Ni manto sagrado, ni cosmos, solo habilidad. He venido a sustituirte.

—Esto no está bien.

—Déjame decidir qué está bien y qué no, como tu superior que soy.

—Mis hombres no lo aceptarán.

—Llévate a los que no —dijo Nimrod, encogiéndose hombros—. Me basta con la mitad para hacer tu trabajo, tal y como están las cosas.

—Claro, claro —dijo Faetón, murmurando para sí—: Viejo arrogante.

Era posible definir la buena suerte del bando de los vivos por cómo pudo hacerse ese cambio de liderazgo sin que se perdiera un solo palmo de la defensa. Faetón se marchó del frente norte con la mitad de sus hombres, rodeó las montañas y atravesó el portal que lo llevaría al sub-espacio conectado con el resto de frentes. De esa forma pudo llegar al continente de Mu en un tiempo muy, muy corto.

El suficiente como para que todo cambiase.

 

***

 

Primero una lluvia de meteoritos llenó de fuego los cielos helados de Bluegrad. Protegían las esferas innumerables mujeres aladas, quienes blandiendo las afiladas garras carmesí bloquearon los rayos y haces de aire congelante que cíclopes y tritones descargaron para detener la hecatombe.  Sin remedio, los bordes del abismo ardieron como antorchas y derramaron magma sobre el valle, junto a grandes pitones de piedra que aplastaron la vanguardia entera dirigida por Nimrod. Ni las armaduras de la Guardia de Acero ni el poder que poseían tuvieron más utilidad que la de alargar la agonía de cientos de antiguos soldados del Santuario, que de nuevo veían truncadas sus esperanzas de ayudar a los santos de Atenea como algo más que carne de cañón.

Los hombres fueron reducidos a polvo y ceniza, la nieve fluyó en riachuelos de agua que acababan convertidos en vapor mientras los soldados del mar avanzaban para ayudar a los supervivientes. Pero antes de que pudieran hacer nada empezó a emerger una mortal vegetación desde las profundidades de la tierra.

Poderosas raíces atraparon los pies de los tritones que corrían con gran estrépito. Árboles milenarios, cortados hacía demasiado tiempo, se elevaron hasta las alturas y acariciaron el frío viento con las ramas sin hojas. Poco a poco, el valle que había resguardado el ejército aliado, la defensa de Bluegrad, se vio envuelta en un gran bosque de imposible oscuridad, como si se apropiara del más mínimo rayo de sol que pudiera haber en las tierras norteñas. Esa ausencia de luz fue aprovechada por nuevos soldados del Aqueronte: melíades, las ninfas de los fresnos que dieron a los hombres la inspiración y las armas para el asesinato. Aunque ahora tenían una piel pálida, carente de vida, y harapos sombríos, seguían gozando de una fuerza y velocidad sobrehumanas que les permitieron hacer retroceder a los tritones que no se ahogaban en el suelo, envueltos por raíces que con voracidad devoraban toda fuerza vital.

Mientras se daba tal matanza, las sirenas solo podían retorcerse y llorar por el dolor y la muerte de sus hermanos. Tan pronto emergió el bosque oscuro, bajaron cientos de lianas hacia la suave piel de aquellas cantoras. El territorio había cobrado vida propia, o bien solo era otra forma de manifestarse de aquel que había aprendido a repudiar esas voces angelicales. Muchos cuellos fueron partidos debido a lo difícil que era matar de asfixia a una hija del mar, mientras que las más notables guerreras entre aquellas criaturas se vieron atravesadas una y otra vez por saetas de luz ardiente.

La lluvia de meteoritos era en realidad la forma de Flegetonte de enviar bestias para socorrer a su hermano, el dios del sufrimiento. Y las más numerosas entre estas eran los centauros, seres salvajes, sin una ley que los rigiera a excepción de las más bajas pasiones. El río ardiente los había traído a la tierra con medio cuerpo de caballo, negro como la noche, y la mitad humana de un gris cenizo, lleno de heridas abiertas que brillaban como la lava de un volcán. Con sonrisas llenas de crueldad en el rostro, aquellas criaturas tendieron arcos flamígeros, apuntando a cada sirena o tritón atrapado que vieran. Y no paraban de disparar mientras olieran el más leve atisbo de vida.

Mientras los cadáveres se hundían en la tierra pantanosa, ahora llena de podredumbre, un sonido llenó el lugar. Eran las ramas desnudas mecidas por el viento, los últimos gritos de dolor de las criaturas que un dios creó para llenar de alegría el mundo, las esperanzas rotas de los santos de hierro, cuyas armas de nada sirvieron para detener aquello. Era, en definitiva, la satisfacción y el regocijo del dios del sufrimiento, Aqueronte, para quien el bosque no era más que la semilla de la que nacería.

«Debía ocurrir así. Lo siento —pensaba Nimrod de Cáncer mientras ayudaba a los supervivientes a replegarse. Escasos, en realidad. Demasiado escasos. El necio de Faetón debió llevarse a más gente a Mu, aunque de todas formas era imposible predecir que Flegetonte ayudaría a su hermano—. Sin cosmos. Sin manto sagrado.»

Él no era nadie para las personas a las que guiaba, pero las aguas del Aqueronte lo rehuían, al contrario de las armas de los guardias fallecidos. Cuchillos Hydra, vibrantes espadas y sólidas lanzas, todas rodaban por el suelo hasta él, después se incineraban de repente y desaparecían en un brillo azul, al tiempo que nuevas almas se fundían con el cuerpo del santo de Cáncer. Sin cosmos, sin manto sagrado. Era hora de usar ese poder.

El poder que empezó siendo el de diez mil hombres.


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#264 El Gato Fenix

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Publicado 29 julio 2021 - 09:42

q tal Rexomega, leì hasta el cap 28, la historia se va poniendo màs misteriosa, principalmente con Triton de Neptuno. ¿quièn es este personaje? ¿que se trae entre manos? Akasha piensa como toda una contraespìa y Hugin es muy molesto. Sneyder muy apropiado para pertenecer a la orden del Fenix. Por algunos momentos me pierdo en cuanto a cuàles personajes pertenecen a cuàl divisiòn de los legendarios. Me intriga El Ojo de las Greas, ¿de donde saliò este objeto màgico? ¿què tanto se puede alcanzar a ver con èl? Por otro lado no entiendo muy bien quienes son los Hybris todavìa.  Muy logradas las escenas en las que hay varios personajes dialogando y se puede definir diferencias y contrastes entre ellos. Me estoy tomando como un hobby diario el leer unos capìtulos por dìa de este fic, asì que te voy a mantener al tanto. Saludos, gracias por esta historia.


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#265 Seph_girl

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Publicado 30 julio 2021 - 11:10

Cap 87. Y mientras tanto en el norte otra vez...
 
Bien, pues debo comenzar con que debo quitar una muerte, pues ya el autor me ha confirmado que Cristal no murió en el cap anterior, por lo que retirémoslo del contador (-1)  Para la próxima será mejor esperar a que digan que el tipo MURIÓ con todas sus letras antes de enterrarlo jaja.
 
En fin, por el chismorreo nos enteramos lo que ha estado pasado en el Norte, resaltando en cómo Triela maneja a sus arqueros ciegos, que unidos a los esfuerzos de otros ejércitos han estado dando lata al Aqueronte... pero ya sabemos que ese río es tan molesto que no dudo saque otro as bajo la manga.
 
El cap narra lo que pasó en esos lares mientras todo lo que ya leímos en los pasados episodios sucedía.
 
Todo se fue al demonio cuando los pokemones que lanzó el Power Ranger Negro antes de morir llegaran a apoyar a su hermanito, el más latoso.
 
Habrá que ver qué sucede en los próximos episodios.
 
CONTADOR DE MUERTES (de personajes con nombre) EN ESTA GUERRA SE REDUCE A: 4
 
PD. Buen cap, sigue así.

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#266 Rexomega

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Publicado 02 agosto 2021 - 08:44

Saludos

 

¡Buen review, sigue así!

 

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Seph Girl

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***

 

Capítulo 88. Lamento eterno

 

Antes de que la guerra diera comienzo, Bluegrad había hecho las llamadas necesarias para que las conexiones entre esta y el resto de Rusia no se vieran afectadas por los duros enfrentamientos que estaban a punto de librarse. En respuesta, Moscú había acordonado la carretera principal movilizando a una parte del ejército nacional. Para la opinión pública, referencias vagas a una amenaza que tenía que ser controlada; para los soldados rusos, un problema gordo del Estado que era mejor no conocer.

Para Ignis era solo un obstáculo más.

—¿Qué demonios…? —exclamaba el oficial al mando, contemplando el ser que había caído a la zona como un auténtico meteorito, según sus hombres.

—¿Estoy cerca de Bluegrad? —cuestionó Ignis, saltando del cráter que había generado su caída tras el duro enfrentamiento con Tetis. No recordaba cuánto tiempo llevaba inconsciente—. ¿Bluegrad? ¿Estoy cerca? —repitió, aferrando el hombro del oficial.

Este lo miraba extrañado. No porque no lo entendiera, claro, Ignis pasó un tiempo como compañero del príncipe Alexer, hasta su fallido golpe de Estado. Hablaba bien el ruso, por lo que el problema no era de entendimiento, sino de las circunstancias. Él era un hombre enfundado en una armadura oscura y brillante, con un yelmo cubriéndole dos tercios de la cabeza. La parte que quedaba al aire libre, el ojo derecho y una sección del cabello, se estaba recuperando todavía del golpe decisivo que la nereida Tetis pudo asestarle antes de tener que retirarse, cualesquiera que fueran sus razones. Entre esa visión, extraña de por sí, y el cráter del que había emergido un hombre que tendría que estar esperando una ambulancia, aquel militar tenía que estar replanteándose su vida.

Él no tenía paciencia para eso. No muy lejos de donde estaban había todo un batallón de soldados, por no hablar de los tanques, cañoneros y otros vehículos de artillería que habían traído consigo. Tampoco para esas cosas le quedaba paciencia; ya no era un mercenario yendo de aventuras junto a Alexer y los demás, ni siquiera era el mero subordinado del rey Bolverk, no después de lo que sintió al ser perseguido por ese santo de Tauro. No después de lo que la dama Tetis le había dicho mientras luchaban por toda Siberia Oriental, ocultos a los sentidos de aliados y enemigos.

—¿Por qué luchas junto a aquellos que quieren revivir a los dioses del Zodiaco? —cuestionó la nereida sobre los restos de la Abominación del Aqueronte destinada a infectar aquella tierra—. ¿No eran tus enemigos?

—¿De qué hablas, hechicera? ¡El rey Bolverk no haría tal locura! —aseveró Ignis, en guardia aun mientras aquella criatura se limitaba a hablar.

—No él. Damon.

—¡Pretendes engañarme, hechicera! ¡Damon es leal al rey Bolverk!

—Puedo sentirlo desde aquí. Cómo se prepara para crear un nuevo mundo, uno joven, que por tanto necesitará de dioses que lo guíen.

—¡Ellos no eran dioses, por eso están muertos! ¡Todos ellos murieron por la gloria y gracia de nuestra auténtica diosa! ¡Deja de mentir y pelea, hechicera!

En efecto, siguieron combatiendo, pero el poder de Tetis era grande y él se negaba a servirse del río del sufrimiento. En esas circunstancias, fue cuestión de tiempo que acabara derrotado. Y desde entonces tuvo tiempo, en el reino de Morfeo, para reflexionar sobre la veracidad de las palabras de aquella criatura. Su resolución fue clara: tenía que acabar pronto la misión. Una vez tomara el Trono de Hielo para la legión del Aqueronte, tendría poder suficiente como para hacer que Damon rindiera cuentas. Ahora mismo no sería rival para él, como no lo fue para la nereida.

—Siempre es igual —gruñó Ignis, apretando la mano hasta hundir los dedos en el hombro del oficial, quien cayó al suelo de rodillas. Todos los soldados que había cerca, con uniformes blancos que los mimetizaban con la nieve, lo apuntaron con fusiles—. Porque soy débil, nunca puedo detener el mal antes de que ocurra. Si tuviera más poder.

—Debe… retirarse… —habló el oficial con dificultad. De algún modo había desenfundado un cuchillo. En sus ojos podía verse la idea de alcanzar el ojo descubierto de Ignis desde esa posición. Tan valiente como ridículo.

Le soltó el hombro. Una fracción de segundo después, le arrancó la cabeza.

—Si os largáis, viviréis —dijo mientras el cuerpo del oficial caía sin vida.

—No, señor. Usted debe marcharse —anunció alguien, acaso el segundo al mando. Para Ignis solo fue necesario mirarlo para que de sus ojos manara sangre y el tapabocas se enrojeciera por el líquido vital también fluyendo de sus labios y nariz.

Sintió que todos los soldados temblaban. Le temían, sin duda. Pero no retrocedían. Eran como él, débiles, y sin embargo, dispuestos a cobrar caras sus vidas.

—Esto es Rusia, señor. Los invasores son los que retroceden, no nosotros.

Para cuando Ignis encontró al responsable de esa declaración, este ya había apretado el gatillo. Todos lo hicieron, en realidad, a la vez que más lejos podía oírse a un tiempo la mezcla de botas militares pisando la nieve, hélices de cañoneros poniéndose en movimiento y tanques y artilleros moviendo sus cañones y torretas hacia el enemigo de su patria. Era posible que supieran que nada de eso tendría sentido, quizás, algunos de aquellos insensatos tenían constancia de que la única ciudad cercana a esa zona era la sede de aquellos mercenarios que valían tanto como ejércitos enteros. Pero no retrocedían, no huían, no claudicaban. Ignis tampoco lo haría, llegado el momento.

Rigel —murmuró el Portador del Dolor, en medio de un millar de sonidos inútiles. Su puño apuntaba a la fuente de las miles de balas que le llovían desde todas direcciones, como un enjambre de moscas inofensivas—. Espada de Orión.

Su brazo brilló con el calor del sol, la nieve en derredor desapareció junto con el suelo que cubría y los hombres que la pisaban a diez metros a la redonda. Un instante después, aquella energía calorífica manó en forma de una larguísima hoja de fuego. A Ignis le bastó mover el brazo de lado a lado para que tal colosal arma lo hiciese también, borrando todo rastro de que alguna vez hubo un ejército apostado allí.

Poco después, él avanzó sobre la tierra ennegrecida. Para tomar el Trono de Hielo, entraría en la Ciudad Azul de frente, sin engaños. Al menos eso le debía a Alexer.

 

***

 

A pesar de sus secretos propósitos, Nimrod fue una ayuda indispensable en la dolorosa retirada que marinos, guardias y guerreros azules debieron llevar a cabo, mientras los suyos morían sin ninguna clase de honor. En cuanto el último de los aliados con posibilidades de sobrevivir estuvo en la superficie, Nadia apareció desde sus espaldas y destrozó el puente de hielo que unía la tierra con el hondo valle, aniquilando al tiempo gran parte de la avanzadilla de monstruos y soldados del Aqueronte que ya estaba por alcanzarlo. De esa forma, solo quedaba ya un camino que seguir para el río del sufrimiento, aquel que defendía Mil Manos Shiva y que estaba más próximo a Bluegrad. Los santos de Atenea no tuvieron más opción que intervenir.

En un principio, Lesath y los demás combatieron para hacer retroceder a los monstruos y que los aliados pudieran replantear la estrategia, dando tiempo de paso para que los supervivientes de la masacra se les unieran. Sin embargo, la ventaja que ofrecían pronto se invirtió. El Bosque del Hades, como ya llamaban a aquella helada arboleda en la que abundaban las raíces ocultas y vivas bajo un suelo de pronto pantanoso, devoraba cada chispa de cosmos gastada para dar al dios del sufrimiento la capacidad de manifestarse en el mundo de los vivos. Pero nada podían hacer los santos de Atenea por evitarlo: la Guardia de Acero era inútil contra los monstruos del Flegetonte y si el ejército marino venía a auxiliarlos, tan solo se agravaría la situación. Era su turno de luchar.

—¡Nada ha cambiado! —gritó Lesath, esquivando el aguijón de un escorpión grande como un rinoceronte—. Nosotros aplastamos a los monstruos, la Guardia de Acero va a por los soldados del Aqueronte y los demás… ¡Con un demonio, no hagáis eso!

Pero los marinos que venían del otro lado tenían un gran dolor en sus corazones. Sus hermanos y hermanas habían sido exterminadas por el Bosque del Hades y querían venganza como la ansiaron alguna vez en el pasado contra toda la humanidad. También Nadia y los guerreros azules deseaban combatir de una vez, porque la guerra era su vida y razón de ser, de modo que los refuerzos no esperaron instrucción de Lesath de Orión, sino que acudieron en su auxilio y aplastaron a todos los monstruos que lo rodeaban como una encarnación viviente del diluvio universal.

En medio de esa tormenta de cosmos, la Guardia de Acero cumplía su cometido, incluso si no pasaban de ser un tercio, aun si no tenían un líder. No importaba, porque en pequeños grupos funcionaban mejor. Los cuchillos Hydra buscaron las gargantas de los soldados del Aqueronte, uno tras otro. Eso era todo.

 

***

 

Aqueronte, dios del dolor y del sufrimiento, estaba por despertar.

Ignis lo sentía en su pecho, como Portador del Dolor que era, pero todavía no veía necesidad de acudir a esa fuerza. Primero lucharía con Alexer de igual a igual.

Cuando estaba lo bastante cerca de la entrada a la Ciudad Azul como para ver las montañas, notó que ninguna de las Keres enviadas por el Flegetonte se había quedado en el ridículo valle creado por la Alianza del Norte. Estas se habían dispersado, unas yendo hacia Bluegrad y pereciendo a manos de Alexer, otras buscando debilitar a la santa de Sagitario y hallando el mismo destino. Eran fuertes, esas criaturas, pero en comparación a un santo de oro y al Señor del Invierno no eran más que una molestia.

Corrió, pues, veloz. Él era el general de la legión del Aqueronte, suyo era el honor de enfrentar a los campeones del bando de los vivos. En un pestañeo, ya estaba a doscientos metros de la Ciudad Azul y el capitán de sus defensores estaba dando órdenes a un crío vestido con la armadura propia de la guardia real.

Pronto descubrió que el niño, de nombre Misha, no era tal, sino solo un hombre de baja estatura y penosa complexión, pero con un poder espiritual que lo hizo estremecer en el momento en que se apareció a su espalda. Ignis giró de inmediato, confrontando mediante el cosmos el intento del miembro de la Guardia Real para separar alma y cuerpo. Misha solo tuvo tiempo demostrar su decepción antes de que Ignis le golpeara el rostro. Sus dedos llegaron al cerebro del hombrecito, matándolo en el acto. Los guerreros azules aprovecharon esa corta batalla para cargar sobre él, arrojando en conjunto una tormenta terrible capaz de traer la ruina a ejércitos y naciones.

Él permaneció firme. De su cuerpo emergieron doce brazos, todos invisibles a los ojos mortales, y de una longitud y poder que podían variar a merced de sus pensamientos.

Betelgeuse —susurró a la furia de la naturaleza, frente a la cual el cadáver de Misha se había tornado enseguida en estatua de hielo—. Brazo del Gigante.

Los brazos se agitaron con violencia, reduciendo a añicos la estatua que hacía escasos segundos fue un guardia real. Luego atravesaron la tempestad y buscaron vidas que arrebatar. Ignis pudo verlo mientras avanzaba con paso tranquilo: los conjuradores de la tempestad eran alzados al cielo y luego impactados contra el suelo en estruendosos impactos, los que aprovechaban la misma para atacar eran despedazados por fuerzas que ni siquiera llevaban a ver… Los de la retaguardia padecían el fin más deshonroso, el de verse elevados por sobre la tierra sembrada de cadáveres mientras manos invisibles les apretaban el cuello hasta matarlos de asfixia. La defensa de Bluegrad, para desesperación de su capitán, cayó en tan solo un minuto, junto a la tempestad.

—Ha sido un recibimiento refrescante —saludó Ignis al capitán, por fin con la guardia alzada. Quedaban todavía allí más de doscientos guerreros azules, pero ninguno se movía hacia él. Habían aprendido la lección al perder la mitad de sus fuerzas en un intento pueril de detener a quien solo el Señor del Invierno podía enfrentar.

—Puedo hacer que la despedida también lo sea —repuso Günther, llenando ambos puños de cosmos gélido. Era un hombre fuerte, para los guerreros de su clase.

—¿Quién eres tú como para desafiar a quien luchó codo con codo con tu rey?

—Aquel que sí conserva la confianza de Su Majestad.

—Eso lo discutiré con Alexer en persona.

—Su Majestad no tiene tiempo para mequetrefes como tú.

Acometió rápido, demasiado, en realidad. Aunque el movimiento fue lineal, el puño que terminó encajándose en el peto de Ignis sin duda había acelerado hasta alcanzar una velocidad relativista. La sorpresa retrasó el contraataque del Portador del Dolor, de modo que su puño, tan fiero como aquel que dio muerte a Misha, solo atravesó una imagen residual dejada por Günther en el mismo instante en que el auténtico descargaba un nuevo puñetazo en su espalda, haciéndolo trastabillar.

—Solo la capitana de los guerreros azules tiene esa fuerza —dijo Ignis, más por sorpresa que por dolor. Ya se había repuesto de los golpes.

—Ahora que ocupo su cargo, no puedo ser menos —repuso Günther—. En esta, la tierra de mis padres, debo dar todo de mí. Por los que me precedieron y los que vendrán después, por todos ellos, mi puño aplastará a todos los enemigos de Bluegrad.

Betelgeuse —soltó Ignis en el momento justo en que Günther estaba por acelerar. El hombre, más fuerte que cualquiera de sus subordinados, forcejeó contra las manos invisibles que lo tomaron de los brazos, las piernas, la cintura y el cuello.

—¡No, padre! —gritó la voz de un niño desde lejos. Un chiquillo pelirrojo que corría para asombro y temor de un santo de plata de lúgubre aspecto.

La piedad aguijoneó su corazón, que creía de piedra. Dejó caer al hombre al suelo y esperó un segundo, solo uno, antes de que los brazos invisibles volvieran a tocar al capitán de los guerreros azules. Esta vez para matarlo.

El segundo pasó sin que nadie se aviniera a ayudarlo. Los guerreros azules lo habían visto aniquilar la mitad del ejército sin esfuerzo, habían contemplado cómo el mejor de todos ellos podía ser derrotado en menos de lo que dura un pestañeo. Aquellos mercenarios, mercaderes de la muerte, se reconciliaban por fin con el natural temor a esta que caracterizaba a la humanidad. Un miedo profundo, más verdadero que ninguna otra sensación, los mantenía fijos en la tierra de sus padres. Ignis frunció el ceño. Si había algo peor que ser débil, era el ser débil y cobarde.

—¡Mano del…! —quiso gritar el furibundo Portador del Dolor, antes de que fuera su propio cuello el que se viera ahorcado por un poder invisible.

 

Mime llegó hasta un asombrado Günther con los ojos abiertos como platos. Apenas pudo abrazar a su padre mientras se preguntaba por qué estaban vivos. Miró al invasor, enfundado en el brillante negro de las profundidades del Hades; no se movía.

—Eso ha sido muy insensato por tu parte, Mime —dijo Fantasma de Lira, más digno que nunca ahora que caminaba hacia él sin dejar de tocar el argénteo instrumento.

El chico se dio en cuenta entonces de que una música agradable inundaba todo el lugar. Lo llenaba de fuerza, por lo que pudo ayudar a levantarse a su padre y hasta le dieron ganas de reír, porque este no dejaba de mirar ceñudo al santo de la Lira. En realidad, todos lo hacían en ese momento, desde el paralizado Ignis hasta los guerreros azules, todos parecían cargar con un malestar tan repentino como la melodía misma.

—Solo la gente buena aprecia mi música —dijo Fantasma, deslizando sus largos dedos por los hilos. Los ojos de Ignis lo miraban ahora inyectados en sangre—. Esa es una explicación mucho más bonita que la real.

La ira nació también en todos los guerreros azules, para extrañeza de Mime. Hasta su padre, ya de pie, lo apartó sin mucho tacto para mirar a su adversario.

—Padre, ¿qué ocurre? —dijo Mime.

—Estoy manipulando sus emociones —contestó Fantasma de Lira, a la diestra del pequeño y sin parar de tocar—. En opinión de mi maestra Lucile, es por mi falta de talento que la gente nota cuando lo hago. Yo creo que es un poco de eso, otro tanto de que no poseo el mismo poder que ella y una pizca de que, a veces, dudo.

—¿Duda?

—Sí, dudo de que esté bien manipular a la gente, aun si es por un bien mayor.

Tal fue la confesión del santo de Lira, llena de pesadumbre, pero si eso había sido cierto en el pasado, no lo era ahora. Porque él tocaba con cada vez mayor intensidad, encendiendo las voluntades de todos los guerreros azules. ¡Doscientos cosmos se elevaron al unísono del de su padre, Günther, quien brillaba como la estrella polar!

 

Lleno de furia e impotencia, Ignis vio cómo el Brazo del Gigante era destrozado por una técnica paralela a aquella que trataba de arrebatarle el control sobre sí mismo. La música que trataba de controlar sus emociones ejercía una presión mucho menos sutil sobre Betelgeuse, retorciendo cada uno de los brazos invisibles hasta que se partían sin remedio y caían a un vacío atestado de hilos de plata. Los restos de Betelgeuse, manifestación del poder de su mente torturada por el santo de Lira, fueron despedazados una y otra vez por aquellos hilos que surgían y desaparecían entre cada nota musical. Hasta ese punto se había debilitado él, Portador del Dolor.

En contraste, los guerreros azules se habían fortalecido más allá de lo imaginable y vinieron contra él todos a la vez. Günther golpeaba siempre de lleno, entre un millón de imágenes residuales, disminuyendo cada vez más la temperatura de su oscura protección para hacerla más vulnerable a los ataques de los demás. Golpes congelantes, vientos de aire gélido, nubes de fragmentos cristalinos en medio del aire respirable, agujas de afilado cristal y grandes glaciares cayendo desde las alturas… Toda forma de combate relacionada con el arte de disminuir el movimiento atómico estaba en manos de aquel batallón de guerreros azules, tan débiles por sí solos, tan débiles incluso juntos. Y ahora eran fuertes, porque el santo de Lira los convencía de que lo eran.

«Es como en la era mitológica —se descubrió pensando Ignis—. Los humanos empezaron a creer que eran algo más que simples mortales.»

Uno de los atacantes, demasiado confiado tras haber acertado decenas de golpes en un objetivo inmóvil, pretendió atravesar el ojo de Ignis, fijo en la fuente de toda esa molestia: Fantasma de Lira. El Portador del Dolor, molesto porque aquel insecto se interpusiera entre él y la auténtica presa atravesó su corazón en un violento ataque y activó la técnica que habría de poner fin al molesto santo de plata. La temperatura se elevó en un solo instante hasta alcanzar una intensidad solar, desintegrando el cadáver del guerrero azul en ese mismo momento. Los demás, empero, no retrocedieron, sino que opusieron sus cosmos a ese fuego que amenazaba con reducir su ciudad a cenizas.

 

—¡Bluegrad es para los vivos, no para los muertos! —gritó Günther, listo para golpear el flamígero brazo de Ignis—. ¡No pasarás de aquí!

Esta vez, Mime miró a su padre con admiración, en vez de con miedo. A diferencia de los demás, él ya no mostraba un rostro molesto, sino determinado. La música de Fantasma y él se habían vuelto uno. A parecer del pequeño, no era que Günther se hubiese hecho fuerte por la melodía, sino que esta estaba teniendo un efecto genuino sobre los guerreros azules por lo fuerte que era su capitán, un héroe salido de las antiguas leyendas al que él no tenía por qué apartar de ningún mal.

—Los héroes protegen a la gente —gritó Mime—. ¡Padre nos protegerá!

—Por si acaso, ponte detrás de mí —dijo Fantasma a viva voz—. Mi manto de plata es la mitad de resistente que el cuerpo de un padre entregado, pero servirá.

Lejos de poder enfadarse por un humor tan tétrico, Mime se puso detrás del santo de Atenea, siendo junto a él centro de la vorágine de sonidos que llenaba la batalla. 

 

Rigel. Espada de Orión.

La espada chocó contra el muro, las llamas golpearon el hielo. Una explosión terrible sacudió la entrada de la Ciudad Azul y alzó una gran nube de vapor hasta llenar el firmamento por entero durante largos segundos.

Lo que quedó después de tal espectáculo, no era del entero agrado de Ignis, pero servía. Günther seguía en pie, en muy buenas condiciones, de hecho, junto a la mitad de los guerreros azules. En cuanto al resto, estaba desperdigado por la tierra, unos heridos, otros muertos. La mayoría inconscientes. En cuanto a él, la mayor parte de su cuerpo estaba expuesto, pues la armadura había sido debilitada por los mil envites de aquel batallón invernal antes de la explosión. Con todo, no le extrañaba, no necesitaba el dolor constante que aquel manto mortuorio le infringía a su cuerpo. Él mismo se arrancó el pedazo de coraza que quedaba adherido a su estómago y la arrojó hacia un lado como un pedazo de basura. Luego, ese mismo brazo ardió.

Rigel. Espada de Orión.

Alguien empujó a Günther en el momento preciso, antes de que recibiera la técnica. Era Fantasma de Lira, en un intento desesperado de reorientar los últimos acordes de la melodía hacia él. Ignis sonrió, porque era justo eso lo que quería.

Bastó el fugaz instante en que las llamas hicieron contacto con el peto de plata para destrozarlo. Un momento más, solo uno, y aquella vida molesta se extinguiría, pero entonces un aliado inesperado hizo su aparición, empujando al santo de plata de la misma forma que este había hecho con Günther y recibiendo a pecho descubierto el ataque mortal. Sus ropas, propias de un guardia común y corriente, se extinguieron de inmediato, pero la carne prevaleció junto a una sonrisa de lo más descarada.

—Te veo bien —saludó Nimrod de Cáncer—. Jäger de Orión.

 

***

 

En el Bosque del Hades, Lesath, Aerys y los canes observaron el combate entre Mera y una bestia de tiempos mitológicos: la hidra, o al menos, una de las tantas que había allí.

La mayor parte de las nueve cabezas serpentinas estaba masticando el cadáver de algún guardia de acero. De nada sirvió la protección de estos frente a los colmillos de la criatura, repletos del peor de los venenos, y las piezas de gammanium desperdigadas en derredor junto a cañones de riel Lupus aplastados dejaban claro que tampoco las armas servían contra la piel del antiguo monstruo.

Como un borrón a los ojos de los demás, Mera destrozó de una sola vez ocho de las nueve cabezas del monstruo, logrando esquivar cualquier gota de sangre. Pero en cuanto trataba de encargarse de la novena, que según las leyendas no podía ser destruida, volvía a crecer el resto, a tiempo de volver a atrapar los cadáveres.

—Fuego, lo que necesita es fuego —dijo Lesath—. Vamos, panadero. ¡Lúcete!

—¡No tienes que decirlo de ese modo!

A una velocidad que sorprendió al propio Lesath, Aerys cargó contra la hidra y enterró el puño en una herida que Mera le había infligido. Las nueve cabezas reaccionaron a la vez, y a punto estuvieron de despedazar al santo de bronce, pero este fue más rápido.

—¿Tantos problemas le ha causado esto, señora plateada? —cuestionó mientras el interior de la hidra ardía por el Aliento del Sol Caído, similar a una prominencia solar. Las cabezas, una a una, ardieron sin tener la oportunidad de volver a crecer, y el monstruo cayó sin remedio al suelo níveo, donde se retorcía—. No parece…

El instinto permitió al santo de bronce agacharse antes de que la mandíbula de la única cabeza restante se cerrara sobre él. Ardiendo o no, lo que quedaba de la hidra no parecía estar dispuesto a perecer y seguía mordisqueando el aire y segregando veneno en todas direcciones, un mal que podría atormentar la vida entera de un inmortal.

Al tiempo que esquivaba el mal de la hidra, Mera acometió contra al monstruo como si fuese un ejército de mil amazonas. El cuerpo diamantino, junto a la sangre venenosa y las llamas de Aerys, desapareció tras la intensa embestida.

—Todo está hecho de átomos —rezó Aerys, muy tranquilo—. Hasta los monstruos mitológicos. Ya era hora de que hicieran algo de provecho.

Lesath y los canes se acercaron haciendo caso omiso de la actitud del santo de Erídano, quien no parecía percatarse de lo cerca que estuvo de morir. Ellos, por el contrario, eran más conscientes de lo que ocurría: Mera estaba agotada, como si llevara mucho tiempo luchando a pesar de que no hacía mucho que se habían separado.

—Ese bosque… Ese maldito bosque… —decía la santa de Lebreles, señalando la masa de oscuridad que había más allá, ocultando incontables en el territorio ocupado por la legión de Aqueronte—. ¡No pude salvarlos! ¡No pude salvar a nadie!

A Lesath se le atragantaron las palabras. Había notado las muertes, pero tuvo que retrasarse para defender a los marinos insensatos. La moral de las tropas había bajado más aún que la temperatura en cuanto recordaron de la peor forma posible que un solo soldado del Aqueronte podía reducir a un cíclope a polvo con solo rozarle, siendo después su cosmos alimento para el río del sufrimiento. Por si eso fuera poco, los monstruos no pararían de salir de la tierra marcada por la lluvia de meteoros de hacía un rato, de modo que la mayor parte de los guerreros del mar estaba enfocada en cazarlos para que la Guardia de Acero tuviera al menos una oportunidad de servir de algo. Así, un ejército enorme se había convertido en un cuantioso número de pequeños escuadrones aislados en la oscuridad. Solo los guerreros azules, con Nadia a la cabeza, seguían juntos, cerca del puente que unía a los pocos de la Alianza del Norte que seguían en la superficie con los que luchaban en el valle; si todo fallaba, Nadia tenía el deber de destruir el puente, aunque era dudoso que eso detuviera el crecimiento del Bosque del Hades. Los árboles crecían más y más, resquebrajando las altas paredes congeladas. Tarde o temprano superarían la altura de ese abismo.

—Mi estrategia no contaba con esto, soy un idiota. Un idiota con la boca demasiado grande —se lamentó—. Pero no pienso rendirme. Un nuevo mundo me espera después de esta guerra y tengo toda la intención de verlo antes de morir.

—¿Un nuevo… mundo…? —repitió Mera.

—Ya sabes, sin Guerras Santas —dijo Lesath—. No me hagas mucho caso. Mejor sigamos adelante. Lo de los héroes es aplastar monstruos, no filosofar.

—Por lo general no tenemos problema en seguirte en tus locuras —empezó a decir Bianca—, pero si entramos en ese bosque, nutriremos a la legión de Aqueronte.

—Para crear cuerpos necesita cosmos —añadió Nico—. El que arrebata a los santos y marinos. Así fue en la Noche de la Podredumbre, cuando solo podía alimentarse de menos de diez. ¿Por qué no se lo dejamos a la Guardia de Acero?

—No —dijo Lesath—. Mientras los monstruos sigan campando por ese bosque, les será imposible a esos… santos de hierro —decidió llamarles—, liberar las almas de nuestros pares. Sí, me he referido a los guardias del Santuario como nuestros pares. Os agradeceré que no se lo digáis a Lucile. Me haría la vida imposible.

—Tal vez, si encontramos la fuente de la que surgen —aventuró Bianca.

—No creo que sirva —repuso Lesath—. Tendríamos que cortar la conexión entre el Flegetonte y la Tierra. Dudo que eso esté a nuestro alcance.

—Es como caer en una trampa adrede —apuntó Aerys—. O actuamos ahora y le regalamos nuestras fuerzas al enemigo, o los guerreros del mar, sirenas, tritones y cíclopes serán devorados y el problema será aún mayor. ¿Qué demonios está haciendo Nimrod de Cáncer? ¿Cuándo piensa venir a ayudar?

—¿¡Quién dijo que necesitamos a los santos de oro!? Se supone que todos somos santos de Atenea, ¿no? Cualquiera de nosotros basta, sin importar el color de la armadura —aseguró, pensando para sí mismo que había pasado demasiado tiempo con Akasha y su alocada división—. ¿Estás conmigo, Mera?

—A nosotros ni nos pregunta… —murmuró Bianca, dirigiéndose a Nico y Aerys.

La santa de Lebreles guardó silencio unos segundos en los que mantenía la mirada, oculta tras una máscara de plata, fija en el santo de Orión.

—¿A qué te refieres con un nuevo mundo? —terminó por preguntar.

—¿No te lo dije ya? Esta es la última Guerra Santa que tendremos que librar.

Pareció que Lesath tenía algo más que decir, pero un repentino ataque alcanzó a todos los santos, invisible e intangible. Ni los mantos sagrados ni el cosmos pudieron ofrecer resistencia alguna y de un momento para otro los cinco cayeron al suelo presas de un dolor inimaginable. Con los sentidos nublados, ninguno pudo ver del todo bien lo que se estaba formando por sobre el Bosque del Hades.

El cielo había adoptado un tono amarillento en el que flotaban centenas de cadáveres, tanto de antiguos guardias del Santuario como de miembros de la Guardia de Acero y el ejército del mar que habían muerto entre los árboles sin hojas. No parecía que siguieran ningún orden en concreto, pero si un buen observador se fijanba en la escena desde lejos, notaría el contorno de un ente inmenso con formas vagamente humanas.

No era una simple Abominación, sino el mismo Aqueronte, dios del dolor.


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#267 Seph_girl

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Publicado 06 agosto 2021 - 18:31

Cap 88. Betelgeuse ¡Betelgeuse! ¡BETELGEUSE! - It's showtime
 
Bien, vemos a Ignis, el Power Ranger amarillo, reaparecer después de varios caps. Nos cuentan que mientras el jaleo se daba, él estaba enfrascado en una pelea contra Tetis, quien le chismea el plan de Damon sobre revivir a los Dioses del Zodiaco a quienes parece odiar mucho.
Por lo que tiene que apresurarse a cumplir su misión y obtener un poder poderoso para poder enfrentar a Damon y sus locuras.
 
"En Rusia los invasores son los que retroceden", jaja me acordé de varias frases legendarias que empezaban con "En Rusia..."
 
Cuando usa su técnica "Betelgeuse" me hizo imaginarlo como un diclonius machacando gente por doquier XD
 
Uff, Mime estuvo por quedarse sin papá en este universo tambien, pero Fantasma de Lira intervino, demostrando que con su música es capaz de manipular las emociones de los demás, no al nivel d eLucile, claro, pero algo es algo.
 
Anda, que apareció Nimrod para revelarnos la verdadera identidad de ignis: ¡Jäger de Orión! Dun dun duuuun!!
 
Y pues al Aqueronte no le gustó para nada la carta trampa del hacer un hueco/albercota para contenerlo, por lo que usó sus cartas tramposas e ilegales para torcer todo al demonio, volver a tener la ventaja y al fin manifestarse en vivo y en directo. ¡Dun dun duuuuun, el dudududududududuelo se pondrá todavía más loco al parecer!
 
CONTADOR DE MUERTES (de personajes con nombre) EN ESTA GUERRA SIGUE SIENDO: 4
 
PD. Buen cap, sigue así.

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#268 Rexomega

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Publicado 09 agosto 2021 - 05:52

Saludos

 

¡Buen review, sigue así!

 

Seph Girl

Spoiler

 

***

 

Capítulo 89. Tras bambalinas

 

Sobre uno de los más altos edificios de la Ciudad Azul, se hallaba Alexer, su rey y protector. Cuatro estatuas de hielo se erguían en cada esquina de la azotea, de demoníacas mujeres con garras, colmillos y alas de murciélago extendidas de par en par, parte del batallón enviado por Flegetonte para apoyar a su hermano Aqueronte.  Era tan perfecto el estado de congelación en el que se hallaban, que si alguien las viera creería que desde un principio estuvieron allí, como gárgolas siempre expectantes.

—El Portador del Dolor se halla a las puertas de Bluegrad —dijo una voz a espaldas del monarca—, ¿no vais a recibirle? Tus hombres están muriendo.

—Fuisteis vos la que lo dejó vivir —contestó Alexer, girándose. Ante él tenía a una recién aparecida Tetis, ya sin el velo de misterios con el que se mostró en su llegada a Siberia. Esbelta y delgada, lacios cabellos azules heredados de su padre caían como una cascada por su espalda perlada, acariciando también su frente en un flequillo recto, sobre las finas cejas que alzaba en gesto de sorpresa ahora mismo—. Nereida.

—Mi objetivo era la Semilla, no quien la acompañaba —afirmó Tetis, pasando los dedos por el costado. Allí pendían las dos dagas que habían dado muerte a la Abominación del Aqueronte. La primera de ellas—. Aun así, veo que mis acciones solo han retrasado lo inevitable: el Portador del Dolor vive y el río Aqueronte se manifiesta a partir de un bosque de muerte. ¿Por qué permanecéis a la defensiva?

Alexer volvió la vista a las estatuas, de aspecto tan terrible incluso ahora que no podían hacer daño a nadie. Keres, las perversas valkirias de los griegos.

—Entre mis guerreros azules, son muy pocos los que podrían sostener una batalla contra esos demonios. Nadia, Vladimir, Misha… —Al pronunciar ese nombre, calló un momento por respeto, sabedor de que el maestro espiritista de la guardia real había caído en combate—. Günther podría terminar a uno de un solo golpe mediante su Aceleración, pero en su combate con lord Folkell en el torneo quedó claro que esa técnica lo deja vulnerable en el tiempo previo a ser ejecutada, por no hablar del agotamiento físico que le supone, de modo que un pequeño grupo podría superarlo. Katyusha, mi sobrina, acaso sería capaz de enfrentarlos por decenas y reírse de cada herida dada y recibida, sin embargo, ¿qué ocurre si vinieran más? Cientos, miles de demonios sobrevolando la Ciudad Azul, destrozando todo a su paso con tal de encontrar el Trono de Hielo que con tantos esfuerzos hemos tratado de proteger. Ningún guerrero azul sería capaz de impedir tal calamidad, solo el Señor del Invierno tiene el poder necesario. Por eso estoy aquí. Ni una sola gota de sangre será derramada en Bluegrad.

—Hasta los mejores reyes ven morir a sus súbditos —advirtió Tetis.

—Eso no es excusa para dejarlos a su suerte —insistió Alexer—. Mientras la guerra entre los vivos y los muertos perdure, los cielos de esta ciudad serán el único campo de batalla que pise. Aquí recibiré a los demonios del Hades, a los Portadores de los ríos del infierno y hasta los Astra Planeta, si son ciertas vuestras sospechas.

Por un largo minuto, miró a la nereida, sumida en un silencio tan repentino como ominoso. No era esa la primera vez que se comunicaban. Después del duelo que esta sostuvo con el Portador del Dolor y su Abominación, persiguió por las estepas rastro de una amenaza todavía mayor que la legión del Aqueronte. Más tarde le transmitió esa historia a través de la telepatía, pidiéndole un permiso que como diosa no necesitaba para investigar la Ciudad Azul palmo a palmo. Se lo había concedido, por supuesto. Ahora los guerreros azules y la armada de Poseidón eran aliados, en nada ayudaba desconfiar el uno del otro, cuando juntos podían lograr cosas tan grandes como hacerle frente a las huestes del Hades. Por eso la nereida estaba allí, investigando.

—No he podido encontrarlo —dijo Tetis.

—Tal vez os equivocasteis —aventuró Alexer—. No ha habido una sola señal de que Tritos de Neptuno esté interviniendo en este frente.

—Si creéis que los Astra Planeta siempre actúan como lo hizo Caronte trece años atrás, apartad esa idea de vuestra mente, majestad. En ocasiones, más de las que los mortales imagináis, intervienen en el mundo sin que su presencia sea siquiera notada.

—Pero, ¿qué motivos puede tener alguien de tal poder para actuar en secreto, aquí?

—Mi dios es su dios, majestad, de él provienen los dones divinos que posee como regente de Neptuno. ¿Cómo podría justificar el ayudar a las hordas del Hades cuando los ejércitos del mar luchan en el otro bando? 

—Y, sin embargo, lo está haciendo si vuestras sospechas son ciertas.

—Allá donde luche Caronte de Plutón, también lo hará Tritos de Neptuno. Mas podemos estar seguros de que no lo hará con descaro, sino que en cambio se limitará a mover la balanza un poco, a favor del Aqueronte, antes de desaparecer.

Alexer tuvo un sobresalto que no pasó desapercibido por la nereida. Hasta ahora, había tomado sus sospechas tan en serio como consideraba los más paranoicos consejos de Günther: con cautela, sin dejar que las dudas lo consumieran. Sin embargo, ese detalle sobre la forma en que actuaría el regente de Neptuno le hizo pensar en la única cosa que cambiaría el curso de la guerra en el frente norte de forma irreversible.

—Hablad, majestad —pidió Tetis.

—¿Él puede meterse en la mente de las personas, no? —cuestionó Alexer, recibiendo de la nereida un gesto de asentimiento—. Si está en la del santo de Escudo, estamos perdidos. Si escogió la del santo de Reloj, puede que estés a tiempo.

No tuvo que decir más para que la nereida desapareciera del mismo modo en que apareció. Él, de nuevo, decidió confiar en ella y ocuparse de su propia misión auto-impuesta. Esperó, paciente, la llegada del próximo enemigo a su ciudad.

«Ignis. Esta deidad dice que alguna vez fuiste un hombre de bien, creyendo en un mundo mejor, lleno de paz y justicia. ¿Por qué eres ahora el perro del Hades, enemigo de mi gente? ¿Qué esperas lograr sirviendo al rey Bolverk? ¿Poder? ¿Solo eso?»

En silencio, se recordó que nada importaba el pasado. Los aliados del ayer podían volverse los enemigos del mañana para cualquier mercenario, y él era el rey de los mejores mercenarios del mundo. Si Ignis llegaba hasta él, lo mataría. 

 

***

 

La forma en la que aquel hombre de canosos cabellos lo saludó, como un viejo conocido, descolocó a Ignis un tiempo que él no dudó en aprovechar.

—Saca a todos los guerreros azules de aquí. Juro por mi vida que el Aqueronte jamás pasará por este lugar —dijo Nimrod, con la vista fija en Günther.

Este estaba ya cerciorándose de que el malherido santo de Lira estuviese con vida.

—He contraído una deuda con vosotros. No es comparable, pero me gustaría cuidar también de vuestro soldado. Ha sido tan valiente como cualquier guerrero azul.

Nimrod apenas estaba asintiendo cuando Mime se acercaba a Fantasma y le ofrecía su hombro. El santo de Lira, consciente solo a medias, aceptó el ofrecimiento y encorvado empezó su andar hacia la ciudad que había estado defendiendo.

Los guerreros azules, recelosos, empezaron a buscar a los suyos. A veces despertándolos, otras lamentando en silencio el no poder compartir con antiguos compañeros sus dolores y alegrías… Solo Günther permanecía quieto en un solo lugar, sosteniendo la mirada que aquel salvador le dirigía solo de reojo.

—Si quieres pagar tu deuda, hay algo que puedes hacer. Escoge a tus mejores hombres y dirígete al portal de los santos de Atenea. No está lejos de aquí, como bien sabes. Desde allí, dirígete a Alemania e impide que nuevos monstruos asolen estas tierras.

Con un gesto de asentimiento, Günther se apresuró a coordinar la retirada de todos sus hombres, los vivos y los muertos, así como a escoger a quienes lo acompañarían.

Fue ese el momento en que el Portador del Dolor dio un paso al frente.

—Ah, ¿ya te has decidido a bailar, Jäger de Orión? —dijo Nimrod.

—¿De dónde has sacado ese nombre, anciano? —acusó el hasta entonces llamado Ignis.

—Pequeño Abuelo, si no te importa —pidió el santo de Cáncer.

—Responde —exigió el Portador del Dolor.

—¿Te dice algo el nombre de Lisandro?

—…

—Piensa un poco. ¡Vamos!

—Un guardia del Santuario. Quería convertirse en santo de Atenea. Fracasó.

—No quisiste entrenar a otro discípulo después de él. Te dolió mucho que no lo lograse.

—¿Qué importa eso? Fue hace mucho tiempo. Y tú, anciano, no te le pareces en nada.

—Tú sabrás eso más que yo mismo, ya que velaste por mí siempre como el mejor amigo que pude tener. Ah, qué afortunado fui, discípulo del héroe Jäger de Orión.

—Deja de repetir ese nombre.

—Oh, ¿prefieres a Ignis, Campeón de la Pestilencia? —cuestionó Nimrod, divertido.

—¿Quién eres? ¡No eres Lisandro! ¡No eres nadie que conozca! —aseguró el Portador del Dolor, cargando hacia ese viejo taimado con toda su furia y poder.

Chocaron los puños en un veloz envite, mientras los guerreros azules se marchaban en dos direcciones distintas: unos a la ciudad, otros al exterior, con Günther como cabeza. Jäger no tardó mucho en entender que aquel hombre estaba distrayéndolo de ese hecho.

—Si no te gustan los apodos cariñosos —empezó a decir el guerrero de cabellos canos, en un momento de equilibrio en el que las manos de ambos estaban entrelazadas—, llámame Nimrod. Nimrod de Cáncer.

Después de esa presentación, le dio un cabezazo con tal fuerza que ambos vieron sus frentes sangrar. Luego, con una habilidad inaudita, Nimrod soltó las manos de Jäger y le dio un golpe en el estómago, empujándole lejos de la Ciudad Azul.

 

***

 

Jäger recuperó la consciencia solo tres segundos después del impacto, lo que seguía siendo demasiado. ¿Cómo podía ese viejo ser tan fuerte?

Ni él ni su adversario vestían armadura alguna. La lucha tenía que ser rápida.

Betelgeuse. Brazo del Gigante. Rigel. Espada de Orión.

Los brazos invisibles buscaron a Nimrod de Cäncer sin dificultad, pues este atacaba de frente. No fue ninguna sorpresa que Betelgeuse no pudiera frenar su acometida más de segundo y medio, pero ese tiempo fue todo lo que Jäger necesitó para infundir a esa técnica del fuego solar de la segunda, ejecutada al mismo tiempo. Doce veces, Rigel golpeó aquel cuerpo desprotegido con un terrible ardor, o al menos así debía haber sido, pero en el momento decisivo el santo de oro desapareció para aparecer a la espalda de Jäger y tratar de encajarle un nuevo puñetazo, esta vez en la cabeza. Él reaccionó a tiempo de detener el envite, siendo aquel el inicio de un arduo duelo.

No usaban las piernas, moverse hacia atrás o hacia adelante parecía fuera de lugar. No recurrían al cosmos, Betelgeuse era destrozada por la fuerza y habilidad del santo de oro como si no fueran más que una docena de ramitas invisibles, y Rigel tenía un tiempo de ejecución muy largo para una batalla tan frenética. Todo lo confiaban en los puños, bloqueando y atacando según cambiaba la suerte del otro, porque sabían que ninguno podía arriesgarse a recibir demasiados ataques sin llevar encima ninguna protección.

Pareció que llevaban allí horas, pero era más probable que tan solo hubiesen transcurrido algunos minutos. En ese tiempo, un centenar de Keres llegó desde Alemania para asolar la Ciudad Azul, regresando al territorio de los Heinstein como tan solo un grupito de ocho; Alexer las había destrozado, haciendo valer de ese modo su juramento de proteger Bluegrad durante toda la guerra. Nimrod de Cáncer no pudo menos que silbar, admirado, por el poder de un hombre capaz de matar a toda una horda del Hades sin siquiera moverse del sitio en que estaba, cualquiera que fuese. Jäger aprovechó ese momento para encajar su puño en el mentón de su adversario, quien sonrió de vuelta y lo empujó de un codazo en el plexo solar.

—¿Cuándo piensas hacer valer tu título, Campeón de la Pestilencia?

—¿Por eso luchas contra mí? ¿Esperas derrotar al Aqueronte, matándome?

—¿Cómo podría matar yo a mi amigo y maestro? —preguntó Nimrod.

—Sigues con esas tonterías… —A media frase, Jäger cayó al suelo de rodillas, cubierto de un aura amarillenta. De un momento para otro, la armadura destruida por los guerreros azules reapareció sobre su cuerpo, transmitiéndole un dolor inimaginable, el de toda la legión del Aqueronte. Quiso hablar, pero no pudo hacerlo.

 

Nimrod de Cáncer observó, desanimado, cómo Jäger de Orión, quien se hacía llamar Ignis y cargaba sobre sus hombros el indigno título de Portador del Dolor, desaparecía en un destello al que cualquier mortal habría apartado la vista.

Cualquier mortal, excepto él, por supuesto.

—Cocito se convirtió en el arma del rey Bolverk, Flegetonte lucha a la par de Deríades, Leteo deja a su aire Casandra… ¿Por qué no puedo ser como mis hermanos?

Sin nadie que lo viera en esa tierra ennegrecida, Nimrod tensó todos los músculos del cuerpo, desapareciendo todas las heridas recibidas. Jäger de Orión no era el más experimentado combatiente, pero pegaba como pocos, el muy bastardo. Sonrió por esa corta lucha y maldijo a los cielos por no permitirle un rato más para hablarle no solo de Lisandro, sino de muchos otros que tanto lo admiraban a él y sus compañeros. Tal vez podría haberle hecho entrar en razón, o al menos aprender qué había movido a uno de los fundadores del Santuario a luchar en el bando del Hades. Ahora era tarde, Aqueronte lo había reclamado cómo núcleo a partir del cual se manifestaría en el mundo de los vivos. ¿Era ese el destino de todos los Portadores, ser piezas de ajedrez para el infierno?

—Bueno, de los otros tres que se encarguen los demás —dijo Nimrod, tronando los puños. Ya sentía al dios del sufrimiento justo en el lugar donde no debía estar, a escasa distancia de la entrada trasera de la Ciudad Azul—. Mi tarea es ocuparme de Aqueronte, por eso nací, bien podría morir también por ello.

El manto de Cáncer lo cubrió en el momento en que abandonaba las estepas ennegrecidas, rumbo a los amarillentos cielos sobre el Bosque del Hades.

 

***

 

Tan pronto Alexer había abandonado el salón del trono para cumplir su papel como defensor de las gentes de Bluegrad, tal recinto había sido aislado de toda conexión con el exterior, de manera que los defensores del Trono de Hielo, Mithos de Escudo y Subaru de Reloj, no se desconcentraran y mantuviesen siempre en su mejor forma la barrera con que defendían aquel arma ancestral de todo contacto con el Aqueronte. Tenían que mantenerse firmes, fuera que estuviesen ganando, fuera que la derrota fuese una certeza para el resto de sus compañeros. No importaba, su papel seguía siendo fundamental. A Subaru le parecía que esto era así porque Alexer tenía intención de usar el Trono de Hielo como carta del triunfo en el peor de los casos, y así se lo hizo notar más de una vez a su compañero, Mithos, entre charla ociosa y charla ociosa.

—Lo que no sé es cuándo tomará la decisión —dijo Subaru, de repente—. ¿Cuando Aqueronte aplaste su ciudad con un puño hecho de un millón de cadáveres?

—Deja de desconcentrarme —se quejó Mithos—. Tengo trabajo que hacer.

—No ha venido nadie en mucho tiempo.

—Estoy preocupado por lady Shaula.

—¿Me estás escuchando?

—¡Eso me pregunto yo!

Una vez más, Mithos de Escudo encaró a su compañero con gesto huraño.

—¿Ocurre algo? —preguntó Subaru, con los ojos muy abiertos.

—Llevo mucho, mucho tiempo pidiéndote una predicción —contestó Mithos, esforzándose por no zarandearlo de los hombros—. Una sola.

—Ya te dije que Shaula sobrevivirá a la guerra.

—Lady Shaula.

—Estamos entre amigos, no creo que hagan falta formalismos.

—¡Tú siempre te diriges a lady Shaula como señorita Shaula, de todos modos!

—Bueno, está bien, la señorita Shaula nos estará esperando cuando todo esto acabe. Y, si te esfuerzas lo suficiente, te recompensará.

—Me estoy esforzando —se quejó Mithos—. Todo lo que puedo.

—A las mujeres no les gustan los que se quedan de porteros, tienes que salir a la calle y meter algún gol —explicaba Subaru, de repente entusiasmado—. Por ejemplo, si usaras el poder del Trono de Hielo para detener al Aqueronte, ella te daría un beso.

Se hizo el silencio. Mithos miró a su compañero con los ojos entornados, rememorando rarezas como aquellas últimas palabras. Una predicción condicional. Lo que Subaru decía se cumplía siempre, ¿cómo podía cumplirse siempre algo así?

—¿Qué pasa? —preguntó Subaru—. ¿Ya se han besado?

—¿Quién eres? —dijo Mithos, tratando de separar la barrera que sostenía de quien, ahora sabía, no era su compañero. Pero antes de lograrlo, una inmensa fuerza se apoderó de su cuerpo, mente y espíritu, paralizándolo de tal forma que no pudo mover ni una sola pestaña mientras era elevado sobre el suelo y desprovisto de su manto de plata.

Pieza a pieza, el manto de Escudo se convirtió en un tótem bajo los pies del falso Subaru, quien también flotaba sobre el aire. Una imagen se sobrepuso encima de él.

—Tritos de Neptuno —se presentó el ser, hablando al tiempo con los labios de Subaru y los de la forma etérea que aparecía encima—. Me encantaría explicarte el momento en el que me introduje en la mente de tu amigo para evitarme la molestia de romper tu barrera por la fuerza y que todos notaran mi presencia, mas mi tiempo escasea. Pese a todos mis esfuerzos por ser sutil, alguien no deseado sabe que estoy en Bluegrad y más me vale acabar mi parte del trabajo antes de que me encuentre.

Con un chasquido, una capa de líquido amarillento apareció en torno al tótem de Escudo, deslizándose luego a través del suelo. Buscaba el Trono de Hielo.

El terror se adueñó de Mithos de Escudo, quien en vano quiso oponerse a ese poder ominoso en los valiosos segundos que tardó el líquido en avanzar a su destino.

—Un consejo para la próxima —dijo Tritos, mientras Mithos solo calculaba en su mente el tiempo que le quedaba a los del frente norte—: ¡Por muy sólida que sea una barrera, no sirve de nada si el enemigo ya está dentro cuando la levantas!

—Me lo apunto —dijo una voz desconocida, a la vez que el aire en rededor temblaba.

Si el líquido conjurado por Tritos había tocado, aunque solo fuera un roce, el Trono de Hielo, Mithos no lo sabía. Solo pudo tener fe en que la daga que salió volando desde una grieta en el espacio-tiempo se clavó en el agua amarillenta a tiempo, evaporándola por completo y frenando el desastre. Tal esperanza era alimentada por la pálida cara que puso Subaru —poseído por Tritos—; incluso antes de que una hermosísima mujer saliera del portal y apuntase a su cuello con una segunda daga, él ya estaba asustado.

—Vendrás conmigo —dijo Tetis, pues no era nadie más que ella.

—No metas a papá en esto, ¿quieres? —pidió Tritos—. Solos tú y yo.

—Soy una nereida —le recordó Tetis—. Si solo fuéramos tú y yo, no tendría oportunidad con el más poderoso entre los siervos de Poseidón.

—Gran halago —aprobó Tritos—. Si le añades un «¡En el nombre de Poseidón, sal de este cuerpo!», te seguiré hasta el fin del mundo.

Tetis no le siguió la broma. En cambio, clavó la daga en el cuello del poseído, sin cortar por ello la carne, sino el cuerpo astral. Tritos de Neptuno abandonó el cuerpo de Subaru como un fantasma que todavía seguía como un rehén de la nereida.

Mithos cayó al suelo en el mismo instante en que ambos desaparecieron y la grieta del espacio tiempo se cerró. Primero buscó la daga y las aguas del Aqueronte, sin encontrar rastro de que alguna vez estuvieron ahí, más allá de un olor desagradable. Después, con un rubor tiñendo sus avergonzadas mejillas, por no haber cumplido la única tarea que le habían encomendado, corrió hacia Subaru. Nunca se lo confesaría a aquel molesto profeta, pero en verdad sintió un gran temor al verlo tirado en el suelo, tan pálido como lo estuvo Tritos de Neptuno en esos pocos segundos de inexplicable temor.

—Estás bien —murmuró Mithos, al ver que Subaru tenía pulso. En un ataque de enojo, le dio un golpecito en la mejilla y el santo de Reloj abrió los ojos con mucha lentitud—.  

¡Estás bien, gracias a los dioses! ¡Estamos los dos bien!

—Ah, la señorita Shaula se abraza a Sneyder en una isla y Mithos se me abalanza en una cueva sin su manto sagrado. Las parejas infieles son las mejores.

Mithos de Escudo, arrebolado, le dio un puñetazo en la nariz al descarado santo de Reloj. Ese, ese era el Subaru que recordaba, el que siempre vaticinaba cosas para molestar. Y por eso era tan inimitable, hasta para uno de los Astra Planeta.

Se puso de pie, ignorando los quejidos del santo de Reloj. El tótem de Escudo, pieza a pieza, se fundió de nuevo con él mientras ideaba la forma de mejorar la barrera, hacerla a prueba de ataques a la mente y el espíritu del mismo modo que lo era a ataques físicos. Tenía que mejorarla para ese momento, por si un nuevo ataque sucedía, y para más adelante, cuando de nuevo pudiera ser el escudo de Shaula de Escorpio.

Subaru nunca llegó a saber por qué no podía ayudarle en eso, como hacía antes.

 

***

 

Adrien Solo paseaba sobre la cubierta de un barco atracado en la costa siberiana cuando Tetis apareció ante él, sosteniendo la espectral figura de Tritos de Neptuno. A su pesar, mostró preocupación por si el astral hubiese tenido tiempo de actuar. La hija de Nereo lo tranquilizó con un gesto negativo, sin dejar de presionar con la daga el cuello del cautivo más sonriente que se hubiese visto jamás.

De entre todos los frentes escogidos por el Santuario, Adrien había decidido que este sería el lugar en el que Tritos haría su aparición. No es que tuviese razones para ello, era más bien una intuición, pero como recipiente del dios de los océanos más le valía tener fe, por lo que con todo el cuidado del mundo hizo los arreglos para viajar hasta Siberia en los mismos barcos que transportarían a la Guardia de Acero. Allí se mantuvo alejado de la tripulación, contactándose mediante telepatía con Tetis hasta que el astral hiciera su jugada. Con todo, terminó siendo Alexer el que les diera la pista que les faltaba. Se aseguraría de darle las gracias cuando todo acabara. Bluegrad era importante para los planes de su padre y Poseidón, después de todo. No podía dejar que cayera.

—Hola, papá, te veo joven —dijo Tritos, callando solo en el momento en que Adrien clavó en él su mirada.  Tan intensa fue esta, que hasta Tetis se sintió objeto de alguna clase de condena, por lo que dejó de amenazar al regente de Neptuno y retrocedió.

—¿Qué estabas haciendo? —demandó saber Adrien, sin tiempo para explicarle a Tetis el malentendido.

—Esta guerra es justa, papá… ¡señor! —exclamó de repente Tritos—. Los vivos invadieron el reino de los muertos, tenía que suceder a la inversa.

—Los asuntos del infierno corresponden a los Señores del Hades y el regente de Plutón, ¿posees tú alguno de esos títulos? —cuestionó Adrien. Tritos sacudió la cabeza—. En ese caso, no vuelvas a desequilibrar esta guerra entre los vivos y los muertos.

—¡Vuestra presencia la desequilibra por sí misma, señor! ¡No podéis negarla!

—¿Osas desafiarme? ¿Osas desafiar a Poseidón, tu dios, del que provienen tu fuerza y tu autoridad? ¡Y tu sangre además, tercer hijo de Poseidón y Clito!

Mientras gritaba, una gran ira iba llenando el pecho de Adrien, sin alterar por ello el semblante que mostraba al regente de Neptuno. Su ceño no se fruncía, sino que toda la cólera era transmitida por la dureza de las palabras y una mirada inflexible.

—El mundo no sobreviviría a una lucha entre vos y yo —aseveró Tritos, con un valor incluso admirable—, ni yo tampoco. Ordenad y yo obedeceré, como siempre.

—Eres el regente de Neptuno, el primero de mis siervos —recordó Adrien, con un tono más calmado—. Habla de la forma en que desequilibrio esta guerra.

—¿No es evidente? —dijo Tritos—. Habéis pactado con el Santuario, señor. Un dios del Olimpo, pactando con una mortal. ¿Por el bien de este mundo? ¿Los ejércitos del mar y la tierra unidos contra las hordas del infierno? ¡Paparruchas! Lo que la nueva Suma Sacerdotisa espera de vos, señor, es que hagáis por ella el trabajo sucio. ¡Y podríais, señor, ya lo creo que podríais, con vuestro tridente hecho por las más laboriosas manos que hubo visto jamás el universo! Con él fulminaríais a Caronte de Plutón en un combate digno de ser recitado por las nueve hijas de Mnemosine, mientras los mortales, como siempre, se lavan las manos. ¡El Hijo estaría encantado!

—Si esa era la intención de Akasha de Virgo, ahora representante de Atenea en la Tierra, no me lo ha dicho —aseguró Adrien—. Nuestros ejércitos se han aliado para defender el planeta al que ambos pertenecen. Esa es la naturaleza de nuestro acuerdo.

—¿Lo juráis, señor? —dijo Tritos, tapándose pronto la boca.

Lo hizo demasiado tarde. Adrien, mirándolo con fijeza, dictó una sentencia lapidaria:

—Tritos de Neptuno, en esta Guerra Santa no hay lugar para los Astra Planeta. Que Caronte de Plutón y los santos de bronce bendecidos por la sangre de Atenea arreglen sus diferencias en el Olimpo. Yo nada tengo contra él y tú nada tienes contra ellos. Ninguno ha de intervenir a favor del bando contrario, para que la conclusión de esta guerra sea tan justa como lo es su naturaleza según tu parecer. —El astral, sorprendido por las palabras de Adrien, abrió la boca tal vez para darle las gracias, pero este alzó la mano, deteniéndolo de hacer cualquier interrupción—. Para asegurarme de que no incumplirás mi mandato, designo a Tetis como tu carcelera hasta que acabe la guerra.

El astral quedó paralizado y boquiabierto, apenas consciente de que la nereida tomaba las manos de su etéreo ser con una fuerza más bien excesiva. De ese modo terminaron las andanzas de Tritos de Neptuno en la guerra, teniendo solo tiempo para escuchar unas últimas palabras de Adrien Solo antes de marchar a su temporal encierro.

—¿Servir yo a la causa de un bastardo de Zeus? Jamás. Tu compañero lamentará haberse vuelto enemigo de Atenea. En cuanto a ti, perderás los dones que te he concedido si vuelves a traicionarme. Primero entre mis siervos, pero siervo al fin. 


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#269 Seph_girl

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    Marine Shogun Crisaor / SNK Nurse

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Publicado 13 agosto 2021 - 12:01

Cap. 89. Tritos casi la lía
 
Bien, de nuevo debo comenzar un Review corrigiendo algo del contador, la verdad se me fue completamente a ese tal Misha que bueno, tiene nombre pero me pasó tan desapercibido que... Ya total, una muerte más XD (+1)
 
Anda, que Tetis la nereida está cazando a Tritos, porque cree que anda rondando por la ciudad azul mientras está todo el alboroto afuera, y encima podría estar en la mente del santo del Escudo o del Reloj, ¡dun dun duuuun!
 
Nimrod se da de a madres contra Jager/Ignis, soltando que lo conoce una y varias partes de él o algo asi.  Su pelea de puñetazos limpios se ve truncada porque el Aqueronte activó el modo "posesión" para salir a jugar.
 
Mientras tanto, Subaru y Mithos tienen una charla en la que rápido sale a relucir quién puede ser el poseído por el pequeño detalle de "señorita Shaula" y de ahí todo fue muy obvio para Mithos y los lectores jaja. Se han salvado por un pelo, ¿pero por qué diablos salió la pestilencia del Aqueronte del totem del Escudo? o.ó
Como sea, ¡Tetis se merece que le regalen una cerveza!
 
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Tritos fue llevado ante 'papá', siendo una escena genial la verdad, donde pues Don Pose ha decretado cosas ¡y así deberán hacerse!
Tritos por bocón casi se lo tuercen, pero solo lo han condenado a ya no participar en esta guerra y tendrá que quedarse como mero espectador hasta el final de ella que sino le quitan los privilegios, la herencia, y sobre todo el Play station XD
 
CONTADOR DE MUERTES (de personajes con nombre) EN ESTA GUERRA: 5
 
PD. Genial cap, sigue así x3

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#270 Rexomega

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Publicado 16 agosto 2021 - 10:56

Saludos

 

¡Buen review, sigue así!

 

Seph Girl

Spoiler

 

***

 

Capítulo 90. Jäger de Aqueronte

 

El hombre que se hacía llamar Ignis, Portador del Dolor, fue testigo de aquel extraño intento de Tritos de Neptuno, demasiado ajeno al devenir de la guerra en el norte para lo determinante que pudo haber sido. Aun en el estado en el que se encontraba, con tanto dolor presionando su mente y espíritu que ya no era consciente de dónde acababa su cuerpo y dónde empezaba el de su captor, tuvo la suficiente lucidez para atar algunos cabos: Tetis no lo había dejado con vida por compasión, sino porque de algún modo, tal vez guiada por el mismo Poseidón, se dio cuenta de que Tritos de Neptuno estaba oculto en Bluegrad. Saber aquello lo tranquilizaba; no era deshonroso ser un objetivo secundario frente a uno de los Astra Planeta. Sí lo era, en cambio, ser perdonado por piedad. Aun los débiles tenían el derecho de morir como guerreros.

«Morir como un guerrero —pensó el prisionero con amargura—. Pasé demasiado tiempo con Alexer. No soy un mercenario que ame las batallas, soy…»

—Mi avatar —dijo una voz cruel, hundiéndose en sus pensamientos como el agua del mar llena el interior de los ahogados—. Mi Portador. Mi avatar.

Quiso hablar y le fue imposible. Por un momento, creyó que ya no tenía boca, ni brazos que pudieran apartar de sí aquel mal que lo asfixiaba, ni piernas para ir lejos de esa omnipresente aura amarillenta, esa infección en el firmamento siberiano. En aquellas circunstancias en las que los cinco sentidos le fallaban y la mente estaba embotada por el dolor, recurrió al único que importaba, el Séptimo Sentido. Buscó el cosmos que se hallaba en lo más profundo de su ser, y al no encontrarlo, se desesperó.

Los Astra Planeta nos han abandonado —afirmó la voz de su captor, proveniente de cada pedazo de ese cielo de pestilencia y podredumbre donde miles y miles de cadáveres flotaban, arrastrados desde el mismo el inframundo—. No importa, nosotros nos bastamos para preparar este paraíso para los Señores del Hades. 

«¿Vosotros? Me estás… —El cautivo se detuvo. Pensar, aunque doloroso, era al menos posible—. Me estás arrebatando mi poder, solo eres un parásito.»

Todo lo contrario, sirviente. Tú y todos los Campeones del Hades sois parásitos de nuestro reino, de él obtuvisteis el poder para revivir. Tomamos lo que dimos, solo eso.

La última frase, lapidaria, aplastó al cautivo de tal forma que se creyó a punto de morir. ¿Morir? Si temía tal cosa, era que estaba vivo. A decir verdad, le pareció que el solo hecho de que pensaba ya era suficiente para decir que existía.

No enfrentó la sentencia del captor con palabras vanas, sino con el silencio. El exterior dejó de importarle, porque sabía que no encontraría allí ayuda alguna, su suerte dependía de lo que se hallaba dentro de sí, en su alma. Octavo Sentido. Los dolores del cuerpo, la mente y el espíritu mitigaron en cuanto se entregó a aquel estado elevado desde el que pudo ver lo que acontecía a su alrededor. Un ser de increíbles proporciones se manifestaba por sobre un valle que no recordaba haber visto en su anterior visita a Bluegrad. La fuente de su existencia era por supuesto el cosmos arrebatado a los vivos, excepto que el Aqueronte no se había servido solo de hordas interminables de soldados, sino también de una suerte de Abominación con forma de bosque. Un bosque extenso, abarcando el valle entero con árboles muertos por los que campaban cadáveres andantes y monstruos mitológicos. Y santos, marinos y guardias del Santuario, según pudo ver en último término. Estaban muy desperdigados, solo los santos permanecían como una sola unidad, pero también ellos se separaron para ayudar a sus aliados.

«¿Los débiles tenemos el derecho a ser arrogantes? —reflexionó el cautivo.»

Tanto como cualquier humano —concedió el captor, la entidad nacida de la energía recolectada por la legión del Aqueronte y su Abominación. El dios del dolor.

«En ese caso, yo lucharé.»

Has fracasado. La dama Tetis te derrotó. Perdiste la Semilla que te otorgué.

¿La Semilla? El captor debía estar refiriéndose a la Abominación que había traído desde Alemania. Tetis, la nereida, lo había destruido en la misma batalla en que fue derrotado.

«No importa cuántas veces caiga.»

Tu turno ha expirado, sirviente.

«Porque soy un mortal.»

Un fracaso.

«Si vosotros, los dioses del Hades habéis seguido viniendo a esta tierra de luz después de mil derrotas, ¿por qué habría yo de avergonzarme de perder contra una diosa?»

El captor no respondió a aquel cuestionamiento, perdiendo toda autoridad sobre el cautivo por un valioso momento. Desde el alma al cosmos, desde el cosmos a la mente y desde esta al cuerpo, Jäger de Orión descubrió que su ser no había sido consumido.

Desde ese punto, solo tuvo que acostumbrarse al dolor. Algo simple para él.

«Porque yo soy…»

 

***

 

Con los sentidos sobrehumanos que lo caracterizaban, Lesath, encima de una montaña de monstruosos cadáveres, pudo percibir el duelo de titanes. De una parte, un coloso hecho de un aire enfermizo, casi acuoso, en el que flotaban todas las víctimas de la legión de Aqueronte a lo largo del mundo. Tal ente movía con insólita celeridad un brazo en el que se amontonaban los cuerpos y espíritus de sirenas y valerosos guerreros del mar y la tierra. Los nudillos, en los que podía verse al menos una docena de cíclopes, chocaron con la pierna dorada del recién llegado Nimrod.

De momento, la fuerza del santo de Cáncer era mayor que la de Aqueronte, cuyo auténtico poder se hallaba en el Hades. Sin embargo, cuanto más se prolongase el enfrentamiento, más cuerpos se unirían al ente hecho de las aguas y los vapores del río infernal. Incluso si el dios del dolor restaba en el proceso soldados en los otros frentes, poca importancia tendría; de aplastar a la resistencia en ese lugar y alcanzar el Trono de Hielo, podría desplegar un ejército al que incluso los santos de oro temerían, y todos los santos de plata sabían que no podían contar con la élite del Santuario para enfrentar a las legiones del Hades. Eso era problema suyo.

—Cada uno tiene su parte del pastel —masculló Lesath, esquivando los mordiscos de nueve cabezas de serpiente. Cada gota que se escurría de aquellas bocas al cerrarse, quemaba la tierra como el ácido, generando virutas de humo tóxico—. Me parece bien.

Al sentir la espalda chocando con un árbol cálido, el santo de Orión no dudó un instante en partirlo en dos de un manotazo. Ni siquiera se molestó en ver cómo el cadáver de una ninfa caía al suelo herida, llenando las malolientes aguas del Aqueronte de sangre. Él ya estaba saltando hacia la cabeza principal de la hidra, que pateó con tal fuerza que el monstruo cayó hacia un lado mientras él se impulsaba para alejarse de la refriega.

¡Qué peligrosas se habían vuelto aquellas criaturas desde que se separó del resto! El objetivo de los santos y marinos debía ser siempre mantener ocupados a los monstruos usando la menor cantidad de energía posible a la vez que la Guardia de Acero liberaba las almas que el necio Aqueronte seguía empleando a pesar de todo. Eso los había obligado a seguir separándose en grupos. Y, claro, el santo de Orión no pudo desaprovechar la oportunidad para asegurar que él no era de los que necesitaba ayuda.

—Debí cortarme la lengua hace tiempo —murmuró, nostálgico. Vio una sirena colgando de una rama demasiado larga. Quiso ayudarla al ver que se movía, pero acabó pisando el cuerpo de otra, muy joven—. Tenía que pasar. Tenía que pasar.

Oyó sonidos en todas direcciones. Pisadas, bestias relamiéndose, armas chocando con la tierra o los árboles cercanos, dientes rechinando… Y al final, un fuego abrasador arrasando con los alrededores, calcinando a los enemigos en un mero parpadeo.

 —Se me ha acabado el pan —lamentaba Aerys desde atrás—. Bueno, qué importa…

Al girarse, el santo de Orión notó que el santo de Erídano estaba desmejorado. ¡Claro! Incluso si la diferencia entre rangos ya no era la de años pasados, dos santos de bronce, excepciones aparte, no podían seguir el ritmo de tres de plata más todo un ejército de cíclopes y sirenas. Con todo, el huraño guerrero del fuego se había molestado en ayudar a un compañero demasiado orgulloso para pedírselo a nadie.

—Más les vale a los santos de oro que acaben esto rápido… —advirtió Lesath, alistándose para enfrentar a la hidra que recién salía de la inconsciencia.

—Las acciones valen más que las palabras —acusó Aerys, formando una brillante bola de fuego entre los dedos temblorosos—. Y si la Silente nunca habla, es por algo.

Lesath no tenía ni la más remota idea de qué quería decir el santo de Erídano, aparte de soltar otra frase bonita más, así que se limitó a cargar contra la bestia de nueve cabezas tal como en el pasado lo hiciera Heracles, con una pequeña y flamígera ayuda.

 

***

 

Entretanto, Nimrod golpeaba por partes el cuerpo maltrecho de aquel dios manifestado a medias, arrancando sin asco los cadáveres que le daban forma. Los cuerpos, si había suerte, caían al fondo del valle cerca de la Guardia de Acero; si no, se tornaban en masas de aquella desagradable agua amarillenta. Nimrod no podía controlar eso, así que no se molestaba en intentarlo y seguía su ruta hasta la cabeza.

En medio de un salto quizás demasiado temerario, pasó lo inevitable. Aqueronte lo tomó con una mano grande como una montaña y lo sometió a dolores inenarrables, acaso semejantes a los que postraron incluso al revivido Jäger de Orión. Nimrod apretó los dientes con furia mientras se oponía al intento de aquella entidad por sorber sus fuerzas. Solo él podía hacer algo así, y más le valía tener éxito, porque de lo contrario estaría faltando a la norma que con tantos esfuerzos inculcó en todo el ejército de Atenea y sus aliados para esa guerra en la que tan solo quería encontrar venganza.

Llegó a salir de la mano sin perder una gota de energía, atravesando una suerte de plataforma hecha de cuerpos humanos, pálidos y pegados entre sí. Lo rodeaban dedos retorcidos como garfios; diez mil lanzas bordeaban la punta de cada dedo, listas para atravesarlo por todos los poros de su cuerpo. Pero Nimrod de Cáncer no miró a los cuerpos que pisaba y las armas de muerte que le estaban apuntando, sino a lo que había más allá de ese mano inmensa y pestilente, el rostro del un anciano, como él lo era, solo que con cuerpos haciendo las veces de largos cabellos, pobladas barbas y densas cejas delineando unos ojos oscuros, hundidos bajo la masa amarillenta que era su rostro.

¿Qué estás haciendo, sirviente? —cuestionó el Aqueronte con portentosa voz.

—Solo a Atenea rindo servidumbre —repuso Nimrod para ocultar el temblor que le recorría el cuerpo, pero un momento después entendió que no se refería a él.

Del rostro colosal de Aqueronte emergió un cosmos que Nimrod reconoció al instante. Primero amarillo, como lo era la esencia del río del dolor, después plateado, como debía ser el aura de aquel hombre. La estela, rayo lunar, chocó contra la plataforma de cadáveres, a dos metros de donde Nimrod estaba. Allí tomó la forma del Portador del Dolor, cubierto por un manto oscuro venido del mismo Hades, aunque con una apariencia distinta a la que había ostentado al inicio de la invasión.

—Mi nombre es Jäger de Orión. Junto a mis amigos, encontré a Atenea en tiempos aciagos en que los hombres adoraban ídolos. La acompañé como una niña inocente, una aguerrida joven y una sabia mujer a lo largo de diez años de guerra. Caminé entre héroes que marcaron la historia hasta llegar a las sombras de esta, para levantar allí un faro para los que como yo estamos destinados al olvido. Ese faro es lo que los santos de Atenea llamáis ahora el Santuario, sin importar cuanto lo habéis corrompido.

La humanidad nació corrupta —espetó Aqueronte.

—No es eso lo que la diosa Atenea cree —dijo Jäger—. El diluvio universal demostró que hay esperanza en nuestra raza. Así como existe el mal en nosotros, también el bien.

—¿Por qué me miras de reojo al hablar del mal? —preguntó Nimrod, notando tal gesto. Al no obtener respuesta, adoptó una cara de genuina indignación y exclamó—: ¡Tenía toda intención de traer flores a tu tumba, créeme! Es solo que hoy en día lo de morirse es tan pasajero que no nos dio tiempo de enterrarte siquiera.

—¡Estuve dentro del río del dolor! —gritó Jäger, furibundo—. Mi alma y su pérfida esencia estuvieron unidas, así fuera por un instante. Sé lo que eres, monstruo. También sé lo que buscas con esta batalla, por qué permitiste que tus propios hombres murieran.

—No hables tan alto —pidió Nimrod—, alguien podría llevarse una idea equivocada.

—¿Vas a negarlo? —cuestionó Jäger, dando un paso al frente.

El santo de Cáncer se rascó la barbilla antes de responder.

—Si haces esa pregunta, es que no sabes lo que soy. De lo contrario, comprenderías por igual mi accionar y la razón por la que los santos de hierro viven y mueren.

—¿Santos de hierro? ¿Qué tontería es esa?

—Es buena forma de llamarlo, porque la idea vino de una niña tonta y llorona a la que ahora debo dirigirme como Su Santidad. Una fantasía en la que creen por igual quien la pregona y quienes la oyen, pero esta tiene un precio. ¿Sabes qué es lo que determina la vida de un santo de Atenea, sea cual sea su rango? Que mueren. Todos los santos de Atenea están llamados a morir antes que el resto de los hombres. Lo único que se puede cambiar al respecto es si sus muertes tienen significado o no. Bien, ningún guardia en la larga historia del Santuario ha tenido una razón para luchar tan grande como la que los ha impulsado en este día nefasto. Cada golpe que han dado y recibido ha sido un paso hacia la victoria del ejército de Atenea, una victoria que los santos de oro, de plata y de bronce no habrían podido alcanzar por sí mismos.

—¿De qué hablas? ¡No eres más que un monstruo, devorador de las almas de los hombres por tu propio beneficio! ¿Te haces llamar santo de Atenea tú, que tan solo has esperado con paciencia la aparición del Aqueronte para apropiarte de su poder?

—Aqueronte de Cáncer —dijo Nimrod con una taimada sonrisa—. Suena estupendo.

—Eres igual que ellos —escupió Jäger—. Un falso dios.

—Ah, ¿todavía reconoces su existencia? —se burló Nimrod—. No debe ser halagüeño recordar que tú y tus amigos no fuisteis los padres fundadores del ejército de Atenea.

—El Santuario iba a lavar las faltas de los que nos precedieron.

—Eso es justo lo que yo pretendo con todo esto. Lavar las faltas de quienes me precedieron. Lisandro y nueve mil novecientos noventa y nueve hombres como él insultaron a la diosa de su devoción trece años atrás. Mi deber es reparar ese daño, así tenga que convertirme en el peor de los demonios para lograrlo.

—Si ese es el caso, mi deber será cazarte, monstruo del Hades.

—Es lo que espero de ti. No naciste para ser alimento de nadie.

 

Sin nada más que decir, el santo de Cáncer y el Portador del Dolor se alistaron para proseguir con el duelo. Pero una risa inhumana rompió el silencio antes de que cualquiera de los oponentes diera el primer paso. Miles y miles de columnas vertebrales se partieron a un tiempo, seguidas de la rotura de los huesos de los muertos; así imitó el Aqueronte el sonido de la risa de los hombres, llenando de malestar a quienes lo miraban ahora con asombro y repudio, desde la palma de su inmensa mano.

Me he equivocado, no eres mi sirviente.

—No nos convertimos en los Portadores de los poderes del Hades para serviros —convino Jäger, en un tono que no podía dejar de ser desafiante.

No eres un sirviente, eres un bufón.

La risa regresó. Cuerpos flotaron a lo largo de aquel rostro titánico, fundiéndose entre sí y separándose una y otra vez. No eran solo los habituales soldados de la legión y sus víctimas a lo largo del mundo, sino toda clase de hombres, almas en pena ahogadas en el río del dolor desde los primeros días de la renovada humanidad.

Bien, divertidme, mortales. En el circo de vuestras insignificantes vidas, acaso halléis una razón para respirar antes de que me alimente de vuestros cosmos.

No era una amenaza vana. Jäger lo sabía. Si no acababa pronto con el santo de Cáncer, el Aqueronte usaría todo el poder que había reunido para devorarlo y esta vez no podría oponerse a su voluntad. Tenía que acabar esto rápido, para poder ir a Bluegrad. Una vez se apoderara del Trono de Hielo, ya no tendría que rendir cuentas a nadie y podría eliminar todo rastro que quedase en el mundo de los males de la Antigüedad.

«Esa es la voluntad de Atenea —pensaba el Portador del Dolor—. Si no, ¿por qué dejarnos arrancar del Santuario toda mención a sus anteriores siervos? Eran falsos dioses, no merecían reinar sobre la humanidad, tampoco merecen ser recordados.»

Miró a su oponente, sin poder sentir más que repudio por él. Estuvo en el momento en que los monstruos del Flegetonte arrasaron con sus hombres y no combatió, les dejó morir como perros y ahora hablaba sin vergüenza del valor que tenían sus vidas en esa guerra. ¿Tan impaciente estaba porque el Aqueronte despertara? ¿O al querer luchar como uno de ellos, sin el cosmos de oro que por la gracia de Atenea había recibido, no pudo reaccionar a tiempo como para defenderlos de las bestias y otros horrores del inframundo? Jäger se inclinaba más por la primera opción. Aquel monstruo no le había dado razones para pensar lo contrario. Tal vez no le importaba.

Aun así, se llamaran como se llamasen, seguían siendo guerreros.

—Jäger de Aqueronte. Portador del Dolor.

—Nimrod de Cáncer. Santo de Atenea.

Un breve instante de paz sucedió a las presentaciones. Después, ambos saltaron, listos para darse muerte. Aqueronte, espectador de tal batalla, rio una vez más, pero los sonidos fueron consumidos por un silencio antinatural.

Durante sesenta segundos, nada se oiría en aquel coliseo improvisado. En ese tiempo, Jäger convocó de nuevo a Betelgeuse y Rigel de forma simultánea, enviando media docena de brazos contra el cuerpo de su rival y llenando de un fuego amarillento las restantes extremidades, en preparación de una variante de la Espada de Orión. Nimrod, sin duda comprendiendo el peligro de la técnica, se alejó de un salto y así evitó ser cortado por seis hojas de energía, portadoras de la muerte inevitable que acompañaba a las armas de la legión de Aqueronte. Sin embargo, debido a eso, Jäger pudo golpearle de lleno con los puños invisibles de Betelgeuse, ganando además tiempo para acercarse y atacarle sin darle espacio para responder. Ni un solo segundo de respiro

Torció el gesto. Ninguno de los ataques podía ser decisivo ahora que su oponente vistiera el manto de Cáncer, salvo la Espada de Orión. Poca importancia tenía que lo respaldara una gran fuerza ahora que había apartado las dudas de servirse del Aqueronte, porque el viejo cargaba a sus espaldas con el poder de las almas que había recolectado en el campo de batalla. No era distinto de las armas benditas que cargaban los guardias del Santuario más abajo, más bien, era la evolución natural de tal equipo.

«Un arma puede romperse —decidió Jäger.»

Invocó nuevos brazos, decenas, cientos. Por cada estrella de su constelación guardiana, había una larga extremidad terminando en un puño lleno de fuerza, la mitad de ellos cubierto de un aura mortífera. También apuntó con sus propias manos el suelo tachonado de cadáveres; lanzas y espadas emergieron del cuerpo de Aqueronte, obedeciendo su voluntad y proyectándose sin descanso contra Nimrod de Cáncer. El anciano guerrero se puso a la defensiva, pero no era suficiente, no mientras pudiera sonreír, de modo que ejecutó cien veces la Espada de Orión al mismo tiempo, cortándole hasta la última salida posible, todo mientras acometía contra él y descargaba puñetazos desde todas las direcciones. Miles de veces debió poder conectarle algún golpe, pero de alguna forma, Nimrod de Cáncer lograba mitigar la fuerza de estos, partiendo las proyecciones de Betelgeuse, deshaciéndose de los agarres y hasta contraatacando a los más directos intentos de Jäger con una potente patada.

Los segundos, aunque estirados al máximo por el poder que ambos poseían, no eran eternos. El tiempo pasaba y Jäger debía ser cada vez más creativo para mantener distancia entre ambos: él tenía ventaja siempre y cuando no hubiera contacto, porque toda una vida como guerrero no bastaba al parecer para contrarrestar la experiencia combativa que atesoraba su oponente. Apretó la mandíbula al verlo destrozar una de las manos de Betelgeuse con el movimiento del cuello, a la vez que se agachaba y dejaba pasar siete hojas de energía amarillenta por sobre su columna. En esa ocasión estuvo más cerca que nunca, el manto de Cáncer sintió el roce del ataque y su vida se extinguió como si tan solo fuera la frágil llama de una vela, pero no le importaba la sagrada vestidura, sino el monstruo que la ensuciaba con el solo acto de portarla.

Cuando parecía que el tiempo de silencio estaba a punto de expirar, Jäger decidió correr los mayores riesgos. Se lanzó contra Nimrod de Cáncer y lo golpeó con toda la furia que tenía, él y todos los brazos que surgían de su espalda. El viejo guerrero respondía a todos los golpes con otros menos violentos, más calculados. Jäger maldijo sin que nadie pudiera escuchar sus palabras, ¡aun sin el manto de oro, su rival era en verdad increíble! Desearía poder admirarlo, como a los compañeros del pasado, pero estos eran hombres, nacieron del vientre de una mujer y terminaron siendo polvo en el cementerio del Santuario. Nimrod de Cáncer era otra cosa. Un monstruo, un demonio.

En un movimiento desesperado, replegó Betelgeuse. Solo las armas del Aqueronte seguían surgiendo de la inmensa mano del dios para llover sobre Nimrod de Cáncer, manteniéndolo ocupado. Jäger, seguro de que tal situación no duraría mucho, sacrificó los brazos invisibles, el fuego de la muerte y todo el poder que le quedaba en una última carta. Su cosmos ardió como nunca, formándose tres estrellas a su espalda.

«Mintaka. Alnilam. Alnitak —recitó en su mente conforme las estrellas lo iban abandonando para chocar contra el cuerpo del santo de Cáncer—. Cinturón de Orión

Por una vez, su oponente no previó su técnica ni tuvo forma de contrarrestarla. Las estrellas llegaron hasta a él a una velocidad endiablada, bebiendo del poder de quien por un nuevo instante despertó el Octavo Sentido. Ahora, su cuerpo estaba paralizado, su mente apagada y su alma sellada en el interior de una carne falta de fuerzas. El manto de Cáncer, muerto por el poder del Aqueronte, lucía como un triste sarcófago.

Las armas del Aqueronte ni siquiera impactaron a aquel hombre derrotado. Chocaron a su alrededor, sin reconocerlo como un ser viviente.

Jäger quiso sonreír, saboreando la victoria, pero entonces acabó el plazo iniciado por Nimrod. Sesenta segundos, un minuto en el que todo el dolor era ahogado en un silencio forzado, solo para regresar después de golpe.

Cayó de rodillas, aquella técnica era más efectiva en él que en nadie más, era como si el dolor al que creía haberse acostumbrado, al serle suministrado por el Aqueronte durante su encierro, no fuera más que una de las gotas de aquel río de pestilencia. Se opuso a él, de todas formas, igual que había hecho antes, buscó fuerzas en lo más profundo de su alma y abrió con determinación los ojos, solo para encontrarse con los de Nimrod de Cáncer. El viejo, aun presa del Cinturón de Orión, capaz de negar a cualquier mortal el uso de su cosmos, seguía tan lúcido como siempre.

—Trece años atrás, diez mil almas fueron redimidas por la luz de la Égida y la gracia de Atenea, entre ellas la de tu amigo Lisandro —dijo Nimrod. No movía los labios, ni se comunicaba con el cosmos, sino que parecía transformar el lamento de los cadáveres del Aqueronte en palabras—. Para corresponder a la misericordia de su diosa, estas almas decidieron renacer como una sola, una vida infame que estuviera a la altura de sus esperanzas e ilusiones. Ese soy yo, Jäger de Orión. Los que lucharon a tu lado, los que sirvieron a tus enemigos, los que apoyaron a cien generaciones después de la tuya.

—Por eso lo haces —logró decir Jäger, ya de pie—. Liberar las almas del Aqueronte. Quieres su poder, para destruir el río del dolor, para salvar a los que son como tú.

—Creías que era una parte del Aqueronte que se rebeló. Ese fue el primero de tus errores —aseveró Nimrod, moviendo desde entonces su brazo con gran esfuerzo. El Cinturón de Orión vibró hasta que las tres estrellas clavadas en el cuerpo del santo de oro se disiparon—. El segundo fue querer sellar a diez mil personas, pensando en solo una de ellas. Adiós, Jäger de Orión, vuelve al reino que te corresponde.  

Del dedo extendido de Nimrod surgió una espiral de fuegos fatuos. El Portador del Dolor apenas tuvo tiempo de parpadear antes de ser engullido por las Ondas Infernales.

 

***

 

Sin atender a lo que sus generales realizaban en las alturas, los ejércitos de los vivos y los muertos seguían chocando una y otra vez en el Bosque del Hades, demasiado separados unos de otros al ser el territorio tan extenso y oscuro.

Entre los que más se habían alejado de la única salida del valle estaban Shiva, siempre armado con dos cuchillos Hydra, y Nico de Can Menor, a la zaga de este. Eso no hacía mucha gracia al santo de bronce, como pudo notar Shiva en cada ocasión que miraba hacia atrás de reojo. En todas ellas pensó en decirle que la fuerza que ahora poseía no lo acompañaría siempre, que todo provenía de las armas benditas por Nimrod de Cáncer y las almas que estas iban liberando a lo largo del conflicto, pero nunca hallaba el momento. El muchacho, además, no transmitía su malestar con palabras; hablaba solo para insistir en que su hermana tenía razón: debían evitar la aparición de más monstruos. Mientras no cortaran la fuente de la legión de Flegetonte en el bosque, nunca tendrían una victoria completa sobre las hordas del Hades.

El par corrió más deprisa cuando un aullido resonó muy cerca, erizando los pelos de Shiva y a buen seguro también los de Nico, incluso si estaban oyendo a su hermana con la forma de un verdadero can del infierno. Shiva había estado en el momento en que Bianca de Can Mayor se transformó en esa criatura, presa de una inexplicable sed de sangre. Ocurrió poco después de que los tres acordaran buscar la zona golpeada por las llamas del Flegetonte, cuando todo lo logrado se vino abajo. ¡Fue tan repentino! Era tan aterrador el sonido que aquella bestia podía hacer salir de sus fauces, que tanto él como Nico salieron corriendo, asegurando este último que era lo bastante bueno en el rastreo como para hallar el camino. En medio de su trote toparon con una manada de leones enormes y pudieron ver que Bianca los había estado siguiendo, pues en el momento en que se creyeron muertos, la santa de plata saltó sobre los monstruos y clavó sobre su dura piel unos colmillos capaces de atravesarlo todo, al parecer.

Desde entonces, corrían con más ímpetu, siendo las indicaciones de Nico fundamentales para no perderse en aquel lóbrego bosque lleno de maldad. Shiva tenía mucho que agradecer a aquel muchacho, una vez llegara el momento.

Tomaron un respiro cuando una luz quedó a la vista tras los árboles. Una terrible decisión, porque entonces los arbustos en derredor empezaron a transformarse en las ninfas homicidas del Aqueronte. Nico soltó un grito ahogado, tratando de avisar a su compañero, pero muy tarde habría sido para levantar defensas si en ese punto una onda de energía no hubiese barrido por completo la zona, cortando a todas y a cada una de las criaturas a la vez. Algunas aún tenían ramas en vez de brazos y raíces unidas al suelo en lugar de piernas, de tan veloz y oportuna que fue la intervención.

—¡Hey! —saludó Nadia, armada con Cortaúñas y respaldada por un can de sombras grande como un rinoceronte. Bianca.

—¿Tú no estabas resguardando el otro extremo? —se quejó Nico.

—Ahora lo cuidan doce cíclopes, cincuenta sirenas y otros cien guerreros entre siberianos, tritones y marinos con red y tridente. Está controlado —aseguró Nadia.

Nico no quedó conforme con esa explicación, pero no había tiempo para nada más. Los restos de las ninfas se convirtieron en charcos de agua pestilente y de esta surgieron soldados de gran poder, fruto de toda la desesperación acumulada.

Ese fue el momento de Shiva. Haciendo honor a su apodo, acometió contra los soldados del Aqueronte como si tuviera mil manos en vez de dos, yendo siempre a la yugular para no perder tiempo en batallas de desgaste, tan inútiles con aquellas criaturas.

—Sigue, muchacho, yo los entretendré.

—G-Gracias —dijo Nico, obedeciéndole sin rechistar.

Nadia, Bianca y otros guerreros que los acompañaban, marinos sobre todo, siguieron el paso seguro del santo de Can Menor. La legión del Aqueronte era asunto de la Guardia de Acero, todos habían aprendido eso en la batalla.

 

—Lo sabía. ¡Sabía que mi hermana tenía razón! —exclamó Nico en cuanto llegaron a su destino: la pared del valle estaba bañada en una extraña mezcla entre magma y las aguas del Aqueronte, siendo imposible a estas últimas llegar a la superficie por el calor al que estaban sometidas. Un calor procedente del Hades mismo. En el centro de tal contacto, una Abominación mitad humana, mitad serpiente, creaba monstruos en su vientre sin descanso alguno. Ella era la responsable de que siguiera habiendo una hidra campando por el valle por muchas que hubiesen caído, de ella provenían todos los monstruos—. Si la matamos…. ¡Hermana, no!

Pero Bianca cargó hacia la Abominación y clavó sus fauces en su cuello, importándole poco el aliento venenoso que la entidad dejó escapar al punto.

—Déjala, ha venido a patear traseros, como yo —dijo Nadia. El aliento de la Abominación, nube de un verdor maléfico, estuvo a punto de alcanzarla a ella y el santo de bronce, pero la siberiana correspondió el ataque con su propio soplo, contrarrestando tal mal con el gélido aire de Siberia. Nada dañino quedó del choque, solo un polvo diamantino—. Lo nuestro no es esperar, ni defender. Sino atacar.

Asió el hacha hacia el cielo y varios guerreros azules la vitorearon. También lo hicieron los marinos que la acompañaban, quienes habían caminado hasta esa parte del valle viendo los restos que quedaban de sus compañeros: armaduras de coral, escamas sencillas y corazas de hielo sobre el polvo que alguna vez fueron sirenas, marinos y tritones. Demasiada muerte había ocurrido en ese lugar como para que la armada dudase un solo segundo en querer cobrar venganza contra el Hades.

Con un solo vistazo a esos valientes, Nico recobró fuerzas y abandonó su forma de muchacho, uniéndose después a su hermana como can de sombras.


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#271 Rexomega

Rexomega

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Publicado 23 agosto 2021 - 07:18

Saludos

 

Capítulo 91. La legión de Leteo

 

La exploración del continente Mu fue un desastre desde el comienzo.

Eren de Orión Negro, como capitán designado por Munin, llevó a los sabuesos a través de la niebla omnipresente hasta la montaña más cercana. La idea era usarla como primera base en territorio hostil, siendo tanto un punto de referencia para la Alianza del Pacífico cuanto un puesto de observación. Si podían llegar hasta allí, la guerra en el frente oriental empezaría con ventaja para el bando de los vivos.

Lograron hacerlo, pero la miel de tan pequeña victoria no pudo ser saboreada por los caballeros negros. En cambio, muchos de ellos, sombras de Lobo, Zorro y León Menor, vieron sus gargantas presas de una sequedad antinatural, que tenía su origen en uno de los fantasmas de la legión de Leteo. Apareció de improviso, como un fantasma en el sentido más clásico de la palabra. Una holgada túnica cubría un cuerpo hecho de aire, orbes amarillos flotaban entre la capucha y una máscara para proteger la boca que un día debió tener aquel ente; se movía con soberbia lentitud entre los vivos a los que había sometido, tal vez disfrutando el modo en que estos se acariciaban el cuello, desesperados. Eren de Orión Negro, furioso, descargó una lluvia de rayos púrpuras sobre el enemigo, arrasando con la túnica y, al parecer, destruyendo el espíritu.

Nada más lejos de la realidad. Mientras Eren ordenaba a todos cuidar de los heridos, Sham de Flecha Negra, líder de los guardaespaldas del grupo, enloqueció. En cuestión de segundos disparó flechas envenenadas contra las gargantas abrasadas de todas las víctimas del fantasma. Eren miró aquello horrorizado: ¿debía matar a uno de los suyos? ¿Por qué el santo de Aries no había avisado de esa cualidad en la legión de Leteo? No fue hasta que Sham le apuntó a él que entendió la razón: no existía forma de que un santo de oro fuera poseído por un fantasma. Maldiciendo su suerte, el caballero negro de Orión desplegó su cosmos relampagueante al mismo tiempo que la sombra de Flecha disparaba sobre él un centenar de aquellas saetas de muerte.

—¡Recordad! —gritó Munin de Cuervo Negro, a tan viva voz que se sobrepuso al estruendo del choque de técnicas. En ese mismo instante, cuando los rayos incineraban las flechas y estaban por alcanzar a Sham, un ave blanca como la nieve apareció de la nada y posó sus patas sobre la cabeza de este último, haciéndolo caer de bruces al suelo—. ¿Qué demonios estáis haciendo, idiotas?

—El fantasma lo había poseído —explicó Eren, avergonzado no obstante de su acción. Ni siquiera se había planteado que hubiera una solución para su compañero.

—Le estaba controlando la mente —corrigió Munin—. Yo puedo ocuparme de esto, dejad que mis Hijos de Mnemosine… ¡Diablos! ¡Qué mal huele aquí!

A un mismo tiempo, Eren y Munin intercambiaron una mirada de horror, pero fue un caballero negro de Can Mayor quien dio la alarma: ¡el suelo se había impregnado del amarillento Aqueronte mientras Eren y Sham luchaban! Todos los caídos por el ataque del fantasma estaban pegados a tal maldad sin que la fuerza de todos los caballeros presentes pudiera hacer nada por cambiarlo. Munin se alistó para hacer lo más misericordioso, siendo censurado por el capitán de la expedición.

—Señor, son mis hombres —dijo Eren.

—Incinéralos tú entonces —ordenó Munin—. ¡Antes de que el Aqueronte los devore!

Pero entonces empezaron a surgir soldados desde la leve capa de agua amarillenta. No eran los mismos que lucharon en las primeras batallas de los otros frentes, sino que eran todos aspirantes fracasados de otras épocas, más fuertes que el común de los mortales, aun si no habían cultivado un cosmos ni portaban un manto sagrado. En grupo, cayeron sobre la sombra que dio la alarma y lo presionaron contra el suelo. Ramsay de Can Mayor Negro forcejeaba, desesperado mientras el agua del Aqueronte subía por su piel y devoraba ansiosa el cosmos. Quienes quisieron socorrerle a él y al resto de heridos corrieron la misma suerte. Eran demasiados, al parecer, los hombres que intentaron convertirse en santos de Atenea y solo conocieron la muerte.

—Escuadrón de arqueros —gritó Eren—. ¡Atacad!

Todos los subordinados de Sham obedecieron enseguida. Trescientas flechas llovieron sobre los soldados del Aqueronte, infringiéndoles un dolor terrible y dando un respiro a todos los caballeros negros que aun tenían una oportunidad.

Eren esperó hasta que solo quedaran las sombras de sombra, todos al borde de la muerte, presos de la devastadora cooperación entre Leteo y Aqueronte. Sabía que tenía que destruirlos, pero el haber estado a punto de hacer lo mismo con Sham lo hacía dudar. Dio un paso al frente movido por la responsabilidad que tenía para con ellos, y avanzó el resto de la distancia para no delegarla en Cuervo Negro, su comandante. Así llegó hasta los jóvenes, lleno de una energía que no reconocía como suya. Uno tras otro, arrancó a las sombras del horrendo abrazo del Aqueronte y los fue lanzando hacia donde sabía otros compañeros  se harían cargo de ellos. Puso en tal acción todo su ser, y aun así, tres eran ya cuerpos exánimes cuando tocó sus frías manos, entre ellos Ramsay de Can Mayor Negro, llamado de forma despectiva el Carnicero entre los oficiales de Hybris por la fama que tenía de torturar a los criminales hasta el momento de la ejecución. De la fiereza de antaño no quedó nada: solo un rostro pálido y sin alma.

Si pudieron retirarse sin más bajas fue gracias al buen trabajo en equipo de las sombras de Flecha, de forma temporal bajo el mando de Archon de Flecha Negra. El resto de miembros de la expedición hubo de centrarse en cargar con los compañeros inconscientes, incluido Sham. Eren les echó un mano, por supuesto, uniendo sus rayos a la constante lluvia de saetas con las que impedían a la horda de Aqueronte alcanzarles. Los soldados dejaron de perseguirles en cuanto se alejaron lo suficiente de la montaña, generando en Munin una sospecha que necesitaba ser corroborada. Ello, empero, requería una libertad de movimiento que el estado en que se hallaba el grupo no permitía. No pudo condenar lo que la compasión de Eren había hecho, dejándolos en medio de territorio enemigo con tantos pesos muertos, no después de que Sham despertara y diera las gracias de rodillas al atribulado caballero negro de Orión. Por él, su debilidad al dejarse controlar por el fantasma no había causado un daño mayor. Con todo, tener un corazón no impedía a Munin ser práctico, por algo el Viejo le había dejado el mando en el frente donde Hybris era el protagonista.

—Regresarás al campamento con Dorer —ordenó Cuervo Negro—. Informa de que la legión de Aqueronte tiene presencia en el continente Mu, con toda probabilidad en las montañas, lo que me lleva a pensar que es ahí donde los fantasmas residen.

—¿Insinúa que lo que vimos fue una proyección? —dijo Eren.

—Eres un chico listo. Sí. Pienso que podría ser parecido a lo que ocurre con los telquines, que los fantasmas necesitan algo para mantener sus espíritus en la Tierra.

—Si es así, deberíamos…

Munin atajó las palabras de Eren con una dura mirada.

—Ocuparnos de los heridos. Preparar una estrategia para lidiar con la legión de Aqueronte y la de Leteo a un tiempo. Por lo pronto, da órdenes para que todos los caballeros negros con habilidades mentales se reúnan en el campamento, también los soldados de la Guardia de Acero y, si te es posible, marinos de la armada que puedan inmovilizar al enemigo sin gastos excesivos de cosmos. No tardaré mucho.

—¿¡Piensa ir solo!?

—Yo iba a matar a esos chicos, tú los salvaste. A mí me toca acabar la exploración y a ti responsabilizarte por lo que has hecho.

—No me arrepiento, señor.

—Por eso sé que harás un estupendo trabajo cuidándolos. Ahora, vete, pero primero…

El cosmos de Munin se encendió de pronto, cegando a todos sus hombres salvo el propio Eren. En ese momento de distracción, el comandante de Hybris hizo aparecer tantos cuervos blancos como caballeros negros había, estuvieran conscientes o no, ordenando después a tales criaturas que se introdujeran en las mentes de estos. Mediante esa técnica, Hijos de Mnemosine, una parte de la mente de Munin estaría con aquellos sabuesos de gran fuerza y débil pensamiento, cuidando sus recuerdos frente a cualquier asalto psíquico de un fantasma, siempre que fuera uno solo. 

No, no podía condenar la decisión de Eren cuando él pudo haber evitado ese problema. Hijos de Mnemosine existía para manipular las memorias de criminales ricachones y engrosar las arcas de Hybris, por el bien del mundo, pero debió habérsele ocurrido que al asaltar el continente donde los Mu vivieron una técnica así sería lo mínimo para protegerse. Tuvo un error de juicio del que ni siquiera Eren parecía culparle, aun mientras veía cómo el último eidolon se introducía en su frente para asentarse en algún rincón de sus pensamientos como un espíritu guardián. Sin embargo, el oficial era inteligente y enseguida hizo la pregunta más importante:

—Señor, ¿puede hacer esto con todos los caballeros negros?

—Ojalá. Por suerte, no todo el poder militar de Hybris son unos brutos descerebrados.

Lo despidió con un gesto y se marchó sin mirar atrás.

 

***

 

Tiempo después, había investigado ya la base de tres montañas desde lejos, notando en todas ellas charcos de tono amarillo y la pestilencia de siempre, con hordas de soldados de pálida piel y armas de muerte dirigidos siempre por un fantasma que invitaba al caballero de Cuervo Negro a intentarlo. La situación siempre terminaba en él enseñándoles el dedo medio y siguiendo su camino. Bastante agotador le era el manipular gente en su trabajo habitual como para intentar ser creativo con esos enemigos mudos a los que ya había aprendido a despreciar.

Los fantasmas de Leteo tampoco debían apreciarle mucho, porque en su camino a la cuarta montaña, en un punto lo suficiente cercano a esta como para que la bruma fuera menos densa de lo normal, seis de aquellos seres se le aparecieron, rodeándolo de improviso. Juntos, asaltaron su mente con la misma virulencia de la que Sham fue objeto, pero él no era el caballero de Flecha Negra, era Munin, discípulo de Kiki cuando este todavía era candidato a un manto zodiacal. Cuando regresó a los fantasmas su ataque multiplicado por diez, volvió a sentir orgullo de tal herencia, en lugar de recordar que era uno entre los muchos pupilos del maestro herrero de Jamir. Los fantasmas desaparecieron; el contraataque psíquico debía haber acertado en los originales.

Pero aparecieron más, muchos más. Extendían brazos a medias visibles como corrientes de aire y la tierra temblaba y se abría a merced de sus pensamientos. De esas grietas, decenas de seres amorfos aparecieron. Masas de tierra, roca y hasta piedras preciosas, de entre uno y tres metros de altura. Munin proyectó sobre ellos una ola de telequinesis, partiéndolos en mil pedazos que empero volvían a juntarse de forma errática. Los que eran cinco pasaban a ser un solo gigante, el que era dos metros de resistente piedra pasó a estar en las cabezas de siete enanos, todo sin que dejaran de avanzar.

—Polvo sois y en polvo os convertiré —anunció Munin, desafiante. Tras un innecesario chasquido, terminó el trabajo de los fantasmas: abrió la tierra, toda ella, donde era visible y donde la bruma imposibilitaba siquiera ver el suelo. El ejército gólem de los fantasmas cayó a las oscuras profundidades en un abrir y cerrar de ojos.

Chasqueó los dedos una vez más y la tierra se cerró. Luego dirigió una mirada furibunda a los fantasmas, en el par de segundos que el suelo tardó en volver a temblar.

Esta vez, no era el poder psíquico de los antiguos habitantes de Mu el responsable, sino un gigante, o más bien, un coloso de metal. Para asombro de Munin, veinte metros de puro bronce venían hacia él, asiendo con la mano más ruidosa del mundo un espadón por lo menos la mitad de grande. Sonrió, creyendo que un armatoste tan grande no podría ser un problema, pero la sorpresa no tardó en llegar por partida doble: el coloso —ingenio mecánico, habían dicho en la reunión— movió la espada a la velocidad del rayo, a la vez que los fantasmas unían sus fuerzas para mantenerlo paralizado una determinante fracción de segundo. Sin tiempo suficiente como para resistirse al asalto psíquico, Munin maldijo a los dioses de todas las formas posibles, en su mente. ¡Ni siquiera podía insultar como era debido a aquel robot endemoniado!

—Oh, en la mitología solo hablaban de un Talos —afirmó una voz conocida.

Munin enmudeció. Para él, había sido solo un parpadeo, incluso si no había podido parpadear, pero a Katyusha, la guerrera azul con armadura de sirena, le había bastado ese tiempo para venir hasta donde estaba y parar con su uña el espadón del coloso.

—¿Talos? —preguntó el caballero negro, ya libre del dominio de los fantasmas—. ¿El robot tiene un nombre? ¡Genial, porque tengo que…!

—Les dicen ingenios mecánicos —corrigió Katyusha antes de iniciar su contraataque.

Si el coloso podía atacar con la celeridad de los rayos que caen del cielo, la siberiana era como los relámpagos, desmembrando al ingenio mecánico en un instante demasiado pequeño como para que Munin pudiera verlo. El tronco, las extremidades y la cabeza del broncíneo gigante cayeron al suelo presas de una repentina congelación, estallando por ello en mil pedazos durante el impacto. Con un vago gesto, Katyusha manipuló todos los fragmentos resultantes para atravesar a endiablada velocidad las túnicas de todos los fantasmas presentes hasta no dejar ni el más mínimo rastro físico de ellos.

—Bueno, ¿nos vamos? —dijo Katyusha, sonriente.

—Primero, necesito protegerte de… —Munin calló a media frase, aterrado. La sonrisa de la siberiana, primero amistosa, ahora se había vuelto cruel.

En lugar de empezar una inútil retirada, Munin invocó a un cuervo blanco.

—Es por su bien, señora.

—Salgan de mi cabeza.

—¿Señorita? No sé si es casada.

—Ahora mismo.

—Por rango, bueno, usted es capitana de los guerreros azules y yo comandante de los caballeros negros en el Pacífico, podríamos tutearnos.

—Salgan o los mataré a todos.

—Oiga, son fantasmas. Ya están muertos.

—¡Al que no se vaya ahora mismo pienso arrancarle las pelotas!

Tras tal amenaza, Katyusha empezó a golpearse la cabeza con tal violencia que Munin no se atrevió a enviar al eidolon. Se quedó mirando, con los ojos muy abiertos, cómo de la siberiana parecían estar saliendo espíritus asustados. Era una visión absurda, sin duda fruto de la conmoción; él sabía que no lidiaban con fantasmas capaces de poseer cuerpos, sino mentalistas con el poder de controlar la mente humana, sin embargo, esa era la forma en la que interpretaba aquel disparatado auto-exorcismo.

 

—Dioses, había mil voces en mi cabeza —murmuró Katyusha cuando todo terminó. Tenía la mejilla hinchada y un feo corte en la ceja izquierda del que no paraba de salir sangre, sangre que bebía sin pretenderlo, porque todavía estaba sonriendo—. ¡Y sin beber ni una gota de alcohol! Todavía escucho una, de hecho.

—Imaginaciones suyas —dijo Munin, confiando en poder enmascarar que en el último momento había dado uso a su eidolon. No iban a ganar esa guerra si aquella capaz mujer se daba una paliza a sí misma cada vez que trataban de controlarla.

Por un momento creyó que lo había descubierto. Durante un par de segundos, la siberiana lo miró con fijeza, tal vez lista para arrancarle una parte de su cuerpo en la que prefería no pensar, pero en lugar de eso, lo agarró por el hombro y rio.

—Buen trabajo, señor comandante.

—Si yo no he hecho nada, señora capitana.

—Si estás vivo al final de una misión, es que lo hiciste bien.

—Así piensan los mercenarios.

—Ah, cómo me gustaría tener ese poder para destruir almas. Lo haría todo más fácil.

—¿Me está escuchando?

—Tus muchachos están bien, Baldr fue a por ellos y ese hombre es bastante fuerte. ¡Mucho más que yo! ¡Rayos! Me hace sentir tan debilucha como cuando era una niña.

—Si usted es una debilucha, no sé lo que queda para mí.

—Me llevaría mejor con Folkell, creo, podríamos hacernos más fuertes juntos. Tengo que mejorar mucho, muchísimo, por mi tío y mi tío abuelo. ¿Soy su orgullo, sabes?

En lugar de mantener la conversación, Munin dio un suspiro. Tal vez se había dado un golpe demasiado duro en la cabeza, quizás solo estaba más cansada de lo que quería aparentar por el asalto de los fantasmas. Si era así, no le importaba servir de bastón un rato. Si no, bueno, podría contar a los demás en Hybris cómo los rusos comparaban ser controlados por un millar de mentalistas con una borrachera.

Además, había un par de buenas noticias. Que Baldr pudiera destruir almas protegidas por Leteo le resultaría difícil de creer si no supiera que el Santuario poseía medios para neutralizar a los soldados del Aqueronte. En las circunstancias en las que estaban, podía permitirse tener fe y creer que si alguien así cuidaba de Eren y los demás, todos ellos llegarían al campamento sanos y salvos. Se alegraba por el muchacho, y lo que era más sorprendente, se alegraba por sí mismo. Aquellos caballeros negros eran sus hombres, todos los que lucharían en ese frente estaban a su cargo. De repente fue más consciente que nunca de lo dolorosa que le sería cada pérdida, cobrando por ello valor cada vida salvada. Miró a la siberiana, preparando palabras de gratitud hacia ella y su compañero.

—¿Tan mal estoy? —dijo Katyusha.

—Oh, no —repuso Munin, apartando pronto la mirada—. Es solo que… ¿La batalla apenas empieza, no? Es pronto para celebrar.

La siberiana, desde luego, tenía cara de querer montar una fiesta.

—Nunca es pronto para tomar un barril.

—En Hybris tomamos refresco. Somos gente pobre.

De tan absurda que era aquel comentario, Munin rio. Estuvo riendo durante buena parte del viaje de regreso, rememorando una reunión igual de absurda.

 

***

 

Tal viaje fue de lo más tranquilo, por eso empezaron a desconfiar. E hicieron bien.

Munin y Katyusha regresaron a un campamento en pie de guerra. Dorer de Cerbero Negro, junto a Oribarkon, un cíclope ciego y un guerrero del mar armado con red y tridente estaban al mando de las fuerzas en tierra, resistiendo a las fuerzas combinadas de dos ríos infernales. La legión de Aqueronte hacía de vanguardia, pero en cuanto los pocos miembros de la Guardia de Acero que había se preparaban para liberar algunas de aquellas almas, intervenía la legión de Leteo: los fantasmas de los Mu, capaces por igual de enviar hordas de soldados de roca y colosos de bronce como de embrujar las mentes de los aliados conocedores del cosmos que podían ayudarlos.

No era mucho el poder que cada emisario de Leteo podía ofrecer, más bien, el río del olvido se conformaba con abrumar al bando de los vivos con números. Y si algo debía sobrarle era cantidad de soldados, pues la entera raza de los Mu había sido olvidada por la historia. A pesar de ello, no parecía necesario traer refuerzos, en opinión de Katyusha. Munin, no tan convencido de ello, corrió entre las hordas de Leteo y envió una docena de cuervos blancos sobre los fantasmas que los lideraran. Las aves picoteaban al enemigo entre los ojos, produciendo extraños gritos y su inmediata desaparición. Tan concentrado estaba el caballero de Cuervo Negro en esa tarea que un coloso estuvo a punto de ensartar su espadón sobre su cráneo, pero Katyusha actuó a tiempo, despedazándolo con una facilidad que era hasta molesta de ver.

—Gracias —dijo Munin, en nombre suyo y de todo el bando de los vivos en ese frente. La siberiana había destrozado a cinco colosos y un sinnúmero de soldados rocosos mientras lo acompañaba—. ¿No estabas cansada?

—Con resaca, podría decirse —contestó Katyusha, señalando al guerrero del mar que se les acercaba, un marino de fina barba y grasos cabellos negros.

De aquel hombre recibió la misma instrucción que los otros como él —el grupo de Eren, dedujo—: unirse a la flota aliada en el océano, donde abundaban los monstruos de tiempos antiguos. Si bien Munin no podía permitirse ir al mar y desatender a las tropas de tierra, escuchó con atención lo que el marino tenía que decir. La presencia de Flegetonte en la Tierra había avivado el lado más oscuro de los mares, despertando a monstruos de tiempos pretéritos, siendo esa la razón por la que el Gran General Sorrento y la dama Dione no estaban allí, sino sus hombres de confianza.

Con lo que Munin estaba viendo, podía decir que se merecían esa confianza. Los soldados rasos del mar gozaban de gran fuerza y armas durísimas; gólem que tenían enfrente, gólem que machacaban hasta reducirlo a la quinta parte de sus cinco metros promedio de altura. Entonces los arrojaban al agua, dejándolos a merced de las ninfas del mar y sus invulnerables cuerpos líquidos. De ese modo, la horda rocosa era arrastrada hasta las profundidades del océano mientras el canto de las sirenas contenía el grueso de la legión de Aqueronte. Algunos escapaban, pero era a propósito, para que siendo unos pocos pudieran ser derribados por la Guardia de Acero.

Adelantándose a aquellos combates, corazón de la batalla, iban los gigantes de un solo ojo, desatando relámpagos contra colosos de igual tamaño, inutilizando las espadas que portaban y debilitando sus cuerpos para que los caballeros negros cargaran contra ellos con tremenda ferocidad. Aquellos jóvenes que se unieron a Hybris con la vergüenza de no haber podido convertirse en santos de Atenea, tenían empero una misión por la que luchar. Por el mundo con el que soñaban, desplegaron sobre el enemigo una fuerza que debía destellar a través de los mares, como un signo de esperanza para la flota aliada.  

Miles de saetas llovían de forma constante junto a llamaradas verdes, discos de metal cortante y soplos de aire oscuro. Altos guerreros vistiendo los mantos negros de Hércules, Perseo, Orión, Dragón y Osa Mayor aplastaban con una fuerza más allá de sus propias expectativas a todo gólem que se les pusiera enfrente, cuando no mandaban a la inconsciencia a los poseídos. Cadenas de ébano atrapaban las extremidades de los colosos mientras los más ágiles entre los caballeros negros, sombras de Can Mayor y Lebreles, rasgaban el descubierto punto débil en el tobillo sin una pizca de temor. Así, tras duros minutos de batalla cayeron tres colosos frente al asombrado Munin.

—Quizá no es tan fuerte como imaginaba, señora… ¿Eh? ¿Dónde está?

Katyusha no estaba a su lado. Miró hacia el cielo, creyendo que se había ido volando, y no pudo evitar dar varios pasos hacia atrás. Allí se hallaba el resto de los Mu, sin tiempo para reorientar la batalla tomando el control de los que más problemas causaban, porque Baldr estaba luchando contra todos ellos. Un solo hombre hacía frente a miles de fantasmas sobre un suelo de apariencia cristalina. Munin tuvo oportunidad de ver la famosa técnica del Lord capaz de destruir incluso las almas protegidas por un río infernal, a medias. No las destruía, sino que un portal se abría en su mano extendida hacia el enemigo que tuviera enfrente y este era aspirado de la misma forma que si estuviera frente a un agujero negro. Pero ni una habilidad tan prodigiosa le ponía las cosas fáciles, no cuando todos los fantasmas eran poseedores de un mínimo de poder mental: teletransportanción, telequinesis, asaltos psíquicos a través de telepatía, muros reflectantes de cosmos surgiendo del suelo cristalino, portales que se abrían para hacer aparecer partes de la legión de Leteo y el Aqueronte donde más problemas podían causar… ¡Hasta había monstruos hechos de pura energía! Un eidolon con forma de grifo estaba por golpear la espalda de Baldr, cuando apartó la vista.

Katyusha estaba muy cerca de la costa creada por Miguel, combatiendo a un soldado de la legión de Leteo que nada tenía que ver con el resto. Para empezar, tenía una apariencia humana, aunque de género no definido. Un uniforme plateado ceñía su cuerpo, a juego con el cabello trenzado. Su rostro andrógino no sufría la menor turbación mientras intercambiaba puñetazos contra la siberiana y evitaba los bastonazos que Oribarkon lograba atinarle de vez en cuando.

—Solo necesito darle una vez —aseguraba el telquín, agotado.

—¿Qué pasa, muñeco? ¿Te dan miedo los pitufos? —preguntó Katyusha a la vez que rodeaba a su oponente en una esfera de agua.

Él se cubrió de una energía calorífica, vaporizando la Prisión Marina, y contestó:

—Sus habilidades no tienen sentido.

—¡Soy un mago! ¡Lo que hago no tiene por qué tener sentido! —aseguró Oribarkon.

—Ya sé lo que eres, lo que me gustaría saber es qué es ella —objetó Katyusha.

—Un autómata —repuso Oribarkon.

Gólem de plata Beta. Acompañante del señor Mateus de Piscis —explicó con sequedad el enemigo—. Este continente pertenece a los dioses del Zodiaco, pagaréis cara vuestra invasión —aseguró antes de lanzarse al ataque.

Una vez más, Katyusha creó alrededor de Beta la Prisión Marina, solo que en esta ocasión la congeló antes de que pudiera subir la temperatura. Después, previendo lo que ocurría, elevó la esfera de hielo contra la Fortaleza de Cristal que los fantasmas habían creado para luchar contra Baldr. El impacto fue atronador, pero de los restos caía Beta sin sufrir ningún daño y listo para golpear a Katyusha. La siberiana, sonriendo, preparó también un golpe, ahora ardiente. El choque arrasó esa parte de la costa e hizo volar a Oribarkon hasta donde se hallaba Munin de Cuervo Negro, en parte espectador, en parte preparándose para ayudar a los suyos de la mejor forma que sabía.

—Cuervos blancos, me he vuelto loco —se quejó Oribarkon.

—Oye, ¿ya te has olvidado de mí? —dijo Munin—. Bueno, no importa.

Aun si tras el humo de la explosión todavía podía verse a Beta encajando los poderosos golpes congelantes de Katyusha, la batalla se estaba decantando a favor del bando de los vivos. Ya no quedaba un solo gólem en los alrededores, de modo que todo el poderío de los caballeros negros y marinos quedaba para los colosos, vulnerables a ataques combinados. En cuanto a la legión de Aqueronte, Munin no podía explicar lo que ocurría, solo decir que era bueno para ellos: las ninfas salieron del mar acompañadas de los que debían ser sus padres, hombres altos, fornidos y de cabellos y barbas blancos como la espuma del mar. Se hacían llamar los Oceánidas y con su voz atronadora desafiaban a Aqueronte en persona antes de tornarse en una capa de a agua clara y pura que enfrentaba el líquido infernal en un duelo de lo más extraño. Sobre tal enfrentamiento, remolinos de agua sobre el suelo, marchó la Guardia de Acero e hizo una auténtica masacre con los ahora lentos y desconcertados soldados del infierno.

Munin miró arriba, temiendo que los fantasmas cambiaran las tornas de la batalla. La mayoría seguía luchando contra Baldr, sin importar las aplastantes derrotas que sufrían contra sus portales devoradores de espíritus y terrible cosmos, muy capaz de dispersar la energía de un eidolon de un solo tiro. Sin embargo, los finos sentidos del caballero negro le permitieron detectar a algunos muy alejados de la batalla con el Lord del Reino. En general, eran iguales a los demás salvo por un detalle: una máscara de metal que le recordaba a las portadas por las mujeres al servicio de Atenea. ¿Era ese el medio por el que se mantenían en el mundo de los vivos, al igual que el núcleo del espíritu de un gigante y el bastón de un telquín? La respuesta, si la había, se la llevaron al desaparecer de improviso, a buen seguro decidiendo que la batalla estaba perdida.

 

***

 

—Eres un robot.

Gólem de plata Beta. Al servicio de…

—¡Cállate, robot!

—Orden de retirada recibida.

—¡A dónde vas, no hemos terminado!

—Volveremos.

Katyusha y Beta cerraron los enfrentamientos con esa discusión, pero Munin apenas prestó atención al asunto. Ni siquiera se molestó en intentar impedir a la siberiana el perseguir al robot, estaba más interesado en prepararse para el siguiente ataque. En cuanto a eso, primero pasó revista a todos los supervivientes y felicitó a Dorer por su buen hacer como defensor del campamento. Con él compartió sus preocupaciones sobre Eren y los demás y las dudas sobre el sentido de esa batalla. Al parecer, todo inició con la aparición de algunos rostros ancianos en el cielo hablando a las mentes de quienes habían atracado en el continente. Todos oyeron lo mismo: el Pueblo de Mu los consideraba invasores, y según decían los viejos, se iban a defender.

—Bueno, a los caballeros negros se nos da bien hacer de malos —dijo Munin, encogiéndose de hombros—. Me preocupa más eso de los dioses del Zodiaco.

—Dijo Mateus de Piscis —dijo Dorer—. ¿No será un santo de oro?

—Una mujer guarda el templo de Piscis en esta época. A menos que el río del olvido esté resucitando santos de oro dudo que veamos a ese Mateus.

—Ojalá sea así, comandante.

Con todo, no estaba de más prepararse para lo peor. Munin pidió a los líderes marinos, realizar una reunión estratégica lo antes posible. En lo que aquellos terminaban con sus propios asuntos, buscó a la sombra de Lebreles. Dorer había hablado muy bien de la ayuda que Miguel había prestado en el principio de la batalla, de manera que en primer lugar lo liberó de cualquier llamada de atención y le dio un nuevo encargo: si, como sospechaba, los enfrentamientos en el mar habían cesado, debía ordenar a todos los mentalistas de Hybris que se reunieran en el campamento lo antes posible.

—¿Vamos a invadir ya?

—Tiempo al tiempo. Anda, vete ya, antes de que me arrepienta.

Miguel se marchó sin decir palabra. Como la mayoría, no se imaginaba que cuando se cercioró de quienes habían sobrevivido, mandó sobre él uno de los Hijos de Mnemosine, enmascarado por una ilusión para que no se alteraran en la flota aliada. Tenía que hacer lo mismo con todo el ejército negro, aun si con cuanto había hecho hasta ahora ya se sentía a un tiempo agotado y eufórico, presente en más lados de los que le gustaría. Si quería salir cuerdo de algo así, más le valía tener la ayuda de gente capaz.

 

***

 

En la reunión estuvieron Munin y Dorer por los caballeros negros, Polifemo el ciego por los cíclopes, Egeo por las ninfas y Oceánidas, Agenor por los guerreros del mar y las sirenas y Oribarkon por sí mismo, como llegó a decir al unírseles en el último momento. La Guardia de Acero cercó el encuentro, siéndoles de suma importancia el escuchar todo lo que se acordara para la campaña en el frente del Pacífico.

Primero, Munin alabó lo que Egeo, sus amigos barbudos y bellas hijas hicieron con el Aqueronte, preguntándoles si no podían repetirlo dividiéndose en pequeños grupos y sin la ayuda de las sirenas. Aquello escandalizó al oceánida, en parte por la falta de respeto, en parte por ser el Aqueronte una sustancia inmunda de la que solo podrían despegarse tras mil años de purificación, incluso contando solo ese combate, pero el semblante del marino se fue suavizando conforme Munin iba relatando su plan a todos.

—Un cíclope se basta para aplastar a un coloso, los guerreros del mar pueden encargarse de esas cosas hechas de roca con ayuda de los caballeros negros. Si además de eso poseemos medios para neutralizar a la legión de Aqueronte, podríamos mandar sirenas para contrarrestar la habilidad de los fantasmas. Algunos en Hybris, entre ellos un servidor, poseemos un don para la telepatía que podría ayudar en eso. De hecho, tengo una técnica de lo más eficaz para lidiar con ataques psíquicos.

En esa parte de la estrategia, fue Agenor el ofendido. Era uno de los dirigentes de la batalla en el campamento, el de la red y el tridente; por lo que Munin había visto entonces, le pareció un hombre simple al que le gustaban las guerras en las que sobrevivía el bando que más gente viva conservara al final. Sin embargo, resultó ser lo bastante inteligente como para que le revolviera el estómago que un extraño se le metiera en su cabeza para protegerlo de otros. Munin no pudo hacer que cambiara de opinión, pero sí consiguió permiso para cuidar de la parte más débil del ejército.

De ahí en adelante, empezaron a trazar planes para asaltar las montañas una a una. Todos los líderes habían visto a los fantasmas con máscaras y no les resultó descabellada la idea de que rompiéndolas podrían evitar que estos regresaran del inframundo con tanta facilidad. Lo de que pudieran encontrarlos en las cimas de la montaña fue más difícil de sostener, ahí fue donde Oribarkon sirvió de ayuda, para variar, al recordar a todos que los Mu fueron siempre gente de las montañas, amigos de las alturas tan alejadas de los mares de los atlantes. Si había un sitio en el que los fantasmas se asentaban, debía ser el que fuera su hogar cuando vivían. Atacar tales lugares sería complicado, claro, primero tenían que pasar por encima del Aqueronte, siempre presente en la falda de las montañas, después ocuparse de las proyecciones de fantasmas, por no hablar de las hordas que estos podían dirigir. Sería una larga guerra.

—Ganar —fue lo único que dijo Polifemo en toda la reunión.

—Sí —afirmó Munin—. Nos costará sangre, sudor y lágrimas, pero ganaremos.

Tomadas las decisiones importantes, se fueron uniendo algunos de los soldados, de Hybris, los mares y la Guardia de Acero, con cuestionamientos que sus superiores respondieron con claridad. En ese tiempo también llegaron los caballeros negros hábiles en las artes mentales, sombras de Cincel y Escultor, Cefeo y Casiopea, entre otras.

Munin se reunió con los recién llegados en privado, empleando con toda franqueza la técnica Hijos de Mnemosine con ellos. El poder mental fue compartido, elevando las posibilidades de la victoria. La sombra de Cuervo, más relajado, empezó a preocuparse por la tardanza de Katyusha y justo en ese momento la siberiana llegó desde algún lugar lejano, más allá de las brumas. De la armadura solo le quedaba la pechera y las protecciones de las piernas, pero no parecía malherida, sobre todo tenía moratones.

—¿En tu plan de ataque has tenido en cuenta al robot?

—Si tú no puedes vencerlo, tal vez tu amigo pueda.

Baldr, al igual que Katyusha, no se unió a ellos después de la batalla, aunque tampoco fue en busca de los enemigos. En el momento en que la Fortaleza de Cristal creada por los fantasmas se hizo añicos, el Lord del Reino marchó a ayudar a la flota aliada contra los monstruos marinos. Desde entonces no lo había visto. 

—Se adapta a todo lo que le lanzo —explicaba Katyusha—. Si es frío, sube la temperatura, si es calor, la baja. Tal vez si combino ambas a suficiente velocidad, pueda… ¡Diablos, estúpida costilla!

—Creo que Oribarkon podría curarte —propuso Munin.

—Es que pega tan fuerte…

—Es el sirviente de un dios, por lo que dijo.

Lejos de restar importancia al comentario de Beta, Katyusha dirigió a Munin una mirada seria que no le gustó nada. Entonces, un de lo más inoportuno Oribarkon llegó para decirles que él no era ningún curandero y el momento para las preguntas se perdió en medio de una discusión inútil, parte de una espera demasiado larga.

Porque para continuar la campaña necesitaban hombres. Había demasiados de la Alianza del Pacífico luchando en el mar, por no hablar del escaso número de miembros de la Guardia de Acero con los que contaban en ese frente. Le suerte les sonreiría más adelante, con la llegada de los Heraclidas desde Alemania y Faetón desde Bluegrad, pero no lo sabían en ese momento y por ende cada minuto fue más amargo que el anterior. Estaban en guerra contra todo un continente, no podían permitirse solo esperar a recibir oleadas de enemigos, tenían que llegar hasta el corazón del problema.

—Eso, ¿qué es lo que buscamos con exactitud? —preguntó Katyusha, ya puesta al día.

—El lugar donde debería estar Reina Muerte —dijo Munin—, si Garland de Tauro no lo hubiese removido de la existencia. Ahí se manifestó Leteo en este mundo.

Los líderes del ejército marino se estremecieron al oír ese nombre. Munin no los culpaba. Si lo que enfrentaron era una avanzadilla de su legión, ¿qué tanto poder podía ostentar el dios del olvido, aun si se manifestaba en un mundo que no era el suyo?

Ninguno allí lo sabía. Sí entendían, en cambio, lo que Munin no terminaba de decir: el objetivo era alcanzar la raíz del río del olvido, enfrentarlo en su propio terreno.

Alguien tenía que ir al Hades y destruir a Leteo. Ese era el plan.


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#272 Seph_girl

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Publicado 25 agosto 2021 - 18:36

Cap 90. El Power Ranger Amarillo
 
Tenemos a Jager luchando contra la posesión del río del dolor, quien nos ha revelado que es un santo muy muy antiguo pues dijo que estuvo ahí cuando fundaron el santuario y encontraron a Athena por primera vez.
 
Cerca de todo eso está Nimrod de Cáncer, a quien ya descubrieron como un monstruo devorador de almas, pero despues de muchos episodios al fin nos enteramos que en si es la fusión de 10,000 almas de soldados del antiguo ejercito de Atena, worale.
Nimrod usó las ondas infernales contra Jager, ¿será suficiente o es que sólo trasladarán su pelea hacia otro escenario? Mejor me espero antes de mover el marcador.
 
Mientras tanto, Lesath y compañía estan dando un paseo de pesadilla en el bosque del parque de atracciones del Aqueronte.
 
CONTADOR DE MUERTES (de personajes con nombre) EN ESTA GUERRA siguen siendo: 5
 
PD. Buen cap, sigue así.

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


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Publicado 27 agosto 2021 - 11:25

Cap 91. Y mientras tanto en el continente Mu
 
En el continente Mu vemos que el Aqueronte anda juntándose con su hermano Leteo quien muestra un lado más vil todavía, poseyendo gente del ejercito contrario través de "fantasmas", joer.
Tenemos rápido una baja con nombre, Ramsay de Can Mayor Negro (+1)
 
Munin se luce con sus poderes mentales ante los fantasmas de leteo, quienes al no poder hacer mucho lloran y llaman a pesados robots/golems de metal. Por fortuna aparece Katyusha para darle apoyo, mostrando que está un poco tocada por empezar a golpearse la cabeza para exorcizarse a si misma o.o (demasiadas peleas y alcohol en su vida) Lo bueno que ahí estaba Munin que sino se abría abierto el cráneo y sacado los sesos, al parecer.
 
Pues la batalla dio varios giros, y hubo una retirada del enemigo, amenazando con volver. Eso da tiempo a los buenos a hacer estrategias, pero la verdad por más bonito plan que puedan armar, en este fic ya nos han demostrado que luego los enemigos les ponen un revés terrible jajaja
 
CONTADOR DE MUERTES (de personajes con nombre) EN ESTA GUERRA: 6
 
Ramsay de Can Mayor Negro (+1), a tu salud.
 
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PD. Buen cap, sigue así.

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


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Publicado 30 agosto 2021 - 05:38

Saludos

 

¡Buen review, sigue así!

 

Seph Girl

Spoiler

 

***

 

Capítulo 92. Invasores

 

Tal y como se le había explicado a Munin, el inicio de los enfrentamientos se dio con la aparición de inmensos rostros en el cielo, todos de ancianos Mu, líderes de clanes que vivieron milenios atrás. Para ese momento, Ofión de Aries todavía estaba en la costa, observando a aquellos seres mientras los tachaban de invasores, pero no se quedó a esperar a los ejércitos que, sabía, vendrían desde lejos pronto, sino que confiando en las fuerzas de la Alianza del Pacífico en tierra, voló veloz hasta el buque insignia.

—General Sorrento, dama Dione. ¿Hay algo en lo que pueda ayudar? —preguntó el santo de Aries, solícito, nada más aterrizar—. No parece que el mal que previsteis fuera a atacar pronto —apuntó, acusando un semblante de preocupación a los marinos.

—Cocito está haciendo algo en Asia, pretende despertar a los gigantes —dijo Dione, la nereida encargada de impedir que la legión de Leteo causara estragos en el mundo de los hombres—. Flegetonte pretende incinerar todo este planeta en venganza por todos los monstruos que los héroes llevaron a la muerte en el pasado. De momento lo contienen en Germania, mas su mera presencia en este mundo basta para que los antiguos monstruos marinos renazcan en las profundidades. En cuanto a Leteo, se parece más a Aqueronte, no busca la destrucción, sino saciar un hambre que los mortales no podéis entender. Si llegara a renacer en la Tierra, no habrá guerra que luchar. La humanidad desaparecerá junto a su recuerdo.

Los ojos de la bella hija del mar no parecían ser capaces de esconder cualquier mentira. Eran claros como el cristal, tan carentes de mancha como límpido era el perfecto rostro de Dione, enmarcado en largos cabellos azules. Por eso Ofión de Aries no hizo más preguntas, sino que en lugar de ello pasó un rato estudiando los cosmos de todos los caballeros negros y marinos en tierra y en la flota, para después calcular si la fuerza sumada de la Alianza del Pacífico bastaría para todas las amenazas en el continente Mu.

—Combatir a los ríos del infierno en la Tierra no servirá de nada —aseguró Sorrento—. Es como esperar que el océano desaparezca por destruir una sola gota. Sin embargo, el verdadero cuerpo de estos se halla en el Hades. Ir a combatirlos allí supone morir, a menos que despiertes la Octava Consciencia.

Ofión abrió mucho los ojos. ¡Ese era el Gran General al que Poseidón había confiado la dirección de todo el ejército del mar! Incluso sin que dijera una palabra, Sorrento ya intuía lo que pretendía hacer. Mejor. No tenían tiempo que perder. 

—Sé que es arriesgado —admitió el santo de Aries—. Leteo es uno de los cinco hijos más poderosos de Océano y Tetis, tal vez solo detrás de Estigia, la más leal aliada de Zeus. Sin embargo, el plan para derrotarlos nos pertenece a nosotros, los santos de oro.

—Derrotar a Leteo… —dijo Dione, atónita.

—En ese caso, sígueme —dijo Sorrento, también sabiendo que el tiempo era escaso—. Te abriré el camino y ayudaré hasta donde me sea posible.

—Preferiría luchar por mi cuenta —cortó Ofión—. Siempre ha sido así. El ejército del mar necesita un líder.

—Y esa será Dione —replicó Sorrento, a lo que aquella asintió, aun sin poder aceptar del todo la hazaña que aquel santo pretendía realizar—. Escúchame, la batalla que se avecina es un engaño. Los Mu eran un pueblo pacífico, por grandes que fueran los dones con los que nacía la mayoría. Pienso que Leteo los ha traído de vuelta no para que luchen, sino para que armen a los auténticos soldados de su legión. Hace diez mil años, un ejército de jóvenes derrotados marchó a este continente mientras Atlas, primer y único rey mortal de los océanos, asolaba Europa y Asia con sus ejércitos, esos jóvenes son tus antecesores, los primeros santos de Atenea. Aquí recibieron mantos sagrados y aquí podrían volver a recibirlos, si Leteo los trae de vuelta.

—Creía que los santos de Atenea estaban atrapados en el río de Cocito —objetó Ofión.

—Por supuesto —convino Sorrento—, y es posible que el pueblo de los Mu esté en los Campos Elíseos, a pesar de que por aliarse con el Santuario ningún dios ha podido traer el juicio divino a la humanidad en diez mil años. Sin embargo, el río Leteo no contiene almas como el Aqueronte y Cocito, sino recuerdos. Todo cuanto hemos olvidado, Leteo lo posee y puede recrearlo a su voluntad. Dime, santo de Aries, ¿conserva el Santuario algún documento, una tablilla de piedra incluso, sobre las identidades de los primeros santos de Atenea? —Ofión sacudió la cabeza, si bien no podía asegurarlo—. En nuestra armada tampoco podemos recordarlos, son parte del lado más violento de nuestro pasado, la ruptura con un tipo de vida ordenada y pacífica que Poseidón tenía reservada para el Pueblo del Mar si otra hubiese sido la resolución del diluvio universal. Aun el Rey de la Magia Damon, quien dirigió una de las Guerras Santas en el pasado, como mucho recordará a los líderes de los santos de Atenea, no a los héroes que estos mandaban a morir generación tras generación.

—¿Líderes de los santos de Atenea? ¿Te refieres al Sumo Sacerdote de esa época?

—No está en mi mano hablarte de esos asuntos.

Toda intención que pudiera tener Ofión para retomar la charla terminó con grandes estallidos en el horizonte marino, donde un kraken aplastaba tres de los barcos de la flota aliada, obligando a su tripulación a saltar a las aguas. Con mirar esa franja con atención un momento, cualquiera podía divisar una serie de monstruosas serpientes marinas, de un grosor comparable al de la ballena azul y con legiones de soldados armados con sables llameantes y armaduras al rojo vivo esperando en sus fauces abiertas. La legión de Flegetonte se preparaba para asaltarlos, mientras que en tierra tenían sus propios problemas contra las legiones de Aqueronte y Leteo.

Ofión apretó los dientes. Si había argumentos capaces de hacer que Sorrento desistiera, él no encontraba las palabras. A excepción de una única persona, la misteriosa guardiana del duodécimo templo, nunca había podido entablar una auténtica conversación con un compañero ateniense, mucho menos le agradaba hablar demasiado con alguien que en cualquier momento podría volver a ser un enemigo. ¿Podía decirle, sin más, que la alianza se formó para detener a las legiones del inframundo, siendo todavía tarea del Santuario el vencer a los Señores del Hades? ¿Serviría eso para enmascarar su desconfianza hacia el ejército de Poseidón?

Lejos de imaginar las dudas que dominaban al santo de Aries, Sorrento se desprendió de la capa, dirigiéndose no a los monstruos de la lejanía, sino a su tripulación y a todos los hombres de los barcos cercanos. Sin perder tiempo en palabras vanas sostuvo la flauta mágica que encerraba la voz de la primera sirena, muerta hacía mucho, cuyo canto podía transmitir la más excelsa alegría y el más profundo de los dolores. Tal vez incluso al mismo tiempo. Así ocurrió en ese momento, cuando sin previo aviso diez fantasmas con máscaras aparecieron alrededor de Sorrento, formando pronto un remolino oscuro; Sorrento, lejos de desesperarse, empezó su tonada, transmitiendo esperanzas al ejército de los vivos sin distinción entre marinos y caballeros negros, a la vez que causaba en los fantasmas un dolor terrible que les obligaba a levantar el vuelo.

Pero no huyeron, porque el cielo era el aliado de los muertos en esa batalla. Portales se abrían en las alturas, allá donde se forman las nubes de tormenta. De estos manaban cascadas de agua amarillenta, vapores fríos y fuego líquido, una parte de los ríos del infierno que los fantasmas extraían desde la caótica colina del Yomi.

—¡Por todos los dioses! —exclamó Ofión, conmocionado al ver monstruos, soldados y guerreros de piel helada sobre las islas de cristal que iban formándose a lo largo del océano, anclando la mayoría de los barcos a esa posición, sin oportunidad de ir a ayudar a los que luchaban en tierra—. Debemos…

—Me uniré contigo más tarde —dijo Sorrento, dándole un último vistazo. Toda la tripulación de la flota aliada, animada por la melodía, se alistaba para combatir. Aun los miembros de la Guardia de Acero que no estaban en los barcos que atracaron en la costa salieron de cubierta, sosteniendo con fuerza sus cuchillos Hydra y otras armas bendecidas—. El mal presentimiento que tuve hace un rato persiste.

—Pero… —quiso decir el santo de Aries.

—Déjanos esto a nosotros —pidió Dione.  

Ofión miró a ambos, todavía dudando. Que desconfiase de la armada de Poseidón no significaba que quisiera abandonarlos en tan duras circunstancias, pero contra la resolución que encontró en sus miradas sí que no había nada que pudiera hacer.

Tras hacer un gesto de asentimiento, partió al corazón del continente Mu, epicentro de las batallas que estaban por librar, como una estela fugaz.

 

***

 

Viajó a través de las brumas por demasiado tiempo, viendo ejércitos movilizándose desde cada una de las montañas que dejaba atrás. Enseguida entendió que cuanto más se adentraba en el continente, más cambiaba su percepción del tiempo; estaban jugando con su mente y eso solo podía atribuírselo a un ser dentro de la legión de Leteo.

De un gran salto, llegó hasta la Abominación que hacía las veces de sol para aquella tierra renacida. Allí, sin previo aviso, descargó un puñetazo contra Damon.

—¿Quién eres tú? —cuestionó el Portador de la Memoria con toda tranquilidad. Ni siquiera había extendido la mano o el báculo para detener el ataque; con solo mirarlo, ya tenía suficiente para inmovilizar al santo de Aries. El puño de este, Justicia de Atenea, era una luz que perdía y ganaba intensidad en intervalos irregulares.

—Ofión de Aries —respondió el guardián del primer templo zodiacal, ofreciendo resistencia. Pronto, todo su cuerpo empezó a perder color, sentía que una fuerza magnánima trataba de desintegrarlo, removerlo de la misma existencia.

—¿Quién eres tú?

—¡Ofión de Aries, el Ermitaño!

—¿Quién eres tú?

—¡El Ermitaño, guardián del primer signo zodiacal!

—¿Quién eres tú?

—¡El guardián del primer zodiacal!

—¿Quién eres tú?

—¡El guardián…! Soy… Yo soy…

Un sopor inexplicable se apoderó de él. Por un corto período de tiempo, dudó de quién era, estuvo a punto de pronunciar un nombre que no era el suyo. Pero un segundo telquín tuvo la imprudencia de atacarlo y ello lo despertó.

El puño de Aries, detenido en el tiempo por Damon, pudo avanzar por fin con toda su fuerza, chocando a quemarropa contra el Portador de la Memoria. Tanta fue la energía liberada en ese choque, que el mismo Ofión se vio propulsado hacia abajo a toda velocidad, cayendo a través del abismo en el que estarían la Montaña de Fuego y el suelo de Reina Muerte si Garland de Tauro no hubiese arrojado aquel infierno y su recuerdo al vacío primordial. El Ermitaño no pudo menos que sonreír: ese era su objetivo desde un principio, el punto en el que el río del olvido se manifestaría, y por tanto también el punto que se conectaba con la parte del Hades donde se hallaba Leteo.

No hizo ningún intento de evitar la caída. Aun cuando enemigos invisibles lo atacaron en rápida sucesión desde los bordes del abismo, Ofión de Aries dedicó apenas las fuerzas necesarias para defenderse mientras seguía el prolongado descenso.

 

***

 

Desde entonces no se tenían noticias del santo de Aries. Aun después de que las batallas en tierra y en el mar concluyeran, no había rastro de la presencia del Ermitaño y eso preocupaba a Baldr más de lo que pensaba revelar a sus aliados.

Mientras el último de los fantasmas era consumido por el Escudo de Odín, una serpiente gigante abrió las fauces para tragarse no solo a Baldr, sino todo el barco sobre el que se hallaba. En el último momento, sin embargo, un relámpago de luz azul atravesó la mandíbula superior del monstruo marino, despedazó a la legión de soldados de roja armadura que salía de su garganta y cortó la mandíbula inferior en un solo segundo. Orgullosa de tal hazaña, una Katyusha bañada en sangre y con los restos de su armadura chamuscados arribó al barco de un saltito, sin mirar cómo el cadáver de la serpiente se hundía. Tan segura estaba de su fuerza, aquella siberiana.

—Eres demasiado para mi viejo corazón, valquiria.

—Mi disfraz de valquiria me lo he dejado en casa, este es el de sirena.

—No lo parece, demasiado rojo.

—Bañarse con ropa es lo mejor.

Ella sonrió y él correspondió la sonrisa.

—Lo habéis tenido difícil —comentó Katyusha, endureciendo el semblante. Muchos de los barcos de la flota aliada ardían ahora, al término de la batalla, otros se habían hundido—. ¿Cuántas bajas?

—Difícil de decir —respondió Baldr, señalando a los islotes de hielo formados a lo largo del océano. Allí habían terminado muchos de los caballeros negros, mientras que a los guerreros del mar sin navío les eran gratas las aguas circundantes—. No estuve cuando todo empezó y pasé la mayor parte de la batalla en la Colina del Yomi.

—¿¡Te has vuelto loco!? A estas alturas, ese plano de la existencia debe de estar en manos de las huestes del Hades. Podrías haber muerto.

—Si lo hubieses visto, entenderías mis razones. Del cielo desgarrado por el poder mental de los Mu no caían ya legiones del inframundo, sino Abominaciones, demasiadas como para que Sorrento y la dama Dione pudieran lidiar con ellas. Así que me ocupé de cerrar la conexión entre esta parte del mundo y la Colina del Yomi, además de destruir a los fantasmas capaces de abrir portales entre ambos planos.

Él se estaba limitando a constatar los hechos en los que estuvo envuelto, pero mentiría si dijera que saberse admirado por aquella guerrera le disgustaba.

—¿Hay algo más que deba saber? —preguntó Katyusha.

—Él mató a un dragón —respondió Baldr, señalando con la cabeza el barco que se les acercaba, el buque insignia. Tuvo que aclarar a quien se estaba refiriendo porque allí había varios caballeros negros, Eren de Orión Negro y la mitad de sus sabuesos, los que decidieron luchar en el mar—. El Gran General Sorrento.

Como para dar fuerza a tal declaración, el líder del ejército marino aplastó con su mano una pieza de jade, núcleo del gigante que había atacado a la flota desde Asia.

—¿Ese hombre venció a un dragón? —exclamó Katyusha, admirada—. ¿De verdad?

—No la clase de dragón en la que piensas —dijo Baldr—, sino uno oriental. Trazar una línea desde nuestro barco más alejado hasta la costa no bastaría para igualar lo grande que era, todo un problema si se tiene en cuenta que su único punto débil, la piedra preciosa que el Gran General acaba de romper, cambiaba de posición todo el tiempo.

—¿Un dragón oriental hecho de agua? ¿Acaso enfrentó a Seiryu?

—Nadie le preguntó su nombre. Pienso que todos estaban más preocupados en impedir que los efectos secundarios de la batalla arrasaran con las costas asiática y americana.

De nuevo, él solo se estaba ateniendo a los hechos. De verdad la lucha contra aquella última amenaza agitó los océanos, siendo la intervención de la dama Dione lo único que evitó que olas inmensas y otras catástrofes naturales terminaran afectando al resto del mundo. Sin embargo, para Katyusha debió parecer una forma de librarse de ella, porque sin mediar más palabra dio la vuelta y de un salto alcanzó el buque insignia, donde Sorrento agradecía a Eren de Orión Negro y el resto de Hybris por todo su apoyo.

—Capitana de los guerreros azules, Katyusha.

—General del ejército de Poseidón, Sorrento de Sirena.

Tras presentarse y estrechar la mano del marino, la siberiana le informó con claridad de lo acordado en la reunión, la necesidad de tropas y un último fenómeno que atraía con especial intensidad la curiosidad de Munin: una lluvia de meteoros proveniente de Alemania; según Oribarkon, era de suma importancia llegar al punto donde estos cayeron, aun si para ello tuvieran que recorrer a ciegas todo el continente.

—Ofión de Aries se adentró en las brumas —dijo Sorrento—. ¿No ha vuelto?

—No hemos tenido noticias de él —respondió Katyusha.

—Mal asunto —terció Baldr, saltando también al buque insignia. Los problemas que tuviera con la siberiana eran menos importantes que su misión en el continente Mu—. El manto de Aries puede ser muy peligroso en manos de Leteo.

—En ese caso, apurémonos, podemos organizar una misión de rescate —propuso Sorrento, con la culpabilidad entorpeciendo su determinado semblante—. Esta vez, iré. No me arrepiento de haberme quedado, habríamos sido derrotados de otra forma, pero… Debo acompañaros, dejar ir solo al santo de Aries fue un error de mi parte.

—¿Qué tal si nos explicas primero por qué es tan malo que el primer manto zodiacal contacte el río del olvido? —dijo Katyusha—. Si el Santuario lo sabía…

Baldr la calló con una mirada significativa que incluso Sorrento entendió. Los tres estaban al tanto de esa historia olvidada que bien podría resurgir junto al continente Mu: la aparición de Beta, siervo de uno de los dioses del Zodiaco, así lo anunciaba.

Para despejar esa sombra y no crear sospechas en quienes los miraban, Katyusha desvió el tema de la conversación a los giros de la batalla, dándose a sí misma una excusa para sacar una descripción detallada del famoso dragón.

—No puedo creer que me haya perdido eso —insistía la siberiana.

—Gracias a que defendisteis el campamento en tierra ahora podremos organizar nuestra próxima misión —dijo Sorrento—. Cada quien cumple su parte, así es la guerra.

 

***

 

La mayor parte de los barcos atracó a lo largo de una cosa que debió ser modificada a consciencia. Solo cinco navíos simbólicos, todos pertenecientes al ejército marino, permanecieron fuera bajo el mando de Dione. Ella se encargaría de los próximos monstruos marinos que aparecieran en lo que duraba la siguiente operación.

En cuanto a esta, estaba dividida en dos misiones. La primera, que estaba a cargo de Munin de Cuervo Negro, consistiría en viajar hasta el punto tocado por el Flegetonte, muy adentro del continente. Oribarkon insistió en que debía venir, arrastrando el misterioso cofre al que no había recurrido durante la pasada batalla. También Baldr, Katyusha y Sorrento se interesaron en acompañarlo como paso intermedio al rescate del santo de Aries, por lo que no fue necesario que nadie más se sumara.

La segunda misión requería una muestra de confianza todavía mayor que las que marinos y caballeros negros debieron dar hasta ahora. Tenían que formarse pequeños grupos siguiendo todo lo acordado en la previa misión estratégica, equilibrando fuerzas de tal forma que estuvieran preparados para cualquier cosa. El ciego Polifemo, Agenor, Egeo y los mejores oficiales de Hybris, entre los que Munin no dudó en destacar a Eren, Dorer y otros héroes de la última batalla, se erigieron como líderes al mando de escuadrones de lo más variados, donde nunca faltaba por lo menos un cíclope y una pareja de Reyes Sombríos, como eran llamadas en Hybris las duplas de caballeros negros de Cefeo y Casiopea, habituales expertos en control mental. Por si eso fuera poco, cuando empezaron a venir soldados de la Guardia de Acero desde el frente norte y el occidental, surgió la posibilidad de elevarlos al rango de capitanes.

—Fui a Bluegrad como tirador y a los diez minutos ya estaba luchando a la antigua usanza —había dicho Faetón, para compensar el hecho de que los marinos habían aprobado a uno de los Heraclidas como jefe del último grupo.

—Entonces, ¿podrás hacer que un cíclope siga tus órdenes? —dijo Munin, dejando boquiabierto al antiguo jefe de vigías—. No te preocupes por los fantasmas, tengo un pequeño truco para reforzar tu resistencia mental y defenderte de eso.

—Bueno, mis hombres…

—Tus hombres se repartirán entre el resto de escuadrones. Mira, todos los jefes de grupo tenían su propia forma de hacer las cosas, y a pesar de eso han pedido a sus subordinados que se pongan a las órdenes de otros. Luchamos contra todo un continente, no podemos atacar como un solo ejército, tardaríamos una eternidad.

—Sí, sí, puedo ver por qué ese vejestorio de Cáncer decía que hacíamos más falta aquí que en el norte. Bien, si al resto le parece bien, estoy de acuerdo.

Munin dedicó una sonrisa al guardia. Aun sin usar Hijos de Mnemosine con él, ya sabía que le podía más el orgullo de ser capitán de guerreros diestros en el cosmos que el desprecio con el que tendría que estar tratando a uno de los líderes de los caballeros negros. En cuanto las cosas mejoraran, recordaría el sitio que cada uno ocupaba y pensaría que los de Hybris deberían estar todos al servicio del Santuario.

Estrechó la mano de Faetón pensando en que eso no tenía demasiada importancia, los caballeros negros no hacían lo que hacían para ser amados. Tenían un mejor fin.

«Para que el Viejo arregle este mundo —pensaba—, hará falta que lo protejamos hoy.»

 

—¿De verdad piensas acompañarnos? —preguntó Baldr, estudiando el estado en el que se hallaba la capitana de los guerreros azules—. Deberías descansar.

—Estoy segura de que si traigo la cabeza del robot, los marinos me compensarán con buen alcohol —contestó Katyusha, animada—. Necesito algo para el dolor de cabeza.

—No darse puñetazos en el cráneo ayuda.

—Estoy segura de que sí.

—Hace falta tiempo para volverse fuerte —comentó Baldr tras un rato de silencio.

—La Alianza del Pacífico no tiene tiempo —afirmó Katyusha, bajando la voz—. Vamos a lanzar pequeños batallones contra los Mu en las montañas, muchos podrían morir en esa misión, por no hablar de los heridos en las batallas en el continente, el campamento y en el mar. La nereida tiene pocos barcos y aun así es en estos donde estarán todos los que no están en condiciones de luchar, ¿qué hará si nuevos monstruos atacan? —cuestionó la siberiana con dureza.

—En ese caso, acompáñala. Serás de ayuda allí y podrán tratarte mejor que ese mago. Hay cinco caballeros negros de Copa, uno por cada barco al mando de la dama Dione. Entre ellos se encuentra el mejor médico de Hybris, Aeson de Copa Negra.

—Sí, podría ayudarla. También podría acompañar a cualquiera de los grupos que enviamos a una muerte probable. Sin duda los salvaría.

—¿Pero?

Antes de responder, Katyusha dirigió la mirada hacia Munin de Cuervo Negro.

—Tú, Oribarkon y Sorrento tenéis vuestros propios intereses, no podéis acompañar a ese hombre durante el transcurso de su misión. Cuando le abandonéis, necesitará que alguien le eche una mano, yo seré esa mano.

Baldr asintió, no porque comprendiera el sentir de la siberiana, sino porque veía una utilidad práctica en la ayuda que esta le prestaría al comandante de las fuerzas de Hybris en el Pacífico. Los asaltos a las montañas no pretendían ser determinantes a corto plazo, el objetivo era distraer a la raza de los Mu para que no jugaran con sus mentes mientras viajaban al punto tocado por el Flegetonte. Una vez estuviera allí, Munin tenía la misión de acabar con lo que Oribarkon había denominado Abominación Equidna, fuente inagotable de monstruos que bien podrían cambiar todo el curso de la guerra. Destruirla era, pues, indispensable si querían obtener una victoria sin demasiadas bajas, lo que no bastaba para que gente como el propio Baldr y el Gran General Sorrento dejaran de atender la amenaza real en ese frente: la posibilidad de que el manto de Aries y Leteo se encontrasen, despertando un mal milenario para el que nadie vivo estaba preparado.

—Te cae bien el chico —terminó diciendo Baldr, a pesar de todo.

—Es divertido —aceptó Katyusha—. Como el mago, pero sin dar bastonazos.

 

La corta risa de aquellos extraños personajes llegó hasta Sorrento en medio de su conversación con Egeo por algunos segundos, hasta que este le palmeó el hombro.

—¿Crees en lo que dices? —preguntó el Oceánida, entre susurros—. ¿Ves a Leteo capaz de crear un nuevo Santuario, reproduciendo las almas de los Mu y los santos?

—Pienso que esa es la intención de Damon, en realidad —confesó Sorrento—. No pienses demasiado en ellos, todavía no sabemos si la legión de Leteo incluye a los antiguos santos del pasado. Mejor dime, ¿de qué forma te agasajaron tus hijas para que no golpearas el rostro de Cuervo Negro cuando propuso a un humano común como líder de marinos y caballeros negros? No pareces tú.

Con mucho esfuerzo, Egeo se contuvo de reír a carcajadas, limitándose a sonreír.

—Ah, muchacho, creo que confundes esta era con aquella en la que los reyes atlantes dirigían nuestra armada. Cuando Atlas, aconsejado por los telquines y acompañado por las nereidas, tenía a su mando no solo siete generales, sino también un comandante por cada mar que hubiera en el mundo. En esos tiempos sí que valía llamarnos a tales oficiales Oceánidas; ahora, en cambio, el título es honorífico, no somos como las hijas de Nereo. Nacimos mortales, conocimos la muerte en el océano y la misericordia de Poseidón nos trajo de vuelta con una pizca del poder de los océanos. ¿Me explico? Somos mortales tocados por un poder divino, pero mortales al fin y al cabo.

—¿No dirías eso delante de tus hijas, verdad?

—Desde mi punto de vista, mi cuerpo pasó de ser de una carne destinada a perecer a convertirse en una parte del océano que en ocasiones regresa a las formas de antaño. Esa es la clave, yo tengo recuerdos de un antes, ellas no. Nacieron como son.

—Eres más humilde que muchos de tus compañeros, Egeo.

—No soy humilde, solo uso un poco la cabeza. Si esos humanos comunes pueden liberar las almas del Aqueronte, tanto mejor para mí, mis hijas y mis compañeros. ¡Menos tiempo pasaremos fundidos con las aguas de ese río inmundo!

Esta vez no dudó en prorrumpir en carcajadas, llamando la atención de todos. Según entendía Sorrento, era la forma de enmascarar lo duro que debía serle el entrar en contacto con Aqueronte; él empleaba, después de todo, solo una parte de un poder que aun entero seguía siendo inferior al de cualquiera de los ríos del inframundo. Sorrento ni siquiera habría pensado en convocar a los Hijos del Mar, como él, si desde un principio hubiese habido más soldados de la Guardia de Acero en ese frente.

Con todo, lo andado no podía ni debía desandarse. La armada de Poseidón seguía teniendo efectivos por los siete mares y necesitaban todo el poder militar con el que contaban para llevar a cabo con éxito aquella operación.

 

***

 

Una vez terminaron los preparativos, el ejército se desplegó en cuarenta grupos de lo más heterogéneos. Ninguno era tan numeroso como el que recibió a las legiones de Aqueronte y Leteo en la costa, pero estaban mejor preparados para lo que tales ríos podían ofrecerles. Con todo, Munin se aseguró de desear buena suerte a todos los capitanes, recordándoles que si todo salía mal era mejor la retirada a una muerte honorable, sobre todo hizo énfasis en que nadie fuera tan necio como para querer morir con honor. Algunos, como Miguel y Sham, lloraron de la emoción, mientras que otros trataron a Cuervo Negro como niñato, pero le dieron un abrazo de todas formas.

—Vámonos —dijo Munin, cuando solo su grupo quedaba en el campamento.

—¿No quieres dejar a nadie vigilando? —preguntó Katyusha.

—No serviría de nada, todo lo que levantamos fue arrasado en el combate, salvo ese cofre… ¿En serio tienes que llevar eso, Oribarkon?

—Ya me lo agradecerás.

El telquín no añadió nada más, todavía empecinado en no dar detalles sobre aquel baúl que referenciaba a las siete escamas principales del ejército marino. En un principio, Munin había supuesto que era objeto de culto para el Pueblo del Mar, como un amuleto de buena suerte, pero le costaba un poco seguir pensándolo cuando Oribarkon iba de pie sobre él, haciéndolo volar como una alfombra mágica.

—Tenía entendido que los primeros grupos regresarían aquí una vez se asegurara un área de diez kilómetros a lo largo de la costa —comentó Baldr.

—Espero que vuestros barcos aguanten hasta entonces —dijo Katyusha, mirando a un sorprendido Munin—. ¿Nunca pensó en los barcos, señor comandante? 

—Si se acerca al enemigo, huirán —terció Oribarkon, irritado e impaciente—. Yo mismo les he dado esa orden, por si acaso. ¿Están conformes con eso?

Por una vez, el asombro fue compartido por Munin, Katyusha y Baldr. ¿El mago había ordenado huir a los barcos? Solo Sorrento no quedó perplejo por la declaración del mago, pues él mismo le había pedido hacerlo, por precaución.

 

Los cinco atravesaron el continente a velocidad endiablada. Sorrento, Baldr y Katyusha, corriendo, Oribarkon flotando sobre su preciado cofre y Munin volando a la usanza de los pájaros, con sendas alas de blanco plumaje naciéndole de la espalda.

Fue extraño el no encontrarse a la legión de Leteo patrullando entre las brumas, eso los alertó de ir disminuyendo el ritmo conforme se acercaban al punto en el que, según los cálculos de Munin de Cuervo Negro y la intuición de Oribarkon, había caído el meteorito. A un par de kilómetros de lo que a primera vista parecía un volcán, se detuvieron y Munin convirtió las alas en dos cuervos del mismo color. Uno lo envió hacia la montaña de humeante cima y el otro a un punto todavía más alejado, desde donde pronto recibió imágenes de una ciudad en ruinas.

—Los Mu no construían ciudades —objetó Oribarkon, todavía flotando.

—Sé lo que veo… ¡Miento, no tengo ni una maldita idea de lo que estoy viendo! —exclamó Munin, con los ojos muy abiertos—. Es imposible.

—Dinos —pidió Sorrento—. Lo que sea que nos digas, sabremos que es verdad.

Katyusha y Baldr no dijeron nada, pero permanecieron tan expectantes como el Gran General. Antes de hablar, Munin tragó saliva. Si él fuera a oírlo, no lo creería.

—La montaña es el punto tocado por Flegetonte —explicó Cuervo Negro, para empezar por lo más tragable—, un río de fuego baja por su ladera y ha formado un lago de magma en la base, desde donde no paran de salir monstruos. Hombres con cabeza de toro, bueyes gigantes, soldados con espadas de fuego, mujeres con garras de bestia y leones… bueno, tienen cabeza de león, pero el resto del cuerpo es de otros animales.

—Minotauro, catoblepas, legionarios de Marte, Keres y quimeras  —enumeraba Oribarkon, sacudiendo la cabeza—. ¿En la cima hay una mujer?

—Yo no lo llamaría así —repuso Munin—. Tiene la piel de fuego, y el vientre, sobre la cola de serpiente, está tan hinchado que ni siquiera puedo ver los brazos.

—¡Ese es nuestro objetivo! —dijo Oribarkon—. La Abominación de Flegetonte.

—Estamos cerca del punto al que se dirigía Ofión de Aries, ¡lo noto! —intervino Sorrento—. La suerte nos sonríe, al parecer. No hará falta que nos separemos.

A Munin no le fue posible contener una risa nerviosa.

—Sí, bueno, Gran General, sobre ese asunto de nuestra buena suerte… Hay un ejército diez, no, cien veces más numeroso que el que nos atacó. Hay un gólem por cada uno de nuestros efectivos en todo el continente solo contando la primera línea, también detecto muchísimos colosos de bronce, solo que además de un espadón llevan escudo. Los flancos están protegidos por monstruos y la retaguardia… ¡Dioses! No sabría describirla, es como si fueran sombras, al igual que nosotros, pero a la vez son diferentes. No están vivos y no creo que pueda considerarlas almas en pena, son algo más. Cuando trato de entender el qué, mi mente choca contra el velo azul pálido que los cubre desde los pies a la cabeza y se fuerza a olvidar dónde los había visto.

Mientras hablaba empezó a sentirse un auténtico tonto, porque sabía bien qué eran aquellos seres. El punto al que Ofión de Aries se dirigía coincidía con el rincón del Pacífico donde alguna vez estuvo la isla más cercana al infierno. Entonces, aquellas sombras debían ser una representación de las memorias de Reina Muerte, matriz y tumba de todos los caballeros negros.

—Son los primeros santos de Atenea —dijo Sorrento.

—¿Qué? —exclamó Munin, sorprendido—. ¿Cómo puedes saberlo?

—Si te parece que tener a guerreros de hace diez mil años a su servicio es algo imposible para Leteo, es que subestimas a nuestro enemigo —se quejó Oribarkon.

—¡La legión de Leteo no es la parte imposible del asunto, sino quién la comanda! —exclamó Munin—. Es Ofión de Aries. ¡Ofión de Aries está dando órdenes a Beta!

En concreto, le aconsejaba ordenar a cada fantasma el fundirse con un gólem de bronce clase Talos, para que no bastara destruir el punto débil en el tobillo para derribarlos. Daba tal consejo mientras miraba a un punto muy concreto del cielo, aquel desde donde el eidolon de Munin lo estaba observando.


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#275 Seph_girl

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Publicado 07 septiembre 2021 - 11:08

Cap.92 Ofión de Aries, es tu turno, no lo vayas a jo... Tarde.
 
Bien, parece que llegó el momento de que Ofión de Aries haga algo, pues lleva 92 caps sin hacer demasiado en comparación de otros de sus compañeros.
Venga, que logró llegar hasta Damon donde pues ... Damon demostró que es muy fuerte, tanto que le aventó un ataque de CONFUSIÓN a Ofión y fue SUPER EFECTIVO. Aun así Aries se va siguiendo su propio plan y se pierde... cosa que es mala ya que no quieren que el manto de Aries y Leteo tomen un café juntos y recuerden cosas de un pasado distante.
 
Baldr y Katyusha se reencuentran y nos hacen un resumen de una pelea que los espectadores no vimos pero se lee que fue igual de complicada que todas las anteriores jaja, buena por Sorrento que se llevó el kill.
 
Aparecen Munin y los demas con su plan sumado al rescate de la princesa de Aries, pero pues sorpresa de final del episodio, el santo de Aries ahora está comandando al ejercito del continente Mu, dun dun duuuun!!!
 
 
CONTADOR DE MUERTES (de personajes con nombre) EN ESTA GUERRA: 6
 
PD. Buen cap, sigue así x3

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


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Publicado 13 septiembre 2021 - 08:58

Saludos

 

¡Buen review, sigue así!

 

Seph Girl

Spoiler

 

***

 

Capítulo 93. Dios guerrero

 

Al dirigirse a Beta, el santo de Aries se recordó que aquel sirviente era una máquina creada para acompañar a un anciano postrado en una silla de ruedas, no un guerrero, mucho menos un igual. Por ende, debía ser paciente, ¿qué culpa tenía él, ella o lo que fuera, del temor de su amo por la muerte?

«Existe por esa razón —le dijo la parte más retorcida de su ser—. Mateus nunca abandonaba el Misophetamenos, por eso creó a los clase Beta y los demás.»

—Señor Belial, no comprendo sus últimas instrucciones.

—No obstante, has obedecido.

—Según la directriz del señor Mateus, debo seguir cualquier orden dada por el Zodiaco siempre y cuando no sean dañinas para el señor Mateus y la señora Atenea.

—Exprésate con libertad —dijo el santo de Aries, seco.

—¿Por qué reunir a la legión de Leteo en este lugar? —cuestionó Beta.

—Porque seremos atacados muy pronto. Nos han estado vigilando, como espero que hayas notado. Me refiero a la única gente que importa entre estos invasores —hubo de aclarar el santo de Aries, desconfiado de la capacidad de procesamiento de la máquina.

—¿Dice que el resto del ejército invasor es irrelevante? —quiso confirmar Beta.

—En efecto, no es necesario perder el tiempo con los demás.

Por el rabillo del ojo, vio a los fantasmas mirándole y sonrió. ¿A eso había quedado reducido el pueblo de Mu? ¿Andrajos sobre cuerpos de aire, máscaras flotando como una pobre imitación del rostro humano? Y lo llamaban loco por irse del hogar.

 

Munin y los demás aterrizaron a pocos metros de donde estaba el santo de Aries. Ningún miembro de las legiones del Hades se lo impidió, hasta los monstruos estaban sometidos por el vasto poder psíquico que ahora emanaba del Ermitaño.

—¿Qué ha ocurrido, Ofión? —preguntó Sorrento, adelantándose a los demás. Parecía preocupado, pero al tiempo ya sostenía la flauta con la mano derecha.

El santo de Aries lo miró sin decir palabra. Beta giró, alzando la guardia.

—Oye, te están hablando —dijo Munin, molesto—. ¡Responde!

De rodillas —ordenó el santo de Aries a los cinco, resonando su voz dentro de la cabeza de todos ellos—. De rodillas —insistió al ver que Baldr y Sorrento se resistían.

Desde su posición, Munin pudo ver con pavor cómo la fiera siberiana y el orgulloso Oribarkon golpeaban el suelo con la cabeza, apretando las mandíbulas como único signo de resistencia que les era permitido. ¿Cuánto tardarían el Gran General y el Lord del Reino en ceder también? Trató de levantar la cabeza y comprobarlo, pero al final lo que hizo fue lanzar al santo de Aries una mirada desafiante. ¿Qué demonios pasaba?

—Somos… aliados… —dijo Cuervo Negro, siéndole doloroso el incluso hablar.

—Te diriges al señor Belial de Aries —dijo Beta, caminando hacia él y agarrándolo por el cuello—. Reconoce tu lugar, gusano, y arrástrate por la tierra 

Los dedos del autómata se clavaron en el cuello de Munin hasta hacerlo sangrar antes de empujarlo contra el suelo. La roca se partió bajo el peso de su cráneo, mientras Katyusha reunía fuerzas para librarse del control psíquico y decapitar a su captor.

Deja de respirar —dijo entonces el santo de Aries, cortando el noble intento de la siberiana. Se tomó el cuello, falta de aire y sin poder siquiera hablar.

Baldr y Sorrento gruñeron, presas de una ira tremenda, pero Munin presentía que la capitana de los guerreros azules moriría antes de que intervinieran. ¡Moriría por haber tratado de ayudarle! No podía permitirlo. Como una bestia salvaje se removió entre la presión de Beta, sin que la presión que el autómata ejercía sobre él disminuyera en lo más mínimo. Por supuesto, él no entraba en esas ligas, al menos no en lo físico. Si quería hacer algo, tenía que ser en su terreno, el mental.

Relajó los músculos un instante, cerró los ojos y bloqueó los sentidos al mundo que lo rodeaba. Aun así, pudo ver todas las batallas que transcurrían a lo largo del continente, no como imágenes, sino como la marea de pensamientos, emociones y temores que eran las mentes del ejército que luchaba para darles una oportunidad. Quiso tocar con las manos de su cuerpo astral aquel poder increíble que unía a todos sin importar la distancia que los separaba, hasta que recordó que él mismo era ese poder, eran los Hijos de Mnemosine, potenciados por todos los mentalistas de Hybris en el Pacífico, los que habían reforzado las mentes de marinos, caballeros negros y guardias.

«Pensaba que eso me dejaría exhausto. ¿Por qué estoy tan eufórico? Siento que todo es posible. —Miró a Beta, el autómata capaz de adaptarse a los ataques de Katyusha.  Con suavidad, tocó el abdomen de aquel enemigo invencible. Empujó.»

El cuerpo de Beta desapareció en el cielo en un parpadeo, a la vez que Munin se levantaba, respaldado por dos alas de blanco plumaje y seis cuervos del mismo color. Una de las criaturas se mantuvo en su hombro, mientras que las otras fueron hacia el santo de Aries, picoteando con furia el brazo que este había alzado en signo de desprecio. En ese momento, Sorrento aparecía a la diestra de aquel enemigo inesperado y tocaba su melodía, acaso para devolverlo a su auténtico yo, el de Ofión de Aries. Baldr no fue tan clemente: en cuanto llegó hacia quien había definido como un enemigo, descargó sobre su abdomen dorado una ráfaga de puro cosmos.

—Muchacha, ¿estás bien? —Oribarkon, aprovechando la situación, rodó hacia Katyusha y con solo tocarla rompió el hechizo que estaba obligada a acatar.

—Gracias —dijo la siberiana, tosiendo—. Estoy bien.

El telquín asintió, dirigiendo luego su rostro hacia el santo de Aries. Estaba furioso, tanto, que no le importaba que este siguiera siendo presa del triple ataque.

—¡Lo habéis hecho! ¡Malditos seáis, lo habéis hecho! ¡Ni siquiera Hades pensó alguna vez en revivirlos, aun si eso le hubiera asegurado la victoria! ¡Mas vos, vos Damon, Rey de la Magia y maestro de todos los telquines, una vez más os creísteis demasiado inteligente, demasiado poderoso, como para acatar las leyes del sentido común! ¡Insensato! ¡Demente! ¡Nos has condenado a todos con tus vanas ambiciones!

Una risa seca se oyó por el lugar. El santo de Aries, lejos de verse atosigado, se libró de todos los ataques con una ola de poder invisible. Sorrento y Baldr pudieron evitar daños mayores saltando hacia atrás, pero los cuervos fueron destruidos por completo.

—Mi regreso estaba preparado, telquín —aseguró el santo de Aries, caminando hacia Oribarkon con total tranquilidad. En tal andar, giró la muñeca y Beta apareció a su lado, intacto—. Desde el último de mis días, mi consciencia quedó unida al manto de Aries, en espera del momento en que nuestra diosa regrese.

—¿De qué está hablando este loco ahora? —dijo Munin, más para dar tiempo a los demás para recuperarse que porque creyera que fueran a decirle algo con sentido.

—Es muy simple —contestó el santo de Aries—. Ya no soy aquel al que llamáis Ofión, el último santo de Aries, sino el primero, Belial de Aries, consejero de la única y verdadera diosa, aquella que llevará a los hombres la Eternidad y el Infinito.

—¿Consejero? ¿Diosa? —Oribarkon, enfurecido, escupió a los pies del autoproclamado Belias—. Solo eras el escribano de una mujerzuela, nada más, nada menos.

La tierra entera cimbró. Las emociones que no reflejaba el semblante del santo de Aries se transmitieron a través del suelo en forma de grietas, todas apuntando al mago.

Este, sin el más mínimo interés en disculparse, saltó hacia el cofre y lo golpeó con su báculo. Nadie sabía lo que ocurriría, por lo que los demás decidieron ayudar a Oribarkon, seguros de que Belial acometería contra él. Munin, en sintonía con Sorrento, buscó atacar la mente del santo de Aries mientras Baldr y Katyusha cargaban contra el cuerpo, el primero con violentas ráfagas de energía carmesí, la segunda cubierta de un fuego abrasador y acelerándose hasta alcanzar la velocidad de la luz, quizá para compensar el haber bajado la guardia antes. Los golpes de ambos, empero, no causaban mella alguna en el manto zodiacal y su portador siempre avanzaba tres pasos por cada uno que le hacían retroceder, caminando como si no estuviese sufriendo ningún ataque, siempre en dirección a Oribarkon. Tal era la enormidad de su fuerza, lo suficiente como para que ni Beta ni las legiones de Leteo y Flegetonte se molestaran en ayudarlo.

La bota de Aries chocó contra el cofre justo cuando este se abrió. Llenando de luz toda el área que Belial pensaba arrasar con su puño.

—¡Demonios de Hel! —gritó Baldr, también cegado por la luz repentina—. ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué son esas armaduras?

—Se parecen a las escamas de Poseidón. —Katyusha miraba asombrada las cinco armaduras que flotaban alrededor de Oribarkon, protegiéndolo—. ¿Acaso son…?

Ese fue el turno de Oribarkon para sonreír.

—Hipocampo, Escila, Limnades, Kraken, Dragón del Mar —enumeraba el eufórico telquín dando golpecitos con el bastón a cada una de las armaduras, evocadoras de tan magníficas criaturas marinas. Cada que lo hacía, un cosmos aguamarina brillaba desde el interior de las corazas y se extendía a lo largo de las extremidades y los cascos, como delimitando la figura humana de antiguos portadores—. Mi carta del triunfo.

El santo de Aries torció el gesto y desapareció, manifestándose al lado de Beta.

Las legiones del inframundo empezaron a moverse.

—Es impresionante, Oribarkon —admitió Sorrento, el más conmovido por aquel prodigio—, ¿cómo lo has hecho?

—Ja, secreto del oficio, Gran General —dijo el mago antes de dirigirse al boquiabierto Munin—. Si ya te has terminado tu ración diaria de moscas, creo que tienes trabajo pendiente. ¿Estás seguro de que podrás solo con la Abominación?

El caballero negro de Cuervo miró a la montaña que habían dejado atrás. Hacerlo lo obligó a recordar que estaban rodeados por todas partes. Los primeros santos de Atenea, para empezar, los cercaban sin dejar un solo hueco libre.

—No irá solo —afirmó Katyusha, palmeando el hombro de Munin. La negra protección se hizo añicos por el contacto y el caballero negro dio un chillido, al sentir el fuego que todavía rodeaba a la siberiana—. Lo siento.

—¿Podréis con todo esto, de verdad? —dijo Munin, ya despegándose de la tierra. No parecía que al santo de Aries le importara en lo más mínimo si se quedaba o no.

Baldr, Sorrento y Oribarkon asintieron uno tras otro. El mago incluso le guiñó el ojo.

Eso tenía que ser buena señal. Munin se preparó para cumplir la misión por la que estaba allí, pero al girar, vio que tres colosos estaban por atacarle, llenos de una energía nueva. En esa ocasión, de nuevo, fue ayudado por Katyusha, una línea de ardor estelar que cercenaba a los gigantes de bronce con la misma facilidad que el cuchillo caliente corta la mantequilla. Ni siquiera los robustos escudos aguantaban la temperatura que alcanzaba su cuerpo, sin embargo, había algo que ningún fuego, salvo el de Flegetonte, podía quemar: almas. Munin recordó la orden que Belial había dado a Beta y reaccionó en el momento preciso, destruyendo las máscaras de tres fantasmas que recién se estaban manifestando entre los escasos restos de los colosos.

—Hacemos un buen equipo, ¿eh? —dijo Katyusha.

—Ya lo creo —convino Munin—. Cerebro y músculo.

No dijeron nada más, porque en ese momento el espacio se curvó alrededor de ambos. De un momento para otro, el caballero negro y la guerrera azul se vieron transportados a un par de kilómetros de distancia, justo donde debían estar.

 

—Señor Belial, solicito permiso para ir en su búsqueda —dijo Beta enseguida.

—Ve a la montaña, considera a las Keres tus aves de presa y los legionarios tus sabuesos —dijo el santo de Aries—. Usa también a los catoblepas. El aliento de esas bestias con cabeza de cerdo puede convertir en piedra al mejor de los héroes.

El autómata asintió, mirando después a Oribarkon, Sorrento y Baldr, como esperando que alguno de ellos intentara detenerlo. En cuanto supo que no era esa su intención, saltó a los cielos acompañado de todas las Keres presentes. Solo los fantasmas de los Mu permanecían en el firmamento, suficientes, eso sí, para ser una amenaza por sí solos. La marcha de los legionarios y los catoblepas fue un alivio, aunque poco cambiaba de la situación. El verdadero problema era la élite de la legión de Leteo, las sombras del recuerdo de los primeros santos de Atenea.

—Esta vez nos toca a nosotros ganar —dijo Oribarkon, dando una vuelta completa mientras apuntaba a cada uno de aquellos jóvenes con su bastón.

—Eran mucho más fuertes en esa época —advirtió Sorrento—. No dependían tanto del poder de los santos de oro y los límites entre cada rango no estaban establecidos.

—¡Qué importa! —gritó Oribarkon, airado—. Ataquemos de una vez.

Sorrento, tal vez contagiado por el entusiasmo del mago, alzó su cosmos a modo de desafío. Todo el ejército enemigo se movilizó entonces desde todas direcciones, así como las escamas de Poseidón, vivas por las artes de Oribarkon.

Kraken e Hipocampo corrieron hacia las fuerzas de la retaguardia, bloqueando con murallas de aire las espadas de hierro, cristalizando la roca con vientos invernales. Limnades, solitario en su malevolencia, anduvo entre los héroes olvidados y les dio lo que hasta una sombra puede llegar a poseer: el dulce recuerdo, previo a una muerte sin dolor. Pero no todos caían en su embrujo y el poder de aquellas escamas no era demasiado, por lo que el Dragón de los Mares y Escila debían lidiar con la gran mayoría, el primero torciendo el espacio-tiempo hasta el punto en que, átomo a átomo, los fantasmas de élite eran desintegrados. Los Mu y los monstruos caían entonces desde los cielos y la tierra, siendo confrontados por la magia de Oribarkon y la habilidad de Sorrento, quien tocaba una melodía dichosa para los espíritus que allí combatían a la vez que usaba la flauta como un arma más vulgar, entre tonada y tonada, destrozando las máscaras de los fantasmas que se le aparecían sin perder nunca el ritmo.

—Destruid a los invasores atlantes, eliminad al blasfemo —ordenó el santo de Aries, dando inicio a una batalla a la que no pensaba asistir.

Tan pronto Belial desapareció, Baldr lo hizo también, imaginando a dónde se dirigiría.

 

***

 

Un portal se abrió sobre la calle principal de lo que en su tiempo fuera una ciudad moderna. A izquierda y derecha solo había ruina, los restos de antiguos edificios inclinados sobre un asfalto lleno de grietas, con desperdicios y huesos llenando cada agujero. Al salir del portal, cerrándolo sin siquiera voltearse, Baldr dedicó solo algunos segundos en preguntarse si eran de hombres o animales. El santo de Aries estaba en medio de la carretera, mirando al horizonte. Cuarenta y dos círculos flotaban allí, uno por cada batalla relevante que se estaba dando a lo largo del continente.

Para Baldr, una cobraba especial importancia. Sobre un muro a punto de caerse, un círculo tan perfecto como los demás contenía imágenes del periplo de Munin y Katyusha. El par ya se hallaba en la cima de la montaña, pero la siberiana estaba envuelta en un intercambio de golpes y contragolpes con Beta que no parecía acabar pronto, de modo que el caballero negro debía enfrentar solo a la Abominación y las Keres que el autómata había traído consigo. Todo un problema, para una sombra destinada a nunca superar a la original, el sentido común dictaba que Munin debería haber muerto desde un principio, decapitado por aquellas valkirias demoníacas. Sin embargo, él resistía, lanzando sobre la Abominación plumas veloces como rayos y proyectando empujones psíquicos contra las Keres, ¿cómo era posible?

—¿Quién ha permitido que los caballeros negros y los guerreros azules crezcan tanto? —cuestionó Belial—. ¿Qué necio gobierna ahora a los santos de Atenea?

—Ellos son especiales —repuso Baldr, pasando la atención de Munin a Katyusha. Aquella mujer se adaptaba muy bien al estilo Merak: cambiaba del frío glaciar al fuego de los soles en tan solo un nanosegundo, saturando la capacidad de adaptación de Beta y obligándolo a retroceder. Ella tenía un gran potencial como guerrera, y el chico que protegía no era menos—. Cuervo Negro ha creado una red psíquica a lo largo de todo el ejército, aun si los capitanes se han negado a formar parte de ella. Lo hizo para protegerlos del domino mental de los Mu, mas parece que…

—Tiene un buen mecenas, eso es todo —interrumpió Belial, girándose por fin a Baldr—. Sé quién es el que lo respalda, su presencia en este mundo facilita las cosas.

—Tú ya te has presentado —admitió Baldr, avanzando hacia su oponente—. Permíteme que lo haga yo también. Baldr de Alcor, Lord del Reino de Midgard.

La imagen del santo de Aries parpadeó, alertando al norteño, pero no pudo girar antes de que una mano se posara sobre su hombro.

—No —dijo Belial, a su lado. Donde estaba hacía tan solo un momento, ahora había un espejo en el que Baldr se veía reflejado. Solo—. Baldr de Mizar era tu hermano, el mejor Lord al servicio del rey de Midgard. Tus manos están manchadas con la sangre de ambos. Cuán despreciable eres, humano.

Baldr apretó los dientes, asqueado de aquella cosa creada por Leteo estuviera en su mente. En un rápido movimiento, apartó la mano de Belial con el brazo y descargó contra su dorado abdomen una ráfaga de cosmos.

—También eres débil —aseveró Belial. El ataque no lo había alcanzado, sino que permanecía como una estrella de energía roja contra una pared invisible—. ¡Débil y despreciable! —exclamó, furioso, antes de redirigir aquel poder contenido contra su oponente. Baldr tuvo que hacer uso de toda su velocidad para evitarlo a tan poca distancia, pero en medio del salto, el notable poder mental del santo de Aries lo paralizó por completo una vez más—. Me repugnas, humano. 

—Eres tú el que lee mi mente, yo no te invité.

—Ya la he leído, ya sé todo sobre tu vida, por gente como tú fue ordenado el diluvio.

—El diluvio ocurrió en este mundo, el que fue creado por auténticos dioses.

—¡Ingrato! ¡Si existes es gracias a nosotros!

Aquel clamor resonó más alto que ningún otro. Baldr se vio liberado de la parálisis por un momento que no dudó en aprovechar. Ni siquiera había terminado de caer al suelo cuando su cosmos lo recubrió por completo, del mismo tono que una gigante roja.

—Para ser exactos, existo gracias a una entre vosotros.

—Si te refieres a quien conocéis como la Reina del Invierno, ella solo dio forma a un mundo que ya había sido creado con anterioridad, no era una diosa creadora.

—Ni siquiera quien creó nuestro mundo era una diosa —corrigió Baldr. Toda la ciudad tembló, azotada por la furia del santo de Aries. Entre el estruendo de los edificios, muros y torres cayendo, el norteño gritó—: ¿¡Negaréis que digo la verdad!?

—Creo que no comprendes tu situación —dijo Belial tras un tiempo de silencio—. Permíteme cambiar tu perspectiva. Destrucción —susurró. La armadura de Baldr desapareció en cuanto tal palabra terminó de pronunciarse—. Reconstrucción.

A la espalda del santo de Aries apareció el tótem de un tigre, formado por los mismos átomos en que aquel había dividido la armadura de Alcor. La bestia metálica, cobrando vida por algún poder superior, saltó hacia un sorprendido Baldr, rápida como la luz.

En el momento crucial, empero, Baldr entendió que aquello no podía ser real. Descargó una tempestad de energía carmesí sobre la bestia que aparentaba ser su armadura y, en ese mismo instante, recurrió al viaje entre dimensiones para atacar al santo de Aries desde arriba. Grande fue su sorpresa entonces, porque su enemigo ni siquiera necesitó moverse para frenarlo. ¡Una espada atravesaba el manto de Alcor hasta llegar a su costado! Una corriente de dolor lo obligó a teletransportarse hasta una prudente distancia del enemigo, pero tan pronto pisó tierra, dos lanzas le desgarraron las piernas y lo clavaron al ruinoso asfalto. La sangre manó, habiendo terminado ese largo instante.

—Te felicito por haber visto detrás de mi ilusión —dijo Belial—. Mas, como ya has debido notar, tengo otros medios para lidiar con una criatura tan débil, despreciable e ingrata como tú. Escudo —susurró a media conversación. Un muro invisible se levantó a tiempo de resistir los proyectiles de cosmos que surgieron del cuerpo aprisionado de Baldr. El santo de Aries prosiguió después, como si nada hubiera pasado—: ¿Cómo osaste renombrar el Reino de Midgard, siendo apenas una bestia que mataría a sus padres por unas tierras? Solo un mundo merece el nombre de Asgard, aquel que Ella observaba desde las alturas, donde todos decidíamos el destino de las Otras Tierras. Mas tú, nada más de un hermano celoso de su propia sangre, te atreviste a dar ese nombre a las tierras que desde un principio pretendías gobernar.

—Esa gente se habría muerto de otra forma. —Belial se había acercado hasta él conforme lo hablaba, pero no parecía tener intención de rematarlo. No lo veía como una amenaza—. ¿De qué sirve un rey en una tierra fría e inhóspita, sin levantar nuevas ciudades ni conquistar nuevos territorios? Yo solo convertí en verdad las leyendas que ya iban de boca en boca, que todo el sufrimiento que padecían era una prueba para el más valioso de los pueblos, Asgard. La fe es el arma más poderosa que existe.

—Por eso hace falta un Sumo Sacerdote que la guíe en la dirección correcta, ¿verdad? —dijo Belial, a las claras juzgándolo—. De verdad te crees un héroe.

—Un dios. Un dios guerrero.

—¡Qué arrogante!

—Sin la arrogancia, ¿qué sería de la humanidad? Fuerza, sabiduría y valor, ¿para qué? ¿Para servir a hombres inferiores, como hacía mi hermano? Sí, era el mejor Lord del Reino, ni siquiera Folkell podía ganarle en combate singular. Pero era como los espectros de Niflheim, satisfecho con solo ver cómo las cosas mueren. En mi corazón, en cambio, ardían los fuegos de Muspelheim, que quema el mundo para su renacimiento. Tú me recuerdas a mi hermano.

Las lanzas y las espadas se resquebrajaron. La sangre derramada brilló con la intensidad de un cosmos carmesí, pero ni siquiera entonces Belial tomó precauciones.

—¿En qué me parezco a tu hermano? ¿En lo superior que soy a ti?

—En que ambos sois unos sirvientes glorificados.

Una mueca de decepción se formó en la faz del santo de Aries. Alzó el brazo, formando siete espadas de la nada, cristalización de sus pensamientos. Al bajarlo, todas las armas cayeron a gran velocidad, pero ninguna llegó a su destino, siendo bloqueadas por una barrera de cosmos que nacía desde el área manchada por la sangre de Baldr.

Espada —susurró Belial.

—Es inútil —dijo Baldr tras la barrera, sin preocuparle el que nuevos filos chocaran contra ella, haciéndola ceder poco a poco. Su mano pasó a través del aire, rasgando el tejido del espacio para regresar después como un puño. Solo cuando la grieta se cerró se decidió el norteño a mostrar lo que había sacado, seis zafiros idénticos al que destacaba en el centro de su cintura—. Por esto murió mi hermano y muchos otros. No por tierras ni por mentiras, sino por el poder para salvarnos de nuestra propia debilidad.

El zafiro del manto de Alcor se desligó de la cintura, uniéndose a los demás en una figura que evocaba a la Osa Mayor. La luz, destellante, borró por igual la barrera y las armas de Belial que trataban de atravesarla; un velo azulado lo cubrió todo alrededor del santo de Aries, quien no apartó en ningún momento la mirada de donde Baldr estaba. Porque él era, en verdad, parte de Muspelheim, un fuego que ardería hasta en el peor de los inviernos, una llama que no sería saciada ni aun después de consumir el mundo. Así emergió el norteño de aquel destello de zafiros, como un fulgor hecho carne, cubierto sin embargo por una armadura que bien podría provenir de los hielos de Niflheim. 

—La armadura de Odín —dijo Baldr, extasiado. Las heridas sufridas habían sanado por completo, la espada en el costado y las dos lanzas que lo anclaban a la tierra habían sido destruidas en el momento de la invocación—. Es tan magnífica como imaginaba.

—¿Compartes los delirios de Bolverk, el juguete de la Reina de Invierno? —se burló Belial, en absoluto impresionado. Trece espadas aparecieron a su alrededor en un solo parpadeo y de inmediato llovieron sobre quien debía considerar como el mismo mortal de siempre con una armadura mejorada, sin embargo, debió cambiar de impresión cuando un vago ademán del norteño bastó para partir todas las armas en medio del trayecto. Como meros pensamientos cristalizados que eran, desaparecieron sin más antes de llegar al suelo, para molestia del santo de Aries.

—Esa es tu mejor expresión —dijo Baldr—. Sentir ira nos mueve hacia adelante, para hacer cosas buenas y terribles. No importa, mientras se haga algo.

—Pondré fin a tus delirios de grandeza, humano.

—En eso no podría compararme a vosotros, los dioses del Zodiaco, hacedores de mundos, enemigos declarados del Olimpo, perpetradores de la Guerra del Hijo —enumeró Baldr, sorprendiéndole el que Belial no entendiera esa última declaración—. Porque yo soy el Sumo Sacerdote del pueblo de Asgard, heredero de Lif y Lifthrasir.

—¿Esa es tu presentación? —exclamó Belial—. ¡Delirante! ¡Necio demente!

—Las almas son divinas, la tuya y la mía, la de mi hermano y ese rey necio al que arranqué el corazón. ¿Tanto te sorprendería saber que los mundos que creó tu ama fueron habitados por la creación de dioses auténticos, chispas de la Gran Voluntad? ¡Tal vez así sea! ¡Quizás los guerreros del Reino de Asgard deban ser llamados einherjar

—Estás loco. Ni siquiera tienes todo el poder que robaste.

Baldr de Alcor, dios guerrero de Asgard, cerró el puño sobre el aire, extrañando algo que debía poseer. Sonrió, a pesar de todo, al no encontrarlo.

—Ya te lo he dicho, soy hijo de Muspelheim como mi hermano lo fue de Niflheim. Para no quemar por igual a aliados y enemigos, necesito gente a mi lado con valor para decirme dónde detenerme. Balmung está bien en manos de Folkell, no la necesito para ti, ¡un rey no necesita de nada más que sí mismo para acabar con un sirviente!

Baldr no dudó un segundo en acometer contra su oponente, chocando sus garras contra el puño dorado de aquel. Nada ocurrió en tal intercambio, sus fuerzas estaban igualadas, al menos por aquel largo segundo.

El santo de Aries sonrió.

—El dios guerrero pasa a ser rey, ¿cuánto crees que tardaré en devolverte a tu lugar,  monstruo? Cuando el juicio divino caiga sobre ti, serás uno más en la legión de Flegetonte, ¡a mis órdenes, destruirás el objeto de tus viles deseos, como la bestia que eres! ¡Ese será mi regalo para mi Señora, el presente por su pronta resurrección!


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Rexomega

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Publicado 13 septiembre 2021 - 18:02

Saludos

 

Capítulo 94. Juramento quebrado

 

Shizuma Aoi había estado en el interior de la mente de Ofión de Aries en el momento en que descendió al Hades para desafiar a Leteo. Por eso ya nadie en el frente del Pacífico, si no es que en el mundo entero, recordaba a la Dama Blanca, con su máscara sin rasgos y sedosos vestidos bajo el áureo manto de Piscis. Sin embargo, ella seguía existiendo, porque estaba en todas partes y ahora estaba allí.

Era un recuerdo entre un billón de pensamientos, un hilo colgando de un telar joven entre otros muchos viejos, demasiados como para poder contarlos. Tenía la forma de un largo pasillo lleno de puertas cerradas. Entre cada uno de estas colgaban cuadros representando hazañas de jóvenes héroes, todos nacidos bajo la misma constelación a lo largo de las eras. Una larga alfombra roja cubría el suelo de extremo a extremo, apenas iluminada por las antorchas que colgaban de las paredes de piedra maciza. Por mucho que se avanzara en una dirección u otra, era imposible ver otra fuente de luz, si bien la santa de Piscis no se molestó en buscarla. No lo necesitaba. Sabía que en el marco de cada puerta había un nombre grabado y sabía también que ninguno de ellos era el que buscaba. Tenía que seguir avanzando, siempre al frente.

El silencio de aquel viaje se rompió sin previo aviso. Una puerta se abrió de par en par con tal violencia que la antorcha cercana se apagó por los vientos generados.

—Me alegro de volver a verte, Aoi —dijo la voz de su maestro, Shun.

El ser que surgió de la puerta también tenía la apariencia de Shun, vistiendo ropas mundanas que hedían a aceite de motor. Sin embargo, no podía ser él.

—¿Quién eres? —cuestionó Shizuma.

—Un viejo amigo —respondió el ser.

—La sangre de Atenea protege a mi maestro, ninguna fuerza del inframundo podría poseerlo, ni siquiera el mismo Hades.

—Tal regalo serviría para rechazar a mis hermanos, mas yo no soy como ellos. Nada añado al corazón de los mortales, ni ira, ni lamento, ni sufrimiento ni odio. Soy la ausencia del recuerdo y el hombre al que llamas maestro olvidó toda una vida.

A Shizuma no le costó entender a qué se estaba refiriendo aquel ser. Como todos en el Santuario, estaba al tanto de la maldición de Hipnos sobre los héroes legendarios.

—Esa vida no era más que un sueño.

—El sueño de un mortal, la vida de un mortal. Ambos tienen el mismo valor. Ambos acaban siendo olvidados.

—Leteo.

—Has tardado en reconocerme, Aoi.

La santa de Piscis corrió hacia aquel ser, tomando las manos con las que acababa de cerrar aquellas puertas bajo un marco ilegible. 

—Gracias —dijo Shizuma en un impulso.

—No fui yo quien te salvó, Aoi, sino Atenea —dijo Leteo, cuya mera presencia llenaba el pasillo de una luz azulada—. En el Santuario, la niña enfermiza que fuiste obtuvo fuerzas para andar y vivir, cuando ya tenía los días contados. Yo solo fui el precio.

Era cierto. Shizuma Aoi, más que buscada por el Santuario, se sintió llamada por Atenea durante los que creía sus últimos días, aquellos que deseaba pasar con sus padres antes que en hospitales donde estos veían una y otra vez sus esperanzas rotas. Ella no lo comprendió entonces, por supuesto, era una niña incapaz de siquiera ponerse de pie para ir a recoger un libro que había llamado su atención tras un escaparate. Todavía recordaba ese libro, una guía turística que la conmovió de tal forma que su padre terminó venciendo las reservas que tenía de hacer un viaje en avión. Lo que ocurrió desde entonces hasta que se perdieran en las montañas más allá de Atenas, atravesando caminos que ninguna persona corriente debería ver siquiera, era difuso. Sus padres estaban con ella, se encontraron con Marin de Águila en la frontera entre el Santuario y el resto del mundo y entonces… No, antes de eso pudo andar, se levantó de la silla de ruedas para asombro de su padre y caminó los primeros pasos en mucho tiempo, siempre hacia adelante, persiguiendo algo que no podía comprender, sino sentir. El destino que la había marcado desde el día que nació. 

Todo era difuso, en verdad, tal y como lo sería su existencia desde ese momento en adelante. Shizuma Aoi dejó de existir para el mundo exterior, ni siquiera pudo volver a ver a sus padres desde ese día, pero no lo lamentaba.

—Ellos me olvidaron —dedujo Shizuma—. Por ti.

—Por supuesto —dijo Leteo, acariciando la mano que la santa de Piscis le ofrendaba—. Al final, todo es olvidado. La muerte no es el último paso, yo lo soy.

Sin el menor atisbo de violencia, Shizuma se apartó del ser.

—No caeremos en esta guerra.

—Ofión de Aries lo ha hecho. Lo he derrotado, por eso estoy aquí.

—¿Hablando con el enemigo? —apuntó Shizuma, perspicaz.

—Es que me he dado cuenta de un detalle —confesó Leteo, cruzando los brazos. No deseaba combatir—. Hay muchos recuerdos en este hombre, demasiados, diría que el testamento del pueblo de Mu se halla en algún lugar de su mente, entero.

—¿El testamento de Mu?

—¿Nunca estuviste aquí antes, Aoi?

—No como ahora, no hubo necesidad.

—Aun así, el tiempo escasea, por lo que te resumiré nuestra situación. Piensa en las memorias de Ofión de Aries como una máquina que Damon ha puesto en movimiento, ¿puedes? Bien, esa máquina fue diseñada por Belial, un superviviente del continente de Mu, para un día reconstruirlo. No pudo hacerlo en vida, así que dejó sus memorias impresas en el manto de Aries antes de morir. ¿Sabes lo que eso significa?

—Hoy en día, los Mu no lo son por la sangre, sino por la mente —contestó Shizuma—. Legan su poder a la siguiente generación mediante una unión psíquica que despierta los sentidos de quienes tienen el potencial para ello, convirtiéndolos en sus hijos. ¿Acaso todos los portadores del manto de Aries a lo largo de milenios eran hijos de Belial?

—No —dijo Leteo, sacudiendo la cabeza—. Todos fueron del pueblo de Mu, después de todo, hasta el legítimo candidato al manto de Aries lo era.

—Todos menos Ofión.

—Exacto. El primero en diez mil años, justo en el momento que Belial esperaba.

Pasaron unos segundos tras la declaración de Leteo sin que nada se dijera. Al final, Shizuma siguió andando, pues corría prisa. No le sorprendió que el ser se le uniera.

—Shion de Aries, Sumo Sacerdote por 243 años —anunció Leteo, apuntando el marco de la puerta a la que se acercaban. Estaba rodeada de fotografías de distintas épocas entre los siglos XVIII y XX en los que tal personalidad se vio envuelta.

—Me estoy acercando —murmuró Shizuma, acelerando el paso. 

También lo hizo Leteo, bien fuera por puro capricho, bien porque le servía como guía. Allí, en el plano astral, la mente podía convertirse en el más intrincado de los laberintos, solo la confianza que Ofión de Aries sentía hacia ella impedía que aquel simple pasillo se convirtiera en un auténtico caos, lleno de senderos alternativos y callejones sin salida. Miró al ser con la desconfianza bien cubierta por la máscara blanca.

—Mu de Aries, muerto ante el Muro de los Lamentos a la edad de veinte años —dijo Leteo mientras dejaban atrás esa puerta—. Ellos lo empezaron todo.

—¿No son los héroes legendarios quienes mataron a tu rey? —preguntó Shizuma.

—Porque otros se sacrificaron para abrirles el camino.

—Hades invadió la Tierra.

—Porque la promesa de Atenea no se cumplió. La hija de Zeus no ha hecho el menor intento por redimir a la raza de los hombres.

—Ofión de Aries.

Esta vez fue Shizuma quien dijo el nombre en voz alta, pero lo hizo confundida, pues en el marco de la puerta no había más que tachaduras. ¿Era Ofión un nombre falso?

La santa de Piscis miró a ambas direcciones, percibiendo un cambio en el escenario. El pasillo, hasta ahora recto, empezó curvarse en los extremos. La niebla más allá del punto en el que se encontraban se disipó, dejando ver otra puerta.

—Belial de Aries —dijo Leteo, dando un aplauso—. Ofión. Por supuesto, tenía que ser una serpiente, pues ese hombre es el principio y el final de esta historia.

—Explícate —exigió Shizuma, interponiéndose entre el ser y la puerta tras la cual esperaba encontrar a su compañero.

—Belial nunca podría devolver el continente Mu a este mundo, necesita una ayuda muy especial para eso. Así que se limitó a esperar el día en que esa persona resucitara.

—Los hombres no reviven con el tiempo, a menos que… ¡No es posible!

—Eres muy lista, Aoi. Belial conocía los planes que Atenea tenía para el inframundo, por eso pudo preparar esa máquina de la que te hablaba antes para que empezara a funcionar el día exacto en que resucitara quien pudiera ayudarlo a cumplir su sueño. Fue una noche de otoño, en 1991, el año en que terminó la Guerra Santa, cuando mi hermana entró en el mundo de los vivos.

—¿Tu hermana? ¿Te refieres a Estigia, el río del odio?

—Sí, ella tiene un trato especial, no necesita permiso para ir a donde lo desee, mas solo viaja cuando hay un juramento de por medio, como el que hizo Belial de Aries.

Una voz ominosa se oyó en ese momento, ecos de las palabras de aquel hombre muerto hacía miles de años. Juraba eterna lealtad a alguien, no solo en vida, sino también en la muerte y el seguro renacimiento. Las puertas se abrieron de par en par, como si tal juramento hecho en nombre de Estigia fuera un llamado al que no pudiera negarse.

—Los eventos de esa noche están más allá —afirmó Leteo, apareciendo al lado de la puerta y, sin embargo, todavía cediendo el paso a la santa de Piscis, quien rauda había girado hacia él—. ¿Quieres verlo por ti misma?

—Recordar el pasado para conocer nuestro futuro —recitó Shizuma, antes de sacudir la cabeza—. No es eso a lo que he venido. Estoy aquí para ayudarle.

—Yo también, ¿puedo acompañarte?

—¿Qué clase de dios hace tal pregunta a un mortal?

A Shizuma le extrañaba, de verdad. No obstante, accedió a la petición de Leteo. Juntos, humana y deidad se adentraron en la puerta, la cual no tardó en cerrarse.

 

***

 

La armadura de Odín superaba todas las expectativas que Baldr alguna vez había albergado. Los ataques del santo de Aries, puro poder psíquico enfocado en borrar hasta el último de sus átomos, no hacían mella en él. Las espadas y lanzas en que Belial concretaba sus pensamientos no aparecían ya sobre el cuerpo, sino que eran arrojadas como armas comunes movidas mediante telequinesis, perdiendo de esa forma toda su relevancia en la batalla. Tampoco la habilidad de Belial para controlar a los hombres tenía efecto; en una ocasión, habló con soberbia al puño que Baldr estaba por encajar en su estómago, demandando que los dedos se torcieran hasta partirse. La mano solo tembló una fracción de segundo antes de seguir su avance y chocar contra el manto zodiacal, por mucho inferior a la protección del Sumo Sacerdote de Asgard.

Y nada ocurrió. Si Baldr poseía una considerable ventaja en lo defensivo, en la ofensiva era justo al contrario. Todavía resentía el contraataque del santo de Aries: un puñetazo en la mejilla que lo hizo hundirse en el asfalto, a diez metros de uno de los espejos en que se mostraba el devenir de la guerra. Las cosas iban bien, por lo menos en esa batalla y en ese momento. Faetón dirigía a un batallón de tiradores contra la legión de Aqueronte mientras tres sirenas adormecían con sus cantos al fantasma que los lideraba. Baldr no volvió a mirar, sino que raudo saltó del cráter y cargó a toda velocidad contra el santo de Aries, desgarrando las barreras que este levantaba a fin de llegar hasta su adversario y encajarle un nuevo golpe, esta vez directo al cuello. Belial desapareció antes de que tal cosa ocurriera, solo para aparecer a una distancia prudente.

—Como una bestia vives, como una bestia luchas.

—Creía que ibas a doblegar mi mente y usarme para matar a mi propia gente.

—Tienes una protección de lo más interesante, creo que te la quitaré primero.

—Un dios ladrón, ¿eh? Qué mezquino.

Desde ese intercambio había pasado un buen rato en el que Baldr no se había permitido ni respirar más de lo necesario. Los puños, como en el pasado, no funcionaban como los de un hombre, sino como las garras de un tigre ansioso por alcanzar a una presa escurridiza. En comparación, los ataques de Belial, invisibles a ojos mortales, eran como las herramientas de un gigante empecinado en moldear la obra de los dioses según sus propios intereses. Si las cosas no avanzaban en la dirección correcta, era porque el santo de Aries seguía subestimándolo, por eso estaba convencido de poder robarle la armadura y convertirlo en su marioneta antes de ofrecerlo en sacrificio a su ama.

Para Baldr eso estaba bien. Mientras no fuera analizado como una amenaza real, podía tomarse un tiempo para hacer él sus propios cálculos. El problema era, claro, el no luchar por una causa que él mismo puso en movimiento. Era un soldado en medio de una guerra que no era suya, donde cada cual tenía un papel que cumplir. Ofión de Aries era una de esas personas, una de las importantes, podía intuir, gracias a una mente que entrenó primero que el cuerpo, la misma que lo había llevado a donde estaba. Debía liberarlo de su yugo, del modo que fuera, así que atacó con todo.

La armadura de Odín, tan magnífica, resistió cada intento de Belial por frenarlo, al menos los directos. Él mismo debió ocuparse de cerrar con sus propias manos los portales que el santo de Aries abría en el espacio de un pensamiento para derramar sobre él la maldición de alguno de los ríos del infierno. Fuego y hielo, podredumbre y olvido, ya estaba acostumbrado a todos esos tormentos desde antes de vestir el más sólido manto del Reino, así que siguió adelante sin siquiera interponer los brazos, se arrojó a la perdición y hasta en el último momento escogió un ataque a la desesperada en vez de la defensa que mandaba la prudencia: su mano izquierda liberó una tempestad de cosmos sanguinario, paralizando a Belial el tiempo suficiente como para que la derecha se colocara encima de sus muy abiertos ojos.

—Serás tú quien me sirva —aseveró Baldr.

—¿Tú? ¿Pretendes doblegar mi mente? —preguntó el santo de Aries, con una sonrisa incrédula. Los ojos perdieron la pupila por un breve instante en que pareció derrotado. 

 

***

 

Un buen día, alguien llamó a la puerta del alcalde. Nadie le abrió la puerta.

El siguiente, la misma persona volvió a intentarlo. Era una mujer que había ido de visita a la pequeña ciudad portuaria de Caribdis en busca de un niño. Nadie quiso ayudarla.

En el tercer día, la mujer llegó hasta la oficina del alcalde y pronunció el nombre del niño. Era un chico solitario, residente en una mansión alejada del pueblo con el servicio como única compañía. También era hijo natural del alcalde. Nadie le permitió verle.

Tres veces quiso ver cumplido el juramento y tres veces le fue negado. Así pues, esa misma noche, la legión de Estigia fue convocada para arrasar con la ciudad.

 

***

 

En los restos de esa ciudad combatían Baldr y el santo de Aries, en el recuerdo de tales restos, además, caminaba Shizuma acompañada del dios del olvido.

Porque el río del odio era de todos los hijos de Océano y Tetis el más fuerte, los soldados de su legión gozaban de un poder terrible, el de aplastar la misma existencia de las cosas. Todo lo destruido esa noche pasó al olvido, no quedó ningún superviviente, o al menos, no debía quedar. De la legión de Estigia, un solo soldado fue desplegado para exterminar a los mortales uno a uno durante toda la noche, dejando al que había rehuido su juramento para el final. Este, un chico amigo de las aventuras y seguro de su fuerza, al haber ganado algunas batallas callejeras en el pasado, cuidaba de una pareja proveniente de Rodorio, el hombre poco amigo de la violencia, la mujer recién salida de un parto, con una bebé en brazos. Las primeras horas las pasaron en la casa, de la que el propio servicio tuvo que ayudarles a salir al saberse todos en peligro. Después, entre callejuelas oscuras y una lluvia torrencial que acompañaba el llanto del bebé, creyeron escapar de un peligro que tan solo los estaba dejando para el final.

Shizuma atestiguó tan terrible encuentro. En el amanecer, un ser sin forma definida avanzaba hacia un chico que lo desafiaba a voces. El bebé, de ojos grises y pelo castaño, ya no lloraba, tampoco del cielo brotaba una sola gota, como si los dioses se hubiesen compadecido de los padres que con sus cuerpos habían protegido a su hija de la intemperie. Parecía todo perdido, hasta que, como dos estrellas que el sol no hubiese podido opacar con su resplandor, los santos de Escudo y Cruz del Sur descendieron al punto que separaba aquellos inocentes de aquel mal antiguo.

—¿La niña es…? —quiso preguntar la santa de Piscis.

—Quien imaginas —cortó Leteo, con una sonrisa cómplice.

El santo de Escudo, sin perder un solo segundo, encerró al engendro de Hades en una barrera gravitacional y gritó a los supervivientes que huyeran. Los padres así lo hicieron; la gratitud que sentían hacía el chico que tanto los había ayudado era grande, pero no mayor que el amor que sentían por su pequeña. En cuanto comprendieron que aquel niño no los acompañaría, encomendaron su vida a la diosa Atenea y corrieron.

Por un momento, Shizuma sopesó el acompañar a aquella familia, pero al igual que debió ocurrirle al chico, terminó observando la última batalla de aquellos dos santos de Atenea. Quien portaba el manto de la Cruz del Sur se hallaba en el interior de la barrera conjurada por su compañero. Como un gladiador luchando contra una bestia enjaulada, esquivaba los lances del engendro con gran velocidad y rapidez, liberando cada que era posible auténticos rayos de tormenta desde sus manos extendidas. De esa forma, pudo dar tiempo a los supervivientes a llegar a la población más cercana, eso era todo en lo que debía pensar cada vez que veía al engendro resistir un nuevo ataque y contraatacar con cada vez mayor brío, obligándolo a defenderse al ser imposible evadirlo.

Con el tiempo ocurrió lo inevitable. Una explosión de fuego, luz y rayos llenó la barrera en un último choque entre el santo de Cruz del Sur y el engendro. El asombro y las esperanzas del chico se sumaron al lamento del santo de Escudo, quien gritó el nombre de su compañero, Georg. La única respuesta fue el crujido de la barrera al romperse y el estruendo de una onda expansiva que arrasaría con todo lo que alcanzara.

—Soy el guardián del juramento realizado por Belial de Aries —dijo el engendro del Hades, cuyas formas eran ya visibles. Un héroe de tiempos pretéritos montado en un caballo alado y enarbolando la espada ensangrentada que había cobrado incluso la vida de un santo de plata—, ¿por qué os interponéis en nuestro camino, siervos de Atenea?

El santo de Escudo no respondió de inmediato. Acababa de recibir en su ser una buena parte del poder liberado, al interponerse entre el chico insensato que se negaba a irse y la explosión. A pesar de la protección en el brazal, sentía un dolor punzante en el cuerpo, la mente y el alma. Un manto sagrado de segundo rango no bastaba para protegerlo del poder de un guardián del Hades, según parecía.

—Es nuestro trabajo ponernos en el camino de los demonios, así sea para proteger un crío estúpido —espetó el santo de Escudo, guiñando empero al niño que lo observaba.

—Soy el guardián del juramento realizado por Belial de Aries, no un demonio —objetó el guardián, acometiendo contra el santo de Atenea. Este, de nuevo, interpuso el escudo que heredaba el poder defensivo de su constelación guardiana, pero no fue suficiente: fue cortado de par en par, junto al brazo entero. La sangre manchó el cuerpo del jinete del Hades, sin perturbable en lo más mínimo—. Mi señora, Estigia, es tan digna de fervor como la vuestra, pues ya luchaba al lado de Zeus cuando el rey era joven.

—¡Hijo de…! —empezó a gritar el santo de Escudo, callando a medias con una sonrisa. De repente, allá donde se había desatado la explosión, nacieron miles y miles de rayos que golpearon sin piedad alguna la espalda del guardián. Y en medio de tal poder estaba Georg de Cruz del Sur, malherido y con el manto de plata hecho un desastre, pero vivo—. ¡Bastardo, me habías asustado! —A pesar de las heridas, rio.

—No es propio de ti ser tan deslenguado, Juan —aseveró Georg, colocándose en menos de un parpadeo a la diestra de su amigo. Unidos protegían al chico, tan mudo y admirado—. ¿Puedes llevártelo?

Juan miró de reojo el muñón al que había sido reducido su brazo.

Georg asintió. Huir no era una opción. Unidos, los santos de plata miraron al chico una última vez, como pidiéndole disculpas por el posible fracaso, y cargaron contra el guardián de Estigia henchidos de cosmos, valor y orgullo. Todo el poder de uno iba destinado a la defensa, mientras que el del otro se enfocaba por completo al ataque.

—¿Estás seguro? —preguntó Juan—. Es el ojito derecho de Estigia.

—Ja —espetó Georg, las manos cargadas con el poder del trueno—. ¡Mi cosmos desgarrará hasta el alma de un dios, por poderoso que sea!

Esas palabras quedaron grabadas en los oídos del chico. Serían las últimas que oiría en mucho tiempo. Al golpear al guardián con todo su poder, Georg hizo estremecer la ciudad entera, llenándola de luz y sonido, sobre todo eso último. Tan sonoro fue el estallido que el chico acabó inconsciente y con los oídos sangrantes.

 

***

 

—¿Qué piensas, Aoi? —preguntó Leteo, de pie en el mismo punto donde se dio la batalla, en una calle secundaria muy cercana a la salida de la ciudad—. ¿Culpas al chico por la muerte de tus compañeros?

—No lo hago —contestó Shizuma, sin dudar—. Él no huyó porque había entendido que el guardián lo buscaba a él. No quería poner en riesgo a más gente inocente.

—Deberías pensar mejor las cosas, Aoi. Tus compañeros no murieron, fueron olvidados. ¿Alguna vez has visto lápidas con sus nombres en vuestro cementerio?

—Jamás.

—Es un alivio. Lo contrario significaría que no estoy cumpliendo mi papel.

—Aun así, culpar al chico sería insultar el sacrificio de Juan y Georg.

—¡No repitas esos nombres, por favor! Se siente como si me robaras algo muy querido.

—Es posible que así sea.

—¿Pretendes robarme algo, Aoi?

Con genuina sorpresa iluminando su rostro, idéntico al de Shun en todo detalle, Leteo parpadeó tres veces. Tal era la curiosidad que sentía por los pensamientos de Shizuma.

—Es posible que los santos de Atenea, los generales marinos de Poseidón y las legiones del Hades, estemos destinados a ser parte de ti —aventuró la santa de Piscis—. Ser mitos y leyendas, como lo son nuestros dioses para Grecia y el resto del mundo.

—Eso es asunto de Zeus —dijo Leteo, como de casualidad. Sintiéndose observado por la enmascarada, añadió—: El volvernos mitos y leyendas para la raza humana fue decidido por él. Solo Poseidón y Hades, por ser sus iguales, osan contradecirlo.

—¿Dónde está? —preguntó Shizuma. 

—Recuperándose —respondió Leteo—. ¿No puedes estar en todas partes?

—Sabes que algo me afecta aquí.

—¿A pesar de que te estoy ayudando?

—Me sorprendería que fuera así.

—¿De qué otra forma explicas que no pierdas el sentido de ti misma en un mundo tan lleno de pensamientos como este? No es solo el chico al que llamas Ofión, Mu y Shion, sino también otros muchos portadores del primer manto zodiacal, como Neoptólemo, Theseus, Gateguard, Avenir…

—Está bien —cortó Shizuma—. Te creo.

—Ten fe, Aoi —dijo Leteo—. Los dioses ayudamos a quienes tienen fe. A veces.

 

***

 

Fiel a su palabra, Leteo acompañó a Shizuma Aoi hasta donde se hallaba el muchacho, pero fue un viaje largo en extremo, lleno de paradas frustrantes donde la Dama Blanca solo acariciaba la sombra de un recuerdo ocurrido hace mucho.

El muchacho sobrevivió a la caída de Caribdis. Tres días después de la lucha, despertó y erró por las cercanías sin recordar siquiera cuál era su identidad. Tuvo la suerte de ser encontrado por una pareja de médicos que lo alimentaron y ayudaron a recuperarse de las heridas, sin embargo, cuando estuvo repuesto y la idea de arreglar los papeles para que se convirtiera en su hijo con todas las de la ley empezó a surgir durante las comidas, el chico tuvo un miedo atroz y huyó. Nadie en la ciudad volvió a acordarse de él, como tampoco podrían recordarlo los habitantes de las pequeñas poblaciones en las que mendigó hasta encontrar la paz. Sencillamente, allá donde iba, el pequeño llevaba consigo su recuerdo, como una extensión de la maldición lanzada sobre Caribdis.

Fue en las ruinas de la ciudad portuaria donde empezó a hallar respuestas. Pisó la urbe por casualidad, algo que ningún otro mortal podría hacer, e imágenes inentendibles le vinieron a la cabeza, guiándolo hasta dos cajas metálicas abandonadas en medio de la calle. Las reconoció al instante por un cuento que alguna vez le contaron, la leyenda de los santos de Atenea y del Santuario consagrado a la diosa, cerca de Atenas. Persiguiendo aquel sueño, el chico cargó como pudo con las cajas metálicas e inició la última etapa de aquel viaje dos años después de su inicio, aquella noche de otoño.

En Rodorio fue recibido como un héroe. Recibió manjares y buenos cuidados en la posada regentada por la pareja a la que salvó, contento con verlos tan bien a ellos y a su hija, aun si ninguno lo recordaba. De hecho, nadie podía decirle que hubiese habido un portador para cualquiera de los mantos sagrados que traía consigo, ni que existiese una ciudad llamada Caribdis. Al principio, pensó que hasta entre los creyentes de Atenea podía haber gente normal, pero los enviados del Santuario, un gigante y una amazona que respondían a los nombres de Jaki e Hipólita, tampoco tenían respuesta.

De todas formas, se quedó allí un tiempo, inspirado por las palabras del santo de Cruz del Sur. Entrenó día y noche, seguro de que despertaría alguna fuerza desconocida que dormitaba en su interior, hasta que la frágil paz que reinaba en el Santuario se rompió. Hipólita abandonó la orden de Atenea y Jaki fue cazado por el resto de amazonas. Eso le horrorizó: ¿no eran los santos de Atenea los garantes de la paz y la justicia en la Tierra? ¿Cómo podían ser tan imperfectos? En su mente, todavía inmadura, apareció la idea de poner a prueba a tan afamado ejército. Si al abandonarlos lo olvidaban, no eran tan fuertes como se decía de ellos, no eran mejores que nadie y no merecían ser los defensores de la humanidad. Con tan pesimista visión de las cosas huyó el chico del Santuario, llevándose consigo su recuerdo. Nada había cambiado.

Erró por el mundo durante diez largos años antes de volver a Grecia, de familia en familia todo el tiempo, hasta llegó a visitar Jamir, si bien Kiki y sus hijas lo terminaron olvidando, como era natural. Pero la paz no volvía, necesitaba regresar a su ciudad, esa que no figuraba para ningún gobierno en el mundo, esa de la que ni siquiera se escribían historias. Si quería reconciliarse consigo mismo, tenía que ir a Caribdis.

—¿Cansada? —preguntó Leteo, invisible acompañante del chico.

—Puedo seguir. —Shizuma Aoi, al igual que el dios del olvido, siguió la pista del chico por su propio pie, no del modo que lo habría hecho en mejores circunstancias. Eso era agotador hasta para una santa de oro: llevaba trece años de viaje alrededor de Grecia y el mundo entero—. Debo hacer que recuerde.

—Esa palabra duele.

—No podemos huir del dolor.

—¿Quién escribió esa norma?

—Creía que querías ayudar.

—Por eso estoy aquí, Aoi —dijo Leteo, mirando la espalda del chico, ya todo un hombre caminando hacia su destino—. Para ayudarlo a él. Quiere olvidar. 

—No se trata de lo que queremos —repuso Shizuma—, sino lo que necesita el mundo.


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#278 Seph_girl

Seph_girl

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Publicado 17 septiembre 2021 - 14:06

¡Ah! Dos cap seguidos, premio doble.
 
Cap 93. Baldr de Alcor se roba el show
 
Bien, pues parece que Ofión ha sido poseído por el primer primerísimo santo de Aries del pasado, llamado Belial, quien dejó su conciencia en la armadura hasta el día prometido. El poder de este es tremendo, genial presentación pues cuando dijo "arrodíllense" la mayoría cayó de frente sin meter las manos jajaja.
 
Oribarkon está cabreadísimo por el regreso de Belial, seguro que sí, ellos hicieron mierd* la Atlantida y todo eso jajaja.
Al fin abre el cofre que anduvo cargando, sacando las escamas de los generales marinos que no tienen dueño y dándoles un tipo de 'vida' para que peleen y se luzcan contra parte del ejercito Mu y demás.
 
Mientras, Belial y Baldr se han ido no se a donde y allí Belial nos revela la verdadera identidad de Baldr, un gemelo que asesinó a su hermano ¡QUÉ SORPRESA ara un Alcor! Pero la mejor es que invocó la armadura de Odin, ¡una de mis cosas favoritas de SS!
Ah, qué poderoso y genial hombre pones a Baldr... aunque cuando se pone a hablar de que viene de otro mundo me confundió un poquito... pero en fin, ¡bravo por él!
 
CONTADOR DE MUERTES (de personajes con nombre) EN ESTA GUERRA: 6
 
PD. Genial cap, sigue así :D
 
************
 
Cap 94. Erase una vez en Caribdis
 
Estamos con la santa de Piscis, quien anda recorriendo pasillos de la memoria del universo buscando a Ofión, para  terminar encontrándose con Leteo quien despues de terminar su sesión de café con la armadura de Aries está allí vestido como Shun de Andrómeda.
Ambos entraran a dar un paseo por los recuerdos del pasado de Ofión en busca de pistas. (Ese Leteo es un vago que pierde tiempo en reuniones y paseos mientras una guerra se da jaja)
 
Baldr y Belial siguen en su pelea, la cual no termina porque el santo de Aries subestima al enemigo e intenta quedarse con la armadura de Odin (nada tonto).
 
El episodio se va en la vida de Ofion y la aparente maldición que tiene al ser olvidado de todo lugar al que abandona jeje. Habrá que ver las respuestas que da ese viaje por el pasado.
 
CONTADOR DE MUERTES (de personajes con nombre) EN ESTA GUERRA: 6
 
PD. Buen cap, sigue así x3

Editado por Seph_girl, 17 septiembre 2021 - 14:53 .

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#279 Rexomega

Rexomega

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Publicado 20 septiembre 2021 - 09:10

Saludos

 

¡Buen review, sigue así!

 

Seph Girl

Spoiler

 

***

 

Capítulo 95. Divino olvido, cólera humana

 

Más rápido que la luz, el santo de Aries golpeó la armadura de Odín, haciéndola vibrar por completo. Baldr ni siquiera había empezado a sentir el latigazo de dolor cuando un nuevo puñetazo impactó en su estómago, al mismo tiempo que le amartillaban el hombro con más violencia que la que un manto zodiacal podía aguantar, poniéndolo de rodillas. Después, tan solo tuvo oportunidad de ver la sangre manando entre las grietas del guantelete de Aries durante el corto instante que necesitó su oponente para ejecutar el cuarto y decisivo ataque, contra su pecho.

Baldr parpadeó, dolorido, encontrándose al abrir los ojos con las nubes que atravesaba como un proyectil directo al espacio.

Lo había hecho enfadar de verdad, pero no se arrepentía de intentar doblegar su mente, en especial por la información que había extraído de ella. Había algo, una fuerza incomprensible hasta para él, operando entre los pensamientos del santo de Aries, tratando devolverlo a su auténtico yo. Tenía que alargar el combate todo lo posible. Sonrió con sorna, lejos de la vista de cualquier mortal; no era como si pudiese hacer otra cosa. Con un pensamiento, liberó la fuerza de su interior y la proyectó no contra algo en particular, sino sobre el mismo tejido espacio-temporal en el que las cosas existen, desgarrándolo para introducirse en la capa ínter-dimensional que separaba los Nueve Mundos de la esencia primordial, llamado por unos Vacío y por otros Ginnugagap.

En ese espacio era intocable y podía llegar a cualquier otro lugar en el mundo tan rápido como era posible según las leyes de los dioses, ni siquiera el reino de Hades estaba exento ahora que se hallaba conectado al mundo de los vivos gracias a la manifestación de los ríos infernales. Nada debía serle inaccesible, y sin embargo, un recinto lo era, una dimensión aislada del universo material, creada para que nadie entrara en ella salvo quienes luchaban en su interior. Baldr solo podía pensar en tres personas de las que debiera cuidarse en la actual Guerra Santa: Damon de la Memoria, Arthur de Libra y Bolverk de Cocito, así que enseguida asumió que los dos últimos eran los responsables de ese pequeño obstáculo en su dominio sobre las dimensiones.

«No me extraña que los dioses del Zodiaco quieran renacer en esta época —reflexionó el auto-proclamado dios guerrero—. Los pecados de la era mitológica se repiten uno tras otro. Así lo decían las profecías, según la familia real de Midgard.»

Después de tres mil años de libertad, lo único a lo que aspiraba ese mundo estancado era el regreso de unos amos que les dijeran lo que tenían que hacer. Todavía se le revolvía el estómago de pensarlo. Si tanta fe tenían los reyes de Midgard, ¿por qué no formaron un ejército, a través de los Nueve Mundos, para conquistar el Hades y acelerar la resurrección de sus dioses? Según las leyendas, así obró Adremmelech de Capricornio, el último en caer. ¿Fracasó? Cierto, pero fracasó luchando.

Sacudió la cabeza en aquel espacio sin tiempo. Él no era la clase de hombre que volvía la vista atrás. Avanzaría hacia adelante, siempre, hasta las llamas del Ragnarok, no, más allá incluso. Preparó los puños y el cosmos y apareció a la espalda del santo de Aries como si solo un par de pasos los hubiese separado hasta ahora, pero la celeridad imposible de su ataque no fue suficiente. Belial giró, tomó su puño y apretó con hercúlea fuerza, desatando al momento un contraataque que Baldr bloqueó con la mano libre. Así quedaron de pronto, en un equilibrio tan repentino como frágil.

—¿Qué es lo que planeas? —preguntó Baldr, sarcástico—. Tu ama resucitó hace… ¿Cuánto, veinte años? ¡Y como una mortal más, por lo que sé!

—El envoltorio es insignificante —dijo Belial, endureciendo la faz—, solo el espíritu tiene valor. Fuimos grandes en el pasado y lo volveremos a ser en el futuro.

—¿Por qué molestarse? Ella podría estar muerta ahora, yo, en cambio, estoy vivo.

—¡Propones una alianza! Pobre loco, no puedes compararte a ella.

—Si está muerta, yo diría que sí.

—¡Aun si lo estuviera, seguiría siendo superior a ti, bestia! Ni siquiera la suma de todos los seres que luchan en esta patética guerra, tiene más valor para nosotros que nuestra Señora. ¡Deja de humillarte, bestia, y mejor pide clemencia de rodillas!

—Si tuvieras fe —empezó a decir Baldr, sonriente—, me dirías que alguien así no puede morir. Oh, espera, ya se murió una vez.

Tal y como había imaginado, el santo de Aries apretó los dientes con furia y empujó con ambas manos. Baldr sabía inútil toda resistencia, así que sin previo aviso soltó un cabezazo brutal. El yelmo de Aries se hizo añicos, la sangre manó de una herida abierta en la frente de Belial y Baldr salió volando hasta chocar con un edificio. Por ese breve momento, había convertido la armadura de Odín en un arma y había funcionado.

—No soy ningún fanático —susurró Belial, mirando cómo los restos de la estructura caían entre una gran polvareda. El cuerpo que poseía podía herirse, el manto dorado que lo envolvía podía ser roto, pero su alma y cosmos estaba muy por encima de todo eso, así se lo hizo saber a Baldr el santo de Aries, tornando su aura en los Husos Desgarradores, que como un sinfín de hilos localizaron al norteño entre los escombros y lo arrastraron hasta él sin ningún cuidado—, mas soy leal. Si mi Señora está aquí, pondré el mundo de los vivos a sus pies. Si está abajo, haré lo mismo con el inframundo, tengo un ejército listo para ello.

—Creía que el loco era yo —dijo Baldr, riendo. Más allá del polvo que le llenaba la cara, no tenía daños. Los hilos no podían atravesar la piel de su cuerpo protegido por la armadura de Odín—. ¿Pretendes invadir el Hades con su propio ejército?

Rio con más ganas mientras una energía rojiza cubría los Husos Desgarradores del santo de Aries. Este, adivinando la estratagema de su rival, aumentó la presión de los hilos dorados sobre el cuerpo del norteño, pero solo logró que se rompieran como las cuerdas de un malogrado instrumento musical. Tan pronto se vio libre, Baldr volvió a reunir el cosmos que había desplegado en su brazo y descargó un ataque de lado a lado que a punto estuvo de cercenar el cuello del santo de Aries.

Mundo, detente —susurró Belial a destiempo, pues hacía rato, todo en aquella ruinosa ciudad, incluido el norteño, se había detenido por completo—. Especie de loco sanguinario, el mundo que construiremos no necesita a nadie como tú.

Cargó de cosmos el puño derecho, evocando la técnica a la que Ofión de Aries llamaba Justicia de Atenea. Tal nombre sería el indicado para poner fin a aquella bestia.

—Yo lo tendré todo o no tendré nada —dijo aquel que no debería poder hablar. Belial prosiguió su ataque pese a la sorpresa, pero la Justicia de Atenea chocó contra las Garras del Tigre Vikingo, cargadas de poder, y ambas fuerzas se anularon entre sí creando un vacío, un portal hacia el laberinto ínter-dimensional en el que con tanta habilidad sabía moverse—. Desaparece… ¿Qué…?

—No seas ridículo, monstruo, esto es una insignificancia. —Las manos doradas del santo de Aries tomaron los bordes del portal como si fuera algo sólido y de la misma forma lo cerraron. Que una de estas estuviese herida no pareció afectarle en lo más mínimo—. No eres el único hábil en estos asuntos del espacio-tiempo.

—En esta época es un poco más exclusivo —comentó Baldr.

—¿A qué juegas, monstruo? Alargas esta batalla, lo estoy notando. No das todo de ti. No, no hace falta que respondas eso —cortó Belial cuando el norteño abría los labios, a buen seguro para hacer alguna burla—. Me preocupa más por qué alguien como tú está aquí, en la matriz de los mundos que creamos.

—Leíste mi mente.

—Hay límites para la locura.

—Tu ama renació como una mortal y tú posees un cuerpo que se desintegraría tras un solo paso si usaras todo tu poder. Tengo cierta ventaja.

—¿Basta una ventaja para tratar de matar a tus propios dioses?

—Pensaba que ya había dejado claro que no os considero mis dioses.

—Eso no hace que dejemos de serlo.

—Si pensarlo te hace feliz —dijo Baldr, encogiéndose de hombros. El tiempo volvía a fluir con normalidad, aunque eso tenía poca importancia para él ahora—. Seré franco, no vine a este mundo con una idea en mente, sino para prepararme.

—¡Para traicionarnos! —exclamó Belial.

—Oh, vamos, moristeis hace tres mil años, solo el rey de Midgard creía que regresaríais porque su padre, su abuelo y toda su línea sucesoria lo creía. Hades cae, los muertos renacen y la madre de todas las batallas comienza. ¿En esa parte estamos ahora, verdad?

—¿Qué mejor ejército que el de los muertos?

—En eso estoy de acuerdo —asintió Baldr—. Y los Astra Planeta, por eso apartan la mirada de esta guerra que no tiene nada de santa, porque quieren un ejército que dirigir y tanto el Santuario como el Reino Submarino se niegan a servirles.

—No regresaremos para eso —aseguró Belial.

—¿Serviréis al Hijo, entonces?

—¡Tampoco!

—Estupendo, entonces podemos ser aliados.

—¿Aliado de quien ha pensado, así sea por un segundo, en matar a mi Señora?

—Según la profecía, los dioses del Zodiaco renacerían como meros mortales, se me ocurrió que si eso era así, podía ahorrar al Reino de Asgard problemas cortando unas cuantas cabezas con Balmung. Si, en cambio, fuerais fuertes, preferiría ser un aliado a un enemigo. Os respeto y admiro, no como dioses, sino como hombres que hicieron lo que debía hacerse. ¿Está mal eso? No lo creo.

—Lo que creas no tiene la menor importancia.

—Es interesante escuchar eso de quien vivió a expensas de las creencias de la gente.

De nuevo el santo de Aries aceleró a una tremenda velocidad, descargando una andanada de golpes para la que Baldr no tenía respuesta alguna, más que resistir y esperar el momento para tele-transportarse lejos.

—¿Esa es tu idea de negociar? —preguntaba, empero, el norteño, interponiendo ambos brazos frente los puños infinitos del santo de Aries.

—Viniste aquí a matar a una diosa —bramaba Belial, con los ojos inyectados en sangre y una sonrisa feroz en la que mostraba todos los dientes—, ni siquiera la muerte bastará para limpiar tus pecados, apóstata fratricida.

Tras un largo minuto de asedio, el norteño ingresó en aquella dimensión fuera del espacio convencional, herido. Belial de Aries estaba fuera de sí, no tenía caso explicarle que nunca planeó en serio ir al mundo madre a cazar dioses de ninguna clase, que todo lo que leyó en su mente no era más que teoría, posibilidades que todo hombre precavido pensaría antes de dar cualquier paso decisivo. Eso le frustraba un poco, una alianza con Belial le abriría las puertas a una relación igual de provechosa con Damon, el único lo bastante poderoso como para avivar la consciencia de un alma congelada en lo profundo de Cocito. Juntos, el Rey de la Magia y el Sumo Sacerdote de Asgard podrían preparar las cosas para algo en verdad grande, si sabían esperar. Pero esa puerta estaba cerrada y ahora solo le restaba confiar en que los santos de Atenea le sirvieran de ayuda.

Aquel nuevo plan era sencillo, porque no era ningún plan. Bastaba con que los santos de Atenea se ocuparan de los ejércitos del Hades para que toda la atención del Olimpo y las fuerzas del Hijo se centraran en el Santuario, olvidándose del Reino de Asgard. Para lograr eso, claro, Ofión de Aries debía cumplir su papel, es decir, no morirse.

«Esa es la parte difícil —reflexionó Baldr—. Si luchamos, morirá. Con suerte, antes de matarme a mí —dijo para sí, consciente de que toda zona de su cuerpo no protegida por la armadura de Odín lucía heridas de menor y mayor gravedad.»

Habría querido pensar una estrategia mejor, pero entonces sintió una presencia cercana. No eran Bolverk de Cocito y Arthur de Libra, sino alguien más cercano.

Belial de Aries lo estaba buscando.

Baldr no le hizo esperar. Apareció de improviso diez metros por encima de su cabeza, liberando una tempestad de cosmos carmesí que el santo de Aries detuvo en una mano alzada y se la regresó un instante demasiado tarde, el norteño ya se había adentrado en las dimensiones y regresaba en un ataque frontal y feroz.

—El poder de Belial de Aries era hacer realidad sus pensamientos —afirmó Baldr, aun cuando solo estaba haciendo suposiciones. Sus garras habían sido frenadas por una barrera demasiado sólida para su apariencia cristalina, una técnica característica de los Mu—. ¿Has perdido esa facultad? Ahora atacas como Ofión de Aries la mitad del tiempo, ¿está regresando el muchacho a su trono?

—Él solo era una herramienta —desechó Belial, golpeando el rostro de Baldr. Pudo hacerlo, pero enseguida el norteño desapareció y volvió a aparecer con sus garras a centímetros del santo de Aries, más rápidas que nunca—. No necesita regresar.

—¿Ves como no eres más que un sirviente? —espetó Baldr, cobrando ventaja por momentos. Había renunciado a ganar a tal oponente en cuestión de fuerza y velocidad; ahora, apoyándose en su habilidad para viajar entre la dimensiones, no solo lograba ejecutar técnicas en tiempo cero, sino que su propio cuerpo se aceleraba más allá de los convencionalismos de la física, superando la velocidad de la luz. Ya no era él quien estaba a la defensiva, sino Belial—. ¡Un rey de verdad siempre sabe dar un uso a sus súbditos! —gritó en plena acometida, sonriendo.

En tanto, el manto de Aries temblaba, ansiando abandonar el cuerpo que protegía. Pues una fuerza sin precedentes estaba naciendo en las entrañas del mismo.

—En verdad eres un monstruo —susurraba Belial tras los brazos cruzados.

Él también sonreía.

 

***

 

El regreso del joven a su ciudad natal no tuvo nada de pacífico, más bien, fue el comienzo de una nueva batalla, aquella por la que tanto había entrenado.

A Shizuma no le estuvo permitido escuchar la conversación entre el hombre y Estigia, quien al parecer se había manifestado en ese lugar una vez más para hablarle de una vieja promesa y de una misión. Resultó que el guardián no fue destruido en la batalla con los santos de Escudo y Cruz del Sur, sino que se dividió en una serie de fragmentos que ahora poblaban Caribdis para ponerlo a prueba. Los fragmentos eran seres amorfos, mezcla de antiguos héroes y los monstruos a los que dieron muerte, al enfrentar a cada uno de ellos, el joven se abrió al recuerdo de una nueva vida encerrada en él.

—¿Qué pretendéis los ríos del Hades? —preguntó Shizuma sin esperar una respuesta.

—Podrías considerarnos la vanguardia del inframundo —dijo Leteo, tan sereno como siempre—. Entre los treces Campeones del Hades que habrían, cinco servirían como Portadores de nuestro poder. Avatares, si lo prefieres. Sufrimiento, Lamento, Cólera, Olvido y Odio, así debía ser, mas Estigia se nos adelantó.

—¿Qué hay de Damon? Él es el Portador de la Memoria —recordaba Shizuma.

—Estoy lleno de recuerdos, Aoi, no es una sensación que me guste, por eso mi ser se divide en dos lagunas. Una para que las almas olviden sus vidas pasadas antes de reencarnar, otra para que recuerden por siempre sus fallas, Mnemosine.

—No lo comprendo, has venido aquí a detener lo que Damon de la Memoria puso en marcha, eso significa que tú no se lo ordenaste.

—Lo que yo deseo y lo que desea esa parte de mí que se hace llamar Mnemosine, como la primogénita de Urano, son cosas muy distintas. Eso no debería sorprenderte, Aoi, sobre todo ahora que has descubierto la verdad. Seis años antes de que Aqueronte apareciera, seis años antes de que Caronte recibiera órdenes y que como consecuencia de ello los Señores del Hades empezaran a despertar en un reino sin rey, mi hermana apareció para recordarle al último descendiente de Belial de Aries la promesa que le hizo. La santa de su devoción, la más infame entre todas las mortales, había renacido y era su deber cuidar de ella, protegerla. Desde el Tártaro hasta los confines del universo material, solo tres personas saben este secreto: mi hermana, tú y yo. Esperaba una conclusión más perspicaz de tu parte, mas el tiempo escasea.

Shizuma asintió. Los fragmentos en Caribdis no eran infinitos, e intuía que en cuanto el joven derrotara a todos, sería consciente de que lo estaban siguiendo.

—Tu hermana vino a la Tierra siguiendo órdenes.

—¿Qué te hace pensar eso?

—El simple hecho de que no se lo impedisteis lo demuestra.

—Asumes que podríamos enfrentarnos a Estigia, la primera en aliarse con Zeus durante la Titanomaquia, mas daré por bueno el razonamiento si me dices quién se lo ordenó.

—¿Quién más que la reina? —lanzó Shizuma, guiándose por el instinto.

—Eres buena, Aoi, eres muy buena —aprobó Leteo con un gesto animado.

—Caronte no sabía nada de esto.

—No. Él decía la verdad al ofreceros terminar con esta guerra a cambio de una alianza. Un chasquido de dedos le habría bastado para separar el Hades de vuestro mundo. 

Shizuma guardó silencio. No tenía nada que objetar a la decisión tomada por el antiguo Sumo Sacerdote y su sucesora, Akasha, respecto a Caronte de Plutón. Estaba convencida de que ambos habían obrado con justicia. Ahora, siendo consciente de que el poder del enemigo del Santuario se hallaba presente en la totalidad de la guerra entre los vivos y los muertos, le parecía imposible concebirlo como un aliado. Los soldados del Aqueronte, los guerreros sagrados de Cocito, los monstruos de Flegetonte y los fantasmas de Leteo, todas aquellas fuerzas, némesis de la vida misma, podían andar por la superficie terrestre porque Caronte de Plutón así lo había dispuesto.

Entretanto, el joven combatía al último de los fragmentos: caballo de cintura para abajo, torso de hombre curtido en mil batallas y cabeza de toro, una auténtica quimera sacada de tiempos antiguos. La impresión en el joven era tal, que cargó contra él dando todo de sí, con una agresividad más propia de bestias que de hombres. Desde luego, el grito de guerra que salió de su boca en medio del ataque, no se sentía humano.

Pero lo era, Shizuma estaba segura de ello. El superviviente de Caribdis, con la sangre de Belial en sus venas, era tan humano como cualquiera. Y un verdadero santo de Atenea, así lo sintió al verlo desgarrar el cielo con el simple movimiento de su brazo.

Las nubes y el fragmento se partieron en dos mitades al mismo tiempo, cortadas por la innominada técnica del joven. Este, consciente de que lo miraban, dio la vuelta, revelándose como un guerrero muy distinto al chico que abandonó Caribdis. De tez oscura, nariz recta y misteriosa sonrisa, no tardó en mostrar desconfianza hacia Leteo. Sus ojos rasgados de por sí fueron apenas rejillas en lo que intercambió miradas con el dios del olvido, abriéndose en cambio de par en par al notar a su acompañante.

—¡Aoi! —exclamó Ofión, pues no era nadie más que él, ahora que había exterminado al último de los fragmentos—. ¿Qué haces aquí?

—Qué pregunta más extraña —dijo Shizuma. Con paso seguro, caminaba hacia el joven, quien se apartaba de la frente sudada el cabello, lacio hasta los hombros—. Yo estoy en todas partes, por eso estoy aquí. La mente es un lugar más.

Ofión asintió, dudoso, para luego voltear hacia el derrotado fragmento. La criatura se había tornado en un sinfín de lucillos dorados que flotaban a su alrededor, atraídas por su sangre. Una a una, las luces entraron en el cuerpo del joven, añadiendo a su mente una nueva vida del lejano pasado. No era la primera vez que ocurría eso, pero había una pequeña diferencia con el resto de ocasiones: una Caja de Pandora se alzaba en el mismo punto en el que estuvo el cadáver del enemigo, con un carnero en relieve.

—Vaya, eso no lo recordaba —confesó Leteo, acaso mintiendo—. Estaba convencido de que la consciencia de Belial y el testamento de Mu eran la misma cosa.

—El Rey confió el Tesoro a la Bruja —explicó Ofión mientras los lucillos entraban en su cuerpo, añadiendo a su mente una nueva vida del lejano pasado—. Eso fue lo que escuché cuando viví esto la primera vez. Cuando era un muchacho, tenía todo el sentido del mundo. Ahora todo es confuso, ¿qué está ocurriendo, Aoi?

«El Tesoro es el testamento de Mu —fue lo primero que entendió la interpelada—, recogido por Estigia para ser transmitido desde Belial a quien cumpliría su juramento de proteger a la reencarnación de su ama a cambio de la restauración de su pueblo. Entonces, el Rey y la Bruja deben ser Belial, el primer depositario del testamento de Mu y Estigia, la deidad del infierno que maldijo a Ofión desde su niñez.»

Shizuma avanzó, deseosa de dar alguna respuesta que tranquilizara al joven. Leteo, empero, la detuvo interponiendo el brazo. Era su turno de hablar.

—Estoy aquí porque me convocaste. Cansado de tantos recuerdos confundiendo tu mundo interior, donde siempre todo fue tan claro, deseas desligarte de ellos. Es por eso que estoy aquí como un amigo y no como el enemigo que te derrotó en combate.

—¿Derrotado? —repitió Ofión, incrédulo durante un mísero segundo. Eso fue lo que tardó en dudar de sus propias facultades—. Claro, de nuevo me faltaba fuerza.

El último descendiente de Belial bajó la mirada, hacia las destrozadas calles de una ciudad que solo él recordaba. Tiempo atrás, fue demasiado débil para protegerla. Desde entonces no había hecho otra cosa que buscar el poder que había sido introducido en su subconsciente desde que fue salvado por dos santos de Atenea. Aun si no podía recordar a ninguno de ellos, aun si no sabía lo que buscaba conseguir, terminó regresando a Caribdis y enfrentando a los monstruosos seres que la habitaban como el santo de Atenea en que se había estado convirtiendo. Ese día debió ser de alegría para el joven, porque marcaba el momento en que demostraba su fuerza, en el que le decía al mundo entero, en medio de una ciudad olvidada, que Caribdis existió, que él existía.

Shizuma pasó la mirada desde el apesadumbrado Ofión a Leteo, reflexionando sobre las palabras que este había escogido y cuanto había visto hasta ahora. ¿Por qué el manto de Aries se manifestó en el preciso momento en el que Ofión heredó el pasado de los Mu?

—Dolía —admitió Ofión, sentándose sobre la Caja de Pandora—. Dolía mucho, hasta que el manto de oro me cubrió, entonces las voces desaparecieron.

 —Vinieron otras —dijo Leteo—. Todos los santos de Aries que te precedieron existían en el primer manto zodiacal, como un recuerdo. Reuniendo todo ese poder, Belial esperaba poder convertirse en un dios capaz de sacar su alma de Cocito.

Tras escuchar tan desoladoras palabras, Ofión se encogió de hombros.

—Si he sido derrotado, es lógico que otro me sustituya.

—¿Abandonas tu derecho a vestir el manto de Aries, entonces?

—No pongas en mi boca palabras que no he dicho. Seguimos siendo enemigos.

—Te equivocas, Ofión, estoy aquí como tu aliado, lo seré hasta que tomes una decisión.

—¿Qué clase de decisión?

—Ser un hombre corriente, sin el peso de toda una civilización sobre tus hombros, tener una vida pacífica y larga. O una vida corta e intensa, en la que lucharemos de nuevo.

—¿Para volver a perder?

—Es lo más probable.

Así hablaba Leteo, con una franqueza insospechada en tan divino ser.

—¿Qué elegirías tú, Aoi? —dijo Ofión, mirando hacia la joven enmascarada.

—Nada —contestó Shizuma, sin dudar—. Es una decisión que ya hemos tomado.

—Quizá yo nunca la tomé —dijo Ofión, de nuevo cabizbajo—. Todos me olvidaban, así que me recluí en esta ciudad a la que solo yo podía entrar. ¡Me sorprendía tanto poder vencer a esos seres de pesadilla con el solo revés de mis manos! Era irreal, creía que me estaba volviendo loco. Y si soy sincero, no me importaba, podría haber vivido aquí por siempre, haciéndome más y más fuerte, sin saber por qué lo hacía. ¿Sabes? Desde ese día hasta ahora, ni siquiera recordaba que Ofión no era mi verdadero nombre, sino que lo inventé cuando el último fragmento cayó. ¿Qué pasa si mi identidad también es inventada? Tal vez el chico que vivía en Caribdis murió en la ciudad, aplastado por algún monstruo. ¿Cómo podría saberlo? Ya ni siquiera puedo regresar a ella.

—Sé que tú eres ese chico, porque estoy en todas partes —respondió Shizuma. Caminando hacia él, tomándolo de las mejillas para que alzara el rostro—. En cada uno de los momentos que has vivido, he estado observándote y sé que eres el mismo.

Por un momento, el rostro de Ofión enrojeció, pero no apartó la mirada.

—Abandoné el Santuario. ¿Qué derecho tengo yo a ser un santo de Atenea?

—El que ganaste por tu propia cuenta, sin un maestro que te guiara.

—Quizás es por ello que soy tan débil.

—No tienes por qué serlo.

—¿Qué me pides, Aoi? ¿Quieres que me vuelva más fuerte?

—Quiero que lo seas.

—¿No es lo mismo? —cuestionó Ofión.

—No lo es —aseguró Shizuma—. Ya eres fuerte, solo tienes que recordarlo.

Por eso estaban en aquella ciudad, reflejo de la destruida Caribdis, para que recordara aquel día en que confirmó su propia existencia. Shizuma Aoi, a pesar de sus vastas habilidades, no era capaz de entender del todo la maldición de Estigia, por qué Ofión tuvo que derrotar al guardián de su juramento para que la gente dejara de olvidarlo a la menor ocasión, por qué tras hacerlo y abandonar Caribdis ya no pudo regresar a ella… Sin embargo, sí que podía comprender su utilidad en la psique del último santo de Aries. Para él, ese era el sitio en que se había vuelto fuerte, porque solo allí se sintió como tal, así había llegado a la conclusión de que su poder no era suyo y había estado a punto de negarse a sí mismo, regresando al punto de partida.

—¿Soy fuerte? —repitió Ofión, anonadado. Ni siquiera se dio cuenta de que se había puesto de pie—. El Rey lo es más, Belial de Aries sería un mejor compañero.

—Belial de Aries tuvo su momento —negó Shizuma—, ahora llega el tuyo, el del chico que sobrevivió a la legión de Estigia, viajó al Santuario con nada más que un vago recuerdo y atravesó el mundo entero hasta encontrarse a sí mismo. En Caribdis no te volviste fuerte, solo recordaste que lo eras. Sé bien lo que es eso, porque reconocerme a mí misma es la base de mi habilidad, Kyoka Suigetsu

—Nadie me recordaba… —empezó a decir Ofión, sacudiendo al fin la cabeza—. ¡Nadie me recordaba porque yo tenía dudas! Dudaba de ser lo bastante bueno como para haber sobrevivido, nada era suficiente y después… ¡Tantas voces, tantas vidas, era insoportable! Tal vez alguna de ellas pudo ser un mejor santo de Aries… Pero tienes razón, Aoi, todos tuvieron una vida y ahora deben permitirme vivir la mía.

Shizuma aprobó la resolución del joven, quien sonreía. Ya fuera el extinto pueblo de Mu, las pasadas generaciones de Aries y Belial, el primero de todos, nadie libraría sus batallas, nadie más que Ofión de Aries, oriundo de Caribdis.

Como haciendo honor a tal muda promesa, la Caja de Pandora se abrió, liberando un fulgor sobre el cuerpo desprotegido del joven. Aries regresaba a su legítimo dueño.

—¿Así de fácil? —preguntó Leteo, sabiéndose rechazado.

—Así de fácil —dijo Shizuma, quien enseguida se puso a la diestra del santo de Aries. Leteo había sido claro en que solo sería un aliado temporal.

—Aoi, muy pronto tendremos que enfrentarnos a él, pero no creo que sea el momento —dijo Ofión, avanzando con paso cauteloso hacia el dios del olvido—. Aun si mi petición de auxilio era el ruego de un cobarde, lo escuchaste y viniste a ayudarme. Te doy las gracias por ello. Aquí se separan…

El hijo de titanes negó con la cabeza, cortando la despedida del joven. Estrechando la mano que este le tendía, habló con ominosa voz de lo que estaba por venir:

—Al rechazar a Belial de Aries, el juramento hecho por él a mi hermana perderá validez. Ya no será posible el renacer del pueblo de Mu, extinto hace tanto tiempo, sus más antiguas tradiciones serán olvidadas una vez más.

—Es lo que he decidido —dijo Ofión.

—Por eso te ayudaré una última vez —prometió Leteo—. Un dios no debería hacerlo después de ser rechazado, mas en algo ha de ayudar el ser el río del olvido.

 

***

 

El cuerpo del santo de Aries estaba envuelto de la más intensa luz, como un sol a punto de estallar, despidiendo  destructivos vientos desde las grietas del manto zodiacal. Tal era el resultado de la mezcla irreconciliable entre la carne de Ofión y el alma de Belial, uno de los dioses del Zodiaco. Sin la sangre de Atenea sirviendo de catalizador para aquel vasto poder, como ocurrió con Pegaso y el resto de héroes legendarios, era cuestión de tiempo que la parte débil fuera incinerada desde adentro.

Con gran dificultad, Baldr se alzó entre un sinfín de escombros. No recordaba ya la cantidad de veces en las que, con un solo puñetazo, aquel rival lograba derribarlo. Hacía tan solo un par de minutos había podido escapar a la undécima dimensión, solo para encontrarse con que Belial estaba a su lado, siendo cada uno de sus movimientos lo mismo que una teletransportación. No parecía conocer límites en lo que refería a velocidad, por lo que se adelantaba a cualquiera de sus movimientos en todos los planos de la existencia que él conocía, desde la última capa entre la realidad de los mortales y el reino de lo divino hasta las tinieblas que fluyen entre las grietas del mundo. Cuando regresaron a la ciudad, ni siquiera le permitía transportarse, mandaba aquellos hilos de oro que movía con la mera fuerza de sus pensamientos y lo arrastraba hasta el suelo, del que surgían estrellas fugaces que golpeaban con gran violencia su espalda una y otra vez. Y en los pocos segundos de respiro, Baldr apenas podía moverse, no por las heridas infringidas, sino por la enorme presión que llenaba toda aquella ciudad.

«Por supuesto —pensaba el auto-proclamado dios guerrero, bloqueando proyecciones de energía que Belial le lanzaba como meros desechos de una técnica verdadera—.  Esta ciudad está en sus pensamientos, él la ha hecho realidad, es parte de su poder.»

Apuntó a los cielos, tiñéndolos de un rojo carmesí, y al bajar el brazo, pretendió aplastarlo todo con el peso de la gravedad. Desintegrar hasta el último átomo de aquella ruinosa urbe, pero Belial saltó sobre él en plena ejecución de la técnica, golpeándolo con una agresividad inaudita. Puños y patadas llovían desde todas las direcciones posibles, cortando por igual el ataque y la retirada, incluso aquella a través de portales dimensionales, al estar protegido el tejido del espacio-tiempo por la energía desbordante del santo de Aries. Ese era el poder de un hombre que fue adorado por un dios en la Antigüedad, ese era el poder en el que el rey de Midgard ponía todas sus esperanzas.

—Monstruo, animal, bestia descerebrada —declamaba el santo de Aries sin bajar un ápice a la velocidad y virulencia de los ataques, que Baldr empezaba a responder con torpes movimientos de sus brazos doloridos—. No tienes ni idea de lo que es el poder.

—Soy un autodidacta —admitió Baldr, escupiendo sangre—, porque no existe el maestro adecuado, solo viejos parloteando sobre una moral inane.

—¿Esperas que yo te enseñe?

—Tus ideales son igual de vacíos que los de mis mayores.

—¡Veo tu juego, bestia! ¡Pretendes ayudar a mi herramienta!

—¡Y a pesar de ello no haces nada para remediarlo!

Entre risas demenciales, Baldr azotó el manto de Aries con sus garras, levantando pedazos ensangrentados de su peto que pronto se convirtieron en hilos de energía cósmica. Ni siquiera tuvo tiempo de retroceder: en un instante, su cuello fue atado por los Husos Desgarradores y cada movimiento hacía que brotara más y más sangre.

En el breve tiempo que estuvo atrapado, Baldr recibió tantos golpes en pleno rostro que apenas podía ver, requiriendo un gran esfuerzo para conservar la sonrisa.

—Eres un loco —gritó Belial, empujando al norteño con una presión mental que borró todo tras él, incluyendo los hilos que lo aprisionaban. Baldr, no obstante, se mantuvo de pie, por puro orgullo—. ¿Cuándo reconocerás tu lugar, monstruo?

—Si esperas humildad de alguien como yo después de todo lo que sabes —dijo Baldr, dolorido—, eres tú el que está loco.

—¿Sigues desafiándome, dios guerrero? —dijo Belial con sorna. A pesar de la diferencia de altura, lució en verdad amenazante cuando tomó con la mano el cuello sangrante de Baldr—. No puedes controlar mi mente, no puedes dañar mi alma con tu débil cosmos y tu habilidad con las dimensiones no es más que una serie de trucos de magia para los de mi clase, ¿qué te queda, pues? ¡Nada! No eres más que un humano.

—Un dios guerrero —corrigió Baldr con una sonrisa maliciosa.

—¡Solo nosotros debemos ser llamados así! ¡Ganamos ese derecho llegando a donde nadie creyó posible! Este mundo existe porque nosotros lo salvamos. Tu mundo existe porque nosotros lo creamos. ¡Acéptalo de una vez! ¡Frente a un dios, no eres más que un gusano que se arrastra por la tierra esperando misericordia!

De nuevo, Baldr quiso reír, pero Belial apretó lo bastante para que no pudiera hacerlo. Las siguientes palabras, pues, las confió a que el santo de Aries supiera leer los labios.

—También tengo un plan de contingencia para eso.

Como antes, el cielo se enrojeció, incluso las imágenes de las cuarenta y dos batallas que se daban en el continente se vieron cubiertas por ese sanguinario filtro, acaso profético, que Belial quiso borrar por la fuerza de su mente. Pero no pudo, antes, el rojo dio paso a un verde místico que precedió al azul de las profundidades marinas, de donde vino la vida en la Tierra. Después, el color se extinguió, una escala de grises dio paso al negro del espacio exterior y a la blancura de la chispa de la Gran Voluntad que dio origen a todas las cosas. Para entonces, Belial de Aries ya no estaba en el mundo, no tenía ninguna injerencia en él y solo podía comunicarse con su captor.

—¿Cuánto tiempo crees que podrás retenerme? —cuestionó Belial.

—El Escudo de Odín es infalible —dijo Baldr, permitiéndose ahora sí caer de rodillas y respirar, ya no se estaba inclinando a nadie más que a sí mismo—. Ahora estás en Ginnungagap, disfruta la sensación de ver todo sin poder hacer nada.

 

***

 

Solo aquel giro de los acontecimientos permitió a Ofión llegar hasta el castillo del Rey, el cual se manifestaba dentro de la ciudad de su mente como la casa en la que fue criado, al menos por fuera. Por dentro, la sala del trono era por supuesto el templo de Aries, idéntico al que Ofión resguardó excepto en un par de detalles.

—Bienvenido, Guerrero —saludó Belial de Aries, sentado en un trono a la sombra de la estatua marmórea de un carnero—. ¿Qué deseas ahora?

Ofión se atragantó, impresionado. Belial no tenía nada que ver con los santos de Atenea a los que él conocía, no se comportaba como el soldado del más poderoso ejército de la superficie, sino como un rey que había nacido para gobernar a sus semejantes. La furia que lo dominó en su juventud y que expresaba en el exterior, al chocar su ser con las memorias de antiguos santos de Aries, incluido el propio Ofión, solo se manifestaba ahora en un cabello ondulado del color del fuego, pues hasta los ojos, brillantes como dos esmeraldas extraídas de las profundidades de la tierra, reflejaban una seguridad que no admitía pérdida de control alguno. ¿Era una pose? Podía serlo, pero para Ofión, eso siempre había bastado, desde el día en que vistió el manto de Aries y las voces del pueblo de Mu dejaron de atormentarlo. Por algo eran Rey y Guerrero.

En cuanto a Leteo y Shizuma, nada podían hacer. Ese era un asunto de Ofión, y el dios del olvido había sido claro con la santa de Piscis al decirle que intervenir allí podía poner en riesgo su vida. Belial tenía más poder del que podía imaginar.

—Quiero salir a luchar —dijo Ofión.

—Perdiste —desechó Belial, digno a pesar de que tan solo vestía un vellón dorado sobre prendas de una época remota—. ¿Qué ha cambiado desde entonces?

—Miento —se corrigió Ofión, sacudiendo la cabeza—. Quiero vivir mi vida.

—¿Tratarás de nuevo de matar a mi Señora? —repuso Belial, lanzando una mirada severa a su guerrero. Como este bajó la cabeza, se dirigió a la santa de Piscis, haciendo caso omiso a su divino acompañante—: ¿Te lo ha dicho ya? Cuando era un niño, ayudó a una familia de Rodorio con un parto prematuro e inexplicable. Tomó a la hija de la pareja entre sus brazos, sonriendo para fingir una felicidad que no sentía, mientras caminaba hacia las escaleras. Solo tenía que tropezar, y entonces…

—Sería libre —completó Ofión en apenas un susurro.

—Él condenó la ciudad de Caribdis —prosiguió Belial—, mas sus habitantes también contribuyeron al no aceptar la existencia del chico.

—¡No pedí eso!

—¿Qué importa lo que hayas pedido tú? Eras mi sangre y con ella recibiste un gran poder y un mayor legado. Traer de vuelta a la civilización de los Mu.

—Tu legado estuvo a punto de destruirme.

—Por eso hechicé el manto de Aries, deposité en él mis pensamientos, sueños y esperanzas, para ayudarte cuando fuera el momento. ¿No fui a ayudarte el día que abrazaste por fin tu destino, enfrentando al guardián de tu juramento?

—Es tu juramento, mortal —corrigió Leteo, sonriendo a pesar de que Belial lo ignoraba con toda intención—. Solo mientras tu existencia y la del superviviente de Caribdis sean una, el mortal llamado Ofión deberá cumplir su deuda con mi hermana.

—¿Qué mal te he hecho para que traigas a este demonio a mi castillo, Guerrero?

—Hablas de traer de vuelta una civilización que se perdió —terció Shizuma, sintiendo la intervención de Leteo como una invitación a que ella hiciera lo propio—. ¿De qué serviría? Ellos llevan ya milenios descansando en paz, ¿por qué atormentarlos con la idea de un futuro que pudo ser y que empero nunca fue? Desde que los hombres vivían en cavernas, esperando por la compasión del titán Prometeo, hasta nuestros días, muchos pueblos y culturas se han perdido, es posible que la humanidad en sí misma sea olvidada también un día, como el grano de polvo en medio del infinito que somos en realidad. Así es la vida y lo único que podemos hacer al respecto es recordarlo todo y transmitir nuestro pasado a las futuras generaciones, para que nada sea olvidado.

Belial alzó la mano y Ofión de Aries fue transportado a los pies de su trono, el cual enseguida se vio rodeado por una columna de cristal a la que no llegaban las palabras de Shizuma ni la mirada tranquila de Leteo, que tanto desagrado le producían.

Pero la habilidad de Shizuma estaba más allá de las fronteras que cualquier hombre pudiera levantar. Apareció sin más entre el Guerrero y el Rey, prosiguiendo:

—Ofión no mató al bebé, lo protegió.

—El peor pecado es el de pensamiento.

—Esa es la forma de pensar de un niño.

—Si eso crees, no conoces a mi Guerrero tan bien como yo. Todavía desea que esté muerta. Habría sido feliz si mi Señora hubiese sido juzgada y ejecutada.

—Tal cosa no puede ocurrir.

—¡Por supuesto! Jamás lo permitiría.

Shizuma negó con la cabeza.

—No puede ocurrir porque tu señora y la mía, Su Santidad Akasha de Virgo, son dos personas distintas. Vuestro tiempo ya pasó, Belial de Aries, como pasó el de los Mu, el de los aqueos y troyanos, el de tantos pueblos increíbles y terribles… Ahora, nuevas personas tienen la oportunidad de vivir sus vidas, como tú y tu señora lo tuvisteis en el pasado. ¿Crees que Ofión desea algún mal a Akasha? No es así, es del destino que le impusiste, lleno de tragedias y pesares, del que quiere desligarse.

—¿Es eso cierto, Guerrero? —cuestionó Belial al cabizbajo Ofión—. ¡Mírame a los ojos y dímelo! ¡Dime que reniegas de tu destino, del poder y la gloria que te habrían esperado si desde el primer día hubieses cumplido tu propósito en el mundo!

Sintiendo la mano de Shizuma sobre su hombro, Ofión adquirió valor para alzar la mirada y responder. No como un chico, no como un joven, sino como el hombre en que se había convertido, el legítimo santo de Aries.  


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Publicado 24 septiembre 2021 - 12:29

Cap 95. Nadie se mete con Estigia
 
La pelea de Baldr y Belial continua, ahora mas que nada para ganar tiempo a que Shizuma devuelva a Ofion a sus cabales sin que Belial se 'de cuenta'.
 
En el transcurso Baldr intenta convencer a Belial que deberían aliarse jajaja, pero para negociar ninguno es bueno la verdad, se morirían de hambre XD. Lo bueno que Baldr tiene un plan B, quizá un C y un D para el futuro.
Ya entendí que él viene de uno de los mundos que crearon los del Zodiaco Primordial, bien.
 
Mientras eso pasa, en el mundo interno de Ofión, nos enteramos que Ofion alguna vez pensó en matar a Akasha de bebé y Estigia lo tomó como quebrantar una promesa echa a ella XD ajaja , ¡qué lio!
 
En resumen, con la ayuda de Shizuma y Leteo (vaya revés) Ofion encontró el valor para decir que quiere recuperar su cuerpo y que le valen 3 cacahuates lo de revivir a los Mu.
Habrá que ver cuál es la respuesta de Belial, jejeje.
Tal vez algo asi
 
Belial: Nop.
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(insertar meme de CREDITOS FINALES con todo y música)
 
CONTADOR DE MUERTES (de personajes con nombre) EN ESTA GUERRA: 6
 
PD. Buen cap, sigue así x3

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"





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