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Juicio Divino: La última Guerra Santa


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#241 El Gato Fenix

El Gato Fenix

    Aura Interior

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Publicado 25 mayo 2021 - 11:54

saludos Rexomega, llegué hasta el capítulo 14, me gustó mucho la reivindicación de todos los personajes secundarios como Kiki, Ichi, Marin Shaina, etc. Aún no me queda claro si lo que está ocurriendo es un sueño real o una ucronía irreal o una ucronía real. Me atrae el clima conspirativo y la enorme cantidad de alusiones a seres de la mitología, en algún punto me recuerda mucho al Ep G.  Hay varios momentos en que me pierdo, por ejemplo, no entendí que pasó con Makoto (¿es el caballero negro de unicornio? wtf) Sin embargo esta sensación de perderme me parece positiva porque se debe a un montón de misterios que se van acumulando, por un lado, y por otro rememora la sensación de estar leyendo algo mitológico, tan vago e insondeable como suele ser, o sea, tu fic parece mitología en acción y cada dato que escribis algo que está medio alejado, como algo mítico sucediéndose en esa precisa forma, tergiversada, conspirativa, arcáica... Bueno, como incógnita tambien me quedan por resolver los ojos de las Greas, el llamado "El hijo", y otras cosas que iré resolviendo al continuar tu historia. A nivel gramatical, te falta de vez en cuando alguna coma... pero nada importante. Saludos y te comento la próxima.


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             Caerguirse!


#242 Seph_girl

Seph_girl

    Marine Shogun Crisaor / SNK Nurse

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Publicado 28 mayo 2021 - 18:30

Cap 78. ¿Quién dice la verdad?
 
Chistoso como es que Caronte pasa a ser el super peligro mortal a "Espera tu turno, prro" por parte de Shiryu jajaja obligándolo a mostrar modales y que deje que todos (incluyendo a los lectores) escuchemos el relato del buen Shiryu (Denle una cerveza)
 
Nos cuentan más sobre esa extraordinaria guerra que tuvieron con el hijo quien en resumen quería implementar el Monoteísmo siendo él el Alfa y el Omega... Con razón perdió en el universo de SS, donde prospera el Politeísmo jaja
Demasiado progre para su época, pero por su culpa es que se acabó la Era Mitologica y en la actualidad adoramos al dios Internet y sus legiones... ya veo porque es tan impopular jajaja
 
Así que los Dioses se fueron a reparar lo que esa batalla rompió... y ándale, que no es que Hades haya muerto, solo se fue a viajar por el multiverso, tremendos descubrimientos. Y vamos, que es Ares el latoso y el VERDADERO CAUSANTE de este conflicto, muy digno de él XD
Pero bueno, no todo podia ser tan sencillo en este fic, porque ahora resulta que puede ser mentiras.... joer jajaja
 
Ya se acabó el momento de las charlas, y al diablo con las formas, esto será un 4 vs 1, dun dun duuuun.
 
Nos enteramos que Ikki empleaba el puño fantasma en Sneyder cada día, por eso es que no tiene sentimientos el cab$on XD Pero jamás lo veremos quejarse, super bien.
 
Total, todo esto apenas fue un calentamiento para esta batalla ultraviolenta.
 
CONTADOR DE MUERTES (de personajes con nombre) EN ESTA GUERRA SIGUE SIENDO: 1
 
PD. Buen cap, sigue así x3

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#243 Daimonas

Daimonas

    Miembro de honor

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Publicado 30 mayo 2021 - 12:42

Saludos

 

Preludio.

 

 

Primera parte. Soñador

 

 

La Antigüedad, la época oculta detrás de los avances de todas las ciencias, recoge un pasado remoto y oscuro donde la línea que separa lo divino de lo terrenal aún no terminaba de definirse. En aquel tiempo, los todopoderosos seres que crearon y dieron forma a todo cuanto existe, fuera o no conocido por el hombre, descendían sobre la tierra y guiaban con su ilimitado conocimiento y sabiduría a unos pocos elegidos a los que obsequiaban con inapreciables dones. Aquellos seres eran llamados dioses, y sus elegidos ganaron con sus actos el título de héroes.

 

Hoy, los dioses ya no caminan sobre la tierra; sus ojos han dejado de ver en los seres humanos niños de destino y potencial desconocido, y ya solo distinguen en ellos todo el mal que han causado y que pueden causar.  La Edad Heroica no es más que un frío e inerte recuerdo en el saber de los inmortales, y una sucesión de increíbles leyendas en el de los hombres. ¿A quiénes debe maldecir el hombre, víctima de los males del mundo? ¿A los lejanos dioses, por su abandono? ¿A sí mismo, por no haber estado a la altura?

 

Sin embargo, el aferrarse a una época anterior de la que se han olvidado los errores cometidos y solo se recuerdan sus bondades no es más que un iluso intento de escape de la propia realidad que se vive; lo es incluso en el momento en que se divide la Historia en eras y se pretende que cada una sea un mundo aparte, aislado sincrónicamente. No hay sentido en culpar a dioses ni hombres de la actual situación de la Tierra, pues los males que la aquejan siguen siendo los de hace milenios.

 

Ni siquiera los héroes que embellecieron con sus hazañas la historia de sus vidas, y fueron elegidos por los dioses, estuvieron exentos de los pecados propios de los hombres comunes. Heracles, hijo de Zeus, conoció la locura tras el asesinato de su propia familia; Belerofonte, primer y único jinete de Pegaso, solo extrajo de la gloria ambición y arrogancia; Jasón deshonró su palabra por simple conveniencia. Y los inmortales, sin lugar a dudas, sabían de la oscuridad que albergaban los corazones de los hombres a los que con su guía e incluso ayuda elevaron por encima del resto.

 

La corrupción y el vicio son cualidades tan posibles en la naturaleza del ser humano como lo son la redención y la virtud; tal realidad no puede escapar de quienes son responsables de su creación. Entonces, solo se puede concluir que lo que movió a los dioses a alejarse de la Humanidad no fue la imperfección de esta, pues ya la conocían. ¿Perdieron la esperanza que un día depositaron en el potencial de su obra o…?

 

 

***

 

 

—¿Se cansaron de jugar con sus muñecos de barro? —preguntó una voz, cargada de sarcasmo, al vacío. La pregunta fue casi un susurro, pero al ser formulada en medio de la nada, donde no se veía otra cosa que no fuera un monótono negro interminable, resonó con fuerza, como el reclamo a los cielos que en realidad era.  

 

Dos hombres, uno de mediana edad y otro que todavía podía ser considerado un muchacho, avanzaban por lo que muchos podrían confundir con el vasto exterior, aunque desprovisto de estrellas, planetas, y cualquier otra figura cósmica que pudiera arrojar algo de luz. Caminaban, ciertamente, pero no podrían asegurar que lo hacían sobre cualquier superficie; bajo sus pies no sentían el contacto de ninguna clase de superficie, no era posible distinguir lo que fuera que estuviesen pisando del resto del entorno: el cielo era la tierra, y la tierra era el cielo.

 

Si existía algo que pudiera empeorar el viajar entre aquella oscuridad, sin nada que ver, sentir u oler, debía ser el silencio absoluto que imperaba en el lugar. A pesar de eso, ninguno hablaba con el otro; no tenían nada que decirse, y no solo porque el panorama no había cambiado en todo el tiempo que llevaban allí, sino porque provenían de mundos demasiado distintos. El adulto, caucásico, vestía un corto quitón, sujeto por un cinto y fíbulas en los hombros; nació en la Grecia que aún no era conocida como tal, durante los últimos años de la Edad Heroica, en Micenas. Por el contrario, el más joven no provenía de ninguna región de Europa sino del Lejano Oriente, con marcados rasgos asiáticos en el rostro; calzando gruesas botas en lugar de sandalias, vistiendo vaqueros y una camisa descolorida sin mangas, había nacido en el siglo XX.

 

Tiempo y espacio separaban a los dos viandantes, pero ambos eran herederos de la Edad Heroica, tenían una responsabilidad con el pasado y un deber con el futuro que sobre muy pocos hombres pesa. Aquello los había unido en una única misión como compañeros, más allá de las diferencias pudiera haber entre ellos.

 

—La misión… —musitó el joven, deteniéndose por un instante.

 

—Parece que hemos llegado —apuntó el aqueo; la voz era serena, al tiempo que firme y clara, digna de la clase de hombre que alguna vez debió dirigirse a amplias multitudes.

 

El joven no dijo nada; estaba perplejo. De la misma forma en que la luna aparece en el cielo nocturno, una indescriptible edificación había surgido de la oscuridad en un parpadeo. Por instinto la identificó como un palacio, debido a la majestuosidad que simplemente encontraba en ella, pero en realidad no podía compararla con ninguno de los logros arquitectónicos que conocía. En primer lugar, no tenía puertas ni ventanas, como si fuera un monumento más que un edificio; además, su inestimable altura era comparable a la de las grandes montañas que se alzan hasta más allá de las nubes.

 

La fantástica visión, tal vez una respuesta a la pregunta que hizo sin querer en voz alta, cambió por completo la idea que tenía respecto a las tinieblas sobre las que había caminado con la incertidumbre de si escondían suelo firme o el fondo de un precipicio. Ahora sospechaba que la oscuridad que lo envolvía solo la había entendido como tal tomando como referencia al allende de Micenas que lo acompañaba, y que en realidad lo único que existía en el lugar, aparte de ellos, era el palacio. En verdad habían estado avanzando a través de la nada, lo que indicaba que estaban en el camino correcto.

 

—¿Qué tan grande puede ser? —preguntó el joven venido de Oriente, dominado por una extraña sensación mezcla de alivio y pavor.

 

—El hotel Oneiroi[1] tiene un millar de pisos, e incontables habitaciones reservadas para todos aquellos que son capaces de soñar.

 

—¿Un millar dices, Orestes? Bueno, si la Yokohama Landmark Tower[2] tiene 70, yo me creo que este palacio tenga… Ah, pero seguro que tú no conoces…

 

Calló; algo no cuadraba. Aunque no había hablado demasiado con el micénico, bastaba escucharle decir una sola frase para asegurar que su voz era distinguible de la de cualquier mujer, mientras que de la respuesta que había recibido podría afirmar todo lo contrario. Dio la vuelta precavido, ya con los puños alzados.

 

Los soñadores ojos azules y la blanca sonrisa que se dibujaba en el rostro de la mujer que se encontró, le invitaron a romper la postura de combate que había adoptado. Por lo general no era tan ingenuo como para ignorar que un enemigo podía esconderse tras falsa amabilidad, o que la primera impresión no siempre era la correcta, pero en aquel preciso momento ver a alguien, aparte del callado micénico, le pareció tan reconfortante como lo fue el primer vistazo al palacio.

 

 

—¿Necesitáis ayuda? Conozco este lugar como la palma de mi mano, os puedo servir de guía —sugirió la mujer. La voz era tan suave que el oriental llegó a sentirse mal por haberla confundido con la de su compañero.

 

Antes de responder, el muchacho buscó la aprobación del micénico. Aquel hombre ni siquiera se había volteado hasta el momento; mantenía la mirada fija en el palacio, ajeno a lo que ocurría o pudiera ocurrir. Quizá escuchando la pregunta, quizá solo despertando del corto trance en el que estaba sumido, Orestes miró por encima del hombro al oriental y la auto-nombrada guía, asintiendo.

 

—La verdad es que nos sería de mucha ayuda —admitió el joven—. Ni siquiera sé cómo voy a entrar en el palacio y ya estoy preocupado por tener que revisar cada uno de los cuartos del… ¿Qué es tan gracioso? —preguntó con cierto enojo, notando que la mujer parecía estar aguantando la risa.

 

—Encontrarías más habitaciones en cada piso de este hotel que estrellas en el firmamento  —le aseguró, divertida.

 

El joven no podía creer lo que oía. ¿Estaba llamando hotel a la residencia de un dios?

 

—En todo caso, no podéis entrar por aquí. Seguidme.

 

Orestes y el joven venido de Oriente retomaron la marcha, internándose en la nada. Tener un camino que seguir, marcado por los pasos de la misteriosa mujer, fue de agradecer. Hubo un momento en que el oriental sintió que solo estaban rodeando el palacio —el hotel—, pero un mal paso provocó que el colosal edificio desapareciera de su vista de la misma forma en que había aparecido antes. Por fortuna pudo volver al sendero correcto guiándose por la voz de la guía —que nunca más confundiría con la de Orestes—, y no volvió a dudar de lo mucho que necesitaban su ayuda.

 

 

Durante la caminata, el muchacho habló largo y tendido con la mujer, olvidando sin querer las debidas presentaciones, o que eran unos perfectos desconocidos. Pronto entendió por qué llamaba hotel al palacio: era el Oneiroi; no la casa de un dios sino la de los sueños, los buenos y los malos. Por cada potencial durmiente había en el interior una habitación reservada para albergar todos los sueños que tuviera en vida.

 

—No era la primera parada que teníamos prevista —comentó el joven.

 

Siguieron conversando mientras avanzaban, de muchas cosas y a la vez de nada. De la charla, lo que más llamó la atención del oriental fue la tendencia de la guía a describir el lugar en el que se encontraban con términos que jamás se le habría ocurrido utilizar, como fue el caso de llamar hotel al Oneiroi; por momentos le daba la impresión de que forzaba el uso de aquellas palabras para poder darse a entender.

 

Orestes, sin ánimo de unirse a la conversación, les seguía manteniendo la mirada en los pasos de la mujer, dando de tanto en tanto rápidos vistazos al Oneiroi. Debido a alguna de aquellas distracciones, fue el último en detenerse ante la torre hasta la que habían sido guiados. Esta, cristalina y con base de doce lados, contenía un cilindro tan negro como la oscuridad por la que viajaban, con espacio suficiente para unas seis personas.

 

—¿Un ascensor? ¿Es una broma? –exclamó el joven.

 

—Cuatro torres flanquean el hotel, mas esta es la única que pueden utilizar los seres humanos —apuntó la mujer—. ¿Ha sido muy largo el viaje?

 

«Esta es la única que pueden utilizar los seres humanos.»

 

Eso fue lo último que el muchacho quiso escuchar. Por primera vez pudo ver a bien a la mujer, pues ya no estaba rodeada por la nada sino justo enfrente de la torre: el largo cabello negro, el rostro de suave piel clara, el corto y delicado cuello, y la armadura de oscuro color plateado que la envestía. No era la clase de armaduras que llevaron los caballeros de Europa o los samuráis de Japón, sino más bien una propia de los sirvientes de los dioses; en concreto, la suya evocaba a las amazonas de los tiempos mitológicos.

 

—¿Quién eres? –preguntó, con una recién descubierta desconfianza.

 

—La guardiana del Oneiroi, por supuesto —respondió la mujer con tranquilidad; no parecía haberse percatado del cambio en el joven—. Mi deber es proteger el palacio de cualquier intrusión que pueda perturbar la labor de sus mil reyes, los Oneiros… ¡Mas vosotros sois visitantes, no invasores! —se corrigió enseguida, temiendo que pudieran malinterpretarla—. ¿Gustáis en seguirme? Mi señor os está esperando.

 

Para el muchacho no pasó desapercibido que Orestes no se había alterado en lo más mínimo; era probable que supiera quién era aquella mujer desde el momento en que se presentó. Que a aquel hombre, mayor que él y con más experiencia en aquella clase de tareas, no le importara ser guiado por una posible enemiga sirvió para tranquilizarlo un poco. Seguía lamentando lo ingenuo que había sido, pero ya no había vuelta atrás.

 

Solo después de que los visitantes que guiaba asintieran, la amazona chasqueó los dedos, abriendo una entrada en la hasta entonces hermética torre cristalina. La brillante pared azul se volvió líquida al abrirse como dos cortinas de agua. Ofuscado como estaba, el joven no pudo apreciar en ese instante lo extraño del evento. Una vez cruzaron la apertura, se cerró, reformándose la pared a sus espaldas.

 

Enfrente, como si el ascensor notara las tres presencias que se acercaban —la de la mujer, quizás, o así pensaba el joven— se abrieron improvisadas puertas mostrando un interior tan negro y monótono como el exterior, excepto por un panel de control con un botón por cada letra griega. Este, luego de que la guardiana del Oneiroi pulsara algunos botones, se hundió en la superficie de la cabina antes de desaparecer.

 

Y de ese modo comenzó un lento e incómodo ascenso.

 

 

***

 

 

Pasó el tiempo sin que nadie se molestara en medirlo.  Orestes estaba apoyado en un extremo del ascensor, y el joven en otro, los dos callados, aunque no por las mismas razones ni con el mismo ánimo. Orestes lucía pensativo, mientras que el muchacho tensaba la mandíbula y endurecía el rostro, repasando mil veces los recientes acontecimientos, maldiciéndose por ser tan confiado en semejante situación.

 

Entre aquel par se hallaba la guardiana del Oneiroi, tan relajada como había estado desde el  momento en que se encontraron; parecía ajena a las preocupaciones del oriental, lo que lo confundía todavía más.

 

—¿Queda mucho? –preguntó el muchacho, más por la necesidad de romper aquel molesto mutis que por esperar una respuesta. De hecho, aunque no era del todo consciente de ello, ya había formulado esa pregunta varias decenas de veces.

 

Como otras ocasiones, la guardiana del Oneiroi se limitó a asentir y sonreír, y el joven volvió a recluirse en sus propios pensamientos; sin poder decidir si podía —si debía— confiar en la mujer, solo eso le quedaba. Se aisló de aquel tiempo y lugar, recordando el camino que le llevó hasta allí, la misión que se le encomendó. Volvió a ver, en la oscuridad de unos ojos cerrados, a los dioses, sus guerras y sus sirvientes, y escuchó más verdades de las que podía comprender, preguntas más allá del entendimiento de cualquier mortal. Buscó un porqué en aquel caos, y solo halló una luz lejana, divina.

 

«¿Por qué ella es tan distinta a los demás dioses?»

 

 

—Cada nivel del palacio corresponde a uno de los hijos de vuestro señor, ¿me equivoco? —cuestionó Orestes, interrumpiendo los pensamientos del joven.

 

—No te equivocas —respondió la mujer—. ¿Por?

 

—Asegurasteis que nuestro destino se encontraba en lo más alto del palacio y que solo a través de esta torre y con vuestra guía podríamos llegar. Sin embargo, en el mundo inconsciente[3], reino de Morfeo, que se construye y destruye por los sueños y despertares de incontables seres, ascender solo puede significar… 

 

—Espera, no entiendo. ¿Hacia dónde pretendes llegar? —interrumpió el muchacho.

 

—Los sueños comunes son denominados falsos; meras fantasías, deseos e ideales formados a partir del ego del durmiente —expuso Orestes, dirigiéndose al joven—. Solo algunos elegidos por los dioses gozan de sueños auténticos, capaces de advertirles de un evento que sucedió, sucede o podría suceder.

 

—¿Algo así como sueños proféticos?

 

—Algunos, sí. Morfeo y sus más ilustres hermanos dan forma a estos mensajes oníricos, tan nítidos que resultan indistinguibles de lo que los hombres llamamos realidad, el mundo consciente[4] del que provenimos.  

 

—Hay sueños falsos y sueños verdaderos, ¿y? —El joven trataba de seguir el hilo de las explicaciones de Orestes, pero los rodeos que daba y su costumbre de decir solo una pequeña parte de lo que pensaba dificultaban semejante tarea.

 

 —Son mil los niveles de este palacio, uno por cada uno de los hermanos de Morfeo…

 

—… y uno correspondiente al propio Morfeo y los sueños verdaderos —completó el joven, más por instinto que porque realmente se diera cuenta de lo que estaba diciendo. Orestes asintió, prosiguiendo con sus conclusiones.

 

—Sí, y ese nivel ha de ser el más alto, al que nos estamos dirigiendo.

 

—¿El más alto? ¿Por qué?

 

—Aquel por el que iniciamos este viaje, que es padre del inmortal Morfeo, situó este reino más allá de la vida y la muerte, más distanciado de nuestro mundo que los Campos Elíseos y el terrible Tártaro. Él escogió vivir alejado de su hermano, la Muerte; lejos de todo tiempo y el espacio, en la más profunda sima de la Creación[5].

 

—Creo que ahora empiezo a entender —dijo el joven, aunque el tono de su voz seguía mermado por la confusión y la duda—. Si el reino de Morfeo se encuentra debajo del mundo y del propio Hades, existen unos sueños falsos y otros reales, y este palacio, hotel o lo que sea, asciende sin duda hacia las alturas mil pisos… ¿Pero cómo podemos saber si arriba y abajo significan lo mismo en este lugar que en la Tierra?

 

—Nadie conoce el subconsciente del ser humano más hábilmente que Morfeo —afirmó Orestes con convicción—. ¿Acaso no os habéis dado cuenta? Todo cuanto vemos, el palacio, el inexistente paisaje, este extraño medio de transporte que nos eleva, tiene esta forma para adecuarse a ti, el durmiente que nos ha llevado hasta aquí. Arriba y abajo no puede tener otro significado que el conocéis, que el que ambos conocemos.   

 

El joven negó con la cabeza varias veces. Hasta entonces había asumido que el lugar que buscaban era alguna idílica ilusión, acaso la realización del más profundo deseo de cada uno de sus compañeros, capaz de mantenerlos prisioneros de su propio subconsciente en un sueño eterno. Sin embargo, la explicación de Orestes tenía cierta lógica: asumiendo que todo cuanto veían se adecuaba a ellos, tenía sentido que cuanto más ascendieran, más próximos estarían a la realidad —mundo consciente, mejor dicho— bajo el cual existía el reino de los sueños —denominado por Orestes mundo inconsciente—. ¡Y ellos estaban ascendiendo, quizá hasta el piso que correspondía a Morfeo! ¿Sería posible que la prisión que buscaban fuera en realidad un sueño verdadero, regalo de los dioses para sus elegidos?

 

 

—¿Tan incómoda os resulto como compañera de viaje? —preguntó la mujer, olvidada por el par de visitantes. El joven, que no esperaba una intervención así en aquel momento, la miró perplejo, e incluso podría jurar haber percibido un fugaz gesto de sorpresa en la faz del estoico Orestes—. Perdonad que lo diga así, mas escuchar tantos rodeos respecto a la planta a la que os guío me hace pensar que estoy siendo una mala compañía. ¿He hecho algo indebido?

 

—En absoluto… —respondió casi de inmediato el joven con un ligero tartamudeo. «¡Vaya forma de interpretarlo! ¿De verdad sirve a los dioses?»

 

—Entonces, ¿por qué el estrés? En este lugar —se detuvo un momento para mirar a los visitantes—, ¿no deberíamos solo soñar, sin tratar de sujetar todo a un porqué? Todo instante es agradable cuando se está soñando. ¡O así pienso yo!

 

Las palabras de la mujer, fuera por el hecho de incluirse a sí misma, la firmeza de su exclamación o el simple tono inocente y natural de su voz, calaron hondo en el joven. Es cierto que se había sentido un estúpido por confiar sin más en una extraña aparecida de la nada, pero eso no hacía mejor el tiempo dedicado a buscar para todo una causa, una explicación que lo dejara satisfecho.  Cambiar un extremo por el otro era absurdo, y él había sustituido su ingenuidad no por cautela, sino por paranoia.

 

Evitó las miradas de Orestes y la mujer, enfocándose en el negro azabache de la cabina. Poco a poco trató de sacar de su cabeza, por un momento al menos, todas las preguntas que le aquejaban, fueran sobre lo ocurrido en aquel viaje, o de mucho antes. Y al tiempo que vaciaba la mente y dejaba caer el peso de sus dudas, venían viejos recuerdos de tiempos menos complicados, donde todo se reducía a un único y simple objetivo.

 

 

En la pared que tenía enfrente, el negro se deshacía en un sinfín de colores que adoptaron la forma de la ciudad de Orán, las pruebas inhumanas por las que pasó sin jamás titubear, y el bello rostro por el que había decidido superarlas. Se supo de nuevo capaz de todo, invencible. Veía a rivales palidecer ante la fuerza y capacidad que había obtenido, la mirada de aprobación del maestro ante cada logro; sintió en cada partícula de su ser una fuerza sin límites, sin igual.

 

Durante seis años pasó por obstáculos que llevarían a la muerte a la mayoría de los hombres, que se cobraron la vida de casi un centenar de niños, hermanos suyos; un infierno para muchos, pero no para él. Consideraba el sufrimiento, por grande que fuera, un precio justo si se trataba de alcanzar un sueño, y cada punzada de dolor solo hizo crecer su confianza en que un día cumpliría el suyo. Aunque hacía mucho que había entendido lo iluso que fue entonces, mientras sentía cómo las estrellas lo separaban del destino heroico que anhelaba, en ese momento…

 

Se oyó de pronto una voz en la lejanía. El joven parpadeó, algo desorientado; solo al oír que lo llamaban por segunda vez se desperezó. Las puertas del ascensor estaban abiertas de par en par ante lo que parecía ser un inmenso océano con el agua más clara, limpia y cristalina que recordaba. La vista le resultaba aún más reconfortante que el más agradable recuerdo. Hipnotizado, olvidó por un instante dónde se encontraba.  

 

Un tercer grito llegó a sus oídos, y no necesitó más para entender que debía salir de ahí cuanto antes: ¡el ascensor estaba a punto de descender! También supo, con solo observar el océano una vez más, que debía evitar a toda costa caer en el agua por muy tentadora que la idea le resultara. Oteó el horizonte siguiendo la voz que lo llamaba de vez en vez, y pronto pudo distinguir un puente de cristal deshaciéndose segundo a segundo. El elevador tembló con violencia, dando un tirón hacia abajo.

 

Sin la sombra de la duda, el joven dio algunos pasos hacia atrás, tomó carrerilla y saltó sin dudar al frente, al punto desde donde lo habían llamado. Era una situación imposible para cualquier hombre, pero solo complicada para un santo de Atenea.

 

 

 


[1] Los mil dioses del sueño, hijos de Hipnos.

[2] El segundo edificio más alto de Japón desde 2014. Antes de esa fecha podría ser el primero.

[3] Reino de los Sueños.

[4] El universo.

[5] Todo lo que fue creado por los dioses. 

 

 

Como adelanté la fecha de publicación, este sábado 5 de octubre habrá capítulo extra. ¡Hasta entonces!  

 

Vaya, este Fanfiction tiene buena pinta. La redacción y la descripción de las situaciones, y emociones de los personajes ante cada situación, además de la caracterización de cada personaje fueron muy buenas, más de lo que podría llegar a imaginar. Hasta ahora no me había con Fanfiction tan bien escrito.

 

Creo este inicio debió nombrarse: ´´El hotel de don Hypnos´´ jeje, por otro lado esta interesante el cómo se explora la mitología en este pequeño prologo. Veremos que tal sigue esto, saludos.



#244 Rexomega

Rexomega

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***

 

Capítulo 79. Refuerzos

 

Con Joseph inconsciente, Margaret y Yu debieron cumplir como capitanes. Nimrod de Cáncer se les apareció de improviso junto a Adremmelech de Capricornio, era tal la prisa del Pequeño Abuelo que no dio tiempo a los santos de plata de pedir explicaciones: tenían que ir al frente sur, a Naraka, con urgencia, y ocuparse de los heridos. Las ninfas estaban allí como invitadas, no como parte del ejército, hasta pedirles que actuaran como sanadoras era un abuso. Después de dar esa instrucción, Nimrod marchó al norte, regresando al frente de Bluegrad, mientras que Adremmelech se dirigió a oriente, ambos estelas de luz dorada a los ojos de Margaret y Yu.

La discusión fue tensa, más todavía porque ni las amazonas ni los Toros de Rodorio parecían interesados en dar su opinión, demasiado ocupados en recordar a cuántos compañeros habían perdido sin conservar siquiera un cuerpo que pudieran enterrar. Hasta Tiresias quedó reducido a polvo con el paso del tiempo, siendo Helena la única que se percató de la caída de aquel gran guerrero. Mientras el santo de Auriga bramaba sobre cómo las guardianas del bosque no hicieron lo único que se les pedía, la líder de las amazonas arrojó su arma a Eco y recogió las dos espadas del finado capitán de la guardia, decidida a honrar su memoria liberando hasta la última alma del inframundo.

—¡La Suma Sacerdotisa debió ponerse firme! —dijo Yu,

—¿De verdad ordenarías a un grupo de doncellas que no hacen más que cantar y bailar luchar contra alguien capaz de derrotar a un santo de oro en lo que tardas en parpadear? —cuestionó Margaret, callando a su compañero.

En realidad, el santo de Auriga tenía algo de razón esta vez. Tanto el lago como el bosque fueron creados a partir del valle que Geki de Oso y Nachi de Lobo crearon para contener a la legión de Aqueronte, con el fin de servir de impedimento para otra invasión. Las ninfas que habitaban el bosque, adaptando muchas veces la forma del viento, la tierra y los árboles, tenían en conjunto el poder suficiente para repeler la invasión sufrida durante la Noche de la Podredumbre, sin embargo, en ese día Caronte había dado muestra de un poder mayor, y lo que era más importante, una actitud más proactiva. Pretender que las guardianas del bosque retuvieran a semejante monstruo sería una locura, lo mismo habría dado ordenarles que se suicidaran.

Un hombre práctico como el santo de Lagarto podía entender eso, así como la decisión de la Suma Sacerdotisa. Aun sin cruzar el lago en pos de Caronte, por el miedo que este volvió a infundirle desde que el efecto de la técnica de Joseph pasó, llegó a percibir parte del encuentro entre este y la nueva líder del Santuario, llegó incluso a verla aparecer vistiendo el manto de Virgo en lugar de la toga papal, uno de los tantos signos que le permitieron adivinar que se trataba de una proyección astral. Una técnica más para el extenso repertorio de Margaret, el Copista.

—¿Cuándo nos marchamos? —dijo Helena, apareciendo de repente entre ambos—. Según el santo de Cáncer, se necesita ayuda en Naraka.

—Según el Pequeño Abuelo, tenemos que ocuparnos de un par de miles de tullidos —gruñó Yu—. Con la gente que hay aquí, tendríamos que hacer veinte viajes…

—¡No estarás pensando cruzar Rodorio ahora! —exclamó Helena, cortando al santo de Auriga—. Sería una noticia devastadora para la gente de la villa. ¿No puede encargarse él de llevarnos al campo de batalla? —preguntó mirando a Margaret,

Al santo de Lagarto se le escapó una risita.

—Ah, ¿lo dices en serio? Transportar tanta cantidad de gente cuesta más que derribar montañas a puñetazos. Ya es un milagro que me tenga en pie después de salvar a vuestros compañeros antes y tengo que ir a combatir. No, no voy a llevar a vuestras compañeras a Naraka solo para que no pasen vergüenza en Rodorio.

—¿Prefieres demostrar a toda esa buena gente que los afamados santos de Atenea no pudieron evitar que sus familiares y amigos acabaran así?

—Bien jugado, amazona, bien jugado. Pero has olvidado un detalle.

—¿Cuál sería ese, santo de plata?

—Que aunque os transporte a Naraka ahora mismo, alguien tendría que encargarse de los hombres que están en el bosque.

En ese momento, Yu soltó un nuevo gruñido. Algo se estaba moviendo en el lago, cerca del muelle. La líder amazona y el santo de Lagarto giraron la cabeza hacia donde Yu apuntaba justo a tiempo de ver a un hombre inmenso salir del agua y respirar aire a bocanadas. Estaba empapado, sin gafas y con el pelo pegado a la frente, pero los tres reconocieron a Terra, si bien los santos de plata debieron explicar a Helena el papel que este había tenido en toda aquella catástrofe.

—Es el cómplice del regente de Plutón —soltó Yu.

—Y nuestro salvador —intervino Margaret—. Joseph confió en él.

Al decir eso último, el santo de Lagarto miró a su inconsciente compañero, de cabellos ahora canos. Yu podía hacer todos los esfuerzos que quisiera por no mirarlo, como quien desprecia a un aliado que se quedó dormido en plena guardia, pero él mismo no se apartaba de Joseph desde que vencieron a la legión de Aqueronte, como un celoso guardián. La constelación de Cerbero le quedaría mejor que la de Auriga.

—Ayudados por traidores y enemigos, ¿qué clase de héroes somos? —se quejó Yu.

—Héroes modernos —contestó Margaret—. Los peores de todos.

—Él nos secuestró, eso habéis dicho —murmuró Helena, sosteniendo las espadas de Tiresias con fuerza. Bastaba que ella cargara hacia el tal Terra para que el resto de amazonas y tal vez hasta los Toros de Rodorio la siguieran—. Que dejara entrar al Caballero sin Rostro no le excusa en absoluto.

Desde el muelle, Terra asintió, dejando a Helena sin palabras. La había oído a la perfección. Poco después, el Campeón del Hades fue andando hacia ellos, a paso tranquilo a pesar de verse rodeado de enemigos. A Yu le dio tiempo de hacer comentarios sobre cómo salió a trompicones del bosque, vomitando el hediondo miasma del infierno y el preciado gammanium del que se habían servido en la lucha.

—Estoy deseando verte a ti cuando la Esfera de Plutón se manifieste en tus riñones, santo de Auriga —bromeó Terra en cuanto llegó, ganándose un buen puñetazo en la cara de un enrojecido Yu. Ni siquiera llegó a moverla—. Creo que oigo cómo hierve tu sangre. Es un buen sonido, sobre todo si proviene del enemigo.

Aquel tono condescendiente permitió a Helena abandonar las dudas y descargar un corte con las espadas, al tiempo que Margaret, más por curiosidad que por genuino resentimiento contra el sujeto, descargó un millar de Agujas Carmesí sobre el amplio vientre de aquel. Ninguno de aquellos ataques le hizo el más mínimo daño, aunque tampoco fueron transportados a ningún otro mundo. El Reino Fantasma ya no existía.

—Lo extrañaré —dijo Terra. Más rápido que el rayo, trazó un arco con la mano, obligando a los tres atacantes a retroceder—. Basta, muchachos. Aun si tuvieseis la fuerza necesaria para batiros conmigo, no podríais hacerme más daño del que ese bastardo me hizo. Y yo no he venido aquí a luchar. Os debo un favor.

—Debiste quedarte en el fondo del lago —dijo Yu.

—Lo que mi no muy inteligente amigo quiere decir —intervino Margaret—, es que asumimos que Caronte te había hecho algo con esa patada.

Ante esa mentira tan descarada, Terra no pudo sonreír, mirando a Helena.

—¿Tú le crees? —La líder amazona sacudió la cabeza enseguida. Terra, aprobando la sinceridad de Helena, devolvió la atención a los santos de plata—. El Santuario me liberó de Caronte y yo no puedo quedar en deuda con los enemigos de mi rey, así que os propongo esto: yo me encargaré de llevar a los heridos a la villa, a todos ellos. También me ocuparé de que no les pase nada hasta que podáis permitiros mandar a alguien allí. De ese modo podréis volver a combatir sin más retrasos.

Era una oferta demasiado conveniente y Yu y Helena no tardaron en mirar al Campeón del Hades con desconfianza, a pesar de que este mostraba la mejor de sus sonrisas y enseñaba las palmas de las manos, gesto propio de quien no tenía nada que ocultar. Margaret, acostumbrado a ser más perceptivo que la mayoría, notó que eso era una vil mentira: Terra ocultaba un doloroso sentimiento de culpabilidad por haber ayudado en ese juego macabro, quizá porque Caronte le había causado de verdad un gran daño, quizá porque al ver a los guardias cegados en ese estado febril que Yu le había descrito cuando despertó, el mal de la compasión había anidado en su corazón. La razón no importaba tanto como el hecho de que al ayudarlos, Terra en realidad estaba velando por su conciencia, beneficiándose a sí mismo. Por tanto, su propuesta debía ser sincera.

Pasó un rato antes de que el santo de Lagarto convenciera a todos de sus conclusiones, en especial porque justo en ese momento a varias amazonas se les ocurrió que debían tener voz y voto en el asunto. Y fue tan vehemente en responder a aquellas que al final él mismo se había obligado a transportar a más de cien personas desde Grecia a la frontera occidental de China, para ayudar a la Guardia de Acero.

—Cuando esto acabe, seré tan fuerte que te mandaré a Plutón de un puñetazo —dijo Yu, estrechando pese a todo la mano de Terra.

—Oh, por favor, no. Mándame a la galaxia Andrómeda si te apetece, pero no a Plutón —contestó el Campeón del Hades, apretando la mano argéntea de Yu con quizás demasiada fuerza—. No puedo desear suerte al enemigo.

—Nosotros sí podemos —dijo Helena. Detrás de la líder amazona estaban los Toros de Rodorio, parcos en palabras, y sus subordinadas, con Eco como cabecilla. Todo el batallón conformado por dos columnas—. Porque aunque sea de forma temporal, ahora realizarás una tarea que corresponde al Santuario. Buena suerte, Terra.

El Campeón del Hades quedó mudo un momento, pero al final estrechó también la mano de la líder amazona. Esta ya no sostenía un arma; las espadas de Tiresias colgaban de un cinto que había encontrado cerca del bosque.

—Si ya hemos acabado con las formalidades, es hora de irnos —avisó Margaret, echando un último vistazo a Joseph de Centauro. No se le escapaba que estaba dejando a un buen amigo en manos de un desconocido; solo la presencia cercana de las ninfas le daba garantías de que en el peor de los casos, estas podrían encargarse de él. Y aun así estaba decidido a buscar a Minwu de Copa tan pronto llegaran a Naraka—. A ti, Terra, Aquel que pudo haber sido Rey, te encargo la seguridad de nuestros hombres y de nuestro compañero. El trabajo pesado queda para el resto, porque a ellos les cedo el deber de equiparar la entrega de dos mil quinientos guerreros fieles a Atenea.

Dio ese pequeño discurso recordando no solo a la guardia, sino también a las amazonas y los Toros de Rodorio fallecidos en el combate. Si su cálculo, hecho a la ligera, había sido lo bastante errado como para enfurecer a las amazonas, ninguno lo demostró. Tal vez el abandonar a fuerzas la máscara y el voto de luchar a mano desnuda las había dejado en un estado de shock del que todavía no se recuperaban del todo. Creía verlo en las miradas de aquellas guerreras, todas enfocadas en un punto que no era él, ni nadie que estuviese en el lugar. La batalla, la guerra, eso era en todo lo que pensaban.

—¿Y a ti quién te ha nombrado capitán? —dijo Yu, dándole tal manotazo en la cabeza que por poco cayó el suelo. Muchas sonrisas se formaron y aun algunas risas se unieron ante el traspié del por momentos tan seguro santo de Lagarto.

—¿Quién más que yo? —dijo Margaret unos segundos después, mirándole.

 

Una vez más, Terra quedó sorprendido. No por la respuesta franca del santo de Lagarto, sino por cómo robó a su compañero de Auriga cualquier respuesta ingeniosa. El autoproclamado capitán del batallón hizo un dramático giro de mano y de pronto todos desaparecieron del lugar, rumbo a la guerra que él no libraría.

Bueno, no todos, ya que el santo de Centauro permaneció tendido en el suelo. Le extrañaba que confiaran en él hasta ese punto, pero no se quejaba. Había llegado a un acuerdo con ellos y él era un hombre de palabra. Cargó el cuerpo del santo de plata y empezó su andar hacia la villa, elucubrando la mentira que daría a las gentes de allí para explicarles que fuera él el encargado del transporte.

Con el tiempo descubrió que no necesitaba mentir. La gente de Rodorio era buena por naturaleza y no dudaba de los santos de Atenea ni de quienes les ayudaban.

«Oh, rey Bolverk, si conquistas el mundo, perdona a este pueblo, que jamás se arrodillará ante ti —rezó Terra en el décimo de los numerosos viajes que tendría que hacer entre el bosque y la villa. Cargaba a la única amazona cegada y lo seguían veinte lo bastante recuperados como caminar, muy pegados a él—. Perdónalos, ya que no puedes perdonar a tu propio pueblo.»

No volvió a pensar en eso las siguientes horas, no quiso recordar que arrasar la magnífica Ciudad Azul bien podría ser la primera acción a tomar por su señor.

 

***

 

Cuando Nimrod de Cáncer habló de la urgente necesidad de apoyo en el frente sur, Margaret no había imaginado hasta qué punto hacía falta ayuda.

La yerma tierra de Naraka era ahora un río de nauseabundas aguas amarillentas, apenas interrumpida por imposibles colinas en las que podía notar la marca de Hugin de Cuervo, diestro en el arte de manipular la materia. Él había aterrizado en una suerte de meseta, también creada por aquel santo de plata, no demasiado grande, en la que a toda prisa se había levantado un campamento. Guardias con el equipo de Azrael podían verse en uno y otro lado, asegurando que estaban sufriendo un ataque desde el norte. Helena no esperó la orden de Margaret antes de acudir a la batalla junto a todas sus amazonas. Los Toros de Rodorio, empero, permanecieron firmes hasta que el santo de Lagarto empezó a seguirlas, acompañado del hosco Yu de Auriga.

Durante el corto viaje, Margaret inspeccionó por encima la situación. La Guardia de Acero poseía, además de un buen equipo, algunas utilidades interesantes, como la red electromagnética que protegía buena parte de la meseta. No menos de cien varas de gammanium artificial, clavadas en la tierra, se conectaban entre sí por pulsos eléctricos, dificultando todavía más que los soldados del Aqueronte ascendieran. Varios hombres armados con cañones de riel estaban apostados a suficiente distancia como para poder ver la barrera, listos para disparar a los enemigos que trataran de llegar desde el aire. Protegiendo a cada francotirador, había una escuadra de entre seis y ocho guardias, portadores de espadas de alta frecuencia y las lanzas y escudos Draco. En el centro, cerca de una enorme tienda de campaña en la que debían estar los líderes del ejército en ese frente, Azrael y Leda, pudo localizar el as bajo la manga por si todo fallaba: un enjambre de mosquitos automatizados, cargados con un potente gas somnífero. Los encargados de dirigirlos se diferenciaban del resto de la Guardia de Acero por llevar  a sus espaldas enormes sacos de granadas, sin duda el mismo tipo de arma que Azrael utilizó contra la legión de Aqueronte durante la invasión de hacía trece años.

Margaret estaba planteándose si los cascos de la Guardia de Acero podían funcionar como una máscara antigás cuando llegaron a donde estaba produciendo el ataque.

Decenas y decenas de armas y armaduras estaban desperdigadas por el suelo. Toda la defensa movilizada por la Guardia de Acero había caído en el tiempo en que ellos habían querido ir en su auxilio.  Y no era para menos: el río amarillo chocaba una y otra vez contra la tierra, escupiendo cada que lo hacía decenas de soldados llenos de energía. Hasta las amazonas, ya acostumbradas a luchar con tales enemigos, tuvieron pérdidas para contener la primera oleada. Para la segunda, los Toros de Rodorio tuvieron que intervenir, ya no impulsados por la fuerza que adquirieron en la pasada batalla, tal vez porque Nimrod había dejado libres las almas que los guerreros taurinos arrebataron al Aqueronte, pero seguían con la misma determinación de siempre y los martillos cayeron una y otra vez sobre espadachines y lanceros como un castigo divino sobre las fuerzas del mal. Desde su posición, Margaret y Yu provocaron una parálisis temporal a aquellos que escapaban a las amazonas y los Toros de Rodorio, ya fuera mediante el dolor, ya mediante incrementos repentinos de la gravedad. No importaba, porque las armas de gammanium, benditas por el santo de Cáncer, destrozaban los cuerpos antes de que pudieran fortalecerse. Así la balanza fue poco a poco inclinándose hacia el bando ateniense. En la cuarta oleada, nadie murió, y aunque hubo una quinta, más numerosa que las cuatro anteriores, ya para entonces los santos de plata no tenían que actuar.

—Vámonos, Yu.

—¿Estás loco, Margaret? ¡Esto es el infierno!

—El infierno del hierro, uno de tantos. Yo quiero ir al infierno de la plata.

—Claro, tenemos que buscar a Minwu de Copa.

Aun después de decir eso, Yu no dejó de retener contra el suelo a cien soldados del Aqueronte. Todavía más, cuando estos trataron de zafarse, respondiendo con una fuerza notable, el santo de Auriga aumentó la presión gravitatoria sobre cada uno, aplastándoles los huesos y llevándolos a una pronta muerte. A media resurrección, Eco paseó entre los destrozados cadáveres, cercenándolos con rápidos tajos. Los cuerpos se extinguieron y nuevas almas se sumaron a la ya considerable fuerza de la lugarteniente de Helena. Pero eso no evitó que un soldado venido de la nada chocara contra ella y la enviase al suelo de un fuerte golpe, abriéndole una herida en la frente.

Yu de Auriga quedó atónito. Su campo gravitatorio estaba a baja potencia, pero había sido suficiente para someter a cien hombres, ¿y ese soldado caminaba a bajo tal presión como si fuera más ligero que una pluma? ¿Qué estaba ocurriendo?

—El Caballero sin Rostro combatió a Caronte —entendió Margaret, como leyendo la pregunta que su compañero se hacía en silencio—. ¡El río del dolor se ha alimentado del cosmos de un santo de oro! —maldijo a viva voz al tiempo que arrojaba una, dos y hasta tres Agujas Carmesí antes de ver al soldado del inframundo caer de rodillas.

Eco se levantó del suelo y les sonrió, bebiendo por ello un hilo de la sangre que le caía del corte en la frente. Esa sonrisa, empero, no duró demasiado, la espada dadora de tantas muertes tardó tanto en cercenar el cuello del soldado sometido como lo haría un hacha oxidada en manos de un leñador inexperto para cortar un grueso árbol.

Las hordas del inframundo se estaban fortaleciendo, bajo el río que bañaba Naraka en un flujo constante. Margaret giró hacia Yu para cambiar las órdenes, pero entonces vio en el cielo a Xiaoling de Osa Menor, volando a velocidad supersónica para caer de lleno contra el trío de soldados que asediaban a uno de los Toros. Para aquel guerrero, inmerso en la defensa contra las tres espadas que caían una y otra vez contra su martillo, la joven santa de bronce debió parecer un rayo por el modo en que se ocupó de los enemigos. No solo fue veloz, sino también hábil, dando los golpes adecuados en los lugares adecuados. El guerrero taurino se ocupó enseguida a los soldados, inconscientes en el suelo; todavía se oían los martillazos cuando Xiaoling se unió a los santos de plata.

—¿Ayuda? —dijo la santa de Osa Menor, emocionada.

—Tarde, me temo —contestó Margaret, casi a modo de disculpa.

—¿Qué demonios hacéis aquí? —cuestionó una nueva voz, la de Elda de Casiopea, quien llegaba hasta ellos desde una colina cercana—. Por todos los dioses, ¿no recordáis las órdenes? ¡Os necesitan para defender la Torre de los Espectros!

Yu de Auriga gruñó, pero de nuevo fue Margaret quien tomó la palabra.

—Según las órdenes, vosotras tendríais que estar en Alemania.

—Allí no hacíamos falta.

La respuesta de Elda no dio tanta información como el punto al que miró: hasta tres varas de gammanium destrizadas de tal forma que la barrera electromagnética no funcionaba por esa zona. Era esa la entrada empleada por las últimas oleadas de soldados para tratar de invadir el campamento, y debía haber sido también la vía para un ataque anterior, uno que pudo haber sido fatal sin la intervención de un grupo de santas expertas en el combate aéreo, lejos de todo contacto con el Aqueronte.

Como para confirmar las sospechas de Margaret, Alicia de Delfín llegó anunciando la recuperación de Azrael. Incluso si callaba a la mitad de la frase, dejándolo después en un correcto susurro, Margaret podía entender que aquellas jóvenes habían escogido la misión de socorrer a la Guardia de Acero en esos duros momentos.

—¿Todavía seguís aquí? ¿Es que no comprendéis lo que está pasando, santos de plata? —cuestionó Elda, irritada. Ni Alicia ni Xiaoling la corrigieron por su impertinencia, así de grave debía ser la situación—. ¡Hay miles de espectros de Cocito al oeste!

Yu y Margaret se miraron: espectros era la forma que tenían de denominar a los guerreros de piel cristalina, un enemigo letal para un santo de bronce y problemático aun para uno de plata, en especial si eran tantos. Ambos pensaron enseguida en Minwu, más médico que guerrero, y tomaron una decisión. Más adelante, cuando les cuestionaran por haber abandonado a la principal guarnición de la Guardia de Acero, hablarían del deber que tenía cada parte del ejército Ateniense, pero lo cierto era que, por una vez, los santos de Auriga y Lagarto pensaban más en conservar la vida de su compañero y amigo que en cualquier otra cosa.

 

***

 

Así fue como Margaret y Yu sobrevolaron la meseta, defendida por amazonas, santas, guerreros taurinos y guardias y fueron avanzando hacia el oeste entre colina y colina. La visión en estas era cada vez más macabra. Al principio la defensa era digna de alabanza, con Leda dando órdenes a un grupo de trescientos guardias para después tomar carrerilla y saltar hacia otra colina, a cien metros de distancia, donde socorría a media docena de supervivientes el tiempo en que tardaba en abrirse un portal a las espaldas de guardias y soldados del inframundo. Había uno por el estilo en la mayoría de las rocosas construcciones de Hugin, trayendo consigo soldados de reserva. Los refuerzos siempre eran decisivos, la victoria acostumbraba a ser aplastante y los santos de plata seguían su camino, determinados a encontrar a Minwu. Ni siquiera llegaron a hablar con Leda.

Entonces empezaron a ver batallas en las que los vivos cedían a los muertos. La mayoría de las veces, nadie podía llegar a ayudar antes de que cientos y cientos de soldados saltaran desde el hediondo río y se deshicieran en pleno aire en explosiones de aguas amarillentas, bañando la tierra y a los guardias que en ella combatían con el mismo líquido infernal. Cuando eso ocurría, ni siquiera Margaret tenía nada que hacer, porque las aguas del Aqueronte sorbían con anhelo la fuerza vital de los hombres, por bueno que fuese su equipamiento. Los debilitaba hasta que caían al suelo y entonces de este salían innumerables brazos armados con el hierro del infierno. Muchas vidas se perdieron ante los ojos del santo de Lagarto, quien solo podía continuar avanzando.

Para su desconcierto, Margaret de Lagarto tuvo tiempo de reflexionar sobre los guardias que ayudaban a las colinas más cercanas a la meseta principal. ¿Venían desde el Egeón como tropas de refresco? ¿Estaba todo tan bien en otros frentes como para prescindir de un puñado de buenos hombres? ¿O era más bien lo que empezó como una retirada estratégica y había acabado como una huida en desbandada? Si era lo último, bastaba con que empezaran a surgir Abominaciones para que la afamada Guardia de Acero fuera aplastada por completo. El trabajo de años no habría servido parada nada.

—Margaret —dijo Yu—. Me estoy debilitando.

—¿Te ha caído una…?

—Aunque corra a esta velocidad, mis reflejos son buenos —cortó Yu enseguida—. No he tocado el río Aqueronte, pero ese río de porqueria tira de mí todo el rato.

Margaret abrió mucho los ojos. Acababan de saltar a una colina bastante alejada de la última y la sensación que había sentido entonces le provocaba ahora ganas de vomitar.

Pero no vomitó. En lugar de ello, se rio de su propia imprudencia.

—¡Ahora entiendo por qué la mocosa de Casiopea quería que nos fuéramos! ¡Hemos sido unos idiotas! ¡Unos auténticos idiotas!

—Habla por ti —gruñó Yu.

—¡El Aqueronte se está manifestando aquí, no es solo una suave capa sobre el suelo! ¡Toda esta zona está influenciada por el inframundo! —explicaba Margaret, al parecer demasiado alto, por cómo Yu reaccionaba a sus palabras—. Las fuerzas de todos menguan, que el agua amarilla les alcance solo acelera el proceso. O ganamos esta guerra pronto, o toda la Guardia de Acero perecerá. Así que dejemos de conservar nuestras fuerzas para mañana, ¡no habrá un mañana si no ganamos hoy!

Por toda respuesta, Yu combinó un brusco gesto de asentimiento con un sonoro gruñido. Después aceleró de tal forma que Margaret no podía alcanzar su espalda ni corriendo a toda velocidad. Apenas tardaron tres segundos más en atravesar las últimas colinas, meras cimas de medio metro hundidas en el río y rodeadas de piezas de gammanium.

El infierno de hierro terminaba en una insólita reproducción a pequeña escala del Gran Cañón del Colorado, empezando con una notable grieta de unos cincuenta metros de anchura y una profundidad tal que era imposible ver el fondo; allí caía sin descanso el río Aqueronte, en forma de una cascada eterna que sin embargo no terminaba de vaciar las aguas infernales que llenaban el campo de batalla de más al oeste. En cuanto a la longitud, la grieta era en realidad un gran círculo en torno a la Torre de los Espectros y los santos que los defendían con ahínco, en una batalla frenética que a cada minuto cambiaba toda la geografía de Naraka. Nuevas montañas y valles debieron crearse en el tiempo que llevaban luchando las fuerzas de los vivos y los muertos, solo para que las montañas fueran derribadas y los valles colmados de rocas, solo para que todo terminara reducido a polvo y abismos insondables aparecieran en todo lugar. Una locura.

Por suerte, él tenía una mente más despierta que la de la mayoría. Le resultaría sencillo encontrar a Minwu de Copa, incluso en ese caos. Si es que seguía vivo.


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Publicado 01 junio 2021 - 13:28

Preludio: Segunda parte – Sueño.
 
¡OMG!, Jabu… ¿Cómo protagonista o personaje principal?, eso está interesante. 
 
Por otro lado me gusta cómo se está manejando la introducción de los Oneiros hijos de Hypnos, Morpheo ya hizo su aparición, me pregunto, ¿Ikelos y Phobetor serán tomados como un mismo dios o al igual que The Lost Canvas serán dioses individuales?, también me llama la atención eso de que todos los Saint´s hayan recibido la maldición de Hades, ¿será que en esta Fanfiction habrá cambios en la línea argumental qué sigue?, todo pinta a algo grande.
 
También me gustó mucho el cómo se manejó las emociones y sensaciones de los personajes ante un escenario desconocido que escapa a toda comprensión humana, eso es algo que en el caso de dioses como Hypnos y en especial Abzu hubiese sido un elemento muy interesante a explotar (en el caso de Abzu considero que era preciso hacer uso de esto, pero bueno… ya sabemos que ese dios fue bastante desperdiciado por Toei).
 
Sigue así compañero, saludos y buenas tardes.  


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Publicado 04 junio 2021 - 12:35

Cap. 79 Salvando al soldado Minwu
 
Mira que Terra salió un tipo honorable, haciéndoles favores al enemigo para saldar su deuda y carga de conciencia. Un buen tipo en el equipo contrario... seguro le irá mal si su Rey se entera.
 
Margaret y Yu se han embarcado en la quest de buscar a Minwu de Copa para que trate a su amigo en coma, bastante egoístas considerando que están en plena guerra campal y ellos pensando en el bienestar de un solo individuo, ¡vaya santos!
Pero en fin, a través de ellos vemos los variados escenarios en que el ejercito del mundo está sucumbiendo lentamente XD.
 
CONTADOR DE MUERTES (de personajes con nombre) EN ESTA GUERRA SIGUE SIENDO: 1
 
PD. Buen cap, sigue así :3

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


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Publicado 07 junio 2021 - 08:49

Saludos

 

¡Buen review, sigue así!

 

Daimonas

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Seph Girl

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***

 

Capítulo 80. La legión de Cocito

 

En Naraka, todos los santos estaban combatiendo.

Los santos de bronce combatían. El viejo Ban lo hacía, golpeando sin miedo a los espectros de Cocito para convertirlos en explosivos humanos; era todo un espectáculo ver cómo aquellas criaturas humanoides de helada piel estallaban en miles de fragmentos de hielo que a su vez explotaban en todas direcciones, como las más eficientes granadas del mundo. También June luchaba. En el fondo de una garganta, la subcomandante de la división Andrómeda, con los pies clavados en la escarpada pared, tomaba con el látigo a los guerreros del río de las lamentaciones y los golpeaba contra la roca con tal fuerza que esta acababa decorada por una gran mancha de hielo y agua nieve. Retsu de Lince enfrentaba con más reservas a sus rivales, arriesgándose en cada envite a que el Lamento de Cocito le paralizara los dedos desgarradores de carne, o más bien de hielo, agradecido por el apoyo del santo de Zorro y otros compañeros incluso si sus técnicas eran  tan inútiles para esa clase de enemigo como las ilusiones, el envenenamiento y la capacidad de leer los movimientos musculares.

Los santos de plata combatían. Lo hacían Emil y Hugin. Desde tierra, el joven de pelo blanco disparaba saetas a mach 50 cada diez segundos, letales para cualquier espectro; desde el aire, la mano derecha de Sneyder hacía caer numerosas plumas de las alas que pendían de su espalda, todas ellas convirtiéndose pronto en ardientes proyectiles que, aun sin gozar de la potencia de los tiros de Emil, eran mucho más numerosos y dañaban a todo aquel que estuviese a al menos cinco metros de la zona de impacto. Lo hacía Makoto con igual entrega que sus compañeros, tratando de dar siempre rápidos y certeros golpes para que su cuerpo y el de los espectros de Cocito no estuviesen en contacto durante más de una fracción de segundo; la única técnica a distancia que poseía era inútil contra aquellas criaturas, solo le quedaba el cuerpo a cuerpo.

Y más allá de aquellos tres luchaban también hombres que rara vez habían sido vistos luchando por la nueva generación, pues Nicole de Altar y Noesis de Triángulo, perseguidos durante el patriarcado de Saga de Géminis, regresaron al Santuario como maestros. Noesis, maestro de Retsu de Lince y, según se decía, discípulo de quien usurpó el trono papal, sellaba a los espectros de Cocito y después los transportaba a algún rincón perdido del espacio-tiempo, aliviando así la carga de los que luchaban en la vanguardia y de los que resguardaban la Torre de los Espectros. Nicole, por el contrario, no lograba victorias tan aplastantes, nunca había sido un combatiente capaz, centrándose sus destrezas en la habilidad para administrar el Santuario en épocas de paz y aun en la guerra, como había demostrado al llevar a la realidad el descabellado plan de Azrael de modificar la geografía usando el poder de los santos —la habilidad de Hugin de Curvo para moldear la materia, sobre todo, había sido muy útil—, quizá por eso las fuerzas del Hades se fueron concentrando más y más en él.

Noesis de Triángulo estaba demasiado lejos. Ishmael de Ballena, dirigente militar del frente sur, no tenía permitido abandonar la Torre de los Espectros, incluso si esta contaba con Orestes, Adremmelech e Ícaro de Sagitario Negro para protegerla del ataque de los magos. Nicole sabía que estaba solo, por lo que no dudó en conjurar un tornado que enseguida arrastró a todos los enemigos cercanos. Cielo y tierra se unieron en aquel pilar, visible desde toda aquella parte de Naraka, en el que los espectros de Cocito chocaban unos con otro formando sonrisas despreciativas. El poder del santo de Altar era insignificante, no podría contenerlos por mucho tiempo…

Nicole de Altar sonrió para sus adentros. Era posible que la idea de que aquellos guerreros de hielo se estuviesen burlando de la cárcel de viento que había conjurado solo estuviese en su cabeza, que lo único que había sucedido fuera que los rostros de hielo se hubiesen cuarteado por un mal golpe… Pero él no vio en el enemigo a las fuerzas del Hades, sino la seguridad de su última rival, Hipólita, en que matar al más débil de los cinco que combatía sería tarea fácil. Como hizo con la poderosa sombra de Águila, Nicole se fundió con su propio tornado; si alguien hubiese estado allí para verlo, ya no podría distinguir cuándo empezaba el santo de Altar y cuándo la técnica, todo era uno, el hombre y la naturaleza. En ese estado, cada vez que el aire en su perpetuo girar azotaba a los guerreros de Cocito era como si el propio Nicole los estuviese golpeando a velocidad hipersónica, y no en un solo punto, como un puñetazo, sino en todo el cuerpo a la vez. No tardó mucho en triturarlos, a todos y cada uno. Salió airoso y sin daños, listo para socorrer a su compañero Noesis de un asedio todavía más duro que el que él había sufrido. En ese frente no podían prescindir de ni un solo santo, ya no.

 

***

 

El joven que deambulaba por el frente sabía bien eso. De piel morena y largos cabellos rizados, Minwu de Copa había llegado al campo de batalla seguro de que podría hacer un bien. Al principio, cuando Adremmelech combatía a la Abominación y a otros mil espectros a pesar de conservar solo un tercio de su tronco, se permitió incluso desviar sus atenciones a donde la Guardia de Acero luchaba. Ishmael le dio autorización para acompañar a Hugin, cosa que hizo de buen grado, tomando por el lado amable las constantes quejas del santo de Cuervo; no le gustaba nada ser obrero.

Así que vio construidas grandes colinas en el tiempo en que un niño construiría una caseta con troncos y ramas, visitó a tantos guardias como pudo y trató de ayudar… ¡Qué ingenuo había sido! Las lesiones causadas por cualquier cosa que no fuera el hierro del infierno, eran escasas, las demás, letales. Él no podía hacer nada, no importaba si llegaba justo en el momento en que una lanza acariciaba con la punta la mejilla de un curtido guardia que lo doblase en altura y músculo, todas sus artes eran ineficaces contra el llamado de la Muerte. Vio morir a decenas, cientos tal vez, antes de retirarse junto a Hugin; el caudal del Aqueronte se estaba volviendo más y más violento y no podían arriesgarse a que el río del dolor los convirtiera en baterías de la destrucción de sus propios camaradas. Además, las cosas estaban empeorando en el oeste.

¡Y vaya que empeoraban! El terreno había cambiado tanto en el corto tiempo que Minwu estuvo fuera, que creyó haber ido a cualquier otro rincón del mundo. Parte era responsabilidad de Adremmelech, claro, el Caballero sin Rostro no era un hombre conocido por contenerse más de la cuenta, pero los demás habían sumado también. Así lo demostraba la escena que el santo de Copa vio, el resultado esperable del choque entre los santos que vivían hoy y los que vivieron en un pasado remoto. Sobre un terremoto interminable, miles de criaturas de hielo peleaban con un puñado de hombres de carne, a apenas cien metros de la Torre de los Espectros. Ishmael lideraba la defensa, desplegando una lluvia de estrellas fugaces sobre el enemigo: cada vez que alcanzaba al blanco, este era comprimido hasta ser desintegrado, en una implosión imperceptible hasta para él. Entre el poderoso santo de Ballena y los demás, santos de bronce y plata por igual, mantenían un precario equilibrio que a punto estuvo de ser roto por la caída de Adremmelech, incluso si el Caballero sin Rostro se llevó consigo a la Abominación.

En ese punto, llegó Grigori de Cruz del Sur, proveniente del frente occidental, en Alemania. Aquel joven no dudó en hacer llover sobre los guerreros de hielo su Tormenta; rayos cayeron en todo lugar mientras él chocaba contra todo enemigo que tuviese enfrente, creando aberturas para todos sus compañeros a costa de recibir algún que otro golpe. Hugin, al lado de Minwu, se sumó a la batalla formando cuervos suficientes para ennegrecer el cielo; el santo de Copa se quedó quieto, admirado del aparente sacrificio de Grigori, preguntándose si podría curar el Lamento de Cocito allí, sin contar con la Fuente de Atenea. Se distrajo entonces de tal manera que ahora era incapaz de recordar cómo los vivos pudieron hacer retroceder a los muertos. Solo una imagen se le quedó grabada en la mente: la de un magnífico destello dorado destrozando a parte de la vanguardia de la legión de Cocito antes de perderse en la cima de la Torre.

 

Ahora estaba allí, sin dar un solo golpe y sin tampoco poder sanar a sus pocos pacientes. Tres santos de bronce que habían querido honrar a sus antecesores, muertos durante la Noche de la Podredumbre, y que por ironías del destino tan solo habían podido convertirse en víctimas de uno de los males del inframundo. Ellos, empero, solo estaban agotados, un poco pálidos, tal vez, pero no compartían el precario estado de Grigori, tan azul que bien podría ser un enemigo más. El santo de Cruz del Sur gritaba, en sueños, algo sobre lo mucho que le había costado obtener el manto argénteo, y de lo poco que a otras les costaba llegar al mismo fin. Por supuesto, afectada su alma por el Lamento de Cocito, los más viles venenos, los del espíritu, salían a florecer. Envidia.

Llegados a aquel estado de las cosas, Minwu de Copa solo esperaba una excusa para regresar al Santuario con todos aquellos desgraciados, por lo que la llegada de Margaret de Lagarto fue para él como un mensaje venido del cielo mismo.

—Iré —dijo enseguida Minwu, no sin que la vergüenza marcara su rostro.

—¡Bendita Atenea! —fue todo lo que Margaret pudo decir, satisfecho de no tener una nueva discusión sobre el deber de cada uno.

Desaparecieron sin más preámbulos, los dos santos de plata y los cuatro heridos, incluyendo a Grigori de Cruz del Sur. Yu de Auriga llegó justo a tiempo para verlos marcharse, seguido por una docena de espectros de Cocito.

—Bien, rescatamos al médico. Ya no hace falta contenerse —dijo Yu, más para sí que porque pensara ser escuchado por aquellas criaturas. Con rápidos movimientos de los brazos, envió dos discos de sólido metal contra los enemigos, cercenando a los ocho más cercanos a la altura de la cintura. Los discos, después de trazar un amplio arco en el aire y quemar la escarcha del congelamiento con el calor de la fricción, volvieron a los brazales de Auriga—. ¿Solo ocho? ¡Qué vergüenza! ¡Vamos venid!

Los supervivientes respondieron a la arenga con una oleada de viento frío. El manto de Auriga ya empezaba a helarse cuando su portador cargó contra ellos.

 

***

 

Entretanto, Ishmael de Ballena terminaba de exterminar a quienes habían permanecido firmes en su posición a la sombra de la Torre de los Espectros. La mayoría se había dispersado tras la caída de la Abominación y el brutal despliegue de cuervos conjurados por Hugin de Cuervo. En esos últimos compases de la batalla inicial, todo era fuego ante sus ojos, plumas negras bombardeando todo el campo hasta incendiarlo por completo; la legión del inframundo debió comprender de algún modo que reunir sus fuerzas en un solo punto era contraproducente, y la intervención de un santo de oro les terminó de hacer tomar la decisión de debilitar al bando de los vivos uno a uno.

Por supuesto, eso significaba que tanto había grupos más allá, luchando contra todos sus subordinados, como había también algunos tratando de derribar la Torre de los Espectros. Aquellos enemigos, santos de plata de épocas remotas, trataban de alcanzarlo con flechas de cristal, plumas de cuervo blanco y hasta llamaradas del color de la nieve, que quemaban como el hielo y le arrancaban el calor de todo su cuerpo con el mero roce. Eran técnicas letales, sin duda, y por una cuestión de números, el subcomandante de la división Cisne y líder de los santos en ese frente tenía que haber caído hacía mucho, pero a diferencia de la legión de Aqueronte, siempre inmortal, armada con la muerte y protegida bajo el velo del dolor, servir en la legión de Cocito tenía sus desventajas. Las criaturas con las que Ishmael había luchado pudieron ser santos de Atenea en el pasado, pero ahora eran almas cristalizadas en las profundidades del averno, su poder era fijo, sin capacidad para crecer, sin llama que arder ni cultivar.

El último de los espectros de Cocito desapareció a sus espaldas en medio de una implosión, dejando libre el escenario y permitiendo al santo de Ballena un respiro. Este, empero, no descansó ni un minuto y se concentró en el estado de la guerra en el frente sur: muchas batallas ganadas a costa del debilitamiento progresivo de todos los santos de Atenea, quienes no podrían socorrer a la Guardia de Acero si más al este empezaban a surgir Abominaciones. Antes le habría parecido que Nicole de Altar podría encontrar la manera de organizarlo todo, pero ahora incluso la mano derecha del antiguo Sumo Sacerdote luchaba como cualquier otro guerrero. Tenía que hacer algo…

Miró en derredor, había tantos puntos titilantes como enemigos había derrotado, el mismo número, por la gracia de los dioses, de estrellas que tenía la constelación que le daba fuerzas. Sin moverse, ejerciendo solo el poder de su mente, comandó a aquellas falsas estrellas para que danzaran más arriba, bajo el cielo nocturno, hasta que pudieran trazarse con ellas la figura de la mítica bestia marina que enfrentó Perseo en la Antigüedad. Mientras realizaba aquel ritual, la tierra tembló, acaso reaccionando a su poder desplegado, y Yu de Auriga llegó tiritando de frío.

—Apenas has llegado y ya estás en ese estado, en verdad eres un animal —acusó Ishmael sin mirarle—. La defensa es tan importante como el ataque.

—¿Cree que manipular los gravitones es lo mismo que jugar con sus bolitas, Comandante? —gruñó Yu antes de pasarse la mano por la cara—. O los reviento y salvo a los inútiles de sus subordinados, o me defiendo y no aporto nada aquí.

—Sobrevivir es un gran aporte, según la nueva Suma Sacerdotisa —dijo Ishmael.

—Ah, sí, los santos no mueren. Es una bonita frase hasta que te das cuenta de que unos santos de plata luchan contra el enemigo de todo el Santuario mientras tu Suma Sacerdotisa está bien sentada en su trono.

—Estoy seguro de que te gustaba ser uno de los santos de plata que luchaba contra… ¡Diablos! ¿Peleaste contra Caronte? Retiro lo dicho, eres más bruto que una bestia.

—Y sobreviví. Yo, Margaret y Joseph. Gracias por preocuparse, Comandante.

Ishmael se encogió de hombros, fingiendo indiferencia. ¿Qué podía aportarle al más temerario entre los santos de plata saber que él se estaba preocupando de todos, hasta de los guardias que morían como perros, asediados por el Aqueronte? Que se quejara de que la Suma Sacerdotisa hubiese cumplido su rol, el que fuera que fuese, que lo tratase de Comandante sin el menor deje de respeto en su voz… Así se entretenían algunas personas, como Yu, mientras otras se aseguraban de que quienes solo sabían quejarse pudieran hacerlo. Arriba, las estrellas fugaces ya se habían posicionado. El temblor se intensificó, la tierra empezó a agrietarse y el aire vibró, precediendo un gran fenómeno.

—¿Qué demonios está haciendo, Comandante? —dijo Yu, mirando todo con los ojos muy abierto—. No es de los que rehúyen la lucha.

—Un eidolon resiste mejor al Lamento de Cocito, por estar hecho de cosmos —explicó Ishmael—. Hugin probó la teoría arrojando contra la legión una bandada de cuervos, de miles de cuervos, me parece. Se quejó cuando los destruyeron, pero sigue luchando.

—Creía que invocar al suyo requería mucha energía —observó Yu.

—¿Es una suerte que mi poder sea absorber energía, verdad? —dijo Ishmael con no poca soberbia. Señaló las estrellas de cosmos, unidas ahora por hilos luminosos—. Devorador de Vida, así llamo a la técnica. Atraviesa al enemigo y lo consume desde dentro. Oh, vamos, ¿vas a mirarme tú con esa cara? Los caballeros negros eran nuestros enemigos hace tan solo medio año. Ya que los matábamos, ¿por qué no usarlos?

—No me quejo de que se mate al enemigo, Comandante. Es solo que… ¿Esas cosas están vivas, para empezar? ¡Si son de hielo! ¡Se les parte la cara cuando sonríen!

—Energía es energía. Siempre. Puede que sean un peligro por el lado espiritual de su fuerza, pero como dices, están hechos de hielo, de materia. Yo convierto esa materia en energía para invocar a mi eidolon, ¡Leviatán, Rey de los Monstruos Marinos!

Como escuchando el llamado, la bestia empezó a formarse, primero como una gran masa de cosmos plateado, después como una ballena descomunal. Ishmael no le dio tiempo a Yu de calcular el tamaño, porque enseguida pegó un salto hasta subirse a su eidolon. El santo de Auriga no tardó en unírsele, admirado.

Igual sentimiento debió nacer en los corazones de todos los santos de plata, bronce y quizá hasta de hierro cuando Leviatán inició el canto de la victoria.

—¡Esto… esto es…! —Yu de Auriga, en medio de más de ochocientos metros de oscura piel, no tenía palabras para describirlo—. ¿Así venció a Hipólita?

—Hipólita derribó a Leviatán de un solo golpe —contestó Ishmael, encogiéndose de hombros. Su vista estaba enfocada en el frente; no tardaría en ser atacado por toda la parte de la legión de Cocito que no estuviese combatiendo—. Conoce una magia capaz de anular barreras, un eidolon no es muy diferente un campo de fuerza.

—No dirá, Comandante, que toda una legión del infierno es menos que una sola mujer.

—He tenido cinco años para fortalecerme. Si crees que tú y tus amigos sois los únicos que aspiráis a ser mejores, permíteme demostrarte lo equivocado que estás.

La enorme bestia marina avanzó a través del cielo, como un pedazo de una leyenda olvidada que se hubiese caído del Olimpo para aterrizar en aquellos tiempos duros. Abrió la boca, tragando las nubes de tempestad formadas por Nicole de Altar en pasadas luchas, y también cientos de cuerpos de hielo, que eran desintegrados al llegar a su interior. ¡Leviatán distinguía entre los vivos de ardiente cosmos y los muertos de almas cristalizadas! Y avanzaba implacable hasta la completa aniquilación del enemigo.

 

***

 

Entretanto, Ícaro y Orestes mantenían una lucha frenética contra los rayos y haces negros que les lanzaba sin descanso un dúo de enemigos idénticos a ellos. No podían saber qué ocurría más allá de la Torre de los Espectros, inmersos como estaban en un limbo de espacio infinito y tiempo gobernado por un azar de lo más retorcido.

Tres rostros imperaban en ese lugar, todos ocultos por capuchas, en apariencia lo bastante cercanos entre sí como para que se pudieran ver con solo mover la cabeza a uno y otro lugar, pero en realidad tan alejados como quisieran estar. Los telquines reinaban sobre el pasado, el presente y el futuro, incluso si no eran capaces de apartar a los caballeros de la Corona Boreal y Sagitario Negro de su posición, podían asegurarse de que mantenerla fuera una tarea digna del mayor de los héroes de antaño. Los enfrentaron contra lo que creyeron réplicas de sí mismos, copias burdas a las que derrotar mientras buscaban a los magos y destruían el único nexo que los unía con el mundo de los vivos: un báculo hecho a partir de la madera de una ninfa.

Pero se equivocaron, los golpes que con tanta alegría dio Ícaro sobre la réplica de Orestes, acaso movido por viejos resentimientos, acabaron notándose en el rostro y los brazos del micénico más adelante. Y lo mismo ocurrió con la herida que este último abrió en la pierna derecha de su adversario, copia del caballero negro; incluso si la había causado con un rayo de pura y ardiente luz, de modo que la herida se cauterizó al instante, ahora Ícaro no podía correr sin resentirla. Los magos habían trasladado los daños de las réplicas a los originales, o bien todo el tiempo estuvieron luchando contra su futuro, de algún modo, era difícil saberlo cuando se enfrentaba a tales seres.

Desde entonces habían pasado mucho tiempo limitándose a la defensiva, tratando de diseñar alguna forma de contrarrestar las ardides de los magos. Ícaro esperaba que el caballero de la Corona Boreal encontrara una respuesta en las mil batallas en que se había curtido y Orestes confiaba en que aquel joven tan henchido de poder como de orgullo resolviera la situación con algún ataque desesperado, impredecible. Ninguno llegó a colmar las expectativas del otro, y sin embargo, de pronto, uno de los tres magos dejó de poder verse observándoles desde el cielo. Se había extinguido al mismo tiempo que un suave sonido, más rumor del viento que palabras, recorrió a los dos aliados desde los pies a la cabeza. Un tercero había encontrado la verdadera localización de uno de los magos y destruido su báculo, devolviéndolo así al Hades.

—¡Oh, Dios…! ¡Atenea! —se corrigió enseguida el caballero negro de Sagitario, mirando primero a la nada, y un segundo después, a Adremmelech, recién llegado de un par de duras batallas—. ¿El traidor nos ha traicionado?

El Caballero sin Rostro vestía ahora el manto de Capricornio, algo que no había hecho nunca desde que se unió a Hybris, cinco años atrás.

—A Ella sirvo, a nadie más —contestó Adremmelech.

—Los caminos de los dioses son inescrutables —dijo Orestes, cortando la discusión. Seguía habiendo dos magos presentes, observándoles—. ¿Habéis tardado mucho en encontrar a uno de los miembros de la Tríada? ¿Podéis hacer lo mismo con los demás?

—No pueden crear réplicas de mí, por eso pude buscarlo —dijo Adremmelech.

—Tiene sentido, no tenéis alma. El pasado, presente y futuro de una figura de barro no tiene la menor importancia —comentó Orestes—. Entonces, nuestra estrategia es simple. Nosotros soportaremos el asalto de la Tríada y vos…

—Un momento —cortó Ícaro—. ¿La Tríada? ¿Esos son nuestros enemigos?

—Fueron bastante peligrosos en la Guerra de la Magia, estuvieron a punto de hacer caer a toda la humanidad en un bucle interminable —explicó Orestes, paciente—. Sé quiénes son, mas si os preguntáis por qué no he contrarrestado su magia, debo admitir que eso está más allá de mis capacidades mientras Damon los apoye.

—Me vale esa respuesta —dijo Ícaro—. Creo que entiendo lo que planeas, ¡será fácil! ¡Este grandullón sin cara tiene más vidas que un gato!

—No me quedan fuerzas para crear otro cuerpo. Este será mi último aporte a la guerra durante un tiempo —dijo Adremmelech antes de marcharse.

El más poderoso soldado de Hybris quedó enmudecido, aunque por poco tiempo. El respiro dado por los magos se había terminado. Bajo las capuchas de los dos rostros flotantes que quedaban, brillaron unos ojos burlones, al tiempo que una vez más Orestes e Ícaro se veían frente a frente contra réplicas de sí mismos. Idénticos en todo salvo en las heridas que los caballeros cargaban de la anterior batalla.

—El pasado un día fue el futuro, el futuro un día será el pasado —recitó una voz ominosa ante la que los magos de la Tríada se inclinaron, solemnes—. El tiempo es uno e inmutable, santos de Atenea, ¡enfrentad el ahora que no será más!

La réplica de Sagitario Negra obedeció enseguida a las órdenes de la voz, descargando rayos oscuros sobre los dos caballeros. La copia de Orestes, en cambio, quiso pasar a través de ellos, en busca del peligroso Adremmelech.

Ícaro, entendiendo eso, realizó una acción arriesgada. Primero detuvo los rayos de su igual, después, lejos de querer resistirlos, les impuso su voluntad tal cual fueran su propia técnica, tornándolos poco a poco en brillantes esferas de luz oscura.

A la vez, Orestes bombardeaba a los dos enemigos con rápidos haces de luz blanca que se agradecían mucho en tan tenebrosas circunstancias. Eso retuvo a su escurridiza copia el tiempo suficiente como para que Ícaro pudiera llenar el escenario con la fase más complicada de su mejor técnica, ¡el Estallido de Fotones!

—Nosotros sufriremos el mismo daño —acusó Orestes.

—Oh, sí, puede que Oribarkon tenga que hacerme una armadura nueva y hasta es posible que visite la afamada Fuente de Atenea, aprovechando la alianza —repuso Ícaro—. Pero si queremos ganar, tendremos que correr riesgos, ¿no te parece?

La mentira debió ser creída por los magos, pues las réplicas, lejos de esperar una trampa, cargaron contra los originales dispuestos a sacrificarse. Pero en el último momento Ícaro voló lejos y Orestes dio un gran salto hacia adelante, evadiendo la acometida de sus enemigos, de modo que estos, siguiéndoles, evitaron la zona cubierta de fotones sin que la técnica terminara de ejecutarse. Las esferas se disiparon lejos, muy lejos del lugar donde los dos caballeros combatirían con su pasado.

Lo único que tenían que hacer era sobrevivir, ¿eso no podía ser tan difícil, no?

 

***

 

Damon, Rey de la Magia, asintió, satisfecho de su obra.

Los pequeños juegos de la Tríada mantendrían ocupados a esos tres peligrosos oponentes el tiempo suficiente como para dar su último aporte a las fuerzas del Hades. Si las legiones del inframundo no ganaban la guerra después de que la Torre de los Espectros cayese, merecían otra aplastante derrota más en la larga lista.

Un pequeño telquín, el único sobreviviente del ataque al este, flotaba en torno a él. Era molesto verlo con esa burda forma: aire sobre una túnica raída, un espíritu atado al mundo material por un báculo creado con prisas, sin ningún atisbo de la azulada piel de su raza, ni de los ojos, siempre amarillos, siempre despiertos. Aun así, él podía saber lo que pensaba sin hacerle hablar, se estaba preguntando por qué el Aqueronte no creaba una gran masa de almas malditas para aplastar de una vez a aquellos enemigos tan temibles, o más bien, a aquellos vulgares humanos con armas temibles.

—Soy yo quien se lo impide. Negocio —afirmaba Damon—, para que Dolor y Lamento se unan como suelen hacerlo en los corazones de los mortales. Las almas de los gigantes están liberadas, mas necesitan cuerpos fuertes para llegar hasta la Torre de los Espectros. Y los tendrán, créeme, los tendrán muy pronto.

Todo estaba dispuesto para que el Hades tuviera su victoria sobre los santos. Después vendría la purga de todo el mal del mundo, y si Bolverk era tan capaz como creía, podría reinar en uno nuevo, pero a él eso ya no le importaría.

Le importó, al principio, creyó en el regreso de la era mitológica, hizo resurgir el continente Mu como base de los ideales del rey a quien él mismo coronaría, como Sumo Sacerdote de las Antiguas Leyes. Ni siquiera contar con sus hermanos de vuelta en ese precario estado cambió eso. Pero en esa tierra que rescató del pasado halló un extremo de un hilo que iba hasta el fondo del inframundo. Más allá de los santos que enfrentaron a Hades y Poseidón el pasado siglo, por debajo de todas las Guerras Santas y sobre las mil millones de almas perdidas en el diluvio universal. ¡Enterrados por el río Cocito, doce almas esperaban, ansiosas, ser revividas como auténticos Campeones del Hades!

—Mis enemigos del ayer —murmuró Damon para sí, el otro telquín ya ni siquiera le prestaba atención—, mis aliados del mañana.

Cuanto más pensaba en ello, más entendía que aquel mundo en guerra ya no le importaba. No le interesaba en absoluto.

Crearía su propio mundo, su propio universo, junto a Ellos.


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Publicado 10 junio 2021 - 17:17

Cap 80. Mis enemigos del ayer, mis aliados del mañana.
 
Genial frase dicha en este cap y por eso debe llevarla de título.
 
Ándale, santos de bronce y plata peleando en una batalla campal.
Nos enteramos de que Nicole de Altar (que manía de que los hombres tengan nombres de mujeres... porque sí gente, NICOLE es un hombre aquí, así como MARGARET XD) y Noesis de Triángulo fueron santos que huyeron del caos que ocasionó Saga, y que el del Triangulo pudo haber sido discípulo de Saga, vaya.
 
Y bueno, Minwu de Copa no puso mucha resistencia a irse del campo de batalla, todo lo contrario al Soldado Ryan que hizo que mataran a la mayoría del escuadrón que fue a por él (SHAME Minwu! Shame XD)
 
Por lo menos la legión de Cocito es más tratable que la del Aqueronte (thank God)
 
Mira, Ishmael de Ballena invoca una ballenota a la que nos dicen que Hipolita venció de un golpe porque la magia lo hizo, así que pondré en duda lo que pueda aportar tremendo eidolon con tremendo nombre.
 
Orestes e Ícaro pelean con replicas que al ser dañadas les trasladan ese daño a los originales... que lío, ¡¿que no hay enemigos no latosos en esta guerra?! XD jaja 
Cuando menos Adremmelech ya se deshizo de un telkin, faltan dos.
 
Pero lo más importante de este capitulo fue Damon, a quien entiendo ¡quiere revivir al Zodiaco Primordial de ese mundo! Dun dun duuuunn!!!
 
CONTADOR DE MUERTES (de personajes con nombre) EN ESTA GUERRA SIGUE SIENDO: 1
 
PD. Buen cap, sigue así :3

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


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Publicado 17 junio 2021 - 09:14

Saludos

 

¡Buen review, sigue así!

 

Seph Girl

Spoiler

 

***

 

Capítulo 81. Campeón argénteo

 

En el norte, la tierra tembló, se abrió y devoró un pueblo entero.

En el sur, una montaña escupió fuego, ahogando en llamas a un grupo de montañeses.

En el este, la costa se hundió bajo un gran tsunami.

En el oeste, los cielos temblaron, se abrieron y arrojaron rayos sobre una ciudad.

Todo esto sucedió mientras los santos de Atenea luchaban, mientras Shun de Andrómeda, en el centro de la vorágine, sentía en silencio el mal que el inframundo había despertado. Porque del fuego del sur nació un ave inmortal y de las aguas del este emergió un dragón indestructible, porque la vida era extinguida por la profunda oscuridad de la tierra en el norte y la brillante luz de los rayos dadores de muerte en el oeste, donde otras bestias terribles avanzaban con cautela.

Hacia la Torre de los Espectros, que habrían de derribar.

 

***

 

La aparición del Leviatán en el campo de batalla dejó a todos los santos enmudecidos, no por el considerable tamaño del eidolon, sino por la gran cantidad de cosmos que lo conformaba. El hecho de que Ishmael de Ballena pudiera mantener a semejante criatura por sí solo parecía imposible, y en verdad lo sería si no hubiese más de seis mil fuentes de energía listas para ser devoradas. Conforme avanzaba, Leviatán abría su enorme boca, revelando un torbellino negro como las profundidades oceánicas. Entonces, todos los guerreros helados eran arrancados del suelo por una fuerza invisible a la que los santos se oponían encendiendo sus cosmos, demostrando así al Leviatán que estaban vivos. De algún modo, eso bastaba para que se hiciera la distinción y solo la legión de Cocito acababa entre las fauces de aquella bestia apocalíptica. Allí, aplastadas por las tinieblas, las temibles huestes del Hades eran reducidas a millones de fragmentos de hielo, y al instante siguiente, mera energía para sostener al eidolon.

Si bien el procedimiento exacto escapaba del intelecto de Makoto de Mosca, entendía lo esencial: contaban con un arma poderosa, que sin embargo se volvería ineficaz si los guerreros helados saltaban al otro lado del frente, donde luchaba la Guardia de Acero. Por eso, Makoto y otros santos de bronce y plata se unieron en un único y sólido grupo una vez más, cargando contra todo guerrero helado que tratara de retirarse.

 

Los números no jugaban en absoluto a favor del bando ateniense, pese a las apariencias. Hasta ahora, la estrategia de las legiones de Cocito y el Aqueronte había sido la lucha de desgaste; quien fuera que las dirigiese, acaso los mismos ríos del inframundo, sabía que tarde o temprano todos los santos acabarían maldecidos y las fuerzas de los hombres de armas bendecidas por Nimrod de Cáncer mermarían, de modo que no necesitaban atacar con todo, sino mandar los soldados necesarios para mantener a los vivos luchando, agotándose. Ya les llegaría el momento de obtener una victoria fácil, a su tiempo.

El problema era que ahora, con el Leviatán dominando los cielos y los santos de Atenea luchando como una unidad, Cocito no tenía motivos para contenerse, y eran miles de guerreros helados contra un puñado de hombres, no todos en plena forma. Ishmael, rememorando lo ocurrido durante el primer gran choque entre las fuerzas, cuando la invocación de Hugin de Cuervo cambió las tornas, tuvo una idea.

—Yu, necesito tu ayuda.

—¿Tan desesperado está, Comandante? —dijo Margaret, recién aparecido sobre el amplio lomo del Leviatán—. Terra cumplió su palabra.

Aquellas palabras fueron dirigidas a Yu de Auriga, quien ocultó un suspiro de alivio gruñendo, como era su costumbre.

—¿Minwu de Copa lo está tratando? —cuestionó el santo de Auriga, recibiendo pronto un gesto afirmativo de su recién llegado compañero—. Bien, entonces solo tenemos que patear unos cuantos traseros antes de que regrese Joseph.

—Pretendo acabar esta batalla ahora —sentenció Ishmael, alzando la mano todo lo alto que podía, como un saludo militar a los cielos. El Leviatán se estremeció, o al menos lo hizo su piel, que empezaba a cuartearse—. Yu, Margaret, necesito que…

Ishmael calló en seco, olvidándose incluso de que tenía la mano en alto. Ni Margaret ni Yu tenían voz tampoco para hacérselo notar, pues como el líder del frente sur, miraban atónitos al este, donde un gran muro de fuego se levantaba hasta alcanzar las nubes.

El responsable era difícil de ver. Demasiado rápido hasta para los ojos de los tres santos de plata, quienes seguían a duras penas una línea de llamas pasando por el firmamento. Estuvieron así un largo minuto, tratando sin éxito de capturar a aquella fuerza de la naturaleza mediante pulsos gravitatorios y ataques de telequinesis, y la legión de Cocito aprovechó esa distracción para romper la defensa de los santos en tierra y llegar a más allá del muro de fuego, donde el río Aqueronte imperaba.

 

Makoto era uno de los pocos que había seguido al enemigo sin pensarlo demasiado, pero teniendo las llamas tan cerca, dudó. Aquel fuego no era normal. Pese a tener su color característico, parecía más bien quitarle calor que lo contrario, como una extensión más del río Cocito. Buscó a Emil, apenas un punto a unos cuantos cientos de metros, distinguible solo por su cosmos y la irrefrenable salva de flechas que disparaba sobre todos los guerreros helados que tenía a tiro. Si recordaba bien, aquel capaz arquero había combatido a un soldado de la legión de Cocito por mucho peor que aquellos guerreros de piel de hielo: el alma de un gigante. ¿Podía ser que el responsable de aquel fuego fuese lo mismo? ¿Tendrían que luchar con gigantes también?

Cuando otros santos se fueron uniendo al temerario Makoto, Nicole de Altar extinguió el muro de llamas en un tornado colosal, instando al tiempo a todos para que cargaran contra el enemigo. Todos obedecieron, un segundo después de que la tierra se alzara.

 

Desde las alturas, Ishmael vio primero cómo los guerreros helados tomaban la frontera que separaba el infierno de plata del infierno de hierro, donde la Guardia de Acero debía mantener una precaria lucha contra la legión del Aqueronte. Solo en ese momento bajó la mano, conminando al Leviatán a avanzar, o más bien, a sus vástagos.

Para sorpresa de Yu y Margaret, la piel del eidolon se transformó en un gran enjambre de criaturas, todas sacadas del fondo marino, aunque ninguno de los santos de plata estaba muy puesto en la materia. Podían notar, eso sí, que los Hijos del Leviatán eran traslúcidos, ni siquiera eran construcciones de cosmos, sino auténticos espíritus sacados de algún plano existencial entre el mundo de los vivos y el de los muertos. Entonces miraron a Ishmael con otros ojos. ¿De qué rincón del mundo lo había sacado Nicole de Altar antes de regresar al Santuario, lleno de vergüenza por ser uno de los hombres que se mantuvo oculto durante la Guerra Santa contra Hades, veinte años atrás? El santo de Ballena no dio respuesta a la mirada expectante de sus subordinados, ni se la daría nunca. Lo importante era la victoria, no los medios para alcanzarla.

—El Comandante es un brujo —dijo Yu, rompiendo todo el halo de misterio con una risotada—. Si nadie dice lo contrario en tres segundos, lo es. Un…

—Eres el Cochero, Yu —cortó Ishmael sin mirarlo—. ¿No piensas conducirlos?

Margaret rio después de que su compañero callara. No obstante, se contuvo de decir nada y también Yu de Auriga guardó un respetuoso silencio; los Hijos del Leviatán, algunos de ellos por lo menos, los estaban rodeando. La mayoría iba más allá del remolino en el que se extinguían las llamas, volando por encima de los santos que saltaban hacia el lado del frente dominado por el Aqueronte.

Pero una sorpresa más quedaba por revelarse antes de que Yu de Auriga cumpliera su misión. Desde que Nicole de Altar deshizo el muro de fuego, un gran terremoto azotaba la totalidad de Naraka, y ahora, aquel cataclismo levantaba la tierra, la roca y el río del inframundo junto a todos los que lucharan encima. Sobre el Leviatán, los tres santos de plata tuvieron una visión privilegiada del prodigio y hasta pudieron distinguir la forma que parte de aquel país inerte estaba adoptando, ¡la de una gran tortuga!

Ishmael se alistó para comandar al eidolon y devorar aquel nuevo enemigo, con un océano amarillo lleno de islotes como caparazón, y varios kilómetros de roca sólida como una cabeza que parecía mirar desafiante al Leviatán. Las aguas del Aqueronte, abundantes en el cuerpo de la bestia, fluyeron como el río que eran en el infierno, penetrando entre las grietas de la cabeza y alimentando con una energía maléfica la boca que abría con insultante parsimonia. Estaba preparando un ataque.

Una explosión se oyó lejos. Las llamas se alzaron alrededor de la abandonada Torre de los Espectros e Ishmael maldijo su suerte sin ningún cuidado.

—¡No puedo estar en dos sitios a la vez! ¡Yu! ¡Margaret! —pidió a sus subordinados, ya recuperados de la sorpresa. Sin tiempo para bromas ni dudas, los dos asintieron—. ¡La prioridad es ayudar a la Guardia de Acero a retirarse! ¡Sin ellos no podremos ganar a la legión de Aqueronte!

Como para dar peso a sus palabras, el ataque de la Gran Tortuga se ejecutó en ese mismo instante: un haz de luz amarillo que golpeó la Torre de los Espectros mucho antes de que ninguno de sus defensores pudiera reaccionar.

—Seré el Cochero del Infierno por esta noche —aseveró Yu.

—Uno que solo va al frente —intervino Margaret—. Alguien tendrá que cuidarte las espaldas. Por el bien de los caballos.

Eso fue suficiente para aquellos tres. Yu dio un gran salto desde el Leviatán hasta la cabeza de la tortuga; un sinfín de espíritus lo seguían. Ishmael pudo verlo correr sobre el cráneo de la bestia, semejante a una montaña, antes de ordenar al Leviatán virar hacia el otro enemigo. Margaret ya se había aparecido a la espalda de su compañero para entonces y ambos pronto se perdieron en el horizonte.

Entretanto, la Gran Tortuga cargaba un nuevo ataque.

 

***

 

Todo lo logrado en el llamado infierno de hierro se estaba perdiendo.

Ni el fuego abrasador, ni el primer ataque de los guerreros de Cocito llegó a afectar a la Guardia de Acero, ya retirada hacia el centro y la frontera de Naraka por el constante avance de la legión de Aqueronte. Sin embargo, para los guerreros de piel helada el terreno que a los hombres de Leda y Azrael les costaba tanto mantener era como un pequeño patio que podían recorrer en cuestión de segundos.

De modo que enseguida la Guardia de Acero pudo sentir al mismo tiempo las aguas del Aqueronte en sus botas y el frio de Cocito en el aire que respiraban. Los santos de Atenea hacían todo lo que podían para contenerlos, a apenas dos kilómetros del sobresaturado campamento central, pero muchos se les escapaba y entonces entraban en juego unas criaturas espectrales de las que nadie sabía nada, calamares traslúcidos que abrazaban a los guerreros helados hasta aplastarlos de cintura para arriba. Y luego los consumían, adquiriendo un mortífero brillo azulado antes de marcharse a las alturas.

Sin una explicación para ese fenómeno, un mensajero corrió desde el extremo sur hasta la principal tienda de campaña de la meseta, trastabillando con cada paso quedaba. ¡Menudo terremoto! Tal había sido el pensamiento del soldado, seguro de que el equipo lo protegería de la ira de la naturaleza tal y como le había permitido esquivar el hierro del infierno todo ese tiempo. No tuvo tiempo de condenarse por esa excesiva confianza. Cuando la tierra entera se elevó, él fue uno de los numerosos miserables que cayeron en las grietas que se iban abriendo en el suelo. El Aqueronte obtuvo nuevas almas para recuperar las que había perdido en esa endemoniada batalla.

 

En el campamento central, Azrael hacía todo lo posible por devolver las esperanzas a sus hombres. Tuvo que usar un lenguaje que no usaría delante de la señorita Akasha, fue necesario tratar a las amazonas que protegían el norte del campamento como mujeres y a los Toros de Rodorio como bárbaros con martillos, pero consiguió que los miembros de la Guardia de Acero recuperaran la compostura y empezase la retirada.

Era difícil. Mucho. El suelo se movía de forma extraña y seguían bajo el constante asedio de la legión de Aqueronte. Si tuvieran que ir hacia atrás, pasando por el punto defendido por Helena y los demás, Azrael habría preferido una muerte digna a una huida inútil, pero el sub-espacio del antiguo Sumo Sacerdote seguía en funcionamiento. Solo tenían que entrar en los portales que seguían activos y volver al Egeón para replantear una estrategia. Teniendo eso claro, Azrael comunicó a sus hombres el lugar al que debían dirigirse con el lenguaje de un marinero borracho.

Al menos, eso fue lo que Leda le dijo al aparecer de improviso.

—¡Pensaba que estabas muerto! —gritó Azrael, muy serio—. ¿Crees que es tiempo para bromear? ¡Informaré de esto a nuestros superiores!

—¿Tenemos superiores? —cuestionó Leda, con sincera sorpresa.

De forma somera, el recién llegado informó a Azrael que había logrado salvar a todos los hombres a su disposición, gracias al considerable apoyo de los santos.

Aun así, quedaba gente allí. Y bastaba un solo guerrero helado allí para empezar una masacre. Enseguida se repartieron las tareas: Leda iría con Helena, para ayudarla en el repliegue de tropas, mientras Azrael seguía ocupándose de esa zona.

—Vamos, vamos, vamos —ordenaba el antiguo asistente, dando un manotazo en la cabeza a todo aquel que mencionara la idea de seguir luchando en esas circunstancias. Ni siquiera Shoryu, el enlace con el gobierno chino, se libró de ese trato.

—¡No soy uno de tus subordinados! —le gritó el hijo de Shiryu. La frente le sangraba por una caída reciente, cuando el suelo empezó a moverse.

—Todo el que esté en este lado del frente está bajo mis órdenes —repuso Azrael. Y antes de que el muchacho dijera nada, lo levantó del suelo y avanzó unos pasos hacia el portal en el centro del campamento, un círculo en el aire rodeado de energía dorada.

—Debo quedarme hasta el final —insistía Shoryu, forcejeando.

—Eso déjaselo al capitán del barco —dijo Azrael antes de lanzarlo al portal.

El muchacho desapareció junto a sus reclamos, y Azrael, olvidando ya lo que había hecho, miró a los que quedaban. Seguían siendo demasiados.

Entonces llegó Presea de Paloma, parte del escuadrón de Rin que por específicas órdenes de Azrael, repartía su atención entre el lado protegido por los santos y el defendido por Helena. Las noticias que le trajo no eran nada halagüeñas: el enemigo era el campo de batalla en sí mismo, una Gran Tortuga que avanzaba hacia la Torre de los Espectros. Y no era la única bestia en manifestarse. Ishmael de Ballena sostenía un devastador envite contra un ave de fuego que no cesaba de bombardear la torre con llameantes meteoritos, y una estela de luz atravesaba la tierra defendida por los santos de plata y bronce, ni siquiera las extrañas criaturas marinas que los ayudaban contra los guerreros de Cocito podían atraparla, siendo extinguidas por el mero roce. Presea había podido ver lo que estaba detrás de ese relámpago viviente solo una vez, cuando incapacitaba a Nicole de Altar en una embestida atronadora.

—Una tortuga de tierra, un pájaro de fuego y un tigre hecho de luz —observó Azrael—. Se diría que las Cuatro Bestias Sagradas de Kyoto han despertado.

—Más bien de China —corrigió Presea.

Azrael asintió. No podían depender de los santos de Atenea más tiempo, solo ellos tenían poder suficiente para derribar a aquellas bestias. Por suerte, en ese momento llegaban Helena, Leda y un tercer hombre al que Azrael tardó más en reconocer.

Lord Folkell apestaba a Aqueronte y tenía en la piel la palidez de los muertos, pero sonreía como si aquel fuese el mejor día de su vida. También lo hacían sus hombres, los berserkers, quienes lanzaban sin reparo toda clase de comentarios a las hoscas amazonas. Solo la ausencia de los Toros de Rodorio, cuyas armas eran cargadas por las espaldas fortalecidas de una veintena de guardias, ensombrecía la imagen. Aquellos hombres sin futuro habían alcanzado la clase de muerte que tanto habían buscado.

Leda se adelantó cuando Helena y Folkell iniciaron una discusión que Azrael ignoró, en parte por la distancia, en parte por estar más interesado en las noticias de su compañero.

—Esos taurinos siguieron luchando hasta el final, no creo poder olvidarlos nunca. Luchando allí, en el Aqueronte, hasta que la carne se les despegó de los huesos. ¡Hasta las aguas de ese río maldito tuvieron que retirarse ante su valor!

—Te creo —dijo Azrael con sinceridad—. Aprovechemos el tiempo que nos dieron.

Si lo que decía Presea de Paloma era cierto, un tigre tan veloz como la luz estaba ocupándose de los santos de plata y los fantasmas marinos. No pasaría mucho tiempo antes de que fueran invadidos por el norte y el sur, y entonces ni siquiera todos juntos podría resistir tan solo un segundo. Morirían como perros.

Gracias a los dioses, las amazonas lograron transmitir esas mismas palabras a los berserkers en forma de puñetazos. Folkell, más sensato que sus hombres, accedió a retirarse siempre y cuando le dejaran ser el último en dar el odiado paso atrás.

Fue entonces cuando Presea ahogó un grito.

¡El Ave Inmortal estaba en el cielo!

 

***

 

Makoto llegó hasta Nicole guiado por la santa de Caballo Menor, quien no dejaba de hablar sobre lo imperioso que era ir en ayuda de la Guardia de Acero.

Él suspiró. También le habría gustado ayudar a Azrael, pero cada vez que lo intentaba, algo salía mal. Guerreros helados por un lado, el río Aqueronte por el otro. En un lado de la batalla logró, junto a todos los santos diestros en el arte de combatir a distancia, apoyar la retirada de muchos guardias, recibiendo el agradecimiento de Leda. No fue lo mismo cuando fueron al otro lado, defendido por los berserkers de Folkell. Un tal Erik, acaso su lugarteniente, pareció sentirse insultado por la propuesta y a punto estuvo de amartillarlo después de que Makoto derribara a un soldado que saltaba sobre él.

Dado que pudieron llegar al lado defendido por Folkell, tendría que haber sido sencillo alcanzar el campamento central, pero era todo lo contrario. Cada paso que se acercaban allí, era un paso más que avanzaban los guerreros helados. Sin la ayuda de aquellos fantasmas con forma de calamares, medusas y otras criaturas, no habrían dado abasto, no cuando la legión de Cocito se antojaba interminable y las fuerzas de todos menguaban con el paso del tiempo, tuvieran o no contacto con el Aqueronte.

De modo que perseguían guerreros de piel helada, mandaban a la inconsciencia a soldados inmortales aunque no había nadie que pudiera liberarlos, y avanzaban, y luchaban, con la única esperanza de poder retirarse. ¿Habían fracasado? Rin de Caballo Menor encontró a Makoto cuando se planteaba esa posibilidad. No le costó mucho seguirla entonces, porque su posición estaba bastante bien protegida por un enajenado Yu de Auriga. El Cochero del Hades, según decía todo el rato, en aquel loco escenario donde los fantasmas giraban como un remolino espectral, devorando a todo enemigo.

Así que ahora estaba viendo al santo de Altar, con el manto de plata destrozado y el pecho ensangrentado. Dio un paso hacia él, esperanzado al escuchar el sonido de su agitada respiración, pero en ese momento un sonido salvaje lo hizo quedarse quieto.

En cuanto lo vio, supo que estaba ante Byakko, el Guardián del Este. Un tigre en forma, compuesto por la luz fugaz de un relámpago ocurrido en alguna parte. Cuando rugió, fue como un trueno, haciendo vibrar todo el cuerpo del santo de Mosca, quien sin embargo se preparó para atacar. Cargó hacia él todo lo rápido que podía, como cuando combatió a Hipólita en Reina Muerte. Y aun así, Byakko se le adelantó.

No le fue posible describir el impacto recibido. De una sola vez, oyó tantos crujidos que hasta consideró que se le hubiesen roto todos los huesos, pero lo cierto era que la mayor parte del daño estaba en el manto de plata. Abrió los ojos y se dio cuenta de que llevaba un rato inconsciente, ¡Byakko lo había dejado en semejante estado de un solo golpe! Con dificultad, rodó por el suelo y vio a Rin también tendida sobre la tierra ensangrentada; tenía una herida en el vientre, no grave siempre y cuando se tratara. Se arrastró hacia ella. Byakko rugió de nuevo. Seguía allí. Su cola cortaba el suelo como si fuera un cuchillo cortando mantequilla caliente. No logró explicarse cómo seguían vivos hasta que notó la presencia de Margaret de Lagarto allá donde debía estar Nicole de Altar. Byakko se lanzó hacia el santo de plata de sonrisa maliciosa, pero no lo alcanzó antes de que desapareciera. Esa situación se repetía, una y otra vez.

—Necesitamos irnos de aquí —dijo Rin, ya de pie. Tenía una mano sobre la herida—. No puedo ayudar a mis compañeras si no me curo primero, y tú… ¡Mírate!

Makoto miró hacia abajo, el manto de Mosca restaurado por Kiki se estaba cayendo a pedazos, más rojos que plateados. Al alzar la visa, Rin lo estaba levantando. ¡Una chiquilla iba a salvarlo a él! Abochornado por la situación y avergonzado de su inútil orgullo, se dejó cargar por la joven santa de bronce y, por segunda vez en su vida, voló.

De ese modo, Rin, Nicole y Makoto abandonaron el campo de batalla, justo mientras las santas de Delfín, Casiopea y Osa Menor perseguían a la veloz Ave Inmortal que Ishmael de Ballena acababa de repeler.

 

***

 

Fue un magro consuelo que en el campamento central quedaran sobre todo guardias con cañones de riel Lupus y armas láser Eridanus. Ni los disparos a velocidad supersónica, ni los haces de luz calorífica hacían daño alguno sobre el Fénix que extendía las alas sobre ellos, listos para aniquilarlos en un solo movimiento. El único arquero del grupo de Folkell, que hacía de su propia fuerza vital el hilo de su arco y tornaba el viento en mágicos proyectiles, se unió a los demás sin lograr mejores resultados.

Pese a lo desesperado de la situación, Azrael no pudo sino admirar la forma en la que las amazonas sostuvieron sus armas, decididas a morir con ellas. Esa era la clase orgullo que les quedaba, ahora que por razones que no terminaba de comprender ninguna máscara cubría sus rostros ni ocultaba su determinación. El orgullo del guerrero. Uno que también se veía en la forma en la que los miembros de la Guardia de Acero enfocados en el cuerpo a cuerpo se armaban con los martillos de los poderosos guerreros taurinos, uno que vibraba en torno de cada berserker y del bravo Folkell, semejante a un héroe de la Antigüedad al alzar su espada hacia el Ave Inmortal. Nadie que viera aquel hombre tocado por el mismo Hades dudaría de que fuera capaz de llegar hasta la bestia por sus propios medios y cortarle la cabeza.

Azrael dedicó a una sonrisa a aquellos valientes, y aunque era una tontería, desenfundó la pistola y disparó al Fénix. Una bala de gammanium murió ente las llamas que esta estaba por derramar sobre todos ellos, apenas un escupitajo a los dioses de la muerte.

En el último momento, Presea de Paloma, junto a las recién llegadas Alicia, Elda y Xiaoling, se interpusieron entre los santos de hierro y el Fénix.

—Gracias por todo —dijo la santa de Paloma, sin voltear. Azrael sabía que se dirigía a él—. Sin que nos encontraras, nosotras nunca…

Un gran estruendo ahogó las últimas palabras de la santa de bronce. Al mismo tiempo, el cielo se iluminó de tal forma que todos debieron apartar la mirada, en especial aquellos que contaban con visores Corvus. La mayoría esperaba verse muertos al abrirlos, pero no por ello atrasaron el momento en que lo hicieron.

El Leviatán estaba allí, en el cielo. No había ni rastro del Fénix, ni tampoco de la las llamas que iba a arrojarles, si se descontaba que el eidolon estaba rojo como el magma.

Y sobre la enorme ballena de cosmos, firme como un junco, se hallaba Ishmael, mirándoles con el mismo aire juzgador de siempre. Solo que la situación ahora era diferente. Ninguno en tierra veía al subcomandante de la división Cisne, sino a quien les había salvado la vida. Quizá era por eso que Azrael creía ver una cierta aura de dignidad en aquel santo de plata que nada tenía que ver con el poder que había desplegado. Un poder mucho mayor que el que cabría esperar de los guerreros de su rango.

—¡Los fantasmas marinos! —exclamó Azrael, viendo cómo aquellos extraños aliados se fundían en la piel de la enorme ballena. Medusas, calamares, peces… Regresaban a la fuente, trayendo consigo la energía que habían arrebatado al enemigo. Antes de volver la vista a sus hombres y otros aliados, Azrael se permitió un instante para admirar la astucia del comandante de aquel frente. Por primera vez, consideró todo un acierto contar con alguien como él al mando.

 

Entretanto, Ishmael atajó los agradecimientos de las santas con vagos gestos de asentimiento, sin dejar de mirar a tierra. Gracias a los dioses, todos aquellos insensatos se estaban retirando al fin de esa trampa mortal, pero no podría actuar hasta que el último se hubiese marchado. Le decepcionó un poco saber que tal persona no fue Azrael, quien atravesó el portal junto a Leda, sino un norteño de nombre Folkell que estuvo luchando allá donde la batalla era más cruenta, según su parecer.

A los llamados santos de hierro debía parecerles un milagro que la legión de Aqueronte no hubiese asaltado la meseta en ese tiempo en que nadie se los impedía. ¿Sabrían, acaso, que la energía suficiente como para invocar a un millón de soldados acababa de concentrarse en una sola Columna de Muerte, como había decidido llamar al pilar de luz amarilla que la Gran Tortuga expulsaba de sus montañosas fauces, mientras luchaba contra el Ave Inmortal? No era probable, lo más seguro era que todos pensaran como él lo hizo al principio, que el Aqueronte estaba consiguiendo tiempo para crear una gran Abominación y aniquilarlos a todos, cuando la verdad era mucho más retorcida. La energía vital arrebatada por el Aqueronte en ese frente sirvió para dar un cuerpo a las almas de gigantes despertados por Cocito. Él, después de luchar contra quien se apoderó del monte Sachenka hacia año y medio, no podría confundir al Ave Inmortal, la Gran Tortuga y el tigre que barría el campo de batalla en ataques relámpago con Abominaciones. Eran gigantes, sin duda, por lo que cada uno tenía un núcleo.

Pero, ¿de qué servía saber eso? Contra la esquiva Ave Inmortal, optó por devorarla, más por salvar a los que quedaban abajo que porque fuera su prioridad. A la Gran Tortuga no podía ganarle de aquel modo. Y un ataque a gran escala no le serviría de nada mientras el Aqueronte cubriera a aquella inmensa bestia, toda una isla andante. Por esa razón, necio como pocos, Ishmael había permanecido impasible mientras cientos de miles de cuerpos se derretían entre las fauces de la tortuga y la energía resultante golpeaba la Torre de los Espectros a la velocidad de la luz. ¡Todo Naraka debió estremecerse por aquel impacto! Ahora se consideraba un idiota por haber permitido aquel ataque, el cuarto, si llevaba bien la cuenta, sin embargo, era mayor el convencimiento de que no consentiría un quinto. Destruiría a la Gran Tortuga, o al menos, daría a sus compañeros santos la oportunidad de hallar el núcleo y destruirlo.

—¿Va a usarlo, cierto? —dijo Presea—. ¿El Sable Celestial?

—¿El qué? —preguntó Elda.

Una charla sin importancia sobre cómo Ishmael fue discípulo de Nicole de Altar, el Señor de la Tempestad, y de la casualidad de que este también entrenó a Presea de Paloma en el nuevo hogar de las ninfas dio comienzo. Ishmael las ignoró. También hizo caso omiso a la forma en que la temperatura subía sin parar en el cuerpo del eidolon, sin duda atacado desde dentro por el Ave Inmortal. En ese momento ni siquiera prestaba atención a cuantos compañeros podían caer ante su técnica, confiaba en que todos eran lo bastante sensatos como para buscar una buena posición. No podía esperar, si lo hacía, era posible que el Aqueronte volviera a recubrir el caparazón de la Gran Tortuga.

Con un pensamiento, ordenó a Leviatán virar y encaminarse hasta el punto que separaba a la bestia de la Torre de los Espectros, mientras en su brazo, extendido hacia el cielo, empezó a arremolinarse el aire como un tornado inagotable. El fenómeno creció rápido en tamaño y velocidad, hasta que el aire era puro cosmos y el extremo superior del remolino se hallaba en algún punto de la estratosfera. Como esperaba, las aguas del Aqueronte volvían a cubrir algunas zonas de la Gran Tortuga, acariciando la base de las colinas formadas por Hugin de Cuervo. No dudó un instante. Bajó el brazo.

El Sable Celestial, una espada de aire y cosmos capaz de cortar de extremo a extremo la montaña más alta de la Tierra, atravesó del mismo modo a la Gran Tortuga. La cabeza explotó en mil pedazos, junto a varios cuerpos que se amontonaban en su boca; el caparazón se abrió como una flor, revelando un enorme diamante.

En ese momento respiró como si llevara ya una eternidad sin aire, al mismo tiempo que la bestia caía, como perdiendo el equilibrio. Naraka se estremeció, pero ninguno de los que luchaban sobre la Gran Tortuga perdió el equilibrio. Más bien, luchaban, como estelas de un pálido azul, de brillante plata y otros colores llenos de vida; la legión de Cocito y un pequeño batallón de seres vivos pugnando por llegar hasta el núcleo de la bestia. En esas circunstancias, la legión de Aqueronte era todavía inofensiva. Gran parte del poder acumulado hasta ahora se había gastado en cuatro ataques contra la Torre de los Espectros, la cual Ishmael empezaba a ver inclinada hacia un lado.

Reunió todo el poder que le quedaba, decidido a destruir el núcleo con un nuevo Sable Celestial, pero entonces, algo atravesó a Leviatán de lado a lado, golpeándole también a él. Nunca jamás había recibido un impacto semejante, ni siquiera en el más duro de sus combates. ¡El manto de Ballena se hizo añicos como un jarro de cristal!

Con los brazos sobre el dolorido costado, ni siquiera tuvo que abrir los ojos para adivinar qué clase de enemigo había herido de muerte al Rey de los Monstruos Marinos.

—Tú —murmuró, viendo al tigre luz. Incluso si el eidolon estaba cayendo al suelo, la tercera bestia mantenía el equilibrio sin ningún problema—. También a ti te mataré.

Mientras los santos de abajo se aproximaban cada vez más al núcleo de la Gran Tortuga, Ishmael de Ballena acometió contra el tigre, decidido a destruirlo.

La bestia de luz solo se movió en el último momento.


Editado por Rexomega, 17 junio 2021 - 09:15 .

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Publicado 18 junio 2021 - 18:39

Cap 81. el oculto Cameo de BetaX 
 
Podría haber dicho que Digimones o Pokemons legendarios, pero por esa otra obra de Kurumada le di preferencia a la referencia de los Betas legendarios XD
En este duelo entre Santos y legiones de Hades, si un santo invocó un eidolon gigante, el Hades sacó 4 al parecer jaja
 
Volvemos a saber de Azrael que tuvo que hablar como un marineo ebrio  jajaja habría sido gracioso leer un par de párrafos con ese dialecto pero seguro te lo censuran en algún lado xD
 
Bien fuertote se vio Ishmael reventando la cabeza de la tortugota :O pero más fuertote se vio el Tigre de Luz matando a la ballenota y dejándolo herido a él xD Le robaron su momento, me temo.
 
CONTADOR DE MUERTES (de personajes con nombre) EN ESTA GUERRA SIGUE SIENDO: 1
 
PD. Tremendo cap, sigue así x3

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


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Publicado 21 junio 2021 - 08:44

Saludos

 

¡Buen review, sigue así!

 

Seph Girl

Spoiler

 

***

 

Capítulo 82. Como la llama de una vela

 

Tres veces debió haber muerto el santo de Ballena, y sin embargo, tres veces se descubrió vivo, aunque dolorido. Allá donde el tigre de luz le golpeaba, los huesos acababan quebrados, la piel negra y la sangre uniéndose al aire como un vapor rojizo.

Pero todo el dolor valió la pena, incluso la pierna rota, con la rodilla reventada, cuando en la cuarta y decisiva arremetida el santo de Ballena logró adelantarse a su adversario. Sus manos lo atravesaron sin notar nada, tal y como le ocurriría si, en un ataque de locura, quisiera atrapar la luz de una bombilla justo después de encender el interruptor. Era normal, la criatura estaba formada por fotones. En su mayor parte. Antes de que sus costillas fueran pulverizadas y los órganos aplastados por un impacto para el que no quedaba defensa alguna, estando el manto de Ballena desperdigado por el amplio lomo del Leviatán, alcanzó el núcleo de la bestia. Y apretó con todas sus fuerzas.

Aun con la caída inevitable de su eidolon, incluso con el corazón bombeándole frenético por todo el esfuerzo acumulado, Ishmael de Ballena llegó a escuchar cómo el núcleo de aquel gigante crujía. Solo entonces se permitió sonreír, presintiendo la victoria.

Pero antes de terminar su cometido, la temperatura en derredor bajó hasta tal grado que ardía. Diminutos cristales de hielo se formaron en torno a los brazos ensangrentados del santo de plata, cercenándolos en el tiempo que tarda un relámpago en llegar al ojo humano. Ishmael, con los ojos muy abiertos, vio cómo el alma de gigante con la forma de un tigre de luz huía. Fue lo último que pudo ver, porque en ese mismo momento una gran mano, encarnación del más profundo frío, lo levantó por la cabeza y clavó cada uno de sus dedos en su cráneo, destrozándole los ojos y quemándole la piel de la frente.

Aun así, pudo oír las palabras de la criatura, de la Abominación que había emergido del mismo ambiente, congelando al caído Leviatán y también a la Gran Tortuga.

—¿Hasta dónde llega tu orgullo, mortal? Tus artimañas y las de tus amigos han reducido a la mitad la legión de Cocito, ¿no te basta con eso?

Apretó con más fuerza. Para cuando los discos de Auriga cayeron sobre la Abominación, siendo repelidos por su cuerpo de hielo, Ishmael ya había muerto.

 

***

 

Yu de Auriga fue de los pocos afortunados en escapar de la prisión de hielo que cubrió por entero el frente de Naraka, al menos allá donde ahora luchaban los santos y los guerreros helados. No lo hizo por gusto, habría preferido seguir allí hasta destruir el diamante que era el núcleo de la Gran Tortuga, no fuera que aquel gigante volviese a despertar. Sin embargo, sintió un peligro terrible donde combatía Ishmael, lo dominó aquel miedo que lo incitaba a huir en otra dirección y entonces abandonó toda duda.

Sus pies se clavaron sobre el hielo que ahora cubría al Leviatán. Se estremeció, pero fue peor la sensación que le dejaron sus discos al regresar a los brazales de Auriga. No solo no le había causado daño alguno a la Abominación, sino que además era él quien sufría las consecuencias del ataque. Maldijo entre dientes, viendo cómo el nuevo enemigo arrojaba a Ishmael a un lado como si fuera un pedazo de basura. La ira se encendió en el pecho del santo de Auriga, y todos los espíritus que todavía quedaban a su mando cayeron sobre la Abominación como una marea capaz de arrasarlo todo.

La Abominación balanceó un espadón que Yu de Auriga recordaba bien, despedazando todos y cada uno de los espíritus como si no fueran más que un banco de peces.

—¿Tú eres…? —dijo Yu, paralizado por un momento.

Una línea se formó en la Abominación, resquebrajando el hielo de su rostro.

—Soy la voluntad del rey Bolverk, presente en todo el río Cocito. He escuchado los lamentos de las almas a las que habéis liberado y he acudido.

—¡Qué generoso!

—Es tarea de un rey escuchar las penas y lamentos de sus súbditos.

La seca respuesta de la Abominación adquirió una fuerza abrumadora cuando, detrás de él, aparecía el Ave Inmortal derrotada por Ishmael hacía poco. Yu de Auriga, veloz, descargó los discos hacia la bestia a la vez que incrementaba sobre esta la presión gravitatoria, pero ni así pudo acertarle. El pájaro de fuego voló hasta él y lo envolvió con unas llamas para las que no había defensa alguna. El poco calor que le quedaba se le escapó del cuerpo en el tiempo que tardaba en respirar. Empezó a cristalizarse.

Desesperado por ese dolor que era la falta total de esperanzas, buscó un fuego en aquel rincón de su ser al que llamaba cosmos. La llama avivó su carne solo lo bastante para ver, impotente, cómo la Abominación caminaba hacia él con paso regio. Los ojos le lagrimeaban, fruto de esa mezcla de fuego y hielo que lo dominaba en ese momento. ¿Así iba a morir? ¿Ese era el rostro de la Muerte? Lo parecía, desde luego, el sonido de aquel espadón rozando el hielo era desgarrador. Pronto dejó de oírlo, dejó de ver y sentir nada, quedándose solo con el ridículo pensamiento que había compartido con Joseph y Margaret hacía un par de días. Cuando decidieron que no lucharían todos bajo el mando de Ishmael de Ballena, sino que buscarían su propia estrella.

—Y si las circunstancias nos obligan a ello —dijo Joseph, entonces lleno de optimismo—, combatiremos junto a él, como compañeros. Como iguales.

Los tres vitorearon ante esa propuesta, como un buen grupo de imbéciles.

 

Algo cambió de repente. Yu de Auriga abrió los ojos, más vivo que nunca. Notaba una energía nueva extendiéndose por todo su ser, devolviéndole el calor. La gracia de los dioses, tal vez, porque no era tan insensato como para creer que había despertado los sentidos que solo les correspondían a las personas que no eran él.

Fuera lo que fuese lo que ocurría, lo aprovechó. Reunió todo ese poder que trataba de mantenerlo con vida y lo proyectó sobre el corazón del Ave Inmortal entre cuyas llamas moriría. El rubí, núcleo de la bestia, se partió en mil pedazos, revelando una piedra preciosa del mismo rojo brillante, solo que más pequeña.

 

En ese momento, tras la Abominación, el cuerpo de santo de Ballena se alzó, también animado por una cálida energía hacia la que él jamás tuvo en vida un gramo de fe. Pero ahora ese era el motor de su existencia y de la única acción que pudo tomar. Sin brazos con los que golpear, sin una pierna sana con la que avanzar hacia el futuro, el cuerpo que albergaba el alma de Ishmael se tornó en puro cosmos, llamando a todos los vientos del mundo. Los cielos atendieron la súplica, mandando cálidos soplos que atravesaron el frío ambiente dominado por Cocito. Uno tras otro, a una velocidad imposible, se fundieron en aquel santo de Atenea que, más que correr, volaba hacia su compañero.

La Abominación quiso detenerlo. Giró hacia el revivido santo de Atenea sin preguntarse cómo lo había hecho, mucho menos qué era ahora mismo. En lugar de perder el tiempo en tales pensamientos, cortó la masa de energía en sentido vertical, dispuesto a destruir incluso el alma de aquel hombre si con eso podía librarse de él.

Pero el espíritu de Ishmael de Ballena estaba protegido por los vientos, hijos del dios Eolo, y estos renegaban de la presencia de Cocito. La poca resistencia que podían ofrecer tales fuerzas a uno de los mayores poderes del Hades bastó para que el anhelo de Ishmael se cumpliera: su cuerpo, sus brazos y piernas, todo él se convirtió en una espada, en un nuevo Sable Celestial que cortó por igual el núcleo del Ave Inmortal y a su estimado compañero, salvándole así del tormento que lo aquejaba.

El Ave Inmortal se extinguió en ese mismo momento, barrida por un viento que arrastró también un millar de fragmentos cristalinos, los que un día fueron la carne de Yu de Auriga. Margaret de Lagarto llegó a tiempo para comprender eso.

Su hermano de armas y su comandante habían caído cumpliendo con su deber.

 

***

 

—Los santos de Atenea tardan en morirse —afirmó la Abominación ante el manto de Auriga, presente como un tótem que evocaba al Carruaje Celeste. Lo destrozó de un solo tajo, más parecido a un vago ademán que a un ataque—, pero mueren, al fin.

Hacía rato que Margaret disparaba con milimétrica precisión la técnica que había copiado del fallecido Ishmael de Ballena, pero su versión del Devorador de Vida  no llegaba a siquiera alcanzar a la Abominación antes de ser aplastada por el aura que la envolvía. No cabía duda de que aquel ser era más que una masa de almas. Según la información que pudo recabar en el frente, debía ser el mismo enemigo al que Adremmelech de Capricornio había derrotado antes de que llegaran. ¿Podía ser una manifestación del río Cocito? ¿Era posible que las fuerzas del Hades ya hubieran dado ese paso y todo lo que habían planeado los mayores fuera en vano?

Mientras las dudas lo animaban a desesperarse, Margaret se cubría con una piel de indiferencia y arrojaba cuantas técnicas recordaba. Probó todo, desde las fútiles Agujas Carmesí hasta una variación más refinada de manipulación de gravitones característica de Yu de Auriga, pero eso le causaba a él más dolor que al imparable enemigo.

—Ah, sigues aquí. No has huido —dijo la Abominación, avanzando hacia el santo de Lagarto a pecho descubierto. No le importaba que todos los ataques de aquel nuevo oponente lo alcanzaran, por una razón—. Estoy aquí para acabar con los de manto dorado, en la Torre de los Espectros. Sal de mi vista, mortal. Ve con los de tu clase.

Margaret no hizo caso a ninguna de sus provocaciones. Siguió lanzando técnicas que sabía inútiles mientras la Abominación se acercaba más y más a él, porque no podía hacer ninguna otra cosa. ¿De qué le servía poder copiar las habilidades de otros si su poder era tan insignificante? Apenas al final, cuando a la Abominación le bastaría un movimiento para decapitarlo, se le ocurrió pensar que había dos técnicas adecuadas para ese enemigo: si lograba combinar la que Joseph había usado contra Caronte de Plutón con la base detrás de la creación de un eidolon, podría…

El espadón voló hacia las piernas del santo de Lagarto, precediendo un juego que nunca llegó a comenzar, porque un nuevo poder se manifestó en su camino.

Margaret, con los ojos muy abiertos, contempló cómo no solo la espada de la Abominación era repelida, sino también el ente. Dio uno, dos, tres pasos hacia atrás. Aun si su rostro congelado no podía revelar muchas emociones, debía de estar tan sorprendido como el santo de Lagarto, en especial ahora que la energía que se interponía entre ambos empezaba a cobrar la forma de uno de los héroes legendarios.

—No solo el oro reluce en esta era, siervo de Hades —dijo la proyección de Shun de Andrómeda, despidiendo un aura mística, sin color, y aun así, llena de poder.

—Soy la voluntad del rey Bolverk —atajó la Abominación, dando sendos espadazos al recién aparecido. A pesar de que era tan solo una proyección del santo de Andrómeda, a este le bastó una mirada para bloquear ambos ataques.

—Los siervos no tienen voluntad —dijo Shun—. Si quieres demostrarme lo contrario, ven al monte de Lu. Es hora de que yo también luche.

Se produjo un silencio en el que Margaret trató de maquinar alguna forma de ataque sorpresa que fuera productivo, sin llegar a una idea lo bastante digna como para arriesgar su vida. Al final, la Abominación se deshizo en un tornado de vientos gélidos y pedazos cristalinos que voló lejos, a mil kilómetros de donde se hallaban.

La proyección de Shun de Andrómeda dedicó una triste sonrisa a Margaret de Lagarto, como lamentando haber tardado tanto en decidirse a actuar, y desapareció.

—No —dijo Margaret, solitario sobre el coloso de hielo que hacía un momento fue la esperanza de todos en el frente, el Rey de los Monstruos Marinos—. No pienso culpar a otros de mi debilidad, no seré menos que ese bruto y ese bastardo arrogante.

Con esa confesión, desapareció del lugar, para retornar al campo de batalla.

 

***

 

En aquel tiempo ganado por la Abominación de Cocito, la única de las bestias que seguía activa bien pudo haber derribado la Torre de los Espectros. La mayoría de los santos en el frente estaban atrapados en una gran cárcel de hielo que abarcaba el cuerpo destrozado de la Gran Tortuga. Si bien podían liberarse, no lo lograrían lo bastante pronto como para adelantarse a un tigre tan rápido como la luz.

Por suerte, un viejo aliado apareció en el momento justo, interponiéndose en el salvaje avance de la bestia. Esta, lejos de ser solo detenida a duras penas, como cuando embistió a Ishmael de Ballena, fue repelida y empujada a cien metros de distancia ante la alegre mirada de Kiki, maestro herrero de Jamir.

—Está bien que juguemos con esos espectros de piel helada, pero en cuanto a los otros, los que visten mantos mortuorios, Atenea nos dio un par de siglos de vacaciones.

Nenya oyó la bravuconada de Kiki sin dar el suspiro de exasperación de otras veces, porque en esa ocasión, en verdad su maestro estaba a la altura de sus palabras. Cientos de Esferas de Cristal chocaban unas con otras sobre sus cabezas, achicándose con calculada lentitud para que sus prisioneros, guerreros helados, fueran aplastados por su propia fuerza. No había sido mérito exclusivo de Kiki frenar a los guerreros helados que siguieron a la bestia en su acometida contra la Torre de los Espectros, claro, Hugin de Cuervo, con alas negras a su espalda sobrevolaba entre las burbujas junto a una bandada de cuervos que había rendido cuenta de muchas de aquellas criaturas heladas, adentrándose en sus cuerpos de cristal y haciéndolos colapsar desde dentro, a costa de fuertes dolores de cabeza para el responsable, pero Hugin vestía el manto de Cuervo.

Kiki no iba cubierto con ninguna clase de manto sagrado, y aun así, quien lo viera no dudaría de que fuera el santo de Aries. ¡La protección que lo cubría desde los pies a la cabeza, la Armadura de Cristal, era idéntica al primer manto zodiacal! Solo que con la apariencia de la técnica defensiva de su maestro, Mu, en lugar del dorado del oricalco.

—Ven gatito, ven —provocó Kiki, con una gran sonrisa entre los cuernos de carnero. Un halo de cosmos lo cubrió mientras sendos hilos de sangre le bajaban de la nariz y la Armadura de Cristal empezaba a vibrar, apareciendo y desapareciendo a un tiempo.

La bestia debió oler la debilidad, porque cargó contra Kiki con toda su fuerza, como un gran rayo de luz. El maestro herrero de Jamir respondió a su salvaje oponente de la misma forma, descargando miles y miles de veloces haces contra la criatura.

Ocurrió tan rápido el encuentro, que tal imagen fue todo lo que Nenya de Cincel, discípula de aquel diablo pelirrojo, pudo captar antes de que el estruendo le hiciera trastabillar. Por un buen rato, no oyó ni vio nada, cegada por un fulgor que llenó toda la zona. Después, sin recordar haberse caído, pudo ver cómo Kiki le ayudaba a levantarse. Tenía la cara muy agotada y la Armadura de Cristal ya no lo protegía, pero no quedaba ni rastro del tigre de luz en la tierra ni de los guerreros helados en el cielo. Hasta Hugin se había marchado, sin duda más debilitado de lo que decía estar por el contacto de sus cuervos y el Lamento de Cocito presente en los guerreros helados que había destruido. Mientras notaba la ausencia del santo de Cuervo, Nenya descubrió que las Esferas de Cristal tampoco acompañaban ahora a su maestro, en verdad debía estar agotado.

—Parecía tan fácil cuando mi maestro Mu lo hacía —dijo Kiki, divertido, antes de vomitar a un lado. Tuvo la delicadeza de hacerlo donde Nenya no pudiera verlo, pero esta, preocupada, dio la vuelta y contempló un charco de sangre—. La Revolución de Polvo Estelar, ¿genial, no lo crees? Si no fuera por mi pequeño problema… —acotó, golpeándose la frente con los nudillos—, podría ejecutarla tres veces en un abrir y cerrar de ojos. ¡Y mírame! Una vez y parece que me voy a morir. ¡Bah!

Nenya sintió ganas de agarrar a aquel diablo pelirrojo por el cuello y acallar esas duras palabras que soltaba con tanta ligereza, pero al final prevaleció un arrebato de compasión por quien un día fue un niño lleno de esperanzas en un alto destino.

—Vamos —dijo la santa de Cincel—, la victoria no espera a los perezosos.

—Ya, ya, solo estaba esperando a Fjalar —aseguró Kiki, aceptando empero el hombro de su discípula para apoyarse un rato. Estaba mareado.

El santo de Escultor apareció a su diestra cuando estaban a medio camino de la Gran Tortuga. Y no estaba solo, sino que lo acompañaban los cien soldados hechos de roca, tierra y barro que estuvo haciendo en el sub-espacio, mientras Kiki y Nenya ultimaban la reparación del manto de Tauro. A aquellas creaciones de metro y medio las llamaba gólem, y estaba muy orgulloso de ellas, asegurando que el arte para hacer un gólem no estaba el alcance de todos. Dónde lo aprendió, eso era un misterio, al menos para Kiki.

—No esperéis que aguanten frente a los guerreros de Cocito. Como mucho nos servirán contra la legión de Aqueronte —comentó Fjalar, tratando de desviar la mirada de su maestro. Kiki, ahora un poco mejor, debía estar listo para avasallarlo a preguntas.

—La próxima vez que vayáis al monte Olimpo, ¿me llevaréis?

—Podríamos, maestro, pero… ¡Oh, demonios!

—¡Eso ha sido muy estúpido, Fjalar!

—Parad, hijos míos, Fjalar solo… Un momento, ¿habéis estado en el Olimpo? ¿¡Es ahí donde os escapabais!? —Kiki miró a sus discípulos de hito en hito, y estos hicieron lo mismo, sorprendidos de que el maestro herrero de Jamir hubiese acertado el secreto que guardaban con tanto celo solo diciendo algo al azar—. ¡Era una forma de hablar, por todos los dioses! El Olimpo… Necesito una explicación…

—No es el momento —dijeron a la vez los dos santos de bronce.

Los tres eran conscientes de que no lo era. Seguían en medio de una guerra.

—Me lo diréis cuando todo esto acabe —dijo Kiki, ceñudo—. No admitiré excusas.

Solo hasta que llegaron a la garganta cubierta de hielo a la que había quedado reducida la cabeza de la Gran Tortuga, Nenya se dignó a dar una pequeña esperanza a su maestro. Y a sí misma, aunque no pensaba decírselo.

—Si sobrevivís, padre —pronunció la santa de Cincel con severidad—, os contaremos todo. Solo tenéis que hacer eso. Sobrevivir.

Kiki no dijo nada, acaso entendiendo lo que la petición de su discípula implicaba. Mirando la capa de hielo que tapaba la entrada, la golpeó con el poder de su mente, al que se unieron sendos ataques mediante telequinesis de los santos de Escultor y Cincel. El hielo resistió tres segundos antes de resquebrajarse.

Los pasos de los soldados de Fjalar resonaron con fuerza, anunciando la llegada de aquellos tres. Pero eso poco les importaba a esas alturas.

 

***

 

La incursión de Kiki y sus discípulos no sería la única ayuda que recibirían los santos atrapados, pero a diferencia de aquellos, la Guardia de Acero necesitaba prepararse primero. Eso era lo que habían acordado al encontrarse todos en el sub-espacio, abarrotando por un corto período de tiempo los caminos de piedra bajo la ciudad fantasma. La retirada había sido un éxito a medias, muchas vidas se habían perdido y aun entre los que se salvaron, la mitad debió retirarse al Egeón, mientras que la otra esperaba paciente a que sus generales, Azrael y Leda, trazaran una estrategia junto a Kiki, Fjalar, Nenya y Garland de Tauro. El Gran Abuelo, ya con el segundo manto zodiacal cubriendo su enorme cuerpo, tomó por sí solo la decisión de perseguir a la Abominación que había causado tantos problemas. No le dejaría regresar.

Azrael observó, frenético, cómo parte de las operaciones planeadas se llevaban a cabo. Podía hacerlo porque la serie de portales secundarios que conectaban diversos puntos de Naraka seguían activos, incluso si la mayoría estaban enterrados bajo el hielo. Desde el más alejado pudo ver, borrosa, la imagen de Kiki atacando a un tigre de luz; el que correspondía al campamento central que estaba a su cargo reflejaba el contenido del gran pilar de hielo que unía a la Gran Tortuga con el Leviatán, ya una mera estatua vacía de todo contenido, y en el que estaban atrapadas Alicia, Elda y Presea. Garland de Tauro pudo ser visto en todos los demás portales, como una estela de luz dorada, acaso una estrella fugaz, pero los ojos inquietos de Azrael no trataban de seguirlo, sino de captar dónde había más santos atrapados y fabricar un mapa mental.

«El antiguo Sumo Sacerdote es en verdad hábil —reflexionaba Azrael mientras daba a Shoryu, presente entre ellos incluso en tan duras circunstancias, la orden de buscar papel y lápiz—. Aunque el terreno sobre el que fueron creados se elevó, ninguno de los portales dimensionales ha cambiado de posición.»

Pero ahora no podían contar con el santo de Géminis, quien atendía el frente occidental, en Alemania, esperando su turno para enfrentar al río Flegetonte. Tenían que valerse por sí mismos, con lo que tenían. Tomó unos folios y el carboncillo que Shoryu le otorgó, rescatados por algún guardia encargado de los suministros de su campamento, y esbozó el mapa que tenía en su cabeza, el cuál era copiado por Shoryu con gran habilidad. Al congelarse, la Gran Tortuga se había convertido en un laberinto lleno de callejones sin salida. Los santos que luchaban allí podían vivir con ello, tenían el poder de derribar los más sólidos muros de un puñetazo y partir el suelo a patadas, sobreviviendo al derrumbe consecuente, pero la Guardia de Acero, incluso después de liberar a miles de almas de su tormento y adquirir su fuerza, seguía siendo vulnerable, demasiado.

Y, sin embargo, tenían que intervenir. Azrael lo había entendido mientras separaba con un solo vistazo los portales que podían usarse de los que no servían de nada. Los santos de bronce y de plata llevaban bien la lucha contra los guerreros helados, pero debían estar tan concentrados en esta que no quedaba espacio para que sus sentidos captaran la forma en que su energía acababa siendo devorada por el Aqueronte, presente entre las grietas del hielo. Lo sabrían con el tiempo, desde luego, cuando el azul pálido de la cristalizada Gran Tortuga se tornara en un característico tono amarillento y el frío extremo del ambiente ya no bastara para ocultar el mal olor de la zona.

Cuando sería demasiado tarde para hacer nada.

Una vez Azrael terminó los mapas, burdos, pero prácticos, empezó a repartirlos entre los hombres que consideraba tenían voz de mando, incluyéndose a sí mismo y a Leda. A cada uno le dio la misma instrucción, pese a que por lo alto que hablaba la mayoría debió oírlo más de una vez: habría tantos oficiales como santos atrapados en el hielo, los cuales tendrían que escoger diez hombres que hubiesen liberado cada uno a un centenar de almas, o cien que hubiese atravesado a decenas de soldados del Aqueronte con sus cuchillos Hydra y otras armas bendecidas, que por supuesto debían conservar. El resto permanecería allí, en el sub-espacio, para mandar tropas de refresco cada vez que fuera necesario, siempre tratándose de los más capaces entre la Guardia de Acero, porque la misión que iban a llevar a cabo no tenía nada que ver con la estrategia original. Lucharían en el mismo campo de batalla que los santos de Atenea —que el resto de santos de Atenea, precisó Azrael—, arriesgándose a morir en cada segundo que estaban cerca de un envite entre estos y los guerreros de Cocito. Sin embargo, no era su cometido apoyarlos en esa lucha, ninguno, por bueno y afortunado que se considerase, debía luchar contra los seres de piel helada; sus objetivos seguían siendo los soldados que solo ellos, hombres comunes con la bendición de Nimrod de Cáncer, podían derrotar de forma permanente. Vencerían a la legión de Aqueronte antes de que esta pudiera reformarse, o en el peor de los casos, antes de que pudiera despertar a la Gran Tortuga. Dio esa información a los mejores, lo que incluía a dos personas que no consideraban estar al mando de Azrael.

—Por mí, perfecto —asintió Folkell mientras Erik, su lugarteniente, tomaba el mapa—. Siempre y cuando me mandes la tarea más dura de todas.

—¿En ese estado? —cuestionó Azrael, desconfiado. Lord Folkell parecía muy vivo, pero ni el olor ni la palidez de su piel podían ocultarla ninguna sonrisa.

—Permíteme que me presente, amigo mío. Soy Folkell de la Casa de Benetnasch, portador de la Summerbrander y Lord del Reino. En la muerte es cuando estoy más vivo —aseveró el líder de los berserkers, siendo vitoreado por estos.

Azrael no veía que aquel hombre sacado de alguna leyenda nórdica llevara ningún arma digna de mención, pero le dedicó un gesto de asentimiento y le dio un mapa. La instrucción que Lord Folkell recibió era distinta a las demás, siendo comentada en susurros que solo los bersekers, por estar cerca de ambos, pudieron escuchar.

—Haz que todos tus hombres carguen un cuchillo Hydra, no me importa si tenéis armas mejores, debéis estar preparados por si os topáis con soldados del Aqueronte.

—Pero no nos mandas a enfrentar a esos soldados inmortales, ¿verdad?

—No. Tu misión, si eres tan fuerte como empiezo a sospechar, será la de destruir el núcleo de la Gran Tortuga. Es como una piedra preciosa, con otra más en su interior.

—¿Temes que esa bestia despierte?

—O algo peor. Si el santo de Tauro cumple su papel, la cabeza del río Cocito no regresará y así resulta imposible predecir qué propósito buscarán los guerreros helados. Es solo un presentimiento, pero… Siento que los ríos del dolor y las lamentaciones podrían fundirse en una sola Abominación, más poderosa que las demás.

Azrael tenía intención de dar más detalles a aquel hombre, de cuya fuerza y valor le habían llegado noticias desde los supervivientes de la defensa del campamento central; podía haber algo de exageración en los comentarios de estos, como que Lord Folkell estaba respaldado por gigantes cuando se unió a las amazonas, pero les creía cuando decían que el líder de los berserkers despedazaba a los soldados del Aqueronte de cien en cien. Sin embargo, después de especificarle lo que era una Abominación y lo que significaba una mezcla entre el Aqueronte y Cocito, uno letal para la carne, el otro veneno del alma, Folkell exigió saber a dónde debía marcharse. No había tiempo para explicaciones, decía, cuando un compañero podía estar muriendo en ese momento.

Así que Azrael indicó a Folkell el portal al que él y sus hombres debían dirigirse, para luego encontrase con la mirada hostil de Helena. Si no le fallaba la memoria, le dijo a la líder amazona que esperara órdenes hacía unos cinco minutos.

—¿Qué autoridad tienes para darnos órdenes, asistente? —cuestionó la amazona, sosteniendo empero el mapa que Azrael le había dado.

Eso le dio el impulso necesario para no titubear.

—¿Eres una santa?

—No, soy tan amazona como el resto de mis compañeras.

—¿No eres de bronce, de plata o de oro?

—Como ya he dicho, no soy santa de Atenea, no necesito engañarme para ayudar a los demás con mis puños… con mi voluntad —se corrigió la líder amazona, recordando el peso de las espadas que colgaban de su cinto.

—Entonces eres de hierro. Y tengo autoridad sobre todos los santos de hierro por obra y gracia de la señorita… —Azrael carraspeó—. Ejem, de Su Santidad. ¡Así que apresúrese, capitana de la Unidad Themiscyra, Helena! ¡Tiene una batalla que librar!

Dijo aquel nombre sin pensarlo, y por ello, Helena quedó sorprendida y sin forma de replicarle. La ahora capitana marchó tras asentir, rumbo al portal más cercano a donde June de Camaleón y algunos santos de bronce sobrevivían a duras penas.

Azrael hizo otro tanto, regresando al portal que conectaba con el campamento central. La mitad de las amazonas, al mando de Eco, lo acompañaban.

 

***

 

El techo de uno de los miles de pasillos que había en el interior del caparazón de la Gran Tortuga se derrumbó por una gran explosión. De la nube de vapor resultante emergió Ban de León Menor, con la armadura corporal Nemea anulada por todos los golpes que había recibido de los guerreros de Cocito. Esa ocasión estaba por ser aprovechada por una veintena de soldados, emergidos del Aqueronte en medio de un silencio mortal, cuando Soma apareció de improviso en la retaguardia, lanzándoles una gran bola de fuego. Las llamas redujeron a cenizas a los soldados y quemaron la castigada espalda de Ban, quien giró con violencia hacia su vástago.

Dos cosas le sorprendieron: la primera, que no iba solo, sino que lo acompañaban diez guardias del ejército de acero, todos armados con cuchillos Hydra; la segunda, que el propio Soma iba cubierto por un exoesqueleto en lugar de la armadura negra, el de tipo Chamaleon. ¿Qué estaba pasando ahí?

—¿Qué hay de nuevo, viejo? —preguntó Soma, jugueteando con su propio cuchillo mientras el que debía estar al mando de esa unidad desistía de poner al caballero negro bajo sus órdenes y se dirigía al resto.

—¿Desde cuándo eres parte de la Guardia de Acero? —dijo Ban, acercándose a su hijo con amplias zancadas. Los recién llegados, salvo Soma, pasaron a sus costados hasta el punto donde los soldados del Aqueronte se estaban regenerando. Los acuchillaron con un silencio y meticulosidad de lo más profesional.

—¿Es genial mi nueva armadura, verdad? Puedo hacerme invisible.

—Responde a la pregunta.

—Responde tú a la mía. Te acabo de salvar la vida.

Ban, no muy paciente, zarandeó a quien consideraba el mismo chiquillo de siempre.

—Sigo siendo un caballero negro —repuso Soma, dedicándole una mirada desafiante a su padre—. ¿Qué quieres que te diga? Tu Suma Sacerdotisa habla bonito, pero sigo pensando que patear delincuentes por todo el mundo es mejor que rascarse el culo en una montaña hasta que llega el siguiente apocalipsis.

—Así que esa armadura de acero es una especie de… ¿Qué? ¿Un disfraz?

—¡No queréis luchar en el mismo frente que los caballeros negros! ¿Es tan difícil crees que quiera echarle una mano a mi viejo, ¿eh?

Desde luego, lo era, al menos para Ban. Sin saber qué decir, apartó las manos de su hijo, quien se cruzó de brazos y empezó a silbar. Su superior, lo estaba llamando desde el otro lado del pasillo, debían avanzar ahora que los soldados del Aqueronte en esa zona habían sido liberados. Pero Soma no era de los que obedecían órdenes de cualquiera.

—Si tanto te molesta verme con armaduras ajenas, jubílate y dame tu manto de bronce. Estás muy viejo para estos trotes, ¿qué tal si pasas a segunda división?

—El Santuario no ha durado tres mil años regalando mantos sagrados a los hijos de sus soldados —acusó Ban—. ¿Cuántos guardias han venido hasta aquí?

La razón se caía de madura. Ahora que no estaba luchando, Ban podía sentir con claridad la presencia del Aqueronte, incluso si estaba muy en el fondo de aquel hielo omnipresente, fluyendo con una lentitud de lo más exasperante.

—Por cada santo, Azrael mandó a un grupo de apoyo personal. Mira, creo que es hora de que nos vayamos —dijo Soma, cuando su sargento ya estaba por gritarle.

—¿A patear delincuentes del Hades?

—Más bien a ocuparnos del apocalipsis de hoy.

El hijo sonrió, el padre se limitó a soltar un bufido. Ambos cruzaron el pasillo por el lado que no estaba taponado por las rocas, listos para continuar la batalla.

 

Y sería una batalla larga, en verdad, porque la legión de Cocito había mermado en gran medida a un ejército de santos que de por sí no estaba en ventaja numérica contra el enemigo, en absoluto. Con el tiempo, varios de los que se retiraron pudieron volver a la batalla, gracias al arduo trabajo de Minwu de Copa en la villa de Rodorio, incluso recibieron refuerzos del frente occidental y el norteño, pero hasta ese momento, solo unos pocos tuvieron que mantenerse con vida, una tarea harto difícil.

Gracias al valor de todos esos hombres, santos, guardias, amazonas y el voluntarioso maestro herrero de Jamir, el grupo de Folkell pudo avanzar por la caverna sin tener encima a miles de guerreros helados. Su avance, empero, no fue un camino de rosas. Poco después de abandonar la zona del portal, bajo una muy fina capa de hielo a modo de techo de una caverna, se encontró entre un centenar de guerreros de Cocito y doscientos soldados del Aqueronte. Él, decidido, se lanzó contra los de piel de hielo, mientras que sus hombres hicieron honor a su título: clavaron sobre sus pechos mangos de cuchillos sin filo, despertando un poder dormido que avivaron en su juventud mediante duros entrenamientos y pócimas de hierbas que solo existían en el Reino. Los cuerpos de Erik y los demás crecieron, hinchándose los músculos hasta que bien pudieron ser confundidos con gigantes por quienes desconocían el estado berserk.

Con esa nueva fuerza, las armas de mithril y los cuchillos Hydra, rindieron cuenta de los soldados del Aqueronte en el mismo segundo en que Folkell cercenó a todos sus oponentes, salvo uno. El único de los berserkers que no había despertado aquel salvaje aspecto disparó al último guerrero helado en la cabeza, con saetas de viento supersónico que la reventaron como una fruta lanzada al suelo desde una gran altura.

—Por todos los dioses del Valhalla, me estoy haciendo viejo. Buen trabajo, amigos.

Miró al arquero y a sus berserkers con admiración y preocupación a partes iguales, porque en ese campo de batalla mantener aquel estado sería vital, y cada minuto exigiría una presión en sus cuerpos con la que solo podrían lidiar por su juventud y vigor. Era su responsabilidad guiar a aquellos valientes de nuevo al hogar, o a una muerte gloriosa.

Entonces, el techo cuarteado por los estallidos sónicos de la batalla, se resquebrajó, cayendo no solo uno de los hombres que acompañaban Folkell, el inmenso siervo de la casa Phecda, sino también un elfo vestido con los argénteos ropajes de un santo.

—Primero, no soy un elfo —se quejó el santo de Atenea—. Segundo, ¿qué hacéis aquí? ¡Este grandullón apareció de repente diciéndome que se había perdido!

—Hrungnir es bueno machacando enemigos, no orientándose —bromeó Folkell, arrojando no obstante una severa mirada a quien por ahora era su subordinado. El barbudo gigante inclinó la cabeza, aceptando la crítica—. Bien, ¿podríais indicarnos el camino al… núcleo, noble habitante de Alfheim?

—¡En eso estaba cuando el grandullón este se me abalanzó! —se quejó Emil—. Ahora no sé por dónde estaba yendo… ¿El norte, puede ser? ¡Diablos, qué son esas cosas!

—Los del Reino de Midgard debemos recurrir a artes indignas, a diferencia de los nobles habitantes de Alfheim —dijo Folkell a modo de disculpa, causando en el llamado Emil una extraña confusión—. Pero no os preocupéis, seguimos siendo diestros en la batalla y podemos oler la victoria. ¡Vamos, mis berserkers!

 

Emil no entendía nada de nada, ni siquiera cuando el arquero con el arma más rara que había visto le indicaba, mediante gestos, de que era mejor no insistir. Él quería una explicación sobre aquellos hombres de cuerpos hinchados y aquel gigante que había destrozado a tantos guerreros helados con esas hachas mágicas, pero no parecía que nadie fuera a dárselas. Todos estaban gritando al son de su líder, ansiosos de batalla, y su líder lo miraba a él como si fuera una suerte de deidad menor.

Terminó decidiendo seguir su camino hacia el diamante. Todavía le pesaba no haber podido dar el tiro decisivo antes de que todo se congelase y estaba ansioso por reparar ese error. Si otros le seguían, tanto mejor. Toda ayuda sería buena.

—¡Que la gloria sea para el mejor de nosotros! —gritaba Folkell.

—Sí, sí, como sea —se quejaba Emil entre murmullos.

De esa forma avanzaron por las cavernas de cristal, llenas de demonios de helada piel y soldados de carne inmortal. Como tantos otros en esa larga y dura batalla.

 

***

 

Durante miles de años, el Monte Lu había sido un lugar de leyenda para los hombres de aquellas tierras. Se llegó a considerar, incluso, que la cascada que lo caracterizaba, indetenible, provenía de las mismas estrellas.

Pero bastó que un ser pusiera los pies sobre la montaña  para poner fin a cualquier leyenda. Las aguas se congelaron en un instante junto a la roca y la casa en la que Shiryu de Dragón y su familia vivieron por muchos años. El responsable, la Abominación de Cocito, no perdió tiempo en presentaciones y blandió la espada contra quien ahora guardaba ese lugar, Shun de Andrómeda. Fue como si el más bravo de los hombres comunes hubiese pretendido derribar una montaña: dio el golpe, sí, pero no hizo mella alguna en el rosado manto del santo de bronce.

—Sangre. Sangre de Atenea —dijo la Abominación—. A mis hermanos Aqueronte, Leteo y Flegetonte les detienen tres nereidas. Y mi voluntad estaba siendo truncada por un mero mortal. Ahora entiendo por qué, ahora lo comprendo.

El aura helada del ser se extendió por el aire, mostrando imágenes de cada combate que se libraba a mil kilómetros de ese lugar. Dos legiones marchando juntas, aun sin un general, contra los cada vez más agotados santos de Atenea y sus frágiles aliados de hierro, para exterminar el único obstáculo que les impedía liberar el sello sobre los jueces y espectros. Entre medio, durante apenas una milésima de segundo, reveló los estragos que habían causado las almas de los gigantes que había invocado en forma de huracanes, terremotos y erupciones imposibles. Un daño terrible, que empero habría significado la completa destrucción de China si Shun de Andrómeda no hubiese obligado a la legión de Cocito a desviarse lejos de la civilización, a Naraka.

Por ello, Shun no se permitió dudar de su decisión. Sí, muchas vidas estaban en juego, pero las de los santos de oro, plata, bronce y hierro se habían preparado para ese momento. Él no tenía intención de robárselo, no insultaría el valor ni del más débil de todos aquellos soldados. Tan solo tenía pensado luchar contra aquella amenaza que no correspondía a los demás enfrentar. Y hasta esa decisión era dura de tomar.

—Ahora te entiendo, santo de Andrómeda, ahora lo comprendo —afirmó Cocito, quien con un brusco movimiento de espada hizo desaparecer todas las imágenes—. Quieres usar el milagro de Elíseos contra el regente de Plutón, que también recibió la bendición de los dioses. Los santos de Atenea seguís siendo tan arrogantes como siempre. El rey Bolverk aprecia eso, el dios de las lamentaciones lo condena. ¿Qué he de hacer yo?

La espada brilló, más oscura que la noche, reclamando el alma del santo. Sin embargo, fue otro quien acudió al llamado, siendo nadie menos que el santo de Tauro. Garland sostuvo sin miedo la hoja de Cocito, deteniendo el terrible ataque.

—Sé que no confiáis en mí —le dijo al santo de Andrómeda mientras combatía el intento de la Abominación por partirlo en dos—, pero déjame a este.

—Confío en ti —replicó Shun, sereno—. Porque Atenea cree en ti, yo también lo haré.

Tras asentir, el santo de Tauro alzó todo el poder de su cosmos, tratando de remover de la existencia aquella Abominación. Esta se opuso al manifestado vacío, fundamento de todos los planes existenciales, con su propio poder proveniente del inframundo, de modo que tiempo y espacio fueron aplastados por ese terrible choque.

En un instante, tanto Garland como la Abominación fueron engullidos por un abismo que habría de enviarlos a las profundidades de la Creación, donde el dios de las lamentaciones, Cocito, había atormentado durante diez mil años a la antigua humanidad.

Y también a sus herederos, los santos de Atenea. 


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Publicado 24 junio 2021 - 13:12

Cap. 82: La simpática brigada del Norte
 
¡Woa! ¡Arranca el episodio con un santo muerto! Sayonara Ishmael de Ballena (+1) que ha vuelto a poner en movimiento el contador.
Una lástima que no lo hizo pudiendo destruir el núcleo del león, llegó la Abominación a quitarle el placer, pero ni modo, alguien más tendrá que hacerlo... Wait, espera... ¿Qué leo aquí? ¿No se murió? (unos párrafos más tarde) Ah, sí, está muerto, por un momento iba a renegar, jeje... Y parece que Yu de Auriga  también ha caido (+1) Entre los dos lograron destruir al beta Fénix ya que dentro del núcleo había otro núcleo qué tramposos y latosos estos sujetos la verdad.
Margaret se salvó por un pelo, pues el gran Shun de Andromeda lo salvó, genial, y eso que usó únicamente la proyección de su poder.
 
Kiki fue a pelear. No es un santo pero emplea sus trucos para hacerse una armadura de Aries multicolor.
Mira, nos enteramos que el santo de Escultor tiene la habilidad de hacer Golems :O ¿serán tan buenos como los que usa Adremelech de Capricornio? Lo dudo, pero quizá den alguna sorpresa. Y el narrador se lava las manos de "dónde lo aprendió", no pregunten solo gócenlo, "para qué quieren saber eso?, jaja salu2"
Pero ya Kiki los descubrió, ¡van al Olimpo estos niños! lo que genera aun todavía más preguntas que quien sabe si serán resueltas algún día o.o....
 
Mientras tanto, Azrael y los demás planean cosas para destruir el núcleo de la tortugota, uniéndose Folkell a la aventura (genial verlo vivo en este universo ;_;) y que es resimpático el tipo, todo un Asgardiano jugando en el parque de diversiones que es la guerra XD
Es genial ver a Azrael comandando así a los personajes, tiene el don de mando pese a que prefiere que lo manden jaja
 
Vaya que me reí con la escena de Emil uniéndose a la brigada berserker jajaja, que lo tratan como un elfo, ay no, me encanta.
 
Oh, Shun aplica la buena en el fic, dejar que los OCs de la historia hagan cosas, que si usan a los protas bufeados pues no sería tan divertido jeje, y cuando pensamos que habria un Shun Vs Abominación, llega Garland de Tauro a decir "Esta pelea es mía"
 
CONTADOR DE MUERTES (de personajes con nombre) : 3 (después de muchisisisismos capítulos XD)
Brindemos por Ishmael de Ballena y Yu de Auriga
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PD. Un cap muy entretenido y genial, sigue así :3

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


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Publicado 28 junio 2021 - 06:20

Saludos

 

¡Buen review, sigue así!

 

Seph Girl

Spoiler

 

***

 

Capítulo 83. Casandra de Leteo

 

Sobre una isla deshabitada en un archipiélago en el océano de Bering, podía verse una única cabaña montada en medio de la nada. Casandra buscó allí refugio de la larga persecución a la que había sido sometida desde que entablara combate contra el santo de Acuario, por el bien de su compañero Deríades y del curso de la guerra.

No escogió ese sitio al azar, desde luego, en toda su nueva vida se había aprovechado a placer de las visiones que tanto sufrimiento le trajeron en la anterior. Calculaba en el ayer cada paso que daría en el mañana, para así sobrevivir, y de paso, divertirse un poco, ¿por qué no? Entre los primeros cien choques entre su sólida guadaña y la Espada de Cristal que surgía del brazal del santo de Acuario, una marea de información le inundó la mente, regalo de la mayor fuente de recuerdos de todo el universo: Leteo, dios del olvido. Vio a una pareja de afamados geólogos provenientes de Alemania. La mujer murió el pasado siglo, durante el diluvio conjurado por Julian Solo; el hombre vivió varios años más, lo bastante para que su hijo se convirtiera en un hombrecito y pudiera acompañarlo en sus expediciones por todo el mundo. En una de ellas fue que halló la muerte junto a todo su equipo, bajo el derrumbe de una cueva que estaba investigando; pudo haberse salvado si solo hubiese velado por sí mismo, pero le importó más salvar a su hijo, en ello puso toda su fuerza y valor, por él entregó gustoso su vida.

Casandra se acarició la mejilla, sintiendo todavía el frío que le recorrió el rostro cuando esquivó un tajo de la Espada de Cristal. Fue una tontería, porque ya había visto venir ese momento y tuvo tiempo más que de sobra para mantener mayores distancias, pero le sorprendía tanto que el santo de Acuario no reaccionaría de ninguna forma a su provocación, que decidió probar si la visión que había tenido era verídica. Cuestionó a su oponente, en su tono más inocente, si no se había sentido alguna vez culpable por haber matado a su propio padre. El futuro predicho, por supuesto, se realizó ante sus ojos: el santo de Acuario prosiguió su acometida como si no la hubiese escuchado; no sentía culpabilidad, ni tristeza, ni odio, ni nada que lo hiciera humano.

Antes de salir corriendo de ese envite, dejó que su conexión con el dios del olvido le permitiera saber más de su oponente, tan silencioso como una noche invernal. Pero no fue mucho lo que aprendió: el santo de Acuario era tenaz ahora, atacándola en todo momento, buscando siempre su yugular por muchas veces que ella interpusiera la guadaña con movimientos cada vez más torpes, porque siempre lo había sido. Desde pequeño, no cedió a la situación de verse solo por completo, sino que incluso buscó ayuda creyendo que aún podría salvar a alguien. Transformó todo lo que su padre le había enseñado sobre la supervivencia en un pilar sobre el que sostenerse a pesar del cansancio, el entumecimiento y las contusiones ocasionadas durante el derrumbe. No cedió al sueño, caminó decidido hasta que perder la orientación, y todavía siguió andando más, con la esperanza de salvar a alguien todavía ardiendo en sus entrañas.

Casandra siguió al chico en su fútil búsqueda, lo vio, estremeciéndose, dar pasos por la tundra, sin poder oír el crujido del hielo oculto por la nieve. Entonces, los oídos no le respondían, era poco probable que siquiera sintiese lo que tocaba, era un pobre muchacho más en el mundo avanzando hacia su tumba, la cual terminó abriéndose bajo sus pies. Las aguas heladas de Alaska lo recibieron ansiosas, tomando sus intentos de luchar contra la corriente como el jugueteo de un niño travieso. ¡Y eso parecía ser, aquel muchacho, un crío inocente! Porque aunque al principio se dolía ante el contacto con aquel lago a un paso de la congelación, poco a poco el terror en su rostro se convirtió en un gesto pacífico. Sonrió, acaso sintiéndose reconfortado, como si estuviese en el vientre de su madre, una nueva que era el invierno en sí mismo. A Casandra, observadora de la escena, le pareció esa una buena metáfora, pero era la realidad.

Porque alguien le salvó. Un fantasma de un pasado remoto, el espíritu de la mujer que aconsejó al rey Bolverk y que aseguraba haber guiado a muchos santos de Atenea en el arte de la ralentización del movimiento atómico, cuyo clímax era el dominio del cero Absoluto. No era natural que ese ser estuviera presente en ese tiempo, cuando Atenea se había retirado ya de la Tierra, por no hablar de que llevaba muerta miles de años, pero tal vez la ausencia de Hades en el inframundo le permitía tener cierta influencia en el mundo físico, allá donde el frío está presente en la carne y el espíritu de los hombres. Fuera como fuese, era un hecho que estuvo ahí y que como una partera trajo a aquel muchacho a una nueva vida, arrancándolo de las aguas de la muerte.

—Una valquiria —se corrigió Casandra, levantando un dedo hacia una maestra imaginaria a la que pedía permiso para hablar. Estaba aburrida. El santo de Acuario no solía tardar tanto en encontrarla—. Una valquiria despertando a un einherjar.

El sitio al que la mujer que decía ser Skadi llevó al muchacho era, de hecho, la cabaña en la que ahora estaba. Ahí lo cuidó hasta que se repuso, y después le dio alimento, refugio y un destino que perseguir. Claro que eso último lo encontró el chico por su propia cuenta, al salir una noche, febril y tosiendo, solo para ver de la aurora boreal que acababa de aparecer en el cielo. Cuál fue su sorpresa al descubrir que aquel fenómeno parecía seguir a su benefactora, si no es que existía por ella.

—¿Qué eres tú? —preguntó, admirado, el muchacho.

—¿Te sientes apto para saberlo? —cuestionó la mujer con dureza.

Cuando oyó esa pregunta, Casandra dejó de observar aquellos recuerdos olvidados por el mundo, al imaginar que lo que continuaba era la historia de tantos otros santos de Atenea en el pasado, y se desapareció de la batalla que entablaba con el santo de Acuario. Fue directo a la cabaña, donde esperaba resquebrajar la coraza de hielo que aquel oponente tan aburrido llevaba desde los pies a la cabeza. ¡Qué absurdo sonaba! Ella era Casandra, Portadora del Olvido, ¿cómo podía querer que otro recordara lo que ya nadie atesoraba en su mente? En ese momento, ni se lo planteó, ahora, después de dar vueltas a lo poco que sabía del santo de Acuario, llegaba a la inevitable conclusión de que ese escenario tendría algún significado especial.

Miró hacia el techo de la humilde cabaña, en parte sintiéndose una tonta, en parte vaticinando el glaciar que estaba por aplastar la casa con ella dentro.

 

***

 

Una grieta en el tejido del espacio-tiempo se abrió a la espalda de Sneyder, el cual giró rápido hacia el portal desde el que Casandra salía, ilesa. Si le importaba algo el haber destruido lo que fue su hogar con una pequeña montaña de hielo, no lo demostró.

—Has tardado mucho. Si lo llego a saber, me habría tomado un tiempo y no habría perdido el sombrero por el camino —dijo Casandra, alisándose el cabello azulado con el mango de la guadaña—. ¿Luchamos?

Como siempre, el santo de Acuario no respondió, sino que veloz le quiso dar una estocada, empleando la Espada de Cristal.

—Es inútil —afirmó ella, esquivando aquel ataque y otros más que vinieron, aunque para estos debía esforzarse. Lo que le sobraba en visiones le faltaba en reflejos de una gran guerrera—. Puedo predecir todo lo que harás, a menos que te pongas creativo. ¿Podrías congelarme, sabes? Bajar la temperatura y… ¡Puf! ¡Estatua de hielo!

La andada de ataques frenó. El santo de oro la miró durante un segundo, quizás sopesando su propuesta, quizá solo estudiando la manera de eliminarla. Lo hacía a menudo, ella lo sabía bien. No estaba combatiendo con ningún descerebrado.

—Ves el futuro y tu arma corta el espacio-tiempo —dijo Sneyder—. En el tiempo que tardo en hacer descender la temperatura de tu cuerpo, ya estarías al otro lado del mundo.

—¡Qué lista soy! —bromeó Casandra, agarrando en contraste la guadaña con ambas manos. Su hoja y el filo de la Espada de Cristal estaban a poco de rozarse—. ¿Y te parece que atacar de frente a una pitonisa es más sensato?

Si no se tratara del santo de Acuario, la forma en la que este asintió la habría considerado descarada, porque después continuó el asalto. Tajo de frente, en horizontal; por la espalda, de arriba abajo; estocada en las costillas, placaje seguido de doce cortes consecutivos, el último de los cuales Casandra bloqueó de pura suerte. Al hacerlo, halló la respuesta que su oponente le había dado con ese simple gesto: en el cuerpo a cuerpo, él llevaba las de perder, pero solo mientras ella pudiera predecir los ataques y reaccionar. El momento en que no pudiera hacer alguna de las dos cosas, estaría perdida, porque entonces no tendría tiempo suficiente para desaparecer, sino que estaría en medio de un envite a la velocidad de la luz, y el santo de Acuario perseguía que ocurriera justo eso. Estaba averiguando hasta qué punto ella veía el futuro, cuál era su velocidad real y qué tan bien entrenados eran sus reflejos.

Y mientras tanto, ella se dedicaba a parlotear, descubriendo sus fortalezas al enemigo. Pero no podía evitarlo, porque desde el momento en que empezaba una pelea, sabía cómo iba acabar. Lo único interesante era el contenido, y era su deber hacer que este fuera lo más entretenido posible, incluso si recibía unos cuantos arañazos.

—Rehuí el combate con la salvaje santa de Escorpio por esto, ¡más te vale estar a la altura! —exclamó Casandra un segundo antes de ver, asustada, cómo la escarcha iba cubriendo su arma. Se alejó entonces un buen trecho y balanceó el arma de un lado a otro, encontrándose a medio movimiento con que Sneyder estaba por atravesarle el cráneo. Bloqueó la estocada y el impacto pulverizó todo rastro del hielo—. ¡Habla! ¡A los santos de Atenea os encanta hablar! Necesito escucharlos —rogó con ojos brillantes y una gran sonrisa, la cual fue respondida por un nuevo corte vertical de parte de Sneyder. De nuevo, las armas chocaron, y ella se hizo oír por encima del estruendo—, ¡los sueños que alimentarán el nuevo mundo que vendrá!

—¿Nuevo mundo? —repitió Sneyder. La duda lo alcanzó por ese instante y las fuerzas de ambos se equilibraron por un rato.

—Por eso es todo esto. Caronte. Los Campeones del Hades. La guerra. Todo está encaminado hacia un nuevo mundo que será edificado sobre los sueños y esperanzas de los santos de Atenea. Por eso quiero saber…

—Silencio —cortó Sneyder, ejerciendo tal fuerza sobre la guadaña que la Espada de Cristal terminó cercenada por aquel filo terrible, capaz de segar el mismo tejido del espacio. Pero el movimiento del brazo de Sneyder prosiguió y la Espada de Cristal se reconstruyó a un centímetro del cuello de la Portadora del Olvido.

—No vas a matarme —vaticinó Casandra—. Primero debo decirte que Damon está usando a ambos bandos, el de los vivos y el de los muertos, para su propio beneficio. Y que me gusta mucho el chocolate. Y que tengas cuidado con tu reloj biológico.

Casandra sonrió para sí misma, de nuevo lo hizo, dar pistas a su enemigo. El santo de Acuario debió notar algo raro en las últimas palabras, porque dio un salto hacia atrás en lugar de terminar de cortarle el cuello. Un movimiento inútil; ya había empezado.

—Mi Retroceso Biológico invierte el crecimiento de los seres vivos —anunció la Portadora del Olvido, a cuyas espaldas aparecía la imagen de un reloj de arena—. ¿Por qué no vuelves a ser el niño que fuiste? Aunque hayas aplastado la casa, yo podría hacerte otra, ¡hasta podría cuidarte, como te cuidó tu maestra!

Las palabras fueron arrojadas sobre el santo de Atenea como dardos que tendrían que hacerle recordar, generar en su alma alguna clase de reacción. Pero en lugar de estar pensando en el pasado, Sneyder maquinaba a toda velocidad una forma de contrarrestar la magia de la Portadora del Olvido. Lo logró a tiempo, como esta última ya había previsto, si bien al verlo no quedó menos sorprendida. El santo de Acuario, en un mísero instante, se encerró a sí mismo en un glaciar indestructible, uno que no podía existir en el mundo al alcanzar la más baja temperatura, el Cero Absoluto.

Casandra avanzó hacia el Ataúd de Hielo dando grandes zancadas. Tenía el arma lista para hacer un corte horizontal que dejara a su congelado oponente sin cabeza, pero en ese momento, este abrió los ojos y la cárcel cristalina que lo cubría se hizo añicos, tornándose cada fragmento en una fina lanza mortal que al punto fueron todas proyectadas sobre Casandra. La Portadora del Olvido, lejos de desesperarse, esquivó cada ataque con mucho cuidado y dio el corte en el momento preciso. En apariencia, no dio en el blanco, por eso fue que el santo de Acuario siguió atacando, acaso para impedir que se ejecutara de nuevo el Retroceso Biológico; había cortado el aire a un metro del seguro alemán, sin embargo, la guadaña podía rajar el mismo espacio-tiempo, no era estrictamente necesario que hiciera contacto con algo para partirlo en dos.

—Puedes gritar si quieres —dijo Casandra—. El dolor nos ayuda también.

—¿Ayudar? ¿Al rey Bolverk? —dijo Sneyder, al tiempo que un hilo de sangre le bajaba por la barbilla. También el manto de Acuario empezaba a tornarse carmesí en los bordes del peto, desde la hombrera derecha hasta el costado izquierdo.

—Estoy con el rey Bolverk hasta que se muera —dijo Casandra, cambiando el peso de un pie al otro mientras esquivaba nuevos ataques de Sneyder. Ahora que estaba herido, podía permitírselo—. Y me temo que morirá antes de que surja ese nuevo mundo —comentó con franco desánimo, del que no tardó demasiado en reponerse—. Todavía no sé quién lo creará, ¿sabes? Podría ser Damon, mas también podríais ser vosotros. No sería la primera vez que los santos de Atenea jugáis a ser dioses.

Eso debió avivar algo en Sneyder, el más desconfiado entre la élite del Santuario, porque pese a la herida en el pecho y la sangre que perdía sin control, cargó con ímpetu contra Casandra y la hizo retroceder. La Espada de Cristal era como un relámpago blanco contra la guadaña de ébano que la Portadora del Olvido apenas podía usar como bastón defensivo. Su oponente no le dejaba espacio para realizar cualquier clase de corte, incluso si para eso tenía que gastar fuerzas en envites que no le reportarían victoria alguna. Cuando las armas chocaron, no había ningún equilibrio, sino una pitonisa abrumada por un guerrero que luchaba con la tenacidad de una tormenta.

Casandra se obligó a guardar la calma hasta que fuera Sneyder quien perdiera la paciencia. Ocurrió en el séptimo de los más largos segundos de su vida reciente. En el momento en que los filos de la guadaña y la Espada de Cristal parecían neutralizarse, el santo de Acuario trató de golpearla con la mano libre con tal violencia que terminó cortándose. El brazal, congelado al instante, se hizo añicos y la piel se abrió en un amplio corte desde la muñeca al antebrazo, salpicando por igual el peto de Acuario y el rostro impoluto de Casandra. Pero el puñetazo continuó su trayecto y la Portadora del Olvido tuvo que hacer un gran esfuerzo para esquivarlo, retrocediendo sin poder levantar después defensa alguna contra la patada alta que Sneyder le dio en el estómago.

Rodó por el suelo, dolorida y al tiempo aterrada porque el santo de Acuario ya estaba por alcanzarla. En un movimiento más instintivo que razonado, dio un tajo horizontal que acertó en la pierna de su oponente a la altura de la rodilla, abriendo una nueva herida. Esta le permitió levantarse y empezar su propia tanda de cortes desesperados, como si hubiese olvidado que sabía cómo iba a acabar todo. De repente, el contenido era más aterrador que interesante, porque por mucho que cortase, por cuantiosa que fuera la sangre que se derramara, él seguía acercándose, seguía tratando de pasar por encima de quien veía el futuro con divina claridad. Ni siquiera la Muerte era tan tenaz.

Y, de repente, todo se detuvo.

El santo de Acuario dejó de atacar y ella también relajó los brazos. Había llegado al final del combate, donde el demonio implacable que ahora vestía el undécimo manto zodiacal demostraba ser tan humano como el niño que casi se ahogaba años atrás. Las heridas visibles eran numerosas, el metal dorado estaba ahora teñido de carmesí y hecho pedazos en tres de las cuatro extremidades. Solo le quedaba una pierna sana.

Con gran dificultad, Sneyder levantó el rajado brazo del que pendía la Espada de Cristal. Desde la primera vez que la vio, a Casandra se le antojaba una imagen encantadora. Por supuesto, ningún héroe cedería la victoria sin lucha.

—Que sea hasta la muerte, pues —musitó la Portadora del Olvido.

La última carga dio comienzo. Diez metros separaban a los contendientes. Casandra tenía tiempo de sobra de dar el corte decisivo, así debía ser, pero al mover los brazos, estos no le respondieron. Se quedaron quietos. Los pies se deslizaban con lentitud y la cara le dolía de pronto horrores. Buscó una pista del por qué, encontrándose con la primera de las manchas carmesí que recibió cuando su oponente fue herido.

O quizás era más correcto decir que él mismo se había herido.

Por espacio de un instante, Casandra creyó ver su cadáver en un espejo, el cual era nada menos que el oponente que acometía contra ella, la encarnación de la tundra en la que despertó a una nueva vida. La vida de un arma, no la de un hombre, que fue afilada a través de los años por demonios, primero una mujer del norte sin sentimientos latiendo en su corazón, después un héroe legendario tan dispuesto a apartar las emociones que lo dominaban como a borrar lo que quedase de su discípulo. El santo de Acuario tenía más de guadaña que la que ella sostenía, porque era la Parca misma a punto de arrebatar una de las vidas que trastocaban el orden de las cosas, dispuesto por los dioses.

La Espada de Cristal punzó su piel, al lado de la escarcha escarlata que le quemaba media mejilla. Ese dolor la despertó. Agitó la guadaña y el espacio se partió en tres pedazos, de tal forma que el santo de Acuario debió verse rodeado por tres versiones de la Portadora del Olvido. La misma, en realidad, ejecutando un ataque simultáneo para el que no había defensa alguna. Si se bloqueaba uno, el que iba a la cabeza, los otros dos le rajarían ambos costados, era inevitable, porque los tres ocurrirían de forma simultánea, en tiempo cero. Pero el santo de Acuario no trató de defenderse, sino que con la mano libre desató un soplo de aire gélido, el Polvo de Diamantes, y Casandra se marchó volando hasta impactar contra el glaciar que había aplastado la cabaña.

—Ay, ay, ay. ¡Voy a morir! ¡Voy a morir! ¡Estoy muy muerta estoy muy muerta! —gritaba, enterrada entre el sólido hielo, a la vez que con movimientos erráticos hacía que la guadaña lo cortara como si no fueran más que finas capas de agua congelada. El glaciar se cayó enseguida a pedazos y ella apareció en medio, enseñando la lengua—. ¡Ups, miento! ¡Tiempo, devuélveme a los mejores días!

Una vez más, un reloj de arena apareció a la espalda de Casandra, y también otros, decenas de tipos de relojes, todos analógicos, con las manecillas moviéndose hacia atrás. Casandra suspiró con alivio, pues la sangre cristalizada no había alcanzado el Cero Absoluto y por tanto no era inmune al transcurso del tiempo. Desapareció, de sus mejillas, sus brazos y sus piernas. Todo su cuerpo quedó libre de la vida derramada del santo de Acuario, quien, cómo no, llegó hasta ella sin dejar que terminara la técnica.

Por fortuna, lo había visto venir, movió la guadaña en sentido vertical y ejecutó de nuevo el triple ataque, simultáneo, que esta vez no fue detenido. La Espada de Cristal se partió en dos al mismo tiempo que sendos cortes se abrían en el brazo y el hombro del santo. Pero ni las heridas ni la espada destrozada detuvieron la acometida, demasiado violenta como para que el ataque de Casandra se completase.

Ella no deseaba volver a sentir un dolor tan punzante como el de antes, por lo que canceló la técnica y saltó hacia atrás, con tan mal acierto que resbaló al caer al suelo.

—Mis predicciones están fallando —se quejó la Portadora del Olvido, doliéndose sentada sobre el frío suelo. Todavía se aferraba a la guadaña, segura de que aquella tempestad viviente cargaría sobre ella en cualquier momento, cosa que por alguna razón no pasó. Avanzaba en su dirección sí, pero a paso tranquilo, y con el brazo y la Espada de Cristal intactos—. ¡Te has aprovechado de mi técnica para curarte!

—Eso no estaba planeado —respondió Sneyder con sequedad.

—¿Y qué sí lo estaba, eh? —dijo Casandra, poniéndose de pie. Hasta se permitió quitarse la nieve que se le había pegado a la espalda—. ¿Congelarte a ti mismo para mantenerte a salvo del paso del tiempo? ¿Quién te crees que eres, Walt Disney?

—En el Cero Absoluto, los átomos están detenidos, no pueden sufrir cambios.

—Sabía que había algo más que escarcha en tu cerebro, santo de oro, usar tu propia sangre como catalizador fue una muy buena idea. Puedo escapar de un cambio de temperatura localizado, pero no si el ataque nace tan cerca de mí, así esté al otro lado del mundo. Si hubieses alcanzado la temperatura máxima, estaría muerta.

—El arma que llevas te protegería de eso.

Con respuestas cortas y un constante andar, el santo de Acuario ya estaba frente a frente con la Portadora del Olvido. Pero no atacaba, no hacía el menor intento de querer hacerlo, lo que era muy extraño, dado el curso de la batalla hasta ahora.

—Un momento —murmuró Casandra, con los ojos muy abiertos—, ¡tu Espada de Cristal me tocó! ¿Dónde está la herida? ¿Dónde?

No la veía por ninguna parte, pero Leteo le transmitió una nueva enseñanza, como Portadora que era. El chico alemán, ya adulto, siendo descubierto por el héroe legendario bendecido por el Fénix. Los brazos del entonces aspirante a santo moviendo los remos de una mísera barcaza desde las costas de Japón hasta la isla Reina Muerte. El duro entrenamiento del discípulo bajo las crudas enseñanzas de su maestro en el corazón de la Montaña de Fuego, donde estaban lo bastante cerca del infierno como para empezar a comprender los secretos del alma. La visión dolorosa de un espíritu quebrado con el paso de los años la envolvió, porque aquel destino fue algo perseguido por quien alguna vez fue un chico tratando en vano de salvar a alguien. ¿Por qué había tomado esa decisión, si ya nada de su pasado significaba algo para él?

No tenía importancia, no si lo comparaba con el hecho de que tuvo éxito. Sacrificando todo, comprendió lo que ningún mortal podría comprender. El Lamento de Cocito.

—El paso del tiempo solo afecta a la carne, no al alma —acusó Sneyder, apuntando al punto exacto que había golpeado—. Estás muerta.

—¡Te dejaste herir a propósito para colocarme esta maldición! —exclamó Casandra, con el terror dominándola. ¿Era por eso que las visiones le fallaban ahora? Seguía prediciendo el futuro, un mundo maravilloso que estaba por llegar, pero a retazos.

—No pensé que esa arma fuera tan poderosa. Pero no has dañado ningún órgano vital.

—Planeaste incluso eso. No puede ser.

—Heridas superficiales a cambio de la derrota del enemigo. Es un cambio aceptable.

Casandra miró al santo de oro de hito en hito. Con ese manto carmesí y el rastro ensangrentado que dejó a su paso, ¿cómo podía decir que eran heridas superficiales?

—Un hombre no necesita ser profeta para predecir el futuro —dijo Sneyder.

—Ya veo —murmuró Casandra—. Por eso tardaste tanto en encontrarme, estabas planeando esto. Chico listo, ¡chico muy, muy listo! ¡Tiempo, de…!

Calló a media frase, viendo el resultado de esa acción en el espacio de un instante. El tiempo se detenía, ella daba vueltas sobre el estático santo de Acuario, pensando dónde debía cortarlo, y de repente, ¡pum!, los ojos de un simple mortal abiertos. Octavo Sentido. Sneyder detendría la guadaña con dos dedos de la mano libre a la vez que le enterraba la Espada de Cristal en el estómago, hasta el fondo.

—Debiste apuntar a la yugular —dijo Sneyder, cortando la visión de Casandra en el momento en sintió el roce de la punta de la Espada de Cristal.

Retrocedió de un salto, desesperada. Aterrada.

—Basta.

—Querías que hablara.

—¡De cosas divertidas! ¡De cómo ibas a salvar el mundo, del maravilloso futuro que los santos de Atenea construiréis cuando venzáis a las malignas fuerzas del Hades! Ya sabes. ¡Lo típico en los héroes!

—Sirvo a la justicia en el mundo y el ahora en el que vivo. No pienso en nada más.

Para Casandra era claro que el santo de Acuario era sincero. Ningún fuego ardía en los ojos implacables que la miraban, esperando el momento en el que huiría a alguna parte, para cazarla. No desperdiciaría fuerzas en tratar de golpearla ahora que estaba acorralada, sabía que podría desaparecer antes de que pudiera herirla de muerte, y no necesitaba causar cualquier otro tipo de daño. Tenía la batalla ganada.

Ella estaba en una situación similar, porque todo intento que se le ocurría para matar a ese hombre era respondido con una visión de ella muriendo antes. La mejor combinación era ejecutar el Retroceso Biológico, lo único que obligaba a su oponente a pasar a la defensiva, y sin dudar segar el espacio y lanzar un ataque simultáneo, la Velocidad Infinita, como le gustaba llamarlo. Podría cortarle un brazo, dos si le iba bien, pero entonces él la mataba. Sin más. No había explicación. Solo la miraba y ya estaba muerta. Eso ni siquiera tenía sentido. Estaba perdiendo la cordura.

—Yo no moriré —afirmó Casandra, pese a todo confiando en sus visiones—. Viviré para saber que Caronte de Plutón os ha matado. ¡Bailaré sobre la tumba de todos los santos de Atenea, en el nuevo mundo que está por venir!

—Ya veo. Así que ese nuevo mundo no tiene que ver con la Suma Sacerdotisa —dijo Sneyder, dando un paso al frente—. Ya no es necesario que sigas viviendo. Si la batalla es lo bastante intensa, tu cerebro no podrá procesar el futuro y el presente al mismo tiempo, te sobrecargarás y entonces te enviaré de nuevo al Hades.

—¿Eso es una profecía? —preguntó Casandra, sonriendo a su pesar.

—Una que no se cumplirá —acusó Sneyder, como leyéndole la mente. Sabía que se iba a marchar. Por eso le decía esas cosas que ya no le servían de nada. Todo el tiempo, el santo de Acuario había estado calculando hasta qué punto ella podría adelantarse a sus movimientos, y ahora estaba al tanto de que no conocía todo lo que estaba por acontecer, si no es que había descubierto el mayor secreto de todos: el tiempo no era un río con un solo caudal, sino un océano interminable, conectado a un sinfín de posibilidades. Los videntes como ella no eran más que filtros colocados por los dioses para que algunas de esas posibilidades fueran más probables, eso era todo.

—La santa de Escorpio está muerta —dijo al fin, era lo único que se le ocurría—. Deríades ha vencido a tu compañera, ¿te gustaría ver su cadáver?

No se quedó a ver cómo reaccionaba ese hombre capaz de oponerse al curso del tiempo en todas sus formas. Con un simple movimiento de su guadaña, en apariencia un ataque mortal, Casandra desapareció de esa tierra sin significados.

En el último momento, notó el frío mortífero de la Espada de Cristal, que solo llegó a rozar uno de sus cabellos. Y estaba segura de que lo sentiría de nuevo más tarde.

Allá donde Deríades de Flegetonte estaba por dar muerte a Shaula de Escorpio.


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#254 Daimonas

Daimonas

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Publicado 29 junio 2021 - 13:32

* Preludio – Tercera parte: Sueños.
 
Jajaja ese Hypnos es un troll, dejándole en claro en la propia cara de Jabu que él no es el prota de los milagros (puf puf, Seiya, Koga, Tenma). Por otro lado me gustó mucho el cómo fue manejado Hypnos en este capítulo, después de todo él nunca fue como Thanatos y Hades, se podría decir que ni siquiera encajaba en el ejército de Hades (a día de hoy me sigo preguntando porque se unió a Hades). Aunque lo que más me emociono fue el hecho de que tratase de tú a tú con un humano, ¡CON JABU LOCO LPTM!
 
Aunque no sé… algo me dice que ese Hypnos se está guardando algo bastante gordo entre manos jejeje, fuera de eso creo que otra cosa que me intrigo fue el que clase de contenido u objetos podría contener el pergamino que salió del cofre que apareció frente Orestes, me pregunto si tendrá relevancia más adelante…
 
* Preludio – Cuarta parte: Ucronía.
 
Me pareció interesante el cómo se manejó este tema de los sueños y la versión que nos presentaste de Seiya y Seika, aunque lo que más me interesa es esa intriga de Orestes por Morpheo y el reino del susodicho, no sé si será algo que explores más a detalle en los próximos capítulos, pero desde aquí te digo que realmente me interesa mucho, sobre todo por cómo es Orestes (que debo decir junto a Ifigod, digo Ifigenia son mis personajes favoritos del fic por el momento).
 
Por cierto, el cómo termino el cuarto capítulo me dejo con intriga, ¿será que Jabu asesinará a Seiya y el resto?, o… ¿por el contrario decidirá dejar que sigan en su fantasía?, no lo sé aunque seguramente será la primera (algo evidente por el título del fic, aunque quién sabe… quizás me sorprenda que, de hecho hasta ahora lo ha hecho).
 
Bueno eso sería todo por mi parte luego estaré leyendo el resto de episodios.
 
Saludos!   


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Publicado 02 julio 2021 - 12:13

Cap. 83 - La Power Ranger Rosa y la historia jamás contada de Sneyder
 
Volvemos a esos duelos individuales de los santos dorados que quedaron pendientes hace ya varios episodios, comenzando con Cassandra Vs Sneyder de Acuario.
 
Cassandra pues claro que debe ser otra latosa oponente, con eso que ve el futuro y aparte puede ver el pasado al usar la wikipedia de Leteo.
Vemos que Cassandra por más que intenta provocar a Sneyder o hacerlo monologar este no es como cualquier oponente de un shonen que tiene su pasado tristón, no, es el hombre que Ikki dejó como una maquina que no siente nada y no hace dramas por ello XD
 
Pero Cassandra se empeña en hacerla de psicóloga, y hará lo que sea para no aburrirse como volver a Sneyder un niño XD (vaya poder ese, por qué no lo  usó de forma masiva contra el ejercito de Athena pues)
Como sea, Sneyder se las ingenió para no ser convertido en su versión shota, y al leerlo encerrado en un ataúd de hielo me hizo recordar aquel otro fic en el que me daba risa que dos personajes fueron encerrador en hielo para que el cambio de tiempo no los afectara XD (qué tiempos)
 
 
Cassandra nos spoilea que al final de todo esto habrá un nuevo mundo XD, ¿pero a manos de quién? Y tal parece que Caronte bien podría cumplir su promesa de matar a todos los santos, DUN DUN DUUUUNNN!!
 
No puedo creer que leyera una mención a Walt Disney jaja el Ratón Miguelito está por todos lados, y hay otra referencia más, la famosa "Debiste apuntar a la yugular" XD
 
Como sea, Sneyder ganó la batalla gracias a una sola y pequeña herida maldita XD Denle una cerveza a ese cab#$%$ ¡EXCELSO SNEYDER! Brindo por tu gran batalla.
 
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CONTADOR DE MUERTES (de personajes con nombre) EN ESTA GUERRA SIGUE SIENDO: 3
 
PD. GENIAL CAP, sigue así :)

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


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Publicado 05 julio 2021 - 13:28

Saludos

 

¡Buen review, sigue así!

 

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***

 

Capítulo 84. Cólera divina

 

Mientras la Batalla por la Torre de los Espectros tenía lugar, otros enfrentamientos de similar intensidad se daban en el antiguo territorio de los Heinstein. Las horas pasaban sin que aquella entrada al inframundo dejara de escupir más y más monstruos, y aunque el santo de la Cruz del Sur y las santas de Caballo Menor, Delfín, Casiopea, Osa Menor y Paloma se habían retirado para unirse al frente sur, el poder bruto de los que restaban y los refuerzos que vinieron bastaba para contenerlos, de momento. Todos se esforzaban por equilibrar las fuerzas que empleaban con las que necesitarían más adelante, en espera de que llegara la primera Abominación. No tuvieron que esperar mucho más.

Del profundo abismo, rodeado por vapores verdes, emergió un centauro de unos doce metros de altura, hecho de sombras y fuego, con dos alargados cuernos partiendo de la amplia frente. Tamaña bestia blandió furibunda un hacha colosal, rasgando el aire y desatando con ello vientos huracanados. Era un mero saludo en comparación a la fuerza que poseía, pero cuando vio que ni uno solo de los santos presentes era apartado del suelo, rugió colérico. ¡Ninguna de aquellas hormigas era un santo de oro!

El arma, negra como el ébano, descendió en vertical sobre el portador del sagrado manto de Perseo, en cuyos ojos rasgados quedó grabado el destello del Puño Meteórico que Marin desató para desviar la hoja. Una vez más, la Abominación soltó un rugido que pudieron oír no solo el par de santos de plata, sino también quienes luchaban lejos, desde otros santos hasta los Heraclidas, la única unidad de la Guardia de Acero que había en ese frente para lidiar con los soldados del Aqueronte en la retaguardia.

De un salto, Zaon de Perseo se interpuso entre Marin y el salvaje enemigo. Nada le aseguraba que la maldición de Medusa funcionaría con esa clase de ser, pero no por ello dudó un instante en mostrarle una de las armas más terribles del Santuario. Los ojos de la efigie de la Gorgona se abrieron en una fracción de segundo, liberando un destello que llegó de lleno a las cuencas llameantes de la bestia.

El santo de Perseo no había terminado de aterrizar cuando el cuerpo del enemigo lucía ya como una estatua carente de poder.

—No puede ser tan fácil… —murmuró, palpándose las leves quemaduras que tenía en la cabeza rapada debido al aliento liberado por la flamígera bestia.

—Sabes que no lo será —dijo Marin.

Más monstruos emergieron de las profundidades del abismo. Centauros grises de perversas sonrisas desataron una lluvia de flechas energéticas sobre los santos, quienes ágiles como eran pudieron evadir con holgura todos los ataques. Les siguieron criaturas descomunales: serpientes pétreas deslizándose alrededor del ente petrificado, una salamandra hecha de fuego casi tan grande como aquel… ¡Hasta la legendaria hidra había aparecido de improviso, llenando la tierra de un veneno de leyenda!

 

Kanon de Géminis vio con cierta satisfacción cómo el poder combinado de Marin y Zaon reducía a polvo por igual a la práctica totalidad de las criaturas. Solo la hidra y la salamandra salieron con vida de la primera andanada de meteoros y tajos de Harpe. La primera, con una sola cabeza restante, fue congelada por el Polvo de Diamantes de Pavlin de Pavo Real antes de que pudiera impregnar a alguien con la sangre que no paraba de expulsar, la cual quemaba como el ácido y podría condenar a un hombre inmortal a una vida de eterno sufrimiento. Por otra parte, a la salamandra la detuvo por unos segundos Iolao de Serpiente Terrestre, siendo apoyado por otros que, como él, se habían convertido en santos en la Isla Andrómeda.

Una vez más, Marin y Zaon atacaron a la criatura de llamas, apoyados en esta ocasión por el aire gélido de Pavlin. La salamandra pareció desaparecer por completo luego del ataque combinado, pero enseguida un nuevo fuego ardió donde estaba, latiendo como un corazón, para que en cuestión de un parpadeo volviera a estar el terrible monstruo flamígero soltando un bramido que tanto podría ser de dolor como de burla. Un coletazo le bastó para desviar las cadenas con las que pretendieron aprisionarla de nuevo.

«Quizá debo intervenir —reflexionó el santo de Géminis, oculto bajo una bien elaborada ilusión. No solo contemplaba la batalla contra los monstruos de la legión de Flegetonte, sino también otras más allá, entre los hábiles Heraclidas, desarmados a excepción de los cuchillos Hydra, y un batallón de guardias manipulado por el Aqueronte—. Quizá no nos preparamos lo suficiente.»

Incluso si el resto de enemigos había sido derrotado de un modo u otro, la sola presencia de la salamandra elevaba la temperatura del lugar. A cada paso, el suelo se derretía, si abría la boca consumía el oxígeno circundante. Tanto Marin como Zaon contaban con el poder suficiente para destruir el cuerpo, pero eran incapaces de darle un final definitivo, por lo que en conjunto con Pavlin se limitaron a poner a salvo a los santos de bronce. Estos, dejando de lado el orgullo, se retiraron para apoyar a los aliados que aun desconociendo del cosmos luchaban con todas sus fuerzas para proteger el mundo.

—No, yo no —dijo el antiguo Sumo Sacerdote, iniciando una conversación telepática con una guerrera que también permanecía oculta—. Aqua. Creo que ha llegado el momento en que nos demuestres que no eres solo palabrería.

¿¡Palabrería!? —repitió la santa de Cefeo,  sin reparos en dirigirse a gritos a quien fuera Sumo Sacerdote—. Soy una diosa. ¿Cree que esa es la forma de dirigirse a una diosa que humildemente ofrece su bendición a los mortales?

Eres una nereida que por azares del destino y la intuición de mi mejor discípulo viste un manto sagrado… Y si no me falla la memoria, pediste un descanso.

Después de pelear varias horas sin que nadie me echara una mano. ¡Se quedaban mirando! Ni siquiera noté cuándo mis amigas se fueron.

Eres tú la que no dejaba que nadie te ayudase. Tienes que aprender a escoger tus batallas, hasta que lo logres, yo decidiré por ti.

¿Y quién le puso a usted al mando?

Nuestra Suma Sacerdotisa.

Oh, rayos. Es verdad.

Un sonido repentino, como de mil olas rompiéndose a la vez más allá de las nubes, hizo que Kanon sonriera. De algún modo, no le sorprendía que aquella nereida decidiera actuar antes de admitir que lo haría.

 

Los expectantes santos de plata sí que quedaron impresionados cuando una cadena hecha de agua cayó del cielo a través de más de diez kilómetros de altura. No solo por el notable cosmos que percibían detrás de aquella técnica, sino por lo desproporcionada que era. ¡En cada eslabón podría construirse todo un barrio residencial! Y la punta, más que atravesar a la salamandra, la aplastó por completo, reduciéndola a nada.

—He aquí el Sello del Rey. ¡Regresa de eso, lagartija!

—Oh, por Atenea… —lamentó Zaon—. ¿Ella otra vez?

—Me temo que lo es —dijo Pavlin—. Supongo que debemos…

—No lo digas —cortó Marin—. Nada de agradecimientos —ordenó al par vía telepática—. Es capaz de pedirnos que le rindamos tributo.

En las alturas, mientras bajaba por el aire como si en este hubiera una escalera, la santa de Cefeo apuntó a la inmensa cadena enterrada en la roca. A una velocidad inaudita, el Sello del Rey se desplazó hacia el abismo pulverizando el suelo y aplastando la estatua de la Abominación. La cadena arrastró los pétreos pedazos a los que fue reducida hasta la entrada del Hades, donde, al hacer contacto con las llamaradas que de esta surgían entre desagradables vapores, cambió de forma.

—Esta es la Gran Inundación.

Fue difícil para los presentes escuchar la presentación de la técnica, pues billones de toneladas del agua más pura posible caían sin descanso a una velocidad endiablada, colmando la anchura del abismo. Si alguna otra criatura trató de ascender a la Tierra, sin duda había acabado destrozada por un poder tan terrible como sagrado.

Pavlin de Pavo Real no perdió ni un segundo. En cuanto la Gran Inundación terminó, se apresuró a congelar la última capa de agua, generando de ese modo una imitación del Ataúd de Hielo por sobre la entrada al Hades. Aquel sello, sin ser comparable a lo que habría podido lograr el actual maestro del agua y el hielo, Sneyder, se ganó un silbido de aprobación y una palmada en la espalda por parte de Aqua.

—Sé que no servirá de mucho —tuvo que admitir la guerrera rusa—. Pero cada minuto de paz que logremos vale oro, ¿cierto?

—Has hecho un buen trabajo, Pavlin —dijo Marin—. Y percibo que la batalla de los Heraclidas también ha acabado.

—Claro, yo me encargué —dijo Aqua al tiempo que, con un chasquido de dedos, extinguía las heridas de Zaon—. ¡Qué mal gusto tiene mi hermano mayor! Con todas las almas que podría emplear contra nosotros, sigue enviando a las de antiguos guardias de Atenea, una y otra vez. Es desagradable.

 

Todavía bajo el velo de una hábil ilusión, Kanon aprobó el temple de Marin, Zaon y Pavlin. La santa de Cefeo tenía esa tendencia de querer resolver cualquier problema del que estuviese enterada, sin atender a si con ello pasaba por encima del orgullo de los demás. Por esa razón Rin de Caballo Menor y sus compañeras decidieron marcharse, al ver que no estaban siendo de mucha utilidad. Ahora ese pensamiento debía estar en las mentes de todos en el frente occidental. Hasta los Heraclidas pusieron cara de niños avergonzados al ver que aquella muchacha aplastaba con suma facilidad a los soldados del Aqueronte, que tantos problemas causaban a los simples mortales. Por suerte, se repusieron a tiempo de clavar en sus cuerpos revividos las únicas armas que portaban.

 

—Increíble, me siento completamente revitalizado —dijo Zaon de Perseo, palpándose la cabeza ahora libre de quemaduras—. Un momento. ¿No decías ser una nereida?

—Así es, así es. Hija de Nereo y Doris, hermana de ilustres deidades como Tetis, Dione y Anfitrite —dijo Aqua, henchida de orgullo—. ¿Sabías que Anfitrite es la esposa…?

—Estoy seguro de que Aqueronte es uno de los hijos de Tetis y Océano —puntualizó Zaon, ceñudo—. Tetis la titánide, no la nereida.

—Todos los hijos del mar nos consideramos hermanos —explicó Aqua luego de pensarlo un rato—. Los mortales incluso llaman hermanos a aquellos con los que ni siquiera comparten una gota de sangre, ¿no?

Ni Marin ni Zaon entendían por qué eso era importante en aquel momento. Más bien, como todos en ese frente aprendían de un modo u otro, ambos preferían no hablar nunca de la supuesta ascendencia de Aqua a menos que esta sacara el tema.

 

***

 

Después de aquel extraño debate, nada ocurrió por un largo rato. Los refuerzos, agotados durante las pasadas oleadas de monstruos, se unieron con los santos de plata y fortalecieron el sello sobre el abismo. En un extremo del abismo, los guerreros azules que Bluegrad envió al frente unían sus fuerzas con Cristal y sus Caballeros de Ganímedes, en el otro extremo, recubriendo el Ataúd de Hielo de Pavlin con capas de cristal blanco y negro que habría de permitirle resistir el perpetuo castigo del inframundo. Con tales aliados de nuevo apoyando la vanguardia, los santos de bronce se permitieron un descanso, reuniéndose con su superior inmediato, Fang de Cerbero.

Podían oírse incluso risas de ese lado del frente, porque el perezoso Fang había dedicado en susurros alabanzas hacia Aqua de Cefeo, por haberle asegurado una siesta.

 

Pero Kanon seguía atento, por eso fue el primero en notar una fuerza terrible bajo el gélido y amplio muro que Pavlin, junto a un centenar de aliados, entre sombras y guerreros azules, mantenía a una temperatura lo más cercana al cero absoluto que le era posible. Estaba por actuar cuando el instinto le indicó de nuevo que no lo hiciera, animándolo a confiar en la nueva generación que él mismo había ayudado a construir.

El Ataúd de Hielo coronado por cristales oscuros cimbró junto a toda la tierra. Grietas se abrieron por el suelo y de estas emanó el nauseabundo olor del miasma. Los guerreros que rodeaban el abismo, hábiles en el arte de la congelación, no cedieron esa vez ni en el segundo envite, pero en el tercero la misma Marin tuvo que ordenar a todos que se retiraran. Pavlin, rápida como un rayo, se alejó a tiempo junto a algunas destacadas sombras de Pavo Real, Corona Boreal y el propio Cristal, también los guerreros azules pudieron evitar daños mortales, mientras que los caballeros negros de Cisne y Corona Austral fueron calcinados en un mero parpadeo. 

«¿Ese es el alcance de quienes viven a la sombra de un héroe legendario? Es decepcionante —pensaba Kanon de Géminis, imperturbable.»

 

Así como el agua de la Gran Inundación había llenado los cielos y las profundidades de la tierra, ahora todo aquello era una columna llameante de mayor altura que la más alta montaña de la Tierra. Era un fuego antinatural, que no consumía combustible y podía perdurar por la eternidad. La superficie de la sangre del Tártaro, Flegetonte.

Una sombra atravesó las llamas para caer sobre los guerreros que se habían replegado, pero el hacha negra con la que pretendió destrozarlos fue repelida por el escudo de Perseo. El portador de  tan confiable defensa no cedió ni un ápice ante el enemigo, aun cuando la tierra bajo sus pies parecía querer devorarlo y traerlo al Hades.

—Veo que eres de los que tropiezan dos veces con la misma piedra —comentó Zaon al reconocer a la bestia: era la misma Abominación a la que había derrotado hacía poco. De hecho, sospechaba que también era la criatura a la que su superior, Garland de Tauro, había perseguido al inicio de la batalla—. No me quejo.

Fuera por orgullo o ignorancia, el ser no dejó de presionar el escudo irrompible de aquella hormiga enfundada en plata, así que cuando los ojos de Medusa se abrieron volvió a convertirse en una estatua de piedra.

—Qué débil —dijo una voz proveniente de las llamas, la cual sonaba como si un hombre y una mujer hablaran a un mismo tiempo—. ¿Tan pequeña es la rabia de los monstruos, presa de los héroes, bufones de los dioses?

El pilar de llamas se comprimió en un instante en un ser de tamaño humano, el cual de inmediato liberó una ola de pura energía en todas direcciones.

Zaon logró alzar el escudo mientras la estatua del enorme centauro desaparecía junto al suelo sobre el que estaba, pero en esa ocasión alguien más debió intervenir. Veloz, Aqua se interpuso entre el santo y el ataque, dando hacia el frente un fuerte puñetazo recubierto de un cosmos sagrado que neutralizó la mayor parte de la destrucción.

De los restos, una lluvia de fuego que amenazaba con reducir todo el lugar a cenizas, se ocuparon Pavlin y las sombras supervivientes, junto a los guerreros azules. Cuando todo terminó, la tierra quedó envuelta en un extraño vapor que separaba el grupo de santos de plata del de los santos de bronce y los Heraclidas, que sin duda volvían a luchar contra soldados de la legión de Aqueronte. Era fácil saberlo por el inconfundible hedor que aquel río dejaba cada vez que se manifestaba, buscando absorber algo de cosmos para poder construir nuevos cuerpos y dar así más dolor y muerte a los hombres. Fang de Cerbero vio a sus compañeros de rango desde el otro lado, en el que él también estaba, cuidando de los jóvenes. Con un gesto de asentimiento dejó claro que él se ocuparía de cualquier percance, que ellos podrían seguir lidiando con los monstruos.

—De verdad que tienes mal gusto, hermano mayor —susurró Aqua, viendo entre las grietas de la tierra el agua amarillenta pugnando por robar una pizca del cosmos de algún santo de plata, incluida ella—. Ni siquiera tratas bien a tu familia.

—Qué débil —volvió la voz, ahora visible a ojos de todos—. Soy tan débil. ¿Tan pequeña es la fuerza de los hijos de Océano y Tetis?

El cuerpo del ente era el de un ángel andrógino, carente de facciones al estar hecho de luz. Sin embargo, la armadura que lo cubría, de tonos oscuros y carmesís, le daba un aspecto completamente opuesto. Los brazos y las piernas acababan en garras y zarpas de bestia, dos cuernos largos y retorcidos sobresalían de la tiara, las alas flamígeras estaban recubiertas por plumas de un metal tan rojo que parecía sangre solidificada y al final de la coraza, por la zona de la espalda baja, dispuesta en forma de cuña, nacía una cola alargada que terminaba en un aguijón de afilada punta, como la de un escorpión.

Era otra Abominación, reconoció al punto Zaon. También había aparecido al comienzo de la batalla, junto al monstruoso centauro. Saberlo le hizo sonreír: aquel miserable había huido de su general con la cola entre las patas, para después regresar allá donde no había ningún santo de oro que pudiera darle una paliza.

—Mi nombre es Ker —anunció el ente—. Todo lo que mata, tortura y destruye me alienta. A vosotros mortales que vivís y morís en la violencia, os doy las gracias.

La muestra de agradecimiento que el ente decidió darles fue un proyectil de cosmos luminoso, el cual habría impactado de lleno sobre Pavlin —la más hábil en el arte de la congelación en el frente—, si Aqua no lo hubiese interceptado. Una vez más, el cosmos de la nereida mostró ser bastante eficaz contra la fuerza del Flegetonte, río de la cólera. Del veloz ataque no quedó nada más que una gran nube de vapor.

—Qué débil —insistió Ker—. Así que eres tú quien me ha impedido incendiar toda indigna tierra, tal cuál era mi deseo.

—¡Ningún espectro del Hades atravesará esta barrera! —exclamó Aqua, llena de seguridad, al tiempo que Pavlin, Zaon y Marin se posicionaban junto a ella, formando un semicírculo frente al abismo sobre el que Ker levitaba—. Veo que mi hermano Flegetonte no puede abandonar las puertas del Tártaro, así que no tienes posibilidades. ¡Ya mismo deberías estar llamando a Caronte para que te ayude!

—Normalmente apruebo el valor en mis compañeros —dijo Zaon—, pero en verdad la presencia de Caronte es lo último que necesitamos ahora.

Esos eran los pensamientos de los demás, tanto los caballeros negros como los guerreros azules que permanecían en la retaguardia. Aqua, intuyendo el temor en los corazones de todos, alzó el pulgar. «No hay nada que temer, vamos a ganar.»

—Mi debilidad no hará que uno de los Astra Planeta pierda el tiempo con un pez insignificante. ¡Todos moriréis aquí y ahora! —juró Ker, alzando los brazos.

—¿Pez? ¿¡Pez!? ¡Vas a ver lo que este pez puede hacerte!

El cosmos de Cefeo brilló con destellos azules, transformando el agua de la atmósfera en siete cadenas de un aspecto mágico, entre líquido y sólido. Sin perder ni un segundo, Aqua lanzó aquella variación del Sello del Rey sobre Ker, pero en esta ocasión, la técnica de la nereida fue desviada por el gran poder que de este emanaba. ¡Un sol rojo se estaba formando por sobre las palmas extendidas del demonio!

—Ese fuego… No creo que podamos apagarlo… —tuvo que admitir Pavlin.

—Claro que podréis —dijo Aqua, quien de nuevo impulsó el Sello del Rey contra el enemigo. Ninguna de las cadenas pudo alcanzarlo a él o la esfera—. Somos santos de Atenea, ¿no? Los santos hacemos milagros.

—Yo creía que eras una diosa —bromeó Zaon—. ¡Realiza tú un milagro!

—Pero no esperes por nuestros rezos —apuntó enseguida Marin—. Los santos solo otorgamos nuestra fe y lealtad a una entre los inmortales.

—¡Ja! Los seguidores de una diosa griega presumiendo ser monoteístas, ¡qué desfachatez! —rio Aqua, transformando el Sello del Rey en un gran muro—. Bueno, rezos o no, os ayudaré en esta ocasión. ¡Les daremos una lección a mis hermanos!

Varios de los santos de plata tuvieron deseos de comentarle que Ker no era un hijo del mar, mientras que los caballeros negros y los guerreros azules no estaban muy convencidos de tratar a esa joven como una diosa, incluso si era una broma. Sin embargo, cuando la esfera de poder descendió sobre la Muralla Real, ni uno solo de los presentes dudó en unir los cosmos al unísono para reforzar aquella barrera.

—Qué débil… ¡Qué débil!

El grito de Ker fue ahogado por un bramido todavía mayor, proveniente de las profundidades del abismo. La entrada al inframundo escupió de nuevo una erupción de llamas antinaturales, trayendo consigo otra vez al centauro que en dos ocasiones había caído frente a la maldición de Medusa, pero no solo él.

Aquella manifestación del Flegetonte se elevó más allá de las nubes, donde acabó dividiéndose en dos lluvias de fuego, cada una protegida por una bandada de criaturas enfundadas en armaduras bestiales, semejantes a la de Ker. Esa era la forma que el río de la cólera había escogido para transportar aliados para Aqueronte en Bluegrad y Leteo en Mu. Cada meteoro contenía en realidad la esencia de varios monstruos mitológicos, cuya fuerza estaba más allá del alcance de los únicos hombres en la Tierra capaces de liberar las almas que el dios del dolor estaba utilizando.

Pero ninguno de los santos pudo impedir aquello, pues el choque entre el ataque de Ker y la Muralla Real desprendía chispas que al caer contra la tierra, en lugar de quemarla, se transformaban en toda suerte de criaturas. Sorprendida, Pavlin vio a la hidra renacer, para luego percatarse de que no era la misma que derrotó: ¡había tres monstruos idénticos, con nueve cabezas de serpiente a punto de alcanzarles! También decenas de centauros aparecieron en los flancos, cabalgando hasta rodear por completo el grupo de santos, caballeros negros y guerreros azules. Los arcos se tensaron antes de que el menos seguro de los caballeros negros presentes optara por romper la formación.

—¡Quemadlos a todos! —ordenó Ker. Un grito que resonó por todo el lugar, más allá incluso del velo vaporoso que los envolvía.

Sin embargo, aunque todas flechas fueron disparadas, a pesar de que todos debieron separarse para luchar con los monstruos y solo Aqua y Pavlin quedaron para oponerse a toda la potencia que Ker les había arrojado, mientras Zaon y Marin enfrentaban a las tres hidras esquivando a la bestia de fuego y sombras, nadie recibió una sola herida.

Alrededor de la variada vanguardia del bando de los vivos, se había abierto una distorsión en el espacio que devoró todas las flechas al tiempo que estas aparecían sobre los pechos de los centauros. Un instante después, un bólido de luz golpeó la esfera de Ker, extinguiéndola en el momento justo en que la Muralla Real era superada, para luego atravesar con toda violencia al mayor de los monstruos del Flegetonte. Entre las dos mitades que quedaron de la Abominación, todos pudieron distinguir al que por trece años fue líder del Santuario; aunque vistiera el manto de Géminis en lugar de la toga papal, ahora correspondiente a la Suma Sacerdotisa, el tiempo que pasaron bajo su dirección y cuidado era irremplazable. Aunque el monstruo al que acababa de partir en dos mostraba signos de seguir con vida, a tan capaz campeón de Atenea le bastó mover el brazo para que un inmenso poder lo desintegrase por completo.

—Nada mal —aprobó el guardián del tercer templo zodiacal, tanto a la labor defensiva de Aqua de Cefeo, cuanto a la rapidez con la que Zaon y Marin se habían encargado de las hidras: las tres eran ahora un montón de piedras dispersas por el suelo. No hubo ni una sola palabra para los guerreros azules, mucho menos a las sombras que miraban desde atrás y su líder, Cristal, aunque sí que tuvo algo que decirle a Ker—: No creas que tu falsa superioridad impresiona a todo el mundo.


Editado por Rexomega, 12 julio 2021 - 15:27 .

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Publicado 12 julio 2021 - 17:33

Cap. 84 Aqua se luce de nuevo
 
Hasta los personajes ya saben que nunca es fácil derrotar a lo seres del inframundo XD, como nos lo hacen ver con el Centauro hecho piedra
 
Y pues es un cap en donde los plateados buscan lucirse, pero entonces aparece Aqua a despachar a las bestias ya que el antiguo Papa se lo ordena, mostrando una superioridad que de algún modo siento no podría con un santo de oro de esta generación, ¿o sí? XD
 
También aparece KER, la que pues me recuerda a la Ker que ahora es parte del Kuruverso al ser ahora la responsable de la maldad de Saga, matando todo debate, teoría y fanfic en la que se lo acreditaban a Ares o a un caso de doble personalidad y/o esquizofrenia XD
Pero pues aquí esta Ker no es nada de eso, solo una sierva más del Hades que comanda monstruos, los cuales no son nada para los santos ni el antiguo Sumo Pontífice.
 
CONTADOR DE MUERTES (de personajes con nombre) EN ESTA GUERRA SIGUE SIENDO: 3
 
PD. Buen cap, sigue así :3

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


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Publicado 12 julio 2021 - 18:06

Saludos

 

¡Buen review, sigue así!

 

Seph Girl. 

Spoiler

 

***

 

Capítulo 85. Deríades de Flegetonte

 

Después de un sinfín de enfrentamientos e igual número de islotes hundidos a lo largo de los siete mares, Shaula de Escorpio y Deríades, Portador de la Ira, se hallaban separados por cien kilómetros de pura oscuridad, resultado de su último envite.

Las Agujas Escarlata llovieron sobre el revivido general marino como el agua de una noche tormentosa, pero en esta ocasión, el intento de la santa de Escorpio provenía de una gran distancia y Deríades fue capaz de bloquearlos con holgura. Le pareció aquel un intento pueril por derribarlo hasta que, corriendo desde el otro lado de la isla a la velocidad de la luz, su pelirroja oponente chocó contra él, pateando la lanza con la que hasta ahora había bloqueado cada uno de sus intentos por liquidarlo. El arma tembló, estremecida por la notable fuerza de la santa de oro, y aprovechando ese momento de distracción, esta descargó tres Agujas Escarlata que sí dieron en el blanco.

La estrategia fue más bien salvaje, pero el resultado no podía negarse. Dolido, el Portador de la Ira vio su rodilla clavada en el suelo. ¡En el suelo, por tres miserables pinchazos! Esa humillación dolía más que la muerte que se le aproximaba.

—Uf, no esperaba que eso funcionase —confesó Shaula, mirando por encima de reojo lo que había quedado de aquella rocosa isla—. Por lo menos esta vez eran puras montañas, creo que estamos agravando el problema de la superpoblación.

—No es mi culpa —se descubrió diciendo Deríades, al notar que su rival no pensaba rematarlo aprovechando esa oportunidad. Poco a poco, se levantó, apartando el dolor de su mente—. No controlas tu fuerza, para ser una santa de Atenea.

—Es duro cuando te has entrenado toda tu vida para ser la más fuerte de todos —dijo Shaula, encogiéndose de hombros—, solo para descubrir después que siempre hay gente más fuerte que tú y que el poder que despertaste se tiene que contener.

Deríades abrió mucho los ojos, sorprendido por la declaración de su oponente.

—¿Luchas por eso? ¿Todo lo que buscas es ser la más fuerte?

—Mi padre quería que fuéramos fuertes, mi hermano y yo. Así no nos perdería como perdió a sus compañeros, sus hermanos, esa también es una buena razón para combatir con el Hades, ¿no crees? Matasteis a muchos de los nuestros, hace trece años.

—La venganza es algo que puedo entender.

—¿Y tú, por qué luchas?

La pregunta pilló por sorpresa a Deríades, a pesar de que era él quien había empezado. Aquella guerrera enmascarada no le había dado ni un segundo de respiro, ignorando durante la mayor parte del tiempo la herida que le causó en el hombro al inicio del combate, en Alemania. Hasta en el momento en que se sanó ese corte, seguía atacando, ya fuera mediante proyectiles, ya a través de puñetazos y patadas de tremenda fuerza, cerrando la herida entre fracción y fracción de segundo. No la imaginaba pensando en por qué su enemigo peleaba, mucho menos dando voz a tal pregunta.

—Varios de los Campeones del Hades son vuestros aliados, así que ya debéis saber que hay una razón por la que cada uno revivió en este mundo. Algunos, como Ignis, vinieron a seguir luchando por el planeta que un día defendieron, otros deseaban cumplir sueños irrealizados, como es el caso de Terra y puede que el de Damon —se atrevió a aventurar Deríades—. Bolverk y Alexer regresaron para cumplir el rol para el que nacieron, el de reyes de su tierra, y en contraste, los hay que solo quieren vivir en paz. Aqua, y también Casandra, esos dos carecen de toda ambición.

—Si yo reviviera después de miles de años muerta, también querría eso, creo —confesó Shaula, acariciándose al mentón—. Pero Mithos no aceptaba ninguna opción que no fuera protegerme, así que… Un momento, ¿Casandra? ¡Ella está con vosotros!

—¿Piensas que nuestra causa no incluye la paz? —cuestionó Deríades—. La verdad es que yo también dudo que ese sea su único motivo.

—¡No lo es! ¿Quién llevaría un arma así a unas vacaciones, eh?

—Oh, sí, la Asesina de Espíritus es un arma notable. Ni mis escamas ni vuestros mantos de oro son rivales para su filo, y además puede cortar la carne sin pasar por cualquier protección que la envista, segando a través del espacio-tiempo.

—Bah, Sneyder podrá con eso. Es un hueso duro de roer.

Aquel comentario, respaldado por un gesto exagerado, no llegó a los oídos de Deríades, quien cavilaba una respuesta para una pregunta que rara vez se había formulado.

—La Asesina de Espíritus fue creada por los dioses del Zodiaco, a cuyas inmortales voluntades dedicaba Casandra su fe, aun si sabía que estos iban a ser derrotados. ¿Puede ser que, ayudándonos, pretenda ejecutar su venganza?

—Oye, si sigues hablando de cosas que no entiendo, te daré una paliza.

—¿Entender? No hay nada que entender. Los dioses del Zodiaco fueron olvidados por una buena razón. Todas las leyes del universo fueron transgredidas por ellos. Sometieron este mundo, en la era mitológica, y no conformes con ello invadieron otros y hasta crearon los suyos propios. ¡La humanidad! —gritó, de repente, Deríades, lleno de desprecio—. Nada nos es suficiente, siempre queremos más y más, sin importar las consecuencias. Nuestra raza derribó las barreras que separaban nuestro universo de un multiverso hostil, ¡por eso sucedió la Guerra del Hijo, por la ambición humana!

—Solo dices sandeces —dijo Shaula, alistándose a pelear de nuevo—, pero creo que entiendo por qué luchas. Siempre es lo mismo con los generales marinos.

—Fui a ver a Poseidón, mi único y verdadero señor. Quería servirle, así como lo hice en el pasado, cuando me acogió después de ser derrotado por un vástago de Zeus. Pero, fui incapaz de aceptar sus designios. ¿Dar una nueva oportunidad a la humanidad? ¿Aliarse con los santos de Atenea, que nada hacen para encauzar a una raza de bestias mal llamadas hombres? No, el mundo necesita una purga.

—Bla, bla, bla. Para que surja un nuevo orden, el viejo debe ser destruido, ¿no? ¿Cuántas veces tiene que fallar esa fantasía para que os deis cuenta de que matar gente no va a salvar el mundo? —exclamó Shaula, acometiendo contra Deríades.

El Portador de la Ira, ahora preparado, detuvo el golpe con la lanza.

—Pese a sus errores, el viejo orden estaba más vivo que este nuevo ahogado en una ilusión de libertad. ¡He venido a este mundo para devolverlo a la forma que merece!

Ese grito de guerra lo impulsó en una serie de lanzazos que obligaban a su enmascarada oponente a retroceder para no ser herida. Recordaba el día en que conversó con el antiguo avatar de Poseidón, evocaba la oscura noche de dudas que le sobrevino, en la que Caronte apareció para hablarle de cosas que, como la santa de Escorpio, él tampoco entendía del todo. Sí, sabía de los dioses del Zodiaco, pero no llegó a vivir la Guerra del Hijo y la magnitud de tal conflicto le resultaba imposible, sobre todo porque no quedaba rastro alguno de que tales combates se hubieran librado. Con todo, creyó en Caronte de Plutón y eso lo animó a aceptar servir al rey Bolverk cuando este lo encontró.

Los pecados de la humanidad no podían ser perdonados. El juicio venido desde las profundidades del Hades debía abarcar todos los rincones del mundo, así el precio a pagar fueran las vidas de todos los guerreros de Atenea y Poseidón.

—¡Vosotros habéis querido ese destino! —exclamó Deríades antes de que la punta de la lanza se enterrara en el peto de Escorpio, a la altura del corazón.

Pero la hoja solo llegó a rasguñar la piel.

—No sé nada de dioses del Zodiaco, el multiverso y la Guerra del Hijo —aceptó Shaula, cuya mano sostenía con fuerza la lanza de Crisaor—. Pero he tenido tiempo para pensar en cómo ve la vida alguien que ya ha muerto una vez. ¿Casandra lo tuvo difícil, eh? Por adorar a unos dioses que no son los del Olimpo.

—¿Cómo es posible…? ¡Esta fuerza! —Deríades hacía oídos sordos a las pesquisas de su oponente, enfocado en mover la lanza, sin éxito.

—Bueno, querer vengarse de los dioses es una tontería, hasta el poderoso Arthur admitiría eso. Son demasiado fuertes —aceptaba Shaula—. A menos que pudieras vengarte de ellos sin tener que pelear. Resucitar y tener una nueva vida pacífica y feliz, es una forma de despreciar el aciago destino que los dioses te depararon en la pasada vida. Es lo que he pensado en todo este rato. Lo siento, de física cuántica no sé nada.

—¿Qué sabes tú de la vida que hemos tenido? ¿Qué sabes tú de la impotencia de quienes nos atrevimos a desafiar a los dioses y vimos nuestras vidas arruinadas? ¡Terra, asesinado por su propio hermano! ¡Bolverk, muriendo sin siquiera ser recordado! La tierra de Casandra fue arrasada con la venia de los dioses y mi pueblo es atormentado por la pobreza hoy en día. ¿Qué sabes tú de todo eso, santa de Atenea?

—Mucho —contestó Shaula, siendo esta vez ella la que hacía retroceder a su oponente, todavía agarrando la lanza—. Los santos de Atenea luchamos contra los dioses, aun sabiendo que moriremos por ello, aunque solo nos espere una condena eterna. La paz por la que luchamos no es para nosotros, sino para el resto.

—Al final de vuestro camino no hay ninguna paz, ¡no tenéis valor para…! —a media frase, la exclamación se convirtió en un alarido de dolor. Cuatro Agujas Escarlata se clavaron en su cuerpo, generando en cada punto golpeado un terrible ardor. Pero no cayó de rodillas, porque de ese fuego se alimentaba como había bebido de la ira del rey Bolverk y de toda su corte. Sí, había furia en todos ellos, pudo percibirla en las pocas conversaciones que tuvieron, en lo que le dijeron y sobre todo en lo que no le decían, información de un pasado que mantenían enterrado y que el Flegetonte le otorgaba en forma de una viva emoción, más clara que las simples palabras. Y ahora, todo lo que sabía, se concentraba en su alma, avivándola de tal manera que el dolor físico ya no tenía ninguna importancia. De un movimiento, arrebató la lanza de las manos de una sorprendida santa de Escorpio y cortó su peto, debilitado por el Lamento de Cocito.

La energía resultante del ataque no se detuvo en golpear a la santa de Escorpio, sino que como una gran hoja del mismo color que la lanza de Crisaor partió en dos lo que quedaba de la isla y separó incluso el océano más allá, hasta el horizonte.

Deríades esperó a que su enmascarada oponente se repusiera, siendo ahora ella quien se tambaleaba. La sangre manaba a la altura de su vientre, manchando la falda y el suelo.

Ella rio, desconcertándolo.

—¿Qué te hace tanta gracia? ¿Has enloquecido?

—Ha sido un buen golpe, de verdad. Pero es decepcionante.

—¿Decepcionante?

En lugar de responder deprisa, la santa de Escorpio se levantó y pasó los dedos entre la grieta del manto zodiacal. Debía estar cerrando la herida, aunque eso no debía sustituir la sangre perdida en los últimos segundos.

—Solo usas tu lanza para atacar, ¿no tienes una técnica extra?

—Soy tan bueno con los puños como con la lanza, si a eso te refieres.

El sonido de los mares, ya unidos de nuevo, adentrándose en la isla y colmando el agujero que sustituía a su superficie ahogó la risa de la santa de Escorpio.

—¡No! Me refiero a una técnica como mi Aguja Escarlata —explicó Shaula—. Mi maestro, Hyoga, estaba empecinado en que aprendiera a congelar la materia, pero fui tan penosa en eso que tuvo que buscar al único santo de Atenea que conocía los fundamentos de la técnica insigne de Escorpio. Mi segundo maestro, podría decirse.

—Ahora eres tú la que dice sandeces.

—Hago tiempo mientras me recupero. ¿No hiciste tú lo mismo, antes?

—Eres más lista de lo que pareces.

—Lo tomaré como un cumplido.

—Pretendía serlo —afirmó Deríades, sacudiendo la cabeza—. Hubo una época, cuando mi nombre era Deríades de Hidaspes, en la que tenía poderes sobrenaturales. Ahora que no es el río de mi tierra el que me respalda, sino uno que desoye mis consejos y me exige quemar todo este mundo, prefiero luchar con los que tengo. ¿Qué necesidad tendría de usar alguna magia inesperada, cuando soy tan diestro en la lucha?

—Haz lo que quieras —dijo Shaula, encogiéndose de hombros—. Si se trata de quién golpea más fuerte, no hay modo de que yo pierda contra ti.

La intensidad del siguiente ataque obligó a Deríades a tomar la defensiva, pues en lugar de unas pocas Agujas Escarlata, incontables proyectiles lo atosigaron durante un largo minuto de asedio. Era como si la energía de aquella guerrera enmascarada fuera inagotable. La imaginaba manteniendo esa situación por horas, mientras aprovechaba el más mínimo instante en que la lanza se movía en la dirección equivocada para acertarle otra de aquellas Agujas Escarlata. El dolor no le preocupaba, pero sí las heridas abiertas, la sangre que perdería por ellas si dejaba pasar demasiado tiempo.

Tres aguijonazos más lo empujaron a tomar la decisión que llevaba ya un rato maquinando. Cerró los ojos, siendo el primero de los siete sentidos que abandonó, antes de hallarse solo con el alma que había vivido dos vidas y una eternidad en el infierno.

En ese lapso de tiempo, el puño de la santa de Escorpio llegó a un milímetro de su rostro, siendo un ataque ya imposible de esquivar, mucho menos de bloquear. Por eso, cuando la mano de Deríades soltó la lanza y agarró con fuerza el brazal de Escorpio, pulverizándolo y marcando a fuego la piel que este protegía, la sorpresa de su enmascarada oponente debió ser mayúscula. Él no lo sabía, no pensó demasiado en eso. Inmerso en el Octavo Sentido, más allá de las barreras del universo físico, se limitó a ganar la batalla lo más rápido posible. De un puñetazo con la mano libre, mandó a la santa de oro a volar hacia el otro extremo de la isla. La lanza seguía donde la había dejado, estática en el tiempo. La tomó y en el mismo instante la arrojó como una jabalina, acertando de pleno en el estómago de la santa de oro.

Deríades de Flegetonte ya estaba allí cuando Shaula cayó en la tierra, cerca del punto por el que el mar entraba al centro de la isla como una gran cascada. Esperaba ver a una guerrera orgullosa gritando de dolor y moviéndose desesperada al entender que la lanza que le atravesaba el vientre estaba también aferrada al suelo. Pero la guerrera enmascarada no había perdido los nervios, y mientras se deslizaba a través del arma, pisoteaba la roca para facilitarle tal tarea. Entonces, el Portador de la Ira se manifestó ante ella y ejecutó una de las técnicas que tanto quería ver: los dos brazos que tenía se convirtieron primero en cien y después un millar, todos los cuales golpearon con violencia a la persistente santa de oro. Esta quiso responder con su propio puño, tan solo logrando con ello ver sus huesos rotos tras un estallido de sangre y pedazos de metal congelado, la primera de las numerosas heridas que recibió.

El ataque terminó tras un mísero segundo, pero por cómo quedó la santa de Atenea, cualquiera diría que llevaba peleando horas contra todo un ejército. La mayor parte del manto de Escorpio había sido destruido y la marca ardiente de los puños quemaba la piel descubierta en los brazos y el vientre, sobre el cual se había abierto una vieja herida, por encima del punto atravesado por la lanza. La santa de Escorpio quiso decir algo, o acaso gritar de dolor sin más, pero solo pudo escupir sangre. También el rostro había recibido un puñetazo, y como consecuencia de ello, la barbilla y las mejillas de una chiquilla quedaban al aire, llenando a Deríades de pesar. ¿Qué estaba haciendo?

—Tu padre quería que fueras fuerte para sobrevivir —dijo el Portador de la Ira, de nuevo parte del mundo material. La presión que sobre su cuerpo había causado despertar el Octavo Sentido era tan dolorosa como los diez puntos de los que no paraba de sangrar. Estaba agotado—. ¿Es que te puso una máscara desde el día en que naciste? ¡No eres una mujer, sino una muchacha! ¡Una ninfa, por todos los dioses! La vida en paz de la que hablabas te correspondía por el mero hecho de haber nacido. Danzando y cantando con tus iguales, jugando con el corazón de los hombres mortales, ¡ese era tu destino y tu padre te condenó a morir en el campo de batalla de esos mismos hombres!

La santa de oro no respondió. En un ataque de inexplicable preocupación, Deríades tomó la mejilla de la joven, sintiendo todavía calor, vida en ella. Eso le provocó tanta alegría como dolor, porque se sabía en la obligación de rematarla.

—Tu padre es un monstruo, como yo —se lamentó—. Ahora entiendo la advertencia de Casandra, tú y yo debíamos combatir, porque tu técnica causa demasiado dolor antes de traer la muerte. El dolor lleva a la ira…

—La ira lleva al Lado Oscuro —susurró Shaula con una sonrisa. Ya deliraba.

—… Y la ira me alimenta. Eres fuerte, chiquilla, mas mi fuerza crecerá hasta el infinito de ser necesario. La furia de un hombre como yo es un fuego que nadie puede apagar.

Sin embargo, al tomar la lanza no hubo ni rastro de la rabia que lo avivaba hasta ese momento, sino una tristeza más profunda y oscura que el fondo marino. Aquella muchacha no era su hija, claro, pero en ese duro momento, lo parecía.

 

***

 

A no mucha distancia de la escena, Casandra de Leteo hizo su aparición. Poco después, Sneyder llegó a la isla con más celeridad que nunca, sin duda pudiendo sentir el Lamento de Cocito que la Portadora del Olvido cargaba a cuestas.

—Mira, mira, mira —decía Casandra, sin mucho humor ahora para esquivar la Espada de Cristal. Sabía que al señalar a Shaula y Deríades, el santo de Acuario dejaría de atormentarla por un rato—. ¿Te sientes listo para ver cómo la parte en dos? ¡Oh, ha vomitado otra vez, pobrecita! ¿No vas a salvarla?

En un intento desesperado por salvarse, Shaula tomó con la mano sana la lanza de Crisaor, apenas logrando removerla en su vientre a costa de un mayor dolor.

Sneyder ni tan siquiera pestañeó.

—No es necesario.

—¿De nuevo prediciendo el futuro?

—Esto es el ahora.

Casandra suspiró. Habían regresado a la etapa de las frases parcas. Tendría que conformarse con ser espectadora de otra batalla más participativa.

 

***

 

El lamento del general Deríades pronto dio paso a la sorpresa cuando se dio cuenta de que no podía mover la lanza, a pesar de que la santa de Escorpio ya había perdido el conocimiento. La ira empezó a dominarlo y sopesó la posibilidad de arrancar con violencia su preciada arma y dejar que aquella enemiga por la que se compadeció muriera desangrada, pero antes de dar el tirón, un golpe invisible lo empujó lejos.

Durante una mísera fracción de segundo, cuando todavía no terminaba de procesar que sus dedos se habían despegado de la lanza de Crisaor, Deríades sobrevoló toda Europa y el océano Atlántico, pasó a través del continente americano y del Pacífico hasta llegar a Asia, resistiendo apenas entonces la fuerza del golpe recibido. El peto escamado estaba agrietado y vertiendo sangre por su insólita vuelta al planeta, bañando incluso la tierra que fue su hogar antes de acabar allá donde había empezado el viaje.

Quiso reaccionar al ver a una Shaula de Escorpio más poderosa que nunca, con el cabello mecido por un viento que parecía ser tan parte de ella como lo era la tierra que pisaba. Sin embargo, el tiempo escaseaba y la impresión de ver que el cuerpo de su enemiga yacía a los pies de esa visión, entre las dos mitades de la lanza de Crisaor, lo distrajo de lo poco que pudo haber hecho para bloquear las cuatro Agujas Escarlata.

Jamás en la vida había recibido ataques tan virulentos. Aquellos finos proyectiles se enterraron en su cuerpo transmitiéndole el acostumbrado dolor, pero iban respaldados esta vez por un poder que no era humano, ¡el mundo entero potenciaba a aquella guerrera enmascarada, descendiente de las guardianas del bosque! Uno tras otro, los ataques reventaron por completo las escamas de Crisaor y buena parte del cuerpo del Portador de la Ira. Los brazos fueron despedazados y esparcidos por todo el lugar, la piel del pecho se abrió, liberando una cascada de sangre y pedazos de carne carbonizada. En ese penoso estado cayó a la tierra, donde rodó hasta quedar a la altura del cuerpo inconsciente de su oponente, sin entender lo que ocurría.

Unidad de la Naturaleza. Yo también tengo una técnica que no deseo usar —dijo Shaula, o más bien, su alma, que había abandonado aquel cuerpo malherido para entrar en comunión con la Madre Tierra—. Mi objetivo no eres tú, sino Flegetonte. Libéralo.

—El… mundo… —dijo el dolorido Portador de la Ira, levantándose a duras penas.

—Yo soy el mundo ahora —afirmó Shaula—. ¿Crees que puedes quemarme?

Deríades de Flagetonte quedó conmocionado. No había odio en ella, sino una tranquilidad que no admitía cuestionamientos. No avanzó hacia él a aquella velocidad que supera a la de la luz, aunque era evidente que, aprovechando el ser un alma libre de toda atadura, había despertado el Octavo Sentido desde el primer golpe. Para Deríades, se sentía como si ella hubiese estado siempre enfrente suyo, que podría manifestar su secreto poder en el aire que respiraba y desgarrarle los pulmones.

Pero no usó ninguna técnica estrambótica, sino que dio la apropiada conclusión a aquella que aprendió años atrás, cuando se creía fracasada por no poder adaptarse a las enseñanzas de Hyoga de Cisne. Clavó su dedo, Antares, en el cuerpo de su oponente.

En ese mismo instante, mientras el dedo se retiraba y las quince estrellas de Escorpio brillaban sobre el cuerpo de Deríades, este fue desintegrado.

—Al fin apareces —dijo Shaula, viendo con los ojos del alma lo que recién se manifestaba ahora: una llama de notable intensidad que iba adoptando la forma de un hombre—. Flegetonte, dios de la cólera.

—Te equivocas —negó aquel ser de llamas conforme una armadura aparecía, delimitando su cuerpo ansioso por incinerar el mundo entero. El metal era una mezcla de tonos rojizos, propios de Flegetonte, pero la forma seguía siendo la de las escamas de un general marino, las de Crisaor—. Sigo siendo Deríades, Deríades de Flegetonte, Portador de la Ira. ¡El infierno no me someterá de nuevo!

—Por supuesto que no —dijo Shaula, apuntándole con el dedo extendido—. De eso he de encargarme yo, ¡Shaula de Escorpio!

 

***

 

—¡Por fin se desata! ¡Ahora es cuando puede pelear contigo, santo de Acuario! —dijo Casandra, agarrando la guadaña con ambas manos—. ¡Cambio de parejas!

El semblante de Sneyder, imperturbable en toda aquella batalla, tuvo un leve cambio cuando el negro filo de Casandra terminó su corte vertical.

Porque el ataque, de algún modo, había herido el alma de Shaula de Escorpio.


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Publicado 16 julio 2021 - 17:22

Cap.85 El Power Ranger Negro Vs Super Shaula
 
Empezamos otra pelea que estaba pendiente, encontrándonos que Deríades parece estar dando información muy importante pero a Shaula no le interesa, ella quiere pelear porque ha sido educada para ser más y más fuerte al puro estilo saiyajin.
 
Nos enteramos que Deríades fue a hablar con su antiguo patrón pero este le dijo que anda en modo hippie y creen en las segundas oportunidades, ¡le han lavado la cabeza esos santos! ¿Cómo se atreven?
 
Total, buena química entre los oponentes que resultaron simpáticos, pero a la hora de darse con todo, AUCH con Shaula que terminó atravesada de esa manera tan salvaje.
 
Jaja de nuevo  debo resaltar otra referencia popular a la saga que ahora le pertenece al ratón cuando hablan sobre la ira XD
 
Contra todo pronostico, jamás imaginé que Shaula pudiera ser tan fuertota, me ha dejado impresionada con su "unidad de la naturaleza", con la que ha logrado que Deríades muestre su verdadera forma XD y cuando parece que esos dos titanes se enfrentarán pues que aparece Cassandra a volver a cambiar de pareja de baile para que ahora sí se de un Deríades Vs Sneyder y Cassandra Vs Shaula (tal vez)
 
¡Veremos qué pasa!
 
CONTADOR DE MUERTES (de personajes con nombre) EN ESTA GUERRA SIGUE SIENDO: 3
 
PD. Buen cap, sigue así :3

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


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Publicado 19 julio 2021 - 09:59

Saludos

 

Seph Girl

Spoiler

 

***

 

Capítulo 86. Tiempo de monstruos

 

Dos batallones de la legión de Flegetonte cambiaban en ese momento las batallas en el continente Mu y las cercanías de Bluegrad, pero Kanon no podía ayudar en aquellos frentes. A esas alturas apenas podía prestar atención al sub-espacio, en el que ahora se movilizaban unos refuerzos de lo más inesperados. Toda la guerra dependía de que los santos de oro entraran en el Hades, y él había escogido esa entrada, la de Alemania. En la era mitológica, el legendario héroe Orfeo cantó al mundo para que el suelo se abriese de par en par, permitiéndole una oportunidad para reunirse con su amada Euridice, sin imaginar que en el futuro tal abismo sería usado como bastión para el ejército de Hades. Y que su alma, sin poder hallar el descanso, reencarnaría una y otra vez para vivir la misma tragedia, a veces como uno de los santos de Atenea.

«La voluntad de Atenea fue acabar con eso. Nosotros debemos completar su obra —se dijo Kanon, decidido—. Acabar con todas las Guerras Santas.»

Atrás, Marin, Zaon y Aqua se mantenían a la expectativa, mientras que Cristal y Pavlin se organizaban para desplegar a los caballeros negros y los guerreros azules a lo largo del abismo una vez más. No obstante, ninguno se interpuso entre el santo de Géminis y su presa, la Abominación que respondía al nombre de Ker.

—Aqueronte se alimenta de la vida y el cosmos —dijo aquel, flotando sobre el abismo—. Para Leteo, las memorias de los hombres, y a Cocito le son gozosas las almas de estos. ¿Qué hay para nosotros? Débil, débil, demasiado débil —repitió, colérico.

Una vez más, para hastío del santo de Perseo, la bestia de sombras y fuego resurgió, rugiendo y rasgando el aire con el hacha oscura. Las ondas resultantes cortaron la tierra con aplastante facilidad, pero nada pudieron hacer contra el manto zodiacal de Kanon, cuyo semblante no varió en lo más mínimo.

—Por cada monstruo que habéis matado, mayor es la fuerza de este ser. La venganza de los monstruos, ¿Némesis? No. Demasiado débil. Nombrarlo como a la hija de la Noche sería una blasfemia. ¡Sería humano! La Bestia, sí, ese es un nombre muy apropiado.

—Gracias por la información. Ha sido muy amable —dijo Aqua, para luego añadir a través de la telepatía—: Solo tenemos que evitar matarlos.

Eso sería posible aquí —dijo Marin—. Donde la Guardia de Acero debe actuar, mantenerse a la defensiva podría ser perjudicial para nuestros aliados.

Primero sellemos a todos los que nos manden, luego pensaremos en los demás —insistió Aqua—. ¡Nada de romper las estatuas, Zaon!

Es un buen consejo, para todos —acotó el santo de Perseo, mirando muy serio a la santa de ataques colosales—. ¡Debemos inmovilizarlos de cualquier forma, pero no matarlos! Si los caballeros negros y los guerreros azules atacan desde la retaguardia…

Estamos pensando en algo mucho mejor —dijo Pavlin, mirando a Cristal, oficial al mando de los Caballeros de Ganímedes.

—Puedo escucharos —dijo Ker, provocando que casi todos retrocedieran. Solo el estoico Kanon permaneció donde estaba, impertérrito—. Si matáis monstruos, fortaleceréis a la Bestia. Si los encerráis, engrandeceréis la cólera de los monstruos. ¡Y yo me alimentaré de ella! Hagáis lo que hagáis, fracasaréis.

El abismo bajo los pies de Ker ardió con especial furia, surgiendo una columna de fuego de la que sin parar venían centauros, ninfas de los fresnos, hidras, salamandras y otros seres monstruosos que los héroes mitológicos debieron enfrentar. La Bestia lideraba la horda, siendo la primera en arremeter contra el bando de los vivos.

Mientras los santos de plata se alistaban para responder, un nuevo grupo de guerreros azules apareció en escena, atravesando el espacio-tiempo desde el frente norte. Nadie quedó indiferente ante tamaños refuerzos: cien de los formidables mercenarios de Bluegrad con un miembro de la guardia real como capitán, Günther.

—Hemos decidido confiar la defensa de la Ciudad Azul a vuestros santos de oro —dijo el hombre de serio semblante, entendiendo con una sola mirada hacia los siberianos ya apostados por el abismo lo que se proponían—. Escuadrones 1 a 5, rodead el abismo. ¡El resto venid conmigo! ¡Que la vida prevalezca sobre la muerte!

La fuerza combinada de los guerreros azules tornó el calor infernal en una suave brisa, animando a todos. Al tiempo, Kanon esquivaba con holgura los hachazos de la Bestia.

—Jóvenes santos —dijo con una voz que llenó toda aquella tierra, como si no solo se dirigiera a los que portaban mantos de bronce y de plata, sino también a los llamados santos de hierro, a los guerreros azules y aun los caballeros negros—. ¡Por Atenea!

Con ese grito, el santo de Géminis saltó hacia Ker, golpeándole tan fuerte como le era posible para enviarlo directo a las profundidades del abismo.

El ente, tal y como Kanon esperaba, se le aferró con las afiladas garras que le otorgaba la armadura. Incluso trató de atravesarle la nuca con la afilada punta de la cola, pero ni lograba acertarle ni bastaba la fuerza que poseía para atravesar el manto de Géminis, así que juntos descendieron como una bola de fuego al mismo Hades, frente a las miradas conmocionadas de todos los hombres allí congregados.

—¡Ya lo habéis oído! —dijo Aqua al ver que ninguno de los monstruos traídos por Ker dudaba en avanzar—. ¡Por Atenea!

Así como Kanon había golpeado a la cabeza de la legión de Flegetonte, Aqua embistió a la Bestia en pleno estómago, evitando el filo del hacha por poco. En el momento en que la santa de Cefeo golpeó a la Abominación de una patada alta, mandándolo a más allá de las nubes, los ánimos de la Alianza del Oeste se encendieron. Decenas de centauros quedaron entonces congelados por las veloces acometidas de Günther y sus hombres, que combinaban el cuerpo a cuerpo con el arte de detener el movimiento de los átomos. A la vez, Zaon petrificaba a todos los monstruos que se le interponían, desde las ninfas del asesinato hasta hidras de venenosas fauces, apenas usando Harpe como defensa para las cimitarras también envenenadas de las lamias de encendidos caballos.

Entretanto, los cosmos de los caballeros negros y los guerreros azules se encendían al unísono, filtrados por la hábil Pavlin de Pavo Real de tal forma que ni una pizca de energía se desperdiciase. Un círculo de poder, de un azul gélido, iluminó todo el borde del abismo, las fuerzas de todos unidos era mucho mayor que la suma de las partes, como habían esperado. Unidos en espíritu y pensamiento, los Cien de Heinstein compartieron un millar de ideas para dar una forma al sello que pretendían crear; debía ser uno capaz de cerrar las puertas mismas del infierno, no podía ser cualquier cosa.

La idea de Cristal prevaleció sobre las demás. La santa de Pavo Real aprobó el parecer del líder de los caballeros negros, y los guerreros azules, acostumbrados a actuar como mercenarios, no replicaron. Del círculo de poder fueron emanando hilos de energía hasta un solo punto, en el centro del abismo. Allí empezó a formarse.

La Copa de Ganímedes.

Por supuesto, la legión del Flegetonte presentía que los actos de los Cien de Heinstein eran peligrosos. Por eso, algunas de las salamandras de fuego se desviaron del camino hacia Günther y sus hombres y corrían en cambio hacia el eslabón débil de la vanguardia en el frente. Pavlin de Pavo Real no podía atenderlos sin romper la concentración, y Marin de Águila, aunque de afamado poder, no podía destruir del todo a aquellas criaturas que renacían de la pura ira, su Puño Meteórico era inútil para apagar aquellas llamas. Necesitaban algo más, o más bien, a alguien más, alguien que no debía estar demasiado tiempo en la retaguardia, donde el hierro y el bronce enfrentaban con tesón a la infatigable e inmortal legión de Aqueronte.

—¡Fang de Cerbero! —exclamó la santa de Águila, destrozando las patas de una tropa de centauros con una lluvia de veloces puletazos—. ¡Te necesitamos!

El mensaje fue captado, como era de esperar, y el que fuera custodio de las tierras de Heinstein apareció frente a una salamandra en tan solo un segundo. Las cadenas, ambas terminadas en bolas picudas, vibraban con una emoción que no podría ni intuirse en el rostro del santo de cerbero, tan serio y cansado como siempre. El monstruo, hecho de fuego, reculó, como intuyendo el riesgo que representaba el recién llegado.

—Sabes que si yo muero la barrera caerá, ¿cierto? —dijo Fang, estático en un lugar en el que todos no cesaban de moverse de un lado a otro. Era un milagro que no sufriera ningún daño a pesar de todo. El tipo de milagros que irritaban a muchos.

—¡No importa! —exclamó Marin, desplegando el Puño Meteórico contra tres salamandras—. ¡En el peor de los casos, Aqua se encargará de protegerlos!

—¿Aqua? —repitió Fang, mirando arriba. La joven de pelo azul azotaba a un monstruo de unos diez metros con puños de agua que la quintuplicaban en altura, manteniéndolo siempre en el aire—. Si ella sigue aquí, ¿por qué tengo que trabajar yo?

—¡Actúa de una vez! —exigió la santa de Águila—. ¡Ahora!

—Sí, sí…

En ese momento, la salamandra estaba por cerrar las fauces de fuego en torno al santo de Cerbero, que reaccionaba a esa situación con la misma apatía de siempre, como si se hubiese olvidado de la herida recibida durante el encuentro con el rey Bolverk. Aun sabiendo bien la clase de hombre en el que estaba confiando, Marin estuvo a punto de intervenir para salvarlo, pero antes de que tomara la decisión, el monstruo desapareció.

—Mi Prisión Fantasma está hecha de fuego —le recordó Fang—. Me parece un poco ridículo usarla para encerrar a los monstruos de la legión de Flegetonte.

A pesar de las quejas, las cadenas de Cerbero ya volaban a velocidad hipersónica, y cuando las bolas de pinchos atravesaban  los cuerpos de las salamandras, estas desaparecían de improviso, transportadas a un espacio al que solo Fang tenía acceso, lleno de fuego y piedra. La Prisión Fantasma. El infierno de plata. No había sabido qué nombre darlo hasta una charla que tuvo con un mercenario hacía un par de años, sobre reyes que pudieron ser y reinos fantasmales, sin riquezas, sin ciudades, sin súbditos.

—Ese Kiki. Cuando quiere trabajar, de verdad trabaja —dijo Fang con una sonrisa. Del poder de su reparado manto eran fiel reflejo la ausencia de salamandras en el lugar.

—Se parece a uno que yo me sé —dijo Pavlin, en una apurada forma de agradecimiento. La Copa de Ganímedes ya había adquirido solidez.

La llegada de tan eficaz aliado permitió a Marin estar a la expectativa de la siguiente horda, distinta al resto de monstruos que caminaban por la tierra. Treinta pitones de piedra volaban por el cielo con fauces llenas de colmillos diamantinos, acompañadas por un centenar de mujeres de armaduras carmesí. Eran las Keres, criaturas que como la Abominación de nombre Ker, volaban por sobre los campos de batalla en busca de heridos y cadáveres a los que sorber hasta la última gota de sangre y cosmos.

Marin no pudo alcanzar más que a tres de esas criaturas, y luchar con ellas fue duro, sobreviniéndole una sensación de debilidad cada vez que las garras de estas, filosas como cuchillas, le rasgaban la piel. El resto, junto a varios pitones pétreos que Zaon y Fang no pudieron detener, marcharon hacia el noreste, a Bluegrad.

Todavía quedaban algunos monstruos en tierra cuando un nuevo pilar de llamas surgió del abismo. En ese momento, aun si seguían luchando, todos sintieron que la batalla solo podría volverse eterna si el plan de los Cien de Heinstein no daba resultado.

Aun Aqua debió entenderlo, porque desde las alturas bajó a toda velocidad hacia la Copa de Ganímedes, construcción de apariencia cristalina en la que se reunía el cosmos de Cristal, Pavlin y un numeroso grupo de caballeros negros y guerreros azules. Arrastraba consigo a la Bestia, sosteniéndola con una mano mientras usaba la otra para dedicar un emocionado adiós a todos. Nadie tuvo oportunidad de decir nada antes de que el manto de Cefeo la abandonase y cayera como estelas de luz plateada al fondo del abismo. Atónitos, todos vieron cómo la nereida se convertía en un abrir y cerrar de ojos en agua suficiente para llenar la Copa de Ganímedes y ahogar a la Bestia desde los pies a la cabeza. Era líquido más claro y puro que habían visto jamás, y se complementaba a la perfección con la copa, de modo que los Cien de Heinstein no dudaron.

El resto de la Alianza del Oeste se unió en un solo grupo para aplastar a los nuevos monstruos que llenaban la tierra, dando tiempo para que la Copa de Ganímedes derramara el sagrado líquido junto a todo aquel cosmos sobre el abismo. En ese mismo instante, la temperatura descendió por todo el lugar, los alrededores se cristalizaron y un hielo irrompible fue formándose desde los bordes hasta el centro del abismo.

Una de las Keres con las que Marin luchaba estaba bajo la Copa de Ganímedes en ese momento. Murió al instante. Con la otra, la santa de Águila podía lidiar, mientras que la tercera fue más lista que el resto y voló a velocidad endiablada sobre Cristal, a quien no le dio tiempo de levantar su técnica, la Pared de Ébano, antes de recibir el golpe fatal. Sintió de hecho las garras abriendo la armadura negra de Copa y rozando la carne cuando, tan rápido como cabría esperarse de un guerrero azul veterano, Günther lo socorrió, incapacitando a la criatura de un puñetazo directo en la cabeza.

—Tengo una deuda de honor con los santos de Atenea. ¡Moriría mil veces antes de dejar que las huestes del Hades me robasen el deber de pagarla! —afirmó Günther, con tal seriedad que Cristal no se atrevió a replicarle que él no era uno.

—Gracias —dijo en cambio el caballero negro, transmitiendo el sentimiento de todos.

Pese a las circunstancias, nadie se confió. La Copa de Ganímedes era una técnica menos apresurada que el congelamiento de la Gran Inundación de Aqua de Cefeo, en especial porque la propia nereida se había unido por completo a aquel sello, pero ya las llamas del inframundo habían deshecho el hielo de Pavlin y los demás una vez. Muchos siguieron luchando, seguros de que después de acabar con lo que quedaba de la legión de Flegetonte, una nueva horda los asaltaría. La idea de que la ausencia de Abominaciones y Campeones del Hades en el campo de batalla mitigaría el poder de aquel río infernal era apenas un rumor para los combatientes.

Los Cien de Heinstein, en cambio, notaron una nueva voz en el círculo al que todos estaban enlazados. Una conocida, orgullosa, acaso arrogante.

Y, sobre todo, muy optimista.

 

***

 

La comunión entre el espíritu de Shaula de Escorpio y la Naturaleza se estremeció cuando Casandra movió la guadaña, causándole dolor suficiente como para que Deríades de Flegetonte pudiera alcanzarla.

El Portador de la Ira, puro fuego bajo un metal rojo, atrajo hacia así las dos mitades de su lanza rota y las unió, otorgándole un nuevo poder sin que el tiempo avanzara. Ya no era un hombre de carne y hueso, el Octavo Sentido era para él lo natural y no tuvo reparos en emplearlo para correr hacia aquel poderoso enemigo que nunca más vería como solo una ninfa más. El filo del arma, empero, no llegó hasta ella, sino que fue detenido por la Espada de Cristal del santo de Acuario.

Eso terminó con el elemento sorpresa, de modo que Casandra no tuvo más remedio que unirse a la refriega, guadaña en ristre. Quiso herir a Shaula, y lo logró a pesar de que Sneyder detuvo también ese ataque, pues la distancia no era problema, pero la santa de Escorpio se sobrepuso al dolor y la rodeó como un torbellino del mismo aire que la rodeaba, golpeándola con una fuerza imposible para la que su única defensa fue desaparecer del escenario e irse al otro extremo de la isla.

Sneyder de Acuario vio con el rabillo del ojo cómo Shaula seguía a la escurridiza Portadora del Olvido mientras él perdía la Espada de Cristal en un segundo choque con la nueva lanza de Deríades. Lo que quedaba de la técnica fue vaporizado por el puro calor que emanaba de cada palmo del Portador de la Ira.

—Armas de hielo contra el fuego del infierno —bufó Deríades, lanzando un tajo hacia el ya herido pecho del santo de Acuario. Que aquel lo esquivara fue toda la explicación que necesitaba de que aquel hombre también estaba recurriendo al Octavo Sentido—. Para mi legión sería suficiente con eso, el Cero Absoluto. Mas yo no soy un monstruo, ni una Abominación, ni siquiera un Campeón del Hades, ¡soy el Portador de la Ira y pronto me convertiré en el avatar de Flegetonte en este mundo!

—Todo fuego puede apagarse —afirmó Sneyder, separando las piernas y juntando las manos, que elevó a los cielos—. Las estrellas del universo, todas ellas, un día lo harán.

—¡Humano arrogante! —gritó Deríades antes de ejecutar un nuevo ataque—. ¡Muere!

 

***

 

Casandra apareció en el mismo instante en que Sneyder lanzaba la Ejecución de la Aurora sobre Deríades. Y sintió el frío, vaya que sí, incluso si las llamas del Flegetonte pronto salieron vencedoras de aquel choque, por un momento le dolió todo el cuerpo.

«Claro que en eso podría ayudar que me han dado una paliza —pensó la Portadora del Olvido, al serle imposible hablar después de que Shaula le dislocara la mandíbula.»

El Retroceso Biológico actuó de forma pasiva, como era de esperar; todos los huesos volvieron a su correcta posición al tiempo que las heridas desaparecían como por arte de magia. No conforme con ello, activó el Retroceso Mundial, reparando los daños de la ropa y hasta haciendo aparecer de nuevo el sombrero perdido sobre su cabeza.

—¡Como nueva! —exclamó con alegría la Portadora del Olvido.

—¿De qué hablas? —cuestionó Shaula, apareciendo a su espalda—. ¿No ves el futuro?

—¡Oh! —Casandra, dando una vuelta de lo más teatral, dedicó una sonrisa a aquella que hacía poco le había causado un gran dolor—. ¿Te refieres al veneno que introduces en mi cuerpo cada vez que respiro? Mi Retroceso Biológico es a prueba de enfermedades. No te preocupes, la contaminación no me matará como a tu Madre Tierra —aseguró, riendo y dando dos rápidos cortes con la guadaña.

Shaula se tambaleó, algo raro de ver ahora que flotaba en el aire, pero se compuso antes de ponerse de rodillas y lanzó una sola Aguja Escarlata.

Casandra no pudo esquivarla. La visión de aquel ataque le llegó demasiado tarde, y además, era demasiado rápido. Le atravesó el estómago, abriendo un gran boquete, pero los labios de la Portadora del Olvido apenas estaban moviéndose para soltar un grito de dolor cuando el tiempo de su cuerpo retrocedió. Ya no había herida, ni sufrimiento.

—Eres tan, tan, tan fuerte —admiró Casandra, sin molestarse en reparar una vez más el traje. Se veía el vientre impoluto con los ojos muy abiertos, como sorprendiéndole que no hubiera ahora allí un agujero—. ¿Por qué te molestas en jugar a la serpiente?

—Porque soy un escorpión —sentenció Shaula, disparando nuevas Agujas Escarlata. Las piernas de Casandra fueron partidas en dos y reconstruidas; de la cabeza solo quedó la sonrisa, parada en el tiempo, y de repente volvió haber encima una nariz y unos ojos entre esta y el largo cabello azul, bajo el sombrero de copa—. La Unidad de la Naturaleza me viene de nacimiento, no me conformaría con un poder regalado.

Dando un gran suspiro que debía aparentar ser de cansancio, Casandra se quitó un polvo imaginario del traje y esperó un nuevo ataque que, sabía, no iba a llegar.

—¿Ya has entendido que esta batalla es inútil, no? Yo puedo herirte, tú no.

—¿Piensas cortar el mundo entero para ganarme? Ni siquiera eres una guerrera.

—Me basta con segar el lazo que te une al mundo entero, como dices.

—Solo tengo que matarte antes de que puedas procesarlo.

—El Retroceso Biológico es automático. Déjalo, no puedes ganarme. Mejor ríndete.

—Ya veo. Es la guadaña.

La sonrisa de Casandra desapareció.

—Todavía no ibas a decir eso. Íbamos a tener una larga charla y luego descubrirías ese trozo del pastel, justo después de que tu amigo muriera.

—Mis amigos no están aquí.

Casandra soltó un bufido, exasperada.

—Tu compañero. El seco. Lo dejé a punto para que Deríades, mi amigo —dijo la Portadora del Olvido con especial énfasis—, pueda darle muerte. ¿Cuánto tiempo crees que aguantará? ¿Un minuto? ¿Dos?

Tras un encogimiento de hombros, Shaula se apareció ante su rival.

—Tú eres la pitonisa, dímelo tú.

—¡Le doy cinco minutos y me estoy arriesgando!

—Bien, entonces Sneyder solo necesita matarlo en cuatro.

—¡En cuatro minutos tu cuerpo ya habrá perdido demasiada sangre!

—Eso no te conviene —replicó Shaula, muy cerca de Casandra—. Si no puedes destruir mi alma, esperas que regrese a mi cuerpo y huya; a pesar de que temes lo que podría haberte hecho si luchábamos desde el principio, ese es tu objetivo.

—No, qué va —dijo Casandra, mirando a otro lado—. Puedo recuperarme de tus golpes y de tus venenos, de hecho puedo convertirte en un bebé, ¿quieres tener una infancia feliz, eh? ¡Yo te daré una! Sin padres violentos ni madres sacrificadas.

—En este estado, no puedes hacer que me enfade —aseguró Shaula, agarrándola empero del cabello y susurrándole luego al oído—: Te mataría. No hoy, ni mañana, ni pasado, porque ves el futuro y contra eso no tengo estrategia, pero soy perseverante y por mi sangre poco sé del cansancio y la falta de sueño. No querías pasarte la vida huyendo de mí, por eso hiciste que mostrara mi alma, para destruirla.

—¡Qué lista soy! —dijo Casandra, tratando de alejarse, sin éxito.

—Después de matarte, te recuperarías y te volvería a matar. Una y otra y otra vez. Por un año, por una década, te perseguiría hasta que fueras una anciana atormentada, rodeada de gatos. Te daría una paliza entonces y me quedaría con los gatos.

Los ojos de Casandra se abrieron tanto como era posible, porque todo cuanto Shaula decía era cierto. Sería muy, muy capaz de seguirla por tanto rato si se enfadaba de verdad. Y en esas circunstancias tendría a dos acompañantes que le darían no solo la misma habilidad de retroceder el tiempo que ella tenía, sino también una defensa infranqueable. ¡Su guadaña no podría herirla, ni de gravedad, ni de ninguna forma!

—Ahora te has negado incluso el recurso del Retroceso Biológico, así que hay dos futuros posibles —prosiguió Shaula—. Si rompo tu guadaña antes de que mi cuerpo se desangre, te mato y el juego habrá acabado. Si no es posible romperla, o bien mi cuerpo se destruye antes de que lo logre, solo me queda la opción de perseguirte.

—¿Perseguirme?

—De por vida. Hasta que mueras de vieja. Y en tu siguiente reencarnación. Y en la que sigue. Sin mi cuerpo, la Tierra sería el receptáculo de mi alma durante los próximos cinco mil millones de años, tendría todo eso para atormentarte, si es que no pudiera derrotarte. ¿La inmortalidad nunca pareció tan divertida, a que sí?

—Estás loca. ¡Loca! ¡Loca! ¡Loca!

Con cada grito, Casandra movía al azar la guadaña, causando cortes por todo el cuerpo de Shaula, el espiritual y el físico. Hizo todo posible para cambiar las visiones que le sobrevenían, de la santa de Escorpio arrastrando su cuerpo maltrecho hacia un hospital de mala muerte, donde moría de asfixia a los noventa años en una casa grande, con jardín, con esa misma mujer como una enfermera que trataba de salvarla para atormentarla más. Pero ningún ataque bastaba para desviar el futuro, este solo se volvía más y más oscuro. No podía ser de otra forma, porque así lo había planeado Shaula desde que percibió la marca del Lamento de Cocito en el rostro de su nueva rival.

Cada vez que la destrozaba, cada vez que la obligaba a retroceder el tiempo, a ver el futuro y atacarla, lo que pretendía era que usase más y más poder. De ese modo, la maldición que Sneyder le dejó se fortalecería hasta que el daño fuera irreparable.

Era una lucha de resistencia, aquella. Muy arriesgada, como bien comprendió Shaula, porque el arma portada por la Portadora del Olvido merecía en verdad ser llamada la Asesina de Espíritus. Jugaba a su favor, sin embargo, que Casandra no podía comprender que ya no estaba viendo visiones, sino que se le quedaron grabadas a fuego en la mente las historias de terror que Shaula le relató con la serenidad de una diosa.

Así que lloró, a lágrima viva, al dios del que provenía su poder. Rogó entre alaridos que todos la olvidasen, que el mundo olvidara que Casandra de Leteo estaba viva.

Su plegaria obtuvo una respuesta.

 

***

 

Al recibir la Ejecución de la Aurora, Deríades aprendió a temer a su oponente.

Sí, pudo pasar a través de ese frío glaciar, atravesar su costado y su pierna en un doble lanzazo y esquivar el contraataque del santo de Acuario, quien había formado una nueva Espada de Cristal en ese mísero instante, pero nada de eso evitó el dolor.

—Ya veo. Cocito y Flegetonte pueden dañarse entre sí, por eso no he podido movilizar al río de la cólera hacia la Torre de los Espectros hasta ahora —comentó para sí Deríades—. Duele, en verdad duele, pero para mí, el dolor es fuerza.

En un rápido movimiento, buscó la espalda del santo de Acuario y a punto estuvo de atravesarle las entrañas, pero este reaccionó a tiempo. Las armas chocaron con fuerza una y otra vez, mientras el uno se iba acostumbrando al otro. Cuando se alcanzaban, lo hacían buscando la muerte del adversario, sin ninguna piedad; la Espada de Cristal pasó a través del cuerpo llameante de Deríades y la renacida lanza de Crisaor atravesó el pecho y las piernas de Sneyder, pero así como el poder de Flegetonte podía mitigar el Lamento de Cocito, también ocurría al contrario y las heridas en el cuerpo de Sneyder no dejaban de ser las de esperar de una buena lanza en manos del más hábil lancero, así que nada era definitivo y el duelo proseguía sin que pudiera intuirse un final.

Tan concentrados estaban, que apenas notaron cómo sus pies pisaban el mar que había llenado la isla, tornándolo en un hielo indestructible y en fuego a un mismo tiempo.

—¿De dónde sale tu fuerza, santo de Atenea? —cuestionó Deríades a aquel hombre del que nada sabía, después de verlo dar rápidos tajos con el brazo en carne vida. Las piernas que creía haber inutilizado se movían sin descanso, siempre hacia él, como si no conocieran la palabra retirada—. ¿Del dolor?

—Para mí, el dolor no es nada —replicó Sneyder, prosiguiendo la acometida. Del mismo modo que no daba un paso atrás, tampoco se molestaba en defenderse. La ofensiva era todo en lo que parecía pensar ahora que estaba tan malherido—. No siento furia, ni lamentos, ni atesoro ningún recuerdo. Mi cuerpo es un arma, mi alma, su combustible. Solo así pude obtener este poder.

—Tienes más de Campeón del Hades que nosotros —confesó Deríades con admiración, antes de lograr su cometido de enterrar la lanza en el pecho de su adversario, a poca distancia del corazón—. Es una lástima que tengas que morir.

—No me es posible hacer eso —repuso Sneyder, dando un rápido corte hacia el rostro llameante del Portador de la Ira y aprovechando la distracción para dar un salto hacia atrás. En el proceso, sangre en abundancia manchó el hielo sobre el que estaban.

—Mírate —dijo Deríades—. ¿Cuánta sangre puede perder un cuerpo humano antes de morir? ¡Ya has rebasado ese límite! ¡Tu cuerpo no se sostiene más!

Para demostrarlo, cortó la Espada de Cristal, rajando a la vez la mano a la altura de la palma. El ataque prosiguió por encima del pecho hasta el hombro, y después, en un rápido giro, rasgó las rodillas del santo de oro.

Ni siquiera así logró hacerlo caer.

—Mi cuerpo no es humano —aseveró Sneyder, moviendo con lentitud la mano herida—. Es un arma, afilada en nombre de la justicia.

Por una última vez, la Espada de Cristal se formó, esta vez revestida de un color sanguinario que animó a Deríades a ponerlo todo en ese último ataque. No quiso bloquearla, sino partirla en dos junto al santo de Acuario. Pudo lograr ese objetivo a medias, y entonces, cuando era demasiado tarde como para crear distancia, su oponente lo sorprendió como no creía posible. ¡La mano libre, hasta ahora inútil en la batalla, se revistió de un aura congelante y una segunda Espada de Cristal se formó cuando estaba a tan solo diez centímetros de su pecho! El dolor del Portador de la Ira fue mayúsculo al sentir aquel hielo del infierno apagando las llamas de su corazón, pero siguió multiplicándose más cuando además, la primera Espada de Cristal se reconstruyó a tiempo de desviar el lanzazo y permitir al santo de Acuario ejecutar un doble ataque.

 

***

 

Zaon de Perseo cayó sobre el helado sello del abismo de Heinstein, todavía intacto a pesar de los mil intentos de las Keres por romperlo. La última batalla había sido la más dura de todas, porque informados de la situación en el frente sur, él mismo sugirió la idea de que tendrían que socorrer a los demás en Naraka. No podrían vencer a la legión de Cocito solos y si la Torre de los Espectros caía, poco importaba que ganaran la guerra, habría otra más después y estarían demasiado debilitados como para sobrevivir.

Así que se fueron todos. En realidad, los Heraclidas se habían marchado mucho antes, porque el Aqueronte retiró sus aguas de Alemania y ya no eran necesarios. Los santos de bronce y Fang de Cerbero les siguieron, no sin que antes aquel perezoso custodio se quejara de que estaban ofendiendo a una diosa al rechazar el descanso que esta había ganado para ellos; Pavlin tuvo que seguirlo, acaso para asegurarse de que aquel hombre no acababa durmiendo en cualquier rincón del ancho mundo.

Marin fue la última en marcharse, y Zaon se lo agradecía mucho todavía, porque solo gracias a ella y al apoyo de Günther pudieron sobrevivir al ataque de las Keres que venían de una derrota sufrida en Bluegrad.

—¿Cómo sabes que han sido derrotadas en Bluegrad? —cuestionó Zaon.

—Su Majestad es el único con el poder para aplastar a tantas criaturas y aun así tener que dejar a algunas marchar —replicó Günther, entonces en buen estado—. Él protege la Ciudad Azul, puedo imaginarlo reduciendo a cien de esos demonios a esto.

Solo quedaban ocho, pero derrotarlas costó lo suyo. Muchos guerreros azules cayeron y aun Günther tuvo que conformarse con sustituir a Pavlin en el círculo que llamaban con orgullo los Cien de Heinstein, sostén del sello. En cuanto a Zaon, fue derribado por la séptima en plena petrificación, y la octava, antes de ser despedazada por Marin, le rasgó el rostro mientras se levantaba, la ira las fortalecía, en verdad. Desde entonces todo lo que sus ojos podían ver era una gran oscuridad. Igual de oscuro fue el miedo que lo llenaba, pero fue tajante al decirle a su compañera que ella también debía marchar a Naraka, por el bien de la guerra. Ella se vio obligada a aceptar.

Qué perra —dijo una vocecita muy conocida para el agotado santo de Perseo.

—Esa lengua —se quejó Zaon, sonriendo a su pesar.

Bien, qué mala persona —dijo Aqua, pues no era otra más que ella—. Y qué perra.

Solo habían empezado a hablar después de que todos los santos se marcharan. Todo había empezado cuando todavía Zaon se negaba a descansar por si alguien venía. Ni siquiera había dejado de pisar aquel hielo sobre el que junto a Marin, Günther y otros guerreros azules lucharon contra las Keres. Y entonces Aqua se comunicó con él, revelándole lo que ya había sospechado: ella era el sello en sí mismo.

Me sacrifiqué y nadie me lloró —se quejaba Aqua entonces.

—No pensamos que moriste —repuso Zaon—. Ni un poco.

¿De verdad?

—No es propio de alguien como tú tener una muerte heroica.

Ah, no, ¿por qué?

—Eres una diosa, no una heroína.

Zaon sospechaba que esas palabras dieron tanto aliento a la santa de Cefeo como el cosmos que recibía de los Cien de Heinstein de forma constante. Siguieron hablando un buen rato, él le explicaba los últimos acontecimientos y ella gritaba sin descanso las técnicas que ejecutaba en rápida sucesión. ¡Sello del Rey! ¡Gran Inundación! ¡Perdición de Tormentas! ¡Pulsión Hídrica! ¡Daga Real! Zaon podía imaginarse las cadenas atravesando mil monstruos, tornándose en un mar cayendo al infierno como un yunque y acabando tal masa como prisiones y dagas acuosas entre diversos disparos de agua a presión. Solo entonces, cuando supo que estaba todo bien, se dejó caer al suelo.

Con el tiempo, empero, vio la otra cara de la moneda. Entre la charla ociosa, Aqua gemía de dolor. Por muy fuerte que fuera, seguía siendo solo una santa de plata luchando contra toda una legión. Con mucho esfuerzo podía incluso imaginarse a esa compañera tan fuerte y odiosa con moratones, cortes… ¿De qué color sería su sangre?

Por esas dudas, siguió hablando con ella, sin moverse. A decir verdad, estaba más cansado porque entregaba incluso su cosmos al sello, de modo que Aqua de Cefeo estaba respaldada por el poder de cien guerreros y uno más; luchaba sola, pero no estaba sola, en absoluto. Le pareció que era lo correcto.

¿No te necesitan en otro lugar?

—Me necesitan aquí.

¿Quién? ¡Ouch! Yo lo llevo muy bien. ¡Ay! ¿Tú otra vez? ¡Ay, duele! Si no aparece ningún dragón, todo irá bien. Vete si quieres.

—Alguien tiene que esperarte.

¿Por qué?

—Porque eres nuestra compañera. Es gracias a lo que estás haciendo que podemos ayudar a los nuestros en Naraka, alguien tiene que compensarte por eso.

¿Y tienes que ser tú?

—Soy Zaon de Perseo, subcomandante de la división Dragón. Este lugar es mi responsabilidad. Todo lo relativo al Hades es asunto mío y de mi general.

Se hizo el silencio. Sonidos de golpes, técnicas recitadas, chillidos mal camuflados. Y tal vez una sonrisa de agradecimiento.

Debí escoger tu división —dijo Aqua.

—Ya no importa —susurró Zaon—. Solo hazme un favor.

¿Cuál?

—Muéstrales al Hades nuestro brillo, el brillo de la plata y de la luna.

Después de decir esas palabras, perdió la consciencia.

 

***

 

Deríades de Flegetonte creó sobre su mano una gran esfera y la arrojó a los cielos, hacia la tierra muerta de Naraka. Allí había demasiados santos de Atenea, les vendría bien una buena camada de monstruos, ahora que la entrada a Heinstein estaba sellada.

De algún modo, Sneyder caminó hacia él. Dos Espadas de Cristal rotas pendían de sus brazos, tan gélidas que no parecían haber tocado el fuego del infierno.

—Descansa, guerrero —dijo Deríades. No quedaba rastro alguno de su armadura, despedazada en un combate propio de demonios. El brillo de sus llamas se apagaba poco a poco, revelando una última imagen de su verdadero ser—. Has ganado.

Sneyder dio un paso hacia él, quizá viéndolo todavía como un peligro.

—Mi furia ahora es para la legión de Flegetonte, os espera una dura guerra —afirmó, riendo—. Pero no para mí, yo ya he tenido suficiente. Enváinate, Espada del Invierno.

 

En el momento en que el Portador de la Ira desapareció, también lo hizo Casandra. Solo entonces Sneyder hizo desaparecer las Espadas de Cristal y buscó a su compañera

La encontró en el mismo lugar en el que quedó su cuerpo, solo que ahora estaba sentada, doliéndose de los numerosos cortes que le había hecho su adversaria. Ambos habían recibido heridas que exigían una curación concienzuda.

—¿Qué haces? —exclamó Shaula cuando Sneyder extendió hacia ella la mano que Deríades le había rajado—. ¿Vas a ayudarme tú? ¿En serio? ¿¡Tú!?

Se quiso poner de pie, pero al hacerlo trastabilló, debiendo apoyarse en Sneyder para no caer. Este, en realidad, también se apoyaba en ella, porque solo en espíritu era un arma.

Lo cierto es que era un hombre, capaz de sangrar, morir y tomar una decisión.

—Yo no haría lo mismo por ti —dijo Shaula, apartando el rostro hacia otra dirección.

Cualquier otro le diría que mentía, que una santa de Atenea como ella no dejaría a un compañero morir en una isla abandonada, empezando así una estéril discusión.

Sneyder no dijo ni una palabra.

Juntos, aquellos santos de oro empezaron su marcha a la Fuente de Atenea, después de cumplir su misión. Para cuando abandonaron la isla, ninguno recordaba ya a Casandra de Leteo. Ni ellos, ni sus compañeros, ni el mundo mismo, recordaba que sobrevivió.

Y la Portadora del Olvido no volvió jamás a tener contacto con ellos.


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