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Juicio Divino: La última Guerra Santa


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#321 Seph_girl

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    Marine Shogun Crisaor / SNK Nurse

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Publicado 12 marzo 2022 - 13:54

Cap 114. Para el 8M con amor
 
Empezamos con Hipólita reconociendo que aquellos santos a los que hizo mier*a varias temporadas atrás han "crecido" un poco, cosa natural, ella fue la que se la pasó en coma más de 6 meses, creo.
Total que los enemigos que quedan son Jager de Orion y Maya de Flecha que aquí terminó siendo mujer porque el nivel de Matriarcado de este fic no podía permitir que un grupo de enemigos fueran puros hombres.
 
Jaja leemos que Jager es medio machista porque no le gusta eso que haya mujeres en el ejercito de Atenea, a ver si Hipólita lo pone en su lugar o la doma jaja.
 
De regreso al barco, que Emil arroja a Christ al agua importándole poco la compasión de Makoto, jaja bien hecho la verdad.
Ian reaparece tras haber dejado a Soma K.O., poniendo en apuros a Emil y a Makoto hasta que June dijo "¡Allá voy!" logrando desencadenar el efecto de la combinación de eventos que logran dejar a Ian sin cabeza y carbonizado.
 
Ahora Emil detectó que Maya estaba haciéndola de Sniper, por lo que tienen su duelo personal en la que Emil se la pasó coqueteando de principio a fin.
Parece que "ajustó" la técnica de la fortaleza de luz y la hizo evolucionar a algo mejor pensando (esperemos, que igual reaparece un mago y lo hace quedar como tonto como la primera vez jaja)
Y parece que Emil quiere luchar por ganarle el titulo de "santo besador" a Makoto jaja, imagino la rabia de la chica cuando Emil le dice "Muy buen intento y todo pero soy inmune a mi veneno" y aun así la besa el descarado jajaja ay no, y justo en la semana del 8M XD
 
PD. Buen cap, sigue así XD

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#322 Rexomega

Rexomega

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Publicado 14 marzo 2022 - 07:06

Saludos

 

Seph Girl. Es curioso pensar que este capítulo cayó en la semana que cayó gracias al descanso que me tomé el año pasado. ¡Menudo tino!

 

Han ganado experiencia los muchachos. Estás en lo cierto, Hipólita estaba en coma desde la Batalla de Reina Muerte hasta que la despertaron en este arco. Es raro decirlo porque tengo un Nicole de Altar (personaje adaptado del santo de Altas de la Gigantomaquia) y un Margaret de Lagarto (personaje original), pero de siempre me ha hecho ruido el nombre de Maya para un hombre. De todos modos, sí que hubo un Maya de Flecha en la época de Jäger, dentro de la continuidad de esta historia.

 

En teoría, hubo un tiempo en el que las mujeres no podían luchar en nombre de Atenea. ¿Será que Jäger pertenece a esa época?

 

Un santo de Flecha haciendo honor a su fama de deshonestos.

 

Excelente trabajo en equipo de Soma y June, pero como el primero quedó K.O., las leyes del JRPG le eximen de recibir exp por su hazaña.

 

Así es Emil, único en su especie. Se hace complicado cuantos más personajes manejo, pero parte del encanto de Saint Seiya es que cada personaje tiene su técnica distintiva, y, en el caso de algunos protagonistas, van mejorando según se suceden las batallas. Por lo menos esa larga, larga batalla contra el mago rindió frutos. Tanto se enojó Maya que le pegó un mordisco a Emil, lo peor es que al chico de seguro le gustó.

 

***

 

Capítulo 115. Sueño dorado

 

Al abrir los ojos, Akasha vio un paisaje totalmente distinto a la cámara papal del Argo Navis, tanto a la apariencia real del camarote como el mundo deshecho que Orestes le mostró. Allá donde mirase, norte y sur, este u oeste, todo era de un azul límpido, matinal; abajo, una alfombra infinita hecha de nubes hacía las veces de suelo

—Una ilusión —decidió de inmediato, recurriendo a sentidos más fiables que la vista para ahondar en aquella farsa. No funcionó.

Siguió intentando localizar a los demás mientras avanzaba al frente. No solo fue incapaz de detectar los cosmos de quienes estaban en la cubierta, sino que ni siquiera había rastro de Ban, Shun y Munin, quienes la acompañaban hacía un momento. Parte de ella empezó a dudar de Orestes y Asterión, los caballeros de ese dios sin nombre que en otro tiempo y mundo había dirigido una orden idéntica a la de los santos de Atenea.

—No tienen nada que ganar —dijo en voz alta, a pesar de que solo se estaba contestando a sí misma, en nombre de la sensatez—. Esto debe ser cosa de ella...

Además de los dioses, solo uno de los Astra Planeta podía haberla enviado a otro plano de la existencia sin que pudiera resistirse o notar el viaje. Sí, si aquel espacio no era una ilusión, quien había destruido el Santuario tendría que estar detrás de lo que sucedía.

—¡El Santuario fue secuestrado, no destruido! —gritó Akasha, molesta consigo misma, negándose a perder la esperanza, recordando la razón por la que luchaba.

Cada pocos pasos aumentaba el ritmo, hasta que el rápido andar se tornó en trote. Corría, obtusa, mientras oteaba aquel espacio empleando todos los recursos de los que disponía. Semejante empeñó le impedía disfrutar del paisaje: la superficie, casi esponjosa, dejó de ser rozada por los veloces pies; el cálido viento era desviado por el dorado cosmos sin poder llegar a la piel de la joven, sin llevarle los agradables aromas de un jardín más allá del infinito. Como un reflejo de luz, Akasha dejó atrás los inimaginables placeres que aquel tranquilo lugar le ofrecía, y no miró atrás, intuyendo que pronto regresaría al mundo real, lleno de caos, dolor, muerte…

—Y vida —dijo Akasha con decisión. La fe en el género humano era para ella una protección similar al áureo manto que había dejado atrás.

Conforme inconmensurables distancias eran cubiertas, imaginó a Virgo destellando como el único sol de aquel plano celeste, animándola a seguir avanzando: «¡Ni todos los males del mundo nos harán perder la esperanza!»

Una eternidad después, Akasha fue presa de un inesperado agotamiento, aunque no fue por eso que se detuvo. Enfrente, en medio de aquel monótono espacio donde solo la paz reinaba, estaba Shun de Andrómeda conversando con la santa de Virgo.

Akasha no se movió durante unos segundos. Observaba la escena con más curiosidad que miedo o confusión. De algún modo, verse a sí misma la había convencido de que no estaba dentro de una ilusión. Todo, a excepción de una única cosa, era real.

—Los Seis Mundos —susurraron los labios de la falsa Akasha, una proyección que el manto de Virgo debía estar formando para ayudarles—. Así que este es el cielo. Es un lugar hermoso, en verdad, podrían quedarse aquí por siempre.

Se refería Shun y a Akasha, la auténtica. Esta caminó hacia su réplica, una doncella envestida en el sexto manto zodiacal. Con solo verla supo por instinto lo que el metal ocultaba para todos los demás: una alegría completa, honesta, libre de toda duda. Era como un ser humano de épocas pretéritas, más antiguo que Troya, Babel y el diluvio.

—Si todo fuera tan fácil, ya nos habríamos rendido. ¡Ni todos los males del mundo nos harán perder la esperanza! —exclamó de nuevo, esta vez conociendo el sentido de aquella frase. Un mensaje de Akasha de Virgo para sí misma.

La réplica de la Suma Sacerdotisa se deshizo al tocar a la original, esbozando una sonrisa cruel antes de dejar tras de sí el tótem de Virgo. En un abrir y cerrar de ojos, las piezas doradas se desensamblaron para cubrir Akasha, quien al punto entendió que tanto ella como el metal vivo que la cubría no eran sino espíritus arrancados de la materia, todavía presente en el interior del Argo Navis. Supo, además, que al menos todos los que la rodeaban estaban bien, pues el manto sagrado no habría acudido a ella sin activar la barrera que con sabiduría había preparado de antemano, por si le sucedía algo.

Antes de que la última pieza, una máscara, la cubriera, Akasha esbozó una sonrisa. Nunca antes había sentido tanto orgullo de su sobrenombre, la Tejedora de Planes.

 

***

 

—Ni todos los males del mundo nos harán perder la esperanza —dijo Akasha, ya completa. Un susurro, carente de la fuerza que tenía cuando lo escuchó, pero igual de efectivo: Shun de Andrómeda volvió en sí tras un fugaz desvanecimiento.

—¿Cómo dices?

—¿Reconoces este lugar?

—Nunca he estado aquí, aunque si me preguntaran, diría…

—… que es el cielo —completó Akasha luego de unos segundos; incluso un guerrero tan experimentado como el santo de Andrómeda tardaría en recomponerse de la tranquilidad a la que aquel lugar invitaba—. El mundo más elevado.

—Sí, sí. —A la mente del santo de Andrómeda llegaban imágenes de batallas pasadas, de una en especial: la que sostuvieron contra Shaka. A buen seguro, Ikki se la había contado a Akasha alguna vez, durante el año en que la entrenó—. Cuando mi hermano me habló de esa técnica pensé que se trataba de algo mental, espiritual tal vez, no que de verdad existieran seis mundos dispares en los que reencarnar. Después de todo, terminamos descubriendo que todos los seres humanos acababan en el Hades al morir.

—Al menos existe este. Tal vez solo sea una dimensión más que nos aleja de todos nuestros pesares y objetivos. —Notó que Shun la miraba confuso, así que decidió explicarse—: Este lugar nos afecta, nos invita a dejar las preocupaciones a un lado y vivir en paz. Si no hubiese preparado al manto de Virgo para defendernos en caso de un ataque al que no pudiera responder, ahora sería una dichosa inútil.

—Me cuesta entenderlo —admitió Shun.

—Pienso que el manto de Virgo detectó las características de este lugar al venir en mi ayuda —aventuró Akasha—. Por eso llegó vistiendo una parte de mí, la oscuridad de mi corazón, que jamás descansaría en ningún país sabiendo que el mal existe más allá.

Con un ademán, el santo de bronce le pidió tiempo para reflexionar, no era el método de la Suma Sacerdotisa lo que no comprendía, sino el lugar en el que estaban: cómo habían llegado allí, en qué estado; esas eran las preguntas que se hacía. Habiendo dominado los sentidos que trascendían a los convencionales, no tardó en entender que solo su yo astral había llegado a aquella dimensión. Una situación semejante a la que vivió Shiryu en el templo de Cáncer; esperaba contar con la misma suerte al regresar.

—Realizasteis una proyección astral siendo una proyección astral. Eso es una película, ¿no? —bromeó Shun, percibiendo la tensión de su antigua pupila.

—¿No te molesta? —dijo Akasha, compungida—. Que haya oscuridad en mi alma, aun como representante de Atenea en la Tierra.

Shun se acercó a Akasha, atreviéndose a colocar la mano sobre su hombro. Esta, por supuesto, no se ofendió. Ella era la líder del Santuario, él un héroe de leyenda.

 

—En el cielo, cualquier pensamiento vil e insano es un billete de ida inmediato. ¿Qué hombre hay en la Tierra que no ha tropezado alguna vez? —El silencio de Akasha fue respuesta suficiente—. Los humanos no somos como los dioses, está en nuestra naturaleza ser imperfectos. Todos tenemos oscuridad en nuestro corazón.

Regaló a la doncella la mejor de sus sonrisas. Temía el lugar donde se encontraban, y no podía permitir que las dudas abrumaran a la única compañera con la que podía contar ahora. Además, de verdad creía en lo que decía: ¿cómo si no podía seguir adelante luego de haber servido como avatar de Hades?

—Es parte de nosotros —repitió Akasha, sintiendo ahora con más fuerza la parte de sí que había alejado hacía poco, en aquel cielo—. Gracias, Shun, por abrirme los ojos. —Entonces, de pronto, recordó algo—: ¿Puedes sentir a los demás?

—Mis sentidos no bastan —negó el santo de Andrómeda al tiempo que las relucientes cadenas vibraban sobre el nuboso suelo—, pero ellas podrán encontrarlos así estén a miles de años luz de distancia. Tened fe, Su Santidad.

Pero las cadenas no se movieron en busca del resto de santos y caballeros. La triangular, forjada para el ataque, se abalanzó hacia al sur desatando un sonido atronador al chocar contra algo, y antes de que Shun o Akasha pudieran preocuparse por eso, la redondeada ya hacía veloces movimientos en espiral, envolviéndolos. Miles de meteoros luminosos fueron detenidos por muy poco, estallando ante la férrea barrera.

—¡Son los templos de Virgo y Sagitario! —exclamó Akasha, señalando al sur y al este respectivamente. Allí habían aparecido las dos casas por ambos conocidas, elevadas sobre lisas formaciones rocosas que, desde lejos, daban la impresión de ser dedos.

Abajo, las nubes se dispersaron, dejando tras de sí la palma de una mano inmensa.

Shun carraspeó: la mano de Buda, otra imagen del pasado. Recuperado de la sorpresa, miró a los dos oponentes aparecidos de la nada. Aquel al que la cadena triangular había atacado tenía ciertas similitudes con Shaka, incluyendo el gran cosmos que el antiguo guardián del sexto templo había desplegado durante la Batalla de las Doce Casas, pero le estaba devolviendo la mirada con unos naturalmente ojos abiertos, no parecía que acostumbrara a cerrarlos. Al otro lado, sobre el templo de Sagitario, estaba un ángel de alas doradas; tardó en reconocerlo, o al menos, en admitir que lo reconocía.

—¡No es posible! —dijo Shun, sorprendido. Las cadenas habían regresado a él, moviéndose frenéticamente en ambas direcciones: los guerreros de áureo manto eran enemigos—. ¡No puede ser! ¡No era nuestro destino ser santos de oro!

—Seiya —fue Akasha quien se atrevió a pronunciar aquel nombre, con un ojo puesto en el lejano guerrero que los había atacado y otro en el que había detenido en seco la cadena triangular de Andrómeda. La Suma Sacerdotisa podía percibir con nitidez el cosmos de ambos: el primero tenía el aura del santo de Pegaso, sin lugar a dudas, y el segundo contaba con una fuerza considerable—. Ve, Shun. Es tu amigo, debe de haber una razón para que nos haya atacado. Una buena razón.

El santo de Andrómeda la miró, tranquilizando enseguida el rostro compungido. Fuera lo que fuese, tratándose de Seiya, era él quien debía resolverlo.

—Es fuerte —le advirtió, señalando al mudo guerrero que, sentado en una postura de flor de loto, mantenía alrededor de sí un escudo esférico—. ¡No te confíes!

Akasha realizó un leve gesto de asentimiento. Para Shun, aquello fue suficiente. Veloz, corrió hacia el templo de Sagitario, donde el hombre con la apariencia y cosmos de Seiya lo esperaba, al parecer paciente.

 

Pobre santo de bronce. —Tan pronto Akasha dejó de mirar al santo de Andrómeda, una voz desconocida resonó en su mente, seguramente la del guerrero con el manto de Virgo—. Cree que atravesará la distancia infinita que lo separa de su destino, pero tan solo dará vueltas sobre la palma de Buda como un simple mono.

—Si fuera tú no subestimaría a este santo de bronce, seas quien seas.

Akasha invocó la fuerza con la que la diosa la había bendecido. Cubierta por un halo dorado y armada con una espada luminosa, se puso en guardia.

El hombre protegido por Virgo sonrió.

Shijima es el nombre de quien juzgará tus actos, sucesora mía. Solo te daré una oportunidad de retractarte; para todos los que vestimos este manto sagrado eso es suficiente, pues la sabiduría de Buda nos guía.

Sin el menor asomo de duda, Akasha saltó, Brahmastra en ristre. La portentosa espada que era síntesis de todo éxito y fracaso descendió sobre la barrera que protegía a Shijima, atravesándola limpiamente. 

 

***

 

—Ser o no ser —recitó Munin con aburrimiento—. Esa es la cuestión.

La batalla había acabado y los dos hermanos habían sobrevivido. Hugin estaba tumbado unos metros atrás, respirando de forma tan agitada como si acabara de darle la vuelta al mundo unas cuantas veces. El cadáver de Orfeo de Lira era su única compañía, un cuerpo partido en dos a la altura del costado, y sin cabeza, aquella parte del finado santo de plata se balanceaba sobre el agua. Munin aún no decidía si dejarla caer.

Entonces llegó Makoto, encabezando el barco mítico como un capitán. Capitán Mosca; la sola idea divirtió al santo de Cuervo luego de tanta tensión.

—¿Qué es tan gracioso? —El oriental no esperó a que el barco atracara en el puerto, quizá porque no había uno para empezar; de un largo salto llegó hasta el punto en el que la desmedida destrucción perpetrada por Orfeo se detuvo—. Eso es…

—Más bajo, más bajo —rogó Hugin, con las manos en la cabeza. Aunque Makoto había sentido la batalla que sostuvieron los hermanos, no pudo evitar malinterpretar la imagen que presentaba el santo de Cuervo como la de un borracho con resaca—. Maldito sea el falso Orfeo y maldita sea la música. ¡Dioses!

—Tuvo que estar muy cerca del enemigo para controlarlo —explicó Munin, aún sosteniendo el cabello de Orfeo—. Tuvo que hacer demasiados esfuerzos, en general.

—¡Deja eso! —exigió Makoto. Ante la mirada extrañada de la sombra de Cuervo, le pateó la mano, obligándole a dejar caer el macabro juguete—. Es indigno de un santo.

Molesto, Munin se levantó con toda intención de golpear al japonés. Se contuvo a duras penas, recordándose que no estaba en la mejor condición para eso. También a él la cabeza le dolía horrores de vez en vez, debido al combate con Orfeo.

—Creo que se te olvida que soy la sombra de Cuervo. Para santos de Atenea bien portados que se rijan por una moral conveniente tienes a este.

Señaló a Hugin, quien a pesar del dolor que le taladraba el cerebro se había levantado. Miraba al par de supuestos aliados con resentimiento, exigiéndoles silencio.

—Lo que estabas haciendo no es distinto según el bando en el que luche. Es cruel, es enfermo, es… Solo alguien desequilibrado hace eso.

—Los santos no estáis cuerdos del todo —advirtió Munin, aprovechando para masajearse las sienes—. Si hubieses luchado con este «héroe» lo sabrías. Bien portados, sí, obedientes, desde luego, pero en el fondo se sienten cada día menos mortales.

—Acabas de resumir mi opinión sobre Su Santidad.

Makoto fulminó a Hugin con la mirada, pero este solo hizo una mueca enseñando los dientes, no estaba de humor ni para seguir lanzando pullas.

—Perdón —acabó por decir Munin antes de que Makoto le increpara más, incluso se inclinó, avergonzado, algo que solo hacía cuando decepcionaba a Altar Negro—. Es esa horrible música, tengo la mente revuelta y ya no sé ni lo que digo ni lo que pienso.

Quiso avanzar y por poco no cayó al olvido que consumió la cabeza de Orfeo. Makoto lo sostuvo, fijándose en las heridas que había pasado por alto al principio. ¡Tantas ganas tenía de hallar un culpable claro a lo que ocurría que ni siquiera recordó velar por la salud de un compañero de armas! Con cuidado, lo alejó del lugar, dejando que reposara al lado de su hermano. Hugin miraba al otro lado, como esperando a alguien.

—Nos engañó como a un par de novatos —admitió el caballero negro—. ¿Un santo legendario valiéndose del mero poder bruto? Esquivamos esas cuerdas kilométricas y llegamos a él solo para escuchar el acorde final, penetró en nuestras mentes y…

—Lo comprendo —cortó Makoto; entendía lo que debía costar a aquel joven hablar—. Es mejor que descanses.

Munin se quedó dormido de inmediato. El caballero negro no estaba grave, pero aquello podía cambiar si no lo atendían. Mientras detenía el sangrado golpeando los puntos cósmicos de la constelación de Cuervo, el Argo Navis llegaba al fin.

—Debemos irnos.

—Je. Si pudiera irme ya me habría llevado al inútil de mi hermano a nuestro navío inútil, con nuestros inútiles superiores. Estás ciego, Makoto.

—Sé que Hipólita sigue luchando —dijo el santo de Mosca, quien temblaba anta la idea de un rival capaz de ponerla en aprietos por sí solo. El combate de Águila Negra no tenía efectos colaterales donde ellos estaban, pero eso solo significaba que los rivales no estaban desperdiciando energía en vanas demostraciones de fuerza.

—Je. Lo dicho, ciego. ¡Ciego!

Confundido, Makoto trató de aclarar su mente y expandir sus sentidos en busca de una tercera fuerza, algo que mantuvo a los hermanos en la misma posición a pesar de que ya habían ganado. No detectó nada.

Entretanto, miles de almas se reunían alrededor de ambos. El paso era descuidado y parsimonioso, pero constante. Ni Hugin ni Makoto podrían reconocer a nadie entre los rostros vacíos de aquellos entes; como todo en aquella ciudad, sus habitantes lucían como el cascarón de una parte del mundo del que provenían.

Aquella comunidad espectral formaba un semicírculo que pronto se rompió. Poco a poco, aquellos fantasmas sin cara ni individualidad se apartaron, dejando una línea en el centro, un pasillo por el que habría de pasar alguien importante. Transcurrieron unos cuantos segundos de silencio antes de que una forma apareciera al borde del camino.

—¿¡Ese no es el señor Nimrod!? —exclamó Makoto. Fue lo primero que pensó al ver el manto de Cáncer que portaba el sujeto, aunque era mucho más joven que el guardián del cuarto templo. Y estaba vivo, además.

—Ciego —dijo Hugin, implacable.

—Manigoldo de Cáncer —se presentó el recién llegado.

Un nombre que nada decía a Makoto. Quiso corresponder al portador del manto de Cáncer presentándose también, pero Manigoldo actuó mucho antes de que abriera la boca. Con el brazo dorado apuntando hacia el frente, de algún modo redujo todas las almas de los alrededores a fantasmagóricas estelas. Una espiral azulada se formó ante el sorprendido santo de Mosca, quien nada pudo hacer para evitar que aquellos seres espectrales acabaran fundiéndose en el dedo extendido del santo de Cáncer.

—Las Ondas Infernales –advirtió Makoto, alzando la guardia.

—Paz para los difuntos —explicó Manigoldo mientras avanzaba. El manto dorado y la capa blanca le otorgaban la dignidad que faltaba en su rostro irreverente—. Ese músico demente los estaba volviendo locos. ¿En vuestro tiempo hay un rey del inframundo al que pueda tocar la lira, como en la mitología?

—Tú mataste a Orfeo —entendió Makoto.

—Hasta un ciego sabría eso a estas alturas —bufó Hugin, quien miraba al aparecido con la clase de cautela que solo mostraba ante la élite del ejército ateniense—. Los santos de oro nunca se inmiscuyeron en la historia de los humanos.

Manigoldo se encogió de hombros.

—Me entrené para enfrentar a la Muerte y eso hice.

Mientras Hugin y Makoto trataban de hallar sentido a lo que había dicho, Hipólita caía sobre el asfalto como un meteorito, destrozándolo.

La sombra de Águila no se había levantado cuando un hombre aparecía desde la espalda de Manigoldo. Iba cubierto con el manto de Orión, la capa blanca ondeaba al viento, tan indemne como aquel guerrero de épocas pretéritas.

—¿Estás bien? —se le escapó a Makoto, quien pronto agradeció que Hipólita no le reventara la boca por su atrevimiento.

—Claro, niño. Esto es solo el calentamiento. Él es Jäger, por cierto.

—¿Jäger? —repitió Makoto, frunciendo el ceño—. He sentido ese cosmos antes, en Bluegrad. Estaba junto a Aqua, Terra y el rey Alexer.

—¿De qué hablas, Mosca? —preguntó el llamado Jäger—. Ninguno de esos nombres me suena, ni siquiera el de ese rey Alexer, a pesar de que en vida estuve al tanto de todos los monarcas de Europa y Asia dignos de ser conocidos.

—¿No eres Ignis? —insistió Makoto, seguro de que no podría haber dos hombres en el pasado tan parecidos a Lesath—. ¿No eres el Campeón del Hades que sirvió al rey Bolverk como Portador del Dolor?

—Ese nombre sí me suena —admitió Jäger, para después sacudir la cabeza—, pero me temo que te confundes, Mosca. No soy un Campeón del Hades, no escapé del inframundo contraviniendo las leyes divinas, sino que estoy aquí para cumplir la voluntad del Olimpo. Al igual que todos mis compañeros.

—Yo el Olimpo no lo conozco —terció Manigoldo, atrayendo hacia él toda la atención.

En la máscara de Hipólita destelló el tono rosado del poder de Ethel, mientras analizaba a aquel recién llegado, tal vez buscando un punto débil. 

—¿Estás con ellos? —preguntó Jäger. A Makoto se le heló la sangre: aquel hombre parecía dispuesto a luchar incluso con un santo de oro.

Despreocupado, Manigoldo miró para el otro lado. Se rascaba el mentón, como si se lo estuviera pensando, pero para todos era evidente que fingía.

—Los santos de Atenea luchan en nombre de Atenea.

Jäger bufó, quizás molesto por la evasiva de aquel hombre con cara de matón, pero no lo retó. Volvió a centrarse en Hipólita y los santos de plata.

—¿Y vosotros? ¿Servías a Atenea, o a los hombres? —les cuestionó en tono acusador.

—Habláis demasiado —dijo Hugin—. Me duele la cabeza. ¿Podríamos empezar a matarnos ya? Aunque es ridículo que dos santos de Atenea se enfrenten.

En otras circunstancias, Makoto habría reído. ¡Hasta qué punto podía ser hipócrita ese cuervo de plata! Sin embargo, la seguridad de Munin era más importante. La sombra de Cuervo Negro no se desangraría, pero no estaba en buenas condiciones y además…

—¿No podríamos luchar en otro lugar?

Si las miradas pudieran matar, Jäger sería un experto en aquel arte. Aquel santo de Orión no lo miraba con desprecio u odio, sino con asco, como si le hubiese preguntado si podía robar un beso a la misma Atenea. Motivado por ese oscuro sentimiento, Jäger se impulsó hacia donde estaba Makoto, aunque no era a él a quien atacaba.

—¿Ya te has aburrido de mí? —preguntó Hipólita con sorna. Había detenido el canto de la mano de Jäger a pocos metros del cuello de Munin.

—Usáis a monstruos —dijo el santo de Orión, quebrando de nuevo la cárcel rosada que era el poder de Ethel—. Defendéis a monstruos. Sois monstruos. —Jäger ya no miraba a Hipólita o Munin, sino a los portadores de mantos legítimos.

Desde el techo de algún edificio cercano, una flecha silbó. Jäger se apartó de un salto a la vez que Emil sonreía satisfecho, una sonrisa que habría sido más agradable si no fuera por la mordedura en los labios. Manigoldo rio.

—Mucha gente. Muchos espectadores. —Hipólita tronó los nudillos y el cuello, preparándose para retomar la batalla. Makoto y Hugin quedaron sorprendidos por el despliegue de cosmos que siguió a ese gesto: ¿acaso se había vuelto más fuerte?—. El niño Cuervo tiene razón, habláis demasiado y no decís nada.

—¿Para qué hablar de lo que ya sabéis? —cuestionó Jäger con cansancio. Abarcó el barco mítico con un gesto amplio—. Al menos mi generación tuvo el valor de rebelarse cuando nuestros líderes…

Cien meteoros sombríos cortaron el discurso del santo de Orión, quien detuvo la técnica de un solo movimiento. En ese punto, los cosmos de Hipólita y Jäger se alzaron como dos torres infinitas, una negra como el ébano y la otra del color de la luna.

—No tengo nada que hablar con un sirviente de los hombres. Ya hago bastante al poner mi vida en riesgo para proteger a ese montón de basura.

—No son basura.

Tres simples palabras detuvieron todo. Makoto, Hugin y Emil miraron hacia Manigoldo, que hasta el momento apenas se había interesado en lo que ocurría. De pronto no parecía un matón bendecido por la diosa con una armadura que no debía corresponderle, sino un auténtico santo de oro. Al lado de aquel guerrero de élite, el poder de Jäger e Hipólita no era nada. El sol se había manifestado, en todo su esplendor.

—No me hables del universo que llevamos dentro, santo de Cáncer. Lo tengo muy presente. También me entrené en el Santuario. —En la máscara fue visible el único ojo del que disponía la sombra de Águila, el cual rebosaba poder. La torre negra se ensanchó—. Eso no cambia nada. Las acciones de la humanidad son viles y miserables con o sin ese conocimiento. ¡Solo saben crear la misma desesperación en la que viven!

Makoto tuvo que retroceder para que Hipólita no lo aplastara. Aunque había combatido con aquella poderosa mujer, le sorprendía oír esas palabras. Era demasiado odio para alguien que debía ser un santo de Atenea, un campeón del mundo. Claro que, ¿quién podía decir lo que un santo debía ser, si no la misma Atenea?

«Bien portados, sí, obedientes, desde luego, pero en el fondo se sienten cada día menos mortales —había dicho Munin; palabras cuerdas de un hombre enloquecido.»

—Corred —dijeron Hugin y Emil casi a la vez, más resueltos que el pensativo japonés—. ¡Corred, con un demonio!

Tarde. Muy tarde. La velocidad de la luz cortó toda esperanza para aquellos guerreros exhaustos. Todo el orgullo de haber derrotado a los grandes héroes del pasado se esfumó cuando Manigoldo de Cáncer desató las Ondas Infernales sobre todos ellos.

El guardián del cuarto templo zodiacal de un tiempo y espacio que ninguno conocería jamás, los miró con el sentimiento que un sabio hombre le enseñó una vez, una eternidad atrás. Pero ni el grupo de sombras y santos ni Jäger, demasiado confiado como para entender lo que ocurría, llegaron a ver compasión en su verdugo. El santo de Cáncer tomo las existencias de aquellos hombres y las vertió en el pozo de la desesperación que la sombra de Águila había invocado sin saberlo; el barco, con todos los pasajeros que llevaba dentro, desapareció en el mismo vórtice.

—Hay palabras que no deberían usarse tan a la ligera —le aconsejó Manigoldo al vacío, nostálgico. Por unos largos segundos hubo paz en aquella ciudad de fantasmas, pero sabía que no duraría mucho. Había sentido al parásito fundido en ese limbo.

Surgió del cráter que Hipólita había provocado al caer. La tierra se removió como por arte de magia, asemejándose al barro, y se alzó un par de metros mientras poco a poco adquiría la forma de un hombre. Desde el infinito, piezas de metal dorado llegaron para ensamblarse en el cuerpo de una criatura sin rostro.

—Los santos de oro debemos enfrentar a los santos de oro —afirmó Manigoldo, acordándose de Tenma a su pesar—. Ya estamos solos. Yo, uno de los hombres que arrancó el alma de la misma muerte, y tú, uno de los que traicionará este mundo.

 

Adremmelech de Capricornio avanzó hacia aquel hablador; por cada paso que daba, el limbo humano era sacudido por un seísmo sin precedentes.


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Publicado 19 marzo 2022 - 12:38

Capitulo 115. ¡Santas doradas apariciones!
 
Empezamos con Akasha y Shun que se han dado cuenta que fueron trasportados "al Cielo", solo ellos dos por ser los más nobles mientras los demás no lo tienen muy permitido al ser muy HDP, supongo XD
Pero anda que allá los esperan sus próximos oponentes, Shijima de Virgo y Seiya de Sagitario, ¡¡¡dun dun duuuuun!!!
 
Mientras que a Makoto y compañía se les aperece ¡Manigoldo de Cancer! WTF?! Y fuera de cámaras mató a Orfeo por... RAZONES.
Anda, que la toda poderosa Hipolita mordió el suelo... eso es bastante satisfactorio (sí, aunque yo sea mujer, aplaudo que no siempre se salga con la suya a la primera)
Los plata confunden a Jäger  con Ignis porque... en teoría deberían ser el mismo Dude, ¿no? Pero parece que no... confusiones raras.
Total que Manigoldo aventó a los plata a otros lados para que no le estorben pues él preparó el escenario para darse de a madres con Adremmelech, que volvió... seguro para servir de saco de box.
 
PD. Buen cap, sigue así XD

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


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Publicado 21 marzo 2022 - 07:41

Saludos

 

Seph Girl. ¡Batman!

 

Recordemos que Shun era tan bueno, tan bueno, tan bueno, que Hades lo quiso de recipiente a pesar de que ya estaba destinado a ser santo de Atenea. Y a Akasha todos la tienen como una buena persona, salvo unos pocos como Sneyder y Hugin, ¿quién tendrá la razón? Sí, la batalla que les espera tiene pinta de que va a ser dura.

 

Esto se está poniendo de lo más extraño. ¿A quién se le ocurre meter en un mismo capítulo Next Dimension y Lost Canvas? Pienso que Manigoldo es la clase de persona que sabría ver lo mal que estaba Orfeo, aun estando en el mismo bando.

 

Porque lo están, ¿verdad?

 

¡La máxima de Dragon Ball ataca de nuevo! (Siempre hay alguien más fuerte que tú.). Definitivamente, le resta emoción que un personaje sea el más fuerte de principio a fin.

 

Demasiado raro. ¿Qué está pasando aquí? ¡Que alguien explique!

 

El rey Alexer, Shaula de Escorpio, Caronte de Plutón, Abominación de Cocito, telquines… Y ahora Manigoldo. Menudo historial que tiene el Caballero sin Rostro. No paran de lloverle batallas desde todos lados.

 

***

 

Capítulo 116. Toro de las tempestades

 

Ella nació y vivió en justicia. Fue escogida por una de las constelaciones zodiacales y luchó para defender los ideales que la diosa Atenea inculcó al mundo. Aquel sendero la llevó al más excelso de los reinos, donde habría gozado de una gran longevidad y toda suerte de placeres, siempre y cuando evitara cualquier error, de acción o pensamiento.

Akasha pensó en la batalla y le dio inicio. Fue por eso que cayó.

—¿Dónde estoy? —preguntó, aunque enseguida entendió que se encontraba dentro del alguno de los templos del Santuario. Virgo, probablemente.

Estaba segura de que Brahmastra atravesó la barrera de Shijima, pero lo demás era confuso. Solo recordaba haber caído por un abismo de imposible profundidad.

—Los santos de Virgo siempre han destacado por dominar las artes de la mente y el espíritu —dijo en voz alta, buscando mantener la cordura. No oía nada, ni siquiera el rumor del viento. Un silencio infinito reinaba en el lugar. Los oídos le zumbaban.

No echó a correr, tampoco se molestó en tratar de arreglar aquel problema por la fuerza. Aunque desconociera la técnica que la aprisionaba, conocía el camino para lidiar con aquellas artes terribles. Agarró Brahmastra con ambas manos e ignoró todos los sentidos, excepto uno. Contemplándose a sí misma, el universo que albergaba dentro de sí, podría ver la verdadera forma del mundo por buen ilusionista que fuera su rival.

La reacción a aquella meditada solución fueron cuatro puertas inmensas que aparecieron alrededor de Akasha sin generar sonido alguno.

Malvada mujer, hija de Pandora que viste el manto de Virgo —dijo Shijima, dirigiéndose a la joven mediante telepatía—. Este es mi dominio, no lo cruzarás sin mi permiso y tus actos te hicieron indigna de él.

—¿Indigna? —repitió Akasha. Aunque estaba confundida, lo que imprimió al tono fue un deje de sarcasmo. No podía creer que fuera uno de los suyos quien le impidiera salvar el mundo—. Si de verdad eres un santo de Atenea, deberías estar ayudándome.

Ya te lo dije. Soy Shijima, santo de Virgo. Si debemos dudar de algo, es de tu condición de santo de Atenea, hija de Pandora.

—Por seis años fui conocida como Akasha de Virgo por la gracia del Sumo Sacerdote del Santuario, quien me escogió como su sucesora.

Eso no cambia nada —dijo Shijima—. Tu juicio y el mío siguen siendo el de meros mortales. Incluso un Sumo Sacerdote puede errar —advirtió, como si hubiese vivido tan terrible experiencia. Akasha no podía refutarlo: conocía la historia de la rebelión de Saga—. Elige un camino, hija de Pandora. En el este hallarás la vida, en el sur te espera la enfermedad y la vejez impera en el oeste. Esas son las vías del sufrimiento que Buda debió superar antes de adentrarse en el norte, donde solo aguarda la muerte.

Tras la escueta explicación, calló, tal vez para siempre. Esa fue la impresión de Akasha cuando la falta de cualquier sonido empezaba a amenazar con arrastrarla a la locura, un quinto camino que Shijima no había mencionado y para el que no había puerta. La joven trató de concentrarse, sabiendo que la peor elección era no hacer nada.

Ni el sur ni el oeste eran una opción. La enfermedad y la vejez la debilitarían, no podría hacer nada por el mundo o los suyos, no podría cumplir su misión.

—La muerte no es el último paso —trató de convencerse, segura de que la puerta de la vida bien podría ser la trampa de Shijima.

Cabeceó con brusquedad. El zumbido en los oídos ya ni siquiera le permitía pensar, se los tapó con las manos por acto reflejo, aunque por supuesto eso no cambió nada. ¡Era una treta terrible aquella, en verdad! Pensó en Shijima de Virgo, aquel necio que estaba por poner en riesgo todo sin ninguna buena razón. En ese punto, que la muerte no fuera el último paso dejó de parecer tranquilizador.

—Astra Planeta —dijo, desesperada—. Ellos te han traído, ¿verdad? ¡No moriré para convertirme en uno más de sus peones!

Antes de que cayera en la cuenta de que no sabía si Shijima provenía del Hades —jamás había escuchado aquel nombre—, caminó hacia el este. La puerta de la vida tenía un emblema en el centro que recordaba a una flor naciente.

El portón se abrió con lentitud, pero Akasha no estaba en condiciones de cambiar de opinión. No lo habría hecho en otras condiciones, tal y como Shijima había supuesto: la santa de Virgo, como Suma Sacerdotisa, tenía un deber fundamental en el orden de las cosas, ya no podía pensar en sí misma como en alguien reemplazable. Solo ella podía cumplir el papel que el destino le otorgó, nadie más podría. Por tanto, tenía que vivir.

Akasha atravesó la puerta pensando que fue ella la que evitó preguntar por qué estaban luchando antes de atacar.

Ese era el error que la apartó del cielo, el que la apartaría de la dignidad del trono papal.

 

***

 

El Argo Navis y su tripulación aterrizaron en la Colina del Yomi.

Tan pronto llegó a aquel pozo, Makoto entendió lo que era la desesperación. Podía ver a incontables almas dirigiéndose en fila a un abismo, la entrada al Hades.

—Estúpido —masculló Hipólita, inmutable a aquella visión que ponía fin a toda esperanza. No era para menos: Orestes le había mostrado el fin de todo no hacía mucho—. Esto no cambia nada. Solo reafirma nuestra condición.

Nadie le hizo caso. Hugin, con el cuerpo de su hermano en brazos, se adentró en el barco —derrapar en pleno suelo no le causó daño alguno—. Y Makoto y Emil habían encontrado algo más importante que el cinismo de Hipólita. O más bien, a alguien.

—Bienvenidos —dijo un gigante con voz potente. Al ver que dos santos de plata retrocedían de la impresión, rio sonoramente.

La peor pesadilla de todos los presentes —incluida Hipólita— se había hecho realidad ante las puertas del infierno. Ver a aquel hombre, de más de tres metros de altura y una piel negra como el ébano, era como mirar uno de los futuros de Jaki, uno en el que aquel monstruo violento hubiese recibido no el manto de Hércules por el que tanto luchó, sino el que gracias a los dioses vestía un hombre afable, aunque a veces iracundo, como Garland. Estaba sentado, con los brazos cruzados, quizá esperando alguna respuesta.

—Qué maleducados… —susurró el inmenso hombre antes de agarrar con la mano el cuerpo de Makoto. Fue un movimiento rápido, como un reflejo de luz, y la fuerza que imprimía en sus gruesos dedos no era menor a la que cabría esperar; Makoto forcejeó en vano—. Os di la bienvenida, ¡respondedme como es debido!

Como si tuviera un trapo en la mano, el de manto dorado pasó el santo por su barba blanca, limpiándose de ese modo la baba que le escurría por las comisuras de la boca. Luego se lo lanzó a Emil, quien supo reaccionar a tiempo para detenerlo.

—¿Quién demonios eres tú? —cuestionó Hipólita, ya habiendo recuperado la compostura. Ella, más que ningún otro que hubiese vivido en el Santuario, conocía a Jaki y sabía que el gigante que tenían enfrente no era él. La cabeza era demasiado grande, el pelo demasiado espeso, el bigote demasiado ridículo.

Pero la miraba con la misma lujuria que Jaki. Debía de estar muy desesperado —y llevar mucho tiempo sin estar con una mujer— para encontrar atractiva a un desecho humano como ella. Le resultó divertido, se sentía muy vieja como para asquearse porque los cerdos se comportaran como cerdos. Rio.

—Contesta —dijo Makoto dando un paso al frente. Le avergonzaba haber retrocedido antes, aunque no era para menos: ¡semejante bestia no podía ser un santo de oro!

—¿Qué es eso que tienes en el peto, mosquito? 

Makoto miró hacia abajo, primero confundido y luego asqueado. Cuando el japonés trató de quitarse la baba con el antebrazo, el gigante estalló en carcajadas, sonoras como un trueno. Siguió riendo cuando Emil, harto de aquel circo, le disparó una flecha; el proyectil estalló enseguida, como si la risa demencial lo hubiese destruido.

—Está bien. —El gigante detuvo la risotada, quizá porque se había percatado de que sangraba por la nariz—. Pero este es mi hogar, vosotros sois los invasores. Presentaos. No tenéis que contarme vuestra vida —aclaró, evocando algún lejano recuerdo—; sois santos de Atenea, me basta con conocer vuestros nombres y el de vuestros maestros.

Nadie allí creía que la Colina del Yomi pudiera ser el hogar de nadie, mucho menos el de quien iba vestido con un manto de oro, pero accedieron.

—Hipólita de Águila Negra. Mi maestro es Gestahl de Altar Negro.

—Emil de Flecha. Geki de Oso me guio durante mis primeros pasos.

—Makoto de Mosca, discípulo de Seiya de Pegaso, el hombre que enfrentó a los mismos dioses. —El japonés no pudo evitar añadir aquello; le enorgullecía.

Una amplia y desagradable sonrisa se formó en el rostro del gigante, enseñando todos los dientes. El gesto había hecho que las cicatrices que tenía por toda la cara se volvieran aún más visibles. Los grandes ojos estaban húmedos, como conteniendo lágrimas precedentes de otra ruidosa carcajada.

—Gugalanna de Tauro —se presentó. Lo hizo de la manera más lenta posible, sílaba a sílaba, luchando por no reírse de quienes sin duda consideraba un trío de estúpidos—. El primer santo de Tauro, entrenado por Atenea en persona.

Fue un milagro que no cediera al deseo de reír luego de ver las caras de estupefacción en los santos de Mosca y Flecha; a Hipólita la salvaba la máscara.

—Imposible —dijo Makoto, cabeceando en sentido negativo—. ¿Eres uno de los santos que peleó en la primera Guerra Santa, contra Poseidón?

—Peleé en la primera Guerra Santa  —contestó Gugulanna—. Y en muchas otras más. No soy como los santos de bronce, nuestra fuerza de choque, o los santos de plata, esos comandantes engreídos que no hacían más que morirse —apuntó, mirando a Makoto y Emil con una rara mezcla de diversión y extrañeza—. Atenea escogió a los santos de oro para que cuidáramos y aconsejáramos a su cuerpo mortal a través de los siglos. Fue por eso que nos enseñó la técnica que evita que desperdiciemos la vida.

El gigante movió los labios sin emitir sonido alguno: Misophetamenos, la facultad de reducir los latidos de una persona a cien mil veces al año, que Atenea había otorgado a contados santos a lo largo de milenios de historia. Según Gugalanna, en un tiempo antes del tiempo doce hombres gozaron de semejante don.

—Ningún santo ha sido entrenado por Atenea —aseguró Makoto.

—¿De dónde crees que provienen nuestras técnicas? —dijo el santo de Tauro, a las claras molesto. Poco a poco, sin que nadie lo notara, había abandonado las risas y las bromas mientras hablaba del glorioso pasado al que pertenecía—. Éramos un montón de críos a punto de morir a merced del diluvio universal, pensando que lo único que nos depararía el cielo sería una última comida o una hembra que cabalgar bajo el techo de una cueva inundada. Oh, sí, así éramos, aunque muchos me lo negarían.

—¿También tus compañeras buscaban una hembra a la que cabalgar? —preguntó Hipólita. Viéndolo bien, era claro que aquel gigante no era Jaki, pero podía reconocer en él las cicatrices que solo una mujer desesperada podía provocarle a un hombre.

—¿¡Esas estúpidas sin nada más que un agujero entre las piernas!? —bramó Gugalanna, levantándose—. Lo cierto es que sí. Qué desperdicio de buen metal —dijo, bajando a mínimos la voz. Empezó a acariciar el inmaculado peto—. Shemhazai. A esa basura del Pueblo del Mar no le bastó ser raptada por un buen hombre como Hashmal, tuvo que yacer también con Atenea. ¡Precisamente con Atenea!

Si la historia de Gugalanna ya los había impresionado desde hacía rato, ver a aquel guerrero de épocas pretéritas mancillar el nombre de Atenea los enmudeció.

—¿A Atenea le gustan las mujeres? —preguntó Emil, sin ser muy consciente de que por repetición estaba cometiendo la misma blasfemia que el gigante.

—A nuestra diosa le gustaba todo —maldijo el santo de Tauro, herido—. ¿Diosa virgen? ¡Ja! ¡Diosa virgen mis bolas taurinas! Compartía el lecho con Hashmal y Shemhazai mientras a mí me mandaba a asolar las tierras de Gilgamesh. ¿E hizo algo cuando ese rey arrogante y su efebo me encadenaron?

—A Atenea le gustaba todo —repitió Emil, no tenía cabeza para escuchar el resto de improperios que Gugalanna lanzaba a sus antiguos compañeros.

A Makoto le daba vergüenza ajena aquel comportamiento, pero no hizo nada. No había nada que hacer. Hablaba y dejaba hablar a Gugalanna para ganar tiempo, rezando porque alguno de los poderosos guerreros que dormían en el Argo Navis llegara a salvarlos. La brecha entre el oro y la plata parecía insalvable.

—Raptar es un eufemismo para una violación, ¿cierto? —Hipólita se acercó al gigante sin temor, llenando las palabras de un tono burlesco—. ¿De verdad la primera generación de santos de oro, la élite del inmaculado Santuario, eran un grupo de animales? ¿Y dices que aun así la misma Atenea descendió para entrenaros? Bueno —acotó, apenas conteniendo la risa—, entrenaros y algo más.

Makoto y un recién despejado Emil se prepararon para una respuesta furibunda: Gugalanna, con lo salvaje que era, parecía venerar su pasado como primer santo de Tauro, e Hipólita se estaba burlando justo de esa historia. La reacción del guerrero, sin embargo, fue de una total confusión.

—Atenea buscó a ochenta y ocho jóvenes y los entrenó a todos. Unos aprendieron más que otros, claro. Los santos de bronce tenían el poder para destruir a nuestros enemigos, los santos de plata tenían la sabiduría para controlar a esa casta de salvajes… Vosotros no podríais ser comandantes —advirtió, frunciendo el ceño mientras miraba a Makoto y Emil— con esos cosmos tan insignificantes. Los santos de oro debíamos estar al lado de Atenea, siempre, por eso vivimos más que el resto.

—Una  generación de santos que dominan el Séptimo Sentido —entendió Hipólita, quien tenía en mente la visión de la guerra entre las Alas del Rey y los Astra Planeta.

—Por supuesto que lo dominábamos —replicó Gugalanna—. El Séptimo Sentido es el dominio del cosmos, un santo debe dominar el cosmos. La primera en lograrlo fue… —esbozó una sonrisa salvaje, callando el nombre. Tuvo que limpiarse un nuevo hilillo de babas antes de continuar hablando—. No, espera, al principio no éramos solo ochenta y ocho. Había más, mucho más. —De pronto se empezó a rascar la cabeza, frunciendo el ceño con aire pensativo—. Los rangos vinieron después de los mantos sagrados y los mantos sagrados vinieron después de que el rey Atlas y sus hermanos….

Fue entonces, mientras Gugalanna seguía rumiando, cuando Hugin salió a la cubierta del Argo Navis. Una bandada de cuervos graznó, invisible.

—¿Quién eres tú y quién es tu maestro?

—Nadie que te importe.

—Tus mensajeros oyeron mi presentación —dijo Gugulanna. Cerrando el puño con fuerza, volvió visibles a los eidolones de Hugin, los cuales explotaron de inmediato.

—Presentación, je. Un cuento difícil de creer. Han pasado miles de años desde la primera Guerra Santa. Ni siquiera el misophetamenos te habría permitido vivir tanto tiempo conservando un cuerpo tan vigoroso, Gu... Gugu… ¡Como sea que te llames! 

—En realidad, soy inmortal —replicó el santo de Tauro, hurgándose el orificio sangrante de la nariz—. Yo nunca necesité del misophetamenos.

Hugin saltó del barco a donde estaban sus compañeros. Se dirigió a ellos, haciendo caso omiso a lo que Gugalanna había dicho.

—¿Por qué le habéis seguido el juego tanto tiempo?

—Dice cosas increíbles —mintió Makoto—. La historia perdida del Santuario, que no está guardada en ningún documento, ni siquiera en tablillas de piedra.

—Y que Atenea no transmitió por una razón —añadió Hipólita, notando que Emil estaba callado; quizá todavía pensando en esa historia sobre Atenea. Ella no tenía problemas en ser honesta—. Hablar es más entretenido que morder el polvo sin lograr nada. ¿No te has fijado en que viste el manto de Tauro, niño Cuervo?

—Me he fijado en los recursos de los que disponemos.

—Tal vez no sea un enemigo —teorizó Emil.

Todos desviaron la mirada a Gugalanna, como queriendo convencerse de que aquel gigante desagradable lleno de cicatrices podía ser un buen tipo. Las cicatrices que partían desde la nariz hasta los lados de la frente y las mejillas, formando una equis, destellaron cuando el guerrero de piel oscura rio una vez más.

—¡No sabéis nada de nada! —gritó, como si acabara de darse cuenta—. ¿A cuántos habéis tenido que matar sin saber por qué?

—A muchos —contestó Makoto por un acto reflejo.

—Ya hemos perdido mucho tiempo —admitió el gigante—. La diosa del tiempo y el espacio nos convocó para luchar con vosotros. Simple.

—¿La diosa del tiempo y el espacio? —repitió Makoto.

—Yo soy el que tiene problemas de oído, mosquito. Sí, una diosa de lo más apetitosa con acceso a todos los mundos y épocas, capaz de convocar a los vivos y los muertos. El multiverso es su patio de juegos y hoy se despertó con ganas de jugar, al parecer. Para motivarnos, nos mostró lo que pensabais hacer.

Makoto, asumiendo el papel que tenía como mensajero de los otros tres, que si acaso se limitaban a idear a alguna estrategia en silencio, preguntó:

—¿Qué se supone que pensamos hacer? Somos una embajada de paz.

—Veamos… —Gugulanna se arrancó roña y sangre del fondo oído mientras trataba de acordarse—. No lo sé. No estaba escuchando. Supongo que le preguntaré luego, cuando os mate —dijo, avanzando hacia el grupo—. Sangre en mis puños o una hembra que cabalgar. Si os digo la verdad, me da lo mismo.

—Todo un caballero —dijo Hipólita, percibiendo la mirada preocupada de Makoto.

Nadie le dijo nada a aquella mujer que un día fue su más acérrima enemiga. Gugalanna tampoco les dejó tiempo.

—¿Hay más mujeres en el barco?

El rostro de Emil lo traicionó, palideciendo como si fuera un soldado del Hades. Se había acordado de Akasha, un cuerpo inmóvil, sin alma, a merced de ese animal. Disparó una andanada de flechas solo para ver cómo ardían a un metro del santo de oro.

—Sois tan débiles —se burló Gugulanna, viendo cómo los santos se movilizaban para rodearlo. De pronto tuvo una idea y levantó ambas manos, extendiendo los dedos en horizontal—. Necesitáis un plan. —Para sorpresa de todos, el gigante se reventó los tímpanos sin perder la sonrisa—. Tenéis alrededor de un minuto para hacerlo. Soy inmortal, ya os lo dije. Mis oídos se recuperarán tarde o temprano.

Rio con más fuerza que nunca al tiempo que el gran cosmos que poseía empujaba a todos lejos. Apenas el grupo se estabilizó, desde donde todavía podían verlo, empezaron a compartir lo que cada uno había pensado a través de la telepatía.

Emil podía envenenarlo si algo neutralizaba el sistema inmunológico de aquel gigante, los eidolones de Hugin podían lograr eso si tenían una herida por la que pasar, Makoto contaba con la habilidad para atravesar los puntos cósmicos de un santo e Hipólita poseía la magia de Leteo, capaz de reducir la capacidad defensiva de la materia.

No había pasado ni medio minuto cuando los tres santos de plata iniciaron el ataque, sabiendo que cualquier distracción podía ser fatal, comprendiendo que luchaban contra un guerrero invencible, pero sobre todo, entendiendo que no hacerlo los volvía indignos del manto sagrado que tiempo atrás les fue concedido.

Hipólita volvió a ver a Jaki en aquel gigante de piel oscura. Eso era razón suficiente para destrozarlo. No necesitaba más.

 

***

 

Manigoldo atravesó aquel increíble asentamiento como un bólido destructor. Sintió que chocaba contra materiales que no conocía mientras atravesaba torres enormes, hasta que al fin pudo aterrizar en un suelo que no era de piedra ni tierra ni metal. Allí le esperaba el hombre al que debía derrotar. Adremmelech de Capricornio, un miembro de una orden de caballeros negros semejante a la que había destruido junto a Albafica y Gioca. A decir verdad, aquella batalla le recordaba a esa aventura más que a cualquier otra experiencia que llegó a vivir más adelante como santo de Cáncer.

—Menudo problema. No tienes alma. Y si te envío a la Colina del Yomi puedes reformarte a mi lado. Y para colmo de males tu manto sagrado atraviesa las dimensiones aprovechando la resonancia con la mía. ¿Un poco injusto, no crees?

Ganaba tiempo para pensar, o más bien para sentir. Debía esquivar un único pero potente golpe cada pocas palabras, y aprovechaba cualquier oportunidad para lanzar un buen puñetazo a aquella cosa, que lo evitaba de la misma forma mecánica que empleaba para atacar. ¿Siquiera estaba peleando con un humano?

«Gólem. Creo que ese fue el término que usó la mujer —recordó Manigoldo en medio de un largo salto hacia atrás. Había evitado por poco el ataque de Adremmelech: una onda destructora que primero se manifestaba como un temblor localizado, y luego despedazaba por igual el suelo y todas las construcciones que hubiera a cientos de metros a la redonda—. Supongo que entonces no puede entender qué es este lugar.»

Un trozo de asfalto llegó desde el sureste, girando a la vez que iba a por él a altas velocidades. El santo de Cáncer saltó sobre la plataforma y se impulsó en ella para acceder a otra de las tantas que también venían a por él. Miles de pedazos de la ciudad llenaban el cielo como armas que Adremmelech movía con telequinesis. Encima de uno de ellos, Manigoldo buscó a ese condenado Caballero sin Rostro.

«Les dije que había dado paz a aquellas almas y se lo creyeron. ¿Eran santos de Atenea, de verdad? Parecen adultos, pero solo ven la superficie de las cosas. —Sonrió levemente, una sombra de la idea que estaba elucubrando—. Millones de espíritus vinieron aquí en busca de venganza y no se irán hasta que la obtengan. Si es así…»

De un salto, se proyectó como una flecha disparada por el mismo Sísifo, destrozando el trozo de asfalto en el proceso. No importaba: había más, mucho más tras de sí, de todos los tamaños y formas. Adremmelech atrajo todos y cada uno: troncos de árboles fantasmales, fachadas de edificios de altura imposible, la mitad de una calle… Disparó aquellos proyectiles urbanos contra Manigoldo, que iba directo hacia él. El santo de Capricornio no dio muestras de entender la estratagema.

«Es tarde para eso.»

Aunque no se molestó en calcular bien el salto, la suerte le sonrió y pudo rasgar la piel de Adremmelech luego de atravesar la veintena de muros de piedra que este alzó para protegerse. Acto seguido, la telequinesis del santo de Capricornio trajo sobre ambos aquella marea de materia destructiva, sin saber que en realidad solo le estaba proveyendo de cantidades ingentes de pólvora.

A varios kilómetros a la redonda, tanto las partes que Adremmelech había arrancado de la ciudad cuanto la ciudad en sí ardió en un místico color azul. Manigoldo, quien se alejó de la zona en el último momento, pudo observar la antorcha de fuego fatuo desde la cima de un edificio tan grande como una catedral.

«Es como la mansión de Alvido —pensó, sorprendiéndose a sí mismo por poder mantener la calma. La lujosa casa que Altar Negro había construido a partir de almas humanas, la base de aquel hombre y sus compañeros, caballeros negros, criminales que usaban el alma como moneda de cambio—. ¿O la Fobia del Tártaro? —No estaba seguro de que lo que sentía en el lugar fueran almas, por mucho que lo parecieran. Les faltaba algo, como si tan solo fueran los restos de algo mayor y lo ocultaran uniéndose entre sí para dar forma a aquella ciudad—. Sea lo que sea, arden.»

Quien no ardió fue Adremmelech, pues varias estelas doradas se juntaron por encima de Manigoldo. Al mirar arriba, este vio el tótem de Capricornio. Y antes de que se recuperara de la impresión, el guantelete derecho de Cáncer empezó a cuartearse.

Adremmelech apareció de improviso. Ni siquiera se había terminado de formar, incluso tenía el brazo ardiendo cuando lo usó para tratar de golpearle. Manigoldo evadió el manotazo y contraatacó con Akubens, las pinzas del cangrejo. Usó los brazos para inmovilizar a aquella cosa sin rostro y las piernas para partirle las costillas; de un momento para otro, la tijereta partió por la mitad el cuerpo de Adremmelech.

—¿Y qué si no tienes un alma que pueda quemar? —Manigoldo hizo aquella pregunta solo después de aplastar la cabeza de Adremmelech de un pisotón. No era estúpido—. Mis puños fueron aliados de confianza mucho antes de que me entrenara mi…

El sonido de algo rompiéndose le cerró la boca. Miró hacia abajo, donde halló grietas visibles por todo el manto dorado. Las perneras explotaron antes de que pudiera decir nada. Justo las partes que estuvieron en contacto con Adremmelech.

—Es peor que Verónica —murmuró mientras veía cómo las mitades del cuerpo del gólem se juntaban y una nueva cabeza le surgía de los hombros, sin cara.

Tan pronto se alejó, el edificio sobre el que estaban explotó, liberándose así la rabia de las mil almas que se habían juntado para construirlo. Aquello no bastaría para vencer a Adremmelech, por supuesto, pero sí para retenerlo unos segundos.

«No puedo acercarme, su cosmos me daña tanto si me ataca él como si lo hago yo.»

Diez mil picos de acero trataron de arrinconarlo bajo un edificio que caía, lo que no fue ningún problema para la velocidad que como santo de oro podía alcanzar. Pronto cabeceó negativamente para olvidar eso: era evidente que Adremmelech usaba medios endebles para llevarlo a su terreno. ¡Incluso le hizo creer que un santo hecho y derecho dependía de la fuerza! Nada más lejos de la realidad, Adremmelech, de algún modo, generaba vibraciones en todo aquello que hacía contacto con su piel, como un terremoto liberado en la estructura atómica de la materia.

El santo de Capricornio lo alcanzó. Llevaba puesto el manto dorado, así como lo respaldaban las torres que atestaban la ciudad. Si las montañas caminaran y luchasen como los hombres, sus flechas serían parecidas a aquellas construcciones colosales.

—O tal vez las puntas —comentó, una broma para romper el hielo que un millón de almas habían generado tras una década de asesinatos indiscriminados. Alguien, un hombre como Alvido quizás, se había entretenido matando gente, arrojándolos a la desesperación más cercana a la Colina del Yomi que podía existir en el mundo de los vivos. Por ese alguien se había construido esa ciudad maldita, y ahora él iba a poner fin a aquel rencor inútil para salvar un mundo que jamás conocería—.  Podemos hacer dos cosas: o nos enfrentamos durante mil días, tú usando lo que ves y yo sirviéndome de lo que percibo, o resolvemos esto ahora. Da todo lo que tienes, Adremmelech de Capricornio, pues yo haré lo mismo.

Tampoco había mucho que hacer. Desde los primeros lanzamientos, cuando Manigoldo se molestaba en romper los improvisados proyectiles, hasta aquel último momento, Adremmelech prácticamente había puesto media ciudad en los cielos, solo que en posición invertida. Aun así, un terremoto inició tan pronto hizo el reto.

Un sonido titánico llenó el campo de batalla. Todo el cristal en la urbe estalló de inmediato, pero para entonces Manigoldo apenas podía oír. Juraría que una montaña había sido arrancada del suelo, o quizás se había levantado para disparar una de aquellas flechas en las que estaba pensando. A esas alturas, todo podía pasar.

Ni siquiera se molestó en comprobarlo. Chasqueó los dedos, el gesto que había convenido con los espíritus o lo que fuera que conformase la ciudad fantasmal mientras la recorría durante la batalla, y todo ardió.

Decenas de kilómetros fueron consumidos por el fuego fatuo. Una cúpula de ardor místico abrasó la ciudad entera para impedir toda huida al santo de Capricornio, y luego el cielo expulsó fulgores astrales que se unieron al mayor incendio espiritual que los santos de Cáncer hubiesen provocado jamás. Un acto solo un poco menos atroz que aquellos que permitieron que un lugar así existiera para empezar.

Manigoldo tuvo que ir a la Colina del Yomi durante todo lo que dura parpadeo para que tamaño infierno no lo consumiera a él también. Al regresar, lo que fuera el cascarón de una ciudad del futuro se había convertido en un meteoro ardiente que arrasaba las profundidades del limbo. Todo el odio concentrado en los espíritus despertó en medio de un conglomerado de voces extasiadas y furibundas; un ejército de almas desdichadas ansiosas por tener venganza. ¿Sobre quién?

El santo de Cáncer acompañó a aquellos seres, sombras de almas humanas, descendiendo al abismo sin fin que segundo a segundo creaban. Él les había dado el poder para vengarse a cambio de que le ayudaran a derrotar a Adremmelech. Puesto que ya no sentía el cosmos de aquella cosa, ahora sentía el deber de verles realizarla.

Al fondo de todo, bajo la corteza espectral que servía de base al fantasma de todas las ciudades del mundo, Gestahl de Altar Negro esperaba, paciente.

 

Notas del Autor:

 

Tras muchas semanas, puede que más de un año, conocemos a uno de los primeros santos de oro de los que habló el mago Oribarkon. ¡Nadie menos que Gugalanna de Tauro! El nombre proviene de la mítica criatura que venció Gilgamesh en su epopeya, junto a su compañero Enkidu. Me pareció apropiado para el primer santo de Tauro.

 

Gracias al talento de Seph Girl, podemos apreciar cómo se ve este curioso personaje:

https://www.devianta...Tauro-842772001

 

Aprovecho el capítulo para presentar los diseños de otros personajes. Algunos de ellos ya los habéis visto en la portada de esta historia.

 

Makoto de Mosca, nacido para sufrir y besar:

https://www.devianta...Mosca-689604699

 

Azrael, el asistente:

https://www.devianta...tente-689611470

 

Akasha de Virgo, la Suma Sacerdotisa:

https://www.devianta...Virgo-689326722

 

Rescatados de una historia anterior, tenemos a:

 

Orestes de la Corona Boreal:

https://www.devianta...Boreal-55089520

 

Sneyder de Acuario, el Pacificador:

https://www.devianta...cuario-61540127

 

Finalmente, Caronte de Plutón, antagonista principal de la primera temporada:

 

https://www.devianta...luton-107313725


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#325 Seph_girl

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Publicado 26 marzo 2022 - 14:49

Cap 116. Gugalanna de Tauro
 
Nos encontramos con Akasha quien está lidiando con Shijima de Virgo y sus técnicas espiritistas y existenciales.
Jajaja cada que Shijima le dice "Hija de Pandora" siento que podría estarle diciendo "Hija de pu**" XD
Total que está en el juego mortal de las 4 puertas, siendo LA VIDA la que eligió, veremos qué le sucede a la concursante.
 
Mientras tanto, los Plata del Argo Navis llegaron a la colina del Yomi donde los espera OTRO santo de oro, un Tauro, el cual pese a su visible peligrosidad, misoginia y lujuria desmedida... creo que es rearto simpatica el resto de su actitud jaja
Tras las presentaciones, nos enteramos que se llama Gugalanna y es uno de los Zodiacos primigenios! Holy shiiii..... Plus, es "inmortal" (otro más)
Dando clases de historia en el que cuenta que Atenea los entrenó directamente, worale. Y también cosas que dejaron helados a los chicos de plata jajaja el que Atenea no era bi sino que se metía con todo al parecer xD jajaja, ¡las reacciones de Emil fueron las mejores!
Total que parece que Gugalanna tiene el mismo exceso de confianza que mostró Aldebaran en el anime al dejar que los santos unieran esfuerzos para vencerlo y esas cosas jaja, a ver cómo le va...
Tambien es él quien nos chismea que Titania es la responsable de invocar a santos de otros mundos y realidades, ahora no solo es una lectora de fanfics sino que es escritora! Qué el Olimpo los agarre confesados!
 
Pero el episodio termina con el Manigoldo vs Adremmelech, quien emplea todo el campo de batalla como arma en combinación de su cosmos destructor jaja seguro que animado todo esto se vería criminal, sumado a que luego Manigoldo hizo arder todo para ganar... una derrota más para el Caballero sin Rostro que no gana ni una, so sad.
 
Aaaw, viejos dibujos que hice, que bueno que te gustaran jeje Yo siempre saldo mis deudas (aunque me tome muchos años :P)
 
P.D. Buen cap, sigue así.

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#326 Rexomega

Rexomega

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Publicado 28 marzo 2022 - 05:25

Saludos

 

Seph Girl. Me gustó poder darle un uso a Shijima de Virgo y esa barrera, ofreciendo una respuesta distinta a la que dio Suikyo de Copa en Next Dimension. Puede ser que sí tengan el mismo significado, puede ser que sea porque Pandora fue la primera mujer.

 

¿Quién lo diría? Escribo el personaje más salvaje y primitivo posible para resaltar lo distintos que eran los primeros santos de Atenea y me sale simpático.

 

Sí, en esta historia los inmortales salen de debajo de las piedras.

 

Y digo que Gugalanna (Gugs para los amigos) debe diferenciarse de los santos de Atenea que conocimos, pero, a mor de ser sinceros, Emil es un tanto único. Me divierto escribiendo de él, aunque puede que no sea recíproco en este caso. ¡A esos muchachos siempre los estoy metiendo en líos! Ahora con un discípulo de Atenea, nada menos.

 

Unos dirán cliché, yo diré tradición.

 

Todos empezamos leyendo las más alocadas historias hasta que empezamos a pensar que nosotros podríamos escribirlas también. ¡Ánimo, Titania! Ah, no, espera…

 

A falta de montañas, buenas son ciudades. No dudo que se vería bien animado, aunque temo que en nuestros tiempos abusarían mucho del CGI. Cuando escribía todo no me daba cuenta, pero sí, Adremmelech tiene una suerte terrible en las batallas.

 

¡Claro que me gustan! Y son un buen. Gracias de nuevo.

 

***

 

Capítulo 117. Amos del tiempo y el espacio

 

Puesto que consideraba a Manigoldo de Cáncer un aliado, Jäger no pudo reaccionar a tiempo para evitar las Ondas Infernales y solo le quedó maldecir a tan voluntarioso hombre mientras todo su ser era arrastrado hacia la Colina del Yomi. Sin embargo, no fue allí donde acabó, sino en el principio de toda aquella locura, donde fue invocado para evitar la corrupción del último bastión de la humanidad, el Santuario.

El santo de Orión era solo un punto en una amplia meseta de franjas y escarpadas rocas. Un semicírculo de colinas flanqueaba el territorio por el oeste. En el otro extremo, la tierra caía suavemente, como una cascada desnuda de toda agua, a través de un mar de niebla. Más allá de ese punto, destacando por sobre el negror infinito de la Cámara de Paradojas, como era llamado ese espacio ínter-dimensional, Jäger distinguió la cima de una montaña, alrededor de la cual giraban las brumas omnipresentes.

—Me habéis salvado —dijo el santo de plata con humildad.

Titania, sentada en un trono que flotaba por encima de todo, asintió. A la diestra de la astral de Urano estaba el regente de Neptuno, Tritos, quien con un chasquido de dedos hizo que todo se ondulara como rielado por una ola de calor.

Al tiempo que Jäger era elevado por hilos invisibles, franjas de tierra se hundieron y llenaron de agua, de modo que el suelo poco a poco adquiría la forma de un intrincado laberinto. Sobre cada una de las seis colinas, al tiempo,  se manifestó una esfera perfecta, la mayoría mostrando un mundo de pesadilla donde los hombres eran poco menos que bestias. Solo dos se distinguían del resto, la primera mostrando la ciudad en la que Jäger y los demás habían combatido, y la otra un paisaje celestial por el que el santo de Andrómeda corría con clara desesperación.

—¿Qué es esto? —preguntó casi sin darse cuenta. Era tan grande y denso el poder que sentía en aquellos dos que no podía distinguir quién lo mantenía en el aire, paralizado.

—Sí, son mundos —dijo Titania—. Reconstrucciones de eventos extraídos de la Esfera de Saturno. —Inclinó levemente la cabeza, pensativa—. Es posible que la conozcas como los Registros Akhásicos, donde todo el tiempo es reunido.

—Pasado, presente, futuro —aclaró Tritos, para quien la mente confundida de Jäger era un libro abierto—. Lo que pudo ser, lo que podría ser, lo que jamás será. Claro que no está bien indagar en lo que está o no por venir, Casandra lo descubrió por nosotros.

En otras circunstancias, Jäger habría interpretado aquellas palabras como desvaríos, pero él había estado presente cuando santos de distintas épocas y mundos fueron convocados por quien los miraba desde el trono: una mujer, sí, pero que parecía haber sido esculpida tal cual era ahora, sin necesidad de padres. Verla era como contemplar la inmensidad del cielo nocturno, incluso la ropa que llevaba parecía haber sido arrancada del firmamento. Desde los pliegues del vestido, puntos luminosos destellaban, acaso listos para salir e incendiar con fuego sidéreo el laberinto que había debajo. 

Miró de nuevo las esferas con cierta cautela. En cada una podía distinguir dos de los doce templos custodiados por los santos de oro: Virgo y Sagitario en el cielo, Cáncer y Tauro en salientes de las montañas que rodeaban la ciudad fantasma, Géminis y Escorpio en la cima de dos delgadas colinas, casi pilares, de dispar tamaño…

—Yo relacioné qué templos incluir en cada mundo —explicó Tritos, dejando claro al santo de Orión que no gozaba de ninguna clase de privacidad. El desagrado en la cara de Jäger fue evidente—. Combinaciones al azar.

—Eso no es cierto.

Incluso si aquella mujer y su pálido acompañante de túnica acuosa eran enviados de los dioses, no estaba dispuesto a que le mintieran con tanto descaro. Él estuvo allí cuando más de una docena de santos de Atenea se reunían, la mayoría desconocidos entre sí.

—Nos habéis elegido a través del tiempo para evitar lazos de camaradería —acusó Jäger, pensando en lo distinto que pudo haber sido luchar contra los aliados de los caballeros negros al lado de los mismos héroes que le ayudaron en Troya—. Teméis que haya confianza entre vuestros elegidos.

Tritos sonrió de oreja a oreja, impresionado. Titania no hizo gesto alguno, pues esperaba aquel cuestionamiento.

—Mi objetivo es detener la conspiración del Santuario para gobernar el mundo —dijo la regente de Urano—. No lo lograré creando el contexto para que surja otra. En cuanto obtenéis más poder del que merecéis, los santos de Atenea dejáis de ser de fiar.

Los ojos ambarinos de Titania se clavaron en el osado santo de Orión, quien le evitó la mirada. Por un solo segundo se sintió aún más desnudo que al sobrentender que el pálido enviado de los dioses podía leerle la mente. ¡Y cómo no sentirse así! Había pretendido juzgar a quien buscó peones a través del infinito y la eternidad.

—Lo siento, no puedo abandonar tu mente —se excusó Tritos, llegando al sorprendente extremo de inclinar la cabeza. A Jäger le pareció más humilde que cualquiera de los campeones divinos que conoció en el pasado, claro que entonces solo llegó a conocer a los autoproclamados dioses del Zodiaco, ebrios de poder tras milenios de servidumbre—. Dar consistencia material al Samsara,  la técnica de Shaka de Virgo, buscar santos de oro de tiempos y universos distintos, alimentar un ciclo infinito de batallas… Es mucho el poder que estamos concentrando aquí. Si yo no estuviera presente en tu mente, joven, habrías colapsado antes de poner un pie en este lugar.

—¿Un ciclo infinito de batallas? —repitió Jäger, extrañado.

—Dime, santo de Atenea, ¿qué clase de poder percibes en mí?

Jäger estuvo tentado a asentir, pero se contuvo. Escudriñó a la mujer que tenía enfrente, superando lo insignificante que se sentía con solo arañar la superficie de una energía tan colosal. Así permaneció una eternidad, en medio de la fricción entre el microcosmos —el universo que latía en su interior— y el macrocosmos que la dama cubierta por el cielo mismo representaba, hasta que al fin lo entendió.

—Atenea —susurró, aún más atemorizado de lo que estaba la primera vez que aquel ser lo contactó—. ¿¡Eres Atenea!? ¿La auténtica? —tuvo que aclarar.

—No. Mi nombre es Titania. Y él es Tritos. —Meditó durante unos segundos antes de continuar. Jäger no pudo evitar preguntarse cuántas posibilidades podría concebir aquel ser mientras un hombre común solo hilaba un par de ideas—. Atenea encarna en la Tierra como un ser humano. En todas ellas, en realidad. ¿Qué crees que ocurre con la divinidad? Luchaste en la Guerra de Troya, debes saber de lo que te estoy hablando.

—Sí. La primera generación de santos de oro reunió más poder y conocimiento que ningún otro grupo humano, hasta el punto que se consideraron a sí mismos dioses y proyectaron invadir y conquistar otros mundos. Nunca comprendí los términos entonces, solo la necesidad de detenerlos, pero hablaban mucho sobre el multiverso.

—Los dioses no dedican su inmortal existencia a un único planeta. Ellos manifiestan su voluntad allá donde haya vida consciente, sin que los límites del tiempo y el espacio signifiquen obstáculo alguno. Todos los santos que convoqué en este lugar han conocido a Atenea, la misma Atenea viviendo diferentes vidas.

Jäger trató de comprender la magnitud de lo que estaba escuchando. Otros planetas, otros universos y una voluntad divina capaz de estar presente en todos los lugares en los que era necesaria al mismo tiempo. Sentía que la cabeza le iba a estallar.

—La divinidad no va a ninguna parte, porque nunca tuvo que moverse. Está más allá de lo que los humanos, incluso los que conocen el cosmos y sirven a los dioses, podrán comprender. Es el verdadero infinito detrás de todos los demás, y yo soy una parte de eso. Mis dones divinos provienen de Atenea, la diosa de las guerras justas.

De nuevo Tritos dio claras muestras de entender el caos que imperaba en la mente de Jäger. Se aclaró la garganta antes de intervenir, aunque no lo necesitara.

—Atenea querría que los santos tuvieran una pequeña oportunidad de victoria, así que dejamos que los santos enfrenten a otros santos en un ciclo infinito. —Chasqueó los dedos, y en cada esfera pudieron verse imágenes de los guerreros apresados en ellas y los que fueron convocados para enfrentarlos—. Si uno de los nuestros cae, otro tomará su lugar, así hasta que alcancemos la victoria.

—U ocurra un milagro —soltó Titania con aburrimiento, lo que ensanchó todavía más la sonrisa de pez que Tritos había formado—. ¿He respondido tus dudas, Jäger? ¿Accederás ahora a mi petición como la elegida de tu diosa?

—Solo la diosa Atenea podría responder todas las dudas que ahora tengo —dijo Jäger, sobrepasado por la situación. La última vez que había sido parte de un conflicto tan grande estuvo a punto de desaparecer de la historia del Santuario junto a todos sus compañeros—. Y aún no puedo imaginar qué querría de mí alguien como tú.

—Tuteando. Qué descortés… —susurró Tritos.

De pronto, un hedor nauseabundo se adueñó del lugar. Jäger, tratando de aguantar el deseo de vomitar, con los labios llenos de un regusto a muerte y enfermedad, miró en todas direcciones hasta hallar, arriba, un círculo de aguas amarillentas delimitando un portal hacia Bluegrad, la ciudad en la que el rey Bolverk nació.

—Quiero que comandes un ejército —dijo Titania, mirándole con fijeza. No parecía molesta por la falta de formalidad—. Que encabeces la última Guerra Santa para ese Santuario corrompido y todos aquellos que lo ayudarían a cumplir sus ambiciones.

 

***

 

Asterión no tardó en recuperarse de la impresión de ser arrastrado en espíritu a otro mundo. Acostumbrado como estaba a los más alocados portentos, enseguida adoptó un enfoque práctico, analizando el escenario en el que se encontraba.

Poseía la altura de una montaña, distanciándose del suelo por un par de miles de metros, pero era más bien un enorme pilar de tierra. Allí fue donde dirigió en primer lugar su mirada el caballero de Lebreles, esperando poder reconocer el terreno. Fue imposible. Si la titánica columna estaba en medio de un llano, una pradera pelada de sinuosas colinas o un desierto estéril, no era posible determinarlo de tan numerosas que eran las criaturas que ocupaban el terreno en un asedio orquestado por el mismo Hades. ¿De dónde, si no el inframundo, podría provenir aquel mar infinito de almas insaciables? A pesar de la altura, creía poder distinguir los alaridos de aquellos miserables, siempre ansiando más de lo que tenían. Enfocó más los sentidos, potenciados por el notable cosmos que había alcanzado al servicio del Hijo, hasta que empezó a percibir, entre parpadeo y parpadeo, que a pesar de que no había huecos entre un espectro y el de al lado, los números cambiaban de forma constante. El compañero devoraba al compañero solo para ser consumido también por el que los miraba desde atrás. Eso ocurría a razón de un millón de veces por segundo, sin que la horda infinita acabara jamás. Al lado de aquello, los frentes de la reciente guerra entre el Hades y la humanidad se le antojaban una minucia.

«Claro, porque no estuviste allí —se apresuró a recordar Asterión.»

Harto de esa nefasta visión, miró hacia atrás. Solo había una cosa en la cima de ese remedo de montaña que mereciera su atención: un templo del Zodiaco. Con solo verlo, mientras la concienzuda descripción que Lesath de Orión le hizo sobre el edificio que pudo haber sido su hogar trataba de emerger desde la laguna de sus recuerdos, Asterión cayó en la cuenta de que estaba en uno de los pedazos en los que el Santuario había sido dividido por Titania de Urano. Cortado, en verdad, aunque no por el poder de un santo de Atenea que con sus puños puede cambiar los mapas del mundo, sino por algo más terrible, una fuerza primordial capaz de cortar y unir el tejido espacio-temporal.

—Escorpio —susurró el caballero del Hijo—. ¿Por qué tenía que ser Escorpio?

Pronto decidió que debía ser un capricho más de los Astra Planeta, pero siguió mirando el edificio en espera de una respuesta. Era tan extraño verlo allí, solitario, con las escaleras que lo conectaban al resto del Zodiaco terminando en un precipicio.

Asterión maldijo a viva voz. Recorrer la cima de aquella montaña que un día fue parte del Santuario lo obligó a volver a pensar en lo que había en sus faldas. Con los sentidos fijos en aquel pozo de muerte, una nueva sensación lo embargó, la de su propio cosmos pugnando por abandonarlo para ir a saciar las etéreas bocas de un millón de almas. Rio, rememorando hasta qué punto había subestimado los sermones que de niño oía sobre los pecados capitales, sobre todo cuando él, siendo un muchacho de fuerte metabolismo, escuchaba de los peligros de la gula y el destino que esperaba a quienes se dejaban llevar por ella. Tembló, desde los pies a la cabeza, ante la idea de acabar arrojado ese destino funesto. Ni siquiera con el poder que tenía se imaginaba ascendiendo toda la montaña si caía de ella; a medio camino sería un esqueleto, si acaso.

Tener tan presente aquel riesgo, con las demenciales peticiones de las almas en pena llegando a sus oídos y amartillándole la mente, le impidió darse cuenta de que un lazo de puro cosmos carmesí se le enroscaba en el brazo.

—No me andaré con rodeos —dijo una voz desde el umbral del templo de Escorpio—. Vuestro antiguo Sumo Sacerdote fue parte de las filas de Poseidón, a quien liberó provocando un cataclismo global. Atenea le perdonó —tuvo que admitir el hombre según avanzaba, revelándose como el guardián del octavo templo zodiacal—, pero en cuanto ascendió al Olimpo, Kanon de Géminis recurrió a todas las tretas posibles para obtener poder. Formó una alianza con Poseidón, con el líder genocida de los caballeros negros de tu época y con un dios de a saber qué cosa que al parecer es enemigo de todos los dioses, antes de ceder el trono papal a una chiquilla. ¿Me olvido de algo?

—De presentarte —dijo Asterión—. Entre otras cosas.

—Iskandar de Escorpio —dijo el guerrero de largo cabello rubio, incrementando la presión del lazo—. Y tú eres Asterión de Lebreles, un traidor.

El ex-santo de plata no necesitó leer la mente del enemigo para saber lo que pretendía. Ya estaba ideando una contramedida cuando algo insólito ocurrió.

La sorpresa reinaba en los rostros de Iskandar y Asterión, demostrando que ninguno de ellos era responsable de lo que había desviado el lazo carmesí desde su centro. Era como si una fuerza invisible estuviera repeliendo el cosmos del santo de Escorpio. Y entonces, sin dejar tiempo para formular teoría alguna, cayó sobre la técnica rota el responsable de tal fenómeno, vestido con las ropas de un civil.

—Recomiendo que os apartéis —dijo Arthur.

El Juez no habló con un tonto autoritario, sino cordial. Aun así, el par accedió de inmediato cuando el largo abrigo se alzó revelando cuatro orbes transparentes, los cuales pulsaban una energía tan inmensa como concentrada.

Habiendo pausado el combate, Iskandar y Asterión fueron capaces de escuchar cómo miles de seres ascendían por la montaña. Debía atraerles el cosmos que aquellos tres guerreros poseían, y la única razón por la que tardaban tanto en llegar a la cima era porque luchaban por ganarse un primer lugar y apartar a la competencia.

—Se alimentarán de tu energía. ¡Desiste! —pidió Asterión, a pesar de no tener certezas al respecto, había aprendido a confiar en su instinto más que cualquier otra cosa.

Arthur sonrió, un gesto que debía ser tranquilizador, y proyectó los orbes por los cuatro rincones de aquel infierno. Aunque los mismos viajaron a la velocidad de la luz, la fuerza gravitatoria que poseían atrajo a todos los seres que escalaban la montaña y a los millones que esperaban al fondo. Torrentes de cuerpos se concentraron en cuatro grandes masas que solo podían seguir el camino trazado por la técnica del santo de Libra; tan grande era el poder que los atraía, que desde el primer instante, pequeño aun para aquellos guerreros, la carne, los huesos y la sangre ya se habían desintegrado.

Tera Graviton. El cosmos puede ser empleado para ataques indirectos. Altero un poco los gravitones y mi mejor aliada hace el resto —explicó Arthur, con una fría tranquilidad que contrastaba con la brutal destrucción que acaba de desatar—. Empezar a luchar en un escenario tan desfavorable no dice mucho de vuestra sensatez.

Iskandar echó un vistazo al recién llegado, cuyo enorme cosmos lo distinguía como santo de oro, incluso si no llevaba encima manto alguno. Pronto notó que no se parecía a ninguno de los convocados por Titania de Urano, lo que solo podía significar una cosa: tenía que ser uno de los traidores a los que debía ejecutar.

—Cuidado —dijo Arthur.

La advertencia llegó después de que el santo de Escorpio hiciera su movimiento: un veloz puñetazo con el que lo pretendía sacar al santo de Libra de la montaña. El ataque falló, en el último momento el puño se desvió del objetivo y la inercia llevó a Iskandar a pisar el último peldaño de una escalera incompleta, que daba a donde debía estar el séptimo templo. Oír entonces las palabras de aquel sujeto lo enardeció.

 

—Tenéis poco tiempo —dijo Arthur, sacándose el polvo de la capa de forma despreocupada—. Y yo no voy a poder ayudar.

Miró hacia donde estaba Iskandar, quien lo retaba, y más allá. Distinguió, embargado de curiosidad, el cosmos que emitía el templo que encabezaba otra montaña —otro trozo del Santuario que los Astra Planeta habían arrastrado hacia aquel lugar—; por supuesto, solo esa persona se atrevería a ejecutar una técnica de tal magnitud a esa distancia. A pesar de que imaginaba lo que pretendía el guardián, no se molestó en evitar el ataque. Un uno contra uno sería un escenario menos caótico que la lucha grupal que esperaba.

El espacio fue rasgado alrededor de Arthur, quien se vio envuelto en un espacio limitado por infinitas líneas entrecruzadas. Ser presa de la Otra Dimensión en un lugar como aquel le trajo gratos recuerdos del día en que obtuvo el manto de Libra, aunque dudaba que fuera de eso de lo que quisiera hablar su contendiente.

Así, el Juez desapareció en la brecha dimensional, a donde, sabía, no tardaría en dirigirse el ejecutante de tan característica técnica. Acto seguido, la grieta se cerró.

 

—¿Huyó? —masculló Iskandar, aún preguntándose cómo había podido fallar de esa forma. Una barrera, suponía, aunque demasiado eficiente: ni siquiera llegó a haber un choque de cosmos—. No. Ese hombre se encargó de él.

Miró hacia abajo en busca del templo de Géminis, pero acabó viendo el efecto colateral de la técnica del santo de Libra. Un surco inmenso se extendía desde la falda de la montaña sobre la que estaban hasta más allá de donde alcanzaba la vista, y el cielo por encima de aquella destrucción lucía como si acabara de partirse en dos. Era lo mismo en el este, el oeste y el norte; efectos desproporcionados si la intención era librar a su aliado de la amenaza de unas cuantas almas en pena. Pero no podía discutir el resultado. 

—Parece que nuestros aliados nos han abandonado.

—No es mi aliado —dijo Iskandar, quien recordaba demasiado bien a sus compañeros. Ni el santo de Géminis que la mujer trajo de quién sabe dónde ni el santo de Libra que dominaba la gravedad tenían nada que ver con él, incluso si servían a la misma diosa en otro mundo u época—. No vivimos en la misma manzana.

—¿Manzana? —repitió Asterión, confundido—. Bueno, Arthur de Libra y yo somos aliados circunstanciales, por el momento. Y nada cambia que nuestro sino es matarnos. ¿No, esclavo de los dioses?

Iskandar no se dejó llevar por la pulla, no tenía razones para hacerlo. Asterión no se había molestado en refutar ninguna de las verdades que Titania de Urano le había contado y hasta mostrado, para convencer a los tercos como él. El caballero de Lebreles tampoco tenía paciencia para explicar su historia a un completo desconocido.

«Él es un santo de oro —se dijo este último, advirtiéndose a sí mismo que no debía subestimarlo—. Yo soy un caballero del Hijo, también he despertado el Séptimo Sentido. Un combate igualado entre ambos sería como una Batalla de Mil Días, pero el escenario es reducido y no sabemos cuánto tardarán en aparecer más de esos devoradores de cosmos. Debo acabar esto rápido.»

Una sonrisa alargada le llenó el semblante cuando comprobó que podía leer incluso la mente de aquel guerrero de élite sin alertarlo. Buscó allí las estrategias que el santo de Escorpio estaba ideando —ninguna; veía en su enemigo a un santo de plata traidor con aires de grandeza, un pelele al que despacharía en un momento—, luego fue más al fondo, donde pudiera encontrar los defectos de las técnicas de Iskandar. No podía arriesgarse a creer que solo dominaba la Aguja Escarlata y la Restricción.

Iskandar no se quedó esperando. Fue de frente con una patada alta directa al mentón del caballero, quien la frenó al punto.

—Aún estás a tiempo de rendirte —dijo Iskandar, ejerciendo presión—. Traidor.

 

***

 

Shun sentía que llevaba una eternidad dando vueltas, aunque no por culpa de las siempre fiables cadenas de Andrómeda. Se había empecinado en retrasar lo más posible el encuentro con el santo de Sagitario que era idéntico a Seiya —que era Seiya, se corrigió de inmediato—. Solo la desaparición del cosmos de Akasha lo incentivó a dejar de rehuir lo inevitable, aunque igualmente tardó un tiempo en tomar una decisión.

Más del que Seiya estaba dispuesto a esperar.

La cadena redondeada giró veloz alrededor de Shun, bloqueando una infinidad de haces de luz: el Trueno Atómico, una variante más rápida de los Meteoros.

El ángel dorado descendió en picado desde las alturas sin dejar de atacar. Luego de varios segundos de inútil asedio, se detuvo; el solo batir de las alas generó un fuerte viento que Shun resistió, estoico y firme como una piedra.

—Eres tú —musitó el santo de Andrómeda, casi tartamudeando. Las cadenas se replegaron, inquietas por el peligro que el hombre de dorado manto representaba.

—Eres tú —dijo Seiya, quien lo miraba con dolorosa determinación. Tenía los ojos húmedos—. Cuando me dijeron que eras parte de esto, que éramos parte de esto —corrigió, confundido de estar diciendo algo así—, no quise creerlo. No podía creerlo.

—¿Parte de qué? ¿Qué te han contado? ¿Y cómo obtuviste el manto de Aioros?

—Vengo de otro universo —fue la única explicación que Seiya pretendía dar—. De un mundo en el que llegaste a convertirte en médico.

«Otros mundos —pensó Shun, rememorando la información que trajo Shaula y cuanto Orestes les había mostrado—. ¿Como en la Guerra del Hijo?»

—En él sigues siendo mi compañero, mi amigo, que debe hacer aquello que más odia, luchar, por el bien del mundo y no por ambición personal.

—¿Ambición? Si en verdad eres Seiya, así no seas el de mi mundo, sabes que no me mueve la ambición. ¡Ni siquiera me he atrevido a soñar más con una vida normal porque sé que mi sino fue marcado por las estrellas! Soy Shun, santo de Andrómeda, y tú… —No continuó. Superado por la situación, señaló las alas que mantenían a Seiya sobre los cielos—. No comprendo lo que ocurre. Quién eres, quién crees que soy.

—Recibí este manto de oro de Atenea. Nuestra diosa, ¿recuerdas? —acusó, severo—. Aquella a la que el Santuario debe rendir cuentas antes de aliarse con un genocida y el dios que ha sido su némesis desde la era mitológica.

—¡Para salvar el mundo!

—Sí —aceptó Seiya. Calló unos segundos; necesitaba reunir fuerzas para seguir—. Dices que no tienes ambiciones personales, pero sé que siempre has deseado un mundo en paz. Si alguien te tentara con la idea de obtenerlo, tal vez… Solo tal vez…

Apretó los puños con fuerza, quizá luchando por no volver a atacar a su amigo. Porque no fuera necesario hacerlo.

—Te han engañado, Seiya. No sé si estás aquí por el Hijo o los Astra Planeta, ni siquiera sé si eres real o una muy elaborada ilusión —mintió; sabía que no lo era—. Pero no pertenezco al Santuario corrompido que un día debimos enfrentar. Lucho por mantener la paz que tanto nos costó lograr. ¡Estoy seguro de que Atenea lo aprueba!

—¡Lo he visto, Shun!

Aquel grito estremeció al santo de Andrómeda. Desesperación, furia, decepción. No eran emociones que esperaba ver en quien era la viva encarnación de la esperanza, el hombre que menos sabía de rendirse en todo el universo.

Un irreconocible Seiya ejecutó de nuevo el Trueno Atómico. Shun pudo haberlos detenido, por supuesto, la Defensa Rodante era lo bastante sólida como para eso y más.

Pero en lugar de defenderse, atacó. Como un trueno, la onda triangular atravesó la lluvia de estrellas, extinguiendo la mayoría en su camino hacia el rostro de Seiya.

—El Shun que conocí no habría hecho esto —dijo el santo de Sagitario. De milagro pudo desviar la cadena, sufriendo solo un corte en la mejilla—. Cuando Hades te utilizó, tú mismo ofreciste tu vida para evitar ser el enemigo de la humanidad.

A salvo tras la perfecta defensa de la cadena redondeada, Shun suspiró, entristecido. ¿Le habían mostrado a Seiya un futuro en el que seguía siendo el avatar de Hades? ¿Eso era suficiente para poner a su amigo, su hermano, en su contra?

—Debe haber otra…

Seiya no pudo terminar la frase, pues Shun sonreía. Era la sonrisa más desoladora que jamás llegó a ver; le dolió.

—Parece ser que ya no soy el Shun que conociste —dijo el santo de bronce. Golpeó de lleno una de las alas de oro con la Onda del Trueno, haciendo que Seiya retrocediera unos metros—. Tal vez nunca lo fui.

—Es lo mejor —susurró Seiya, hundiendo los hombros bajo el peso de los cielos. Sin ser consciente de ello, hizo suyas las palabras de la mujer que lo convocó—. Mi indecisión provocó demasiadas muertes. La humanidad estuvo a punto de desaparecer solo por haberme apiadado de una niña —explicó en un vano intento de convencerse a sí mismo. En realidad, estaba seguro de que volvería a cometer ese error.

—Seiya. Salvaremos el mundo como siempre hemos hecho. Si para lograrlo tengo que luchar contra ti, no dudaré.

—Eso ya me lo has dejado claro.

Callando más verdades de las que ambos podían imaginar, los hermanos empezaron una batalla que les removía en lo más hondo de sus almas.

 

***

 

Jäger contemplaba todas aquellas batallas imposibles entre guerreros que el orden natural del universo jamás habría reunido. Incluso él, que en otra vida se atrevió a retar a los santos de oro, se estremecía al observar tan extraño fenómeno.

—Arthur de Libra también desapareció de nuestro campo de batalla —dijo Tritos, desanimado—. Nos esforzamos mucho para darles un contexto en el que pelear y ellos nos lo agradecen huyendo. Las Ondas Infernales, las Cuatro Puertas de Buda, la Otra Dimensión… ¿No puedes frenar las técnicas de esos santos de oro?

—Sabes que sí —dijo Titania, cuya atención estaba sobre todo centrada en la lucha de Seiya y Shun—. No importa a dónde vayan, porque solo hay un sitio al que pueden regresar. Deberías recordarlo, ya que ese fue tu único aporte.

—Mi gran aporte —replicó Tritos—. ¿Quién más que yo podría enviar las mentes de hombres que dominan el Octavo Sentido y se hallan perdidos en los mares olvidados? No fue una tarea fácil.

—Con mi ayuda, debió serlo. Yo soy la llave y la puerta a todos los mundos, así que no tienes ningún obstáculo y solo tienes que localizar a los objetivos que yo te señalo. ¿No son bastantes ventajas como para que no confundieras el cabo de Sunión con el resto del Santuario? —cuestionó, atravesando a Tritos con una mirada relampagueante.

Tritos se quedó sin palabras, o bien prefirió evitar que el reproche de Titania se convirtiera en un severo castigo: había dejado una vía a los santos para regresar a la Tierra, después de todo; si hallaban el cabo de Sunión, dejarían de sentirse vulnerables y derrotados como para aceptar, ahora sí, claudicar ante ellos y evitar la guerra entre la Tierra y los cielos. En eso había pensado la regente de Urano al trasladar ese pedazo de tierra sagrada a la Esfera de Neptuno, pero Tritos, un poco molesto con Acuario y Tauro, sus carceleros, los envió a uno de los seis mundos de la Rueda de las Reencarnaciones sin consultar primero a Titania lo que reservaba para ellos.

Con un gesto, el regente de Neptuno hizo que la niebla se dispersara. Aquello sorprendió a Jäger, que estaba seguro de que no cualquiera podría hacer eso con las brumas del tiempo. Conmocionado, a su pesar, por el vasto poder que Tritos empleaba, desvió la mirada hacia la lejana montaña ahora descubierta.

Era tan extraña como la última vez que él y los otros santos de plata y oro convocados la vieron, pues ya entonces eran capaces de distinguir infinidad de líneas, acaso letras e imágenes en relieve, de épocas más viejas que el hombre, por sobre la oscura superficie. La cima era más pequeña que el resto, como si alguna fuerza hubiese erosionado los alrededores, y aun así seguía siendo más grande que la meseta sobre la que estaban. Además, los siete salientes que sobresalían en el frente, junto a los diez picos que la coronaban, dispuestos en intervalos demasiado regulares, dejaban la impresión de que alguien había tallado aquella elevación natural.

Tritos no pudo evitar una carcajada justo en ese momento. Jäger, que no comprendió la reacción, tampoco halló una respuesta en la indiferente Titania.

Seis mundos. El infierno, el reino de las bestias y el del hambre. También estaba el dominio de los guerreros insaciables, el de los hombres atestado de emociones y el cielo, perfecto e inmaculado. La explicación de Titania a los santos convocados fue mucho más extensa, pero aquel era un buen resumen. Como campos de batalla imposibles para combates imposibles, se habían creado nuevas dimensiones.

Según lo que Jäger había entendido, Tritos enviaba las mentes de los santos culpables a cinco de los seis mundos, mientras que el resto —los que aún no dominaban el Séptimo Sentido— quedaban atrapados en el limbo humano, que ya ni siquiera existía. Manigoldo lo había arrasado con fuego fatuo. El santo de Orión no pudo evitar alegrarse de que ese matón lo hubiese traicionado; no habría sobrevivido a aquellas llamas.

Titania, la campeona de Atenea, era la llave y la puerta. Así se definía, como alguien que puede escarbar en las profundidades de cualquier lugar en el tiempo-espacio.

Eso significaba que ninguno de ellos había creado los seis mundos.

—No lo hicimos —contestó Tritos, que jugaba imprudente con la bruma del tiempo, formando figuras divertidas que bien podrían estar provocando catástrofes en el otro extremo del universo—. Tampoco os creamos a vosotros.

—Recuerda, Jäger de Orión, que no eres el mismo hombre que luchó y murió en Troya —dijo Titania—. Eres una reconstrucción de ese hombre.

—¿Decís que no soy humano? —cuestionó Jäger, tratando a duras penas de no parecer hostil—. Eso es imposible. Me siento…

—¿Sabes el cataclismo cósmico que podríamos provocar con solo sacar a uno de vosotros de la historia de una era, un mundo? ¿Todo lo que implica? Es por eso que necesitamos a alguien que guarde un registro de todos los eventos de la existencia, para que nadie pueda trastocar el delicado equilibrio de… ¿Te aburres, Jäger?

Superado por lo que escuchaba, el santo de Orión bajó la mirada. Respondió, no obstante, a la interpelación de Titania:

—Creía que vosotros erais los amos del tiempo y el espacio.

Tritos volvió a reír. La bruma regresó a su lugar, ocultando la lejana montaña.

Pero no antes de que en esta se abrieran los ojos de un gigante. Uno bajo cada saliente. El intercambio de miradas con el santo de Orión ni siquiera duró una milésima de segundo, y eso fue suficiente para hacerle entender lo pequeño que era en el juego de los auténticos campeones de los dioses. Tritos, el viajero, Titania, la llave y la puerta…

Titán de Saturno miró a aquel pequeño hombre y a sus hermanos con uno de sus ojos, mientras que el resto observaba la Colina del Yomi, la Otra Dimensión, la Puerta de la Vida y los falsos infiernos que había creado por petición de la regente de Urano. Todo el espacio-tiempo era una sola cosa para su guardián.

 

Notas del autor:

 

 

El personaje de Iskandar de Escorpio pertenece al fanfic Némesis Divino de Killcrom. Todos los derechos le corresponden a él. ¡Muchas gracias por su aporte!


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#327 Seph_girl

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Publicado 02 abril 2022 - 14:09

Cap 117. Titania comienza a escribir este fanfic.
 
Pues a Jager no le tocó ir a la colina del Yomi como a los platas, sino que regresó al punto de guardado/inicio de su aventura gracias a Titania.
El tipo se guarda su machismo porque Titania tiene un inmenso poder y pues da la finta de ser una diosa jaja. Jager demuestra que es listo, disque entendiendo porque juntaron a más de una docena de Dudes que no se conocen entre ellos para guerrear con los santos de este fic. (y ni hemos visto a la mitad XD ¿Quiénes serán?)
Total que le cuentan sobre la existencia del multiverso anime, manga, fanfiquero, etc del que Titania tomó prestados personajes y eso fue ya demasiado para Orión.
Titania nos cuenta su PLAN, aquel que dijo SERIA TERRORIFICO, que terminó siendo un fanfic sin fin de batallas interminables... por experiencias personales leyendo otra historia que parece que nunca se va a acabar, sí, encuentro ese castigo cruel y desesperante, ¡pero para el lector ,Titania! jajaja
El caso es que a Jager lo eligen para que vaya a dar lata a la gente que se quedó en la Tierra porque no les gusta que haya personajes secundarios perezosos al perecer.
 
Mientras tanto, nos centramos en Asterión quien se topa con Iskandar de Escorpio (personaje de Killcrom), pero no tuvieron tiempo de darse de a golpes en ese instante porque aparece Arthur de Libra para limpiarles el terreno de monstruos/almas infernales antes de irse a emprender su propia lucha, porque el 1 vs 1 es importante y hay que respetar las formas.
 
Luego volvemos con Shun de Andromeda quien trata de convencer a ese Seiya de Sagitario (que es del universo de SS Omega) que nada de lo que Titania les chismeó era verdad. Este duelo pinta interesante por THE DRAMA.
 
Y todo termina con la primera aparición de Titán de Saturno, dun dun duuun, quien es una cosa colosal al parecer.
 
¡¡Que cosas tan chidas se vienen en los próximos episodios, yeii!!!
 
PD. Buen cap, sigue así :)

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#328 Rexomega

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Publicado 04 abril 2022 - 06:08

Saludos

 

Seph Girl. Sí, Jäger es listo, tanto por entender ese pequeño detalle cuanto por olvidarse un poco de sus prejuicios en esta ocasión tan tenso. Por ahora conocemos a Tauro (Gugalanna, Original), Géminis (Saga), Cáncer (Manigoldo, Lost Canvas), Virgo (Shijima, Next Dimension), Escorpio (Iskandar, Némesis Divino) y Sagitario (Seiya, Omega). Ya de por sí es un curioso grupo, así que podemos esperar cualquier cosa.

 

Como siempre me ha gustado el género crossover, me pareció muy divertido poder explorar los distintos universos de la ya entonces extensa franquicia Saint Seiya. Así es, los personajes secundarios deben ganarse el pan haciendo algo, aunque sea lavarse los dientes. Crucemos los dedos por los que están en la Tierra.

 

Hasta en esta historia que tiende tanto a las luchas masivas recordamos las buenas tradiciones. ¡Gran trabajo, Arthur! Nada como un buen uno contra uno.

 

Desde hace bastante tiempo que los protagonistas ascendiendo como santos de oro es una idea que me hace ruido. Aunque sea canon ahora, no lo encuentro natural, razón por la que estoy conforme con haberlos mantenido en sus respectivas constelaciones. (Plus, si no lo hubiese hecho, Lucile, Arthur, Akasha, Triela y Sneyder no existiría. ¡Traten de imaginar Juicio Divino sin ellos!). Sin embargo, mientras pensaba en qué personajes podían cubrir cada puesto, vi la posibilidad de tener a un Seiya en todo ese asunto y la tomé. SSO nos hizo un gran servicio, aunque quizá Shun no esté de acuerdo.

 

El personaje empezó como un gigante de cinco metros, si no me falla la memoria, y míralo ahora. Él sí que es aterrador de ver, ¿cómo será enfrentarlo?

 

***

 

Capítulo 118. Siervos de un dios sin nombre

 

El dantesco escenario dominado por el hambre al que había viajado Arthur fue sustituido por el familiar cruce ínter-dimensional que conocía como la Otra Dimensión, el rincón de la existencia donde forjó el poder que ahora dominaba bajo la tutela del antiguo Sumo Sacerdote. Aun así, era consciente de que seguía en la palma de la mano del enemigo. Estaba enfrentando a quienes veían el tiempo y el espacio como arcilla dispuesta para ser moldeada, después de todo. Frente a ese poder, incluso el Santuario había cedido, dispersándose en diversos fragmentos a través de las dimensiones.

En el vano intento de perseguir a la fuente de la catástrofe, Arthur acabó en un páramo brumoso. Allí vagó por un tiempo indeterminado hasta que la providencia le concedió la oportunidad de contemplar cómo seis mundos eran creados por un inmenso ser, un gigante inmóvil que parecía abarcar el infinito con los siete ojos que abría de par en par. Nada más podía hacer el coloso, ya que incontables cadenas lo mantenían sellado. Debía de tratarse de alguien peligroso aun para quienes lo estaban utilizando.

—Recordad —oyó Arthur durante una larga y angustiosa espera—. Urano es la Llave y la Puerta hacia todo lugar, mas solo en Saturno hallaréis la cerradura.

La voz sonó tan lejana que tardó un tiempo en aceptar que era una advertencia de Shizuma de Piscis. ¿Estaba dirigida a él, o acaso debía llegar a otra persona y los ardides de los Astra Planeta la habían arrojado a los confines del tiempo, donde quizás él se encontraba? Lo desconocía, pero se aseguró de conservar esa frase en su recuerdo.

Mucho más adelante llegó a sentir cómo algunos compañeros eran enviados al interior de los mundos creados por el gigante, meras esferas traslúcidas sobre sus seis dedos para quien las viera desde el exterior. Reconoció entre ellos a Akasha, la líder del Santuario a quien seguía viendo como una hermana pequeña; su primer impulso fue socorrerla, pero la razón prevaleció. No solo varios de los mejores santos de Atenea habían caído en la trampa, sino también los caballeros del Hijo, Orestes y Asterión.

Decidió preparar el camino para la vía diplomática, despojándose del manto de Libra y dejando la dorada prenda en la Caja de Pandora que mantenía siempre lejos y a un tiempo cerca de sí mismo, en la Sala del Veredicto. Entonces, vestido con ropas sencillas y un abrigo que le llegaba hasta los tobillos, abrió un portal hacia el mundo donde se encontraba Asterión de Lebreles, un personaje misterioso que apareció en el círculo social de Gestahl Noah hacía poco. Aún sorprendido de que nadie se lo impidiera —le constaba que la responsable de la destrucción del Santuario estaba allí—, atravesó el portal, recordándose que el llamado Asterión era un aliado. Acto seguido, se permitió observar lo que allí sucedía antes de intervenir; dos inmensos pilares de roca se alzaban en medio de una tierra llena a rebosar de espíritus malévolos, distanciados entre sí de tal forma que parecían haber sido parte de una gran montaña en el pasado. Sobre cada uno estaba un templo del Zodiaco, Géminis y Escorpio. Frente al segundo estaban Asterión y un santo de Escorpio que no le sonaba, ni siquiera por el nombre.

Escuchó el corto discurso de Iskandar, aunque ya antes había llegado a la conclusión de que el enemigo había convocado a guerreros de otros tiempos. Esa era la única explicación para la poderosa presencia que latía en el templo de Géminis, tan parecida a la de su maestro, Kanon, y a la vez distinta, incluso inestable.

«Pelear con dos santos de oro podría ser un problema —se dijo mientras miraba abajo. Los espíritus hambrientos de aquel mundo no eran fuertes, pero sí numerosos, y con solo estar presentes devorarían sin parar el cosmos que cualquiera desplegase, a pesar de la distancia. Cuando el caballero de Lebreles y el santo de Escorpio peleasen, la situación se volvería irreversible—. El juicio tendrá que esperar.»

Todo estaba dicho. Sin dudar más, se hizo visible para asegurarle a Asterión al menos un uno contra uno, y luego esperó a que el guardián del templo de Géminis atacase, sabiéndolo la mayor amenaza que había en ese mundo. En un abrir y cerrar de ojos, fue transportado a la Otra Dimensión, donde esperaba encontrarse con el santo de Géminis.

—Agradezco que hayas aceptado mi invitación. Creo que esto servirá.

Extendió la mano hacia el horizonte delimitado por líneas perpendiculares, donde un planetoide blanco flotaba en medio de un centenar de rocas estelares, y este fue atraído por una fuerza gravitatoria irresistible. Mientras se aproximaba a toda velocidad hacia la posición de Arthur, el tamaño del cuerpo celeste parecía crecer, más grande que las montañas de la Tierra, demasiado inmenso para que la vista humana pudiera abarcarlo por completo… Hasta que un haz de luz lo atravesó, desintegrando el centro del improvisado meteorito, que enseguida colapsó sobre sí mismo.

Con aquel acto, el santo de Géminis había revelado su posición, obligándose a atacar. Como un relámpago se apareció frente Arthur, venido de la nada y cubierto por una majestuosa capa blanca; el puño del poderoso guerrero cayó hacia el pecho desprotegido del Juez, quien no se movió. No hacía falta.

El guardián del tercer templo zodiacal acabó golpeando el aire. Algo había desviado el puño lejos, hacia un punto que ejercía una atracción gravitatoria aun más grande que la que había arrastrado el planetoide. No necesitó más fracasos para entender que Arthur, todavía cubierto por ropas civiles, estaba protegido por una armadura de lo más eficiente. Aquel santo dominaba por igual el ataque y la defensa.

Uranus Armor —dijo Arthur, imaginando lo que debía pasar por aquella mente que oscilaba entre el mal y el bien, tal y como reflejaban los dos rostros que decoraban el yelmo que portaba—. Parece que alcanzarme no es algo sencillo, ni siquiera para el hermano de mi maestro. Confieso que no esperaba haber llegado a este punto.

Saga de Géminis cruzó los brazos, permitiéndose un momento para pensar. Tal y como Arthur imaginó, el hombre que gobernó el Santuario por trece años no era una bestia irreflexiva que debía tropezar diez veces con la misma piedra antes de idear otro camino. Una cualidad digna de quien pretendió ser líder.

—¿Acaso piensas enfrentarme sin usar tu manto sagrado? No —se corrigió de inmediato, entrecerrando los  ojos—, ¿siquiera tienes uno?

La respuesta no tardó en manifestarse. Proveniente de la Sala del Veredicto, aquella dimensión cerrada a cal y canto que Arthur había tenido a bien restaurar tras su batalla con Bolverk, apareció el manto de Libra como una balanza dorada, arrojando luz sobre ambos. Aun así, Arthur no dio indicios de armarse; ni siquiera la presencia de un guerrero de la talla de Saga de Géminis le haría actuar de forma irracional.

El guardián del tercer templo zodiacal asintió en gesto aprobador, para luego cuestionar:

—¿Quién es tu maestro?

Antes de responder, Arthur miró en derredor, buscando en aquel espacio, confín de todos los lugares, otra presencia enemiga. No halló nada, salvo recuerdos.

—¿No lo imaginas? Mi maestro es Kanon de Géminis, tu hermano. —La faz de Saga permaneció imperturbable ante aquella revelación—. Él me dio acceso a un lugar en el que podría experimentar todas las posibilidades del camino que elegí sin dañar el mundo que deseaba proteger. Así entrené lejos de todos para volverme el sucesor de mi maestro, pero fue Libra quien recompensó mis esfuerzos.

—Mi hermano es el santo de Géminis en tu época, y busca un sucesor. Eso solo puede significar una cosa —determinó Saga, perspicaz.

—Sí —admitió Arthur—. El hombre que conspiró para asesinar a Atenea llegó a ser su representante legítimo. No es algo que todos sepan, pocos entenderían esa decisión, pero después de todo seguimos a una diosa. Que sus decisiones escapen a nuestra comprensión es lo primero que debemos esperar. Como líder y como compañero de armas, mi maestro supo dirigirnos a la victoria hasta el final.

Por el tono empleado por el santo de Libra, era evidente cuál había sido el destino de Kanon. Sin embargo, no fue sobre eso sobre lo que habló Saga, no parecía que le importase demasiado qué fue del hombre al que él mismo encerró en el pasado.

—¿Aún puedes decir que sigues a la diosa Atenea? Habéis aceptado una alianza con su más antiguo némesis y quien declaró la guerra a todos los dioses del Olimpo.

Desarmado por un momento, Arthur inclinó la cabeza. La ayuda que Poseidón había prestado en la guerra era inapreciable, y seguía considerando que debían mantener esa alianza por el bien de la humanidad, pero desde el principio los caballeros del Hijo solo habían traído problemas. Si alguien le hubiese preguntado, diría aquello que ningún otro siervo de Atenea se atrevería a decir: despertar a cinco santos, por fuertes o valiosos que fueran, no compensaba el peligro que ahora corrían todos, que incluso les había apartado del mundo que debían proteger. Tal y como estaban las cosas, hasta las buenas gentes de Rodorio acabarían por verse arrastradas a una guerra que no les concernía.

—Un error de juicio que estoy dispuesto a subsanar, a su tiempo. ¿Reconoces tú, Saga de Géminis, el error de no oponerte a tus propios demonios?

Con solemne lentitud, Saga dejó caer ambos brazos. Un aura dorada lo cubrió al tiempo que parte del largo cabello, rubio platino, se ennegrecía.

—No lo comprendes. Como santo de Atenea, desprecio que hayáis traicionado a nuestra diosa. Y como un traidor —añadió, empleando sin pretenderlo un tono de voz dañada, oscura—, no acepto que lo hagáis en busca de otro amo, sin tan siquiera el deseo de que sean los humanos quienes guíen a los humanos. Vivo en un mar de dudas, avergonzado —admitió, de nuevo con voz serena—, pero en esto todo mi ser concuerda. Para evitar que los dioses destruyan la Tierra, detendré vuestra insignificante ambición.

—Esperaba que pudiéramos hablar —dijo Arthur, a las claras decepcionado—. Es evidente que alguien os está manipulando. Si combinara mi fuerza con tus habilidades, podríamos llegar a la fuente de todo esto —aseguró.

—¿Eso es lo que te enseñó Kanon? —cuestionó Saga, despreciativo—. ¿A hablar? ¡Ármate! Ya que portes o no el dorado manto, seguiré viéndote como un enemigo.

Sin más rodeos, los brazales de Géminis chocaron, dando inicio al sonido magnánimo de las estrellas colapsando. Todo tembló, lejanos cuerpos celestes fueron atraídos por la gran fuerza concentrada entre los brazos de Saga.

El suelo que pisaban cedió de inmediato, desintegrándose; ambos santos de oro acabaron a merced de la gravedad que doblegaban a través de la voluntad.

Arthur, viendo cómo los bordes de aquel espacio se incendiaban, entendió que no le quedaba más remedio que pelear. Un mero pensamiento hizo que Libra lo armara desde los pies a la cabeza, justo a tiempo para afrontar la Explosión de Galaxias.

 

***

 

Desde que acabó en el limbo humano, Manigoldo había imaginado que una acumulación tan desproporcionada de espíritus debía obedecer a alguna razón. En cada pedazo de la ciudad había odio, furia, desesperación… Para conocer qué o quién podía mantener vivos tales emociones más allá de la muerte, algo que impidiera el último e inevitable viaje de las almas, decidió mantener vivo el fuego que le habían ayudado a formar aun después de acabar con Adremmelech de Capricornio.

De ese modo descendió al abismo acompañado de un poder inimaginable. ¿Qué humano podía detener aquel fulgor astral? ¿Podían hacerlo los dioses? Poco le importaba, en realidad. Agudizó la vista, detectando una plataforma al final de una escalera mágica que flotaba sobre un cielo estrellado. Sobre ella, un hombre cavilaba en silencio, sentado en una silla, a pesar de que sin duda sabía lo que se le venía encima. Manigoldo sonrió, aceptando el desafío, y tan temerario como de costumbre se adelantó a la esfera de fuego fatuo que era la sed de venganza de incontables almas.

Llegó hasta el sujeto con la pierna extendida, pero este evitó el golpe de un salto, tal y como era de esperar, permitiendo que la silla estallara en mil pedazos.

—Hey —saludó el santo de Cáncer, rechazando enseguida la mano que le extendió el sujeto para que se incorporara—. ¿Eres tú el que tenía a todas esas almas encerradas? Porque si es así debiste haberte preparado mejor.

—¿Para qué?

Aquello alertó a Manigoldo, quien poniéndose en guardia miró el cielo de reojo. ¡La bola de fuego estaba estática! Alrededor de la plataforma habían aparecido tres signos del zodiaco, dispuestos de tal forma que podrían ser los vértices de un triángulo

—Cuando tres santos de oro maximizan sus cosmos para concentrarlos en un solo punto, desatan un poder sin par para los humanos. Al menos eso es lo que se dice. En realidad, si durante el tiempo suficiente varios combaten por una misma causa, la sinergia de sus fuerzas les permite acceder a un poder…

De una patada, Manigoldo logró que aquel hombre se callara así fuera solo para evadir el golpe. Fueran lo que fuesen aquellos signos, empleaban toda su fuerza en detener el fuego fatuo, el líder estaba desprotegido; no necesitaba escuchar nada más. Atacó de nuevo, con más fuerza y velocidad, pero aquel extraño sujeto se atrevió a bloquear la patada con el brazo aun sin poseer ninguna clase de protección.

—Eso dolió, peón de los Astra Planeta.

—¿De verdad? —cuestionó Manigoldo. El sujeto no se había movido, tampoco sangraba; ni siquiera había abierto el ojo que mantenía cerrado desde antes de que llegara. El santo de Cáncer creó distancia con un salto, tratando de que ninguno de aquellos signos destellantes quedara detrás de él.

—Una sombra no puede rebelarse contra el sol. Yo, Gestahl Noah, caballero negro de Altar, no deseo pelear contra un campeón legítimo de la diosa Atenea.

—Caballero negro de Altar —dijo Manigoldo, riendo—. Vaya, vaya. Es la segunda vez que enfrento a uno. ¿También tú eres el líder de esos buenos para nada?

Era parte de la información que Titania le ofreció. El Santuario no solo se había aliado con Poseidón y el Hijo, sino también con los caballeros negros, a pesar de que seguían siendo el mismo ejército de renegados de siempre.

—¿Te parezco un líder? Me siento halagado, santo de oro.

—Como sea… —Manigoldo carraspeó. No le gustaba esa situación. En realidad, no le gustaba aquello desde el momento en que fue convocado. Aun así, decidió seguir con aquel papel un tiempo más, y señaló con el dedo el sol azul que permanecía suspendido sobre ambos—. Si fuiste capaz de manipular tantas almas para crear ese lugar, al menos deberías tener el valor de enfrentarlos ahora.

—Es mucha energía la que has reunido aquí, no quisiera desperdiciarla en una batalla sin sentido. Respecto a lo que preguntaste antes, no, yo no he encerrado ningún alma. A veces un padre debe castigar a sus hijos descarriados, pero quien lo hace de forma indefinida no puede considerarse uno.

—No creo que puedas ser el padre de toda esa gente, ni siquiera pareces mucho mayor que yo. Y no importa —decidió—. A mí no puedes engañarme, cuando estas almas ardieron fueron a por ti, todas y cada una. Quise ser su guía hacia un merecido descanso, pero al final ellas me arrastraron como a un perro.

—Fueron a por mí, ¿eh? Es una lástima que mis hijos no hayan aprendido nada aun después de la muerte. —Para sorpresa de Manigoldo, el hombre parecía estar siendo sincero—. Tienes mucho que hacer y no quisiera retrasarte, así que te diré lo que creo. Esas almas pertenecen a algunos de los hombres malvados a los que los caballeros negros han eliminado a lo largo de los últimos años. Ya que en vida no fueron capaces de aceptar los errores que cometían, el mundo imperfecto que mantenían en pie, en la muerte tampoco pudieron entender la justicia que les había dado fin. No obstante, vivos o muertos carecen de la fuerza para hacer algo al respecto, así que se limitaron a hacer lo más sencillo, odiar, querían someterme a un tormento eterno sin entender que ellos mismos se estaban condenando. Supongo que debo agradecer a los Astra Planeta por darme un contexto para escucharles antes de nuestro último movimiento. Sí, ahora lo veo claro —asintió para sí—, al crear una copia de la necrópolis, Titania creó un puente entre el original y la réplica, el limbo humano que yo conozco y el otro se confundieron hasta ser lo mismo. ¡Ah, la hija es tan retorcida como la madre, sin duda!

—Criminales… Cortarle la mano a un ladrón, matar a un asesino… ¿Eso es todo? —Manigoldo no tenía mucho que decir al respecto. No vivió como un hombre virtuoso y como santo de Atenea luchó por dar a la humanidad una oportunidad de vivir, sin molestarse en juzgarles. Si acaso, el hablador Gestahl Noah estaba sobrestimando aquella forma de ver la justicia, como si fuera él quien la hubiese inventado. Podría considerar que estaba demente, por todo ese asunto de originales y réplicas que solo entendía a medias, pero en el ojo de ese hombre veía una preocupante lucidez. No, Gestahl estaba cuerdo. Sabía lo que había hecho hasta ahora. Y también lo que haría.

—Los justos prosperan y los malvados son castigados. Los caballeros negros nunca han pretendido extender el sufrimiento de esas almas. Solo crear el escenario propicio para que inicie un mundo en el que quienes quieran vivir en paz puedan hacerlo. No importa si un hombre incumple una ley, importa el daño que provoca a los demás, que los limita, los corrompe y les impide tener sueños o aspirar a algo que no sea causar daño a otros. El ilimitado potencial de los humanos lleva demasiado tiempo estancado.

—Dioses… —maldijo Manigoldo antes de responder del único modo que podía. Sin miramientos, le encajó a Gestahl un puñetazo en la cara, deseando reventarle aquel tranquilo semblante o al menos mandarlo al suelo. Lo único que causó fue un corte leve en la frente, del que bajaron hilos de sangre—. ¡Hay millones de almas aquí arriba! ¡No digas que no sois responsables de esto!

—Sí, eso es verdad —admitió Gestahl—. Incluso cuando he aceptado que el bien de unos depende de la muerte de otros, como padre, no, como quien ha aceptado que el mundo puede cambiar, no debo engañarme.

La sangre que caía de la herida empezó a moverse de forma antinatural al tiempo que el corto cabello se alzaba. De ese modo, once símbolos carmesí se formaron en la frente, como una corona homenajeando a un Zodiaco sin león. Manigoldo no pudo evitar ser empujado por aquella fuerza que estuvo a punto de expulsarlo fuera de la plataforma. Cuando volvió a mirar a Gestahl, solo quedaba el signo de Cáncer en la frente, brillando con luz dorada en medio de unos cuantos mechones de pelo rebelde.

—Vaya, ¿Hashmal intervendrá en todo esto? —preguntó Gestahl, dirigiéndose a nadie en particular—. Si hasta la réplica del león prefiere mantenerse al margen, significa que la Esfera de Júpiter volverá a ser regida por el primer campeón de Zeus.

—Como vuelvas a hablar de copias y originales… —Manigoldo calló la amenaza sin concluirla, pues jamás en toda su vida había sentido un poder tan terrible como el que emanaba de Gestahl Noah. Ni siquiera podía compararlo con Sage, su maestro, a pesar de que ahora empleaba solo la fuerza de Cáncer. ¿Cómo sería si recurría al de los otros signos? De algún modo, fue un alivio que Leo no respondiera, por la razón que fuese.

Altar Negro, además, prosiguió su discurso como si la cuestión de los signos se hubiese esfumado. No era ese un tema que quisiera discutir con Manigoldo, después de todo.

—Los que sobrevivan no pueden ver como héroes a aquellos que les salvaron. No pensarán que esto es justicia, si no, cada vez que hubiese un problema todos recurrirían a la misma solución. ¡El ciclo de violencia sería eterno! Cuando el derramamiento de sangre no sea necesario, podrán encaminarse conmigo a una nueva misión, la última que todos habremos de cumplir. Compensaré su sacrificio con mi guía.

—Muy listo —tuvo que aceptar Manigoldo—. Les das poder para cumplir sus deseos sabiendo que al final no tendrán más remedio que servirte. ¿Es a propósito que siempre hablaras de lo que hacen los caballeros negros y no de lo que haces tú?

—Nos hemos usado mutuamente —fue todo lo que Gestahl quiso decir al respecto—. Te propongo ese mismo trato, santo de oro.

—¿Utilizarme? —dijo Manigoldo, listo para pelear—. No soy ese tipo de hombre.

—Gente muy preciada para mí está en peligro —dijo Gestahl, de nuevo con aquella inesperada sinceridad. Como un acto instintivo, acercó la mano hacia el ojo que mantenía cerrado, el cual recibía todas las imágenes que Hipólita captaba—. Yo no puedo ir a auxiliarles, pero con tu guía y algo de… pólvora espiritual, alcanzar a los Astra Planeta debería ser posible para unos amigos míos.

—No querías desperdiciarla —dijo Manigoldo, mirando el sol azulado de reojo.

—Por supuesto que no. Incluso si el odio de mis hijos te llevó hasta mí, no será suficiente para abrir un pasaje hacia los Astra Planeta. Hay barreras que deben caer, hay un laberinto imposible que solo a ti, un guerrero convocado, te permitirá pasar.

—¿Y si me niego?

Concentradas con el fuego fatuo, las presencias tras los signos dorados no habían hecho nada para defender a su señor, amigo o lo que fuera para ellos Gestahl Noah, mientras que este último, si bien aguantaba los golpes con entereza, no los respondía. Para Manigoldo era evidente lo que tenía que hacer. Sin permitirse tener dudas, desató sobre aquel molesto hombre las Ondas Infernales, ¡si la muerte era el destino que preparaba para aquellos a los que llamaba hijos, muerte le otorgaría!

Y mientras la espiral azulada avanzaba inexorable, los tres signos dorados pasaron a ser diez, los mismos que habían aparecido en la frente de Gestahl, excepto Cáncer. Cada uno de ellos vibraba, como enviando un mensaje, y de repente había algo en la mano derecha que Altar Negro había extendido, un báculo dorado.

—Maldición… ¿Qué demonios eres tú?

Las Ondas Infernales fueron detenidas por el arma que Gestahl Noah había convocado. La victoria de Atenea. Niké.

 

***

 

Iskandar de Escorpio había perdido la cuenta del tiempo que llevaba combatiendo con quien debería ser un santo de plata. Era extraño admitirlo, pero el caballero de Lebreles no solo contaba con la velocidad de un santo de oro, también podía aguantar los golpes de uno y le sobraba la fuerza para responderlos.

«Si solo fuera eso… —pensó, tratando infructuosamente de atacar al enemigo por un punto ciego. Como las otras mil veces, Asterión ya lo tenía previsto.»

Al principio pensó que el caballero veía el futuro, pero conforme el combate avanzaba le pareció cada vez más evidente que le estaba leyendo la mente. Los movimientos de Asterión, aunque siempre prevenían los suyos, no daban la impresión de ser parte de una estrategia especialmente elaborada; eran respuestas simples, aunque efectivas, para el problema del momento, y ocurría siempre después de que Iskandar pensara en una nueva estratagema para superar aquella supuesta clarividencia.

Saber aquello cambió las cosas. Poniendo la mente en blanco, Iskandar pudo encajar algunos golpes, ninguno lo bastante efectivo como para mellar la notable protección del caballero, en todo superior a los frágiles mantos de plata. Fueron unos pocos segundos de ventaja en los que Asterión pareció estar perdido, hasta que empezó a reír.

—Has tardado en descubrir mi habilidad. Tus amos no te informaron bien.

—¿Informar? —dijo Iskandar, molesto—. No estaba de humor para escuchar a quienes me arrastraron a una batalla que no me concernía.

—Siempre es así con los dioses. ¡Lo único que nos está permitido es obedecer!

Impulsado por aquel grito de batalla, Asterión tomó la iniciativa. De pronto había decenas de enemigos rodeando a Iskandar, quien respondió desatando hilos de luz escarlata sobre todos ellos. La Lluvia de Furia fue inútil; los caballeros no solo evadieron con facilidad cada ataque, sino que al mismo tiempo cargaron contra el santo de Escorpio con gran fuerza, dispuestos a sacarlo de la montaña.

«¿Cuál es el real? —se preguntó mientras bloqueaba los ataques de tres guerreros, todos idénticos a Asterión de Lebreles hasta el más mínimo detalle. No podía ser un efecto óptico por la velocidad, él no caería en una treta así. Debía tratarse de alguna clase de ilusión—. ¿El que se queda en la retaguardia, tal vez?»

Cabeceó con violencia. ¡Le estaba leyendo la mente! ¡Pensar era lo último que debía hacer en aquellas circunstancias! Con un esfuerzo sobrehumano, alejó de sí todas las dudas y avanzó, descargando una andanada de puñetazos sobre todo aquel que se le pusiera enfrente. El instinto de mil batallas libradas en el pasado lo guio a través de ese sabueso capaz de olfatear en sus propios pensamientos. Así, poniendo en cada ataque toda la fuerza que podía expulsar, actuando como lo haría un animal irracional, hizo que cada Asterión saliera volando por los aires hasta que solo quedó uno.

—No solo en la mente hay pensamientos —dijo el caballero de Lebreles, quien había detenido en seco el puño de Iskandar—. Tu estrategia habría sido espléndida para un santo de plata, pero yo, que he recibido un mayor poder, no podía seguir siendo el mismo. Tu instinto es otro rastro más que este lebrel puede seguir.

—Me parece bien.

Con una sonrisa llena de satisfacción, Iskandar agarró el brazo de Asterión con la mano libre. El caballero respondió tal y como esperaba: pateándole para arrojarlo al abismo, donde una vez más los demonios del hambre se congregaban. El santo de Escorpio no opuso resistencia al ataque y salió de la montaña como un pájaro sin alas, sí, pero todavía apresando al sorprendido enemigo.

Aun mientras atravesaban el cielo, los guerreros intercambiaron innumerables puñetazos a cual más potente, valiéndose de ese impulso para acabar aterrizando sobre la montaña coronada por el templo de Géminis. Una nube de polvo llenó el nuevo campo de batalla en lo que santo y caballero se reponían del duelo.

—Ya lo creo que te han dado poder —dijo Iskandar, con un dejo de sarcasmo. Era Asterión el que había salido herido de aquel alocado plan, así fuera solo un labio partido—. ¿No podías haber sido así de fuerte cuando servías a Atenea, la diosa que defiende a los humanos? Es algo cansado que de ochenta y ocho santos seamos siempre nosotros quienes carguemos con las peores batallas.

—Servir a un dios es aceptar una verdad sobre el mundo. Es lo que yo hice, es lo que estás haciendo tú —dijo Asterión—. He decidido rechazar a los dioses que no hacen nada para cambiar el estado actual del mundo. Defender o castigar a los humanos solo son los dos lados de una misma moneda desgastada hace tiempo.

—Creo que hablas con el santo de oro equivocado. Soy demasiado simple como para que tu discurso me pueda interesar —cortó Iskandar. Sí que había sido avisado del tipo de pensamiento que defendían los seguidores del Hijo—. Puedes leer mi mente…

—También el cuerpo —advirtió Asterión—. Todo lo que vayas a hacer, lo sabré. No volverás a tener la oportunidad de alcanzarme, escorpión.

—Eres todo un sinvergüenza, lebrel —dijo Iskandar, sonriente—. Ya que sabes lo que haré, te lo diré. Voy a destruirlo todo.

—¿Qué? —Asterión trató de mantener la calma, pero cuanto más crecía el cosmos del santo de Escorpio más difícil era—. ¿Pretendes suicidarte, escorpión?

—¿Sacrificarme para impedir la guerra que pretendéis iniciar? Suena bien, heroico incluso, pero creo que no soy tan bueno.

Debido a la intensa luz que él mismo estaba emitiendo, acaso un sol trayendo el día a aquel infierno, Iskandar parpadeó. Al abrir los ojos se vio rodeado por al menos un centenar de guerreros idénticos a Asterión: a la izquierda y a la derecha, detrás y enfrente, incluso sobre el templo de Géminis y tal vez en el interior. El caballero había llenado la cima de la montaña, aunque no se atrevía a dar el primer paso.

—Destruiré lo único que nos impide acabar entre esos amigos —dijo, señalando abajo. Allí, millones de espectros hambrientos chocaban entre sí para tener la oportunidad de escalar la montaña, que ya empezaba a temblar—. Llenaré este lugar con mi mejor técnica, así que no tendrás más remedio que recibirla o saltar al vacío.

—Tú caerás, y yo… —Con el rabillo del ojo, Asterión miró hacia arriba, donde una montaña más alta se alzaba para dar sustento al templo de Escorpio.

—En el aire no tendrás movilidad suficiente para esquivar mis ataques y de todos modos caerás. He admitido que puedes adivinar todo lo que yo haga, así que solo me queda una opción: hacer algo para lo que no tengas ninguna solución perfecta.

—¡Será inútil! —gritó Asterión a través de un centenar de bocas. Cien cosmos de plata se encendieron, cubriendo el sol que era ahora Iskandar de Escorpio.

—Bueno, eso lo veremos enseguida.

Terminado el tiempo de las palabras, todo ocurrió a la vez. La Legión de Fantasmas convocada por Asterión saltó al unísono como una jauría de perros rabiosos. El aura de Iskandar cambió el tono solar por un destello escarlata, como el atardecer que precedía la larga noche de una muerte inevitable. Detrás del guerrero, indetectable aun para los entrenados sentidos del caballero de Lebreles, se manifestaba su amada y ángel protector, Selina, con el largo y espeso cabello flotando a merced de los vientos huracanados que se arremolinaban en torno al santo de Escorpio. Acto seguido, la energía cósmica del ateniense se liberó en un ataque omnidireccional.

Tal y como Iskandar advirtió, la Tormenta de Furia cubrió por completo la cima de la montaña, como un tifón escarlata que quemaba por igual la tierra y el cielo. Y aun en medio de aquella tempestad cósmica podían escucharse los atronadores golpes que allí intercambiaban dos guerreros entregados por entero a la batalla, que nada querían saber de las hordas demoníacas ascendiendo por la temblorosa roca desde las profundidades del infierno. Ni tampoco de la inmensa grieta en la bóveda celeste que otro titánico duelo, en el confín del tiempo y el espacio, había provocado. 


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Publicado 09 abril 2022 - 13:34

Cap. 118 Iskandar, el que no se complica
 
Arranca el cap contándonos sobre qué estuvo haciendo Arthur desde que Titania se robó el Santuario, viendo cómo es que Titania armaba su escenario para empezar a adueñarse de la escritura de este fanfic.
Nos enteramos que, el que tiene el puesto de invitado para Géminis es nada menos que Saga, hola Saga, quien quiere darse de a piñas con el discípulo de su hermano, mientras que Arthur quiere parlamentar.
 
Seguimos con Manigoldo quien se encontró con Gestahl Noah, con quien intentó pelear pero le hizo un "estate quieto que soy refuerte", y en vez de eso decidieron usarse mutuamente para cosas que seguro cabrearán a Titania.
 
Entonces terminamos con el duelo de Iskandar vs Asterión, donde Iskandar tiene problemas con que su oponente le lee la mente y el cuerpo y quiza algo más.
Tanto se hastío del tipo que Iskandar prefirió la técnica de destruir el campo de batalla y caer hacia la horda de seres chupa cosmos jajaja él sí que no quiso complicarse. Sería una pena que Asterión pudiera volar... Y así es cómo terminó el episodio, dejándonos con la duda XD
 
PD. Buen cap, sigue así :)

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


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Publicado 11 abril 2022 - 10:42

Saludos

 

Seph Girl. Es un hombre con las ideas claras.

 

Nadie como Saga de Géminis para darle sabor a esta loca historia en la que los antagonistas de la obra señalan a los héroes como villanos, ¿no? Esa palabra era una llave mágica en Piratas del Caribe, veamos si al Lector Beta, Arthur, le sirve aquí.

 

Como incluso el borrador de este arco lo escribí años después de leer Lost Canvas, no estoy seguro de qué tan acertada es mi interpretación de Manigoldo, ese muchacho que logra distanciarse de lo que esperamos de un santo de oro sin hacer el ridículo, ni volverse un comic relief. Solo me dejo llevar y es divertido ver el resultado, ya publicado. Eso sí, tendré que poner el punto sobre las íes, no sea que estos dos lleven lo de usarse mutuamente demasiado lejos para la calificación por edades de este fanfic.

 

En esta batalla también tuve muchas dudas, porque la habilidad de leer mentes fue descartada muy temprano en Saint Seiya como algo que fuera útil. Al final me complico yo más con estas cosas que los personajes. ¡Iskandar siguió el USA Way! Si no puedes ganar de forma convencional, haz que todo salte por los aires.

 

Hablando de Asterión. Su papel en esta historia parte del detalle curioso de que era uno de los pocos santos de plata en sobrevivir a su batalla con el bando de los protagonistas, pero más adelante descubrí que su lápida aparecía en el arco del Hades, por lo que en la obra original sí que está muerto. Como otros tantos detalles, esto varió en esta historia, según pudo explicarse en pasados capítulos.

 

***

 

Capítulo 119. Oro invencible

 

Gugulanna no podía creer lo que estaba viendo.

—Lo has detenido. —El enorme puño de oro estaba suspendido en el aire, sin poder avanzar más allá del límite que el santo de Mosca le imponía—. ¡Con un solo dedo!

Preparó la mano libre para apartar a aquel molesto mosquito, pero entonces recibió ataques desde todas direcciones. Flechas envenenadas, plumas de cuervo ardiendo y meteoritos de pura energía oscura. Makoto aprovechó aquello para alejarse, saltando justo a tiempo de evitar que Gugalanna lo alcanzara.

Nada mal, niño. —Hipólita, así como Hugin y Emil, habían formado un enlace antes de que comenzara la batalla; era la mejor forma de ejecutar la estrategia que tenían pensada, y solo una buena estrategia podía salvarlos de un combate así—. Pasas de durarme unos minutos a intercambiar golpes con un guerrero legendario.

Je, los halagos sobran. Ese presuntuoso se está conteniendo una barbaridad. —Hugin volaba más rápido que nunca por los cielos de la Colina del Yomi, aleteando con violencia cada vez que tenía a tiro la espalda de Gugalanna, quien ni tan siquiera se movía un centímetro cuando las enormes cuchillas de aire resultantes le alcanzaban—. ¡Y parece que se toma muy en serio la apuesta!

Demasiado en serio —dijo Emil. Mil flechas cayeron sobre el cuerpo de Gugulanna; unas acabaron clavadas en el suelo, otras, las que alcanzaron el objetivo, se rompieron sin remedio—. ¿Estáis seguros de que no debo usar la Maldición de Apolo?

Es nuestro último recurso —insistió Makoto, cargando de nuevo contra el inmóvil santo de Tauro—. ¡Solo necesitamos causarle una herida!

En parte, esa era la apuesta a la que Gugalanna había accedido antes de iniciar el enfrentamiento —ser herido, o en su defecto, que lo obligaran a moverse de su sitio durante la batalla—, y aunque nadie esperaba que la cumpliese, de todas formas la única estrategia que les permitiría lograr una victoria contra tan poderoso enemigo incluía causarle una herida. Pequeña, grande, eso no importaba.

Sin embargo, derramar sangre de oro era una tarea titánica para los allí reunidos. El propio Makoto había necesitado fijarse largo rato en el flujo de cosmos: adónde atacaba cada aliado, cuánta fuerza empleaba Gugalanna… Más de dos tercios de los mejores ataques del grupo se habían concentrado en un solo punto; dirigió allí el puño, alcanzando una velocidad que ni él mismo imaginaba tener, pero no logró nada.

—Se supone que tienes que hacer que yo sangre —se burló Gugulanna. Makoto se había excedido: la fuerza con la que golpeó el bajo vientre del santo de Tauro fue tal, que los nudillos le sangraban, manchando de rojo el dorado manto—. Creo que tendré que esforzarme un poco para hacer las cosas más interesantes.

El guerrero de piel oscura ignoró esta vez los embates del resto y contraatacó, amartillando la cabeza de Makoto para luego mandarlo al mismo abismo del inframundo de una velocísima patada.

 

—Siempre se te ha dado bien lo de aguantar palizas

Por motivos que solo ella conocía, Hipólita esperó hasta que la caída al infierno fuera inevitable para ir a socorrer al santo de Mosca. El joven, ya en brazos de Águila Negra, no pudo responder de inmediato: el golpe en la cabeza estuvo a punto de dejarlo inconsciente. Sangre y trozos del destrozado casco caían en el agujero de la desesperación al que un sinfín de almas se dirigía en fila.

Esto es algo vergonzoso.

Aprende a volar y no tendré que hacerlo. —Miró hacia el campo de batalla, tan distante de donde se hallaban. Hugin había invocado una bandada de cuervos y les ordenaba caer sobre el enemigo, quizá buscando introducir alguno en la cabeza de Gugulanna para derretirle el cerebro. Emil era más simple: apuntaba a los ojos—. Parece que sigue empeñado en ganarnos sin moverse. Eso es una ventaja.

Pero no sirve de nada si no podemos causarle ningún daño.

Habla por tus dedos de niño, mi magia proviene del dios del olvido. Solo es cuestión de tiempo que esa hojalata amarilla pueda ser atravesada.

Incluso si realmente pudieras reducir a cero la resistencia de un manto de oro… —Makoto calló un momento por la presión que Hipólita le ejerció en el estómago; un abrazo de oso con una sola mano que bien podría partirle en dos si no medía sus palabras—. Cuando lo hagamos, él seguirá siendo el santo de Tauro.

Eso ya no es mi problema, niño, estoy poniendo todos mis esfuerzos en permitiros cortar un poco de carne —dijo Hipólita; un destello rosado destacó en la oscura máscara que Akasha le obsequió antes de todo esto—. Solo un rasguño, una gota del veneno de Emil y los cuervos de Hugin harán el resto. ¿No era ese nuestro plan?

Dijiste que nunca habías escuchado un plan tan estúpido.

Lo sostengo.

 

Un repentino cambio en el combate hizo que ambos callaran. Gugalanna, con una amplia sonrisa en el rostro barbudo, les dirigía una mirada maliciosa capaz de atravesar los kilómetros que los separaban. Emil, Hugin y los cuervos parecían paralizados. Makoto abrió la boca, pero antes de poder decir nada, algo lo jaló.

—¿Qué…?

El santo de Mosca ni siquiera había parpadeado y aun así estaba lejos, muy lejos del abismo, aún resguardado por el único brazo de Hipólita. Miró hacia donde estuvieron una fracción de segundo antes y dio gracias por aquel milagro: ¡Una esfera perfecta, más negra que la noche, se había formado por encima de la entrada al infierno! Aunque no había escuchado sonido alguno, solo mirar aquel negror le bastaba para saber que no debía siquiera estar cerca de algo así. De algún modo sentía que era peor que la muerte.

Hipólita, presintiendo un nuevo ataque, volvió a impulsarse con la pata de bestia que había formado con la magia de Leteo. Hizo que el mundo se olvidara de ella por el fugaz instante en el que Gugulanna pretendía desintegrarlos, y de un momento para otro apareció justo por encima de la cabeza de aquel terrible enemigo.

—No me estoy moviendo —explicó el santo de Tauro con claro cinismo, antes de hacer aparecer otra esfera negra donde estaba Hipólita, una más pequeña que las anteriores—. Me dijeron que los santos de plata de vuestra época se mueven de dos a cinco veces la velocidad del sonido —dijo dando una palmada; la explosión sónica resultante llenó enseguida el campo visual de Gugalanna, pero para entonces Hipólita ya estaba detrás del gigante—. Parece que tengo que aumentar la velocidad de mis ataques.

Así lo hizo. Allí donde ponía el ojo, esferas oscuras de diferentes tamaños se formaban, ejerciendo una terrible atracción que siempre estaba a poco de succionar a la audaz Águila Negra. Pero parte del cuerpo de la mujer no era humano, sino el resultado de ofrecer el recuerdo de la pierna y el brazo que perdió al dios del olvido; aquellas extremidades, extensión del Leteo, le permitían impulsarse a la velocidad de la luz así fuera por un mero instante, lo que le bastaba por ahora.

—¿Qué les ha pasado a los pequeños? —cuestionó a la vez que arrojaba un sinfín de Meteoros Negros a Gugulanna, quien los recibía gustoso. Ningún daño le provocaban.

—Detuve el tiempo —dijo el santo de Tauro con tranquilidad, como si aquello fuera algo normal—. La pregunta es por qué vosotros podéis moveros.

—¿Vosotros? —Hipólita daba vueltas cada vez más amplias para evitar la inagotable cadena de ataques y lograr tener a tiro a Gugalanna. En eso había puesto toda su atención—. ¡Estabas tan callado y ligero!

Creo que voy a vomitar… —dijo Makoto, aunque pareció más un pensamiento.

Puedes vomitar encima de él si quieres.

¡Es una locura!

Sabía que estarías de acuerdo —replicó la mujer con un cierto deje sádico.

Aunque Hipólita no se había molestado en explicar el plan, Makoto pudo intuirlo gracias a que estaban enlazados. Sin tiempo para reclamar o idear una opción alternativa, se dejó llevar por la audaz Águila Negra.

Gugalanna rio al ver que aquellos dos pretendían cargar contra él de frente. Les dio el gusto de poder ejecutar un último acto heroico —suicida—, formando una esfera de pura oscuridad detrás de ellos que se expandiría a toda velocidad. Sí, fueran más rápidos que el sonido o el rayo, todos serían consumidos por el Caos.

Pero Hipólita fue más rápida de lo que había esperado, y también más terrible. Usó la pata de bestia para que Makoto pudiera impulsarse a la velocidad de la luz junto con ella, sumando la súbita aceleración a la fuerza de sus letales dedos, y al mismo tiempo que el santo de plata alcanzaba el peto de Gugulanna, la garra bestial de Hipólita atravesaba la cabeza del guerrero inmortal, arrancándole el recuerdo de que lo estaban atacando, de que tenía que ofrecer al menos algo de resistencia.

Los ojos de Emil y Hugin se abrieron como platos. ¡Era el momento! El santo de Flecha disparó tan pronto los dedos de Makoto se separaron del cuerpo de Gugulanna, dejando un agujero microscópico por el que habría de pasar la mejor de sus flechas. Al principio dudó, pero en cuanto el primer proyectil se partió al hacer contacto con el manto dorado y Gugalanna dio señas de empezar a entender la situación, supo que no le quedaba otro remedio. La Maldición de Apolo escapó de su brazal.

El santo de Tauro aulló como una bestia herida aun antes de que Hugin completara la estratagema. Miles de cuervos cayeron sobre él en picado; casi todos fueron consumidos por la esfera oscura que Gugalanna abrió a la desesperada, pero uno, el único real, logró alcanzar la flecha dorada que, cubierta de veneno, atravesaba al enemigo.

—No es posible… No…

Fuera por la sorpresa o por el dolor que le suponía lidiar con un veneno proveniente del Santuario y un poderoso eidolon frenando su cosmos, Gugalanna estuvo a punto de caer. No había dado un paso en cualquier dirección, pero los santos de plata, con la inapreciable ayuda de Hipólita, habían logrado que se moviera.

—¿Qué…? ¿Qué demonios es esto…? —Gugulanna trató de arrancarse la flecha dorada, sin éxito. La saeta no cedía por grande que fuera la fuerza que ejerciera.

—Se dice que mi constelación guardiana proviene de las flechas que usó Apolo para vengar la muerte de su hijo, Asclepio. Uno de sus hijos, en realidad —aclaró Emil, divertido—. Con esto, matar a cualquier enemigo está a mi alcance, aunque el pago es un poco menos agradable. El veneno es un extra. 

—Tu vida se acorta tanto como grande fue la ventaja que conseguiste al usar esa flecha —apuntó Hugin, que de nuevo volaba rodeado de cuervos, cerca de Hipólita—. Je, si ibas a usar eso no nos habríamos molestado en reducir las defensas de este farsante.

—Como si hubiese tenido otra opción —replicó Emil, molesto—. ¡No iba a permitir que le hiciera cosas desagradables a Akasha!

—¿A quién…? —dijo Gugalanna, la situación lo estaba superando. Algo le subía por la garganta poco a poco, tal vez rabia—. Yo detuve el tiempo.

—Sí —admitió Hugin—. Creo que lo hiciste, por un rato.

—De repente nos podíamos mover —añadió Emil, despreocupado—. Así que solo completamos lo que nuestros compañeros estaban haciendo.

—¿Compañeros, eh? —Fue Hipólita quién habló, divirtiéndole la idea de que todos hubiesen actuado de esa forma aun desconociendo lo que ocurría. Sin saber por qué, llevó los dedos heridos a la máscara que le ocultaba el rostro, la cual emitió un destello dorado—. Tú siempre estás entrometiéndote. ¿Verdad, Akasha?

Podía sentirlo. De algún modo, el cosmos de la Suma Sacerdotisa estaba latente en el interior de los santos de Flecha, Mosca y Cuervo. Quizás desde la pasada guerra. 

—¿Quién puñetas es Akasha? 

—Silencio —cortó Makoto, en un tono severo que sorprendió a todos—. Dijiste que si lográbamos que te movieras aceptarías la derrota. ¿Cumplirás tu palabra?

—¿Y qué me harás si no lo hago, mosquito? —Aterrador, Gugulanna se alzó sin siquiera formar un rictus de dolor—. Si hubiese luchado con todo lo que tengo…

—No lo hiciste —dijo Makoto—. Tuviste tu oportunidad y nos subestimaste. Nosotros también lo hemos hecho —advirtió, mirando a todos—. Las batallas que hemos librado nos han vuelto más fuertes de lo que estamos dispuestos aceptar, dimos demasiada importancia a que fuéramos santos de plata enfrentando a uno de oro, olvidamos que todos somos santos de Atenea. Ninguno cometerá el mismo error la próxima vez.

Era por todos los que estaban en el barco. No solo Shun y Akasha, sumidos en alguna suerte de maldición que los mantenía inconscientes, sino también Munin y Soma, caballeros negros que habían decidido luchar junto a ellos. El hijo de Ban estaba herido de gravedad, mientras que el hermano de Munin también estaba en mal estado, debido a daños que no podían verse, al pertenecer a la mente humana. Por ellos, Makoto no podía permitirse seguir cediendo al miedo. Sostenido en esa determinación, mantuvo la mirada al gigante que lo doblaba en altura sin parpadear, preparado para reiniciar el combate si fuera necesario. No bajó la guardia ni un solo momento. 

—Tienes valor, mosquito. —La mano que Gugulanna puso sobre los cabellos de Makoto, en otras circunstancias, bien pudo haberle destrozado la cabeza, ahora desprotegida—. Cumpliré mi palabra. No solo admitiré mi derrota, también os acompañaré a la salida de este laberinto. Tengo curiosidad.

—Oye —dijo Emil, quien sentía escalofríos de solo ver la perversa sonrisa que el gigantón mostraba, revelando todos los dientes—. ¿No deberías estar muriéndote? —La flecha dorada estaba clavada en el pecho del santo de Tauro. Décadas atrás, aquella terrible maldición estuvo a un paso de poner fin a la vida de Saori Kido.

—Más tarde —dijo Gugulanna haciendo un vago ademán. El veneno, si alguna vez lo afectó de verdad, debía haberse esfumado en su sangre imperecedera.

Todo parecía haber mejorado, y por esa misma razón Hipólita y Hugin supieron que era todo lo contrario. De repente, una lluvia inesperada fue liberada por el cielo crepuscular; pétalos de rosas rojas cayeron sobre la totalidad de la Colina del Yomi, movidas por vientos tan fríos como la muerte que anunciaban. La fragancia liberada por cada flor pronto empezó a mermar los sentidos de santos y sombras.

—Afrodita —dijo Hipólita, a salvo de aquel ardid gracias a la máscara que portaba. Hugin también combatía el potente veneno enviando un eidolon dentro de sí, pero en eso tenía que poner todas sus fuerzas.

Entre Gugalanna y los debilitados Emil y Makoto apareció el santo de oro, un apuesto joven con cabellos largos y sedosos como los de una mujer, una rosa roja entre los labios y una majestuosa capa blanca cubriendo el manto dorado de Piscis.

—Les dije que aceptaba la derrota —comentó Gugulanna, quien miraba con gran interés al recién aparecido—. Pero no miraré el diente a este caballo regalado.

—Creo que estás confundiendo la situación —apuntó el santo de Piscis—. He venido aquí a resolver el problema que tu incompetencia ha creado.

—Tú… Seas quien seas… Sobras… —decía Makoto con dificultad. Emil había caído; sin duda usar la Maldición de Apolo lo había agotado más de lo que esperaba—. Si te interpones… Yo… ¡Yo te venceré!

Haciendo honor al juramento que le hizo a Gugalanna, Makoto demostró todo el poder que poseía. Aunque el mundo era difuso para cada uno de los cinco sentidos del santo, el cosmos seguía inalterable; un aura plateada otorgó al manto de Mosca una grandeza que nadie habría esperado. Aun así, Afrodita ni siquiera parpadeó.

—¿Eres un titán? —cuestionó el guardián del duodécimo templo mientras apartaba de los labios la rosa, sosteniéndola entre dos dedos hechos de fuego dorado.

—No sé de eso, yo solo soy un santo de Atenea.

—Entonces, muere.

Despiadado, Afrodita lanzó una sola Rosa Diabólica, sabiendo que bastaría para acabar con aquel simple santo de plata. Pero una tercera fuerza mermó la velocidad del ataque el tiempo suficiente para que alguien pudiera apartar al japonés.

—¡Tú! —exclamó Makoto aun mientras rodaba por el suelo. El santo de León Menor había recibido de lleno la Rosa Diabólica, la cual estaba rodeada por el inconfundible brillo rosado del poder de Ethel. Hipólita lo había salvado de nuevo—. Qué patético. Debería hablar menos.

—Estoy de acuerdo.

Hipólita descendió como un ave de presa, recogiendo a Makoto con el brazo y al inconsciente Emil con la pata bestial. Tan pronto lo hizo, Ban, cubierto por la piel invulnerable de Nemea, cargó contra el santo de Piscis a una velocidad inaudita.

—El mejor Bombardeo de León Menor que he visto —aprobó June, de nuevo firme sobre la cubierta. El ataque, una implosión blanquísima que parecía haber consumido a Ban y Afrodita, no había cubierto tanto terreno como en la Batalla del Santuario, pero sin duda era de una potencia superior en órdenes de magnitud—. Supongo que esto es lo que pasa si utilizas la energía de un santo de oro en su contra. Debemos dar gracias a Atenea porque sus mejores guardianes tiendan a subestimarnos a nosotros, los santos de bronce —murmuró para sí mientras hacía señas a Hipólita para que aterrizara en el barco. Hugin ya había llegado, mareado por la combinación entre el veneno de las Rosas Diabólicas y los daños mentales que recibió al combatir con Orfeo de Lira. Una vez se supo a salvo, cayó en un sopor del que no se despertaría pronto.

A la vez que Águila Negra descendía, haciendo caso omiso a las protestas de Makoto —el japonés, a pesar de las circunstancias, quería seguir luchando—, un remolino de pétalos oscuros los rodeó, triturando el metal como las pirañas devoran la carne. Viendo aquello, June se interpuso ante la implacable técnica de un salto, recibiendo de lleno la fuerza destructora de la misma. Gracias a Nemea, la piel impenetrable que Ban les había transmitido antes de salir a combatir, al ver el deplorable estado del manto de Camaleón, no solo sobrevivió sino que además sentía que contaba con el poder necesario para encajar aunque fuera un ataque a Afrodita. Decidió ir a por él.

—Parece que tus rosas no sirven —aseguró June tan pronto llegó hasta el extraño enemigo—. Veamos cómo te defiendes en un cuerpo a cuerpo.

Sabiendo la clase de rival que tenía enfrente, la santa de Camaleón no dudó en ir directo al cuello. La energía que Nemea había recogido de las Rosas Piraña le permitió realizar la inimaginable proeza de agarrar a un santo de oro y no pensaba desperdiciar esa oportunidad. Con el látigo aferrado a Afrodita, apretó con toda la fuerza que poseía.

—Crees que esto bastará —comentó Afrodita con tranquilidad, casi aburrido, viendo con el rabillo del ojo a la santa que lo había atacado. Ban estaba cerca, pero para resistir el acoso constante de las Rosas Piraña necesitaba enfocarse solo en la defensa—. No comprendo cómo unos animales de bronce llegaron a una conclusión tan estúpida.

Así, sin más, agarró el látigo de la santa de Camaleón y la zarandeó contra el suelo gris. Después, soltando tan inútil arma, apareció frente a June, ya levantada, tomó sus brazos con los dedos y aplastó los brazales hasta pulverizarlos junto a Nemea. Apenas entonces June estaba preparando un contraataque, pero no pudo moverse ni un centímetro antes de ser enviada lejos de una fuerte patada. Tuvo que hacer grandes esfuerzos para mantenerse en tierra, azotada por un dolor que nunca antes había conocido.

—¿No vas a intervenir? —preguntó Afrodita a Gugalanna, quien ni siquiera había movido un dedo para algo que no fuera rascarse.

—¿Contra unos animales de bronce? —replicó, sarcástico—. Claro que no.

 

En el Argo Navis, Makoto había intentado más de una vez sumarse a la batalla, pero cuando Hipólita no lo apartaba de un empujón, él mismo tropezaba. Las heridas que las Rosas Pirañas le infringieron lo habían vuelto más vulnerable al veneno de las Rosas Diabólicas. Incluso Hipólita había recibido daños al protegerles. La sangre manchaba las vendas en el brazo y el hombro, ahora prácticamente descubiertos.

—No tenías que hacerlo —dijo, sin fuerzas. En su mente, aquello era un grito valeroso, un reclamo de alguien que estaba débil en el momento en que quería ser fuerte.

—Dijiste que somos compañeros —puntualizó Hipólita, cruzada de brazos. Si los cortes en el hombro y el brazo le afectaban, no lo demostraba—. Es natural que os proteja.

—Ya has oído a nuestra acérrima enemiga de ayer —dijo June, apareciendo de improviso sin un manto que la protegiera y con la ropa empapada en sangre—. Ahora piensa en una forma de salir de este lugar mientras nos ocupamos del enemigo de hoy.

Tan pronto dio aquel consejo, la santa de Camaleón movió el brazo hacia abajo, activando una técnica que nunca pudo poner en práctica. El aire que poco antes había servido de montura para las Rosas Diabólicas, se inclinó ante el restallido del látigo, tornándose en diez mil filosas cuchillas que arrasaban todo lo que tenían enfrente. Era la mandíbula superior de un lobo inmenso, abarcando la totalidad de la Colina del Yomi para devastar hasta la última rosa roja. Al mover el brazo de abajo hacia arriba, June alzó otra serie de columnas de viento que, al chocar con las demás, provocaban un estallido capaz de extinguir todo rastro de la fragancia de las Rosas Diabólicas.

Dispersado el veneno, al menos el que llenaba el aire, Makoto pudo percibir con más detalle el cosmos que mantenía en pie a June de Camaleón. Le sorprendió descubrir que era en verdad la fuerza de la subcomandante de la división Andrómeda, elevada hasta límites insospechados en un estado de milagrosa supervivencia, a pesar de haber recibido varios ataques de un santo de oro tras la dura batalla que sostuvo con Ian de Escudo. Ese era el camino que Seiya y los demás recorrieron, el que tal vez el propio Makoto seguía, donde jóvenes destinados a morir pronto salían vivos tras los más duros combates. En esta ocasión, empero, ninguno tenía el respaldo de Atenea y Niké; la diosa había regresado al Olimpo, por lo que sabían, y sus tesoros habían sido robados. Por tanto, era otra la persona que los estaba ayudando del modo que le era posible.

«La Gracia —pensó Makoto, analizando el cosmos de June. Un aura brillante y hermosa que se liberaba para alcanzar la mayor potencia, mientras que una lucecilla dorada reparaba su cuerpo—. ¡La chispa de vida que Akasha nos dio durante la guerra!»

El santo de Mosca comprendió todo entonces. Aquella técnica en la que el viento se doblegaba a su voluntad debía pertenecer a June de Camaleón, pero no la forma. Los lobos de viento destructor eran una reminiscencia del poder que Akasha le había otorgado, un eco de Nachi de Lobo, uno de los caídos de la Noche de la Podredumbre. Con los ojos húmedos, entendió en ese momento, más que en ningún otro, hasta qué punto la Suma Sacerdotisa quería evitar una tragedia similar y, asimismo, hasta qué punto todos en la división Andrómeda la amaban por ello.

 

Por un momento, a June le pareció que Makoto iba a unirse a la refriega, pero el santo de Mosca acabó inmerso en una conversación telepática con Hipólita a la que ella no tenía acceso. Decidida a confiar por igual en el oriental y la sombra de Águila, dejó de pensar en ambos y se enfocó en las tierras grises más allá del barco.

—Ban no podrá solo —observó, mirando desde lejos a dos de las tres figuras que parecían inmunes a su técnica—. ¿Debería llamarla Fauces de Fenrir, Akasha?

Con esa frase llena de lucidez saltó la santa de Camaleón a por Afrodita, un santo de Piscis mucho más joven que el que murió en la Batalla de las Doce Casas, pero de un poder acaso más terrible. Ban, comportándose por una vez más como un oso que como un león, descargaba tremendos puñetazos que el muchacho detenía usando solo un dedo, sin mostrar ninguna clase de esfuerzo. De pronto, alzando una ceja con aire decepcionado, Afrodita empujó al león de bronce mediante telequinesis y lo cubrió, no por primera vez, con un remolino de Rosas Piraña.

June solo necesitó intercambiar una mirada con Ban tras aquellas flores negras para entender lo que se proponía. A pesar del apoyo que Akasha les había dado, ninguno de ellos se especializó en la fuerza y la velocidad como lo habrían hecho Geki y Nachi de haber sobrevivido, así que cada uno tenía que hacer uso sus recursos, mientras que el oponente que les tocó seguía empecinado en no hacer lo mismo por alguna clase de orgullo de santo de oro. La santa de Camaleón liberó a latigazos violentas ráfagas de aire con forma de lobos, todos ansiosos de devorar por igual el jardín y el jardinero; camuflada entre la tempestad, se volvió invisible y ganó tiempo mientras Ban iba acumulando energía cinética gracias a Nemea. Llegó al extremo de contar los latidos de corazón entre una eternidad y la siguiente, sobreviviendo a su manera a la vez que la barrera de Ban contenía miles y miles de pinchazos. No aguantaría mucho más.

Al tercer latido, el león de bronce liberó el poder acumulado en una explosión que arrasó el remolino de oscuras flores, y aprovechándose de la tremenda energía desatada logró, sin saberlo, salvar a June de una muerte segura al desviar el puño de Afrodita.

—Es mejor que te des prisa, o tendrá que venir otro a arreglar lo que tu incompetencia… Bueno, ya imaginas a donde voy, chico —dijo Gugulanna entre risas. El modo en que aquel joven guerrero detenía, esquivaba y respondía a los ataques de los dos santos de bronce era más elegante que una danza, y sería admirable sin la persistente molestia que dominaba su faz. No debía de gustarle nada saber que tenía que usar demasiado poder para aplastar a unas hormigas—. Míralos, ¡se te van a escapar!

Manteniendo el balance con el león y el camaleón, Afrodita vio, anonadado, cómo el Argo Navis surcaba el cielo. No había terminado de aceptar aquello cuando notó a la guerrera de Águila Negra en la base del barco, que sostenía con una sola mano.

 

—¡Esto ni siquiera debería ser posible! —exclamó Makoto, apoyándose en la barandilla del navío. No era capaz de ver a Hipólita, pero era consciente de dónde estaba, lo que hacía, la hercúlea hazaña que realizaba—. ¡Eres increíble!

Gasta fuerzas en rezar para que no nos ataquen —cortó Hipólita a través de la telepatía—. Hace frío.

Todos, aliados y enemigos, notaron el súbito descenso de temperatura, pero solo Afrodita y Gugalanna pudieron predecir de dónde venía. Un portal dimensional se abrió cerca de donde el santo de Piscis había aparecido, y era allí donde un frío sobrenatural fue conjurado. El manto dorado del nuevo visitante, Acuario, hizo contacto contra el suelo en cuanto este puso ambos pies en la antesala del infierno.

—Mystoria de Acuario —saludó Afrodita. El dúo de bronce había frenado los ataques para analizar mejor la situación. Ya no solo lidiaban con un santo de oro, sino con dos, o tres si el portador de Tauro decidía moverse—. ¿No has podido con él?

—No —se adelantó a responder Orestes de la Corona Boreal mientras atravesaba aquel mismo portal. Tenía la armadura intacta y un cosmos refulgente, lo que era más de lo que se podía decir del malherido Mystoria—. La obediencia ciega de un peón no puede compararse contra la voluntad de los caballeros.

Orestes formó un pequeño sol en la mano, que ardía con la furia e intensidad del corazón de una estrella, pero Mystoria no le dejó la oportunidad de rematarlo. El guerrero de cortos cabellos se apartó veloz, posicionándose allá donde estaban Afrodita y el cada vez más interesado Gugulanna.

—Me rendí contra los pequeños de la casa, pero esto es distinto. Muy, muy distinto —dijo el santo de Tauro, sonriente.

—¡Orestes! —llamó June, la más maltratada del dúo—. Con tu ayuda…

—No habléis, santa de Atenea —dijo Orestes—. Yo no soy más que la proyección de mi ser, lo que importa está ahí arriba —advirtió, señalando el barco que volaba sostenido por Hipólita—. Todo lo que importa está allí. Protegedlo.

El pronunciado interés de Gugalanna se convirtió en la más pura emoción. Bajó los brazos, que había mantenido cruzados desde hacía rato, y tensó los músculos. Esta vez pensaba ir en serio, sin importarle las consecuencias.

—¿Qué oportunidad puede tener un solo hombre contra tres santos de oro? —cuestionó Afrodita, apreciando el hecho de que Mystoria no se quejaba por las heridas que había sufrido. Los rayos luminosos que Orestes podía desatar le habían atravesado el cuerpo de lado a lado varias veces, ignorando incluso la protección del manto dorado.

—La que mi dios decida —repuso Orestes.

Todo estaba dicho, así que los santos de bronce no insistieron más. Tras dedicarle una mirada de aprobación, June dio un amplio salto al barco seguida por Ban. Los dos cayeron sobre la cubierta al unísono, notando enseguida que estaba helada.

—Despierta, Emil. ¡Despierta! —decía Makoto.

—Déjamelo a mí —gruñó Ban, quien estuvo a punto de dar al durmiente plateado un buen puñetazo. Justo antes de que el puño llegara a él, empero, Emil había despertado.

Nadie tuvo que decirle nada a Emil, sabía qué hacer a pesar de que el enlace se había roto. Concentrándose por unos segundos, levantó la Fortaleza de Luz alrededor de todo el Argo Navis, y el frío conjurado por Mystoria de Acuario dejó de alcanzarles.

¿Mejor, Hipólita? —preguntó Makoto.

Yo diría que peor.

Abajo, Orestes combatía a Afrodita y Gugalanna al mismo tiempo. Quemando toda rosa que fuera invocada, esquivando los portales oscuros que el santo de Tauro abría con meros pensamientos. Veloz como la luz, fuerte como los héroes mitológicos, el caballero de la Corona Boreal era capaz de realizar tales proezas.

Pero allí no debía haber dos santos de oro, sino tres.

—No permitiré que arruinéis el mundo. Morimos protegiéndolo.

El llamado Mystoria, un hombre de pelo corto y hosca mirada, se mantenía sobre una plataforma de hielo que flotaba en el aire, sin duda controlada por él mismo. Detrás del guerrero herido, cien lanzas cristalinas amenazaban con caer sobre el Argo Navis.

—Traidores a la diosa. Desapareced en esta desolación.

La lluvia no se hizo esperar, y aunque la barrera invocada por Emil frenó el ataque, no lo haría por mucho tiempo si se ponía serio. Al menos eso era lo que el santo de Flecha creía cuando empezó a disparar cuantos proyectiles pudiera crear sobre las armas heladas: mil saetas acabaron estallando como figuras de cristal con solo rozarlas; las otras mil, en cambio, llegaron a Mystoria convertidas en imponentes bombas.

—¿¡Podíamos hacer eso!? —preguntó Emil, sorprendido. Ban mantenía la mano sobre el brazal del manto argénteo, de donde surgían las flechas. Alrededor estaban Makoto y June, aportándole toda la energía de la que disponían para incrementar la velocidad a la que iban los proyectiles—. ¡Si tuviera tiempo para usar el Arco Solar! —maldijo, sabiendo que no podía darse el lujo de cargar cada tiro. Entendiendo, antes de que las llamas se disiparan y Mystoria emergiera con no más heridas que las que Orestes le infringió, que el intento había sido del todo inútil.

En un abrir y cerrar de ojos, el santo de Acuario repuso las pocas lanzas de hielo que habían podido destruir. Emil maldijo una vez más, entre dientes. ¡Estaban tan cerca! Solo tenían que avanzar un poco más para alcanzar el cielo. Si no hacían algo pronto caerían en el abismo que se extendía bajo el barco.

«Pero —se dijo, confundido—, ¿de qué nos sirve ir arriba?»

—Así que quiere que desaparezcamos en la desolación.

Distraído con sus pensamientos, Emil tardó varios segundos en procesar que era Hipólita quien hablaba. De pie. Tranquila. Sobre la proa. ¿Quién mantenía el barco a flote? ¿Por qué nadie decía nada? Incluso Makoto mantenía un semblante sereno. Tras darle un par de vueltas, comprendió lo que estaba pasando, y sonrió.

—¡Sostienes este navío en el aire con el poder de tu mente!

—Dejad todos de ser tan condescendientes —replicó Hipólita, casi molesta—. Es solo un barco. Hércules sostuvo sobre sus hombros el peso del cielo. Lamento no tener esa fuerza —añadió como una sutil despedida.

Así, sin más aviso, el Argo Navis cayó al abismo. El intento de Mystoria por impedirlo quedó cortado por el Resplandor de Luz de Orestes: rayos dorados que incendiaron cada lanza de hielo e incluso la plataforma que usaba para luchar en el aire.

Emil, seré breve —dijo Hipólita—. Esto no es la Colina del Yomi, del mismo modo que aquella ciudad no pertenecía a la Tierra. Es una imitación, las almas que viajan al Hades son siempre las mismas. Lo vi en mis vuelos. Así que mantén la barrera hasta que hayamos llegado al falso Hades. Tenemos curiosidad por ver qué hay allí.

—Urano es la Llave y la Puerta hacia todo lugar, mas solo en Saturno hallaremos la cerradura —oró Makoto, reflexionando si esa frase de Shizuma iba dirigida a ellos. Según una apuesta descabellada por parte de Hipólita, Saturno era el nombre romano de Cronos, quien bajo el reinado de Zeus solo podía hallarse en el inframundo.

Estáis locos —fue lo único que Emil pudo decir antes de que la oscuridad los tragara. 


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Publicado 13 abril 2022 - 14:48

Cap 119. Cap de comezón (1)
 
El cap empieza con el ya iniciado "combate" de los platas Vs Tauro, a quien solo tienen que hacerle una herida (o hacer que se levante) para que los deje pasar a... no, que no están en un templo, así que supongo que es para que los deje en paz un rato.
Hipolita teniendo que pelear al lado de quienes se dio de a madres hace tantos ya episodios jaja, pero pues tiene que seguir el "plan estúpido" para bien o para mal.
 
Pues vale, aparte de una graaan resistencia a los golpes, Tauro crea Esferas negras extrañas de Caos y aparte detiene el tiempo... WTF?! jaja E Hipolita no sale con menos cosas, con eso de que puede hacer que a la gente se le olviden cosas, como los valerosos Pokemones Psiquicos: ¡Amnesia!
 
En fin que, de modo milagroso le clavaron la flecha dorada que es la que Saori tuvo como 12 horas entre la vida y la muerte por el plot jaja, pero para el Tauro este solo sirve para que le cause cosquillas, y cabrearse claro.
En todo caso, el sujeto aceptó su derrota como buen Tauro, incluso con el plus de ayudarlos a salir de allí, pero entonces OH SORPRESA, aparece Afrodita de Piscis y así termina la buena racha de los plata porque Tauro dijo "Yo no prometí ser su protector ni nada, ja!"
Aparecen los Bronce que quedaban en el barco porque pues, tienen que ganarse el cheque de producción y no quedarse sin hacer nada.
Lo admito, me sabe mal que unos Bronce no protas le dificulten las cosas a un dorado... pero bueno, es parte de la leyenda de Saint Seiya en todo caso... Aún así, "comezón".
 
Y mientras estas distracciones servían para que los del barco huyeran, que llegó Mystoria de Acuario a amolarles el plan jajaja, tienen una suerte terrible estos pibes, pero también suelen ser MUY AFORTUNADOS porque también apareció Orestes a salvarles el cul*
En contra de todo pronostico, escaparon...
 
PD. Buen cap, sigue así :)

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


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Publicado 18 abril 2022 - 09:54

Saludos

 

Seph Girl. Como bien dijiste en el pasado, otro santo de Tauro que sigue la tradición.

 

Es parte del encanto de estas series japonesas, los villanos que se vuelven aliados inesperados. Por suerte no es como en el JRPG, donde el malo que tenía vida infinita al pasar a ser uno de los buenos ve disminuidos sus estadísticas.

 

Habilidades rotas, habilidades rotas por todas partes.

 

Cuando estaba viendo qué habilidades darles a los santos de plata, que más allá de un par de excepciones Kurumada dejó más bien en la estacada, supe que la constelación de Flecha estaba relacionada con Apolo, por lo que se me ocurrió esta técnica. Probablemente en el canon la mentada saeta era algún tipo de arma secreta.

 

Si se muere este toro inmortal, ya sabemos que en su siguiente vida será abogado. ¿Lo imaginan? Una comedia sobre abogados, con Gugalanna de protagonista.

 

Está bien que tengas comezón porque aparte de lo que nos enseñó la serie, yo en esta historia hago mucho énfasis en la diferencia entre los que tienen el Séptimo Sentido y los que no lo tienen. Aquí quise aprovecharme un poco de la tendencia de los santos de oro a subestimar a la gente, el apoyo de Akasha y la capacidad de los santos de Atenea para hacer milagros. ¡En este caso, el milagro es sobrevivir!

 

Este Orestes que siempre aparece de forma oportuna para salvarlos a todos, aunque luego todos le tengan tirria. Bravo por él, pena por Mystoria.

 

***

 

Capítulo 120. Ángel caído

 

La joven nació donde el tiempo no avanza, en un pueblo sencillo a la sombra de la más sagrada montaña. Fue criada por padres estrictos y abuelos consentidores, rodeada de buenos vecinos y desconociendo la existencia de la maldad humana. La última Guerra Santa había acabado el año en el que nació, el mundo no deparaba ya riesgos para el ejército de la diosa o sus humildes vasallos.

Desde que tuvo memoria, ella pasaba la mayor parte del tiempo en el local de sus padres, un lugar donde las gentes podían reunirse y comer algo. Allí la mente de los hombres se permitía volar con libertad, y unos cuantos tragos daban inicio a las más increíbles historias, pero solo las de unos pocos clientes llamaban la atención de la niña. Eran muchachos extraños, con los ojos rasgados que heredaron de la lejana tierra en la que nacieron. Quizás les tuvo miedo la primera vez, hasta que el más aterrador, con una sola línea de cabello atravesando la calva brillante, empezó a contar con entusiasmo la batalla que como santo de Atenea libró para proteger a la diosa.

Hubo muchas exageraciones aquella noche y en las siguientes, las hazañas de aquellos jóvenes guerreros se volvían cada vez más irrisorias aun para el promedio de alocadas historias que allí se contaban, pero la niña no podía discernir eso. Para ella, el entusiasmo y la determinación que los muchachos orientales imprimían en cada relato era algo increíble, distinto a la apacible paz que siempre disfrutó y, a un mismo tiempo, no dejaba de ser lo mismo; no todo el mundo era igual al pueblo en el que vivían, así que ellos se encargaban de proteger el planeta. Maravillada por la senda de los santos de Atenea, preguntó con cierta vergüenza si ella podría luchar también.

Risas enérgicas, tímidas u oscuras. Grandes y heridas manos revolviendo el corto cabello de una chiquilla de cinco años recién cumplidos. No se lo tomaron en serio, debió pensar la niña, pero al día siguiente un pícaro alquimista le hizo una propuesta.

—Si te conviertes en mi hija —sugirió Kiki, ya un adolescente de catorce años, diestro en las artes del pueblo de Mu—, tendrás la fuerza para seguirles.

Ella no pudo entender el significado de aquellas palabras, pero aceptó sin dudar. El heredero del santo de Aries obtuvo lo que deseaba: una candidata al manto de oro que pudiera disuadir a los enemigos ocultos del Santuario de tomar ventaja por la debilidad del ejército ateniense. El precio fue la orfandad de la niña: sus parientes por la sangre olvidaron ese lazo a la vez que otro se formaba entre dos almas. La mente de Kiki llegó hasta aquella elegida inesperada, escogida al azar, creando en su interior una fuerza que la mayoría de los hombres jamás podría despertar.

Poco tiempo después, Kiki la presentó al hombre designado por la diosa para regir los destinos de sus fieles. Por aquel entonces, Kanon aún no había aceptado ese rol, era un trotamundos que vagaba por la tierra en busca de una respuesta a sus inquietudes. Sin embargo, vistiera o no la sagrada vestidura del Sumo Sacerdote, como siervo de Atenea no podía ignorar lo que significaba la aparición en época de paz de alguien capaz de despertar el sentido que trasciende a los demás. Ofreció a la niña una máscara dorada, un sacrificio insignificante en comparación al que esta debió pagar para llegar allí.

Fueron duros los meses en los que contempló junto a Kanon por primera vez el mundo. La forma que el hermano de Saga escogió para desarrollar el cosmos de la pequeña fue la más arriesgada, pues de forma deliberada la ponía en peligros de los que ella debía salir airosa sin ayuda. Más de una vez, la ya aspirante a santa se quedó sola en medio de malhechores, asesinos e incluso caballeros negros renegados, mercenarios sin ley que habían sobrevivido a la derrota del Fénix, pero ella era incapaz de aceptar la maldad de los hombres y siempre trataba de arreglar las cosas sin dañarles. Esa constante desesperaba a Kanon, quien siempre acababa salvándola para luego reprenderla.

—¡Si alguien amenaza tu vida, defiéndete!

Un fuerte grito lanzado para ocultar sus verdaderos remordimientos. No estaba siendo un buen maestro. Cada vez que la niña estaba el peligro, él sentía la urgente necesidad de  ponerla a salvo. Ella también le ocultaba una verdad más allá de la bondad natural que la dominaba: sentía una gran fuerza dentro de sí, pero proyectarla en el mundo le provocaba un dolor insoportable. Guardando ese secreto, no puso objeciones cuando Kanon le ordenó que le esperara en el Santuario mientras él viajaba a Inglaterra.

Ya no podía vivir en el pueblo como la niña que fue. Era la hija de Kiki, aspirante a santa. Aun así, se permitió que siguiera viviendo en el pueblo que añoraba, Rodorio, al cuidado de una mujer japonesa llamada Seika.

Transcurrieron días tranquilos en los que cada tanto recibía visitas de los héroes que la inspiraron. Conoció también a otros santos y aspirantes, como Shaina, Marin, Zaon y Geist. Todos parecían tener grandes expectativas sobre quien podría ser la nueva santa de oro. Todos, con cierto ingenio, la vigilaban.

Entonces apareció él.

—Mi nombre es Azrael —se presentó el extranjero, firme como las lanzas que siempre llevaban los soldados. También era muy serio—. He venido en nombre del profesor Asamori, de la Fundación Graad, para observar el Santuario.

El hombre para el que decía trabajar era un renombrado científico que analizó durante trece años el manto de Sagitario en el vano intento de replicarlo. Todavía aquel genio seguía empeñado en lograrlo, por lo que envió a su único agente de campo para que observara a los santos de Atenea en su estado natural. Azrael pudo moverse con libertad gracias a que no había un Sumo Sacerdote que pusiera freno a tan mundanas ambiciones, así como a la relación entre Atenea y la Fundación Graad.

A pesar de la misión que Azrael decía tener, no hizo el menor intento de acercarse a los santos o siquiera a la guardia que patrullaba el corazón del Santuario. Con toda suerte de excusas, a cada cual más endeble, el llamado por todos chico de la Fundación buscaba siempre hablar un rato con la pequeña enmascarada, a quien encandilaba con relatos del exterior. La niña ya había visto algunas cosas siguiendo a Kanon, pero un ex-niño soldado que había librado batallas por todos los rincones del mundo tenía mucho que contar. Entre otras cosas, aquel  santo sin cosmos, como ella lo imaginaba, le reveló la existencia de innumerables religiones, ajenas a la diosa Atenea.

—¿Eso te sorprende? —preguntaba Azrael, extrañado—. Si lo sabe todo el mundo.

Así eran las conversaciones entre ambos. Él hablándole de intrépidas aventuras, bastante endulzadas respecto a lo que en realidad fueron; ella sorprendida por los detalles más cotidianos, meras pinceladas de lo que en verdad era el mundo ajeno al Santuario. Azrael mantenía siempre un tono neutral, quizá metódico, pero nadie podía sospechar que estuviera tratando de sonsacar los secretos del Santuario para hacer algún mal. Cualquier cosa que el chico escuchara sobre los santos, hasta lo más básico, le provocaba un entusiasmo tan infantil que solo podía ser genuino. Esos momentos de curiosidad insaciable y alegría sin límite lo volvían tan claro como el cristal.

Un día, la confianza entre el chico de la Fundación y la enmascarada les llevó a compartir un helado que el primero, asándose del calor propio de la época, había comprado. Buscaron un lugar apartado donde se sentaron espalda contra espalda, cada uno con un vaso lleno de fresa, nata y chocolate. La niña, sin máscara, empezó a llorar.

—¿Qué ocurre? —dijo Azrael, nervioso. Con notable habilidad, se levantó sin mirar el rostro descubierto de la pequeña, sabedor ya de lo que ello significaba. Vio que el vaso se le había caído de las manos. El helado estaba desparramado por el suelo, junto al potente veneno que contenía—. No te preocupes, podemos comprar otro.

La niña no escuchó, no quería hacerlo. Solo el instinto, un sexto sentido que recién despertaba tras cien noches de esfuerzos, le decía que aquel frío postre podía hacerle daño. Por eso lo tiró, por eso se negaba oír todo lo que el chico de la Fundación dijera, pues en las palabras del siempre seguro soldado detectaba un temblor inconsciente: ¡no se había atrevido a dañarla de frente, pero por algún motivo debía hacerlo!

—¡Si alguien amenaza tu vida, defiéndete! —oyó en el interior de su mente, al son de imágenes de decenas de cuerpos desintegrados a manos de Kanon. ¿Eso era lo que tenía que hacer con Azrael? Tenía el poder para hacerlo. Un simple pensamiento y él desaparecería—. ¡Defiéndete! —oyó de nuevo.

Alzó la vista con decisión, pero ya entonces Azrael se había arrojado sobre ella. La abrazaba, fuertemente, mientras susurraba palabras amables.

—Parece que la próxima salvadora del mundo es algo torpe —le bromeó al oído, aliviando los temblores de la pequeña—. Necesita a alguien que la ayude.

—Tú… Tú… —trataba de decir, confundida. Seguía llorando, podía frenar la lluvia del cielo mientras viajaba con Kanon, pero era incapaz de contener esas simples gotas que le mojaban las mejillas—. ¿Eres mi amigo, verdad?

Como antes de que la tuviesen que vigilar, cuando era hija de padres normales y no la elegida de Kiki. Cuando jugaba con los demás niños de Rodorio.

—Soy su asistente —respondió Azrael, decidido—. Si me lo permite, quiero decir… —carraspeó, separándose con lentitud de la temblorosa enmascarada. Tenía los ojos cerrados—. ¿Puedo asistirla, para que no se le vuelva a caer el helado, señorita?

La pequeña lo miró, deseando gritar que sí lo aceptaba, creyendo que aún debía defenderse. Al final, se lanzó sobre el chico de la Fundación, abrazándolo con sus cortas manos, y este correspondió el gesto. Así permanecieron largo rato, ama y sirviente.

 

***

 

Kanon regresó al Santuario al final del verano. Lo acompañaba un joven inglés que había decidido acoger como pupilo, a pesar de que ya tenía quince años. Se llamaba Arthur, un superviviente de las catástrofes que asolaron el mundo el siglo pasado.

—No te preguntaré si sigues queriendo servir a Atenea. Conozco la respuesta —afirmó Kanon, señalando la máscara que seguía ocultando el rostro de la niña—. Sígueme.

Así lo hizo, con un eficaz asistente aficionado a los helados detrás, cargando sus pocas pertenencias. Kanon no dijo nada al respecto; no era raro ver a un santo con escudero.

El entrenamiento no tuvo nada que ver con el viaje de hacía meses. Kanon fue más estricto que nunca con aquel par de novatos de quienes tanto esperaba. Les contó todo cuanto sabía del cosmos y les mostró lo que tal magnánima fuerza podía lograr. Abrió portales a espacios que ningún hombre común vería jamás, donde los discípulos tuvieron la oportunidad de entrenar sin preocuparse por el daño que pudieran provocar en cuanto los rodeaba, al tiempo que se maravillaban con los secretos del universo. Las mañanas se perdían entre un sinfín de enseñanzas, las tardes eran devoradas por largos duelos en los que Arthur siempre perdía.

Cada noche, la pequeña resumía a Azrael cómo había pasado el día mientras olfateaba la cena que estaba preparando. Ellos vivían en una humilde casa en los barracones de la guardia, lo que obligaba a la enmascarada a iniciar cada entrenamiento subiendo la montaña, pero esa era la única forma de tener cerca a su auto-proclamado asistente. Incluso si Kanon se negaba a vestir como un Sumo Sacerdote, lo era, y no cualquier persona podía vivir bajo el mismo techo que el representante de la diosa Atenea.

Azrael siempre ponía atención a las experiencias que vivía su señorita en los confines del tiempo y el espacio, interesándole sobre todo los avances de su rival, Arthur, candidato al manto de Géminis. En las primeras semanas era ella quien partía con ventaja, pero el joven inglés era avispado, demasiado, y pronto pudo entender hasta el más mínimo detalle del poder con el que la enmascarada lo había derrotado una y otra vez. Así, la niña empezó a regresar con moratones, todavía diciendo que la próxima vez lo haría mejor, absorbiendo como una esponja las palabras de ánimo que Azrael siempre tenía para ella. Más adelante, la piel morada venía con la compañía de cortes, sangre y prolongados desmayos, mientras que Arthur nunca era alcanzado por los esfuerzos de la hija de Kiki, la primera aspirante al dorado manto de su generación.

—Ya no sonríes —dijo. Llevaba en cama un par de días y tenía vendas por todo el cuerpo. No era un exceso, le dolía todo—. ¿Crees que debo rendirme?

—¿Quién salvaría el mundo si usted hiciera eso, señorita? —preguntó Azrael, a sabiendas de que los santos no se entrenaban para resolver los problemas que él conocía, los mundanos—. Solo descanse. La próxima vez lo hará mejor.

 

Ella pudo haber despertado el día siguiente o en otro mes, no lo tenía claro y Azrael no le dijo nada cuando le dio los buenos días, a pesar de que hacía rato que había pasado el mediodía. El asistente ayudó a la incapacitada heroína a vestirse, y luego ambos se alistaron para subir la montaña.

—¡Ya no nos visitas, hija malagradecida!

Kiki fue la primera cara que vio al abrir la puerta, apareciendo como siempre solía hacerlo, de la nada y sin avisar. Antes de que pudiera decirle algo, notó que había muchas más personas conocidas, no solo los guardias y aspirantes que eran sus vecinos, sino también Geki, Nachi, Ban… Ichi hacía vistosos malabares mientras sostenía un alargado plato con el helado más grande que había visto. Miró de reojo a Azrael, quien solo se encogió de hombros y sonreía con fingida inocencia.

—¡Si sigues haciendo gracias se te caerá! —gritó Geist, una de las pocas amazonas que pudo asistir a la fiesta.

Atrás de Geist, Hugin y Munin sonrieron como los muchachos que entonces eran, dedicando un sutil impulso de telequinesis para que Ichi tropezara. A punto estuvo de caer el helado, perdiéndose con ello los esfuerzos de Azrael para organizar la fiesta, hasta que la misma gravedad detuvo la caída del plato y el postre. El responsable recién llegaba a los barracones, después de bajar la montaña sagrada.

—A ver si dejas de dormirte en los laureles, hermanita. —Arthur llegó hasta la sorprendida niña en un instante. Sobre una mano flotaba el plato con el contenido intacto, la otra le revolvía el pelo castaño—. Estoy seguro de que Shaina y Marin habrían querido estar aquí también.

—Alguien tiene que vigilar el Santuario mientras otros practican la pereza —comentó Hugin a la vez que su hermano asentía. Ambos rieron, nadie les hizo caso.

Guardias entraban y salían de las casas trayendo bebidas y comidas que dispusieron sobre el suelo pétreo, con el helado en el centro. A la niña no le sorprendió que Arthur pudiera mantenerlo frío; un prodigio como él debía ser capaz de todo.

La fiesta duró hasta que llegó la noche. Relatos inverosímiles, chistes llenos de picardía y jugosos manjares convirtieron las horas en fugaces minutos y de repente todos se fueron, algunos para dormir, otros para cambiar el turno de guardia. Solo la enmascarada y el asistente se quedaron al final, sentados espalda contra espalda y terminando lo que quedaba del helado.

Aquella fue la víspera del fin de la paz.

 

***

 

Gestahl Noah había fracasado en iniciar una alianza con el Santuario, y el asesino que envió para matar a la futura santa de oro, señalada por la constelación de Virgo, llevaba ya varios meses sin volver a contactarle. Ese fracaso obligó a los siervos directos del Hijo a actuar sin más representante que ellos mismos. Orestes de la Corona Boreal contactó al Sumo Sacerdote con una propuesta que no podría rechazar: liberar a los héroes de la Guerra Santa del castigo de Hipnos, dios del sueño.

Si bien el extraño cumplió su palabra, al apartar a Kanon del Santuario dejó la tierra sagrada vulnerable al ataque de un terrible enemigo. Caronte de Plutón atacó a los fieles de Atenea empleando a quienes sirvieron a la diosa en el pasado. Fue necesaria la plena cooperación entre santos, aspirantes, guardias y amazonas —más cierto asistente con ideas descabelladas— para proteger lo que un día fue una fortaleza inexpugnable, pero hubo pérdidas. Muchos murieron, incluyendo a los santos de Hidra, Oso y Lobo, y Shaina había desaparecido junto a los tesoros que Atenea les había confiado.

La niña sentía que aquel día nefasto era uno más de sus fracasos. ¡Ella era la señalada por Virgo! ¿Cómo fue que no pudo hacer nada para salvarles? Arrojó esos sentimientos de culpa sobre Orestes, el hombre que los había puesto en tan terrible situación, y Zaon de Perseo cumplió con su deber petrificando al caballero por trece años.

Pero eso no alivió el dolor. Ni siquiera las palabras de Seiya, el héroe legendario que salvó al mundo, pudieron reconfortarla. Ella solo podía pensar en las últimas palabras de Ichi: vivir la vida en nombre de los dos, como si fuera dos veces santa. Determinada a cumplir con esa promesa, rogó a Pegaso que la ayudara a ser fuerte. No seguiría entorpeciendo el entrenamiento de Arthur con su debilidad, pero no estaba dispuesta a rendirse, ahora más que nunca quería vestir el manto de oro.

 

¡Si tan solo la simple voluntad bastara para hacer realidad los deseos! Seiya no estaba hecho para ser maestro, menos aún después de salir de un largo sueño en el que vivió como si nunca hubiese llegado a ser santo, pero le sobraba pasión. Tenía una desbordante energía, optimismo puro, que día a día inculcaba en la niña y Makoto, un joven guardia a quien ella casi había obligado a volver a entrenarse.

Estaba por acabar el año cuando Kanon, desde la pasada invasión aceptado como Sumo Sacerdote en todos los sentidos, obligó a Seiya a desistir. De otro modo, aquel guerrero impetuoso nunca se rendiría, pero era un hecho que el camino del santo de Pegaso no era el mismo que la heredera de Virgo debía seguir.

Y ese solo era el segundo de siete intentos fallidos de entrenarla. Siempre acompañada por Azrael y obedeciendo cabalmente la voluntad del Sumo Sacerdote, la niña buscó los secretos del alma en Reina Muerte bajo la tutela de Ikki, se sumergió en las profundidades del cosmos —el Séptimo Sentido— en la isla de Andrómeda que Shun dirigía, trató de absorber la noble verdad del Cero Absoluto que solo Hyoga conocía… Inútil, todo era inútil. La pequeña era incapaz de aprehender las técnicas que tan notables héroes le transmitían. Por muchos meses, años incluso, que pasara en aquellos lugares solo veía frustrada cómo otros dominaban el Séptimo Sentido antes que ella: Sneyder, Shizuma Aoi, Shaula… ¡Hasta una más joven e inexperta lograba lo que para ella se había convertido en un imposible!

Pasó esa época alejada de las batallas que el Santuario libraba contra la orden de caballeros negros que precedió a Hybris. Hasta donde ella sabía, ningún santo de oro intervendría en esas escaramuzas. El Sumo Sacerdote se había tomado muy en serio el plazo dejado por Caronte y se negaba a armarlos con el manto zodiacal por el mero hecho de dominar el Séptimo Sentido. Debían ser más fuertes que ningún otro en el pasado, tenían que convertirse en la generación más fuerte, que pudiera servir de bastión para la amenazada humanidad. La niña, pronto una adolescente, entendía esa necesidad, pero pensando en los trágicos acontecimientos del pasado, quiso poner un granito de arena para ayudar a los santos de bronce y plata que ya luchaban.

Debió pasar algún tiempo antes de que se descubriera que cada vez que la chica contactaba a un santo, así fuera el simple gesto de darse la mano, este recibía una chispa del cosmos que albergaba, la Gracia, la cual se mantendría oculta siempre a menos que la vida del bendecido estuvieran peligro. En realidad, ella ya había impedido la muerte de otros antes, fue eso lo primero que llamó la atención de Kanon hacía ya tanto tiempo, pero fue después de la invasión que se esforzó en controlar tan extraño don. 

El penúltimo maestro fue Shiryu, el más sabio de entre los cinco héroes. De él, más allá de los útiles consejos sobre la defensa personal y las artes marciales —técnica y habilidad por encima del poder—, recibió guía. Si quería estabilizar el cosmos que latía dentro de sí y la hería cada vez que lo proyectaba sobre el mundo, debía encontrarse a sí misma, saber quién era y qué deseaba realmente. El santo de Dragón parecía seguro de que lo lograría; sin embargo, ella quiso creer en ello también.

Azrael también había empezado. Luego de años viajando a los peores rincones del mundo, ardientes como el infierno o fríos como la muerte misma, el otrora chico de la Fundación había encontrado un maestro que podía respetar. Apenas habían empezado con algunos duelos mano a mano en los que por supuesto el desbalance era evidente, pero cada derrota le hacía desear saber más, lograr más. Estaba feliz, la chica podía verlo, así que ocultó el dolor que le provocaban los entrenamientos cada vez más duros. Ignoró el crujir de los huesos, los mil martillos golpeándole la mente y los frecuentes temblores que parecían ondularle la piel como si esta fuera agua; hizo un esfuerzo sobrehumano para durar medio año más de lo usual, hasta que colapsó.

 

—Vas a morir.

Aquellas tres palabras fueron lo primero que oyó desde hacía mucho tiempo. Había dormido demasiado, sumida en un sueño hecho de dolor, y ahora despertaba suspendida en medio de una cueva. Cadenas invisibles, forjadas por la poderosa mente de su captor, la mantenían quieta. Pensó que se trataba de un enemigo hasta que se percató de su verdadero estado: tenía más vendas cubriéndole el cuerpo que cuando perdió la consciencia luchando con Arthur. Debajo de ellas, sabía, solo encontraría piel cuarteada por el cosmos afilado del que Shiryu de Dragón le hablaba durante las charlas.

—Vas a morir —repitió Kiki, despiadado. El contacto con la Esfera de Plutón lo había roto hacía años. No le quedaba paciencia para ser compasivo—. Me equivoqué contigo. Eras una aldeana común y aun así te di un lugar en mi mente. Romperé nuestro trato y tal vez puedas vivir unos años más como una persona normal.

Tras Kanon, Seiya, Ikki, Shun, Hyoga y Shiryu, aquel era el séptimo fracaso. El definitivo. Su auténtico primer y último maestro la estaba abandonando.

—No —dijo la aspirante en desgracia, un susurro que expresó sin querer como un grito—. ¡Dijiste que si me convertía en tu hija podría servirles!

—Ya, bueno… Tengo una nueva hija.

Un cosmos de oro llenó el espacio que un instante antes ocupaba Kiki. De haber tardado un poco más en desaparecer, el último herrero de Jamir habría sido desintegrado.

—Dice que si la sueltan, el mundo será destruido —aclaró Azrael, la única persona en el mundo que podía calmar la furia que había dominado a la chica, heredera de siete amargos fracasos—. A los santos os gusta demasiado exagerar.

—¿Terminaste tu entrenamiento? —pudo preguntar la joven luego de varios intentos. Tenía la voz quebrada y los ojos llorosos. Tal y como estaba, ni siquiera necesitaba una máscara—. ¿Qué constelación te bendijo?

—Ninguna —contestó Azrael, que la miraba del mismo modo que la había visto siempre—. Como asistente no podría perdonarme dar un paso que mi señorita aún no ha dado —aseguró con total sinceridad.

—Parecías tan feliz. Sé que ibas lograrlo, sentí…

—Soy feliz, señorita —dijo Azrael—. Perdóneme, mis palabras ahora deben sonar egoístas, pero debo decirlo. Incluso si no soy capaz de caminar a su lado, haré todo lo posible para seguirla, para ayudarla en todo lo que necesite, para impedir que se le caiga el helado —bromeó sin pretenderlo—. Si mi cosmos fuera una carga para estar a su lado, entonces simplemente lo dejaré tirado en algún lugar y volveré aquí. Porque ese es el tipo de vida que escogí. Eso es lo que yo entiendo por felicidad.

El herido cuerpo de la joven era del todo incapaz de expresar las emociones que sentía. Solo el alma, oculta por la débil carne, podía bullir de una cierta alegría, un grito que no era transmitido en forma de sonido y aun así anhelaba ser escuchado.

—¡Qué intensa vitalidad para quien ya ha sido condenada a muerte! —exclamó una joven Lucile vestida de blanco, apareciendo tras Azrael a la velocidad de la luz—. Bueno, siendo Kiki quien lo dijo debe de ser mentira.

Papá no miente —comentó una niña, más joven que la señalada por Virgo, tan pronto se teletransportó hasta aquel lugar. Llevaba el pelo recogido en trenzas, y una máscara le ocultaba el rostro—. Tú sí. A menudo.

—Oh, ¿dejarás que nuestra amiga se muera entonces, aspirante al manto de Hércules, Ethel? —cuestionó Lucile, divertida.

—Sabes que no haré eso.

Extrañándole la situación que se presentaba ante ella, la prisionera buscó el auxilio de Azrael, quien asintió esbozando una sonrisa llena de confianza.

—Tenga fe, señorita. Ellas la salvarán.

—¿Cómo no hacerlo si me lo pides con tanta insistencia? —dijo Lucile, con la mano sobre el pecho de Azrael. El corazón del asistente latía con vigor, traicionando el tranquilo semblante que este trataba de mantener—. Y también tú, Akasha, futura vecina. ¿Cómo podría ignorar tus emociones desbordadas cuando ya reinan sobre Jamir? Nos salvaste del aburrimiento. Yo te salvaré del aburrido pronóstico de Kiki.

La leona de oro hacía parecer todo como lo más fácil del mundo. En realidad, para la que siete veces fracasó en convertirse en santo, fue un proceso doloroso en todos los sentidos imaginables. Si logró salir viva de las sesiones fue gracias al apoyo de todos: Lucile cantaba a viva voz, como una habitante del mismo Olimpo, otorgando luz a las oscuras emociones que había desarrollado desde el día en que Kiki le ofreció ser algo más que una niña en una apacible aldea; Ethel, de menos palabras, se introdujo en su mente del mismo modo que tiempo atrás hiciera el padre psíquico de ambas. Una reparaba las heridas del alma y otra las de la mente, otorgándole la estabilidad que necesitaba para entrar en comunión con el cosmos que por demasiado tiempo había sido un enemigo invisible. Ella se centró en esa fuerza primordial que los santos dominaban, lo hizo por muchas razones: por los héroes que admiraba, para que Kiki se tragara sus palabras, para ayudar al mundo en el que vivía, y por sobre todo, para que las esperanzas que Azrael había puesto en todo aquello no fueran en vano.

A Kiki le faltaron palabras para terminar de disculparse cuando vio Akasha recuperada, cubierta por el aura celestial de una guerrera del Zodiaco. Ella ya no le guardaba rencor, porque no quería malgastar el espacio que podía dedicar al afecto que sentía por sus salvadores, con quienes compartiría los mejores días de su vida. Trató a Ethel y Lucile con la misma confianza que tenía para con Azrael, entre agradecimientos interminables llegó a contarles sus inquietudes sobre el futuro a la vez que escuchaba con atención las de la leona de oro —arma secreta del Santuario para detener los ejércitos de Caronte— y la futura leona de plata, Ethel, quien la consideraba una amiga.

 

Aquel tiempo de paz, posterior a primera guerra con los caballeros negros, terminó con una terrible brusquedad. Ethel tuvo que marchar al Santuario para competir por el manto de Hércules. Su rival, Tiresias, había sido entrenado para llegar a ser el más fuerte de entre los santos de plata, mientras que toda la fuerza de Ethel estaba en su mente. Akasha tenía fe en que lo conseguiría; también Lucile, aunque esta no lo decía abiertamente. Tenía que mantener la fachada de hija carcomida por la envidia que Kiki imaginaba ver. La lucha por el manto sagrado, sin embargo, nunca concluyó.

La máscara de Ethel se rompió frente a los ojos de Lesath y Tiresias. Ethel huyó, motivada por un terror que solo ella conocía, y días después empezó a controlar las mentes de los habitantes de Rodorio, desde civiles hasta guardias, aspirantes y santos. Akasha, al tanto de la rebelión, dudaba, no porque el Sumo Sacerdote había prohibido a los santos de oro intervenir en conflictos menores —eso poco le importaba a esas alturas—, sino que tenía que elegir entre su amiga, quien le salvó la vida, y su gente. Ella nació en Rodorio, ella fue criada allí y vivió muchos años entre aquellas personas ahora gobernadas por un poder que con toda seguridad desconocían.

Al final se decidió a intervenir, tarde, pues Ethel ya había sido ajusticiada por Lesath. Castrar al santo de Orión le produjo el mismo vacío que observar la petrificación de Orestes, aunque esta vez sí pudo hacer algo bueno por quienes sobrevivieron. Enfrentó a Sneyder de Acuario, primer santo de oro que veía armado, decisión que la hizo digna de vestir el manto de Virgo. Tras tantos fracasos, desconociendo cómo ejecutar las técnicas de tantos maestros, halló la forma que deseaba darle al poder que Kiki le permitió poseer: su alma se manifestó ante los ojos de todos como una espada de luz, Brahmastra, que podía adoptar la forma de cualquier arma, así como proteger. De ese modo salvó la vida de las víctimas de Ethel; no condenó a los guardias como traidores o mártires, sino que los llamó santos de hierro. Ese fue el único modo que tuvo para que recompensar aquella fiesta amena antes de que Caronte destruyera todo.

«Miento —pensó Akasha de Virgo—. Fue porque me sentía culpable.»

Y no sería la primera vez. La Rebelión de Ethel dividió al Santuario, muchos aspirantes desertaron a favor de la renacida orden de caballeros negros. Reiniciaron entonces las batallas de la pasada guerra de guerrillas, ahora en contra de un ejército que cazaba a quienes consideraban un estorbo para el mundo que pretendían crear. El Santuario se dividió en cuatro divisiones para utilizar mejor los recursos de los que disponían.

 

Años después, Lucile perdió el control en una misión. Cansada de percibir las emociones contradictorias de miles de pusilánimes, obligó a dos bandos a dejar las armas. Cuando el Santuario le ordenó arreglar el desastre que había creado, afectando directamente la política de dos grandes potencias, Lucile vertió sobre los ejércitos una furia bestial que terminó en un baño de sangre. Esta vez, aun sabiendo lo que ocurriría, Akasha no dudó en ir a ayudar a Lucile, para calmarla e impedir que fuera ejecutada por los asesinos que el Santuario envió: Sneyder, Triela y Arthur.

Logró que Lucile saliera con vida de eso, si bien no pudo hacer nada para que no la encerrasen; ella misma acabó exiliada del Santuario. Junto al amable Shun, fundó la división Andrómeda, donde iban a parar todos los santos sobre los que caía alguna penitencia. El punto álgido de esa nueva vida fue obtener el Argo Navis y el Ojo de las Greas, el primer paso hacia la cadena de acontecimientos que los llevaron hacia ese lugar y momento. ¿Cuánto de todo aquello había estado previsto desde entonces?

Conocer a Gestahl Noah, el único hombre al que podía odiar tanto como a Caronte. Pactar con Julian Solo, avatar de Poseidón. La misión en Bluegrad, el castigo de Sneyder, las batallas en Reina Muerte y Heinstein por el ánfora de Atenea. La propuesta de Tritos de Neptuno, que desoyó al permitir la posibilidad de que Poseidón fuera liberado. El reencuentro con la guardia en la taberna, donde todos pudieron recordar a Ethel. La Guardia de Acero, el magnífico canto de Lucile en el hotel, la reaparición de Caronte. La alianza entre Hybris, Bluegrad, la armada de Poseidón y el Santuario. Su ascenso como Suma Sacerdotisa, inicio de la guerra entre los vivos y los muertos que tantos dolores y sacrificios supuso para todos. La frágil paz y su final, demasiado pronto, cuando la voluntad de Titania de Urano despedazó el Santuario.

¡Tanto había ocurrido en tan poco tiempo! ¿Cuántos años había desperdiciado entre dudas, para luego perseguir con tanto ahínco un castigo para cada decisión precipitada que tomó? Con un ojo veía los ejércitos de Atenea, Poseidón, Hybris y Bluegrad unidos por el bien del mundo, tal y como quería; un barco tripulado por distintos grupos, antaño enemigos, que viajaban con el mismo fin. Al otro, el Ojo de las Greas, llegaba un millón de razones por las que debería dejar que el juicio divino llegara. Como un odioso vigilante, un ángel cruel, veía cada acto malvado que los hombres ejecutaban, juzgaba, estuviera despierta o dormida, los males de la humanidad. Porque ya no había sueño que le permitiera descansar de la permanente pesadilla que tanto buscó.

 

—Estoy cansada. Tan cansada.

Una eternidad antes, ella luchaba contra el santo de Virgo de otro mundo. Shijima le ofreció todos los destinos que aguardaban a los hombres: la enfermedad, la vejez, la muerte… Ella escogió la vida, y por la vida fue que anduvo recordando todo el dolor del pasado, presente y futuro. En el horizonte de ese tiempo revivido, las figuras de Caronte y Gestahl Noah parecían inalcanzables. Se reían de ella, de la marioneta que habían manipulado con hilos de odio y falsas promesas de paz.

—Soy tan débil… —murmuró entre las tinieblas, el lienzo que hasta ahora había pintado de recuerdos. Se dejó caer de rodillas. La presión del lugar, o más bien de sí misma, fragmentó la máscara a la altura del ojo derecho.

Quería mirar atrás. Si lo hacía, tal vez encontraría a Azrael listo para aconsejarla, asistirla. Se odió por tener ese anhelo. ¡Fue ella quien lo alejó, porque la misión que tenían era demasiado peligrosa! Deseaba tenerlo a su lado, pero no quería que muriese. No se merecía morir luego de haberla ayudado tanto.

—Soy tan débil —repitió con resentimiento. Parte de la máscara estalló. El ojo derecho brillaba con un tono aguamarina que no le pertenecía; el tesoro de las Greas que desde un principio había unido a su propio cuerpo—. Débil, débil.

Se alzó, enérgica, solo para tropezar de inmediato con la nada. Mientras el Ojo de las Greas buscaba una salida, ella caía sin remedio hasta chocar con algo. Con alguien.

—¡Tú!

Un único grito, espontáneo. Su cabeza estaba apoyada en el pecho de un hombre sin rostro envuelto por un desgastado uniforme militar. Las manos de Adremmelech la sujetaban con una inesperada suavidad.

—Has bajado hasta el infierno de la vida solo para buscarme —dijo Akasha, sin saber si debía sentir vergüenza o sorpresa por eso—. ¿Me sacarás de aquí, a pesar de que he sido condenada? ¿Qué eres tú, que ignoras el juicio de los dioses?

—Adremmelech, Rey Demonio —contestó el santo de Capricornio, una voz que resonó a través del infinito como un terremoto capaz de devastar los cielos.

—Sí, lo eres. ¿Y yo? ¿Qué soy yo?

A eso se reducía todo. Una cadena de desafortunados acontecimientos de la que ella no era prisionera, sino impulsora y partícipe. Buscó ser parte del sueño que la maravillaba, hizo todo lo necesario para hacerlo. Siete fracasos no le impidieron seguir intentándolo, leyes ancestrales no la detuvieron para firmar una alianza que los héroes del pasado repudiarían —repudiaban, como Shijima le había demostrado—. ¿Qué era ella? ¿Quién era Akasha de Virgo como para pretender jugar de esa forma con el destino?

Adremmelech no necesitó tiempo para pensarlo.

 

—Mi Suma Sacerdotisa. 


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Publicado 22 abril 2022 - 18:35

Cap 120. El Documental de Akasha, la fracasada
 
Pues todo el cap es una resumen de la vida de nuestra prota.
De padres que tenían un negocio tipo restaurante/taberna donde conoció a los santos de bronce, quienes por sus cuentos la hicieron decir "Yo también quiero luchar, quien ocupa una familia y vida pacifica si puedo aspirar al protagonismo?" y Kiki le cumplió su deseo borrando los recuerdos de esa pobre Familia para que la nenita empezara su travesía Shame Akasha, no eres una prota huerfana.
 
Su primer maestro fue Kanon, quien la ponía en peligros deliberadamente para que aprenda a la mala cómo usar el cosmos, cosa que no funcionó por dos factores: que la niña era más buena que el pan, y que tenia una extraña "condición" por la que si usaba su cosmos le causaba dolor ¿whaaaa...??
Kanon se desespera al descubrir que es mal maestro, por lo que la manda al Santuario donde conoce al mejor personaje de este fic, Azrael, ¡yeii!
 
Recordamos que, Azrael comenzó como un enviado de Gesthal Noah para matar a Akasha y aquí esta la escena que cambió el destino del chico, su vida como asistente comenzó con un helado envenenado que Akasha dejó caer al suelo en vez de desintegrarlo, gran decisión Akasha, este fic no sería lo mismo sin Azrael como tu sirviente.
 
Entonces conoció a Arthur a sus 15 años mientras ella tenia como 5-6, siendo ella la que ganaba las batallas al inicio pero después el Patriarcado comenzó a tomar impulso y ella recibía palizas.
Se ve que la chica pudo resistir tan mala vida porque el cariño que recibía de todos los personajes, que hasta una fiesta le pudieron hacer, awww, qué ternura, un emotivo recuerdo previo a la llegada de Caronte (ahora entendemos por qué odia tanto al infeliz XD)
 
El segundo maestro fue Seiya, quien también entrenaba a Makoto en su primer intento a santo. Mas de nuevo no logró aprender mucho.
 
Como tercer maestro eligió a Ikki (pobre alma...) donde seguro conoció a Sneyder
 
El cuarto fue Shun, tampoco hubo suerte pero conoció a Shizuma Aoi
 
El quinto fue Hyoga que pues no me sorprende que nada haya aprendido, quien tenia como aprendiz a Shaula, CREO
 
Después de eso diseñó la técnica de LA GRACIA, esa bolita de cosmos que les da a los personajes algunos status+ para no morir a la primera.
 
El sexto maestro fue Shiryu (viva Shiryu), quien le brindó la oportunidad a Azrael de entrenarse para volverse santo.
 
El séptimo fue Kiki quien la desahució de plano por ese mal de que su cosmos la estaba quemando por dentro.
 
Nos enteramos que Azrael abandonó la idea de ser un santo por el bienestar emocional de Akasha, COSOTAS, ¡eso es cariño y lealtad maldita sea!
 
Total que son Lucile y la tan nombrada y enigmática Ethel quienes la ayudaron a que pudiera usar su cosmos como una santa normal jeje.
 
Pero como nos ha enseñado este documental, tras una buena racha de alegrías y felicidad, POW, bomba dramática. Pasan cosas aun sin contar en la Rebelión de Ethel, esta muere a manos de Lesath, a quien castró porque le pareció buen castigo (perra, él estaba haciendo su trabajo) Después se lanzó en duelo con Sneyder donde consiguió la armadura de Virgo y así continua el documental resumiendo todo lo que ya vimos hasta ahora que Akasha cruzó la puerta de la vida
 
Akasha se pone depre y piensa en que quisiera ver a Azrael y entonces que un inesperado personaje llega a detener su caída, ¡Adremmelech! Quien da una genial respuesta a la duda de Akasha...
 
DAMN que buen episodio fue este.
 
PD. Excelente capitulo :D ¡Sigue así!

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#334 Rexomega

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Publicado 25 abril 2022 - 17:43

Saludos

 

 

Seph Girl. ¡Suena a título de telenovela! Pero no puedo negar que sea culpa mía.

 

Es de esos capítulos que no estaban planeados. Aún recuerdo escribirlo de corrido, movido por la inspiración, sin saber si quedaría bien. Hoy en día siento que es una guía muy oportuna de los eventos de esta historia. ¡Gracias, yo del pasado!

 

Así es, de no ser por esos santos de bronce, Akasha no llegaría a santo femenino. ¿Quién nos diría que esos personajes llegarían a tener tal relevancia? De no haber estado presentes ellos y sus historias, Kiki no habría tenido que borrar la memoria de unos padres decentes que de seguro hasta pagan sus impuestos, Kanon no se habría frustrado al sentirse mal maestro por justo querer entrenar a una persona de buen corazón y Azrael nunca habría conocido a su señorita… ¡Un momento, eso último no es bueno!

 

Es tal y como recuerdas, Azrael estaba ahí como asesino enviado por Gestahl Noah. ¡Qué sangre fría la suya al envenenar un helado! Aquí lo que parecía una desventaja en su santa senda, resultó una virtud; Akasha perdonó a su asesino y obtuvo un asistente.

 

Me remonto al torneo infantil de Dragon Ball, arco de Bu, en que un par de adolescentes muy creídos reciben la paliza de sus vidas de unos niños. Así de loco es el shonen. Pero aquí las tornas terminaron cambiando porque después de tanta pompa Arthur no podía ser un cualquiera. Sí, después de esa fiesta es que pasa todo el asunto de Orestes y la Noche de la Podredumbre, para ese momento Akasha tenía seis años recién cumplidos y muchas ilusiones… Después tuvo eso y un hondo rencor que hasta ahora conocemos.

 

Buena cosa. Como lector de fanfiction de antaño, me habría chirriado tener una protagonista que se limitara a copiar las técnicas del protagonista anterior.

 

Para escoger el orden de entrenamientos de Seiya, Ikki, Shun y Hyoga, tuve en cuenta las edades de los discípulos a los que también entrenaron estos maestros: Makoto, Sneyder, Shizuma y Shaula. Sí, acertaste, la santa de Escorpio entrenó en Siberia. Divertida forma de describir la Gracia de Akasha, que a tantos ha salvado. Como nota aparte, si en algún punto olvido el orden de los entrenamientos, sé que puedo acudir a este review sin necesidad de re-leer el capítulo. ¡Gracias por la ayuda!

 

Se había dejado caer en el final del primer arco que Azrael tenía madera para santo. Aquí podemos ver en qué quedó eso.

 

Cosa rara que un misterio de esta historia se resuelva en el mismo capítulo en que se presenta, pero aquí vemos en qué quedaron los dolores que Akasha venía sufriendo desde su primer entrenamiento. Como los santos de Atenea no tienen estatuto de los trabajadores, Kiki prefirió recurrir al despido que pensar en soluciones…

 

… Y ahí es donde entran en escena Lucile y Ethel, sumándose a la larga lista de personajes a los que debemos el protagónico de Akasha.

 

No podría estar más de acuerdo, la lealtad de Azrael no conoce límites.

 

El duelo entre Sneyder y Akasha ya se había mencionado, me parece, en el pasado arco, en torno a cierto árbol destacado. La Rebelión de Ethel es un misterio aún que poco a poco, muy poco a poco en realidad, se va desentrañando.

 

Me alegra mucho que te guste tanto este capítulo, porque es de esos que al releer antes de publicar, me deja enteramente satisfecho, de principio a fin.

 

Excelente, no solo bueno, ni genial. ¡Excelente! Ojo al dato.

 

***

 

Capítulo 121. Revolución

 

El traidor yacía en el suelo con parte del manto de plata destrozado, revelando la piel quemada desde el lado derecho del pecho hasta la totalidad del brazo. El santo, más allá de algunos daños menores, estaba de pie y listo para pelear otros mil días. Aquel hecho, claro como el agua cristalina, de algún modo calmaba las dudas de Iskandar.

«Tenía que haber saltado —se dijo. Fuera cual fuese el secreto tras la Legión de Fantasmas del caballero de Lebreles, le había dado una cantidad exorbitante de blancos para la Tormenta de Furia, que de por sí cubrió de sobra toda la cima de la montaña. Le sorprendía que el templo de Géminis no hubiese recibido daño alguno, parecía que alguna fuerza lo estaba protegiendo—. ¿Atenea? No se siente del todo como el cosmos de Alisha… Estos líos de épocas distantes y mundos paralelos me van a volver loco.»

—¿Vas a levantarte después de eso?

Una mirada de parte del santo de plata glorificado bastó para contener el deseo de Iskandar por devolverlo al suelo de un puntapié. Podía ser un traidor, pero luchaba por una causa en la que de veras creía. Se le veía en los ojos, cargados de una determinación de la que muy pocos hombres podían alardear. Con evidente dificultad, Asterión se alzó de nuevo, haciendo grandes esfuerzos por no tambalearse.

—Tu ser sigue siendo un libro abierto para mí —aseguró el caballero, poniéndose en guardia—. No volveré a caer en el mismo truco.

—Por supuesto que no, ni que fueras idiota. —Iskandar estaba cruzado de brazos, extrañándole que no volviera a invocar aquel ejército de fantasmas, ilusiones, clones o lo que fuera. ¿Necesitaba más fuerzas de las que disponía ahora? Si era así, si las copias implicaban dividir el poder del ex-santo de plata, era una técnica patética—. Bueno, supongo que de algún lado tendréis que sacar la fuerza para ir a nuestro ritmo.

—Veo que la arrogancia de los santos de oro existe en todas las épocas —acusó Asterión, recordando el día en que descubrió horrorizado que, siguiendo a hombres como aquel, actuó en contra de los auténticos defensores de la diosa Atenea.

—Es inevitable —admitió Iskandar sin titubear—. Nos entrenamos para ser la élite del ejército de Atenea, diosa de la guerra. ¿Cómo no íbamos a sentir orgullo por ello, luego de tantos esfuerzos y sacrificios? No esperes que alguien te lleve siempre de la mano.

Asterión placó al santo de oro como un toro embravecido. Este, sereno, se limitó a interponer la mano para detenerlo, debía ser suficiente, pero Lebreles dio un desvío a tiempo y acabó pateándole el costado, haciéndole trastabillar. El caballero aprovechó aquel momento de ventaja para arrojar una andanada de puñetazos, cada uno un perro sediento de la sangre de los fuertes. Los guanteletes, brazales y el peto de Escorpio vibraron mil veces, azotados por la implacable fuerza de Asterión, antes de que Iskandar pudiera recuperarse y alejar al enemigo de una patada alta.

—¿Lo ves? —exclamó Asterión, ocultando bien el temblor que le recorría el brazo hasta llegar al puño, en carne viva y sangrante—. Sigo teniendo ventaja. Nada ha cambiado.

—Da igual —soltó Iskandar, restándole importancia a aquello con un gesto—. No vas a vencerme con las técnicas de un santo de plata. Y como dices, nada ha cambiado. No tengo que evitar que leas mi mente o mis movimientos, solo hacer algo que no puedas impedir, lo sepas o no. Tu olfato de perro de caza no cambia que estás acabado.

Mirando con el rabillo del ojo el firmamento, donde Arthur de Libra se había esfumado, Asterión cargó de nuevo, evitando los golpes y las técnicas de Iskandar con una facilidad que irritaba al santo de Escorpio, a pesar de lo que había dicho.

La fuerza de uno y la habilidad del otro eran la semilla de una batalla de mil días, pero el mundo del hambre devoraba incluso el tiempo de los hombres. Los espíritus que habitaban el lugar, espectros con la apariencia de cuerpos decrépitos que eran casi un envoltorio de piel sobre los huesos, estaban a punto de llegar a la cima luego de una criba. Millones habían sido expulsados durante el ascenso, demasiado débiles como para tener derecho a alimentarse del cosmos de los héroes, mientras que miles se habían ganado un pasaje hacia los cielos que la montaña rozaba. Eran quienes se alimentaron de los restos de la Tormenta de Furia, el ataque de un santo de oro genuino. Para esos seres miserables, consumir esa energía fue como masticar estrellas, y aun así querían más. Más, más, más… Jamás estarían saciados, nunca tendrían paz.

Santo y caballero eran conscientes de eso, razón por la que la principal estrategia que tenían en mente era hacer caer al adversario. Eso les ahorraría el trabajo y les permitiría afrontar lo que siguiera. Ninguno de los dos pretendía agotar todas las opciones en esa lucha, porque sabían que era una más entre una serie de enfrentamientos. Así, cuando se abrió de nuevo la grieta dimensional en el firmamento, llenándolo todo de la luz y el calor de un sol muerto que había devorado un sinfín de planetoides, tanto Asterión como Iskandar supieron que todo estaba decidido; fuera quien fuera el que había ganado el combate en la Otra Dimensión, determinaría qué bando ganaría el suyo.

«Hay demasiado en juego —se dijo Iskandar, acallando lo poco de sí que hablaba del honor. Intuía el futuro que le deparaba al mundo si no hacía nada para remediarlo—. Ese tal Saga pensará igual. Estoy seguro.»

El choque final de fuerzas en la Otra Dimensión llegó al mundo del hambre sin importar la distancia cósmica que los separaba. Muchos de los espíritus que estaban cerca de la cima se dejaron caer, extasiados por las ondas de energía que azotaban el aire y hacían cimbrar la tierra entera. La montaña y el templo de Géminis aguantaron, por supuesto, así como la otra, que servía de base al templo de Escorpio; ambos pedazos del Santuario estaban protegidos por un poder por mucho superior al de los santos de oro.

Cuando la luz se dispersó, devolviéndoles a todos la noche y los gritos extasiados de una horda de hambrientos, Iskandar y Asterión pudieron ver a Arthur descendiendo con lentitud. Señor de la gravedad, el guardián del séptimo templo no solo estaba enfundado en el manto de Libra, intacto, sino que con la mano derecha sostenía una espada.

—Parece que nada os detiene, ¿eh? —cuestionó Iskandar, extrañándole que no hubiera sangre en el filo de la espada de Libra. Solo podía entender una victoria tan aplastante entre dos santos de oro si el vencedor había usado una de esas poderosas armas desde un principio—. No pienso ponéroslo fácil.

—Tampoco nosotros nos contendremos —aseguró Asterión, concentrando un gran poder en ambos puños—. Sé lo que pretendías hacer si hubiese sido el otro…

—Lees la mente. Lo he pillado —cortó Iskandar con hastío—. Perdóname por anteponer la salvación del mundo a los delirios sobre el honor y tus traumas de santo de plata frustrado —se burló, sabiendo que tal vez sería lo último que dijera.

Las botas de Arthur resonaron al llegar al suelo. Era el sonido de la muerte inevitable. En silencio, el Juez caminó hacia donde Iskandar le esperaba, indicando a Asterión con un gesto que él no tenía que intervenir.

—Es porque los santos de oro creéis todo lo que os dicen que mi vida entera se convirtió en una deshonra. ¡Muchos de mis compañeros murieron por creer en una élite de necios! —gritó con resentimiento, más que dispuesto a apartar a Arthur del camino. Quería ser él quien venciera a Iskandar, así tuviera que pagarlo con la vida. Pero lo detuvo un repentino aumento de la gravedad.

—¿Últimas palabras?

Arthur sostenía la espada con ambas manos, dejando una línea de sombra sobre la cara de Iskandar. El santo de Escorpio hizo el amago de escupirle, una finta que terminó en un gancho alto hacia el mentón del Juez.

Iskandar falló. El fuerte puño en el que había confiado decidió desviarse a otro lado, a merced de la Armadura Celestial. Y no fue lo único que cambió el rumbo.

—¿Por… Por qué…?

Las palabras se atragantaban en la garganta de Asterión, quien se ahogaba en sangre mientras veía la espada de Libra clavada en su abdomen. Había bajado la guardia hasta tal punto que el arma mítica lo había atravesado limpiamente.

—Porque eres culpable.

Tres palabras, una sentencia. En una fracción de segundo, Asterión comprendió todo. Cuál era el mal del que los santos de oro provenientes de otros mundos y eras acusaban al Santuario, cómo Arthur había decidido deshacerse de todos los siervos del Hijo, desde él y Orestes hasta Gestahl Noah, cómo cambió de opinión al entender la clase de enemigo con el que pronto tendría que combatir… Todo el proceso le llegó en un mero destello, demasiado frío para ser el razonamiento de un hombre en lugar del cálculo de alguna máquina despiadada. El siguiente instante, acompasando el ritmo de la sangre que le bajaba por la herida, la boca y la nariz, predijo el destino que Arthur le deparaba: la espada de Libra consumiría su cuerpo como un agujero negro. Desde fuera hacia dentro, metal, carne y hueso serían succionados por la fuerza gravitatoria que el Juez manipulaba a placer, desintegrándolo en ese espacio de tiempo tan breve y fugaz en el que la luz recorre la más diminuta de las distancias.

Arthur había dicho que lo mataba porque era culpable, pero eso era una mentira. Lo estaba ejecutando para salvar a su hermana, para que los perversos caballeros del Hijo no corrompieran a la Suma Sacerdotisa. De algún modo, el santo de Libra había visto la reunión entre Akasha y Gestahl Noah. Una vez más, el Segundo Hombre había estropeado las cosas entre los santos de Atenea y quienes servían al Hijo.

Reuniendo todas las fuerzas que le quedaban, se echó hacia atrás, riendo y llorando. ¡Así iba a acabar, desechado como un pedazo de basura! Una vez dejó de estar unido por la espada dorada, trastabilló ante la mirada intemperita de Arthur y el asombrado semblante de Iskandar. Sin esperanzas, herido en el cuerpo y el alma, Asterión no pudo recuperar el equilibrio y cayó montaña abajo, donde los esperaban los demonios del hambre. Su último pensamiento fue que al menos ellos eran sinceros en sus deseos.

 

Pocos minutos después, tras un silencio que ni el Juez ni el sorprendido Iskandar quisieron romper, un portal se abrió frente al templo de Géminis.

 

***

 

Shijima observaba con expectación el titánico duelo que se libraba en el horizonte. Sin importar cuánto se alejara Seiya, la cadena triangular siempre lograba alcanzarlo, mientras que la cadena circular tanto podía proteger al santo de Andrómeda como abarcar áreas inmensas con tal de detener los ataques del enemigo: un número tan grande de meteoros que ni él mismo era capaz de contar por mucho que se concentrase.

—Que un simple santo de bronce llegara tan lejos —musitó, planteándose si debía unirse a la batalla. A Sagitario quizás no le gustaría, pero no podían permitir que la visión que les mostró Titania se hiciera realidad. ¿De qué había servido luchar contra Hades si el mundo, doscientos años después, acabaría reducido a eso?

Como un cometa, Seiya se arrojó de frente hacia Shun, quien de inmediato comandó a las cadenas para que formaran una red. El santo de Sagitario fue detenido en seco. Fue un milagro que no acabara apresado, aunque por lo poco que había visto de ese hombre, pareciera que hacer milagros en pleno combate fuera el pan de cada día.

—Aun así, él no es nuestro único enemigo.

Con decisión, aunque sin apresurarse, Shijima anduvo en dirección al templo de Sagitario. El combate entre santos se había encrudecido; las cadenas de Andrómeda, de extensión tal vez ilimitada, podrían alcanzarle en cualquier momento. Era insólito, lo bastante para considerar la vieja leyenda de que Andrómeda podía ofrecer a quien la aportara la posibilidad de tocar las estrellas, así estuviesen a mil años luz de distancia.

Oyó pasos detrás, pero no se giró. No necesitaba la vista para confirmar que quien salía del templo de Virgo era Akasha. Silencioso, Shijima se dirigió a la mente de la joven.

Aunque eras un ángel, caíste del cielo por tener malos pensamientos. Te ofrecí la respuesta de Buda cuando tu destino era el infierno.

—Me ofreciste una pregunta. Yo decidí la respuesta. Vida.

Notando que Seiya había logrado al fin golpear al santo de Andrómeda, aunque pronto las cadenas lo rechazaron, Shijima giró con cierta lentitud. El único daño que Akasha había sufrido, al menos en lo aparente, fue la máscara; una de las esquinas se había roto, revelando el brillo aguamarina del ojo derecho.

Es un tesoro muy valioso el que tienes ahí. Ni la más segura prisión ni el más profundo de los infiernos sería suficiente para que reflexiones.

—He reflexionado —dijo Akasha, alzando la voz y la espada, Brahmastra—. Toda mi vida. No pienso estar dudando siempre de mí misma cuando otros confían en mí.

Los cosmos de ambos se elevaron. Los dorados mantos resonaron en distintas frecuencias, como tratando de iniciar una melodía. Un himno digno de un funeral.

La vida es solo una de las etapas que preceden a la muerte. Tu respuesta… ¡No!

El grito de Shijima, aun a través de la telepatía, sonó débil. Adremmelech había aparecido tras el santo de Virgo de improviso, enterrándole el puño en la espalda que había descuidado. Horrorizado, sintió que aquel simple golpe hacía vibrar todo el manto sagrado. No, ¡todos los átomos que la conformaban!

Adremmelech, protegido por el manto de Capricornio, resistió el despliegue de cosmos con el que Shijima pretendía alejarlo y volvió a atacar. El puño se detuvo a un par de centímetros del santo de Virgo.

¿Qué pretendías conseguir con la mera fuerza bruta?

—¡Neutralizar!

El inhumano grito de Adremmelech estalló sobre la barrera que Shijima había levantado, iniciando en ella un temblor creciente que terminó por desaparecerla. El santo de Virgo, sorprendido por aquel extraño poder y percibiendo que Akasha pretendía atacarlo por el aire, decidió dejar de contenerse. Invocó el Tesoro del Cielo.

De un momento para otro, los tres guerreros se vieron rodeados por murales con motivos budistas, las enseñanzas que varias generaciones de santos de Virgo decidieron seguir. Akasha reconoció la técnica por historias que escuchó hace tiempo, pero eso no evitó que acabara cayendo al suelo con los cinco sentidos neutralizados. Cerca, el manto de Capricornio permanecía de pie pieza a pieza, sin nada en el interior.

Es inútil —aseguró Shijima, dirigiéndose a la mente de la inmovilizada Akasha. El cuerpo de Adremmelech no se había terminado de formar a la espalda del guardián del sexto templo cuando ya le había anulado el tacto, paralizándolo.

Percibió que aquel ser sin rostro se volvía arena, dispersándose por el viento para reconstruirse en algún otro lugar. ¡Qué terrible debía ser el santo de Capricornio si era capaz de crear un gólem con tanta facilidad! Shijima concluyó que no tenía sentido preocuparse de un ente sin alma. De por sí, anular a dos santos de oro de una sola vez había agotado gran parte del cosmos que había acumulado por largo tiempo.

Ahora detendré tu corazón, hija de Pandora. Espero que puedas pagar tus faltas en la próxima reencarnación.

Con la calma que lo caracterizaba, abrió los labios que por propia decisión mantenía sellados desde que empezó a entrenarse. Cuando Adremmelech se interpuso, ni siquiera tuvo que volver a anularle sentido alguno: el gólem fue desintegrado por completo debido al poder que Shijima había liberado.

Y de ese modo, el gólem, cumplió su cometido.

Los murales budistas desaparecieron tan pronto las primeras gotas de sangre fueron derramadas. Brahmastra había cercenado de un limpio tajo la yugular de Shijima, quien tratando de contener con las manos la cascada carmesí que manaba incontrolable desde el cuello abierto, acabó tendido en el suelo hecho de nubes. Mientras hacía esfuerzos sobrehumanos por levantarse y no desfallecer, vio frente a él a Akasha, la astuta guerrera que había sobrevivido al Tesoro del Cielo.

—¿Cómo? —preguntó sin palabras, solo moviendo los labios.

—La técnica de los santos de Virgo es infalible —le aseguró Akasha con voz queda antes de alzar la espada de luz con la que acababa de cortarle el cuello—. Pero cuando uso a Brahmastra, mi alma no se encuentra en el interior de mi cuerpo. Incluso si todos mis sentidos son sellados, seguiré existiendo.

¿Expones tu alma cada vez que atacas? ¿Por qué? ¡Si fuera destruida, ni siquiera podrías reencarnar! —Shijima le dijo a través de la telepatía.

—Es el único camino que los dioses me permitieron para ser fuerte. Este es el alcance de mi determinación. Esto es lo que soy.

Aun diciendo tan severas palabras, Akasha sentía cierta admiración por el arrojo del santo de Virgo, quien ya se estaba levantando henchido de cosmos. Era una vida noble, podía perdonarle que se hubiera convertido en un peón de los Astra Planeta, pero en comparación con las seis mil millones de almas que dependían de su misión…

—No eres nada —sentenció, y Brahmastra atravesó el manto dorado, debilitado por Adremmelech, y el corazón del santo de Virgo.

¿Qué… qué clase de… santo…? —trató de expresar Shijima. La mente, la vida y el cosmos se le desvanecían.

—Como dijiste, mi destino es el infierno. ¿Qué esperabas?

No obtuvo respuesta, Shijima había muerto. Nunca sabría si existió alguna posibilidad de hacerle entrar en razón, pero no se permitió dudar de la decisión que había tomado.

—¿Estás bien? —musitó, guiada por la costumbre de luchar junto a seres de carne y hueso. No necesitaba voltearse para notar que el manto de Capricornio seguía en pie, a pesar de que no había nada en el interior—. Gracias.

Las piezas de metal dorado se diseminaron en busca del cuerpo de su portador, que debía estar formándose en algún lugar. Akasha dio un último vistazo al cadáver de Shijima antes de ponerse en marcha: Shun estaba teniendo problemas.

 

***

 

—Incluso después de hablar tanto, así has acabado.

—Esto no es nada, Seiya —dijo el santo de Andrómeda. Firme a pesar de estar consciente de que recibir más golpes podría hacer trizas el manto que durante tantos años pareció indestructible, un símil de las vestiduras del Zodiaco. Incluso si las grietas no eran visibles, era un hecho que los Meteoros habían debilitado cada pieza que cubriera alguna zona vital—. Recibimos más daños en el pasado.

 

El santo de Sagitario, elevado sobre los cielos como un ángel del juicio final a punto de dictar sentencia, desplegó las alas y cayó en picado. Shun alzó de inmediato la Defensa Rodante reservando la ofensiva para cuando fuera preciso, pero el ataque de Seiya fue más rápido de lo que había esperado. Del puño del guerrero convocado no emergieron meteoros, sino una fina red de infinitos hilos dorados que con pasmosa facilidad cortaron cada uno de los eslabones de la cadena circular, despedazándola por completo. La portentosa técnica no se detuvo allí, sino que incluso neutralizó la Onda del Trueno al tiempo que golpeaba el cuerpo de Shun incontables veces, a una velocidad frente a la que él mismo fue incapaz de reaccionar.

—Esta técnica… ¿Cuándo?

—No podrías saberlo —dijo Seiya, observando con pesar cómo el casco, las rodilleras y gran parte del peto de Andrómeda estallaban. El resto del manto no estaba en mejores condiciones, con abolladuras y grietas ahora visibles, todas manchadas por la sangre de una docena de heridas abiertas—. Es la técnica que heredé de Aioros.

Por supuesto, Shun no cayó ni emitió el menor grito. Guardaba el dolor, insignificante en comparación a las batallas que debió librar en el pasado, para sí. Él debía saber, así como Seiya llevaba tiempo teniendo en mente, que donde las cadenas de Andrómeda habían fallado solo quedaba una opción.

—Dijiste que incluso lucharías conmigo para salvar el mundo —recordó Seiya, expresando las últimas palabras con especial desagrado. Pasó la mano por el abdomen, donde la sangre brotaba del único agujero que pudo abrir la cadena triangular antes de ser desintegrada por el Trueno Atómico—. Pero sigues siendo el mismo. Te contienes. ¿Qué clase de ser te está manipulando, Shun?

—Nadie —aseguró el santo de Andrómeda con decisión. Ni la voz ni el cuerpo le temblaban, tampoco el cosmos, fulgente aura rosada que aún lo cubría con brío—. Todo cuanto he pensado y hecho, todo lo deseo hacer, no es cosa de nadie más. Más bien me pregunto quién pudo haberte lavado el cerebro para luchar contra tu propio hermano.

—¿Hermano? —repitió un sorprendido Seiya, lamentando tener que alistarse para ejecutar un nuevo ataque—. Sí, yo también te considero un hermano. Es por eso que tengo que detenerte antes de que el Santuario te arrastre a ese maldito futuro.

Lo que Seiya dijo evocaba una vez más que no provenía del mismo mundo que el santo de Pegaso que conocía, aunque eso no cambiaba nada. Seguía viéndose igual que el muchacho junto al que venció al Santuario, Poseidón y Hades. Seguía doliéndole siquiera tener que pensar en luchar con él de esa forma para avanzar. Seguía sintiendo que, de tener que atacarle con todo, jamás se lo podría perdonar.

—Aun así, debo hacerlo. Si no, la Tierra…

—Basta.

Akasha de Virgo llegó a tiempo de evitar que Shun hiciera el primer movimiento, pero Seiya no se contuvo. Con terrible resolución, rompió el aire de un puñetazo dando inicio al Trueno Atómico. Una infinidad de rayos cubrieron a la santa de oro, quien no se movió, tampoco habría podido debido a la imposible velocidad del ataque. Solo sostuvo Brahmastra y le confió hasta la última chispa de sus fuerzas. 

—¡Imposible! —exclamó Seiya, quien no salía de su asombro al ver que el Trueno Atómico había sido absorbido por la espada de la recién llegada. Fue muy rápido: primero la red luminosa se rompía en un billón de fotones imperceptibles, y luego estos eran atraídos por el poder de la santa de Virgo—. Ni siquiera has podido verlo.

—Mi entrenamiento comenzó junto al hombre que domina una de las fuerzas fundamentales del universo, la gravedad. Eso marcó mi camino —dijo Akasha, recordando la vida de fracasos que Shijima de Virgo le obligó a mirar con otros ojos.

—¡No tengo tiempo para escuchar tus explicaciones! —exclamó Seiya, con una severidad que Akasha no imaginó ver nunca en quien conoció como un joven entusiasta. El santo de Sagitario se armó de inmediato con el arco.

—¿¡Cómo podéis creer a los Astra Planeta con tanto fervor!?

—Incluso en el Santuario tenemos una técnica diseñada para doblegar la voluntad de la gente —dijo Shun, poniéndole una mano en el hombro.

El gesto debía ser tranquilizador, pero desde antes de interrumpir aquel duelo fratricida, Akasha ya había visto el estado de quien conocía como uno de los hombres más fuertes del mundo. Si Seiya podía destruir el manto de Andrómeda con tanta facilidad. ¿Hasta qué punto podía ella enfrentarlo? El cosmos del santo de Sagitario no hacía más que crecer y concentrarse en la punta de la flecha que ya había puesto en el arco.

—Ha sido un honor serviros en vuestro corto mandato, Suma Sacerdotisa.

—No permitiré que te sacrifiques por mí.

—Ja, como si eso fuese a cambiar algo —dijo Shun, afable. Los ojos húmedos eran protegidos por la sangre que le caía desde los cortes de la frente—. Aún tengo mucho que hacer. Si queremos vencerle vamos a tener que darlo todo.

—¿Vencerle?

—Solo mírale —respondió, sonriendo con pesar—. Tarda tanto en disparar una simple flecha. Puede que yo haya sido compasivo, pero no me cabe duda de que él desea que esto se resuelva sin que ninguno de los dos muera.

—Eres fuerte, Shun.

—Ahora mismo no lo parezco.

Ambos santos escucharon con expectación cómo el arco de Sagitario se tensaba. Decididos, se alistaron para retomar el combate cuando un fuerte grito se escuchó a través de todo aquel cielo. Una voz que los dos conocían demasiado bien.

—Os habla Arthur de Libra desde uno de los seis mundos. Me acompañan Saga de Géminis e Iskandar de Escorpio, es gracias a ellos que puedo comunicarme con todos vosotros, santos de Atenea. Confío en que esa sea prueba suficiente de que mi palabra no es la del Santuario corrompido del que creéis que provengo, sino la de tres hombres que solo comparten la dicha de servir a la diosa Atenea, aun habiendo nacido en distintos universos. —Hizo una pausa, tal vez esperando la réplica de alguien o para que todos pudieran sopesar lo que estaba ocurriendo. Ni Seiya, ni Shun, ni Akasha dijeron nada—. Dicho esto, permitidme empezar por lo evidente. Me dirijo ahora a todos los que fuiste convocados por Titania de Urano: Sois idiotas.

 

***

 

Iskandar podía escuchar en silencio lo que Arthur decía, porque nada en toda la repentina misión más allá del mundo en el que nació le gustaba. Ni siquiera corrigió el hecho de que él y Saga se bastaron para conectar los mundos. Iskandar, aunque fuerte y seguro de poder luchar con cualquiera de ellos, nunca se había especializado en el funcionamiento del tejido del espacio y las dimensiones que contenía.

Que lo llamara idiota ya no le hizo mucha gracia. Tampoco a Saga, que no pudo evitar dar un bufido, pero Arthur iba preparado. El Juez sabía la estrategia que Titania había empleado para convencer a tantos santos de oro de luchar contra sus iguales: aseguró estar mostrándoles el pasado y les dio todas las facilidades imaginables para discernir lo que veían de cualquier clase de ilusión. Bien, él les mostraría algo mejor.

—Esta es mi… —se corrigió de inmediato, deteniendo una de las costumbres que más tenía arraigadas—. Ella es nuestra Suma Sacerdotisa. Viste el manto de Virgo en ausencia de un campeón que resguarde el sexto templo, pero que eso no os confunda. Es ella quien nos dirigió durante la última Guerra Santa contra las fuerzas del Hades.

Envió a las mentes de todos los santos convocados la imagen de la joven enmascarada, quien cabeceaba de un lado a otro, confundida. Durante un minuto, el silencio reinó en cinco de los seis mundos, los únicos a los que tenía acceso. El sexto se le había resistido incluso con la ayuda de Saga de Géminis. Era un último descanso para que todos pusieran las cosas en orden, para darles a entender que no pretendía atosigarlos con verdades contradictorias, pero también para pedirle a Akasha un favor.

—Acepto —contestó la santa de Virgo de inmediato, aunque tartamudeando. No era poco lo que había aceptado. Akasha entendía que si al principio Arthur no se dirigió a las mentes de los santos convocados fue para que sus compañeros no actuasen de forma imprudente. El mensaje que tenía era para los supuestos peones del enemigo.

—A quienes me seguís escuchando —volvió a hablar Arthur con voz de trueno—. Os mostraré la verdad de nuestro Santuario. Con mi poder y el consentimiento de nuestra líder, abriré para todos un camino hacia el corazón de aquella a las que habéis prejuzgado como una amenaza para el mundo. Descubriréis lo que yo ya sé: que todas las decisiones que hemos tomado, incluso las más arriesgadas, han sido por la causa que a todos nos une sin importar el tiempo y el espacio.

Tan pronto acabó de hablar, las mentes de ocho santos de oro se conectaron con el alma de Akasha, quien avergonzada sintió cómo aquellos desconocidos hurgaban en los más profundos secretos que había guardado a lo largo de diecinueve años de vida.

Desde luego, no se interesaron en cuanto había hecho como una simple humana, algunos incluso quedaron conformes con contemplar la invasión que Caronte —uno de los Astra Planeta— había liderado no solo sobre el Santuario, sino también hacia Rodorio, un pueblo habitado por gente buena e inocente, y el mundo. Otros, desde los que más convencidos quedaron con la visión que Titania les mostró, hasta quienes estaban dispuestos a hacer sacrificios por un bien mayor, examinaron con especial interés el largo camino de la muchacha, las razones para formar cada alianza. La vieron débil y fuerte, titiritera y marioneta, segura de la justicia que defendía y dispuesta a ser juzgada por la misma vara con la que medía el mundo que ansiaba unir y proteger.

—Debiste decírmelo —dijo Arthur, sin temor a ser escuchado por todos—. Lo del ánfora de Atenea. Te habría apoyado.

—¿De verdad? —cuestionó Akasha—. ¿Aun sabiendo que prefiero morir a manos de cualquiera de los Astra Planeta a liberar a Caronte?

El santo de Libra no dudó un instante en asentir, dándose cuenta de que la mayoría lo estaba haciendo a la vez. Miró a Saga de reojo: él le había revelado el último encuentro entre Gestahl Noah y la Suma Sacerdotisa, que todos los convocados vieron palabra por palabra, aunque no podía asegurar que todos le hubiesen prestado atención. Excepto tres personas, el mismo Saga y los santos de Acuario y Sagitario, todos dieron la prueba por válida y prestaron ojos y oídos a todo lo Titania de Urano les dijo sobre el seguro futuro al que aquel Santuario corrompido estaba abocado. Saga, además, conocía otra clase de información que omitió ofrecerle en el último momento, ni siquiera fue él quien le propuso matar a Asterión como prueba de confianza. Eso lo pensó Arthur por sí solo.

Porque el Juez tenía una confianza plena en Akasha, decidió que el problema estaba en Gestahl Noah, Asterión y Orestes. A través del relato de Saga de Géminis pudo hacerse una idea de la reunión sostenida entre Altar Negro y la Suma Sacerdotisa, no solo de lo que se dijo, sino también lo que con toda probabilidad su querida hermana debía haber estado pensando sobre la oferta del líder de Hybris para gobernar el mundo. Ahora que él mismo había visto los pensamientos y recuerdos que Akasha tenía al respecto —consideraba impertinente observar cualquier otra parte de su vida, como el resto de necios—, no pudo evitar sonreír: había acertado de lleno. Solo el detalle del ánfora de Atenea se le había escapado, la pieza del puzle que explicaba el repentino empeño de Titania de Urano por llevar al Santuario y todos los que lo habitaban a la más pura desesperación. Exigiendo, ¿qué?, ¿la liberación de quien estuvo a punto de arrasar el mundo entero con las legiones del inframundo? Era ridículo.

—Habrías aceptado la muerte por liberar a Poseidón, ¿por qué crees que cualquier santo de Atenea estaría dispuesto a entregar a quien es ahora nuestro peor enemigo? —dijo Arthur—. De nada nos sirve una tregua que garantice una guerra en el futuro próximo, lo que buscamos de los Astra Planeta es una paz, si no eterna, duradera.

—Nunca habrá paz allá donde camine Caronte —sentenció Akasha, con tanta seguridad como si supiera que todos los santos de oro la habían aceptado ya.

Arthur, desde luego, lo sabía, por eso cortó la conexión sin mucho tacto.

—¿Ya habéis tenido bastante? —preguntó Arthur por mera cortesía. Siendo duro con aquellos desconocidos compensaba el no haber podido ayudar más a Akasha en ese momento tan incómodo—. Espero que sí, porque pronto todos podríamos morir.

 

***

 

Los seis mundos, orbes traslúcidos sobre los dedos inmóviles de Titán, empezaron a deslizarse con lentitud hacia abajo. Tritos miraba sin parar aquel fenómeno y a Titania, quien no parecía en absoluto sorprendida por la estratagema de Arthur. Incluso podía aventurar que era parte del plan que eso ocurriera. Por fortuna, Jäger se había marchado antes de que aquel santo de Libra jugara la carta del sentimentalismo.

—No imagino la hecatombe que debe estar padeciendo toda esa gente —mintió Tritos. Sí que lo sabía. Él podía ver todo lo que allí ocurría, con la única salvedad del mundo de la guerra. Ni siquiera él se inmiscuiría en el patio de juegos de Ío de Júpiter—. Bueno, son lugares de castigo para los mortales, después de todo.

En un silencio contrario al cataclismo que estaba por ocurrir, las esferas llegaron hasta el centro de la mano inmensa. Acto seguido, el puño de Titán se cerró, aplastándolas a la vez que todo cuanto contenían era consumido por el alba de Saturno.

—Qué decepción… —lamentó Tritos, hundiendo los hombros.

—Te adelantas a los acontecimientos —dijo Titania—. Mira.

Entre los enormes dedos de Titán, el aire fue hendido por una fuerza cósmica, abriéndose un portal del que surgieron trece cosmos. Tanto los santos, convocados por Titania o al servicio de Akasha, como el caballero de la Corona Boreal sobrevivieron, entrelazando sus cosmos a través de los mundos y dejándose tele-transportar por los hábiles Saga de Géminis y Arthur de Libra, maestros en el viaje ínter-dimensional. 

«¡Es porque fuiste demasiado lento! —pensó Tritos, amartillando el aire. El vasto poder psíquico del regente hizo que una onda de choque cayera desde donde estaba hasta el puño de Titán, alcanzando incluso a los guerreros que a toda prisa escapaban. Todos acabaron cayendo hacia las brumas del tiempo—. Creo que me excedí.»

—¿Tanto te cuesta ser solo nuestros ojos y oídos? —acusó Titania.

Mientras Tritos preparaba una disculpa, un gran cosmos surgió detrás, atrayendo la tierra y la roca de montañas lejanas para dar forma al cuerpo de un gigante a la par del regente de Saturno. El astral de Neptuno volteó, curioso, solo para encontrarse viendo un puño cerrado, enfundado en oro, frente a una enorme cabeza sin rostro.

 

La mano de Adremmelech se abrió, revelando a una docena de notables guerreros que tenían mucho que decirles. 


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Publicado 02 mayo 2022 - 18:01

Cap 121. Sois idiotas
 
Iniciamos con lo que sigue de la pelea entre Asterion e Iskandar (invitado especial) después del ataque de este ultimo que no logró destruir el campo de batalla pero hirió al sirviente del Hijo.
Es una pelea de estatus y aunque Asterion pueda anticipar ataques y demas, Iskandar solo ocupa darle un bueeeen golpe para ganar mientras que el perro puede atinarle mil y el enemigo ni se inmuta jaja.
Entonces la pelea termina solo porque la de Arthur VS Saga acabó y el ganador obviamente le daría la victoria a su determinado bando.... ¡Pero Oh sorpresa! que Arthur ejecutó a Asterion, cosa que nos deja WHAAAAA?? a todos, incluido al mismo Iskandar quien se ha salvado por los pelos.
 
Volvemos entonces a la pelea de Andrómeda vs Seiya de Sagitario, siendo Shijima espectador de esta muy cómodo como si ya hubiera ganado su pelea, pero entonces vuelve Akasha de su prueba existencial ¡y no sola!
Adremmelech vistiendo como el santo que es se une a la batalla, pero pues Shijima como buen Virgo sale con el tesoro del cielo y puff, todos patas pa' arriba, pero ni eso fue suficiente para detener a Akasha, quien le corta la yugular, ¡grande Akasha! Jaja, creo que la chica no había matado ni a una mosca en este fic y ahora véanla, su primer kill (sonido de fotografía)
 
Akasha gana su batalla para interferir en la de Shun y Seiya antes de que se maten entre ellos, pero antes de que Seiya los flechee (y no románticamente) que Arthur hace conexión usando cosmowifi para mandarles un mensaje a todos los invocados diciendoles que son idiotas XD
 
Jajaja ay no, Iskandar y Saga solo con las caras de "-_-" jaja como seguro les pasó al resto de los invocados jaja.
Pues Arthur quiere convencer a todos de que no son mala gente dejando que ocho desconocidos indaguen en los recuerdos personales de Akasha, uy, eso es más intimo a confiarle a alguien tu contraseña de facebook, instagram y demás, por lo que gran y arriesgado movimiento.
Lo que sea que vieron los convenció por lo que ¡WOALA!
 
Y bueno, Titania está sufriendo lo que todo autor experimenta a veces: los personajes cobraron vida propia y son imparables jajaja irán en contra sus deseos ahora XD!
¿Pero qué habría de esperar de una escritora novata?
 
¡El próximo cap seguro será estupendo! No puedo esperar.
 
PD. GENIAL CAP, sigue así :3

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


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Publicado 02 mayo 2022 - 18:44

Saludos

 

Primero que nada, aprovecho para aclarar que tanto Atlas de Aries cuanto Sugita de Capricornio pertenecen a El Legado de Atena, de Seph Girl/Ulti_SG, publicado en SSF y FFnet. ¡Muchas gracias por prestármelos para esta aventura! 

 

Seph Girl. Ojo, ojo, ojo, que el capítulo es genial, no solo bueno. Y dicho sea de paso, ese es el mejor título alternativo para un capítulo hasta ahora.

 

En un solo momento, Asterión conoció el cielo y el infierno. Pobre hombre.

 

Más de cien capítulos para matar a su primer oponente. ¿Eso debe ser un récord en cuanto a protagonistas de Saint Seiya, verdad? ¡Hurra por Akasha!

 

Este capítulo está lleno de giros inesperados. Uno pensaría que en batallas de dos contra dos, el que gane una de las dos batallas determinará el curso de la otra, pero parece que esa regla no aplica siempre y todo puede ocurrir.

 

A nadie le gusta que le llamen idiota a la cara. Bueno, quizás a la pareja de tsundere en la intimidad les guste, pero… ¡Cambio de tema!

 

Sí, hackearon a Akasha, pero con consentimiento, no como con TOEI Animation.

 

Lo que pasa es que Titania, como todos al principio, no podía conformarse con una historia sencilla para ganar experiencia. Ella quiso ir directa a un multicrossover. ¡La sombra de clásicos como La Leyenda y Fundamentos de Poder sigue presente!

 

***

 

Capítulo 122. Registros Akhásicos

 

A través de los dones de Urano, Neptuno y Saturno, varios santos de oro habían sido convocados desde distintas épocas y universos para enfrentar lo que debía ser un Santuario corrupto. Un arma infalible en manos del enemigo que Arthur de Libra supo volver a su favor de la mejor forma posible: con la verdad.

Sobre la mano abierta de Adremmelech, una extensa planicie cubierta de metal dorado, doce guerreros, la mayoría desconocidos entre sí, observaban con curiosidad a Akasha de Virgo, Suma Sacerdotisa de un mundo distinto al suyo. ¿Qué realidad debían aceptar? ¿La que Titania les mostró? ¿La que descubrieron adentrándose en la mente de una joven llena de inquietudes, que se abrió paso entre errores y aciertos para proteger el mundo? Muchos ya habían decidido, mientras que otros seguían reticentes.

«¿Y qué importa eso? —se dijo Tritos, flotando a la diestra del trono de Urano. Miraba hacia abajo una imitación de la Guerra del Hijo, donde guerreros que no debían coexistir de pronto luchaban por la misma causa. Lo que Titania expuso como un plan infalible se había ido al traste en un abrir y cerrar de ojos—. Trece, vaya número.»

Sugita de Capricornio estaba allí, reflejo de un mundo que debió cambiar para sobrevivir. Entre los hombres mortales, no podía concebirse una espada más afilada.

Atlas de Aries estaba allí, primero entre iguales para los reyes de la Atlántida. La sangre de Poseidón fluía por las venas de aquel hombre nacido para el combate, pero era la justicia y la compasión de Atenea lo que acompañaba el pulsar de su alma inmortal.

Seiya de Sagitario levitaba, desplegando las alas de oro, intercambiando miradas con la mujer que los había convocado. Héroe del pasado, guía para los jóvenes del presente. Nada sabía él de rendirse o retroceder, ni siquiera ante los dioses.

Gugalanna de Tauro se alzaba cerca de aquellos tres, mirando al cielo con el mismo orgullo que lo impulsó a creerse mejor que los dioses. Era uno de los primeros santos de oro, parte del oscuro pasado del ejército que ahora Akasha lideraba.

En el otro extremo de la palma inmensa, Saga de Géminis y Afrodita de Piscis deliberaban en secreto, mente a mente. A diferencia del resto, ellos estaban en aquel lugar por voluntad propia, en busca de respuestas.

Mystoria de Acuario meditaba en silencio, alejado de todos y dominado por la desconfianza que Akasha le inspiraba. Shijima de Virgo, el hombre al que mató, luchó junto a él en la Guerra Santa contra Hades como el más fiel a la diosa.

Iskandar de Escorpio rozaba el borde de la mano con decisión. Ya una vez, enloquecido de amor, se opuso en vano al destino. Hoy no era el mismo hombre, pero estaba resuelto a proteger a aquella joven que tanto les expuso. Así era, un héroe irracional.

En el centro, casi rodeados por el resto y posicionados como un triángulo, estaba el grupo de quienes un día se consideraron parte de la única Tierra que existía. Akasha era la punta de aquella flecha, con Arthur, Shun y Orestes respaldándola.

Adremmelech completaba el insólito grupo. El decimotercero. El gólem. Un gigante, todavía de mayor tamaño que cuando combatió con Caronte, que sorprendentemente podía proteger un cuerpo de miles de metros con el manto de Capricornio. Para la mayoría, que la prenda hubiese adoptado tan titánicas proporciones era un prodigio propio de la Cámara de las Paradojas, como Titania llamó a aquel recinto de oscuros cielos y tierra plana dominada por las omnipresentes brumas del tiempo. No creían poder entenderlo, ni tenían demasiado interés en ello.

Sugita fue el único que quiso saber la razón de ese portento, pero no estaba seguro de poder discutirlo con nadie. El intercambio de información con Akasha no la volvía una conocida; Seiya, aunque con el mismo nombre, aspecto y presencia que el santo de Pegaso que él conoció, vestía el manto de Sagitario y ya le había dejado bastante claro que no era el mismo. El resto ni siquiera le sonaba, él había nacido mucho después de que Saga y Afrodita murieran. Todos provenían de mundos similares y, sin embargo, demasiado diferentes como para poder conversar de forma natural en semejante situación. Al final, como por ensalmo, cruzó miradas con Atlas de Aries, sobreviniéndole el recuerdo de cuando se encontraron en ese extraño mundo.

 

—Parecéis mayor —había observado Atlas, mientras, como ahora, Sugita dudaba de a quién dirigirse entre tantos desconocidos. De entre los convocados, el santo de Aries era el único que pertenecía al mismo mundo que Sugita, resaltando aun entre tantos veteranos gracias a aquellos ojos, inmersos en una piel blanca como la arena de las playas que Poseidón bendecía día tras días. El izquierdo era como un sol naciente, mientras que el derecho brillaba como la luna llena. Ambos estaban fijos en él, mostrando la seguridad del antiguo rey en haber reconocido a un camarada—. No sois el mismo que luchó en la Atlántida, mas seguís siendo Sugita de Capricornio.

—¿La Atlántida? Ha llovido mucho desde entonces… —se excusó Sugita, pensando en que él no lo había reconocido a la primera, debido a lo desconcertante de la situación. Con cada gesto, dejaba más que claro a Atlas que, tal y como intuía, no se trataba del muchacho de quince años que conoció antes de ser llamado por Titania.

No tuvieron mucho tiempo para ponerse al día, pues pronto vinieron las muy necesarias explicaciones y una inusual misión que cada cual afrontó en sus propios términos. Sugita peleó contra un santo de oro de otro mundo, mientras que Atlas prefirió llegar al fondo del asunto hablando con un compañero de este. Sugita no podía sino respetar aún más al antiguo rey por su sabiduría; él había crecido, pero aún tenía mucho que aprender. Gracias a Atlas no se había visto obligado a derramar sangre inocente.

 

«Aunque esa Suma Sacerdotisa no dudó ni un poco… —se quejó Sugita.»

—¿Estarás bien sin casco? —quiso saber Atlas, sacando de esa forma al santo de Capricornio de sus ociosos pensamientos.

—Claro —dijo Sugita, agradecido por la llamada de atención—. ¿Solo tengo que evitar que me dé en la cabeza, verdad? —preguntó con una pequeña chispa de orgullo que el antiguo rey no censuró—. Por cierto, ¿no te parece sorprendente? —se animó a preguntar, señalando al gigantesco Adremmelech—. Los mantos se acoplan al físico del dueño, pero esto es demasiado. ¡Ese hombre sin rostro es muy, muy grande!

—Los alquimistas de Mu hicieron algo más que juntar piezas del mejor metal y darles vida —dijo Atlas, quien estuvo presente en aquel proceso y lo recordaba bien. Debía hacerlo, pues fue una de las traiciones por las que él y su pueblo debieron sufrir durante demasiado tiempo—. Cada manto sagrado tiene el potencial para servir a cualquier cuerpo, sea de hombre o mujer, un niño o un gigante.

—Él no mide dos o tres metros —insistió Sugita—. Además, mi manto reacciona de un modo extraño, tengo que concentrarme para mantenerlo conmigo.

Eso pareció interesar al santo de Aries, quien dio algunos golpecitos con el pie a la superficie en la que se encontraban: el guantelete de Capricornio.

—Tal vez —susurró, pausando unos segundos para razonar la corazonada que había tenido—. Tal vez, al invocarnos, esa mujer ha infringido alguna ley divina. Al fin y al cabo, nuestros mantos están inspirados en las constelaciones, almas que Zeus decidió inmortalizar en los cielos. Como hombres, solo tenemos derecho a una parte de ese poder, mas si media la sangre de un dios, podemos expresar la verdadera forma de la prenda que portamos —concluyó con la mano en el mentón, aún pensativo.

—¿Crees que Adremmelech ha despertado un manto celestial?

—Creo que el poder de los santos de Capricornio de distintas épocas se ha reunido aquí, tal vez siguiendo el llamado de esa mujer —sugirió, aunque en ese momento miraba a Arthur—. No me extraña. Tenéis fama de aspirar a convertiros en el más fiel guardián de la diosa Atenea, no os ha debido gustar mucho que alguien hiciera que nos enfrentáramos por algún capricho desconocido.

—Mi antecesor se vanagloriaba de eso, según se dice —comentó Sugita, algo compungido. Él pertenecía a la primera generación de santos de un mundo que jamás volvería a recibir a una reencarnación de la diosa—. Aquí, siento como si fuera la misma constelación de Capricornio, manifestándose.

—Haced caso a vuestro instinto —aconsejó Atlas, sabedor de que Sugita, como guardián del décimo templo, sabría más que nadie lo que Amaltea les había deparado—. Sea como sea, a nuestros enemigos les costará dañar a este ser.

Ambos asintieron, observando la cabeza sin rostro del gigante que les daba cobijo, semejante a un remolino en el desierto.

 

Entretanto, Gugulanna se había acercado con amplias zancadas a donde estaba Akasha.

—¿Eres tú, de verdad? ¡Es imposible distinguirlo con esa máscara!

Notando con desagrado la lujuria desbordante que Gugalanna exhibía, Orestes hizo ademán de alejarlo, pero Akasha lo instó a permitirle pasar. La joven era consciente de que se hallaban en una situación precaria en la que mantener la confianza de los extraños era crucial, aunque no dudó en apartar al santo de Tauro de un manotazo cuando este, aun agachado como un perro fiel, trató de quitarle la máscara.

—Oh, por los dioses. ¡Debo comprobarlo! —exigía, relamiéndose sin el menor disimulo—. Si de verdad eres mi yegua estelar, Atenea, ¡tengo que saberlo! Todo lo que me hiciste lo puedo perdonar con algunas palabras… Y acciones…

La insinuación llegó a oídos de todos, pero solo Iskandar reaccionó. Que semejante bestia actuara de ese modo vistiendo un manto dorado hizo que la sangre le hirviera a tal punto que apenas fue consciente del puñetazo que le encajó en la mandíbula. Fue rápido, potente y descontrolado, aunque no se arrepentiría de hacerlo.

—Conoce tu lugar, viejo —dijo, con el puño aún clavado en la piel oscura, saboreando las gotas de sangre de un corte en el labio.

—¡Merezco saberlo! —insistió Gugalanna, alzándose furibundo. El despliegue de cosmos obligó a Iskandar a retroceder y ponerse en guardia—. ¡Vivimos, comimos, entrenamos, luchamos, conquistamos y gobernamos juntos! ¡Si eres tú Atenea dímelo! ¡Renovemos nuestro juramento, aplastemos a estos gusanos y reconstruyamos…!

—Creo que estás confundido —cortó Akasha, inmóvil. Podía notar quiénes veían el espectáculo con indiferencia y quiénes querían ayudarla, pero prefería actuar como si no hubiese nadie aparte de quienes ya conocía. Tenía que ser la misma que todos habían visto—. Mi nombre es Akasha de Virgo, nacida por la sangre de hierro en Rodorio, renacida por la sangre de plata en el Santuario. En el fin del siglo XX. No soy Atenea, sino su representante en el mundo y época del que provengo.

Gugalanna no tenía ni idea de qué era el siglo XX y tampoco le importaba. Con inesperada rapidez evitó al molesto santo de Escorpio y abarcó los costados de Akasha con los largos dedos, apretando como si quisiera aplastar una montaña. Sus ojos la recorrían sin mesura y la boca se le ensanchaba como si quisiera escapársele de la barba, impulsada por una mezcla de pasión y ansiedad. Por algún motivo, tal vez la sangre de gigante que fluía bajo su oscura piel, la protección de la máscara no suponía el menor efecto para sus ojos, tan llenos de deseo como faltos de vergüenza.

—El mismo cabello, la misma estatura, las mismas…

—Conoce tu lugar —dijo Iskandar, detrás de aquel remedo de santo. Apuntaba con el dedo, aguijón del escorpión, hacia la yugular del bárbaro gigante.

El santo de Tauro miró al insecto —arácnido, le habría corregido alguno de los camaradas sabiondos con los que en otro tiempo compartió sufrimientos y placeres por igual— y deseó arrancarle la cabeza de una vez. Soltó a Akasha con tanta suavidad como le era posible y se preparó para atacar, Iskandar hizo lo mismo.

Pero los puños de ambos cedieron a algo más grande que ellos mismos, una tercera fuerza que no esperaban. Habían colmado la paciencia de Arthur.

—Nos estáis avergonzando a todos. ¿Es que no entendéis la clase de enemigo al que nos enfrentamos? —cuestionó el santo de Libra, a un paso de la cólera.

—No entiendo la clase de aliados que tengo hoy —replicó Iskandar. Veía a Saga, Afrodita, Mystoria y Seiya, quienes ni siquiera habían puesto atención a aquello. Sugita, Atlas y el séquito de la joven, a parecer del santo de Escorpio, no eran mejores: estaban preocupados por la situación, sí, pero no intervendrían. Lo sabía—. Si él deja de actuar como un animal quizás me plantee tratarlo como algo parecido a una persona.

Arthur esperó a que Iskandar acabara el alegato antes de increpar a Gugalanna. No hubo palabras, solo la clase de mirada que parecía poder reducir a alguien a cenizas.

—¡Al infierno con todo! —bramó el santo de Tauro, poniendo fin al espectáculo de un violento ademán. Estaba por alejarse cuando dejó escapar un último comentario por encima del hombro—: Ya arreglaremos cuentas tú y yo después de esto.

—Ya lo he dicho. No te conozco, no pertenezco a tu época —insistió Akasha. Aunque Gugalanna no volteó, sabía que le estaba escuchando—. Todos…

—Hermanita —dijo Arthur, interrumpiendo las palabras que, sabía, la santa de Virgo pretendía dedicar a todos antes del inicio de la batalla. Así era ella, siempre queriendo resolver todo uniendo a la gente—. Yo, quería…

—¿Sí?

Para Akasha resultó extraño. No recordaba la última vez que Arthur dejaba una frase a medias o dudaba en decir cualquier cosa, porque estaba segura de que eso no podía ocurrir. ¡Era el Juez! El más implacable de la élite del ejército de Atenea, el compañero inhumano frente al que tan insignificante se sintió durante los entrenamientos. Era la clase de guerrero en el que muchos santos aspiraban a convertirse. Y aun así ahí estaba, callado, mirándola en silencio por largo rato.

Alguno de los santos presentes carraspeó, quebrando el incómodo mutis.

—Lo lamento —dijo al fin Arthur, cabeceando como si acabara de despertar de un sueño—. Si hubiese actuado antes, no habrías tenido que matar a Shijima.

Esa sencilla disculpa sí que captó la atención de todos. Mystoria, en especial, aguzó el oído, preguntándose qué tipo de reacción tendría aquella joven. El camino que la había llevado hasta ese punto no bastaba para convencer al santo de Acuario: era un hecho que el odio que sentía por los Astra Planeta, los seres que los habían reunido en aquel extraño espacio, podía nublarle el juicio. Como guardiana del sexto templo podía disculparla, como Suma Sacerdotisa le parecía un insulto a la orden.

 

No te preocupes, hermano mayor. Disfruté mucho asesinar a ese desconocido. Porque no soy más que una belicista sedienta de sangre que no podría ver una alternativa pacífica ni aunque la tuviera enfrente.

—¿Qué demonios? —dijeron varios de los reunidos.

Las palabras parecieron provenir de Akasha, incluso la voz fue idéntica hasta el más mínimo detalle, pero el responsable no tardó en aclarar la situación. La sombra de la santa de Virgo bulló como agua hirviendo y de allí surgió Tritos de Neptuno, divirtiéndole la pequeña broma que les había gastado, aunque pronto se detuvo al constatar, decepcionado, que la afectada ni se molestó en dar la vuelta.

—Estabas encerrado —dijo Akasha con sequedad.

—¿En el cabo de Sunión, verdad? —soltó Tritos con aire distraído, guiñándole el ojo. Después, con fingida indignación, señaló a Afrodita y Orestes—. Te mandé a la Colina del Yomi para que te ocuparas del barco, no para que trajeras a ese metomentodo.

—¿Perdón? —dijo Afrodita, encogiéndose de hombros.

—No me subestiméis, astral —espetó Orestes—. También yo sé lo que es viajar entre distintos mundos. Sabiendo en peligro a aquella a quien he jurado apoyar, habría acudido presto aun sin el rastro de las rosas impregnando el tejido del espacio.

—Desequilibraste la batalla —acusó Mystoria, en un tono tan vago que tanto Orestes como Tritos alzaron la ceja—, teníamos la ventaja hasta que interviniste.

—¡Dos contra uno es trampa! —exclamó Tritos, frunciendo el ceño y los labios mientras movía un dedo de izquierda a derecha. Después, riendo, relajó el semblante—. Es broma, es broma, en el amor y en la guerra todo vale. Por ejemplo —acotó, carraspeando—: evitar una batalla perdida contra Orestes de la Corona Boreal, buscando el más grato trabajo de capturar un barco donde solo un puñado de santos de bronce y plata seguían conscientes. Esa fue una elección inteligente de tu parte, sabiendo lo que los que allí duermen pretenden hacer. Habría sido, además, una elección fantástica si la hubieses realizado. Es terrible ser alérgico al bronce, ¿eh, Acuario?

Mystoria abrió la boca para protestar, recordando que había sido Tritos el que le propuso destruir el barco, cansado del orgullo de Afrodita de Piscis y la pereza de Gugalanna de Tauro, pero la última acusación le hizo callar. Ante ese ser capaz de horadar la mente de los hombres hasta lo más profundo, Mystoria bien podría estar desnudo. Avergonzado, se replanteó lo que pensaba sobre aquella joven Suma Sacerdotisa de otro mundo, quien con encomiable entereza debió aguantar mientras otros veían en su interior con la misma impunidad.

 

—Habéis sido muy considerados esperando tanto tiempo —agradeció Arthur, entendiendo que Tritos podría deshacer lo logrado sin siquiera hacer uso de otra arma que no fuera su lengua—. ¿No será malo darnos tanta ventaja?

—Si no arregláis vuestras diferencias, esto acabaría demasiado pronto —dijo Tritos—. Eso es lo que diría si quisiera mentiros, lo cierto es que los caminos de Titania son inescrutables incluso para mí. ¡Mucho me he tenido que esforzar para que me permita ser algo más que sus ojos y oídos! Soy el mensajero, ya que ella es algo aburrida, ¡no imaginas cómo me reprendió por cambiar un par de peones de casilla! Ella…

—Me he cansado de escuchar vuestros mensajes, mensajero, mientras fraguáis el fin del mundo bajo palabras de seda —cortó Akasha, sin siquiera mirarle.

—Por un lado, estáis vosotros —dijo Tritos, ignorándola—. Un caballero del Hijo, un santo de bronce, tres santos de oro y unas cuantas copias desobedientes. Y en el otro extremo está el creador de todo esto, Titán de Saturno.

Chasqueó los dedos y la bruma que imperaba en el lugar pareció obedecerle, descubriendo ante todos lo que ya habían imaginado tras la destrucción de los seis mundos por una sola mano. Frente a ellos se hallaba un gigante aun más grande que el Santuario que todos, con la notable excepción de Gugalanna, conocían.

—Sé lo que hizo Arthur de Libra para poneros en nuestra contra —afirmó Tritos, dirigiéndose ahora solo a los convocados—. Sé cuáles son vuestras inquietudes así que permitidme que os aclare la mente. ¡Lo que os dijimos es verdad! ¡Lo que ellos os dijeron también es verdad!

—Para poneros en nuestra contra os la apañáis bien vosotros solos —intervino Iskandar—. Nos sacasteis de nuestras vidas para hablarnos del futuro de un mundo que no es el nuestro y hacernos luchar por él. Si esperabais lealtad con ese tipo de trato no debéis ser muy inteligentes. ¿Qué haces?

Tritos movía un único dedo formando un corto arco, indicándole al santo de Escorpio que erraba. Si no saltaba a borrarle la sonrisa de la cara era porque todos los presentes estaban expectantes, cautelosos incluso. Era normal: el regente de Neptuno ocultaba una fuerza extraordinaria, por encima de la de los hombres.

—Caronte rige la Esfera de Plutón, que representa todas las facetas de la muerte. Yo, por el contrario, gobierno la Esfera de Neptuno, origen de toda vida. A Titania le corresponde la Esfera de Urano, el espacio-tiempo. Así pues, ¿qué le queda a él?

Dejó la pregunta en el aire, como esperando que alguno de los presentes respondiera. Parecía decepcionarle que todos estuviesen tan callados, sabedores de que alguien así trataría de manipularles si le prestaban demasiada atención.

—Los registros akhásicos —gruñó Gugalanna.

El santo de Aries fue el único que reaccionó de forma distinta al desconcierto general. Haber nacido para ser rey de la Atlántida, una antigua civilización en contacto directo con un dios, le había otorgado acceso a conocimientos que otros solo soñaban, si bien muchos de estos se habían perdido a lo largo de un prolongado encierro.

—Tienes un bonito nombre, ¿nunca te lo han dicho? —cuestionó Tritos, empecinado en que Akasha dejara de darle la espalda. Nada logró—. En resumen, Titán es el registro de todo lo que existe, lo que podría significar que en él podemos descubrir todo lo que no existe. ¡O no! Es un tema algo complicado —admitió—. No tengo que decir que cuando hablo de todo lo que existe me refiero a todo lo que es, fue, será, pudo ser…

—Basta —dijo Orestes de repente, ganándose la atención de varios—. Solo trata de ganar tiempo y confundirnos mientras invocan a más enemigos. ¡Ataquemos!

Nadie se unió al brío de Orestes, ni siquiera Akasha y quienes la protegían. Arthur estaba a las claras interesado en lo que Tritos diría. Shun, herido como estaba, se mantenía cerca de la santa de Virgo a la vez que echaba un ojo a Seiya de Sagitario, que en ningún momento parecía haber dejado de desconfiar de ellos.

—Haces bien en tratar de engañarlos, Ala del Rey, pero la verdad siempre persevera —aseguró Tritos con un cierto dramatismo—. Titán no solo es el registro de todo lo que existe, también puede reproducir todo aquello que se le pida. Un suceso, un escenario o unas cuantas copias desobedientes.

—¿Qué has dicho? —cuestionó Akasha, girándose con lentitud. Sostenía Brahmastra ya no como una espada, sino como una lanza que alargaría tanto como fuera necesario para alcanzar al enemigo—. ¿Copias desobedientes?

Era la segunda vez que describía así a los convocados, no podía ser al azar.

—Si debo pensar en un ejemplo tranquilizador para tu sanguinaria noción de embajada de paz, diré que Shijima de Virgo nunca abandonó ese universo en el que un santo de Cáncer acaba como una pelota de fútbol. Somos los campeones del Olimpo, ¿cómo íbamos a sacar a alguien relevante del mundo y época al que el destino le arrojó, arriesgándonos a que se mueran solo para aleccionar a una líder insensata?

—¿Es insensato querer impedir el fin del mundo que he jurado proteger?

—Eran las fuerzas del Hades las que amenazaban ese planeta diminuto, no nosotros.

—Caronte fue quien los dirigió. ¿No?

—Él habría aplastado por sí solo el ejército de los muertos —aseguró Tritos—. ¡Dioses! Si pedirle ayuda te desagradaba pudiste acudir a mí, yo habría resuelto vuestra guerra con un pensamiento. Así soy yo. Hago chas y todos tus problemas desaparecen.

—Caronte nos arrebató los tesoros que la diosa Atenea nos confió. Causó la muerte de muchos y no fue a peor porque estaba limitado. ¿Cómo esperabais que perdonase, no, que confiara en esa clase de aliado? —dijo Akasha, desafiante. Tritos, sabiendo que esa era la clase de pregunta que solía hacerle al regente de Plutón, no supo qué contestar aparte de algún discurso sobre el bien mayor que ella no escucharía—. Tu compañera, Titania, no puede perdonarme el que no desee entregarle el ánfora de Atenea.

Con los ojos como platos y la boca muy abierta, Tritos aplaudió. Ese era un buen punto.

—Solo fallas en un detalle —aclaró el regente de Neptuno—: En todo este tiempo has creído que entregarnos el ánfora de Atenea supone que Caronte será liberado pronto. Eso no tiene por qué ser así. Si nos escucharas…

—Por lo que a mí respecta, ese asesino no verá jamás la luz del sol —cortó Akasha—. Hablaré con cada uno de los Astra Planeta hasta encontrar a uno que sepa ver por el bien mayor del que tanto cacareáis. Si no hubiera ninguno, estoy dispuesta a ir hasta el monte Olimpo y negociar la paz con los dioses, una paz que mis pares ganaron tiempo ha en la pasada Guerra Santa y que todos, astrales y caballeros, parecéis empeñados en despreciar en nombre de vuestras rencillas personales.

—¿Negociar con los dioses? No digas esa clase de locuras —advirtió Tritos con una seriedad impropia de él—. La gente dejará de tomarte en serio…

El regente de Neptuno dejó de hablar de forma tan repentina que pareció haber dejado la frase a medias. Algo le escamaba. Podía aceptar que el séquito de la Suma Sacerdotisa se quedara en silencio mientras ella hablaba, una muestra de respeto y de simple y llana pereza, sin embargo, lo que no era capaz de entender era la falta de asombro, desconcierto, furia u al menos impotencia en las caras de los convocados.

—Si a mí me dijeran que soy la copia de otro estaría un poco molesto —murmuró entre dientes, rozando las yemas de dos dedos—. Un poco, poquito.

—¿Por qué razón? —dijo Atlas, transmitiendo lo que los ocho llevaban pensando desde que Tritos empezó a revelarles el terrible secreto—. Si la Esfera de Saturno reúne todo lo que existe y nosotros pertenecemos a ese lugar, significa que existimos. No hay tal cosa como una copia de Atlas, santo de Aries, hijo de Poseidón y la dama Clito.

—Somos quienes somos —añadió Sugita con una arrolladora seguridad—. Convocados desde distintos universos o del lugar en el que todo se recopila, eso no va a cambiar. Si estás siendo sincero, debería dar lo mismo. ¿No?

—¿De qué están hablando? —dijo Gugalanna, que se rascaba la mejilla con claro aburrimiento—. La diosa del tiempo y el espacio nos dijo de dónde nos sacaron.

—Sí —apoyó Mystoria, haciendo que a Tritos se le olvidara lo que iba a decir. También Akasha, Arthur, Shun y Orestes estaban confundidos, por lo que a ellos se dirigió el santo de Acuario—: La muerte de Shijima no tendrá peso en mi mundo, quizá nuestro tiempo ya pasó. No juzgo el daño que causaste, sino el hecho de que nunca trataste de evitarlo. Eres la Suma Sacerdotisa y aun así actuaste como un soldado más.

—Todos cometemos errores —intervino Iskandar—. Hasta el Sumo Sacerdote que conozco, imagino. ¡Hasta la encarnación de Atenea que conozco lo hace, demonios! Y no habléis por mí, yo no estoy muy a gusto con que me llamen copia desobediente.

Seiya, Saga y Afrodita se guardaron sus impresiones, aunque era claro que también sabían la naturaleza del proceso por el que fueron invocados. Extrañándole la situación, Tritos se teletransportó hasta el trono de Urano que Titania ocupaba en silencio.

—¿Habías previsto esto?

—Sí —dijo Titania, con una voz que pudo llegar a todos—. Todo ocurre de acuerdo a mis deseos. Es por eso que fui honesta con ellos.

—No se parece nada a lo que propusiste en la reunión —se le escapó a Tritos, descolocado—. Si sabías que este era el resultado de convocar a santos de oro pudimos reunir a otros mejor dispuestos. Espectros, Generales del Mar, Apóstoles Sagrados… —enumeró pensando en los oponentes de cada uno de los convocados.

—¿Y por qué tendrían que obedeceros? —dijo Sugita.

—Puedo hacer que me obedezcan —aclaró Tritos, mirando hacia abajo—. Si quisiera, podría sumergiros a todos en una ilusión tan perfecta que ni siquiera podríais distinguirla de la realidad.

El sonido de un arco al tensarse anunció a la perfección hasta qué punto Tritos había metido la pata. Presumir de la capacidad de crear ilusiones a quienes una desconocida logró convencer con una visión fidedigna, dejaba la puerta abierta para que en medio de tantas verdades hubiera un sutil engaño. Para Seiya, el más afectado por lo que una mala decisión podía provocar, esa pequeña esperanza fue el tirón que llevaba tiempo buscando para disparar a aquellos que le habían hecho combatir con un amigo.

—Estoy quedando como un estúpido, ¿verdad? —dijo Tritos, mirando a Titania—. Podías haberme avisado de que ya lo sabían. Cruel, eres en verdad cruel.

—Tú elegiste ese rol. Yo solo te pedí que observaras. Ahora, sigue cumpliendo.

La flecha de Sagitario pasó por encima de Tritos, que nada hizo por detenerla. Seguía dándole vueltas a la manera de reparar el error cometido. Atrás, el proyectil de la esperanza había alcanzado a Titania, en concreto el dedo alzado de la mujer, sobre el que ejercía una presión arrolladora.

—¿Estás segura de que no quieres reconsiderarlo, Akasha? —intentó Tritos una vez más, sin ganas. Empezaba a cansarle ser diplomático—. Un chasquido de dedos y la mitad de tu improvisado ejército desaparecerá.

—No voy a hacer eso —aclaró Titania. La flecha seguía empujando, gastando todo el cosmos que Seiya había impuesto en aquel tiro, pero ni tan siquiera lograba hacer mella en la yema del dedo, menos doblarlo o herirlo—. Les permitiré llegar al final.

—¿Final? —preguntaron, al unísono, Akasha y Tritos.

—Sí.

La saeta dorada empezó a fracturarse, destellando en cada una de las grietas. El mismo Seiya estaba sin palabras. ¿El arco de Sagitario le había fallado?

—El fin de todos los sueños e ilusiones que nosotros representamos.

Aquel epitafio, gélido como el espacio que Titania encarnaba, precedió el estallido de la flecha, reducida a una nube de las más diminutas partículas. Un punto abierto en la piel del dedo, una sola gota de sangre, cayendo despacio desde el trono de Urano hasta el puño de aquel que regía Saturno. Eso era todo lo que se había logrado, pero para muchos era suficiente: quien sangra, puede morir.

Tritos no pudo sino preguntarse si aquello también formaba parte de los deseos de Titania, cuyos caminos le parecían ahora más misteriosos que nunca.

Cuando la sangre de la regente de Urano llegó a Titán, los siete ojos de este se abrieron con la misma violencia inusitada con la que rugió. Un bramido descomunal que estremeció la totalidad de aquel espacio infinito.

En comparación, el grito de guerra de Akasha fue un susurro apenas audible en medio de tamaño estruendo, pero en el corazón de la Suma Sacerdotisa era clara una cosa.

 

Que la determinación de todos los que la siguieron no habría de ser subestimada.


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Publicado 03 mayo 2022 - 13:31

Cap 122. Rompiendo el hielo
 
Han pasado taaantas lunas desde que me pediste que te dejara invitar a dos de mis personajes para participar en esta temporada, y al fin llega su publicación :)
Fue un gustazo claro, además que sirve para publicidad descarada jeje, aunque ya han pasado años desde que terminé la historia y todo eso XD, pero no estamos aquí para hablar de mí.
 
Empezamos con situarnos en esta batalla que se vería tremenda animada pues hay dos gigantes que sirven de "terreno" para que los bandos en pleito se muevan y peleen (muy RPG).
Pero bueno, la decisión de luchar contra los Astra Planeta aún no es unánime al parecer, por lo que se toman un tiempo para seguir discutiendo y enlistarnos a los personajes presentes, a unos ya conocidos por las pasadas batallas y otros que apenas van apareciendo.
Adremmelech de Caprocornio, Sugita de Capricornio (hola), Atlas de Aries (hola), Seiya de Sagitario, Gugalanna de Tauro, Saga de Géminis, Afrodita de Piscis, Mystoria de Acuario (A falta de Sneyder, otro Acuario debe de desconfiar de Akasha al parecer jajaja), Iskandar de Escorpio, Akasha de Virgo, Arthur de Libra, Shun de Andrómeda y (no podía faltar) el colado de Orestes jaja, alguien que salga y le diga que salga de ahí, que esa no es su familia.
 
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Mira que buscan cómo romper el hielo esos 13 dudes. Sugita y Atlas se conocen porque vienen del mismo fic pero de tiempos diferentes al parecer (empujándome a una segunda parte desde tiempos inmemoriales este autor XD) y entre ellos hablan sobre cómo diantres la armadura de Capricornio se ensanchó tanto para cubrir a ese gigante kilométrico.
 
Luego Gugulanna origina un espectáculo, pues al poner sus ojos en Akasha dice como que le recuerda a "su Atenea", a quien esta dispuesto a perdonar si le hace unos cariñitos jajaja ay no, desfachatez de este gigante lujurioso que Iskandar no logró tolerar y lo golpea, pero Tauro no desiste en su intento de quitarle a Akasha la máscara y bueno, que se lía, pero Arthur pone el orden como buen Juez golpeando su martillo y recordándoles que están en esa extraña pausa en la que no empieza el combate porque los enemigos siguen las formas y porque seguro Titania esta disfrutando ver como sus personajes seleccionado interactúan entre ellos.
Pero Tritos se aburrió y decide intervenir, haciendo una "broma pesada" que infartó a uno que otro. Con su lengua cizañoza pues anda metiendo intrigas y desconcertando a los personajes y a los lectores de paso.
 
Nos cuentan sobre Titan, que es una biblioteca con patas y al mismo tiempo una impresora 3d que puede reproducir cualquier cosa, lugar, persona, etc, por lo que así nos explican que los chicos que vienen de otros spin offs, fics y demás son sólo creaciones temporales para así no fastidiar las historias originales y el autor tenga libertad de hacer con ellos lo que venga en gana (buena esa, qué listo).
 
Tritos se contraria de que los invitados especiales no hagan dramas sobre ser "copias" jaja, pero no es una historia de un shonen cualquiera, son santos de Atenea y dan buenas y rotundas respuestas, sin mencionar que era algo que Titania ya les habia dicho o algo así jaja, y entonces pasa, el bocazas de Tritos la vuelve a liar diciendo sobre que puede crear ilusiones sublimes y pues, Dah!, la decisión se vuelve unánime y pelearán todos juntos.
 
Pero primero nos enteran que Titania tiene el poder de desvanecer al temporal ejercito de Akasha, pero que no lo hará por RAZONES (que no se haga, seguro está tan encantada como yo de cómo interactúan todos esos dudes)
 
El cap termina con que se acabó el tiempo de relax y viene la batalla contra el Astral de Saturno, OMG!
 
PD. Genial capítulo, sigue así :D

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


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Publicado 09 mayo 2022 - 13:50

Saludos

 

Seph Girl. Ojo gente, que este capítulo es genial, no solo bueno. ¡Ojo al dato!

 

Todavía recuerdo que al principio solo iba a ser Sugita de Capricornio, pero más adelante me di cuenta de lo curioso que sería incluir a Atlas considerando que uno de los Astra Planeta es uno de sus hermanos. ¡Me sentó como anillo al dedo la identidad que quisiste darle al santo de Aries! (Aunque tremendo spoiler estoy dejando para los que lean esta historia y aún no leyeron ELDA.).

 

Sería la pesadilla de (casi) cualquier casa animadora. Y eso que apenas hemos empezado. Hay que seguir las formas y nada como unas cuantas presentaciones para ponernos al día. ¿Orestes era Deamigo todo el tiempo? ¡Vaya! Pues sí, es muy curioso todo el asunto, en absoluto planeado, porque el origen del conflicto radica en que Mystoria sabe muerto a su compañero Shijima. Desconozco cómo es la relación entre esos dos en Next Dimension porque Kurumada es muy lento avanzando su historia, pero doy por sentado que como poco hay los mínimos lazos de camaradería.

 

El meme de qué habría pasado si Cassios conseguía el manto de Pegaso alcanzó un nuevo nivel. Sobre ELDA II: Han pasado muchas cosas, soy inocente hasta que se demuestre lo contrario…

 

Con Gugalanna trato de mostrar en todo su desvergonzado esplendor mi idea de unos primeros santos de oro que no eran precisamente los héroes a los que estábamos acostumbrados. Sin entrar en spoilers sobre Némesis Divino, de siempre he sentido en Iskandar ese aire de caballero de brillante armadura que no consentiría esa clase de actos. Qué afortunados son los dos de que los Astra Planeta sean de la vieja escuela de RPG por turnos y no de la frenética era del ARPG. En este contexto tan loco, la mención a Arthur como juez con su martillo me remonta a las locuras de los tribunales de Phoenix Wright, ¿no podrían arreglar sus diferencias los santos y los astrales en un juicio de esos? Como dijiste tiempo ha: ¡No le digas al clon que es un clon!

 

Aunque historias como Él y Ella, de Eduardo Castro, y Crisis Universal, de Asiant, supieron manejar personajes de diversas continuidades sin destruirlas en el proceso, para esta historia no quería tener esas ataduras. ¡Bendito seas, Titán! ¿Biblioteca con patas e impresora 3D? Bueno, le he dicho cosas peores a este gigante.

 

Algo tienen los Astra Planeta que siempre lo complican todo, empezando por Caronte y su oferta de paz con invasión zombi de preludio. ¡Los santos de Atenea están hechos de otra pasta! Lo que para otros es un drama, para ellos no es más que un martes.

 

¡Malo sería que con tanto capítulo publicado nos cancelaran ahora!

 

Sí, ¡se viene la batalla más esperada por todos!

 

***

 

Capítulo 123. Lo imposible

 

—Quieta, Zorra de los Cielos.

La mano de Gugulanna, insignificante frente a los dos gigantes que se hallaban frente a frente, pero aún lo bastante amplia para cubrir un cuerpo menudo, frenó a Akasha en seco. Ejerciendo la fuerza con la que los dioses le bendijeron, la empujó, alterando a algunos de los guerreros con complejo de héroe que había cerca. No le importaba.

—Quédate desde lo alto, como siempre, y observa —pidió el santo de Tauro con una amplia sonrisa en la cara barbuda—. ¡Mira cómo el lacayo al que abandonaste resuelve esta escaramuza de un solo movimiento!

Motivándose a sí mismo con aquel grito de guerra, saltó de la irregular plataforma que Adremmelech les proporcionaba, bajando hasta el suelo como un bólido de luz. La bruma lo cubrió enseguida, adormeciéndole los sentidos.

—Lo imaginaba…

Un picotazo en el pecho le hizo callar, algo lo había impactado causándole un agudo dolor, y la flecha en el corazón no ayudaba nada. Maldiciendo entre dientes al arquero plateado, trató sin éxito de arrancársela. Recibió tres ataques más mientras emblanquecía los nudillos sin lograr moverla ni un centímetro: agujas color escarlata que pasaban a través del manto de oro como si no existiera; eran diminutas, pero más eficaces que las explosiones y otras pomposas demostraciones de poder.

—Si no fuera por la maldita niebla… —se quejó, pasando en un segundo de la euforia a la rabia y luego a una calma repentina—. Tiempo, detente.

Las palabras, un mantra que solo aportaba cierto refuerzo a la habilidad que le enseñó Atenea —la diosa, no la encantadora zorra en quien encarnó después y a la que aquella Suma Sacerdotisa tanto se parecía—, hicieron ceder al mundo, incluso aquel regido por Titán de Saturno. La bruma se despejó al hallarse estáticos los componentes que la conformaban; poderes de todos los colores y efectos permanecían en el aire como una serie de fotones que no podían siquiera avanzar a un centímetro.

—¡Hasta ahí llega la velocidad de la luz! —gritó, riendo mientras avanzaba al frente dando amplias zancadas. Incluso se permitía pasar la mano por las partículas escarlata que encontraba, deshaciéndolas al mero tacto.

Llegó enseguida a un muro colosal, hecho no de roca o metal alguno, sino de algo más, algo desconocido para él. La superficie mostraba imágenes que recordaba con nitidez, las primeras batallas de los santos —cuando no eran más que críos flacuchos sobreviviendo al ejército de Poseidón y el diluvio—, la guerra contra el rey Atlas… De algún modo, no le sorprendía que la armadura de Titán pareciera estar hecha del tejido mismo de la realidad. Ya Titania les había adelantado a todos lo ajenos que eran los Astra Planeta a las limitaciones de los mortales. Era por eso que estaba allí.

—A esto no lo podemos matar —dijo, convencido—. Ni falta que hace.

Puso la mente en blanco como Atenea le enseñó en los primeros días a un oficial caído en desgracia que vagabundeaba al mando de otras bestias como él que decían ser hombres. Los pensamientos inútiles que le estancaban los sentidos dedicados al combate se fundieron en una sola masa que ofreció al olvido, aunque al final no realizó aquel sacrificio. Como otras veces solo tentaba a Caos, y como entonces, funcionó.

Los que seguían arriba debieron verlo boquiabiertos: una esfera negra tan grande como para cubrir a Titán de la cabeza a los pies. No era un portal sencillo como el que otros santos de oro podían abrir, sino una grieta en la Creación que daba paso al caldo primordial del que surgieron los dioses según las leyendas. Una vez dentro, ningún poder podía salvarte, toda existencia se desvanecía allá donde nada debía existir. ¿Para qué malgastar tiempo y energías en derribar a un enemigo imbatible?

—Nosotros fuimos los primeros en el negocio de invadir mundos ajenos, Astra Planeta —mintió, a sabiendas de que para cuando Pirra y los demás iniciaron aquella campaña él era el prisionero inmortal de un rey muerto, atado por cadenas indestructibles—. Cometisteis el grave error de subestimarnos.

Pero la alegría duró poco. Diez agujas escarlata estuvieron a un centímetro de atravesarlo y tuvo que evitarlas de un salto poco pensado que lo dejó a merced de otro ataque igual de terrible. Mientras recordaba que la manifestación del Vacío en el mundo debió haber devuelto el flujo del tiempo a su cauce, el santo de Tauro ya estaba a merced de un sinfín de hilos. La Marioneta Cósmica del juez Minos anuló todos sus movimientos, presionando hasta el último hueso.

«Volveré a detener el tiempo —decidió. No le quedaba más remedio, había fallado. Titán seguía allí, atacándole con un cosmos que no era el suyo sin necesidad de convocar a quien lo ejecutaba—. Maldita sea…»

El mundo no le obedeció esta vez. El flujo del cambio lo ignoraba, como a una piedra en el camino de un río que solo lograba que este se desviara. Pronto entendió la razón: miles y miles de guerreros de armaduras coloridas no paraban de emerger del muro hecho de antiguas historias. Aunque él no sabía lo que eran —guerreros del tiempo al servicio del dios Saturno, del mundo de Seiya de Sagitario—, sí que le era claro que estaban asegurando el avance continuo de los eventos.

Ese momento de duda fue suficiente para que la Marioneta Cósmica de Minos lo atrajera hasta Titán, a aquel extraño muro que era una de las botas, imaginó Gugalanna. El santo de Tauro no tuvo tiempo de buscar una salida. Tan pronto vio que el espectro responsable de su derrota no era más que un brazo emergiendo desde la superficie en la que se retorcía, de una desagradable calidez, otras extremidades de más esplendoroso color aparecieron, rodeándole. Eran los santos de oro que lucharon contra el ejército del dios Ares, cada mano sosteniendo una de las doce armas de Libra.

Ni siquiera se molestó en ofrecer resistencia cuando empezó a ser cortado.

 

***

 

—¡Debe de ser una broma!

El desconcierto y la indignación de Iskandar eran mayúsculos. ¿Había llevado demasiado lejos la reprimenda a Gugalanna? Sí. ¿Tenía sentido rescatar a ese animal en celo por muy santo de oro que fuera? No. Y aun así tenía a Akasha, la principal perjudicada, pidiéndole que lo salve.

—Necesitamos toda la ayuda posible —repitió la Suma Sacerdotisa.

Nadie podría negarlo. Hacía escasos minutos, del cuerpo de Titán surgió una docena de ataques, cada uno respaldado por un cosmos que alguno de los presentes pudo reconocer. Así, todos a excepción de Gugalanna unieron fuerzas para levantar la mayor defensa de la que eran capaces, terminando por arrojar la ofensiva de Titán, ya mermada, a la Otra Dimensión de Saga de Géminis. Titán no había vuelto a atacar, como si esperara a que el primer intento fuera fructífero. Al parecer, las cadenas que lo rodeaban no eran de adorno, no enfrentaban a un enemigo con demasiada iniciativa. Y esa era la única ventaja con la que podían contar.

—Debemos atacar —insistió Akasha—. Todos juntos.

—Ah, está bien, está bien —terminó por aceptar Iskandar, preguntándose si Astrea, la santa de Virgo de su generación, era igual de mandona—. Emprenderé la importantísima misión de salvar a la princesa de Tauro, señorita enmascarada.

Mediante un gesto de asentimiento, Akasha dio al joven héroe el permiso que no necesitaba. Iskandar se arrojó con el mismo valor y entrega que el inmortal Gugalanna, sin un ápice de temor empañando su alma. Lo envidiaba.

 

—No creo que podamos esperar a que rescaten a ese necio —intervino Saga, quien ya no podía retener mucho más tiempo la forzada apertura de la Otra Dimensión—. Debemos atacar ya. Una lucha de desgaste no nos conviene.

—Estoy de acuerdo. ¡Hacedlo! —Con un gesto amplio, Arthur, delante de Akasha y el callado Shun, abarcó al resto de santos—. Dadnos algo de tiempo, por favor.

—Creía que debíamos atacar todos —acusó Sugita.

Arthur estudió con detenimiento al santo de Capricornio, un guerrero japonés ya veterano en los combates. Notó enseguida que todo él, desde las extremidades hasta el largo cabello rojo recogido en una cola de caballo, estaba afilado. Tan solo percibir aquel cosmos maduro parecía poder cortarle si se descuidaba. El Juez esbozó una leve sonrisa: era la clase de compañeros que necesitaban ahora.

—Alguien tiene que defender la fortaleza —puntualizó el santo de Libra—. Y da la casualidad de que nosotros somos perfectos para eso. Mi dominio es sobre la gravedad, así como nuestra Suma Sacerdotisa controla la quintaesencia de la materia, que mantiene unidos los átomos que nos conforman. Juntos representamos dos terceras partes de las fuerzas fundamentales de un universo más viejo que nuestros enemigos.

—Estás exagerando Arthur. ¡Esa cosa ni siquiera nos toma en serio! —hizo notar Akasha, guardándose para sí que Brahmastra tenía más que ver con el mundo espiritual que con el universo material, pues seguía habiendo una conexión entre ambos.

—Y por eso perderá —sentenció el Juez—. Porque él se esconde en una supuesta superioridad y tú sostienes tu propia alma en tus manos con tal de luchar.

—No tenemos tiempo para la autoestima de una niña —espetó Saga, molesto. Era claro que cada segundo de paz que tenían lo estaba pagando con creces.

—La estrategia es muy simple. Abrirás la Otra Dimensión aquí, frente a nosotros.

—¿¡Estás demente!? —exclamó Saga, empapado en sudor. Las venas de la frente estaban hinchadas por el esfuerzo sobrehumano que hacía.

—La necesitamos abierta. Manipúlala para que pueda usarse como vía hasta Titán. No te preocupes, nuestra Defensa Perfecta no solo bloqueará todos los ataques, pensamos apropiarnos de todo el cosmos que aquí desperdicien aliados y enemigos. Si alguien quiere prestarnos apoyo es libre de hacerlo, pero cuanto más seáis, más posibilidades tendremos —aseguró Arthur, mirando a todos. Había escogido ese nombre para la barrera que combinaba Brahmastra y su Armadura Celestial con toda intención de subir por igual los ánimos a los aliados y a la propia Akasha, sobre cuyos hombros estaba la mayor parte: solo ella había usado Almagesto, solo ella podía procesar la energía conjunta de trece guerreros como los allí reunidos.

Aun sin entender la totalidad del plan de Arthur, Saga accedió, habiendo aprendido a confiar en aquel genio al menos para la batalla. Con un gesto, dio a entender a todos que lo que fuera que fuesen hacer, debían acometerlo dentro de escasos segundos.

 

Atlas pasó cerca del santo de Géminis, con la vista fija en la joven Virgo pero avanzando hacia donde estaba Orestes, el más callado del grupo.

—Nos serías muy útil en esto —aseguró el santo de Aries—. Vuestra fuerza es notable.

—Debo proteger a la Suma Sacerdotisa, en el nombre de la alianza que nos une.

Solo un loco no tendría miedo de esa cosa —le dijo Atlas a través de la Lengua de Plata, inquietándole—. La mayoría prefiere ignorarlo, mas es evidente que no tiene cosmos, de algún modo es ajeno al poder que todos poseemos.

Estamos en la Esfera de Saturno. No hay nada que pueda hacerse ya.

Yo lucharé. Vos, caballero de un dios innominado, protege bien a esta muchacha.

El plazo acabó al mismo tiempo que Atlas terminaba de hablar. El espacio frente a todos se cuarteó precediendo el advenimiento de un sinfín de rayos, haces, agujas y otras formas de energía cósmica; todo lo que arrojó Titán en el primer ataque vino sobre ellos como una tempestad sobrenatural. Un tercio del grupo alzó la defensa que habría de ser imbatible, y el resto se arrojó al ataque, aunque no todos de frente.

 

***

 

Ante al ejército más caótico y variopinto que había visto jamás, conformado por soldados marinos, esqueletos de Hades y caballeros negros, entre otros, Iskandar supo de inmediato que la diplomacia no le iba a servir de nada. El enemigo no reuniría a fieles de tantos dioses si no estuvieran manipulados o en medio de una ilusión.

—No diré que me gustaría poder ser compasivo —dijo, honesto—. Tenéis la mala costumbre de aparecer solo para destruir el mundo o empeorarlo.

La Lluvia de Furia cayó sobre la armada, dando muerte a cientos de enemigos. Para Iskandar era un alivio que Titán hubiese decidido —si es que el grandullón decidía algo— mandarles a un montón de tortugas cojas. Era fácil acertarles un golpe letal y aún más lo era correr entre ellos; ni siquiera tenía que molestarse en esquivar los arpones, hoces, flechas o mazas, pues no le alcanzarían ni en mil años.

Una vez vislumbró el cuerpo de Gugalanna ardiendo en una antorcha blanca, las cosas se complicaron un poco. Los guerreros del tiempo, con una mayor variedad de armas que el resto de soldados, trataron alentarlo recibiendo por respuesta el inmutable hecho de la velocidad de la luz. Partió cabezas y reventó corazones hasta que estuvo frente a la princesa en desgracia: un mastodonte de piel oscura rodeado por los legionarios del dios Marte, seres a los que nadie en el mundo de Iskandar conocería jamás.

—No parecen fuertes —comentó sin dejar de abrirse paso entre molestos guerreros del tiempo y feroces satélites, arqueras cubiertas por armaduras negras como la noche—. Pero ese fuego parece dolerle a la princesa de Tauro. Un poco.

La broma no le hacía gracia ni siquiera a él. Casi todo el manto de Tauro había quedado reducido a pedazos de metal desperdigados por el camino que separaba al portador de un muro enorme, lleno de imágenes relacionadas con santos y guerreros del mar. ¡Había más sangre en el suelo de la que todo el ejército que dejaba atrás podía tener en las venas! Y aun así, ahí estaba Gugalanna, regenerando la piel quemada una y otra vez solo para que los legionarios siguieran tratando de destruirle.

Luego de partir por la mitad a un legionario gigante de unos seis metros, Iskandar convirtió el cosmos del puño en un lazo escarlata con el que decapitó a los peores verdugos del mundo. Fue algo extraño incluso para el santo de Escorpio: ¡los legionarios no gritaron! Siguieron avivando el fuego blanco incluso un par de segundos después de ser decapitados, con una entrega que era hasta admirable.

Oyó una algarabía de ruidos, botas metálicas, gritos de guerra y órdenes de capitanes. Era la gente que había dejado atrás, pero también provenía del frente: ¡el muro, parte de Titán, expulsaba más soldados de dioses que Iskandar ni siquiera conocía! No tenía sentido luchar más ahí, así que cargó a Gugalanna, libre de las llamas, y dio uno de los mayores saltos que recordaba haber dado, pasando por encima del ejército. Iba a dar otro para llegar hasta Adremmelech cuando notó un pinchazo en el hombro.

—¿También santos de oro? ¿¡En serio!?

Extendió el Lazo Carmesí para bloquear siete ataques más. Le resultaba fácil, el cosmos detrás de aquellas agujas le sonaba por alguna razón y podía predecir el trayecto de todas ellas, hasta que a Titán se le ocurriera mandar otra cosa. Los soldados de a saber cuántos dioses marchaban hacia él, como si no acabaran de ver lo inútiles que eran.

—El ejército es una distracción —dijo Gugalanna en cuanto el rostro se recuperó de las quemaduras. No estaba del todo sano, la increíble capacidad regenerativa con la que contaba no servía para heridas previas a ese don—. ¡Maldito sea el Olimpo! Me cortaron en pedazos, me frieron como un animal y ahí sigue esta… esta…

Trató de quitarse la flecha de Emil. Empleó de nuevo toda la fuerza que tenía hasta volver blancos los nudillos y notables las venas del brazo descubierto. No servía, claro que no. Tendría que seguir luchando con esa molestia en el corazón.

—Así que tenemos que ocuparnos a la vez de la carne de cañón y ataques que tienen toda la pinta de ser técnicas de algún santo de oro desconocido —dijo Iskandar, deteniendo con el Lazo Carmesí un repentino soplo gélido—. ¿Algo más?

—Sí. Lo que llamas carne de cañón es infinito.

El ejército ya había llegado, con toda una legión de casi cinco mil legionarios decidiendo imitar la caída de Sodoma y Gomorra. El cielo se llenó de fulgor blanquísimo que, al descender, chocó contra una montaña hecha del más frío de los hielos, sostenida por el cosmos del recién llegado Mystoria.

—Ya no estás herido —apuntó Gugulanna.

Era cierto. El cuerpo de Mystoria ya no lucía las heridas que Orestes le había infligido en el pasado combate, si bien por ahora los agujeros en el manto seguían presentes.

—Parece ser que si seguimos vivos durante al menos una hora regresamos al mismo estado en el que fuimos llamados. Parte del juego de esa gente.

—¿Ya llevamos una hora luchando? ¡Cómo pasa el tiempo cuando se goza!

La lucha entre el Muro de Hielo de Mystoria y el fuego de Marte que invocaban los legionarios terminó en un claro empate, con el fulgor extinto y la fría pared desintegrada. Iskandar dio un manotazo a Gugalanna, que estaba empecinado en seguir ese combate inútil, sin ver el terrible destino que les acechaba.

—Me estás ignorando, Titán —dijo una voz acompañada del exquisito aroma de los jardines del Santuario. Él percibía la Fragancia Profunda que estaba a punto de incapacitar al trío de inconscientes. Podía ser invisible, podía no oler a nada, pero el día que no pudiera sentir cualquier clase de veneno dejaría de ser llamado Afrodita de Piscis—. Ignorarme a mí es ignorar toda la belleza de este mundo.

Cientos de Rosas Diabólicas atravesaron el cielo, impregnándose de la Fragancia Profunda para luego caer sobre la vanguardia del ejército. Legionarios, marinos, caballeros negros… Todos por igual murieron de inmediato, mientras que Mystoria captó bien el mensaje y levantó un nuevo Muro de Hielo, más alto aún, para protegerles.

 —Basta de estupideces —pidió Iskandar, aunque sonó más a una orden—. Nos vamos, tenemos una batalla que ganar.

—No.

—¡Ya nos hemos preocupado bastante por ti solo porque esa chica tiene el corazón más blando que una nube! —gritó Iskandar, cansado. Pensaba en el Sumo Sacerdote al que él debía obedecer, un viejo zorro, duro como el acero.

—Hasta el invencible Aquiles tenía un talón vulnerable.

Extendió el brazo hasta que los gruesos dedos tocaron el Muro de Hielo. De cintura para arriba no tenía protección alguna, ni siquiera ropa, pero nadie podría dudar del poder que expulsaba con cada tronar de músculos. Gugalanna cerró la mano con fuerza, dando inicio a una descomunal implosión. El Vacío se había abierto en el corazón del ejército, devorando no solo a miles y miles de soldados, sino también la notable defensa que Mystoria había levantado. ¡Todo era consumido por la oscuridad y arrojado al Caos!

—Nosotros bastaremos para tumbar a esa cosa. Tenemos que bastar.

—Si se reunieran tres cosmos de oro, es posible —propuso Afrodita, alarmando al recto Mystoria. Iskandar, proveniente de un mundo en el que ese secreto había sido guardado bajo llave hacía siglos, no entendió por qué Piscis olvidaba que eran cuatro.

—Sea como sea, los demás ya han empezado a atacar —aclaró Mystoria.

 

***

 

El puño de Adremmelech apareció de la nada, rompiendo el mismo tejido del espacio antes de chocar con el millar de Muros de Cristal que protegían el pecho de Titán, por sí solo comparable a medio Santuario. Aquella defensa imposible aguantó bien el golpe y las vibraciones resultantes; un terremoto sacudió cada barrera, pero ninguna cedió hasta que un cuerpo extraño llegó corriendo desde la Otra Dimensión, usando el alargado brazal de Capricornio como plataforma, y saltó hacia ellas.

Como el primer santo de Aries del mundo en que nació, Atlas quizá no conocía el Muro de Cristal, pero sí que sabía mucho del cosmos y las técnicas defensivas. Así como toda materia tenía al menos un punto de quiebre, levantar un escudo suponía la existencia de alguna parte más vulnerable que el resto, sobre todo si este era demasiado grande. Ese principio volvía claro lo insensato de crear barreras una junto a otra: podía otorgar protección para un ataque masivo, pero bastaba con atacar a una sola de ellas para atravesarlas todas. Así lo hizo, placando el Muro de Cristal con tanta fuerza que incluso los cuatro que lo rodeaban se vieran afectados, estallando todos al unísono.

En cuanto llegó a la cálida superficie de la armadura de Titán —una forma inapropiada de describir una serie infinita de imágenes de toda suerte de Guerras Santas—, terminó la ocasión de idear estrategias. El regente de Saturno de algún modo sabía la clase de ser que lo invadía, así que de inmediato aparecieron brazos de oro sosteniendo las más temibles armas del ejército ateniense.

Atlas esquivó el lance de un tridente y dos escudos que estuvieron a punto de golpearlo a la altura del cuello. Siguió avanzando hacia arriba, a donde Titania y Tritos se habían trasladado, dejando atrás el zumbido de una docena de armas legendarias, solo para descubrir que adelante le esperaban otras más. Usó el vasto poder psíquico que por ascendencia poseía para frenar la espada y la barra triple, y un segundo después los brazos que las sostenían fueron cortados, deshaciéndose en polvo al caer.

—Las armas de Libra son más problemáticas que quienes la sostienen —dijo Sugita, quien se había tomado tiempo para sumarse al ataque.

El santo de Aries hizo un gesto de asentimiento, retorciendo mediante telequinesis los brazos que no paraban de emerger en derredor. Sugita hacía lo suyo, avanzando en zigzag con la mano extendida, lista para exterminar toda extremidad que Titán decidiera convocar. No le sorprendía que pudieran aparecer tantos: sería ingenuo pensar que las armas de Libra fueron utilizadas pocas veces aun en el mundo en que nació, y Titán podía acceder a cualquier época de cualquier mundo, reproducir cualquier hecho.

¡Atlas, cuidado!

La advertencia llegó a tiempo, permitiendo al semidiós abandonar la lucha contra seis espadas doradas antes de ser alcanzado por un arco de pura luz cortante: Excálibur, la técnica legendaria que Sugita dominaba. No se trataba de la copia de algún santo de oro, estaba seguro de haber sentido el cosmos del oriental en ella. Para Sugita, lidiar con su propia espada fue sencillo, aunque eso no le impedía estar preocupado.

Tras un intercambio de miradas inquietas, Sugita sugirió en silencio que como incursión preventiva aquello bastaba, pero Atlas negó con la cabeza. A la derecha, una explosión generada por Saga interrumpía la Ejecución de la Aurora, mientras que a la izquierda flechas doradas chocaban entre sí de forma intermitente. Cuando el par estuvo a la sombra de una especie de saliente dorado, la única parte de Titán que no estaba hecha de imágenes, la suerte quiso que se vieran rodeados por el mismo Muro de Hielo que Mystoria había generado a los pies del gigante. Sugita dio un giro de 360 grados, rebanando la prisión con Excálibur, y pudo ver cómo la onda cortante era engullida.

Ouroboros —dijo una voz que era como el derrumbe de una montaña. Lo que pareciera uno de los salientes sobre el enorme cuerpo de Titán empezó a moverse, arrastrándose. Sugita saltó sobre aquello sintiendo que la vida se le escapaba.

Adremmelech llevaba todo aquel rato tratando de romper los Muros de Cristal, pero el enorme puño que poseía resultó ser una carga para ejecutar un ataque concentrado. Atlas y Sugita ya estaban a la altura del cuello cuando el gigante dorado lo logró. Tenían vía de escape de Titán, un ser que podía reproducir incluso las estrategias que otros usaban para atacarle, un coloso que generaba su propio campo gravitatorio, gracias a lo cual el dúo de santos pudo andar sin problemas en vertical.

Tenemos que replegarnos —dijo el santo de Capricornio—. Solos no podemos con esto. ¡Ni siquiera tú podrás!

Sugita saltó hacia el brazal un instante antes de que Adremmelech volviera el puño hacia atrás, viéndose obligado a ver cómo Atlas seguía empecinado en ascender. El portal de la Otra Dimensión se cerró sin dejarle opción de regresar.

 

Los ojos de Titán parpadearon cuando Atlas, decidido, le pisó la nariz, un monte inclinado en el que los espectros de Hades luchaban y morían contra los santos en una Guerra Santa que Seiya, espectador de aquello, conocía muy bien. El santo de Sagitario decidió hacer un último favor a Atlas antes de retirarse: tensó el arco dorado con firmeza y disparó, arrojando no solo el proyectil que había puesto sino también otros seis que aparecieron alrededor del primero.

De la gran explosión que sacudió el colosal rostro de Titán, saltó Atlas con un valor que rozaba peligrosamente el suicidio. El santo de Aries cayó sobre la cabeza del regente de Saturno. Arriba estaba Titania, indiferente señora del trono más alto; enfrente tenía un templo de aspecto griego y al lado, el hombre al que había venido a buscar.

—En el nombre del dios Poseidón, vuestro padre, os insto a que detengáis esta locura. ¡Ya! —gritó el rey de la Atlántida, cuyas manos se aferraron con gran fuerza el cuello delgado de aquel con quien un día compartió la mesa, Tritos.

—Es por respeto a nuestro padre que no intervengo —dijo el regente de Neptuno con una voz demasiado clara para alguien que debería estar asfixiándose—. Nuestros dones divinos provienen de Poseidón y Atenea, dioses aliados, así que no se nos permite matar santos; solo Titán de Saturno, campeón de Apolo y Artemisa, es apto para este trabajo. Y ya que mencioné a Atenea y los santos, te pregunto, ¿qué indecente proposición te hizo la diosa de la guerra para que aceptaras traicionarnos?

La sola insinuación ofendió en gran manera al santo de Aries, quien aumentó la presión tanto como pudo. Empezaba a razonar que ese pálido sujeto no tenía que ser el mismo hermano al que conoció y debió matar.

—Es que siempre eras tan recto y leal. No creo que ayudaras a los humanos de entonces por lo justas que eran las sociedades que construían.

—¡Basta! ¡Detened esta locura o morid! —exigió Atlas, sumando a la prodigiosa fuerza que poseía el poder mental del más notable atlante.

«No, el segundo. Él es…»

Era tan parecido al hermano que conoció que costaba pensar otra cosa. Pálido y flacucho, pero más listo que nadie, experto en todas las posibilidades que otorgaba el poder de la mente. Gracias a eso pudo rivalizar con él en un duelo psíquico.

—Akasha puede detenerlo, no yo. ¡Ni siquiera Titania quiere! Mírala, mi hermano me está ahorcando y ella parece a punto de dormirse en la palma de la mano. Tan encantadora ella —bromeó, cínico. La presa de Atlas no le impedía hablar con libertad.

—Permitid que ella hable con los dioses —dijo, soltándole—. Os lo pido por la sangre que nos une. Sabed, hermano, que mi palabra y la de Poseidón no difieren.

—Eso no es posible —aseguró Tritos visiblemente molesto, quizá atemorizado—. Me pides que elija entre la familia y los amigos. ¡Eres mezquino, hermano! Y fuerte, muy fuerte —añadió acariciándose el cuello, intacto—. Lamento decir que no lo bastante. Permíteme el cliché: de todos nosotros, Titán de Saturno es el más poderoso, y solo va a empeorar. Por ejemplo, te ha ido bien con las armas de libra, pero… ¿Podrás sobrevivir diez veces a la Explosión de Galaxias con tu fuerza reducida?

 

Atlas enmudeció, dando a Tritos tiempo para teletransportarse. En todas direcciones, a la sombra de cada uno los diez picos que bordeaban el cráneo de Titán a modo de corona, apareció un portador del manto de Géminis: Saga y Kanon, Aspros y Defteros, Paradoja e Íntegra, Caín y Abel, Albert, Licaón. Una veintena de brazos chocaron entre sí iniciando la música de las estrellas al morir, pero el rey de la Atlántida solo podía escuchar la Sinfonía Mortal del general de Sirena, que llenaba todo aquel lugar. 


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Publicado 14 mayo 2022 - 13:14

Capitulo 123. Salvando a la princesa de Tauro
 
Arrancamos el combate con Gugulanna llamando "Zorra" a Akasha jajaja (bonita manera de empezar) antes de lanzarse al ataque en un intento de lucirse, creyendo que podría borrar la existencia de Titan, PERO no puede hacer un Overkill, Titan resultó inmune a la magia de status, por lo que es inmune a ERASE/BORRAR.
Parece que Titan puede "lanzar" técnicas de personajes de toda la serie, canónica, no canónica, fanfiquera y demás, y sin usar su propio MP y luego crear cientos, miles de personajes para que vayan y peleen a su favor... ¿Cómo diantres pretenden matar a esa cosa?
Total que Tauro está en aprietos e Iskandar es el apuesto caballero que debe rescatarlo de su papel de "Princesa" jajaja que agradable sujeto es Iskandar.
 
El plan de Arthur es... creo entender, que deben ir, pelear y de la energía que fluya de ataques amigos y enemigos, esta será acumulada por Akasha para un super ataque o algo así.
 
Iskandar salvar a la princesa, que esta terco en querer quitarse la flecha de Emil pero no puede, y en eso se les une Mystoria revelando que cada hora sus cuerpos se libran de heridas por... porque sí jaja. También se les une Afrodita, luciéndose, y soltando la idea de que tal vez podrían usar la Exclamación de Atenea jaja
 
Mientras, Atlas y Sugita están en la tarea temeraria de subir por el coloso hasta donde les sea posible, mientras el autor nos cuenta las numerosas ventajas que tiene Titan en sus manos, y solo leyéndolas es  que me vuelvo a repetir "¡¡¡¿Cómo diablos pretenden matar a esa cosa?!!!" Son tan valientes todos, menos tú Orestes, seguro que mojaste los pantalones.
 
Atlas se empeñó en subir hasta la cima, siendo ayudado por Seiya de Sagitario, donde Tritos y Titania esperan (esta ultima con una expresión aburrida, en vez de estar feliz por su loquera de fanfic XD) Y pues anda, que Atlas y Tritos tienen un intercambio de palabras que me gusta un harto mucho, pues aprovechando que los dos son atlantes y aparte familia (sin importar el universo de origen) se siente tan "natural".
Anda, que Tritos dice que ellos no pueden matar santos y por eso usan a Saturno... VEAMOS si eso es cierto y lo mantienen, porque se están complicando la vida solitos.
 
Bueno, pues Aries solo le pide que dejen que Akasha hable con los dioses, poca cosa, pero Tritos lo manda a la goma, y como premio por llegar hasta alli le va a caer la muerte en forma de 10  Explosiones de Galaxias + la Sinfonia Mortal. ¿Acaso será el primero en caer?
Lo veremos en el próximo cap.
 
PD. ¡Genialísimo cap! Sigue así :3

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#340 Rexomega

Rexomega

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Publicado 16 mayo 2022 - 08:21

Saludos

 

Seph Girl. Ojo, ojo, ojo… Este capítulo (el juego de Mario Bros más inclusivo del planeta) es genialísimo, no genial, ni bueno. ¡Genialísimo!

 

Como es la Tejedora de Planes, de seguro alguien le habría dicho que era astuto como un zorro de haber nacido hombre. Así es, el mítico Miss/Merma de FFVII apareció, sobre Titán, como cuando ves la animación de ataque tan impresionante, épica y sobre todo larga solo para que los enemigos lo esquiven. ¿No se trata de eso Saint Seiya? ¿Cómo harán los protagonistas para ganarle a alguien muy poderoso? Claro que la cosa se pudo haber descontrolado con Titán… A Iskandar le queda ese papel de rescatar damas. Él sí que es todo un caballero acorde al doblaje clásico.

 

Sí, has entendido bien.

 

La auto-reparación viene de fábrica. Si vas a crear copias de universos paralelos para que metan en problemas a tus enemigos, qué menos de darles regeneración. El hecho de que me ayude a no tener en cuenta las heridas que tuvieron los convocados por todas las batallas previas es tan solo una coincidencia. De veras. ¡Esa flecha pugna por el protagonismo! La técnica prohibitiva más usada del mundo.

 

Aqueronte: Soy el enemigo más tramposo del fanfiction de Saint Seiya.

Titán: Sujeta mi cerveza.

 

Se ve que a Orestes los Astra Planeta le dejaron PTSD.

 

Como toda escritora primeriza, se fija antes en las reseñas que le dejan que en el mero hecho de tener publicada su historia por fin. ¡Pienso lo mismo! No podía tener al hijo primogénito de Atlas y Clito y al tercero en un mismo escenario y que actuaran como si fueran solo dos vecinos más en el multiverso. Así que una vez más te agradezco que eligieras esa identidad para el santo de Aries. Debe estar en el currículo de Astra Planeta el complicarse la vida. A todos parece pasarles lo mismo.

 

Uno esperaría que entre hermanos hubiera un poco de compasión. ¿En qué estás pensando Tritos? ¡Ánimo Atlas, no vayas a dejarnos tan pronto!

 

***

 

Capítulo 124. Unidos en el nombre de Atenea

 

El cuarteto de santos logró llegar hasta la bota de Titán sin percances, gracias a que el Vacío consumió no solo el ejército irregular sino también la bruma en derredor. Aun así, la tranquilidad no duraría mucho: la notable colina que era el pie del regente de Saturno estaba atestada de soldados tratando de salir.

—Sea lo que sea lo que vayáis a hacer. ¡Hacedlo ya! —exigía Iskandar, descargando sobre cada nuevo grupo enemigo veloces haces escarlata. Era Antares, no una aguja dispuesta para causar dolor y desangrar al adversario, sino una energía volátil que se adhería al enemigo para, segundos después, estallar como una bomba terrible. Una avalancha de soldados marinos quedó reducida a una serie de cuerpos despedazados que se unió al resto de cadáveres—. Un hombre puede cansarse de pisar hormigas si lo hace durante toda una vida, ¿sabéis?

—Es abominable —dijo Mystoria—. Una deshonra.

—No peor que despertarte una mañana como una marioneta —dijo Afrodita, quien tuvo tiempo de explicarles por encima la razón de que él y Saga luchasen allí—. Nuestros ataques no le hacen nada y esa cosa es como un ejército de santos de oro.

Gugalanna carraspeó a la vez que una nueva explosión detenía a doce guerreras de Artemisa. Los mantos de Acuario y Tauro se habían restaurado con el tiempo, pero la flecha seguía ahí, usada como punto de apoyo para las manos entrelazadas.

—Habláis de la Exclamación de Atenea, ¿no? Es una buena idea. ¡Hagámoslo!

—¡Está prohibida! —reclamó de nuevo Mystoria, quien descubría que ni el cero absoluto era capaz de contener la ira que empezaba a sentir—. Es desleal, es…

—Necesaria —insistió Afrodita—. Para empezar, ningún hombre podría luchar mano a mano contra esa cosa.

—¿La diosa os lo prohibió? —soltó Gugulanna entre risas—. ¡Qué habréis hecho! ¿Qué será lo próximo? ¿Qué no podemos usar armas?

—Queridos compañeros —dijo Iskandar, con tanto sarcasmo como le era posible. Frente a él, seis metros de metal se enrojecían precediendo una atronadora explosión, llevándose a su portador—. Haced esa Interrogante de Atenea o vámonos. Decidid. Ya.

Gugalanna y Afrodita asintieron, listos para posicionarse. Mystoria los miraba estupefacto, compungido por la imperiosa necesidad de pisotear el honor de un santo de oro para lograr la victoria. Ese conflicto, manifestado en el labio que él mismo se hirió al morderse, le permitió percatarse de la imagen que ahora mostraba Titán.

—Nos vamos —susurró Mystoria, casi sin habla.

Si el resto tenía algo que decirle, cambiaron de opinión al ver que en lugar del ejército ilimitado había una imagen de santos de oro unidos como una trinidad, armonizando las fuerzas que poseían para rozar, a menor escala, el poder infinito que dio origen al universo. ¡Eran ellos mismos, Mystoria, Gugalanna y Afrodita a punto de cometer el peor de los errores! Incluso Iskandar comprendió lo que se avecinaba si seguían allí.

Justo a tiempo, la mano de Adremmelech aterrizó a las espaldas del osado cuarteto. Los santos se subieron al improvisado navío sin dudar.

 

***

 

Poco después de que Sugita y Seiya regresaran, un exhausto Atlas de Aries apareció sostenido por un hombre sin manto alguno. De todos los presentes, solo Saga y el santo de Sagitario pudieron reconocerlo como el antiguo líder del Santuario, Shion, cubierto por la sagrada vestidura del pontífice y un inmenso poder.

—No trajeron al anciano —susurró Saga. Los labios del falso líder se curvaron en una sonrisa por el lado izquierdo, mientras que el derecho era inmutable.

—Os doy las gracias —dijo Atlas.

—Dámelas cuando hayamos terminado, por favor —pidió Shion—. Más bien, cuida tu mente. Trataron de destruirte de todas las formas posibles.

—No es la primera vez.

Atlas sonrió. Aquel hombre excepcional no necesitó que le dijeran que seguir las órdenes de Titania basándose en una visión era un error. Le debía bastar la fe a la diosa para decidir qué hacer. Era digno de haberse convertido en Sumo Sacerdote.

—Akasha de Virgo. Si no me equivoco, eres mi sucesora.

—Hubo otros antes que ella —intervino Arthur, sabiendo que Akasha estaba concentrada en mantener la barrera que les separaba de la incansable ofensiva de Titán. Una y otra vez, retazos de combates del pasado eran reproducidos por el regente de Saturno y lanzados sobre el velo con el que ambos habían envuelto la mano abierta de Adremmelech—. Dos hermanos. No tenemos mucho tiempo.

Sugita, quien había acudido a auxiliar a Atlas, se acercó al grupo en cuanto entendió que el santo de Aries solo necesitaba algo de descanso.

Resultaba un poco intimidante ver a Shun, Arthur y Akasha manteniendo la barrera etérea. Gracias a los portales que Saga abría sin descanso, obligando a cada evento a viajar por distancias astronómicas para llegar hasta Adremmelech, y el mismo gólem bendecido por Capricornio, cuyo fuerte brazo aguantaba bien los rayos de Leo y el soplo glacial de Acuario, el velo podía devorar el cosmos restante que Titán lanzaba contra ellos. Cada reproducción del ataque de algún santo de oro alimentaba la esfera perfecta que los protegía. Sabía que aquella joven no podría seguir en pie sin ayuda, así como que ni su Excálibur podría atravesar aquella Defensa Perfecta. De hecho, esperaba que fuera así, porque todo lo que él pudiera hacer, también lo haría Titán.

—Recomiendo ataques a distancia —dijo Sugita—. Luchar sobre la superficie nos expone a todas las formas de matar o causar daño que los santos de oro han desarrollado a través de todos los mundos y épocas. Desde lejos, eso se reduce.

—También nuestras opciones… —dijo Saga, de pronto comprendiendo la clase de enemigo al que enfrentaban—. Puede copiar todo lo que ha ocurrido y reproducirlo aquí. Eso significa que también imitará lo que hagamos nosotros.

—Esto no —intervino Arthur, viendo de reojo la espada de luz que Akasha sostenía. Rebosaba de fuerza, al punto que los guanteletes de Virgo vibraban—. Los Astra Planeta no traerán el alma de nadie luego de nuestra pequeña rebelión.

—Una habilidad de entre un millón de millones —recalcó Saga.

—No hay que perder la esperanza, joven —dijo Shion, extrañándole la reacción del santo de Géminis: estuvo a punto de retroceder, como si le temiera—. Eso es todo lo que nos queda a los hombres, es el legado que los santos protegemos.

—Hay más —terció Atlas, ya recuperado—. Tritos y Titania no pueden causarnos ningún daño. Copias o no, somos santos de Atenea y ellos no tienen permitido enfrentarnos —se ahorró decir el porqué, sabiendo que nadie preguntaría. ¿Por qué hacerlo? Lo contrario sería negarse a sí mismos hasta la más pequeña esperanza—. Concentremos nuestros esfuerzos en Titán y olvidémonos de ellos.

—Titán es el peor de nuestros problemas. No puedo atacar y manteneros a salvo a la vez —espetó Saga, más sincero de lo que pretendía. ¡No podía siquiera reservar fuerzas para mentir! Estaba lidiando con los ataques de un ejército que el mundo jamás podría conocer, hecho de santos de oro, muchísimos. Mandándolos a un millar de puntos de una dimensión en la que tiempo y espacio eran conceptos difusos.

—Pensar solo en las fortalezas del enemigo no nos ayudará —advirtió Arthur—. ¿Acaso no lo habéis sentido en todo este tiempo?

La mano libre de Adremmelech pasó por encima del grupo dejando caer a Gugalanna, Iskandar, Mystoria y Afrodita. El cuarteto atravesó Brahmastra sin percances, mientras el gólem volvía a la defensiva. Ninguno de los recién llegados dijo nada, notando la tensión en el ambiente. Solo el empeño de Gugalanna en arrancarse la flecha interrumpía el prolongado silencio y las reflexiones de los santos.

—¿Cómo no hacerlo? —dijo Sugita al fin—. Creía que era el único.

—No lo eres —dijo Atlas—. Pienso que todos lo acabamos percibiendo.

Incluso Iskandar, Mystoria, Afrodita y Gugalanna entendieron de lo que hablaban aquellos dos. Al luchar todos, así fuera divididos en tres grupos, hubo una cierta sinergia entre los cosmos, favorecida por la resonancia que los mantos dorados creaban a pesar de pertenecer a distintos universos, si no es que por esa misma razón. De algún modo se estaban fortaleciendo unos con otros, lo quisieran o no, avanzando por una vía de comprensión del cosmos distinta a la de los sentidos.

—Titán reproduce nuestros ataques a la perfección. Toma, o le hacen tomar, el insignificante lapso de tiempo en el que algún santo de oro golpea a un enemigo y lo expresa aquí. ¿Sabéis lo que eso significa?

—Es evidente —dijo Mystoria—. No puede incrementar la fuerza con la que nos ataca, solo buscar técnicas más fuertes.

—Ni la mejor fotografía puede contener el infinito —completó el Juez—. Bien, ya habéis tardado bastante. ¡Es la hora de atacar!

—Apuntad a… —Sugita calló. No sabía cómo describir las partes del alba de Titán. Eran como escamas gigantescas, cada una reflejando alguna batalla del pasado. Pero sí que imaginaba lo que era la parte dorada: una serpiente, con la superficie llena de un idioma más viejo que el mundo, reptando por todo su cuerpo desde los amplios pies hasta el montañoso cuello—. Evitad a Ouroboros. Devorará el tiempo de cualquier cosa que se le acerque, aun si es un ataque de puro cosmos. 

—No vais a atacar de lejos —aclaró Arthur.

Aquel apunte cerraba una secreta conversación entre Adremmelech y el Juez. De los costados kilométricos del gólem surgió un centenar de brazos, como ramas de un árbol. Cada uno era igual a los originales, incluso estaban revestidos por Capricornio.

—Supongo que la mejor defensa es un buen ataque —dijo Saga, quien ya estaba buscando un hueco en la Otra Dimensión que Adremmelech pudiera usar.

 

—¡Esperad!

Casi todos estaban listos para retomar el combate, cuando oyeron el grito de Akasha. Miraron hacia atrás a tiempo de percibir cómo ocho puntos blancos volaban desde Brahmastra hasta ellos, atravesando los mantos de oro sin causar el menor daño.

—Os estaré vigilando. Recordad, los santos… —La confusión en las caras de Sugita, Atlas, Iskandar, Gugalanna, Mystoria, Afrodita, Seiya y Saga le hizo repensar lo que estaba diciendo—. Como Suma Sacerdotisa, os ordeno regresar con vida.

—¿De verdad? —Iskandar no había recibido una orden tan extraña nunca, aunque pronto pudo poner su atención en otro tipo de rarezas—. ¡Deja esa flecha de una vez!

—Sí, sí… —contestó Gugalanna, aún con la vista fija en aquella guerrera tan parecida a aquella que gustó y odió llamar señora—. ¡Que no te confunda lo que pasó allá bajo! ¡Mira los prodigios que realizaré y siente como se humedece tu áureo manto!

Escorpio dio un manotazo al de piel oscura y ambos saltaron abajo, donde les esperaba otro brazo de Adremmelech. Les siguieron Atlas, Sugita, Saga y Afrodita.

—Los santos de oro del pasado no eran muy... —Akasha tardó un tiempo en encontrar la forma más adecuada de decirlo, creando un silencio extraño—. Corteses.

—Aún no existía Inglaterra —bromeó Arthur. Algo que pasaba una vez cada mil años.

También Seiya se animó a unírseles, volando, no sin antes dar un último vistazo al callado Shun: el santo de Andrómeda parecía absorto en la misión de defender el fuerte, si no es que era otra cosa lo que lo atribulaba.

«No hubiese querido llegar a esos extremos —pensaba Seiya. Todos los daños que el hermano de Ikki había recibido, incluido un ojo que le costaba abrir debido a las heridas, eran culpa suya—. Pero incluso ahora dudo de vuestra inocencia.»

Se lanzó a la batalla sabiendo que no debía convertir tales pensamientos en palabras, o todo se desmoronaría. Shion también se unió a la lucha luego de dar un respetuoso saludo a quienes se quedaban, incluyendo a Orestes, apartado de todo, paralizado incluso, y Mystoria, quien tenía un mensaje que dar.

—Vais a necesitar mucho poder si vuestra intención es destruir a Titán.

—No hace falta —indicó Arthur—. Si Titán rige la Esfera de Saturno, bastará con abrir una brecha para irnos de aquí. Lo sé.

«Urano es la Llave y la Puerta hacia todo lugar —recordaba el santo de Libra—, mas solo en Saturno hallaréis la cerradura.»

—No, no lo sabes —negó Mystoria, desconocedor de los pensamientos de Arthur y del mensaje de Shizuma—. Desconoces demasiadas cosas de los Astra Planeta.

—¿Por ejemplo…?

—De dónde vienen.

 

***

 

Como un noble disfrutando del mejor espectáculo desde el palco real de algún antiguo teatro, Tritos de Neptuno contempló cómo los santos regresaban a la ofensiva mientras flotaba alrededor de la extensa frente de Titán.

Tras las largas deliberaciones, el improvisado batallón ateniense atacó con todo. Adremmelech, un centímano quizá protegido por la misma Amaltea, azotaba al regente de Saturno con cien puños dorados, y cuando los Muros de Cristal vibraban repeliendo tamaña fuerza, siete santos de oro llegaban usando los alargados brazos del gólem como superficie. Los escudos de un centenar de santos de Aries, fortalecidos por las voces robadas de igual número de santos de Virgo, pronunciando el mantra Kan, iban cayendo uno tras otro por los esfuerzos de aquellos guerreros.

El peto de Titán quedó al descubierto, pero los brazos de Adremmelech ya se retiraban a la seguridad de la Otra Dimensión que Saga controlaba, llevándose a la mayoría de santos. Solo Seiya, desde el aire, y Shion, apareciendo y desapareciendo en todo punto del gigantesco cuerpo, permanecieron allí. El uno arrojando una lluvia de incontables meteoros y haces de luz dorada a cada segundo que pasaba, el otro sumergiendo cada extremidad que viera en un espacio oscuro, que pronto era rasgado por una infinidad de luces destructoras. Seiya era demasiado rápido y Shion era un maestro en el arte del desplazamiento instantáneo, así que aguantaban a la perfección el tiempo que los cien brazos de Adremmelech volvían a la carga junto al resto de la vanguardia dorada.

Tras cada lance, Adremmelech volvía a resguardar los puños y otro par de santos de oro se quedaba. A veces el letal Sugita, que parecía poder cortarlo todo a excepción del propio Titán, y Atlas, hijo de Poseidón. Otras, Iskandar cruzaba el peto de Saturno como un tifón carmesí al tiempo que siete esferas de intensa luz, acaso soles en miniatura, estallaban en la superficie comandados por Gugalanna. Las duplas que se quedaban luchando allí variaban siempre para evitar que la respuesta del astral fuera sencilla, y nunca pasaba demasiado tiempo antes de que el regente de Saturno debiera lidiar con todos aquellos guerreros a la vez más el incansable gólem centímano.

—Son muy tenaces —dijo Tritos—. No he visto un despliegue de fuerzas tan grande en una sola batalla desde la Guerra del Hijo. ¿Néctar?

Arriba, Titania observaba cada inútil intento de herir a Titán con cierta indiferencia, el rostro apoyado sobre los nudillos de la mano derecha. No parecía haber escuchado el ofrecimiento de Tritos, pero habló antes de que este decidiera repetirlo.

—¿Insultarías los esfuerzos de estos jóvenes comiendo ahora? El tiempo pasa incluso para los inmortales. Has envejecido, Erudito de la Atlántida. 

Lo cierto era que Tritos estaba impresionado. No tanto por el poder que aquel inesperado ejército empleaba contra Titán, ni por la osada estrategia de utilizar a Adremmelech y la Otra Dimensión como transporte instantáneo, sino porque sobrevivían. Tenía sentido, claro, era la característica más reconocida de los santos, así como los marinos destacaban por lo leales que eran, pero de un vago discurso sobre la esperanza y la Caja de Pandora al hecho que contemplaba había una cierta distancia.

Que Titán estuviese inmovilizado gracias las cadenas del Olimpo no lo volvía una amenaza pasiva. Él, un registro de todos los eventos posibles, no cesaba de enviar todo aquello que pudiera matar o causar daño. Pero tenía que pasar por encima de decenas de brazos, todos protegidos por Amaltea, encarnación de Capricornio, y la creciente cooperación entre los santos. Afrodita detenía cualquier veneno mortal que se arrojase sobre el resto; Saga y Shion podían rescatar a quien estuviese en peligro en un instante, fuera mediante portales o teletransportación; si huir no era una opción, Gugalanna el inmortal recibía gustoso cualquier cosa que Titán desatase sobre el cuerpo, la mente o el alma, sabiendo que tarde o temprano regresaría. Y por si eso fuera poco, estaba la sinergia entre los cosmos de todos, que tendían al infinito.

—¿No tienes la impresión de que esto se nos está yendo de las manos, Titania? Ellos desperdician energía como si la estuviesen regalando en alguna parte, pero no engañan a nadie. —Señaló a donde estaba la retaguardia, a salvo en un escudo que las sobras de la batalla entre los santos y Titán eran incapaces de atravesar—. Están concentrando mucho poder. ¡Acabarán por desbordarlo todo!

—Este lugar se encuentra más allá de conceptos como masa y volumen —le recordó Titania con sequedad, sabiendo que él tenía que ser consciente de algo tan evidente—. Así creáramos un universo aquí mismo, no tendría el menor efecto en el todo.

—¡Sí que tendría! —replicó Tritos, apareciéndose enfrente de la regente de Urano. Le tapaba las vistas a propósito, esperando que reaccionase—. Cuando Atenea sienta el cosmos de tantos de los suyos vendrá aquí y nos aplastará. Lo sabes.

—Lo sé.

—¿Titania…? —Una idea empezaba a aparecer en la mente perezosa de Tritos, alejado por milenios del conocimiento hasta que le resultó imposible seguir siendo el erudito que fue al nacer. Empezaba a darse cuenta de que aunque Titán podía replicar cualquier forma de defensa o destrucción en aquel combate, la práctica totalidad de los eventos que reconstruía pertenecían a las distintas historias del Santuario.

—Es por eso por lo que estamos aquí. Esperamos la llegada de Atenea.

 

***

 

Ninguno de los santos de oro había contado el número de veces que habían dado todo para no hacer la menor mella en el aparentemente indestructible Titán. La intensidad de la batalla crecía por momentos y resultaba cada vez más difícil dedicar tiempo para pensar. Apenas notaron cuando Mystoria se les unió sobre uno de los veloces puños del gólem, derramando en el rostro inhumano de Saturno la copa de Ganímedes. El aire en torno a los siete ojos, sin embargo, no llegó a congelarse, pues ardió atravesado por el Resplandor de Luz del caballero Orestes.

Como sucedía en cada ocasión, Titán reavivaba las defensas. Muros de Cristal unidos entre sí como los paneles de una colmena de abejas gigantes, Muros de Hielo alzados como fortines a lo largo de todo el pecho, brazos de oro listos para arrojar los escudos de Libra allá donde fuera a ser atacado… ¡Y todos esos intentos se veían reforzados por las voces de los santos de Virgo diciendo: Kan! Tener que lidiar con ese bastión reforzado por decenas de versiones de Shaka, desde quien luchó en una guerra contra Eris hasta el que desafió a los mismos dioses, mermaba la eficacia de cada ataque conjunto que, como casi todos ya habían asumido, era la única forma de lograr algo.

A medio embate, con los cien puños de Adremmelech en el aire y nueve guerreros saltando de un brazo a otro para esquivar los portales que se abrían gracias al Vacío, el descomunal pecho de Titán empezó a ennegrecerse. Gugulanna vio aquello sabiendo que no podía tratarse de la técnica que él dominaba y el astral había empezado a copiar. Aquel negror no podía preceder al Caos, apestaba a sufrimiento y malevolencia.

Las tinieblas se proyectaron sobre todos antes de que pudieran darse cuenta del error que habían cometido. ¡Titán no les estaba atacando con el Vacío para matarlos sino para obligarles a reunirse en un área relativamente pequeña! De un momento para otro, ocho de los nueve combatientes se hallaron inmersos en un ambiente frío y asfixiante que parecía poder matarlos en cualquier momento. Un astro del color del océano se formó sobre todos, iluminando el nauseabundo reino al que habían ido a parar.

—Eso es el Aqueronte —acusó Mystoria.

 

Estaban apretados en el extremo de una barca tan alargada como el Argo Navis, la cual no paraba de balancearse. Allá donde miraban solo había el agua amarillenta que era el río Aqueronte, más parecido a un océano. El firmamento, en el que tendría que imperar un permanente crepúsculo, era dominado por la oscuridad.  


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