Saludos
Capítulo 57. Juicio divino
Diez mil años atrás, la maldad de la humanidad se había extendido en número e intensidad hasta romper los límites que los dioses podían tolerar.
No había en esa época un solo corazón mortal que no estuviese corrupto, desde la infancia, semilla de pérfidas ambiciones, hasta la vejez, en que alimañas codiciosas disfrazadas de sabios extendían los brazos hacia todas las riquezas del mundo, como ramas de árboles retorcidos. La maldad imperaba, una maldad banal, ya que no quedaba nada que la raza humana no hubiese pisoteado. No en la tierra que les correspondía. Por eso empezaron a trasgredir las fronteras que siempre habían respetado: querían conquistar las estrellas de Zeus, doblegar a las criaturas de de Poseidón y someter a la voluntad humana a Hades en el reino de los muertos, es decir, alcanzar la inmortalidad.
Se formaron tres expediciones, todas destinadas al fracaso. Mas en una de ellas, la que se dirigía al reino submarino, todavía no contaminado por los males del hombre, hubo supervivientes. Un joven soldado humano llamado Hashmal y el último que quedó de la cadena de mando, el gigante Gugalanna. Ambos fueron agasajados como reyes por el Pueblo del Mar durante el tiempo que tardaron en recuperarse, y si bien no quedaban registros de la estancia de aquellos dos allí, a buen seguro tuvieron la oportunidad de quedarse para siempre en un reino que no conocía lo que eran el hambre, la enfermedad y la guerra. El problema era que Hashmal era humano, nunca podría conformarse con lo que le daban sin pedir nada a cambio, por naturaleza querría más. Se fue del reino submarino a hurtadillas, llevándose lo único que el Pueblo del Mar no podía darle: una muchacha, de nombre Shemhazai, de la que se había encaprichado. Esa traición conmocionó a la última inmortal que caminaba por las tierras de los hombres. Al mismo tiempo que Hashmal arrastraba a Shemhazai lejos de su gente, su familia y su dios, Astrea ascendió a los cielos, abandonando a la condenada humanidad.
—¿Qué es el Pueblo del Mar?
—Todos los seres que vivían en el océano y las profundidades durante lo que llamáis era mitológica. Te aburriría si enlistara cada raza. Y peor aún, me aburriría yo.
El temor fue el primer mal que anidó en los corazones de la gente del mar. Después de haber visto cómo un humano, apenas un chiquillo, al que habían colmado de bienes y atenciones les respondía con el robo de lo que les era más preciado, quienes vivían en el reino submarino pudieron imaginar lo que vendría después. Hashmal y Gugalanna regresarían con más humanos y gigantes para causar en aquel mundo bajo el mar el mismo daño que habían causado en la superficie. Tomarían todo de ellos y luego los matarían por pura diversión. Poco a poco, el miedo se convirtió en terror y el dios al que oran todas las criaturas del océano y las profundidades pudo escucharlos alto y claro.
—Si los humanos pretenden descender, que así sea —habló Poseidón al Pueblo del Mar—. Vosotros, mis elegidos, ascenderéis a una tierra que siempre debió ser vuestra.
Los líderes del Pueblo del Mar se reunieron más adelante para hallar un significado a ese edicto divino. Entre ellos estaban seres hoy considerados míticos, como Damon de los demonios abisales y Tetis, la más hermosa de las hijas de Nereo. Para todas las razas que vivían en el océano y las profundidades, desde tritones y sirenas hasta cíclopes y otros monstruos, había un representante que compartía opiniones con espíritus de los ríos, lagos y mares. Solo juntos en asamblea pudieron comprender del todo el gran plan que Poseidón tenía para ellos. Y aceptarlo.
De esa forma dio comienzo el diluvio universal.
Nubes de tormenta cubrieron los cielos, negando a la Tierra la luz del sol en el día y la de la luna y las estrellas en la noche. Los hombres interpretaron esa señal como el día en que los inmortales les abandonaron, por lo que cometieron toda clase de vilezas bajo lo que llamaban sin reparo El ojo ciego de Dios. Ya nada les restringía, todas las leyes dejaban de importar. Y si llovía todo el día y toda la semana y el mes por entero, no serían sino lágrimas de un ser impotente que ya no podía someterlos de modo alguno.
Solo unos pocos vieron las señales. Los ríos y los lagos desbordándose, las costas inundadas y la obra del hombre cediendo de forma lenta, pero inexorable. Esta gente, clanes montañeses que vivían en el desértico continente de Mu, estaba tan separada de los hombres como el Pueblo del Mar, y respetaban demasiado a los inmortales como para desobedecer los designios que pudieran tener para el mundo que ellos mismos hicieron. Todos acordaron aceptar el diluvio, todos excepto Belial, un astuto joven que vivía apartado de los clanes, siempre solo, sin un propósito, hasta ahora. Belial empleó los secretos poderes de los Mu para controlar a los líderes humanos y adelantar la guerra que Hashmal y Gugalanna pudieron dirigir de haber tenido tiempo. Se reunió la mayor armada jamás vista, con enormes barcos de guerra llenos a rebosar de los más fuertes y veteranos guerreros que la humanidad podía ofrecer. Guiados por Belial desde las sombras, lograron llegar hasta la frontera del reino submarino. Si los hombres y los Mu no podían vivir en la superficie, inundada por la lluvia, lo harían bajo el mar.
—¿Por qué no actuó antes Belial, cuando la humanidad buscaba expandirse?
—Sería muy conveniente, ¿no crees? El diablo engatusando a la humanidad para faltar a los dioses. Culpables de hecho, inocentes de intención. No, esta historia no va así.
Ni el océano ni el cielo pudieron detener a aquellos hombres desesperados. La armada humana atravesó la lluvia y las olas con determinación, hasta que algo nuevo llegó hasta los barcos. El ejército reunido por Belial estaba preparado para todo: tritones, sirenas, monstruos… ¡Lucharían contra espíritus y demonios, incluso! Venderían caras sus vidas. Sin embargo, lo que encontraron no tenía demasiado que ver con el Pueblo del Mar: eran humanos, en todos los sentidos imaginables, excepto en las armaduras que los cubrían, de un material único e irrompible. Esa fue la primera vez que los hombres vieron las escamas de Poseidón, obra de Oribarkon para honrar al Pueblo del Mar y el único dios al que esto oraban. Ese era el resultado de la asamblea que antecedió el diluvio, el símbolo de la alianza entre un dios y una nueva raza de mortales, que al abandonar los océanos, se transformaba en la nueva humanidad.
—¿No había humanos en el Pueblo del Mar?
—Si preguntas por Shemhazai, ella se convirtió en humana al salir a la superficie. Y ya que la menciono, puedo decirte que esa traidora estaba allí. ¡Ella guió a los barcos, robando a nuestra gente el justo motivo que nos hizo salir a hacer la guerra! ¡Queríamos rescatarla y ella se volvió en nuestra contra por el hombre que la raptó!
Por primera vez en la historia, el Pueblo del Mar derramó sangre a la manera de los humanos, con armas y con las manos desnudas. Destrozaron cada barco uno a uno, sin dejar a un solo tripulante vivo. La única misericordia que demostraron fue para los que se lanzaban al mar, más poderoso e inclemente que ellos. No obstante, fueron pocos los que lo hicieron, la vieja humanidad no tenía nada que perder. Alzaron espadas y lanzas, hachas y martillos, cadenas y escudos. También otras armas únicas, para las que la distancia no era un problema, incluso las más peligrosas, que comandaban y a veces hasta imitaban las fuerzas de la naturaleza. Y cuando todo fallaba, cuando no les quedaba acero que ver roto ante las escamas ni proyectiles que arrojar hacia aquel numeroso ejército que salía del reino marino sin descanso, como la espuma de mar, atacaban con los puños ensangrentados y los huesos que salían de entre los nudillos.
—De esto sí hemos oído hablar en el Santuario. La primera tentativa de enfrentar al ejército de Poseidón resultó en fracaso, porque aunque se reunieron los mejores guerreros del mundo, no había armas capaces de perforar las escamas del enemigo.
—Sí, no fue nuestro espíritu de lucha lo que nos dio la victoria, sino las armas y armaduras que creé. No me avergüenza, era nuestra primera guerra.
—Y por lo que veo, pudo ser la última. Perdimos nuestra fuerza naval y los mejores guerreros con los que podíamos contar. Incluso si pudiéramos resistir el asalto terrestre, tarde o temprano la lucha en tierra sería imposible debido al diluvio.
—¿Te identificas con la vieja humanidad, heredero de Éxodo?
—Soy humano, no reniego de los errores de mi gente. Por eso quiero saber cómo pudimos sobrevivir a tan encarnizada lucha.
—Hubo alguien que vio algo bueno en el mal que aquellos hombres ejecutaban, una inmortal lo bastante joven, para los estándares olímpicos, como para interesarse en la condenada humanidad. Donde había violencia, ella vio valor; donde había muerte, esperanza. Se dice que esa fue la primera vez que su corazón latió de verdad.
De esa forma, la diosa de la sabiduría se convirtió también en la diosa de la guerra.
Atenea, de inteligencia comparable a la del rey de los dioses, de cuya cabeza nació, puso en marcha dos planes en principio excluyentes. El primero de ellos se lo reveló a Poseidón en las alturas, desde donde ambos observaban el fin de la humanidad: si encontraba a un humano puro, sin mancha, tal persona tendría que ser perdonada. Poseidón habría estado de acuerdo con esto sin exigir condición alguna, por parecerle lo correcto, mas Atenea dio algo a cambio: no se enfrentaría a él en persona mientras se cumpliera este trato. Que el destino de los hombres fuera determinado por las acciones de los hombres, no de los dioses, como había sucedido hasta el momento.
El segundo plan contradecía de forma abierta, aunque calculada, el espíritu del primero. Atenea descendió a la Tierra, buscando el imposible caso de un hombre puro a juicio de Poseidón, a la vez que recogía jóvenes por todos los rincones del mundo, empezando por la costa más cercana a la frontera del reino submarino. Allí encontró a Hashmal y Shemhazai, que la siguieron con entusiasmo, y Gugalanna y Belial, quienes le dieron más de un problema durante el largo peregrinaje. Con ellos y con los que se unieron después, la diosa compartió el inconfesable secreto del cosmos, fuego de Prometeo que toda la humanidad había atesorado alguna vez, cuando las almas de los hombres eran limpias y libres. Cada joven recibió ese regalo de forma distinta, adecuada a una personalidad y forma de pensar que era distinta a la del resto. Solo la sed de lucha y el deseo de sobrevivir los unían, no valores elevados como la búsqueda de paz y justicia, por eso, lo único que aprendieron de la diosa fue el arte de combatir como un soldado de los cielos. Un arte que ni siquiera el Pueblo del Mar dominaba por aquel entonces.
Conforme los jóvenes reunidos por Atenea aprendían todo lo que esta podía enseñarles, todo lo que no debían descubrir por sí solos, la iban abandonando. Esto, como cada acción realizada por la diosa desde el momento en que descendió a la Tierra, era parte del plan. Atenea siempre se aseguró de dejar a los muchachos en las montañas más elevadas del planeta, el único bastión seguro para el inclemente diluvio, por lo menos durante los próximos cuarenta días. Para cuando los grandes continentes estaban conformados por colinas y mesetas que simulaban ser islas medio hundidas, Atenea terminaba sola el peregrinaje, encontrando lo que buscaba y más. Un hombre, Deucalión, que ya se había preparado para el castigo divino desde el día en que los líderes del Pueblo del Mar se reunieron, navegaba los nuevos y viejos mares en un colosal navío atestado de bestias; una joven, de nombre Clito, naufragaba de tierra en tierra, dando gracias a los dioses por cada día en el que podía vivir. A ambos los halló Atenea en el más improbable de los casos, en el que se encontraron.
—¿Improbable?
—El teatro griego reflejaba bien cómo se comportaban los dioses. Planean todo de antemano, a detalle; la única diferencia con el día a día es que existe la ilusión de que los hombres tenéis elección.
—¿Es esa una acusación?
—¿Qué vas a hacer, heredero de Éxodo? ¿Denunciarme? Para el Olimpo, fue Hermes por mandato de Zeus quien avisó a Deucalión del diluvio, para mí todo fue un gran invento para proteger a la más querida hija del rey de los dioses. Atenea hizo una apuesta que sabía que iba a ganar.
—Tú mismo dijiste que Atenea no se interesó en los humanos hasta verlos combatir a las puertas del fin del mundo. ¿Eso también fue un gran invento?
—Atenea preparó la salvación de Deucalión para demostrar a Poseidón que estaba equivocado, nada más, nada menos. Fue más adelante, cuando vio lo que los hombres eran capaces de hacer cuando todo estaba perdido, que decidió salvarles a todos.
Los últimos cuarenta días del último año de la humanidad fueron los más duros, porque los jóvenes entrenados por Atenea habían descubierto que podían sobrevivir e incluso luchar. Ya no podían aceptar la muerte, querían la vida que habían minusvalorado. A toda costa. Pese a que vivían aislados del mundo y de los únicos a los que podían llamar iguales, los que conocían el cosmos estuvieron unidos por algo más que la sangre que disfrutaban derramar: tenían una sola alma, llena de valor y esperanza, capaz de guiar a quienes vivían con ellos en las montañas. Cientos, miles de hombres, que celebraban a los más viles especímenes de la humanidad como héroes.
Ya que el océano desatado no derribaría las montañas de la Tierra, el Pueblo del Mar decidió volver a actuar. Habían probado la sangre una vez y no podían permitir que eso fuera en vano. Grandes ejércitos cabalgaron sobre las olas más descomunales que se hubiesen visto, chocando contra las igualmente inmensas fortalezas naturales que terminaban de escalar a toda velocidad. Se dieron batallas en el interior de las montañas y en las cimas de más de una, con El ojo ciego de Dios como único techo. Muchas de ellas acabaron con una destrucción que iba más allá de las pérdidas humanas, de uno y otro bando: por causa de Atenea, los hombres tenían ahora un poder que superaba la furia de la naturaleza. Con un puntapié abrían la tierra, con un revés de mano desgarraban el cielo; el fuego de Prometeo ardía en todo su esplendor.
—Así nacieron los santos de Atenea.
—Todavía no, tuvieron que pasar por una criba. Los más diestros lograron victorias pírricas y son tus antepasados. El resto cayó enterrado bajo los escombros de las montañas que ellos mismos derribaron, junto a miles de hombres del mar y la tierra.
Mientras se libraban esos combates en el exterior, una vida apacible se desarrollaba en el interior del único navío que había en el mundo. Deucalión y Clito, descendientes de Prometeo y Pandora, se entendían a la perfección, como primos lejanos que eran. Eso satisfacía a Atenea, ya que era parte del plan que el hombre puro que había escogido tuviera una compañera con la que pasar el resto de su vida. Un padre y una madre para la nueva humanidad que heredaría la Tierra, así presentó a Poseidón el fruto de sus esfuerzos, convenciéndole de que las luchas en las montañas eran solo un capricho.
—Si ellos son el padre y la madre de una nueva raza de hombres, ¿quién será esa muchacha, afín a los predadores y víboras del arca?
Así cuestionó Poseidón a Atenea, acaso haciendo que la diosa se arrepintiera de permitirle ver todo lo que sucedía en el navío al que gustaba llamar arca. Y es que ella no podía negar la existencia de una jovencita a la que Deucalión había querido salvar, contraviniendo el mensaje que Hermes le había dado por orden de Zeus. No tenía nada, ni amigos, ni familia, ni bienes, ni siquiera un nombre. Incluso él, el hombre que la salvó, no podía decir de ella otra cosa que no fuera el gran favor que le hizo, ayudándole a construir el titánico buque donde el resto de vecinos solo lo tomó por loco; incluso si había sido para tener alimento que no tuviera que cazar ella misma en bosques arruinados por el hombre, era trabajadora y no podía abandonarla, como ella no lo abandonó a él. Deucalión llevaba ese pensamiento hasta las últimas consecuencias: en muy contadas ocasiones se separaba de la muchacha, temiendo que el gusto que esta sentía por los carnívoros la pusiera en peligro.
—Un hombre puro necesita un guardián que lo cuide.
Dejando en el aire esa respuesta apresurada, Atenea dejó a Poseidón pensativo e ingresó en el arca, donde la chica sin nombre jugueteaba con dos serpientes enroscadas alrededor de su cintura. Las víboras le recorrían el cuerpo y le enseñaban los colmillos, carentes de veneno; ella les respondía de la misma forma.
Cuando la diosa y la mortal se vieron cara a cara, un vínculo se formó de inmediato. Atenea tomó a la muchacha como pupila, al igual que había hecho con tantos jóvenes antes que ella. En opinión de Poseidón, que poco a poco dejaba de tener dudas en la hija de Zeus, lo hacía para garantizar que Deucalión y Clito pasaran juntos más tiempo, como habían establecido ambos. Y así fue, los eternos náufragos se contaron entre sí todo lo que sabían del uno y el otro, mientras la tercera en discordia aprendía las artes que aquellos dos no debían conocer jamás. Primero, Atenea le enseñó lo que era el cosmos, a despertarlo, a cultivarlo y dominarlo, hasta la guió paso a paso para elaborar una técnica que solo ella podía ejecutar. Luego, no pudo detenerse, no pudo escuchar cuando Poseidón la convocaba para decidir sobre el futuro del mundo, de la nueva humanidad que ella crearía y la que él había bendecido. La chica que no tenía nada resultó ser una pupila sin distracciones, que día tras día la sorprendía aprendiendo una nueva lección. Mil veces luchó con ella a esa manera mortal que tanto le impresionó, con las manos desnudas; mil veces la dejó derrotada y sin fuerzas, solo para que al momento se levantase, dando las gracias por lo aprendido con una suave sonrisa y pidiendo más enseñanzas. Y la diosa de la sabiduría y la guerra quería darlas, se daba cuenta de que había nacido para eso, no para vivir por siempre en el Olimpo aconsejando a seres inmortales que creían saberlo todo, sino para ser maestra. Quería guiar a esa pupila de sonrisa fácil hasta su límite y quería verla sobrepasarlo.
—No comprendo la importancia de esto, Oribarkon.
—¿Prefieres que te cuente cómo Deucalión y Clito ordeñaban vacas?
—Hace rato que sobrepasaste los treinta minutos.
—Está bien, está bien. ¡Saltémonos cuarenta días de valiosas experiencias!
Al final, Atenea tuvo que acudir al reclamo impaciente de Poseidón, justo en medio de una lección que nada tenía que ver con el combate. Allí en las alturas, vio con ojos divinos la totalidad del planeta, cubierto por las aguas. Quedaban unos cuantos miles de la raza que lo había gobernado, desperdigados en menos de cien montañas. Era el momento de que las lluvias se detuviesen y el nivel del mar bajara, revelando al Sol naciente del próximo día un mundo que no tuviera nada que ver con el viejo. Todo debía cambiar, incluso la disposición de los continentes sería distinta, mas por ser ese cambio obra divina, ningún mortal podría saberlo. La ciencia y la magia que estudiaran en el futuro el planeta creerían que este fue cambiando en un largo proceso hasta llegar a la forma actual, como de hecho ocurrió antes de que el juicio divino barriera en menos de un año quince milenios de civilización. Atenea estuvo de acuerdo en eso, siempre y cuando se tuviera en cuenta la voz de los espíritus del cielo y la tierra para decidir la nueva forma de la Tierra, no solo la de los del mar.
Tiempo después, cuando el crepúsculo llegaba al más lejano rincón del planeta marino y el trabajo realizado bajo las aguas hubo terminado, Poseidón dio a Atenea la orden que había pensado desde un principio.
—Solo perdonaré a quien es puro de alma y de corazón. Has sido afortunada con que hubiera dos entre los humanos con tales características, no pretendas convencerme de que tu aprendiz también merece la salvación. Deben abandonarla.
—Si así lo deseas, Poseidón, así habrás de obrar.
—¿Te niegas a obedecerme?
—Solo debo obediencia a mi padre, rey de los dioses. En este tiempo, os he visto como un insustituible compañero para la salvación de este planeta. Confío en que así lo fuera para vos, el segundo entre los inmortales, al que todos respetan y temen.
De esa forma, los dioses del mar y la guerra dejaron de comunicarse por largo tiempo.
Poseidón habló a todos en el arca, con una voz profunda como el mar y potente como el trueno, trayéndoles la buena nueva de los dioses. Estaban a salvo del castigo divino y serían los padres de una renovada humanidad, que nacería en hermandad con el Pueblo del Mar, forjando una alianza imperecedera.
—Deucalión, de la sangre de Prometeo; Clito, de la sangre de Pandora —saludó Poseidón, con un respeto que ningún otro mortal recibió de él—. Os recibiré gustoso en la isla que levantaré allá donde os encontrasteis. Venid, venid a la Atlántida.
Hasta el cielo parecía celebrar el entusiasmo de Poseidón, marcando las nubes el camino a la Atlántida con tal claridad que hasta el más novato navegante podría encontrarla, mucho más para Deucalión, quien pese a todo tenía dudas. Lo que no se había dicho pesaba más que lo que sí se dijo: si quería la salvación, debía abandonar a la joven. Lo más misericordioso, a parecer de Clito, sería dejarla en una de las montañas que resistía el diluvio universal. El monte Parnaso estaba cerca.
¿Qué pensó Deucalión en esas horas largas? ¿Qué tuvo en cuenta y qué no? Era imposible saberlo, los dioses no horadan la mente humana por capricho. Poseidón solo pudo atestiguar los hechos: una honda tristeza en el semblante de Deucalión, eterna soledad rodeando a la chica sin nombre y una fe encantadora, más sólida que el oricalco, en las palabras de aliento que Clito dedicaba a uno y otro. ¡Qué gran mujer era aquella hija de los hombres! ¡Qué afortunado era Deucalión, el único al que había perdonado, el único al que había respetado hasta el final! No, incluso más allá.
—Me resulta difícil creerlo.
—Tendrás que hacerlo. Poseidón nunca culpó a Deucalión por elegir a una chiquilla condenada antes que la salvación. ¡Fue porque podía tomar esa clase de decisiones que escogió salvarlo, para empezar! En cambio, jamás perdonó a Atenea por haber sido tan retorcida. Este es el momento en el que los dos planes que impulsó se unen.
Deucalión era un hombre lo bastante puro como para superar el juicio de Poseidón. La chica que lo ayudó a construir el arca, manchada desde el día en que nació, no lo era, no lo sería nunca. Con esas dos piezas, era cuestión de tiempo que el dios del mar tuviera que perdonar a todo lo que quedase de la humanidad con tal de no condenar al único que merecía salvarse. ¿Y Clito? Atenea no contaba con ella, mas le dio un buen uso: sin ella presente, habría tenido que explicar por qué existía un arca con una pareja de cada animal, excepto una mujer para el hombre que habría de ser salvado. No habría sido posible mantener el teatro de que la hija de Zeus, comparable a aquel en sabiduría, se limitaría a seguir sumisa las reglas impuestas por Poseidón.
Mas nada sabían los hombres en el Parnaso del plan de Atenea, ni siquiera Deucalión, un peón más en el juego de los dioses. Cuando el arca varó junto al monte y dos de los ocupantes entraron en él por una oquedad, el par de vigilantes —Hashmal y Shemhazai—, se limitaron a asentir y guiarlos a lo largo de un laberinto de cuevas que apestaba a sangre, sudor y muerte. Los llevaron hasta la cima, donde Gugalanna y Belias, auto-proclamados líderes, experimentaron en el mismo minuto la alegría de recibir a nuevos combatientes y el enfado de tener que alimentar a un cobarde. Deucalión se sentó en el centro de aquella tierra elevada y miró al cielo. La lluvia ahora caía con suavidad, muy lejos quedaban los meses en el que el sonido de un billón de gotas repicaba contra la madera del arca, impidiéndole dormir.
—Si la extinción de la humanidad es la voluntad de los dioses, entonces nadie merece salvarse —dijo Deucalión, con el rostro marcado por las aguas—. Yo no merezco ser salvado, porque soy un hombre, como todos vosotros. Y como hombre que soy os pregunto, hermanos míos, ¿puedo acompañaros en este último viaje?
Por negro que fuera el corazón de los que allí se encontraban, por mucha sangre que hubiesen derramado para seguir en pie donde tantísimas vidas se habían perdido, hasta el último de los habitantes del Parnaso se conmovió por el sacrificio de Deucalión. ¡Deucalión, el Santo! Así coreaban los hombres y mujeres congregados allí, incluyendo a Belias, cerebro del gobierno. Gugulanna, el músculo, no tuvo más opción que aceptarle con los brazos abiertos, incluso si con ese gesto hacía lo que tanto temía.
Se estaban rindiendo. Después de mil batallas, después de tantos sacrificios, dejaban caer los brazos dadores de muerte. Las piernas que les habían salvado en multitud de ocasiones, empezando por el día en el que llegaron al monte Parnaso, ahora se cruzaban sobre la dura y mojada tierra. El tiempo de la lucha había llegado.
—Ven —dijo Deucalión, mirando a su compañera de obras, que miraba cómo el arca se alejaba con todos sus viejos amigos. Y acaso su maestra—. Ven, este es tu hogar.
—Ahora vengo —dijo la chica sin nombre, elevando las curvas de los labios y bebiendo el agua de la lluvia. En sus ojos, de un intenso violeta, quedaba reflejado Deucalión, sentado, tendiéndole la mano—. Tengo algo que hacer primero.
Ni siquiera había acabado de hablar cuando salió corriendo. Más rápida que el viento, más veloz que los rayos que azotaban la tierra. Nadie pudo alcanzarla.
La chica salió al exterior y vio un ejército cabalgando las olas. Las armas y las escamas destellaban con la intensidad del oro y el coral; los ojos, apenas perceptibles bajo los yelmos, con la emoción y la rabia de quienes ya habían combatido una y otra vez en esa montaña, donde vivían los que empezaron todo. Aquel ejército no venía a impartir la justicia del dios del mar, querían venganza. Habían aprendido a odiar.
Ella no necesitaba aprenderlo, había nacido con ese sentimiento. Y ahora sabía qué uso darle. Saltó hacia el ejército, caminando sobre el aire y las olas como si estas no fueran distintas del suelo firme. En un parpadeo ya estaba sobre el enemigo, quebrando cuellos y columnas, armas y corazas, cuerpos y espíritus. Todo cedía a las ágiles manos de la última discípula de Atenea. Y el esfuerzo que esta realizaba no era mayor que si estuviera quitándole ramitas a un arbusto. Al acabar, volvió al monte de un salto imposible y desde allí partió en dos el mar hasta el horizonte con un poder invisible, hasta ese día solo dominado por el pueblo de Mu. Entre las aguas separadas, andando sobre las tierras que ahora circundaban el Parnaso, había un nuevo ejército listo para escalar la montaña. Las mujeres cantaban, atrayéndola; los hombres preparaban redes y tridentes para cazarla. Los monstruos esperaban atrás, para apoyar al renovado Pueblo del Mar. Y bajo aquella vanguardia, en el abismo, esperaban brujos y demonios, bestias descomunales y antiguas deidades, limitadas a observar por el pacto que Atenea y Poseidón habían realizado antes de buscar a quien podían salvarse.
La chica corrió montaña abajo desde la cima hasta el mar abierto. Se perforó los tímpanos cuando el canto se hizo insoportable, arrebató los tridentes a los soldados para cegar con ellos a los ciclópeos gigantes que fallaban en acertarle un solo golpe. Lo demás era rutina. Esquivar y golpear. Eso era todo. El instinto la dominó desde la cabeza a los pies, las manos eran más afiladas que las espadas, las piernas eran relámpagos que iban de un lado a otro sin poder ser alcanzados. Mas el enemigo era numeroso y poco a poco, distraerse con un millar de oponentes permitía que otros mil empezaran a escalar, de modo que ella misma debía perder terreno. La lucha se dio sobre la pared de la montaña, en la entrada, en las cuevas, en la cima… La chica sin nombre cobraba caro cada palmo perdido, pero al fin y al cabo, lo perdía.
Deucalión le rogó a gritos que parara, incapaz de verla en el lamentable estado en que volvió. La chica obrera con la que compartió tanto en el arca estaba cubierta por tanta sangre, que ni siquiera podía distinguirse la suya, bajando desde donde una lanza la atravesaba. Ella lo miró de reojo, regalándole una de sus sonrisas, una curva rosada en medio del rojo de la muerte. Algo que había dicho ese hombre, con tal desesperación que llegó a su alma sin pasar por los destrozados oídos, la había conmovido.
—Pirra. Por favor, ven conmigo.
—Ahora vengo. Tengo algo que hacer.
La chica sin nombre ahora tenía uno. No pensaba perderlo. Ella, que nunca había tenido nada, tampoco sabía lo que era perder algo. Ni quería saberlo.
Concentró la fuerza de su mente, su alma y su cuerpo en un solo puño. El cosmos brilló allí, conmocionando a los testigos del mar y la tierra, un instante antes de que Pirra descargara las fuerzas que le quedaban no en los hombres y las bestias del océano, sino en el auténtico enemigo de la humanidad: el cielo inmisericorde de los dioses.
De esa forma, terminó el diluvio universal.
***
El relato de Oribarkon había sido tan extenso, que debieron transcurrir cinco minutos eternos para que Arthur y Lucile entendieran que había terminado.
—¿Qué esperan? ¿Golosinas por haber estado callados en clase?
—Solo un idiota sería callado en una clase —dijo Arthur—. El que desea aprender, pregunta. Y yo te pregunto: ¿qué es esta historia?
—El origen de la enemistad entre mi pueblo y el tuyo, humano, ¿qué esperabas?
—El nombramiento del primer Sumo Sacerdote, la elaboración de los mantos sagrados, el hundimiento de la Atlántida… —enumeraba Arthur—. Todo lo que sabemos de la primera Guerra Santa. Lo poco que sabemos —aclaró.
—El primer Sumo Sacerdote es Deucalión, ¿quién más iba a ser? Tendría que contarte cincuenta años de historia para llegar hasta la primera Guerra Santa y por poco te duermes con solo resumirte uno. Pasaron demasiadas cosas, Clito y el arca llegaron a la Atlántida, donde Poseidón la recibió con los brazos abiertos. Y con eso quiero decir que llegaron a ser amantes, padres de los reyes atlantes. Hasta que estos fueron mayores, Clito gobernó la isla y todos los que la habitaban, es decir, los animales que ella y Deucalión cuidaron por tanto tiempo, y el Pueblo del Mar, que vio cumplidas las promesas del único dios al que debe orar. Ascendimos a la superficie.
—Por un tiempo, al menos —observó Arthur.
—Como ya te dije, son cincuenta años entre mi historia y la primera Guerra Santa. La Atlántida tenía que madurar, así como sus reyes, mientras que Deucalión tenía que crear una nueva humanidad y reunir lo que quedaba de la vieja. La elaboración de los mantos sagrados sucedió durante el transcurso de esta, gracias a esos imitadores del pueblo de Mu. El hundimiento de la Atlántida pasó miles de años después. ¿Tienes tiempo?
—No —dijo Arthur, cortante.
—Ya eres todo un Sumo Sacerdote y ni siquiera te has sentado en el trono papal.
Oribarkon soltó ese último comentario sin cuidado, extrañando por igual a Arthur y la callada Lucile. ¿A qué venía eso?
—Sí, ya sé quién quieres que se siente en el trono papal.
—Se supone que es un secreto —increpó Arthur.
—¿Es un secreto decir que un humano, en algún momento, tropezará con una piedra?
—Creo que ya he escuchado suficiente.
—¡No, heredero de Éxodo! —gritó Oribarkon, al lado de una lápida que rezaba: «Hashmal. Santo de oro de Leo.» Golpeándola, lanzó una explicación breve que repetiría en tres ocasiones, tras aparecerse a la diestra de más lápidas relacionadas con el relato y golpearlas como preludio a la explicación—. Hashmal secuestró a una muchacha del Pueblo del Mar, plantando las semillas del odio en las más bondadosas criaturas de la Tierra. Gugalanna lo acompañó en ese viaje, puede que incluso le haya incitado a tomar esa decisión. Belial regó las semillas del odio con sangre, la sangre que estaba dispuesto a ver derramada con tal de sobrevivir. Y Shemhazai, oh, ella era la peor de todos. No tenía razón alguna para traicionarnos y aun así lo hizo. La llamamos Ruina de Atlantis, a pesar de que tan magnífico reino no había sido levantado por Poseidón hasta después de la traición, porque en verdad ella arruinó nuestro futuro.
Lucile dio a Arthur un codazo. Deseaba marcharse de una vez. Este, en cambio, sentía que obviar esa última revelación haría que todo lo demás fuese en vano.
—El pasado de los santos de Atenea es más oscuro de lo que imaginamos, por eso se sabe tan poco de la primera Guerra Santa y el hundimiento de la Atlántida, ¿cierto?
El cayado de Oribarkon golpeó una lápida única en el lugar. El nombre y el rango del santo al que correspondía esa tumba eran ilegibles. La piedra estaba rasgada.
—Esos cuatro ni siquiera merecían haber nacido, pero Atenea recuerda a todo aquel que la sirvió. Dime, heredero de Éxodo, ¿por qué borraría ella la identidad de una de esos siervos? El ángel ensangrentado que derramó en una sola noche más sangre que el Pueblo del Mar en decenas. ¿Por qué negar la existencia de alguien así, en esta tumba desconocida? La de Pirra, que sucedió a Deucalión como Suma Sacerdotisa.
Editado por Rexomega, 29 diciembre 2020 - 08:49 .