SKIN © XR3X

Jump to content

* * * * * 2 votos

Juicio Divino: La última Guerra Santa


  • Por favor, entra en tu cuenta para responder
470 respuestas a este tema

#201 Rexomega

Rexomega

    Friend

  • 1,837 mensajes
Pais:
Espana
Signo:
Aries
Energia:
Cosmos:
Ataque:
Defensa:
Velocidad:
Victorias:
1
Derrotas:
0
Total:
1

Publicado 28 diciembre 2020 - 19:05

Saludos

 

Capítulo 57. Juicio divino

 

Diez mil años atrás, la maldad de la humanidad se había extendido en número e intensidad hasta romper los límites que los dioses podían tolerar.

No había en esa época un solo corazón mortal que no estuviese corrupto, desde la infancia, semilla de pérfidas ambiciones, hasta la vejez, en que alimañas codiciosas disfrazadas de sabios extendían los brazos hacia todas las riquezas del mundo, como ramas de árboles retorcidos. La maldad imperaba, una maldad banal, ya que no quedaba nada que la raza humana no hubiese pisoteado. No en la tierra que les correspondía. Por eso empezaron a trasgredir las fronteras que siempre habían respetado: querían conquistar las estrellas de Zeus, doblegar a las criaturas de de Poseidón y someter a la voluntad humana a Hades en el reino de los muertos, es decir, alcanzar la inmortalidad.

Se formaron tres expediciones, todas destinadas al fracaso. Mas en una de ellas, la que se dirigía al reino submarino, todavía no contaminado por los males del hombre, hubo supervivientes. Un joven soldado humano llamado Hashmal y el último que quedó de la cadena de mando, el gigante Gugalanna. Ambos fueron agasajados como reyes por el Pueblo del Mar durante el tiempo que tardaron en recuperarse, y si bien no quedaban registros de la estancia de aquellos dos allí, a buen seguro tuvieron la oportunidad de quedarse para siempre en un reino que no conocía lo que eran el hambre, la enfermedad y la guerra. El problema era que Hashmal era humano, nunca podría conformarse con lo que le daban sin pedir nada a cambio, por naturaleza querría más. Se fue del reino submarino a hurtadillas, llevándose lo único que el Pueblo del Mar no podía darle: una muchacha, de nombre Shemhazai, de la que se había encaprichado. Esa traición conmocionó a la última inmortal que caminaba por las tierras de los hombres. Al mismo tiempo que Hashmal arrastraba a Shemhazai lejos de su gente, su familia y su dios, Astrea ascendió a los cielos, abandonando a la condenada humanidad.

—¿Qué es el Pueblo del Mar?

—Todos los seres que vivían en el océano y las profundidades durante lo que llamáis era mitológica. Te aburriría si enlistara cada raza. Y peor aún, me aburriría yo.

El temor fue el primer mal que anidó en los corazones de la gente del mar. Después de haber visto cómo un humano, apenas un chiquillo, al que habían colmado de bienes y atenciones les respondía con el robo de lo que les era más preciado, quienes vivían en el reino submarino pudieron imaginar lo que vendría después. Hashmal y Gugalanna regresarían con más humanos y gigantes para causar en aquel mundo bajo el mar el mismo daño que habían causado en la superficie. Tomarían todo de ellos y luego los matarían por pura diversión. Poco a poco, el miedo se convirtió en terror y el dios al que oran todas las criaturas del océano y las profundidades pudo escucharlos alto y claro.

—Si los humanos pretenden descender, que así sea —habló Poseidón al Pueblo del Mar—. Vosotros, mis elegidos, ascenderéis a una tierra que siempre debió ser vuestra.

Los líderes del Pueblo del Mar se reunieron más adelante para hallar un significado a ese edicto divino. Entre ellos estaban seres hoy considerados míticos, como Damon de los demonios abisales y Tetis, la más hermosa de las hijas de Nereo. Para todas las razas que vivían en el océano y las profundidades, desde tritones y sirenas hasta cíclopes y otros monstruos, había un representante que compartía opiniones con espíritus de los ríos, lagos y mares. Solo juntos en asamblea pudieron comprender del todo el gran plan que Poseidón tenía para ellos. Y aceptarlo.

De esa forma dio comienzo el diluvio universal.

 

Nubes de tormenta cubrieron los cielos, negando a la Tierra la luz del sol en el día y la de la luna y las estrellas en la noche. Los hombres interpretaron esa señal como el día en que los inmortales les abandonaron, por lo que cometieron toda clase de vilezas bajo lo que llamaban sin reparo El ojo ciego de Dios. Ya nada les restringía, todas las leyes dejaban de importar. Y si llovía todo el día y toda la semana y el mes por entero, no serían sino lágrimas de un ser impotente que ya no podía someterlos de modo alguno.

Solo unos pocos vieron las señales. Los ríos y los lagos desbordándose, las costas inundadas y la obra del hombre cediendo de forma lenta, pero inexorable. Esta gente, clanes montañeses que vivían en el desértico continente de Mu, estaba tan separada de los hombres como el Pueblo del Mar, y respetaban demasiado a los inmortales como para desobedecer los designios que pudieran tener para el mundo que ellos mismos hicieron. Todos acordaron aceptar el diluvio, todos excepto Belial, un astuto joven que vivía apartado de los clanes, siempre solo, sin un propósito, hasta ahora. Belial empleó los secretos poderes de los Mu para controlar a los líderes humanos y adelantar la guerra que  Hashmal y Gugalanna pudieron dirigir de haber tenido tiempo. Se reunió la mayor armada jamás vista, con enormes barcos de guerra llenos a rebosar de los más fuertes y veteranos guerreros que la humanidad podía ofrecer. Guiados por Belial desde las sombras, lograron llegar hasta la frontera del reino submarino. Si los hombres y los Mu no podían vivir en la superficie, inundada por la lluvia, lo harían bajo el mar.

—¿Por qué no actuó antes Belial, cuando la humanidad buscaba expandirse?

—Sería muy conveniente, ¿no crees? El diablo engatusando a la humanidad para faltar a los dioses. Culpables de hecho, inocentes de intención. No, esta historia no va así.

Ni el océano ni el cielo pudieron detener a aquellos hombres desesperados. La armada humana atravesó la lluvia y las olas con determinación, hasta que algo nuevo llegó hasta los barcos. El ejército reunido por Belial estaba preparado para todo: tritones, sirenas, monstruos… ¡Lucharían contra espíritus y demonios, incluso! Venderían caras sus vidas. Sin embargo, lo que encontraron no tenía demasiado que ver con el Pueblo del Mar: eran humanos, en todos los sentidos imaginables, excepto en las armaduras que los cubrían, de un material único e irrompible. Esa fue la primera vez que los hombres vieron las escamas de Poseidón, obra de Oribarkon para honrar al Pueblo del Mar y el único dios al que esto oraban. Ese era el resultado de la asamblea que antecedió el diluvio, el símbolo de la alianza entre un dios y una nueva raza de mortales, que al abandonar los océanos, se transformaba en la nueva humanidad.

—¿No había humanos en el Pueblo del Mar?

—Si preguntas por Shemhazai, ella se convirtió en humana al salir a la superficie. Y ya que la menciono, puedo decirte que esa traidora estaba allí. ¡Ella guió a los barcos, robando a nuestra gente el justo motivo que nos hizo salir a hacer la guerra! ¡Queríamos rescatarla y ella se volvió en nuestra contra por el hombre que la raptó!

Por primera vez en la historia, el Pueblo del Mar derramó sangre a la manera de los humanos, con armas y con las manos desnudas. Destrozaron cada barco uno a uno, sin dejar a un solo tripulante vivo. La única misericordia que demostraron fue para los que se lanzaban al mar, más poderoso e inclemente que ellos. No obstante, fueron pocos los que lo hicieron, la vieja humanidad no tenía nada que perder. Alzaron espadas y lanzas, hachas y martillos, cadenas y escudos. También otras armas únicas, para las que la distancia no era un problema, incluso las más peligrosas, que comandaban y a veces hasta imitaban las fuerzas de la naturaleza. Y cuando todo fallaba, cuando no les quedaba acero que ver roto ante las escamas ni proyectiles que arrojar hacia aquel numeroso ejército que salía del reino marino sin descanso, como la espuma de mar, atacaban con los puños ensangrentados y los huesos que salían de entre los nudillos.

—De esto sí hemos oído hablar en el Santuario. La primera tentativa de enfrentar al ejército de Poseidón resultó en fracaso, porque aunque se reunieron los mejores guerreros del mundo, no había armas capaces de perforar las escamas del enemigo.

—Sí, no fue nuestro espíritu de lucha lo que nos dio la victoria, sino las armas y armaduras que creé. No me avergüenza, era nuestra primera guerra.

—Y por lo que veo, pudo ser la última. Perdimos nuestra fuerza naval y los mejores guerreros con los que podíamos contar. Incluso si pudiéramos resistir el asalto terrestre, tarde o temprano la lucha en tierra sería imposible debido al diluvio.

—¿Te identificas con la vieja humanidad, heredero de Éxodo?

—Soy humano, no reniego de los errores de mi gente. Por eso quiero saber cómo pudimos sobrevivir a tan encarnizada lucha.

—Hubo alguien que vio algo bueno en el mal que aquellos hombres ejecutaban, una inmortal lo bastante joven, para los estándares olímpicos, como para interesarse en la condenada humanidad. Donde había violencia, ella vio valor; donde había muerte, esperanza. Se dice que esa fue la primera vez que su corazón latió de verdad.

De esa forma, la diosa de la sabiduría se convirtió también en la diosa de la guerra.

 

Atenea, de inteligencia comparable a la del rey de los dioses, de cuya cabeza nació, puso en marcha dos planes en principio excluyentes. El primero de ellos se lo reveló a Poseidón en las alturas, desde donde ambos observaban el fin de la humanidad: si encontraba a un humano puro, sin mancha, tal persona tendría que ser perdonada. Poseidón habría estado de acuerdo con esto sin exigir condición alguna, por parecerle lo correcto, mas Atenea dio algo a cambio: no se enfrentaría a él en persona mientras se cumpliera este trato.  Que el destino de los hombres fuera determinado por las acciones de los hombres, no de los dioses, como había sucedido hasta el momento.

El segundo plan contradecía de forma abierta, aunque calculada, el espíritu del primero. Atenea descendió a la Tierra, buscando el imposible caso de un hombre puro a juicio de Poseidón, a la vez que recogía jóvenes por todos los rincones del mundo, empezando por la costa más cercana a la frontera del reino submarino. Allí encontró a Hashmal y Shemhazai, que la siguieron con entusiasmo, y Gugalanna y Belial, quienes le dieron más de un problema durante el largo peregrinaje. Con ellos y con los que se unieron después, la diosa compartió el inconfesable secreto del cosmos, fuego de Prometeo que toda la humanidad había atesorado alguna vez, cuando las almas de los hombres eran limpias y libres. Cada joven recibió ese regalo de forma distinta, adecuada a una personalidad y forma de pensar que era distinta a la del resto. Solo la sed de lucha y el deseo de sobrevivir los unían, no valores elevados como la búsqueda de paz y justicia, por eso, lo único que aprendieron de la diosa fue el arte de combatir como un soldado de los cielos. Un arte que ni siquiera el Pueblo del Mar dominaba por aquel entonces.

Conforme los jóvenes reunidos por Atenea aprendían todo lo que esta podía enseñarles, todo lo que no debían descubrir por sí solos, la iban abandonando. Esto, como cada acción realizada por la diosa desde el momento en que descendió a la Tierra, era parte del plan. Atenea siempre se aseguró de dejar a los muchachos en las montañas más elevadas del planeta, el único bastión seguro para el inclemente diluvio, por lo menos durante los próximos cuarenta días. Para cuando los grandes continentes estaban conformados por colinas y mesetas que simulaban ser islas medio hundidas, Atenea terminaba sola el peregrinaje, encontrando lo que buscaba y más. Un hombre, Deucalión, que ya se había preparado para el castigo divino desde el día en que los líderes del Pueblo del Mar se reunieron, navegaba los nuevos y viejos mares en un colosal navío atestado de bestias; una joven, de nombre Clito, naufragaba de tierra en tierra, dando gracias a los dioses por cada día en el que podía vivir. A ambos los halló Atenea en el más improbable de los casos, en el que se encontraron.

—¿Improbable?

—El teatro griego reflejaba bien cómo se comportaban los dioses. Planean todo de antemano, a detalle; la única diferencia con el día a día es que existe la ilusión de que los hombres tenéis elección.

—¿Es esa una acusación?

—¿Qué vas a hacer, heredero de Éxodo? ¿Denunciarme? Para el Olimpo, fue Hermes por mandato de Zeus quien avisó a Deucalión del diluvio, para mí todo fue un gran invento para proteger a la más querida hija del rey de los dioses. Atenea hizo una apuesta que sabía que iba a ganar.

—Tú mismo dijiste que Atenea no se interesó en los humanos hasta verlos combatir a las puertas del fin del mundo. ¿Eso también fue un gran invento?

—Atenea preparó la salvación de Deucalión para demostrar a Poseidón que estaba equivocado, nada más, nada menos. Fue más adelante, cuando vio lo que los hombres eran capaces de hacer cuando todo estaba perdido, que decidió salvarles a todos.

 

Los últimos cuarenta días del último año de la humanidad fueron los más duros, porque los jóvenes entrenados por Atenea habían descubierto que podían sobrevivir e incluso luchar. Ya no podían aceptar la muerte, querían la vida que habían minusvalorado. A toda costa. Pese a que vivían aislados del mundo y de los únicos a los que podían llamar iguales, los que conocían el cosmos estuvieron unidos por algo más que la sangre que disfrutaban derramar: tenían una sola alma, llena de valor y esperanza, capaz de guiar a quienes vivían con ellos en las montañas. Cientos, miles de hombres, que celebraban a los más viles especímenes de la humanidad como héroes.

Ya que el océano desatado no derribaría las montañas de la Tierra, el Pueblo del Mar decidió volver a actuar. Habían probado la sangre una vez y no podían permitir que eso fuera en vano. Grandes ejércitos cabalgaron sobre las olas más descomunales que se hubiesen visto, chocando contra las igualmente inmensas fortalezas naturales que terminaban de escalar a toda velocidad. Se dieron batallas en el interior de las montañas y en las cimas de más de una, con El ojo ciego de Dios como único techo. Muchas de ellas acabaron con una destrucción que iba más allá de las pérdidas humanas, de uno y otro bando: por causa de Atenea, los hombres tenían ahora un poder que superaba la furia de la naturaleza. Con un puntapié abrían la tierra, con un revés de mano desgarraban el cielo; el fuego de Prometeo ardía en todo su esplendor.

—Así nacieron los santos de Atenea.

—Todavía no, tuvieron que pasar por una criba. Los más diestros lograron victorias pírricas y son tus antepasados. El resto cayó enterrado bajo los escombros de las montañas que ellos mismos derribaron, junto a miles de hombres del mar y la tierra.

 

Mientras se libraban esos combates en el exterior, una vida apacible se desarrollaba en el interior del único navío que había en el mundo. Deucalión y Clito, descendientes de Prometeo y Pandora, se entendían a la perfección, como primos lejanos que eran. Eso satisfacía a Atenea, ya que era parte del plan que el hombre puro que había escogido tuviera una compañera con la que pasar el resto de su vida. Un padre y una madre para la nueva humanidad que heredaría la Tierra, así presentó a Poseidón el fruto de sus esfuerzos, convenciéndole de que las luchas en las montañas eran solo un capricho.

—Si ellos son el padre y la madre de una nueva raza de hombres, ¿quién será esa muchacha, afín a los predadores y víboras del arca?

Así cuestionó Poseidón a Atenea, acaso haciendo que la diosa se arrepintiera de permitirle ver todo lo que sucedía en el navío al que gustaba llamar arca. Y es que ella no podía negar la existencia de una jovencita a la que Deucalión había querido salvar, contraviniendo el mensaje que Hermes le había dado por orden de Zeus. No tenía nada, ni amigos, ni familia, ni bienes, ni siquiera un nombre. Incluso él, el hombre que la salvó, no podía decir de ella otra cosa que no fuera el gran favor que le hizo, ayudándole a construir el titánico buque donde el resto de vecinos solo lo tomó por loco; incluso si había sido para tener alimento que no tuviera que cazar ella misma en bosques arruinados por el hombre, era trabajadora y no podía abandonarla, como ella no lo abandonó a él. Deucalión llevaba ese pensamiento hasta las últimas consecuencias: en muy contadas ocasiones se separaba de la muchacha, temiendo que el gusto que esta sentía por los carnívoros la pusiera en peligro.

—Un hombre puro necesita un guardián que lo cuide.

Dejando en el aire esa respuesta apresurada, Atenea dejó a Poseidón pensativo e ingresó en el arca, donde la chica sin nombre jugueteaba con dos serpientes enroscadas alrededor de su cintura. Las víboras le recorrían el cuerpo y le enseñaban los colmillos, carentes de veneno; ella les respondía de la misma forma.

Cuando la diosa y la mortal se vieron cara a cara, un vínculo se formó de inmediato. Atenea tomó a la muchacha como pupila, al igual que había hecho con tantos jóvenes antes que ella. En opinión de Poseidón, que poco a poco dejaba de tener dudas en la hija de Zeus, lo hacía para garantizar que Deucalión y Clito pasaran juntos más tiempo, como habían establecido ambos. Y así fue, los eternos náufragos se contaron entre sí todo lo que sabían del uno y el otro, mientras la tercera en discordia aprendía las artes que aquellos dos no debían conocer jamás. Primero, Atenea le enseñó lo que era el cosmos, a despertarlo, a cultivarlo y dominarlo, hasta la guió paso a paso para elaborar una técnica que solo ella podía ejecutar. Luego, no pudo detenerse, no pudo escuchar cuando Poseidón la convocaba para decidir sobre el futuro del mundo, de la nueva humanidad que ella crearía y la que él había bendecido. La chica que no tenía nada resultó ser una pupila sin distracciones, que día tras día la sorprendía aprendiendo una nueva lección. Mil veces luchó con ella a esa manera mortal que tanto le impresionó, con las manos desnudas; mil veces la dejó derrotada y sin fuerzas, solo para que al momento se levantase, dando las gracias por lo aprendido con una suave sonrisa y pidiendo más enseñanzas. Y la diosa de la sabiduría y la guerra quería darlas, se daba cuenta de que había nacido para eso, no para vivir por siempre en el Olimpo aconsejando a seres inmortales que creían saberlo todo, sino para ser maestra. Quería guiar a esa pupila de sonrisa fácil hasta su límite y quería verla sobrepasarlo.

—No comprendo la importancia de esto, Oribarkon.

—¿Prefieres que te cuente cómo Deucalión y Clito ordeñaban vacas?

—Hace rato que sobrepasaste los treinta minutos.

—Está bien, está bien. ¡Saltémonos cuarenta días de valiosas experiencias!

Al final, Atenea tuvo que acudir al reclamo impaciente de Poseidón, justo en medio de una lección que nada tenía que ver con el combate. Allí en las alturas, vio con ojos divinos la totalidad del planeta, cubierto por las aguas. Quedaban unos cuantos miles de la raza que lo había gobernado, desperdigados en menos de cien montañas. Era el momento de que las lluvias se detuviesen y el nivel del mar bajara, revelando al Sol naciente del próximo día un mundo que no tuviera nada que ver con el viejo. Todo debía cambiar, incluso la disposición de los continentes sería distinta, mas por ser ese cambio obra divina, ningún mortal podría saberlo. La ciencia y la magia que estudiaran en el futuro el planeta creerían que este fue cambiando en un largo proceso hasta llegar a la forma actual, como de hecho ocurrió antes de que el juicio divino barriera en menos de un año quince milenios de civilización. Atenea estuvo de acuerdo en eso, siempre y cuando se tuviera en cuenta la voz de los espíritus del cielo y la tierra para decidir la nueva forma de la Tierra, no solo la de los del mar.

Tiempo después, cuando el crepúsculo llegaba al más lejano rincón del planeta marino y el trabajo realizado bajo las aguas hubo terminado, Poseidón dio a Atenea la orden que había pensado desde un principio.

—Solo perdonaré a quien es puro de alma y de corazón. Has sido afortunada con que hubiera dos entre los humanos con tales características, no pretendas convencerme de que tu aprendiz también merece la salvación. Deben abandonarla.

—Si así lo deseas, Poseidón, así habrás de obrar.

—¿Te niegas a obedecerme?

—Solo debo obediencia a mi padre, rey de los dioses. En este tiempo, os he visto como un insustituible compañero para la salvación de este planeta. Confío en que así lo fuera para vos, el segundo entre los inmortales, al que todos respetan y temen.

De esa forma, los dioses del mar y la guerra dejaron de comunicarse por largo tiempo.

 

Poseidón habló a todos en el arca, con una voz profunda como el mar y potente como el trueno, trayéndoles la buena nueva de los dioses. Estaban a salvo del castigo divino y serían los padres de una renovada humanidad, que nacería en hermandad con el Pueblo del Mar, forjando una alianza imperecedera.

—Deucalión, de la sangre de Prometeo; Clito, de la sangre de Pandora —saludó Poseidón, con un respeto que ningún otro mortal recibió de él—. Os recibiré gustoso en la isla que levantaré allá donde os encontrasteis. Venid, venid a la Atlántida.

Hasta el cielo parecía celebrar el entusiasmo de Poseidón, marcando las nubes el camino a la Atlántida con tal claridad que hasta el más novato navegante podría encontrarla, mucho más para Deucalión, quien pese a todo tenía dudas. Lo que no se había dicho pesaba más que lo que sí se dijo: si quería la salvación, debía abandonar a la joven. Lo más misericordioso, a parecer de Clito, sería dejarla en una de las montañas que resistía el diluvio universal. El monte Parnaso estaba cerca.

¿Qué pensó Deucalión en esas horas largas? ¿Qué tuvo en cuenta y qué no? Era imposible saberlo, los dioses no horadan la mente humana por capricho. Poseidón solo pudo atestiguar los hechos: una honda tristeza en el semblante de Deucalión, eterna soledad rodeando a la chica sin nombre y una fe encantadora, más sólida que el oricalco, en las palabras de aliento que Clito dedicaba a uno y otro. ¡Qué gran mujer era aquella hija de los hombres! ¡Qué afortunado era Deucalión, el único al que había perdonado, el único al que había respetado hasta el final! No, incluso más allá.

—Me resulta difícil creerlo.

—Tendrás que hacerlo. Poseidón nunca culpó a Deucalión por elegir a una chiquilla condenada antes que la salvación. ¡Fue porque podía tomar esa clase de decisiones que escogió salvarlo, para empezar! En cambio, jamás perdonó a Atenea por haber sido tan retorcida. Este es el momento en el que los dos planes que impulsó se unen.

Deucalión era un hombre lo bastante puro como para superar el juicio de Poseidón. La chica que lo ayudó a construir el arca, manchada desde el día en que nació, no lo era, no lo sería nunca. Con esas dos piezas, era cuestión de tiempo que el dios del mar tuviera que perdonar a todo lo que quedase de la humanidad con tal de no condenar al único que merecía salvarse. ¿Y Clito? Atenea no contaba con ella, mas le dio un buen uso: sin ella presente, habría tenido que explicar por qué existía un arca con una pareja de cada animal, excepto una mujer para el hombre que habría de ser salvado. No habría sido posible mantener el teatro de que la hija de Zeus, comparable a aquel en sabiduría, se limitaría a seguir sumisa las reglas impuestas por Poseidón.

Mas nada sabían los hombres en el Parnaso del plan de Atenea, ni siquiera Deucalión, un peón más en el juego de los dioses. Cuando el arca varó junto al monte y dos de los ocupantes entraron en él por una oquedad, el par de vigilantes —Hashmal y Shemhazai—, se limitaron a asentir y guiarlos a lo largo de un laberinto de cuevas que apestaba a sangre, sudor y muerte. Los llevaron hasta la cima, donde Gugalanna y Belias, auto-proclamados líderes, experimentaron en el mismo minuto la alegría de recibir a nuevos combatientes y el enfado de tener que alimentar a un cobarde. Deucalión se sentó en el centro de aquella tierra elevada y miró al cielo. La lluvia ahora caía con suavidad, muy lejos quedaban los meses en el que el sonido de un billón de gotas repicaba contra la madera del arca, impidiéndole dormir.

—Si la extinción de la humanidad es la voluntad de los dioses, entonces nadie merece salvarse —dijo Deucalión, con el rostro marcado por las aguas—. Yo no merezco ser salvado, porque soy un hombre, como todos vosotros. Y como hombre que soy os pregunto, hermanos míos, ¿puedo acompañaros en este último viaje?

Por negro que fuera el corazón de los que allí se encontraban, por mucha sangre que hubiesen derramado para seguir en pie donde tantísimas vidas se habían perdido, hasta el último de los habitantes del Parnaso se conmovió por el sacrificio de Deucalión. ¡Deucalión, el Santo! Así coreaban los hombres y mujeres congregados allí, incluyendo a Belias, cerebro del gobierno. Gugulanna, el músculo, no tuvo más opción que aceptarle con los brazos abiertos, incluso si con ese gesto hacía lo que tanto temía.

Se estaban rindiendo. Después de mil batallas, después de tantos sacrificios, dejaban caer los brazos dadores de muerte. Las piernas que les habían salvado en multitud de ocasiones, empezando por el día en el que llegaron al monte Parnaso, ahora se cruzaban sobre la dura y mojada tierra. El tiempo de la lucha había llegado.

—Ven —dijo Deucalión, mirando a su compañera de obras, que miraba cómo el arca se alejaba con todos sus viejos amigos. Y acaso su maestra—. Ven, este es tu hogar.

—Ahora vengo —dijo la chica sin nombre, elevando las curvas de los labios y bebiendo el agua de la lluvia. En sus ojos, de un intenso violeta, quedaba reflejado Deucalión, sentado, tendiéndole la mano—. Tengo algo que hacer primero.

Ni siquiera había acabado de hablar cuando salió corriendo. Más rápida que el viento, más veloz que los rayos que azotaban la tierra. Nadie pudo alcanzarla.

 

La chica salió al exterior y vio un ejército cabalgando las olas. Las armas y las escamas destellaban con la intensidad del oro y el coral; los ojos, apenas perceptibles bajo los yelmos, con la emoción y la rabia de quienes ya habían combatido una y otra vez en esa montaña, donde vivían los que empezaron todo. Aquel ejército no venía a impartir la justicia del dios del mar, querían venganza. Habían aprendido a odiar.

Ella no necesitaba aprenderlo, había nacido con ese sentimiento. Y ahora sabía qué uso darle. Saltó hacia el ejército, caminando sobre el aire y las olas como si estas no fueran distintas del suelo firme. En un parpadeo ya estaba sobre el enemigo, quebrando cuellos y columnas, armas y corazas, cuerpos y espíritus. Todo cedía a las ágiles manos de la última discípula de Atenea. Y el esfuerzo que esta realizaba no era mayor que si estuviera quitándole ramitas a un arbusto. Al acabar, volvió al monte de un salto imposible y desde allí partió en dos el mar hasta el horizonte con un poder invisible, hasta ese día solo dominado por el pueblo de Mu. Entre las aguas separadas, andando sobre las tierras que ahora circundaban el Parnaso, había un nuevo ejército listo para escalar la montaña. Las mujeres cantaban, atrayéndola; los hombres preparaban redes y tridentes para cazarla. Los monstruos esperaban atrás, para apoyar al renovado Pueblo del Mar. Y bajo aquella vanguardia, en el abismo, esperaban brujos y demonios, bestias descomunales y antiguas deidades, limitadas a observar por el pacto que Atenea y Poseidón habían realizado antes de buscar a quien podían salvarse.

La chica corrió montaña abajo desde la cima hasta el mar abierto. Se perforó los tímpanos cuando el canto se hizo insoportable, arrebató los tridentes a los soldados para cegar con ellos a los ciclópeos gigantes que fallaban en acertarle un solo golpe. Lo demás era rutina. Esquivar y golpear. Eso era todo. El instinto la dominó desde la cabeza a los pies, las manos eran más afiladas que las espadas, las piernas eran relámpagos que iban de un lado a otro sin poder ser alcanzados. Mas el enemigo era numeroso y poco a poco, distraerse con un millar de oponentes permitía que otros mil empezaran a escalar, de modo que ella misma debía perder terreno. La lucha se dio sobre la pared de la montaña, en la entrada, en las cuevas, en la cima… La chica sin nombre cobraba caro cada palmo perdido, pero al fin y al cabo, lo perdía.

Deucalión le rogó a gritos que parara, incapaz de verla en el lamentable estado en que volvió. La chica obrera con la que compartió tanto en el arca estaba cubierta por tanta sangre, que ni siquiera podía distinguirse la suya, bajando desde donde una lanza la atravesaba. Ella lo miró de reojo, regalándole una de sus sonrisas, una curva rosada en medio del rojo de la muerte. Algo que había dicho ese hombre, con tal desesperación que llegó a su alma sin pasar por los destrozados oídos, la había conmovido.

—Pirra. Por favor, ven conmigo.

—Ahora vengo. Tengo algo que hacer.

La chica sin nombre ahora tenía uno. No pensaba perderlo. Ella, que nunca había tenido nada, tampoco sabía lo que era perder algo. Ni quería saberlo.

Concentró la fuerza de su mente, su alma y su cuerpo en un solo puño. El cosmos brilló allí, conmocionando a los testigos del mar y la tierra, un instante antes de que Pirra descargara las fuerzas que le quedaban no en los hombres y las bestias del océano, sino en el auténtico enemigo de la humanidad: el cielo inmisericorde de los dioses.

De esa forma, terminó el diluvio universal.

 

***

 

El relato de Oribarkon había sido tan extenso, que debieron transcurrir cinco minutos eternos para que Arthur y Lucile entendieran que había terminado.

—¿Qué esperan? ¿Golosinas por haber estado callados en clase?

—Solo un idiota sería callado en una clase —dijo Arthur—. El que desea aprender, pregunta. Y yo te pregunto: ¿qué es esta historia?

—El origen de la enemistad entre mi pueblo y el tuyo, humano, ¿qué esperabas?

—El nombramiento del primer Sumo Sacerdote, la elaboración de los mantos sagrados, el hundimiento de la Atlántida… —enumeraba Arthur—. Todo lo que sabemos de la primera Guerra Santa. Lo poco que sabemos —aclaró.

—El primer Sumo Sacerdote es Deucalión, ¿quién más iba a ser? Tendría que contarte cincuenta años de historia para llegar hasta la primera Guerra Santa y por poco te duermes con solo resumirte uno. Pasaron demasiadas cosas, Clito y el arca llegaron a la Atlántida, donde Poseidón la recibió con los brazos abiertos. Y con eso quiero decir que llegaron a ser amantes, padres de los reyes atlantes. Hasta que estos fueron mayores, Clito gobernó la isla y todos los que la habitaban, es decir, los animales que ella y Deucalión cuidaron por tanto tiempo, y el Pueblo del Mar, que vio cumplidas las promesas del único dios al que debe orar. Ascendimos a la superficie.

—Por un tiempo, al menos —observó Arthur.

—Como ya te dije, son cincuenta años entre mi historia y la primera Guerra Santa. La Atlántida tenía que madurar, así como sus reyes, mientras que Deucalión tenía que crear una nueva humanidad y reunir lo que quedaba de la vieja. La elaboración de los mantos sagrados sucedió durante el transcurso de esta, gracias a esos imitadores del pueblo de Mu. El hundimiento de la Atlántida pasó miles de años después. ¿Tienes tiempo?

—No —dijo Arthur, cortante.

—Ya eres todo un Sumo Sacerdote y ni siquiera te has sentado en el trono papal.

Oribarkon soltó ese último comentario sin cuidado, extrañando por igual a Arthur y la callada Lucile. ¿A qué venía eso?

—Sí, ya sé quién quieres que se siente en el trono papal.

—Se supone que es un secreto —increpó Arthur.

—¿Es un secreto decir que un humano, en algún momento, tropezará con una piedra?

—Creo que ya he escuchado suficiente.

—¡No, heredero de Éxodo! —gritó Oribarkon, al lado de una lápida que rezaba: «Hashmal. Santo de oro de Leo.» Golpeándola, lanzó una explicación breve que repetiría en tres ocasiones, tras aparecerse a la diestra de más lápidas relacionadas con el relato y golpearlas como preludio a la explicación—. Hashmal secuestró a una muchacha del Pueblo del Mar, plantando las semillas del odio en las más bondadosas criaturas de la Tierra. Gugalanna lo acompañó en ese viaje, puede que incluso le haya incitado a tomar esa decisión. Belial regó las semillas del odio con sangre, la sangre que estaba dispuesto a ver derramada con tal de sobrevivir. Y Shemhazai, oh, ella era la peor de todos. No tenía razón alguna para traicionarnos y aun así lo hizo. La llamamos Ruina de Atlantis, a pesar de que tan magnífico reino no había sido levantado por Poseidón hasta después de la traición, porque en verdad ella arruinó nuestro futuro.

Lucile dio a Arthur un codazo. Deseaba marcharse de una vez. Este, en cambio, sentía que obviar esa última revelación haría que todo lo demás fuese en vano.

—El pasado de los santos de Atenea es más oscuro de lo que imaginamos, por eso se sabe tan poco de la primera Guerra Santa y el hundimiento de la Atlántida, ¿cierto?

El cayado de Oribarkon golpeó una lápida única en el lugar. El nombre y el rango del santo al que correspondía esa tumba eran ilegibles. La piedra estaba rasgada.

—Esos cuatro ni siquiera merecían haber nacido, pero Atenea recuerda a todo aquel que la sirvió. Dime, heredero de Éxodo, ¿por qué borraría ella la identidad de una de esos siervos? El ángel ensangrentado que derramó en una sola noche más sangre que el Pueblo del Mar en decenas. ¿Por qué negar la existencia de alguien así, en esta tumba desconocida? La de Pirra, que sucedió a Deucalión como Suma Sacerdotisa.


Editado por Rexomega, 29 diciembre 2020 - 08:49 .

OvDRVl2L_o.jpg


#202 Rexomega

Rexomega

    Friend

  • 1,837 mensajes
Pais:
Espana
Signo:
Aries
Energia:
Cosmos:
Ataque:
Defensa:
Velocidad:
Victorias:
1
Derrotas:
0
Total:
1

Publicado 04 enero 2021 - 07:35

Saludos

 

Capítulo 58. Semillas del mañana

 

Con la guerra entre el inframundo y la Tierra a punto de estallar, la situación para los nuevos reclutas del Centro de Investigación Asamori era más dura de lo que nunca habría sido. Quinientas personas se vieron obligadas a superar, una a una, cada récord mundial relacionado con alguna capacidad física, desde el levantamiento de pesas que ni siquiera deberían existir hasta el recorrido de una carretera artificial construida alrededor del gimnasio del centro. Este estaba posicionado en el sótano del edificio donde el genial profesor, su nieta y los valiosos asistentes en los que podían confiar, desarrollaban toda suerte de artilugios para dar la oportunidad a los hombres comunes de echar aunque fuera una mano a los santos de Atenea y otros defensores de la humanidad. Hasta habían estado involucrados en la elaboración de alguno de los aparatos del gimnasio, enormes máquinas, insignificantes frente a la amplia estancia, que exigían de cualquiera superar todo límite, el máximo rendimiento no bastaba, ya no.

El vigilante de tan extraordinario entrenamiento, para estándares humanos, era ni más ni menos que Spartan, uno de los tres ex-caballeros negros que ni fueron ejecutados por Sneyder, ni sobreviviendo a la Pacificación optaron por servir a Hybris. El telépata, de pelos grises todavía más enmarañados que en la época de cautiverio en Reina Muerte, iba de un lado a otro trascribiendo en un cuadernillo los datos de los medidores de fuerza física —una versión mejorada de los usados en las Galaxian Wars, cortesía de la Fundación—. Se le veía cómodo con la bata blanca y las diminutas gafas de lectura que le pendían de la nariz. Aquello era lo suyo: la investigación, no el combate.

Pero en esta ocasión, el asistente de Tomomi Asamori estaba nervioso, porque había un vigilante para el vigilante en el gimnasio. Ese era Azrael, un hombre al que ya le tenía, como poco, respeto desde que lo conoció como un muchacho en Reina Muerte, y que con el tiempo había llegado a ser tan importante como para que el líder del Santuario lo enviara allí a dar órdenes a todos. Por suerte, hasta ese momento, todo estaba a gusto del sujeto, cada resultado del que Spartan le informaba le complacía. Dejaron la Sala de Musculación sin que se escuchara una sola queja y fueron al Campo de Tiro.

A falta de poder estudiar la puntería —para las armas que creaban los Asamori, el porcentaje de acierto era del 100% hasta llegar al kilómetro—, en ese gimnasio se ponían a prueba la cadencia y potencia de tiro. Fue el mismo Spartan quien sugirió traer hasta allí enormes rocas, planchas de acero y tanques obsoletos, de modo que pudieran comprobarse la eficacia no solo de los fusiles Lupus, sino también de los cañones Eridanus, arma láser que dependía de una batería de litio en lugar de cualquier clase de munición. Azrael y Spartan llegaron a tiempo de ver una demostración: mientras que las balas híper-aceleradas de los fusiles Lupus atravesaban el acero y la roca con aplastante facilidad, los ardientes rayos de los cañones Eridanus los derretían. Hasta los tanques quedaban reducidos a charcos de escoria en poco tiempo.

—¿Qué hay de mi propuesta de una versión de Eridanus lo bastante pequeña como para ocultarse en la protección del brazo? —cuestionó Azrael, a lo que Spartan sacudió la cabeza—. Bueno, sigue siendo un gran paso, después de la decepción en otros campos. 120 km/h en nuestros soldados especializados en velocidad es inadmisible. Y en cuanto a la fuerza, esperaba algo más que levantar un par toneladas con el exoesqueleto Ursa Major, después de saber que un adolescente generaba con los dedos una presión de hasta 4000 kilogramos por centímetro cúbico.

Azrael siguió diciendo en voz alta las exageradas expectativas que tenía y Spartan siguió asintiendo, sumiso. Con la nueva posición que ese hombre tenía, decirle que comparar a un hombre corriente con un santo de Atenea era absurdo, sin importar que tuviera el mejor equipo y entrenamiento, podría suponer el despido, como poco.

Por suerte, había en la amplia sala personas con más valor que Spartan, los ex-caballeros negros Agni, ahora conocido como Shiva, y Leda.

—Señor, ¿no cree que está siendo injusto? —dijo Agni una vez se encontró con Azrael y Spartan. Ya habían terminado el recorrido—. Tener soldados más rápidos que un automóvil y más fuertes que un oso es un logro por el que las naciones pugnarían en una apuesta. ¿Qué esperaba? ¿Crear un santo de oro artificial?

—Detente, Shiva —pidió Leda—. Sabes que el comandante se emociona demasiado  cuando habla de eso.

Spartan asintió por instinto. La época en la que tuvieron que contactarle mientras velaba por el sueño de Akasha en Bluegrad fue terrible. Hablaba de Shaula de Escorpio como si acabara de descubrir que era posible alcanzar la velocidad de la luz.

—Comprendo vuestras inquietudes —dijo Azrael—, pero debéis entender que las armaduras originales, Cepheus, Hercules y Perseus, dejaron el listón muy alto.

Las únicas puertas que había en ese lugar, las del ascensor, se abrieron para dar paso a los genios responsables de todo aquello. Tomomi, con un gesto hosco que dirigía sobre todo a un pelo rebelde que se mantenía elevado, transportaba a su abuelo para ver las instalaciones. Spartan, muy contento de que hubiera por fin gente de la que hablar de cosas importantes, se escabulló aprovechando que Azrael y los dos soldados discutían.

 

Pero el profesor Asamori no tenía ese día ánimo para hablar con el entusiasta Spartan. En cuanto aquel se acercó a su nieta, él se impulsó como un niño travieso y se fue acercando poco a poco al hombre que una vida atrás fue empleado suyo.

Le dio un ataque de nostalgia en medio del corto trayecto, no por el chico de la Fundación, el favorito de su viejo amigo, sino por los soldados para los que Azrael solo tenía elogios: Leda, portador de  Cepheus, y Mil Manos Shiva, portador de Hércules, le hacían pensar en los huérfanos Ushio y Daichi, así como en Sho. Él en persona creó armaduras para aquellos chicos con el objetivo de que fueran lo más cercano posible al manto de Sagitario que la Fundación le había permitido estudiar. Tanto empeño le puso, que acabó poniendo demasiada carga en tres jóvenes prometedores, hasta la presión los obligó a apartarse de las batallas poco después de la primera que tuvieron. Tal vez por consideración a él, Leda y Shiva llevaban siempre abrigos que ocultaban esas toscas imitaciones de manto sagrado, cuya eficacia su nieta siempre había criticado, pero él seguía viéndolas de la forma en que solo los ya mayores pueden ver las cosas.

—Es un gran legado el que llevan encima, jóvenes —dijo al fin al profesor, cuando Shiva y Leda se cuadraban frente a Azrael, a modo de despedida.

—Señor, nos honra con esas palabras —dijo Shiva.

—Creo que he agotado los formalismos por hoy —dijo Leda—. Profesor, el comandante dice que si podemos trasladar todo esto al portaviones Egeón en tres días.

El ex-caballero negro, desde hacía tiempo oficial de la Guardia de Acero, lanzó aquel comentario de forma casual, dando un bostezo, como si no tuviera importancia. Asamori, ya conocedor de las mañas de ese truhán por más de un motivo, vio sus intenciones sin necesidad de leerle la mente. No había olvidado el miedo que le tuvo a Azrael en cierto viaje por mar; ahora quería darle un buen susto.

—¿Con la ayuda de Spartan? —dijo el profesor a pleno pulmón—. ¡Hasta en uno!

Los años podían haberle pintado de blanco el cabello, gastado los ojos y pintado el rostro de arrugas, por no hablar del detalle de las piernas, inmóviles, pero de voz estaba muy bien. Spartan oyó el llamado y quizás hasta entendió qué pretendía, porque en un par de segundos se tele-transportó al Campo de Tiro y movió hasta tres rocas enormes a la vez que desplazaba una hilera de tanques M1 para la siguiente práctica.

—Qué desperdicio… —se le escapó a Azrael, así fuera en un susurro, mientras veía al flacucho Spartan realizar tales prodigios—. Bueno, también aporta mucho aquí…

—¡Aportaría más si no lo distrajerais! Abuelo, Azrael.

Tomomi se metió en la discusión de esa forma, con tan mala cara que Leda y Shiva decidieron retirarse antes de que llegara. Asamori asintió, eran sabios en temerla, pero él no podía hacer lo mismo. Tenía asuntos que tratar con su antiguo empleado. Asuntos en los que preferiría no entrometer a su nieta.

—Azrael —dijo con cierta picardía—, Tomomi quiere probar Perseus esta noche, cree que existen hombres capaces de volar por el aire tan bien como Sho. ¿Te crees capaz?

—Abuelo, eres incorregible. Azrael no tiene tiempo…

—Me encantaría.

—… no tiene tiempo para… ¿Qué?

—Si a la señorita le parece bien.

Por momentos, la cara de Tomomi enrojeció, recomponiéndose solo al final.

—¿Ves, abuelo? Azrael está casado con Akasha. Si ella no le dice que respire, podría olvidarse de hacerlo cualquier día de estos. 

Ya que solo había una persona a la que Azrael llamaba de ese modo, no había duda al respecto de a quién se refería. Eso lo sabía bien el profesor Asamori, quien tuvo que llevarse las culpas de la traición del soldado favorito de su viejo amigo a este. ¡Menuda discusión tuvieron en esos días, todo para que acabara convirtiéndose en…!

—Gestahl Noah no va a ser tu yerno —dijo Tomomi, acaso heredera de las facultades de su abuelo—. Nos llevamos bien, nos entendemos. Eso no tiene por qué acabar en matrimonio hoy en día. Así que deja de buscarme pareja.

—¿Qué tiene de malo Azrael? ¿Y qué tenía de malo…?

—Ni siquiera termines esa frase, harás que se avergüence de trabajar conmigo y yo lo necesito en este proyecto —cortó Tomomi, para luego hablar en susurros, con un ojo puesto en Spartan; seguía en el Campo de Tiro, apuntando datos—. Ya busco bastante la complejidad como científica, puedo permitirme ser superficial como mujer. Y no diré que Azrael me desagrade, pero nunca me gustaría un hombre que le gusta a mi madre.

Visiblemente confundido por el curso de la conversación, Azrael abrió mucho los ojos. ¿Qué tenía que ver todo eso con probar Perseus esa noche? Algo así pensaba. Seguro.

—Oh, claro —dijo Azrael—. Yo conocí a tu madre cuando tenía… ¿diez años?

—Y creciste mucho y muy bien —apuntó Tomomi, carraspeando al terminar la frase—. Deja de visitarla, me gusta que mis padres sigan juntos.

—¿Es una orden, como parte del Consejo de los Seis?

—Puedes tomarlo así, Soldado de Dios.

Sin nadie cerca para oírlos, a sabiendas de que los soldados de la estancia no perdían la concentración por nada del mundo y que los oficiales debían haber salido del centro, Azrael y Tomomi se saludaron como si el primero siguiera siendo miembro de la organización que precedió a Hybris. Lo hicieron sin rencor, cada uno con una sonrisa cargada de ironía que bebía de la tensión como un oasis en un desierto de mentiras.

—¿Ella sabe todo de ti?

—Todo, excepto una cosa —apuntó Azrael con tono insinuante.

Se giró hacia el profesor Asamori con gesto grave. Este, ya sabiendo lo que le diría, entendió que no podría hablar ese día con ese hombre, ni ningún otro. ¡Y estaba bien! Se avecinaban tiempos convulsos en los que todos podrían acabar muertos. El mundo no tenía tiempo para los arrepentimientos de un viejo como él.

«Pude alejarte de Gestahl Noah. No, porque salvaste a mi hija, debí hacerlo.»

—Nadie lo sabe, profesor Asamori —aseguró Azrael, continuando la frase sin producir sonido alguno. Los Asamori y él sabían leer los labios—: Nadie sabe que usted es el alquimista renegado de Reina Muerte.

Las viejas manos del hombre agarraron las piernas que dejaron de moverse ese día. Cuando el mismo barco que trajo a uno de los bastardos de Kido a la isla más cercana al infierno, se llevó como polizón a un cautivo de la isla, un descendiente del pueblo de Mu que fue forzado a convertirle en su hijo. No fue a través del acto normal en el que lo que se transmitía era una pizca del poder psíquico de un telépata, sino que en ese caso se vio obligarlo a darle hasta la última pizca de poder. El alquimista emisor perdió la vida, el genio receptor, las piernas, a cambio de poder y conocimiento

Si el Santuario supiera algo así, entendería que ya existía una orden de los caballeros negros antes de Gestahl Noah. Dirigida por él.

—Causamos mucho sufrimiento para llegar hasta aquí —dijo Asamori, oteando la sala por completo. Terminó viendo a su nieta, líder de Hybris, y a Azrael, a quien pudo haber adoptado si hubiese sido de verdad un buen hombre—. Todos. ¿Servirá para algo?

—La señorita cree que sí, por eso yo también lo creo.

—En ese caso, permite que en lo que me queda de vida sea a ella a quien ayude —rogó Asamori—. Todo lo que necesites, aquí lo tendrás, hijo. Cualquier cosa.

—¡Menos tu nieta!

La tristeza que poco a poco le sobrevenía se transformó en alegría de la noche en la mañana. Tal emoción podía liberar siempre Tomomi Asamori en su abuelo cada que perdía los nervios, la mitad de las veces debido al humor de un viejo desfasado.

—¡No te rías! ¡No es gracioso!

—Yo tampoco entiendo qué ocurre.

—Eso no me sorprende, Azrael.

—¿Así es como se siente Makoto?

—No sé quién es ese Makoto —dijo Asamori, recuperando el habla tras unos cuantos segundos de risa. La cara avergonzada de Tomomi y el gesto incrédulo de Azrael eran una combinación explosiva—. Pero si se parece en algo a alguno de los tres, ¡que el mundo se prepare! Tiene unos defensores de lo más particulares.

Con un largo suspiro y un gesto, Tomomi se alejó de los ruidosos conversadores y avanzó hacia donde estaba Spartan, quedando ambos reflejados en las lentes del profesor Asamori, el hombre que les había enseñado todo lo que sabían y que seguiría respirando todo el tiempo que fuera necesario para ver cómo lo superaban.

Un carraspeo muy poco sutil le devolvió a la realidad.

—Perdona, hijo. A veces se me va la cabeza. ¿Qué tienes que decir sobre el proyecto, ahora que ves los resultados? Conmigo no tienes que hacerte el duro.

Azrael tardó un poco en pensar la respuesta.

—Lo que les falta es experiencia, que solo pueden conseguir en combate. Saben emplear las armas, armaduras y otras herramientas con un rendimiento aceptable. Creo que podrían servir de apoyo a los veteranos.

—La retaguardia, ¿no? Dalo por hecho.

—Esto es sobre la movilización de la que hablamos antes de bajar aquí. Si pudiera tener a toda la Guardia de Acero dentro de Egeón dentro de tres días…

—Podemos —le interrumpió Asamori—. ¿Qué hay de la cadena de mando?

—La que ya establecimos. No hay cambios al respecto —dijo Azrael.

Ultimaron algunos detalles más mientras regresaban al ascensor. Dentro, Azrael marcó los números, distraído, hasta que se animó a confesar lo que llevaba tiempo pensando.

—Profesor, ¿existe alguna forma de viajar hasta Grecia hoy mismo?

 

***

 

Después de comprobar por todos los medios posibles que Azrael y Akasha no estaban en Rodorio, Makoto se permitió descansar un tiempecito, que terminó convirtiéndose en la mayor parte de la mañana. ¡Se despertó a una hora del mediodía! Apurado, salió corriendo de la villa a toda velocidad, apurando a más de un tendero con el rastro de viento desatado que iba dejando tras de sí. Luego podría disculparse con ellos, ahora lo que tenía que hacer era llegar puntual a la primera convocatoria que el Sumo Sacerdote había realizado desde hacía mucho, mucho tiempo.

Con la emoción de que todas las dudas que el Santuario tenía sobre los implicados en la batalla del Pacífico parecían haberse disipados, bien pudo haber llegado hasta la entrada sin pararse a mirar los alrededores. Por suerte, el lago que se extendía frente a las montañas cercanas a Rodorio era enorme y pudo frenar a tiempo. Desde allí, a un par de pasos de la costa inferior, pudo detenerse a contemplar aquel colosal prodigio de la naturaleza que en realidad debía atribuirse a los hombres, a la fuerza de Geki de Oso y Nachi de Lobo, en concreto. Cuando estaba en el Santuario, se había acostumbrado tanto a esa parte de la tierra sagrada, al punto que vio en persona cómo las ninfas de Dodona ayudaron a convertir un valle atestado de muerte en un lago de aguas cristalinas, que terminó por no darle importancia; incluso cuando regresó, estaba demasiado apurado por el asunto de Akasha y el Juez se había asegurado de que llegaran al Santuario lo antes posible, por lo que tampoco se fijó. ¡Qué rápido pasaba la vida para un santo de Atenea, inmerso en un mundo de ensueño!

—No, no debo cruzarlo corriendo —decidió Makoto. En aquellas aguas, podía verse reflejado a la perfección, todavía vestido como un guardia corriente. Al lado, anclada a un pequeño muelle de madera, estaba la canoa y los remos que los miembros del ejército debían usar para llegar al otro lado—. También puedo dar un rodeo…

Sustituyendo al bosquecillo de hacía trece años, ahora había un bosque abrazando el lago en un área con forma semicircular. Estaba permitido que cualquier persona, desde guardias, amazonas y santos hasta la gente de Rodorio, pasara por allí, en teoría. El problema era que allí residían las ninfas de Dodona, demasiado alegres y festivas, así que no era raro que más de uno, por decente que fuera, se perdiera varios días como poco, sin recordar nada de lo dicho y hecho entre las hijas de la tierra cuando le permitían regresar. Makoto, consciente de que no era en absoluto inmune a los encantos de las mujeres, sacudió la cabeza con violencia. No, él no podía ir por ahí.

Descartada la opción de sobrevolarlo desde un principio, quedaba una última. Para mantener la relación milenaria entre Rodorio y Santuario, garantizando que hubiera víveres en tierra sagrada y que en la villa se supieran todavía cercanos al primer y último bastión de Atenea, el Sumo Sacerdote había llegado a un acuerdo con las ninfas, a quienes ni siquiera se les exigía la participación en más combates: cada vez que la gente de Rodorio fuera hasta allí con carros de suministros, se levantaba un camino que pudieran cruzar con toda comodidad. Era un espectáculo increíble, porque el agua cristalina del lago se alzaba para tomar la forma de un arco que iba de costa a costa. El puente, de la misma apariencia que el precioso líquido, brillaba con intensidad cuando el sol estaba alto en el cielo, asemejándose a un milagro de los cielos.

—Si tan solo me hubiese parado a preguntarle a la gente si tenían algo que transportar hoy —lamentó Makoto, hundiendo los hombros—. Las prisas no son buenas.

Aunque ver de nuevo la aparición y desaparición de ese puente mágico le entusiasmaba, las palabras de Kiki como mensajero del Sumo Sacerdote resonaban en la mente del santo de Mosca. Tenía que estar en el Santuario el mediodía. Lo más seguro era que él era el último, pues no vio a nadie más por el camino. Tendría que remar.

—Cuando antes empiece, antes acabaré —decidió Makoto, dando un salto hasta la canoa. La pequeña nave era fuerte: ni siquiera se tambaleó.

Varios pensamientos le vinieron a la cabeza en ese momento: si de verdad los habían perdonado a todos, incluida Akasha; qué locura estaría haciendo Azrael; si estarían a la altura cuando la guerra diera inicio… A fin de alejar todas las preocupaciones, se dio algunos golpecitos en la mejilla y luego tomó con las manos un poco del agua refrescante del lago. La bebió con avidez, sintiendo renovadas las fuerzas.

—¿Podrías pedirlo por favor, no? —dijo una voz omnipresente.

—¿¡Qué!? —Makoto cayó de la pura impresión, al tiempo que la canoa empezaba a moverse. No se alejó mucho del muelle gracias al amarre—. ¿Quién ha sido?

Miró en todas direcciones, hasta arriba, sabiendo que en la división Pegaso más de uno podría haber aprendido de Marin el arte de combatir en el aire. La voz era de mujer, de eso podía estar seguro, pero nada más sabía. Entonces, se le ocurrió mirar abajo.

Entre el muelle y la canoa, el agua burbujeaba, dibujando las facciones del rostro de una muchacha que lo miraba ceñuda.

—Una oración bastará —dijo la mística criatura. Los labios hechos de burbujas se movieron en muecas exageradas, aunque la voz seguía viniendo desde todas direcciones—. Repite conmigo, ladronzuelo: «¡Oh, diosa del mar, te doy las gracias por el néctar divino que he robado como el mortal vulgar que soy!»

Como Makoto no le siguió el juego, la criatura mostró más y más enojo, hasta que las burbujas se amontonaron todo lo posible y empezaron a estallar, revelando un rostro más humano. Lo era, al menos, en las facciones, si se descartaba que tuviera la cara de una mujer que hubiese conservado la juventud y viveza de una muchacha. Por otra parte, el cabello que caía liso por las cejas y la acuosa superficie, era de un azul natural, imposible entre los humanos. Un signo característico de las hijas de Nereo.

—Si no me rezas, te daré una buena tunda, que lo sepas —advirtió la nereida, esta vez con su voz natural. Sería melodiosa si no estuviera hablando con las mejillas infladas.

Un grito repentino escapó del boquiabierto santo de Mosca. Recordaba a esa criatura, no hacía ni siquiera dos años que se habían visto. En las estepas de Siberia, cuando él fingía ser un caballero negro y ella jugaba a ser una guerrera azul apócrifa, trabajando para el renacido príncipe Alexer. Se suponía que a la derrota de este, los Campeones del Hades que lo respaldaban salieron huyendo.  

—¿Aqua?

—Ah, empiezas la oración con el nombre. ¡Chico listo! —exclamó la nereida, emergiendo de las aguas con la misma gracia y belleza que una sirena. Lo único que le tapaba la piel, en el pecho y la espalda superior, era el abundante cabello—. Un momento, tu cosmos me es familiar… ¿No eres ese caballero negro tan latoso? ¿El que me decía que pegaba más flojito que una tal Hipólita?

En tan solo un momento, Aqua pasó de estar muy contenta al enojo de antes. Pero Makoto no pudo verlo: se había echado en la canoa, muy avergonzado, en el momento en que la nereida se levantó.

—¡Por todos los dioses del Olimpo, tápese!


OvDRVl2L_o.jpg


#203 Rexomega

Rexomega

    Friend

  • 1,837 mensajes
Pais:
Espana
Signo:
Aries
Energia:
Cosmos:
Ataque:
Defensa:
Velocidad:
Victorias:
1
Derrotas:
0
Total:
1

Publicado 11 enero 2021 - 18:08

Saludos

 

Capítulo 59. Una canoa de locos

 

La nereida se tomó muy a pecho la repentina petición de Makoto, o al menos eso es lo que él creyó al sentir cómo la criatura daba un salto hacia atrás, a la manera de los delfines, para regresar al agua. Sin embargo, cuando se destapó los ojos y alzó la cabeza lo que vio fueron nuevas burbujas amontonándose hasta adoptar la altura de una persona. Una no muy alta, eso sí. Desde los extremos de la parte superior salieron dos brazos delgados de muchacha, a la vez que desde la inferior, deshaciendo buena parte de las burbujas en nubecillas de vapor, salían sendas piernas ágiles que pisaban la superficie del lago como si esta fuera sólida. Al final, cuando lo que quedaba de las burbujas se había reducido a un sencillo vestido blanco que llegaba hasta las rodillas del ser, un chorro de agua adquirió la forma del rostro de Aqua, la hija de Nereo ahora vestida. Makoto, aliviado, estaba por darle las gracias, pero mientras lo hacía la nereida dio otro salto, pasando por encima de él hasta la canoa.

—No necesitarás esto —dijo Aqua, agarrando los remos y lanzándolos hacia el muelle—. Ni esto. —Con un gesto, las cuerdas que ataban a la canoa fueron cortadas por una fuerza invisible. Telequinesis—. Yo te guiaré en tu viaje.

—Gracias —susurró Makoto.

—Eres el primero por aquí que me pide que me vista, ¿sabes? —contó Aqua, a las claras sorprendida por esa solicitud. Siguió hablando mientras creaba, con la espuma que nació sin más de su mano abierta, un lazo que usó para atarse el cabello—. El mundo humano es muy raro para mí. Salí una vez hace miles años y una loca por poco me mata, después esperé hasta que muriera y no quedara ni el polvo de sus huesos solo para que… ¿Adivina? Me mataran. Unos gigantes. Muy horrible, no quieres saberlo —aseguró, tal vez tomando el silencio de Makoto como curiosidad—. Al revivir, descubro lo mucho que valoráis el dinero y la apariencia los humanos de hoy en día. ¡Con lo cómoda que es la vida en el océano! Bueno, me acostumbraré. Viví mi primera vida con miedo cuando mis hermanas se divertían por todo el mundo. La segunda no será así. ¡No, no y no! Quiero nuevas experiencias, quiero estar orgullosa de haber revivido.

Por lo que respectaba a Makoto, podía pasar la totalidad del viaje dejando que Aqua hablara sin parar. No se veía capaz de conversar con ella; incluso si no tenía el mismo comportamiento malicioso de Bianca, era una deidad menor y eso afectaba a los hombres. Existía una razón por la que era tabú entre la gente decente del Santuario acercarse al bosque, y esa era lo vulnerable que era el ser humano a las bajas pasiones; no era culpa de las ninfas, ellas habían nacido así, sin más. Y ahora que ningún sátiro y ningún dios caprichoso los perseguía, podían disfrutar de ser ellas las que perseguían a los demás. Una curiosa inversión de la presa y el cazador, de la que nadie se quejaba.

Sin embargo, donde hubiera dos personas, habría una conversación tarde o temprano. Como un sonido lejano, Makoto escuchó algo que extinguió por completo la tensión.

—¿Me oyes? —dijo Aqua, dándole golpecitos en la cabeza—. Te pregunto qué pasó con tu novia. ¿No la habré matado, verdad?

—No —contestó Makoto, serio—. Ella estuvo con vida un año más.

—Vaya. Lo siento.

—¿Por qué lo ibas a sentir?

—Por los humanos. Tenéis vidas tan breves y frágiles. A algunos dioses les parece que eso os hace brillar, a otros que es la razón por la que sois tan belicosos. A mí solo me parece triste. Como ver caer las hojas de los árboles en otoño.

—Estamos acostumbrados a vivir poco.

Y a pesar de decir eso, Makoto era consciente de que las vidas que iban dejando atrás dejaban huella. Medio año después de los acontecimientos en la isla de las Greas, estos seguían afectándole. No se arrepentía, estaría insultando a Geist y los demás si se arrepintiera ahora, pero le afectaba. Al final de la guerra que se les venía encima, era muy posible que muchos en el Santuario perecieran. ¿Podría sobreponerse a ello? En cierta forma, le daba más miedo que pudiera. Que no le afectase.

—Ah, mira, nos invaden —exclamó Aqua, señalando al cielo.

Makoto miró allí con gesto hosco. Los cambios de humor de la nereida empezaban a hacerla tan frustrante como año y medio atrás. ¿Cómo podía saltar de la futilidad de la vida humana a gastarle una broma en tan solo un momento?

—No es posible —dijo Makoto. Veía algo, algo diminuto que se iba agrandando. Un pájaro, no, un avión de combate—. ¡Es cierto!

—Tengo buen ojo.

—Sí. ¡No, espera, no dispares!

Pero Aqua ya había lanzado el ataque preventivo. La Pulsión hídrica, un chorro de agua proyectado a velocidades demasiado altas como para que él las siguiera, salió desde el dedo de la nereida hacia al avión, desintegrándolo sin dejar ni rastro.

—¿Qué has hecho? —gritó el santo—. ¡Has matado a Azrael!

—¿Cómo sabes quién iba en el avión? —dijo Aqua, todavía con la mano formando una pistolita. Al soplar sobre el dedo, salieron unas burbujas que flotaron hacia la mano vendada de Makoto—. Yo no sentí ningún cosmos.

—Porque Azrael no es un santo —dijo el santo, moviendo con violencia la mano hasta estallar todas las molestas burbujas—. ¡Es el único lo bastante animal como para querer venir hasta el Santuario en un caza de combate!

—Está muy loco.

—¡Eso es lo que estoy diciendo!

—¿Por qué cae desde tanta altura sin paracaídas si no es un santo?

—¡Porque te has cargado el avión! Un momento…

De verdad había alguien cayendo desde el avión desintegrado. Un hombre, sin duda, vestido con una armadura de la Guardia de Acero algo más aparatosa que el resto.

 

***

 

Entretanto, la reunión en la Torre del Reloj se había extendido más allá de lo admisible. En el momento en que Arthur y Lucile se manifestaron en sus respectos puestos, solo había allí un par que no había mostrado al menos un signo de impaciencia. Y fue peor cuando supieron que los santos de Leo y Libra no darían explicación alguna al retraso.

«¿Qué dirán? —pensaba Shaula, harta de estar de pie sin hacer nada. Y eso que no estaba en la posición de Akasha, cuyo destino estaba en juego—. Lucile tiene que apoyarla, se lo debe; acabó en el exilio porque la ayudó en Oriente Medio.»

El problema era Arthur. Al Juez no le había importado que hubiesen sido compañeros de entrenamiento cuando la mandó al exilio. Y si se contaba que aprobó la Pacificación… No, él no era un hombre que actuase movido por la emoción.

«Bueno, Sneyder dijo que no. En este día todo puede ocurrir.»

—Dinos, Lucile de Leo. ¿Cuál es tu respuesta? Me basta con un gesto.

Las expectativas de Shaula se hicieron añicos una vez más después de que el Sumo Sacerdote contabilizara el voto de Lucile. Sí, ¡la Bruja había dado un sí, con la cabeza!

«Si todo falla… Yo… Padre, hermano, dadme fuerzas —pidió Shaula, haciendo todo lo posible para que nadie sospechara nada—. Sin Mithos y Subaru aquí, escapar de nueve santos de oro va a ser muy difícil. Y luego…»

La santa de Escorpio no quería pensar en lo que ocurriría después, pero tampoco podía hacer otra cosa. El Sumo Sacerdote pidió a Arthur una respuesta y este se quedó callado. ¡Nadie se lo había pensado tanto! ¿Qué podría estar ponderando el santo de Libra? ¿Si era bueno condenar a una de los doce antes de la guerra?

«No puede ser tan inhumano.»

—Arthur de Libra —insistió Kanon—. ¿Cuál es tu respuesta?

Ni siquiera en esa ocasión el Juez contestó. Algo había cambiado en el tiempo que estuvo fuera. Algo de lo que solo él y Lucile tenían constancia.

 

*** 

 

Aqua y Makoto tuvieron que hacer un desvío para recoger a Azrael. No estaba muerto, aunque sí malherido: el casco de la armadura Perseus, junto al visor, precedente de Corvus, estaba destrozado, revelando un nada agradable corte en la cabeza del que no paraba de fluir sangre. Cualquier otro estaría gritando de dolor y luego de rabia contra la agresora, sobre todo si esta no se disculpaba; Azrael, en cambio, le dio las gracias.

—He podido poner a prueba la pieza del Centro de Investigación Asamori, de tipo exoesqueleto y nombre en clave Perseus, tal y como quería el profesor —informaba el asistente, en una ridícula posición de firmes mientras flotaba en el agua. No parecía ver que Makoto le tendía una mano para que se subiera a la canoa—. La capacidad de absorción de energía sigue funcionando, reduciendo la potencia del golpe hasta el 1%. No obstante, fue excesivo y Perseus deberá ser reparado a la brevedad. En cuanto a la capacidad de vuelo, no se ha activado en caída libre por razones desconocidas. Los daños, incluido el casco, ascienden a un total de…

—¡Súbete de una vez si no quieres que te termine de matar! —gritó Makoto. Estaba tan irritado que acabó agarrando a Azrael con la mano vendada, sin darse cuenta hasta que el asistente pudo subirse a la canoa—. ¡Si seré…! ¿Por qué no me duele?

Mientras el santo de Mosca movía los dedos entre las vendas mojadas que se iba quitando, Aqua se acercó a Azrael y volvió a hacer ese gesto infantil de soplar el dedo y lanzarle un montón de burbujitas. Solo que el asistente, demasiado desorientado, dejó que las burbujas estallasen en sus cabellos por sí solas. Gracias a eso Makoto entendió por qué tenía la mano tan sana como antes de que Hipólita se la aplastara. Aqua tenía el poder de la sanación, al igual que Minwu de Copa y el médico real de Bluegrad.

—Un regalo, por pedirme que me vistiera —dijo Aqua, convirtiendo el agradecimiento del santo de Mosca en rubor. No tenía por qué decir esto.

—Makoto. ¿Qué le has hecho a esta mujer?

—Cállate, Azrael.

—¿Por qué estás sonrojado?

—Cállate, no lo repito más.

—Si te gusta, deberías decírselo.

—Como vuelvas a hablar, te envío con los restos de tu avión.

—No es un avión cualquiera. Es una pieza del Centro de Investigación Asamori, de tipo transporte y denominación Pegasus. El único caza tripulado que teníamos. Muy costoso —señaló Azrael, mirando a Aqua de reojo—. Hasta ahora no había entendido por qué sacaste el tema del matrimonio antes. ¿Es que te vas a casar?

—No, no me voy a casar con nadie —gruñó Makoto—. Cásate tú, si quieres.

A pesar de todo, no le apetecía pegar a alguien que acababa de ponerse en riesgo de muerte solo porque él no estuvo atento. O quizá se estaba acostumbrando a que Azrael lo sacara de quicio. No podía ser siempre un chiquillo impresionable de trece años.

Una risita llamó la atención del par. Aqua se había subido al pico de la canoa para poder verlos mirando abajo, con cierto aire de superioridad.

—Me honráis, señor caballero negro y señor suicida, mas no pasé toda una vida en la casa de mi padre con miedo a que una loca me mate para que mi nueva oportunidad se agote en la casa de otro hombre. Quiero creyentes, no pretendientes.

—No soy un caballero negro, sino un santo de Atenea —dijo Makoto.

—Yo nunca he sido religioso —confesó Azrael.

Frente a tan claro rechazo, Aqua se dejó caer en la canoa, y con un chasquido, hizo que esta continuara el viaje hacia el otro lado de la costa.

 

El silencio entre tal grupo no duró ni medio minuto. De repente, Aqua se acordó de quien era Azrael y los tres acabaron hablando del pasado que los unía.

Una noche de invierno, coincidió que Makoto y Geist cazaban a un criminal protegido por cuatro guerreros azules, en realidad los Campeones del Hades Alexer, Aqua, Ignis y Terra. Aquellos se infiltraron como guerreros azules ingresando a la Ciudad Azul para traer lo recaudado. De algún modo, todo se echó a perder y acabaron liquidando al cliente y el resto de guardaespaldas. Ninguno de ellos podía correr el riesgo de que la misión que estaba por llevarse a cabo, un golpe de Estado contra el rey Piotr, se echara a perder porque alguien abrió la boca de más. En teoría, cuando eso pasó, los caballeros negros tendrían que haber dado media vuelta, pero Makoto no pudo hacerlo. El destino quiso que se enterara de los planes del grupo contra un hombre que, según entendía, era una buena persona. Así que convenció a Geist de que lo ayudara a impedirlo.

A partir de ahí, todo era una locura en la que se vieron envueltos santos de Atenea —Lesath de Orión vigilaba la Ciudad Azul por órdenes de Akasha de Virgo; los santos de Ballena, Lagarto, Centauro y Auriga vinieron en medio de la noche para tratar el asunto del ánfora de Atenea—, guerreros azules, mercenarios profesionales de Bluegrad y caballeros negros. Lesath acabó luchando con Ignis en las montañas, mientras que Alexer y Terra fueron derrotados por la fuerza combinada del rey Piotr y los santos que lo apoyaban. ¿Y los caballeros negros? Les tocó la peor parte, debiendo sobrevivir a una nereida invulnerable el tiempo que tardó la capitana de los guerreros azules en enterarse de lo que pasaba y venir desde la otra punta del mundo.

Makoto dijo en esa pelea que Aqua no se comparaba con Hipólita, pero incluso si todavía sería capaz de sostenerlo, la verdad es que lo decía para darse ánimos. Sintió miedo en esa pelea, creyó que iban a morir, él y Geist, que iban a acabar como dos cadáveres sin identificar bajo los escombros que quedaban de cada edificio que se interponía entre Aqua y sus oponentes. ¡Tenía una defensa de otro mundo, esa mujer! Al término de la batalla él estaba medio muerto y ella con la armadura azul reluciente.

Por supuesto, Aqua no pidió disculpas por eso, como tampoco se interesó en lo que costó reparar los daños que causó y lo que costaban el caza Pegasus y el exoesqueleto Perseus de Azrael. En verdad, pese a los años que llevaba de nuevo en la Tierra, no parecía haberse acostumbrado a la vida en la superficie.

—¿Qué pasó después? —cuestionó Makoto—. ¿Por qué no volviste al mar?

—¿Viste cómo la sobrina del príncipe me convirtió en una bonita estatua, verdad? —dijo Aqua—. Pues me quedé ahí en las mazmorras mucho rato, hasta tuve que ver cómo cuatro compañeros tuyos tenían que juntarse para sacarle información al príncipe a punta de golpes en el estómago. ¡Cómo me gustó saber que el duodécimo Campeón les dio una paliza después! ¡A ellos y a la mocosa que tenían de general!

La fallida operación de la división Cisne era ya asunto viejo, lo bastante como para que Makoto no tuviera ánimo de decirle a la nereida que ese fracaso no era para reírse. Y ya que Aqua no había estado presente allí, pronto el tema se dejó por una revelación sorprendente: Alexer, tras ser perdonado por el rey Piotr, como una marioneta de un plan con el objetivo de distraer la atención del Santuario, decidió compensar a Aqua por haber permanecido con él hasta el final. No podía ofrecerle el puesto de capitana de los guerreros azules, ocupado por la nieta del monarca, Katyusha, sin embargo…

—¿¡Te ofreció matrimonio!? —gritó Makoto.

—Se sentía responsable de mi situación, verme con medio cuerpo congelado impresiona a cualquiera —aseguró Aqua, despreocupada—. Hasta cuando le dije que estaba siendo injusto con Terra e Ignis, por escapar en el último momento, insistió en que era en esas ocasiones cuando se demostraba la lealtad de una persona.

—¿Rechazaste ser la próxima reina de Bluegrad?

—No puedo esperar que ore por mí alguien con el que comparto lecho. ¡Es una broma! —acotó Aqua—. El príncipe fue un buen jefe, no podía dejar que se casase para pagar una deuda, de modo que salté al mar cuando me lo propuso.

—Si rechazó al príncipe, no me extraña que nos rechazara a nosotros —murmuró Makoto entre dientes, poniendo bien cuidado de taparle la boca a Azrael para que no dijera nada inapropiado—. ¿Y luego fuiste al Santuario?

La nereida no respondió de inmediato. De repente había adquirido un súbito interés por Azrael, si se podía llamar así a la mirada asesina que le dedicaba.

—Vi una conversación que no debía ver y la jefa del señor suicida me ofreció un empleo con mucha amabilidad. Es una broma, de nuevo —gritó Aqua de repente—. ¡Me dijo que si no ayudaba al Santuario de alguna forma, me cortaría la cabeza!

—La señorita no dice esas cosas —terció Azrael.

—Me dio mucho, mucho miedo —proseguía Aqua—, sentí que en cualquier momento saltaría sobre mí y me golpearía hasta matarme, de modo que acepté. Con mis poderes, puedo asegurar que los ríos del inframundo no vuelvan a manifestarse por aquí con tanta facilidad. A eso me he dedicado todo este tiempo, a purificar hasta la última gota del lago —concluyó, abarcándolo con un gesto amplio.

—No suelo coincidir con Azrael —señaló Makoto—, pero es verdad, Akasha no va amenazando de muerte a la gente. Creo que estás confundida.

Los dos debieron arrepentirse de haberla contradicho, porque la nereida empezó a gritarles una detallada descripción de la santa de Virgo con tal intensidad, que hasta en Rodorio estarían preguntándose ese día por qué el pelo castaño era cosa de psicópatas.

 

Después de las peleas, las bromas, los enojos y las historias, el silencio del resto del viaje resultaba agotador, en especial porque el resto del viaje duraba y duraba. A Makoto se le antojaba que estaban cruzando un océano, en lugar de un lago.

—No parecía tan grande cuando combatíamos en el fondo.

—Diría que suele ser promedio. Ni demasiado grande ni demasiado pequeño.

Makoto miró a Aqua, perplejo. No esperaba que le dijera nada, mucho menos eso.

—¿Cómo que suele ser?

—Es que cada vez que quiero entrar al Santuario se activa un bucle espacio-temporal que me mantiene dando vueltas un buen rato. Según el santo de Libra, es una prueba que debo superar si quiero convertirme en santa de Atenea.

—¡Nunca dijiste nada de ese bucle! ¡Ni de que querías servir a Atenea! ¿No querías creyentes, en vez de pretendientes? ¿No querías que te dedicaran oraciones?

—¡Viva el politeísmo!

—Estoy hablando en serio.

—Ah, ¿sí? Entonces, ¿por qué nunca me preguntaste por qué quiero ir al Santuario? ¿Por qué nunca se lo preguntaste al señor suicida, secretario de la señorita loca? Lo arrastraste hasta aquí, te quejaste de él y hasta lo amenazaste, sin preguntarle ni una sola vez si quería que lo lleváramos a la otra orilla.

Puesto que Aqua hablaba con más seriedad que nunca y decía la verdad, Makoto tardó mucho en articular palabra.

—Yo… este… tengo prisa…

—Yo también voy al Santuario —dijo Azrael, sacándole del apuro.

—¿Ves?

—Veo que nos queda mucho tiempo aquí, tiempo que podrán aprovechar para llevarse mejor. No es bueno pelearse siempre, así que hablen.

Sin añadir más, Aqua se sentó en el otro extremo de la canoa y se cruzó de brazos.

—De verdad que tengo prisa —dijo Makoto, un minuto después.

—Aun así, no me parece correcto echarla para nuestro beneficio —dijo Azrael.

—Te recuerdo que ella intentó matarte y que en el Santuario podrían estar juzgando a Akasha ahora mismo —apuntó Makoto—. ¿No es por eso por lo que estás aquí?

—Es alto secreto.

—¿Si Akasha estuviera en Brasil tomándose unas vacaciones, dónde estarías?

—En Brasil.

—Eres demasiado predecible.

Y también paciente, más allá de lo humano, por eso él perdía los nervios mientras que el correcto asistente podía terminar esa discusión con un gesto de asentimiento.

—Oye… —murmuró Makoto, volteando hacia Aqua—. Creo que esto… ¡Dioses!

La nereida lo miraba con los mismos ojos que él dirigía a Azrael cuando decía y hacía alguna locura. Eso no importaba, Makoto podía entender que estaba insoportable desde ayer, demasiada tensión acumulada, entre la Guardia de Acero, el juicio de Akasha y la guerra inminente. Lo que le hizo caer de espaldas fue el aura que rodeaba a la Campeona del Hades. Exhibía un cosmos inmenso, más cercano al de un santo de oro que al de los santos de plata. Alrededor de ella, todo temblaba, desde la canoa hasta la superficie entera del lago, una pizarra en la que no paraban de dibujarse ondas.

Los pedazos del casco de Azrael, que este mantenía cerca para una futura reparación, fueron atraídos hacia Aqua. El mero contacto entre el metal y la energía cósmica de la Campeona del Hades los desintegró.

—¡Lo siento! —exclamó Makoto—. ¡Siento tener tan poca paciencia! ¡Dioses!

Al mismo tiempo que Aqua empezó a flotar sobre la canoa, lo hicieron un entusiasmado Azrael y un muy preocupado Makoto.

—Creo que me molesta tu actitud porque me veo reflejada en ti, soy igual de cabeza hueca y apurada —confesó Aqua a modo de disculpa—. Por eso voy a destruirlo.

 

La cara de desesperación en el santo de Atenea disfrazado de guardia tenía algo de divertido. Aqua había sido ambigua a propósito y él debía estar pensando que los iba a matar, como la Campeona del Hades que era. Le gustó verle moverse hacia Azrael, hasta le echó una mano en eso, porque con eso le demostraba que era más que un quejica latoso. Era un santo de Atenea, valiente como ningún otro mortal.

—Yo también quería ser así, pero este bucle me tiene harta. ¡Lo destruiré!

—No puedes destruir un bucle espacio-temporal —dijeron, a un mismo tiempo, Azrael y Makoto. Una coincidencia que no se repetiría nunca más.

«Ya veréis.»

Se elevó más alto de donde estaba el par, y desde ahí, primero juntó las manos tal y como le vio hacer a cierto monstruo con forma de chica en el remoto pasado: primero, las palmas juntas, luego cada una apuntando a un lado. Las aguas del lago, en este momento interminable en apariencia, se separaron y quedó a la vista el fondo, a donde fue a parar la canoa. El estrépito del transporte usado por tantos santos los últimos años al estrellarse en el fondo casi le dolió, estaba segura de que se iba a llevar una buena reprimenda por eso.

Lo peor era que no había conseguido nada, el nudo gordiano  del santo de Libra no estaba en el fondo del lago, tampoco en el aire, donde las nubes, por la misma fuerza que Aqua había ejercido sin control sobre las aguas, se separaban dejando una amplia franja en la que sol brillaba en toda su plenitud. La nereida respiró hondo. Recordando palabra por palabra el consejo que le dio aquel hombre antes de ponerle esa prueba.

—Tu cosmos es vasto. Si bien no lo bastante para un santo de oro, no existe un santo de plata en esta generación que esté a tu altura. Tu problema no es la fuerza, sino la habilidad. Tienes que aprender a moldear la energía que late en tu interior, de lo contrario, tu potencial será desperdiciado como el agua de una presa rota.

A parecer de la nereida, el presuntuoso santo de Libra pudo haberse ahorrado la segunda frase. No obstante, aceptaba que si quería ser una guerrera —una diosa guerrera— tenía que contar con algo más que fuerza. Concentró el poder que desplegaba entre las manos, ahora unidas, hasta que estas brillaban con la intensidad de un sol azulado en miniatura; la energía condensada en ese punto era tal, que corrientes de agua y aire eran atraídas a toda velocidad, fundiéndose con la luz hasta que esta fue adquiriendo la sencilla forma de una daga. Tal arma, la Daga real que materializaba las aspiraciones de Aqua, fue blandida por esta con gran entusiasmo, de izquierda a derecha.

«La loca lo hacía así —recordaba la nereida—. Ni siquiera tenía que tocarnos, con mover un solo dedo desataba tempestades.»

Incluso si había llovido mucho, en más de un sentido, desde esa batalla olvidada por la humanidad, Aqua seguía conservando el miedo de entonces. Lo conservaría por muy fuerte que se hiciera, de modo que tenía que darle un uso, convertirlo en la inspiración para moldear ese increíble poder suyo. Impulsada por tal determinación, desgarró el mar y el cielo en un solo corte. El lago entero se vaporizó —el del bucle de Libra, no el auténtico, esperaba—, llenando toda la atmósfera de un blanco que pronto fue tragado por el vórtice ínter-dimensional que había abierto. Por esa grieta, de por lo menos cien metros de longitud, podía verse un espacio extraño lleno de planetas en miniatura.

Por desgracia, la Daga real se había deshecho a la vez de ese portentoso ataque. Aqua ni siquiera tuvo tiempo de admirar el arma de hoja blanca y empuñadura nacarada

—¿Qué gigante iba a poder matarte a ti? —tartamudeó Makoto. Tanto él como Azrael seguían en el aire gracias a la telequinesis de Aqua. Uno un poquito asustado, el otro más contento que un niño pequeño—. ¿Una montaña con piernas?

—Es mejor que no toque ese tema —aseguró Aqua, haciendo unos estiramientos—. Los humanos siempre os quedáis cortos describiendo a Tifón. Es una especie de tabú y…

No pudo terminar la charla. La fuerza de atracción que nacía de la grieta ínter-dimensional crecía segundo a segundo, hasta que ella no podía resistirse a la vez que cuidaba del par. Al menos tuvo tiempo de juntarse con el santo de Atenea y el asistente una fracción de segundo antes de que los tres fueran devorados.

Nada quedó del bucle de Libra, todo lo que contenía fue consumido para que la grieta en el tejido espacio-temporal se cerrase y el lago volviera a la normalidad. Y así fue, las ninfas del bosque no notaron nada de lo ocurrido más allá del eco lejano de una maldición al responsable de tan extraña prueba.

 

***

 

Los santos de oro en la Torre del Reloj, de consciencia más elevada que la de la mayor parte de mortales, sí que habían percibido esa distorsión. Más de uno dedicó miradas a los posibles responsables: Arthur de Libra y el Sumo Sacerdote.

—Cortarlo es lo mismo que desatarlo, ¿eh? —murmuró el Juez.

—¿Ocurre algo, Arthur? —cuestionó Kanon.

—Un asunto sin importancia —descartó el Juez—. En cuanto a la pregunta…

—¡Responde de una vez, desconsiderado! —gritó Shaula, colmada de sobra la paciencia que podía reunir. Entendió que se había excedido un largo minuto después, en el que todos los presentes la miraban—. Si nadie lo iba a decir, qué menos que decirlo yo.

—Tienes razón —accedió el Juez—. Os he dejado en vilo por demasiado tiempo, en especial a una compañera muy valiosa. —No miraba a Shaula, sino a la que con encomiable paciencia seguía en el centro de aquella Reunión Dorada tan agotadora—. Hubo cuestiones de extrema importancia que debí ponderar para llegar a esta conclusión, os aseguro que esto que estamos decidiendo aquí no es ningún capricho, sino un paso necesario para el mundo que vendrá después de la guerra.

—¿Entonces, cuál es tu respuesta? —repitió Kanon, conduciendo la Reunión Dorada hasta el final inminente.

—Sí. Pienso que Akasha de Virgo debe ser vuestra sucesora, Su Santidad.

Tan pronto el santo de Libra dio la respuesta, Shaula voló hasta Akasha, como protegiéndola de una manada de enemigos.

—¡Serás hijo de cain! —En el tiempo que tardó en entender las últimas palabras de Arthur, llegó a extender el dedo mortal. Fue un milagro que no empezara a ejecutar la Aguja Escarlata; así solo quedaba como una loca que señalaba a la gente. 

—Si los santos de Aries, Cáncer, Escorpio y Acuario desean conocer mis razones para escoger a Akasha como nueva Suma Sacerdotisa, estaré encantado de explicárselas en privado. No obstante, la elección ya está tomada, según entiendo.

Ni Ofión, ni Nimrod, ni Sneyder dijeron nada al respecto. Shaula tampoco, aunque por razones muy distintas. Sintiéndose una tonta redomada, solo quería desaparecer.

—Oye, Shaula —le habló Akasha—, ¿no te explicaron qué se decidía aquí?

La santa de Escorpio volteó a la joven con mucha, mucha lentitud.

—Ayer mismo te iban a ejecutar. ¡Ayer mismo te iban a ejecutar!

Y así empezaron los laboriosos días de Akasha como Suma Sacerdotisa, estrenados con un súbito coscorrón de la más que confundida Shaula de Escorpio.


Editado por Rexomega, 27 enero 2021 - 06:50 .

OvDRVl2L_o.jpg


#204 Rexomega

Rexomega

    Friend

  • 1,837 mensajes
Pais:
Espana
Signo:
Aries
Energia:
Cosmos:
Ataque:
Defensa:
Velocidad:
Victorias:
1
Derrotas:
0
Total:
1

Publicado 18 enero 2021 - 17:23

Saludos

 

Capítulo 60. Se reúnen las cinco divisiones

 

Después de un tiempo indeterminado, a la deriva de las dimensiones, Makoto, Aqua y Azrael cayeron cerca de la Torre del Reloj, por suerte desde no mucha altura. El santo de plata, de hecho, cayó de pie y pudo ver en directo cómo a la nereida le caía encima un cofre de plata —una caja de Pandora— sobre la cabeza cuando ya estaba en el suelo.

En cuanto a Azrael, si la caída de antes no le había matado, esta menos.

—¿Qué tienes en la cabeza?

—Aire, según mis hermanas —contestó sin pensar la nereida. No le prestaba atención, demasiado ocupada admirando la caja de Pandora que le había caído del cielo.

—¿Qué haces con eso? No es un juguete.

—Mi tesoro —murmuraba la nereida—. ¿Qué importa si no puedo ser una de los doce? ¡La plata es mil veces más bonita que el oro!

—Bueno, estoy de acuerdo… pero…

La situación empezaba a ser demasiado rara hasta para él, de modo que miró hacia los lados en busca de Azrael. El asistente, empero, ya no estaba interesado en los sobrenaturales poderes de Aqua, sino en las puertas de la Torre del Reloj. Las estaba inspeccionando con tal seriedad que no se atrevió ni siquiera a llamarle.

—¡Ah, mira, es Cefeo! —gritó la nereida—. ¡Buen Libra! ¡Muy buen Libra!

—¿Qué tiene que ver…? Oye, no me digas que el bucle era una Prueba de Armadura.

La sola idea era absurda. ¿Él tuvo que ganarla en una sucesión de combates y a ella le imponían resolver un bucle espacio-temporal? Bucle que no había resuelto…

—Con mi suerte, pude acabar siendo Mosca —se quejó Aqua.

—¡O-oye! ¿Qué tiene de malo ser el santo de Mosca? Además, no te la has ganado. Uno no se convierte en santo de Atenea por abrir…

—¡Mundo, prepárate, que viene Aqua de Cefeo! —gritó la nereida a la vez que abría el cofre metálico. Entonces, una luz plateada la cubrió por completo, dejando a Makoto enmudecido hasta que de nuevo pudo ver a Aqua, en efecto convertida en una santa de plata. Así. Sin más—. ¿Me queda bien?

Lo cierto era que sí. El vestido que se había creado solo para llevar algo puesto, con el añadido del manto argénteo, le daba la apariencia de una guerrera de los tiempos mitológicos. El yelmo encajaba a la perfección con la nereida, dándole la dignidad de una soberana siempre y cuando no se le ocurriese abrir la boca. Y ese era el problema: Makoto no tendría que estar viendo la boca de una santa de Atenea.

—¡Por todos los dioses del Olimpo, Aqua, tápate!

 

Un portón de dos hojas, de bronce y de plata respectivamente, se alzaba como la única entrada de la Torre del Reloj, rodeada por un marco de oro en el que podían verse los doce signos del zodiaco. En lugar de un motivo que aludiese a Atenea, la cerradura era la efigie del Jano, el dios bicéfalo que presidía sobre los comienzos y finales. Azrael seguía considerando que la alusión de tal deidad apenas conocida no podía ser cuestión de azar; como en el pasado, cuando pudo inspeccionar la construcción al no tener detrás un ejército de muertos vivientes, ya había teorizado que el estatus de inexpugnable de la Torre del Reloj tenía que ver más con la imagen de esa deidad y lo que representaba  que con los materiales de la puerta, fueran los que fuesen.

No es que eso le hiciera sentir mejor. Si, como temía, se había convocado la Reunión Dorada, le sería imposible entrar en ella hasta que acabase. A menos que pudiera desatar un poder mayor del de los doce —once— santos de oro. Miró la armadura que lo cubría, semejante a los exoesqueletos de Tomomi Asamori que potenciaban la fuerza, velocidad y defensa excepto en un detalle: no estaba hecho de gammanium,  era uno de los que creó su abuelo mediante el costoso proceso que expuso en la posada. En teoría, bebía de una fuente de energía inagotable en términos prácticos, que entre otras cosas era lo que le permitiría oponerse a la fuerza gravitatoria y volar. Si eso no había funcionado, tampoco tenía por qué funcionar la otra característica, originaria de Hercules y transmitida a las otras dos como una actualización a lo largo de la última década: poder dar un uso ofensivo a la energía absorbida por la armadura.

Lo que se le había pasado por la cabeza era re-utilizar la energía cinética del ataque que lo derribó con todo y avión en un punto muy pequeño, microscópico incluso, para repetir aunque fuera en miniatura la increíble proeza de Aqua. Sin embargo, no terminaba de decidirse en probar, no solo por las repercusiones de crear un agujero de gusano sin pensar bien lo que estaba haciendo, sino también porque sospechaba que el ataque de Aqua había excedido por amplio margen las expectativas del profesor Asamori en el momento de crear ese dispositivo. Destruir átomo a átomo un caza Pegasus, creado por Centro de Investigación, debía requerir muchísima energía.

—¿Cómo destruyes átomos con agua? —preguntó a nadie en particular.

—Es lo mismo que destruirlos con rosas, con práctica y precisión —respondió la voz del segundo hombre más viejo del Santuario—. Yo prefiero hacerlo a puño pelado.

Nimrod de Cáncer pasó por la puerta de Jano de la misma forma que lo harían los fantasmas con los que pasaba buena parte del día. Como para hacer énfasis en lo que había dicho, tenía los puños alzados, acaso listo para gastarle otra broma pesada a Azrael. Este, empero, no se dejó provocar esta vez.

—¿Qué? ¿No quieres dejar mal a un viejo como yo, eh?

—Digamos que el manto de Cáncer te favorece.

—¡Ah, no seas aburrido, señor secretario de la honorable general de la división Pegaso, Akasha de Virgo! —dijo Nimrod en tono jocoso—. Ah, esa era una buena época para la Fortaleza de Atenea, más activa. Casi extraño que la mano derecha de la encargada de poner todo en orden me tratara como un rufián y hasta me retara a un duelo.

—Fuiste tú quien me desafió —objetó Azrael.

En ese momento, hacía ya unos cuantos años, a él no le había parecido mal. Nimrod no era un santo de Atenea, sino un nuevo recluta, de cabello y barba ya gris oscuro, que iba por los barracones de la guardia con postura encorvada y una boca muy suelta. No se callaba nada: fallo que veía, fallo que expresaba de la peor manera posible, incluso en las comidas tachaba de inútiles a la mitad de los soldados, los cuales levantaron quejas, por supuesto. Azrael trató de solucionarlo sin que Akasha tuviera que perder tiempo en eso y acabó aceptando el reto del sujeto. Ya con mirarlo sabía que era alguien fuerte, que los achaques y la espalda arqueada eran un teatro, pero tenía un buen entrenamiento encima y experiencia lidiando con enemigos más fuertes que él, nada tenía que salir mal si usaba la cabeza. Todo estaba permitido, después de todo.

No fue la pelea más dispareja en la que había estado metido, al contrario, Nimrod no dio muestras en ella de haber despertado el cosmos, ni siquiera dio todo de sí, sino que se mantuvo en todo momento a la altura de Azrael. La misma fuerza, la misma velocidad y una habilidad sorprendente hasta para un santo de Atenea, según le dijeron los que vieron el espectáculo. ¡No existía truco ni maña alguna que el viejo no conociese! A todo movimiento que realizaba, Nimrod tenía una respuesta preparada, siempre. Pese a eso, no terminó la batalla pronto, la extendió a placer para conseguir lo que no pudo con lo que después llamaría críticas constructivas: dar lecciones de verdad a la guardia, terminar con la idea de que una vez allí el entrenamiento solo era rutina.

Cuando Azrael llegó hasta Akasha más impresentable que nunca, esta tuvo que confesarle que Nimrod era el santo de Cáncer, aunque nadie sabía cómo había encontrado el cuarto manto zodiacal, ni por qué este le había reconocido.

—Siempre me extrañó que la señorita lo supiera y yo no —confesó Azrael.

—¿Qué? ¿Acaso sois hermanos siameses? —dijo Nimrod—. La verdad es que yo lo planeé todo, aprovechando que tratabas de restarle trabajo a la general, me colé cuando no estabas y le conté que me estaba haciendo pasar por guardia. Quería comprobar que tenías madera de santo, ya que entrenaste para serlo con un gran maestro.

—No completé el entrenamiento.

—Lo que hace al santo es el cosmos, no el manto. Si me hubieses aceptado como maestro, las cosas podrían haber sido distintas. 

—No me arrepiento de las decisiones que tomé. El señor Shiryu fue un gran maestro, como dices. Es solo que yo no fui un gran alumno.

Lo que ahora decían era una verdad a medias. Nimrod sí que había entrenado a Azrael en un aspecto: el auto-control. Por alguna razón, no tenía una buena opinión de Akasha y disfrutaba dejarlo claro cada que se encontraba con Azrael, estuviera o no presente la general. Al principio, Azrael respondía a las provocaciones con una súbita agresividad y Nimrod le hacía morder polvo; después, actuó con la cabeza más fría y buscó un modo de sorprenderle, sin éxito, hasta que entendió lo que ese curioso maestro pretendía con todo eso. Desde entonces, mantener las formas en todo momento era como respirar para él la mayoría de veces. La única excepción era el encuentro con Gestahl Noah.

Conversaron un poco más, sobre el papel de Nimrod como instructor de la guardia desde que inició el exilio de Akasha. Los chicos mejoraban, Tiresias era un blando y Faetón un inútil. Lo que siempre opinaba. Solo un detalle, todavía delicado, se guardaron ambos para sí: la participación del santo de Cáncer en la manipulación de gammanium, en especial el que se usaba para crear armas.

 

—Ya, ya tengo máscara, ¿contento? —decía Aqua mientras  se acercaba a Azrael y el viejo lúgubre. En efecto, una pieza de metal le cubría la cara, distinguiéndola como sierva de Atenea—. Ya nadie va a venerarme como la diosa de la guerra y la sabiduría.

—Yo no inventé la ley —apuntó Makoto—. Y si de verdad eres una santa de Atenea, es mejor que no vuelvas a soltar blasfemias.

—Los dioses no pueden blasfemar… ¿O sí?

—¿Cómo llamarías a usurpar el nombre de la deidad por la que luchamos?

Aqua y Makoto miraron a Azrael, pero antes de que este pudiera responderles, un mensaje estridente resonó en las mentes de ambos. Kiki les exigía que fueran al punto de reunión. Ya. Eran los últimos, al parecer.

—¿Ves? ¡El Santuario me reconoce como Aqua de Cefeo! ¡Corté el nudo gordiano!

—¿El qué…?

—Así llamaba el santo de Libra al bucle. ¿Y tú, Makoto? ¿Cuál es tu constelación?

—Ya lo sabrás si un día coincidimos en una misión.

La respuesta de Makoto, que solo quería salir del paso, emocionó a Aqua. Pronto le puso las manos en los hombros, apretando quizás un poco fuerte. Las hombreras se hicieron añicos y el santo de Mosca tuvo que contenerse para no soltar un quejido.

—¿Cuándo, cuándo?

—El treinta de febrero lo tengo libre.

Aqua hizo un gesto de asentimiento.

—¿El treinta de febrero? Bien, no falta mucho para eso.

Libre de la presa de Aqua, Makoto sonrió para sí. La nereida se dirigió a Azrael para despedirse. A este no parecía sorprenderle en lo más mínimo que la hubiese reconocido un manto sagrado, ya había algunos casos por el estilo en el Santuario, como el hombre al que la nereida había tratado de no mirar siquiera, por si le echaba mal de ojo.

—Así que la hija menor de Nereo luchará con nosotros, ¿eh? Buena cosa.

—Disculpe, viejo lúgubre, ¿nos conocemos?

—Lisandro te conoció —dijo Nimrod, misterioso—. Le habría gustado salvarte.

—¿Lisandro? Eso pasó hace muchísimos siglos. ¿Qué tan viejo es usted? —Con gran descaro, la nereida señaló a Nimrod, esperando una respuesta concreta.

—Lo bastante como para que no tengas que hacerme caso cuando hablo.

De esa forma, Nimrod se salvó de la enésima charla ociosa de la tarde.

—Bueno, Makoto, Azrael, nos vemos en el punto de reunión. ¡Y esperaré con ansias el día en que luchemos juntos! Sois muy divertidos. Team Azrael! Go! Go!

Aun si el santo de Mosca hubiese tenido paciencia para preguntarle por qué serían el Team Azrael, Aqua no le habría escuchado. Salió de allí muy rápido.

—Vosotros deberíais hacer lo mismo —aconsejó Nimrod—. Si lo que esperas es que acabe la Reunión Dorada, te digo yo que ya ha acabado, así que puedes irte tranquilo con el resto del ejército. Y tú también, Makoto, ya es hora de que recibas como se merece a Akasha, nuestra nueva Suma Sacerdotisa.

—¿La nueva Suma Sacerdotisa?

—¿La señorita lo consiguió?

—En lo que tardé en decidir si os sacaba de la Otra Dimensión, di un paseo hasta Rusia y traje tu manto de Mosca. Que no te avergüencen tus precedentes, Makoto.

Con un chasquido, Nimrod hizo aparecer la caja de Pandora a los pies del portón de Jano. No esperó a ver cómo reaccionaba el dueño, mucho menos a que el par se recuperara de la noticia. Ya tendrían tiempo para eso.

—¡Nos vemos al pie de la montaña, muchachos! —exclamó a la vez que desaparecía, convertido en una estela de luz.

 

***

 

Era la primera vez en cinco años que toda la guardia se reunía en el mismo lugar. La tensión se notaba en el ambiente.

Cubriendo buena parte de la explanada a los pies de la montaña, miles de guardias podían contarse, muchos de ellos —vigilantes y guardianes— con pesadas corazas y armas de gammanium, un bien de lujo durante la última invasión, más corriente ahora. Los más destacados ocupaban la segunda línea, compuesta por las amazonas, los Arqueros Ciegos de Triela, los Heraclidas de Icario y los Toros de Rodorio, vástagos de guerra y tragedia, armados con pesados martillos y sin ninguna protección, salvo el yelmo taurino de bronce, pantalones de cuero curtido y botas del mismo material.

Solo tres personas eran tan respetadas como para formar una línea aparte: Tiresias, capitán de la guardia, Faetón, jefe de los vigilantes, y Helena, primera entre las amazonas. Personas clave en la unidad de la guardia.

Delante se extendían dos columnas de santos. La primera, división Pegaso, estaba encabezada por Arthur de Libra y su lugarteniente, Marin de Águila. Eran un grupo tranquilo, como siempre, donde destacaba la presencia de Minwu de Copa, fuera de la Fuente de Atenea para honrar a la nueva líder, y las jóvenes promesas Rin de Caballo Menor, Alicia de Delfín, Elda de Casiopea, Xiaoling de Osa Menor y Presea de Paloma, destacado grupo de santas de bronce con maestría en el arte del combate aéreo. A la derecha, poseedores de una dignidad comparable, estaba la división Dragón comandada por Garland de Tauro y Zaon de Perseo. Entre los miembros de ambas divisiones, cierta camaradería podía vislumbrarse, en especial entre los santos de Lagarto, Centauro y Auriga. Año y medio atrás, como parte provisional de la división Cisne bajo el mando del santo de Ballena, estuvieron involucrados en la detención del príncipe Alexer y la posterior batalla con el rey Bolverk; a pesar de que la segunda acabó en fracaso y hasta alegaban no haber estado ahí,  los tres esperaban con ansias volver a combatir juntos.

Fue hasta que ingresaron las divisiones de Cisne y Fénix que la paz empezó a torcerse un poco. Shaula, por razones que solo los santos de oro podían conocer, no estaba tan encendida como de costumbre, mientras que Sneyder era un líder de pocas palabras y Hugin, siempre cercano al santo de Acuario, estaba hoy sin ganas de hablar. No tendría que ocurrir nada si no fuera por una vieja rencilla entre Bianca de Can Mayor y el que seguía siendo en teoría lugarteniente de Shaula, a pesar de que eran Mithos de Escudo y Subaru de Reloj los que la seguían a todas partes. Espigado, de largos cabellos negros y un rostro severo que era la viva materialización de la disciplina, Ishmael de Ballena había sido víctima de un plan de la santa de plata, instigado, según había denunciado el mismo, por la anterior líder de la división Fénix, Lucile de Leo. Tal denuncia, lejos de servir para lavar su honor, lo convirtió en comidilla de rumores desagradables; ya nadie hablaba de la derrota sufrida en Bluegrad hacía año y medio, sino del tórrido romance que mantuvo con la mano derecha de Lucile en isla Thalassa.

—¿Qué hacéis aquí? —cuestionó Ishmael. Estando las divisiones una al lado de la otra y ya que Sneyder no tenía un lugarteniente oficial, Bianca y Hugin estaban detrás del santo de Acuario, a la vista del santo de Ballena—. ¿A quién piensas seducir?

—¿Cómo puedes pensar tan mal de mí, Willy? —contestó Bianca—. Soy Can Mayor, fiel como nadie. ¿No lo sabe ya todo el mundo, gracias tu indiscreción?

—Inaceptable.

—Ya lo creo. Es más divertido cuando es un secreto…

—No —cortó Ishmael, contenido a duras penas—. Tú eres inaceptable, una vergüenza para las guerreras del Santuario. —Antes de continuar, miró de reojo a las jóvenes de la división Pegaso y a la subcomandante de esta, todas los miraban, a buen seguro con gesto desaprobador—. Si no te comportas, yo…

—¿Me castigarás?

—¡Inaceptable! —Ishmael sacudió la cabeza. Entendiendo que ese sin sentido no llegaba a nada, prefirió mirar al frente y asumir que no estaba al lado de esa persona.

Sin embargo, Bianca no era un can que dejaba escapar una presa a la que mordía.

—Si buscas consuelo, dilo Willy. Me parece muy feo lo que te hicieron. Tú eras el más equilibrado entre la segunda casta de nuestra orden, luchaste contra Hipólita como el mejor de los cuatro subcomandantes y ahora… ¡Te sustituyen por un jovencito! —exclamó Bianca a viva voz, sin lograr provocar más que una mueca del santo de Escudo, en la fracción de segundo durante la que volteó la cabeza hacia ella—. Podrías pasarte a nuestra división. A mí no se me da bien mandar, ni obedecer a Hugin.

—¿No haréis nada con esta… esta…? —cuestionó Ishmael a Sneyder, sin obtener respuesta—. Esto es vergonzoso. Inaceptable.

No obstante, él había sido el comenzó con los problemas por esta vez, eso lo sabía el santo de Ballena incluso si no podía parar. Siempre que Bianca se comportaba así, él tenía que responder, no podía quedarse callado si nadie hacía nada.

En cada división, Pavlin de Pavo Real y Nico de Can Menor palmearon las espaldas de los implicados, en un intento de calmar los ánimos. Un intento que habría sido inútil de no ser por el repentino ingreso de la última división: los irregulares de Andrómeda.

 

El último grupo de santos, formado a lo largo de dos años y medio, contaba con una subcomandante menos exigente que el resto. Cuando Akasha no estaba y la autoridad recaía en June, tenían la costumbre de ser informales y así se comportaron, para escándalo y alegría de unos y otros de los presentes. Lesath se metió en la división Cisne para compartir pan con Aerys, quien no les guardaba ninguna clase de rencor. Ban pasó entre las miradas compasivas de los correctos miembros de Dragón para ver cómo se encontraba Fang: el santo de Cerbero, pese a las vendas tapándole un ojo medio ciego, estaba listo para salir a combatir ahora mismo… y para echarse una siesta, aunque eso era lo normal en él. Soma, rompiendo todo protocolo imaginable, acompañaba a su padre y les dedicaba a Ishmael y a Bianca gestos obscenos.

Emil de Flecha se comportó bien solo el tiempo que tardó Shun en quitarle el ojo de encima, al querer conversar con Marin sobre los últimos acontecimientos. El santo de Andrómeda tuvo el buen juicio de emplear la telepatía para que el Santuario entero no supiese que existía alguien tan poderoso como para forzar sobre él una teletransportación, incluso si no le había causado daño alguno y pudo regresar sin percances. No obstante, era justo porque Emil no podía oír de qué hablaba aquel héroe legendario por todos respetado que terminó haciendo lo peor que podía hacer.

—Éramos pocos y parió la abuela —gruñó entre dientes el santo de Cuervo.

—Hola, Hugin, ¿cómo lo llevas?

—Esta no es tu división, arquero, vuelve a tu puesto.

—Primero respóndeme. ¿Ya has practicado tu postura? Mira que hincar la rodilla ante nuestra querida general es una gozada, pero si no lo haces bien podría darte dolor de espalda. ¿Quieres practicar en lo que llega?

—Más tonto y no nace —murmuró el santo de Cuervo, mirando a otro lado. El parecer de él sobre la situación era bastante claro. Y el gusto de Emil por picarle, todavía más.

 

Una pequeña distracción cortó la discusión entre los dos santos de plata, así como cualquier conversación que se estuviese dando. Desde la Torre del Reloj, una veloz santa —mucho más rápida que Mera, superior incluso a las saetas del Arco Solar de Emil— apareció frente a todos. Aqua de Cefeo, pues nadie más podía ser, saludó al ejército de forma casual, presentándose a cada guardia, amazona y santo con el que se tropezaba hasta llegar hasta lo que consideraba su sitio: la división Pegaso, donde abundaban guerreras enmascaradas como ella.

—Se presenta Aqua, hija de Nereo —dijo la nereida al santo de Libra—. No una santa de oro, mas sí la más fuerte entre los santos de plata.

Arthur y Marin intercambiaron miradas. El Juez dio su aprobación, tranquilizando a todos. Ya fuera que lo admirasen o temiesen, todos respetaban al santo de Libra.

—¿Tú también, eh? —saludó Marin de Águila a la nueva subordinada. Como esta no entendía la referencia, indicó con un gesto a la división Cisne, donde estaba el anterior merecedor de ese título, Ishmael de Ballena, y el actual, Mithos de Escudo.

 

La escena no dio para más. El ejército de Atenea estaba acostumbrado a los santos autodidactas, formados de la nada; hasta había ninfas vistiendo un manto sagrado, por lo que apenas que se les uniese el hijo de un olímpico, no iban a mostrarse sorprendidos a esas alturas por la ascendencia de nadie. Se retomaron, pues, todas las conversaciones, excepto una de ellas: Emil notaba que alguien lo estaba mirando y pronto entendió que se trataba del comandante de la división Fénix.

—Un santo solo hinca la rodilla ante Atenea. ¿Acaso ha vuelto a reencarnar, Flecha?

—N-no s-señor Sneyder.

En comparación a la mirada condenatoria del santo de Acuario, el clima de Bluegrad podía pasar por veraniego. Emil dio un paso hacia atrás.

—Hay momentos para hablar y momentos para callar, Flecha.

No fue necesario decir nada más. Emil se fue hacia donde Aerys repartía pan a todo el mundo y Hugin admiró un poco más al general Sneyder, si eso era posible.

 

Kiki, Makoto y Azrael llegaron poco después. El primero se quedó escuchando las opiniones de la guardia sobre el equipo —buena parte de él era obra suya—, mientras que los otros dos, sin saber bien dónde colocarse terminaron siendo parte de la discusión de Ishmael y Bianca. Esta última fue quien dio un breve resumen del problema.

—Willy me considera una vergüenza para las guerreras de Atenea.

—Es que… —Makoto tragó saliva. No debía titubear tratándose de la santa de Can Mayor, cualquier punto débil sería aprovechado por ella para manipularle—. Para una mujer que ha sacrificado su feminidad con el propósito de servir a Atenea como cualquier otro santo, tu actitud deja mucho que desear.

—No estoy de acuerdo —intervino Azrael—. Un guerrero es alguien que hace la guerra, del modo que sea. Recurre a las armas que encuentra y también a las que tiene, como el ingenio o el cuerpo. No hay una diferencia real entre ganar una batalla a puñetazos o explotando el atractivo para engatusar al enemigo.

—Eso es horrible, hasta viniendo de ti —se quejó Makoto—. Y machista.

—¿Por qué lo sería? —preguntó Azrael, confundido—. Tanto el hombre como la mujer cuentan con encantos que pueden y suelen explotar.

—Makoto lo sabe bien —terció Bianca, encantada con el rumbo de la conversación—. Para dormir a Hipólita no tuvo reparos en plantarle un beso de película.

—Una buena táctica.

—Ni era una buena táctica, ni pretendía ser un beso.

Sin embargo, toda altura moral que el santo de Mosca pudiera tener para apoyar a Ishmael se esfumó con la revelación de Bianca. Avasallado por la mirada aprobadora de Azrael, Makoto se retiró de ese debate disparatado, mientras que el santo de Ballena hundía el rostro en la mano. Debía tener un dolor de cabeza de mil demonios.

—Inaceptable. ¿Qué clase de ejército es este en el que los oficiales sueltan insensateces a las puertas de una guerra? ¿Siquiera podemos considerarnos un ejército?

—Claro que sí. —Lesath apareció atrás de Bianca, limpiándose las migas con una mano y usando la otra para darle un suave golpe en la cabeza. Por un momento dio la impresión de que seguía siendo el subcomandante de la división Fénix y no un irregular más—. El ejército más poderoso del mundo. Y con la mejor líder que podríamos pedir.

 

Varios haces de luz cayeron sobre la explanada, formando un semicírculo frente a los cuatro generales. A varios los conocían: Nimrod de Cáncer se veía extraño con el yelmo picudo enmarcando el cabello gris y un manto dorado sobre un cuerpo que no solía necesitar protección, porque nadie alcanzaba a darle un golpe; Lucile, en cambio, se veía ajustada al manto de Leo, portadora y armadura habían nacido para ser uno, como era también el caso de Triela. La santa de Sagitario, última en unirse a los doce, solía vestir un traje negro como recordatorio de la vida que pudo tener, pero ahora, con el décimo manto zodiacal cubriéndola y las alas de oro extendidas en toda su envergadura, más que confundirla con una matona de la mafia, muchos en el lugar la percibieron como un ángel vengador listo para fulminar al enemigo. La cuarta de los aparecidos era un misterio. Podían reconocer el templo que resguardaba gracias a las características dobles hombreras y las escamas, pero por lo demás, Shizuma Aoi no tenía más fama que la de un rumor intercambiado de boca en boca.

—La Dama Blanca está aquí —dijo alguien, señalando a un tiempo la máscara sin rasgos de la joven y el cabello albino—. Esto es serio.

—¿Y qué hay del Ermitaño? —apuntó otro, cerca.

—Dicen que algo pasó en el Pacífico y lo está investigando.

—¿En el Pacífico? Eso es muy grande, ¿qué parte del Pacífico?

—Allí es donde estaba Reina Muerte. ¿Habrá reaparecido?

—¡No digas tonterías! El Gran Abuelo destruyó Reina Muerte.

Pero si la presencia de Shizuma Aoi y la ausencia de Ofión dio de qué hablar entre muchos de los presentes, el siguiente en aparecer dejó el lugar en un completo silencio. Para la mayoría, fue la primera vez que veían al Sumo Sacerdote sin la túnica papal y quedaron extrañados de que hubiese un santo de Géminis, tuvieron que ser los veteranos los que explicaran que aquel hombre con el yelmo de doble cara en los laterales era el mismo que lideró el Santuario todos estos años. Nadie pudo decir nada después, a pesar de que era bien sabida la razón por la que todos estaban allí.

—Cuando os miro a todos vosotros, siento orgullo. No debería, porque solo he cumplido con la tarea que Atenea me encomendó, lo conseguido en estos trece años es mérito vuestro, no mío. Sin embargo, me enorgullezco igualmente, porque de todo el daño que sufrimos en el pasado, nos hemos recuperado. ¡No somos el mismo ejército que enfrentó a la legión de Aqueronte! Nos hemos vuelto fuertes, más fuertes de lo que fueron quienes nos precedieron. Eso es lo que siempre pretendí: un Santuario renacido, capaz de valerse por sí mismo y superar cualquier adversidad. Eso era lo que esperaba de vosotros, eso es lo que sois. Ahora ya no tengo nada que enseñaros, porque caminamos en la misma senda, porque podéis valeros por vosotros mismos y andar el camino hasta el mañana. Permitidme, pues, dejad de observaros desde las alturas como un padre orgulloso, ¡permitidme luchad a vuestro lado como un hermano de armas!

Un clamor se extendió por el lugar desde miles y miles de gargantas. Ya perteneciesen a los Escudos, la Lanza o la Fortaleza de Atenea, todos los santos de todas las divisiones despidieron de esa forma al que fuera Sumo Sacerdote hasta ese día. En eso, los irregulares de la división Andrómeda fueron iguales que el resto, fue la guardia la que destacó esa vez, entrechocando lanzas, espadas, escudos y otras piezas de metal a modo de saludo. Tal era el orgullo que sentían, pues Kanon de Géminis no hizo distinción entre ellos y los santos, entre las amazonas enmascaradas y los hombres armados.

Kanon alzó el brazo y los sonidos se fueron apagando. Al bajarlo, la Otra Dimensión se abrió tras él, dando paso a una leyenda viva, Seiya de Pegaso, quien en esta ocasión tan solo precedía a una persona por todos conocida, y sin embargo, ahora irreconocible.

No era fácil distinguir la identidad de alguien que llevase puesto el yelmo papal.

—Los santos de oro hemos decidido por unanimidad quién será nuestra nueva líder —afirmó Kanon, de cuya palabra nadie dudó—. Nuestra Suma Sacerdotisa, Akasha.  


OvDRVl2L_o.jpg


#205 Seph_girl

Seph_girl

    Marine Shogun Crisaor / SNK Nurse

  • 983 mensajes
Pais:
Mexico
Sexo:
Femenino
Signo:
Acuario
Energia:
Cosmos:
Ataque:
Defensa:
Velocidad:
Victorias:
0
Derrotas:
0
Total:
0

Publicado 22 enero 2021 - 18:12

¡Saludos! Estoy de vuelta después de una larga ausencia que tú conoces y que no vale la pena exponer por aquí, pero cada semana me daba una escapada para leer los capítulos y estar al día.
Como mi tiempo es algo escaso ultimamente, lamento el que no podré dejar Reviews de los episodios anteriores, pero tú sabes bien lo que opiné antes y ahora sobre los eventos jeje, así que sigamos para delante :)
 
Capítulo 60: Arrodillate perro, digo, cuervo.
 
Pues Aqua es ahora la santa de plata de Cefeo, que se tiene que echar porras a si misma de que es más bonita la plata para no sentirse menos por no ser una de oro pese a ser una deidad XD.
Azrael ahora usa una armadura que pues nos hace recordar a los "caballeros de acero" que la Toei sólo desapareció sin dar explicaciones XD (pero me alegra, nunca fui fan de esos tipos, y habría sido lioso verlos metidos en las 12 casas y eso)
En fin, nos enteramos que Nimrod "peleó" con Azrael en igualdad de condiciones y que se prestó a ser su maestro jaja, que porque no acabó el entrenamiento de Shiryu (cuidado Azrael Skywalker)
Nimrod misterioso, parece que es un viejo muy muy muy antiguo.
 
Akasha será coronada como la nueva Papisa :O, y vemos que entre la multitud están las Saintias de SS Sho.
Emil quiso picar a Hugin, pero Sneyder, quien casi no habla demostró que cuando lo hace BANG congela el infierno.
Están todos los santos presentes, excepto Aries.... asi de grave debe ser lo que pasa en el Pacifico para que no esté presente en un evento masivo y de alta alcurnia :o
Bonito discurso el de Kanon, quien en verdad hizo a una generación muy muy muuuuy fuerte XD, ahora veremos cómo es que Akasha la utiliza para la guerra (no lo eches a perder mujer)
 
PD. Buen cap, sigue así x)

ELDA_banner%2B09_.jpg

 

EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#206 Rexomega

Rexomega

    Friend

  • 1,837 mensajes
Pais:
Espana
Signo:
Aries
Energia:
Cosmos:
Ataque:
Defensa:
Velocidad:
Victorias:
1
Derrotas:
0
Total:
1

Publicado 25 enero 2021 - 14:49

Saludos

 

Y regresa la sección...

 

¡Buen review, sigue así!

 

Seph Girl

Spoiler

 

***

 

Capítulo 61. Suma Sacerdotisa

 

Akasha había soñado con esa visión durante demasiados años como para creer que al fin era real. El ejército de Atenea, unido; los legatarios de sus maestros y compañeros de antaño, cuando solo era una niña con un gran potencial, realizados. Hierro, bronce, plata y oro, relucían en ese día al unísono, ninguna clase de oscuridad podría cambiar eso, ni siquiera una semejante a la de la Noche de la Podredumbre, la invasión de Caronte y la legión de muertos. Estaba convencida de ello.

Fijándose mejor, había algunas ausencias. Icario de Boyero no estaba entre los miembros de la división Cisne, jamás lo estaría de nuevo; por tanto, no era raro que Mera, más que una aprendiz de aquel sabio guerrero, casi una hija, no estuviese presente para ayudar a mantener el orden. Entendía eso, como entendía que si Kiki había encontrado un hueco en su apretada agenda de reparador para esa convocatoria, sus discípulos reparadores de mantos no estuviesen. De los asuntos de Ofión de Aries y Nicole de Altar ya había sido informada una vez le otorgaron las vestiduras papales: el Ermitaño investigaba la aparición de una enorme isla, acaso un pequeño continente, en los alrededores de la extinta Reina Muerte, mientras que la sombra del Sumo Sacerdote, como era conocido Nicole de Altar, se ocupaba de las tareas administrativas de la Fortaleza de Atenea. Aun si Minwu de Copa, quien tampoco era un guerrero, se presentó para rendir sus respetos, no podía culpar al santo de Altar por cumplir su deber. En cambio, sí que sentía que tendría que felicitar a Fang de Cerbero y Bianca de Can Mayor por su tesón: heridos de gravedad el día de ayer, ahí estaban.

«No —reflexionó Akasha, observándolos no a través de la máscara de una amazona, sino del velo, protector de su mente e identidad, levantado por el yelmo papal—. Lo que tengo que hacer es enviarlos a la Fuente de Atenea de inmediato.»

Si le hacían caso, eso era un asunto muy aparte. No todos los santos de Atenea eran tan cumplidores de las reglas como Makoto, y hasta él se había saltado una norma, al viajar hasta el Santuario para salvarla. Tal vez por eso Seiya de Pegaso, el único al que se le permitía seguir más allá de la línea formada por los santos de oro, veía con aprobación a quien él mismo entrenó para que tuviera una segunda oportunidad. O tal vez esa era solo una impresión que tenía y aquel héroe de leyenda, también maestro suyo, contemplaba lo mismo que ella henchido del mismo orgullo. Él era, después de todo, uno de los padres fundadores de la actual generación. Por él y sus compañeros, podía haber una nueva generación, para empezar. Ellos salvaron a la humanidad.

«Aunque Arthur siempre diga que el hombre nunca hace justicia a la leyenda —recordó Akasha con una sonrisa—. Vestiduras dignas para un hombre no tan digno.»

Ella no podía pensar de ese modo. Notaba una gran fuerza en el manto de Pegaso, así como una presencia única en la sencillez de aquel hombre de cabellos revueltos y mirada siempre determinada. Hasta ella, una santa de oro, había experimentado lo que eran la desesperación y el miedo. No creía que él pudiera sucumbir a tales emociones.

Vio más allá, a donde Makoto trataba de arrastrar a Azrael. Faetón mantenía la compostura mejor de lo que habría esperado, Tiresias tenía de nuevo orgullo en el rostro y Helena llenaba con honra el puesto que una vez ocupó Geist. Le pareció que el aura de líder que emanaban estaba a la par de los subcomandantes de división. ¡Y qué menos que fuera así! Si Marin de Águila, Ishmael de Ballena, Zaon de Perseo, June de Camaleón y el dueto formado por Bianca de Can Mayor y Hugin de Cuervo tenían  que mantener bajo control a un puñado de santos, esos tres tenían que dirigir a la facción más numerosa del ejército. Una que ya era numerosa ahora, estando incompleta. ¿Qué ocurriría en el futuro, cuando los que se fueron volvieran a casa? Por el momento, guardó para sí el secreto deseo de ver a Hybris disuelta y a todos sus miembros siendo lo que siempre debieron haber sido: parte del Santuario. La guerra no era el momento para esos cambios, se necesitaba tiempo, tiempo en período de paz. Cuando el poder de la Guardia de Acero quedase demostrado, la necesidad de vestir una armadura negra desaparecería y Gestahl Noah no tendría ya ningún poder en aquellos jóvenes.

«Aun así, muchos murieron vistiendo esas armaduras —pensó Akasha. Para ella, acusada de ser en parte responsable, en parte solución a medias, del Cisma Negro, no era difícil reconocer en la guardia a quienes se quedaron después de la Pacificación. Como tampoco le costó ver a los que se fueron en varios cientos de los muertos a través del Ojo de las Greas, el año anterior—. Si quiero convencerlos, tengo que comprenderlos primero. Ya no puedo permitirme pensar solo de una forma.»

¿Qué palabras podía darles? ¡Estaba muda! Antes de ese momento, cuando Arthur le sugirió tamaña locura, pensó que sabía qué debía decirles. Empezaría hablando sobre el peso del destino y la fuerza necesaria para cargar con él… ¡Inútil! No sentía que las sagradas vestiduras con las que iba cubierta pesaran más que el manto de Virgo, todo lo contrario. Se sentía ligera, como si ese fuera el lugar que siempre quiso ocupar. ¿Era así? ¿Leteo pudo haber consumido aspiraciones en lugar de recuerdos? No podía saberlo. Solo podía hablar por quien era ahora, la Suma Sacerdotisa. Y todos la veían como tal en ese momento, sin la reticencia que pudo imaginar en los últimos días. Tal era el efecto que tenía ser la representante de Atenea en la Tierra: la misma protección que mantenía a salvo la mente del primero entre los santos, lo volvía indistinguible a primera vista. Simplemente nadie podía disfrazarse como Sumo Sacerdote, eso era algo que cualquier santo de Atenea aceptaba sin más. También era la razón de que Saga de Géminis durase trece años en el poder sin ser cuestionado.

«Las barreras —pensó Akasha—. Las barreras que nos separan. Eso es.»

 

Desconocedores de lo que ocurría bajo el yelmo de la Suma Sacerdotisa, pocos tuvieron la cabeza lo bastante despejada como para ocupar su puesto. Apenas los santos de oro presentaban un orden mínimo, con Nimrod de Cáncer, Lucile de Leo y Triela de Sagitario a la diestra de Garland de Tauro, Sneyder de Acuario y Arthur de Libra, por una mera cuestión de compatibilidad con la división que estos últimos dirigían. Si la división Andrómeda no estuviese dispersa por todo el escenario, Shizuma Aoi, acostumbrada a vigilarlos, estaría a la cerca de ellos. En cambio, ella y Kanon de Géminis permanecían apartados, en los dos extremos de la línea zodiacal.

—No, no puedes pasar, ni siquiera tendrías que estar aquí —gruñó Makoto, todavía tirando de Azrael—. El asistente del Sumo Sacerdote es el santo de Altar, ¿recuerdas?

—Yo soy el asistente de la señorita —replicó Azrael.

—Eso ha sonado a enfadado. ¿Estás enfadado? —susurró Makoto, con una sonrisa maliciosa—. Pues ese enfado te lo vas a tragar como hacemos todos.

Siendo un santo de plata, vistiendo el manto y con la mano sana, por supuesto que Makoto pudo mover a Azrael a través de los pequeños grupos en que se habían dispersado las divisiones. Sin embargo, el asistente seguía pudiendo hablar.

—Tú no estás enfadado.

—¿Por qué debería estarlo?

—Hay descontento por este cambio, lo huelo en el ambiente. Y a ti no te gustan los cambios. Según mi experiencia deberías estar muy, muy enfadado.

—¿Bromeas? Esto tiene más sentido que cualquier otra cosa que haya visto desde el día de ayer. No, desde que acabé en vuestra división.

—¿De verdad?

—No me hagas hablar, Azrael. Aunque susurre, estamos entre los mejores guerreros del mundo. Nadie aquí tiene problemas de oído.

Con eso, Makoto dio por terminada la corta discusión. No mentía, de verdad era capaz de entender el razonamiento detrás del Juez para sanar el Santuario antes de que se destruyese a sí mismo. Convirtiendo Akasha en Suma Sacerdotisa, los pecados se tornaban en decisiones duras, difíciles de entender para el resto, pero necesarias. Así, de un solo movimiento, todos los santos de Atenea volvían a serlo. Eso tenía, al menos, más sentido que tantos pactos bajo la mesa y el endemoniado proyecto de la Guardia de Acero, que Azrael exhibía con su sola presencia en el lugar.

«Habrá que vivir con eso —decidió Makoto, resignado. Por lo menos, se aseguraría de que el asistente no cometiera ninguna locura quedándose cerca. No parecía que a Tiresias y Helena les molestase tenerlos a los dos por ahí. Y Faetón, su antiguo jefe, estaba tan confundido como él lo estuvo el tiempo que pasó con la división Andrómeda—. Hay un momento en el que la paciencia de un hombre supera todo límite y ya no hay nada que nos pueda sorprender. Atestiguar que una persona es condenada a prisión y nombrada líder en tan solo dos días debe ser uno de esos momentos.»

Para él, sin embargo, no lo era. Se sentía incluso cómodo con lo que ocurría.

«Porque más que poder y sabiduría, lo que de verdad necesitamos los santos en un líder es… —Tardó un poco en atreverse a pensarlo, a admitirlo—. Compasión.»

Ya que eran hombres imperfectos, necesitaban recordar que pese a los errores cometidos, seguía habiendo esperanza. Al menos, eso es lo que él pensaba.

 

—Os veo revueltos —fue lo primero que Akasha dijo, sorprendiendo a más de uno. Se oyeron risas nerviosas en uno y otro lugar, dos o tres se sonrojaron. La mayoría solo calló, receptores de una voz que llegaba hasta todos los presentes—. Eso es bueno. El sistema de divisiones fue creado para sobrevivir a una época de futuro incierto, en la que debíamos perseguir a los enemigos del presente mientras nos preparábamos para las amenazas del futuro y protegíamos esta tierra sagrada. Era un noble propósito, empero, terminó por hacernos olvidar que somos un único ejército, que cada división no debía tratar de ser mejor que el resto, sino complementarse. Al menos, por ser un cambio tan reciente, sabemos las razones de su existencia y en qué fallamos. No fue lo mismo en el pasado con la diferencia entre los santos de oro, de plata y de bronce, aunque puedo imaginar que las razones fueron semejantes, que se esperaba de cada rango una función particular, necesaria en tiempos convulsos, que quedó desdibujada hasta no ser más que límites para el potencial de quienes servían a Atenea. Hasta que ciertos jóvenes rompieron esos límites —acotó, mirando no solo a Seiya, que estaba a su diestra, sino también a Shun, uno más en aquel ejército donde era una leyenda—. Y creamos unos nuevos, que también habrán de romperse. Hoy habéis dado el primer paso hacia ese futuro. En verdad, no importa bajo qué constelación nacimos, los fuertes y los débiles, los violentos y los pacíficos, los valientes y los cobardes… Todos hemos sido escogidos por nuestra diosa, con nuestros fallos y aciertos, de entre millones de personas. Eso debe tener algún significado, ¿no creéis? Somos santos de Atenea, sin importar el manto.

La aprobación era unánime entre las cinco divisiones. Pronto, eso cambiaría.

—Lo somos —prosiguió—, desde el mismo día en que iniciamos nuestro entrenamiento. No es el manto sagrado que obtenemos al final de nuestros esfuerzos lo que nos convierte en dignos escogidos de Atenea, sino nuestros valores, nuestro deseo de luchar por sus ideales con todo lo que tenemos. Eso es lo que quise expresar hace cinco años —se atrevió a recordar, sabiéndolo indispensable—. Todos los que fuimos alguna vez elegidos por Atenea, moriremos siendo el orgullo de la única diosa que vela por la humanidad, somos sus soldados, sus santos. Aun en la muerte, cuando ninguna tela viste nuestros cuerpos espirituales, lo somos. La Corona del Zodiaco, la Espada de Plata, el Escudo de Bronce y el Muro de Hierro. Es cuando luchamos unidos que nos convertimos en el ejército invicto en que los hombres siempre han podido confiar.

Pausó un momento. Ya no necesitaba pensar lo que quería decir, lo sabía, pero era algo duro lo que estaba por contar a quienes por miles de años se supieron garantes de la paz y la justicia en el mundo. Los años y las últimas palabras de Kanon habían preparado el terreno para ver a los miembros de la guardia como algo más que sirvientes. Para las alianzas que se habían formado en la sombra, en cambio, nada podría prepararlos.

—¿Cuál es la misión de los santos de Atenea en este mundo? Nunca fue establecer una religión, ni mi posición como Suma Sacerdotisa, ni la de mis predecesores, ha supuesto nunca una influencia en el mundo mayor que la necesaria. —Estaba de más nombrar el preocupante caso de Saga de Géminis, que empero, tampoco pudo ver cumplidas sus ambiciones por tener su mente dividida—. Estamos aquí hoy porque la humanidad nos necesita, dejaremos de estar cuando eso cambie; porque Atenea siempre ha tenido fe en nosotros, debemos confiar en que tal futuro se verá realizado algún día. Nosotros, los santos de Atenea, solo rendimos homenaje a aquella que nos escogió, no obstante, eso no nos enfrenta a quienes no le rindan oraciones ni le juren lealtad. Así como no vestir el manto sagrado no hace que un santo deje de serlo, tampoco el hecho de no ser un santo impide que alguien luche por lo mismo que nosotros, ¿verdad? Porque hay algo más profundo que nos une, y es que todos somos seres humanos, ya sea un metal el que dé nombre a nuestros rangos, ya sea un color, desde el azul de Bluegrad hasta el negro de quienes un día, no hace tanto, fueron nuestros compañeros.

Hubo murmullos de descontento, así como miradas de reproche hacia el miembro de Hybris que se atrevía a pasear por ahí. Soma les respondió con gestos burlones.

—Y eso no es todo —continuaba Akasha, haciéndose oír sin necesidad de alzar la voz—, porque antes incluso de ser seres humanos, somos seres vivos compartiendo un mismo planeta. Los hombres respiran el mismo aire que nuestras nuevas vecinas, las ninfas, y navegan sobre los mismos mares que habitan las criaturas de Poseidón. Por muchas diferencias que existan entre nosotros, por muchas otras que se quieran levantar, seguirá siendo un hecho que compartimos un mundo, un mundo que ahora está en peligro. Es por eso que hoy, ante todos vosotros, se formalizará a los ojos de los inmortales una alianza entre todos los vivos, es por eso que hablaba del fin de las divisiones, porque la amenaza para la que debemos prepararnos no es ya un ser humano, ni siquiera un ser vivo, sino la muerte olvidando cuál es su lugar, allá en el hondo Hades y el aún más profundo Tártaro. Comprendo vuestro desconcierto —admitió, siendo ya imposible negar que viera cada suceso que ocurría en el lugar—, escogisteis un bando hace demasiado tiempo y eso siempre supuso no escoger otro. No os pido que cambiéis, nacimos para ser santos de Atenea y moriremos como tales, luchando en el lado escogido por la diosa de la sabiduría y las guerras justas. Bien, yo creo que el lado de Atenea es el de los seres vivos de este planeta, que fuimos entrenados para defenderlos a todos ellos, sin distinción. Como quienes no solo servimos, sino también creemos en aquella que nos dio un futuro, tenemos el deber de unirnos ahora, como un primer paso para la unidad del mundo entero. Eso es lo que pienso como Suma Sacerdotisa.

Una nueva pausa. La Noche la Podredumbre le vino a la mente ahora que había contado todo lo que quiso, pero alejó de su mente el aciago recuerdo. No iban a vengar a los caídos, no era ese el impulso que los legatarios de los héroes merecían. Si marchaban, sería para defender el mundo, como era el deseo de Atenea.

—¡A todos los seres de este planeta, oíd mi ruego! —exclamó sin pensarlo. Los muertos del ayer le sonreían, aceptando su resolución—. ¿Defenderéis conmigo nuestro mundo?

 

Kiki estuvo entre los primeros que respondió con gran ánimo, junto a Tiresias y la mayor parte de la guardia. Muchos más se unieron después, aun si no llegaban a la unanimidad conseguida por el antiguo Sumo Sacerdote. Akasha, debía reconocerlo, proponía cambios duros de aceptar. La equidad entre santos y guardias, alianza con Poseidón y los caballeros negros, identificarse como defensores antes que como santos de Atenea… Hablar de unidad conllevaba que la gente recordara las diferencias que tenían que superarse, tendría que haber seguido el tono del Sumo Sacerdote —ahora, de nuevo, Kanon de Géminis— sin distinguir a unos de otros, de milagro no se le ocurrió tratar de forma separada al santo del santo femenino.

«Será que está acostumbrada a que sea lo mismo.»

Fuera como fuese, consideraba que lo había hecho bien, no perfecto, pero bien. Como padre, estaba orgulloso de los logros de aquella niña de Rodorio a quien transmitió sus poderes por rebeldía. Y esperaba estar todavía más orgulloso por los siguientes.

—¿La unidad del mundo entero? ¿Piensas conquistarlo de nuevo?

El maestro herrero de Jamir se sobresaltó al escuchar esas extrañas palabras, recuperando la compostura al ver que se trataba de Aqua. Al parecer, el manto de Cefeo no impedía que siguiera siendo tan rara.

Ya las voces se habían apagado. El apoyo, sonoro e intenso, no tenía que durar más de lo necesario. Les esperaba una guerra.

 

***

 

Terminada la presentación, quedaba claro que era aceptada como sucesora de Kanon de Géminis, ya fuera con entusiasmo, reticencia o indescifrable silencio. Ahora era el momento de hacer honor a tal título y dirigir a aquellos hombres.

—Nuestro enemigo son las legiones del inframundo, creemos que aparecerán en aquellos lugares en los que… —Akasha calló de pronto. Las gentes que veía estaban de paralizadas, como insectos en ámbar. Y no solo ellos, todo en el mundo parecía haberse detenido, adoptando incluso un tono desprovisto de color. El negro, el blanco y los tonos de gris imperaba allá donde mirase, excepto en el ser que apareció a su izquierda, sonriéndole—. ¿Quién eres tú? —cuestionó, hostil.

Una pregunta vana. Sabía quién era, no porque lo hubiese visto, sino porque lo conocía. Las ropas eran de agua oscurecida, acaso extraída de las mismas profundidades del océano, fluyendo hasta asemejarse a una túnica ceñida por un cinto hecho de espuma. El rostro, redondeado y pálido hasta parecer azulado, solo parecía vivo por el color de los cortos cabellos rizados y los ojos, de un tono semejante al coral rojizo.

Tritos de Neptuno, sabiéndose reconocido, dedicó a la Suma Sacerdotisa una sonrisa de oreja a oreja, acentuando la intensidad de la mirada.

—No han pasado los tres días —objetó Akasha.

—Mira a toda esta gente —repuso Tritos, abarcando a todos los soldados de Atenea, grises y estáticos en aquel tiempo detenido—. Muy pronto morirán. Todos ellos

—Los santos no mueren.

—Bromeas, ¿verdad? Morir es lo que se os da mejor.

—¿A qué has venido?

—Arrasará todo este planeta que pretendes defender —anunció Tritos, mirándola con una expresión seria, única en él—. Cuando el ejército de los muertos se levante, con Caronte como líder, será imparable.

—¿Admites que Caronte y esta guerra tienen que ver?

—Pudisteis haber evitado esta guerra olvidando un pequeño problema de comunicación —replicó Tritos, haciendo caso omiso al desagrado que Akasha mostró—. Caronte es el regente del Plutón, puede contener a las huestes del inframundo. Al traicionar su confianza liberando a Poseidón, le has obligado a buscar aliados más debajo de donde querríamos. Felicidades, has condenado a toda la humanidad. Otra vez.

—Poseidón no está libre.

—Bromeas, de nuevo. ¡Cómo quisiera reírme contigo! —exclamó Tritos con sincero arrepentimiento—. ¿Qué hice mal? ¿Cómo pude convencerte?

Akasha tomó aire. Nada de lo que Tritos decía tenía sentido. A decir verdad, era igual que en la Batalla del Pacífico, demasiado contradictorio.

—Tú fuiste quien quiso liberar a Poseidón, para empezar.

—El robo del ánfora y la manifestación de Leteo eran eventos que debían ocurrir —explicó Tritos, acelerado—. Yo no podía actuar, solo dar consejos. Si nadie hubiese hablado con Oribarkon antes de eso, habría podido hacerle entrar en razón.

—Cuando hablé con él ya estabas en su cabeza.

—Me metí en su cabeza para saber quién lo manipulaba —aclaró Tritos—. Fue inútil, como imaginarás. De haber sido por mí, el ánfora de Atenea estaría a buen resguardo durante todos los siglos de sueño que le quedaran a Poseidón. ¿Sabes por qué, niña? ¿Sabes por qué tu genial idea bañará este mundo de sangre? Porque Atenea no ha renacido. La única alianza que el dios del mar podría formar ahora es con el Hijo.

—¿De nuevo con eso? ¿Cuántas veces debemos deciros dónde está nuestra lealtad?

—¿En dónde más que en ti? —contestó Tritos—. Pretendes manipular a un dios para ejecutar una venganza pueril. Eso es lo que buscas, el resto son mentiras para que puedas dormir por las noches, hasta que entiendas que siempre existió una razón para que no hubiese un único dios encarnado en la Tierra.

Las últimas palabras del astral, acaso una advertencia desesperada, se oyeron a la vez que empezaba una melodía conocida por ambos.

Sorrento estaba ahí, envuelto por las escamas de Sirena y avanzando sin parar esa música lenta y tranquila, como una invitación al tiempo para que volviera a fluir con normalidad. A Akasha no le sorprendió demasiado verlo a él; Julian Solo le había dado el puesto de Gran General del ejército marino y era natural que tal personalidad viniese a ultimar los detalles de la guerra con la nueva líder del ejército terrestre. Sin embargo, la persona que caminaba al mismo son que el general marino era un asunto aparte.

Era un Solo, de eso estaba segura. Las mismas facciones, la misma mirada penetrante, evocando al mar, hasta la ropa que vestía, los gestos y la manera de andar se asemejaban tanto a las de Julian Solo que al principio Akasha lo confundió con él. Después, conforme Sorrento y aquel personaje se acercaban con notable tranquilidad, notó que era mucho más joven —con suerte pasaría los dieciséis años— y se distanciaba del solemne empresario en algunos detalles, como recoger el cabello en una coleta.

—Si debo enfrentarme a Poseidón para estropear tus planes, lo haré —advirtió Tritos, en cuyas pupilas se reflejaban los recién llegados—. Si eres lista, lucharás contra Caronte con honor, así muráis en el intento. Si no… —Negó con la cabeza, los nervios lo estaban dominando. No podía ver a los ojos aguamarina del joven Solo. Empezó a teletransportarse, no sin antes susurrar algo—: No admitiremos otros falsos dioses.

Akasha no tuvo tiempo de darle vueltas a ese último comentario ni nada que Tritos hubiese dicho. Podía pasar de largo la proeza de Sorrento, quizá porque luchaba contra el mundo gris que lo rodeaba, donde el tiempo seguía detenido. Al joven Solo, por el contrario, no podría ignorarlo ni poniendo en ello todo su empeño. Ni siquiera el hecho de que la fuerza de aquel muchacho no fuera visible la tranquilizaba; si era cierto lo que creía en ese momento, tal persona no requería exhibir el cosmos de un hábil guerrero para hacer notar su presencia. Le bastaba con existir para que los mortales se inclinasen.

—Soy Adrien Solo —saludó el muchacho, ya enfrente de la sorprendida Suma Sacerdotisa—. Es un placer conoceros, Su Santidad.

Tras decir eso con el tono de un muchacho —uno al que no le faltaban ni la fuerza ni la dignidad, pero un muchacho—, Adrien Solo tomó la mano de Akasha y la besó. No debió pensar mucho el gesto, ya que al alzar la cabeza lucía confundido.

—¿Te inoportuna mi presencia?

—Me sorprende —admitió Akasha—. ¿Sois…?

—Duerme dentro de mí. El dios del mar, Poseidón, a quien liberaste. Espero que no te incomode si te trato con familiaridad, no siento que pudiera ser de otro modo.

Después de que Sorrento confirmara tales pretensiones con un rápido intercambio de miradas, Akasha hizo un gesto de asentimiento. Desde luego, el avatar de Poseidón podía respetarla como representante de Atenea solo hasta cierto límite.

—He aprovechado que el tiempo está detenido para presentarme. No debería hacer grandes esfuerzos por unos días —confesó Adrien Solo, nadie menos que el hijo de Julian Solo, a la vez que se bajaba la manga de la blanca chaqueta. Tenía vendas en el brazo derecho, quizá también en el izquierdo. Se la subió enseguida—. Esto tiene que ser un secreto, también lo que soy. No nos conviene confundirlos más.

Adrien Solo hizo un gesto hacia el ejército de Atenea. Muchos ahí tenían varias verdades que tragar en los días previos a la batalla. Sumar a estas la idea de que Poseidón caminaba por la tierra, del modo que fuera, sería una locura.

—En el futuro, tendremos que dar algunas respuestas. Ahora me conformo con la victoria. ¿Me ayudaréis a alcanzarla?

—Por supuesto —contestó enseguida Adrien Solo—. Allá donde haya mar, mi ejército… quiero decir, el ejército de Poseidón estará para daros apoyo.

La melodía de Sorrento alcanzaba entonces el clímax, tan hechizante como lo era la mirada del joven en esos momentos, reflejo del alma divina que dormitaba en su ser. Akasha apenas notó que Adrian Solo besaba de nuevo su mano antes de que el tiempo volviera a fluir con normalidad, barriendo todo rastro de la escena.

 

No mucho después, cuatro cosmos se manifestaron en la entrada y al momento un igual número de estelas llegaron hasta el espacio que separaba a la Suma Sacerdotisa y Seiya de los santos de oro. Se trataba de los representantes de las fuerzas aliadas: Ícaro de Sagitario Negro, Alexer de Bluegrad, Sorrento de Sirena y Orestes de la Corona Boreal. Akasha recibió a este último con recelo, temiendo escuchar la propuesta de hace trece años. Pero el siervo del Hijo no habló de condiciones, sino que pronunció lo que solo podía llamarse un juramento de vasallaje.

—¿Renunciarías a tu dios para servir a Atenea? —tuvo que preguntar Akasha.

—Así como el Santuario sirve solo a uno entre los inmortales, yo también he jurado dedicar mi vida al Hijo —aseveró Orestes—. Un dios sabio, que a buen seguro desea reparar los daños que os ha causado al ofreceros ayuda. Contad conmigo hasta el día que juntos destruyamos a Caronte de Plutón, sin importar lo que ocurra después.

Por muchas reservas que Akasha tuviera del Hijo, no tenía una razón sólida para rechazar esa ayuda, sobre todo si el caballero era clave en mantener a Hybris bajo control. Aceptó, indicándole que sería una valiosa fuerza de reserva, para recibir después al orgullo de esa problemática orden.  

Ícaro no tenía buena opinión de Orestes, eso quedó claro cuando cruzaron miradas. Le pareció que sentía más recelo hacia él que respecto a ella, una de las que combatieron a su madre. Con todo, no se confiaba: era el caballero negro de Sagitario; vistiendo la única réplica existente de un manto zodiacal, con la apariencia corrompida de uno de los héroes más queridos del Santuario, era el último de entre los miembros de Hybris que abandonaría los ideales de la organización, por la razón que fuera. Estaba orgulloso de quiénes eran y lo que hacían, por eso estaba allí en lugar de Gestahl Noah, para dejar claro que no eran un grupo derrotado aceptando la limosna del Santuario, sino una fuerza con la que tendrían que contar si querían ganar la guerra. Sabiendo de eso, Akasha alejó cualquier idea de acercarse a él como una amiga comprensiva; de momento eran solo aliados por necesidad, eso bastaría.

—El mal de Reina Muerte no ha desaparecido —admitió la Suma Sacerdotisa, conmocionando a los presentes, ya fueran siervos de Atenea o aliados—. Una extensa tierra ha aparecido, relacionada con Leteo, dios del olvido. ¿Podemos contar con los caballeros negros para esa empresa? —Ícaro asintió—. ¿Podemos contar con que enviéis refuerzos a otros campos de batalla? —Un nuevo gesto de asentimiento—. ¿Serás tú el general de todas las fuerzas de Hybris?

—Somos seis —dijo la sombra de Sagitario, henchido de orgullo—. Si lo que preguntas es si puedo luchar contra enemigos demasiado fuertes para vosotros, puedo, en Hybris no necesitamos permiso para decidir a quién matar y a quién no.

Era una respuesta como otra cualquiera, así que Akasha lo despachó. Ya maquinando dónde sería útil un segundo santo de Sagitario —no dudaba que el guerrero, por joven que fuese, estuviese a la par de Triela—, recibió a Alexer.

El príncipe de Bluegrad no debía nada a los caballeros de Sagitario Negro y Corona Boreal, contaba con una armadura notable, superior a la del resto de guerreros azules y a la par de los mantos sagrados. Era una buena cosa, demostraba lo mucho que Piotr confiaba en su hijo, al punto de confiar en quien alguna vez quiso derrocarle el papel de embajador y acaso futuro líder de la Ciudad Azul. Si eso era así, a Akasha no le extrañaría: Alexer tenía ya el porte de un rey. Reyes y dioses, tales eran los seres con los que tendría que lidiar de ahora en adelante, como Suma Sacerdotisa.

—He venido a reiterar la alianza que une a Bluegrad y el Santuario —dijo Alexer, con una respetuosa inclinación—. Confío en que sea intención de Su Santidad mantenerla en estos tiempos, cuando los muertos se atreven a aspirar al Trono de Hielo.

—Hacéis bien en confiar, príncipe Alexer —dijo Akasha—. En honor a la ayuda que nos prestó tu pueblo hace trece años, los santos de Atenea marcharemos en defensa de Bluegrad, para que siga siendo la más hermosa ciudad de Siberia, donde los vivos demuestran día a día al frío norte lo bien que arden las almas de los mortales.

—Entonces, ¿aceptaréis también nuestra ayuda? —apuntó Alexer, sorprendiendo incluso a Akasha—. Lord Folkell, un aliado de mi padre que se hospeda estos días en palacio, desea combatir en esta guerra a la diestra de los santos de Atenea. Y muchos guerreros azules quisieran ir a territorio enemigo a mandar saludos al viejo rey.

—Por supuesto, un pueblo de mercenarios nunca recibiría algo sin dar otra cosa, como tampoco daría ayuda sin recibir algo a cambio —entendió Akasha—. Sea. Acompañaréis a nuestra fuerza principal en el territorio enemigo. En cuanto a vuestro amigo, lord Folkell, habrá lugar para él en un gran campo de batalla, en China.

Alexer aceptó ese trato, realizando un gesto de asentimiento, y se retiró allí donde esperaba Ícaro, ambos querían saber los planes para la batalla antes de repartir órdenes a sus respectivos ejércitos. Orestes también estaba allí, dispuesto a no quitar un ojo de encima al miembro de Hybris, mientras que Sorrento, el cuarto del grupo, daba un paso adelante para hacer la misma oferta que había hecho su señor hacía tan solo un momento. Akasha se cuidó de no sonreír por esa curiosidad, pero por forzar tranquilidad acabó viendo con el rabillo del ojo un detalle particular.

Seiya fruncía el ceño. También Shun, entre los santos de bronce y de plata, lo hacía. ¿Tenían algo en contra de Sorrento? No podía ser. El santo de Andrómeda jamás había tenido queja del general marino de Sirena hasta ahora.

«Claro —entendió Akasha al punto—. Llevan mantos sagrados bañados por la sangre de Atenea. Han escuchado todo lo que dijo Tritos. Todo lo que dijo Adrien Solo.»

Tardó un minuto en decidir que el silencio de ambos demostraba un voto de confianza hacia ella. Debió ser raro para todos, excepto ellos tres y Sorrento.

—El ejército del mar estará al servicio de la humanidad en esta ocasión —dijo el Gran general, devolviendo la situación a la normalidad—. Allá donde halla océano…

—Me gustaría contar con tus valiosos hombres en el norte —interrumpió Akasha—. Si al príncipe Alexer le parece bien, nos serviría para defender más terreno y concentrar un mayor número de nuestras propias fuerzas en el ataque al enemigo.

Tanto Alexer como Sorrento mostraron su conformidad con parcos gestos.

—Hablamos de muchos soldados, Su Santidad, ¿estáis segura de que no necesitáis ayuda en otros campos de batalla? En esa nueva tierra, por ejemplo.

—Desde luego —dijo Akasha—. Es una tierra extensa, más que una isla, más que muchos países, pero si las fuerzas del mar se unen a los caballeros negros, estoy segura de que podríamos abarcarla. ¿Sería posible, pues, dividir el ejército en tres más pequeños? Uno en Bluegrad, uno en esa nueva tierra y otro en la superficie marina.

—Su Santidad, los mares no pueden siquiera concebir la idea de un ejército pequeño —se atrevió a bromear el Gran General—. Sí, podemos apoyar a Bluegrad y la orden los caballeros negros sin descuidar el resto de este mundo.

Aclarado tal asunto, se retiró, colocándose a la derecha de Alexer del mismo modo que Orestes quedaba a la izquierda de Ícaro. La Suma Sacerdotisa, aun estando atrás, parecía situarse en el centro, cabeza fáctica de esa alianza de defensores de la vida.

—¿Y bien, santos de Atenea? —dijo Akasha, de nuevo dirigiéndose a sus compañeros, sus hermanos bajo las alas de la diosa guardiana de los hombres—. ¿A cuál de estos honrosos aliados ayudaréis? Olvidad las rencillas del pasado, olvidad el rango que habéis ostentado y hasta el color de vuestro manto sagrado. Decidid la batalla que lucharéis como si esta fuera a ser la última y decídmela sin temor alguno.


Editado por Rexomega, 27 enero 2021 - 06:50 .

OvDRVl2L_o.jpg


#207 Seph_girl

Seph_girl

    Marine Shogun Crisaor / SNK Nurse

  • 983 mensajes
Pais:
Mexico
Sexo:
Femenino
Signo:
Acuario
Energia:
Cosmos:
Ataque:
Defensa:
Velocidad:
Victorias:
0
Derrotas:
0
Total:
0

Publicado 29 enero 2021 - 15:00

Capítulo 61: Santos revueltos
 
Bonito discurso el de Akasha, no esperaba menos de la compasiva y manipuladora Akasha XD, a la que sólo faltó que le gritaran "¡MHYSA!" jiji
Y que llega Tritos para intentar por... sepa cuantas veces ya, el evitar que haya guerra jaja pero pues todos son tercos y el fic no se llamaría "LA ULTIMA GUERRA SANTA" sin guerra XD Sorry Tritos, deja de intentar ya.
Y que Tritos corre cuando ve llegar a Adrien Solo, jaja pero no sin antes dejar un par de diálogos "sospechosos".
Adrien nos hizo recordar esa escena en la que Julian le propuso matrimonio a Saori XD, dos besos en la mano le robó a Akasha, galanazo.
 
Todo el capitulo estuvo genial con tanto personaje que ya conocemos, la forma en cómo se expresaron Ícaro, Orestes, Sorrento y Alexer estuvieron bastante bien, todo podía imaginarlo cual si fuera ánime x3
Ahora, veremos quiénes se irán a cuáles lugares a pelear, quienes morirán y quienes sobrevivirán a ella.
 
PD. Excelente cap, sigue así x3

ELDA_banner%2B09_.jpg

 

EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#208 Rexomega

Rexomega

    Friend

  • 1,837 mensajes
Pais:
Espana
Signo:
Aries
Energia:
Cosmos:
Ataque:
Defensa:
Velocidad:
Victorias:
1
Derrotas:
0
Total:
1

Publicado 01 febrero 2021 - 07:32

Saludos

 

¡Buen review, sigue así!

 

Seph Girl

Spoiler

 

***

 

Capítulo 62. Últimos preparativos

 

El frente norte abarcaría los alrededores de Bluegrad, en Siberia Oriental. Los guerreros azules de la remota ciudad serían apoyados por un tercio del ejército marino y un grupo de santos pertenecientes a las divisiones Andrómeda, Cisne y Fénix.

La antigua residencia de los Heinstein sería el frente occidental. Allí, las divisiones Dragón y Pegaso, incluyendo a los generales Garland y Arthur, realizarían un asalto frontal. Shaula y Sneyder se les unirían, así como grupos especializados de los caballeros negros y los guerreros azules, según fuera necesario.

Otro tercio del ejército marino apoyaría a la práctica totalidad del poder de Hybris en una misión de reconocimiento en el Continente Perdido, como eran ya conocidas las extrañas tierras aparecidas en el Pacífico. Ofión y Shizuma formarían parte de la expedición, con el deber de aconsejar y prestar apoyo al Gran General Sorrento. Si resultaba ser la base de la legión de Leteo, como se sospechaba, tal territorio sería considerado el frente oriental.

Quienes no se dirigieran a ninguno de esos campos de batalla, sin importar a qué división o ejército perteneciesen, acabarían formando parte de una legión mixta de santos, guerreros azules —una variante europea de estos—, caballeros negros y determinados civiles y militares del territorio chino. Esto último era necesario, ya que el frente sur, a mil kilómetros del monte Lu, sería el más grande con diferencia y no debía permitirse que la batalla afectase a los países colindantes de Naraka, la tierra de nadie sobre la que mucho tiempo atrás se construyó la Torre de los Espectros.

Además, atendiendo a cualquier posible imprevisto, la Suma Sacerdotisa, con Lucile como guardaespaldas, se quedaría en Rodorio. Incluso Nicole de Altar permanecería esos días junto a ella, como mano derecha en lo que se refería a la administración del Santuario, antes de unirse a la batalla. No podían descuidar la villa hasta que Caronte fuera derrotado. Desde esa posición, la nueva representante de Atenea en la Tierra estaría pendiente del avance de los cuatro frentes de la guerra.

 

—¿No piensa luchar con nosotros? —preguntó Faetón, junto a Tiresias y Helena, el último en ser convocado para escoger dónde podría combatir. No se dirigió al caballero negro ni al Gran General, ni siquiera al príncipe de Bluegrad, y ni hablar del caballero de Corona Boreal, del que tan poco se sabía. Él era el jefe de los vigías del Santuario, servía a Atenea como un guardia honrado. Punto. Que no le vinieran con cuentos ahora—. ¿El Sumo Sacerdote lo hará, no?

En ese momento, Kanon conversaba con los cuatro generales sobre el asalto a Heinstein. La estrategia que proponía, por alguna razón, no gustaba nada a Shaula.

—Tengo un papel que cumplir —contestó Akasha.

—Te recuerdo —intervino Tiresias, carraspeando—, que la seguridad de Rodorio nos permitirá ir a la batalla sin miedo a que nuestra gente quede desamparada. Es porque sacamos ese tema que recibimos esta respuesta que criticas, Faetón.

—Patrañas —exclamó el jefe de vigías, desechando tales explicaciones con un gesto—. Ni toda la guardia puede compararse con uno de los santos de oro que permanecerán aquí. Podríamos quedarnos todos en Rodorio, si la seguridad de la villa es lo que les preocupa, y no cambiaría nada, ¡nada!

Tiresias, ceñudo, quiso replicar, pero entonces Akasha dio un paso hacia ellos.

—Todos los santos de Atenea tienen un papel que cumplir en esta guerra, Faetón, ninguna de mis palabras fue en vano —aseguró, al tiempo que Azrael aparecía justo a la espalda del jefe de los vigías, sobresaltándolo—. Existe un proyecto que hemos estado llevando a cabo para vosotros. Lo llamamos Edad de Hierro. Azrael, por favor.

El asistente asintió, dando con notable entusiasmo una explicación somera sobre la Guardia de Acero y las ventajas que suponía el equipo creado por el profesor Asamori. Armas, herramientas de apoyo, armaduras de tipo exoesqueleto como la que llevaba… Había utilidades para quienes preferían el combate cuerpo a cuerpo, para los que tenían buen ojo y podían llevar una lucha a distancia y hasta para los que no deseaban usar armas de ninguna clase. ¡Hasta tenían vehículos especializados! Claro que esa parte de la producción estaba compuesta más que nada por prototipos, como los cazas Pegasus. La expresión de Faetón fue cambiando conforme escuchaba de todas aquellas maravillas, demasiado tentado como para repudiarlas, que a buen seguro sabía era lo que se esperaba de él. También Tiresias evidenció sentir cierta curiosidad.

—Guardia de Acero —murmuró el jefe de los vigías—. ¿Ser mandado por este…?

—Me gustaría contar con vosotros como líderes —cortó Akasha enseguida—. Shiva, Leda y Azrael tienen autoridad sobre los miembros actuales de la Guardia de Acero, pero si es posible que más en el Santuario se unan —dejó caer, mostrando que no pensaba forzarles a tomar esa decisión—, no deseo pedirles que obedezcan a extraños, sino a quienes siempre han hecho una gran labor y que por tanto merecen su respeto. ¿Quién más que Tiresias para dirigir a los guardianes y quién más que Faetón para ser el primero entre los vigías? ¿Y…?

La mirada de la Suma Sacerdotisa se posó en Helena, callando al ver que la amazona negaba con la cabeza. La propuesta no le interesaba.

—No quisiera ser descortés, Su Santidad, pero las amazonas hemos luchado a la manera de los santos desde antes de que nuestra existencia fuera oficial. No empuñaremos arma alguna, como tampoco vestiremos una imitación de manto sagrado.

—Nosotros llevamos ya tiempo empuñando armas, corrientes y míticas —comentó Tiresias tras ver que nadie ponía objeción a la decisión Helena, aprobándola por omisión—. Al menos, mis hombres lo hacen con más orgullo ahora que cada lanza es bendecida por Nimrod de Cáncer.

—Es lo mismo con mis espadachines —admitió Faetón con más reticencia—. No me apetece nada darles pistolas, no somos el maldito ejército de una de esas naciones belicosas, tenemos nuestro orgullo. Sin embargo, mejores armaduras serán bienvenidas.

«Y si había que usar pistolas, se usaban.» Eso era lo que traslucían los ojos de Faetón, que a buen seguro ocultaba su verdadero parecer por la presencia de Helena y Tiresias.

De esa forma, los líderes de los santos de hierro expusieron sus puntos de vista, cimentando la posterior decisión de Akasha. Esta, ni celebró ni condenó la postura de aquellos, sino que hizo un llamamiento a cada guardia para decidir qué necesitaban de forma individual. Más velocidad, más fuerza, más alcance… Cada hombre era un mundo y Azrael estuvo encantado de exponer las ventajas del proyecto, ahora sí, siempre al lado de Akasha. ¿Lo más curioso? Muchos de los que escogían armas de largo alcance eran hombres de Faetón, que tras una muy creíble reprimenda, acababa aceptándolos así. Solo las amazonas, por respeto a Helena, y los Toros de Rodorio y los Arqueros Ciegos, quedaron al margen de la convocatoria. Aquellas unidades estaban bien luchando con las armas que ya poseían, no necesitaban más.

 

Mientras que los aliados se retiraban ya a prepararse —Orestes siguiendo los pasos de Ícaro una vez obtuvo la muda aprobación de la Suma Sacerdotisa—, se iban formando grupos de santos a uno y otro lado de la larga fila de guardias. Uno de estos grupos giraba en torno a Ishmael, quien ya tramaba con ellos una estrategia efectiva de combate según qué legión del infierno tendría que enfrentar cada uno. No coincidirían los cuatro en un solo frente. Al observar sus opciones, solo el santo de Lagarto consideraba al igual que Ishmael prioritaria la defensa de la Torre de los Espectros, mientras que el santo de Auriga prefería el ataque a la base enemiga y el santo de Centauro consideraba importante prestar apoyo a Bluegrad. El Santuario tendría poca presencia allí.

—¿ No vas a acompañarme al norte, Willy?

—La presencia de santos en Bluegrad y ese nuevo continente me parece innecesaria en principio —contestó Ishmael, sin siquiera mirar a la recién llegada Bianca—. Su Santidad, es decir, nuestro anterior Sumo Sacerdote creará medios para que podamos enviar tropas a los distintos campos de batalla, así que deberíamos centrar nuestros esfuerzos en Naraka… y el castillo Heinstein —añadió, mirando de reojo a Yu de Auriga, quien asintió— mientras los aliados se ocupan del resto de frentes. Estabas detrás de mí cuando di mi opinión a… a la Suma Sacerdotisa.

—Si prefieres que esté delante, solo dilo.

—¡Ese no es…! —Ishmael calló a tiempo, recordando que los santos de Lagarto, Centauro y Auriga estaban allí, esperando—. Estoy demasiado ocupado para tus tonterías. Ve a donde perteneces y déjanos tranquilos.

Una mala selección de palabras, como descubrió enseguida. Bianca se acercó más y más al santo de Ballena, pasándole la mano por el cuello y mirando a los otros tres santos de plata, acaso divertida por verlos enmudecidos.

—Tenemos un asunto pendiente, ¿recuerdas Willy?

—Inaceptable —gruñó Ishmael, apretando los puños.

—¿No pensarás compartirme con tus amigos, verdad?

El tono, tan travieso y fuera de lugar, fue demasiado para los que veían incómodos la escena. Ninguno de los tres pudo ocultar el alivio que les supuso que el santo de Ballena los despidiera, liberándolos de toda responsabilidad.

—Está bien—dijo Ishmael, resignado—. Resolvámoslo de una vez. En privado.

 

Makoto no envidiaba a aquel hombre, en tiempos conocido como el más recto y hábil entre los santos de plata, y ahora arrastrado por Can Mayor lejos del lugar hasta quién sabe qué parte del Santuario. Con tal de no cruzarse con ellos, se acercó a la Suma Sacerdotisa y su asistente, en parte por querer saber más de la Guardia de Acero —le gustase o no esa institución, tendría mucha presencia en el frente donde él lucharía—, en parte para recordarle a Azrael que no podía estar donde estuviese la representante de Atenea. No siempre, desde luego, había formas que mantener.

No solo no logró tal propósito, sino que pasó un buen rato siendo objeto de miradas desaprobadoras de sus compañeros. Y es que una vez se acercó a Azrael y este le ignoró por completo, ya no pudo abandonar esa posición, incluso si no aportaba nada.

 

—¿Nadie le ha dicho a tu discípulo que la mano derecha del Sumo Sacerdote es el santo de Altar, no el santo de Mosca? —bromeaba Shun a Seiya, quien al saber a Akasha aceptada como líder, se había apartado de la primera línea sin destacar mucho.

—Las moscas te sobrevuelan sin importar quien seas, ¿no? —Quizás recordando algún problema con esos insectos, el santo de Pegaso se empezó a rascar la cabeza—. No vi que te unieras a ningún grupo. ¿Te quedarás en Rodorio?

—¿No lo harás tú? Tampoco te vi hablando con ella.

—Ya, bueno, es un poco incómodo.

Seiya prefirió no decir más. Como segundo maestro de Akasha, sentía que le había fallado. ¡Y claro que lo había hecho! No solo acababa de salir de un sueño de años, sino que antes de este era más un combatiente primerizo aplicando las enseñanzas de su maestra que un hombre lo bastante sabio como para ser maestro. No supo guiar a la niña que se sentía aplastada por la culpa, solo le dio versiones toscas de las explicaciones de Marin y un optimismo que solo la hacía sentirse peor mes tras mes. Al final, Akasha acabó siendo entrenada por el resto de compañeros, uno tras otro, mientras que él pudo encargarse de Makoto tiempo después, siendo un poco más maduro.

Veía a ese muchacho y costaba creer que fuera el mismo niño travieso del orfanato. Había crecido mucho desde que lo vio tomar el manto de plata, y sospechaba que crecería más con el tiempo, si sobrevivía.

—A veces odio esto.

—¿No luchar? —entendió Shun—. Nos costó decidirlo hace años, hasta tuvo que ser Shiryu, el único de nosotros que había formado una familia, quien dio el primer paso.

—Ya, yo tendría que haberle seguido a él, y a Hyoga y a Ikki, el problema es que los veo a todos y pienso que les estamos fallando. Tenemos la fuerza para pelear junto a ellos, ¿por qué no combatimos? Podríamos demostrarles que el rango no importa con algo más que palabras, ¿por qué no lo hacemos? Todo esto empezó para liberarnos de una maldición y nosotros no les damos nada a cambio.

En eso, como Seiya esperaba, Shun no estaba de acuerdo. Más todavía, le dedicó una severa mirada que tardó un poco más de lo esperado en suavizarse.

—Hemos hecho mucho —dijo Shun—. No todo es pelear, Seiya.

—Díselo a ellos.

El santo de Pegaso señalaba a Mithos y Subaru. Aquellos dos, inseparables de Shaula, recibían de esta la noticia de que no podían acompañarla a Heinstein. Sin entrar en detalles, la santa de Escorpio explicaba que en Bluegrad existía un tesoro que las fuerzas del Hades no podían tocar bajo ningún concepto. Protegerlo tenía una importancia capital, solo superada por la defensa de la Torre de los Espectros, por esa razón Kanon de Géminis señaló a los santos de Escudo y Reloj como defensores del tesoro, justo después de que Shaula presumiera que nada en el mundo podría atravesar una defensa levantada por ambos si estaban juntos.

—Sobrevivirán —afirmó Shun—. Y tú también.

—Es lo que quiero, que sobrevivan.

—Por eso ayudamos a Su Santidad… —Shun carraspeó a media frase, ni él se acostumbraba al cambio—. A Kanon a levantar este Santuario, para que hubiera quien pudiese defender el mundo como nosotros lo hicimos una vez. Seiya, no podemos arriesgarnos a actuar siguiendo la dirección del Hijo.

—Han pasado ya tres años y ni siquiera Shiryu ha vuelto. Tal vez ellos estén luchando solos. Si eso es así… ¿qué haremos?

—Luchar nuestras batallas, mientras ellos luchan las suyas —contestó Shun.

Seiya terminó por concordar con el santo de Andrómeda, tal y como ocurrió años atrás, cuando entendieron que debían ir más allá de las batallas que podían verse en el horizonte, más allá de las legiones del Hades y de Caronte. La breve aparición de Adrien Solo, que ahuyentó a aquel sujeto pálido sin que debiera mediar palabra, demostraba que estaban haciendo lo correcto, incluso si no le gustaba.

«El Hijo, los Astra Planeta, Poseidón… ¿Qué será lo siguiente?»

Mientras, el resto del renovado ejército de Atenea se preparaba para lo que creían era la batalla final. El día para el que se habían sido escogidos. El futuro, si es que había uno, era algo lejano para la mayoría.

 

***

 

Dos días después, la mayor parte de los santos de Atenea habían partido ya a los distintos campos de batalla. De la segunda casta del ejército, la Espada de Plata, solo quedaban tres miembros en Rodorio: Margaret, el habilidoso Lagarto del Santuario; el apuesto Joseph de Centauro, conocedor de los sueños de los hombres, y el deforme Yu de Auriga, dueño de un poder inmenso a costa de un aspecto inhumano.

Los aldeanos se habían congregado alrededor de los santos, aunque no tanto por ellos, sino por quienes les acompañaban. Los guardias que no habían aceptado el equipo del Centro de Investigación Asamori se repartirían entre aquellos tres oficiales de plata: unos destinados a la torre donde los espectros del Hades seguían encerrados; otros a la Ciudad Azul en que se congregarían los hombres de la tierra y el mar. Los más bravos e intrépidos, se unirían al asalto a Heinstein bajo el mando de Yu.

Estos últimos destacaban entre los demás, pues ninguna coraza protegía en ellos el pecho cicatrizado, duro como el acero tras el fallido intento de convertirse en santos; y no llevaban espadas, lanzas o arcos, sino enormes bolas de metal al final de cadenas de hierro, y martillos de guerra que ningún hombre común podría levantar del suelo, así lo ayudasen otros nueve. Eran los Toros de Rodorio, armaduras andantes de carne invulnerable, y una máscara broncínea de toro cubriendo sus rostros. La mayoría estuvo en la villa mientras un hermano, un padre o un hijo moría protegiéndoles de la legión de Aqueronte, y hoy les llegaba el momento de vengarse.

Nadie lloró por su partida. Las lágrimas, los gritos y las palabras de último momento estaban reservadas para los hombres de rostro descubierto, y los Toros de Rodorio eran solo cien entre los miles que ya se habían ido. Personas que, más allá de la fuerza, el valor y la habilidad que tanto necesitaba el Santuario en tiempos como aquellos, habían sido parte del día a día de los aldeanos por muchos años. ¿Cuántos volverían a casa? ¿Qué podrían aportar a los invencibles santos? Preguntas semejantes se formaban en la mente de muchos, al tiempo que unas pocas voces se atrevían a formularlas.

—Son buenos hombres —dijo Tiresias. A pesar de aprobar la conversión de soldados en miembros de la Guardia de Acero, él no llevaba ningún ingenio tecnológico, para honrar a los dos millares que lucharían esa guerra como siempre, con lanza, espada y escudo—. Guerreros fieles a la diosa, no carne de cañón.

—Lo creo —dijo Arthur, al tanto de las tres columnas que crecían frente a los santos de plata—. Es por eso que les encomiendo el destino del mundo. Tiresias, entiendo que quieras estar pendiente de todos tus hombres, pero te necesitan en Naraka.

—El último en abandonar el barco debe ser el capitán. Siempre.

Mediante un gesto de asentimiento, Arthur aprobó aquello y permitió que el ciego soldado palmease algunos hombros nerviosos y soltara palabras de ánimo. Muchos rieron, sobre todo los aldeanos, hasta que una unidad de soldados únicos se acercó a las tres columnas. De repente, todos perdieron el humor, los que no eran hábiles en la batalla se apartaron como pudieron, dejando el camino libre para que los recién llegados pudieran atravesarlo en filas de cinco hombres. Y es que si los Toros de Rodorio se habían aislado del resto de la villa, ganándose la indiferencia de todos, los Arqueros Ciegos despertaban una emoción más viva: el miedo. Sesenta y seis hombres, entre ellos antiguos guardias y hasta ex-caballeros negros, avanzaban con el ritmo monótono y coordinado de un batallón de máquinas, siguiendo el andar de su líder.

Tampoco hubo llanto o chillido en honor de aquellos hombres de vacías cuencas oculares, algo que se le podría agradecer a Arthur de Libra. El Juez, tal y como insistía ante las críticas sobre su ominosa vigilancia, nunca afectaba el libre albedrío de ningún ser humano. Sin embargo, en más de una ocasión había tenido que redirigir a un guardia despistado, o a un jovenzuelo aspirante desconocedor de las reglas, cuando estaban a punto de toparse con una guerrera sin máscara. A parecer de Arthur, no estaban en posición de perder gratuitamente a hombres y mujeres, aun por una regla tan antigua. Solo permitía que semejante tragedia ocurriera cuando los implicados se lo buscaban; podía proteger al ingenuo, no al necio.

«Y aun así, has recolectado tu propio número de la bestia en arqueros.»

Cuando se acercó a la líder, Triela de Sagitario, uno de los que le cerraron el paso era Claudio. La suerte de aquel miserable solo había durado unas horas; la Silente no olvidaba los errores, jamás. A pesar de las cicatrices que tenía en las mejillas, a buen seguro producidas por él mismo en el momento en que perdió el otro ojo, protegía a la Silente con la misma lealtad fanática que quienes llevaban años a su servicio.

—Los Arqueros Ciegos serán necesarios en el norte —dijo Arthur—. A ti te necesitamos aquí. Es lo que solicitaste y es tarde para que cambiemos de estrategia.

Triela dio una vuelta, señalando la horda que la precedía y los hombres que la separaban del Juez. Al terminar, se apuntó a sí misma con el pulgar, y dio un paso, desafiante.

—No.

La negativa de Arthur fue solo un susurro, pero los más cercanos, soldados y civiles, la escucharon con terrible nitidez. Era la voz del Juez, que doblegaba el tiempo y el espacio, después de todo. Sesenta y seis Arqueros Ciegos fijados de pronto al suelo, de rodillas, eran clara muestra de que la situación se estaba complicando.

—Caronte podría atacar este lugar —dijo, y la presión se incrementó sobre el cuerpo de Triela como respuesta al segundo paso que dio—. Se necesitan al menos tres de nosotros para tener posibilidades de sobrevivir en lo que llegan refuerzos.

Ni siquiera por vía telepática Triela estuvo dispuesta a hablar. Seguía ahí, tan callada como siempre, y lo único que le impedía dar un tercer paso parecía ser una repentina e inexplicable compasión por los hombres que mutiló. ¿Cuánto duraría eso? ¿Cuándo Triela cruzaría la línea que separaba la insubordinación de la rebeldía? Si eso sucedía, no bastaría una caricia como la que ahora le daba Arthur. Tendría que usar la fuerza necesaria para someter a una santa de oro, invocar el Verdict Seclusion.

¿Por qué no dejas que los acompañe a donde sea que los necesiten? —le propuso Seiya mediante telepatía—. Un santo de oro puede dar más de siete vueltas al mundo en un segundo. Podría regresar en el mismo tiempo que tardas en toser.

—Porque lleva puesto el manto de Sagitario. Va a luchar con ellos y eso no es posible.

—Entonces, deja que se queden los Arqueros Ciegos.

—La guardia tiene un papel que cumplir, los santos de oro tenemos otro. Ni siquiera me gusta que debamos perder el tiempo en Heinstein con esa corte de advenedizos.

—Akasha y Lucile son fuertes, sabrán cuidar esta tierra. Y si ocurriera algún problema, podría venir enseguida. ¿No te parece que sobreestimas a Caronte?

—Caronte mató a tu hermano mientras dormías, hace trece años —lanzó Arthur, cortando el tono jocoso del santo de Pegaso—. Entonces estaba débil. Si pudiera contar con los doce santos de oro y hasta arrastrarte a ti y a Andrómeda, lo reclamaría; el primer paso para ganar esta guerra es destruirlo a él.   

Mientras hablaba, una idea peligrosa pasó por la mente de Arthur. Con un mismo ademán, cortó la comunicación con Seiya y anuló la cárcel de gravedad que mantenía a Triela y los Arqueros Ciegos atados al suelo. Evitó las palabras de disculpa que no se merecían y les indicó que prosiguieran. El batallón ciego tardó en aceptar su cambio de parecer; solo empezaron a andar cuando Triela lo hizo.

—Iréis a Bluegrad con Joseph —ordenó el Juez, seco. No esperó respuesta verbal o de otro tipo antes de caminar en dirección contraria, aunque seguía consciente de lo que estaba tras su espalda: Triela moviendo el dedo en círculos, como aludiendo a su locura; guardias recios, veteranos, evitando el roce con Arqueros Ciegos—. Oh, Atenea.

Miró a la multitud, mezcla de confusión, tristeza y miedo, y pronto encontró a quien buscaba en una fila lejana. Apenas se distinguía entre tanta gente, pero era ella, Seika, cargando sobre sus hombros a un niño pequeño que se despedía de su padre. Otro hombre habría sido capaz de hacer que flotaran en el aire, en una burbuja ingrávida, sin pensar en cómo reaccionarían los demás; Arthur, entre el hastío por lo apresurado de la situación y las ganas que tenía de volver a ver a Seika, se divirtió imaginando la escena.

Entonces, como invocado por el mismo Hado, cayó del cielo el más célebre de los santos. De un blanco azulado era el manto, y rojas las mallas que destacaban sobre las pocas zonas desprotegidas. Ropas dignas para un hombre no tan digno, al menos en lo que se refería al porte y la actitud. Seiya de Pegaso seguía conservando el mismo pelo revuelto y rostro jovial de hacía veinte años. Y era justo eso lo que se había ganado la admiración y el respeto de los jóvenes aspirantes durante la última década: el optimismo inagotable de una leyenda viva.

—Seiya, llegaste a portar el manto sagrado de Sagitario, ¿cierto? —preguntó Arthur mientras caminaba entre las columnas de guardias, Arqueros Ciegos y Toros de Rodorio.

—Sí —corroboró el santo de Pegaso, algo confundido—. El pasado siglo, durante la batalla contra Poseidón, y también…

—Sustituirás a Triela —le interrumpió—. También pediré a Shun de Andrómeda que se persone en el Santuario a la mayor brevedad.

—Sabes que no estamos destinados a ningún frente, ¿cierto? —dijo Seiya, cruzándose de brazos—. ¡Eres demasiado joven como para volverte senil!

—Escúchame, Seiya, esto no será como las Guerras Santas que librasteis. Nuestra misión no es salvar a Atenea, tampoco detener una catástrofe enfrentando a un único enemigo, por poderoso que sea. Las legiones del Hades pueden llenar el mundo entero y convertirlo en una tierra inerte, semejante al reino de los muertos. Si no hacemos algo para detener hasta el último de nuestros enemigos, no quedará rastro de vida en trece días. No puedo permitirme aceptar que nadie tenga privilegios. ¿Me explico?

—Hablas como si no quisiera pelear —objetó el santo de Pegaso, a buen seguro callando más de lo que decía—. ¿Piensas decirle lo mismo a Shun?

—Pienso ir a Heinstein, con el resto de generales, para aliviar la carga de nuestro ejército así sea un poco. Solo quiero que cuando abandone esta tierra y no pueda tener todo el control que quisiera sobre lo que entra y sale, sobre lo que se escucha y lo que permanece como un secreto, todo esté en orden. ¿Me ayudarás con eso?

—Sí, claro.

Una respuesta breve y taciturna, impropia de él. Arthur, desconocedor de los planes de los héroes de bronce, decidió que no era tiempo de indagar en eso. Ya podía estar agradecido de que Seiya no se dedicara a cuestionar las decisiones de la Suma Sacerdotisa como había hecho en privado, dos días atrás. En realidad, no existía una razón para mantener efectivos en el Santuario, ahora que Niké, la Égida y Almagesto —el manto divino de Atenea— no estaban en tierra sagrada, lo único que atraería a Caronte hasta allí sería la presencia de los santos de oro empeñados en quedarse, quienes no eran sino Akasha, Lucile y hasta hacía un tiempo, Triela. Desde esa perspectiva, no le estaban haciendo ningún favor a Rodorio.

«Debe de haber algún secreto de vital importancia, transmitido entre los representantes de Atenea —teorizó Arthur—. Si tuviera alguna prueba, podría explicárselo.»

El par ya había llegado al final de las columnas, donde Margaret, Yu, y Triela, quien estaba a la diestra de Joseph, les dedicaron un saludo formal. Así marcharon los últimos hombres de Atenea en Rodorio, y mil ruegos conquistaron la atmósfera: «Vuelve pronto», «¡Te esperamos!», «¡Eres el mejor papá!»; las palabras variaban, pero el sentimiento era único, unánime.

—Has tomado la decisión correcta —dijo Arthur—. Aunque parezca que nos sobra tiempo, no es sensato desperdiciarlo en discusiones bizantinas.

—Eso deberías aplicártelo tú —replicó Seiya—. Si aceptaste una alianza con Altar Negro y Poseidón, que le pusieras tantos impedimentos a Triela por cambiar de opinión es para darte un buen puñetazo —dejó caer, golpeando el aire. Un gesto amistoso que pretendía esconder lo mucho que le disgustaba esa idea; Arthur no podía culparle—. Bueno, se supone que derrotamos a Hades, ¿no? ¿Qué cosa hay en la tierra, los mares y el infierno que podamos temer?

—Nada —decidió Arthur, luego de una visión tan terrible como fugaz, de un mundo de guerra y muerte—. No hay enemigo al que los santos de Atenea no podamos vencer.


Editado por Rexomega, 01 febrero 2021 - 07:34 .

OvDRVl2L_o.jpg


#209 Seph_girl

Seph_girl

    Marine Shogun Crisaor / SNK Nurse

  • 983 mensajes
Pais:
Mexico
Sexo:
Femenino
Signo:
Acuario
Energia:
Cosmos:
Ataque:
Defensa:
Velocidad:
Victorias:
0
Derrotas:
0
Total:
0

Publicado 05 febrero 2021 - 19:01

Capitulo 62. Los últimos serán los primeros en morir.
 
Bien, repartiendo armamento nuevo para quienes no usan cosmos esta bien, pero tenían que salir las amazonas con su girl power y eso (jaja ntc, broma)
Makoto que anda demasiado preocupado que si Azrael se queda con el puesto de mano derecha de la suma sacerdotisa jajaja "hay formas" claro, pero Azrael sería capaz de imponer las suyas en cuanto se descuide, juju.
Pues nos enteramos que Shiryu, Hyoga e Ikki se "fueron" a algún lado, y que Shiryu tiene familia, ¿quizá acaso un guiño a SS Omega?
Los Toros de Rodorio han de parecer Minotauros con sus cascos XD
Los Arqueros Ciegos... ese Arthur y Triela, cegando gente por ver a las amazonas sin máscaras... ¿o ellas son muy descuidadas o los tipos tienen muy mala suerte? jaja porque para ser 66 son demasiados errores, seguro esas mujeres lo hacen a propósito por su odio a los hombres (broma again).
 
En fin, ya se están alineando los frentes y veremos qué pasa XD
Me he propuesto que llevaré un marcador de cuantos santos con nombre (muy importante aclarar) vayan muriendo en esta guerra jaja.
 
PD. Buen cap, sigue así x3

ELDA_banner%2B09_.jpg

 

EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#210 Rexomega

Rexomega

    Friend

  • 1,837 mensajes
Pais:
Espana
Signo:
Aries
Energia:
Cosmos:
Ataque:
Defensa:
Velocidad:
Victorias:
1
Derrotas:
0
Total:
1

Publicado 08 febrero 2021 - 19:49

Saludos

 

¡Buen review, sigue así!

 

Seph Girl

Spoiler

 

 

***

 

Capítulo 63. El sitial del invierno

 

Según la leyenda, tras la caída de la Atlántida ocho santos viajaron hasta el Noreste transportando el ánfora de Atenea, donde las almas inmortales de los reyes atlantes fueron selladas. Al principio esperaron, pacientes, a la siguiente Guerra Santa, viviendo en las duras montañas a lo largo de los años, las décadas y hasta los siglos. La primera entre los ocho, Selvaria de Acuario, compartió con sus compañeros la legendaria técnica Misophetamenos, capaz de reducir la frecuencia cardiaca hasta que el corazón latiera cien mil veces al año, lo mismo que tendría que latir en un día. Sin embargo, por mucho que no envejeciesen el tiempo pasaba y la esperanza de que recibieran noticias algún día flaqueaba más y más. Nadie se ponía de acuerdo en cuantas centurias pasaron hasta que se decidieron a fundar una ciudad en la que pasar una vida más apacible, solo estaba constatado que para ese entonces ya todos tenían nietos de gran poder y carácter, siendo Bor, ex-santo de Osa Mayor, quien engendró la estirpe más notable.

Conforme más gente se unía a la Ciudad Azul, desde todos los rincones de la estepa siberiana, más importante se volvía ser líderes antes que santos de Atenea. Uno tras otro, fueron abandonando los mantos sagrados, hasta que incluso Selvaria de Acuario, obligada a velar por sus subordinados, dejó la caja de Pandora en las profundidades de una montaña junto a otras siete. Quedó, no obstante, el problema del ánfora; guardar ese tesoro no era una responsabilidad a la que nadie allí podía renunciar. Esa fue una discusión que duró siete días con sus noches, hasta que el octavo día encontraron una solución que no enfrentase su posición como líderes de Bluegrad con la de protectores del mundo: mientras vivieran, serían lo primero, buscando siempre el bienestar de sus súbditos; en la muerte, cederían todo el cosmos que poseían a un arma que solo podrían emplear por el bien de la Tierra, si un día el sello del ánfora perdía su eficacia.

Los otrora santos esperaron al solsticio de invierno para crear el arma, cuya forma fue decidida por Bor, el viejo oso al que todos pedían consejo. Un pueblo necesitaba un líder claro si quería prosperar, ocho eran multitud, por lo que era prudente que existiese un Primero entre Pares al que todos debieran obediencia. Nadie podía imaginar que el hombre en quien todos confiaban ya tenía a alguien en mente para el primer Señor del Invierno, nadie menos que su hijo Bolverk, de modo que a la mayoría les pareció bien la idea, y así fue escrita en piedra la ley de que solo quien reinaba en Bluegrad podía utilizar el arma: un trono, hecho de hielo a cero absoluto y por tanto irrompible.

Tan digno asiento sería levantado en el mismo lugar en que quedaron las cajas de Pandora, para que ningún soberano pudiera olvidar del todo su pasado, y el ánfora de Atenea, para que tampoco pudiese dar la espalda a su sagrado deber con el mundo. Ese era el argumento que presentaba Bor a los discrepantes, entre ellos Selvaria, quienes no querían inclinar la cabeza hacia un mortal. Hasta la ex-santa tuvo que ceder al final, al prever que el poder combinado de los otro siete bastaría para realizar la obra sin ella. Así era recordada la historia por los Señores del Invierno, tal y como quiso Bor.

 

***

 

Por mucho que los hombres quisieran pensar en sus deseos como únicos y trascendentales, era un hecho innegable que desde los primeros días la raza humana siempre había perseguido los mismos sueños: venganza, amor, riquezas, poder… Muchos habían matado por sillas de piedra, madera y metal, creyéndolas un símbolo de poderío y, ¿por qué no?, felicidad, ya fuera para ellos mismos, ya para sus semejantes. Entonces, ¿por qué no estaba él satisfecho? No se encontraba sentado sobre una baratija, sino algo en verdad único en el mundo. Sentía el frío del hielo en todo el cuerpo, de una temperatura que muy pocos, incluso hoy en día, podían alcanzar. El trono de Bluegrad era de un cristal perfecto, una obra propia de dioses, no era fácil aceptar que en realidad habían sido ocho mortales los responsables de su construcción.

Era rey, señor de los hielos de Siberia. Cada vez que recibía los fríos vientos de la región, que pasaban por los huecos de los pétreos muros del palacio, era consciente de ello. ¿Dónde quedaron los sueños de conquista? ¿A dónde fue la felicidad prometida?

No llevaba la armadura que le correspondía como guerrero azul, sino las nobles ropas de su padre, hacía tan solo tres días rey y ahora un diplomático dedicando el poco tiempo que tenía a estudiar el pasado de su estirpe. ¡Cuánto lo repudió en el lejano ayer, al punto de buscar la gloria y hallar en cambio la muerte décadas atrás! Ni siquiera revivir como un Campeón del Hades cambió eso, sino que más bien lo agravó. Bluegrad fue la piedra angular de un antiguo imperio, ¿cómo podía Piotr conformarse con las migajas de Rusia, cuando podía influenciar en el Kremlin si quisiera? Necesitó ser derrotado una vez más para empezar a entender que estaba siendo un necio al aferrarse al pasado. En esas tierras no era frecuente que la gente tuviera una segunda oportunidad; él tuvo una tercera: después de sobrevivir al duro interrogatorio de Ishmael, con el alocado humor de Aqua como única compañía, el Señor del Invierno bajó hasta las mazmorras y reconoció en su hijo el orgullo y la tenacidad de su estirpe, con una pizca de sabiduría que ayudaría a acrecentar a lo largo de dieciséis meses.

El día prometido llegó sin que pudiera preverlo. Piotr, reconociendo la amenaza del rey Bolverk, inició los preparativos para ceder al príncipe el mando de los guerreros azules y el resto de mercenarios. Se le llevó a la sala del trono, donde los más sabios entre la guardia real, el médico Néstor y el chamán Vladimir, fueron los primeros en jurarle lealtad, no sin antes contarle la historia del asiento que estaba por ocupar. El príncipe no halló motivos para interrumpirles, incluso si conocía la historia: detrás de la expansión y la caída del imperio de los Señores de Invierno, debajo de las habladurías de la gente sobre uno de los hijos del último emperador, quien regresó al hogar solo para erigir un castillo que lo colocase por encima de todos, estaba el Trono de Hielo.

—Aquí somos invencibles —murmuró Alexer, rememorando las palabras de aquellos sabios, evocando la imagen de la recién fundada Ciudad Azul, antes de que tuviera un rey con sed de conquista y un consejero real, progenitor del primero, temeroso de la cólera divina—. Fuera, solo hallaremos la ruina.

 

Bor aceleró la coronación de Bolverk el día después de que el Trono de Hielo fuese creado, no fuera que Selvaria pudiera poner al resto en su contra. Aquel fue el principio de la primera expansión de Bluegrad, que desembocó en la Guerra de la Sangre, la única Guerra Santa en la que los santos de Atenea no estuvieron involucrados, sino que debieron ser los guerreros de la Ciudad Azul, junto a la dispersa armada atlante, quienes entorpecieron un nuevo intento de los gigantes por resucitar a Tifón.

Al final del conflicto, Bor y otros cinco fundadores de Bluegrad habían fallecido. Solo quedó Acuario para servir a Bolverk como consejera, al haber en el otro superviviente demasiado miedo como para volver a salir de la Ciudad Azul en el resto de sus días.

Bolverk y Skadi, como renombró el rey a su consejera, tuvieron algunas recompensas que ayudaron a aligerar la carga de las pérdidas. Por la ayuda recibida, los atlantes premiaron al soberano y a todos los guerreros que este lideraba —no solo oriundos de la Ciudad Azul, sino también antiguos miembros de tribus conquistadas— con armaduras a la altura de las escamas y los mantos sagrados. Además, frente al empeño de los ahora nombrados guerreros azules por conquistar todo el continente de Eurasia, las fuerzas del océano no tenían objeción alguna mientras Poseidón no dijera lo contrario. Eso satisfizo a Bolverk en gran medida; decidido a conquistar todo el mundo conocido, solicitó a Skadi que no transmitiera el Misophetamenos a nadie más que a él. Ni su descendencia, ni los guerreros azules, ni las personas que heredarían los puestos del resto de fundadores debían vivir más que cualquier mortal. Ella aceptó.

De ahí en adelante, cada Señor del Invierno que tenía una opinión de la historia de Bluegrad decidiría un momento distinto para el inicio del declive. ¿Cuando hizo esa infame propuesta a Skadi? Lo cierto era que la muerte de un guerrero azul en un tiempo razonable ayudaba a potenciar el Trono de Hielo. ¿El uso del tesoro real para propósitos distintos al de su creación? Eso se repetía en todas las épocas, no era algo nuevo. ¿El encuentro con las tribus del norte de Europa? Fue allí donde el soberano mil veces victorioso empezó a pensar en sí mismo como algo más que un hombre. Las leyendas locales le entusiasmaron de tal forma que aceptó sin reservas la pleitesía que las tribus del territorio le rendían cada que realizaba algún prodigio, engañándoles para que lo aceptaran como encarnación del Padre Celestial, y peor todavía, engañándose a sí mismo. Sin embargo, si Skadi hubiese hecho bien su trabajo, Bolverk no habría cedido a tales infantilismos. Habría seguido su camino en lugar de asentarse, o tal vez, aburrido del ambiente europeo, volvería a casa, a esa magnífica ciudad por la que decía luchar y que empero solo rememoraba como una tumba para los caídos, cada vez más numerosos. ¿Era entonces Skadi el problema, al alimentar primero la ambición desmedida del rey y luego los delirios de un farsante? No, la ex-santa de Acuario era una causa más del error cometido. Aun cuando los santos de Atenea regresaron y Skadi volvió con la diosa de la sabiduría y la guerra, dándole la espalda, Bolverk fue derrotado en Micenas por Heracles y se vio obligado a replegarse por primera vez en su vida, hacia un asentamiento formado en el Ártico desde el que pudo mantener la farsa del imperio a la sombra de la historia. No era esa una época muy interesante, si se descontaba el poder que Bolverk iba acumulando y que solo compartía con los súbditos de Europa, montañeses belicosos la mayoría. La gloria no creció cuando la consejera real se fue, ni cuando murió, ni cuando la civilización micénica colapsó. Y ya que Bolverk se llevó todos sus más importantes secretos a la tumba, quienes le sucedieron seiscientos años después de la caída de la Atlántida fueron incapaces de repetir sus hazañas. Todo fue a peor, hasta que un último descendiente, desesperado, entendió que solo podían regresar a casa, donde estarían seguros.

 

Ahí terminaba el relato que Vladimir y Néstor contaron a Alexer, ya sentado en el trono, ya empezando a comprender lo que ahora entendía. Él quiso ser igual que Bolverk: un conquistador, reuniendo poderes más allá de la imaginación por el bien de una ciudad a la que daría la espalda el resto de su vida, siempre con la vista en el horizonte. De haberlo conseguido, habría acabado sus días igual que él, con poderes de los que nadie supo nada y falleciendo sin darles un uso que perdurara. Hasta para los santos de Atenea de esa época no fue más que una nota a pie de página en la milenaria guerra que estos sostuvieron con Ares y sus vástagos, un peón del belicoso dios como lo fueron todas las naciones de conquistadores que cayeron bajo el poder del Santuario.

—¿Morir a manos de la hija de Zeus es tan malo? —lanzó Alexer al aire gélido, en el que por un momento creyó ver formada la escena: Atenea, vistiendo el manto divino; Bolverk, viejo, tuerto y rodeado de espíritus viles con forma de animal. Un duelo que por lo menos puso fin a las hostilidades entre los santos de Atenea y los guerreros azules, aun si solo era una diosa asegurando el camino hacia el verdadero enemigo y un rey delirante cargando hacia una muerte gloriosa—. Para un guerrero, no.

Pero él no deseaba ser como Bolverk, así como no creía poder ser como su padre. Entre aquellas figuras opuestas, él encontraría el equilibrio. Con el tiempo. Por ahora, le bastaba con defender la ciudad como guerrero y dirigir a los hombres como rey, podía y debía hacer esas cosas, siempre que no abandonara lo verdaderamente importante: no el Trono de Hielo, resultado del engaño de Bolverk, sino el sentido de Bluegrad, lo que los ocho fundadores quisieron defender desde un principio.

—Ya no están aquí las cajas de Pandora —comentó para sí, imaginándose a los ex-santos debatiendo en ese mismo lugar, antes de que fuera un salón del trono—. Tampoco el ánfora de Atenea. Pero yo sigo recordando.

Y eso era suficiente.

 

***

 

La mayor parte de los enviados del Santuario ya se hallaban reunidos en el patio interior del castillo. Los santos de Escudo, Reloj y Can Mayor permanecían en el extremo opuesto de donde estaba Fantasma, el santo de Lira, un hombre alto, de muy delgadas extremidades y alargados dedos, conocido por una mirada tétrica carente de cejas, las pocas veces que el abundante cabello gris no le tapaba los ojos. No era que la apariencia pudiese ahuyentar a santos de plata hechos y derechos, sino que el miembro de la división Dragón hacía una música muy especial, por así decirlo. A los que no tenían remordimientos, como los niños pequeños, les era fácil disfrutarla, mientras que los adultos, cuanta más malicia hubiera en sus corazones, más la sufrían. Los tres habrían preferido que tan particular guerrero no se hubiese unido a ese frente en concreto.

Natasha, hija de Jacob, junto a un joven pelirrojo, hijo y escudero de un miembro de la guardia real, escuchaban con amplias sonrisas la tonada de Fantasma, aunque solo el tercer espectador, Nico de Can Menor, pudo ver con claridad las ágiles caricias con las que el músico movía las cuerdas. El espectáculo, empero, se detuvo de repente cuando un variopinto grupo entró en el patio. Natasha y su nuevo amigo corrieron a saludar a sus padres: Jacob, la guerrera azul Nadia y otro con la misma armadura estilizada que lo distinguía como guardaespaldas del rey.

—Padre, padre, ¿puedo tocar un arpa como el señor Fantasma?

—¿Tan pronto te rindes con la espada, Mime? —El guerrero, de cortos cabellos rubios, endureció el semblante cuando vio a Fantasma levantarse para pedir disculpas. A él sí que no le agradaba nada que un sujeto así diera lecciones a su hijo—. Mira que acababa de convencer a lord Folkell para que te enseñe algunas cosas.

—¿De verdad?

Folkell, un hombre regio de cuidada barba, atavíos de cuero y capa de la mejor piel, corroboró las palabras del guardia real.

—En cuanto yo y mis berserkers regresemos, estaré encantado de darte clases de esgrima. No teoría, jovencito, sino práctica.

—¡Es una promesa!

—¿Solo a él? —terció Nadia.

—La señorita Natasha es muy joven —empezó a decir Folkell—. Pero puede mirar, estoy seguro de que aprenderá mucho si decide tomar el camino de la espada.

Natasha no parecía estar muy contenta con eso, por lo que hizo lo que siempre hacía cuando su madre decidía por ella: tirar del pantalón de su padre para que se agachara y pudiera decirle al oído lo que pensaba. Jacob asintió, respondiendo con el mismo tono de voz algo que nadie más oyó. Luego, los dos se escabulleron del patio. Mime no tardó en seguirlos, no fuera que hubiese algo interesante que le quisieran ocultar.

 

Los santos presentes decidieron no intervenir de momento, no solo por estar esperando a Aerys y Lesath, jefe de la sección norteña, sino porque todavía desconocían mucho sobre algunos de los aliados del Santuario.

Por lo que se les pudo informar antes de llegar allí, los bersekers, esos hombres simples que amaban la batalla, disfrutaban demostrar su fuerza siempre que podían e iban ataviados con pieles de animales, compartían sangre con los reyes de Bluegrad. En algún punto, dos hermanos de esa línea familiar se separaron, uno fundando un reino en Escandinavia, el otro erigiendo un castillo en la olvidada Ciudad Azul, justo en el que se encontraban. Los primeros hallaron un mineral único bajo las montañas de esas tierras extranjeras, que usaron para crear armas mágicas, mientras que los segundos se conformaban con construir y reparar las armaduras que tan bien les servían, ya que al igual que los santos de Atenea, los guerreros azules no tenían más arma que el cuerpo.

Así, había entre los visitantes un hombre de piel oscura con un martillo capaz de provocar terremotos, un gigante barbudo —nadie podía explicar a qué oso pudo arrancarle la piel para cubrir un cuerpo de más de tres metros de altura— con sendas hachas que siempre volvían a sus manos, un chico con un arco sin cuerda ni saetas que usaba los elementos como proyectiles… Suficientes genialidades para hacer pasar la Guardia de Acero como un proyecto con mil años de retraso, en definitiva, todo gracias al mithril. En contraste, Folkell, líder de tales hombres, afirmaba que su espada no tenía nada de mágica, era en sus brazos donde estaba la auténtica fuerza.

—Debiste pedir que te prestaran un arma mejor —apuntó Nadia—. La capitana tenía puesta una armadura. Y no tenía problemas de estómago.

—Un hombre de verdad sabe que cuando pierde, pierde. No hay excusa que valga —dijo Folkell, no por primera vez—. Katyusha es una gran guerrera, de las mejores del torneo, sin duda. ¡Su Majestad puede estar orgulloso de su nieta!

—¿De qué torneo hablan? —Nico de Can Menor entró en la conversación de repente, para desaprobación del padre de Mime, quien se le puso delante.

—Quédate en tu lugar, muchacho, con los demás.

Nico no obedeció, no consideraba que hubiese hecho algo malo, al igual que Fantasma, despreciado por aliados y extraños. El santo de bronce se mantuvo firme incluso cuando el guerrero azul alzó la mano, como quien quiere castigar a un niño rebelde.

—Te pido que lo perdones, Günther, fui yo quien mencionó el torneo —dijo Folkell, acaso sabiendo que con eso no solo calmaba los ánimos del guerrero azul, instándole a no golpear al chico, sino también a Bianca. La santa de Can Mayor estuvo a una fracción de segundo de saltar sobre la garganta del llamado Günther—. Si te ilusiona la idea de participar, joven, lamento decirte que ya ha acabado.  Fue una competición amistosa entre nuestros dos pueblos, para honrar la coronación del príncipe.

—¿Aquí hacen torneos, entonces? —insistió el santo de Can Menor—. ¿Habrá uno después de la guerra? ¿Entre santos, guerreros azules y berserkers?   

—No lo había pensado —dijo Folkell, sincero.

A nadie se le pasó por la cabeza, en realidad. La espontánea pregunta derribó el muro entre los santos de Atenea y los demás, permitiendo que varios de los primeros se uniesen a la conversación. Bianca felicitó a Nico a la par que los bersekers, aunque de un modo más bochornoso —le removía el pelo, según el gigante barbudo, como si fuera un cachorrillo—, mientras que Mithos exponía a los interesados Folkell, Nadia y Günther la razón por la que su barrera podía ser una defensa mejor para el tesoro de Bluegrad que la presencia de un santo de oro.

De ese modo, poco a poco, pasaron de hablar sobre el hipotético torneo a compartir opiniones sobre la cierta guerra que tenían encima.

 

A Subaru le fascinaba contemplar de lejos aquella escena. Los guerreros azules eran corrientes, la clase de personas que podría encontrarse en la división Cisne cualquier día de la semana, pero al juntarse con los bersekers todo cambiaba. Gente simple, amigos de las batallas, que veían todo bien siempre y cuando les dejaran partir algunas cabezas; los hombres de Folkell tenían la facultad de hacer que Nadia y Günther se comportaran menos como soldados disciplinados y más como gente capaz de divertirse, cuando tocaba. ¿Y Nico, el santo de Can Menor? ¡Todo un genio derribando murallas! Al momento había entendido qué unía a tres grupos tan dispares y en menos de un minuto supo hacer que todos vieran esa conexión. ¿Lo mejor de todo? Él podía suponer que el hermano de Bianca formuló la pregunta clave a sabiendas, pero era eso, una suposición. Hacía tiempo que no experimentaba por segunda vez un hecho de su vida.

En parte, eso le daba miedo, quizá la misma clase de miedo que mantenía a Fantasma apartado aun ahora. Por tal motivo seguía de observador, el puesto más cómodo que podía concebir. Así veía a todos hablando tan animadamente, así veía con el rabillo del ojo derecho a Fantasma pasando los dedos por las cuerdas sin tocarlas, mientras que con el izquierdo captaba su símil en el ejército norteño.

Baldr, como se hacía llamar el sujeto, era distinto del resto de berserkers, incluso de Folkell, a quien parecía respetar como un igual. Era esbelto, no fornido, de facciones menos toscas y expresión más cargada de astucia que de arrojo, si bien bajo la armadura era claro que debía haber un cuerpo bien entrenado para la guerra. El cosmos que poseía delataba que no era un cualquiera, ni siquiera entre tantos hábiles guerreros.

—Si existiese un santo de Tigre, él lo sería —comentó Subaru, incapaz de apartar la vista de la armadura, tan blanca como los cabellos de su portador, con marcadas líneas a lo largo del peto, las hombreras, los brazales y las perneras. Ya que no podía entender el sentido de esos signos, le llamaba sobre todo la atención el yelmo, semejante a la cabeza de un tigre dientes de sable—. El tigre estepario.

—No existe la constelación de Tigre —observó Fantasma.

—Estoy hablando de posibilidades, compañero. Usa la imaginación.

—Si la uso, llorarás —repuso Fantasma, tratando en vano de no sonar amenazante.

—No es que odie tu música, es maravillosa…

—Solo que es una tortura para tu oído musical —completó Fantasma—. La maestra Lucile me lo decía a menudo. La decepcioné tanto que olvidó quién era —relató pasándose la mano por los cabellos grises—. Pero me gusta tocar.

—¿Esto es lo que se siente al no saber lo que te van a decir? —dijo Subaru, limpiándose el sudor de la frente. No podía negar que le entraba miedo cada que el santo de Lira acercaba un dedo a las cuerdas—. Si me hubieses dejado acabar, en lugar de lamentarte, escucharías que tu música me hace recordar que soy una persona terrible. ¡Y eso no me gusta nada, nada de nada! Por eso prefiero estar lejos cuando tocas.

—No me lamento —corrigió Fantasma—. Soy feliz siendo quien soy, incluso si a la maestra Lucile le parezco poca cosa. Solo que mi sonrisa no es muy agradable.

En lugar de responder, Subaru dejó escapar un largo suspiro. Fantasma no necesitaba de la lira para hacerle sentir como un canalla, ya lo era de por sí.

—Anda, toca algo, los demás no te van a oír.

El santo de Lira así lo hizo, susurrando unos versos desastrosos.

—Quién fuera Meleagro, para de esta Atalanta, el corazón conquistar.

Conforme cantaba, si es que a eso se le podía llamar cantar, una imagen mítica aparecía en las pupilas del santo de Lira, la de una doncella guerrera de cabellos lacios y plateados que nada tenían que ver con su pelambrera gris.

—¿Te gusta Katyusha? —murmuró Subaru.

—No de la forma que piensas —respondió Fantasma.

Subaru quiso insistir, pero atrás, con un andar seguro a pesar de que a medio camino la recién llegada se sacó una enorme hacha de guerra y se la lanzó a Nadia, confiando en que esta podría agarrarla al vuelo, Katyusha venía hasta ellos.  Ni el santo de Reloj ni el de Lira pudieron contener el impulso que en ese momento les sobrevino, bajo el escrutinio de esos ojos rojos: se colocaron en posición de firmes.

—¿Desde cuándo tengo autoridad sobre dos santos de plata? —cuestionó Katyusha, empleando una voz fuerte, inesperada en aquella joven de suaves rasgos.

—Estamos aquí para ayudar —contestó Fantasma.

—Lo que dice él —añadió Subaru.

—Soy Katyusha, capitana de los guerreros azules —se presentó la joven, golpeando sin contenerse la pechera. Llevaba puesta una armadura de escamas azulada. Aun si los santos no podían saber que era un obsequio del reino submarino, sí que lo intuían, en especial por las aletas que pendían de los flancos del yelmo—. Mando sobre Günther, Nadia, Néstor, Vladimir y el resto de guerreros azules, no sobre vosotros, así que venid, venid como amigos, porque eso somos.

La joven les sonrió, siendo imitada por los dos santos de plata. Ahí fue que Subaru entendió que Fantasma no exageraba al hablar sobre su sonrisa, pero Katyusha no le dio importancia. Más bien, les indicó otra vez que se unieran al grupo.

—La señorita Shaula podría aprender de ella —decidió Subaru.

—Solo tiene las orejas un poco puntiagudas, es normal —dijo Fantasma.

—¿Quién ha hablado del físico? Aunque sí me creería que es una ninfa —confesó Subaru en voz muy baja—, sobre todo con esa armadura de sirena.

—¿Qué tienen que ver las sirenas con las ninfas?

—Nada, que extraño dar profecías a diestra y siniestra. Venga, vamos.

Ya todos juntos, a excepción de Baldr, decidieron reunirse con el nuevo rey en la sala del trono. La situación era demasiado grave como para esperar a que viniese el emisario del ejército marino, ni hablar del par de santos extraviados.

—Espere, capitana. Necesito… —dijo Nadia.

—Hay un cuarto de invitados preparado para Jacob y Natasha. Dejaré pasar por esta vez que tienes a tu familia en el castillo a pesar de que Su Majestad dio refugio en la Ciudad Azul a toda la gente de Kohoutek y otras aldeas siberianas.

—Se lo agradezco, capitana, sé que no le causarán problemas… No es eso, capitana, sino esto —insistió Nadia, mostrándole el hacha—. Esta arma mágica es el premio que obtuvo por ganar el torneo. ¿Por qué me la da a mí?

—A ti te queda mejor Cortaúñas que a mí. Yo no la necesito. Y este tampoco —añadió Katyusha, pasando el brazo por sobre el cuello de un sorprendido Folkell—. Todavía me duelen esos puñetazos, ¿sabes? ¡Destrozaste mi armadura favorita!

—Ambos pusimos todo de nuestra parte —aseguró Folkell—. Ganó el mejor.

—Pues si yo soy la mejor, Cortaúñas es mía y hago con ella lo que me apetece. ¡Acuérdate de mí cuando derribes la primera montaña, medalla de bronce!

Sin dejar a Nadia tiempo para replicar, los dos oficiales marcharon hasta salir del patio, seguidos por los santos de Atenea y los berserkers.

—Siento que me están dando las sobras, Günther —se lamentó Nadia.

—No salió a la madre, desde luego —dijo el guerrero azul.

Atrás de aquellos dos quedó Baldr, con la vista fija en la inesperada columna que formaban todos, y en especial en quienes la encabezaban, Katyusha, nieta del rey Piotr y lord Folkell, su honroso prometido.

—Debería alejarme —murmuró para sí.

Pero no lo hizo. Un dios guerrero nunca daba la espalda a la batalla. Fuera cual fuese.

 

***

 

El grupo descendió por el castillo hasta internarse en la montaña sobre la que había sido construido, pasando por una escalera espiral. Según explicaban los guerreros azules, lo que estaban por ver era más antiguo que la residencia del rey; esta había sido construida en torno al Trono de Hielo, fuente del poder de los Señores del Invierno. Quien ordenó aquel proyecto era recordado como un hombre tan sensato como Piotr, por entender que el soberano de la Ciudad Azul tenía que estar siempre cerca del crisol en que latían los cosmos de todos los guerreros que le sirvieron a él y a sus antepasados. Desde ese día, abandonar Bluegrad era impensable para un rey, sobre todo en un tiempo prolongado.

—Ahora estás más conversador, ¿eh? —dijo Bianca.

—Si mi rudeza los ha importunado, lo lamento —se excusó Günther, viendo de reojo cómo la santa de Can Mayor se aseguraba de que su hermano no estuviera delante de él mientras bajaban esas escaleras interminables—. No hace ni siquiera un año que intentasteis robar algo que guardábamos por petición del Santuario.

—Yo no tengo nada que ver con eso —mintió Bianca.

—Hablo de los santos en general —dijo Günther—. No tengo humor para la política.

—La política es estrategia —terció Erik, el berserker del martillo, pasando la mano por la amplia barba roja—. La estrategia es indispensable para un soldado.

En eso, muchos concordaron, hasta Katyusha y Folkell expusieron su opinión al respecto, amenizando el cansado viaje.

 

Al fondo de la escalera, no quedaba ni un solo bloque de la piedra del castillo. Todo era roca, parte de una cueva formada hacía muchísimo tiempo, enmarcando un portón de madera de un árbol sagrado. En teoría, ahí debería estar el Secretario del Rey, pero Gigas seguía ayudando a Piotr en las labores diplomáticas, por lo que un par de guerreros azules se encargaban de hacer la guardia y anunciar a los visitantes.

Las puertas se abrieron tras una breve orden de Katyusha y todos pudieron por fin entrar en la famosa sala del trono, donde Alexer les esperaba sentado en el sitial del invierno. 

—Su Majestad —saludaron Katyusha y Folkell a un mismo tiempo.

—Este cosmos es… este cosmos es… —Subaru era incapaz de terminar una sola frase. El resto de santos, ni tan siquiera podía hablar. Todo lo que sabían del Trono de Hielo era demasiado superficial como para entender lo que veían. ¿Un tesoro antiguo? ¿Todo el poder de los guerreros azules reunido en un solo lugar? Era más que eso. Era una pieza de la historia, una de las Siete Maravillas de la era mitológica.

—Santos de Atenea. Bienvenidos a la Alianza del Norte.  

Así les saludó Alexer, rey de Bluegrad.


OvDRVl2L_o.jpg


#211 Seph_girl

Seph_girl

    Marine Shogun Crisaor / SNK Nurse

  • 983 mensajes
Pais:
Mexico
Sexo:
Femenino
Signo:
Acuario
Energia:
Cosmos:
Ataque:
Defensa:
Velocidad:
Victorias:
0
Derrotas:
0
Total:
0

Publicado 12 febrero 2021 - 18:25

Capitulo 63. El tono de hier...lo 
 
Bonita historia la del origen de Bluegard. Selvaria de Acuario ¿eh? Lindo nombre.
 
No puedo evitar pensar en Game of Thrones cuando leo que el arma de Bluegrad es un Trono de Hielo jiji, seguro es igual de incomoda como el de Hierro, pues tener el cul* sentado sobre hielo de cero absoluto, uff... grande Alexer y sus predecesores.
 
Vaya la historia del power Ranger Blanco, AKA Bolverk, que pues tiene que ser poderoso si es que Athena estuvo allí con su ropaje divino para matarlo o.o
 
La grata sorpresa de este episodio es que en Bluegard nos encontraremos adaptaciones de personajes de la saga de Asgard y película de Asgard XD, ¡¡mira que ahí esta Mime y Folkell! (snif)
 
Fue un bonito cap, introduciendo a los aliados norteños del Santuario, habrá que ver qué sigue.
 
PD. Buen cap, sigue así x3

ELDA_banner%2B09_.jpg

 

EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#212 Rexomega

Rexomega

    Friend

  • 1,837 mensajes
Pais:
Espana
Signo:
Aries
Energia:
Cosmos:
Ataque:
Defensa:
Velocidad:
Victorias:
1
Derrotas:
0
Total:
1

Publicado 15 febrero 2021 - 19:04

Saludos

 

¡Buen review, sigue así!

 

Seph Girl

Spoiler

 

***

 

Capítulo 64. Ejército de los muertos

 

Lesath de Orión podía entender que el príncipe Alexer le tuviese cierta manía, considerando que  quiso detener en su día la revolución que pretendía iniciar y que al año siguiente trató de robar el ánfora de Atenea frente a sus propias narices, recibiendo como recompensa una estancia gratuita en el mejor hospital de esas tierras. Podía entenderlo incluso si ambos hechos eran en realidad meros intentos, que no fue él quien detuvo el golpe de Estado y que en términos prácticos el ánfora de Atenea ya había sido robada. Lo que ya no podía comprender es que le guardara tanto rencor como para impedirle la entrada directa en la Ciudad Azul. ¡Sí, tenía que ser cosa del príncipe! ¿De quién si no? ¿Por qué otra razón sería él, de entre todos los enviados por el Santuario hasta ese frente, quien acabaría aterrizando en una playa dejada de la mano de los dioses? Que Aerys, cómplice por accidente de la tentativa de robo —así lo repetía en su mente: tentativa— acabara en la misma situación solo confirmaba sus sospechas.

—Somos la guardia fronteriza —decía el santo de Erídano.

—¿Con esta maravillosa visibilidad? —exclamó Lesath—. Sí, atrás mismo tengo la ciudad. En dos pasos estaré a las puertas de Bluegrad, pidiendo un plato caliente.

—Bluegrad no está cerca. Por eso se llama guardia fronteriza, porque se vigila en la frontera de un país con otro país. Es un gran honor.

—Un gran castigo.

Pronunciando ese lamento, abarcó con un gesto exagerado lo que tenían enfrente: un mar de muerte y frío, lleno de cadáveres en las profundidades y de islotes de hielo en la superficie, pasados un par de kilómetros desde la costa. El viento soplaba fuerte, derrumbando ventisqueros aquí y allá, a la vez que la temperatura descendía más de lo habitual. ¿Una muestra del poder del rey Piotr, otra venganza del príncipe Alexer o solo mala suerte? Los dioses sabían, Lesath no.

—A veces me pregunto por qué nos necesitan —dijo el santo de plata, aburrido del silencio de su compañero—. Si siempre tuvieron ese tesoro, ¿por qué no usarlo?

—El Trono de Hielo es la mayor fuente de cosmos en este planeta, ni siquiera un santo de oro puede compararse a un tesoro milenario al que todos y cada uno de los guerreros azules cedieron sus cosmos al morir —explicó Aerys—. Pero no es una fuente ilimitada de la que puedan abusar para enfrentar cualquier problema. En el mejor de los casos, se agotará, en el peor, como en el pasado, causarán su propia ruina. Un Señor del Invierno sabio, como el rey Piotr, no recurre al Trono de Hielo. Ni siquiera ahora pretende usarlo.

—¿Ni siquiera ahora…?

El santo de plata no pudo ni acabar la frase, apenas creyéndoselo.

—La legión de Aqueronte se alimenta del cosmos que roban las aguas del río. Cualquier estratega más o menos decente pensaría en dirigirlas hasta el más grande de los banquetes, antes de iniciar una guerra total. Por eso estamos aquí.

—Esa sería una gran exposición si no se la hubieses robado a Su Santidad —dijo Lesath.

—Es para que nuestros acompañantes estén al tanto.

—¿Nuestros…? —Lesath miró en derredor, y al ser abrumado por la infinita blancura, expandió sus sentidos a través del cosmos. Escudriñó el terreno desde la playa hasta las alejadas montañas, sin percibir nada semejante a un humano—. No hay nadie aquí.

—Menudo cazador —se burló el santo de bronce—. Da igual, no nos van a hacer daño. Solo quieren estar informados. ¿Quieres pan?

 

El cambio de tema fue tan repentino como el posterior temblor, que impidió al santo de bronce sacar de su saco el alimento que más apreciaba. Mientras Aerys caía de bruces al suelo, hundiéndose sobre la nieve ahora humeante, Lesath pasó por uno de los pocos momentos de su vida en los que no podía reírse de ese tipo de cosas.

Una gran ola se alzó en la lejanía, y por algunos segundos pareció que iba a devorar la playa entera, aunque al final solo chocó con el muro filoso sobre el que Aerys y Lesath se encontraban, mojándolos. Tras la inmensa cortina de agua, los islotes de hielo habían empezado a resquebrajarse, abriendo caminos para los innumerables cosmos que, de pronto, había debajo. Cuando el santo de Orión empezó a contarlos, entendió que la existencia de los santos de oro no solo era una respuesta a la élite del ejército de Poseidón.

Primero vinieron las sirenas. Hermosísimas mujeres de cintura para arriba; peces de no menor belleza, aunque en otro sentido, de cintura para abajo. Se alzaban por cientos a lo largo de la costa, descubriendo la fina y suave piel de sus hombros desnudos y el nacimiento de sus pechos. Algunas sonrieron con gracia angelical, conquistando incluso el corazón de Aerys, quien no pudo detener un sonrojo. Lesath quiso decir algo, pero entonces la más cercana inició el temido canto, y todas y cada una la acompañaron.

Los santos, hechizados, vieron una gran cantidad de soldados rasos escalar el muro de helada piedra. Todos eran altos y fornidos, cargando anclas que colgaban de una larga cadena, y protegidos por corazas escamadas de un color azul marino; uno de cada media centena cargaba también una red mágica, bien oculta, así como un tridente. De los flancos de cada casco surgían aletas de metal, como sello característico del dios al que servían.

En cuestión de minutos, Aerys y Lesath se vieron rodeados por al menos mil quinientos guerreros del mar, la mitad a un lado y la otra a otro, Había un gran espacio entre los dos batallones del ejército, listo para permitir el paso de las guerreras cantarinas.

—Emil mataría por estar aquí —se le ocurrió decir a Lesath, inmóvil espectador de un evento único—. Ningún santo de Atenea debería hacerle ascos al fresquito. No, señor.

Cientos de sirenas saltaron al unísono con una gracilidad única, rodeadas por el resplandor aguamarina de la olvidada Atlántida. Cayeron a la tierra con encantadoras piernas humanas, el cabello aún mojado, y el cuerpo cubierto por corazas coralinas de toda clase de colores. Verlas marchar entre sus forzudos compañeros, era como contemplar un espectáculo celeste, acaso la aurora boreal, atravesando el azul del cielo y el blanco de las nubes.

—Os conozco —dijo una entre el sinfín de mujeres, de blanquísima armadura, una perla convertida en coraza—. ¿Y mi marino flechador?

—Emil —adivinó Lesath—… Emil está… Él… Emil no está aquí.

—Lástima —lamentó—. Queréis saber cuántos somos, imagino. ¿Envío un mensajero, o puedo ser yo quien os informe?

Lesath no contestó. Prefería el silencio antes que seguir balbuceando como un adolescente enamoradizo. ¡Él, jamás antes esclavo de capricho alguno, temblaba por la sola cercanía de aquella criatura! Pero ¿cómo no hacerlo? Ella estaba más allá de las irresistibles sirenas, con su mágico cantar y seductores andares. Ni siquiera tenía del todo claro cómo era, pues sus sentidos estaban nublados por la simple cercanía; solo veía una mujer cubierta por una bruma mística tras la que su mente dibujaba lo más hermoso que podía imaginar. Sí, eso era todo en lo que podía pensar al verla: la certeza de que estaba ante algo que solo podía adorar, de rodillas.

—Un mensajero está bien. El Señor del Invierno os estará esperando.

Aquella criatura, fuera sirena u otra cosa, asintió, uniéndose a la marea de guerreras coralinas en su marcha al norte. Al mismo tiempo, de los mares helados saltaron otros seres mitad humanos mitad pez, tritones. Aunque hombres, eran distintos a los soldados, pues poseían una belleza similar a la de sus hermanas sirenas, al igual que las cuales pisaron el suelo no con cola de pez, sino con piernas. Como protección, no contaban con escamas azules o de coral, sino que estaban cubiertos por armaduras completas de un material similar al hielo, tan frío que despedía vaharadas de aire helado; del mismo material eran sus armas, tridentes de afiladas puntas.

—Son demasiados. Por todos los dioses del Olimpo, ¿cómo se supone que les ganamos en la era del mito? —preguntó Lesath, aún afectado por el cantar de las sirenas. Toda la nieve del lugar había sido pisoteada una y otra vez por aquel ejército inagotable, ¡la playa entera estaba ocupada por miles de cosmos destacados!

—No hay que subestimar el alcance de la ira y el odio humano —dijo Aerys—. Esas sirenas ahora te parecen criaturas magníficas con las que retozar en la nieve. Trata de imaginarlas como el ejército del dios que ahogó a tus familiares y amigos a la vez que hundía toda ciudad y pueblo que alguna vez visitaste. ¿Te encandilarías igualmente con las asesinas de tus seres queridos?

—Cuando los humanos queremos venganza, de verdad la queremos —redundó cerrando el puño con fuerza. La crudeza de la rebelión de Ethel le llegó a lomos de un soplo de aire especialmente frío, causado por la horda de tritones—. ¿Dónde está el mensajero?

—Aquí, señor —dijo uno de los hombres de armadura helada. Más blanco que un cadáver, aunque para nada débil; ninguna parte de su ser temblaba por el frío—. ¿Qué desea saber?

—Todo, claro. —Abarcó la marcha de tritones y sirenas con un gesto amplio—. Cuántos sois, quiénes os dirigen…

—Entiendo, señor —le interrumpió, cogiendo aire antes de hablar—. En honor a la alianza formada entre vuestro líder y nuestro señor Poseidón, la mitad de las sirenas del Atlántico Sur, junto a la mitad de los soldados del Pacífico Norte, los tritones del Ártico y algunos cíclopes, nos unimos a la defensa de Bluegrad.

—Primero, es nuestra líder ahora —aclaró Lesath. El mensajero se le quedó mirando; quizás no estaba informado—. Segundo, quiero números, lo único que me ha quedado claro es que no todo el ejército de Poseidón vendrá aquí. Y tercero, lo más importante: ¿quiénes os dirigen?

—La nereida Tetis, representante del Gran General Sorrento de Sirena, dirige la armada del Norte, señor. Sumamos un aproximado de entre tres y cuatro mil entre todos, ¿está bien así? ¿O prefiere un número concreto?

—Está muy bien, puedes retirarte.

—Permítame decirle que es un gran honor luchar codo con codo con un santo de verdad, señor. ¡Protejamos juntos este mundo!

El mensajero le extendió la mano. Aunque apenas trataba de sonreír, sus palabras hablaban de un entusiasmo lejano a lo que Lesath había previsto. Las palabras de Aerys resonaron en su mente a la vez que, conmocionado, correspondía el saludo del tritón. Hacía miles de años, aquel ejército le había causado un gran daño a la humanidad, y sin duda los hombres, primeros santos, respondieron provocándoles un sufrimiento mucho mayor. ¿Acaso habían terminado los milenios de odio? Un círculo de venganza, de violentas respuestas de un bando al otro que no tenían fin, había sido ignorado el día en que alguien propuso una alianza.

«No. Ella hizo más que ignorarlo; lo rompió con esas manos enguantadas.»

—Akasha de Virgo —musitó al separarse del mensajero—. Ese es el nombre de nuestra líder.

—Está bien, señor. Akasha. Lo recordaré.

Una gran sombra se extendió sobre el mensajero y Lesath. Y había otras también a cada lado; varias decenas, en realidad. El santo de Orión dio la vuelta justo a tiempo para ver cómo un coloso de veinte metros de altura pasaba por encima de él, reduciendo la poca nieve que había a nada con cada paso. Eran como la versión gigantesca de los tritones: pálidos, de gruesa coraza helada y un pequeño glaciar como arma; bajo el particular casco, decorado por seis animales de cristal, resaltaban la gran boca caída y un único ojo.

—No sé cuál es la gran noticia de hoy —dijo Lesath, viendo que ya del mar solo salían aquellos gigantes—. Que sigue habiendo cíclopes en el mundo, o que el zorro de Emil ha sido recordado por nada menos que la madre de Aquiles.

—Le parece un joven divertido, señor.

—Creo que te dije que ya podías retirarte… Mira, hasta los soldados ya se están marchando —apuntó Lesath, señalando a los guerreros de armaduras azules.

—Es que les estoy esperando. Mis órdenes son escoltar a los santos extraviados hacia palacio antes de que lleguen los barcos. He contado trescientos, señor, por si quiere saberlo.

—Debe ser el transporte para la Guardia de Acero. ¿Por qué mandarían tantos aquí? ¿Qué se trae Azrael entre manos? —Lesath rio con ganas—. ¡Sea lo que sea, no será nada bueno para el enemigo! Casi siento pena por las legiones de Hades, casi.

—No debería, señor.

Un cíclope se quedó quieto frente al mensajero y el par de santos. Olisqueaba con tanta fuerza que todos lo oyeron alto y claro, más allá del lejano cantar de las sirenas, que al fin todos podían entender: hablaban de guerra y de paz, del violento pasado y el brillante futuro; cantaban la anhelada unión del mar, la tierra y, tal vez, del mismo cielo.

 

Aerys de Erídano dio algunos pasos hacia el gigante, quien lo miraba con su único ojo con una adoración encantadora. El santo de bronce, entendiendo pronto el deseo del cíclope, sacó del saco la barra más grande que había hecho.

—¿Quieres pan?

 

***

 

Bajo el eterno cielo crepuscular, se extendían las tierras grises, donde ninguna vida podía nacer. Un páramo atemporal sin más función que existir en torno a un centro de pura desesperación: la Colina del Yomi, nexo entre la tierra de los vivos y el hondo Hades. Allí, por siempre, filas interminables de almas ascendían por la ladera de la montaña, sin un momento de reposo o de duda, hacia un pozo que era como una herida en el espíritu del macrocosmos, más vieja que la misma Tierra.

Aquel no era un lugar que los mortales pudieran soportar ver. Hasta entre los santos de Atenea eran contados los hombres que podían pasar horas allí sin atormentarse por el lugar que marcaba el fin de toda esperanza. Por eso, para quien contemplaba ese territorio desde su trono en el castillo Heinstein, la presencia del santo de Cáncer resultaba de lo más interesante. No era que estuviese ahí como defensor; lo que estaba por acontecer no era algo que pudiese impedirse, así como nunca hubo posibilidad de impedir la manifestación de Leteo sobre los cimientos de Reina Muerte, por lo que no era esa la razón de aquel extraño personaje para estar ahí. Nimrod, portador del cuarto manto zodiacal, estaba paseando. Nada más, nada menos. Como mucho quería mirar, y a decir verdad, el rey Bolverk deseaba que contemplase a sus ejércitos. Y desesperase.

Lo primero fue un rugido descomunal, titánico, como si nueve mil hombres gritaran a la vez con una sola voz. Era el alarido de un dios, que desde el pozo de la desolación al que iban todas las almas, emergió en forma de una colosal columna de aguas putrefactas. La montaña entera retumbó, cediendo a tan antigua fuerza.

 

Para entonces Nimrod ya se había tapado los oídos y cerrado los ojos, como una reacción inevitable al dolor que sentía, de modo que no pudo ver cómo el río Aqueronte se detenía en medio del cielo, como topando con un techo invisible, y se desviaba en cuatro vertientes por cada uno de los rincones de aquel páramo infinito. Al mismo tiempo, un frío invernal dominaba la mitad de la Colina del Yomi, mientras que la otra mitad se vio envuelta en un calor asfixiante.

—Cocito… Flegetonte… —murmuró Nimrod, viendo las demoníacas figuras con los ojos entreabiertos—. ¿Y el mayor está…?

No fue fácil sentir a Leteo. A diferencia de los otros ríos del infierno, aquel podía ser invisible para la vista y el recuerdo, o bien adoptar la apariencia de una deformación en el mundo, como el camino que une el infierno donde los hombres son castigados con los Campos Elíseos, paraíso de los dignos. Nimrod, no obstante, tenía algo más allá de los sentidos convencionales y aquellos extraordinarios que dominaban los santos, un sentido que no compartía con mortal alguno y que le daba cierta intuición para esas cosas. Así supo, sin verlo, que Leteo se uniría a la parte de sí que dormitaba en el abismo allá donde alguna vez descansó Reina Muerte, lo que significaba que Aqueronte, Cocito y Flegetonte apuntaban a Bluegrad, donde se hallaba Trono de Hielo; Naraka, donde estaba la Torre de los Espectros y el castillo Heinstein.

—Estos del Santuario son unos genios —bromeó Nimrod—. No está de más que les avise, de todas formas. A menos que quieras impedírmelo.

 

—No —susurró Bolverk, a sabiendas de que no lo escucharía. Nimrod de Cáncer había desaparecido de la Colina del Yomi, ahora bajo el dominio de las fuerzas del inframundo—. No es necesario que adelante tu muerte.

Después de pasar tres días en el castillo de Hades, donde la vida había sido extirpada de tal forma que ni las llamas azules del colosal brasero en el centro del salón parecían dar calor alguno, al revivido rey le costaba no pensar en sí mismo como una encarnación más de la muerte. Una idea banal de la que tendría que desprenderse pronto, si no quería echar por tierra los sueños del pasado. La corte reunida frente a él estaba dispuesta a destruir el nuevo mundo y reinstaurar el antiguo; ninguno de sus miembros era un nihilista, ni él tampoco quería convertirse en uno. Bolverk era un nombre de rey, de un dios, de alguien capaz de crear algo grande. Honraría ese nombre, porque ya no tenía intención de morir en el intento. No por segunda vez.

Mucho pudieron conversar los seis a lo largo de esos días, por lo que ya solo quedaban las instrucciones más elementales:

—Deríades de Flegetonte. Permanecerás aquí en mi ausencia.

—Sea, Su Majestad.

—Ignis de Aqueronte. Tu objetivo es el Trono de Hielo de Bluegrad. No solo es un tesoro de poder ilimitado, sino que es mi mayor deseo apoderarme de él.

—Lo comprendo, Su Majestad. Cumpliré con mi misión.

Aun siendo ellos los más rectos en la corte, junto al desaparecido Terra, Bolverk se vio complacido por el trato y la obediencia que le debían. ¿Cómo no podía honrar a tales hombres siendo, más que un Campeón del Hades, un heraldo de una nueva vida y mejor? No solo Deríades permanecía allí incluso ahora, que las fuerzas de Poseidón marchaban a Bluegrad para oponerse a sus pretensiones, sino que Ignis había llegado al extremo de convertirse en el elegido de Aqueronte, como quedaba demostrado en la tosca armadura que lo cubría, semejante a los mantos mortuorios de los espectros. Solo los dioses sabían cuánto dolor debió padecer para alcanzar ese estado.

La atención del rey pasó del hueco dejado por Terra hasta el mago de la corte.

—Yo, Damon de la Memoria, garantizaré la victoria de Su Majestad —anunció la antigua criatura con voz gutural—. En el lejano Este, donde mis hermanos han reconstruido el continente Mu, manifestaremos una vez más la Máquina de Rodas y todos nuestros deseos serán concedidos, al igual que en la Antigua Guerra.

La Antigua Guerra, para los telquines, solo podía referenciar a la Guerra de la Magia que enfrentó a los Nueve de Rodas con los santos de Atenea en una época remota. Era uno de los numerosos conflictos que tuvieron las fuerzas del mar y las de la tierra, así como la razón que tenía un ser tan poderoso como Damon para apoyar las pretensiones de un rey mortal con las más descabelladas aspiraciones. Bolverk era consciente de esto en parte, por eso no se molestaba en resaltar lo evidente: él y los demás telquines llevaban movilizándose desde la extinción de Reina Muerte, aprovechando la manifestación de Leteo en ese lugar para reconstruir el continente Mu átomo a átomo; de ninguna forma los demonios abisales realizarían un prodigio de tal envergadura sin la participación del que era soberano de todos ellos. No le importaba demasiado que Damon modificase la Tierra hasta devolver los mares, el cielo y los continentes a la forma que ya solo se recordaba en los mitos, siempre que él los gobernase.

Y por fortuna, los telquines no buscaban ya el poder. Tras haber sido aplastados por Zeus, lo único que les motivaba era una venganza indirecta a través de Atenea, la hija favorita del monarca celestial, y la raza humana.

—Casandra de Leteo… ¡Casandra!

Por algún motivo desconocido, la muchacha de cabello decidió de pronto andar por el salón tratando de atrapar el aire con el sombrero de copa. Tolerable durante los días de prórroga a Bluegrad, enternecedor incluso, cuando acababa riendo en una esquina, el pelo teñido hecho un desastre y la boca dominada por una felicidad contagiosa. ¿En ese momento? Solo era irritante. Los santos de Atenea ya aparecían en las cercanías uno tras otro, tanto de bronce y de plata como de oro. El tiempo para la paz había acabado.

—Y te encontré —gritó Casandra. Ajena al resto del mundo, la Campeona de Leteo levantó con ambas manos el sombrero de copa y luego las bajó a toda velocidad, hasta el recién aparecido Caronte de Plutón—. ¿Has venido a verme? No, no has venido a verme. ¿Por qué estás aquí? ¡Ah, Terra, pobre Terra!

Sobresaltado, Bolverk se levantó del trono y avanzó a zancadas hacia Caronte, importándole poco la presencia del astral. Fuego y hielo, sufrimiento y olvido, los ríos del inframundo que ya se estaban manifestando en la tierra flotaban a un tiempo como una espiral en torno a él, dejando claro quién era el regente de los poderes del Hades. Bastaba ser testigo de tal dominio sobre los antiguos poderes para aceptar que estaba ante el responsable de que los Campeones del Hades existiesen, incluso si fue el resultado accidental de un viaje descuidado desde el Tártaro hasta la Tierra. Gracias a ese descuido, o más bien, gracias al poder que aquel ser ostentaba, almas notables en el descontrolado Hades tuvieron una salida y pudieron resucitar.

—¿Qué has hecho con Terra?

—Le dije que si me ayudaba, no le arrancaría el corazón. Aceptó —expuso Caronte, devolviéndole a Casandra el sombrero—. Parece que incomodo aquí.

—A mí no —aseguró la Campeona—. Hueles a mi hogar.

—Basta, Casandra —ordenó Bolverk, interponiéndose entre ambos—. No somos tus esclavos, no puedes venir aquí y decirme que amenazaste a mi consejero.

—¡Pues eso es justo lo que he hecho! No le pasará nada —aseguró Caronte, dando un par de pasos atrás a tiempo de esquivar un lance de Deríades. Esbozó una sonrisa cuando el rey detuvo al general de seguir persiguiéndole, una sonrisa que mantuvo pese a tener a Damon tras la espalda—. Palabra de honor. Me ayudará con algo que he pensado, algo que te beneficiará. Un poco al menos.

Casandra y Deríades retrocedieron por orden del rey, junto a Ignis, quien no se había movido hasta ahora. Damon, en cambio, permaneció atento al astral, acaso dispuesto a impedirle causar daño al resto de la corte. Era difícil saberlo con él. Fuera como fuese, aquel combate no le convenía, eran poderes demasiado grandes los que chocarían.

—¿Pretendes dirigir tú las fuerzas del inframundo? —preguntó el rey.

—En absoluto —aseguró Caronte—. Ese puesto siempre estuvo para ti, aun si debimos hacer ciertos ajustes para que tu existencia no resultara demasiado vistosa. No te hagas el sorprendido —acotó cuando Bolverk dejó escapar un gruñido—, no eras tan joven el día en que moriste, ni conservabas los dos ojos, ni ibas por el mundo sin estar acompañado de lobos y cuervos.  Pero el mundo actual no admite existencias como la tuya sin cuestionamientos, Bolverk, un mortal que quiso convertirse en dios.

—Me temes —entendió el rey.

—Estoy paralizado —soltó Caronte, encogiéndose de hombros—. Puedo devolverte los achaques y las arrugas cuando quieras, si me haces un pequeño favor.

El  regente de Plutón extendió la mano a la vez que sonreía, ofreciendo un regalo envenenado, sin duda. Receloso, Bolverk hizo amago de aceptarlo, para luego sacudir la cabeza. No, no le importaba cuántos años le había restado ese enviado del Olimpo. Así fueran siglos, así mil años se hubiesen extinguido, él solo tenía que volver a vivirlos. Ahora tenía esa oportunidad, antes no. Eso era suficiente para él.

—Tú no tienes ninguna importancia aquí. Fui yo quien reunió a los Campeones del Hades —le recordó el rey—. Es gracias a mí que los ríos del inframundo podrán manifestarse de forma plena en la tierra de los vivos. Y por lo que sé, tú sirves al Olimpo, no a Hades. La guerra que yo pretendo dirigir, tú la detendrías si los santos de Atenea te lo pidieran por favor. Lárgate, demonio. ¡Lárgate y no regreses!

—Respuesta correcta —dijo Caronte.

Antes de que nadie pudiese actuar, el regente de Plutón apuntó a Bolverk con la palma abierta, a través de la cual fluyó la espiral de tonos azules, rojizos y amarillos. En ese mismo instante el auto-proclamado Gran General del inframundo sintió dolor, ira y lamentos indecibles a la par que volvían a él ciertos recuerdos de técnicas olvidadas, acaso fluyendo por el invisible Leteo. El fenómeno duró una eternidad para él, revolviéndole el estómago y el cerebro hasta que le pareció que estaban por partirse los huesos y el cráneo. Luego, de un momento a otro, todo se esfumó y pudo ver que el tiempo no había avanzado más allá de un efímero segundo. Y aun así, Deríades, Ignis y Casandra lo miraban con una mezcla de asombro y respeto: seguía en pie.

—Tómalo como tu bautismo, ahora tienes la misma autoridad que yo sobre las cuatro legiones del inframundo —dijo Caronte—. Úsalas como te plazca.

—Terra… —murmuró el rey, agotado.

—Te lo devolveré sano y salvo —aseguró Caronte, ya desapareciendo—. Puede que con algunos cadáveres de más, pero no puedo decir cuándo eso fue un problema para ti. Hasta luego, Casandra, espero que podamos encontrarnos en mejores circunstancias.

—No —dijo la Campeona de Leteo—. No volveremos a vernos nunca.

Mostrando genuina sorpresa en el semblante fue como Caronte abandonó el salón, sin que quedara del todo clara la razón por la que había entrado allí en primer lugar.

 

Libre de esa odiosa presencia y henchido de un poder terrible, Bolverk anduvo hacia el trono, acompañado por Deríades e Ignis. Se sentó enseguida, incapaz de fingir fortaleza cuando entendió que era consciente de cada ser del Hades que estaba por ingresar en la Tierra. Los poderes que Caronte le había concedido no permanecerían en él mucho tiempo, sino que servirían para fortalecer las legiones del inframundo y a quienes las lideraban: por eso él dudaba ahora, por eso veía en Deríades la sed de batalla y en Ignis un dolor constante que trataba de ocultar. En cuanto a Casandra, la bendición solo podía ser el olvido. ¿El recuerdo de esa visión en la que se veía muriendo antes de que ella y Caronte volvieran a encontrarse, tal vez? A Bolverk le pareció que si una vidente olvidaba el futuro profetizado, era posible que este cambiase. Solo se necesitaba fuerza. Y fuerza era lo que a él le sobraba en aquellos momentos.

Alzó la mano temblorosa y la juzgó con dureza, obligando a cada átomo a componer la única forma admisible: de un puño de hierro cerrado y apuntando a los cielos. Un cosmos gélido lo cubrió por entero, llenando de hielo el salón, el castillo y las tierras aledañas, incluyendo a los invasores. Todos los santos de Atenea morirían antes del comienzo de la batalla. Así lo había decidido quien estaba llamado a gobernarlo todo.


OvDRVl2L_o.jpg


#213 Seph_girl

Seph_girl

    Marine Shogun Crisaor / SNK Nurse

  • 983 mensajes
Pais:
Mexico
Sexo:
Femenino
Signo:
Acuario
Energia:
Cosmos:
Ataque:
Defensa:
Velocidad:
Victorias:
0
Derrotas:
0
Total:
0

Publicado 22 febrero 2021 - 14:53

Capítulo 64: El ejercito de Poseidón
 
Anda, que bonita forma de contarnos cómo es el ejercito de Poseidón, entre soldados , sirenas, tritones y también ciclopes al que Aerys le ofreció el pan de la amistad XD
 
Ahora vemos cómo se va a mover el enemigo, y ya descubrimos que el que se quedó con el título de Power Ranger Amarillo es Ignis.
Con que lo que pasa en el Pacifico es que estuvieron reconstruyendo el continente Mu, ¡worale!
 
Mira, hace tanto que no veíamos a Caronte y éste se le apareció a los Power Rangers, diremos que él tiene le papel de Zordon, sí.
Cassandra ya nos spoileó algo grande jaja, pero habrá que ver por qué es que ella y Caronte no volverán a verse.
 
PD. Buen cap, sigue así.

ELDA_banner%2B09_.jpg

 

EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#214 Rexomega

Rexomega

    Friend

  • 1,837 mensajes
Pais:
Espana
Signo:
Aries
Energia:
Cosmos:
Ataque:
Defensa:
Velocidad:
Victorias:
1
Derrotas:
0
Total:
1

Publicado 22 febrero 2021 - 17:44

Saludos

 

¡Buen review, sigue así!

 

Seph Girl

Spoiler

 

***

 

Capítulo 65. Ejército de los vivos

 

Para Arthur de Libra, resultaba liberador dejar de vigilar cada palmo del Santuario, permitiéndose el lujo de expandir sus sentidos extraordinarios por el mundo entero.

En el norte, Bluegrad, vio a Lesath y Aerys acompañando a la armada de Tetis. Había sido una buena decisión desviar el rumbo de esos dos; por mucho que estuviese aclarado el asunto del pasado año, era conveniente conseguir un primer acercamiento entre santos y guerreros azules lo menos problemático posible. Y si de paso se tenía a un buen rastreador al tanto de los movimientos de los guerreros del mar, mejor.

Dirigió la atención hacia Oriente, donde una flota de barcos negros surcaba las aguas del Pacífico, bajo la línea del Ecuador. Ninguno era un navío común, sino vulgares imitaciones del Argo Navis impulsadas por remos invisibles, con una tripulación igual de excepcional: doscientas sombras de bronce y diez de plata en cada cubierta, vistiendo imitaciones de toda clase de mantos sagrados, salvo los de Águila y Altar. Hasta una orden herética como Hybris tenía figuras que no debían usurparse, como lo eran su líder, Gestahl Noah, y la que fuera su mejor soldado, Hipólita.

Encabezaba la expedición el barco mejor elaborado, con un cuervo negro extendiendo las alas sobre el mascarón de proa. Allí estaba erguido Munin, muy firme y orgulloso las veces que no echaba una ojeada al mar para vislumbrar, así fuera un instante, las sirenas que custodiaban el avance de su nave.

«No solo sirenas —entendió al momento Arthur. En el mar podían distinguirse varias criaturas hechas de agua, todas con forma femenina—. También ninfas, ¿eh?»

En el barco insignia se hallaba también el Gran General Sorrento, vistiendo las escamas de Sirena que lo distinguían como líder de la armada en ese frente. En realidad, solo la mitad de los presentes en esa cubierta eran caballeros negros, mientras que el resto eran guerreros del mar, desde los fornidos hombres que balanceaban pesadas anclas hacia el horizonte en gesto desafiante, hasta la mano derecha del general, cuya mirada Munin de Cuervo Negro tenía la sensatez de evitar. El santo de Libra solo se fijó en ella un momento, con sincero interés por la hermosísima armadura que vestía, blanca como una perla; sobre las hombreras redondeadas caían los rizos de la criatura, en forma de tirabuzones. Eran del mismo color que el cabello de Aqua, signo de las hijas de Nereo.

La nereida y Munin alzaron la mirada al cielo, acaso sabiéndose espiados. Arthur, admirando la fuerza mental de ambos, prefirió observar el resto de navíos. Y es que los caballeros negros, por una cuestión de orgullo, se habían adelantado al resto de una flota mucho más grande, no muy rezagada a pesar de que consistía en una centena de barcos hundidos en el océano centurias atrás. Resultaba fascinante ver esa mezcla de siglos, y más todavía comprobar que se mantenían a flote no solo los que transportaban hasta cincuenta guerreros de mar, sino también aquellos que eran dirigidos por cíclopes. Estos, a diferencia de los de Siberia, no contaban con más protección que los veinte metros de carne, hueso y puro músculo que representaba cada uno.

«¿De cuántos seres mitológicos dispondrá Poseidón? —se preguntaba Arthur—. En teoría, los espíritus de los ríos, lagos y mares, incluyendo los Oceánidas del Atlántico Norte y las Oceánides del Pacífico Sur protegerán el resto del mundo. ¿Y los demás monstruos marinos? ¿Sigue contando con algunos de los magos del Índico?»

Aun si no era así, resultaba evidente que el ejército de Poseidón distaba mucho de la armada de primerizos que cazaba a la vieja humanidad en tiempos del diluvio. Los santos se hicieron fuertes a la par que los marinos, como ocurría cuando dos fuerzas equivalentes se enfrentaban a lo largo de los milenios, sin posibilidad de una derrota total de uno u otro. Así pasaría siempre que dos dioses decidían combatir.

Por esa razón Arthur pasó más tiempo del conveniente viendo aquel espectáculo. Las posibilidades generadas por una alianza entre dos dioses colmaban todas las expectativas que este pudiera tener. Veía a las sirenas y ninfas saltar ociosas entre los barcos, marinos y negros, cantando una melodía sin duda tan dulce como mortal, y apenas podía creer que hasta los viles caballeros negros la degustaban con franca alegría, gracias a Sorrento. El Gran General tocaba la flauta incansable, protegiendo con su magia las mentes y corazones de los hombres.

Cerraba la marcha un bote con dos remos normales y corrientes, más allá del hecho de que se movieran solos. En él estaba Oribarkon, de ropas blancas y negras bajo una coraza de escamas; su expresión oculta por el yelmo de perro. Detrás de él había un enorme cofre de siete lados, cada uno representando a una de las siete escamas: Hipocampo, Escila, Limnades, Crisaor, Kraken, Sirena y Dragón del Mar.  

«Sabrán apañárselas —decidió Arthur. En ese frente no había ningún santo visible, ya que Shizuma de Piscis prefería aparecer solo cuando era necesario y Ofión de Aries ya llevaba tres días inspeccionando el resurgido continente Mu. Eso era peligroso cuando se pensaba en una alianza trabajada a lo largo de seis meses y unida por una líder primeriza, no obstante, por lo que podía ver, los guerreros del mar y los caballeros negros podían concordar al menos en una cosa: querían salvar el planeta en el que vivían, no tenían otro—. Simple, pero eficaz. Buen trabajo, hermanita.»

Fiándose ya un poco más de las fuerzas aliadas, decidió echar un vistazo al frente donde mayor presencia de santos había: Naraka, una tierra tan muerta como el territorio de los Heinstein, influenciada de tal forma por el Hades que la humanidad prefería ignorar que existía. Ningún satélite en el mundo llegaba a captar imágenes de la Torre de los Espectros, ningún comerciante pasaría por allí ya fuera por tierra o por aire,  ninguno de los gobiernos de los países con los que ese rincón del mundo tenía fronteras siquiera pensaría en levantar allí una base, lanzadera de misiles o instalación de cualquier clase, así estallase una Tercera Guerra Mundial en ese mismo momento. Así era cuando el territorio de los dioses y el de los mortales se encontraban: amos y esclavos se volvían iguales, polvo bajo las uñas de los dioses. Las fantasías de rebelión no tenían lugar en el mundo más allá de las artes, porque el mismo aliento que les impulsaba a vivir y crear, entendía lo fútil que sería levantarse en armas contra lo incognoscible.

Los santos de Atenea eran una excepción. Y pronto una más se sumaría, la de la Guardia de Acero que Akasha y Azrael construyeron en secreto. Arthur podía ver la base móvil del ejército: el portaaviones Egeón, un coloso marino revestido de gammanium artificial transportando treinta mil soldados y veinte cazas Pegasus no-tripulados. Buena parte eran reclutas del Centro de Investigación Asamori, siendo el resto miembros de la guardia del Santuario. Si se descontaba a las amazonas y los Toros de Rodorio, podía decirse que cualquier sub-clase de los santos de hierro de Akasha vestía ahora el acero: los Heraclidas seguían luchando con los puños, solo que ahora gozaban de exoesqueletos para potenciar la velocidad, la fuerza y la resistencia, según el caso; los vigías, incluido Faetón, engrosaban un batallón de tiradores con cañones de raíl, armas láser y visores lo bastante avanzados como para tornar la buena vista de los vigilantes en el ojo de auténticas águilas listas para cazar; al final, los guardianes, habituados a la lanza, de nuevo contaban con armas de combate cercano. Todo era, en cierta forma, igual que antes, solo que mejorado. Actualizado.

En ese momento, Azrael conversaba con un funcionario del gobierno chino —uno de los países colindantes con Naraka, a mil kilómetros del monte Lu, era China— sobre los permisos necesarios para el transporte de tropas. Naraka no tenía costa, así que debía pasarse sí o sí por un territorio con gobierno y leyes. Por suerte, los gobiernos llevaban unos cuantos milenios agachando la cabeza ante el Santuario, era raro que pusieran trabas irrazonables, a buen seguro podrían haber llegado a un acuerdo incluso sin que el enlace gubernamental fuera, en cierta forma, uno de ellos.

«Puedes estar orgulloso de tu hijo, Shiryu. Donde quiera que estés.»

Según lo poco que sabía, Shoryu fue encontrado por Shunrei cuando era un bebé, poco después de la anterior Guerra Santa. La joven cuidó de él durante años, contándole maravillas del santo de Dragón, Shiryu, hasta el día en que aquel despertó y se reunieron los tres. Para cuando Akasha fue enviada al monte Lu, en parte acompañando a Azrael, en parte todavía tratando de convertirse en santa tras notables fracasos, Shiryu era a todos los efectos esposo de Shunrei y padre del niño Shoryu. Una familia.

«Fuera del radar del Santuario —reflexionó Arthur—. No deberíamos confiar tanto en estos héroes de leyenda, tendentes a desaparecer cuando más se les necesita.»

Shiryu, el último que tendría motivos para desaparecer, fue de hecho el primero en marcharse sin decir a dónde ni cuándo regresaría. Al año siguiente, Hyoga le siguió, después Ikki. ¿Quién se marcharía ahora? ¿Shun? ¿Seiya? ¿Y a dónde? No lo sabía y eso lo incomodaba, sobre todo por Orestes. Ese hombre tenía el deber sagrado de atraer a los santos de Atenea a la causa del Hijo y ahora se dedicaba a pagar una supuesta deuda con Akasha. Tal actitud parecía un sinsentido, a menos que el caballero de la Corona Boreal ya hubiese cumplido su misión y ahora solo los estuviese distrayendo.

«De momento, nos sirve —decidió, viéndolo durante un segundo en la cima de la Torre de los Espectros. Ni él ni su compañero, Ícaro de Sagitario Negro, necesitaban permiso de nadie; no hay fronteras para quienes pueden alcanzar la velocidad de la luz.»

Entretanto, Shoryu y Azrael terminaban la discusión de los términos acordados. El hijo de Shiryu demostraba una vez más lo sensatos que fueron sus padres al no instruirle en la lucha, sino darle la oportunidad de conocer otra clase de vida. Primero como autodidacta, solo apoyado por su madre, después con estudios pagados por la Fundación. Shoryu demostró genialidad desde muy temprana edad, llamando la atención de las personas adecuadas en el momento adecuado. En teoría, ahora era un universitario terminando la primera carrera; en la práctica, el enlace entre China y el Santuario. Sí, podía haberse solucionado este asunto sin jugar sucio, por decirlo de alguna forma, pero cada hora de tiempo que ganaban era una victoria.

La Guardia de Acero empezó a movilizarse. Por supuesto, Egeón no podía entrar a Naraka, pero nunca fue el objetivo del Santuario que tamaño ejército cruzara kilómetros y kilómetros. El ex-Sumo Sacerdote estaba estabilizando un sub-espacio entre el universo físico y otros planos con conexiones a puntos clave de los diversos frentes: Naraka, el territorio Heinstein, los barcos de la Fundación, sobre el gélido mar de Siberia, y las bodegas de los navíos de Hybris, sobre el océano Pacífico. Una buena parte estaba destinada a los frentes norte, probable objetivo del Aqueronte, y sur.

En cuanto a los santos de Atenea, al igual que Orestes e Ícaro, no entraban dentro del engorroso trato. Mientras Azrael y Shoryu formulaban los pros y los contras de introducir un ejército con armas hechas de tecnología no existente en país extranjero, Ishmael, Makoto, Emil, Ban, June y muchos más, cruzaron media China y aterrizaron en Naraka como meteoros, invisibles al radar. Tuvieron tiempo de sobra para organizarse, separando a quienes servirían de oficiales, con el santo de Ballena como máxima autoridad en la región, de quienes, por carecer de dotes de mando, se mantendrían como fuerza de apoyo. Todo eso podía deducirlo Arthur por cómo se intercambiaban conversaciones en uno y otro lado de Naraka, hasta Ícaro y el parco Orestes le dejaban entrever el buen hacer de Ishmael, por cómo el primero lo criticaba.

«Será mejor que acabemos pronto con el frente occidental —pensó Arthur, muy atento al joven e impetuoso Ícaro—. Si no, tarde o temprano habrá problemas.»

Con el fin de atajar la parte más problemática de la guerra de un solo golpe, los cuatro generales del Santuario estaban destinados a Alemania, justo antes de entrar al territorio Heinstein. Podía verlos ya posicionados, Sneyder y Shaula al frente; Garland, más cauto, retirado, junto a la totalidad de la división Pegaso y la mayor parte de la división Dragón —Fantasma de Lira y Noesis de Triángulo estaban en Bluegrad y Naraka, respectivamente—. Todos lo esperaban, porque cuando él apareciese, significaría el fin del plazo dado por Bolverk y el inicio de la batalla.

De todo esto pudo ser consciente Arthur en tan solo ese preciado minuto de libertad. Con el tiempo, podría ser consciente de todo cuanto acontecía en el planeta sin siquiera pretenderlo, cosa que le asustaba e intrigada a partes iguales. ¿De qué era en verdad capaz? ¿Dónde estaba el límite? Quería saberlo, a eso planeaba dedicar el tiempo de paz que vendría después de la guerra, dejar de ser Juez y convertirse en Observador.

 

***

 

Dos mil hombres marchaban al mando de los santos de Centauro, Lagarto y Auriga. Algunas familias le hicieron preguntas, y otros tantos se dirigieron al más amigable Seiya, quien mientras revolvía el cabello de algún chiquillo, lanzaba sin pensar la promesa imposible: que todos volverían sanos y salvos.

Poco a poco, la masa de personas se iba reduciendo. Los aldeanos, aunque todavía preocupados por sus vecinos y familiares, decidieron volver al hogar o a realizar sus labores. Y así, Seika quedó a la vista, todavía con el niño sobre sus hombros.

—¿Eh? ¿No vas a saludarla? —dijo Seiya, despertando a Arthur de un codazo.

—Creía que no te gustaba que la saludase.

—Acababa de salir de un coma —espetó Seiya, divirtiéndole la idea de que Arthur pudiese guardar rencor—. La cabeza no me funcionaba muy bien que digamos.

—¿Estás insinuando que la cabeza te funciona bien ahora?

—Vaya, los santos de oro han perdido mucho en estos años —contraatacó Seiya con una gran sonrisa—. Se rebelan, gastan bromas, se quedan dormidos… ¿Cuánto lleva Nimrod sin reportarse? ¿Tres días?

Arthur ni siquiera tuvo que pensarlo para asentir. Era cierto, lo último que supo de él fue que escogía el frente norte. Hasta la audiencia que concertó con la Suma Sacerdotisa fue en la Colina del Yomi, acaso por temor de ser espiado por Arthur. Por lo demás, el santo de Cáncer bien podía llevar una siesta de días allí, no sería raro en él.

—Nunca pensé que Seiya de Pegaso diría algo como «se han perdido las formas» —bromeó el Juez, tratando de restar importancia al asunto—. ¿Te importaría ir hasta su casa y darle un tirón de orejas? Tengo entendido que puedes ir y venir de ese plano.

—Gracias a la sangre de Atenea —corroboró Seiya—. ¿Y qué hay de ti? ¿Quieres dejarme incluso el trabajo de despertar a un anciano perezoso?

—Necesitas  calentar esos músculos, cuñado —replicó de pronto Arthur, en un impulso que hizo dar un par de pasos hacia atrás al invencible santo de Pegaso—. Para darle una buena paliza a nuestro viejo enemigo.

Ese último comentario cambió por completo la expresión de Seiya, como esperaba.

—Por Ichi, Nachi, Geki, Shaina… —El santo de Pegaso calló un momento—. Por ellos, debo enfrentarme a Caronte. Tengo que ser yo. Le pese a quien le pese.

A Arthur le pareció que el héroe tenía alguna clase de conflicto interno al respecto, pero antes de poder tomárselo en serio, Seiya recobró su actitud de siempre y le guiñó el ojo antes de hacerse un lado. Seika seguía esperando.

 

Llevaba tiempo atrasando en ese momento, después de un par de días de lo más ajetreados. Sí, se habían visto y hablado, pero siempre con prisas y estrés. En buena parte era por una pequeña discusión que tuvo con la Suma Sacerdotisa, a buen seguro la primera de muchas, sobre la necesidad de separar a la persona del líder. Fue lo bastante malicioso como para usar el incidente en la taberna, con Tiresias, los guardianes y los vigías, para que Akasha diera independencia a Azrael en lo que durase la guerra; si ella quería darle autoridad dentro de la Guardia de Acero, tendría que permitirle ser más que un asistente, convertirlo en un militar de rango, un oficial. Y un oficial no puede pasarse la vida pegado a otro, tenía que tomar decisiones por sí mismo.

No es que dudara de ese argumento, era consciente de la importancia que tenía la posición de Akasha en el Santuario, por lo que ayudarla a concentrarse en su misión era lo mejor que podía hacer como santo de Libra. Sin embargo, por esas mismas razones no era bueno que él descuidase sus funciones en el momento crítico.

«El asalto a Heinstein es mi idea. Yo estoy al mando. Si les fallo…»

A tal cuestión había dado vueltas todo el tiempo. El problema con Triela, la charla con Seiya y el vistazo a las tropas aliadas destacaban como buenas razones para no dar el paso, pero en el fondo solo eran excusas que iba dando.

«¿Qué demonios? Hay tiempo.»

Por los valiosos minutos que le quedaban, dejó de vigilar el planeta y posó los ojos sobre Seika. La mujer, vestida con camisa y falda larga a juego con el cabello rojo, le sonrió de tal forma que por impulso bien pudo haberse lanzado a la velocidad de la luz, como si la distancia que los separara fuera infinita, y el tiempo para recorrerlo, insignificante. No lo hizo, claro; seguro del margen con el que contaba, Arthur caminó como lo haría cualquier persona corriente.

Dio un paso, y Seika bajó al niño al suelo, dedicándole la misma promesa que su hermano dio a todo el pueblo de Rodorio. Dio otro, y el alocado Seiya se despidió de su hermana con palabras inteligibles. Al tercer paso, el santo de Pegaso ya regresaba a la villa abandonada por los santos y los guardias, corriendo como el asalariado que llega tarde al trabajo. Solo le quedaban tres más, pero no pudo darlos.

—¡Perdóname! —pidió el santo de Libra, directo a la mente de Seika, un instante antes de abandonar Grecia.

Entre la petición de auxilio recibida de Alemania, en medio del deber que él mismo aceptó tantos años atrás, donde la exigencia mínima era anteponer el mundo a la vida de una persona, incluso un ser querido, Arthur agradeció infinitamente la fugaz respuesta de Seika. En la batalla venidera, no dejaría de recordar su sonrisa.

«Una digna compañera, para un hombre no tan digno —reflexionó el Juez, ya lejos.»

 

***

 

Fue algo repentino, tal vez una discrepancia entre lo que Bolverk consideraba el fin de los tres días de prórroga y lo que los santos de Atenea habían asumido. Más de un santo, de hecho, estaba teniendo una discusión en ese mismo momento, cuando el castillo Heinstein se cubrió de hielo y una tempestad imposible se desató sobre toda esa tierra.

Durante una fracción de segundo, imperceptible para la mayoría de los santos de plata y bronce, todos estuvieron a punto de morir. Sneyder, Shaula y Garland actuaron de inmediato, pero no podían limitarse a bloquear al ataque, omnidireccional, en un solo punto; si hacían eso, entendieron enseguida, en poco tiempo una nueva era glacial caería sobre el continente, aun en el mejor de los casos. Los tres generales se distribuyeron formando un triángulo alrededor del castillo y extendieron las manos hacia la cristalizada edificación, formando una barrera lo bastante fuerte como para reducir a una centésima parte la capacidad destructiva de la tormenta. Y no era suficiente.

En el punto álgido, los mantos de oro se aproximaban infinitamente al cero absoluto, siendo Sneyder la única razón por la que los mantos de Escorpio y Tauro no fueron destruidos en el acto. Más allá del muro defensivo formado por los generales, los santos de plata notaban el hielo cubriéndolos sin que ellos pudieran siquiera proteger a los de bronce. En medio de todo, una sorpresa surgió en la figura de Aqua; la santa de Cefeo expulsó una fuerza más allá de las expectativas de todos, incluyéndola ella misma, y pudo aminorar la furia de la tempestad ya filtrada por los santos de oro, al tiempo que tornaba en agua el hielo que se iba formando y mantenía los mantos sagrados de plata y bronce en un estado de vitalidad, por frágil que fuera.

Impresionados por el gran esfuerzo de la desconocida, Zaon y Marin instaron al resto a compartir fuerzas con ella. Varios cosmos de bronce y de plata se encendieron de pronto, bañando el aura plateada de Aqua hasta darle un nuevo color, como un arcoíris profetizando el fin de la tormenta. La santa de Cefeo concentró tan notable poder en sus manos, todavía sorprendida de lo que ocurría, hasta moldear una esfera.

Perdición de Tormentas —gritó a viva voz, inspirada, antes de lanzar la esfera de cosmos hacia la parte más alta del castillo. Un destello cegador bañó los cielos por un segundo, revelando después una cúpula de aspecto acuoso alrededor del territorio Heinstein—. ¡Ahora todo queda en manos de vosotros!

Ninguno de los generales oyó ese último grito, aislados en la cúpula, pero tampoco necesitaban que nadie se los dijera. Aliviada la carga de proteger el mundo, Shaula y Garland pudieron contraatacar a la vez que Sneyder seguía manteniendo a salvo los mantos sagrados de los tres en ese entorno, más helado que ningún otro rincón del mundo. Conforme hasta el último soplo de aire gélido era removido de la existencia por el santo de Tauro, este miró hacia atrás, a Aqua y los demás, dedicándoles una sonrisa de gratitud. Todo acabó un instante después, con Shaula desintegrando un sinfín de rocas de agua congelada a bajísimas temperaturas, las consecuencias de la tempestad.

Fue entonces cuando apareció Arthur de Libra.

 

Pese al intento del enemigo por hacerlo divagar entre las dimensiones, todo había acabado bien, al parecer. Una cúpula de hielo cubría por entero el área alrededor del castillo Heinstein; la temperatura, según observó, llegaba a rozar el cero absoluto, alcanzando los 273 grados bajo cero. De inmediato giró en derredor, cerciorándose de que nadie se acercara. Hasta un santo de bronce podría perder la mano en esas circunstancias. Pero todos seguían a una distancia prudencial, excepto Aqua, la responsable de aquel notable campo de fuerza. 

Estaba por felicitar a la santa de Cefeo cuando cayó en la cuenta de que faltaban cinco en tierra. Entonces miró hacia arriba y no pudo evitar cambiar el semblante: Rin y sus compañeras estaban en el aire, acaso habiéndose elevado para frenar los restos de la tempestad no aprisionados por la Perdición de Tormentas de Aqua. Eso estaba bien, el valor y la prudencia eran grandes virtudes si eran bien administradas, el problema era que los mantos de bronce estaban congelados. Todos. Kiki tendría que ocuparse.

—Id a Jamir —ordenó el Juez.

—Pero pa… señor Arthur, no podemos irnos. —Como líder del quinteto, Rin tomó la palabra sin que las demás levantaran quejas—. Si solo mandáramos los mantos…

—Moriríais y no serviría de nada perder el tiempo en repararlos —cortó el Juez.

Por algún motivo, mientras daba las órdenes, Aqua quiso golpearlo y acabó de bruces en el suelo, desviado el ataque gracias a la Armadura Celestial.

—Lo has hecho bien, mejor de lo que esperaba, en realidad. No obstante, mi Uranus Armor fue desarrollada para combatir con mis iguales —señaló el Juez—. Si tienes algo que decirme, tendrá que ser con palabras, Aqua de Cefeo.

—Vienes tan tarde, cuando nosotros casi morimos y tus compañeros quién sabe cómo estarán, y nos das órdenes como si fueras nuestro líder… Cosa que eres —dijo Aqua de pronto mientras se quitaba el polvo del manto. Cualquiera diría que acababa de darse cuenta de eso—. Bueno, eso no importa, lo importante es que yo puedo solucionar el problema del hielo. Manipular el agua y sanar son mis especialidades como nereida.

—Entonces hazlo —dijo el Juez—. Pronto. Marin, Zaon, defendedlos mientras tanto.

Las santas de bronce descendieron a tierra y de inmediato agradecieron a la santa de Cefeo, la cual le restó importancia. Zaon y Marin, junto a Fang de Cerbero y otros más, se pusieron en vanguardia mientras Arthur avanzaba hacia la cúpula.

A una temperatura tan baja y respaldado por poderes tan grandes, el hielo generado requería como un poco un golpe preciso a la velocidad de la luz para ser perforado. Quienes eran conscientes de eso y contemplaban, como Arthur, la manera en que la cúpula se iba deshaciendo partícula a partícula, no podían sino admirar el terrible poder con el que Garland de Tauro contaba. El general de la división Dragón no rompía los átomos, como la mayoría, tampoco detenía su movimiento como los maestros en el arte de la congelación, él borraba la materia, arrojándola al Caos, de donde todo procede. El cosmos de Aqua solidificado en un campo de fuerza, el agua congelada bajo el mismo y el Lamento de Cocito latente en cada pedazo de hielo, todo fue aniquilado sin dejar rastro, revelando a los victoriosos santos de Tauro, Escorpio y Acuario.

—Dioses, ni siquiera hemos empezado —maldijo Arthur al ver los mantos zodiacales, de un preocupante azul hielo—. Aqua…

—No es grave —cortó Sneyder—. Podemos combatir.

El santo de Libra hizo un gesto de asentimiento. No podían malgastar ni un segundo, así lo sentía al percibir el estado de Rin y los demás. Más allá de la cuestión de los mantos sagrados, los cuales Aqua podía reparar, estaba el espíritu de cada combatiente. Todos habían sido afectados en mayor o menor grado, por eso experimentados guerreros como Zaon mostraban temblores incontrolables, por eso la voz de Rin estuvo por convertirse en un tartamudeo, por eso Aqua tuvo aquel traspié…

«No es posible que alguien con tanto poder sea así de patosa, ¿no? —pensó en un vano intento por relajarse. No podía. Con un vistazo entendió el tormento por el que sus compañeros debieron pasar al contener por sí solos toda la tempestad. ¡Y eran tres santos de oro! El poder combinado de Bolverk y Cocito era aterrador—. Él es…»

—Mi presa —completó el Juez en voz alta, llamando la atención de todos.

—La barrera de Hades no está activada —comentó Shaula, siendo esa una preocupación que tuvieron en mente, incluso sin la presencia del dios del inframundo—. Podemos organizar un ataque desde los flancos y uno frontal.

—Estoy de acuerdo —terció Garland—. No han salido del castillo, piensan que pueden derrotarnos desde el salón del trono. ¡Demostrémosles lo contrario!

En eso, los santos de Tauro y Escorpio, de notable fuerza, podían concordar. Cargar contra el enemigo, repartir puñetazos, victoria. Una secuencia simple. Pero Sneyder veía más allá, así se lo hizo entender sin palabras, mientras él alzaba la mano y el hielo circundante empezaba a vibrar a la par de la tierra. Un terremoto.

God Hammer —exclamó el Juez, solemne, antes de bajar la mano. El temblor se extendió por los cielos, las nubes se dispersaron y la tierra se abrió de tal forma que todos los santos, salvo el propio Arthur, debieron alejarse mil metros de la zona.

Para cuando miraron de nuevo, no había castillo de Heinstein, ni nubes, ni el lago, ni la montaña. Todo había sido aplastado por el puño de un titán celeste llamado Gravedad. 


OvDRVl2L_o.jpg


#215 Rexomega

Rexomega

    Friend

  • 1,837 mensajes
Pais:
Espana
Signo:
Aries
Energia:
Cosmos:
Ataque:
Defensa:
Velocidad:
Victorias:
1
Derrotas:
0
Total:
1

Publicado 01 marzo 2021 - 19:12

Saludos

 

Capítulo 66. Frente Occidental

 

En el salón del trono desde el que alguna vez Pandora dirigió a las fuerzas de Hades, Bolverk sopesaba la posibilidad de haberse excedido. El castillo Heinstein era magnífico, más allá del frío sempiterno y de la ausencia de vida. Elevado sobre una colina, con un bosque de fantasmas enfrente y un lago cercano, era una residencia más que satisfactoria para un Aesir, pretendía otorgársela a uno de sus vasallos, incluso. Pero su arrebato había convertido la construcción en hielo, junto a la escarpada colina y los alrededores, hasta las aguas del lago, beneficiarias de un río subterráneo que se remontaba hacia un grupo de lejanas montañas, era ahora un inmenso e irrompible cristal, duro y eterno como los hielos de Siberia. Y todo para nada.

Un santo de oro corriente no podría sobrevivir a Niflheim, no ahora que el poder de Cocito latía en su pecho. Como poco, los mantos de Tauro, Escorpio y Acuario debían haberse hecho añicos, y en cambio no solo pudieron resistir segundos, minutos incluso, bajo tamaño castigo, sino que una vez dejaron de preocuparse por las hormigas de detrás, pudieron contraatacar con una increíble fuerza.

—El Santuario se ha preparado bien —observó Deríades, también consciente del estado de las fuerzas enemigas—. No será fácil.

—Tres nos quedaremos, tres lucharemos —anunció Casandra.

Bolverk meneó la cabeza. Eran cuatro. Otro santo de oro se había unido al resto.

—Libra no solo es poderoso, es hábil e inteligente —terció Damon—. Enviarlo a  través de las dimensiones no servirá de nada. El rey tendrá que enfrentarlo.

Este bufó. Por supuesto que tenía, si existía alguien en el Santuario con un poder digno de los tiempos mitológicos, ese era el santo de Libra.

—Considerando que no tendremos que preocuparnos de Tauro —dijo Casandra sin más, a sabiendas de que toda explicación sería innecesaria. Con esa sencilla frase reiteraba la certeza de la anterior profecía: tres lucharían, los otros podían marcharse—. Yo me encargaré de Acuario y Deríades se ocupará de Escorpio. Mátala rápido —advirtió.

—¿Es el único consejo que me darás? —cuestionó Deríades.

—No hay tiempo para otra cosa.

Mientras Bolverk aprobaba con un gesto las decisiones de la corte y Casandra hacía aparecer la guadaña, única pieza que la distinguía como una guerrera sagrada más a falta de cualquier clase de armadura, un temblor agitó la colina entera.

Lo único que la corte pudo ver antes de que el fenómeno aniquilara la fortaleza fueron las vidrieras del techo agrietándose, cediendo ante el peso de los cielos.

 

***

 

El Martillo de Dios dejó a todos los presentes sin palabras por un minuto. Aquel movimiento devastador, cuya huella podía verse por igual en la tierra y el firmamento, insertaba para los santos el concepto de Blitzkrieg, incluso si no lo conocían.

Los primeros en recuperar la compostura fueron los santos de oro. En silencio, con vagos gestos, indicaban lo evidente: el enemigo seguía con vida.

Para cuando Marin y Zaon llegaron a la misma conclusión, una llamarada esmeralda emergió del kilométrico abismo trayendo consigo toda clase de Abominaciones. Primero, una masa amorfa con miles de rostros y brazos retorcidos, cubierta del conocido miasma amarillento del Aqueronte y un aroma a muerte y enfermedad; sobre él estaba Ignis, Portador del Dolor. Le siguió Damon, el temido telquín a quien gracias a la información suministrada por el ejército marino podían reconocer como Rey de la Magia; el Portador de la Memoria flotaba con un sol de aguas oscurecidas sobre la cabeza, un ser similar al que Garland había desintegrado en Reina Muerte.

—General, debemos…

—No, Zaon —cortó el santo de Tauro. Observaba con cautela a ambas Abominaciones y los señores a los que servían,  uno iba al norte, en Bluegrad, el otro al Este—. Déjamelo a mí. Este es vuestro lugar.

Pero nuevos seres se manifestaron antes de que Garland diera el salto, esta vez sin un custodio. El río de las lamentaciones encarnó como una curiosa imitación del rey Bolverk. La armadura de esta Abominación, de un hielo mortífero, liberaba vapores tras los cuales era imposible distinguir la piel descubierta; hasta el rostro eran dos orbes flotando en medio de la niebla, tan brillantes como implacables. Flegetonte, en cambio, adquirió la forma de dos Abominaciones muy diferentes entre sí: una bestia hecha de sombras y fuego, de largos cuernos, torso humano y patas de semental, como un centauro, junto a la cual sobrevolaba una criatura andrógina y carente de rasgos. El demonio y el ángel, pues no podía entenderse de otra forma a la segunda criatura, hecha de luz sólida y con dos alas de pájaro manteniéndolo en el aire; solo las manos, terminadas en garras ensangrentadas, lo diferenciaban de un enviado de los dioses.

—Uno representa la parte superficial de Flegetonte, donde acabaron todos los monstruos que… —Garland cortó la frase a medias, meneando la cabeza—. Donde acabaron los monstruos de la era mitológica. El otro encarna el nacimiento de ese río viejo al que solo la sangre del Tártaro sacia, una Abominación hecha de Keres. 

A excepción de la muy extrañada Aqua, todos los santos lo escucharon atentos, creyendo que estaba por darles una advertencia sobre los enemigos que enfrentarían. Nada más lejos de la realidad, él tenía que ocuparse de esos monstruos.

«La del fuego también va al norte y la del hielo al Este. ¿La Torre de los Espectros? ¿El continente Mu? —pensaba Garland—. ¿Por cuál debo ir primero?»

Terminó decidiendo que no importaba. Aun si no viajaban a una velocidad demasiado elevada, por prudencia de ser atacados en medio del trayecto, ya había como poco cien kilómetros entre él y cualquiera de las Abominaciones. Y él pretendía exterminarlas a todas antes de que llegaran a su destino.  Tenía que hacerlo rápido, sin perder el tiempo con Ignis y más aún con Damon, el único a quien en verdad temía; si lograba destruir a las Abominaciones, menos enemigos aparecerían en los diversos frentes. Los monstruos harían inútil la estrategia preparada para derrotar a la legión de Aqueronte, los espectros de hielo eran una amenaza terrible para santos primerizos… Y Leteo era impredecible. Ahora que no contaba con las memorias de los caballeros negros, no se le ocurría qué clase de recuerdo podría hacer realidad. O quizá el problema era que lo sabía.

«¡Y un demonio que no importa a quién me enfrento primero! —gritó para sus adentros—. ¡Tengo que ir de nuevo a por ti, Damon!»

En tan solo una fracción de segundo, pensó en todo eso, ya tornado en una estela de luz viajando por el cielo. Quienes se quedaron en Alemania no tendrían noticias de Garland en mucho tiempo, más allá de las notables batallas que se sucedieron sobre los cielos del este y el norte de Europa una vez Damon rechazó el primer ataque del Gran Abuelo.

 

***

 

De nuevo, el abismo expulsó una columna de pérfidas llamas verdes, demasiado tarde al haber empezado ya Garland la acometida muy lejos. En esa ocasión, todos los santos de Atenea estaban con la guardia alzada, listos para la batalla, pero fueron los tres generales restantes quienes se mantuvieron en primera línea.

Al igual que los Portadores del Dolor y la Memoria, Casandra y Deríades salieron de las llamas sin daños, como si el Martillo de Dios nunca les hubiese alcanzado. Arthur, ejecutor de la técnica, hizo una mueca: conocía la razón del fallo.

—Ni se te ocurra atacarle —dijo Casandra, estando el santo de Libra reflejado en sus muy abiertos ojos—. Es muy fuerte. Te matará.

—Como rey, habría apreciado tus consejos, profetisa —admitió Deríades; tenía las dos manos aferradas a la lanza de Crisaor, la cual apuntaba al mismo corazón del santo de Libra—. Como guerrero es distinto, no admitiré la idea de un enemigo imbatible, así sea un semidiós. Solo bajaré mi arma ante un inmortal.

—En eso te diferencias con los santos de Atenea.

Aquel apunte, pronunciado al mismo tiempo por Arthur y Casandra, descolocó por igual al general marino y el santo de Libra, siendo el segundo quien se recuperó antes. Veloz como el relámpago e invulnerable bajo el velo gravitatorio que era la Armadura Celestial, Arthur recorrió la distancia que lo separaba del abismo, dando un salto de fe hacia el mismo en el momento en que Deríades y Casandra volteaban.

 

Shaula no dudó un segundo en aprovechar la oportunidad creada por el general de la división Pegaso. Adelantándose a Sneyder por un fugaz instante, descargó dos series de catorce Agujas Escarlata sobre los Portadores de la Ira y el Olvido.

«Si los inmovilizo, quedarán vulnerables para que… —Hasta el pensamiento de la santa de Escorpio se interrumpió al notar que la Espada de Cristal de Sneyder ya estaba activada. Cualquiera que los viera pensaría que lo habían planeado—. ¡Rayos!»

Pero no iba a ser tan fácil. A Casandra le bastó un suave movimiento de la guadaña para abrir un vórtice en el espacio al cual fueron a parar todas las Agujas Escarlata. Obstinada, disparó otra salva solo para ver cómo Deríades se interponía entre ambas y bloqueaba diez, veinte y hasta treinta proyectiles con la sólida lanza de Crisaor. En esos segundos escasos, el Portador de la Ira demostró una habilidad de temer.

—Tendrá que ser a la vieja usanza —gruñó Shaula, juntando las manos y haciendo crujir los nudillos. Al dar un paso, sin embargo, sintió que la observaban—. ¿Sneyder?

—Yo me ocuparé de él —le recordó el santo de Acuario. La estrategia estaba pensada desde el día en que decidieron asaltar el castillo, aprovechando la información recopilada por Shizuma sobre los Campeones del Hades—. Solo tú puedes lidiar con alguien que ve el futuro, solo tú eres puedes derrotarla en todos los escenarios posibles.

—¿Me estás halagando? ¿Tú, Pacificador?

—Estoy constatando un hecho, Muerte Roja.

—Qué adorables —interrumpió Casandra—. Creen poder decidir el futuro.

De nuevo, la Portadora del Olvido balanceó la guadaña de lado a lado, solo que esta vez el espacio no fue cortado al paso de la hoja, negra como el ébano, sino alrededor de Sneyder. De un momento para otro, el santo de Acuario desapareció y Shaula no pudo siquiera cuestionar a Casandra, pues esta se retiró abriendo un segundo vórtice.

Ambas grietas en el tejido espacio-temporal se estaban cerrando cuando Deríades, tomando esta vez la iniciativa, acometió sobre la distraída santa de Escorpio. Un oportuno aviso de los santos en retaguardia advirtió a esta para evitar buena parte del lance. El arma dorada terminó pasando sobre la hombrera, reventándola y generando cortes superficiales en la piel de Shaula, la cual como un acto reflejo pateó el estómago del general marino mandándolo más allá de las nubes.

—Aqua, cúrame —ordenó Shaula a la nereida, cambiando de parecer antes de que esta terminara de sobresaltarse—. Mejor después. ¡Rayos, cómo extraño a esos dos!

Al menos podía aprovechar la adrenalina. De un gran salto se dirigió a donde Deríades aterrizaría una vez se recuperara del ataque, si no es que ya estaba recuperado. No era ninguna necia: entre dos guerreros de gran habilidad y fuerza, la lucha estaba destinada a arrasar todo lo que estuviese en medio, sobre todo si quería acabar lo más pronto posible. Era mejor que los santos de bronce y de plata no estuviesen involucrados.

Desde su posición, aquellos solo pudieron ver cómo la última general en el territorio, ahora una estela de luz, se perdía en el lejano horizonte.

 

***

 

Arthur podía haber recorrido el abismo a la velocidad de la luz, pero no lo hizo y pronto recibió la recompensa por su prudencia.

«Si eso llega hasta la superficie, los matará a todos —entendió al punto el santo de Libra. El perfecto opuesto de la tempestad con la que sus compañeros debieron luchar antes se formaba a mil kilómetros de profundidad, en el manto terrestre—. No, no estoy en la Tierra. Esto es el Hades. God Hammer ha abierto una brecha hacia el Hades —se aventuró a pensar, sin parar de correr hacia la gran esfera de fuego esmeralda con el puño alzado, listo para ejecutar de nuevo la técnica—. Es tarde para volver atrás.»

Así estuviera de verdad en el inframundo, la gravedad seguía funcionando igual de bien, cayendo sobre aquel verdor infernal como un martillo aniquilador de mundos. Tuvo cuidado de no ensanchar más el abismo, fuera cual fuese su naturaleza, enfocando todo el poder del ataque sobre las llamas; quizá por eso no logró lo que se proponía.

El estruendo resultante del impacto se pudo oír mucho después de que chocaran tamañas fuerzas. La bola de fuego fue borrada en su mayor parte, solo quedando cuatro aros resplandecientes alrededor de quien señoreaba por igual las llamas y el hielo del Hades. El rey Bolverk lo miraba desde allí, sentado en la única pieza del castillo Heinsten que había sobrevivido: un trono, antaño elevado sobre la piedra por los hombres, después recreado por Tritos de Neptuno, y finalmente estático sobre un suelo invisible, solo para alimentar el ego de otro mortal pagado de sí mismo.

Arthur dejó de correr a través de las paredes del abismo y saltó hacia la nada, sabiéndose seguro incluso si Bolverk se hartaba de esa extravagancia. Pero no ocurrió, el primer guerrero azul lucía orgulloso en ese estado de las cosas, como si el castillo no hubiese sido aniquilado delante de sus narices y todavía estuviese en posición de dar órdenes. Hasta lo miraba como un súbdito más, con el codo apoyado en uno de los brazos del trono y la cabeza descansando sobre el puño cerrado y ensangrentado. No había salido indemne del ataque: al menos un corte se abrió desde la frente hasta perderse entre los níveos cabellos, ni un yelmo ni una corona le protegía la cabeza y el ojo derecho permanecía cerrado en todo momento.  

—Tenía razón, ¿eh? —comentó Arthur, andando hacia Bolverk—. Tú los protegiste.

—Bajé la guardia, lo admito. Un error inadmisible para un rey, no iba a dejar que los míos pagaran por ello. También me ha servido para no subestimarte, heredero de Éxodo.

—Recibir con los brazos abiertos todo el poder de mi God Hammer no ha sido la idea más sensata. El rey dirige los ejércitos, dictamina leyes, administra la justicia y gobierna al pueblo, no puede permitirse ser temerario —expuso Arthur.

—No uses esa palabrería conmigo. Yo no nací en estos tiempos modernos, no soy una cría de pecho llorando porque no tiene suficiente libertad. El rey protege a sus aliados y aplasta a sus enemigos, esa es la clase de persona que yo soy, heredero de Éxodo.

—Un tirano como cualquier otro —observó Arthur sin ninguna clase de acritud. Él no fue formado para juzgar sistemas de gobierno, que los humanos decidieran cómo querían vivir—. ¿Quién es Éxodo, por cierto? No eres el primero que me llama así.

—El primer santo de Libra lo bastante digno como para ser recordado —contestó Bolverk, levantándose. El trono se tornó en polvo tan pronto dejó de ocuparlo, y ese polvo se extendió a lo largo del suelo invisible hasta formar una sombra, la sombra de un caballo—. Vistió el manto zodiacal durante la guerra entre los santos de Atenea y los horrores de otros mundos, otros soles. La Guerra de las Estrellas. Así se llamó.

—No sé nada de eso.

—Claro que no, es historia antigua, como la mía. Y los gobernantes sensatos se lo piensan bien antes que tener un pueblo que sabe leer y escribir.

—¿Llegaste a vivir el diluvio?

—Desciendo de los supervivientes, como todos los guerreros azules, los santos de Atenea y los generales del mar. No pude conocer a Éxodo, si eso te preguntas, él ya era más viejo de lo que yo llegué a ser cuando vistió el séptimo manto zodiacal.

La sangre sobre el rostro de Bolverk hirvió hasta evaporarse; el corte cicatrizó.

—Aun así lo respetas.

—Lo conozco a través de mis duelos con Sephiria de Libra, de la sangre de Éxodo, la de los hombres y la de los demonios abisales. Una excelente rival a la que al parecer logré matar sobre el Risco de Sachenka, la base de mi imperio. Tantos recuerdos vienen a mí —Bolverk se pasó la mano sobre el ojo, todavía cerrado; no era capaz de regenerarlo—, es agotador. Ocho Grandes Casas llegué a fundar durante mi estancia en esta tierra. ¡Niflheim! El secreto para condenar todo el planeta a un invierno eterno, quedó en manos de mi heredero en Bluegrad. Mas a mis más poderosos hijos legué Asgard y Muspelheim como el fundamento detrás de la gloria de los Dubhe y los Merak.

Los huesos de Bolverk crujieron. Era el sonido de un guerrero despertando tras tres días de paz. Arthur se alistó para la batalla, alzando la guardia.

—No, Muspelheim fue una idea que pronto deseché —decidió Bolverk, mirando los aros que lo rodeaban. Tres se elevaron a las alturas a toda velocidad, mientras que el cuarto lo tomó en un veloz movimiento—. Mi hielo todo lo detenía, ningún fuego podía comparársele. No tenía entonces el favor de Flegetonte y Cocito para potenciar ambas técnicas, creé una más, una diferente. Merak, mi hijo, la aprendió junto a mí y ambos se la transmitimos a las valquirias encargadas de buscar nuevos reclutas por el mundo.

Agarró el aro por ambos extremos y lo transformó en un látigo. La sombra de polvo bajo los pies de Bolverk empezó a elevarse. Arthur esperaba paciente el momento en que atacase y no pudiera seguir manteniendo la guardia. Entonces oyó el relincho.

—¡Sleipnir, fiel amigo! —saludó Bolverk a la criatura, acaso un eidolon, que golpeaba el suelo con ocho cascos del más frío hielo—. Desde el principio hasta el fin de todas las cosas, recorramos juntos  los Nueve Mundos una vez más —pidió antes de posarse sobre el insólito caballo, degustando sus orgullosos relinchos.

La montura dejó a Arthur sin palabras. Varios santos de plata, como Hugin, Zaon e Ishmael, se caracterizaban por emplear seres hechos de cosmos como apoyo en las batallas, y también para estudiar su propio poder y acrecentarlo algún día, siendo este un paso intermedio hacia el Séptimo Sentido. Con solo reflexionar sobre la idea, era evidente que un santo de oro no necesitaba recurrir a eso para comprender y por tanto manipular y cultivar su vasto cosmos, así como uno no necesitaba aprender a respirar.

El Sleipnir de Bolverk era la excepción a esa regla asumida por todos. El cuerpo era del mismo tono y poder que la Abominación de Cocito, manando vapor frío de cada poro y solo siendo posible distinguir la forma por el tamaño del semental. Las crines, los belfos y ollares eran por el contrario de aquel fuego maléfico, emponzoñado por el miasma del inframundo hasta adquirir el característico tono verde, pero eso cambió cuando Bolverk convirtió el látigo en riendas y las unió a su real montura.

—No necesito la fuerza del Hades, tengo la mía propia —clamó Bolverk, disipando por la fuerza del grito todo verdor en las llamas, las cuales pasaron al rojo intenso y más adelante a un repentino blanco, tan ardiente que la mitad derecha del cuerpo de Sleipnir se fue agrietando, expulsando fuego hasta que de tal fulgor estuvo compuesta esa parte del semental. Las riendas, también blancas, desaparecieron poco después—. ¿Quieres comprobarla, heredero de Éxodo?

—Será un placer —replicó el santo de Libra.

La estrategia era simple: recibir el golpe, ver cómo este era desviado y atacar. En el peor de los casos, la fuerza requeriría actuar de otra forma y tendría margen de tiempo. Dos metros los separaban a ambos, Campeón del Hades y santo de Atenea. Además, un caballo tenía dificultades ineludibles para cambiar de dirección, incluso uno mágico.

Pero toda expectativa se hizo añicos antes de que Arthur pudiera procesarlo. En tiempo cero, Sleipnir pasó del reposo a romper la barrera de la luz por órdenes de magnitud, una aceleración antinatural que de inmediato se tradujo en un golpe de fuerza infinita. Azorado por tamaño impacto y sintiendo el espacio curvarse a su espalda, Arthur comprendió que la Armadura Celestial no le serviría de nada frente a tal embestida. Más que superada, la técnica había sido ignorada por Sleipnir, tanto habría dado si solo hubiese confiado en la protección del manto de Libra.

Las conclusiones de ese descubrimiento tendría que elaborarlas en la Colina del Yomi, a donde él, Sleipnir y su tuerto jinete fueron a parar tras la embestida.

 

***

 

El ambiente en el antiguo terreno de los Heinstein, ahora el borde de un abismo insondable, era pesado como el proverbial yunque usado por los antiguos para describir la distancia entre la Tierra y el Tártaro.

Si bien solo Marin, Zaon y Aqua eran capaces de seguir los movimientos de los santos de oro a lo largo del globo, librando breves duelos en un país para luego hallarse en el otro extremo del continente, también el resto de santos de plata y de bronce debía sentirlo en sus carnes. Era imposible no hacerlo cuando se era testigo de la brecha entre el primer rango del ejército de Atenea y los demás. ¿Cómo podían sacar a aquellos jóvenes de su estupor? ¿Cómo hacerles comprender que con esfuerzo y valor un día estarían a la par de los mejores? Los subcomandantes de las divisiones Dragón y Pegaso no hallaban palabras para ello en esos momentos. Nada que no fuera banal.

—Esto conecta con el Hades —murmuró Aqua entre temblores—.  ¿Qué tenía Libra en la cabeza? ¡Ha destruido la barrera entre el reino de los muertos y…!

—Mi padre sabe lo que hace —cortó Rin, apareciendo detrás de la santa de Cefeo. No estaba enfadada, claro, no después de que la nereida le evitase a ella y sus compañeras una deshonrosa retirada. Más bien, en sus palabras había una gran confianza y optimismo hacia el buen juicio de Arthur—. Ya lo verás, saldrá bien.

—Pero…

—Saldrá bien —insistió Rin, tomando la mano de Aqua. El temblor, poco a poco, fue bajando—. Juntos podemos hacer cualquier cosa.

—¿Lucharemos juntos?

—Por supuesto que sí. ¿Acaso no somos santos de Atenea? —Rin giró hacia los demás, habiendo atraído toda la atención del lugar. Se oyeron murmullos de aprobación, tanto de los más jóvenes como de los veteranos—. ¿Lo ves?

—Bueno, voy a necesitar que me eches una mano con lo que viene.

 

Las llamas del inframundo se desataron sobre la Tierra por tercera vez, llevando consigo no a nuevos Campeones del Hades, sino monstruos.

El primero se deslizó como una sombra a través del suelo hasta que Grigori de la Cruz del Sur, un guerrero de pocas palabras y sencilla apariencia perteneciente a la división Pegaso, liberó sobre la negra mancha una tormenta de rayos. En un parpadeo, decenas de metros de roca fueron pulverizados y el resto bajó a través del abismo como una cascada de magma, obligando al monstruo a salir entre luminosos destellos.

—¿Es la legión de Aqueronte? —cuestionó Grigori con la gruesa voz que lo hacía destacar—. ¡Necesitamos a la Guardia de Acero!

Pero Zaon, con experiencia en el combate con la legión de Aqueronte, meneó la cabeza. El monstruo no tenía que ver con la horda que invadió al Santuario trece años atrás, era otra clase de no-muerto: esquelético, ataviado como un hechicero y poseedor de un aura de poder ajena al cosmos, era la viva imagen de un lich de los tiempos antiguos.

Grigori repitió la técnica, juntando primero las manos hasta formar un triángulo en cuyo centro concentraba la clase de energía que solo latía en las nubes de tormenta. Los rayos desatados fueron más numerosos que en la ocasión anterior, impactando sobre la mano extendida por el lich durante el corto tiempo de ejecución. El monstruo no sufrió daño alguno, para asombro del santo de Cruz del Sur. ¡Había sido anulado en el último momento! Además, mientras cerraba la mandíbula para mostrar una suerte de sonrisa, aquel conjuró una extraña lluvia de dientes de dragón, sembrando la tierra ardiente.

—Demonios —gruñó Grigori.

—Eso parece —bromeó Zaon, lanzándose a la batalla.

 

Allá donde fueron plantados los dientes de dragón surgieron soldados esqueletos armados con espadas y armaduras rojas como la sangre, pero el santo el santo de Perseo tenía claro cuál era su objetivo y permitió a los demás ocuparse de ese asunto.

«El aura del lich corroe la materia y dispersa la energía —pudo entender con solo ver el resultado del ataque de Grigori. A los pies del esqueleto hechicero, además, la tierra de pudría, razón por la que la Tormenta del santo de Cruz del Sur, focalizada en el enemigo, había arrasado con ella—. Bien. En ese caso, solo debo ser rápido.»

No quiso depender del Escudo de Medusa para eso, dudaba que aquellas cuencas vacías pudieran caer en la maldición. En lugar del portentoso tesoro del manto de Perseo, alzó Harpe, el brazo capaz de cortarlo todo, y saltó hacia el hechicero sin miedo alguno.

De reojo pudo ver a Alicia y Elda encargándose del ejército de esqueletos, una destrozándolos con veloces patadas y la otra generando chorros de magma bajo los pies de los grupos más numerosos. Nada mal para unas recién ascendidas.

 

—¿Me acompañan? —preguntó Aqua.

Rin asintió llena de seguridad, y alzó el vuelto, algo en lo que sus compañeras, Xiaoling y Presea no tardaron en seguirla. Las tres tuvieron no obstante un momento de duda al ver lo que ocurría en el otro extremo del abismo: ¡una mujer gigante, con cola de serpiente y hasta seis brazos armados con cimitarras!

—Están envenenadas —avisó al punto Xiaoling.

—¿Cómo…? —empezó a preguntar Rin, callando al corroborar lo que su compañera entendió por intuición. Un líquido casi imperceptible bajaba a gotas desde el filo de cada cimitarra, quemando la tierra como el ácido.

En ese pequeño momento de duda, la lamia rodeó el agujero en menos de un parpadeo y bien pudo haberlas alcanzado, de tan bajo que volaban, si Grigori no hubiese liberado sobre el monstruo su Tormenta. Los rayos, incluso sin penetrar la roja e invulnerable piel del enemigo, la sometieron a una repentina parálisis, permitiendo a las santas de bronce volver la mirada hacia Aqua. La santa de Cefeo ya había saltado al abismo, demasiado rápida como para que la serpentina mujer pudiera alcanzarlo.

—¿A qué esperáis? —gritó Marin, uniéndose a la lucha—. ¡Concentrad vuestros ataques en el enemigo! ¡Por lo menos neutralizad sus armas!

Los Meteoros cayeron a la vez que las palabras de la subcomandante, hundiéndose en el pecho de la lamia, la cual retrocedió balanceando todos los brazos armados en tono amenazador. Por suerte, tal movimiento solo provocó que algunas gotas de veneno acabaran marcando el suelo a fuego.

—Atrás, Xiaoling —ordenó Rin—. El cuerpo a cuerpo no va a servir aquí.

La santa de Osa Menor asintió, quedándose en su posición solo el tiempo suficiente para ver cómo Presea de Paloma manipulaba a distancia el aire en torno a los numerosos dedos de la lamia hasta tornarlos en infinitas cuchillas que los aserraban, dificultándole el seguir sosteniendo las cimitarras. ¡Tal era la eficacia de la Sierra celeste!

Xiaoling, especializada en artes marciales antes de que Presea compartiera con todas las demás la técnica de vuelo, optó por bajar a tierra y unirse a Alicia y Elda en la lucha con los esqueletos. Todavía allí pudo apreciar la fuerza de un santo de plata, nadie menos que Zaon de Perseo, el cual recién terminaba su duelo con el lich con un corte vertical de Harpe: las dos mitades del monstruo, partidas desde la cabeza hasta el punto de unión de las piernas, se convirtieron en polvo justo después de su muerte.

—Bien, me he aburrido de esto —exclamó entonces Elda, alertando a la recién llegada santa de Osa Menor—. ¡Todos, a cubierto!

 

Quienes combatían a la lamia, poco caso pudieron hacerle a la erupción desatada por un pisotón de Elda de Casiopea y el posterior reclamo de su compañera de Osa Menor, a quien por poco el magma liberado desde las profundidades del suelo no llegó a alcanzarla. La mujer serpiente acaparaba toda su atención.

Las manos eran lo de menos, pues mientras la santa de Paloma mantuviera las distancias, dejar cada uno sin dedos era una cuestión de tiempo. Pero el resto del cuerpo no sufría daño alguno por ataques supersónicos, sin importar lo veloces que estos fueran. La diferencia entre los Meteoros de Marin y los de la santa de Caballo Menor no pasaba de ser que una lograba empujarla y la otra era incapaz de ello. Hasta la Tormenta del santo de Cruz del Sur dañaba el interior del monstro solo lo bastante como para tenerla paralizada un momento, cosa que no afectaba a su invulnerabilidad. Por esa razón Grigori optó por cooperar con Presea, buscando desmembrar a la mujer serpiente con una combinación de cuchillas de aire y relámpagos.

—¡Eres rápida! —halagó el santo de plata.

—No se necesitan elogios en el campo de batalla —acusó Presea.

—Tu lengua es tan afilada como tu Sierra celeste —observó Grigori, sin por ello dejar de ejecutar la Tormenta en sintonía con la técnica de su compañera de bronce. Los esfuerzos combinados del inesperado dúo pronto hicieron caer al suelo dos de los brazos de la lamia. Las cimitarras que todavía sostenían con dedos malheridos enseguida no tardaron en hundierse en la tierra emponzoñada.

Entonces, poco antes de que Zaon estuviera por unirse a la batalla, Marin se lanzó hacia la cara de la lamia en un rápido impulso.

—¿Podíamos hacer eso? —exclamó Rin.

—No veo por qué no —contestó Presea, mecánica. A diferencia de la santa de Caballo Menor, ni ella ni Grigori habían cesado el ataque. 

Sin tener que preocuparse por los brazos superiores Marin pudo agarrar los cabellos rojos de la lamia, ignorando la corriente eléctrica que la recorría y elevándola por los aires en un extraño súplex que ganó el admirado silbido de Xiaoling.

Derrotados el lich y el ejército esqueleto, las santas de Delfín, Casiopea y Osa Menor pudieron ver cómo la práctica subcomandante dejaba el asunto de un enemigo imposible de dañar a las profundidades del inframundo. Todas supieron capaz a su superior de repetir tal acción cuantas veces fueran necesarias si es que decidía regresar a la Tierra, por lo que ni siquiera esperaron la explicación que el subcomandante Zaon dio.

—La legión de Flegetonte está llena de monstruos, preferiríamos no desgastarnos desde los primeros combates. Va a ser una larga batalla.

—No seas duro con los jóvenes, Zaon, es evidente que ellos sí se han esforzado —repuso Grigori, dirigiendo una mirada comprensiva a Presea de Paloma.

—¿De qué hablas? —exclamó Rin, pateando uno de los brazos arrancados del monstruo hacia el abismo—. Esto no es nada, podríamos seguir así toda la noche. ¿Verdad?

 

La tierra tembló en el mismo momento en que el brazo pateado por Rin se hundió entre las sombras del abismo, pero nadie más que la propia Rin, toda nervios, se culpó por ello. Más bien, los santos avanzaron hacia el borde, en la parte no dañada por la Tormenta de Grigori y la Cólera volcánica de Elda, para entender qué ocurría.

No tuvieron que esperar mucho: una estela de luz azul iba de un extremo a otro del abismo, desatando golpes cada vez más sonoros sobre un monstruo del que apenas podían ver una parte de los tentáculos, enormes de por sí. En silencio, contemplaron la dispareja batalla entre quien solo podía ser Aqua y un kraken sacado de los tiempos mitológicos, terror de los más grandes buques y perdición de los más valerosos marinos. En comparación, la lamia de armas envenenadas no era más que una mosca.

—Una mosca invulnerable —murmuró Zaon.

—Makoto está en Naraka, ¿por qué no estoy en Naraka? —comentó Grigori, malentendiéndolo—. ¡Déjalo ya, nereida del demonio, ya está muerto!

Como oyendo la queja, Aqua de Cefeo dio un salto imposible, abarcando un par de kilómetros en un pestañeo y luego bajando al estilo de los delfines, no sin antes enseñar el pulgar de la victoria a las santas de bronce, sus compañeras.

—¿Eso que la cubre es tinta? —se atrevió a comentar Rin. El murmullo fue ahogado por una onda de choque que remeció toda la tierra y el aire. La patada mortal de Aqua sobre el cerebro del Kraken, tal vez—.  Espero que sea tinta.

Nadie le respondió. Aun si en su fuero interno estaban preocupados de que aquella santa recién formada pudiera estar envenenada, era mayor la sensación de que eso no importaba. Ningún monstruo común podría herirla, de ninguna forma.

 

«¿Por qué no vinieron? ¡Se han perdido toda la diversión! —pensaba Aqua un momento antes de salir a la superficie, cargando un manjar suculento.»

Los pies de la santa de Cefeo se hundieron en la roca derretida del borde, por lo que de inmediato se deshizo del enorme tentáculo que había arrancado al kraken antes de dejar caer su cadáver, una pulpa informe de carne, directo al inframundo. La pieza de caza —o más bien de pesca— cayó sobre la tierra afectada por el aura pútrida del lich y el veneno de las espadas hundidas en ella. La comida se estropeó al instante.

—¡Menudos reflejos los vuestros, compañeros! ¿Compañeras?

Extrañada, Aqua avanzó hacia el grupo de espectadores, de repente muy numeroso. Estaban las santas de bronce, más alejadas de ella de lo que mandaba la cortesía, tal vez por la negra sustancia que manchaba su manto de plata. Luego sus compañeros de rango, tanto los subcomandantes como el otro más callado y el que venía herido, el de las cadenas acabadas en bolas de pinchos. Este estaba cerca de un bosque acompañado por un grupo de santos de bronce armados también con cadenas, todos entrenados en la isla de Andrómeda. Mientras el resto, ella incluida, enfrentaban a los monstruos de Flegetonte, aquel grupo había sometido a una horda de soldados de Aqueronte que estuvo a punto de tenderles una emboscada.

Había también guardias con el mismo equipo que Azrael, ellos se habían encargado de rematar a la horda del Aqueronte ya inmovilizada por las cadenas. Entre tan curiosos hombres destacaban además algunos guerreros azules, lo que le produjo cierta nostalgia, un caballero negro de nombre Cristal y la santa de Pavo Real, que hablaba con Cristal sobre los últimos acontecimientos. Todos estaban desanimados, por alguna razón.

—La próxima vez tienen que acompañarme —pidió Aqua a Rin. La santa de Caballo Menor asintió con ciertas dudas—. Ya verás, yo haré esto y tú…

La lamia regresó a medio discurso como un rayo, pero Marin, Zaon y Grigori fueron más rápidos al avasallarla con un triple ataque que la partió por la mitad, matándola.

—Puede que contenernos no sea tan buena idea —decidió la santa de Águila.


OvDRVl2L_o.jpg


#216 Rexomega

Rexomega

    Friend

  • 1,837 mensajes
Pais:
Espana
Signo:
Aries
Energia:
Cosmos:
Ataque:
Defensa:
Velocidad:
Victorias:
1
Derrotas:
0
Total:
1

Publicado 08 marzo 2021 - 18:48

Saludos

 

Capítulo 67. Frente norte

 

Desde un principio, en la sala del trono bajo la montaña, quedaron claros los roles que cada cual tendría en la defensa de Bluegrad. Alexer, como rey, había realizado un juramento en nombre del trono que ahora ocupaba: ninguna vida en la Ciudad Azul se perdería durante la inminente guerra, él mismo se encargaría de ello, por tanto, todos los guerreros azules, incluida la guardia real, podían ocuparse de la defensa exterior.

—Quienes deseen ayudar en algún otro frente a nuestros aliados, puede hacerlo. Nadie será tachado de traidor por ello —señaló Alexer—. Bluegrad es nuestra ciudad, Siberia nuestra tierra, parte del planeta que hoy amenaza el Hades.

Todos estuvieron de acuerdo con ello, aunque ninguno de los santos presentes tenía permiso para irse a otra parte, en especial Mithos y Subaru. Los compañeros de Shaula de Escorpio se apresuraron a indicar su misión como guardadores del Trono de Hielo.

Era distinto con los berserkers, amantes de la batalla. Defender una ciudad no era la clase de tarea que podían llevar a cabo con la debida diligencia, de modo que lord Folkell no tardó en avisar a Alexer que ellos representarían a la sangre norteña en el frente donde más enemigos hubiera. Ya estaba acordado, de todas formas.

La sorpresa la dio Katyusha, capitana de los guerreros azules y sobrina del rey.

—¿Qué hay de los guerreros azules? ¿También podemos elegir?

—¡Capitana! —exclamó Günther.

—Seremos necesarios para enfrentar a la legión de Flegetonte, ¿no?

—¿Es esa la única razón? —A Alexer no le parecía que Katyusha estuviese siendo sincera. El suyo era un argumento válido, desde luego, pero había una cierta intensidad en sus ojos, distinta a la sed de lucha de los berserkers, por fortuna. ¿Curiosidad, tal vez? Le gustaba ver mundo…—. El continente Mu. Quieres verlo.

—Majestad, los hombres necesitan un líder —repuso Günther.

—No será la primera vez que suples a la capitana —intervino Nadia—. ¿Se te olvida que somos mercenarios? Luchar por todo el mundo es lo normal para nosotros.

—¡No en tiempos de necesidad! —exclamó Günther, airado—. ¡No cuando la vida del rey y de nuestra gente está amenazada! ¡Capitana, escúcheme!

Alexer meditó la situación un segundo, solo uno. Después, dejó que una pequeña fracción del poder latente en el trono le recorriera el cuerpo desprotegido. Muchos posaron en él sus muy abiertos ojos, algunos boquiabiertos incluso, cuando liberó esa fuerza incomparable hacia el centro de la estancia. Allí, el tejido del espacio-tiempo se curvó formando un portal al sub-espacio que el ex-Sumo Sacerdote, ahora santo de Géminis,  había creado para conectar los cuatro frentes escogidos por el Santuario. 

—Naraka, Heinstein y el continente Mu, podéis ir a cualquiera de esos lugares. Siempre que honréis el buen nombre de Bluegrad, lo haréis incluso con mi beneplácito. En cuanto a ti, Katyusha —acotó Alexer, posando la mirada en su sobrina, quien por supuesto se la mantuvo—, escoge en quién dejarás las obligaciones de tu cargo.

Así lo hizo la joven en cuanto Günther aceptó la resolución del rey. Tal y como dijo Nadia, fue en el valeroso, aunque en exceso conservador y obstinado guardia real, en quien Katyusha confió el liderazgo, aunque más bien le explicó los arreglos que ya había llevado a cabo, los conociera o no. El traslado de las gentes de aldeas cercanas a Bluegrad, la petición al gobierno ruso de cortar durante un tiempo la carretera que conectaba con la ciudad, el desvío de las labores de policía a Sergei Kalinin y sus mercenarios… Todo estaba dispuesto para que la seguridad de la Ciudad Azul fuera plena respecto a cualquier asunto mundano. Ellos solo tenían que ocuparse de los sobrenaturales, para lo cual Günther podría contar con el resto de guardias reales.

Así, arregladas esas cuestiones, Folkell y sus hombres marcharon al portal entre murmullos mal disimulados. Algunos recriminaban a su señor que ellos no tenían ninguna necesidad de honrar a los perros de Rusia, comentarios que el Lord descartaba con simples ademanes. Si los santos no iban a recordarles que ellos solo servían a Atenea, él tampoco montaría un drama porque el discurso del rey fuera abstracto.

Katyusha entró en el portal después de los berserkers, seguida del misterioso compañero de lord Folkell, Baldr de Alcor Zeta.

«Él también tiene interés en el continente Mu —se atrevió a especular el rey para sus adentros—. Será bueno tener a alguien vigilándole, incluso si es su alma de aventurera la que le impulsa a luchar tan lejos de casa.»

El portal se cerró sin que nadie más mostrara interés en atravesarlo, dando comienzo a la tensa espera del representante de Poseidón en el frente norteño.

 

***

 

El ejército marino se detuvo en seco cuando una explosión remeció los cielos siberianos. Todos alzaron entonces la vista, incapaces de ignorar un espectáculo de tales proporciones: Garland de Tauro luchaba al mismo tiempo con tres Abominaciones y lo que tenía que ser un Campeón del Hades, a tal velocidad que podía correr sobre el aire como si este fuera sólido. Tetis, cabeza de la armada, dejó escapar un silbido.

—Empiezo a preguntarme si el elfo se ganó de verdad tu afecto o es que este está al alcance de cualquiera —comentó Lesath después de cruzar todo lo largo de las columnas del ejército. Aerys lo acompañaba, masticando el poco pan que no había compartido con los cíclopes—. ¿No vas a ayudarle?

—No era un buen hombre. Antes —murmuró la nereida.

Lesath la miró confundido y luego buscó alguna explicación de parte de Aerys, sin éxito. Tampoco el soldado de armadura helada que le seguía a todas partes y ahora aparecía a su diestra tenía algo que decir, a pesar de tener la boca muy abierta. Estaba impresionado por el combate en el cielo, igual que otros muchos guerreros del mar, a buen seguro. Hasta los cíclopes trataban de seguir, embobados, la estela dorada en que se había convertido Garland, cuando no al menos los tonantes estallidos que resultaban de cada golpe. Uno, en especial, despertó una sonora ovación, pues en ese momento la Abominación más grande, la de medio cuerpo equino, estalló en mil pedazos.

—Está en malas condiciones —musitó Tetis.

—¿En malas…? —Lesath concentró todos los sentidos en la estela, llegándole una imagen borrosa, acaso una fotografía desenfocada. El manto de Tauro presentaba grietas debido a los contraataques del Campeón del Hades, el cual se nutría de la Abominación sobre la que estaba, una amorfa mezcla de aguas pestilentes y cadáveres—. Si un enemigo sin nombre deja así al Gran Abuelo, estamos bien aguitados.

—Veo la marca de Cocito en el manto de ese hombre, es normal que no pueda aguantar mucho castigo —explicó Tetis—. No podrá librar todas las peleas él solo. Me temo que tendré que posponer mi encuentro con el nuevo rey de estas tierras.

—¿El nuevo rey? ¿No me digas…?

Pero Tetis no esperó a que Lesath terminara la frase, sino que en un instante formó sendas dagas de apariencia acuosa en sus manos y saltó sobre el Campeón del Hades. Un momento después, ambos contendientes y la Abominación se perdieron entre las nubes, enzarzados en un velocísimo duelo para el que los reflejos del santo de Orión se quedaban demasiado cortos. Por tanto, ni se molestó en seguirlos, esperando más bien a ver qué ocurría con la Abominación restante —un ángel de fuego, de género indefinido— y el santo de Tauro. No pasó mucho tiempo hasta que la criatura remontó el vuelo hacia Alemania y Garland se dejara caer a tierra.

Mientras que los guerreros del mar permanecían impresionados por la fuerza del Gran Abuelo, Lesath y Aerys se acercaron a su superior con aire preocupado. Lo que fuera que hubiese pasado en Alemania, donde se suponía que debía estar, había dejado al manto de Tauro en un estado precario y las batallas que estuvo librando por el globo solo lo habían empeorado más y más. Apenas sentía vida en la agrietada protección de Garland, quien sin embargo se echó a reír, satisfecho con la lucha que estaba dando. Un viejo loco, así lo vio Lesath en ese momento, poco antes de escuchar en su cabeza la voz del otro desquiciado anciano del Santuario.

—A todos los santos de Atenea, les habla Nimrod de Cáncer. Los ríos del inframundo han ocupado la Colina del Yomi y se disponen a manifestarse en la Tierra. Siento a Flegetonte en el territorio de los Heinstein, a Leteo ocupando un lugar privilegiado sobre el renacido continente Mu y el Aqueronte en esos y otros lugares, como Bluegrad. En cuanto a Cocito, parece alejarse de Naraka, va hacia… ¿Jamir?

—Un poco tarde, ¿no, viejo?

—En Alemania había un mago —observó Garland mientras se cercioraba de que no había sido herido. Apenas prestó atención al estremecimiento que provocó en Lesath esa palabra—. Sabe hacer que nos perdamos un rato por las dimensiones. A Arthur le ocurrió algo similar y tuvimos que apañárnoslas sin él un rato. Es posible que a Nimrod le haya ocurrido lo mismo después de que el enemigo tomara la Colina del Yomi.

—Ah, ¿por eso acabamos en la otra punta de Bluegrad?

—No, eso debió ser cosa de Arthur —indicó Garland, sin prestarle mucha atención—. El ejército del mar no puede aparecer en medio de una ciudad moderna, ¿cierto?

—Cierto…

Lesath quería decir más, pero entonces Nimrod dio a todos un último aviso.

—Sí, va hacia Jamir. Ofión de Aries lo interceptará. El Gran Abuelo se ocupará de cazarlo si  nuestro estimado Ermitaño falla. En cuanto a mí, me dirigiré a Bluegrad tal y como estaba previsto. ¡Recordad las instrucciones, santos de Atenea!

—¿Qué se cree ese Pequeño Abuelo, dándome órdenes a mí? Ah, rayos y truenos, no voy a comportarme como un niño ahora. —Pese a decir tales palabras, Garland tuvo que respirar hondo antes de dar un paso hacia el sur, deteniéndose solo un momento para mirar a Lesath de reojo—. Se supone que estás al mando, así que por lo menos finge que estás bien informado, muchacho.

Y así, sin más, desapareció. 

—Muchacho… —repitió entre dientes el veterano Lesath, entre molesto y confundido—. Uno no se dirige así a quien está al mando.

—Solo de los santos, señor —observó el guerrero marino de armadura helada. Por fin este y otros compañeros suyos se habían dignado a cerrar la boca—. Nosotros tenemos nuestra propia cadena de mando, aunque si lo desea puede adelantarse a presentar los respetos al rey Alexer. Nosotros nos ocuparemos de defender la zona.

—¿El rey Alexer? ¿Primero dices que seguimos teniendo un Sumo Sacerdote y ahora confundes al hijo con el padre? ¡Eres el peor mensajero del mundo!

—Lo lamento, señor —dijo el marino.

—Tengo instrucciones muy precisas y entre estas la diplomacia es algo secundario.

Eran las mismas a las que Nimord había hecho referencia. Los santos de oro tenían el deber de enfrentar a los Campeones del Hades y los ríos del inframundo, de modo que la dirección del ejército quedaba en manos de santos de plata: él en Bluegrad, Ishmael en Naraka y Marin en el territorio Heinstein. En teoría, el resto tenía que combatir a cada legión del inframundo mientras que los santos de bronce servirían de apoyo a la Guardia de Acero. En la práctica, los dioses sabrían hasta qué momento podían mantener esa clase de estrategia. Las huestes del Hades no se limitaban ahora a los espectros que debió enfrentar el Santuario décadas atrás, eran decenas, cientos de miles de enemigos los que aparecerían en el mundo, si no es que millones.

«Además, si la nereida puede saltarse la hora del té con el rey, sea el que sea, yo también puedo. Luego pediré disculpas —se dijo Lesath, mintiéndose.»

—Seguiremos avanzando como hasta ahora, entonces. Si eso le parece bien.

Con un encogimiento de hombros, Lesath indicó al mensajero que estaba de acuerdo y retomó la marcha. Diez pasos después, el hasta ahora silencioso Aerys le golpeó el peto con algo blando. Un trozo de pan todavía caliente.

—Ya sé que te da vergüenza pedírmelo, así que toma. Te tranquilizará.

—¡Estoy tranquilo! —aseguró Lesath, suavizando pronto el rostro—. Pero gracias.

—Tengo un mal presentimiento. Estate bien atento.

 

***

 

El viaje hacia Bluegrad no fue en absoluto tranquilo, incluso si ya no había combates en el cielo. Por suerte, Lesath tenía un buen olfato, y desde el comentario de Aerys había estado pendiente del más mínimo rastro del Aqueronte, un hedor que nunca podría olvidar. En cuanto lo olió, exigió al mensajero con airados gritos que diera aviso hasta el último soldado de la armada, lo cual este hizo sin demora. Todos estaban listos para cuando la tierra a tres kilómetros a la redonda se vio cubierta por una capa de sustancia amarillenta de la que surgieron diez mil lanceros de piel pálida.

Lesath crujió los nudillos y Aerys tomó aire, semejante a un dragón a punto de incinerar a un ejército entero, pero ninguno llegó a siquiera dar un golpe, paralizados a media acción por el canto de las sirenas. Estas no pretendían hacerles nada, desde luego, las celestiales voces de aquellas criaturas estaban destinadas a los muertos, recordándoles lo bueno que dejaron atrás hasta embotarles los sentidos, o al menos la imitación de sentidos de la que se servía cada cuerpo de la legión de Aqueronte. Aprovechando esos preciados segundos, los guerreros del mar cargaron como una ola sobre el enemigo, aplastándoles desde la cabeza hasta la cintura y de un costado a otro mediante pesadas anclas, inmovilizándolos en grupos de diez con redes mágicas para luego trincharlos con tridentes y, en el caso de los tritones del Ártico, congelándoles todo el cuerpo exceptuando nada más que la cabeza. Ni tan siquiera fue necesaria más de una décima parte de la armada para lograr aquella hazaña en campo abierto.

—Idiotas, esto no será suficiente —gruñó Lesath, viendo cómo los muertos se recuperaban de las heridas, por graves que estas fuesen—. Matarlos es inútil.

—No son idiotas —dijo Aerys—. Fíjate bien.

Así lo hizo el santo de Orión. Al principio, pareció que en verdad lo eran, ya que los fornidos guerreros aplastaban una y otra vez a los soldados que se levantaban. Sin embargo, prestando la suficiente atención, podía notarse cómo solo estaban haciendo tiempo para que los tritones del Ártico los congelasen. Al fin y al cabo, incluso si las redes que algunos hacían caer sobre el enemigo no cedían ni a la fuerza de los soldados ni al metal infernal con el que estos estaban armados, no eran lo bastante numerosas como para atrapar a diez mil hombres. Era una buena estrategia, a corto plazo.

Los minutos pasaron sin que una sola vida se perdiese. Miles de estatuas de hielo sustituyeron a la legión de Aqueronte, vigiladas todas ellas por un nutrido grupo de sirenas en perpetua canción. Solo por eso, las cabezas descubiertas de los soldados no gritaban de dolor y desesperación. Solo por eso, la Guardia de Acero pudo llegar a tiempo, pasando entre el resto de la armada, los admirados santos de Orión y Erídano y los guerreros marinos responsables de la aplastante victoria.

Por cada tres soldados de la legión de Aqueronte había uno de los guardias de Azrael, observando tras el visor Corvus cualquier signo de peligro y luego sacando del cinto un cuchillo ceremonial. Según las instrucciones, todos los miembros de la Guardia de Acero, hasta los antiguos Heraclidas, exentos de la exigencia de llevar armas, debían portar uno de esos cuchillos de hoja de gammanium con los que ahora degollaban a los enemigos apresados. Fueron cortes limpios, precisos, que dieron un auténtico fin a quienes ya habían muerto una vez. Los cuerpos se convirtieron en masas de agua amarillenta en la que ya no latían las almas de diez mil guardias atenienses.

Y todo eso sin perder a un solo hombre.

 

Se dieron más ataques en lo sucesivo, todos respondidos con velocidad y eficiencia intachables, a pesar de que cada nuevo grupo, menos numeroso y a un tiempo más ágil que el primero, buscaba golpear un punto en apariencia débil de la armada marina. En ocasiones aparecían cien en el centro, lejos de Lesath, Aerys y las sirenas, cuyo dulce canto tardaba un tiempo en alcanzar esa zona; otras, mil caían sobre la retaguardia, como comprendiendo que el auténtico enemigo de la legión de Aqueronte no eran marinos y santos, sino esos humanos comunes sin cosmos capaces de romper el nexo entre las almas y el río del dolor; incluso hubieron ataques suicidas contra los cíclopes, incomprensibles para la mayoría, ya que siempre se saldaban con los gigantes de un solo ojo aplastando batallones enteros con los pequeños glaciares que usaban de porras.

Fuera como fuese, la armada no era el limitado grupo de santos de trece años atrás, sino miles de guerreros conocedores del cosmos. No existía forma en que soldados comunes, así fueran inmortales y contasen con las más mortales armas, alcanzasen una sola victoria. Ahora que la Guardia de Acero seguía el paso de los demás, ya ni siquiera era del todo necesario recurrir al hielo, las redes y el cantar de las sirenas, bastaba con matarlos y esperar a que los guardias clavasen en los caídos aquellos cuchillos especiales antes de que terminasen de recuperarse. Lesath llegó a escuchar a más de uno de los hombres de Azrael asegurar que ellos podían luchar en primera línea.

—Tal vez sería lo mejor —comentó Aerys.

—La Guardia de Acero no puede compararse a nosotros —repuso Lesath.

—Nosotros no estamos haciendo nada.

—Porque no nos dejan.

—Y aun así, ayudamos al enemigo.

—¡Como si pudiéramos evitarlo!

Por muchas almas que liberasen, las aguas del Aqueronte seguían presentes en el terreno. Avanzaban y avanzaban solo para seguir viendo ese tono amarillento en la tierra, oliendo la muerte y la enfermedad en todo momento y quedando a merced de toda suerte de ataques. Era por eso que los soldados del inframundo podían aparecer en cualquier parte: el ejército de marinos, guardias y santos estaba en Siberia y a un tiempo también estaba en el río del dolor, manifestado en el mundo de los vivos. Si se veía de ese modo, no era descabellado pensar que cada victoria los acercaba más a la derrota.

Lesath era consciente de eso y además comprendía lo difícil que sería salir de semejante trampa. Solo los que no dominaban el cosmos estaban exentos, a medias, de servir como baterías vivientes del río Aqueronte, pero a la vez los soldados del inframundo podían fortalecerse a través del dolor y la desesperación de una guerra en la que solo la derrota les esperaba, hasta llegar a un punto en el que los hombres comunes, incluso los chicos de Azrael, tan bien equipados, no serían más que carne de cañón. Llegados a esa situación, la presencia de guerreros con un mínimo conocimiento del cosmos era indispensable, cosa que el Aqueronte aprovecharía para sorber parte de la energía de aquellos guerreros y formar una Abominación que tanto podría ser una amenaza para un santo de plata hecho y derecho cuanto rivalizar con un santo de oro, como fue el caso que la división Cisne debió enfrentar. Eso último era posible, con tantos guerreros en medio de la infernal sustancia. Si los enfrentamientos se alargaban demasiado, la aparente fortaleza de la armada se volvería en su contra.

«¿Y qué puedo hacer? —pensaba Lesath, atribulado—. ¿Ir corriendo hacia Bluegrad? Eso no cambiará nada, será peor. Ni Alexer ni Piotr deben acercarse al Aqueronte.»

Después de todo, los Señores del Invierno eran lo más parecido a un santo de oro más allá de los ejércitos de los dioses, y el Santuario había dejado muy claro que ningún santo de oro debía enfrentar a la legión de Aqueronte frente a frente, salvo Nimrod.

«Nimrod de Cáncer. Él es el experto en la muerte, a él le debemos esos cuchillos mágicos, pero… ¿Por qué? ¿Con qué trucos cuenta ese viejo?»

El río Aqueronte pertenecía al reino del Hades. Si fuera tan fácil como exorcizar espíritus, estarían mejor preparados para lidiar con esa legión de inmortales de lo que estaban. No eran meros fantasmas deambulando, sino almas aprisionadas por un dios.

«Mientras funcione… —se dijo Lesath, no demasiado convencido.»

El santo de Orión no quiso vocalizar tan amargos pensamientos, temiendo que se volvieran realidad, pero no pasó demasiado tiempo antes de que tal cosa ocurriera. Cien pasos después, otros diez mil lanceros salieron de la nada, rodeando por completo al ejército, el cual pronto se apresuró en realizar la acostumbrada estrategia.

Al principio fue bien, más o menos. Tan pronto las sirenas empezaron a cantar, los soldados del Aqueronte se taladraron los tímpanos unos y se arrancaron las orejas otros. Después, se arrojaron con las mejillas ensangrentadas sobre los guerreros del mar en lugar de esperar a que ellos los destrozaran como quisieran. Por suerte, estos eran numerosos y de gran fuerza, por lo que pudieron reaccionar a tiempo y, zarandeando las anclas que usaban como armas, desataron feroces vientos propios de una tempestad marina, dando tiempo a los tritones del Ártico para que lanzaran sobre el enemigo vientos de aire gélido. Algo similar ocurría con los que atacaban la retaguardia: cientos y cientos de soldados fueron aporreados por glaciares, reducidos a manchas de metal y sangre sobre el suelo a la vez que los que estaban cerca de la zona de impacto eran transformados de súbito en estatuas de hielo desde la cabeza a los pies. Lo supieran o no aquellos gigantes de un solo ojo, con eso habían salvado muchísimas vidas.

En el momento posterior al envite, cuando la Guardia de Acero sacaba con impaciencia los cuchillos, apenas ocultando lo ansiosos que estaban por probar ser más que unos verdugos cobardes, un doloroso grito llenó la estepa, descolocando a marinos, guardias y santos por igual. Miles de cabezas, la única parte de los enemigos que los tritones del Ártico dejaban al descubierto, eran las responsables del sonido, y a nadie que las viera pudo extrañarles, al contemplar los ojos desorbitados y enrojecidos, la piel abriéndose desde dentro hasta fuera y los dientes torciéndose hasta caer garganta abajo. Los hombres de Azrael se apresuraron a liberar a aquellos soldados de su miseria; algunos pudieron ser degollados a tiempo, pero otros vieron antes sus cabezas arrancadas de cuajo e impulsadas hacia las burbujas amarillentas que surgían ahora del suelo.

—Abominaciones —gruñó Lesath.

—Nunca hemos visto tantas —gruñó Aerys.

Cualquier pedazo de carne y metal libre del hielo acabó en alguna de las burbujas. Y el propio hielo empezaba a cuartearse, dejando escapar más y más material.

Todo cambió de un momento a otro. Diez Abominaciones, compuestas de un pequeño cuerpo de aguas sorbedoras de cosmos y dos gruesos brazos hechos de cadáveres, con lanzas a modo de garras al final de cada mano, se elevaron sobre el ejército de los vivos en un silencio repentino, antinatural. Como si fueran estos y no los muertos quienes voluntariamente se arrancaron las orejas. Así fue durante diez, treinta, sesenta segundos.

Y luego vino el dolor, el auténtico dolor.

Como un látigo, golpeó por igual a las esbeltas sirenas y los fornidos guerreros del mar, muchos de los cuales debieron soltar las pesadas anclas e hincar la rodilla merced de un peso por mucho mayor. Entonces las Abominaciones atacaron, disparando las lanzas desde aquellos dedos enormes donde cientos de cadáveres eran desposeídos de toda armadura y fundidos en un solo cuerpo, en verdad una sola entidad. El metal negro se convertía enseguida en nuevas lanzas que seguían disparando, hacia los cíclopes.

—Bastardos, ¡bastardos hijos de cain! —gritó Lesath, avanzando pese a todo hacia ellos. Los malditos sentidos con los que contaba le permitieron saber que uno de los gigantes había caído, a pesar de haber detenido todos los mortales proyectiles a porrazos menos uno, a pesar de que el único que le dio solo le hizo un diminuto rasguño. No importaba, un cíclope estaba muerto y si las cosas seguían así todos le seguirían—. Con un demonio, me harté, los destruiré a todos. ¡A todos!

Tal fue la resolución de muchos más. Entre la Guardia de Acero, los tiradores se armaron con cañones de riel y plasma, en un honroso intento de al menos desviar las lanzas. Mientras las sirenas y los guerreros del mar especializados en el cuerpo a cuerpo se retiraban, los tritones del Ártico se concentraban en torno a cinco de las Abominaciones, arrojando sobre los cuerpos su aire congelado sin descanso alguno. Y a la inversa, Aerys freía a otra con una llamarada eterna. ¡Carne y metal desaparecían sin dejar rastro a seis mil grados de temperatura! ¡Un banquete de alta cocina para el dios del dolor! Lesath sabía eso, Lesath era consciente de la estupidez que estaban haciendo y también era consciente de que esas Abominaciones podían matarlos a todos.

El silencio volvió a empezar, pero el santo de Orión no estaba dispuesto a dejar que terminara el plazo de nuevo. Saltó hacia la Abominación que tenía más cerca envuelto en un cosmos ardiente, clavó las botas sobre la piel pálida de su puño derecho, formada por siete cuerpos a medio fundirse, y empezó a arrancarlos del cuerpo madre, uno a uno. Con furia y delicadeza a un tiempo, por raro que se le antojase, fue despedazando a aquella entidad del inframundo sin importarle lo mucho que las aguas amarillentas les llenara las botas o que de vez en vez la Abominación desviara alguno de los dedos hacia él. Estaba siendo rápido, muy rápido; ni podría acertarle, ni se quedaría suficiente tiempo como para que el Aqueronte se quedara con su cosmos.

La Guardia de Acero entendió antes que nadie el plan de Lesath, por lo que armados con los cuchillos ceremoniales, cargaron enseguida no solo con los cuerpos amorfos que el santo de Orión arrojaba al suelo con una sola mano, sino también los restos negruzcos que caían de la Abominación calcinada por Aerys. Y los guerreros marinos, admirados del valor de aquellos hombres comunes que seguían en aquel campo de batalla, decidieron prestarles apoyo de inmediato, unos desviando lanzas que pudieran alcanzarles y otros saltando sobre las Abominaciones congeladas y arrancando así un buen pedazo del hielo en el que hubieran cuerpos enemigos. Si liberaban suficientes almas, el Aqueronte no podría mantener tantas Abominaciones y tendría dos opciones: mandar más enemigos, permitiéndoles alcanzar una nueva victoria, o retirarse.

Pero no todo era tan fácil. El cuerpo de Aerys no resistiría para siempre la continua ejecución del Aliento del Sol Caído, una llamarada que cubría casi por completo a una Abominación; Lesath, por lo directo que estaba siendo, empezaba a agotarse cada vez más rápido, y si bien los tritones del Ártico eran numerosos, los esfuerzos de Aerys jugaban en su contra, ya que el Aqueronte era uno solo, y las llamas que caían sobre una parte de él servían en otra, de modo que eran necesarios muchos para mantener a baja temperatura a cinco Abominaciones al mismo tiempo, las cuales gozaban cada vez de un poder mayor. Por si eso fuera poco, las lanzas ya no llovían sobre los cíclopes tras mil fracasos, sino que se repartían también sobre los demás. Los marinos que saltaban sobre las Abominaciones congeladas, los responsables de congelarlas y los guardias obstinados que se ocupaban de los muertos se convirtieron en objetivos prioritarios. Y muchos cayeron incluso antes de que pasaran los sesenta segundos de silencio.

Aguijoneado por un nuevo latigazo de dolor, la suma de todo el sufrimiento al que él y los aliados habían sometido al enemigo, Lesath cayó a través de los acuosos restos de la Abominación por fin derrotada, dando un giro en el último momento para que fueran sus botas y no las rodillas las que chocaran contra la tierra. ¿Moriría? Sí, pero conservando el orgullo y la dignidad… Y la rabia. Estaba a punto de ver morir a más compañeros que en el resto de su vida. Las tres Abominaciones restantes aprovecharon ese momento de debilidad en la armada para arrojar sobre ellos cientos de lanzas negras, dadoras de una muerte cierta e ineludible. A menos que… a menos que…

—¿Qué estás haciendo, Lesath? —oyó el santo de Orión de pronto, en medio de un parpadeo. Era la voz de una mujer—. ¿Qué estáis haciendo todos?

Mera de Lebreles estaba allí, presente en cientos de lugares diferentes. Había detenido la mayor parte de las lanzas, incluso una que estaba por atravesarle a él por el costado.

—No puede ser. ¿Icario…?

—Tenemos que ir a las montañas —dijo Mera, dejando que el silencio fuera la respuesta a la pregunta que Lesath no deseaba formular—. Solo en Bluegrad estaremos a salvo. ¡No puedes reunir a tanta gente en el Aqueronte, con un demonio!

Mientras la santa de Lebreles reprendía al atónito Lesath, se oyeron los crujidos a destiempo de las lanzas, dándole un aire de autoridad que por momentos lo descolocó.

Al final, sin embargo, el santo de Orión hizo un gesto de asentimiento. Ya para ese momento algunos marinos habían cargado a Aerys, agotado por el sobreesfuerzo frente a una derrotada Abominación, y se retiraban junto al resto de la armada y la Guardia de Acero. Sí, era el momento de retirarse y repensar la estrategia.

—Voy a necesitar ayuda para contenerlos un rato —murmuró Lesath.

—Por eso estoy aquí —afirmó la veloz Mera, tronando los puños.

—Será un honor trabajar a vuestro lado —dijo el único de los hombres de Azrael, como los conocía el santo de Orión, que permanecía en el lugar. Mil Manos Shiva, armado con dos cuchillos, miraba tanto a las tres Abominaciones responsables del último ataque como a las dos que flotaban a ras de suelo, medio atrapadas por el hielo.

Atrás de los tres valientes había cinco cíclopes, uno por cada Abominación en el campo de batalla. No tenían que vencer, solo retenerlos el tiempo suficiente para que los suyos pudieran llegar hasta las montañas. Sin embargo…

—En la guerra, reducir el número de enemigos nunca es malo —murmuró Lesath antes de cargar a toda velocidad contra la que tenía más cerca, seguro de que lo seguirían.

 

***

 

Ninguna de las batallas libradas en las estepas siberianas escapó del conocimiento del rey Alexer y el resto de la Alianza del Norte, aunque fue hasta el último de los enfrentamientos que se planteó la necesidad de mandar refuerzos.

Antes ocurrió el envío de algunos guerreros azules a Alemania, así como la llegada de Triela de Sagitario y sesenta Arqueros Ciegos a las puertas mismas de la ciudad. Günther, quien ya estaba encargando la defensa de esa zona, disponiendo para ello de hasta quinientos guerreros azules, se apresuró en indicar a la silenciosa enviada del Santuario que proteger Bluegrad era tarea de ellos, si bien estaba de acuerdo en que custodiara la entrada en desuso que los suyos tanto gustaban emplear.

La santa de Sagitario accedió a esa petición sin mostrar el más mínimo alboroto, para diversión de Nadia y desconcierto de Günther. Este consideró la sumisión de la Silente a las normas de Bluegrad como un mal augurio. Incapaz de separar la imagen de los santos de Atenea con la que creció de niño del papel de ladrones que habían tenido en el pasado reciente, exigió que dos hombres intachables los vigilasen de cerca. De tal tarea quisieron hacerse cargo el chamán Vladimir y el médico real Néstor, más como consejeros y vigilantes que como soldados listos para luchar en primera línea.

—¿Dónde estabas tú en los tiempos de la URSS, querido capitán? —dijo Nadia.

—En el vientre de mi madre —contestó Günther, riendo. No era nada tonto, podía ver cuándo estaba siendo un paranoico incorregible.

Ni Triela ni esos extraños guardias cegados del Santuario dieron muestras de entender lo que ocurría. Más bien, aceptando la compañía del viejo Néstor y el sabio Vladimir, se retiraron de la zona rumbo a las faldas del monte Sachenka, cerca del lugar en el que, meses atrás, otros santos de Atenea enfrentaron a un mago y el alma de un gigante. Una zona de mal augurio para la gente de Bluegrad ahora.

Fue después de que la santa de Sagitario se hubiese posicionado que Günther y otros más en la zona sintieron peligro allá donde estaban los marinos. De inmediato, la santa de Can Mayor y su hermano le pidieron permiso para ir en su ayuda, algo que le sorprendió tanto como la tranquilidad con la que la Silente accedió a sus órdenes. Por supuesto, el capitán en funciones se lo concedió, y aquellos dos corrieron como perros de presa en busca del cazador, bajo la atenta mirada de Fantasma de Lira.

—Deberías ir con ellos.

—A mí me importa mi misión, capitán —dijo el santo de plata.

—¿Insinúas que a tus compañeros no?

—Lucile, Lesath, Bianca, Nico… Todos son como una larga correa tirada por la Tejedora de Planes —contestó Fantasma, haciendo una mueca—. A ella le importa nuestra misión, creo, pero si no le importase, a esos cuatro les daría igual.

—Respetan la cadena de mando.

—Como buenos soldados —insistió Fantasma—. Y terribles héroes.

Günther soltó un bufido y se apartó de aquel extraño personaje. Tenía cosas más importantes que hacer que entender a un loco, como defender su ciudad.

 

***

 

Al despertar, lo primero que vio Aerys fue el monte Sachenka a lo lejos. Temiendo que estuviese reviviendo esa misión de pesadilla cerró los ojos con fuerza, pero luego los abrió de nuevo, odiándose a sí mismo, solo para percatarse de que estaba en la verdadera entrada de Bluegrad. Así lo atestiguaba la cuidada carretera sobre la que los marinos que lo cargaron hasta allí lo dejaban ahora con suma atención.

Estaba rodeado de guerreros azules, muchos, la verdad, más de cien. Todos llevaban armaduras toscas, si exceptuaba a Günther, Nadia y otros guardias reales entre los que no encontró a los más sensatos. Había también varios supervivientes aquí y allá, esperaba que no todos, pues ni los pocos marinos presentes —todos armados con tridentes y redes mágicas—, ni la Guardia de Acero superaban en número a los guerreros azules. Parecían más bien oficiales rindiendo cuenta de la situación en el exterior a quienes llevaban la voz cantante en esas tierras. Aerys asintió, aprobándolo.

—¿Ya estás despierto? Tu superior está en problemas —le advirtió Günther.

—Ah, hemos compartido el pan, ahora no es el señor plateado, es mi amigo. Tendré que echarle una mano, ¡vamos allá! —dijo, tratando de levantarse, pero solo logró volver a caer de espalda—. Ah, pan, necesito un pan para recuperar fuerzas.

Vio que Günther indicaba a su hijo, el pelirrojo Mime, que buscara algo. Aerys no estaba lo bastante informado de la situación como para percibir que en parte buscaba alejarlo de Lira, aquel tétrico santo de plata que lo miraba sin pestañear.

—¿Qué hay de los demás? Can Mayor, Can Menor, Reloj, Escudo, Centauro…

—¿Centauro? —dijo Günther, acercándosele.

—Sí —murmuró Aerys, muy molesto de encontrarse tan agotado—. El santo de Centauro, Joseph. Es un buen hombre, un señor plateado estupendo.

—No hay nadie así aquí.

—¿Cómo que no? Si la Silente ha llegado. ¡Lo noto!

—En efecto, así es, pero ella no nos dijo nada de otros santos de plata. No nos dijo nada de nada, a decir verdad. ¿Es que acaso no confían en nosotros?

—Solo los dioses saben en qué confía la Silente —repuso Aerys, cuyo rostro se iluminó al ver que Mime llegaba con un poco de pan. Más veloz que nunca, el santo de bronce agarró el alimento, lo calentó y empezó devorarlo con avidez—. Tal vez fue el mago.

—¿Otro mago? —terció Nadia—. ¡No me jodas!

—Ocúpate de tus asuntos —dijo Günther, mirando por igual a la guerrera azul y Mime. Ambos se alejaron, pero el capitán en funciones decidió hablar en voz baja—. No estoy para bromas, santo de Atenea, y si me apareciese ante Su Majestad para decirle que un mago hizo desaparecer a uno de sus guardias reales, te aseguro que se lo tomaría como una broma, incluso si ya hemos tenido que lidiar con esa clase de enemigo.

—Es que hay otro mago que hace que la gente se pierda en las dimensiones, tal vez es el responsable, tal vez no —aclaró Aerys, ya repuesto. De un salto, se puso de pie y añadió—: Sea como sea, hay que avisar al Santuario. ¿Lo harás?

Günther guardó silencio. El hombre le había parecido ridículo hacía tan solo un momento, pero ahora parecía decidido a librar alguna clase de batalla.

—Estoy obligado a hacerlo.

—Entonces, me despido, ¡tengo a un amigo que salvar! —exclamó el santo de Erídano.


OvDRVl2L_o.jpg


#217 Seph_girl

Seph_girl

    Marine Shogun Crisaor / SNK Nurse

  • 983 mensajes
Pais:
Mexico
Sexo:
Femenino
Signo:
Acuario
Energia:
Cosmos:
Ataque:
Defensa:
Velocidad:
Victorias:
0
Derrotas:
0
Total:
0

Publicado 09 marzo 2021 - 18:19

Cap. 65 El Gran Hermano Arthur
 
Tanto ejercito el de Poseidón y hasta ahora se le ocurre usarlo ¿Dónde estaban todos esos cuando los santos de bronce tumbaban los pilares? XD
 
Vemos que en este universo el Gobierno agacha la cabeza ante el Santuario, no como en esos otros fics donde hasta la ONU de repente quiere aventarles a Hacienda.
 
Y está Shoryu, pero no tuviste el valor de ponerlo como hijo biológico de Shiryu y Shunrei XD, que mal rollo jaja Pero ese es el camino de Kurumada.
 
Mira ese Arthur, que es capaz de ver a todo el mundo a su antojo, vaya poder el suyo y más el no volverse loco por procesar todo eso en segundos. Ya lo cachamos de que está casado con Seika, dun dun duuuuuun! o ya lo habían dicho? jajaja han pasado muchos meses y la verdad no me acuerdo XD
 
Vaya vaya, miren al señor Bolverk  que quería hacer trampa y evitarse la guerra iniciando una Era glacial y congelando a todos a su paso, pero no se esperaba al trio dorado que andaba por allí.
Habrá que ver qué pasa en el siguiente episodio :D Parece que al fin veremos pelear a los santos de oro de este fic, wiii!!
 
PD. Buen cap, sigue así :3
 
-----------------
 
Cap. 66 Adiós estrategia
 
Empiezas diciéndonos que los dorados de este fic no son "ordinarios" santos de oro, sino que son excepcionales XD
 
Y así tan fácil es que Cassandra tumbó la estrategia que tenían ya pensada para los enfrentamientos. Con tal voltereta de la situación parece que tendremos un Sneyder Vs Cassandra y Shaula Vs Deríades, que ganen los mejores! x3
Es bueno ver a Shaula pelear solita sin que sus otros brazos y piernas estén presentes XD.
 
Mira que Bolverk nos da buenas clases de historia de este fanfic. ¿Una guerra contra seres de otros sistemas solares? ¡Válgame! ¡Star Wars! ¿Habrán venido los saiyajins? Quien lo sabe.
 
Con toda la descripción de cómo pelea el Power Ranger blanco sobre su zord, digo, caballo, me lo imaginé tipo jefe de algún Devil May Cry XD
 
Y pues afuera, los santos de plata y bronce comienzan sus batallas campales para pues no quedarse parados mientras los dorados al fin actúan. Aqua se luce y por ahora ningún santo con nombre muerto.
 
 

PD. Buen cap, sigue así :3

 

-------------

 

Cap. 67 Y mientras tanto en el Norte
 
Coooomienza la batalla en el Norte a donde llega a parar Garland después de su pelea con abominaciones, magos y quien sabe qué otra tanta cosa.
Debo señala ese efímero comentario de Tetis sobre Garland, a quien parece conocer de algún lado... Misterioso.
 
Es bueno ver que tienen nuevas tácticas para enfrentar al ejercito de inmortales y no se repita tan desastrosos eventos como a inicio del fic. Pero ya sabíamos que no iba a durar mucho porque pues el río ese aprende y hace evolucionar a su ejercito ante cada amenaza que tenga XD
 
Nos señalan que Joseph de Centauro está perdido, seguro es importante, recordémoslo para más adelante.
 

Esto ya comenzó y solo han muerto personajes sin nombre, por lo que el contador  de personajes con nombre continua en CERO.

 

PD. Buen cap, sigue así x3


Editado por Seph_girl, 12 marzo 2021 - 19:23 .

ELDA_banner%2B09_.jpg

 

EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#218 Miss_lonely_star

Miss_lonely_star

    Privilegiado

  • 17 mensajes
Pais:
Mexico
Sexo:
Femenino
Signo:
Escorpion
Energia:
Cosmos:
Ataque:
Defensa:
Velocidad:
Victorias:
0
Derrotas:
0
Total:
0

Publicado 13 marzo 2021 - 21:48

¿Este es otro fic o es la continuación?



#219 Rexomega

Rexomega

    Friend

  • 1,837 mensajes
Pais:
Espana
Signo:
Aries
Energia:
Cosmos:
Ataque:
Defensa:
Velocidad:
Victorias:
1
Derrotas:
0
Total:
1

Publicado 15 marzo 2021 - 07:22

Saludos

 

¡Buen review, sigue así!

 

Seph Girl

Spoiler

 

Miss_lonely_star

Spoiler

 

***

 

Capítulo 68. Almagesto

 

Dos días antes del inicio de la guerra, la nueva Suma Sacerdotisa se reunió en secreto con el guardián del cuarto templo, sin imaginar ni por asomo lo que este iba a revelarle.

—Listo, ahora sabes quién soy —concluyó, honesto, Nimrod de Cáncer al término de una larga exposición bajo el cielo crepuscular de la Colina del Yomi. Faltaba mucho para que los ríos lo conquistaran, de modo que seguía igual que siempre: una imagen devastadora sobre la única constante en la vida de los hombres—. Lo de Nimrod fue una ocurrencia de último minuto, tenía toda la intención de presentarme como Deatharmy.

—Un nombre ridículo.

—¡Qué fría sois, Su Santidad! —El santo de Cáncer rio voz, un gesto extraño, desagradable incluso cuando filas interminables de moribundos avanzaban hacia la colina en la que ellos mismos conversaban. Este contraste, empero, no afectó en absoluto el ánimo del hombre. Siempre había sido así—. Cualquiera que os oyera, pensaría que estáis por ordenar mi decapitación. ¿Se lo pediríais a Sneyder? ¡Me encantaría ver eso! El Pacificador amará cortarme la cabeza, pero sentirá ganas de vomitar ante la idea de obedecer vuestra primera orden como líder del Santuario.

—Si crees eso, es que no lo conoces. No hay espacio suficiente en el corazón de Sneyder para el rencor, así como no lo hay para la compasión. Obedecer mis órdenes no le supondrá mayor molestia que cuando atendía a las de mi maestro.

En vez de seguir con la conversación, el santo de Cáncer dio la vuelta y empezó a andar al borde del abismo. Allí es donde dirigía ambos ojos, a la entrada del reino invasor, no como lo haría un hombre cualquiera, con temor, no como lo haría un santo de Atenea, con una esperanza obstinada. No, en el corazón de Nimrod sí que había espacio para el rencor y eso era lo que delataban sus ojos bajo el pelo gris y la picuda tiara dorada. Rencor, odio… y algo más, algo que había alimentado las sospechas de los elementos más desconfiados del Santuario. Y no sin razón. Después de oír lo que había oído, como Suma Sacerdotisa, Akasha tenía, más que el derecho, la obligación de mandar a juicio a Nimrod de Cáncer. La pregunta de Nimrod, pese al humor del viejo, no era un chiste.

—Si vais a condenarme, matadme vos —soltó de pronto el santo de Cáncer—. Odiaría tener que humillar a vuestra matona personal.

—Lucile se recuperará.

—Subestimáis a los Astra Planeta si creéis que los remedios de ese viejo chocho resolverán el problema —repuso Nimrod después de hacer un gesto desdeñoso. Todavía no la miraba a ella—. Lucile de Leo tendrá que conformarse con ser como el resto de los santos de oro, es decir, alguien del que yo me pueda escabullir con un poco de ingenio y habilidad —aseveró sin el menor asomo de modestia.

—Basta, por todos los dioses. ¡Basta! Somos aliados, lo fuimos incluso en los mares olvidados, cuando no era más que una exiliada. Ni yo te quiero muerto ni tú deseas mi enemistad, así que mírame a los ojos, Pequeño Abuelo, y hablemos.

Nimrod obedeció enseguida mirándola con una cara en pleno sobresalto. Akasha, reflejada en los ojos del viejo —el rostro oculto, incognoscible hasta para él—, se descubrió igual de sorprendida. Nunca pensó que tendría tal autoridad para hablarle así a un santo de oro, un igual. Por suerte, el resto de la conversación no requeriría ese tono, ya que las facciones de Nimrod se relajaron en cuanto al fin entendió que en verdad no pensaba ejecutarlo. ¿Cómo podría? Demasiadas cosas se debían a quién era él. Aun si ahora se sentía una estúpida por permitirle acercarse a ella y Azrael en los duros días en que fue general de la división Pegaso, llegando a confiar lo bastante en él para incluirle en el proyecto Edad de Hierro y dejarle el paso a las fábricas secretas de Ludwig von Seisser, donde se producía el gammanium artificial, y el Centro de Investigación Asamori, donde los miembros de la Guardia de Acero eran armados, era consciente de que no tomaría otra decisión aun habiéndolo sabido todo. Según el propio Nimrod de Cáncer explicó en el pasado, la bendición que otorgaba al gammanium artificial tornaría a la Guardia de Acero en la Ruina de Aqueronte. Lo juró por Atenea.

—Tenéis preguntas —adivinó Nimrod.

—Deseo saber cómo funciona.

—Como deseéis —asintió Nimrod—. Como os dije en cuanto empecé a revisar ese proyecto vuestro… de la Fundación —se corrigió tras un carraspeo de la Suma Sacerdotisa—, en los tiempos de Saori Kido, claro, no pretendía ofender. Como os dije entonces, el gammanium es en sí mismo el material menos valioso de entre los que componen un manto sagrado, a saber el propio gammanium, el oricalco, el polvo de estrellas y la sangre. Al oricalco le debemos la extraordinaria resistencia que poseen, el polvo de estrellas es el lazo que los une con los cielos y la sangre es otro lazo igual de importante, uniendo el metal no solo con quienes lo portan, sino con quienes lo portaron en el pasado y quienes lo vestirán en el futuro, un lazo con la tierra, podría decirse. Entonces, ¿qué aporta el gammanium? ¿Puedes adivinarlo?

La Suma Sacerdotisa no contestó enseguida, a sabiendas de estar ante una pregunta importante. Un largo minuto pasó mientras reflexionaba y hacía conexiones entre otras charlas con el santo de Cáncer, terminando por decidir que la pista no estaba tan lejos. El mismo santo de Cáncer se la estaba dando al hablar de los mantos sagrados como metal cuando cualquiera que vistiese uno sabía que eran más que eso. Eran seres vivos.

—El gammanium es la razón por la que nuestros mantos sagrados están vivos, a diferencia de las escamas de los marinos de Poseidón y los mantos mortuorios de los espectros de Hades. Pero no lo es por sí solo, de lo contrario cualquier caballero negro vestiría el manto sagrado de un santo y no una réplica, necesita el resto de componentes.

—¡Exacto! El gammanium es un metal carente de vida que, no obstante, puede contenerla gracias a las habilidades del pueblo de Mu. Al derramar la sangre sobre un manto sagrado muerto, lo que se transmite es en realidad el cosmos que late en cada gota, esa es la razón por la que solo la sangre de un santo de Atenea sirve para revivir un manto sagrado. Y no es de extrañar, ya que así era desde su construcción. Las armaduras negras no son imitaciones de los mantos portados por santos legítimos, sino la base sobre la que podrían construirse unos nuevos, si Atenea no lo hubiese prohibido expresamente, desde luego —aclaró en el momento en que creyó escandalizada a la Suma Sacerdotisa—. Lo demás, podéis deducirlo vos, Su Santidad, pero lo resumiré: desde el principio he querido utilizar vuestro proyecto para dar un contenedor a las almas atrapadas en el Aqueronte mientras le damos unos azotes a algunas de las fuerzas del inframundo, aquellas que han olvidado cuál es su lugar y cuál el de hombres.

En ese momento, Akasha entendió por qué debían reunirse en la Colina del Yomi. A Arthur no le gustaría nada todo aquel asunto, incluso sin el problema de la identidad de Nimrod. Las implicaciones de la estrategia propuesta por el santo de Cáncer eran ya demasiado evidentes como para dar más vueltas. Decidió ser directa.

—Los cuchillos ceremoniales Hydra, las lanzas Draco, las cadenas Andromeda… Todas las armas de la Guardia de Acero tienen el poder de arrebatar almas al Aqueronte y al mismo tiempo guardarlas para sí, otorgando nuevas fuerzas a sus portadores.

—¡No las balas, desde luego! No me dediqué a bendecir cada bala, sería inútil. Es fundamental que el alma permanezca cerca de cada soldado, y además esos obstinados Heraclidas que Icario nos legó se niegan a usar armas, así que me centré en algo que todos debieran llevar consigo. El resto de armas son, digamos, un complemento. Primero usarán Hydra, todos ellos, después descubrirán que están llenos de una fuerza nueva y podrán cargar en primera línea contra la legión de Aqueronte, sin que esta pueda quitarles el cosmos que no poseen, despedazando las hordas del inframundo a golpe de espada y lanza, como debe ocurrir con los santos de hierro. Al final, cuando el Aqueronte vea mi treta, formará Abominaciones sin descanso, ahí es donde entrarán los santos de bronce, para proteger a la Guardia de Acero, y los de plata, para destruirlas. Por todos los dioses del Olimpo, no dejéis que un santo de oro pise las aguas del Aqueronte durante demasiado tiempo. No seáis idiotas.

A un tiempo, Akasha hizo un gesto de asentimiento y sacudió la cabeza. Aquel último comentario era más propio de Nimrod que el resto. El santo de Cáncer estaba siendo demasiado solícito, leal, podría decirse, como un súbdito a un rey. ¿Esa era la clase de trato que merecía como Suma Sacerdotisa? ¿Cuándo iba el Pequeño Abuelo a mostrarle sus falencias, como cuando era general de la división Pegaso? En esa época también tenía autoridad y no por ello le daba explicaciones con tanta emoción.

«Puede que sea eso —decidió la Suma Sacerdotisa—. Está emocionado porque al fin podrá acometer la misión que tenía en mente desde que pisó el Santuario.»

—¿Y qué hay del final de la guerra? Aunque las fuerzas del inframundo sean el enemigo, la muerte es su dominio, los hombres no podemos retener las almas de quienes ya murieron, no por siempre. ¿Qué haremos cuando todo acabe?

—Quemarlos, por supuesto —contestó Nimrod—. Los cuchillos Hydra, quiero decir. Reunidlos en una pila y haced que ardan todos hasta que no quede nada. Las almas de los hombres tendrán una nueva oportunidad de aceptar que murieron y pagar así la deuda al Barquero. No creo que ninguno cometa el mismo error por segunda vez.

—Bien. Entonces se procederá como has dicho.

—¿Pensabas que iba a quedarme con esas almas, verdad? —acusó Nimrod.

—He dicho que estoy conforme.

—Y yo pensando que escoger los cuchillos Hydra como recipientes para las almas aprisionadas por el Aqueronte serviría para despertar tu niña interior —se lamentó Nimrod—. ¡Te imaginaba llorando de alegría! Dándome un abrazo, incluso.

Ese, ese era el santo de Cáncer que recordaba, uno que ya estaba deseando poner detrás del impagable aliado que con tanta cordialidad aclaró sus dudas. En ese momento consideró la toga papal un disfraz y el yelmo un adorno vulgar, ya que Nimrod parecía haberle leído la mente. En verdad pensó en la batalla de trece años atrás ahora, al oír mencionar Hydra. En Ichi hallando la forma de convertir la fortaleza del Aqueronte en debilidad, en Nachi y Geki enfrentando las hordas inmortales hasta el último suspiro… Tal situación no ocurriría de nuevo. Ahora estaban preparados y eso le llenaba de paz. Una tan acogedora como para poder turbarse ante los certeros comentarios de Nimrod.  

—Recuerda con quien estás hablando, Pequeño Abuelo.

—Recordadlo vos, Su Santidad —pidió Nimrod, sin hacer empero ninguna reverencia—. Sois la Suma Sacerdotisa, ya nadie te hará chanzas, ya nadie te criticará una nimiedad, aunque no por ello estarás falta de ser juzgada si cometéis un disparate, como por ejemplo intentar matar a Atenea en su próxima encarnación —se atrevió a bromear el viejo con una amplia sonrisa—. Ahora todos los santos debemos seguirte con fe ciega, por eso, vivid a la altura de ese título, Su Santidad, y no os sintáis intranquila si parece que os respeto ahora, de la noche a la mañana. Es posible que lo haga, en realidad, es inadmisible no hacerlo, en especial para quienes os irrespetaron en el pasado. Recordad la última petición del último Sumo Sacerdote.

Akasha no necesitó esforzarse para ello, lo tenía muy presente. Varios santos de oro no la consideraban apta como Suma Sacerdotisa. No obstante, ahora lo era y ellos tenían la obligación, más que ningún otro, de creer en ella. Y ella tenía el deber inexcusable de corresponderles a todos, de ser quien se esperaba que fuera. Esa fue la lección más importante que aprendió aquel día, bajo el cielo crepuscular de la Colina del Yomi.

 

***

 

Tal y como le ocurría en los tiempos en que no era más que una pupila siguiendo las directrices de cada uno de sus maestros, la lección del ayer se convirtió en el desafío de mañana, solo para demostrarle que apenas la había aprendido a medias.

Ocurrió en la tarde del segundo día del plazo dado por el rey Bolverk. De repente, Arthur de Libra apareció con la excusa de acompañarla en uno de los paseos que daba por la villa de Rodorio, para calmar los ánimos de la gente e incluso ayudar a quienes lo necesitaran ahora que le era posible. En medio camino, le dio a entender que estaba en desacuerdo con dar autoridad a un asistente sobre todo un ejército que ya debía tener una cadena de mando si es que quería ser considerado como tal. Agni, o Mil Manos Shiva, Leda Tiresias y Faetón tenían un historial con dotes de mando; Azrael era leal, diligente y hasta ingenioso, pero si eso era suficiente para ser soldado, no ocurría lo mismo si se pretendía elevarlo no ya a oficial, sino al alto mando.

Tarde descubrió Akasha que todo eso era una estratagema de Arthur para llegar a lo que de verdad quería decir.

—¿Dices que sobreprotejo a Azrael? —cuestionó Akasha.

—Por lo que sé, te has reunido con cada santo de bronce, de plata y de oro de los que tenemos noticia para darles un ofrecimiento. Unos lo hemos recibido —apuntó Arthur, dando a entender que él era consciente de la naturaleza de ese regalo—, otros no. Más allá de nosotros, los santos, solo Azrael parece poseerlo. Una chispa de tu cosmos, capaz de mantenerlo con vida hasta cierto punto.

A Akasha no le extrañó que Arthur lo descubriera. Era una técnica sencilla, apenas basada en imponer a su habilidad innata para retrasar la muerte de otros un mínimo de orden. Era más efectivo cuanto mayor era el cosmos de quien recibía la Gracia, como decidió llamarla, ya que la chispa usaba la fuerza de estos para sanar heridas fatales, incluso si estaban inconscientes. En cuanto a Azrael, quien no pudo despertar su cosmos, contaba con una versión primitiva de la Gracia, en la que la técnica actuaba por sí misma sin interferir con su propia fuerza vital. Después de todo, fue él quien la ayudó a desarrollarla a través de los años. Ninguno de sus maestros aprobaría tal gasto de fuerzas en un mundo en el que cada santo de oro debía darlo todo en combate.

—¿Es malo desear que regresen todos con bien? —cuestionó la Suma Sacerdotisa.

—Lo es si te preocupas por un soldado entre miles, lo es cuando tratas de preocuparte por todos. Si Azrael va a ser el líder de la Guardia de Acero, debes dejar que lo sea. Permite que cumpla su deber mientras tú cumples el tuyo.

—Me pides imposibles. No puedo apartar la mirada si la muerte les acecha. Ahora menos que nunca.

—Recuerda a Tiresias —insistió Arthur—. Todo ese problema ocurrió porque el capitán de la guardia no supo separar a la persona del líder. ¿Cometerás tú el mismo error?

—No puedo —dijo Akasha.

—No debes —corrigió Arthur—. La santa de Virgo podría permitirse una insensatez, la Suma Sacerdotisa no. Atenea no caminará entre nosotros hasta dentro de doscientos años. Tú eres quien nos guía ahora. Se acabaron tus días como mártir exiliada que  vela por un puñado de hombres. En adelante velarás por el mundo entero —aseveró, tomando con las dos manos una de las que Akasha levantaba para callarlo.

—Me tratas con demasiada familiaridad —se le ocurrió decir Akasha. Allí, en Rodorio, vestir las ropas de Suma Sacerdotisa era un signo tanto de bondad como de una dignidad que solo podía atribuirse a un hombre. Nadie sabía que hubo alguna vez un usurpador en el trono papal, a excepción de Seika. Ellos no podían entender la necesidad de que el santo de Libra estuviera hasta cierto punto exento de obedecer a quien representaba a Atenea en la Tierra, no necesitaban ese temor—. ¿Qué haces?

El cosmos de Arthur se encendió, dando una apariencia majestuosa aun sin vestir en ese momento el manto de Libra. Un instante después, la energía fue transmitida a Akasha, dándole nuevas fuerzas, o más bien, viejas.

—Los días del novato inglés al que curabas después de darle una paliza también han acabado —susurró Arthur una vez renunció a la Gracia—. Ahora no necesito ayuda. No soy alguien al que se pueda matar. Ni los ejércitos del Hades ni Caronte. Así que deja de preocuparte por mí, hermanita… Suma Sacerdotisa —se corrigió al fin, dando un par de pasos atrás. Ya ningún aura lo cubría y presentaba un semblante más serio—. Dejad de preocuparos por todos nosotros, así podremos luchar seguros de que contamos con vuestra confianza.

—Pensaré en ello —dijo Akasha, bajando la mano.

 

No pudo quitarse esas palabras durante su largo paseo por Rodorio, descubriendo que las palabras de Arthur no eran sino la parte dura de la lección de Nimrod. Ser la Suma Sacerdotisa acarreaba algo más que la fuerza, el valor, la sabiduría y la bondad, al menos para ella. ¿Podía hacerlo? ¿Podía aceptar la posibilidad de que no sería capaz de salvarlos a todos? ¿Podía vivir sabiendo que la guerra podría cobrarse las vidas de los santos? ¿Podía seguir adelante si Azrael perecía luchando junto a la Guardia de Acero?

«No puedo. No debo. No quiero —confesó al final, solo para sí—. Todos sobrevivirán, así tenga que gastar con ello mi vida. Ese debería ser el objetivo de una Suma Sacerdotisa, mantener el mundo en paz, asegurarse de que la humanidad esté a salvo.»

Con esa convicción fue como encaró un nuevo desafío al final del día, cuando después de muchos rostros felices, de hombres, ancianos y sobre todo niños, topó con la ceñuda cara de Seika. Al principio, le pareció una broma de los dioses, después de tenerla presente en la pequeña discusión con Arthur. Por supuesto, tenía sentido que estuviese allí, siendo la alcaldesa. Más bien, era raro que hasta ahora se encontraran y era todavía más raro que no estuviese humor. Hasta donde recordaba, tuvieron un buen trato en el pasado. Por ello, no tuvo ningún reparo en aceptar sus saludos y prestar oído a las explicaciones que tenía reservadas para el anterior Sumo Sacerdote. Sin embargo, concluidas estas, Akasha se apresuró a sacudir la cabeza. Eso sí que era una locura. Era demasiado lo que Rodorio había padecido a lo largo de los milenios por la relación antaño entablada con la diosa de la guerra y la sabiduría, y quienes servían a Atenea se aseguraban de compensar tal sacrificio permitiéndoles vivir en paz. Así debía ser.

—No nos subestiméis —dijo Seika—. No pienses que porque no poseemos un cosmos como los santos vamos a limitarnos a esperar mientras todos lucháis.

De esa forma se dirigió a la Suma Sacerdotisa, hablando con una increíble tranquilidad y un gran orgullo inundándole el pecho, convencida de que ninguno de los aldeanos aceptaría una paz regalada en los tiempos en los que tantos habrían de luchar y morir. ¡No insultarían de ese modo a quienes cayeron durante la invasión trece años atrás!

—No se trata de ser valiente o cobarde —replicó Akasha, indispuesta a ceder, aunque al tiempo calmada—. Esto es la Guerra Santa. Rodorio siempre ha ofrecido al Santuario una ayuda muy valiosa, pero no en la batalla. Esta gente no nació para combatir.

—¿Y acaso en la batalla solo se necesitan combatientes?

Akasha no replicó enseguida, pues las palabras que había empleado le habían calado hondo. Sin embargo, en la Suma Sacerdotisa pesaban las palabras de Nimrod y Arthur. Si ya se preocupaba por guerreros curtidos, algunos más fuertes de lo que ella misma llegaría hacer, ¿cómo se sentiría sabiendo a un vecino de la villa corriendo innecesarios riesgos en el campo de batalla? Tal argumento la animó a continuar una discusión que duró horas, sin alzamientos de voz ni pérdidas de control por parte de ninguno. Akasha era paciente, no en vano era conocida por la Tejedora de Planes, y como líder del Santuario esa paciencia adquiría un nuevo matiz, debiendo ahora coordinar tantos puntos de vista como hombres debía dirigir, algunos tan desconocidos y misteriosos como para no dudar de ellos solo porque la diosa los había escogido. Seika, por otra parte, siempre hablaba con franqueza, tanto si trataba con el capitán de la guardia como con un santo de oro, pero era consciente de que ahora se dirigía a quien representaba a Atenea en la Tierra. Habló de todas formas con honestidad, sin miedos, porque firmemente creía estar haciendo lo correcto, pero mantuvo la calma en todo momento.

La gente de Rodorio ayudaría en todo lo que fuera posible. Transportar provisiones, labores de vigilancia, asistir a los guerreros tal que haría un escudero, curar a los heridos… En esto último, Akasha pudo objetar por fin. Era poco lo que la medicina humana podía hacer, pues aun careciendo las legiones del Hades de la facultad de hacer arder un cosmos, poseían un poder capaz de dar muerte con un solo roce. Seika, conocedora de la batalla entre la guardia del Santuario y la legión de Aqueronte, puntualizó que el hierro del inframundo no era el único peligro que habría en la batalla. Eran muchas las heridas no letales que podrían tratar, incluso las de la mente.

En cierto momento, mientras descubría que Seika estaba bien informada de algunos de los movimientos del ejército ateniense, Akasha tuvo que reconocer que la línea defensiva entre la frontera de Naraka y la torre en la que estaban sellados los espectros era demasiado grande. Era demasiado para Minwu, el santo de la Copa, habiendo otros tres frentes igual de importantes que aquel. Los meros humanos no podían compararse con Minwu, por supuesto, pero sí que podían encargarse de los daños y labores menores, permitiendo que aquel pudiera estar donde de verdad se le necesitaba.

—En otras circunstancias, estaría de acuerdo con tu razonamiento, Seika —interrumpió la Suma Sacerdotisa en el momento en que la alcaldesa empezaba a mostrarse triunfante, segura de que estaba por convencerla. En verdad estuvo por lograrlo—. Sin embargo, tenemos a nuestra disposición a treinta mil soldados, unos entrenados por la Fundación, otros por el Santuario. ¿Crees de verdad que solo han aprendido a dar muerte, que la mayoría no sabe de primeros auxilios? ¿Se te ha ocurrido pensar que a la hora de formar ese ejército Azrael, yo y el resto de implicamos no pensamos que tenían que haber médicos al día de los últimos avances? Sí, Seika, admito que la buena gente de Rodorio podría hacer algo en esta guerra, pero toda la ayuda que pudieran prestar no compensaría los riesgos que correrían. Vive, Seika —añadió al final, rememorando las palabras de Arthur, tan certera—, vive y asegúrate de que todos vivan felices y en paz. En parte, es por eso que la guardia del Santuario marchará a la guerra. ¡La gente de Rodorio luchará y vengará la invasión de hace trece años, con la lanza y la espada y hasta el martillo de los bravos Toros de Rodorio! ¿No es eso suficiente?

Cuando Seika asintió por fin, Akasha no pudo evitar un acceso de remordimientos. Había aplastado la determinación de Seika, había apagado el ardiente brillo de sus ojos y todo porque era ella quien no quería correr riesgos.

«¿Que me deje de preocupar, Arthur? Me pides imposibles —pensaba mientras Seika se retiraba sin mediar palabra—. No es la clase de líder que quiero ser.»

Sin embargo, desde ese momento dejó de vigilar las acciones de Azrael y de los santos. Si Seika era capaz de confiar en la guardia de Rodorio, ella debía hacerlo, de lo contrario, todo cuanto había dicho no serían más que mentiras vacías de significado.

Y esa tampoco era la clase de líder que quería ser. 

 

***

 

En el tercer día, acercándose la fecha esperada, Akasha decidió no permanecer en la villa. Después de aceptar las razones de Tiresias para no recibir ningún ingenio de la Guardia de Acero, a fin de no hacer sentir desplazados a los guardias del Santuario que escogieron tal camino, puso rumbo a la montaña para ocupar el papel que Kanon de Géminis había dispuesto para sí mucho tiempo atrás.

—El privilegio del Sumo Sacerdote —le explicó Kanon después de ser nombrada Suma Sacerdotisa, en una solitaria reunión llena de secretos, cartas del triunfo y viales de sangre divina. Todo se había preparado a lo largo de los años, excepto el aporte de Nimrod, eso era algo que el santo de Géminis desconocía—. Almagesto.

La seguía de cerca Lucile, una de los pocos santos que quedaban en el Santuario. Oribarkon no había podido terminar un remedio lo bastante eficaz como para curar su mal, si es que eso directamente no era posible y el mago se negaba a aceptarlo, por lo que una de las valiosas cartas del triunfo de Kanon quedó reducida a ser la guardaespaldas de la Suma Sacerdotisa. Si eso la ponía de mal humor, Lucile no se molestaba en hacérselo notar, ya ni siquiera pateaba cada piedra que se encontraba a su paso cuando no tenía a algún guardia que corría para dar un mensaje sin mantener las debidas formas. Aun así, Akasha se guardó de comentar que apreciaba su compañía ahora que Azrael se hallaba al otro lado del mundo. ¡Era muy capaz de tomarlo como un agravio! Era mejor guardar silencio, como ella, como una muestra de respeto, y así lo hizo durante la caminata hasta el templo de Aries, donde alguien les esperaba.

—Las amazonas, los Toros de Rodorio, dos mil guardias y tres santos de plata más y nuestro magnífico plan de dejar el Santuario desprotegido habrá dado resultado —explicó Kiki—. Ah, también está el Juez en la villa, y la Silente, y Seiya se esconde por algún lado. Será divertido si esos tres discuten a última hora.

Lucile pegó un salto hacia su maestro, para luego quedarse quieta, tal vez recordando entonces la mudez de la que era presa. Kiki dejó de sonreír.

—¿Triela piensa marcharse? —increpó Akasha. Se tomaba muy a pecho dejar de prestar atención a lo que ocurría. El Ojo de las Greas llevaba tiempo sin mostrarle imágenes—. ¿No es importante que siga aquí, por Almagesto?

—¿El manto divino de Atenea? —preguntó Kiki, evitando seguir mirando a Lucile. No era la clase de persona que deseara ser compadecida—. No veo cómo la Silente pueda ayudar a recuperarlo, a menos que arrancar los ojos a la gente sea la forma de despertar un sentido desconocido hasta para la gente de mi pueblo.

—Es una técnica. Reúne un gran poder sobre el Sumo Sacerdote para lograr grandes hazañas, siempre que cuente con el catalizador adecuado. La sangre de Atenea.

—¿El cosmos de Atenea presente en el Santuario? ¿Hasta qué punto podríamos servirnos de él ahora que ni la diosa ni sus tesoros se hayan aquí?

«Te sorprenderías, Kiki —pensó Akasha, rememorando la última lección que Kanon le impartió, o más bien, la dura carga que puso sobre sus hombros—. Cada roca de este lugar fue creado por Atenea, no para que estas fueran indestructibles, sino para que el conjunto pudiera sobrevivir a las Guerras Santas. A todas ellas.»

No obstante, estaba hablando demasiado. Así se lo hizo notar Lucile sin el menor reparo, dándole una palmada en el hombro con demasiada fuerza.

—No me gusta ver cómo mis queridas hijas se pelean —objetó Kiki.

—¿Sigues viéndonos como tus queridas hijas? —cuestionó Akasha, atónita—. ¿La líder del Santuario y la santa de Leo?

—¡Por supuesto! —exclamó Kiki—. Si yo no hubiese despertado vuestros sentidos, jamás habríais despertado el cosmos y seríais a estas alturas una encantadora muchacha de Rodorio y la más retorcida psiquiatra de toda Alemania. ¿O era psicóloga? ¡No me mires así, Lucile, sabes que acabarías manejando la mente de la gente de un modo u otro! —aseveró, a lo que Akasha rio con ganas, sabedora de que Kiki no podía saber cómo lo estaba mirando Lucile—. Si yo no hubiese hecho nada…

Kiki bajó los hombros y entonces Akasha entendió todo. El maestro herrero de Jamir no estaba allí para descubrir si Arthur y Seiya serían capaces de pelearse estando tan próxima la batalla, ni tampoco para sonsacarle la información ahora que había una nueva líder en el Santuario que no lo mantuviese alejado de decisiones más importantes que reparar este o aquel manto sagrado. Quería hablar con ella. Deseaba hablar con ella a solas, pero eso no podía ser, Akasha no podía rehuir más su deber.

—¿Nunca me he disculpado, verdad?

—No tenías que hacerlo —dijo Akasha.

Kiki sacudió la cabeza.

—Claro que sí. Mentí a la niña que fuiste —confesó, incapaz de darle en ese momento la forma en la que le había tratado. Akasha no sintió deseos de corregirlo—. No tenías un potencial destacado para el manejo del cosmos, solo sueños y un poco de valor. Desperté tus sentidos a sabiendas solo para darle una lección a alguien que pretendía unirse al Santuario como un aliado. Gestahl Noah, imagino, él nos dio el suministro de gammanium. Compartí mi mente con la tuya y así descubrí que serías más grande de lo que esperaba, una santa de oro, la primera de la nueva generación. ¡Sentí tanto orgullo!

—¡Basta, Kiki! —rogó Akasha, acercándosele y sosteniendo los caídos hombros del maestro herrero—. No es necesario.

—Te vi fracasar una y otra vez. Debiste sacrificar tanto. ¿Nunca te has arrepentido? ¿Y tú, Lucile? ¿Habrías preferido una vida distinta?

La leona de oro no dudó en negar con la cabeza. Así lo hizo también Akasha.

—Jamás podría. Soy en verdad la persona que deseo ser.

—Pero…

—Solo en esta vida pude haberos conocido a todos. A Azrael. A Lucile. Y Ethel. También mis maestros y el resto de santos. ¿Podré luchar junto a ellos porque tú quisiste aleccionar a Gestahl Noah? Me parece bien. Puedo vivir con ello.

«Podré luchar junto ellos —oyó al tiempo en su mente, como un eco. Los remordimientos por la discusión con Seika regresaban—. En otra vida, yo podría estar en el lugar de Seika, relegada a solo esperar y observar.»

Pero ya no había tiempo para dar marcha atrás. Y el nombre de Ethel había hecho mella en Kiki, quien se enderezó, ya libre de una carga que llevaba tiempo arrastrando.

—¿Puedo acompañarte? ¡Acompañaros, por todos los cielos!

—No te preocupes por los formalismos —pidió Akasha—. Son raros viniendo de ti. Y por supuesto que puedes acompañarnos.

—Me gustaría ver a mi hija sentada en el trono papal antes de… ¡Ay! —A media frase, que decía como si no hubiese oído las palabras de Akasha, Kiki recibió un codazo de Lucile en el costado. Su forma de decir que había prisa—. Bien, vamos. Si a Sneyder no se le ocurre perder el manto de Acuario otra vez, puede que me quede aquí un rato.

No sería esa la última broma que Kiki haría durante el ascenso a través de los templos zodiacales, aunque Akasha no le reprendió por ninguna, cosa que sí haría Lucile de vez en cuando. La Suma Sacerdotisa era por fin consciente de lo duro que sería cumplir los requisitos para Almagesto. Recordó las palabras de Nimrod, de Arthur y de Seika. Todo parecía conectado a las que desde un inicio Kanon de Géminis le dirigió, como si todos supieran de antemano cuál sería su papel, el mismo en parte que había exigido tomaran los aldeanos de Rodorio: confiar en los santos y esperar. Esperar mientras entraba en comunión con el cosmos de Atenea, presente en la montaña y en la sangre divina. Un poder capaz de sellar el inframundo. Y también de rechazar a la misma Muerte. 

Fue por ello que atesoró ese tiempo en compañía. De cada minuto con su padre.  


Editado por Rexomega, 15 marzo 2021 - 07:27 .

OvDRVl2L_o.jpg


#220 Seph_girl

Seph_girl

    Marine Shogun Crisaor / SNK Nurse

  • 983 mensajes
Pais:
Mexico
Sexo:
Femenino
Signo:
Acuario
Energia:
Cosmos:
Ataque:
Defensa:
Velocidad:
Victorias:
0
Derrotas:
0
Total:
0

Publicado 16 marzo 2021 - 19:55

Capítulo 68. Ser Suma Sacerdotisa significa...
 
Y Nimrod le contó a Akasha y sólo a Akasha quién es en verdad... me habría encantado enterarme también pero supongo será para más adelante :p... aunque comienzo a confundirme, no sé si ya lo ha dicho antes el personaje o no... Esta memoria mía aparte de terrible se confunde con lo que ya sabe XD, por lo que paciencia conmigo.
Vaya que Nimrod tenía todo planeado, su plan se está efectuando tal y como predijo, qué inteligente son todas los personajes de esta historia caramba jaja.
 
Ay, ay Arthur, que él es invencible, vaya ego el suyoooo rechazando la "Gracias" de Akasha. Veremos si no lo lamenta...
 
Y Almagesto es parte de un plan secreto de Akasha. Seguro que en esta guerra veremos un plan tipo "keikaku dōri!" de la Tejedora de Planes XD
 
Un cap donde Akasha aprendió cosas sobre ser líder. Veamos sí le va bien en su primer Guerra Santa XD
 
P.D. Buen cap, sigue así x3

ELDA_banner%2B09_.jpg

 

EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"





0 usuario(s) están leyendo este tema

0 miembros, 0 invitados, 0 usuarios anónimos


Este tema ha sido visitado por 81 usuario(s)

  1. Politica de privacidad
  2. Reglas generales ·