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Juicio Divino: La última Guerra Santa


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473 respuestas a este tema

#161 Seph_girl

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    Marine Shogun Crisaor / SNK Nurse

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Publicado 19 julio 2020 - 23:55

Capitulo 34. Makoto el besador

 

Bien, volvemos a la pelea de Capitana Hipolita Vs los demás. En un inesperado giro de eventos aplicó el "No los mataba porque fuimos amigos en el pasado, pero como ya me enojaron ahora si les partiré la ma#$%$ en dos segundos"

 

La mujer imparable pese a las heridas (físicas y espirituales), miembros faltantes, agujeros por todos lados, armadura echa mier*a, en fin, todo a su desfavor y aun así no para....

 

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(y eso que no es ni una villana principal del fic, so prepárense)

 

Hugin no batalló nada en quitar el hielo de Sneyder que dejó en la isla mientras que uno de los ríos del inframundo sigue batallando con la barrera que dejó en el Yomi o.ó... O Hugin es muy fuerte o el Río medio inútil XD

 

Terminamos con que Hipolita decide darle un viaje por la estratosfera a Makoto, quien en un poco ortodoxo movimiento decide besarla como una técnica de distracción ¿funcionará? Mas le vale, porque después de haber fallado lo de los puntos cósmicos tiene mucho que enmendar. Por cierto, que Makoto lleva dos mujeres diferentes a las que ha besado en lo que va del fic, es un galán.

 

PD. Buen cap, sigue así :3


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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#162 Rexomega

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Publicado 20 julio 2020 - 08:15

Saludos

 

¡Buen review, sigue así!

 

Seph Girl

Spoiler

 

***

 

Capítulo 35. Ataque desesperado

 

Para cuando Makoto se dio cuenta de lo que había hecho, nada podía hacer salvo dejarse llevar. Hipólita, segura de su victoria, le respondía  a una pregunta sin importancia, él vio entonces una oportunidad y se lanzó, tapando los labios de la mujer con los suyos. Fue puro instinto, un acto que realizó sin pensar, sorprendiéndose él mismo y la propia Hipólita, que aflojó la presa. Se dijo a sí mismo que no era un beso, sino un boca a boca prolongado, con una finalidad muy precisa. ¿El cosmos de Hipólita era un castillo inexpugnable? Bien, no lo atacaría de frente, buscaría un pasadizo, una vía alternativa.

El minuto más incómodo de su vida, a medio camino entre el terror, la euforia y el placer, terminó abruptamente. Al separarse, sintió la boca húmeda y quemada a un mismo tiempo, como si hubiese pasado todo ese tiempo en medio de un incendio. Hipólita, en shock, lo había soltado. Por una insignificante fracción de segundo, Makoto creyó que aquello era el fin, la victoria.

—Jaki.

Un nombre, un simple nombre fue lo que escapó de los labios de Hipólita. Aquella palabra se repitió sin descanso, acompañando una paliza inhumana. Puños y patadas cayeron sobre el cuerpo de Makoto, reduciendo su protección a incontables fragmentos ensangrentados; la facilidad con la que el manto de Mosca se quebró, comparada con el peso que le había supuesto durante el ascenso y caída a través de los cielos, provocó en Makoto una risa incontrolable, llena de toses sanguinolentas. Lo último que escuchó fue el crujido de los huesos, así como el sonido brutal de las manos de Hipólita golpeando su columna como una maza. No llegó consciente a Reina Muerte.

 

***

 

—Mera, Hugin, Makoto…

Los nombres escaparon de sus labios uno tras otro. En menos de una hora, cuatro santos habían caído —Akasha sabía que no debía contar a Bianca; la perra sombría que envió a Reina Muerte no era más que una cáscara prescindible, reemplazable—. Estaban vivos, de momento, pero Hipólita hervía de rabia, y ya nada le impedía moverse a su antojo. En plenas condiciones solo quedaban Icario y…

—Azrael —musitó, asqueada de sí misma, de su deseo por retroceder y olvidar su misión. Si no los salvaba, tal vez…—. Los santos no mueren.

—Excelente hipótesis. ¿Qué tal si se la exponemos a los Señores del Hades? —lanzó Oribarkon—. Hipótesis, qué buena palabra, ¿la olvidaré también? No, no la busques —de nuevo se dirigía al ser que tenía dentro de su mente, a Tritos—. ¿Cuánto llevas buscando la identidad de… primera… Virgo? ¡Olvídalo! ¿A dónde vas, humana? ¿No te importa que tus compañeros mueran?

Sí le importaba, mucho. Ninguno había sido especialmente cercano a ella, pero los santos, el Santuario era toda la familia que tenía. Sus hermanos, a los que juró proteger, por los que tiempo atrás vistió el manto de Virgo. Sin embargo, ¿qué obtendría retrocediendo? Pondría en riesgo el mundo entero. Tampoco podía negar la posibilidad de que Oribarkon la atacara por la espalda, en represalia de cómo lo había tratado.

Aun mientras caminaba hacia el abismo —llegando a flotar sobre él, gracias a sus poderes—, Akasha deseó en su fuero interno dar marcha atrás. Así tuviera que enfrentarse a una legión del infierno más adelante, ella era una santa de oro, guardiana legítima del sexto templo zodiacal. ¿Oribarkon estaba esperando para lanzarle un nuevo hechizo? Si era digna de servir a Atenea, sabría resolverlo de algún modo, teniendo el Séptimo Sentido como guía. Siempre encontraba un contraargumento para todo lo que le impedía ir en auxilio de sus compañeros. Sin embargo, al mirar abajo, todo cambió.

—Nico de Can Menor —dijo Oribarkon, sin duda refiriéndose al muchacho encerrado en la enorme isla de hielo. Solo la cabeza, de corto pelo negro y piel pálida, sobresalía en un punto bastante alejado—. Estaba causando alboroto y lo trajeron aquí. El sello del santo de Acuario, sea quien sea ese hombre, deja pasar a los muertos, no a los vivos.

—Dijiste que Leteo solo se alimenta de recuerdos.

—Los ríos del Hades son los hijos más particulares de los más antiguos titanes… como sea que se llamen. Sienten un apetito voraz por el alma humana, aliento divino. ¿Diez mil años de recuerdos? Un tentempié suculento para el río del olvido, pero no por eso iba a negarse al crujiente ser de… ¿Qué haces? ¡Solo es uno y está perdido! ¡Allá arriba hay más vidas en juego! ¡Si te acercas no habrá vuelta atrás! ¡Leteo ya tiene fuerzas suficientes para romper ese frágil hielo y sorber hasta tus más insignificantes recuerdos!

«Nunca hubo vuelta atrás. Cumpliré mi misión de un solo movimiento y regresaré a la Tierra con el ánfora de Atenea y este mago. Los santos no mueren.»

—Oribarkon. Una vez lo descienda, tendrás libertad de movimiento. Sal de este lugar con el ánfora de Atenea, y asegúrate de decirle a tu señor que fue Akasha, santa de Virgo, quien hizo esto posible.

—Si me acuerdo, lo hago. Si no, no. Tritos dice… Nada, ya me aburrí de ser recadero, que se lo diga directamente a tu cadáver. Ni yo ni mi señor necesitamos tu ayuda, humana —sentenció el telquín, severo.

—Los ríos del Hades tienen un apetito voraz por el alma humana…

—Mis problemas de memoria no son tan graves…

—Aliento divino —continuó Akasha, ignorándole—. ¿Qué es mejor para el apetito de Leteo? ¿Almas humanas, o el alma de Poseidón, sellada por obra y gracia de mi señora Atenea? —cuestionó, satisfecha de ver la derrota en el rostro del mago. 

—Humana… ¿Eres buena creando barreras? —preguntó Oribarkon, con un dejo de temor. Al fin sabedor de hasta qué punto necesitaba de Akasha.

—Si solo es para protegerme a mí, puedo crear una barrera de doce mil capas.

Claro que eso era en condiciones normales. En ese momento, debido al Lamento de Cocito, no estaba segura de poder llegar tan lejos. Por esa razón escogió calidad sobre cantidad en el enfrentamiento contra Hipólita, haciendo que cada una de las doce capas de la barrera poseyera una gran resistencia. No había contado con la magia detrás de sus Meteoros Negros. Una magia que bebía del mismo río que ella estaba por enfrentar.

—Créeme, humana, tendrás que ir más allá de eso. Rezaré porque sean suficientes.

Tras un breve gesto de asentimiento, Akasha se dejó caer, fijando la vista en el prisionero. A él también debía salvarlo. Nico de Can Menor, el hermano de Bianca. Por supuesto, esa debía ser la razón de que esta hubiese mandado a su eidolon la isla, estando su eterna líder, Lucile de Leo, en Alemania.

 

—Va a morir. Mi señor, ¿podrás perdonar tantos errores?

Él nunca perdona —respondió Tritos.

El endiablado ser que había tenido en su mente, hurgando en sus recuerdos más importantes para hacerles una copia de seguridad —esa fue la razón de su entrada, si es que no era una excusa barata; Oribarkon no podía definirlo—, ahora se manifestaba ante él como una distorsión en el aire, de vagas formas, aunque humanoide. Su voz sonaba alterada, como varias hablando a la vez, y todas sonaban a burla.

—Sálvala. Sálvanos. —Oribarkon temblaba. En cuanto Leteo se liberara, quizá ni siquiera podría recordar su nombre. Le ofreció diez mil años de recuerdos, sí, pero ¿qué derecho tenía un mortal, fuera humano o telquín, de ponerle límites a un dios?

Si liberáis a Poseidón, nada en el universo nos podrá salvar.

Pese a sus palabras, expresadas mediante la Lengua de Plata, Tritos se lanzó por el abismo en pos de Akasha. Al mismo tiempo, la isla de hielo que Sneyder de Acuario había creado estalló, remeciendo la Colina del Yomi. Oribarkon, libre de nuevo, atrajo su báculo hacia sí mientras descendía. Ya en el suelo, el telquín se abrazó al ánfora de Atenea, temiendo lo que la temeridad de aquella humana podía provocar.

 

***

 

Aun entre los santos de oro, la élite del ejército, eran contados los que podrían haber destruido de un solo golpe el sello que Sneyder había creado en torno a Leteo. Parte de Akasha quería creer que ella estaba en aquel selecto grupo, incluso en su actual situación, que le impedía recurrir a Brahmastra. Otra parte, más objetiva, apuntaba la posibilidad de que ella solo hizo parte del trabajo, mientras que el resto corrió a cuenta de Leteo. La cosa, acaso una Abominación, que el cosmos de Acuario estaba conteniendo, se movió en cuanto ella tomó la decisión de atacar, podría jurarlo.

Escuchó un gemido, como el débil aullido de un perrito lastimado, y siguió avanzando. No estaba segura de si estaba volando o nadando. Parecía una duda extraña, siendo que se encontraba dentro del río del olvido —la superficie, según había dicho Oribarkon—. Sin embargo, en cuanto se sumergió en las misteriosas aguas que obstaculizaban la boca del infierno, pareció como si entrara en un mundo completamente aparte del suyo, donde todo podría cobrar un nuevo significado. Al principio temió haber entrado en el inframundo, hasta que empezó a escuchar un sonido.

«Nico, santo de Can Menor, hermano de Bianca. Debo encontrarlo, debo…».

Azul, siempre azul. Mirara a la izquierda, a la derecha, o abajo —nunca arriba, nunca atrás; retroceder equivalía a fracasar—, se encontraba con el mismo color. El paisaje tenía más de cielo que de mar, aunque la resistencia que le ofrecía conforme avanzaba le recordaba a una de las más duras pruebas que debió pasar como aprendiz, cuando se debió adentrar en las profundidades de las frías aguas de Siberia. En el interior de Leteo no había frío, ni tampoco se trataba de agua caliente; no sentía la presión del mar en el cuerpo, ni mucho menos sufría por herida alguna; pero persistía la sensación de pérdida. En Siberia, era la vida, escapándose de sus pequeñas manos de niña, la ya entonces dos veces fracasada Akasha; en Leteo era algo más…

«Dioses, ¿por qué estoy pensando en esos días?»

Los alrededores titilaron como la superficie de un lago ante el rebote de una pequeña piedra. De repente, Akasha estaba frente una superficie circular, dividida en varios círculos concéntricos con varios símbolos. «88 —contó, sintiendo un estremecimiento—. Las 88 constelaciones.». Once figuras se manifestaron en torno a la plataforma, captando la atención de Akasha. Llevaban capas blancas impolutas, y los rostros estaban cubiertos de sombras insondables.

—Una ilusión —musitó Akasha.

Quiso romperla, pero el cuerpo no le respondía, era una estatua flotando sobre un mar de estrellas, a diferencia de los otros. Los once que tenía a uno y otro lado se movieron con solemnidad, sacando armas de leyenda: espada, escudo, tridente, barra doble, barra triple y tonfa. Seis pares, brillantes como el sol.

—Los primeros santos de oro. —Sin saber por qué, Akasha buscó las tres mujeres que Oribarkon mencionó, sin lograr detectar el más mínimo rasgo en aquellos seres sombríos. ¿Los recuerdos que el telquín regaló a Leteo no contenían sus identidades? Quizá se trataba de otra generación de santos de oro…—. ¡No tengo tiempo para esto!

Proyectó una imagen por encima de la plataforma, opacando la débil luz de las estrellas. La imagen adoptó su forma y chocó las palmas, deshaciendo aquel engaño.

Recuerdo —replicó una voz, distorsionada—. He venido a ayudarte, así que no me… Oh, dioses. ¡Quédate quieta!

Akasha interpretó aquello como una treta más, así que se esforzó por incrementar la velocidad de descenso. La corriente ya no la empujaba; al contrario, la atraía con una fuerza mayor a la que antes usaba para repelerla. La cabeza le dolía, como si de pronto el cerebro se le hubiese licuado y estuviera intentando salir. Sin poder evitarlo, comparó la sensación con un recuerdo de la infancia: la primera vez que probó helado. No era lo mismo, como tampoco eran lo mismo las aguas de Siberia que la superficie del Leteo, pero aquel lugar la animaba a recordar, a pensar…

No pienses, ¡no pienses! Pensar aquí, malo. Hablar con Tritos, bueno —aseguró la misma voz. Frente a Akasha se dibujó una forma distorsionada, aunque humanoide—. Pensar aquí, malo. Hablar con Tritos, bueno —repitió, usando un tono conciliador que no impidió que Akasha incrementara todavía más la velocidad de descenso.

  «¿Cómo? —se cuestionó—. Soy una santa de oro, mi velocidad tendría que ser constante. Soy una santa de oro…».

Siete rostros se formaron uno tras otro, avivados por un sinfín de emociones, mas solo compartiendo una: decepción; en mayor o menor grado, decepción.

«Siete fracasos —se dijo, y siguió avanzando más y más rápido, tratando de recordar en qué momento desaceleró. ¿Al inicio? ¿Durante la ilusión, tal vez recuerdo, de aquellos doce santos de oro que alzaban armas de leyenda? Si, eran doce. Ella era uno de ellos.»

Solo dime una cosa —pidió la voz. Por tercera vez, el llamado Tritos le había dado alcance—. ¿Akasha, en verdad deseas la guerra?

 

***

 

«Dormir, dormir… Necesito dormir.»

Lo que no habían logrado Mera, Hugin y la tal Bianca, lo acabó consiguiendo Makoto, de un modo que no lograba explicarse. Aquel mozalbete —aunque ya crecido, lo seguía recordando como el crío que llegó al Santuario, con la cabeza hueca llena de sueños— la besó, y antes de que terminara de castigar tamaña insolencia, sintió algo en la garganta, que no tardó en extenderse por todo el interior de su cuerpo. Aquel ardid, fuera lo que fuese, le estaba agotando, adormeciendo.

«Quedan dos, dos más y podré descansar. —A cada segundo sentía incontables picores, precediendo un cansancio inimaginable. Las fuerzas la abandonaban, se estaba volviendo una presa fácil. Sin pensar, pasó un dedo por sus labios—. Jaki.».

Una sombra se abalanzó hacia ella, tan rápido que por poco no reaccionó. La detuvo en el último momento y el metal reforzado de un enorme contenedor se dobló alrededor del agujero que le hizo. Hipólita empezó a decir algo, desapareciendo las palabras por el ruido de una repentina explosión. Tres sombras impactaron en el mismo lugar incluso antes de que el humo se disipara, desatando un nuevo estallido.

«Hay algo extraño en el humo. —Hipólita lo entendió de inmediato, asegurándose de que el cosmos repeliera cualquier gas nocivo—. Solo quedan dos, así que…»

Salió de la nube oscura como un rayo, partiéndola en dos. Buscó cada uno de los contenedores que su enemigo invisible reservaba para ella: eran lo bastante grandes como para transportar a media centena de personas, y con una nada despreciable cantidad de explosivos, habrían sido un arma útil para quienes desconocían los secretos del cosmos. Sin embargo, Hipólita tenía claro que no estaba en plenas condiciones, y que solo los estúpidos se creen invencibles, así que optó por atravesar cada una de las inmensas cajas antes de que pudieran ser un problema.

Más veloz de lo que recordaba haber volado, Hipólita se convirtió en un bólido de luz negra, coronado por un brillo rosáceo que se intensificaba cada vez que atravesaba las inmensas cajas metálicas. Hasta aquel momento, nunca se le había ocurrido recurrir a la telequinesis para impulsarse, siempre le había bastado la velocidad que podía alcanzar por sí misma. Perder una pierna había alimentado su ingenio.

Dejó treinta explosiones detrás antes de poner su atención sobre el avión. Antes, cuando envió a Akasha a la Colina del Yomi, pudo proyectar de nuevo su ojo en el cielo, para cortar la huida del santo que se ocultaba allí arriba. Aquel hombre —un anciano—, respondió a su poder con el suyo, enviando contra la pupila piezas metálicas de todos los tamaños. El ojo no era del todo una ilusión; se trataba de una extensión de los poderes psíquicos que poseía, semejante a los cuervos de Hugin, y mantenerlo a pesar de los ataques la agotaba, así que optó por cerrarlo. No esperaba que el avión se alejara demasiado antes de que pudiera ocuparse de los demás, pero a pesar de que la batalla se extendió más allá de sus expectativas, la aeronave seguía cerca de la isla.

—Dos más —musitó—, solo quedan dos más.

«Y podré dormir, al fin podré dormir —pensó al tiempo que volaba hacia el avión. Sabía que habría explosivos, del mismo modo que había en los contenedores, de manera que no aminoró la velocidad. Partiría en dos la aeronave antes de que pudieran detonarla.»

Estaba a solo un metro del avión cuando este explotó de improviso, sin que ella lo rozara siquiera. De la pura sorpresa frenó la acometida, viéndose rodeada por una masa de humo más denso de lo normal. Sin poder determinar qué clase de arma estaban usando contra ella, liberó el cosmos que la cubría como una onda de choque omnidireccional, un error del que no tardó en arrepentirse.

«Arriba —pensaba Hipólita, demasiado tarde—. ¡Tenía que haber volado hacia arriba!»

Pero no lo hizo y ahora sufría las consecuencias. Se había convertido en un blanco fácil y ahora tenía el brazo atravesado desde el hombro hasta la muñeca a modo de lección. Solo la mano estaba libre de cortes, sosteniendo un fragmento de metal plateado.

«Rápido, rápido. Cumple tu misión y podrás dormir.»

Hipólita reconocía los trozos que tenía enterrados por todo el brazo: pertenecían a los mantos de Lebreles, Cuervo, Mosca y Águila Negra. No solo los distinguía por formas y colores, sino que también sentía diversos cosmos vibrando, cantando una melodía desafinada, ruidosa, dolorosa. Comprendió que no le quedaba tiempo y se lanzó hacia un punto negro en el horizonte. Poco antes de darle alcance, alzó el brazo que pronto perdería, y lo usó para un último ataque. La sangre de Icario e Hipólita se cruzaron en el aire, pues los fragmentos de sagrado metal clavados en la carne y huesos de Águila Negra, giraron a alta velocidad como una sierra, dejándola con una extremidad menos.

—Rosa —musitó Icario sin volver la mirada a Hipólita. Ambos se encontraban sobre un baúl medio abierto, negro como el azabache a excepción de una luz rosada que lo rodeaba, manteniéndolo suspendido en el aire—. Recuerdo este color… Los santos de Atenea somos garantes de la paz en el mundo, pero en muchas ocasiones no hemos   sido hombres de paz… Ella, ella era distinta.

Miró a Hipólita. La mayoría de los humanos gozaban de dos ojos, dos orejas, dos piernas y dos brazos; ella, que solo tenía uno de cada, parecía una broma de los dioses: Icario no rio, pero tampoco pudo compadecerla.

—Ethel era buena. ¿Qué clase de monstruo utiliza un alma tan pura para el mal? —El afable rostro de Icario estaba atravesado en diagonal; había perdido el ojo derecho y la sangre le bajaba por la nariz, las mejillas y los labios. Sin embargo, Hipólita tenía claro que las lágrimas que derramaba no eran por el corte que le acababa de provocar; aquel hombre estaba llorando desde mucho antes—. Pagarás por lo de Mera.

Cinco esferas de metal la golpearon: dos en las rodillas, tres alrededor del estómago. Se hundieron en su piel, que apenas podía ofrecer resistencia.

«¿El cosmos me ha abandonado?»

Los orbes, movidos por el inmenso poder del anciano, la empujaron fuera del baúl, y por un momento, mientras caía, temió que fuera su fin.

—No —musitó, agarrándose al baúl con la pata sombría que sustituía su pierna—. Quedan dos, todavía no puedo dormir.

Icario no tuvo tiempo de cambiar su expresión de desconcierto. Donde antes hubo un largo brazo cubierto de vendas, el qué destrozó, se formó otro: oscuro, bestial. La nueva extremidad terminaba en garras, e Hipólita clavó todas en la cara del anciano, quien chilló y pataleo como un chiquillo muy lejano al guerrero que osó amenazarla.

—Mera, Mera… ¿Quién es Mera? ¿Alguien inolvidable, quizás?

Tres esferas metálicas de Icario seguían sobre el estómago de Hipólita cuando soltó al santo y lo pateó, enviándolo al océano. Debieron pasar unos cuantos segundos antes de que los orbes cayeran sobre el baúl, rodando hasta seguir los pasos de su señor. Hipólita quiso reír, pero acabó bostezando y vomitando sangre. Tenía tanto, tanto sueño.

—Uno menos, solo queda uno.

Dos cosas impedían que cayera al mar: uno era el terrible dolor físico que padecía por la batalla; el otro era más personal. La magia que Oribarkon le había enseñado tenía un alto precio: recuerdos, debía sacrificar un recuerdo suyo para manifestar uno de los poderes del inframundo, el del río del olvido, Leteo. En un solo día había recurrido dos veces a ese poder que aquel viejo mago insistía en llamar arte, acogiéndose al síndrome del miembro fantasma para volver a tener las dos piernas y los dos brazos. Habiendo hecho tal sacrificio, ¿cómo podía rendirse a medio trabajo? Miró el brazo y la pata de bestia, negras a primera vista, en realidad de un azul oscuro, característico de la superficie de Leteo. Y al mirarlos por demasiado tiempo, el río del olvido se extendió por su cuerpo a modo de armadura, susurrándole que venía a protegerla, que no estaba a salvo. Solicitaba confianza, buscaba a una Campeona…

—Hay algo ahí abajo —declaró en voz alta, antes de que el Leteo terminara de cubrirle la cara. Solo su ojo quedaba libre de aquella magia, el resto era una figura humanoide sin rasgo alguno, como una sombra en tres dimensiones—. ¿Qué será?

Usó el poder de Ethel. Ahora que Leteo la cubría, no podía confiar en el cosmos —y estaba bien; desde que perdió el brazo, se sentía todavía más cansada, a pesar de que los seres que Makoto había dejado en su interior habían dejado de afectarla—. La parte superior del baúl estalló en un parpadeo, dejando al descubierto su contendido. 

—Un hombre con una máscara antigás —dijo Hipólita, apenas aguantando la risa. Esperaba explosivos, un santo oculto, algún arma secreta capaz de detenerla…—. ¿Un hombre con máscara antigás? ¿Es en serio?

Parecía una broma, pero no estaba dispuesta a subestimarla. Proyectó el poder de Ethel sobre aquel ingenuo hombre que le apuntaba con una pistola.

Le permitió disparar una vez; la bala no era común, sino que estaba hecha del mismo material que utilizaban los alquimistas renegados para crear las armaduras negras: gammanium. Le dio en la frente, perdiéndose en su nueva piel de tinieblas. Y acompañando el disparo, creyó escuchar un grito, como de negación.

Antes de que la luz rosada desgarrara al indefenso enmascarado, una luz dorada la golpeó. Ni siquiera la vio venir, pero mientras caía logró distinguir su recorrido entre los restos del Leteo, su frágil armadura: la estela provenía de Alemania.

Lucile de Leo observó en silencio como Hipólita de Águila Negra descendía al infierno, a Reina Muerte. El lugar donde se forjó, el lugar que podía ser su tumba.

«¿Ya puedo dormir? —pensó antes de perder la consciencia.»


Editado por Rexomega, 25 julio 2020 - 13:41 .

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#163 Seph_girl

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Publicado 25 julio 2020 - 00:44

Capítulo 35. Salvando a un perrito

 

Makoto besó a Hipolita un minuto entero... y la bitch va y termina diciendo el nombre de Jaki (en serio que debió haber sido muy bueno en la cama para tanta obsesión... pero con el tamaño que tenia supongo que su nepe también era inmenso xD)
Pero igual parece que el beso inoculó un mal a Capitana Hipolita, un nuevo estatus degenerativo y aun asiiiiii, sumándole que hasta perdió una extremidad, se deshizo del bueno de Icario en pocos renglones.
 
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Y pues Hipolita ya mutó así que como en todo buen RPG ya puede ser derrotada ¡GRACIAS A DIOS!
Grandiosa Lucile por frenar a Capitana Hipolita... digo yo...
 
Y pues Akasha se lanzó al propio río para salvar al perrito Nico. ¿Con cuantas memorias intactas podrá salir de alli? xD
 
PD. Buen cap, sigue así :3

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#164 Shiryu

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Publicado 25 julio 2020 - 17:38

Que entretenido

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#165 Rexomega

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Publicado 27 julio 2020 - 07:54

Saludos

 

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***

 

Capítulo 36. Arrastrados por el olvido

 

Algún tiempo antes del término de la batalla, tan lejos de Reina Muerte que esta no era más que un punto en el horizonte, Kiki meditaba en la cubierta del Argo Navis, rodeado de santos pertenecientes a la división Andrómeda, Cisne y Dragón.

«Si todo sale mal, significa que una sola división no basta para esta misión —le había dicho Akasha en una furtiva conversación telepática, estando ella viajando a Reina Muerte y él trabajando en Jamir, después de que Sneyder vertiera su propia sangre sobre el manto de Acuario—. Pide ayuda a los Escudos de Atenea. A Shaula y Garland.» 

No volvió a tener noticias de ella, así que con el trabajo a punto de terminarse mandó sendos mensajes a los comandantes de las divisiones Dragón y Cisne. Cuando dejó de sentir la presencia de Akasha, se unió con ellos en el Argo Navis, que surcaba ya los mares del Pacífico capitaneado por Shun de Andrómeda.

Lo primero que hizo fue fijarse en el variopinto grupo reunido en el barco. Los más tranquilos, por supuesto, eran los dos santos de la división Dragón, nada menos que el subcomandante Zaon de Perseo y el general Garland de Tauro, que la comandaba. Al primero lo conocía bien, con la cabeza siempre afeitada y el rostro sereno frente a cualquier adversidad, era el mismo valiente al que delegó la protección de Shun de Andrómeda, doce años atrás. Gozaba de fuerza e inteligencia a partes iguales, siendo uno de los cinco que enfrentaron a Hipólita en el pasado, además del inventor de la Doctrina de Zaon, mediante la cual se usaba el poder de la mente y del cosmos para construir un eidolon, poderoso aliado en la batalla. No le extrañaba que su superior solo lo hubiera traído a él a aquella misión. De este, Garland de Tauro, sabía muy poco, cosa que compartía con el resto del Santuario. Era grande, tanto como el fallecido en dos ocasiones Jaki, aunque de maneras más caballerosas que aquel, gracias a los dioses. También era viejo, con el corto cabello, las densas cejas y la barba de un blanco que contrastaba con la oscura piel, que en la época actual tampoco tenía por qué decir mucho del lugar de donde procedía. La tercera cosa que se sabía de él, quitando el hecho de que vistió el manto de Tauro con solo tocarlo, sin necesitar un entrenamiento previo, era su carácter amable. En teoría, así era, porque Kiki perdía las ganas de comprobarlo con solo mirar esa cara siempre ceñuda.

Del otro lado, no podía decir que los de la división Cisne fueran ruidosos, al menos no los subordinados. Había dos santos de plata presentes: Subaru de Reloj, un chico común y corriente si se pasaba por alto aquellos grandes ojos llenos de malicia y las sombrías profecías que dejaba escapar de vez en cuando, y Pavlin de Pavo Real, toda una valkiria oriunda de Bluegrad, con el largo y lacio cabello rubio ondeando al viento, siempre gélido allá donde estaba. Era una de las dos pupilas que tuvo Hyoga de Cisne antes de desaparecer, bastante tranquila si se comparaba con la otra, la alborotadora por antonomasia, de puntiagudas orejas que la distinguían de los meros mortales. Ella era Shaula, hija de Ban y la fallecida líder de las ninfas de Dodona, portadora de Escorpio.

—Ha perdido a Aerys, Icario y Mera en menos de un semana. ¡Cuando encuentre a esa incompetente de Akasha pienso darle una paliza que hasta sus nietos recordarán!

—No —dijo Subaru, provocando que Shaula se detuviera a medio salto, con los puños en alto. Antes de que esta dijera nada, el santo de Reloj dio una respuesta, habiendo previsto la pregunta que le haría—. No ha perdido a nadie, no va a darle una paliza cuando se reencuentren y Akasha de Virgo no tendrá nietos.

—Es una forma de hablar —gruñó Shaula.

—Se me olvidaba —prosiguió Subaru, ignorándola—. Habiendo sufrido dos derrotas significativas en un año, no estamos en posición de llamar incompetente a nadie.

—Es tu culpa, porque no me avisaste. ¿De qué me sirve tener a alguien que ve el futuro si no me avisa de estas cosas? ¡Eres un inútil, Subaru!

—Todos lo hemos sido. Me alegro de que lo haya entendido a la primera, señorita Shaula. No esperaba menos de usted.

Sin el menor deje de sarcasmo en aquellas palabras, el santo de Reloj asintió mientras que la santa de Escorpio tronaba los nudillos.

—Recuérdame por qué no traje a alguien decente conmigo.

—Porque Ishmael es un cerdo indigno de sus dotes curativas por haberse dejado seducir por la perra de Bianca, siendo derrotado por Hipólita mientras estaba en la más vergonzosa situación posible. Palabras textuales, señorita Shaula.

—Si me hubieses dicho que íbamos a sufrir un ataque, todo habría sido distinto.

—Desde la derrota que sufrimos el pasado año, siempre me pregunta si alguien va a vencerla y yo siempre le contesto con sinceridad. Mientras estemos en este planeta, usted no perderá ninguna batalla.

—¡Menos mal que no tenía planeado veranear en Marte! —exclamó Shaula.

Subaru no dijo nada. Shaula dejó caer los hombros, abatida.

—Dime que al menos esta vez me irá bien. Dame una buena profecía, para variar.

—Señorita Shaula, le auguro que durante una hora seremos inútiles en la batalla y usted pasará por la más vergonzosa situación posible.

 

Siendo testigo de semejante circo, Kiki no pudo sino sentir compasión de Pavlin, demasiado disciplinada como para decirle a su superiora que estaba montando una escena. Garland y Zaon se mantenían apartados del par, al igual que Shun y June, quienes permanecían en la proa del barco, con la vista fija en el horizonte.

Aquella discusión sin sentido habría proseguido hasta el infinito de no ser por un hecho tan insólito como la presencia de dos santos de oro en una misma misión. Lucile de Leo apareció como por arte de magia, sorprendiendo a todos. Hasta a Kiki, de la pura impresión, le costó entender que estaba viendo una proyección. Que Lucile, su otra hija, estaba todavía en Alemania, dentro de la barrera de Fang de Cerbero.

—¿Puedes decirle al maleducado de tu subordinado que me deje salir? Seré una niña buena y les traeré esto —dijo Lucile, que con una mano sostenía el ánfora de Atenea, al menos una proyección de esta. Garland estaba por responderle cuando añadió algo más, dirigiéndose a Shaula—: ¿Qué hace esta inútil aquí?

Hecho ese comentario, ya nadie, ni siquiera Garland y Shun actuando juntos, podría impedir lo que estaba por venir. Kiki, no tan noble como aquellos, decidió disfrutarlo.

—La pregunta es qué haces tú aquí —bramó Shaula.

—El Sumo Sacerdote decidió que dos años de encierro era suficiente castigo para una pequeña travesura —dijo Lucile—. ¿Es que no notifican estas cosas a los arbolitos fracasados como tú? ¡Oh, perdón! Ninfa, quise decir ninfa fracasada.

Por un momento, pareció que Shaula iría de regreso a Alemania a responder esa afrenta con los puños, que apretaba con fuerza. Había dos cosas que la comandante de la división Cisne no podía tolerar: que insultaran a sus padres y que menospreciaran su poder, cosa que le sucedía a menudo por ser la más joven en la élite del ejército. De milagro no lo hizo, dejando que el aguijón del escorpión, esta vez, fueran las palabras.

—Ni mil años de encierro bastarían para una bruja como tú —acusó, a lo que Subaru asintió, por alguna razón—. ¿Por qué estaban Nico y Bianca en isla Thalassa?

Lucile se encogió de hombros.

—Quién sabe. Sneyder les habrá ordenado buscar algo. ¿Su sentido del  humor, tal vez?

—Esa es la excusa que me dieron —dijo Shaula—, antes de que la perra de Bianca se acercara a mi subcomandante para distraerlo. ¡Antes de que supiera que Lucile de Leo era capaz de usar a un niño para espiarme! 

Frente a tal acusación, Lucile soltó una risita.

—¿Nico te espiaba mientras te bañabas? ¡Cómo creció en estos dos años! Te felicito Shaula, has tenido tu primera experiencia con un sátiro.

La piel descubierta de la santa de Escorpio enrojeció, acorde con el color del cabello.

—No es ningún sátiro. ¡Es un niño!

—¿Y no te gustan los niños? ¿Los prefieres mayores?

—¡No estamos hablando de eso!

—Tendrás que disculparme, mi querida Shaula, disfruto mucho con tus enfados. ¡Eres tan diferente al resto de nuestros compañeros! Los que no son solemnes y bienintencionados, son secos y monótonos. Tú me alegras el día.

Shaula volvió a apretar los puños, hasta blanquearlos.

—No soy ningún bufón.

—Claro que no, eres la guardiana del octavo templo zodiacal, la hija de mi buen amigo Ban —aclaró Lucile, calmando los ánimos solo el tiempo que tardó en echarlo todo a perder—, así que sin duda ahora comprendes mi plan para hacer que Nico y Bianca, mis perros fieles, sedujeran a la comandante y el subcomandante de la división Cisne mientras yo, bruja entre brujas, me hacía con el ánfora de Atenea.

—Estoy segura de que eso es lo que pretendías —acusó Shaula.

—¡Hasta el ataque de Hybris estaba dentro de mis planes! —exclamó Lucile, como si no la hubiesen interrumpido—. Ya que ellos romperían el sello de Poseidón, haciendo la mitad del trabajo por mí. Después solo tendría que robar el ánfora a ese ejército de inútiles sin remedio y entregarle a Julian Solo lo que tanto ansía.

 

En derredor, las miradas de todos estaban fijas en Lucile, que como de costumbre había pasado de la broma al mal gusto. Eso era lo que todos debían estar pensando, excepto Kiki. Él sí que veía capaz a Lucile de hacer algo así con tal de demostrar a Akasha que era la mejor. ¿Ofrecer el ánfora de Atenea como un regalo simbólico, que Julian Solo no podría abrir? Perfecto. ¿Liberar a Poseidón en estos momentos, cuando había enemigos en cada esquina? Eso era apostar demasiado alto. Solo Lucile sería capaz de ello.

«¿Solo Lucile? —se preguntó, seguro en la soledad de sus pensamientos.»

Al tiempo, el creciente enfado de Shaula, de cuyas orejas bien podría salir humo en cualquier momento, de lo roja que estaba, pasó al desconcierto, la confusión.

—No quería ir tan lejos.

—No quieras ser humilde ahora, hija de Ban. ¡Lo has adivinado todo! Mi plan para despertar a Poseidón, entregarme a él como su esposa y reinar así juntos en la Tierra.

Tan peligrosas palabras fueron dichas por la santa de Leo, feliz al representar semejante teatro entre espectadores a cada cual más estupefacto. De los hombres, cuyas caras no estaban cubiertas por una máscara de metal, solo Shun permanecía sereno, avanzando hacia Lucile con pasos silenciosos, en contraste con el grito de Shaula.

—¡Eres malvada!

—¡Salí a mi papá! —dijo Lucile, mirando a Kiki, acaso guiñándole un ojo—. Puedes dirigirte a mí como Su Majestad desde ahora.

—No me hagas reír —replicó Shaula, con tono despreciativo—. Anfitrite, la más hermosa de entre las diosas del mar, es consorte de Poseidón. Tú solo serías una amante más, como una vulgar sirena.

—Hablas como si conocieras a esa tal Anfitrite.

—Mi mamá la conoció.

 

—¿Qué estoy viendo? —terció Garland, colmada la paciencia del grandullón—. ¿Dos santas de oro a punto de auxiliar a una compañera en apuros? ¿Dos muchachas cacareando a la puerta de un colegio, con no más fin que quedarse con la última palabra? Yo, por lo menos, no sé qué papel os queda.

—A buen seguro que son dos santas de oro —dijo Shun—. Con una gran confianza en su compañera, acaso excesiva, así como un muy humano sentido del humor, que también ha sobrepasado los límites de la decencia. Un error que no se repetirá.

Las palabras del santo de Andrómeda cayeron sobre el caldeado ambiente como una llovizna de pesadas gotas. Tanto Shaula como Lucile dejaron caer los hombros, dando por terminado aquel encuentro verbal y prestando por fin atención a lo que había más allá del horizonte. Una batalla que estaba cada vez más a favor del enemigo.

 

Desde ese momento en adelante, poca importancia dio Kiki a la más formal conversación que hubo entre Lucile y Garland, quien accedió a dejarla salir de la barrera. A ella, no a Ban, pese a las protestas de Shaula. Él, harto de conversaciones, decidió enfocarse en la acción que se daba sobre Reina Muerte, cada vez más cercana.

Vio explosiones en el cielo y una persona cayendo al mar desde un baúl negro que flotaba en las alturas. Lo vio con los ojos de la mente, de modo que era como si estuviera allí y no a diez kilómetros de distancia. Por ello sabía que el hombre era Icario de Boyero, herido en el cuerpo y la mente por Hipólita. También estaba al tanto de que en el baúl estaba Azrael, todavía empeñado en vencer a la más fuerte entre los caballeros negros con gas somnífero. Eso le trajo gratos recuerdos, pero no pudo sonreír hasta que Lucile de Leo apareció en el lugar. ¡Qué rauda podía ser la leona de oro cuando dejaba la charla inútil! Veloz como la luz, fue desde Alemania al punto en que Hipólita estaba, golpeándola en ese mismo movimiento.

 

***

 

Sobre el baúl, de dorado manto y brillante cabello, la leona del zodiaco se dejaba ver tras el halo de su cosmos. Su brazo, extendido, apuntaba a la frente de Hipólita, protegida por una armadura hecha de sombras azuladas.

—Sobrevivir a mi Großmütig Berührung, un golpe a la velocidad de la luz —comentó la mujer de máscara dorada, para asombro de un expectante Azrael—. No importa, lo que cubre tu cuerpo no es más que el manto mortuorio de Deyanira.

Así habló Lucile, al tiempo que la mágica armadura de Hipólita se deshacía. Para cuando estaba lejos del baúl por la pura fuerza del golpe, solo el brazo y la pata de bestia que sustituían las extremidades perdidas en batalla seguían presentes. Lucile observó aquellas extensiones con curiosidad hasta que Hipólita se perdió de vista, cayendo en algún punto de Reina Muerte. Entones miró a Azrael de reojo.

—¿Sabes nadar, asistente?

—Velocidad de la luz —dijo Azrael, con el rostro consternado bien oculto tras la máscara antigás—. ¡Eso es increíble!

—¿Sabes nadar? —insistió Lucile.

El asistente sacudió la cabeza en gesto afirmativo.

—Bien. Tú te encargarás de rescatar al ex-capitán Icario entonces.

Mientras Lucile proponía aquella idea, para la que no había réplica posible, el misterioso poder que mantenía el baúl en el aire se dispersó y este empezó a caer a toda velocidad. Al menos, así debía ser para Azrael, pues la santa de Leo tuvo tiempo de alzar al asistente con la mano libre, la que usó para derrotar a Hipólita, y alzar con la otra el ánfora de Atenea, intacta pese al viaje.

—Puede que sepas nadar —dijo Lucile mientras los dos caían junto al baúl—, pero son diez mil metros desde aquí al océano.

—Me entrenaron para ser un santo —soltó Azrael, riéndose de una broma que solo él entendía—. ¿Qué es esa altura para mí?

Que Lucile no le recordara que había fracasado en ese entrenamiento fue el primer milagro que Kiki, observador de tales hechos, vio ese día. Que no lo dejara caer al mar sin apoyo alguno, para ver qué ocurría, fue el segundo. Al desviar la atención a Reina Muerte, donde al fin sentía la presencia de su primera hija, el maestro herrero de Jamir deseó que el tercer milagro fuera el seguro regreso de todos a casa.

 

***

 

Lo primero que sintió al observar aquella isla infame fue un pinchazo de decepción, pues el rastro de Akasha que creía haber sentido era en realidad una chispa del cosmos de Virgo, que esta depositaba de forma sutil en todo aquel con el que hacía contacto. Si semejante medida se había activado, significaba que los heridos e inconscientes Mera y Makoto estaban al borde de la muerte. Hasta ese punto podía ser ingenua Akasha, bajo la compleja red de planes que como una araña tejía sin preguntarle a nadie, salvo tal vez a Azrael. Era culpa de Kiki, por supuesto, ya que él había tenido la gran idea de convertir a la hija de unos taberneros en legataria de sus poderes psíquicos. Una entre los cuatro legatarios que terminó teniendo, en realidad.

«No, cinco —se corrigió enseguida—. La muerte no es el olvido.»

Dejó ese funesto pensamiento aparte y siguió oteando la isla. Halló así a Hipólita, no muy lejos de los santos de Lebreles y Mosca. Victoriosa en la batalla con aquellos dos, derrotada pese a ello en las alturas, la sombra de Águila reposaba por fin, esbozando una sonrisa llena de paz. Y bajo tan capaz y fuerte mujer, se derretían los últimos trozos de hielo que cubrían isla. En estos y en la niebla que cubría la Montaña de Fuego, Kiki pudo notar la marca de Sneyder, así como la de Hugin estaba en la totalidad de Reina Muerte. El significado de todo ello se le escapaba en parte, apenas pudiendo especular que ese era el escenario en que el manto de Acuario halló la muerte.

«Hugin de Cuervo. ¿Dónde estás?»

Como atendiendo a la muda pregunta del maestro herrero de Jamir, el mar escogió ese momento para vomitar a Hugin, con el cuerpo huesudo aplastado por la presión de las profundidades y de las plumas negra. Eso último podía deducirlo Kiki por las pocas que todavía tenía adheridas a la piel, más morada y enrojecida que blanca. No tenía el manto de Cuervo, y al parecer tampoco aquel endemoniado ingenio con el que había querido sonsacarle la verdad a Akasha tiempo atrás. Solo abría esa enorme boca para echar agua de mar que se había tragado. Trató de compadecerlo, pero terminó sonriendo.

—Hipólita de Águila Negra —dijo Hugin una vez recuperado, andando con torpes pasos hacia la durmiente sombra—. Este es tu fin.

Pero cuando estaba por darle el golpe de gracia, el ojo de Hipólita brilló con un color rosado. Nada más en el cuerpo de Águila Negra se movió, solo el ojo, que arrojó sobre Hugin de Cuervo un terrible embrujo que lo hizo chillar de dolor, retorciéndose en el suelo ardiente. Tal fue la tortura a la que estaba siendo sometido, que pese a la distancia Kiki estuvo seguro de que moriría tarde o temprano si alguien no venía a tiempo.

Y alguien vino, por supuesto, ¿cómo iba a ser de otra forma? Débil por el Lamento de Cocito, cansada por la batalla que libró más allá de los confines del mundo, la santa de Virgo apareció, caminando en pos de sus hombres. Estaba hecha polvo, con un cosmos que a ratos resultaba imperceptible, el uniforme empapado y descolorido, transparentando una piel que era hielo fragmentándose.  Para andar, tenía que apoyarse en un extraño sujeto de ropas todavía más extrañas, que por alguna razón llevaba un ánfora idéntica a la que Lucile había encontrado en Alemania. Y a pesar de eso…

«… A pesar de eso, las musas tendrán que cantar de esta heroína improbable, creada por Kiki de Jamir. Maestro herrero, duende pelirrojo y orgulloso padre

 

***

 

Al salir de la Colina del Yomi, Akasha de Virgo podría recitar con exactitud el discurso de Tritos. En cuanto vio al torturado Hugin, un segundo después, todo empezó a desvanecerse como solían hacer los sueños. Trataba de mantener lo más importante, pero aquello requería concentración, algo que el Lamento de Cocito le arrebataba poco a poco. ¿Qué sería lo primero? ¿Olvidarlo todo o convertirse en una cáscara sin alma? A decir verdad, en ese momento no le importó.

—Basta —ordenó en un impulso de fuerza, lista para atacar. No tuvo que hacerlo. El aura rosada que sometía a Hugin se dispersó, obedeciendo tal comando, mientras que el santo de Cuervo cayó en un feliz sueño, con las piernas algo retorcidas.

Sabiendo vivos a los presentes, pues veía a Azrael nadando hacia donde el malherido Icario flotaba, no muy lejos de ahí, Akasha se permitió pensar en el peligro inminente. Alimentado con las memorias de Oribarkon, la entidad que Sneyder mantuvo sellada era demasiado poderosa y ahora estaba libre. No solo el sello en la Colina del Yomi estaba roto, sino también el de Reina Muerte. Ahora, lejos de la influencia de Leteo, podía ver con claridad la función de aquel hielo en el mundo espiritual y en el físico.

«Hugin, ¿qué has hecho? —pensaba Akasha al ver la isla en el estado infernal que por siglos la había caracterizado.»

—Tenemos que irnos —apuntó Oribarkon una vez Akasha se separó de él. Apenas un murmullo, envuelto en miedo y desesperación.

—Primero debo ocuparme de ellos —replicó, quitándose los guantes. Las manos eran de hielo; piel cristalina llena de grietas.

—Ninguno de esos humanos puede nadar, Akasha… —A la vez que hablaba, Oribarkon golpeaba el suelo con su bastón, producto del nerviosismo que lo dominaba—. ¿Cómo? ¿Teletransporte? No sé si me acuerdo… ¿Tú sí? ¡Mocoso engreído! Ella no aceptará el trato; es amiga de mi señor Poseidón. ¿Verdad? —Miró a la guerrera de Virgo—. Dile que no aceptas o no tendrás el ánfora, ¡el ánfora debe ser abierta!

«¿Qué hemos hecho?»

Entre las preocupaciones de Akasha, los debates de Oribarkon y Tritos no estaban en primer lugar. La increíble técnica del santo de Cuervo, capaz de alterar la materia afectando a los átomos que la componen, había deshecho el sello de Sneyder; claro que si ella no hubiese pensado en derrotar a aquel ser por sí sola, eso no habría importado.

El suelo ardía, como siempre, a la vez que nubes negras cubrían los cielos.

—Escúchame, te estoy hablando —dijo Oribarkon, golpeando con el bastón con más y más fuerta. Llegó a parecer que iba a golpearla en el momento en que le puso atención—. Si me llevo a esos humanos, no podré llevarte a ti. Y desde luego no voy a renunciar al ánfora…

 

Devuélvemela. 

Un susurro en las mentes del mago y la doncella, pero de una voz tan potente, que estuvieron a punto de confundirla con un trueno. La oscuridad que teñía el cielo, brilló en la forma característica del cosmos, cubriendo por entero el firmamento sobre Reina Muerte y el mar que la rodeaba. En el centro de aquella fuerza que crecía sin medida, los dos detectaron una presencia al mismo tiempo. Un caballero negro de armadura alada, semejante al manto de Sagitario.

—Imposible —musitó Akasha. Por la impresión, dejó caer los guantes, que volaron hasta el agitado océano—. Hipólita era la más poderosa de los caballeros negros, ¿no? —preguntó a Oribarkon, quien se limitó a encogerse de hombros y agarrarla del brazo.

—Vámonos de aquí. Esos jóvenes ya están muertos, Hipólita es infalible.

—¿¡Creaste una réplica del manto de Sagitario!?

—Si lo hice, no me acuerdo ya. ¡Vámonos!

Devuélvemela —repitió la voz en sus mentes—. ¡Devuélveme a mi madre!

La exclamación, emitida por la voz del caballero negro, llegó mucho después de que una tormenta de rayos negros cayera sobre Reina Muerte, chocando con una colosal barrera que Akasha había logrado crear en el último momento, movida por el sexto sentido. Todo el lugar tembló por el ataque, y Akasha tuvo la seguridad de que, de no ser por el campo de fuerza, la isla entera habría sido desintegrada.

—Su madre —repitió Akasha, de nuevo dirigiéndose a Oribarkon. Se apartó del mago con brusquedad, y al hacerlo, se encontró con Hipólita, de pie—. No es posible.

—Uno menos —murmuró Hipólita con voz somnolienta. Lo único que le mantenía despierta era la energía rosada que manaba del ojo, tan distinta al oscuro cosmos que concentraba en la única mano que le quedaba—. ¡Y ya no queda nadie!

Miles de Meteoros Negros golpearon la cúpula dorada, deshaciéndola gracias a la magia arcana que los respaldaba. Ese fue el único movimiento que Hipólita realizó antes de caer dormida, sin siquiera molestarse en ver el resultado.

Akasha sí pudo verlo. Enseguida pensó en Makoto, Mera, Hugin… Si recibían uno de aquellos rayos morirían. ¿Y Nico? No había podido salvarlo, no había podido hacer nada. Quiso gritar al mago que se los llevara a todos, que ella saltaría al mar y saldría por su cuenta y riesgo. Deseó crear una nueva barrera y pensar en una mejor solución. Todo le vino a la vez, pues seguía siendo de rápido pensamiento, pero su cuerpo ya no respondía de igual modo. Ni siquiera pudo dar un paso antes de sentir que algo la golpeaba. Caía al suelo sintiendo frío y calor a un mismo tiempo, y veía la superficie, por mil años fuego, por algunos días hielo, teñirse de un azul oscuro, como las profundidades del océano. Leteo estaba en la Tierra.

De todos sus desesperados planes, solo conservó uno: el deseo de salvar a sus compañeros. Envió tal mensaje a Oribarkon, creyendo que serían sus últimas palabras. 


Editado por Rexomega, 27 julio 2020 - 07:55 .

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Publicado 01 agosto 2020 - 23:05

Cap 36. Todo lo que hiciste fue inútil Sneyder.
 
Akasha la previsora, sabiendo que si la cag$%&$ (cosa que pasó) ya había mandado pedir refuerzos.
Así es como conocemos a Garland de Tauro y a Shaula ninfa de Escorpio quien tiene un tipo que parece puede ver SU futuro... y no siempre le dice cosas amigables.
Siendo Shaula la más joven de los santos actuales, es agradable que se enoje tanto ante las provocativas palabras de Lucile que ya se autoproclamó en un universo alterno la reina del Mar XD (Nada tonta)
 
"«Hugin, ¿qué has hecho? —pensaba Akasha" ¿Hugin qué has hecho? ¡¿HUGIN QUÉ HAS HECHO?! Akasha... shut up!
(leyendo lineas después) Vale, corregiste, te salvaste por poco Akasha... Por poco XD
 
Y aparece el CABALLERO NEGRO DE SAGITARIO... que plus es HIJO  de Hipolita, OH MY GOD, si respetan las normas del anime, el hijo debe ser más fuerte que la madre... lo que faltaba.
 
Y pues Leteo ha sido liberado. Que buen trabajo hacen los del Santuario para proteger el planeta...
 
PD. Buen cap, sigue así.

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


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Publicado 03 agosto 2020 - 06:32

Saludos

 

Seph Girl

Spoiler

 

***

 

Capítulo 37. Batalla en el Pacífico

 

Todos los que se hallaban en la cubierta del Argo Navis pudieron ver lo que ocurría sobre Reina Muerte. Nubes oscuras, frutos de un cosmos que podrían sentir así estuvieran en el otro extremo del mundo; rayos que la naturaleza no podría formar, por lo menos en la Tierra, chocando contra la cúpula dorada que cubría la isla. Con todo, la energía no se dispersó, sino que serpenteó por la semiesfera en busca de algún punto débil, azotando las aguas circundantes con suficiente temperatura como para vaporizar las olas que lamían la costa e impactaban contra el acantilado. Una nube de vapor se elevó hasta las alturas, semejante a la neblina que coronaba la Montaña de Fuego, mientras que el mar rugía con tal furia que hasta en el Argo Navis podían sentirla.

—Creía que el Caballero sin Rostro era el único santo de oro que se unió a Hybris —observó Garland de Tauro, haciendo eco de lo que muchos pensaban en ese momento.

—Mira mejor, Gran Abuelo —dijo Shaula—. Adremmelech era el santo de Capricornio antes de desertar. Él es un caballero negro y viste una réplica del manto de Sagitario.

—Aioros —musitó Shun de repente—. Es idéntico a Aioros.

El resto de santos, entre los que Kiki se incluía, guardó silencio, esperando la orden de acudir en auxilio de Akasha y los demás. Entonces, tan de improviso como de costumbre, llegó Lucile con dos cuerpos empapados que dejó caer sin cuidado, así como el ánfora de Atenea, que por el contrario posó sobre la cubierta con suavidad.

—Lo he querido preguntar desde hace rato —dijo enseguida Garland de Tauro, señalando el ánfora—. ¿No se supone que Akasha fue enviada a Reina Muerte para recuperarla de manos de Hybris? ¿Qué está pasando aquí?

—¿Eso es lo que te viene a la cabeza en este momento? —cuestionó Lucile, señalando a quienes había rescatado, si así podía llamarse a dejar que Azrael buscara a nado a Icario de Boyero mientras ella esperaba en el baúl, que flotaba en el mar. El asistente de Akasha estaba lo bastante bien como para acercarse a la borda y expulsar toda el agua que había tragado en sonoros vómitos, ya que Akasha no estaba presente y podía ahorrase las formas un rato. El ex-capitán, en cambio, tenía una fea herida en la cara que requería tratamiento urgente, por no hablar de los frecuentes temblores y las incoherencias que soltaba sin parar—. Esos dos necesitan ayuda. Y no son los únicos.

A lo lejos, la barrera de Akasha estaba desapareciendo sin que el nuevo enemigo, el caballero negro de Sagitario, fuera responsable.

—Yo me ocupo de ese, tú encárgate de Icario y Azrael —dijo Shaula, extendiendo el brazo hacia Reina Muerte. El dedo, recto, brillaba como una gigante roja, presagio de muerte—. Estoy segura de que la hija de un brillante cirujano sabrá qué hacer.

—Tú eres la sanadora en este barco —objetó Lucile.

—Soy general, tú no —insistió Shaula, sin mirarla—. Calla y obedece.

Lo siguiente que salió de los labios de Lucile no fueron palabras, sino el principio de una melodía infantil que cantaba cuando se enfadaba. Así lo entendió al punto Kiki, que agradeció la pronta intervención de Shun de Andrómeda en el asunto.

—La vida de Icario peligra.

Fuera lo que fuese lo que Lucile pretendía hacer, se retractó.

—¿Todos los generales se sienten demasiado importantes como para ayudar en la sanación de dos soldados desvalidos? —preguntó al aire la santa de Leo.

Garland de Tauro, sabiéndose objeto de aquel desafío, hizo un encogimiento de hombros y caminó hacia Icario, tomándolo en brazos.

—¡Perros! —gritó el viejo santo de Boyero, delirante—. Los alemanes han soltado a los perros de la guerra. Maestro Christ, ¿qué haremos? 

Lucile se estaba dirigiendo a Azrael cuando todo tornó a peor.

 

—Detesto a esa bruja —aceptó Shaula un momento antes de atacar, mientras apuntaba. Ahora era ella la que estaba en la proa, con todo el mundo atrás, excepto Subaru—. Algún día la mataré, asesinaré y destruiré.

—No la va a destruir —dijo Subaru, sombrío como siempre.

Shaula no lo oyó, pues mientras el santo de Reloj hablaba, ella ya había disparado una Aguja Escarlata directa al corazón del alado caballero negro. El rojo proyectil no solo atravesó el pecho del enemigo, para sorpresa de todos los que estuviesen mirando, sino que al mismo tiempo la pura fuerza de impacto le hizo desaparecer en el horizonte.

—Enemigo abatido.

—No se preocupe señorita Shaula, no le dio en el corazón por muy poco. Lo volveremos a ver algún día. Una buena profecía, como usted me pidió.

En lugar de replicar, la comandante de la división Cisne oteó la isla, todavía lejana para los sentidos convencionales. ¡Había actuado tarde! Por creer, ingenua ella, que un caballero negro no podría alcanzar la velocidad de un santo de oro, se confió y el alado enemigo llegó a lanzar un último rayo hacia Reina Muerte. Akasha, con graves heridas en el estómago, deliraba en brazos de Oribarkon, a quien reconoció como uno de los responsables del ataque a isla Thalassa. Sin decir nada a los demás, se alistó para ir a la isla y rescatarlos, pidiendo mil disculpas por aquel suceso, pero antes de despegar los pies de la cubierta la totalidad de Reina Muerte fue pintada de un extraño color. Luego, en un simple parpadeo, desapareció. Todo fue consumido por un vórtice de oscuridad, semejante a la boca del infierno. La tierra y el mar, la Montaña de Fuego y la niebla blanca que rodeaba la cima. Akasha, Makoto, Hugin… ¡Mera!

«¿Qué voy a decirle a Icario? —se preguntó Shaula, avergonzada.»

En aquel momento en que peor se sentía, sintió una mano amiga sobre el hombro, transmitiéndole una calidez única. Miró hacia atrás, era Shun de Andrómeda quien se había acercado. Ya Lucile y Garland se habían marchado abajo, con Azrael y el desvalido Icario, tal vez confiando en que ella lo solucionaría.

—Le he fallado —musitó la comandante de Cisne, lamentándole incluso el hecho de pensar primero en los santos de Boyero y Lebreles, sus subordinados.

—Es Reina Muerte, la isla más cercana al infierno. No caería con tanta facilidad —dijo el santo de Andrómeda, cuyo destino bien pudo estar atado a aquel terrible lugar—. Ahora que la misión de Akasha ha concluido, es nuestro turno de intervenir.

—¿Es por eso que nos ordenó quedarnos en el barco? —lanzó Shaula, airada.

—En parte —admitió Shun—. Akasha decidió ocuparse de este asunto por sí misma, para que nosotros pudiéramos prepararnos para lo que vendría después. Según lo que hablé con Sneyder y lo que sentí al mirar Reina Muerte, esa isla que ahora nos repele, negándonos incluso acceder a ella a través de la teletransportación, puedo imaginar lo que ella previó. La batalla contra la legión de Leteo empieza ahora.

Las palabras de Shun desconcertaron a Shaula. ¿Qué isla los estaba repeliendo, si no había nada allí? Por lo que podía ver en derredor, todos estaban en las mismas.

—Mi cadena puede detectarlos. Akasha, Makoto, Hugin, Mera, Nico. También Hipólita y el mago de Hybris —enumeraba Shun a la vez que una de las legendarias cadenas de Andrómeda, la que acababa en un círculo, apuntaba hacia donde debía estar la isla—. Todos están vivos, esperando que hagamos nuestro movimiento.

Y entonces, como si la cadena hubiese desgarrado algún manto de invisibilidad, a pesar de la distancia, Reina Muerte reapareció tal cual había sido por quinientos años. El reino, prisión y tumba de los caballeros negros. Ellos estaban allí, hombres de oscura armadura pisando el fuego hecho piedra que era la isla renacida. No eran miembros de Hybris, ni siquiera Hipólita y Oribarkon podían distinguirse entre ellos, pero eran numerosos. Un verdadero ejército como nunca se había visto, llenando aquel infierno terrestre de extremo a extremo. ¡Solo en la Montaña de Fuego había un centenar!

—La legión de Leteo —señaló Shun, quien a buen seguro esperaba esa aparición.

Se oyeron tres pasos resueltos. Zaon de Perseo, Pavlin de Pavo Real y June de Camaleón se cuadraron, seguros de que la esperada orden llegaría. Shaula ladeó la cabeza hacia Shun, quien negó con la cabeza. Ella era la general.

—Vuestra misión es el rescate de nuestros compañeros. De todos ellos. Considerad como objetivo secundario mermar el ejército enemigo. Eso incluye el arresto de los rebeldes Hipólita y Orichalcum —apuntilló Shaula, siendo enseguida corregida por Subaru—. Oribarkon. ¿Qué importa cómo se llame? ¡Avanzad, santos de Atenea!

Los tres voluntarios soltaron un grito de guerra al unísono y saltaron del barco. Pavlin iba delante, creando un islote de hielo cada vez que pisaba el mar, de salto en salto, los cuales eran usados por Zaon y June como plataformas. Así se perdieron muy pronto, directos a la batalla y sin la menor duda en sus corazones.

 

De eso se encargaba Kiki, el bueno de Kiki, siempre mirando desde atrás.

«No hago falta —se dijo el maestro herrero de Jamir—. La lucha no es lo mío.»

Tampoco lo era para Subaru, al parecer, pues el santo de Reloj no dio la menor muestra de querer unirse a la batalla. Caminó hasta ponerse al lado de Shaula y ahí se quedó, siendo observado por la santa de Escorpio durante un largo minuto.

—Dímelo, Subaru, lo estás deseando.

—Si fuera con ellos, no serviría de nada. Tengo que quedarme con usted.

—Sé cuidarme sola.

—No he dicho lo contrario, señorita Shaula. No obstante, como le dije desde el día en que nos conocimos, estaré con usted en todo momento. Excepto cuando vaya al baño, se está duchando o desee mantener relaciones consensuadas con un buen mozo —concluyó el santo de Reloj, pese a las airadas protestas de Shaula

Kiki, silencioso observador de aquella escena, pasivo vigilante de un mundo llamado a cambiar de una forma o de otra, dejó escapar un suspiro.

«¿Qué excusa tenía él para no actuar?»

 

***

 

Los diez kilómetros que separaban el Argo Navis de Reina Muerte tardaron poco en reducirse a tres. Entonces, un variopinto grupo de caballeros negros les cayeron encima como meteoros. La pequeña isla sobre la que estaban, formada por Pavlin al pisar las aguas solo una fracción de segundo antes, aguantó bien el impacto. No era hielo común el que aquella santa de plata creaba.

Tampoco June lo era. Desenrolló el látigo sin previo aviso, decapitando de un solo golpe a los seis enemigos que tenían enfrente, caballeros negros de Cuervo, Ballena, Lagarto y otros tres que no pudo identificar. Todos cayeron inertes al suelo a la vez que una segunda sombra de Lagarto trataba de atacarle por la espalda. June, en parte sorprendida por la debilidad del enemigo, lo ató al vuelo y lo arrojó hacia la isla, donde debió impactar contra la Montaña de Fuego. En eso estaba ella cuando una treintena de sombras, vistiendo copias del manto de Fénix, iban hacia ellos a toda velocidad, corriendo sobre el mar como si este no fuera distinto de un suelo seguro y sólido.

—Déjamelos a mí —pidió Zaon. Tenía el escudo adherido al brazo, siendo clara la estrategia que había pensado, al menos para sus compañeras. June y Pavlin dieron pasos hacia atrás, mientras que el batallón de sombras prosiguió la marcha a la velocidad del viento, preparando los puños para hacer añicos el hielo y hundir a los santos en las profundidades del océano—. ¡Serán otros los que se reúnan con los peces!

Ni aquel seguro grito de guerra detuvo a los caballeros negros, quienes clavaron en el santo de Perseo unos ojos llenos de odio, resentimiento y envidia. Tras hacer una mueca desdeñosa, Zaon interpuso el escudo allá donde el enemigo miraba, justo en el momento en que los que iban delante estaban por rozar el hielo. Aquellos, los que los seguían y hasta la retaguardia, vieron entonces la gorgónea mirada que daba renombre al escudo de Perseo, sufriendo la maldición de Medusa. Todos se convirtieron en pesadas estatuas que sin remedio cayeron una tras otras en el océano, realizándose el augurio de Zaon. Este, empero, no se molestó en comprobar el resultado, sino que de inmediato dio la vuelta para cerciorarse de que ninguna de sus compañeras se había visto afectada.

—No me siento más pesada, si eso te preocupa —se atrevió a bromear June.

Zaon hizo un gesto de asentimiento, lleno de alivio y con un poco de orgullo. Aquella era una victoria sin valor, no solo porque la numerosa legión de Leteo seguía a salvo en la isla, sino porque las sombras de Fénix siempre habían sido soldados rasos en la herética historia de Reina Muerte. No obstante, seguía siendo una victoria.

Menos animada estaba Pavlin, que en todo momento observó el mar con detenimiento, esperando un ataque. Cuando las aguas se agitaron, Zaon y June la acompañaron en esa vigilancia, creyendo que Leteo había curado a sus huestes de la maldición de Medusa, pero quienes vinieron del mar poco tenían que ver con las sombras de Fénix y el primer grupo de enemigos. Los caballeros negros de Pegaso, Cisne, Andrómeda y Dragón los rodearon, exhibiendo un poder que les enorgullecía y preparando técnicas más letales que portentosas, las cuales June conocía bien. Por ello, esta vez fue ella la que actuó primero, lanzándose hacia el artero Pegaso Negro, atándolo de los pies a la cabeza y usándolo para aplastar con gran fuerza a los otros tres.

La sangre y el metal llovieron en un solo parpadeo, acompañado por el crujido de muchos huesos y un cuello roto, el de Pegaso Negro, que June dejó caer inerte al mar. Los otros tres ya habían sufrido ese mismo destino, con las fragmentadas armaduras siendo poco más que un yunque para los cuerpos machacados que no habían podido proteger. Ninguno salió después de aquello, por lo que debieron morir ahogados. Así acabaron los cuatro capitanes de la organización precedente a Hybris.

—Si Leteo ha traído a este mundo a esos cuatro y los soldados rasos, el líder no tardará en aparecer —dedujo June—. Jango.

Y así era. Mientras que Zaon había dejado de preocuparse por el mar, admirado de la habilidad de June, Pavlin no dejó de vigilar ni un solo segundo, siendo por ello testigo del salto de dos nuevos enemigos, que emergieron del agua. Uno era Jango, por un tiempo líder de los caballeros negros, antes de que fuera arrojado al volcán; estaba en plenas condiciones, muy distinto a la endemoniada momia que Azrael y Faetón enfrentaron doce años atrás. El otro era el gemelo del caballero negro de Dragón, ciego de nacimiento y con el corazón inmisericorde que tuvo hasta el día en que fue derrotado por Shiryu, hacía todavía más años. De tales retazos del pasado rindió cuenta Pavlin, quien con sendas patadas los mandó a volar muy lejos, convertidos en estatuas de hielo con los ojos y la boca muy abiertos. Nunca tuvieron la menor oportunidad. 

Caído el líder y los capitanes, el resto del ejército salió de la costa en una oleada tan numerosa como variada. Vestían de forma indistinta copias de un manto de bronce y de plata, sin que eso dijera nada del poder que latía bajo el negro metal, por mucho inferior al de un auténtico santo. Los tres santos, empero, decidieron atacar en conjunto, de modo que el enemigo fue abatido. Ora petrificados y congelados, ora decapitados por los certeros latigazos de June, ninguno llegó a siquiera alcanzar al grupo.

 

—Este debió ser el último, dijo la santa de Camaleón, debiendo especificar cuando Pavlin señaló Reina Muerte, donde todavía aguardaban otros cien solo en la costa—. El último del ejército que Jango y luego Ikki dirigieron.

—¿Ejército? —preguntó Zaon con incredulidad—. Hybris es un ejército, estos son un grupo de matones que creen que la fuerza y la habilidad pueden ser sustituidas por números y ataques suicidas. Propongo que dejemos de lado la cautela y carguemos de frente hacia la isla. ¡No sabemos cuánto tiempo les queda a Akasha y los demás!

—Tranquilízate —pidió June—. Es comprensible que por separado sean inferiores a los soldados, oficiales y líderes de Hybris, ya que no tuvieron en vida una ideología que defender. Nada los motivaba, salvo el beneficio personal, eran auténticos caballeros negros que aceptaron un nuevo líder sin pensárselo dos veces. No encontrarás entre gente así a una Hipólita de Águila Negra.

—Exacto. Lo único que tienen son números. Mi Ra´s Al Ghūl puede acabar con ellos y con la isla entera si hace falta. Solo tenemos que sacar primero a los heridos.

Antes de dar una respuesta apresurada, June quiso pensárselo, pero Pavlin ya había tomado una decisión. De un ágil saltó fue al mar, que en un simple parpadeo fue congelado desde donde estaban hasta la misma costa de Reina Muerte.

—No sabía que fueras de los que subestiman al enemigo, Zaon de Perseo. Espero que no te equivoques —dijo Pavlin antes de ponerse en marcha.

Tomada la decisión, Zaon y June ya no pudieron hacer otra cosa que seguirla.

 

***

 

Llamas verdes, flechas envenenadas, meteoros malditos y cadenas que serpenteaban como auténticas víboras fueron algo frecuente para los tres santos en aquel temerario trayecto, así como lo fueron las bandadas de aves de rapiña, sombras de Fénix. Estos, ansiosos de exhibir la escasa fuerza que habían desarrollado, corrían de tal forma que parecían volar en el aire, lanzando entre aparatosos movimientos plumas incontables, afiladas como cuchillas. Y todavía más filoso era el aire que resultaba de los golpes lanzados por las sombras de Can Menor. Con aquellos decidió luchar Pavlin, danzando entre quince hombres que no podían diferenciarse más de Nico, el desaparecido chico de la división Fénix. En realidad, ningún caballero negro en la zona podía ser reconocido por Zaon y Pavlin, quienes conocían a buena parte de la actual generación, o por June, que entre la propia experiencia y las historias de su maestro, era capaz de nombrar uno a uno a todos los que pertenecieron a la anterior, donde ella se forjó.

Ya que la manada de pequeños canes era incapaz de clavar las fauces en Pavlin, la líder apareció, una sombra de Can Mayor de afiladas garras a la que la santa de Pavo Real lanzó al suelo enseguida. Poco le importaba el resto del mundo en ese momento.

June, que acababa de salir de un enfrentamiento contra los caballeros negros de León Menor, Oso, Hidra y Lobo, decidió meterse en la pelea que Pavlin había abandonado, desatando trallazos por doquier y apartando del duelo a las sombras de Can Menor. Ella misma no tuvo piedad del enemigo, por supuesto, desmembrando a unos y decapitando a otros, los que huían despavoridos para preparar un nuevo ataque en el futuro cercano, pero quedó estupefacta al ver cómo Pavlin golpeaba a su rival. La santa de Pavo Real, tan fría como la estepa siberiana que la vio nacer, pareció disfrutar los golpes con los que redujo la cabeza de la sombra a una mancha sanguinolenta en el hielo. ¡Qué terrible había sido la huella dejada por Bianca en la división Cisne!

—Sigamos —dijo Pavlin, cubierto el cuerpo de sangre ajena. De nuevo sonaba neutral, entregada al deber—. Siento el cosmos de nuestros compañeros.

June corrió en pos de ella, guardando para sí un oscuro pensamiento.

«También yo lo siento, pero no puedo ver a nadie.»

 

Zaon libraba la última batalla contra los cien caballeros negros que salieron de Reina Muerte. En un bosque de estatuas sobre el mar congelado, trataba sin éxito de colocar el escudo de Medusa frente a una mole de dos metros y medio, que aguantaba demasiado bien los golpes que le había lanzado al principio. Parecía ridículo, a decir verdad, si no se tenía en cuenta el fuego esmeralda que una sombra de Centauro, calvo y de ojos dementes, le arrojaba sin descanso. Él bloqueaba las llamas con el escudo, presintiendo un maleficio en aquel fulgor antinatural, solo para que un tercer enemigo, sombra de Orión, formara un látigo con las chispas y le golpeara la espalda. Veinte mil grados de temperatura le hicieron gruñir, más molesto que herido, hacia un hombre que tenía la misma pinta que Lesath. Si Lesath supiera el significado de asearse, claro.

«¿Qué tan viejo puedes ser, Lesath, para que vea tu cara en este lugar?»

—Sacrificio —dijo el primero, Hércules Negro, a la vez que le asestaba un puñetazo, aprovechando el momento de distracción—. ¡Tú eres el sacrificio que Dios desea!

Las sombras de Centauro y Orión repitieron esa palabra, que Zaon oyó como un zumbido. El puñetazo, sin llegar a compararse a uno de Hipólita, le había dado justo en el oído, sacándole algunas gotas de sangre. Echó un vistazo a las estatuas que lo rodeaban —la mitad, sombras de Fénix; la otra mitad, un caballero negro por cada manto de plata existente—, luego comandó al gorgóneo rostro del escudo que durmiera. Él era un santo de Atenea, no el portador de un escudo mágico.

Una gota de sangre le bajaba del lóbulo cuando regresó al ataque, rebanando primero el cuello de Orión Negro con el canto de la mano, ahora encarnación de Harpe, asesina de monstruos. Continuando ese mismo movimiento dio un giro hacia donde estaba Centauro Negro, de modo que el fuego que este le lanzó se partió en dos, como un río que topase con una isla inamovible. La cara que el caballero negro puso, puro miedo y estupefacción en lugar de la burla y menosprecio de antes, le gustó. Saltó sobre el asustado hombre de las llamas como si fuera el cazador al que acababa de degollar, cortándole también a él la yugular antes de dar un nuevo giro y patear la cara de Hércules Negro, que ya estaba por darle un nuevo puñetazo. La sangre en la oreja terminó de caer cuando lo hicieron los tres enemigos, dos de ellos tapando la herida con torpes movimientos, otro gozando de una muerte rápida. Le había dado al grandullón un golpe demasiado contundente en la cabeza, llena de pájaros y un falso dios.

Fue entonces cuando June y Pavlin se le unieron, victoriosas pese a contados rasguños.

—Parece que no enviarán a más soldados —observó June.

—Estos ya llegan a carne de cañón —dijo Zaon, exhibiendo una sonrisa orgullosa que Pavlin desaprobó—. ¿Siempre tienes que ser tan negativa?

—Primero el Hades manda una legión de almas condenadas…

La santa de Pavo Real no tuvo que decir nada más, pues tanto June como Zaon lo completaron en sus mentes. Las almas se unían en un único y poderoso ser, que designaba a un Campeón. ¿Quién podía ser el decimotercero, avatar de Leteo?

 

***

 

Llegaron a Reina Muerte sin más incidentes. De los caballeros negros que infestaban la costa, solo quedaban seis hombres encapuchados que escoltaban a un espectro de facciones indefinidas, vestido por jirones de niebla y bruma gris. Por el cabello, largo y brillante, hecho de los pálidos rayos de la luna, los santos aventuraron que se trataba de alguna mujer del pasado. Nadie había dicho que el decimotercer Campeón del Hades tenía que ser un hombre, después de todo.

Ninguno de los tres santos se confió por el escaso número de enemigos presentes. Ya desde el barco pudieron ver que había miles de caballeros negros en la isla, por mucho que ahora se ocultasen. Y aunque las dificultades que Zaon y June pasaron al cargar directos hacia la isla eran despreciables frente a las proezas de los héroes míticos, destacaban lo bastante en sus corazones como para estar alerta hasta de los movimientos de un ejército de hormigas. Si acaso, el santo de Perseo seguía pensando en volatilizar aquel infierno una vez encontraran y salvaran a sus compañeros. Esta misión, que exigía una prudencia no empañada por el orgullo de aquel y la implacable neutralidad de Pavlin, quedó sin mediar protesta alguna sobre los hombros de la santa de Camaleón.

—¿Dónde están nuestros compañeros? —cuestionó June, armada con el látigo.

—Dentro de mí —habló el espectro con la voz de todos ellos.

—¿Eres la Campeona de Leteo? —dijo June, sin ánimo para rodeos.

—Soy la legión —respondió el espectro de múltiple voz—. Una mujer de poder en el Este, más allá del Mar Negro, traicionó a su padre y a su pueblo por amor a un héroe deshonesto. Para conservar ese amor, ella se vio envuelta en toda clase de crímenes, el robo, el engaño y el asesinato. Fueron víctimas de ella el hermano que fue a buscarla, el rey a quien su amante buscaba en justicia deponer y luego el pueblo sobre el que este gobernó, ya apartándose de ella y de todo el mal que representaba. Del mal que ambos representaban —corrigió el espectro, por esa vez hablando con la voz de un hombre y una mujer que ninguno de los presentes reconoció—. Los pecados que ella cometió en vida fueron vertidos sobre mí, pues los dioses misericordiosos le dieron el descanso del Elíseo una vez murió, al final de una vida de penitencia. Yo soy el pecado olvidado por la mujer que dio muerte a su hijo sin pretenderlo, soy el deseo de una madre por ver a su hijo inmortalizado en las estrellas del cielo. Soy todo eso y más.

—La personificación del mal —aventuró June.

—Soy Dios —repuso el espectro—. Para todos los que son olvidados por el mundo y recordados por mí. Es frente a este altar que rinden sacrificio en el hondo Hades.

Zaon soltó un bufido. Que no pudieran ver por ninguna parte a Akasha y los demás lo exasperaba de por sí, cosa que empeoraba con el discurso de la entidad.

—Basta de palabrería, falsa diosa, esclava del inframundo. ¿Dónde están nuestros compañeros? ¡Habla de una vez!

—¿Falsa diosa? Sí, puede que lo sea, una de tantas —despreció el espectro—. Nunca la primera, jamás. Una existencia así no podría repetirse. Y si se repitiera, sí, sería la Campeona de Leteo. ¡Sí, así debe ser!

El aire en derredor rieló a merced de aquella declaración, desatando un millón de imágenes frente a los sorprendidos santos, que se pusieron en guardia.

De nada sirvieron tantas preocupaciones, pues no hubo un ataque, no para ellos. Los seis custodios del espectro perdieron las ropas que les cubrían, revelando que no eran todos humanos. Tres se sentaron a los pies de la fantasmagórica criatura, un lebrel, un perro y un cachorro, con enjambres de moscas zumbando por sobre sus cabezas. Las otras dos volaron al cielo, el cuervo graznando, despavorido, el águila persiguiéndolo sin descanso. Y cuando aquella estuvo por alcanzarlo, se interpuso la sexta criatura, mitad caballo mitad hombre. El centauro, cuyos cascos pisaban con gracia el aire, acarició el pico del águila con cariño, instándola a huir y descansar. Luego siguió su camino, llegando a la tierra donde la esperaba el espectro.

Ocurrió entonces que el espectro adoptó la forma de una doncella de nívea prenda y coronada con el laurel. Una doncella enmascarada, rodeada de perros y moscas, que montó la grupa del centauro y recibió al águila y el cuervo sobre los delicados hombros, convirtiéndose así en señora del cielo, la tierra y el infierno.

Las nubes bajaron para inclinarse ante ella, la tierra en cambio se elevó al igual que lo hizo el mar, todo de un monótono color azul oscuro en el que June, Pavlin y Zaon vieron un peligro inminente que de inmediato les hizo retroceder. Tenían que salir de ahí cuanto antes. Así lo hicieron el orgulloso Perseo y la racional Pavo Real, pero June fue más atrevida que los santos de plata, mirando al cielo en el que la entidad estaba uniendo el mundo entero. Osada, le arrebató uno de sus tesoros. Un cachorrillo.

Después de ello, corrieron sin mirar atrás.

 

De nuevo a tres kilómetros de distancia, sin que la legión de Leteo llegara a seguirlos, los tres santos se vieron fracasados y temerosos. Solo a uno habían logrado salvar. Nico, con el manto de bronce hecho una ruina, dormitaba tranquilo en brazos de June, mientras que los cosmos de todos los demás se arremolinaban sobre la isla más cercana al infierno, base de una montaña colosal y monstruosa.

De cintura para abajo, un caballo, la última obra de Oribarkon el telquín. Por encima de esta, sobre un cinto hecho de cabezas de perros que ladraban, babeaban y mordían el aire con hambre atroz, dos alas negras de águila tapaban un cuerpo de cuervo, donde la oscuridad azulada del resto del ser era interrumpida por una infinidad de grietas que exudaban a cada tanto el vapor tóxico, la lava y el fuego infernal de Reina Muerte. Solo la cabeza tenía forma humana, la de una mujer de largos cabellos, en cuyos extremos ondulados zumbaban miles de moscas. Un débil sonido, en verdad, pues ni todo el enjambre podía competir con la voz de la mujer, que a pesar de la máscara de oro, reía y lloraba de tal modo que el mundo entero pudiera oírla. Era la voz de un millón de personas, de sombras, que ya nadie recordaba. Que nadie recordaría jamás.

 

Era la Abominación de Leteo, una Quimera de recuerdos, nacida para devorar el mundo.


Editado por Rexomega, 03 agosto 2020 - 06:36 .

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Publicado 08 agosto 2020 - 23:37

Cap 37. La legión de Leteo
 
No me acuerdo si esta es la primera mención sobre que Adremmelech es el santo dorado de Capricornio XD y que aparte está con los caballeros Negros, que genial situación por cierto.
 
Es muy creepy que un tipo te diga la clase de cosas que dice Subaru, Jajaja suena tan acosador XD Shaula pues parece ya acostumbrada.
 
Cap en el que June, Pavlin  y Zaon se pueden lucir.
Siempre es bueno leer a Zaon actuar, pues usa su habilidad del escudo de Medusa de muy buena manera y nos deja ver que no solo depende de este artilugio para hacer cosas de santos.
 
El nacimiento del 13vo. Campeón de Hades se aproxima, pero primero hay que lidiar con la Abominación que es como leer la descripción de algún monstruo de un FF o juego parecido jajaja... Pero estoy confundida, ¿el Centauro que esta dentro de la mezcla de seres es porque tambien se comió a Sagitario Negro??
 
PD. Buen cap, sigue así :3

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


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Publicado 10 agosto 2020 - 07:47

Saludos

 

¡Buen review, sigue así!

 

Seph Girl

Spoiler

 

***

 

Capítulo 38. Leteo

 

Cada segundo de la batalla entre los tres santos y las huestes del olvido fue observado por Kiki, el único en la cubierta del Argo que esperaba un milagro en lugar de la batalla que los demás intuían. Al final, las palabras del espectro hicieron añicos las esperanzas del maestro herrero de Jamir. El grupo de rescate huía llevándose consigo a Nico de Can Menor, mientras un ser de titánicas proporciones aparecía sobre Reina Muerte, desde los mares y la tierra hasta el alto cielo. Todo acabó siendo parte de la Quimera.

No hubo sorpresas en el barco. Había ocurrido lo que era de esperar, la aparición de una Abominación. Shaula tronó los nudillos, acaso deseando descargar la furia que sentía al saber a Mera perdida. Subaru la miraba a ella y Shun lo contemplaba todo con gesto ausente, como si no estuviera ahí del todo. Cuando la Quimera golpeó el mar congelado con las enormes patas delanteras, en cuyos cascos nacían auténticas tormentas eléctricas, Kiki estalló en una carcajada repentina. La risa, extraña hasta para él, se mezcló con el crujido de miles de metros de hielo, el clamor de truenos demasiado sonoros para estar tan lejos y el rugir de un viento tormentoso, que la Quimera invocó con solo batir un poco las alas de águila. Aquella tempestad, destructora de ciudades, barrió por completo la distancia que separaba el Argo de la Quimera, haciendo crujir el barco, que pese a todo aguantó bien el castigo.

—¿De qué te ríes, duende pelirrojo? —preguntó Shaula, molesta.

Kiki la miró anonadado, tapándose la cara. No lo hizo para ocultar rubor alguno, sino porque solo ahora se daba cuenta del ridículo que había hecho. La Quimera volvió a aletear y al poco tiempo los vientos huracanados llegaron al barco solitario.

—Porque —empezó a responder Kiki, con la palma apuntando hacia el viento que por puro esfuerzo mental mantenía lejos del valioso navío—, creía que necesitaba una excusa para no ir a luchar, cuando lo que buscaba era una razón para combatir.

Ya que Kiki detenía la furia de la tempestad a la vez que amortiguaba el ruido que esta generaba, fue fácil para él oír la pregunta de Shaula.

—¿De qué hablas? ¿No te quedaste aquí para proteger el Argo?

—Tú te bastas sola para eso, Shaula de Escorpio.

El tercer aleteo fue el más brioso de todos, de modo que Kiki no pudo hacer nada más. Tenía que poner un freno al viento arrasador y las olas inmensas que este arrancaba al océano, devorando la mayor parte de islotes que Pavlin creó durante el recorrido de los santos. Shaula, en tanto, tenía los ojos puestos en otra parte del ataque, pues la Quimera había batido las alas con tal fuerza que en el proceso había perdido muchas plumas, grandes como casas. Como los rayos caen de las nubes en un cielo tormentoso, así cruzaban las plumas la escasa distancia hasta el Argo, prendidas en llamas. Shaula de Escorpio no esperó a que alguna la alcanzara. Con la odiosa profecía de Subaru taladrándole la cabeza, disparó sobre los proyectiles enemigos los suyos propios, Agujas Escarlata que explotaban al contacto del objetivo, a la manera del Bombardeo de León Menor. En el espacio de un instante, todas las plumas disparadas a lo largo de diez kilómetros fueron impactadas y estallaron, llenando el cielo de luces.

—¿Soy inútil ahora? —presumió Shaula, orgullosa.

—Ninguna de esas plumas nos iba a alcanzar —dijo Subaru—. Pero ha sido un espectáculo muy bonito, señorita Shaula. ¡Felicidades!

Kiki no se quedó en el barco para oír el gruñido de la ninfa. Habiendo recordado a aquella joven alborotadora lo valiosa que era, desapareció del lugar.

Justo en ese momento, el azar quiso que Oribarkon cayera sobre la cubierta allá donde antes estuvo el maestro herrero de Jamir. Detrás del mago, abrazada al ánfora de Atenea, yacía una Akasha por mucho distinta a la que los presentes podían recordar. La mano que la general tendía a propios y extraños, con gran confianza y seguridad, ahora caía a pedazos. Shaula, al verla en ese estado, no halló fuerzas para recriminarle cualquier error cometido, Subaru no quiso decir nada y Shun, el más afectado por tal visión, regresó a la realidad con el horror marcado en el rostro.

 

***

 

Para cuando la Quimera alzó las patas de caballo, Pavlin ya sabía que la fina alfombra de hielo que había dejado caer sobre el mar se haría añicos, por lo que empezó a trabajar de inmediato. Poco pudieron hacer Zaon y June entonces, salvo proteger a Nico de Can Menor mientras veían a la siberiana dibujar con el movimiento de los brazos, arriba abajo, un círculo que evocaba el plumaje del Pavo Real. Los cascos delanteros de la Quimera cayeron cuando estaba por terminar, arrasando mediante temblores y relámpagos el último campo de batalla en el que combatieron. Todo fue destruido, desde el suelo hasta los cuerpos de los enemigos muertos, congelados y petrificados. Y no terminó ahí la catástrofe, sino que las patas partieron el mar y desataron grandes olas, hacia las cuales Pavlin desató el ataque que estaba preparando. La Ventisca chocó con el muro de agua a pocos metros del islote en que se hallaban los santos, tornándolo enseguida en una pared de hielo inmensa, de notable grosor y solidez.

Aquella cobertura no bastó para protegerlos de los temblores, que agrietaron el suelo bajo sus pies, pero la pared logró soportar las tres rachas de viento huracanado desatadas por la Quimera antes de empezar a derrumbarse.

—Salid de aquí, yo puedo ganar tiempo —propuso Zaon.

—Sí, ya nos has dicho que tu Ra´s Al Ghūl puede abarcar un área grande —dijo June—. ¿Crees que por eso vamos a abandonarte y salir corriendo, perdiendo un compañero en una misión de rescate? Haz lo que tengas que hacer, podremos aguantar.

—Si quieres ser negativa esta vez —murmuró Zaon, mirando Pavlin.

—No tengo nada que añadir.

Zaon tampoco encontraba palabras para convencerlas, así que solo soltó una maldición y se alistó para lo que estuviera por venir.

Los muros agrietados terminaron de caer entonces, dejando a la vista un numeroso grupo de caballeros negros, vistiendo toda clase de armaduras, que venía hacia ellos a una velocidad endiablada. ¿Qué ocultaban los rostros de tantas sombras, imitaciones de hombres muertos hacía varias centurias? El trío de santos no podía saberlo, solo podían luchar de la mejor forma que sabían. Esta vez, June y Zaon fueron la vanguardia, dando tiempo a Pavlin de crear la más sólida cúpula sobre Nico y reconstruir los muros, por si debían soportar una nueva tempestad.

Bajo un cielo de pronto oscurecido, en el que un millar de explosiones resonaron con gran fuerza, empezó la batalla. El enemigo saltaba de un pedazo de hielo a otro, aprovechando la relativa libertad de movimiento que tenían pese al precario equilibrio de los restos del mar congelado. Zaon y June no tenían esa suerte, debían proteger la posición a toda costa. Y así lo hicieron en todo el tiempo que Kiki tardó en aparecer. El brazo izquierdo de Zaon, Harpe, junto al látigo de June, fueron más letales que nunca durante aquellos minutos, porque los cosmos de ambos brillaban con gran intensidad frente a la marea negra que buscaba abrumarlos. Pavlin, posicionada sobre la fortaleza reconstruida, desplegaba crudas ventiscas con simples movimientos de la mano, en los que poca energía gastaba deteniendo pese a ello cualquier ataque desde lejos: lluvias de flechas, bolas de fuego esmeralda, cadenas voladoras, soplos de nieve negra… Todo era congelado, si no extinto, en el aire por las bajas temperaturas a las que la siberiana podía someter al entorno. Más de una vez, como daño colateral de aquella medida defensiva, los enemigos se cristalizaban, volviéndose añicos al caer al suelo.

 

Kiki llegó en el momento de mayor necesidad, cuando el cansancio de cientos de combates librados se empezaba notar en los movimientos de los santos, menos ágiles que al inicio. La Ventisca de Pavlin se enfrentaba con las llamaradas combinadas de un escuadrón de seis sombras de Erídano, lo que debía darle malos recuerdos del asalto a isla Thalassa. Sin los poderes de la siberiana de respaldo, Zaon tenía que lidiar con dos hermanos, caballeros negros de Lagarto, que se coordinaban a la perfección mientras que bandadas de cuervos le arrojaban veloces plumas sin descanso, ora rasgándole la piel descubierta, ora atravesando el hielo y perdiéndose en las profundidades del mar.

Lo peor de todo era Auriga Negro. Hasta la sombra de Lebrel estaba dentro de lo que cabía esperar de un caballero negro, descontando una extraordinaria habilidad combativa con la que mantenía a June a la defensiva, sin poder sacar el látigo por la cercanía y los movimientos del enemigo. Pero Auriga Negro era alguien único, superior a todos los cadáveres que los santos habían amontonado en el islote y los que habían caído al agua. Él podía caminar entre la Ventisca sin congelarse, podía evitar el látigo y detener con las manos Harpe, la técnica cuerpo a cuerpo de Zaon. Era capaz de hacer todo eso, porque el daño que le infligía su oponente, lo acababa sufriendo este, puro karma. Y por si eso fuera poco, los discos de la armadura negra, obra en otro tiempo de un inspirado alquimista, cortaban por igual la carne y el manto sagrado.

—¡June! —gritó Zaon, al verla de soslayo. Uno de los discos de Auriga Negro le había dado en el hombro y la sangre manaba en abundancia—. ¡Retírate!

—Es tarde para eso —gruñó June—. Nico… ¿Qué?

Una sonrisa traviesa se dibujó en los labios de Kiki. ¿Qué tan distraídos podían estar dos santos de plata para no notarlo a él? Muy cansados, de seguro, por lo que no les tuvo en cuenta el desliz. Con un chasquido, formó una barrera que mantuvo alejados a todos los enemigos, excepto uno de los caballeros negros de Lagarto. Zaon se ocupó enseguida de él, desgarrándole la yugular a la vez que daba un giro hacia el recién llegado. Esperaba una respuesta y el maestro herrero Jamir no quería dársela. Todavía.

En lo que el cadáver cayó el suelo y los enemigos de fuera gritaban airados, tachándolos de cobardes, Kiki desapareció del lugar llevándose a Nico, lo dejó en manos de Lucile —por poco llevándose un buen coscorrón por llamarla enfermera— y volvió a aparecer. Debía reconocerlo, con los años se había vuelto un poquito lento. 

—¿Quién sacó al muchacho de la isla? —preguntó Kiki después.

Zaon lo miraba boquiabierto, Pavlin se daba un tiempo para respirar. Solo June dio un paso al frente, a lo que Kiki asintió, complacido.

—Hasta ahora no entendía por qué no iba a Reina Muerte a rescataros a todos, lo achaqué a un nuevo ataque de pánico, como el de hace doce años. Ahora puedo entender lo que ocurre. El ser que hay en la isla me estaba repeliendo de alguna forma, del mismo modo que habrá atraído a otros. Gracias a que sacasteis a Nico de sus dominios, he podido ponerlo a salvo y ahora podremos pelear sin reservas.

Frente a tal declaración, Zaon perdió aquella cara de atolondrado, que ni siquiera le había quedado bien cuando era el recién ascendido santo de Perseo. Sonreía, muy seguro de la victoria. Solo cabía esperar que June y Pavlin pensaran igual.

 

Más allá de la barrera se habían reunido cientos de caballeros negros, tal vez mil, entre los que el trío de santos podía reconocer a varios de los caídos en las primeras lides. También seguían estando las sombras de Lebrel, Auriga y Lagarto, el hermano superviviente que los miraba con odio. Estos indicaron al escuadrón de Erídano Negro que desplegaran llamas a la barrera, asegurando que caería tarde o temprano.

Pero Kiki ni siquiera les dejó intentarlo. Caminó como si tal cosa hacia la barrera, una semiesfera de apariencia cristalina. Al hacer contacto con la pared, esta no reaccionó como el muro infranqueable que santos y caballeros negros esperaban. Como una burbuja de jabón, fue cambiando de forma entre temblores, acaso a punto de estallar, hasta que lo hizo, convertida en un sinfín de diminutas pompas.

Los caballeros negros estallaron en carcajadas, unos soplando para ver bailar esas burbujitas, otros tratando de aplastarlas con las manazas de hombres grandes y temibles. Aquellos últimos fueron los primeros en caer en la astuta trampa de Kiki, que se guardó la risa como se había guardado sus intenciones. El maestro herrero de Jamir se limitó a observar, complacido, cómo las pompas que hacían contacto con alguien se agrandaban en ese mismo instante, tornándose en Esferas de Cristal lo bastante grandes como para tener encerrado a un hombre de mediana estatura. Los atrapados chillaron, acordándose de nuevo de llamar a los santos cobardes; los liberados, todavía más estúpidos, quisieron romper a golpes las Esferas de Cristal, generando por cada uno nuevas pompas que los encerrarían a ellos y otros que estuvieran cerca. ¿Y los que tenían más de dos neuronas en aquellos cerebros enlatados? Esos atacaban a distancia con todo lo que podían, solo para ser alcanzados al punto por esos mismos ataques.

—He tardado una década en desarrollarlo —presentó Kiki con mucho orgullo, una vez hasta el último caballero negro estuvo encerrado en las mil burbujas. No tenía que mirar atrás para saber que los santos estaban estupefactos—. Una variante de la técnica de mi maestro, la mejor defensa del Santuario, que frena y devuelve los más poderosos ataques. Mis Esferas de Cristal también lo hacen, como ya habéis visto. Y como veréis.

Mediante calculados movimientos y algún que otro ademán melodramático, el último discípulo de Mu movió cada una de las Esferas de Cristal para abarcar el torso de la Quimera de extremo a extremo, incluyendo las alas que volvía a desplegar. Por cuarta vez, aleteó con brío generando a la vez fuertes vientos y una lluvia de enormes plumas ardientes, diez mil en esta ocasión. Pero nada de eso llegó al barco, ni tan siquiera fue sentido por los santos, seguros bajo la barrera de Kiki. Todo el poder desatado por la Quimera se detuvo ante las mil Esferas de Cristal, bien posicionadas, siendo luego reflejado hacia la criatura como la más sonora y luminosa explosión que los santos en el islote habían visto jamás. Las llamas llenaron el torso y las alas de la Quimera, lamiendo la máscara dorada con un increíble calor. El metal, que empezaba a derretirse, bajó por el rostro en cascadas de galones salvo en una línea retorcida en la parte baja de la máscara, acaso la macabra sonrisa de una diosa desafiada por meros mortales.

—Eso es todo —afirmó a Kiki, quitándose el polvo inexistente de las manos—. Ya podemos regresar al barco.

—Ninguna barrera es eterna —objetó Zaon—. Ni indestructible.

—Oh, pueden destruir una Esfera de Cristal. Si atacan en grupo. Vamos, no me gusta nada esa herida —acotó, mirando a June—; los demás tampoco estáis para hacer una fiesta. ¡Hasta un santo de Atenea sabe cuándo retirarse!

De ese modo trató de ofrecer seguridad al trío, pero los vastos poderes psíquicos que había desplegado le estaban agotando. No pudo contener la sangre que le bajaba de la nariz, revelando debilidad donde él quería mostrar fortaleza. Tampoco pudo prever que un poder todavía mayor que el suyo les haría salir volando por los aires.

Movidos por dedos invisibles, tanto Kiki como los santos volaron hasta aquel cielo de Esferas de Cristal, ensombrecido por un rostro inmenso y deforme de oro derretido.

 

***

 

La increíble técnica de Kiki fue vista con todo detalle por Shaula, que no pudo contener un mordaz comentario:

—¿No te da vergüenza que otros luchen tus batallas?

—Debo estar con usted, señorita Shaula.

—Sabes que no hablo de ti, Subaru. Si hay un héroe en este barco, no eres tú.

Shaula desvió la vista hacia Shun, desecho al ver a su protegida en aquel estado. Tomaba con ambas manos la única que Akasha dejaba suelta, la que no aferraba con obstinación el ánfora de Atenea. Ajeno al mundo donde los hombres combaten, son heridos y mueren, Shun se limitaba a transmitir cosmos y calidez a quien debía andar ya por la Colina del Yomi, seducida por las fuerzas del inframundo. Los sonidos de la batalla los ignoraba, los de los hombres, los respondía con una seca excusa.

—Yo no peleo —musitó Shun—. El futuro está en vuestras manos.

—¿Qué futuro? —bramó Shaula—. ¡Mira a ese monstruo! Cuerpo de cuervo, moscas en el cabello y perros a modo de cinturón. Ha devorado a Hugin, Makoto y Mera. ¡Podría estar a punto de hacer lo mismo con Pavlin, Zaon y June! ¡June! —insistió, sabiéndola una persona importante para aquel hombre—. ¿Qué esperas lograr con todo esto?

—La paz —dijo Shun, enigmático—. La paz verdadera.

—La máscara de oro y la forma del cabello —prosiguió Shaula, haciendo caso omiso a lo que consideraba simples delirios—. También Akasha estuvo ahí y ahora está frente a nosotros. Si es que de verdad lo está. Y Nico, siento la presencia de Nico abajo.

—A eso le dan igual las almas humanas —intervino el mago, quien ya había arrebatado el ánfora de Atenea a la impedida Akasha, aprovechando que le habían quitado la vista de encima. La sostenía como si fuera el mayor de los tesoros—. Se alimenta de los recuerdos; de los míos, creo, porque ni siquiera sé qué hago aquí, y parece ser que también de vuestros compañeros san… Un momento, ¡sois santos de Atenea!

Oribarkon desapareció no bien terminó de hablar. Sin embargo, como era bien sabido, nada en el mundo podía huir de las cadenas de Andrómeda, y Shun pudo atrapar al mago en pleno trayecto mediante aquella que utilizaba para atacar, sin siquiera tener que mirarle. Pese a las pataletas y maldiciones, el telquín se vio atado desde los pies hasta los hombros, y el ánfora rodó hasta regresar a donde estaba Akasha.

Aquella escena ahogó en parte los pasos de Garland, que regresaba a la cubierta, alto e imponente. Ya no se le necesitaba abajo.

—Pretendes salvarlos, ¿eh? —dijo el santo de Tauro.

—No pretendo salvarlos —dijo Shaula, de igual rango y poder que aquel ceñudo general—. Voy a salvarlos. 

Nada añadió a tan audaz declaración. Giró sobre sus talones y apuntó a la máscara de la Quimera, frente a la que sabía estaban Kiki y los santos.

 

***

 

Para Shaula de Escorpio, era fácil ver la máscara de la Quimera como un rostro, por deforme que fuera. Para los que habían sido atrapados por el poder de la Abominación, dejados como inmóviles marionetas sobre el aire y con los sentidos embotados, aquella era una tarea harto difícil, semejante a querer ver por entero un pueblo estando en el centro. Así era en cuanto a las proporciones, porque a eso había que sumar que todo aquel oro fluía como un río y solo una marca perduraba de las antes claras facciones humanas. La sonrisa, cada vez más definida y cruel. La sonrisa de una diosa manchada por la maldad, caída del cielo a la tierra, donde degustaba el sufrimiento humano.

Las Esferas de Cristal, el mar de burbujas conjurado por Kiki, iban hacia aquella boca apenas abierta de forma lenta e inexorable. Cuando estaban por rozar los labios dorados, la esfera y el caballero negro aprisionado desaparecían, removidos del mundo. Aquel acto, tan distinto a la destrucción, horrorizó a los santos y el propio Kiki, mientras que los afectados, sombras capaces de odiar al enemigo y querer a un compañero, gritaban dichosos por cada sacrificio. Hablaban de Dios, el dios de todos ellos.

—En el olvido, serás recordado —decía la Quimera, empleando la voz de muchos hombres y mujeres, cada vez que una de las Esferas de Cristal desaparecía. Con cada nueva oración, una nueva voz se unía, todas ellas sonando con fuerza desgarradora, hiriendo hasta el sangrado los oídos de todos—. En el olvido, serás recordado.

Kiki maldijo entre dientes. Ellos también se estaban acercando a la boca, sedienta de existencias finitas. Tenía que hacer algo, pero por mucho que lo intentaba, no podía deshacerse de la presión que lo mantenía inmóvil. Poderes psíquicos, sin duda, y podría aventurar que provenían de un enorme ojo de pupila rosada que emergía entre la cascada de ojo derretido, siempre fijo en ellos. En él, sobre todo.

—Ha sido un honor luchar a tu lado —dijo Zaon—. Nunca he creído lo que dicen de ti los jóvenes, que te llaman cobarde a ti, quien enfrentó cara a cara al invasor del Santuario mientras los demás luchábamos con hordas de muerte.

—Cuando salgamos de esta, tendrás que decirme qué dicen de mí. Y quienes.

Zaon abrió mucho los ojos, sorprendido.

—¿Tienes algún plan?

Kiki miró hacia los lados. June ya había perdido la consciencia por la pérdida de sangre, mientras que Pavlin forzaba los músculos, obcecada. Siberiana al fin. Si el cielo se declaraba enemigo suyo, ella iría a campo abierto a congelarlo por entero.

—He venido a rescataros. Y nunca dejo un trabajo a medias.

Como atendiendo a aquella conversación sinsentido, la Quimera aguijoneó la mente de Kiki mediante el poder que había tomado de Hipólita, magnificado por el suyo propio. Aquel, por supuesto, había sido el propósito del maestro herrero de Jamir.

La Aguja Escarlata de Shaula voló entre ellos, transmitiéndoles un calor abrasador en el instante insignificante que tardó en alcanzar el rostro de la Quimera, que ya no vigilaba el Argo. Ni las tres Esferas de Cristal que había en el camino pudieron detenerla, tanto estas como el ojo rosado fueron atravesados con pasmosa facilidad, precediendo una magnánima explosión que chocó con el resto de las burbujas de Kiki.

El maestro herrero de Jamir sonrió. Más bien por accidente, las restantes Esferas de Cristal reflejaron la explosión, que terminó de destruir la máscara dorada, y con suerte, algo más. Él no se quedó para verlo, sino que tan pronto empezó a caer, libre de los hilos de la Quimera, se teletransportó junto a los tres santos a un lugar seguro. Tan rápido actuó, que ni siquiera llegó a ver lo que la máscara estaba ocultando.

Una manada de enormes perros, bañados en oro fundido.

 

***

 

El grupo de Kiki cayó a la cubierta sin remedio, eso no lo pudo evitar. Pero luego, con la cabeza todavía dolorida, tomó en brazos a June y la llevó con los heridos. La mujer, que ni en la inconsciencia había soltado el látigo, murmuraba palabras pesarosas.

—Soy de bronce al fin y al cabo.

Kiki regresó a cubierta con mal sabor de boca, solo para encontrarse con algo todavía peor. Todos los presentes —desde Shun, Shaula y Subaru, hasta Garland, que acababa de subir, y los santos de Perseo y Pavo Real— veían a la antaño vital Akasha. La guardiana del sexto templo zodiacal estaba en las últimas, ni siquiera era posible sentir un cosmos bajo aquellas capas de hielo quebradizo, que arrancaban suspiros de compasión en los guerreros. Ni un gramo de las sospechas que recayeron sobre ella durante los últimos años podía detectarse en el ambiente, casi sepulcral.

«Por supuesto —reflexionó Kiki, cayendo al suelo de rodillas, agotado—. Lucile te robó el papel de villana en esta historia. Esa leona es demasiado lista, hasta para mí.»

 

—Subaru —dijo Shaula—. ¿Puedo matar a esa cosa?

—No hay nada que pueda hacer —contestó Subaru—. Leteo, todo lo devora.

Las palabras del santo de Reloj se hicieron realidad antes de que Shaula pudiera insistir. Sin la máscara, la Quimera exhibió el rostro de una muchacha, la cual abrió los bien definidos labios y tomó hasta la última de las Esferas de Cristal, ahogando para siempre el clamor de los caballeros negros prisioneros. Entonces, por un momento, heredó la apariencia transparente de las burbujas, pudiéndose ver el cuerpo desnudo de la doncella bajo las formas de la Quimera. ¿Akasha? No. Era el espectro que Pavlin y Zaon habían visto en Reina Muerte. Solo que ahora estaba muy lejos de ser un fantasma. Estaba viva, muy viva. Cuando el efecto pasó, todavía conservaba las alas, que ahora le nacían de la espalda, y el plumaje, que le servían de humilde ropaje, tapándole el pecho y los hombros. De nuevo la piel volvía de ser del mismo tono azulado y oscuro, desde el cuerpo ahora humanoide hasta las patas, todavía equinas. Un auténtico centauro alado cuya grupa era semejante en tamaño, extensión y ardor a Reina Muerte.

Cuando la Quimera extendió los larguísimos brazos, mostró la barriga hinchada de su nuevo cuerpo humanoide. En medio de esta, donde el azul era interrumpido por las vaporosas grietas, fuente de magma y fuego, poco a poco se acrecentaba una figura que todos en el Argo pudieron ver con claridad, a pesar de la distancia. Ni siquiera tuvieron que esforzarse, pues apareció en la mente de cada santo, tal vez incluso en los inconscientes, llegó a creer Kiki, también testigo del prodigio.

Un planeta estaba naciendo en el interior de aquella Abominación. 


Editado por Rexomega, 10 agosto 2020 - 07:48 .

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Publicado 16 agosto 2020 - 00:47

Cap 38. Burbujas de cristal
 
Continua la batalla en la que de nuevo los que se lucen son los plata, bronce y Kiki que exhibe una nueva técnica con la que parecía todo controlado, pero el final de esto aun queda lejos al parecer.
 
Cuando jugué Death Stranding por YouTube me acordé de esta parte del fic, por la quimera con máscara dorada XD, aunque no se parece en nada a lo que narras la verdad me la recuerda:
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Pero pues ya hasta la Quimera cambió de fase y tiene una transformación sepsy de joven preñada y que dará luz a un planeta xD (que viajeeee hermano)
 
A ver con que nos sales en el próximo episodio jeje.
 
PD. Buen cap, sigue así x3

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


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Publicado 17 agosto 2020 - 07:19

Saludos

 

¡Buen review, sigue así!

 

Seph Girl

Spoiler

 

***

 

Capítulo 39. Más rápido que la luz

 

A pesar de que la Quimera ya no batía las alas, el cielo y el mar eran arrastrados por una fuerza mayor, la de la gravedad. Los restos del mar congelado por Pavlin se elevaban, atraídos hacia la hinchada barriga de la Abominación, junto a grandes chorros de agua que ascendían en el aire por caminos inexistentes. En el barco, todos veían atónitos la escena menos la santa de Pavo Real, que rauda salió de este para crear hielo lo bastante sólido como para resistir la atracción, que no tardaría en afectarlos incluso a ellos. Por mítico que fuera, el Argo Navis no dejaba de ser un barco en el océano, y el océano no era otra cosa sino el contenido del cáliz que aquella Quimera estaba por tomar.

En poco tiempo, del mismo modo que ocurrió durante la batalla con la legión de Leteo, kilómetros de mar fueron cubiertos por capas de hielo, el cual helaba las aguas de debajo y expedía vapores fríos. Bajo aquellas temperaturas, Garland recordó algo.

—Sneyder peleó con esa cosa, ¿cierto?

—Luchó con algo tan fuerte como para vencer a un santo de oro y arrebatarle las memorias —contestó Shun, que había hablado largo y tendido con el santo de Acuario—. Si sumamos a ese hecho el estado en que estuvo Reina Muerte, es evidente que luchó contra la Abominación y logró sellarla por un tiempo. 

—Mi división era ajena a todo esto —dijo Shaula—. Estábamos concentrados en la protección del ánfora de Atenea, siguiendo órdenes del Sumo Sacerdote. Entonces había solo una, por lo menos —añadió, apuntando a la que había traído Lucile. Hasta ese momento, dadas las circunstancias, nadie había querido señalar el elefante en la habitación. Tampoco iba a cambiar ahora, con semejante enemigo consumiendo todo cuanto lo rodeaba. Sin embargo, los ojos del atrapado Oribarkon se movieron con gran enfado hacia lo que debía considerar una copia, un insulto hacia los dioses.

—La política del Santuario —bufó Garland, despreciativo—. Nunca me ha importado. Mi punto es que si lo único que Sneyder pudo hacer es sellarlo, no tiene sentido que nosotros tratemos de derribarlo con nuestros ataques.

—Tu aviso llega tarde —se quejó Shaula, fulminando a Subaru con la mirada, pues él era muy consciente de haberle dicho que nada podía aportar a la batalla.

Se oyeron unos murmullos ininteligibles provenientes de Oribarkon, a quien Shun liberó en parte. La cadena dejó de cubrirle la cara, dejándole hablar.

—Yo le di mis memorias a cambio de romper el sello de Atenea, el auténtico, no el falso —apuntó, mirando el ánfora que trajo Lucile y la que trajo Akasha, respectivamente—. Después él usó a vuestra amiga, esa que se está muriendo sin que hagáis nada para variar, panda de botarates ociosos. Ella quería liberar a mi señor, lo prometió, por lo menos. ¿Es una mentirosa? No importa. Leteo sí que es un mentiroso. Me dijo que debilitaría el sello y lo que quería de verdad era el alma de mi señor. ¡Qué descaro el del río del olvido! ¿Cree que los dioses son propiedad suya porque la humanidad no los recuerden? ¡Eso jamás ocurrirá!

El airado telquín lanzó más quejas y blasfemias antes de darse cuenta de que Shun lo miraba, suspicaz. El santo de Andrómeda no tuvo que explicarle por qué.

—Claro que yo no recuerdo nada de esto —se corrigió Oribarkon, cabeceando—. Me he inventado la mitad. Sí, eso he hecho.

Con el fin de recuperar el rumbo de la conversación, Garland dio un sonoro carraspeo.

—Nuestros ataques no surtirán efecto.  Al menos, no si atacamos de uno en uno.

—¿Sugieres que ejecutemos Exclamación de Atenea? —cuestionó Shaula, recelosa—. Puede que no te interese la política del Santuario, pero esa técnica fue prohibida por nuestra diosa desde la era mitológica, debido a su poder devastador.

Garland se encogió de hombros.

—Voy a ignorar el hecho de que eso no impidió que se usara en dos ocasiones hace un par de décadas, ya que hay una alternativa. Una fuerza más antigua que el tiempo y el espacio, que la oscuridad que espera impaciente detrás del telón que es el universo físico. Caos, el vacío que niega toda existencia, salvo la de los dioses. 

Para esa revelación, ni Shaula ni ningún otro en el barco tenía pregunta alguna que formular. Ninguna ley prohibía recurrir algo así, porque para empezar, nada en la historia del Santuario sugería que tal cosa fuera posible. ¿Qué tan viejo era Garland?

—En primer lugar, Andrómeda —dijo el santo de Tauro—. Sé que como uno de sus maestros, el destino de Akasha turba tu corazón, pero…

—¿Quieres que cree una barrera alrededor de este campo de batalla? —interrumpió Shun—. Una que lo separe de toda interacción física, espiritual y mental, una que la aísle del resto del planeta. Ya lo he hecho. Ni siquiera la luz del sol nos alcanza.

Se oyeron varios suspiros, de algunos de los presentes y de Pavlin, que volvía al navío sin hacer el menor alboroto, pues ahora quedaba explicado el repentino anochecer.

Atrás del largo viaje que realizó la santa de Pavo Real quedaba una gran isla de hielo, de notable tamaño y extensión, pese a que carecía de cimientos y era lisa más allá de los grandes glaciares que elevó en uno y otro lado. Aquella increíble defensa, hecha con tanto esfuerzo como cuidado, lucía ya grietas sin que ningún enemigo, tempestad o maremoto la hubiese alcanzado. Tal era la fuerza de atracción que el planeta en la tripa de la Quimera generaba, la cual bien podría ser la explicación de que ningún caballero negro hubiese cargado contra ellos desde hacía rato.

El problema era que los santos, sin saberlo, olvidaban que la Quimera existía cada vez que dejaban de verla. No solo la materia era atraída por aquella fuerza gravitatoria.

—Shaula —dijo Garland, que junto a Shun era el único inmune al hechizo—. Detén todos los ataques del enemigo, dame tiempo para preparar mi Tabla Rasa. La sinergia de nuestros cosmos debería bastar para alcanzar la victoria.

—Pero…

—Citando tus palabras, soy general. Hasta tú, siendo mí igual en rango, deberías callar y obedecer por una cuestión de experiencia —cortó Garland—. Eres una niña, todos aquí sois niños, en realidad, hasta el pobre de Icario. Yo vi el nacimiento de Reina Muerte y solo yo puedo ser el artífice de su final. No me limitaré a destruir o detener cada átomo de la Abominación, como haríais si os dejara atacar por separado. Mi intención es aniquilar la isla, sus recuerdos y a nuestro enemigo hasta la última partícula. No dejaré nada, ni siquiera el espacio que han ocupado, porque el solo hecho de que Reina Muerte tuviera un pasado es lo que le da sustento. Juro en el nombre de Atenea que así ocurrirá, y para que pueda cumplir mi palabra, necesito tiempo.

—¿Qué pasa si fallamos? —se atrevió a preguntar Shaula.

Oribarkon quiso decir algo, pero de nuevo la cadena le tapaba la boca.

—La Quimera se alimentará de nuestros cosmos y entrará en las mentes de cada uno para sorber hasta el último recuerdo. Ya lo está haciendo, en realidad. No le quites ni un ojo de encima, ya sea que ataque o no lo haga.

Por fin, Shaula asintió, a lo que Garland desvió la atención hacia Kiki, Zaon y Pavlin.

 

—General, si sabe lo que está ocurriendo, dígamelo —pidió Zaon, formal—. Esa Abominación no es como la del resto de historias… Es… esa cosa está…

A su pesar, Garland sonrió. Era bueno que los jóvenes no fueran siempre serios y formales. El miedo y la preocupación eran los auténticos cimientos de un héroe capaz. 

—Podría decirse que está pariendo un planeta —completó el santo de Tauro—. Un recuerdo sobre la Tierra, para ser exactos, si no es que una versión soñada.

La última obra de Pavlin se despedazaba ante la mirada expectante de los presentes. Glaciares y plataformas de hielo volaban por el cielo como las hojas de los árboles, directas al estómago de la Quimera como tributo al naciente planeta.

—Si termina de manifestarse… —dijo Zaon, atragantándose.

—Tal vez no sea eso lo que pretende, tal vez la Abominación en sí es un custodio para un universo paralelo al nuestro, donde pretende dar consistencia a todos los recuerdos que la humanidad ha olvidado —propuso a Garland—. Eso es el mejor de los casos. El peor es que un planeta del tamaño de nuestra Tierra aparezca de pronto en medio del Pacífico. No tengo que decirte lo que pasaría entonces, ¿verdad?

Por el miedo reflejado en el rostro de Zaon, era evidente que no.

—¿Cómo puede estar tan tranquilo frente a esa clase de enemigo?

Garland rio, no de él, sino para transmitir seguridad.

—Somos santos de Atenea, defendemos nuestro planeta con la fuerza de las lejanas estrellas. ¿Sabes cuántas de esas estrellas forman la constelación de Perseo? —Zaon negó con la cabeza—. Yo tampoco. Después de que deis una lección a la legión de Leteo, lo investigaremos juntos. Minutos, chicos, dadme cinco minutos.

Zaon y Pavlin se miraron, asintiendo de inmediato al entender las palabras de Garland. Ellos también eran necesarios. A falta de June, Kiki se les acercó, ya sin sangre manchándole la amplia sonrisa que les mostraba. Los tres desaparecieron sin decir nada más, de modo que no pudieron ver cómo Shaula pateaba a Subaru fuera del barco.

—Como me digas que no lucharás porque tienes que estar a mi lado, te abro la cabeza —le gritó la santa de Escorpio—. Sé un hombre y lucha con tus compañeros.

—No me va a abrir la cabeza —dijo Subaru, antes de correr al campo de batalla.

En la lejanía, bajo el vientre agrandado de la Quimera, sesenta perros grandes como rinocerontes servían de montura a igual número de caballeros negros, uno por cada manto de bronce y de plata copiado por los alquimistas de Reina Muerte. Ningún rasgo había en ellos, los ojos eran brasas y la piel sombras que se confundían con las armaduras que tenían. Shaula quiso destruirlos a todos con Agujas Escarlata, pero en ese momento surgieron diez mil plumas llameantes desde la Quimera.

La lucha se reanudó de nuevo, acompasada por diez mil explosiones en el cielo.

 

***

 

Escuchaba las palabras, lejanas. Era lo único a lo que podía aferrarse; no sentía nada más. Ya ni siquiera oía los latidos de su corazón, e incluso dudaba de que estuviera respirando. Solo le quedaba el exterior, un barco en el que dos generales debatían cómo derrotar al enemigo mientras Shun trataba de transmitir calidez al mismo Cocito. Abrió un poco la boca, deseando avisarles del verdadero poder de Leteo, sin que nada saliera de ella. No importaba, pues Garland era consciente de cómo el río del olvido atraía las memorias de los hombres al igual que la gravedad hace que la manzana caiga del árbol. Mientras estuvieran lejos, podrían defenderse. Si se acercaban, en cambio, nada podría salvarles, no importaba cuántas barreras pudieran levantar. Ella misma, que se adentró en aquel mar de oscuro azulado,  no entendía cómo  había sobrevivido.

«Tritos —pensó de pronto—. Tritos me guió.»

Al fin, uno de los generales, el alto y oscuro Garland, convenció al resto. Shaula bloquearía los ataques del enemigo mientras que los de menor rango enfrentarían a la legión de Leteo, dándole tiempo a Garland de preparar un ataque devastador. ¿Shun? Defendía la zona y la atendía a ella, pero en ese momento le pidió que esperara, alzándose y mirando al enemigo con gran determinación. ¡Él, que no luchaba! Disparó la cadena triangular hacia la Quimera, en concreto a la barriga de esta, a donde iban a parar mar, aire y hielo en cantidades absurdas solo para desintegrarse al mero contacto. La cadena no se desintegró, empero, ni tembló cuando una cascada de lava bajó hasta ella desde alguna estría del estómago. Siguió avanzando por las profundidades de aquel ser que en vano trataba de consumir el sagrado metal, bañado en tiempos por la sangre de Atenea, hasta que llegó a su interior. Por supuesto, las proporciones allí eran tan distintas a lo que podía imaginarse desde fuera como para volver a uno loco, solo que ella no tenía tiempo para asombrarse por eso. Estaba hechizada por lo único que allí valía la pena. Un planeta idéntico al que ella habitaba y amaba.

«La Tierra —entendió enseguida Akasha, maravillada por el alcance de aquella cadena mítica, capaz de alcanzar el objetivo donde sea que estuviese, así fuera un planeta apareciendo en una dimensión alternativa—. Una réplica de nuestro mundo.»

La cadena triangular atravesó la atmósfera del planeta como un relámpago, apareciendo la imagen nítida en la mente de Akasha, y tal vez, en las mentes de otros en el barco. Buscaba algo, alguien tal vez, en la tranquila tierra bajo aquel cielo despejado, pero nada halló y la Quimera en ese momento agarraba la parte de la cadena que estaba fuera, recibiendo una descarga que, lejos de causarle dolor alguno, le sirvió de sustento. Fue entonces cuando Shun abandonó aquella frágil esperanza, retirando la cadena a la vez que Garland lo tachaba de necio e insensato. Garland de Tauro, el Gran Abuelo, no había hecho nada por detenerlo porque estaba acumulando toda la fuerza que poseía antes de ejecutar la técnica que destruiría al enemigo. Él, como el resto, ya había dado por perdidos a todos a los que Leteo había consumido. Ni siquiera Shun podía convencerles ya de lo contrario, por doloroso que le pareciera.

«Diles, Shun. Diles que vencer no es lo único que importa —quiso gritar Akasha—. ¡Ellos son nuestros hermanos! —exclamó en su fuero interno. Deseó llorar, y supo que no había lágrimas—. Mis piernas, mis brazos… ¡Los necesito! —exigió a su cuerpo cristalizado. Por miedo a ver cuánto la habían herido, se negaba a observarse a sí misma, dirigiendo unos sentidos extrañamente despiertos hacia el campo de batalla. En un punto intermedio entre el Argo y la Quimera, luchaban los santos de Atenea.

Zaon preparaba un poderoso ataque en la retaguardia mientras que Kiki, Pavlin y Subaru se adelantaban, tratando de derribar con telequinesis, aire gélido y golpes deshonestos —Subaru, fingiéndose maestro del tiempo, manipulaba la percepción del rival para parecer más rápido y golpear donde quisiera, sin restricciones—, solo para descubrir que  aquellas fuerzas iban a parar a los perros que les servían de montura, bañados en oro derretido. Luego tenían que esquivar una gran cantidad de golpes de enemigos demasiado poderosos para ser simples caballeros negros. Solo los líderes de Hybris, desde Hipólita hasta la sombra de Altar, estaban por encima de ellos. Lo que no era mucho consuelo si en todo momento debían esquivarse llamaradas, hielo y toda clase de proyectiles disparados a velocidades hipersónicas.

Ni siquiera cuando Zaon terminó el conjuro, invocando en el cielo un rostro demoníaco que tenía tornados por cabellos y disparaba fuego y rayos desde la boca, semejante al ojo del huracán, la situación cambió. Los rayos erraban, el viento no era lo bastante fuerte como para arrancar a los jinetes negros de las perrunas monturas, que además podían disparar bolas de fuego fatuo que nadie se arriesgó a siquiera rozar. Ra´s Al Ghūl, el eidolon del santo de Perseo, podía derribar montañas y arrasar ciudades, así como exterminar los más numerosos ejércitos. Empero, contra un batallón pequeño y de gran poder, que además estaba respaldado por uno de los ríos del infierno, no era del todo fiable. A aliados y enemigos los trataba por igual, si le estorbaban.

«Tengo que ayudarles. A todos. No pueden estar muertos —se dijo, ya no pensando en los que luchaban—. Necesito…»

Escuchó el sonido de un crujido de huesos y sintió, más que ver, la mirada compasiva de Shun. El hombre que desafió a Hades cuando aquel dormitaba en sus entrañas, el héroe que fue a los Campos Elíseos y enfrentó a los dioses, a sabiendas de que era una lucha perdida. Uno de los cinco santos que habían sido bendecidos por Atenea, trascendiendo los límites del Séptimo Sentido. Si ella tuviera una fracción de ese poder, todavía más grande que el que Garland había acumulado en aquel tiempo interminable, entonces podría hacer algo. Podría salvarlos a todos, podría salvar el mundo.

En eso pensaba, atormentada, cuando acabó intercambiando miradas con Oribarkon, quien se había librado de la cadena aprovechando el abatimiento de Shun. Sonriendo de oreja a oreja, el telquín dijo algo en tono cómplice, guiñándole luego el ojo. Aunque ella no le entendió, sintió el súbito deseo de agradecerlo, abrazarlo incluso, cuando aquel mago de estrafalarias maneras empezó a aspirar un aire más gélido que el que Pavlin podría generar jamás. El Lamento de Cocito empezó a abandonarla, licuándose el hielo que le cubría la piel para luego tornarse en gas y unirse a aquel aire que Oribarkon tomaba sin pena. Cuando terminó, volviendo a guiñarle a un ojo, desapareció.

Akasha pudo sonreír al fin sin que los labios se le agrietaran. Era libre, libre de esa maldición. Al fin podía hacer algo.

 

Tarde, demasiado tarde. Garland había ejecutado la técnica que estuvo preparando. La técnica de un santo de oro, quienes si bien eran capaces de atacar a la velocidad de la luz, lidiar con tales ataques dependía de poder predecir los movimientos del enemigo. Nada podía ser más rápido que la luz, así que, ¿por qué todo se había detenido?

Nació bajo la constelación de Virgo y logró ser merecedora del sexto manto zodiacal. No desconocía la situación de sentir que el tiempo se había detenido por completo. Sin embargo, ahora incluso Garland de Tauro estaba quieto, y su técnica —una esfera que difuminaba los colores de su contenido, que incluía todo el quimérico cuerpo de la Abominación— a medio realizar. No entendía nada de lo que ocurría, pero cuando miró en derredor y sintió que la cabeza de Shaula giraba hacia ella, decidió actuar.

Corrió mucho antes de saber que volvía a tener piernas. No distinguió el mar congelado por Pavlin del que ya no tenía hielo en la superficie y ascendía en grandes columnas hacia la Quimera, pues todo era para ella una fotografía. Subaru golpeando la entrepierna de una sombra caída, Pavlin en medio de una danza hermosa y letal, Kiki mirando ofuscado cómo un perro trituraba sus Esferas de Cristal y Zaon acariciando el rostro de Medusa, despierto sobre el escudo, mientras apartaba la mirada. Diez hombres sobre canes infernales mostraban caras estupefactas, mitad oscuridad, mitad una estatua humanoide. De algún modo, el santo de Perseo había proyectado el espíritu de la Gorgona al eidolon, así fuera de forma temporal. A ella no le afectaba, claro, la luz que despedían los ojos míticos de Medusa no podían alcanzarla. Hasta las Agujas Escarlata de Shaula estaban pendidas en el aire, frente a explosiones nacientes y extintas.

Llegó hasta la Quimera sin provocar el menor efecto en cuanto había tocado, como si ya no perteneciera en lo absoluto al universo físico. Al llegar, no obstante la anterior experiencia con Medusa, cerró los ojos. La esfera no estaba difuminando los colores, los estaba borrando junto al mismo espacio-tiempo, al menos en ese lugar; no podía esperarse menos de la técnica magna de Garland.

Se adentró a ciegas en la barriga, recordando la primera experiencia que tuvo como aprendiz al manto de Virgo. No era la Otra Dimensión de su primer maestro, actual Sumo Sacerdote, pero se le parecía. Un espacio extraño, ajeno al que los hombres conocían, donde un único mundo latía en medio del vacío.

Alguien le dio un coscorrón en la cabeza. Eso también le recordó al entrenamiento.

 

Desde el momento en que Akasha había salido del barco, sin decirle nada a nadie, La había seguido. Con dificultad al principio, no lo discutía, ya que no se esperaba que Akasha pasara de estar moribunda a alcanzar ese estado. Pero cuando se hizo a la idea de la situación, fue sencillo a llegar hasta aquella insensata.

—¿Qué crees que estás haciendo? —gritó la santa de Escorpio.

—¡Shaula! ¿Tú también…? —dijo Akasha, ganándose otro coscorrón.

—¿Eres tonta? Todos los generales hemos despertado el Octavo Sentido, al igual que el Sumo Sacerdote. Solo tú eras la excepción —explicó Shaula—. ¿Qué estás haciendo? Ahora mismo, cada movimiento tuyo es como si te estuvieras teletransportando. Podrías haber acabado en la otra punta del universo y caer allí agotada.

—Habría valido la pena —repuso Akasha.

—Si querías rescatarlos, pudiste pedir mi ayuda.

—Pensé que ibas a detenerme.

Con esas últimas palabras, lograron entenderse y centraron la vista en el planeta. Ambas ahogaron un grito al verlo, no con los ojos que mantenían cerrados, sino con el de la mente. Shaula se imaginó un mundo blanco como el papel, aunque era consciente de que en realidad no podría atribuírsele color alguno al fenómeno que estaba sucediendo, el final mismo de toda existencia. Akasha, por su parte, empezó a llorar sin dar explicación alguna, un momento sentimental para la Tejedora de Planes.

 

La fracción última de ese tiempo minúsculo en que Escorpio y Virgo se movían fue el momento preciso para actuar. Vieron cinco cuerpos flotando allá donde estuvo el planeta hacía un instante. Raudas, se los repartieron, yendo Shaula a por Hugin y Mera, mientras que Akasha fue a por Makoto y la última de los santos presentes, Hipólita. Aquel último acto, que Shaula desaprobó con gran enojo, las dejó al borde de la aniquilación, de modo que tuvo que hacer algo todavía más absurdo.

«Como le pase algo a Mera, tendrás que explicárselo tú a Icario —pensaba la santa de Escorpio al tiempo que depositaba los cuerpos de Mera y Hugin en sendas esferas formadas por Akasha. Esta la miraba, sin moverse—. ¿A qué esperas?»

Por supuesto, Akasha no iba abandonarla, así ella no tuviera la menor gana de suicidarse. A esas alturas tendría el cerebro tan congelado como el de Sneyder y no sería consciente de quién tenía un manto de oro y quién no, así que le disparó una Aguja Escarlata en el estómago, proyectándola tan lejos de aquel espacio, interior de la Abominación, que no le dejó más remedio que escapar.

«Yo te sigo luego, hay alguien más aquí.»

Y así era. A diez mil kilómetros de distancia, donde habría estado el núcleo del planeta si todavía hubiera allí uno, sentía un cosmos desconocido e inmenso.

El decimotercer Campeón de Hades.

 

***

Solo Shun pudo ver el movimiento de Akasha y Shaula, ya que Garland estaba demasiado centrado en su labor. Pero no se quedó vigilando a aquellas jóvenes, sino que confiando en ellas desvió la mirada hacia la Tabla Rasa del santo de Tauro. La técnica había penetrado el velo de la realidad, permitiendo que Caos, fundamento de todas las cosas, se manifestara en el mundo. Una visión terrible que la mayoría de los hombres no debía tener, por lo que avisó, mediante telepatía, a todos los que combatían fuera para que mantuvieran cerrados los ojos y alerta el resto de sentidos. El que pudiera retirarse, que lo hiciera, pues ya todo estaba acabado.  Así podía comprenderlo él, quien con unos ojos que habían visto cada rincón del Hades, tenía la dicha —o la desdicha—- de contemplar aquel vacío capaz de borrar toda existencia.

La Abominación fue desintegrada de un solo golpe, sin quedarle opción de recuperarse. Todo en aquella colosal criatura desapareció sin dejar rastro, como tampoco quedó nada de Reina Muerte. Había un hoyo en el espacio que antes ocupaban, el cual se iba cerrando conforme atraía la materia alrededor. El mar, el cielo y el hielo desaparecieron a varios kilómetros a la redonda, en toda el área que la barrera de Shun había aislado del mundo; el planeta, al no haber podido terminar de manifestarse, habría desaparecido como si nunca hubiese existido. Del mismo modo, aquel momento robado al espacio-tiempo, sería ignorado por la historia de los hombres, el Santuario y los mismos dioses.

Algo vino desde la Quimera, aterrizando en la cubierta del Argo Navis; el cosmos de oro ocultaba lo que sus carbonizados harapos dejaban entrever. Mediante telequinesis, hizo que los santos rescatados descendieran con el mayor cuidado posible.

—Akasha.

 

Tras ese lapso interminable en el que la Tabla Rasa de Garland fue ejecutada, el tiempo volvió a su normal transcurrir. Perseo, Pavo Real y Reloj, junto a Kiki, peleaban en diversos puntos distanciados entre sí, teniendo que lidiar al tiempo con los jinetes de armaduras negras y el desbocado eidolon de Zaon, que a falta de la Abominación era un sustituto adecuado para las tempestades que esta había desatado. Justo antes de que el invocador de tal demonio decidiera devolverlo al escudo, la horda enemiga fue tragada por la grieta dimensional, que ya se cerraba. Kiki aprovechó el momento para teletransportarse junto a los santos de plata hacia el barco, al tiempo que la maltratada isla de hielo que Pavlin creó para ellos desaparecía sin dejar ni una voluta de vapor.

Desde allí, bajo el cosmos protector de  Shun, pudieron ver con ojos enrojecidos lo que había en lugar del mar de hielo y el cielo de Ra´s Al Ghūl. Nada, un espacio en blanco.

 

***

 

Ese mismo escenario era percibido por Shaula, quien obcecada había avanzado por una distancia que ya no existía, queriendo atravesar el infinito con su finita velocidad. Hasta el manto de Escorpio se estaba deshaciendo bajo el vacío, que negaba su molesta existencia. Habría muerto, en verdad, si no se hubiese aferrado por instinto al Campeón de Leteo, un muchacho de su edad, desprovisto de prenda alguna, al que nada en el universo parecía poder herir. Su salvavidas. Su enemigo.

—¿Eres mi enemigo? —quiso preguntar Shaula, segura en ese campo protector que los abarcaba a ella y al chico. No sin vergüenza, llevó el dedo hasta el corazón del Campeón, quien enrojeció por el contacto—. ¿Eres enemigo de Atenea?

Si lo era, tendría que matarlo, así muriera ella también. Mucho se había hablado del mal augurio que implicaba el decimotercer Campeón. Por lo que ella sabía, aquel chiquillo podría ser Hades encarnado. ¡Podría estar abrazando al dios del inframundo!

—¿Quién eres, para empezar? —dijo Shaula, cambiando la pregunta.

—Mithos —titubeó el Campeón, temblando como el simple adolescente que aparentaba ser—. Hijo de Medea, princesa de la Cólquide, y de Jasón, príncipe de Yolco.

—Menudos padres… —murmuró Shaula, todavía aferrada al desconocido—. Si eres mi enemigo, yo tengo que matarte. Es mi deber como santa de Atenea.

—O lo m-mata o lo a-ama —tartamudeó Mithos, más rojo él que sus cabellos. Shaula sintió un aguijonazo de compasión por el chico, debía tenerle un miedo atroz para actuar así. Él, que los protegía del ataque de Garland, de la gravedad que debía hacerlos caer y del tiempo mismo, si es que eso era posible. Ya que pensaba en todas esas cosas, tardó más de la cuenta en entender lo importante. La frase que había dicho.

Si una mujer al servicio de Atenea era vista sin la máscara, tenía dos opciones. Eso, si no la llevaba, ella en cambio… ¡No la tenía! No tenía ni una pieza de metal, ni una tela de ropa cubriéndole desde los pies a la cabeza.

Abrió la boca para gritar, abochornada, pero fue Mithos quien habló.

—Si tú me a-amas —dijo el Campeón de Leteo, acercándosele, acariciándole el cabello y las orejas puntiagudas—. Yo te a-amaré a t-ti. Siempre.

Y con esa honesta declaración, la besó.

 

***

 

El Argo Navis flotó sobre el espacio blanco solo durante un corto período de tiempo, para luego caer con suavidad a un mar inusitadamente calmo. El mismo océano que bebió las tierras infernales de Reina Muerte por miles de años ahora los recibía, cantando en su tranquilo oleaje la desaparición de la isla más cercana al infierno. En cuanto al espacio que desapareció por la técnica de Garland, había dejado de pertenecer al resto del planeta en el momento en que Shun levantó una barrera con cadenas de cosmos, cuando resultó evidente que enfrentaban a un enemigo capaz de llevar la ruina al mundo entero con solo existir. Y el método que usaron para derrotarlo no habría sido mucho menos dañino, por lo que había podido observar.

Dos personas, unidas entre sí en un beso y un abrazo eternos, cayeron desde un lugar imposible, la zona cero de la Tabla Rasa. Antes de que Shun pudiera pedir que alguien fuera a ayudarlos, Subaru de Reloj saltó del barco y corrió por las aguas a toda velocidad. También lo hizo poco después Lucile, quien saliendo de la cubierta, debió tener alguna clase de comunicación telepática con Akasha, lo bastante lúcida como para hacerla salir en pos de Shaula de Escorpio y quien sea que estuviera con ella. 

Como ese acontecimiento robó la atención de todos en el barco, nadie pudo detener a una estela oscura que pasó atrás de ellos, llevándose el cuerpo de Hipólita.

 

***

 

Se miró los brazos sin cicatrices, blancos, pero no pálidos. Detrás de la máscara dorada sonreía, aunque cada paso era doloroso. Tenía algo que decir. No a Azrael, que subía a cubierta con esa cara tan suya de ¿qué ha pasado, señorita? Tampoco a Kiki y los santos de plata presentes, que con tanto valor habían luchado y que ahora requerían descanso. No, quienes debían escucharla eran los hombres más sabios en aquel batallón, cualquiera de los dos era mejor que ella en más de un aspecto, pero habían olvidado algo, algo de importancia capital.

—Y nunca debéis olvidarlo —dijo con voz queda ante los expectantes Shun y Garland. Su cosmos dorado se apagaba como una antigua lámpara sin aceite; las siguientes palabras serían las últimas en mucho tiempo—. Los santos no mueren. 

Akasha de Virgo cayó sin remedio con una sonrisa en los labios, sujeta por un totalmente aturdido Garland de Tauro.

«Tengo el poder para evitar las lágrimas —pensaba mientras se desvanecía—, y no he renunciado a la compasión. ¿Lo he hecho bien, Ichi?»

 

***

 

Lucile y Subaru se detuvieron en un baúl que flotaba en el mar. ¿El mismo que estuvo en el avión? Era imposible saberlo. Allí esperaron pacientes a que los que cayeron llegasen hasta ellos, movidos por aquellas aguas tranquilas.

—Vaya que le gustan pequeños a la ninfa —soltó la santa de Leo al ver a Shaula, abrazada a un extraño sin prenda ni pudor alguno—. ¿Cómo se llamará el nieto de Ban?

Paralizada por completo, Shaula no supo responder, apenas teniendo fuerzas para librarse de los labios del extraño. Este, que la miraba con ojos soñadores, dirigió una mirada más hosca a los recién llegados, quienes solo podían ver la espalda de Shaula.

—Lárguese de aquí, bruja.

—¿Con esa boquita come pan, joven? —dijo Lucile, divertida—. Ay, cuando le diga a Nico que la chica que espiaba con disimulo se baña desnuda con un extraño…

Mithos estuvo a punto de responder, pero Shaula lo calló clavándole las uñas en su espalda, tan humana como la de cualquiera más allá de su cosmos defensivo.

—¡Tu amiguita Akasha no iba mucho mejor vestida allá arriba!

—¡Qué cosas habrás visto en mi querida amiga, ninfa golosa! —clamó Lucile entre risa—. Todo lo quieres para ti. Niños, hombres y mujeres, de todo quieres probar.

—¡Basta! —gritó Shaula, impedida. Tal y como estaba, no se atrevía a soltarse de Mithos y quedar expuesta, pero tampoco le gustaba estar así junto a aquel chico que temblaba por el acoso de una extraña. Ya ni siquiera pensaba en él como el Campeón del Hades que el Santuario llegó a temer, sino en la situación, la más vergonzosa situación posible—. Subaru, haz algo.

El santo de Reloj, contento de haberla encontrado, se ahorró las bromas habituales e hizo calculados movimientos con las manos, dibujando un reloj en el aire. Este, acaso ilusorio, vio moverse las manecillas en sentido contrario, al tiempo que el aniquilado manto de Escorpio volvía a su apariencia original, intacto. También la máscara le ocultaba la cara, modulando los gritos que más tarde soltó.

—¡Tenías que haber hecho eso desde el principio! —se quejó Shaula.

—Ay, qué ninfa tan descarada —insistió Lucile—. Ella vestida de metal y su amante enseñando las vergüenzas. ¡Cuídate, pequeñín, la infancia es un tesoro!

Por toda respuesta, Mithos le lanzó un gruñido, divirtiéndola. Debía odiarla tanto como cualquier otra persona en el mundo, entre los que la gritona Shaula se encontraba.

Separándose con cuidado, casi a modo de disculpa, del tribulado chiquillo, la santa de Escorpio giró hacia Lucile y Subaru, con los puños en alto.

—¡Lucile de Leo, juro que un día te mataré, te asesinaré y te destruiré!

La aludida rio con más ganas, dejando la réplica al santo de Reloj.

—Señorita Shaula, ya le he dicho que no la va a destruir. Mejor descanse. Ahora que ha pasado por la situación más vergonzosa posible, le espera una hora en la que no seremos útiles para nada. ¡Ningún combate a la vista!

Tal fue el augurio de Subaru, que como todos los demás, fue del todo certero.


Editado por Rexomega, 17 agosto 2020 - 07:21 .

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Publicado 23 agosto 2020 - 13:58

Capítulo 39. Cinco minutos nada más.
 
XD La legendaria frase de "los 5 minutos" debe ser resaltada jaja, pero hay que agradecer que esto no se haya convertido en una batalla de 20 episodios y haya concluido en este mismo cap.
 
Bueno, pues Akasha no se libró sola del lamento de Cocito, un punto más para Sneyder XD kukuku.
 
Nos enteramos que todos los santos de oro de esta generación poseen el 8vo. Sentido de cajón, siendo Virgo la última en hacer su tarea.
 
Tauro pues... wow con su Tabla Rasa que usa la fuerza del Caos para borrar el origen de cualquier cosa... GENIAL, no creo que este Tauro vaya a ser de esos que se muere de repente y por tonterías del plot.
 
Y Shaula que se enojó con que Akasha salvara a Hipolita, pero bien que ella va y se arriesga por un desconocido que podría ser amigo o enemigo jajaja, pero VALE, para su suerte es un amigo y... quizá algo más XD.
 
Mithos fue listo y mejor entregar el corazón y el nepe que perder la vida XD, otro personaje besador entra a la trama.
 
Subaru demostrando que puede reconstruir el manto de Escorpio cuando quiera, a ella le sale barata la tintorería.
 
Y se acabó esta pelea con Leteo. Uff... Muchos felies y otros medio contentos XD
 
PD. Buen cap, sigue así x3

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


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Publicado 24 agosto 2020 - 16:06

Saludos

 

¡Buen review, sigue así!

 

 

Seph Girl

Spoiler

 

***

 

Interludio

Más allá del mundo, del espacio exterior, y del océano que los hombres llaman tiempo, en el centro de todo cuanto los dioses crearon, se halla la soñada eternidad. Un rincón en la existencia tejido por incontables vidas, mortales e inmortales; la Historia bendecida y maldecida por los héroes de antaño, se materializa en este lugar legendario. La isla de los Bienaventurados, desde donde las leyendas, hoy durmientes, brillan.

Ningún sol brilla sobre la superficie; tampoco lunas o estrellas, pues la noche es ajena a esta tierra infinita, siempre verde, sujeta a una primavera eterna. La inagotable luz no procede de algo que el hombre moderno pueda entender, sino del éter. El cielo, claro y sereno, debe su color y brillo a esta sustancia, quintaesencia del universo, materia divina que forma los sueños. Es gracias a este don de los dioses, que la oscuridad es casi un mito en estas tierras, donde cantan dichosas las ninfas del crepúsculo.

Una mancha en el paraíso —dijo Caronte de Plutón al que se sentaba en el trono de Marte, recurriendo, como era debido, a la Lengua de Plata. Un hombre hecho de fuego, envuelto por la túnica de un sacerdote—. ¿Ese es mi papel? Es patético. No lo acepto.

En la ausencia de respuesta, el custodio de Marte edificó su burla. Caronte, acostumbrado a aquel trato, se limitó a pasar la mano sobre su rostro, como conteniendo un fuerte dolor de cabeza, o más bien uno de sus ataques de ira. Para cuando volvió a mirar, el ser de llamas había desaparecido, mientras que una figura transparente y humanoide se estaba acomodando en el trono de Neptuno. A Tritos de Neptuno le rodeaba una característica aura aguamarina, y no especialmente tranquila.

Sé lo que dirás —se adelantó Caronte. Dejó caer los brazos sobre los lados del trono de Plutón, a la vez que se recostaba en el respaldo, listo para la reprimenda.

Si ibas a ponérmelo tan difícil, habría sido mejor decirme que no hiciera nada —dijo Tritos, con un tono entre quejumbroso y de enojo—. ¿Quieres guerra, o el favor de Atenea y Poseidón? Sé claro y directo, y así te puedo ayudar en vez de perder el tiempo. Si nuestro comandante se enterara de que no estás cumpliendo con tu deber…  

Léeme la mente —sugirió. Miraba al cielo, sintiendo el refrescante viento sobre el rostro; Céfiro traía un aroma desconocido para la Tierra, uno que nadie podría disfrutar sin más tarde olvidar su vida entera, luego de un momento de gran placer y felicidad. Agradeció ser quien es, y hasta sintió lástima por los mortales, prisioneros del tiempo.

Poder leer un libro y querer hacerlo son dos cosas distintas. ¿Es que eres demasiado vago como para defenderte tú mismo?

Has pasado demasiado tiempo en la mente de Oribarkon.

Con un ademán, Caronte le indicó que se callara. Luego dirigió la palma de la mano izquierda hacia el sinfín de nebulosas en torno al que giraban los nueve tronos de los Astra Planeta. El Portal del Tiempo reaccionó tal y como podía esperarse, enviando a Tritos imágenes y sonidos de todas las intervenciones de Caronte en el mundo de Akasha. Era mucha información, pero la mente del regente de Neptuno la procesó en una ínfima fracción de segundo, pues no era un mero hombre, sino un semidiós, uno de los nueve campeones del Olimpo.

Leteo es uno de los ríos del Hades —observó Tritos. Caronte asintió—. Tú manipulas los ríos del Hades. —Caronte volvió a asentir, optando por reposar la cabeza en la mano izquierda; la mejilla sobre el puño y dos dedos en la sien. Parecía interesado, o bien solo se estaba burlando de su compañero—.  ¿Esperas que crea que no tuviste nada que ver? 

Ambos sabemos que no importa quién tuvo que ver —cortó con no poco cinismo—. Dices que te han puesto las cosas difíciles, es decir, que no lo han estropeado todo.  

Si no me hubieses negado intervenir directamente, hasta habría podido lograr que mi respetable maestro —las últimas palabras sonaron en la mente de Caronte como una especie de auto-censura— dejara de ser tan terco.     

Hace años estuve en la misma situación, y sin tu ingenio —le recordó Caronte—. Hacer realidad un castillo y doscientos caballeros negros no es problema. Tratar de replicar al Segundo Hombre utilizando a santos de Atenea es historia aparte, si nuestro comandante se enterara…

Nos lanzaría al Tártaro —completó Tritos—. A mí por arrogante y a ti por voyeur. No logré convencer a Oribarkon, tampoco a la leona de oro. Es demasiado lista y peligrosa, esa mujer. Me preocupa lo que pueda hacer.

—¿También vas a culparme de eso? —adivinó Caronte. En verdad, Tritos había pasado demasiado tiempo en la cabeza de Oribarkon, divagaba como un viejo senil—. Ve al grano, amigo mío, hasta para nosotros el tiempo es algo valioso.

Centré mis esfuerzos en la chica de Virgo —prosiguió Tritos, ofuscado—, una tarea harto difícil, debo decir. ¡Es tan parecida a la primera portadora del sexto manto zodiacal! El mismo cuerpo, los mismos delirios que cree sueños realizables y acaso el mismo rostro. Sea como sea, era mi mejor baza a esas alturas, por eso la protegí cuanto pude y hasta la saqué de Leteo antes de que llegara al Camino de los Dioses. Estábamos a demasiada profundidad como para que pudiera impedir que el río del olvido le sorbiera algún que otro recuerdo, así que no me molesté en evitarlo. Le introduje una idea, lo bastante simple para que perdure así haya olvidado cualquier otra cosa, la de buscar la paz por encima de cualquier cosa. Eso incluye la venganza.

Eso quiere decir que Leteo no es excusa para que no evite la guerra —advirtió Caronte, interesado—. ¿Es por eso que le has dado la llave de la prisión de uno de los dioses más poderosos del Olimpo?  

No le he dado la llave —corrigió Tritos. A pesar de la ausencia de rasgos en la faz, Caronte creyó percibir una sonrisa triunfante—. ¡Le he dado las llaves!

 

***

 

Azrael no recordaba cuánto tiempo había estado mirando la puerta. Tanto podían ser minutos como horas, incluso la totalidad de la mañana. Un par de veces, el doctor trató de sacarlo de su ensimismamiento, y otros tantos intentos corrieron a cuenta de una enfermera. Al fin, fue un presentimiento lo que lo llevó a agarrar el pomo y tirar.

La habitación era sencilla, de paredes blancas con no más adorno que un cuadro de algún paisaje que desconocía, y un jarrón con flores blancas cerca de la cama, sobre un mueble de tres cajones. Tenía una ventana que daba al exterior, recién abierta de modo que dejaba entrar soplos de aire frío. Mientras avanzaba para cerrarla, tropezó primero con unas sábanas tiradas en el suelo, y luego, en lo que trataba de recuperar el equilibrio, chocó el pie contra el mueble. Aquella danza lo llevó a casi tirar el jarrón con todo y flores, y aunque se veía ridículo en aquella postura —apoyándose sobre un único pie, encorvado y sujetando el jarrón por encima por con los dedos de una mano; el otro pie encima de la ventana—, disfrutó la risa que había provocado.

—No sabía dónde estaba, iba a saltar —se disculpó Akasha de Virgo. Estaba sentada en la única cama de la habitación, despeinada y cubierta por ropas de hospital y la infaltable máscara dorada.

—Debió llamarme —dijo Azrael, cerrando la ventana y colocando el jarrón en su sitio—. ¿Qué es lo último que recuerda? —Todo cuanto pensaba decir se había esfumado al oír las últimas palabras. Ella no sabía dónde estaba. 

—Todo, creo. La isla de las Greas, el encuentro con Julian Solo y el líder de Hybris, la misión en Bluegrad, la aparición de Sneyder y la batalla en Reina Muerte. He sido muy temeraria estos días —dijo a modo de disculpa, riéndose—. ¿Cuánto tiempo ha pasado?

—Seis meses.

Azrael tardó en poder decir más. Todos los implicados en la batalla contra la última Abominación presentaban casos de pérdida de memoria. Nada grave, en principio,  si se exceptuaba a Icario, quien había olvidado toda una vida dedicada al combate. Hasta ese momento, Azrael había llegado a creer que Akasha despertaría en la misma situación. Y a decir verdad, no pensó en ello como algo que debiera temer, no si eso la alejaba de luchar por quienes no hacían otra cosa que ponerle trabas y condenarla. Un pensamiento que ahora lo avergonzaba profundamente. Akasha luchaba por lo que creía, no porque alguien se lo dijera. Esa era la vida que había escogido y a lo largo de la cual debía asistirla, como siempre. Por tanto, decidió alegrarse; era bueno que ambos estuvieran preparados para enfrentar los acontecimientos en los que ellos mismos se habían envuelto. No había tiempo para prolongadas explicaciones sobre el pasado.

—Seis meses —repitió Akasha, sorprendida.

—Todos están vivos, señorita —se apuró en decir Azrael—. Makoto, Hugin, Mera e Icario se están recuperando en este hospital. Todos estamos en Bluegrad, aunque el médico real no ha podido atender a nadie. La edad…

—Los santos no mueren —le interrumpió Akasha, a lo que Azrael asintió comprensivo—. ¿Qué ocurrió con Kiki y Ban?

—Kiki está revisando el proyecto Edad de Hierro en Japón y Ban se encuentra todavía en Alemania. Lo último que supe de él es que está siendo vigilado por el santo de Cerbero. Comparte celda con Can Mayor, bajo sospecha de traición.

Al decir aquello, Azrael se dio cuenta de qué tantas cosas habían ocurrido mientras Akasha estaba en coma, agotado el espíritu por una batalla ya olvidada por la mayoría. Le contó cómo Shaula, Sneyder, Garland e incluso Shun fueron llamados al Santuario, mientras sus subordinados pasaban a ser considerados ovejas negras en el rebaño. De forma no oficial, por el momento, se les señalaba como culpables de conspirar para liberar a Poseidón. Emil y Lesath fueron requeridos para testificar sobre lo acontecido en Bluegrad tan pronto como se recuperaron, sin que hubiera hasta ahora noticia alguna de aquellos. Otros que habían pasado poco tiempo en el hospital, como June, Zaon, Pavlin y Nico, se habían marchado también, no para responder a acusaciones que consideraban infundadas, sino para aprender de los errores cometidos. Volverse más fuertes. Azrael  terminó la breve exposición, en la que se centró en revelar lo ocurrido con los santos de Atenea, contando el irrisorio uso que se le había dado al Argo Navis en esos seis meses. Llevaba todo ese tiempo anclado al puerto de Rodorio, sin que nadie se le acercase, como si estuviera embrujado.

—El mundo gira delante de mí, y yo me atrevo a cerrar los ojos —se lamentó Akasha, con una mano sobre la máscara dorada. La otra, la izquierda, la llevó hacia el estómago. Ambas, sin guantes—. ¿Qué ocurrió conmigo?

—Garland presentó la denuncia al Sumo Sacerdote, que la desestimó, debido a que de alguna forma pudo superar el Lamento de Cocito. —Para no perder los estribos, Azrael debía apretar los puños con fuerza. Era mucha la rabia que sentía desde que supo de aquella decisión—. La señora Shaula me dijo, antes de marcharse, que despertasteis el Arayashiki, el Octavo Sentido, que eso pudo haber roto la maldición.  Sea como sea, todavía tenía graves daños internos cuando llegó al hospital, falta de fuerzas. Los médicos hicieron todo lo posible, ya que Néstor no estaba presente y el Santuario negó mi petición de usar la Fuente de Atenea… —A esas alturas, había apretado tanto los puños que ya no le dolían, sangraban—. Señorita… Su útero…

 

Tal y como había hecho un par de veces antes, se llevó las manos al rostro enmascarado. Azrael intuyó la pregunta detrás de aquel gesto. La Ley de la Máscara.

—En este hospital trabaja un médico de la Fundación, señorita, él y la enfermera que estuvo a su cargo son conscientes de las normas del Santuario. 

—Bien —musitó, aún con los dedos palpando el metal dorado. Parecía algo distraída—. Siento que me arde, aquí. —Colocó ambas manos sobre el vientre.

 

La puerta se abrió de repente, pasando la enfermera, de nombre Mimiko, para revisar que todo estaba bien. Mientras la japonesa le hacía Akasha las preguntas de rigor, Azrael daba vueltas a una forma de animarla. Tenía que cambiar de tema.

—No sé nada de Sneyder, Garland y Shun desde la batalla en el Pacífico —reconoció tiempo después de que se cerrara la puerta—, pero en cuanto a la señora Shaula y ese chico que va siempre con ella… No el nuevo, sino el otro, el santo de plata… Claro que el nuevo también es un santo de plata… ¡Demonios! —Se aclaró la garganta al tiempo que Akasha reía de nuevo, disfrutando los despistes de un abochornado asistente—. La señora Shaula llevó consigo al decimotercer Campeón del Hades, Mithos, hasta el Santuario. Se les permitió salir hace dos meses, por lo que sé, Mithos es ahora el santo de Escudo y acompaña a la señora Shaula a todas partes, como Subaru de Reloj. ¡Ese era el nombre! —exclamó, más contento de lo normal—. En este tiempo, para lavar las faltas de todos los que están bajo vigilancia, la señora Shaula ha hecho cosas geniales.

—¿Cosas geniales? —repitió Akasha, un poco seria.

Azrael no pudo notarlo, de pronto estaba muy emocionado. Le brillaban los ojos y entre explicación y explicación pegaba saltos y daba puñetazos al aire.

—Son como los tres mosqueteros, invencibles. Mithos defiende, Subaru sana y Shaula ataca sin reparar en nada más. Eliminaron a un Campeón de Hades y ni siquiera sabemos cómo se llama. Derrotaron a Adremmelech, el Caballero Sin Rostro, y también a Ícaro, el caballero negro de Sagitario. Oh —exclamó de nuevo Azrael, golpeándose la frente—, no le había hablado de él. Es el hijo de Hipólita, aquel que la hirió, según sé. ¡La señora Shaula la vengó con creces! Le dio un golpe, y otro, y otro más, a la velocidad de la luz, hasta que tuvo que retirarse con el rabo entre las patas. Todos en el Santuario celebran esas hazañas ahora y poco a poco olvidan el resentimiento que tienen hacia la división Andrómeda. ¿Sabe por qué? ¡Porque Hybris se ha rendido! El líder, Altar Negro, ha llegado a un acuerdo con el Santuario. Cualquier día de estos podríamos ver regresar a los supervivientes del Cisma Negro. ¿No es fantástico, señorita? ¡Las tornas han cambiado, a la velocidad de la luz!

Para ese momento, Akasha había bajado la cabeza hasta el pecho, con el pelo revuelto cubriéndole la máscara, así que lo siguiente que dijo sonó apagado.

—Yo también puedo atacar a la velocidad de la luz.

—¿De verdad, señorita? —dijo Azrael con asombro.

—También puedo destruir átomos y hacer otras cosas geniales… —A media frase, Akasha sacudió la cabeza—. Desde el día en que desperté el Séptimo Sentido…

Azrael asintió, recordando las charlas de entonces. Sobre cómo veía a los santos de bronce como artillería con consciencia y a los de plata como fuerzas de la naturaleza vivientes. Cuando le contó lo que uno de oro podía hacer, quedó mudo.

—Admito que pensé que era una hipérbole —dijo el asistente, inclinándose a modo de disculpa—. La velocidad de la luz. Parece cosa de dioses.

—Los dioses crearon el universo, nosotros solo lo habitamos —replicó Akasha, mientras se golpeaba las mejillas por alguna razón—. Nuestro poder es el del universo, su obra, latente en las constelaciones, que no son más que el pasado del mundo inmortalizado en el firmamento. Pero seguimos siendo solo una parte de la Creación.

 

¡Qué tonta se había vuelto por unos meses de sueño! Azrael trataba de animarla, distraerla de los duros momentos que habían pasado y los que estaban por venir, y a ella solo se le ocurría hablarle de asuntos que él nunca podría vivir, del mundo que un santo de oro veía después de despertar. Era mejor no hablarle de la breve e intensa experiencia que obtuvo al despertar el Octavo Sentido, que en la mente de Azrael no debía pasar de aquel estado en el que un moribundo podía evadir las leyes del Hades y regresar al mundo de los vivos. Si le decía que había superado la velocidad de la luz, como poco, se desmayaría allí mismo de la impresión.

—Si un santo de plata encarna la naturaleza del mundo —masculló Azrael, ajeno a sus elucubraciones—. Los santos de oro representáis la naturaleza del universo, los fenómenos que ocurren más allá de este mundo.

—Es una definición interesante —decidió decir Akasha, tomando la mano que Azrael le tendía para levantarse. Posando los pies sobre las zapatillas que había dejado allí la enfermera, añadió algo mientras caminaba hacia la ventana—. Si eso te ayuda a entendernos, está bastante bien, Azrael.

Fuera del hospital podía a verse a un hombre, ya no con el negro del luto, pero todavía ataviado con ropas oscuras, distintas a las que usaba de joven. Julian Solo venía hasta ella para sellar el pacto que realizaron seis meses atrás. Sin dejar de seguir el recorrido del antiguo avatar, Akasha se dirigió a Azrael.

—Te doy las gracias por estos minutos de paz. Ojalá pudieran ser horas, tal vez días. Pero el tiempo escasea, ¿me equivoco?

—Así es. Hay una tarea que solo usted puede completar, una que lleva gestándose desde hace cinco años. Solo hay un detalle que no habíamos calculado.

Y menudo era aquel detalle, que conocían gracias a que Lucile había insistido en inmiscuirse en todo aquel asunto. A pesar de que la leona de oro hizo público el descubrimiento, lo bastante importante como para determinar la reunión que les esperaba más allá de aquella habitación, ni Azrael ni Akasha la consideraban una traidora. Seguía siéndoles leal, como siempre, solo que a su manera.

—Si los ejércitos de Atenea y Poseidón se unen, no tendremos nada que temer de las huestes de Hades —dijo Akasha—. ¿El Santuario está de acuerdo?

—El Sumo Sacerdote estuvo aquí —dijo Azrael, citándole después—: «Autorizo a Akasha de Virgo a decidir sobre esta cuestión, siempre y cuando tome responsabilidad por las consecuencias de sus actos.» Eso es lo que dijo. Claro que eso es puro formalismo. En realidad la decisión estaba en sus manos desde un principio.

—Según Lucile —apuntó Akasha, caminando hacia la puerta. Mientras Azrael la abría, haciendo un gesto de asentimiento, algo en ella la animó a hacer una pregunta maliciosa—: ¿En estos meses se te pasó por la cabeza unirte a los tres mosqueteros?

—Me temo que sigo siendo Azrael, el asistente, no D´Artagnan. Como tal, debo asistirla, en la juventud y en la vejez.

—En la salud y en la enfermedad —bromeó Akasha—. No sé si podrás aguantarme cuando envejezca, si ya a mi edad estoy hecha un desastre.

—Aceptaré ese desafío, señorita, como buen soldado y mejor asistente.

Salieron de la sala con esa descuidada declaración. Akasha rio, y Azrael, castigado por ese sentido del humor suyo, estornudó un buen rato en pleno pasillo del hospital.

 

***

Por largo rato, Caronte y Tritos observaron una única escena en el Portal del Tiempo. ¿El lugar? La cafetería de un hospital en Bluegrad, destinado al tratamiento de los guerreros azules y, de un tiempo a esta parte, también de los santos de Atenea que el Santuario marcaba como apestados. No tenía nada especial en el decorado, y aun si lo tuviera, ninguno se habría interesado. Si acaso, destacaba el camarero, demasiado hosco y fornido para ser un simple empleado. La única enfermera presente en el lugar lo miraba de soslayo, acaso sospechando algo, hasta que un viejo conocido ataviado con ropas de hospital y con una mano vendada la saludó. Lo más interesante que podía extraerse del rato que estuvieron charlando eran sus nombres, Mimiko y Makoto.

Diez minutos pasaron sin que ocurriera nada relevante, así que Tritos aprovechó para extenderse sobre su plan. Según creía, Akasha de Virgo no necesitaba despertar a Poseidón en una época en la que Atenea aún no había nacido. Su temeraria propuesta sin duda se debía a la futura invasión de las huestes del Hades, que había descubierto mediante el Ojo de las Greas. Pensando en ello, y aprovechándose de una diferencia de opiniones entre Oribarkon y el Segundo Hombre, duplicó el ánfora de Atenea después de robarla. Dejó una copia en manos del último de los telquines, y la otra se la llevó a Alemania, a un lugar que había cubierto de ilusiones: el castillo Heinstein, el grupo de caballeros negros que había creado para invadir isla Thalassa y un disfraz que no sirvió de nada. En ambos lugares expuso la misma propuesta, paz a cambio del ánfora de Atenea, si bien debió convencer a Oribarkon de que la elección de entregarla estaba en sus manos. Logró su cometido, desde luego. Por una parte, introdujo en la mente de Akasha la semilla de una idea que ella luego recordaría como suya; por otro, a Lucile le dio una superficial explicación sobre sus poderes, de cómo la ilusión se volvía realidad si el observador se la creía, de modo que ella entendería mejor que nadie el sistema detrás de las dos ánforas. Ambas reales, ambas falsas.

Tal y como previó, Lucile de Leo explicó ese sistema al Santuario. No por genuina bondad, sino para dejar claro al Sumo Sacerdote que Akasha era la única que podía tomar esa decisión. El ánfora que ella decidiera, sería la real, volviéndose la otra una falsificación sin importancia. La muy canalla se inventó que Poseidón sería liberado si optaban por la opción más simple, que era matar a Akasha mientras dormía.

Desconfío del Sumo Sacerdote, en verdad desconfío —dijo Tritos—. Ella es una muchacha, una niña si me apuras, y si lo piensa con detenimiento, le basta con entregar la réplica y ocultar la auténtica un par de siglos más. Julian Solo cumplirá su palabra, ofreciéndole el servicio de su ejército, y si jugamos… si juegas  bien tus cartas —se corrigió—, aportarás a nuestra causa dos órdenes sagradas, en lugar de una. 

Sigues sin explicar qué loco pensamiento te impulsó a usar la apariencia de un hombre bendito por los dioses —dijo Caronte—. ¿Qué esperabas lograr si el león de bronce y la leona de oro te reconocían como el Segundo Hombre?

Me reservo esa información —contestó Tritos—, así como tú escondes haber adelantado la manifestación de Leteo en la Tierra.

Al son de tales palabras, como si el Hado estuviera atento a ellas, se abrieron las puertas de la cafetería, dando paso a un hombre que ambos conocían. Vestía una larga gabardina blanca con el cierre al costado izquierdo y doble cola que llegaba a la altura de los pies; los pantalones, las botas y los guantes, eran del mismo color, en contraste con el pelo negro. Cargaba una caja alargada en una mano, y bajo el otro brazo, un periódico. Resultaba hilarante. El hombre que por tantos años se ocultó entre las sombras sin que pudiera localizársele mediante el Portal del Tiempo, aparecía ahora sin más, como si fuera una persona normal. Tritos buscó una explicación, y sin necesidad de adentrarse en su mente, pozo de maldades sin fin, la encontró en la sonrisa curva. Una de las teorías sobre la dificultad en localizar al Segundo Hombre a pesar de que no era el siervo más relevante del Hijo, era que se trataba de un don otorgado por los dioses en la era mitológica. Otra, poco extendida y convenientemente defendida por Caronte, era que el Segundo Hombre recurría al poder de Leteo para hacer olvidar al mismo universo su presencia en los lugares que frecuentaba. Seguía siendo algo demasiado rebuscado y conveniente para Tritos, pero probable: más que Caronte, quien se había esforzado en buscar una alianza, el Segundo Hombre tenía motivos para impedir que los Astra Planeta y los santos de Atenea se entendieran.  

El recién llegado tomó asiento en una de las mesas del centro. Solicitó tres cafés al camarero, dejó el paquete en la mesa y abrió el periódico. Pasó con la lectura un par de minutos, hasta que llegaron nuevos visitantes.

Tanto Caronte como Tritos esperaban la llegada de Julian Solo, y no se sorprendieron. Si acaso, el regente de Neptuno demostró curiosidad por las oscuras ropas que vestía el ya maduro avatar de Poseidón. Le seguía Sorrento, también sombrío; el otrora general del Atlántico Sur iba desprotegido, al igual que su señor, con excepción de una flauta mágica. Tritos supo detectarla, camuflada en un estuche oculto en la chaqueta.

Se sentaron en el otro extremo de la mesa. Ni dirigieron palabra alguna al Segundo Hombre, ni viceversa, generando en los expectantes Tritos y Caronte la sospecha de que, así como ellos no esperaban la intervención del primero en llegar, tampoco Julian Solo y Sorrento; era un extraño en la reunión que estaba por darse, tal vez alguien desesperado que ya solo le quedaba jugar su última carta.

No sé si debería preocuparme —comentó Tritos, que conocía de primera mano la labia del Segundo Hombre.

La niña de Virgo lo detesta —aseguró Caronte, por mucho tiempo vigilante de todos los actores de la obra que estaba a punto de terminarse—. Tanto como a mí. 

 

Transcurrieron otros diez minutos antes de que una nueva visita rompiera el mutis que los tres clientes habían creado en el recinto. Akasha, uniformada como una oficial militar, hacía acto de aparición junto a Azrael, su fiel asistente. Cada uno llevaba en brazos una urna igual a la otra; el ánfora de Atenea y su réplica. Tritos empezaba a preocuparse, perlado de sudor, y Caronte, sin lucir expresión alguna, tamborileaba uno de los brazos del trono de Plutón.

—Bienvenida.

El Segundo Hombre fue el primero en saludar. Luego de cerrar el periódico, se levantó y le extendió la mano. Fue un gesto estrafalario, ya que Akasha aún estaba lejos. Cuando llegó a pocos pasos de la mesa, se limitó a mirar al sujeto vestido de blanco  mientras colocaba la urna que llevaba al lado de donde Azrael dejaba la suya, lo bastante cerca como para que Julian las viera con toda claridad. Se irguió, sin dirigir palabra a nadie y sin mostrar la menor intención de devolver el saludo.

—¿No me recuerdas? Soy Altar Negro, líder de Hybris —se presentó enseguida el Segundo Hombre, todavía con el brazo extendido—. Tuvimos una reunión el año pasado. En resumen, discutimos sobre la maldad del mundo y las maneras de lidiar con ella. Yo propuse el extermino selectivo, tú un cambio global en la forma de pensar de las personas, y nuestro amigo mutuo —añadió, mirando de soslayo a Julian Solo—, el castigo divino, genocidio con palabras bonitas.

Esperó un rato más, paciente, antes de rendirse y bajar la mano. Él y Akasha tomaron asiento a la vez, justo en el momento en el que el camarero trajo los tres cafés. El joven de la mano vendada, desde detrás de la barra, veía todo con enojo, notando en la previa petición de Altar Negro una nada sutil ofensa hacia Akasha y todas las santas de Atenea, siempre con el rostro oculto bajo una máscara.

—Es todo un detalle, caballeros —intervino Azrael. Tomó la taza de café junto al platillo con una amplia sonrisa—. Como un mero espectador, no me lo esperaba.

Y con tales palabras, se retiró unos pasos con el café. Julian Solo y un perplejo Altar Negro tomaron los suyos. Tritos, vigilando todo desde el azulado trono de Neptuno, no pudo evitar soltar una risa que, por supuesto, ninguno de los presentes escuchó. 

—El señor Julian espera una explicación —dijo Sorrento, señalando las dos urnas—. ¿Qué significa esto?

—El ánfora de Atenea y una imitación —respondió Akasha—. Tuvimos muchos inconvenientes a la hora de cumplir nuestra parte del trato. Para no aburriros con los detalles, diré que un antiguo siervo de tu señor, tu verdadero señor —acotó para evitar confusiones—, Oribarkon, la obtuvo y el Santuario la tomó de él.

Demasiados detalles —murmuró Caronte.

Hoy estás poco lúcido, mi buen amigo —dijo Tritos—. Siendo sincera sobre temas irrelevantes, puede ocultar una gran mentira. Solo tiene que ofrecerle la falsa y yo haré desaparecer la real, dando a entender que no lo era —se explayó, optimista.

—Son idénticas —comentó Julian Solo, quien ya se había terminado el café—. ¿Acaso puedes decirnos cuál es la real?

—Podría, pero ¿me creeríais? —cuestionó Akasha, sorprendiendo no solo a los presentes, sino también a Caronte y a Tritos, sobre todo este último—. Si estoy aquí, es porque nadie en el Santuario, ni siquiera aquellos que enfrentaron a Poseidón y sus generales —subrayó con un orgullo que estaba fuera de lugar—, puede distinguir una de otra. La razón es simple: las dos son ilusiones.

¿Esto está dentro de tus planes? —preguntó Caronte, mirando a su compañero de reojo. Tritos no se atrevió a contestar.

 

—Explícate —pidió Julian Solo, juntando ambas manos. Mostraba claro interés por el asunto, así como por la franqueza de Akasha. Al empresario no le faltaba inteligencia para entender lo conveniente que sería toda aquella situación si se ocultaban los detalles. Sorrento era su único seguro para las ilusiones que podía esperar del Santuario, pero el antiguo general tampoco distinguía una urna de otra. Los dos estaban en manos de Akasha de Virgo, al menos de momento.

—La que yo considere real, será la real, mientras que la otra automáticamente se convertirá en una falsa. Un truco relacionado con las Artes de Plata o poderes psíquicos, en el que la barrera entre realidad e ilusión queda en manos de un observador tercero.

»Yo ya he tomado la decisión, lo juro en el nombre de Atenea, mi señora, y de los dioses. Sin embargo, soy consciente de que tenéis razones para desconfiar de mi palabra —apuntó, dirigiéndose a Julian y Sorrento—, y es por eso que propongo que la última elección esté en manos del más interesado.

Al término de su breve exposición, Akasha creó un silencio muy distinto al que precedió su llegada. Tenso, extraño. Sorrento parpadeaba sin control, y al menos en tres ocasiones quiso hablar, callando al no encontrar las palabras. Altar Negro —el Segundo Hombre en el que Caronte y Tritos tanto se interesaban— soltó una risita, mientras que Julian Solo se limitó a mantener una mirada fija en la máscara dorada, como buscando adivinar la expresión que se hallaba detrás del metal.

—Eres terrible en los negocios —dijo Altar Negro—. ¿Estás segura de que sirves a Atenea y no a Hermes, mensajero de los dioses? ¡Prometiste el ánfora de Atenea a cambio del favor de Poseidón! Y ahora quieres ganar todo ofreciendo nada.

—Ofrezco la oportunidad de liberar a Poseidón un par de siglos antes de tiempo —se defendió Akasha, sin titubeos—. Este método protege el trato de cualquier engaño de parte del Santuario, que a buen seguro habrá previsto quien es avatar del dios con el que Atenea y los santos han combatido desde la era mitológica.

—Te veo más segura de ti misma hoy —dijo Julián Solo, adelantándose a Sorrento—. Tu resolución es admirable, y debo decir que cuando entraste a este lugar, habría confiado en que me entregabas la auténtica. Sin embargo, ya que me ofreces esta alternativa, debo pedir que hagas un juramento por Estigia.

Hombre listo —dijo Caronte con una leve y cruel sonrisa, divertido ante la palidez de quienes observaba. Fue especialmente satisfactorio ver temor en el Segundo Hombre ante la sola mención de Estigia.

—Solo los dioses juzgan en su nombre —dijo Akasha.

—También el representante de un dios lo hace —dejó caer Julián, con una doble intención que Akasha no supo captar en el momento—. ¿Es creíble que una mujer que está a punto de liberar al némesis de su diosa, jure en su nombre? Deseo estar seguro, contra toda duda mía o de mis allegados, de que solo el azar afectará a mi decisión. Jura que de estas dos urnas una es la verdadera, y que lo seguirá siendo aun si la escojo.

—Lo juro en el nombre de Estigia —concedió Akasha, de nuevo sin dudar, sin el menor temblor en todo su ser. Lucía completamente segura del camino que estaba siguiendo.

Inesperado —admitió Caronte—. Tu sistema se ha vuelto inútil. Cambia las reglas.

No puedo —contestó Tritos, bastante sorprendido del sendero que estaba tomando Akasha—. Soy tus ojos y tus oídos, no tus manos —parafraseó—, así que el cambio entre ilusión y realidad no podía estar en mis manos, sino en las de otro. ¡Si hubiese podido usurpar la identidad del Segundo Hombre y dejar de ser Tritos por un solo día!

  

—Yo, Julian Solo, avatar de Poseidón, dios de los mares, acepto tu juramento, Akasha de Virgo, en este día representante de Atenea, diosa de la guerra.

Sin más ceremonias, señaló una de las urnas, la que estaba a su derecha. Fue inesperado para todos, como tantas cosas que habían ocurrido en tan escaso tiempo. Cualquiera supondría que Julian Solo se tomaría su tiempo en decidir, quizá llegando al extremo de llevarse ambas urnas a casa y esperar un par de días. No fue así; eligió la que creía el ánfora de Atenea como el que tira una moneda al aire.

—Siendo así —intervino Altar Negro, levantándose bruscamente. Julian Solo impidió que Sorrento lo detuviera, y Azrael ni siquiera logró rozarle la manga antes de que levantara la urna con una mano. Con la restante, sin demora, la abrió—. ¡Yo, Segundo Hombre, te libero a ti, el Segundo Rey de todo cuanto existe! 

 

***

 

Algo extraño sucedió después de aquello. Un cosmos divino se extendió a lo largo del universo hasta llegar a la isla de los Bienaventurados, deshaciendo la imagen que exhibía el Portal del Tiempo en infinidad de coloridas partículas de luz. Caronte trató de invocarla de nuevo varias veces, sin éxito; ni siquiera podía ver qué pasaba en cualquier parte del mundo ahora mismo, y dirigir la mirada al futuro, aunque solo fuese un vistazo, era un riesgo que no estaba dispuesto a correr.

Tritos no hablaba, cosa extraña en él, pero comprensible. Su gran plan, tan enrevesado, tan útil para cualquiera que se hiciera llamar santo de Atenea, se había derrumbado, y no en un instante, sino poco a poco, frente a sus narices.

Desde un principio ella buscaba esto —murmuró—. No pensó en una alianza con Poseidón para conservar el Ojo de las Greas, robó el Ojo de las Greas para que una alianza con Poseidón estuviera justificada. Quiere matarte, Caronte, realmente quiere matarte. ¡Podía ver la sonrisa que tenía bajo la máscara! «Yo gané» 

Creía que no podías ver más allá de la máscara. Que no lo considerabas ético.

Y así es, hablaba en sentido figurativo. No vi una sonrisa, solo la imaginé —Tritos estaba profundamente decepcionado. La figura transparente que lo representaba se encorvó, con los brazos verdosos y brillantes caídos a ambos lados del trono—. Si nuestro comandante se entera de esto… ¡Si nuestro señor se entera de esto!

Él ya lo sabe —afirmó Caronte, reverente—. Nada escapa a su mirada, como bien sabes. Comunicarle este asunto sería lo mismo que declarar mi fracaso, y yo no he fracasado. Nunca lo hago.

La abrió. No se trata de una alianza entre guerreros sagrados contra ti, se trata de la liberación de un dios olímpico. ¡Ni siquiera él debería poder romper un sello de Atenea tan reciente! Debes actuar ahora, olvidar tu promesa; nuestro señor comprenderá… ¿Dónde está, por cierto? —preguntó Tritos, confundido de repente.

Aún no ha acabado el plazo —recordó Caronte, ignorando la pregunta. Contrario al pronunciado disgusto de Tritos, quien resopló ante la predecible respuesta, él sonreía, aunque no del modo sereno que podía verse en el rostro del Segundo Hombre; detrás de la sonrisa del regente de Plutón había ira, una tormenta de cólera controlada a través de la experiencia—. Sin embargo, admito que ella ya ha decidido; quiere guerra, y eso es lo que va a tener. Todos sus sueños y esperanzas, yo los aplastaré con mis manos, y entonces dejará de enorgullecerse por este día, lo maldecirá, rogará entre lágrimas que el Hado lo borre.  Hago este juramento en el nombre de Estigia.   

 

Una mancha en el paraíso, un presagio de interminable guerra. Eso era Caronte de Plutón, eso fueron las palabras que Tritos escuchó.

«Nada que hacer —pensó—-. Y nadie puede decir que no lo intenté.»


Editado por Rexomega, 31 agosto 2020 - 05:22 .

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Publicado 30 agosto 2020 - 15:37

INTERLUDIO. El lío de las dos ánforas...
 
Comenzamos con una buena descripción de la fortaleza/sala de reunión de los 9 astrales donde Caronte y Tritos charlan sobre lo que aconteció en este arco.
 
La princesa Akasha ha dormido durante 6 meses, buena forma de realizar un salto de tiempo y que mucho avance de manera rápida.
 
Nos enteramos que quien se llevó la peor parte de la batalla fue el veterano Icario, que triste.
 
Akasha ya no podrá tener bebés, er... pues no sé porqué esto es relevante en su historia y hasta ella misma parece que solo dijo "Ah, bueno... pero nadie me vio el rostro, ¿no?" XD
 
Entonces el Decimotercer campeón de Hades resultó uno de los "buenos" y hasta de Santo de Plata terminó, volviendo el dúo de Escorpio en un trió que ha estado moviéndose mucho y haciendo cosas "geniales" por las que Akasha hasta se lee que le dio un poco de "celos" XD
 
Lo más resonante es que los Caballeros Negros parecen haberse rendido, vaya :o
 
Pero lo más llamativo a mis ojos es que los votos entre Akasha y Azrael sean los mismos que dices al casarte OoO....
 
Lo de las dos Ánforas siempre se me ha hecho difícil de comprender así que saltémonos esa parte, sólo que de algún modo Akasha terminó obteniendo lo que quería y que todo el plan de Tritos se fue al demonio pese a que "insertó la idea de la paz" en la mente de la chica XD
 
Lo que más me gusta de este capitulo es cómo es que leemos a Caronte tan pero taaaan cabreado jajajaja, me encanta ese momento. Pobre Akasha, la que se le viene...
 
PD. Buen cap, sigue así x3

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


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Publicado 31 agosto 2020 - 05:08

Saludos

 

Seph Girl

Spoiler

 

***

 

Capítulo 40. Un planeta, un ejército

 

El hospital estatal de Bluegrad sería el último lugar en el que Akasha pensaría para acabar con diez mil años de violencia y tragedia, aunque ahora que todo había pasado, sentía que el dónde nunca importó, sino el qué, y por supuesto, el cuándo, pues antes y ahora vivían a contrarreloj.

No se sentía ningún cosmos en Julian Solo, a pesar de que la urna que Altar Negro había abierto de forma tan melodramática era ahora la única que había en el lugar. La otra, que a parecer de todos Akasha había designado como auténtica, se esfumó sin que nadie se diera cuenta, como por arte de magia. El líder de Hybris, autoproclamado Segundo Hombre, la buscó por todas partes después de dejar el ánfora que había abierto en el suelo, mientras que Julian lo miraba todo con una expresión pétrea, como si en lugar de Poseidón, algún antepasado de Sneyder se hubiese apoderado de él.

—Después de todo, no he obtenido nada. ¿Cómo debo actuar ahora, Akasha de Virgo?

—Cumpliendo tu palabra, así como yo lo he hecho. Muchos de mis compañeros se pusieron en peligro para ofrecerte esta oportunidad, y no permitiré que sea en vano solo porque el azar jugó en nuestra contra.

—¿Nuestra? —se extrañó Julián Solo.

—Lo sabes, ¿cierto? No estarías aquí de no saberlo; no te habrías reunido conmigo si no hubieses entendido mi estrategia.

—Ya veo. ¿Qué ocurrirá con el ánfora de Atenea ahora? Entiendo que no me será entregada —dijo Julián Solo, observando cómo Altar Negro desistía de buscarla y se sentaba, en apariencia exhausto.

—Ha vuelto al Santuario. Supongo que eso no te satisface.

—El futuro de este mundo es más importante que si estoy o no satisfecho, creo que en eso estaremos los tres de acuerdo. La armada de Poseidón apoyará a los santos de Atenea contra las huestes del Hades, el Santuario tiene mi palabra.

Palabras que salieron de la boca de Julian Solo secas, pero entraron en los oídos de Akasha y Azrael como melodía. Dos de las cuatro órdenes sagradas que más habían destacado a lo largo de las Guerras Santas, unidas por primera vez. Un evento que podía cambiar el curso de las futuras batallas. Y ya lo había empezado a hacer, al colocar a Altar Negro en una posición en la que seguir actuando por su cuenta dejaría a los caballeros negros completamente vulnerables. Con semejante posibilidad encima, el líder de la orden rebelde no tuvo más remedio que aliarse con el Santuario. 

«Hemos ganado esta batalla, solo nos falta ganar la guerra —pensaba Akasha, pese a un detalle que la inquietaba—. El ánfora que abrió debía ser la auténtica. ¿Nos mentiste todo este tiempo, Tritos de Neptuno?»

 

Altar Negro destapó el paquete en la mesa con mucho cuidado, para luego sacar un par de copas y una botella de champagne. A varios metros de distancia, detrás de la barra, Makoto chistó, incapaz de creer que aquel desvergonzado volvería a hacer la misma broma de mal gusto. Ajeno a tales recriminaciones, el líder de Hybris destapó la botella, manchando la mesa por la espuma saliente.

—Propongo un brindis —dijo mientras llenaba las dos copas—. Con el permiso de la joven santa de Virgo, claro. ¡Nunca esperé que mi alianza con Poseidón se diera de forma indirecta!

—Es mediodía —advirtió Julián Solo, molesto—, y no creo que haya nada que celebrar ahora, con una guerra en el horizonte. No soy esa clase de persona. Esperaba que trece años de fallidas negociaciones te lo hubiesen dejado claro.

«Trece años —pensó Akasha, consternada—. Ese hombre lleva trece años buscando el favor de Poseidón. Claro, cuando los vi en la limusina, ya se conocían.»

No había tenido tiempo para cavilar sobre ese asunto, a decir verdad. Como mucho había dado por supuesto que hubo un par de acercamientos a lo largo de ese año, tenía sentido porque el mismo líder de Hybris había aceptado ser aquel que se llevó a Hipólita de Reina Muerte y robó al Santuario la Máscara de Rangda. Aquello lo convertía en alguien todavía más calculador que ella, la clase de persona que podría rehuir las pesquisas del Santuario pese a la falta de recursos. Partiendo de ahí, que buscara el apoyo de un dios para su proyecto tenía sentido, fuera Poseidón o Atenea.

«Hace trece años, Caronte invadió el Santuario. Hace trece años, Orestes de la Corona Boreal solicitaba una alianza con el Santuario. Y además, Kiki decía haber recibido un regalo envenenado que preferiría no tener que usar. Armas de gammanium

Poco a poco, empezaba a preguntarse si aquella reunión era un triunfo, o solo el cierre del círculo que había empezado a formarse desde el despertar de los santos de bronce. No, tal vez antes de que ella apareciese como la primera aspirante a un manto zodiacal.

—Nunca he terminado de comprender el disgusto que sientes hacia mí y mis muchachos —dijo Altar Negro, despertándola de aquel prolongado trance.

—No se trata de disgusto sobre las personas, sino de los métodos —aclaró Julian—. Si de castigar a la humanidad se trata, entonces debo suponer que Poseidón tenía razón, y que toda esta prórroga que el dios al que represento ofreció a Atenea y los santos no tiene sentido. ¿Por qué debería aprobar tu ruta blanda e ineficiente? De la última vez que pude hablar con un santo, Shun de Andrómeda, extraigo que el Santuario es perfectamente consciente de esto, y por eso nunca ha hecho nada por vigilar que no me reuniera con cualquier miembro de tu organización.

—Al menos ellos hacen algo por el mundo, no se sientan a esperar que mejore solo —espetó Altar Negro, en claro intento de provocar al empresario.

 

Sonó una melodía sin que nadie la viera venir, pues Sorrento sacó la flauta con la celeridad del relámpago. El general del Atlántico Sur tocó el instrumento con una habilidad que poquísimas personas podrían imitar, dedicando a los presentes una tonada que invitaba a la calma, al fin de los rencores y las preocupaciones. Akasha identificó aquella música con el canto de Lucile; lo sabía humano, y a pesar de ello no podía evitar pensarlo divino, proveniente del mismo Olimpo. Se preguntó, casi sin darse cuenta, cuán hermoso sería el arte que Sorrento y Lucile podrían crear juntos.

Al término de la melodía, todos se hallaban en el mismo estado de paz que proclamaban desear para el mundo. Azrael dio un breve aplauso, a lo que Akasha y Altar Negro se sumaron. Sorrento, devolviendo el dorado instrumento a su estuche, que guardó de nuevo en el bolsillo interior de la chaqueta, asintió, agradeciendo el gesto.

—Me tranquiliza saber que os llevaréis bien —comentó Julián Solo. Él también parecía más calmado, mucho menos tenso—. Porque será él, Sorrento, quien dirigirá el ejército de Poseidón. A él deberéis dirigiros en esta guerra.

—Esperaba que estuviera al frente… —dejó escapar Azrael mientras dejaba la taza de café en la mesa, vacía. Antes de que Julian Solo contestara, ya debía estar dándose cuenta de lo absurdas que eran sus palabras. 

—Y estaré al frente de mis asuntos, por supuesto. Sentado en mi despacho, esperando que el mundo mejore. —El comentario, aunque hecho con saña, casi no lo parecía debido al tono neutro de Julian—. El Hado no ha querido que vuelva a ser el receptáculo de Poseidón, y tampoco me considero un experto en cuestiones militares de cualquier tipo. Mi mundo es el mar, el comercio, no la guerra.

—Será un honor trabajar codo con codo con el Santuario —aseguró Sorrento con claro entusiasmo—. Desde los tiempos de la Atlántida, ningún hombre ha estado al mando de todo el ejército de Poseidón. Juro que mis acciones desde hoy hasta el final de la inminente guerra estarán a la altura de esta alianza única.

—Estoy convencida de que así será —dijo Akasha—. Shun me ha hablado mucho de ti en el pasado, tiene mucha fe en tu resolución y buen juicio. No podría esperar un aliado mejor, salvo el mismo dios de los mares, claro.

Tanto el empresario como el renombrado general se levantaron casi al unísono, por lo que Akasha y Altar Negro también lo hicieron. Sorrento extendió la mano, siendo correspondido por los representantes del Santuario y de Hybris. Julian Solo realizó el mismo gesto, aunque en su caso, solo apretó la mano enguantada de la santa de Virgo; era evidente que, aliado o no, algo en Altar Negro no terminaba de agradarle.

—Eres una joven particular, todavía más como santa de Atenea. Que siga siendo así —dijo Julian Solo antes de que se separaran—. ¿Será posible que aparezcas en la próxima reunión? Mi amigo, Ludwig, dice que tienes algunas ideas interesantes.

—Dudo que pueda ocurrir. Si el Sumo Sacerdote aún no me ha citado, lo hará en cuanto sea informado del resultado de este encuentro.  Y doy por sentado que con esta alianza, Tatsumi no seguirá necesitándome —bromeó, sacando una risa en Sorrento. El empresario, de maneras más controladas, se limitó a asentir.

El par se despidió y abandonó el hospital. Viéndolos partir, Akasha sintió una mezcla entre alivio y sospecha. Aunque se habían dicho muchas cosas, otras se habían dado por sentado. Lo normal, luego de la elección fallida de Julian Solo, habría sido que le preguntaran más sobre el curioso y rebuscado sistema de las dos urnas, y por el contrario, el empresario parecía tener prisa por retirarse.

«Si no quería que Poseidón fuese liberado, ¿por qué interesarse en esa alianza? —se preguntó, y aunque no halló una respuesta satisfactoria, enseguida pensó en las posibles razones que llevarían a Julian Solo a no esperar con entusiasmo volver a ser el receptáculo del dios de los mares—. Quizá tema perder su identidad.»

Una idea descabellada le pasó por la mente, una que solo era suya a medias, pues en ella había influido nadie menos que Tritos de Neptuno. Sin que esto pudiera saberlo Akasha, esta decidió que aquel extraño sujeto, pese a ser compañero de Caronte, no mentía. El sistema de las dos urnas dependía de que un observador decidiera qué era real, siendo la otra falsa por descarte. Partiendo de ese hecho indiscutible, había que aceptar que el ánfora de Atenea que estaba en la cafetería, abierta, era la verdadera.

«Poseidón está libre —pensó Akasha con un alivio que supo ocultar bien—. Debo llevar esta urna al Santuario —decidió, indicándole a Azrael con un gesto que se la llevara.»

 

—Lo imposible ha ocurrido hoy —soltó un entusiasta Altar Negro, justo en el momento en que Azrael tomaba la urna abierta—. Tierra y Mar unidos. ¿Cuál es el próximo movimiento? ¿Guerreras satélite? ¿Makhai? ¿O serás tan audaz como para liberar a los espectros y usarlos como tropa de choque contras las legiones del Hades?

Akasha suspiró, sin el menor interés en ocultar su fastidio. Por un momento olvidó que tenía que lidiar con Altar Negro. Y no solo con él.

—Eso me gustaría saber a mí —intervino Makoto—. Si crees que no sé leer entre líneas, me estás subestimando. ¿Cuál era tu intención, Akasha? ¿Robaste el Ojo de las Greas porque querías formar una alianza con Poseidón?

«No, Makoto, no tengo paciencia para esto ahora.»

Con un ademán, Akasha indicó a Azrael que se encargara de aquel par de asuntos.

—Quisiera pedir algo.

—No soy camarero. Soy un santo y quiero…  ¿Qué haces? ¡Espera!

Azrael no dudó en tomar a Makoto por la mano herida, causándole alaridos que habrían incomodado a toda la clientela y aterrorizado a empleados y pacientes. Por suerte, no había nadie más en la cafetería, y las instalaciones pertenecían al gobierno de Bluegrad, de modo que toda la plantilla sabía cómo actuar frente a ese tipo de situaciones, o no actuar, en este caso; hasta el camarero y la enfermera se habían retirado sin que nadie lo notara. Aprovechando la situación, Azrael alejó a Makoto mientras que con la mano libre agarraba el ánfora de Atenea, ignorando las protestas de este.

—Te ha pillado —comentó Altar Negro, bromista. No parecía estar tomándose en serio la acusación de Makoto—. Hubo un tiempo en que hasta un santo de plata temblaba solo por saludar a un santo de oro.

—Y a pesar de ello, hasta la época en la que cinco santos de bronce se atrevieron a destacar, el ejército de Atenea no obtuvo una victoria auténtica —apuntilló Akasha, certera—. Creo que aceptaré esa copa.

Azrael, Makoto y la camarera se habían retirado, y no había ni una sola persona a la vista. De hecho, toda la plantilla del hospital estaba informada de que no debían entrar en el lugar durante un par de horas. Akasha sonrió, y no tras la máscara dorada, sino al aire mismo, demasiado frío. El rostro de metal que portaba desde hacía más de trece años, colgaba en una de sus manos; lo dejó sobre la mesa con mucho cuidado.

Enmudecido, Altar Negro tanteó la mesa con nerviosismo. Las copas cayeron, y aunque resistieron el impacto, el líquido fluyó hasta el suelo. El hombre no dijo nada, preso de una extraña hipnosis; se limitó a recolocar las copas, para luego volver a llenarlas. Sostuvo una de ellas y se la ofreció a Akasha, quien percibió un leve temblor en la mano de Altar Negro. ¿Tanto podía afectarle ver su rostro? No tenía nada de particular, si se obviaban las consecuencias de infringir la Ley de las Máscaras. Sonrosadas mejillas rodeadas por hebras del largo cabello castaño, de leves ondulaciones en las puntas; el flequillo irregular cubriéndole la frente, sobre las finas cejas que coronaban una mirada gris en el ojo izquierdo, aguamarina en el derecho; la nariz, pequeña y recta. Nada en ella era especial, eso era lo que siempre había pensado, así que le interesó mucho saber qué estaba mirando aquel aliado improbable. ¿El Ojo de las Greas? No. ¿La sonrisa, de labios suaves que curvaba con suavidad cada vez que se sentía triunfante? Sí, eso era, él estaba mirando sus labios, aquella sonrisa suya, acaso maliciosa, que no pudo sino intensificar un poquito.  

—No me estás ofreciendo tu amor.

—No —contestó Akasha, a pesar de saber que Altar Negro no estaba haciendo una pregunta, sino afirmando. Aceptó la copa—. Al aliarte con el Santuario, no solo has fortalecido el ejército de Atenea, sino que también le has devuelto lo que habías robado. A cambio, según tengo entendido, solo requerías ver mi rostro, ¿estás satisfecho?

—La última vez que nos vimos, dijiste que no tenía sentido matarme —le recordó mientras levantaba la copa.

—Y no lo tiene. Aun asumiendo que seas honesto, cosa que no hago —advirtió, gélida—, los caballeros negros estarán confundidos, y en peor posición se encuentran las fuerzas del Santuario, por siglos enfrentadas a los caballeros negros. Necesitan tiempo para recordar que pertenecen al mismo ejército, al único que este mundo necesita. Cuando lo hagan, lo que no tendrá sentido será que sigas vivo, y yo sí deseo ser honesta. ¿Por qué brindamos? —preguntó, sin dar tiempo a cualquier intervención.

—Por esta nueva alianza, desde luego —dijo Altar Negro con encomiable autocontrol. Ya no temblaba—. Diez mil años de conflicto terminan hoy, quizás para siempre.

—Que los enemigos del Santuario tiemblen y que la paz del mundo perdure.

Chocaron las copas, y una parte de cada una fue a parar al paladar de los representantes de los santos y los caballeros negros. Un brindis incómodo, el más incómodo que Akasha, que tiempo atrás acompañó a Tatsumi a toda clase de reuniones, recordaba.  

—Por los Solo —dijo Altar Negro—. Generaciones de hombres que siempre han sabido contener su temperamento. En estos meses hemos podido disfrutar de un ejemplo de su autocontrol, y el joven Adrien va por el mismo camino.

«Adrien Solo, el hijo de Julian Solo.»

En la mente de Akasha, un motivo para lo ocurrido en la pasada reunión aparecía como si fuera la cosa más obvia del mundo. Pero no era tiempo de pensar, y así lo indicó el nuevo choque de las copas. Akasha y Altar Negro bebieron como si una promesa de muerte no se hubiese formulado hacía tan poco tiempo.

—Por la victoria —dijeron al unísono, con una sola voz, y bebieron. Akasha terminó su copa. A Altar Negro le faltaban unas gotas.

—Por un mundo en el que los justos prosperen. —En esta ocasión, brindó solo.

Altar Negro pidió a Akasha su copa, ya vacía, y la puso junto a la suya en el paquete, que cerró enseguida. Lo levantó, agarrándolo bajo el brazo, al parecer sin darse cuenta de que no había puesto la botella dentro. Los temblores volvían.

—Se te olvida el periódico —le advirtió Akasha, cuando ya estaba por retirarse.

—Es un regalo —dijo Altar Negro, sin mirarla—. Si vas a intentar ganarte a mis muchachos, sería bueno que conocieras sus logros. Serán tus compañeros en las próximas batallas, después de todo. 

 

***

 

Afuera se encontraron con Mimiko, la enfermera que había cuidado de Akasha y el resto de santos los últimos meses, a quien Makoto conocía de cuando estaba en el orfanato. Tan pronto se vieron, los compatriotas continuaron la conversación sobre los viejos tiempos que empezaron antes; ella hablando entre calada y calada, Makoto olvidando por un rato las quejas que había estado vociferando cuando salieron de la cafetería, de la que por fortuna no provenían ruidos de una batalla mortal. Todo estaba bien para Azrael, quien adivinaba las intenciones de Akasha. El Cisma Negro ocurrió hace ya algunos años, pero seguía reciente en la mente idealista de la santa de Virgo, quien ingresó en un Santuario limpio de toda corrupción, de los tiempos del traidor Saga de Géminis, y de Jaki e Hipólita. La rebelión de Ethel la golpeó con la misma fuerza que a aspirantes, escuderos y soldados, y peor fue ver cómo alguien aprovechaba esa tragedia para reconstruir su ejército. Altar Negro tenía que morir; para Akasha, esa decisión ya estaba tomada, y no era algo que podían cambiar las palabras o las acciones.

Pero no sería hoy. El líder de Hybris salió ileso del hospital. Ahora que se fijaba bien en él, Azrael no recordaba haberlo visto así antes, vestido de blanco.

—Parece que ya puedo entrar —dijo Mimiko, la enfermera, apurándose en tirar la colilla en una papelera, de modo que nadie se percatara—. ¿Señor?

Altar Negro la miró como si viera a alguien de otro planeta, y luego miró la botella. En un impulso de genuina furia, el hombre la tiró contra una de las paredes. Mimiko balbuceó algo sobre que se la pudo dejar si no la quería, pero terminó retrocediendo en silencio ante las maldiciones sin sentido que aquel sujeto de blanco gritaba a los cielos.

La escena dejó estupefacto a Azrael. Guiado por el pasado, caminó hacia quien le salvó la vida tiempo atrás, cuando ambos eran unos críos. Él siempre mantenía la calma, siempre tenía una sonrisa y palabras optimistas que decir; nadie que hubiese conocido era semejante, ni siquiera Akasha. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, Altar Negro giró; si bien no estaba del todo tranquilo, al menos ya no gritaba. Hizo el amago de darle un abrazo, indeciso, hasta que decidió solo ponerle las manos sobre los hombros.

—Cómo me alegro de que no cumplieras tu misión —dijo forzando una sonrisa—. Te doy las gracias. Por no haberla matado, te doy las gracias.

Quisieron los dioses que aquellas palabras solo fueron escuchadas por ellos dos, ya que Mimiko no hacía más que alejarse y Makoto solo tenías ojos para la falsa ánfora de Atenea, que por alguna razón Akasha y Azrael se empeñaban en conservar.

 

***

 

Altar Negro, Segundo Hombre, Padre de la Humanidad. Tantos nombres, tantos títulos: y su verdadera identidad permanecía en lo más profundo. ¿Cuándo fue la última vez que lo llamaron por su nombre? Ya no podía recordarlo, y sin embargo, ese rostro jamás lo había olvidado. Al principio fue una sospecha. Aquella vez que se encontraron en la limusina de Julian Solo estaba vestida y con una máscara ocultándole el rostro. Ahora esa máscara no estaba, no en su mente, y lo que ocultaba coincidía, coincidía del todo.

Durante las largas horas que tuvo después de la reunión, repasó cada palabra y cada movimiento, sentado en uno de los peldaños que llevaban a su base de operaciones. Un refugio que ni el Ojo de las Greas podía alcanzar, un rincón suyo y de sus muchachos, que con o sin alianza, el Santuario no tenía por qué conocer. Tanto pensar en el asunto solo le llevó a una conclusión: no había mucho en lo que fijarse; la realidad se le mostró tal cual era, como solía ocurrir cuando los dioses enviaban un mensaje. Todos querían ir al grano, nadie se desvió demasiado del asunto principal, y nadie se quiso quedar más de lo debido. Dioses, Azrael solo habló un par de veces, y una para tomar el café que pensaba ofrecerle Sorrento, que tampoco habló mucho. No podía culpar a Julian Solo, simplemente estaba protegiendo a su hijo, Adrien Solo.  

Sabía que no tardarían en llegar los demás, así que con un chasquido de dedos llamó a Oribarkon. El mago, por lo general, acudía enseguida, ya que ser llamado alimentaba su ego, le daba a entender que era indispensable. En contra de lo esperado, esta vez no apareció, ni al segundo, tercer o cuarto chasquido.

—Tendrá que hacerse a la antigua usanza —murmuró para sí, levantándose. A pesar de haber dicho tales palabras, conforme ascendía siguió tratando de llamar a Oribarkon, preguntándose si le había ocurrido algo.

 

***

 

Pizza y un par de botellas de refresco de litro y medio. En eso consistiría la cena de hoy, colocada sobre el sencillo mantel que cubría una mesa circular. Había seis vasos de plástico, cada uno enfrente de las seis sillas que rodeaban el único mueble de la zona. Altar Negro veía la escena desde distintos ángulos, dando varias vueltas alrededor. Para un día cualquiera, estaba bien; para celebrar lo que había preparado por veinte años, era patético. ¿Por qué Oribarkon tuvo que desaparecer justo ese día? El Santuario dejaría de perseguirlo como parte del acuerdo, lo que le permitiría ir en busca de Adrien Solo y rendirle vasallaje, pero eso él no lo sabía de momento, así que tendría que estar tratando de llenar las lagunas mentales que le provocaron el sacrificio a Leteo. Eso era lo que él quería creer, al menos, porque extrañaba a aquella mano de obra excepcional.

—El trabajo dignifica al hombre y al telquín —dijo al tiempo de un último chasquido, nada perdió con intentarlo—. ¿Dónde quedó eso, viejo genio e improbable amigo?

—Debería haber una botella de champagne aquí.

El arte del teletransporte parecía ir de la mano con un rechazo generalizado al saludo y la presentación. En cualquier momento, uno podía estar escuchando la voz de un desconocido que se le aparecía detrás. Para estar prevenido, era necesario agudizar el sentido más allá de los cinco convencionales, como era el caso de Altar Negro.

—Tuve un accidente, Munin.

—Lo sé —dijo Cuervo Negro, que por calculada ironía iba cubierto por una chaqueta blanca con capucha—. ¿No podría haber comprado otra, Viejo? Es millonario.

Le habría gustado responder a aquella pregunta con una respuesta ingeniosa, pero debía reconocer que Munin tenía razón, como de costumbre, así que optó por el silencio. Antes de sentarse, indicó a Cuervo Negro que lo hiciera, y evitó hacer el repetitivo comentario sobre la vestimenta —pantalones rotos, y no por el uso, sino comprados así, con varios agujeros; una moda sin sentido en tiempos sin sentido—, o sobre que, si seguía inclinando la silla hacia atrás, acabaría cayéndose.

—¿Dónde están los cubiertos? —preguntó Munin con gesto de desaprobación.

—Es pizza —dijo Altar Negro, pensando a su vez que esa era de las tantas cosas que había olvidado—, se come con las manos.

—Sí, pero primero hay que partirla, ¿no? ¿Se ha lavado las manos?

—Hugin podría crear cubiertos —señaló Altar Negro.

—Sí, sí —admitió Munin, gemelo del susodicho, con fastidio. El flequillo revuelto sobre la frente era una de las dos cosas que lo diferenciaban del legítimo santo de Cuervo—. Lástima que en vez de elegir al hermano que manipula cosas, me eligió a mí, el que manipula mentes, el Hombre de Negro

Hombre de Blanco, más bien.

—Mira quién fue a hablar.

Ambos rieron, lo que sirvió para calmar los ánimos de Altar Negro.

 

Dos hombres llegaban cuando Altar Negro destapó la caja, observando con una amplia sonrisa que la pizza ya venía en seis trozos. Llamó a los recién llegados a la mesa, un muchacho también vestido de blanco, con botas y guantes del mismo color, esbelto y de cortos cabellos claros y brillante mirada, y un hombre cubierto por el mismo uniforme de oficial militar que llevaban los santos cuando se reunían con el gobierno de un país, solo que estaba sucio y desvaído por el paso del tiempo y el exceso de uso, además de remendado en diversas partes. Destacaba en el segundo la total ausencia de rasgos, razón que le había granjeado el apodo de Caballero sin Rostro; el santo de Capricornio de la actual generación, que abandonó el Santuario durante el Cisma Negro.     

Ninguno habló. El primero por timidez —era la primera vez que compartía mesa con los líderes de la orden, y por muy duro que quisiera mostrarse, seguía siendo solo un muchacho—. En cuanto al Caballero sin Rostro, solo hablaba cuando era necesario, cosa que se reducía a informar de una misión acabada y preguntar por una nueva.

—Ícaro, Adremmelech. Me alegro de que hayáis podido venir. ¿Os habéis encontrado con Oribarkon, por un casual?

Los dos cabecearon en sentido negativo, y lo mismo hizo Munin, a quien también iba dirigida la pregunta. Altar Negro empezaba a preocuparse, pero mientras llenaba los vasos de refresco —por supuesto, ni Ícaro ni Adremmelech mencionaron el champagne—, el mago hizo al fin su aparición.

 

—¿Y eso qué es? —cuestionó Oribarkon. No llegó andando, por supuesto, sino que se apareció sin más sobre su silla, cubierto por la ropa de siempre, pero sin el yelmo. Fijó los ojos, ambarinos, en uno de los trozos de la comida que Altar Negro ofrecía, y al mismo tiempo este se elevó en el aire como movido por una mano invisible.

—Pizza —respondió Altar Negro, sintiéndose más estúpido de lo que se había sentido en mucho tiempo. Era obvio para él, que conocía perfectamente la época en la que vivían; los últimos recuerdos completos que Oribarkon conservaba, incluían la Atlántida aún en la superficie—. Es comida, rica y deliciosa comida.

Oribarkon siguió mirando el trozo con desconfianza, haciéndolo girar una y otra vez. El resto prefirió ignorar la particular manera de ser del mago, y tomaron sus respectivas partes de aquella comida improvisada. El último en hacerlo fue Ícaro.

—¿Cómo se encuentra tu madre? —le preguntó Altar Negro.

—Sobrevive. —El autocontrol de Ícaro era envidiable, al menos a la hora de hablar. ¿Sería lo mismo en el campo de batalla? Altar Negro deseaba creer que sí; había puesto todas sus esperanzas en el muchacho, un caso único en la historia de los caballeros negros, que a pesar de ello cargaba sobre sí dos derrotas frente al mismo enemigo.

—Hipólita es una superviviente —afirmó—. Sin embargo, no saldría con vida de otra batalla semejante. El tiempo pasa, hijo, y nos invita a ceder el testigo a la siguiente generación. Mi amigo, el profesor Asamori, no ha podido subir estas escaleras desde hace algunos años, ni tampoco otras —lamentó.

 —El tiempo pasa para todos, excepto para el Viejo que flirtea con la nieta de su compañero de estudios.

A Altar Negro le sorprendía más que Munin escogiera el verbo flirtear, de entre tantos sinónimos, que el hecho de que hiciera aquel comentario. Munin siempre había tenido problemas con su particular inmunidad al paso del tiempo, y era peor cuanto más se acercaba a los treinta, por mucho que lo ocultara vistiéndose como un adolescente.

—Esa no es forma de dirigirte a nuestro Padre —dijo una voz femenina, baja al principio, e incrementándose al son de las pisadas; estaba subiendo las escaleras—. Y nunca me ha convencido la idea de que estudiara junto a mi abuelo.   

Tomomi Asamori había llegado, vistiendo un uniforme amarillo de una pieza. Con ella, entre miembros originales y representantes de quienes no estaban presentes, los líderes de Hybris estaban reunidos. Altar Negro esperó a que la joven se sentara antes de hablar. Detrás de él se encontraba su vigía, bien oculto a las miradas de los jóvenes.

—Lo que sin duda habéis oído es cierto —declaró—. Los ejércitos de Poseidón y Atenea son uno, y los caballeros negros nos hemos unido a esta alianza única, tal y como era la misión que se te encomendó hace trece años, Orestes de la Corona Boreal —alzó la voz con aquellas últimas palabras, henchido de orgullo.   


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Publicado 06 septiembre 2020 - 22:31

Capítulo 40.- Pizza y soda
 
Pues la ánfora fue abierta y según Akasha, Julian eligió bien, pese a que se calla el secreto y finge el "Pues que mala suerte, aun así será mi aliado!"
Pero Julian dice una palabras en las que comenta que parece que Poseidón no lo considera el mejor receptor, siendo Akasha quien puede darnos la clave al pensar en Adrien Solo, el hijo de Julian DUN DUN DUUUUN!! y que párrafos después Altar Negro lo confirma al parecer.
También menciona a "Ludwig" y no recuerdo si es la primera o segunda vez que lo mencionan xD, pero ahí esta un guiño de SS Omega.
 
De las mejores escenas del episodio es cuando Akasha se quita la máscara y Altar Negro le dice que "No me estas ofreciendo tu amor" XD, así que si Altar Negro logra sobrevivir a las batallas por venir, está condenado por la promesa de Akasha (que esperemos no sea como la indecisa de Shaina...)
 
Descubrimos que, en ese antiguo Flashback que tuvo Azrael, el niño de ropas antiguas que lo salvó de aquellos guerrilleros fue chibi Altar Negro XD , wow! No creo que a Akasha le gustase enterarse de eso... cuidado Azrael.
 
Ahora destaquemos el que Altar Negro quedó en shock viendo el rostro de Akasha, por lo que hay un alto secreto allí XD (así de fea es?? Jaaa, broma)
 
La reunión de los dirigentes de los caballeros negros terminó siendo acompañada con soda y pizza, sé que no quieres promocionar marcas pero  me pregunto qué servicio de pizzería llegaría a entregar a un domicilio como ese donde nadie salvo los de Hybris pueden entrar al parecer? XD Pero pues que codo/tacaño el hombre, una pizza de 6 pedazos? que hará si alguien quiere repetir?! jaja
Supongo que eso y más lo sabremos en el próximo episodio.
 
PD. Buen cap, sigue así x3

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


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Publicado 07 septiembre 2020 - 07:19

Saludos

 

¡Buen review, sigue así!

 

Seph Girl

Spoiler

 

***

 

Capítulo 41. Campeones

 

Al igual que ocurría cada jornada desde hacía tiempo, la comida llegó del cielo: una pata de jabalí recién cocinada que dos personas tendrían que compartir, junto a una barra de pan y dos botellas de agua. Eso debía durar todo el día a los prisioneros de aquel infierno, una plataforma de piedra caliente, no más grande que cualquiera de los templos zodiacales en el Santuario, rodeada de fuego fatuo. El azul de las llamas llenaba el este y el oeste, así como el norte y el sur, sin que fuera posible ver algo más que no fuera el descolorido firmamento. Así, el par solo se tenía el uno al otro, la comida que les llegaba y un par de cubos. Si tenían suerte, también les regalaban algo para el aseo. 

El primero en despertar fue Ban, que no tuvo el menor reparo en ir a por el primer bocado sin despertar antes a su compañera de celda. Quien lo viera en el estado en el que se encontraba, empero, no lo culparía por ese animal comportamiento, nada tendría decir de los desesperados mordiscos que daba a la suculenta comida. Con el rostro avejentado, el cabello revuelto, una maraña gris que hacía de barba y unas prendas malolientes y desvaías cubriéndole en lugar del manto de bronce, Ban estaba peor que nunca. Y a un tiempo, por contradictorio que a él mismo le sonase, estaba al fin en paz.

—No puedo curar las heridas de tu alma —le había dicho el santo de Cerbero meses atrás, cuando la prisión no era ese lugar, sino el ruinoso castillo Heinstein. Tres comidas al día, espacio suficiente para asearse y pasear sin encontrarse con nadie, un clima normal, aire fresco. Todo eso parecía un sueño ahora—. Solo puedo impedir que crezca. Expulsaré la maldad que te consume, Ban. El precio serán algunos años de tu vida.

El santo de bronce sonrió al recordar aquello, un momento antes de dejar la mitad de la carne en el suelo y masticar los últimos trozos que le correspondían. Tosió, no por que siguiera doliéndole el alma, sino porque se estaba atragantando. Raudo, agarró la botella de agua y dio un largo sorbo; poco importaba que estuviera caliente, en un lugar así bien podría pensar en cada gota como el néctar de los dioses. Con todo, se contuvo, quedando todavía dos tercios de la botella cuando buscó el pan con la mirada.

—¿Qué demonios? —maldijo al no encontrarlo.

—Algunos nos llaman perros del infierno, a mí y a mi hermano —dijo una joven tras él, una que rendía cuenta del pan con la misma avidez que él—. Pero no soy un demonio, soy Bianca de Can Mayor, miembro de la división Fénix.

Ban dejó escapar un gruñido, aceptando esa derrota. Dejó su botella en el suelo y se sentó, todavía dándole la espalda a la santa de plata. No necesitaba mirarla, pues ya compartían bastantes horas el día como para saber que estaba en un estado similar al suyo: el pelo negro, de flequillo recto y lacio, sin ni una sola hebra blanca cuando entraron allí, arrojados por un furibundo Fang de Cerbero, ahora estaba hecho un desastre; el cuerpo delgado, esbelto y perfumado, algo que la distinguía de cualquier otra santa en esta y las pasadas generaciones, iba cubierto con una holgada túnica de prisionera, de un gris claro en aquellas partes que no estaban oscurecidas por el uso continuo. El resultado de un trato lamentable para una mujer, como Bianca había argüido en alguna ocasión; del lado de Ban, nunca dirigió una mirada compasiva a la santa de Can Mayor, pues ella había sido artífice de la desgracia que compartían.

Los primeros cinco meses estuvieron bien, un encierro solitario en el castillo Heinstein. Si se obviaba el hecho de que la edificación estaba en ruinas y que no podía salir de la zona bajo ningún concepto, podía tomarse como unas vacaciones, cosa que Ban hacía en parte. Solo dos cuestiones le impedían dejarse llevar por la situación, facilitándole las cosas al improvisado sanador que resultó ser el santo de Cerbero: una era su hijo, el caballero negro de León Menor; la otra era Akasha, a quien había jurado cuidar y proteger a sus hermanos caídos en la batalla. El carcelero y sanador, Fang, lograba tranquilizarlo dándole buenas nuevas del exterior en todo momento, hasta que llegó Bianca y todo se fue al mismísimo demonio en solo tres días.

Que el Santuario obtuviera el ánfora de Atenea y la copia, solo retrasó el reparto de culpas, debiendo varios santos de oro tener audiencia con el Sumo Sacerdote. Shaula de Escorpio acusaba a Lucile de Leo de conspirar para liberar a Poseidón junto al tal Tritos de Neptuno. Garland de Tauro demandaba a Sneyder de Acuario por abuso de autoridad. Este último, sin molestarse en responder tal acusación, describió a la inconsciente santa de Virgo como un mal potencial que el Santuario debía erradicar. Ese había sido el mundo más allá de Heinstein, héroes tratándose los unos a los otros como villanos, siendo los subordinados de aquellos, ejecutores de órdenes que acaso no comprendían bien, las víctimas. De ese modo, todos los que estuviesen implicados en el intento de robo del ánfora de Atenea, se hallaban bajo vigilancia. La única razón por la que Ban no había sido trasladado al hospital en Bluegrad donde estaban la mayoría de santos de bronce y plata implicados, era de hecho el interés de Fang por curarlo, interés que fue mermado cuando una perra del infierno le dejó manco, en sentido espiritual, luego de probar toda argucia imaginable para que la dejaran salir de allí.

—¡Soy inocente! —reclamó Bianca de Can Mayor.

—¡Todos dicen lo mismo! —dijo Fang de Cerbero, por una vez de verdad cabreado.

Tras ese brevísimo juicio, se dictó la sentencia. Las bolas de hierro picudo que colgaban de las cadenas de Cerbero entrechocaron, generando un portal que devoró no solo a Bianca, sino también el cómplice que se había ganado en el último momento, Ban.

Así empezó un mes infernal para ambos, donde Ban tuvo tiempo de lamentar la decisión que había tomado. Estaba harto de estar encerrado y no hacer nada, por supuesto, pero eso no justificaba haberlo echado todo a perder por unas palabras bonitas. Desde entonces en adelante, cada vez que Bianca trataba de llevarlo a su terreno de nuevo, peleaban hasta la extenuación, marcándose el cuerpo con heridas y moratones que les garantizaban un dolorido despertar al día siguiente. Así pasó la primera semana, seguida de una segunda en la que se odiaron en silencio. A la tercera, no obstante, las cosas empezaron a mejorar. Ya no comían solo pan y agua, sino que recibían comida, ropa y medios para asearse siempre y cuando no causaran problemas. Ban retomó la terapia espiritual y Bianca, que no nació para la soledad, le confesó que tan agradable compañía se la debía a su querida hija y su subcomandante, Ishmael de Ballena.

—El bueno de Willy hizo público nuestro encuentro en Thalassa —dijo sin el menor pudor—. ¡Todo el Santuario sabe ahora que estaba en paños menores cuando Hipólita nos atacó! ¿No saben quedarse callados en la división Cisne?

—No todos pueden ser como los del Fénix y Andrómeda —apuntó Ban entonces, quien había servido en ambas divisiones—. En el ejército de Atenea hay de todo.

Así fue como empezaron a aceptarse, víctimas de una presunta injusticia, de la que Ban prefería escuchar antes que a hablar. No era tan necio como para atacar al Sumo Sacerdote, ni siquiera con palabras; mucho menos era la clase de padre que criticaría el buen juicio de su hija solo porque no había jugado a su favor. Por muchas veces que dedicara a Bianca un gesto de asentimiento, en su fuero interno sabía que Shaula de Escorpio buscaría lo mejor para él y los de la división Andrómeda, haciendo méritos que le aseguraran tener voz y voto en los asuntos del Santuario. Y que uno de esos méritos fuera cazar y traer al Santuario a la díscola santa de Can Mayor, sin duda era uno que hizo con gusto, si de verdad había intentado seducir a su subcomandante.

 

—Akasha ha despertado —anunció una voz ominosa que se oyó en todo el lugar. Ban miró al cielo y Bianca dejó de comer, quedando solo el extremo inferior de la barra—. Esta misma noche, cuando me despierte. ¡Tened buena tarde y portaros bien!

Nada más dijo Fang de Cerbero, de quien ni Ban ni Bianca dudaban que fuera capaz de haberse puesto a dormir en ese mismo momento. Al fin y al cabo, la prisión a la que los envió era una dimensión personal, que solo él podía abrir y cerrar. Una habilidad digna del custodio más perezoso del mundo, amigo de siestas y enemigo de la vigilancia constante. A un tiempo, los prisioneros dieron un largo suspiro. Pese a que el último par de semanas había sido más amigable, lleno de charlas intrascendentes, chanzas y pullas, ambos anhelaban la libertad. Deseaban hacer algo más allá de la infantil meta que era probar el primer bocado de la comida, quedándose con la mejor parte.

—Por fin nos largaremos de aquí —exclamó Bianca, aliviada, a la vez que tiraba lo que quedaba del pan a las llamas. Ban bufó, pero no volteó; las palabras de la santa de plata todavía no eran moduladas por la máscara—. Siento todo lo que ha pasado.

—Estoy seguro de que sí.

—En serio —dijo Bianca, acercándosele. Tan impúdica como siempre, lo abrazó desde atrás, pasándole los brazos por la cintura—. ¿Quieres alguna compensación? Entre las ojeras, la barba y esa cara de gruñón que tienes cada mañana, no pareces tú.

—Siempre he tenido esta cara de gruñón.

—Eso es verdad —admitió Bianca—. Eres el león de bronce.

—Un viejo león que atesora cada día que le queda. No puedes compensarme por haberme hecho perder este mes por un capricho.

—¡La libertad no es un capricho! —aseguró Bianca, clavando las uñas en la débil carne del león cautivo. La sangre bajó en silencio a la vez que la santa se acercaba al oído de Ban, hablándole ahora en susurros—: Claro que puedo compensarlo, solo cierra los ojos. No quisiera tener que matar al viejo león del Santuario.

 

***

 

La noche acaecía en la perdida región de Alemania que un día perteneció a los Heinstein. Frente a la colina, el santo de Cerbero levantaba los párpados con desgano, sintiendo sobre la cara el toque invisible de la luna llena. Al menos, eso pensó un momento antes de mirar a quien tenía enfrente.

Era alto y fornido sin resultar desproporcionado, vistiendo una armadura magnífica que no se pasaba de ostentosa, hecha de tal forma que las cuádruples hombreras, la coraza, el casco, las protecciones de la cintura y las extremidades parecían hechos de hielo. El rostro, en cambio, rezumaba una arrogancia que echaba por tierra esa imagen de dignidad que solo podía hallarse en tiempos pretéritos. Bajo la frente despejada, estaba la mirada de quien consideraba suyo todo cuanto veía, la mirada de un rey, como constataba la corona que le servía de casco y apartaba el cabello, echado atrás. Fang sintió que una vocecilla lo animaba a tomar en serio a aquel sujeto, pero otra le instaba a dejarle pasar. De cualquier forma, acabaría encerrado en la barrera, donde ya no estaban ni Ban ni Bianca. Así él podría dormir un rato más. Todavía no era medianoche.

—Mírame cuando te hablo, sirviente —ordenó el recién llegado.

Sin poder evitarlo, Fang contestó a las palabras altivas del hombre con un gran bostezo. Estaba cansado, muy cansado, ¿por qué tenían que venir a molestarlo?

En el tiempo de reacción de un santo, tardó muchísimo en interpretar cómo los afilados rasgos de aquel rey de armadura cristalina se encendieron. Dijo un nombre —Bolverk— antes de darle un puñetazo en la quijada que lo hizo volar a las alturas. Allí reaccionó por fin, dolorido y tragando sangre, pudiendo ver cinco personajes más ocultos entre los árboles. Decidió el curso de acción durante una fracción de segundo, aprovechando la adrenalina que lo inundaba entonces; las cadenas, movidas por ese pensamiento, fueron hacia Bolverk mientras el santo de plata caía en picada.

Bolverk aceptó el desafío de frente. Ni se adelantó, ni hizo el menor intento de retroceder, sino que al vuelto atrapó la bola de hierro picudo que estaba por alcanzarle, aplastándola en el mismo momento en que hicieron contacto, para asombro de Fang.

 

***

 

La piedra en el infierno temblaba, como vibraban las llamas azules y el cielo. Ban despertó, sobresaltado un momento, para luego bajar la cabeza sobre el regazo de una mujer. Era suave, muy suave, pese a que los brazos que salían de la túnica que esta llevaba eran las de una auténtica guerrera, acaso más fuerte que él. No importaba, eso no hacía menos hermoso aquel oasis del que un miserable como él puede beber. Sediento, quiso adivinar lo que había bajo la túnica, las formas que no podía detectar si no se esforzaba, como si fuera un vulgar sátiro y no el león de bronce.

—Kushumai —susurró Ban, rompiéndose entonces el embrujo. Quien lo cuidaba no era la hermosa ninfa que lo amó, sino una mujer enmascarada.

Giró con brusquedad por la piedra para alejarse antes de ponerse de pie y alzar los puños hacia Bianca, a quien la confusión debía parecerle de lo más divertida. Como él, se puso en pie enseguida, solo que sustituyendo cautela por la más descarada picardía, y a pesar de ello, al verla, no pensaba en ella como una mujer deseable, sino como una guerrera de temer. Quería creer que no era solo por la máscara que llevaba, la cual no había servido con Ishmael, sino que él, Ban de León Menor, era a esas alturas lo bastante sensato como para no comportarse como un crío enamoradizo.

—Quedará entre tú y yo que me confundiste con ella —aseguró Bianca—. De momento, tenemos problemas más graves que encontrarle una nueva mamá a Shaula.

—Seguir el ejemplo de Lucile no te llevará a nada bueno —criticó Ban, con todo agradecido por la advertencia—. ¡Nuestros mantos!

Un perro de plata y un león de bronce cayeron del cielo. Prestos, los santos de Atenea encendieron sendos cosmos para que los mantos les cubrieran una vez más, luego de un mes de injusta separación. Al tiempo que esto ocurría, una mera fracción de segundo, la plataforma de piedra se fragmentó de extremo a extremo entre temblores cada vez más persistentes. Otras grietas aparecieron en el cielo, detrás de las llamas y el firmamento; la prisión de Cerbero se estaba derrumbando por alguna razón. Los prisioneros no podían hacer otra cosa que apartarse de los trozos que iban cayendo a las llamas.

—¿Abajo? —sugirió Bianca, soltando luego un sonido lastimero al ver cómo la carne y lo que quedaba de las botellas de agua caía junto a un buen trozo de piedra.

—Abajo está el infierno —espetó Ban, el viejo león—. Nosotros somos santos de Atenea. El cielo estrellado es nuestro hogar.

Nada debió objetar Bianca a aquella declaración, pues como el santo de bronce, la santa de plata ascendió hacia arriba de un gran salto, dejando atrás nada más que un gran torrente azulado que les persiguió hasta la misma salida.

 

***

 

Los santos de Can Mayor y León Menor no aparecieron frente al castillo, sino en un punto en el cielo desde el que podían observarlo a vista de pájaro. Un hombre de extraña armadura sobre mallas azules pisoteaba el rostro de Fang, hundido en la tierra; cerca de él, cinco presencias no más amigables que aquel sujeto esperaban alguna señal.

Bolverk —oyeron en sus mentes Ban y Bianca—. Es el duodécimo Campeón del Hades, Bolverk. ¡Tened cuidado!

La comunicación se cortó en ese momento, pero Ban prefirió pensar que el santo de Cerbero se estaba ahorrando esfuerzos innecesarios. Alguien como él no podía morir de esa forma. Ningún santo de Atenea debería morir en tales circunstancias. Las cosas habían cambiado. Seguro de la certeza en esa creencia, compartió una mirada con Bianca, temible con la máscara puesta y el manto de plata cubriéndole. La santa movió la cabeza en un extraño gesto de asentimiento. Atacarían los dos a la vez.

 

A toda velocidad, como estelas hipersónicas partiendo la atmósfera, Ban y Bianca cayeron sobre Bolverk listos para dar un golpe decisivo, pero a un metro de aquel, se desviaron y acabaron golpeando la tierra, formando sendos cráteres.

El santo de León Menor miró el entorno sorprendido. No había barrera alrededor de Bolverk, este ni siquiera los miraba, seguía pisoteando la cabeza del santo de Cerbero, en cuya cara había marcado a fuego la marca de una bota. ¿Era posible que los hubiese rechazado con solo manifestar su cosmos? Sí, si las palabras de Fang eran ciertas, él era el Campeón del Hades que había vencido a su hija y sometido una Abominación, convirtiéndola en un arma. Alguien así no tenía que prestar atención a un par de hormigas. Podía aplastarlos tanto con intención como dando un paseo.

—¿Vosotros vais a escucharme? —dijo el hombre, alzando del pelo al santo de Cerbero. Para Ban fue duro ver en ese estado al curandero, con la cara bañada en sangre y el lado derecho quemado de tal forma que no podía dormir—. Yo soy Bolverk, hijo del oso Bor, Señor del Invierno e indiscutible rey de Bluegrad. Mis espaldas las cuidan los lobos Gerki y Freki, mis consejeros son los cuervos Hugin y Munin, mi palacio es el mundo y el cielo es mi techo. Mi diestra es la Espada de la Victoria, que a todo rival derrota, mi mano izquierda el Martillo de los Dioses, que todo en el mundo lo aplasta. Te cuento esto a ti, viejo león, aunque hasta el último de mis súbditos debería saber con quién trata antes de hablar. Te lo digo también a ti, argéntea perra que miras ansiosa mi espalda impenetrable, para que no cometas el error del can tricéfalo.

Al término de la presentación, Bolverk arrojó el cuerpo de Fang como haría con un cadáver, pese a que este todavía balbuceaba preguntas que debió hacer mucho antes. Más allá del rostro herido, el manto de Cerbero estaba intacto. Solo las bolas picudas al final de las cadenas fueron destruidas, lo que explicaba la liberación de Bianca y Ban.

—Llevas un año en esta tierra, como sea que te llames. ¿Por qué atacar ahora al Santuario? —dijo el santo de León Menor—. ¿Es por venganza?

—Quiero que las cosas vuelvan a ser como antes —contestó Bolverk—. Los santos de Atenea en el Olimpo, celebrados como héroes y dioses. Yo restableciendo el imperio de Bluegrad, desde esta región en la que fundé el último de mis asentimientos, hasta donde mi padre y otros siete fundaron la Ciudad Azul en la que nací.

—Así que eres el primer guerrero azul —constató Ban, quien se abstuvo de hacer algún comentario sobre los aires de dios que se estaba dando. Si era un Campeón del Hades, no podía ser un dios, ni siquiera uno que no fuera adorado por los griegos.

—Ese es el término correcto en esta era, uno de los errores de mi endeble descendencia que estoy preparado para corregir. Cuando acabe y esté sentado en el trono de Bluegrad, el mundo volverá a ser regido por los ocho Aesir. Si el Santuario me apoya, esto sucederá sin violencia, como manda la época en la que el destino me hizo renacer. Si no, significará que este mundo me rechaza y deberá ser destruido para dar paso a uno mejor. El mundo de la era mitológica, donde los hombres eran temerosos de los dioses.

Ban tensó la mandíbula para contenerse. No porque considerara un auténtico disparate lo que Bolverk proponía, sino porque estaba seguro de que ansiaba una respuesta negativa. Pero él no podía hacer algo que pusiera en peligro al Santuario, no cuando no tenía una razón de peso. Las heridas de Fang podían tratarse en la Fuente de Atenea. Y dudaba que alguien como él siquiera pensase en el orgullo herido.

—Eres el segundo Campeón del Hades que aparece con esas pretensiones —soltó Bianca de pronto, acaso siendo menos racional que el viejo león. No quitaba la vista de encima del dolorido Fang, con la expresión oculta bajo la máscara.

La mano izquierda de Bolverk se cerró hasta formar un puño blanco, un martillo.

—Si vuelves a compararme con el hijo de Piotr, mujer, horadaré la tierra con tus huesos. El respeto que siento por el Santuario es lo único que me impide despojarte de esa armadura que siendo mujer insultas al vestirla.

—Me temo que no tengo autoridad para… —empezó a decir Ban.

—Es un manto sagrado, no una armadura —le interrumpió Bianca.

Las palabras fueron dichas sin que el santo de León Menor pudiera hacer nada para evitarlo. Miró a Bolverk, un rey arrogante con suficiente poder para respaldar cualquier pretensión, esperaba poder distraerlo, sonsacarle toda la información posible antes de huir junto a Fang y Bianca, pero el primer Señor del Invierno desapareció de su vista.

Estaba enfrente de Bianca, la cual trataba sin éxito de hablar mientras regueros de sangre le bajaban por el mentón. Bolverk le había clavado la mano derecha en el estómago, hiriéndola en el espacio de un instante. Y disfrutaba con ello. Sin siquiera mirar a Ban, que era repelido una y otra vez por el vasto cosmos de aquel hombre, sostuvo los pelos de la santa de plata para que lo mirara a los ojos.

—Ninguna mujer volverá a poner en duda mi autoridad —aseguró Bolverk, sacando la mano del estómago y soltando a Bianca, quien tuvo que usar las dos manos para no caer de bruces al suelo—. El único papel que puedes jugar en esto es ser mi botín.

Un grito de guerra sonó a la espalda del confiado Campeón, se trataba de Ban, quien expulsando todo el cosmos que había acumulado en estos seis meses, ejecutó la nueva versión de Nemea. Una barrera, fina como la piel, que le protegía absorbiendo los ataques del enemigo, sin negarle el movimiento. Con semejante defensa cargó contra Bolverk. Este, lejos de preocuparse, lo recibió con un puñetazo en el estómago y una patada en la cara. Nemea fue disipada por un frío glacial antes del primer contacto, de modo que el primer golpe dejó sin aire al santo de bronce, una fracción de segundo antes de que la patada le partiera la nariz y le hiciera rodar al suelo hasta donde estaba Fang, mirándole con ojos temblorosos. Cuando trató de levantarse, no fue capaz.

 

Por tercera vez en aquel día, Ban abrió los ojos, aunque no creía haber estado dormido mucho tiempo esta vez. Pudieron ser segundos, incluso, ya que solo la presencia de un hombre de piel morena y armadura escamada diferenciaba el escenario del último que recordaba. Trató de nuevo de levantarse mientras aquel recién llegado se atrevía a reclamar a Bolverk. Nada sorprendente, si se tenía en cuenta que portaba la lanza de Crisaor, que vestía como el general marino del Océano Índico.

—Yo también fui rey, Deríades[1] de Hidaspes[2] —dijo el presunto general marino—. Ahora no lo soy en hechos, como tampoco tú lo eres, mas confío en que así como yo puedo ver nobleza en tu alma, tú la veas en la mía.

—Rey de la India —apuntó Bolverk, acaso queriendo recordar la jerarquía de ambos. Sus ojos no lo miraban a él, sino a Bianca—. ¿Cuál de mis actos pretendes denunciar?

—El deshonor al que sometes a guerreros que te enfrentaron sin miedo en sus corazones —dijo de Deríades, señalando a la herida Bianca con la lanza dorada. Luego, apuntando a Ban, ya de pie, y el delirante Fang, añadió—: El inicio de una guerra sin mediar declaración. Una guerra que dices no desear.

—¿Qué hombre no desea la guerra? ¿Tal vez el mismo que prefiere defender a una mujer antes que a su señor? Yo no me desvío ante la piedra en el camino. ¡La aparto!

Bolverk dio un paso al frente, Deríades no retrocedió. La punta de la lanza dorada y el canto de la mano blanca, Espada de la Victoria, estuvieron a punto de chocar cuando ambos se detuvieron en pleno movimiento, como insectos congelados en ámbar.

Entre los contendientes apareció un telquín, semejante solo en parte al que Lesath y Emil describieron. Era una túnica vieja cubriendo un cuerpo hecho de bruma, con dos orbes dorados flotando sobre un yelmo unido a la capucha. De tan extraño ser salía un brazo que quedaba delimitado por el rielar del aire y la luz titilante, en perpetua distorsión del espacio hasta que llegaba a unos dedos inmateriales que por alguna razón inexplicable podían sostener un bastón de madera más largo que el mago.

—El Santuario nos ve —dijo el telquín de portentosa voz, temblando a la vez todo en el lugar. La sangre dejó de manar de las heridas de Bianca y Ban, el santo de Cerbero dejó de dar muestras del dolor que sin duda sentía aún. También el viento cayó, temiendo importunarle—. Revela tus intenciones, Bolverk, hijo de Bor. 

Para sorpresa de Ban, el primer Señor del Invierno no miró con odio a quien le daba órdenes, sino que inclinó la cabeza en señal de respeto. Deríades, en cambio, mantuvo la posición, tal vez seguro de que había actuado bien y que no tenía por qué disculparse.

—Este es Deríades de Crisaor —anunció Bolverk, mirando al estupefacto Ban—. Antiguo general del Océano Índico y elegido del río Hidaspes, renació en esta tierra como el Campeón de Flegetonte, Portador de la Ira. Él dirigirá mis ejércitos.

Nuevos pasos se oyeron, apareciendo los tres que habían esperado fuera y hasta ahora no habían decidido intervenir. Ban no pudo reconocer a ninguno. Un guerrero azul semejante a Lesath, con la salvedad de que iba bien aseado y el pelo era más oscuro; un hombre bien abrigado, inmenso en más de un sentido, que miraba a Bianca tras unas gafas onduladas, extrañas en una situación así. La tercera era la más estrafalaria de todos los reunidos en el lugar, pues a excepción de la guadaña que agarraba con ambas manos, por detrás de la espalda, no llevaba ninguna clase de arma o protección. Es más, vestía como si estuviese a punto de dirigir un número de magia, con el traje de una circense, zapatitos y un sombrero de copa ladeado sobre los largos y revueltos cabellos, teñidos de azul. La cara con la que miraba todo, brillando de emoción y deformada por una enorme sonrisa, era la guinda en el pastel de la extrañeza.

—Los dos primeros tienen una historia en esta época —explicó Bolverk—, el más joven se hizo llamar Ignis, el mayor, Terra. En el pasado, apoyaron el deseo de Alexer por sentarse en el trono de Bluegrad, un error que he sabido perdonarles, ya que supieron corregirse a tiempo. Para empezar, me revelaron quienes eran. El primero será el capitán de la guardia, mientras que quien pudo haber sido rey tendrá el honor de ser mi consejero. Uno de ellos está llamado a ser Campeón del Aqueronte, Portador del Dolor.

Aun antes de que terminara las presentaciones, Ban ya entendía de qué iba todo aquello. Estaba viendo a los Campeones del Hades que no habían sido localizados, como Alexer, Aqua y Mithos, o derrotados, como Jaki y aquel al que su hija eliminó.

—Y yo soy Casandra —dijo la chica de la guadaña—. Juez, jurado y verdugo.

—Pues para ella el futuro no tiene secretos —dijo Bolverk, consintiendo la interrupción—. Ya que Medea no pudo renacer en este mundo para ser mi reina consorte, cederé en esta mujer el honor de ser Campeona de Leteo, Portadora del Olvido. Y yo, Bolverk, Campeón de Cocito, Portador de las Lamentaciones, soy el rey al que esta corte ha jurado fidelidad. ¡Desde este castillo gobernaré los destinos de todos los hombres bajo el auspicio de Damon de los telquines, Portador de la Memoria!

 

 


[1] Rey indio que derrotó Dioniso cuando era semidiós.

[2] Dios río de la India que apoyaba al rey.


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Rexomega

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Publicado 14 septiembre 2020 - 16:57

Saludos

 

Capítulo 42. Caballero blanco

 

Tanto Ban como Bianca evitaron realizar cualquier movimiento en falso, a pesar de las heridas. Hasta el santo de Cerbero, acaso bendecido por la diosa con un momento de lucidez, calló el dolor que le recorría la cara entera y mantuvo la vista fija en la corte de aquel rey de tiempos pretéritos. El general marino Deríades, el telquín Damon, la vidente Casandra y los guerreros azules Ignis y Terra, todos Campeones de Hades, todos poseedores de un poder para el que ninguno de los tres santos de Atenea estaba preparado. ¿Esperaba Bolverk que tan innecesaria exhibición de fuerza para quienes había derrotado él solo los llevaría a consentir la alianza que anhelaba? ¿O en cambio preveía la obvia negativa, que le permitiría una guerra abierta con el Santuario?

El viejo león de bronce, sin poder leer una respuesta en la expresión de Bolverk, primer guerrero azul y autoproclamado Aesir, se conformó con mantenerle la mirada.

—Tres días —terminó diciendo el rey—. Daré tres días al Sumo Sacerdote para que me dé una respuesta. Por supuesto, los tres seréis mis… invitados hasta que eso ocurra.

Tal último apunte lo realizó solo después de mirar a Deríades de reojo, quien asintió, conforme. El resto de la corte no mostró el menor interés por los santos.

Puedo sacarnos de aquí —oyó Ban en su cabeza.

A menos que puedas moverte a la velocidad de la luz, no, no puedes, Bianca —replicó Ban, confiando en que nadie allí pudiera leer mentes—. Desde luego, no cargando con Fang y conmigo. Todavía resiento los golpes de ese bastardo.

Existen modos de viajar más rápido que la luz.

¿Teletransporte?

Antes de que Bianca pudiera explicarse, una poderosa presencia obligó a Ban a mirar el cielo, desde donde una lluvia de haces luminosos caía inclemente sobre la tierra.

Fue instantáneo. Desde la perspectiva del viejo león, aquello no era distinto de escuchar el sonido del trueno cuando el relámpago ya ha ocurrido. Cada rayo, brillante y ardiente como el sol, cayó donde se hallaba un Campeón de Hades, cubriéndoles el cuerpo por entero y hundiendo el suelo en hondos y humeantes cráteres. Durante ese breve momento en el que la noche se tornó en un día caluroso, Bianca desapareció, esfumándose en la enorme sombra canina que proyectaba contra el suelo. Luego, los Campeones del Hades empezaron a salir, varios de ellos maldiciendo a Casandra.

—Saber todo lo que va a ocurrir le resta emoción a la vida —dijo la vidente con una amplia sonrisa. Lo único que denotaba algún esfuerzo era la mano aferrada al mango de la guadaña, cuya hoja pendía sobre su sombrero—. Algún día lo entenderéis.

Era sorprendente. Aquella chica no tenía ni el más mínimo rasguño, como si en lugar de resistir el ataque, este nunca la hubiese alcanzado. El silencioso telquín y Terra también estaban intactos, mientras que Ignis salía del cráter con heridas en el pecho, descubierto al haber sido desintegrada la coraza por completo. Y no era el único en dar muestras de haber recibido el ataque de lleno. Pese a que por la fuerza que poseían y la solidez de sus armaduras, Deríades y Bolverk salían de los cráteres sin daños, era fácil notar el poder y el calor al que tuvieron que resistirse, emergiendo volutas de humo del sobrecalentado metal. ¿A qué podía deberse la indemnidad de los primeros tres? Ban estaba tentado de averiguarlo cuando se percató de que alguien faltaba.

—¿Tus compañeros te han abandonado, eh? —dijo Bolverk, mirando a un tiempo al santo de bronce y el lugar donde debía hallarse Fang de Cerbero—. Cuando un hombre es tan viejo que no puede seguir el ritmo a los heridos, deja de ser un hombre.

El rey caminaba hacia Ban con el brazo extendido hacia abajo, afilado como una espada. Al tiempo, el santo de bronce se alistó para la batalla.

—Si esperas que caiga sin luchar…

—No soy yo quien ha empezado las hostilidades. ¿Cierto, Casandra?

—Todavía no —contestó esta, con una sonrisa traviesa.

Bolverk se detuvo en seco y miró a los miembros de su corte. Todos estaban quietos, sin dedicar ni una sola chispa de hostilidad al santo de León Menor. Al girar de nuevo hacia este, el primer guerrero azul detectó una presencia que pronto se hizo visible más atrás. Un hombre de largos cabellos, de un rubio castaño, venía a paso tranquilo, resonando el metal de la armadura que lo cubría con cada movimiento. Para probar al recién llegado, arrojó sobre él una ventisca fría lo bastante potente como para despedazar a todo un batallón de soldados. Tan solo logró mecer la capa del sujeto, revelando que no se trataba de un santo de bronce, de plata o de oro. Ni siquiera un caballero negro.

—Más bien todo lo contrario —gruñó Bolverk.

Estremeciéndose de frío por haber sido víctima indirecta de la ventisca conjurada por Bolverk, Ban miró hacia el costado, donde ya podía ver a Orestes de la Corona Boreal. Si se tenía en cuenta que llevaba trece años siendo una estatua en la periferia del Santuario, lucía muy vivo, pese a la imperturbable serenidad con la que encaraba a los Campeones del Hades. De inmediato, en un impulso de lucidez, Ban entendió dos cosas: él era el responsable del ataque y no pensaba mantener una lucha prolongada, solo asegurarle una vía de escape sin poner por ello en riesgo la seguridad del Santuario.

«Muy propio del hombre que quiso usar a un dios para colmar sus ambiciones —reflexionó Ban, acumulando fuerzas para actuar en el momento apropiado.»

 

Tan pronto intercambiaron miradas, así fuera de soslayo, Orestes pudo leer en el santo de bronce que este entendía la situación, por lo que no retuvo más tiempo la atención en él, sino que la dirigió hacia aquellos perros sacados del infierno.

—Perros de Caronte —bramó Orestes, ofendiendo a al menos tres de ellos. El primero, de piel oscura, le apuntó con la lanza de Crisaor, debiendo ser el que lo miraba con más odio, un guerrero azul al que había herido en el pecho, quien lo detuviera de hacer una locura. El tercero, por supuesto, era Bolverk, hijo de Bor, primer santo de Osa Mayor, imposiblemente joven—. Soy yo quien os ha atacado y quien pretende devolveros al lugar al que pertenecéis, Orestes de la Corona Boreal, leal siervo del más poderoso hijo de Zeus y enemigo de todos aquellos que sirven a los Astra Planeta.

Airado, mas lo bastante tranquilo como para que nadie debiera evitar que se lanzara al ataque, Deríades de Hidaspes golpeó el suelo con la lanza y dijo:

—Es la segunda vez que me ofendes en esta noche, desconocido, pues nada le dice el nombre de Orestes a quien gobernando la India enfrentó a otro poderoso hijo de Zeus, el semidiós Dioniso. Y tampoco el de Caronte, si es que no hablas de aquel mendigo que sobre una barca destartalada saquea incluso a los muertos. Retira tu ofensa, si no quieres que sea yo quien retire del vientre tus entrañas, emponzoñadas de orgullo e impiedad.

Por un segundo, Orestes alzó una ceja, tentado a creerle.

—Nada tiene que ver Ignis con Caronte de Plutón —dijo el guerrero azul al que había herido—. Solo a Atenea debo mi lealtad.

Frente a aquel nombre, Orestes se puso en guardia, mientras que Bolverk alzaba la mano, atrayendo la atención de toda la corte. Solo Damon siguió mirando al recién llegado, con intenciones ocultas bajo el velo de niebla que era su rostro.

—Matadlo —ordenó sin más, bajando la mano como si esta fuera una espada. Y así actuó, pues desde el brazo emergió un gran arco de energía que partía tierra y aire en su rapidísimo avance hacia el caballero, que se recubrió con un aura espiral. 

Deríades, Casandra e Ignis cargaron al tiempo del ataque de su rey, los primeros con las armas que portaban, una lanza dorada como el sol y una guadaña que encarnaba los misterios de una noche sin luna, mientras que Ignis atacó con los puños, como un santo de Atenea, más o menos. El sexto sentido de Orestes le permitía ver cosas que serían invisibles para el resto de los humanos, como los ocho brazos que salían de la espalda de aquel guerrero azul, una primitiva versión de la telequinesis del pueblo de Mu. Mientras que los lances de Bolverk, Deríades y Casandra fueron de frente, buscando todos atravesarle el corazón, las extremidades extra de Ignis buscaron desestabilizarlo, golpeándole en las piernas, el costado, la cabeza y el cuello. Ocho puñetazos simultáneos a la velocidad de la luz, dignos de un santo de oro. Todos fueron repelidos, sin llegar a tocar un centímetro de piel o metal. Lo mismo sucedió con la lanza y la guadaña, que se desviaron a los lados, así como la Espada de la Victoria, que se dispersó tras él en forma de un millar de luces. 

—Si queréis superar mi Manto Solar, tendréis que dejar de subestimarme —aseguró Orestes, sorprendiendo a tres de los atacantes. La circense de pelo azulado se alejó del combate encogiéndose de hombros, como diciéndole que lo intentó—. En mi orden, despertar el Séptimo Sentido es como el primer paso de un bebé.

La última palabra fue el preludio de un portentoso ataque que esta vez vieron venir el rey y sus guerreros. Bolverk, Deríades e Ignis acometieron contra el inmóvil enemigo, del que miles y miles de haces de ardiente luz emergían sin descanso.

 

En cuanto al resto de la corte, permanecía apartada, sin molestarse en lidiar de forma activa contra los ataques que les llegaban. Casandra los esquivaba todos en una danza alocada llena de movimientos exagerados, mientras que Terra y Damon veían inmutables cómo cada haz de luz que les impactaba desaparecía en ellos, como si fuesen engullidos por un portal dimensional. Ban, rodeado por aquellos seres excepcionales, decidió aprovechar la posición de rehén para reunir la mayor cantidad de información posible, pues presentía que no tendría mucho tiempo.

Betelgeuse no será suficiente contra él —dijo Terra, acomodándose las gafas. En las lentes quedaba reflejado cómo Orestes esquivaba los envites de Deríades y Bolverk, sin dejar de disparar aquellos haces de luz en todas direcciones, en especial contra Ignis, el eslabón débil del trío—. De nada sirven ocho brazos invisibles si tu enemigo los ve.

—¡No se quedará mucho tiempo! —exclamó Casandra dando un salto. Un rayo de luz rasgó el borde de la falda, fallando por muy poco—. Perdona, Terra.

—No hay nada que perdonar. Ese tal Orestes tiene razón, vislumbrar el Séptimo Sentido son los primeros pasos de un bebé para gente como el rey y Deríades. ¡Es un milagro que Ignis pueda seguirles el paso siendo tan solo un santo de…!

Pero la disculpa de Casandra no tenía nada que ver con lo que Terra creía. La videntes, acaso aburrida de lidiar con aquellos ataques incesantes, se arrojó sobre su amplio vientre como una doncella enamorada, terminando con dos terceras partes del cuerpo en el interior. Solo el pecho, los hombros y la cabeza, a la que el sombrero de copa se negaba a abandonar, podían verse sobre el pecho de Terra.

«No crea portales dimensionales, como el Sumo Sacerdote. Él mismo es uno —reflexionó Ban—. Y el otro…»

Tuvo que esforzarse mucho para entender lo que ocurría con Damon, el extraño telquín que se le antojaba un peligro aún mayor que el rey Bolverk. En nada ayudaba a ello el parloteo entre Casandra y Terra, distractor a más no poder, por lo que al final solo pudo especular que aquel ser reducía a la nada los haces de luz con una sola mirada, en el corto lapso de tiempo en el que un santo de oro podría actuar. De esa forma se había librado de la lluvia de fuego con la que inició aquel combate, Terra se había aprovechado de las extrañas características de su cuerpo y Casandra…

—¡Orestes, ten cuidado con la guadaña! —gritó la vidente, fingiendo una voz grave que a duras penas se compararía con la de Ban cuando era un niño—. Oh, lo siento. ¿Ibas a decirlo tú, viejo león? ¡Sería demasiado tarde para eso!

Ban dedicó un gruñido a aquella mujer y luego se centró en el combate, percibiendo detalles que había dejado pasar en un principio. ¿Y cómo no iba a hacerlo? Para él, solo era posible ver a los oponentes cuando estaban estáticos. Combatían a una velocidad que sus reflejos no podían seguir bajo ninguna circunstancia. Pero ahora que sabía lo que debía buscar, le resultó fácil ver los hilos de sangre descendían bajo la armadura, todavía intacta gracias a la protección del Manto Solar. De algún modo, la guadaña podía pasar a través de aquella protección y del metal, cortando la carne de un hombre con la misma facilidad que si estuviera desprotegida. ¿Un corte dimensional?

—¡Sal de mi cuerpo! —exclamaba Terra.

—Quiero ver las tierras de quien pudo haber sido rey. Bueno, ya las he visto, pero quiero verlas dos veces —se explicó Casandra mientras terminaba de entrar en el portal dimensional que era el cuerpo de Terra. Antes de desaparecer, empero, dio una última advertencia—: ¡Tápate los oídos!

—¿Qué? ¿Los oídos?

 

Terra empezó a mirar en todas direcciones. Aun los combatientes detuvieron la batalla por breves segundos. Solo Ban disfrutó de aquel momento de tensión.

—En verdad creía que esa perra pensaba dejarme a mi suerte.

—Eso es lo que suele pasar con… —Terra se interrumpió a media frase. Algo oscuro apareció de la nada y devoró de un solo bocado al vejestorio con la sonrisa más perturbadora que había visto nunca. Ban de León Menor, el hombre que sobrevivió a dos suaves golpes de nadie menos que Bolverk, estaba ahora en el estómago de un can del infierno—. ¡Que Marte me fulmine! ¿Qué demonios es esa perra?

—El botín del rey.

La criatura, reaccionando a la voz de Terra, habló con el mismo timbre la santa de Can Mayor, un instante antes de soltar un aullido terrible, acaso venido del mismo Tártaro. El miedo llenó por entero el cuerpo de Terra, paralizándole el tiempo suficiente para que Bianca saliera corriendo hacia el bosque, donde su presencia desapareció.

—Medio humano, pero humano a fin de cuentas —fue lo único que dijo Damon al respecto. Aun después de que el hechizo del can infernal desapareciera, Terra no logró reunir valor suficiente como para replicarle. No a él.

 

***

 

Fue el más castigado por la batalla con Orestes quien buscó perseguir al enorme can de sombras que huía llevando consigo a los santos de Cerbero y León Menor. Pese al estado en el que estaba, con una docena de quemaduras en el pecho, Ignis habría podido alcanzarla de no ser porque el siervo del Hijo desató sobre él una nueva lluvia de rayos luminosos, dejándole en la espalda otras doce marcas ardientes que le hicieron aullar como la fiera que pretendía cazar. El guerrero azul cayó al suelo apenas avanzando diez pasos, con el cuerpo rojo y humeante. Los dientes, apretados, impedían que saliera de la boca del Campeón del Hades una nueva muestra de dolor, de debilidad.

Deríades hizo amago de ir en pos de Bianca, mas Bolverk le indicó con un gesto que no era necesario. Por supuesto, alguien como ella y los otros dos santos no eran lo bastante importantes como para dar la espalda a un enemigo tan implacable como fuerte. No obstante, el general marino se acercó a aquel, decidido a apoyar a su compañero.

—Enorgulleceos, perro de Caronte —dijo Orestes, respondiendo el gruñido que soltó Ignis con una fuerte patada en el costado. El sonido de huesos rompiéndose y un cuerpo rodando por la tierra acompañó el resto de su halago—. No cualquiera puede recibir mi Resplandor sin protección y contarlo. Aguantar veinticuatro, no, veinticinco de sesenta mil no está nada mal para un perro como vos.

Perro. Al son de aquella palabra, que Orestes pronunciaba con espacial énfasis, Ignis se puso de pie de un salto y alzó la guardia, siendo claro que no pensaba rendirse.

—¿Cómo puede un guerrero como tú menospreciar a quienes dan todo en la batalla? —intervino Deríades, que ya se había acercado al par.

—Ya os lo he dicho, soy el leal siervo del Hijo —contestó Orestes, sin añadir la anterior floritura. Miraba por igual a su actual oponente y a Deríades—. Quienes no sirven al Hijo de algún modo, ni siquiera los considero guerreros.

Con tal bravata, esperaba provocar a Ignis, para que diera un mal paso y poder librar al mundo de al menos un enemigo en esa misión de rescate. Pero quien se encendió con una ira divina fue el que vestía las escamas del Océano Índico. Deríades corrió hacia él sin truco alguno, como un caballero medieval en una justa. Sopesó por un momento la posibilidad de corresponderle, hasta que lo tuvo a tiro y recordó que él no poseía nada, todo cuanto era lo había arrojado al altar de un dios innominado, el único entre los inmortales que lo escuchó en el momento de mayor angustia. Eso incluía el honor del guerrero que fue, la dignidad del rey que pudo llegar a ser.

«Soy el caballero de la Corona Boreal. Nada más, nada menos.»

Ejecutó el Resplandor de improviso, de nuevo surgiendo miles y miles de rayos de luz que habrían de destrozar por completo a Deríades, aquel necio que ni tan siquiera hizo el intento de retroceder o bloquear los ataques. ¡Hasta Ignis, el orgulloso guerrero azul, se había alejado a tiempo! El general marino llegó a medio metro de él y alzó la lanza dorada, acaso pretendiendo usar la hoja como la espada del gigante Crisaor, hijo de Poseidón. En ese momento, algo impulsó a Orestes a mirar más allá.

Bolverk ni siquiera se había movido. Eso era aviso suficiente. El siervo del Hijo, a un mismo tiempo, dio los pocos pasos hacia atrás que podía y alzó el Manto Solar, mientras Deríades daba un corte vertical con la lanza que hizo cimbrar toda la tierra. El Resplandor fue anulado antes de tocar el general marino, extintas los ardientes haces de luz que partían de la armadura de Orestes por un frío sobrenatural, proveniente del mismo Cocito, que cubrió de hielo toda aquella tierra mil veces horadada por su fuego estelar. Aquello impidió que Deríades de Hidaspes sufriera el menor rasguño pese a atacar de frente, pero el caballero de la Corona Boreal no tuvo tanta suerte.

—¿Qué soy, si no un guerrero? —preguntó Deríades, al tiempo que el casco roto de Orestes caía al suelo, manchado de sangre—. ¿Qué es el hombre que ha herido al peón de un bastardo olímpico? ¡Res…!

Ni siquiera le dejó terminar. Movido por una ira repentina que no era suya, tomó con una mano la lanza dorada y usó la otra para golpear a aquel blasfemo de oscura piel, deteniéndose el puño a un centímetro de la nariz de Deríades.

La mano de Bolverk pendía a igual distancia de su cuello. La Espada de la Victoria.

—¿No puedes invocar el Manto Solar una vez ha sido superado? —cuestionó el autoproclamado rey, en cuya expresión todavía perduraba el orgullo que sintió cuando su más capaz aliado atravesó por igual la poderosa barrera y el metal y la piel que protegía, de un solo golpe—. ¿O es que mi poder, nacido en el frío norte, basta para apagar para siempre las llamas del sol? No, olvida eso, lo que de verdad quiero preguntarte es por qué desaprovechaste uno de tus ataques. Ignis te estaba dando la espalda, era más que posible acertarle en el corazón y a pesar de eso, solo doce fracciones de tu Resplandor lo golpearon, una fue más allá. Hacia ese Fenrir.

—Solo era una santa de plata —corrigió Deríades, apartando con brusquedad la lanza que todavía Orestes sostenía. Pero no se alejó, seguía mirando el puño, desafiante.

El Hilo de Ariadna —dijo el ahora rehén de los Campeones del Hades.

Bolverk intercambió con Deríades una mirada de extrañeza.

—Ariadna era una princesa cretense, ayudó a Teseo a sobrevivir al laberinto usando un hilo, siendo abandonada por el héroe más adelante —explicó Orestes con una tranquilidad que a las claras incomodaba a sus captores—. Se dice que el divinizado Dioniso se enamoró de ella y la trajo al Olimpo, incluso le dio una corona que acabó iluminando los cielos de los hombres como una constelación.

—Esto no me gusta —se atrevió a decir Ignis, importándole poco que los otros dos se lo reprocharan como un acto de cobardía—. Oculta algo.

—¿A dónde fue ese hilo de cosmos? —preguntó Deríades.

—Hacia las sombras —dijo enseguida Bolverk.

—En las sombras se ocultan cosas —convino Orestes—. Y también en los laberintos.

De repente, la armadura de la Corona Boreal brilló con una luz que no quemaba, alejando sin embargo tanto a Bolverk como Deríades, quienes por instinto se taparon los ojos. Tarde, por supuesto; solo Ignis había sido lo bastante sensato para alejarse antes, y ni siquiera él estuvo a salvo de la más temible técnica de Orestes. La luz, omnipresente, bañó aquel terreno invernal, entrando por las retinas de todos los Campeones del Hades.

Un segundo tan valioso como breve fue lo que necesitó Orestes para marcharse. En circunstancias normales, aprovecharía la parálisis de los cuatro enemigos, inmersos en el Laberinto de Minos, para ejecutarlos, pero no veía ni rastro de la vidente y era del todo claro que el telquín no había caído en su técnica, pues a cada paso que daba, así fuera para el resto del mundo una estela de luz capaz de recorrer siete veces y media el planeta entero, él lo seguía con los dos orbes brillantes que tenía por ojos. Sin hacer nada, pues no suponía un peligro para él. Nada podía suponer un peligro para algo así.

Desapareció del lugar con ese funesto pensamiento, sin que nadie lo persiguiera.

 

***

 

La batalla librada en Alemania no fue lo bastante corta como para pasar desapercibida a quienes habían trascendido los primeros seis sentidos. Aun al otro lado del mundo, en el patio de un hospital en Bluegrad, Akasha reconoció el cosmos de quien había rescatado a Ban, Bianca y el santo de Cerbero, carcelero de los dos primeros. ¿Y cómo no podría reconocer al hombre que había cambiado para siempre el destino del Santuario? Sin poder evitarlo, susurró su nombre, cargado de un cierto deje de desprecio.

—Orestes.

—¿No estaba…? —iba a preguntar Azrael, quedándose a medias cuando ella sacudió la cabeza—. El Sumo Sacerdote debió tener una buena razón para hacerlo.

—Es un mensaje. Me dice que ya no confía en mí.

—No fue usted quien le dictó la sentencia —dijo Azrael.

—Lo sé, lo sé. Él lo condenó, él podía perdonarlo.

Irritada como estaba, olvidó incluso las formas que debía usar para hablar del líder del Santuario. Por suerte, nadie podía escucharla en aquel patio, las dos personas que había allí aparte de ellos yacían inconscientes en sendas sillas. El anciano Icario, con el rostro marcado por una cicatriz que lo acompañaría lo poco que le quedaba de vida, se removía en el asiento, sin duda preso de una pesadilla. Al lado estaba Mera, fiel guardiana de su maestro incluso en la inconsciencia. Por los largos servicios prestados, el Santuario no pudo negarse a mandar al santo de Copa hasta allí para atender al santo de Boyero, si bien fue demasiado tarde para hacer algo más que salvarle la vida; sin embargo, no hizo nada por Mera, así como ocurrió con otros sospechosos de traición, por lo que la santa de Lebreles seguía postrada, Hipólita le había roto más de un hueso en la Batalla de Reina Muerte. O puede que eso solo fuera una excusa. Tal vez, el precario estado de su maestro era lo que evitaba que hiciera el intento de mejorar.

—Aunque nuestros cuerpos sean frágiles y nuestras vidas breves, el cosmos es inmortal —dijo Akasha a modo de oración, acercándose a la vez a Icario. Tomó las manos del ex-capitán de la guardia, lo único que no cubría la gruesa manta que le pusieron para que no cogiera frío. Estaban heladas y sudorosas. Temblaban—. Los santos no mueren.

—Con tanta facilidad —completó la voz de un hombre que no era Azrael.

Akasha se sobresaltó, mirando hacia atrás por si alguien la estaba espiando. Allí solo se encontró Azrael en posición de firmes. Sonriente.

—Temía que no despertaras nunca —dijo Icario, pues no era nadie más que él—. Temía que este mundo de locos que protegí hace sesenta años de verdad iba a ser destruido.

—¿Sesenta años? Lo protegiste muy bien hace seis meses.

Frente a aquel halago, el ex-capitán se echó a reír. Una risa vital que contrastaba con la debilidad del cuerpo. Las viejas manos de Icario todavía temblaban de frío.

—Además, estás exagerando —dijo Akasha, para distraer al hombre mientras le transmitía fuerzas. Si se lo preguntara, estaba segura de que le diría que estaba bien, que otros sí que necesitaban su ayuda, no él—. El mundo no depende de mí, ya no, hice lo que debía hacer y ahora la humanidad cuenta con una defensa incomparable. Ni siquiera el infierno puede con los ejércitos unidos del mar y la tierra.

—Las guerras van y vienen —dijo Icario—. Yo hablo del futuro. Debes protegerlo.

—Lo he hecho.

—Todavía no —insistió Icario—. Este mundo necesita guía, necesita que los hombres nos responsabilicemos de nuestros errores. Necesita que los padres velen por sus hijos.

Siguió hablando más, aunque cada vez más bajo, mientras los párpados caían pesados y el sueño volvía a atraparlo. Solo cuando lo supo descansando, Akasha se permitió apartarse. Ahora eran sus manos las que temblaban.

—Debemos responsabilizarnos —repitió Akasha, mirando a Azrael de reojo. En esa ocasión, el asistente no encontró palabras para confortarla—. Debemos…

—¡Sálvanos, por favor! —gritó Icario en sueños, sobresaltándola. Incluso Azrael estuvo a punto de sacar la pistola, de tan repentino que fue aquel ruego.

Entonces, Akasha tomó una decisión. Con paso firme, se acercó hacia Mera, a quien sabía despierta pese a la protección de la máscara y lo hábil que era para controlar el movimiento de cada músculo. Azrael se acercó para detenerla. Ella le permitió decidir si era capaz de respetar el camino que había escogido y seguirla, o no. Era lo menos que le debía a su asistente, a su compañero.

A un paso de alcanzarla, Azrael se detuvo, reduciendo la acción a unas palabras.

—El Santuario ni siquiera permitió al santo de Copa tratarla. Debe haberse promulgado una ley que impide que potenciales traidores sean tratados como santos.

Lo que eso implicaba, no lo tuvo que decir. Curar a Mera, era como renegar de su condición de santa de Virgo. No habría vuelta atrás.

—Al demonio con las leyes del Santuario —dijo Akasha, percibiendo de algún modo que Azael asentía. Posó la mano sobre el estómago de Mera, dejando que el cosmos de oro que la envolvía se introdujese en ella y reparase cada hueso roto—, me costaría encontrar una que no haya roto a estas alturas, de todas formas.

Doce segundos, no fue necesario nada más para reparar aquellos daños, terribles para una persona corriente, una marca de guerra más para un santo. Sorprendida por el gesto, Mera no pudo ocultar más que estaba dormida y movió un poco la cabeza.

—Os salvaré —dijo Akasha—. Juro que os salvaré a todos.


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#179 Seph_girl

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Publicado 15 septiembre 2020 - 16:13

Lamento haberme demorado con los reviews pero tuve mucho trabajo y luego una situación técnica con mi pc, pero aqui estamos ya. En la semana pongo el review del que me falta.
 
Capítulo 41. La aparición de los Power Rangers del Hades
 
Estoy un poco confundida de por qué Bianca está encerrada... ¿de qué la culpan según? o.ó
Como sea, ella y Ban han tenido semanas bastante activas y hasta con sepso incluido (no quiero verme muy superficial, pero en serio... ¿qué le ven a Ban?! XD)
 
Aparecen en escena nuevos personajes, que al parecer son los Campeones del Hades que se escaparon y hasta ahora se reúnen para hacer cosas malas.
 
(INSERTAR TONADA DEL INTRO DE ALF)
Tenemos al White Ranger (podría ser el Blue pero como el blanco solía ser más el líder se lo dejaremos tambien por las cosas invernales), Bolverk que fue tan amable de presentarse como todo lord de Game Of Thrones y que tiene el sueño guajiro de que todo vuelvan a tiempos antiguos y mitológicos, cuando lo políticamente correcto no existia... (denle una cerveza a ese desgraciado)
Deríades como el Black Ranger porque es moreno. El tipo honorable del grupo al que Ban, Fang y Bianca le deben la vida.
Esta el telkin como el Blue Ranger porque por alguna razón recuerdo que los telkins tienen piel azul.
Ignis y Terra (Red y Yellow... el amarillo será el que ubique como el Campeón del Aqueronte por lo de agua amarillenta... pero parece que ni Bolvek está seguro quién será... confuso)
Y Zatanna, digo, Cassandra, es la Pink Ranger por defecto, así como por defecto fue nombrada futura reina y consorte del Rey Bolverk sólo por ser la única mujer del grupo.
 
¡Y juntos forman a los nuevos enemigos que el Santuario deberá derrotar!
 
Paréntesis para resaltar que me causa mucha, pero mucha risa el que Bolverk casi dijera: "Yo quería con Medea pero noooo, en cambio deberé conformarme con esta porque no soy TAN ANTIGUO ni TAN MODERNO como para elegir un nepe"  XD Jaja
 
PD. Buen cap, sigue así x3
 
//////////////////////////
 
Cap 42. Orestes se luce
 
Por el ataque sorpresa de Orestes ya nos dejas claro que el más inútil de los Power Rangers será Ignis XD
De todos los que pudieron llegar a salvar a los santos, no esperaba que fuera Orestes, pero ey, él no es un santo así que no es que el Santuario diga "Te declaro la guerra ya", el Patriarca es muy listo y cínico XD
 
Pues Orestes es muy fuerte o los pocos Rangers que lo enfrentaron medio inútiles... pero bueno, al final se medio componen, por lo que supongo que todo esto fue para que Orestes tuviera sus 5 minutos de gloria xD
Habrá que ver qué sucede más adelante.
 
PD. Buen cap, sigue así.

Editado por Seph_girl, 18 septiembre 2020 - 22:06 .

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#180 Rexomega

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Publicado 21 septiembre 2020 - 07:18

Saludos

 

¡Buen review, sigue así!

 

Seph Girl

Spoiler

 

***

 

Capítulo 43. Sombras del heroísmo

 

Makoto pasó las largas horas posteriores a la reunión entre Julian Solo, Akasha y Altar Negro deambulando de un lado a otro, hasta que terminó sentado en la misma mesa en la que aquellos tres cambiaron el destino del mundo. Todo era más o menos igual que entonces, el mismo lugar cotidiano si se tenía en cuenta que estaban en un hospital encargado de tratar guerreros sobrehumanos, excepto por un detalle: el camarero no estaba por ninguna parte, se había esfumado como por arte de magia.

—Era un espía de Bluegrad —le dijo Mimiko cuando se le ocurrió preguntarle aprovechando que pasaba por ahí—. Un guerrero azul, de hecho. ¿No te diste cuenta?

Por supuesto que no se había dado cuenta, se suponía que los santos no se involucraban en intrigas políticas, del mismo modo que estas no se arriesgaban a involucrarlos a ellos. De otra parte, se suponía que tampoco permitían que los civiles se vieran envueltos en sus asuntos y ahí estaba Mimiko. Era de locos. La veía ante él, tan distinta y a la vez similar a la niña con la que compartió charlas, travesuras, buenos momentos y hasta alguna pelea de críos, y no podía evitar acordarse de aquellos tiempos remotos en el orfanato, cuando él era solo un huérfano japonés más y no el portador del manto de Mosca. Entonces, aunque él no era el único fascinado por las aventuras de Seiya —relatadas a veces por el entonces adolescente santo de Pegaso y otras por Miho—, sí que fue el único al que aquella fascinación lo llevó a lograr convertirse en santo. El resto hicieron sus vidas a su manera, recibiendo algún empujoncito de la Fundación Graad para que su talento pudiera brillar. Mimiko fue la única que descubrió esa intervención, decidiendo corresponderla de alguna manera. Los fuertes brazos que mantenía cruzados podrían ser la prueba de un intento personal de llegar a la guardia del Santuario que no rindió frutos, nunca le llegó a preguntar; el uniforme reflejaba el camino que tomó al final, convirtiéndose en la enfermera de la que dependía el único médico japonés que había tratado con éxito heridas tan terribles como para que un santo pasara meses en coma. La cara de pocos amigos que le dirigía, en cambio, siempre había estado ahí.

—Podría habérmela dejado si no la quería —murmuró Mimiko, mientras tomaba el periódico de la mesa y empezaba a hojearlo. No debía tener mucho trabajo hoy.

Makoto tardó un buen rato en entender que se refería a la botella que Altar Negro lanzó contra una pared, por lo que decidió no hacer ningún comentario. Se quedó callado, sentado, sin hacer nada. Ni siquiera podía convencerse de que hacía de guardián, pues con intrigas políticas o sin ellas, se hallaba en un hospital donde solo había amigos, cuidados con esmero durante seis largos meses. No podía pensar mal de Bluegrad, no cuando les echaron una mano donde el Santuario les dio la espalda por razones que no podía evitar cuestionar. No solo la división Andrómeda, sino que incluso Hugin y Mera tenían negado el acceso a la Fuente de Atenea, mientras no se esclarecieran los acontecimientos en torno al ánfora de Atenea. Todos eran sospechosos de algo que no podía creer, o tal vez no quería creerlo.

—Oye, Makoto —dijo Mimiko de pronto, devolviéndolo a la realidad—. ¿En el Santuario tienen recursos que aquí apenas podemos soñar, verdad?

—¿A qué te refieres?

—¡Es obvio! —exclamó Mimiko con un mohín—. Medicina. Curar gente.

Makoto hizo un gesto de asentimiento, arrepintiéndose al momento. No era bueno que los secretos del Santuario salieran de allí, ni siquiera cuando se trataba de empleados de la Fundación Graad. O de amigas de la infancia más curiosas que la misma Pandora.

—¿Por qué no crea el Santuario hospitales como este? Mejores que este. Hay un caso… El profesor Asamori, ¿lo conoces? —A Makoto no le dio tiempo de decir ni hacer nada, pues siguió hablando enseguida, atropellada—. Es un genio, muy valorado por la Fundación Graad. ¡Hasta la gente de esta ciudad lo respeta! Según sé, el rey en persona permitió que fuera tratado aquí. Hace muchos años que no puede andar, ¿sabes? Me preguntaba si… tal vez… es posible que… quizá tú…

—Tal vez se recupere, como también se recuperarían muchos enfermos terminales que tampoco tienen esperanza por vivir en la época equivocada —dijo Makoto, sacudiendo la cabeza—. Ya hemos hablado de esto; si la humanidad sigue dependiendo de los dioses y sus bendiciones de esa manera, nunca podrá avanzar.

Bullshit —espetó Mimiko, recurriendo a la primera palabra en inglés que aprendió. Y la que más usaba—. Dicen que esos caballeros negros están obrando mal, y yo veo que cientos de niños, muchos de ellos japoneses, regresan a sus casas intactos.

—En el periódico que uno de ellos trajo —puntualizó Makoto, señalándolo. Sabía que estaba hablando de más, otra vez, pero no pudo callarse. Al fin y al cabo, estuvo implicado en todo eso—. Mostrando el lado bonito de lo que haces, claro que pareces el bueno. Muchos hombres han llegado al poder de esa forma y ahí muestran…

 

El sonido de las puertas abriéndose interrumpió a Makoto, salvándole en cierta manera. Una muchacha de pelo largo y flequillo recto, al estilo hime. Vestía el uniforme de oficial que llevaban los santos, sólo que con el símbolo de Niké en plata en lugar del oro de Akasha; una máscara del mismo tono le cubría la cara, con la mandíbula superior de un perro enmarcando los ojos, dándole un aspecto fiero y terrible.

—Makoto de Mosca —saludó.

—Bianca de Can Mayor. Te creía en el Santuario.

—No se me permite regresar, me temo. ¡Estar a menos de mil kilómetros de Akasha es peligroso! —respondió entre risas, que se detuvieron de improviso, por un quejido de dolor—. Bueno, tal vez sea más correcto decir que no se nos permitía regresar, pero yo no soy ningún perro fiel que lame la mano del amo que lo ha despreciado, las limosnas de Su Santidad quedan bien para viejos leones y perros tricéfalos, no para mí. ¿Dónde está tu jefa, por cierto? Tengo noticias para ella, noticias frescas, de algún modo debo agradecerle que salvara a Nico. Sé que ha despertado.

—Ni es mi jefa ni está aquí —dijo Makoto, molesto—. Salió del hospital —añadió al tratar de sentir su presencia en los alrededores, sin éxito.

—Dioses, sigue siendo la misma —exclamó, entre risas y doloridos gemidos, a la vez que se pasaba la mano por el estómago—. Entonces te lo contaré a ti, y luego se lo cuentas a tu jefa cuando la vuelvas a ver. Tu amiga puede escuchar también, si quiere.

—Yo no estoy oyendo nada —aseguró la señalada, Mimiko, todavía sentada, con la cabeza apoyada sobre los brazos. Se debió sentir muy incómoda ante la mirada fija de Bianca, a través de su máscara, porque enseguida se fue de la cafetería.

Agradecido por el gesto, Makoto pensó en qué pregunta debía hacer primero. Ya tenía unas cuantas que hacer antes de que le hablara de un cambio en la lista negra en la que el Santuario había incluido a todos los potenciales cómplices de Akasha. Mientras tomaba esa decisión, Bianca se sentó en la silla que Mimiko dejó y empezó a hablar:

—Utilizar al león de bronce como señuelo fue una decisión bastante desacertada, si me preguntas. Tanto, que mi señora Lucile llegó a creer por un momento que Altar Negro se encontraba en Alemania; claro que al final no estaba ni allí, ni en Reina Muerte, sino en el Santuario, negociando con el Juez.

—Yo no sé qué ocurrió en Reina Muerte, y creo que tú tampoco. Hay algo raro en todo este asunto, y si tu señora no malgastara el tiempo en torturar peones, quizá…

—Sinceramente, Mosca, no he venido a hablar de la dirección de nuestras respectivas jefas. —Hizo énfasis en la última palabra—. ¿Me permitirás ir al grano?

¡Qué descarada podía llegar a ser aquella mujer! Era ella quien lo estaba provocando con su jefa esto y jefa aquello. No obstante, detectaba que Bianca había librado una dura batalla no hacía mucho, tenía que saber qué estaba pasando y eso bien valía tragarse el orgullo por una vez. Asintió, y sin decir ni una palabra más, oyó el relato de Bianca.

Los eventos en el castillo de Heinstein, la segunda urna, el encierro de Ban, el castigo que él y ella sufrieron por un intento de fuga frustrado… Todo eso fueron meras minucias en comparación con el encuentro con los Campeones del Hades.

 

***

 

Bajo un cielo nocturno moteado de estrellas, los líderes de Hybris participaban de una cena sencilla a base de pizza y refresco. Altar Negro, Munin e Ícaro no tuvieron reparo en agarrar su trozo con la mano; Adremmelech tampoco, pero a diferencia de los anteriores, cada que acercaba la pizza a su rostro sin rasgos, una porción simplemente desaparecía, sin que nadie, por mucho que se fijase, pudiera explicarse qué había ocurrido. Tomomi, de una educación más estricta respecto a las formas en la mesa, siendo nieta del célebre profesor Asamori, al menos tomó el suyo con un pañuelo. Oribarkon era el único que se negaba a probar la comida, manteniendo su parte flotando en el aire, haciendo que diera todos los giros posibles sobre su eje.

—Entonces, humana —el mago se dirigía a Tomomi—, ¿no sabes cocinar?

—No —volvió a admitir la joven, paciente—. Era usted, señor Oribarkon, quien se encargaba de la comida durante las reuniones. Mi abuelo siempre alabó sus platos más que los de cualquier restaurante al que hemos ido.

—Ya veo. Dicen que esto es comida; a mí me huele a una estratagema de Shemhazai —declaró. Con un parpadeo, hizo que el trozo se doblara sobre sí mismo varias veces hasta desaparecer.

Shemhazai, la traidora; Shemhazai, la Ruina de Atlantis. Esposa de Hashmal, y según las malas lenguas, amante junto a su marido de la primera santa de Virgo. Para Altar Negro, era bueno que Oribarkon no hubiese entregado sus recuerdos de la historia del ejército ateniense previa a la fundación del Santuario, que ni siquiera quienes lo habitaban recordaban. Tenía sentido, claro, ¿cómo, si hubiese olvidado a los primeros santos de oro, habría regresado? ¿Cómo se mantendría la alianza entre ambos, sin el recuerdo de los sucesos que la motivaron? Al menos por ese lado, la fortuna le sonreía.

Con sonoros pasos alrededor de la mesa, Orestes de la Corona Boreal se hacía notar, cubierto por una armadura blanca de detalles anaranjados, y una larga capa. Juzgaba, con los ojos de un príncipe de la era mitológica, a cada uno de los presentes, que Altar Negro había reunido con tanto esfuerzo. Si no hubiese perdido el casco en alguna batalla de la que no quiso dar explicaciones, resultaría en verdad imponente.

—Este hombre con el que compartís la mesa —dijo, la voz alta y clara—, os ha utilizado para sus propios fines.

—Prefiero pensar que nos hemos utilizado mutuamente. Todos somos herramientas de algo y alguien, lo queramos admitir o no —expuso Altar Negro, sereno—. Estimado Orestes, la nuestra es una historia complicada, y esto pretendía ser una reunión entre amigos. Ya habrá tiempo para las explicaciones.

—Yo tengo tiempo —dijo Munin, carraspeando.

—No creo que sea el momento ni el lugar para… —Un rápido vistazo en derredor le reveló que todos se inclinaban hacia la mesa, deseando saber. Hasta Orbarkon parecía interesado en el recién llegado Orestes, al que miraba como si le sonara de algo. Suspiró, dando a entender que estaba dispuesto a contarles la verdad. Cuando menos, el gesto sirvió para que Orestes dejara de marearle con sus vueltas; se detuvo detrás de él, vigilante—.  Nuestro inesperado visitante es Orestes, hijo de Agamenón, antiguo rey de Micenas, y Clitemnestra. Como yo, es uno de las Ochentaiocho Alas del Rey, el caballero de la Corona Boreal, al servicio de un dios conocido como el Hijo.

La mayoría lo miraba con perplejidad; solo Tomomi daba muestras de entender al menos una parte de la historia, lo que el mundo conocía sobre la Guerra de Troya y el trágico destino del hijo de los reyes de Micenas. Claro que era imposible determinar qué pensaba Adremmelech, dada la ausencia de rostro, y Oribarkon, aunque seguía mirando a Orestes, lucía ido, golpeándose con regularidad la sien con los nudillos, como llamando a la puerta. Era bueno ver que seguía siendo el mismo.

—¿El Hijo, como el hijo de Zeus? Apolo, el dios del Sol. Tendría gracia, ¿no creen? —Munin se tomó lo que le quedaba de refresco antes de continuar—: somos sombras de los santos legítimos y nuestro señor es el dios del sol.

—Oh, no —exclamó Altar Negro, negando con un ademán—. No, no, él no es vuestro señor, ni siquiera el mío. Nuestra señora es, y seguirá siendo, Atenea.

 —Estoy perdido, Viejo —admitió Munin, golpeando la mesa con ambas manos—.  ¿No acaba de decir que es un caballero del Hijo, como él?

 —Desde que era una niña, siempre he escuchado que a los que luchan por Atenea se les llama santos —aportó Tomomi.

—Quienes luchan por Atenea son llamados guerreros sagrados. Santo, es solo una forma abreviada, que con el tiempo sustituyó al término original, popular y oficialmente —explicó Ícaro, abandonando el papel de mero espectador—. Caballero, es otra forma abreviada, que por el contrario no perduró más allá de la Edad Media. De ahí viene, creo, el título de Caballero sin Rostro de nuestro compañero —teorizó, recibiendo un gesto afirmativo de parte de de Adremmelech—, así como nuestra denominación de caballeros negros. Sin embargo, los caballeros de los que Padre habla, son también llamados Alas del Rey, no parecen tener relación con los santos de Atenea.     

Tomomi agradeció la explicación con un gesto afirmativo. A nadie en el lugar le pareció extraño que desconociera ese detalle sobre los miembros de Hybris. El suyo no era un papel de Cazadora, Vigilante o Pastor; ella, al igual que su abuelo, se encargaría de hacer realidad el futuro que el resto estaba posibilitando.

—Nuestro Viejo es pluriempleado, eso es lo que entiendo —dijo Munin antes de masticar lo que le quedaba de pizza—. ¿O no oí que nuestro reciente logro, en realidad era la misión de este tipo? —cuestionó, desafiante.

—La misión de Orestes, la mía y la vuestra, coincide en parte. Los tres velamos por la victoria de Atenea. Eso no significa que vosotros estéis sirviendo al señor de Orestes, ni que Orestes esté sirviendo a nuestra señora. Nos utilizamos mutuamente, como ya dije, y siempre he procurado que sea de tal modo en que todos quedemos satisfechos. Ay, dioses. —Juntó las manos una sobre la otra, y por un momento, mantuvo la cabeza apoyada encima—. Esta tenía que ser una cena de celebración… —lamentó.

—Si te sirve de consuelo, humano —dijo Oribarkon, dirigiéndose a Munin. Ya no se golpeaba la cabeza—. Yo tampoco entiendo gran cosa.

—Supongo que debo sentirme bien si un mago de diez mil años de edad no entiende lo que yo no entiendo —dijo Munin, con un tono sarcástico que Oribarkon no supo captar. El telquín inclinó la cabeza en gesto de aprobación.

—Lo resumiré lo mejor que pueda —dijo Altar Negro, alzando de nuevo el rostro. Todos callaron, sumamente interesados en lo que estaba por ser revelado—. Hace trece años, Orestes fue enviado por el Hijo, también conocido como la Última Luz de la Gran Voluntad, para salvar a cinco santos de bronce del Sueño Eterno de Hipnos. Esa misión, en principio, sería la base para una alianza duradera entre el Santuario y las Alas del Rey, de cara a una gran batalla que está por llegar. Los santos de bronce fueron liberados del Sueño Eterno, como ya sabéis, pero a su vez, Caronte de Plutón, de los Astra Planeta, atacó el Santuario, cobrándose la vida de varios santos, soldados, amazonas y aspirantes. El Sumo Sacerdote culpó a Orestes de semejante resultado, ya que así como trajo la salvación de los santos de bronce, también trajo una guerra que no les concernía. Con el beneplácito de la máxima autoridad en el Santuario, Zaon de Perseo condenó a Orestes a la maldición de Medusa, inutilizándolo todos estos años.

»Mi historia es más larga. Se remonta a la era de Saga de Géminis, cuando el Santuario parecía insalvable. En aquellos años, me moví entre las sombras, salvando todo lo que pude de Reina Muerte, incluyendo a nuestro compañero Oribarkon, y el último alquimista renegado de la isla, a quien el mundo conoce como el célebre profesor Asamori, de la Fundación Graad. Mi intención era formar un ejército de caballeros  negros que pudiera sustituir al Santuario y hacer frente a Saga, Poseidón, y Hades, por supuesto con la ayuda de la diosa Atenea. Para mi sorpresa, cinco santos de bronce lograron todo lo que yo me proponía y más, obrando milagros que solo se comparan a un único caso en la historia, el del santo de Pegaso que hirió el verdadero cuerpo de Hades. Ni Saga, ni Poseidón, ni Hades lograron derrotar a Atenea y sus santos, de modo que mi participación se volvía cada vez más innecesaria.

»Dos cuestiones, casi simultáneas, me obligaron a regresar al escenario. Primero fue la caída de esos cinco santos, hacedores de milagros, y luego fue el descubrir que los jóvenes a los que había formado tenían su propia visión sobre el mundo. Para entonces ya habíamos llegado al millar, e incluso contábamos con réplicas para cada uno de los mantos de plata. El Santuario estaba en decadencia, sin un líder, y sin guerreros que pudieran hacer la diferencia en una verdadera batalla, o así lo creía. ¿Qué le esperaba a Atenea si regresaba? ¿Siquiera habría un mundo al que regresar? Me hice pasar por el alquimista renegado que huyó de Reina Muerte hace tanto y propuse a Kiki una alianza, con un cofre lleno de armas de gammanium como ofrenda. Él me respondió convirtiendo a una niña de pueblo en una aspirante a santa de oro. Sí, Orestes, la niña que te condenó a trece años de petrificación no era más que una marioneta, aunque no dudo que hoy eso ha cambiado.

»Por unanimidad, quienes entonces nos sentábamos en este lugar, antes de la incorporación de Adremmelech y Munin, decidimos que Akasha debía ser asesinada para que el Santuario entendiera la gravedad de su situación. Envié para ello a mi mejor soldado, quien me traicionó. Nunca he estado tan equivocado a la hora de decidir algo, y del mismo modo, nunca me he alegrado tanto de una deserción. Luego, el fracaso de Orestes me regresó a las sombras, desde las que busqué una alianza con Poseidón. Si lo lograba, a partir de ahí no sería complicado proponer la alianza con el Santuario que por tanto tiempo he buscado.

»Es en este punto donde nuestros caminos se separan, pues debéis saber, que no sois ni os considero mis marionetas. Cada uno de los caballeros negros con los que he trabajado comparte una visión del mundo que nadie les inculcó, contrario a lo que el Santuario quiere creer. Los jóvenes a los que guié hasta la obtención de una armadura —negra, pero armadura al fin y al cabo—, edificaron con sus voluntades una orden que tenía por máxima salvar al mundo del lado oscuro del hombre, un enemigo tan significativo para la humanidad como cualquier dios. No me extenderé mucho en esto, ya que todos salvo Oribarkon conocéis la historia. Primero se trataba de tomar control poco a poco, crear un Santuario que no estuviera aislado del mundo en una montaña cercana a Atenas, sino que se extendiera a lo largo del globo. El nombramiento de varios santos de oro, así como la puesta en escena de los cinco santos de bronce, hasta ahora retirados de las batallas, terminó con toda pretensión a una guerra abierta.

»Diría que Ethel, a quien fui a buscar por deseo expreso de Hipólita, marcó el fin de la primera etapa de mi enfrentamiento con el Sumo Sacerdote. Entendí hasta qué punto era débil, y hasta qué punto mis hijos estaban desamparados. El Santuario, en su empeño de prepararse para el regreso de Caronte, reclutaba a más jóvenes de los que podría armar como santos, más de cien aspirantes en promedio por cada santo posible. Durante la Rebelión de Ethel, la vi en Rodorio, y hablamos de esta situación, largo y tendido. No me pidió que la salvara, porque sabía que era imposible; me pidió que salvara al resto, y así lo hice. El Cisma Negro ocurrió, y cada parte lo juzgó desde su posición.

»La segunda etapa me sorprendió más a mí que al Santuario, creedme. Mis hijos, mis discípulos, se valieron de los recursos que les había ofrecido para cambiar el mundo ellos mismos, formando Hybris, la organización que devolverá el equilibrio a este mundo desdichado. No volvieron a buscar a los santos, han sido ellos los que os han cazado a lo largo de estos años. Me utilizaron, así que no vi problema en valerme de la situación que ellos habían creado. Estoy seguro de que Akasha cree que fue ella la que me convenció de buscar el Ojo de las Greas a través de su espía, pero fue al revés: me aseguré de que enfrentaran a un enemigo imposible de localizar, precisamente para que buscara esa reliquia de la era mitológica. Julian Solo, como avatar de Poseidón, tendría que interceder  a favor de las Greas, a no ser que Akasha propusiera algo extremo. ¿Qué tal ayudarla a liberar al dios de los mares? Con vuestra ayuda, logré matar dos pájaros de un tiro, como reza la expresión, aunque en realidad no logré dos muertes, sino dos alianzas que había buscado todos estos años.

»Un último detalle. Puedo estar haciéndoles creer que manipulé a Akasha para que no tuviera más opción que hacer lo que esperaba que hiciera: no solo formar una alianza entre la tierra y el mar, sino también ofrecerme con ello un contexto en el que pudiera presentarme al Santuario como un hombre sin opciones, líder de un ejército derrotado que no le causará problemas en el futuro. ¡No iba a cometer el mismo error de ofrecer a los caballeros negros como la salvación del Santuario! Sin embargo, hoy reconozco que Akasha también me manipuló. Al igual que yo, necesitaba un contexto en el que pudiera tomar decisiones extremas sin ser neutralizada por el Santuario antes de dar un paso. ¡Y yo le ayudé a crear ese contexto! Ha sido todo tan conveniente, que he llegado a sospechar que el desastre en Oriente Medio de hace dos años, que le costó el exilio, fue planeado. No en vano es conocida como la Tejedora de Planes.

Altar Negro calló, dando paso al silencio que suele seguir a las largas explicaciones. Los cinco estaban perplejos, incluso Adremmelech cerraba y abría las manos con regularidad, acaso interesado en el asunto. Como era de esperar, luego de minutos sin escucharse ruido alguno, fue Munin el primero en hablar, levantando previamente la mano, como si tuviera que pedir permiso.

—Sigo sin entender para quién trabajamos, quién es Orestes, y a quién sirve. ¿No soy el único, cierto? 


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