Saludos
¡Buen review, sigue así!
Seph Girl.
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Capítulo 27. Alma de cristal
Lesath y Emil podían pensar al menos cien destinos peores que ser prisioneros de Bluegrad. Uno de ellos sería, por ejemplo, haber sido ejecutados por Sneyder en el mismo momento en que los descubrió. No pudo hacerlo, como es natural, ya que sin importar qué los motivaba, eran héroes y la Ciudad Azul tenía una deuda con ellos. Eso fue lo que les explicó un guerrero azul más viejo que el mismo Piotr cuando despertaron en un hospital, en el que recibían toda suerte de atenciones, desde buena comida hasta el trato de una vivaracha enfermera de origen japonés.
—Me prometiste enfermeras rusas —se atrevió a decir Emil cuando no había nadie—. ¿Dónde están mis enfermeras rusas?
No obtuvo respuesta. El santo de Flecha llevaba horas bajo la mágica anestesia del mago, que le había robado el derecho a sufrir por el brazo que aún colgaba inerte sobre la camilla. El santo de Orión no lo envidiaba, gustoso de sentir todavía los numerosos cortes en los brazos y la pierna, así como algún que otro hueso que resultó estar roto. Eran cosas del oficio, prueba de que estaba vivo y que había cargado como todo un campeón contra un tifón destructor de ciudades. Valía la pena quedarse unos días así, por ridículo que se viera con tantas vendas encima, conectado a ruidosos aparatos y con más cansancio del que creía poder sentir. Tenía unas ganas de dormir tremendas, combinadas con el primer caso de insomnio que vivía en más de treinta años.
Pasaron las horas sin que recibieran noticias de nadie, hasta que la puerta volvió a abrirse. De nuevo se trataba del viejo guerrero azul, seguido de la enfermera y un médico que Lesath reconoció al punto. Era el mismo doctorcillo que se había encargado de cuidar a Seiya y los demás, cuando aún estaban sumidos en aquel coma inducido por el dios del sueño. ¿Qué hacía en ese lugar? Al parecer, aprender del guerrero azul, que resultó ser nada más y nada menos que Néstor, el médico real.
—En la Rusia soviética, los médicos ganan las guerras —soltó Emil, de cuyo delirio Lesath ya desconfiaba—. Doctor, no siento las piernas.
—¿Estás seguro de que son las piernas lo que no sientes? —comentó Néstor, comprensivo, antes de tomar el brazo ennegrecido de Emil.
El médico real hacía observaciones rutinarias mientras que el japonés observaba todo con atención. La enfermera había salido un momento de la habitación, solo para regresar con una camilla en la que Aerys, con la verdosa túnica de hospital en lugar del manto de Erídano cubriéndole cuerpo, permanecía inconsciente y pálido.
—¿No te da vergüenza comportarte así mientras un compañero está al borde de la vida y la muerte, elfo? ¡Hazle caso al doctor!
Pero aunque Emil miraba muy serio a Lesath, siendo claro que lo estaba escuchando, un estruendoso ronquido le hizo romper a carcajadas. ¡El bribón de Aerys dormía como un bebé en brazos de la enfermera, que con mucho mimo lo dejaba en la tercera cama del hospital! En tales payasos se habían convertido tres santos de Atenea.
—Morfeo, hazme un favor y secuéstrame un rato, antes de que los mate a todos.
Y en ese mismo momento, por completo agotado, Lesath cayó dormido. En el reino de Morfeo, empero, no halló descanso alguno. Una cabra andando como un hombre y exhibiendo una cabeza informe, carente de cualquier rasgo; una máscara de madera, rota; un cuervo blanco, presagio de la muerte, graznaba un nombre: Ethel.
Le despertó el mismo presentimiento que había iniciado la misión en Bluegrad: una presencia conocida, poderosa y débil a un mismo tiempo, como si se estuviera ocultando. Lesath no pudo menos que sonreír, ya que jamás podría olvidar el cosmos de aquella joven temeraria, capaz de colarse en la Ciudad Azul después de que todo le saliera mal. No obstante, la sonrisa duró solo el tiempo que tardó en abrir los ojos.
El santo de Flecha estaba despierto, sentado y sonriente. Restaba importancia a la batalla ocurrida con un gesto de la mano, reparada hasta la última capa de piel.
—Un médico lo hizo —explicó Emil, sabiéndose observado por su compañero.
La mirada de Lesath fue de Emil al viejo con el que hablaba. Al principio lo confundió con Néstor, por la sencilla armadura de tono azul y hombreras lisas que lo cubría, así como aquel rostro arrugado bajo una maraña de pelos canosos. Tuvo que fijarse en la mujer que permanecía apoyada en una pared, de piel bronceada bajo un manto de plata y rostro enmascarado, como correspondía a todo santo femenino, para entender que aquel era otro viejo y que no vestía una armadura azul, sino un manto sagrado.
—¿Capitán Icario? —preguntó el santo de Orión.
—Ay, hijo, tienes que cuidar esa memoria —respondió Icario—. Dejé de ser capitán de la guardia hace mucho, durante la Rebelión de Ethel.
***
Contrario a las expectativas de Lesath, Akasha no había venido a la Ciudad Azul como un ladrón en la noche a rescatarlos, sino que se apareció en el castillo del Señor del Invierno a presentar disculpas si en algo había ofendido al monarca. Piotr, inmerso en otros asuntos, aceptó las disculpas, mientras que Alexer, sucesor oficial, adoptó el papel de príncipe desconfiado que recelaba de los extraños. Pero tal actuación no duraría mucho, eso ya era un hecho desde el día en que abogó por él, hacía ya un año.
Satisfechas las formas debidas, preguntó por la situación de los santos de Orión, Flecha y Erídano. Nada dijo al príncipe y al monarca sobre el ánfora de Atenea, pues era claro que la oportunidad de sacarla de la ciudad se había perdido. Ahora era el momento de curarse las heridas y protegerse de las pesquisas de Sneyder, que por supuesto estaría enterado de aquella visita y de todo paso que diera en adelante. Saber eso era una razón más para ir en persona a Bluegrad, con no más acompañamiento que Ban, quien se empecinó en hacer de guardaespaldas. Tenía que mantener a Sneyder lejos del barco, y en especial, lejos de Azrael, a quien ni mil advertencias le impedirían enfrentarlo.
—Llévanos con mis hombres —susurró Akasha al aire una vez salieron del castillo. Un momento después, desaparecieron sin más.
***
Aparecieron en el tercer piso de un hospital estatal, donde varios de los mejores médicos, cirujanos y sanadores, expertos en medicina alternativa, trataban las heridas de los guerreros azules. El salario que todos los allí recibían era tan grande como profundo debía ser el silencio que mantuvieran de puertas para fuera, razón por la que allí habían sido destinados los tres santos de Atenea que habían salvado la ciudad.
—Ver a Akasha sin Azrael dos veces en dos días seguidos. Je, je, je. ¿Debo pensar que los milagros existen?
—Tal vez, si algún día te veo solo.
Hugin de Cuervo, de amplia cabellera rubia y rostro largo coronado por una nariz ganchuda, la escudriñó con los ojos entrecerrados, molesto de que sus comentarios tuvieran respuesta. El santo de plata era más alto que ella, pero estar encorvado al lado del metro ochenta que ofrecía Sneyder no le favorecía. Su superior, todavía sin el manto zodiacal, imponía todo lo que él no. Aunque no llevaba guantes, sus manos cerradas empuñadas estaban endurecidas como el cuero, un recuerdo de su entrenamiento.
Estando aquel par en el pasillo, la puerta que daba a la habitación de Lesath, Emil y Aerys se le antojaba tan lejana como los Campos Elíseos.
—¿Pretendéis impedir que conozca el destino de mis hombres?
—El precio de la traición es la muerte. ¿Qué os hace pensar que siguen con vida? —cuestionó Sneyder, directo como de costumbre.
—Los santos no mueren.
Una frase del pasado. «Los santos no mueren con tanta facilidad.» La había repetido tantas veces a lo largo de los años que terminó dando por sentada la segunda mitad de la oración, como un mantra que alejaba a los malos espíritus. En cuatro palabras manifestaba la esperanza de no repetir una noche como la invasión del Santuario.
—Si los sacas de esta ciudad, será para llevarlos ante la justicia.
—El señor Sneyder les salvó la vida —intervino Hugin—, ¡debería estar agradecida! A Flecha solo le rozaron unas cuantas veces y aun así deliraba cuando lo trajimos aquí. Orión fue lo bastante insensato como para dejar que lo golpearan por todo el cuerpo; si los dioses le sonríen, tal vez no se quede paralítico. Pudimos extraer el Lamento de Cocito de sus almas antes de que los convirtiera en el par de espectros que merecen ser. ¿Ya lo ha sentido, no? El frío que solo existe frente al palacio de Hades.
Señaló su propio cuello, en el que eran visibles las marcas dejadas por el látigo de June, para luego apuntar al de Akasha, cubierto por un pañuelo rojo.
—El Lamento de Cocito, ¿eh? ¿Esa es la maldición que me has lanzado, Sneyder?
Lo que ayer solo era una fina línea azulada, ahora se extendía por buena parte del cuello, cada vez más azul y helado. El frío no se detenía ahí, sino que se paseaba por todo el interior de su cuerpo, debilitándolo cada vez más.
—Tal y como Hugin ha explicado, proviene del Hades —dijo Sneyder—. El poder del río Cocito, que se manifestó en Siberia el pasado año. Tus subordinados fueron afectados por él al enfrentarse con lo que quedaba de la legión de Cocito.
—¿Es temporal? —preguntó Akasha.
—Le gustaría que lo fuera, podría apostar por ello —aventuró Hugin—. Je. ¿Se ha olvidado de limpiarse las orejas esta mañana? Porque acabo de decirle que el señor Sneyder les salvó la vida. ¡Qué remedio! Tendré que ser más preciso. El Lamento de Cocito supone una herida en el alma, bastante fuera de lo común. ¡No olvido que nuestro cosmos nos permite interactuar con fantasmas! Le hablo de un poder más viejo que el alma humana, de los tiempos en que Crono y los Titanes gobernaban el universo.
»El primer síntoma es sentir frío, claro está, y se diferencia del que sentimos en el universo físico en que no hay lugar que nos aleje de él, mucho menos que lo reduzca. Ni el fuego en la tierra, ni el sol en el cielo le darán calor por mucho que se les acerque. Su cuerpo se convertirá poco a poco en un lastre, porque así como el alma fue dañada, también lo está la conexión entre lo físico, lo mental y lo espiritual. Se hielan los huesos, la sangre y la carne, al mismo tiempo que el cerebro empieza a verse afectado: miedo, terror, pena, angustia, dolor… Cualquier emoción y sentimiento que tenga será negativo, y sobra decir que al dormir solo encontrará pesadillas. Hallará cada vez menos fuerzas en su espíritu quebrado, lo que será fatal para enfrentar la maldición.
»Al final, lo único que la mantendrá con vida es el cosmos, porque el Lamento de Cocito que ha recibido se estaba apoderando de las almas de tres santos; la muerte no perdona ese tipo de intromisiones, como comprenderá, je, je. Flecha y Orión sobrellevaron su situación haciendo arder sus cosmos, y al hacerlo pelearon con valor y fuerza únicos, debo reconocerlo. Lástima que al final, cuando no quedaba un enemigo al que enfrentar, regresó el frío a sus cuerpos agotados y vulnerables. El cosmos es una fuerza incomparable, pero fugaz para nosotros, los humanos.
—Tres santos —repitió Akasha.
—El Santuario no considera culpable a Aerys de Erídano —aclaró Sneyder.
—Es increíble cómo Su Santidad predijo cada uno de los movimientos de su discípula —apreció Hugin, con más admiración que saña—. Supo que estaría dispuesta a todo por conservar el Ojo de las Greas, lo que incluye pactar con el enemigo y manipular a un honrado santo de bronce que solo cumplía con su deber.
Akasha suspiró. Algo sabía sobre el motivo de que el Sumo Sacerdote, más fuerte y sabio que astuto hoy en día, estuviera el tanto de cada paso que daba, pero era un asunto entre maestro y discípula del que no pensaba hablar frente a semejante bocazas. Por otra parte, que Aerys estuviera libre de culpa demostraba que escogerlo había sido un acierto, a pesar de las dudas que tuvo al final, cuando la incertidumbre se apropiaba del futuro cercano. Era un hombre fuerte, miembro de la división Cisne y ajeno a cualquier intriga en la que ella estuviera involucrada, por lo que podía actuar con una libertad de la que quizás ningún miembro de la división Andrómeda gozaría de ahora en adelante. Lo había manipulado, sí, pero sin mancharlo, eso la tranquilizaba.
—Creo que ya perdió el habla, je, je. ¿O quizá el sentido del oído?
—Mi misión no ha terminado —les recordó Akasha, manteniendo enterradas las dudas y lamentaciones—. Si no podéis romper esta maldición…
—Puedo —interrumpió Sneyder—. La primera mitad de mi entrenamiento fue en Alaska, donde aprendí a luchar como un santo de hielo. La segunda mitad fue en la Colina del Yomi, en la que descubrí junto a mi maestro la quintaesencia del alma humana. Gracias a esos años soy capaz de manipular el Lamento de Cocito.
—Si ese es el caso, te pido que me liberes de él. La división Andrómeda se encuentra mermada, no puedo seguir limitándome a observar y dar órdenes —reclamó Akasha.
—¿De qué está hablando? ¡Si es eso lo que tiene que hacer! —acusó Hugin—. Observar el Ojo de las Greas y encontrar a los líderes de Hybris, ¿Dónde está, por cierto?
¡Cuán exasperante podía ser aquella muchacha! Si cualquier otro santo hubiese hecho y dicho lo que ella, el Sumo Sacerdote ya lo habría colgado. Empero, si se trataba de Akasha, Su Santidad diría advertencia en lugar de exilio y exilio en lugar de muerte. Hugin lo respetaba, por supuesto, pero no por ello entendía todo lo que hacía. Un líder tenía que ser neutral y justo, como lo era Sneyder.
Por lo pronto, se contentó con sacar de nuevo a la luz los verdaderos colores de Akasha, apenas preocupándose porque el siempre callado Ban estuviera presente. Nada tenía que temer el cuervo de plata del león de bronce, ambos eran santos de Atenea.
—El Ojo de las Greas está a buen recaudo —contestó Akasha, palpándose la máscara.
Hugin quedó boquiabierto un momento. ¿Era capaz de hacer algo así?
—Si lo dices por el Argo Navis, te advierto que no seguirá en vuestras manos mucho tiempo. Es un medio de transporte demasiado peligroso para un grupo de traidores.
—¿Quieres ver dónde está? —dijo Akasha—. Me refiero al Ojo de las Greas.
La exiliada posó sobre el contorno de la máscara los dedos enguantados. Sí, sí que era capaz de hacer cualquier cosa. Sintiendo el hálito del terror en cada uno de sus huesos, Hugin retrocedió varios pasos, cerrando con fuerza los ojos.
«Es una bruja. No, un demonio. ¡Decapítela, señor Sneyder! ¡Líbrenos de este mal!»
—Bromas aparte —dijo Akasha después, encogiéndose de hombros—. El Ojo de las Greas no responderá todo lo bien que debiera hasta que Poseidón consienta en que lo conservemos. Es por eso que mi misión no ha acabado.
«¡Miente! ¡Miente! ¡Miente! —pensaba Hugin, sin poder pronunciar palabra alguna.»
—Además —prosiguió Akasha, quien por fortuna no podía leer mentes—. Todo el tiempo que pase aquí ocupándome de asuntos que solo yo puedo atender es tiempo que Hybris puede dedicar a formar una alianza con Julian Solo. ¿Te gustaría eso, Sneyder?
Aquella nueva mentira le devolvió el habla a Hugin.
—No haga caso de las mentiras que dice, señor Sneyder. ¡En el barco aseguraba que el único enemigo del que debíamos preocuparnos era Hades! Ya sabe, el dios muerto.
Al ver que Hugin se dirigía a ella tan airado y sin esa sonrisa autosuficiente decorándole la cara, Akasha pensó por un momento que se había excedido con la broma. Pero terminó centrándose en Sneyder, que no parecía hacer caso de los graznidos del cuervo.
—Podréis continuar con vuestra misión. Hugin de Cuervo reemplazará a los hombres que habéis perdido en Bluegrad.
—¡Jamás he perdido a nadie que estuviera bajo mis órdenes! —aseveró Akasha, dando un paso al frente. De pronto el cuerpo entero le hablaba de rabia y furia, de dolor y desesperación; buscó paz en su alma, siéndole difícil encontrarla.
—Seguro que sí, el Cisma Negro solo fue un mal sueño —empezó a decir Hugin, solo para terminar con la boca muy abierta—. Momento, ¿he oído bien? ¿Yo sirviendo a Andrómeda, la Doncella? Preferiría… ¡Soy un hombre del Fénix, señor Sneyder!
—Y por ello confío en que dejaréis de actuar como una doncella a la que piden que entregue su virginidad —le dijo Sneyder, seco, para luego dirigirse a Akasha—. Todavía no sé todo lo que se puede saber sobre el Lamento de Cocito, pues ningún santo de oro se ha visto afectado por esa maldición hasta la fecha.
—Esperas que sea una rata de laboratorio. ¿Qué crees que soy?
—Quiero creer que seguís siendo una santa de oro —respondió Sneyder—. Akasha de Virgo, ¿servís a la justicia?
—Sirvo a Atenea, por el bien de nuestro mundo.
Tal fue la respuesta de Akasha a aquella pregunta que había aprendido a despreciar cuando la escuchó por primera vez, durante la Rebelión de Ethel. Para la mayoría, solo era una frase hecha; para ella, parte de la élite del ejército de Atenea, era fácil percibir la hipnosis que aplicaba con ella. No se dirigía a la mente, fuerte en aquellos que lograban despertar el sexto sentido, sino al alma, más pura que la carne y por tanto capaz de responder contrariando el deseo del interrogado. Recordaba haberla respondido en tres ocasiones: dos en el Santuario, antes y después del Cisma Negro, y una más en Oriente Medio, donde empezó su exilio. Aquellas veces no fue más que una molestia; en aquel momento, se sentía tan indefensa e impotente como cuando era una niña. No podría resistir una cuarta vez, no en ese estado.
—Si es así, cumpliréis vuestra misión con éxito y yo mismo os liberaré de esta carga.
—Ya ha oído al señor Sneyder —dijo Hugin, recuperado el orgullo y la mala sangre que lo caracterizaba—. Encuentre a los líderes de Hybris y devuelva el ojo a su legítimo dueño. Solo así acabará mi pesadilla, quiero decir, la suya.
Akasha miró a Sneyder, quien no dijo nada. Empezaba a ser un hecho que necesitaría autorización papal para dar el siguiente y decisivo paso en sus planes.
—Vamos a ver —dijo un hombre viejo desde la habitación más cercana, cuya puerta abrió de una patada—. ¿Qué está pasando aquí? ¿Por qué son tan ruidosos?
Hugin abrió la boca para insultar a quien sin duda consideraría un viejo pesado. Akasha no le dio tiempo. Presentes de nuevo en su corazón los años de la niñez, salió corriendo hacia el hombre y le dio un fuerte abrazo.
—¡Me alegro de volver a verle! ¡Capitán Icario!
Editado por Rexomega, 01 junio 2020 - 07:35 .