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Juicio Divino: La última Guerra Santa


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#141 Rexomega

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Publicado 25 mayo 2020 - 07:09

Saludos

 

¡Buen review, sigue así!

 

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***

 

Capítulo 27. Alma de cristal

 

Lesath y Emil podían pensar al menos cien destinos peores que ser prisioneros de Bluegrad. Uno de ellos sería, por ejemplo, haber sido ejecutados por Sneyder en el mismo momento en que los descubrió. No pudo hacerlo, como es natural, ya que sin importar qué los motivaba, eran héroes y la Ciudad Azul tenía una deuda con ellos. Eso fue lo que les explicó un guerrero azul más viejo que el mismo Piotr cuando despertaron en un hospital, en el que recibían toda suerte de atenciones, desde buena comida hasta el trato de una vivaracha enfermera de origen japonés.

—Me prometiste enfermeras rusas —se atrevió a decir Emil cuando no había nadie—. ¿Dónde están mis enfermeras rusas?

No obtuvo respuesta. El santo de Flecha llevaba horas bajo la mágica anestesia del mago, que le había robado el derecho a sufrir por el brazo que aún colgaba inerte sobre la camilla. El santo de Orión no lo envidiaba, gustoso de sentir todavía los numerosos cortes en los brazos y la pierna, así como algún que otro hueso que resultó estar roto. Eran cosas del oficio, prueba de que estaba vivo y que había cargado como todo un campeón contra un tifón destructor de ciudades. Valía la pena quedarse unos días así, por ridículo que se viera con tantas vendas encima, conectado a ruidosos aparatos y con más cansancio del que creía poder sentir. Tenía unas ganas de dormir tremendas, combinadas con el primer caso de insomnio que vivía en más de treinta años.

Pasaron las horas sin que recibieran noticias de nadie, hasta que la puerta volvió a abrirse. De nuevo se trataba del viejo guerrero azul, seguido de la enfermera y un médico que Lesath reconoció al punto. Era el mismo doctorcillo que se había encargado de cuidar a Seiya y los demás, cuando aún estaban sumidos en aquel coma inducido por el dios del sueño. ¿Qué hacía en ese lugar? Al parecer, aprender del guerrero azul, que resultó ser nada más y nada menos que Néstor, el médico real.

—En la Rusia soviética, los médicos ganan las guerras —soltó Emil, de cuyo delirio Lesath ya desconfiaba—. Doctor, no siento las piernas.

—¿Estás seguro de que son las piernas lo que no sientes? —comentó Néstor, comprensivo, antes de tomar el brazo ennegrecido de Emil.

El médico real hacía observaciones rutinarias mientras que el japonés observaba todo con atención. La enfermera había salido un momento de la habitación, solo para regresar con una camilla en la que Aerys, con la verdosa túnica de hospital en lugar del manto de Erídano cubriéndole cuerpo, permanecía inconsciente y pálido.

—¿No te da vergüenza comportarte así mientras un compañero está al borde de la vida y la muerte, elfo? ¡Hazle caso al doctor!

Pero aunque Emil miraba muy serio a Lesath, siendo claro que lo estaba escuchando, un estruendoso ronquido le hizo romper a carcajadas. ¡El bribón de Aerys dormía como un bebé en brazos de la enfermera, que con mucho mimo lo dejaba en la tercera cama del hospital! En tales payasos se habían convertido tres santos de Atenea.

—Morfeo, hazme un favor y secuéstrame un rato, antes de que los mate a todos.

Y en ese mismo momento, por completo agotado, Lesath cayó dormido. En el reino de Morfeo, empero, no halló descanso alguno. Una cabra andando como un hombre y exhibiendo una cabeza informe, carente de cualquier rasgo; una máscara de madera, rota; un cuervo blanco, presagio de la muerte, graznaba un nombre: Ethel. 

 

Le despertó el mismo presentimiento que había iniciado la misión en Bluegrad: una presencia conocida, poderosa y débil a un mismo tiempo, como si se estuviera ocultando. Lesath no pudo menos que sonreír, ya que jamás podría olvidar el cosmos de aquella joven temeraria, capaz de colarse en la Ciudad Azul después de que todo le saliera mal. No obstante, la sonrisa duró solo el tiempo que tardó en abrir los ojos.

El santo de Flecha estaba despierto, sentado y sonriente. Restaba importancia a la batalla ocurrida con un gesto de la mano, reparada hasta la última capa de piel.

—Un médico lo hizo —explicó Emil, sabiéndose observado por su compañero.

La mirada de Lesath fue de Emil al viejo con el que hablaba. Al principio lo confundió con Néstor, por la sencilla armadura de tono azul y hombreras lisas que lo cubría, así como aquel rostro arrugado bajo una maraña de pelos canosos. Tuvo que fijarse en la mujer que permanecía apoyada en una pared, de piel bronceada bajo un manto de plata y rostro enmascarado, como correspondía a todo santo femenino, para entender que aquel era otro viejo y que no vestía una armadura azul, sino un manto sagrado.

—¿Capitán Icario? —preguntó el santo de Orión.

—Ay, hijo, tienes que cuidar esa memoria —respondió Icario—. Dejé de ser capitán de la guardia hace mucho, durante la Rebelión de Ethel.

 

***

 

Contrario a las expectativas de Lesath, Akasha no había venido a la Ciudad Azul como un ladrón en la noche a rescatarlos, sino que se apareció en el castillo del Señor del Invierno a presentar disculpas si en algo había ofendido al monarca. Piotr, inmerso en otros asuntos, aceptó las disculpas, mientras que Alexer, sucesor oficial, adoptó el papel de príncipe desconfiado que recelaba de los extraños. Pero tal actuación no duraría mucho, eso ya era un hecho desde el día en que abogó por él, hacía ya un año.

Satisfechas las formas debidas, preguntó por la situación de los santos de Orión, Flecha y Erídano. Nada dijo al príncipe y al monarca sobre el ánfora de Atenea, pues era claro que la oportunidad de sacarla de la ciudad se había perdido. Ahora era el momento de curarse las heridas y protegerse de las pesquisas de Sneyder, que por supuesto estaría enterado de aquella visita y de todo paso que diera en adelante. Saber eso era una razón más para ir en persona a Bluegrad, con no más acompañamiento que Ban, quien se empecinó en hacer de guardaespaldas. Tenía que mantener a Sneyder lejos del barco, y en especial, lejos de Azrael, a quien ni mil advertencias le impedirían enfrentarlo. 

—Llévanos con mis hombres —susurró Akasha al aire una vez salieron del castillo. Un momento después, desaparecieron sin más.

 

***

 

Aparecieron en el tercer piso de un hospital estatal, donde varios de los mejores médicos, cirujanos y sanadores, expertos en medicina alternativa, trataban las heridas de los guerreros azules. El salario que todos los allí recibían era tan grande como profundo debía ser el silencio que mantuvieran de puertas para fuera, razón por la que allí habían sido destinados los tres santos de Atenea que habían salvado la ciudad.

—Ver a Akasha sin Azrael dos veces en dos días seguidos. Je, je, je. ¿Debo pensar que los milagros existen?

—Tal vez, si algún día te veo solo.

Hugin de Cuervo, de amplia cabellera rubia y rostro largo coronado por una nariz ganchuda, la escudriñó con los ojos entrecerrados, molesto de que sus comentarios tuvieran respuesta. El santo de plata era más alto que ella, pero estar encorvado al lado del metro ochenta que ofrecía Sneyder no le favorecía. Su superior, todavía sin el manto zodiacal, imponía todo lo que él no. Aunque no llevaba guantes, sus manos cerradas empuñadas estaban endurecidas como el cuero, un recuerdo de su entrenamiento.

Estando aquel par en el pasillo, la puerta que daba a la habitación de Lesath, Emil y Aerys se le antojaba tan lejana como los Campos Elíseos.

—¿Pretendéis impedir que conozca el destino de mis hombres?

—El precio de la traición es la muerte. ¿Qué os hace pensar que siguen con vida? —cuestionó Sneyder, directo como de costumbre. 

—Los santos no mueren.

Una frase del pasado. «Los santos no mueren con tanta facilidad.» La había repetido tantas veces a lo largo de los años que terminó dando por sentada la segunda mitad de la oración, como un mantra que alejaba a los malos espíritus. En cuatro palabras manifestaba la esperanza de no repetir una noche como la invasión del Santuario.

—Si los sacas de esta ciudad, será para llevarlos ante la justicia.

—El señor Sneyder les salvó la vida —intervino Hugin—, ¡debería estar agradecida! A Flecha solo le rozaron unas cuantas veces y aun así deliraba cuando lo trajimos aquí. Orión fue lo bastante insensato como para dejar que lo golpearan por todo el cuerpo; si los dioses le sonríen, tal vez no se quede paralítico. Pudimos extraer el Lamento de Cocito de sus almas antes de que los convirtiera en el par de espectros que merecen ser. ¿Ya lo ha sentido, no? El frío que solo existe frente al palacio de Hades.

Señaló su propio cuello, en el que eran visibles las marcas dejadas por el látigo de June, para luego apuntar al de Akasha, cubierto por un pañuelo rojo.

—El Lamento de Cocito, ¿eh? ¿Esa es la maldición que me has lanzado, Sneyder?

Lo que ayer solo era una fina línea azulada, ahora se extendía por buena parte del cuello, cada vez más azul y helado. El frío no se detenía ahí, sino que se paseaba por todo el interior de su cuerpo, debilitándolo cada vez más.

—Tal y como Hugin ha explicado, proviene del Hades —dijo Sneyder—. El poder del río Cocito, que se manifestó en Siberia el pasado año. Tus subordinados fueron afectados por él al enfrentarse con lo que quedaba de la legión de Cocito.

—¿Es temporal? —preguntó Akasha.

—Le gustaría que lo fuera, podría apostar por ello —aventuró Hugin—. Je. ¿Se ha olvidado de limpiarse las orejas esta mañana? Porque acabo de decirle que el señor Sneyder les salvó la vida. ¡Qué remedio! Tendré que ser más preciso. El Lamento de Cocito supone una herida en el alma, bastante fuera de lo común. ¡No olvido que nuestro cosmos nos permite interactuar con fantasmas! Le hablo de un poder más viejo que el alma humana, de los tiempos en que Crono y los Titanes gobernaban el universo. 

»El primer síntoma es sentir frío, claro está, y se diferencia del que sentimos en el universo físico en que no hay lugar que nos aleje de él, mucho menos que lo reduzca. Ni el fuego en la tierra, ni el sol en el cielo le darán calor por mucho que se les acerque. Su cuerpo se convertirá poco a poco en un lastre, porque así como el alma fue dañada, también lo está la conexión entre lo físico, lo mental y lo espiritual. Se hielan los huesos, la sangre y la carne, al mismo tiempo que el cerebro empieza a verse afectado: miedo, terror, pena, angustia, dolor… Cualquier emoción y sentimiento que tenga será negativo, y sobra decir que al dormir solo encontrará pesadillas. Hallará cada vez menos fuerzas en su espíritu quebrado, lo que será fatal para enfrentar la maldición.

»Al final, lo único que la mantendrá con vida es el cosmos, porque el Lamento de Cocito que ha recibido se estaba apoderando de las almas de tres santos; la muerte no perdona ese tipo de intromisiones, como comprenderá, je, je. Flecha y Orión sobrellevaron su situación haciendo arder sus cosmos, y al hacerlo pelearon con valor y fuerza únicos, debo reconocerlo. Lástima que al final, cuando no quedaba un enemigo al que enfrentar, regresó el frío a sus cuerpos agotados y vulnerables. El cosmos es una fuerza incomparable, pero fugaz para nosotros, los humanos.  

—Tres santos —repitió Akasha.

—El Santuario no considera culpable a Aerys de Erídano —aclaró Sneyder.

—Es increíble cómo Su Santidad predijo cada uno de los movimientos de su discípula —apreció Hugin, con más admiración que saña—. Supo que estaría dispuesta a todo por conservar el Ojo de las Greas, lo que incluye pactar con el enemigo y manipular a un honrado santo de bronce que solo cumplía con su deber.

Akasha suspiró. Algo sabía sobre el motivo de que el Sumo Sacerdote, más fuerte y sabio que astuto hoy en día, estuviera el tanto de cada paso que daba, pero era un asunto entre maestro y discípula del que no pensaba hablar frente a semejante bocazas. Por otra parte, que Aerys estuviera libre de culpa demostraba que escogerlo había sido un acierto, a pesar de las dudas que tuvo al final, cuando la incertidumbre se apropiaba del futuro cercano. Era un hombre fuerte, miembro de la división Cisne y ajeno a cualquier intriga en la que ella estuviera involucrada, por lo que podía actuar con una libertad de la que quizás ningún miembro de la división Andrómeda gozaría de ahora en adelante. Lo había manipulado, sí, pero sin mancharlo, eso la tranquilizaba.

—Creo que ya perdió el habla, je, je. ¿O quizá el sentido del oído?

—Mi misión no ha terminado —les recordó Akasha, manteniendo enterradas las dudas y lamentaciones—. Si no podéis romper esta maldición…

—Puedo —interrumpió Sneyder—. La primera mitad de mi entrenamiento fue en Alaska, donde aprendí a luchar como un santo de hielo. La segunda mitad fue en la Colina del Yomi, en la que descubrí junto a mi maestro la quintaesencia del alma humana. Gracias a esos años soy capaz de manipular el Lamento de Cocito.

—Si ese es el caso, te pido que me liberes de él. La división Andrómeda se encuentra mermada, no puedo seguir limitándome a observar y dar órdenes —reclamó Akasha.

—¿De qué está hablando? ¡Si es eso lo que tiene que hacer! —acusó Hugin—. Observar el Ojo de las Greas y encontrar a los líderes de Hybris, ¿Dónde está, por cierto?

 

¡Cuán exasperante podía ser aquella muchacha! Si cualquier otro santo hubiese hecho y dicho lo que ella, el Sumo Sacerdote ya lo habría colgado. Empero, si se trataba de Akasha, Su Santidad diría advertencia en lugar de exilio y exilio en lugar de muerte. Hugin lo respetaba, por supuesto, pero no por ello entendía todo lo que hacía. Un líder tenía que ser neutral y justo, como lo era Sneyder.

Por lo pronto, se contentó con sacar de nuevo a la luz los verdaderos colores de Akasha, apenas preocupándose porque el siempre callado Ban estuviera presente. Nada tenía que temer el cuervo de plata del león de bronce, ambos eran santos de Atenea.

—El Ojo de las Greas está a buen recaudo —contestó Akasha, palpándose la máscara.

Hugin quedó boquiabierto un momento. ¿Era capaz de hacer algo así?

—Si lo dices por el Argo Navis, te advierto que no seguirá en vuestras manos mucho tiempo. Es un medio de transporte demasiado peligroso para un grupo de traidores.

—¿Quieres ver dónde está? —dijo Akasha—. Me refiero al Ojo de las Greas.

La exiliada posó sobre el contorno de la máscara los dedos enguantados. Sí, sí que era capaz de hacer cualquier cosa. Sintiendo el hálito del terror en cada uno de sus huesos, Hugin retrocedió varios pasos, cerrando con fuerza los ojos.

«Es una bruja. No, un demonio. ¡Decapítela, señor Sneyder! ¡Líbrenos de este mal!»

—Bromas aparte —dijo Akasha después, encogiéndose de hombros—. El Ojo de las Greas no responderá todo lo bien que debiera hasta que Poseidón consienta en que lo conservemos. Es por eso que mi misión no ha acabado.

«¡Miente! ¡Miente! ¡Miente! —pensaba Hugin, sin poder pronunciar palabra alguna.»

—Además —prosiguió Akasha, quien por fortuna no podía leer mentes—. Todo el tiempo que pase aquí ocupándome de asuntos que solo yo puedo atender es tiempo que Hybris puede dedicar a formar una alianza con Julian Solo. ¿Te gustaría eso, Sneyder?

Aquella nueva mentira le devolvió el habla a Hugin.

—No haga caso de las mentiras que dice, señor Sneyder. ¡En el barco aseguraba que el único enemigo del que debíamos preocuparnos era Hades! Ya sabe, el dios muerto.

 

Al ver que Hugin se dirigía a ella tan airado y sin esa sonrisa autosuficiente decorándole la cara, Akasha pensó por un momento que se había excedido con la broma. Pero terminó centrándose en Sneyder, que no parecía hacer caso de los graznidos del cuervo.

—Podréis continuar con vuestra misión. Hugin de Cuervo reemplazará a los hombres que habéis perdido en Bluegrad.

—¡Jamás he perdido a nadie que estuviera bajo mis órdenes! —aseveró Akasha, dando un paso al frente. De pronto el cuerpo entero le hablaba de rabia y furia, de dolor y desesperación; buscó paz en su alma, siéndole difícil encontrarla.

—Seguro que sí, el Cisma Negro solo fue un mal sueño —empezó a decir Hugin, solo para terminar con la boca muy abierta—. Momento, ¿he oído bien? ¿Yo sirviendo a Andrómeda, la Doncella? Preferiría… ¡Soy un hombre del Fénix, señor Sneyder!

—Y por ello confío en que dejaréis de actuar como una doncella a la que piden que entregue su virginidad —le dijo Sneyder, seco, para luego dirigirse a Akasha—. Todavía no sé todo lo que se puede saber sobre el Lamento de Cocito, pues ningún santo de oro se ha visto afectado por esa maldición hasta la fecha.

—Esperas que sea una rata de laboratorio. ¿Qué crees que soy?

—Quiero creer que seguís siendo una santa de oro —respondió Sneyder—. Akasha de Virgo, ¿servís a la justicia?

—Sirvo a Atenea, por el bien de nuestro mundo.

Tal fue la respuesta de Akasha a aquella pregunta que había aprendido a despreciar cuando la escuchó por primera vez, durante la Rebelión de Ethel. Para la mayoría, solo era una frase hecha; para ella, parte de la élite del ejército de Atenea, era fácil percibir la hipnosis que aplicaba con ella. No se dirigía a la mente, fuerte en aquellos que lograban despertar el sexto sentido, sino al alma, más pura que la carne y por tanto capaz de responder contrariando el deseo del interrogado. Recordaba haberla respondido en tres ocasiones: dos en el Santuario, antes y después del Cisma Negro, y una más en Oriente Medio, donde empezó su exilio. Aquellas veces no fue más que una molestia; en aquel momento, se sentía tan indefensa e impotente como cuando era una niña. No podría resistir una cuarta vez, no en ese estado.

—Si es así, cumpliréis vuestra misión con éxito y yo mismo os liberaré de esta carga.

—Ya ha oído al señor Sneyder —dijo Hugin, recuperado el orgullo y la mala sangre que lo caracterizaba—. Encuentre a los líderes de Hybris y devuelva el ojo a su legítimo dueño. Solo así acabará mi pesadilla, quiero decir, la suya.

Akasha miró a Sneyder, quien no dijo nada. Empezaba a ser un hecho que necesitaría autorización papal para dar el siguiente y decisivo paso en sus planes.

—Vamos a ver —dijo un hombre viejo desde la habitación más cercana, cuya puerta abrió de una patada—. ¿Qué está pasando aquí? ¿Por qué son tan ruidosos?

Hugin abrió la boca para insultar a quien sin duda consideraría un viejo pesado. Akasha no le dio tiempo. Presentes de nuevo en su corazón los años de la niñez, salió corriendo hacia el hombre y le dio un fuerte abrazo.

—¡Me alegro de volver a verle! ¡Capitán Icario!


Editado por Rexomega, 01 junio 2020 - 07:35 .

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#142 Patriarca 8

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Publicado 30 mayo 2020 - 14:25

Capítulo 26. Mundo de hombres, mundo de bestias

 

el pasado de Azrael fue muy extraño y caótico

 

¿Soma es el mismo del clasico o es otro personaje?

 

en esa discusión filosófica faltaba la apreciación de saori  niña y de shaka clasico XD


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Publicado 30 mayo 2020 - 15:33

Capítulo 27. Puedo curarte... pero no.
 
Un cap más en el que vemos como Akasha se las ingenia para sus planes locos, la batalla estratégica para salirse con la suya, y la forma en la que Sneyder no quita el dedo del renglón XD
Adoro a este tipo, quizá porque es de los pocos que no quieren besar a Akasha, que es toda popular y amor XD. Ademas, su dupla con Hugin es simpática, sobre todo cuando le dice que estará en el equipo de Akasha por un tiempo.
 
Veremos qué pasa de ahora en adelante.
 
PD. Buen cap, sigue así.

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#144 Rexomega

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Publicado 01 junio 2020 - 07:37

Saludos

 

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***

 

Capítulo 28. Cisne desventurado

 

—Ay, Akasha, tienes que cuidar esa memoria. Ya no soy capitán.

—Para mí, siempre lo será.

En medio de acontecimientos que le exigían dejar escapar la verdad a cuentagotas, fue liberador sincerarse con aquel viejo amigo, quien había capitaneado la guardia del Santuario desde la invasión de Caronte hasta el final de la Rebelión de Ethel, cinco años atrás. Entre aquellas dos noches, las más nefastas en la historia reciente del Santuario, estuvo en todo lugar en el que se necesitaba, incluidos los corazones de muchos jóvenes aspirantes acongojados por las pérdidas sufridas. Icario, acaudalado en años y sabiduría, era consciente de lo que se sufría al sobrevivir a la muerte de familiares, amigos y compañeros, sabía cuándo alguien necesitaba consejo y cuándo solo buscaban a alguien que los escuchara. Aquel había sido el caso de Akasha, a quien toda palabra le parecía vacía de significado allá donde la vida dejaba de ser.

Al apartarse la santa de Virgo, Icario se estiró entre quejidos tan lastimeros como preparados, fingiendo debilidad mientras lanzaba miradas muy vivas a Sneyder. Ni siquiera prestó atención a Hugin y Ban, silenciosas sombras de sus superiores.

—¿Has hecho lo que creo que has hecho?

—Deseo observar cómo afecta la maldición a un santo de oro.

—Ya sabes qué efecto tiene —le recordó Icario—. Cuando mi división cayó enfrentando a ese Campeón de Hades, extrajiste de cada uno de nosotros el Lamento de Cocito y lo absorbiste dentro de ti.

—Demasiado pronto —opinó Sneyder, imperturbable—. Y si tenéis en cuenta mi entrenamiento, Pastor de Bueyes, sabréis que no sirvo de ejemplo.

Con un gesto negativo, Akasha indicó al ex-capitán que abandonara esa vía.

—Estoy de acuerdo en que debemos conocer a nuestro enemigo. Además, para la misión que estoy llevando a cabo, contaré con dos grandes aliados.

—¿Estos dos? —preguntó Icario, señalando a Sneyder y Hugin.

Pero Akasha no los miraba a ellos, sino a él, tendiéndole la mano enguantada.

—Estamos faltos de personal en la división Andrómeda —explicó al santo de Boyero, que mostraba total sorpresa—. ¿Qué tal el hombre más experimentado del Santuario y la más rápida entre los santos de plata? Icario de Boyero no vestiría el manto sagrado para dar un paseo, ¿cierto? Lo veía venir.

—¡Me has pillado! —exclamó Icario, estrechando la mano que le ofrecían—. ¿Cómo podría negarme ahora, pequeña? ¡Eres tan manipuladora como dicen!

 

Hugin carraspeó. Sí que lo era, por mucho que lo dijera con ese tono de viejo bonachón. Él, como tantos otros, consideró admirable a Icario antes de la Rebelión de Ethel e incluso en el momento posterior, por haber renunciado al cargo por no haber estado a la altura de las circunstancias. Empero, que siguiera paseándose por uno y otro rincón del mundo, convirtió el respeto que le tenía en desprecio. ¿Cómo se atrevía siquiera a sonreír? ¡El Santuario había perdido a miles de hombres por su incompetencia! No le extrañaba que Akasha lo quisiera reclutar al punto, si eran tal para cual. Un par de negligentes, dichosos y celebrados por ello.

Lanzó una mirada significativa a Sneyder, seguro de que aquel entendería lo que estaba pensando. Nada bueno se lograba si dos como ellos se juntaban.

—Somos iguales —empezó a hablar Sneyder, iluminando por un solo momento la mirada de Hugin—, ella y yo.

Al mismo tiempo, Icario y Hugin exclamaron, extrañados.

—Tú y yo no tenemos nada que ver —objetó Akasha.

—Decidme entonces. ¿Por qué acusasteis a Caronte de haber roto el generoso plazo que él mismo dio al Santuario para que tomara una decisión?

—Porque fue desde el día que llegó que empezaron a salir seres del inframundo, empezando por Jaki. Por lo que sabíamos, año a año, alguien revivía como un Campeón del Hades, sin un amo y sin una misión clara. ¿Cómo no sospechar de aquel que nos invadió encabezando un ejército de muertos?

—Y más adelante dudasteis de la idea que vos misma propusisteis —continuó Sneyder, como si no la hubiese escuchado—. Buscasteis una tercera fuerza, un nuevo enemigo al que tener en cuenta y lo hallasteis. Expusisteis la inocencia de vuestro enemigo.

—Caronte invadió nuestra tierra, mató a nuestros compañeros y robó los tesoros de nuestra diosa. No necesitamos otra razón para matarlo.

Antes de responder, Sneyder extendió el brazo hacia un lado, con los dedos apretando el aire como garfios en busca de alguna presa invisible.

—Es en eso en lo que nos parecemos. Hacemos lo que hay que hacer, así por ello otros nos juzguen, así seamos señalados como inhumanos.

Hugin, mudo testigo de la escena, sacudió la cabeza con fuerza, pero no logró hablar antes de que otro visitante apareciera. Un hombre pelirrojo, con barba y sonrisa de duende, se manifestó cerca de Sneyder, quien le agarró el cuello.

—No somos inhumanos, sino implacables.

 

A Akasha le dieron escalofríos. ¿Desde cuándo Sneyder tenía sentidos tan refinados como para adelantarse a la teletransportación de Kiki?

Falló por dos centímetros —oyó en su mente la santa de Virgo—. Thalassa.

Tal fue la última palabra que Kiki le envió, quizá temiendo que Sneyder pudiera inmiscuirse en una conversación telepática. Estaba bien, no tenía que decir nada más. Existía una isla llamada Thalassa en la que buena parte de la división Cisne se hallaba ahora, algo que solo podía tener una explicación.

—Deberíais estar en Jamir —dijo Sneyder.

—Y a Jamir se dirigirá —aseguró Akasha—. Después de enviar a mis hombres al aeropuerto principal de Bluegrad.

—¿Me permitiréis interrogar a Azrael?

—¿El comandante de la división Fénix, interrogando a mi asistente? Creo que la restauración del manto de Acuario es más urgente que eso.

Sneyder asintió, como era de esperar, aunque no soltó a Kiki, que tenía la cara cada vez más pálida e hinchada. Un ardid de los suyos, supusieron los demás en cuanto vieron cómo el maestro herrero de Jamir y el santo de Acuario desaparecían.

 

«Señor Sneyder, ¿cómo puede dejarme aquí? —pensaba Hugin, mientras el mundo seguía girando, a merced de aquella astuta muchacha—. ¿Es para que la vigile, cierto? ¡Sí! ¡Alguien tiene que asegurarse de que no siga haciendo locuras!»

—Capitán, ¿qué tan buenas son sus relaciones con Bluegrad?

—Ay, Akasha, ¿seguirás llamándome capitán diga lo que diga, no?

—Por supuesto.

—Así sea. Sobre lo que preguntas, mi relación con Bluegrad se reduce a la realeza tratando de convencerme para convertirme en instructor entre vodka y vodka.

—En ese caso —dijo Akasha, con un tono que solo Hugin parecía capaz de leer—, ¿no le resultará difícil conseguirnos un avión que sea rápido, verdad?

—¡Ya me extrañaba a mí que eligieras el aeropuerto como punto de encuentro! —dijo Icario, demasiado entusiasta—. Siempre lo tienes todo planeado.

—Solo me adapto a las circunstancias —se defendió Akasha, mirando al expectante Hugin—. No esperaba tener que renunciar al Argo Navis tan pronto.

—¡Argo Navis! —exclamó Icario—. Tienes mucho que contarme.

Entonces empezaron a oírse risas desde la habitación de Lesath, Emil y Aerys, como recordándoles a todos la razón que los había traído allí. Hugin resopló. No solo Icario se le había adelantado a Sneyder como interrogador de los recién recuperados santos de plata, sino que Akasha se las había apañado para alejar a Sneyder de la Ciudad Azul durante una temporada. Desde luego, siempre lo tenía todo planeado.

 

La risa repentina de Lesath, que había estallado en tan sonora carcajada que ni las paredes del hospital bastaban para contenerlo, devolvió a Akasha a la realidad. ¿Tener un plan para cada contingencia? Solo un dios podría decir tal cosa. El mundo era demasiado complejo y siempre le ponía obstáculos, como Hugin, que ahora estaba a su cargo y haría todo lo posible para no quitarle el ojo de encima. Decidió ignorarlo por ahora y se fijó en Icario, de repente bastante serio, incluso enfadado.

—¿Ha ocurrido algo, capitán?

—Sé lo que es tener hombres problemáticos, Akasha, pero los tuyos se pasan. Mejor me voy ya a resolver el asunto del aeropuerto.

Sin añadir más, Icario de Boyero se alejó del lugar entre enojados quejidos, que todos pudieron oír incluso mientras bajaba las escaleras.

—Entraré sola —dijo Akasha más tarde, aprovechando el desconcierto.

Estaba ya abriendo la puerta cuando Hugin carraspeó.

—Desde hoy, usted no va sola a ninguna parte.

Pero ese fue el momento eb que Ban intervino antes de que Hugin pudiera traducir en hechos sus palabras. De un manotazo lo hizo chocar contra la pared, donde lo mantuvo inmovilizado hasta que la puerta se hubo cerrado de nuevo.

 

***

 

A parecer de Emil, Akasha llegó en el peor momento posible.

Mucho tiempo antes, lo habría encontrado como un tonto anestesiado que no decía nada sensato, lo habitual en él. No le gustaba complicarse la vida tratando de ser profundo. Después de esa etapa, con el brazo curado y el cuerpo pasando por un merecido descanso, estuvo muy animado y receptivo con Icario y Mera, a pesar de las miradas preocupadas que Lesath les dedicaba de cuando en cuando. Escuchó con atención las batallitas del viejo, como había que hacer siempre con los veteranos, hasta que llegó a la última. Un batalla desastrosa que no tenía que ver con la otra batalla desastrosa en la que estuvo involucrado Aerys, que dormía muy feliz en el otro lado de la habitación.

Pero Akasha ni siquiera llegó en ese momento, cuando Lesath soltaba irregulares risitas como una máquina descompuesta, ni cuando Icario salió con la cara enrojecida. No, ella vino cuando aquel terrible compañero suyo le contagió la risa.

—¿Qué está ocurriendo aquí? —preguntó la santa de Virgo, sin duda confundida al ver cómo Mera de Lebreles se abalanzaba hacia Lesath.

El santo de Orión siguió riendo incluso mientras la mano plateada de Mera le aferraba la garganta, marcando pronto la piel del cuello con puntos rojos. Y Emil estaba convencido de que las carcajadas no cesarían ni con la muerte, que Cerbero, los jueces del Hades y el mismo rey del inframundo las tendrían que escuchar si moría ahí mismo, como tal vez merecía. Pero Akasha, capaz de velar por el más infame de los santos de Atenea, intervino a tiempo, primero señalando a Mera a la vez que daba una advertencia, luego apartándola con telequinesis hasta la pared, donde la inmovilizó.

A Emil se le fueron las ganas de reír en el acto. Hasta Lesath empezó a contenerse.

—Espero que haya una buena razón para todo esto.

—¿Por dónde empiezo, jefa? —preguntó Lesath, todavía sonriendo.

—Por el principio.

—Me estaba contando el elfo, quiero decir, Emil —se corrigió Lesath, atónito al escuchar un gruñido de Akasha—, sobre la batalla entre la división Cisne y el duodécimo Campeón del Hades. Ya sabe, esa en la que perdieron.

—Estoy al tanto de ello.  

—¡Pues ha vuelto a pasar! —exclamó Lesath, precediendo la más corta risa que jamás salió de su garganta—. Un grupo de santos de bronce, plata y oro se encargaron de trasladar el ánfora de Atenea a un lugar más seguro que la ciudad más segura del mundo. ¿El resultado? ¡La perdieron en el primer día! Sufrieron un ataque a la isla donde se instalaron y apenas lograron sobrevivir. Un fracaso más para el Cisne.

Emil esperó paciente a que Akasha reaccionara. Un segundo, un minuto. Le pareció que había pasado una hora de puro silencio, tal vez producto de la culpabilidad que sentía. Si Lesath pudo contagiarle esa risa llena de malicia hacia un grupo de compañeros era porque supo cómo llevarlo a su terreno primero, haciéndole ver todo lo que se decía de la división Andrómeda en otros lugares. Un grupo de apestados rebuscando en la basura, así los veían algunos en el Santuario. ¿Por qué ellos no eran así? ¿Por qué no se permitían una pequeña broma sobre los defectos de los demás?

«Porque para Akasha todos los que servimos a Atenea somos iguales —recordó el santo de Flecha, demasiado tarde—. Los que la ayudamos, los que la denuncian y los que la ignoran. Los que llevan un manto sagrado y los que van armados de hierro.»

 

En la mente de Akasha, el puzle había terminado de armarse. La división Cisne en isla Thalassa, la localización del ánfora de Atenea, la explicación de la presencia de Aerys en Bluegrad —un señuelo— y de Icario y Mera ahí —los únicos ilesos tras el ataque—. Por azar del destino, aquel viaje que hizo para comprobar el estado de sus hombres la había puesto en el camino correcto, pero en ese momento no era capaz de verlo.

Cerró los puños para contener un grito, liberando a la vez a Mera de la presión psíquica con la que la mantuvo inmóvil en todo momento.

—Sois incorregibles —dejó escapar Akasha, ladeando la cabeza hacia Mera—. Unos botarates, unos insensatos, unos idiotas. ¡Sois unos idiotas!

El grito salió de sus labios agitados, provocando que Lesath y Emil quedaran boquiabiertos. Al tiempo, Mera se acercó al par, bastante cerca uno del otro por la posición de las camillas, les tiró del pelo e hizo que se dieran un cabezazo.

—¿Es suficiente? —preguntó Akasha con tono comprensivo. Mera asintió, volviendo a su posición original a la vez que unas gotitas de sangre caían desde las frentes de Lesath y Emil hasta las camillas. Pero a ellos no les mostró piedad—. Son vuestros compañeros quienes han estado en peligro. Es el mundo el que está en peligro ahora. ¿Cómo podéis reír en un momento como este?

Les permitió defenderse, más por permitirse un momento de descanso que otra cosa. Nada excusaba comportarse como chiquillos en una competición deportiva cuando se era un santo de Atenea. Miró a Emil, que bajó la cabeza hasta que casi quedó engullida por las piernas; luego se dirigió a Lesath, que se rascaba la cabeza.

—No sea así, jefa. Hasta un par de perros como nosotros merece un halago al año.

Akasha dejó escapar un suspiro.

—No sois perros, ni elfos, ni idiotas. Sois santos de Atenea. La codicia del que espera una recompensa y la envidia del que espera el fracaso de sus pares debería ser ajena a vosotros, legatarios de héroes. Recordadlo la próxima vez que queráis reír ante un asunto tan serio. ¿Lo haréis?

—Sí, jefa —dijo Lesath, en absoluto arrepentido.

—Lo haré —dijo Emil, ya con la cabeza en alto—. Yo, Emil de Flecha, cumpliré con mi deber. ¿Qué debo robar…? Digo, ¿qué batalla debo librar ahora?

—La de las heridas y la enfermedad —contestó Akasha—. Por lo bien que lo habéis hecho en las afueras de la Ciudad Azul, olvidaré este vergonzoso asunto. Y si llegó a oídos del capitán Icario, espero que le ofrezcáis pronto vuestras sinceras disculpas. Mera —dijo, desviando la atención a la santa de plata—, cuéntame con detalle lo que ha ocurrido. Los asuntos de Poseidón ya no solo atañen a la división Cisne. 

 

Tres líderes de Hybris fueron los responsables del ataque a  isla Thalassa, al mando de un ejército de doscientos hombres. De una parte, el Caballero sin Rostro, que el Santuario ya había dado por muerto en tres ocasiones, enfrentó a la comandante de la división Cisne, lucha que seguía dándose en algún rincón del mundo. De los santos de plata presentes rindió cuenta la sombra de Águila, cuya sola mención ponía a Lesath en alerta y despertaba en Akasha viejos arrepentimientos.

«Solo puede ser ella —pensaba la santa de Virgo—. No hay más Águila Negra que ella. Hipólita, sigues viva y ayudando a esa gente.»

—Estaba muerta —aseguró Lesath—. Yo y otros cuatro lo atestiguamos. Murió.

—La muerte ya no es lo que era —soltó Emil, encogiéndose de hombros.

Quienquiera que fuese, dejó inconscientes y malheridos a todos los santos de plata con excepción de la propia Mera, mientras que entre los santos de bronce, que enfrentaron al grueso del ejército, solo Icario salió indemne, al menos en un sentido físico. 

Mera terminó la explicación hablando del tercer líder, que se encargó de los escuderos, guardias y civiles que la división Cisne trajo consigo. Aquel hombre, que tenía muy poco de humano, se hacía llamar Oribarkon y transformó a todos en cerdos. Esa fue la parte de la historia que más terror provocó en los oyentes Lesath y Emil, quienes se taparon desde los pies a la cabeza con mantas en un arrebato de temor.

—¡No más magos! —exclamaron al unísono.

Nadie les hizo caso.

—No hay nada más que decir —dijo Mera—. No sabemos a dónde fueron.

—El mago está en Reina Muerte —apuntó Akasha—. El Caballero sin Rostro va rumbo a Alemania, me atrevo a suponer que se dirige al territorio de los Heinstein.

—¿Cómo podéis saberlo?

—Mera, dirígete al aeropuerto, donde te encontrarás con Icario y dos de mis hombres. Llévate contigo a Hugin. Yo me reuniré con vosotros en breve.

Sin poner más objeciones, Mera hizo un gesto de asentimiento y se retiró, poco dada a las palabras y actos inútiles.

 

***

 

Cuando supo a Hugin, Icario y Mera lejos de la zona, Akasha pudo por fin relajarse un poco. Todo santo de Atenea, o más bien, todo hombre al servicio de aquella, merecía por ello su aprecio, pero había cosas de las que no podía hablar con cualquiera, así como existían otras que no le diría a nadie más que ella misma, a excepción de Azrael.

—Ni yo misma lo habría planeado mejor —dijo Akasha de Virgo, libre de ataduras.

Giró hacia sus hombres, a un tiempo dolida y orgullosa de verles sonreír con una pizca de malicia. Aquellos botarates, insensatos e idiotas hombres suyos, tan leales. Habían estado a la altura incluso en ese tiempo de reproches, en absoluto planeado.

—Los planes no siempre salen como tú quieres, jefa.

—Pero salen, al fin y al cabo.

El Ojo de las Greas había detectado a la sombra de Águila. En Japón.

 

***

 

La mujer aterrizó en el patio abandonado en el que se encontraba, sentado en un banco y comiéndose una hamburguesa como si no fuera el más importante de los seis líderes de Hybris, el hombre más buscado por el Santuario y aquel al que toda la humanidad debía respetar como un padre. Eso estaba bien, ya que en realidad no era tales cosas, pero nadie debía sospechar de ello, de momento.

Cuando la vio de lejos, sintió un estremecimiento que supo ocultar dando un bocado muy sonoro y maleducado. No se había fijado mucho en ella mientras surcaba los cielos, para tener la emoción del primer encuentro. Ahora veía a una mujer alta, de largas piernas y fuertes brazos, con todo el cuerpo cubierto de vendas y aún más tapándole la mitad del rostro, de modo que el negro y rizado cabello salía al aire en forma de mechones. El lado bueno no era mucho mejor, era evidente que había conocido los golpes y el ojo, de pupila rosada, estaba siempre abierto. En el peto de la armadura negra que vestía todavía podían verse rastros de sangre, roja como los labios que curvaba en una sonrisa tan encantadora como peligrosa. Le faltaba una oreja.   

—Hipólita de Águila Negra —se presentó la mujer.

—Bienvenida —dijo él, dando otro bocado—. ¿El ánfora de Atenea?

—En este lugar puede verte.

—Puede verme en todos los lugares. Akasha de Virgo tiene el Ojo de las Greas. ¡Hola, Akasha! ¿Se oye bien? Tengo aquí a una amiga que quiere verte.

Hipólita se quedó mirándolo, tal vez extrañada de verlo ponerse de pie de un salto y soltar tales gritos al cielo, tal vez viendo un error en el papel que estaba representando. Era difícil leer la expresión de una mujer con media cara arruinada y un ojo tan raro. Contuvo la tentación de leerle la mente terminándose la hamburguesa. Eso lo echaría todo por tierra, tenía que jugar limpio en todo, menos en la parte en que jugaba sucio.

—Siempre fuiste un poco raro —reconoció Hipólita—, pero has sabido mantener en pie Hybris todos estos años, porque sabías que una lucha frontal con el Santuario no era conveniente. ¿Qué ha cambiado ahora?

—Todo o nada, eso es lo que ha pasado —argumentó él—. Si Akasha logra el favor de Poseidón, dejará de plantearse una alianza con nosotros y nos aplastará. ¡Está deseando hacerlo! Si queremos negociar, debemos hacerlo desde una posición fuerte.

—Ya tenemos el ánfora de Atenea. ¿Por qué no entregarla ahora?

—Porque eso es lo que Akasha ofreció, nosotros debemos subir la apuesta, como hizo ella. Romper el sello, liberar a Poseidón.

Hipólita ni siquiera parpadeó ante la insinuación. Claro que era imposible hacerlo con ese ojo, siempre fijo en él. Le daba escalofríos.

—Tu plan tiene sentido, salvo por un detalle.

—¿Cuál sería ese detalle?

—Romper el sello de una diosa olímpica está más allá de nuestras fuerzas.

—¿Está en manos de Oribarkon, no? Es un mago. Dile que haga lo suyo. Magia.

Divirtiéndole tal ocurrencia, hizo como si se sacara una chistera y metiera la mano en ella, para sacar un conejo. Pero como no había chistera, ni conejo, Hipólita no sonrió, sino que se cruzó de brazos. Por supuesto, llevaba cinco años fuera del campo de batalla, reducida a ser la amante del jefe mientras se recuperaba y fortalecía. Romper los huesos de unos cuantos santos de plata era el entremés, lo que ella quería era el plato principal. Y en el mundo había doce dignos de ese título.

—Si te encuentras con Akasha, puedes darle una paliza, siempre que no la mates.

—Sé que no debo. Ya no es una niña de cinco años.

—¿Estoy oyendo un reproche? —preguntó él, curioso.

—Lo escuchas con frecuencia —dijo Hipólita en tono acusador—. Después de lo que ocurrió con mi hija, ese pequeño secreto tuyo me incomoda.

Si un tribunal celestial le preguntase en la otra vida, tendría que confesar. Le había tenido que leer la mente a aquella brava mujer, sacándole un nombre.

—Tu hija. Ethel.

—Murió en el Santuario, en el lugar más seguro del mundo.

—Y quieres venganza.

—Quiero la verdad, la venganza vendrá luego. 

Mientras hablaban, Hipólita se había acercado más y más hasta él, manteniendo siempre fijo aquel ojo rosado. Sospechaba la verdad. ¿Qué podía hacer él para evitarlo sin ir demasiado lejos? Era los ojos y oídos de otro, no las manos.

«Si no puedo usar tus manos, usaré las mías.»

Saltó con ese audaz pensamiento cruzándole la cabeza y plantó un beso a la mujer, leyendo con el mero tacto el recuerdo de otros besos que ella había correspondido. Así logró ganársela por un instante eterno en el que ambos buscaron morderse, herirse, saboreando aquella agria mezcla de sangre, fuego y muerte que acompañaba a toda vida. Por fin olvidó que estaba interpretando un papel y dejó que este lo devorara. Se sintió en verdad quien aparentaba ser, deseó, más que ninguna otra cosa, saber qué tanto quedaba sano bajo la armadura negra y las vendas. Tan distraído estaba, que cuando Hipólita lo empujó pudo moverlo como si no fuera más que una hoja de papel.

El banco, atrás de ambos, no lo detuvo, sino que lo partió en dos con la espalda antes de rodar por el suelo. De milagro no acabó lamiendo un chicle pegado por ahí.

—Ve buscando a otro con el que negociar, por si acabo matando a Akasha de Virgo tal y como tú quisiste hacer hace trece años —dijo Hipólita, lanzándole esa acusación a la vez que bajaba sobre su pecho la bota metálica—. Continuaremos esto cuando vuelva.

La mujer de armadura negra le dedicó una sonrisa, pícara, antes de dar un enorme salto y perderse más allá de las nubes, como un cohete a propulsión.

Él, por otra parte, reía a pleno pulmón. ¿Besar a una mujer, ser empujado por ella al suelo y luego sentir aplastadas las costillas? Era un buen comienzo para la misión mediante la cual él, Tritos de Neptuno, pretendía salvar el mundo.  


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#145 Seph_girl

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Publicado 06 junio 2020 - 15:16

Capítulo 28: Se robaron lo que ellos querían robar
 
Bien, nos enteramos que la tan buscada Ánfora de Atena le fue robada a los santos que a su vez la sacaron de uno de los lugares más seguros de la Tierra... bravo por ellos, bravo, son super confiables los del ejercito Ateniense....
 
Akasha en sus pensamientos se escucha tan maquiavelica en esa escena en la que piensa "Just as planned! / Keikaku Dohri"... escalofríos XD
 
Y pues conocemos a Hipolita, la sombra de Águila Negra, a la que daban por muerta pero que sigue viva pero con medio cuerpo desecho, y aun así deseada por los hombres... (debe ser buenísima en la cama)
Parece que será la próxima enemiga del Akasha Team, y debe ser fuertota si disque noqueó a un montón de caballeros de plata (eso o los de plata no son tan fuertes...)
 
Habrá que esperar lo que se viene :D que venga la acción de nuevo.
 
PD. Buen cap, sigue así x3

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


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Publicado 08 junio 2020 - 14:42

Saludos

 

¡Buen review, sigue así!

 

Seph Girl

Spoiler

 

***

 

Capítulo 29. Leones

 

La escarpada colina se alzaba ante él, coronada por el castillo de los muertos. Viendo más allá de la niebla, de antinatural densidad, solo encontró la lenta e inevitable victoria de la naturaleza sobre la obra de los hombres una vez son abandonadas. Torres derrumbadas, paredes blancas tornadas en sucios muros recubiertos de musgo… Si no hubiese estado presente el día en que colapsó, no se daría cuenta de que era una ilusión.

Cerró el puño, concentrando allí el cosmos explosivo que latía en su interior. El Gran Bombardeo sería suficiente para arrasar con el lugar, librándolo de una molesta emboscada por parte de los caballeros negros. ¿El ánfora de Atenea, que por alguna razón el Ojo de las Greas detectaba en el castillo y Reina Muerte? Si era una falsificación, sería bueno que quedara enterrada. Si en cambio era la auténtica, había sobrevivido a numerosas Guerras Santas desde la era mitológica; era la herramienta de una diosa, ¿qué podía temer de una explosión, por poderosa que fuera?

Decidido, como siempre, echó hacia atrás el brazo para descargar el Gran Bombardeo, cayendo de rodillas a medio ataque. Le dolía el cuello, aquella parte de él golpeada hasta la extenuación por la legión de Aqueronte, que en el pasado trató de superar la protección de Nemea. Le dolía horrores, obligándole a abrir la boca para buscar aire fresco que pudiera apagar ese ardor inexplicable. Al hacerlo, tosió sin control un rato. El cosmos que había concentrado en el puño se dispersó un destello de luces. 

Cerca, un hombre apoyado en un árbol reseco fue iluminado por tal despliegue.

—Fang.

Lo reconoció enseguida por las cadenas que le bajaban desde las mangas de la túnica, acabando en dos bolas de pinchos que rasgaban la tierra. Con aquellas armas únicas como prueba, poco importaba que una túnica azul celeste lo cubriera desde los pies a la cabeza, quedando el rostro tostado oculto bajo el embozo. Tenía que ser Fang de Cerbero, reputado miembro de la división Dragón. 

—¿Han pasado por aquí el Caballero sin Rostro y la comandante de la división Cisne? —cuestionó Ban una vez estuvo cerca del santo de plata, le constaba que adoraba hacerse el sordo—. Sé que me oyes.

Cerbero no respondió esa vez, tampoco reaccionó a los otros dos intentos que la poca paciencia de Ban le permitía realizar. El santo de bronce miró a aquel hombre, terminando por recordar que trataba con alguien que bien podía echarse una siesta de tres días estando de pie. Se preparó para golpearlo.

—Dame nombres, no recuerdo títulos —dijo a tiempo Cerbero.

—El Caballero sin Rostro —insistió Ban, cediendo luego de un par de segundos sin reacción—, Adremmelech. La comandante de la división Cisne, Shaula.

—Adremmelech se volvió polvo delante de mí —dijo Cerbero, soltando en medio de la respuesta un sonoro bostezo—. Shaula no se quedó conforme y fue a buscarlo a las montañas. Ninguno cruzó la línea, como tú, así que no los perseguí. 

Alzando la mano de plata con parsimonia, señaló la tierra.

—Yo no veo ninguna línea —objetó Ban.

—Es que está en mi imaginación. Todavía estás a tiempo de retroceder.

—Sabes que no puedo hacerlo. Además, por lo que pude sentir antes de llegar aquí, dejaste pasar a todo un batallón de caballeros negros.

—Sí, sí, creo que cruzaron —aceptó Cerbero, sin darle demasiada importancia—. No saldrán, claro. A menos que mi comandante me lo ordene, nadie que pase de la línea saldrá de la barrera que he levantado en el territorio de los Heinstein.

—Cien caballeros negros han pasado delante de tus narices. ¿Qué clase de custodio permite que todo el mundo entre en el lugar que vigila?

—Uno muy bueno. ¿Qué importa cuántos entren, siempre que nadie salga? Además, siempre doy un aviso, lo que pasa es que van por la vida sin mirar por dónde pisan.

Ban buscó con la mirada el punto al que el santo de Cerbero señalaba, encontrándose con un cartel tirado que rezaba, en inglés y alemán: «Puertas del Infierno. No pasar.»

—¿Es alguna clase de broma?

—Para Adremmelech y Shaula no. Para los caballeros negros y Lucile, sí. Supongo que pronto lo lamentarán. ¿A dónde crees que vas?

Desde el momento en que el santo de Cerbero mencionó a Lucile, Ban había entendido la situación en la que estaba. Contrario a las expectativas de Akasha, no estaba siendo vigilado por espías a las órdenes de Sneyder, como Can Mayor y Can Menor, sino por la antigua comandante de la división Fénix, Lucile. Según las circunstancias, aquello podía ser incluso peor que lidiar con el honesto, directo e inhumano Sneyder; Lucile de Leo era ya impredecible antes de pasar por dos años de solitario encierro. Ahora que había pasado por semejante vejación, ¿podían pensar en ella como una aliada?

—Debo entrar ahí —dijo Ban cuando el santo de Cerbero le volvió a preguntar.

—¿Por qué? ¿No deberías estar con tu superior, rumbo a Reina Muerte? ¡No me mires como si no entendieras por qué sé dónde está! La voluntad de una santa de oro se está extinguiendo, algo así lo sentiría desde cualquier rincón del mundo. Un alma, aliento de dioses, herida de la más abyecta forma. Tú sabes lo que eso significa, también fuiste herido con el hierro del infierno y desde tu corazón torturado solo pudiste enseñar a tus hijos a matar y dar muerte. ¡Los hijos de una ninfa!

—Y con eso he logrado que sigan con vida hasta el día de hoy —dijo Ban, inflexible—. Ahora, ¿me dejarás pasar por las buenas, custodio?

 

Ambos santos avanzaron un paso, seguros del deber que tenían que cumplir, pero no llegaron a enfrentarse. Luego de un nuevo bostezo, el santo de Cerbero se encogió de hombros, apartándose. No estaba de humor para pelear.

—¿Alguna vez te han dicho que eres muy raro? —preguntó Ban, pasándose la mano por el cuello. Seguía doliéndole, en especial cuando hablaba.

—El poder tiene un precio. El que busca detener el movimiento de los átomos debe aprender a suprimir sus emociones, quien camina entre las sombras ha de abandonar parte de su humanidad… Mi caso es similar, aprendí a crear y manipular el fuego alimentando la furia que hay en el corazón de todo hombre, una que consumiría a aliados y enemigos si no la controlo. Yo la combato día a día descansando siempre que puedo y no creo que sea más raro que lidiar con ella atiborrándose de pan, como hace otro. ¿Insistes en entrar en mi barrera?

—¿Te refieres a esa en la que cualquiera puede entrar y salir? —dijo Ban.

—Esa, pero antes de que añadas una locura más a tu vida, deja que te vea ese cuello.

 

***

 

Si Fang fuera en verdad un hombre compasivo, habría insistido en detener a Ban. No lo era, había sanado la herida abierta en el espíritu para salvarse de una suerte de dentera mística, por lo que el santo de León Menor no se molestó en darle las gracias antes de avanzar. Cinco pasos más tarde, sintió que el aire lo repelía y tuvo que ofrecer resistencia para dar el sexto, que quebró el mundo que tenía delante como si no fuese más que la imagen de un enorme espejo hecho pedazos.

Atrás, ya no podía verse al santo de Cerbero, sino un mar de niebla interminable. Enfrente, todo estaba igual que antes, con solo una diferencia.

—Esa mujer lo ha vuelto a hacer. Lucile, ¿de verdad eres humana?

Una docena de caballeros negros se movían de forma errática al pie de la colina, formando al tiempo un coro de risas enajenadas. Eran sombras de Fénix, también conocidos como Plumas Negras, jóvenes con nociones básicas del combate a los que Hybris ofrecía una armadura negra a cambio de lealtad eterna. Por ello, no siempre eran gente cuerda, siendo fácil engancharse a un poder cuando este era inmerecido. Sin embargo, lo que Ban veía ahora estaba más allá de eso. Las carcajadas seguían sin límite mientras la alegría y el dolor se confundían y las mejillas de todos eran marcadas por un mar de lágrimas. Pasó entre ellos muy alerta, como siempre, sin que ninguno prestara la más mínima atención a su presencia, estaban demasiado ocupados tratando de terminar con ese feliz tormento. Unos tratando de ahorcarse al no poder parar de reír, otros machacándose la cabeza contra la dura roca. Era el infierno.

El ascenso por la colina estuvo lleno de casos similares. No le extrañó que hubiera tantas sombras de Fénix, ya que recrear aquel manto sagrado, capaz de regresar de la muerte sin que nadie lo reparase, había sido el sueño de incontables alquimistas renegados, que chocaba contra un número no menor de fracasos. En el mundo podría haber cien, mil y hasta diez mil copias, de modo que no era común ver a un guerrero digno bajo aquella prenda impía, como tampoco lo era verlos en tan deplorables condiciones.  Llanto, risa, furia… Las emociones de quienes creyeron estar en el antiguo castillo de Hades, sin imaginar que se hallaban en la prisión personal de Fang de Cerbero, habían sido elevadas hasta la más irrisoria exageración. Llegó a toparse con casos en los que parecían sentir una tristeza y alegría simultáneas, ambas tan dolorosas que les llevaban a golpearse a sí mismos, desgarrando la piel y mandando a volar dientes y sangre a partes iguales, sin llegar nunca al cerebro.

En más de una ocasión, le rogaron la soñada muerte, el descanso prometido. Y siempre pasaba de largo. Al igual que Fang, él no era un hombre compasivo.

 

***

 

Tras recorrer la mayor parte del castillo —debiendo recordarse que no podía ser real, a pesar de los olores, las imágenes y sonidos que captaba—, Ban llegó a una sala circular. La reconoció como el recinto al que sus hermanos llegaron cuando invadieron la fortaleza, hacía tantos años. Aquel día, cayeron desde la vidriera en el techo. Miró hacia arriba, notando que seguía rota, dando paso al cielo nocturno.

—No estoy tan arriba.

La voz, melodiosa, precedió a una imagen a la que pocos sobrevivían. Allí estaba, firme sobre una pirámide formada por caballeros negros, magnífica en su manto de oro. Del casco, que asemejaba a las crines del león, caía el largo y lacio cabello dorado, enmarcando el rostro enmascarado; el peto y la cintura, al menos en forma, guardaban cierta similitud con las posteriores armaduras de los centuriones romanos; las ornamentaciones, clásicas, eran variadas, sobre todo en las extremidades, aunque sin llegar a afectar la bella sencillez de una de las doce mejores protecciones del mundo.

—Lucile de Leo.

—Ban de León Menor —saludó Lucile—. Todavía no está listo.

—Esto no es un juego.

—Lo sé, lo sé. Es un interrogatorio —dijo Lucile, divertida. Y tú eres un hombre fuerte, idóneo para el combate, inútil para esta tarea. Invitarte habría sido como darte un bisturí y esperar que fueras un buen cirujano.

—No creo que te esté yendo muy bien. Fuera del castillo sólo vi locos y suicidas. Y aquí dentro ninguno parece querer hablar.

—Prueba y error, prueba y error… —repetía Lucile, apuntando a varios cadáveres por toda la habitación, junto a columnas y paredes. Era evidente que se habían matado entre ellos—. Con los de allá fuera me limité a lo básico: intensificar emociones que ya sentían, introducir dos emociones contradictorias al mismo tiempo… Llevo dos años encerrada, necesito comprobar que mis poderes siguen funcionando como deberían.

Ban se acercó a la pirámide humana, montada sobre una elevación circular. Los caballeros negros, temblaban, empapados de sudor. Uno de ellos, el único cuya protección no era réplica de la de Fénix, rogaba por un momento de descanso.

—La mente humana es de lo más interesante. Una fobia suficientemente azuzada provoca alucinaciones muy vívidas. A ese le introduje aracnofobia y todo este tiempo ha estado convencido de que tiene arañas en la cara. El que no tiene casco, a su izquierda… Abre tanto los ojos porque he incrementado el miedo a la oscuridad que sentía de niño. ¡Lo creía superado cuando simplemente lo reprimía, pobre ingenuo! —exclamó—. Cada hombre que ves teme a algo distinto, y a su vez sienten terror hacia lo mismo…

—A ti —completó Ban, después de dar una vuelta en torno a aquellos hombres asustados—. ¿Cuál es el sentido de todo esto?

—Götterdämmerung, desde luego —contestó, extendiendo los brazos hacia el cielo—. El ocaso de los dioses.

Quizá reaccionando a aquella respuesta, la pirámide humana se derrumbó. El primero en ceder fue el caballero negro de armadura distinta a la de los demás, al que enseguida le siguió el resto. Como un castillo de naipes, todos cayeron al suelo sin remedio.

Todos excepto Lucile, que seguía en la misma posición, de pie sobre el aire.

 

***

 

—Hay algo que me molesta —comentó Makoto.

—Viajamos en un avión a reacción para evitar que perciban a dónde nos dirigimos —le respondió Azrael, quien pilotaba el jet—. Por un lado está Sneyder, al que ni siquiera Kiki podría distraer por mucho tiempo. Por otro, Lucile, que ha decidido competir con Akasha, como ya te expliqué. Apostaría porque es nuestra vieja amiga la que decidió actuar y que ahora debe encontrarse en el castillo Heinstein, después de seguir a nuestro señuelo, Ban. Además, está ese asunto del ánfora de Atenea. El Ojo de las Greas lo detectó en Reina Muerte y en ese castillo, que ni siquiera debería seguir en pie para empezar. Era inevitable dividir nuestras fuerzas, por menguantes que estas sean.

—No se trata de eso —se quejó Makoto, tratando de acomodarse en el asiento del copiloto—. ¿No crees que todo esté sucediendo muy rápido? En pocos días han pasado demasiadas cosas. Tú y Akasha hacéis planes locos, el resto estará acostumbrado a seguiros, pero yo no. A mí se me aparecen Kiki y Sneyder y al minuto siguiente estoy cayendo de cabeza en el aeropuerto principal de Bluegrad, donde todos me están mirando. Eso te incluye a ti, que fuiste transportado con todo tu equipo. Las explicaciones pasan de largo y… ¿¡Siquiera me estás escuchando!?

Si bien Azrael asentía cada tanto, nunca desviaba la vista del frente. A Makoto le bastaba un vistazo a la cabina del piloto para saber que no podía culparlo: con más luces, botones y palancas de las que a alguien le pudiera interesar contar, así como pantallas, contadores, manecillas, números y artefactos extraños… Le dolía la cabeza con solo mirarlos, y Azrael debía saber para qué era cada cosa.

—Menos mal que no soy piloto —dijo el asistente como si tal cosa, acaso leyéndole la mente—. Si tuviera que trabajar en esto, me volvería loco.

«Lo hace para irritarte —se dijo Makoto—. No le hagas caso.»

Oyó unas pisadas y miró hacia atrás. Icario, santo de Boyero, lo miraba todo con la curiosidad de un niño pequeño, a pesar de los años que cargaba encima.

—No es tan sorprendente para quienes pueden moverse a la velocidad del sonido —comentó Azrael, a lo que Icario negó con la cabeza; en verdad estaba emocionado—. ¿Se te ofrece algo? Espero que no sea comida, porque no traje.

—Mera quería ver la cabina.

Junto a Icario, estaba la santa de Lebreles. De fuerte complexión, metro noventa de altura, piel morena y pelo rojo trenzado, Mera era una superviviente de la batalla que reunió a los hombres y mujeres del Santuario contra la legión de Aqueronte. Destacada combatiente, era conocida por ser la más rápida en tierra entre los santos de plata, ni siquiera Marin de Águila la superaba en ese aspecto, salvo cuando volaba.

—También me gustaría saber si queda mucho —admitió Icario, sonriendo ante la actitud de Mera. Señalaba cada cosa que veía, sin hacer pregunta alguna. Lo que su silencio y máscara ocultaban, quedaba reflejado en gestos cada vez más entusiastas.

—Menos que hace un minuto, más que dentro de un minuto —bromeó Azrael—. ¿Cómo se encuentra la señorita?

—Fría, distante… Es valiente, sobrevivirá —respondió Icario, forzando una sonrisa—. Si no nos damos prisa…

«Durará más con vida —pensó Makoto, quien junto a Azrael había escuchado una explicación bastante resumida del Lamento de Cocito—. No debió venir con nosotros.»

El estilo de combate de los santos de Atenea era menos rígido de lo que podía intuirse al conocer cómo el ejército se dividía en bronce, plata y oro. La mayoría dejaba aflorar las emociones durante el combate, que avivan la voluntad, tan importante como la fuerza y la velocidad, si no es que más. Gracias a ello era posible enfrentar hasta el frío del averno por un instante. El problema era lo que sucedía luego: la maldición, al ser enfrentada, se fortalece, volviendo atacar cuando el santo ya no cuenta con el impulso que le permite luchar hasta en las más peores condiciones. En cierto sentido, el Lamento de Cocito volvía la esperanza de un santo en su contra.

—Cinco éramos suficientes para esta misión —comentó Makoto.

—La señorita tenía que venir —repuso Azrael, a lo que incluso Icario asintió, pesaroso—. Solo así superará el juicio de Sneyder. Además, es cierto que necesitamos comprender el alcance de nuestro enemigo.

—Azrael, al fin —dijo Makoto, resoplando—. ¿Es que no puedes dejar de ser tan así, ni por el bien de la chica a la que dices proteger?

—No es una chica —espetó Mera de repente—. Es una santa de oro, que podría vencernos a todos sin mover un dedo, incluso en ese estado.

 —Lo sé, lo sé… ¡No quería decir eso! —trató de explicar Makoto, sin éxito.

Años como huérfano en Tokio, y otros tantos siendo entrenado en un Santuario sin Sumo Sacerdote, anterior a la invasión de Caronte. La imagen que alguna vez tuvo de las chicas, que como hombre debía proteger, chocó de frente con la generación de santos posterior al despertar de Seiya y los demás. Hoy en día, una cuarta parte del ejército de Atenea estaba compuesto por mujeres, quienes a su vez representaban un tercio de la élite, los santos de oro. Con todo, a veces olvidaba aquella situación, curiosamente siempre en ocasiones en las que alguna aspirante o santa estaba presente.

No volvió a abrir la boca hasta que Icario y Mera se retiraron, satisfecha ya su curiosidad por el mundo moderno. Luego, el silencio empezó a abrumarlo, tenía una pregunta que quería y no quería hacer. Al final se decantó por hacerla.

—¿Era una broma eso de que no eres piloto, verdad?

—Por supuesto —dijo Azrael—. De niño debía manejar helicópteros de combate, pilotar un jet no puede ser muy diferente.

«Lo hace para irritarte —se recordó, apretando las manos—. No le hagas caso.»

—Si no acabas matándonos a todos, juro que lo haré yo.

—Oh vamos, ni que fuera tan complicado —dijo Azrael, obviando el estado de Makoto, que lo miraba con claro instinto asesino—. En todo caso, hay gente en el avión que podría salvarnos de cualquier inconveniente. Y hablando de eso, ¿me puedes sustituir? ¡Se me olvidó decirle algo a Icario!

Makoto no tuvo tiempo de responder, pues Azrael ya había salido corriendo de la cabina. Entre maldiciones, llamaba al asistente mientras rezaba porque el avión permaneciera en el aire. Y lo que escuchaba desde detrás no ayudaba a tranquilizarlo. 

—Lo prometido está en el maletín. Sí, ese. Justo encima de los explosivos.

La situación empeoraba con cada palabra. ¿Explosivos? ¿Azrael había puesto explosivos en un avión? Estúpido, inconsciente y psicópata eran los calificativos más suaves que salían de la boca de Makoto, sin que nadie pareciera escucharlo. El cielo estaba despejado, cierto, ¡pero aquella era la primera vez que se montaba en un avión!

—¡Traed a un piloto de verdad ahora mismo!

 

***

 

Ban de León Menor no era un hombre acostumbrado a la risa, mucho menos para burlarse de un adversario en desgracia. Al ver cómo los caballeros negros se arrastraban por el suelo, entre temblores y llantos más bien propios de niños, ni siquiera torció el gesto. Seguía centrando toda su atención en Lucile, que aplaudía desde lo alto.

—Espléndido, espléndido —repetía, extrañamente entusiasta ante un resultado aparentemente desastroso—. Mis poderes funcionan a la perfección. ¡Y siguen superando mis expectativas!

—Explícate —espetó Ban, apartando de una patada a uno de sus desvalidos enemigos, que trataba de aferrarse a él.

—Será un placer —dijo Lucile—. Alteré las emociones de estos inútiles dos veces: la primera fue para introducir una fobia que se adecuara a cada uno. Luego les prometí desaparecer sus miedos si me elevaban al cielo, ¡y enseguida buscaron la forma de lograrlo! Mas el temor les impedía colaborar; algunos se desesperaban, se mataban entre sí —apuntó, al tiempo que varios caballeros negros trataban de recomponer la pirámide, donde otros solo miraban—. ¿Qué crees que puedo hacer yo, simple mortal, para impedir que el miedo devore la esperanza en el corazón humano? 

—Empatía —sugirió Ban, pensando en lo insólito que era imaginar a aquellos hombres atemorizados trabajando en común—. A la esperanza de la propia salvación, sumaste el deseo de salvar al resto. Cuarenta hombres uniendo sus fuerzas, cada uno esperando servir al todo tanto como a sí mismo.

—Increíble, Ban usando la cabeza. ¿Qué ha hecho Akasha contigo, leoncillo mío? Has acertado, por supuesto. La clave es: empatía —dijo, poniendo especial énfasis en la última palabra—. Con esas dos alteraciones, he podido dirigir a nuestros enemigos sin recurrir a una orden directa. ¡Y eso no es lo mejor!

La conversación fue interrumpida por unos pasos metálicos. A medio voltear, Ban distinguió al caballero negro dispar como la sombra de Erídano.

—Es el fin —aseguró aquel miserable. Tenía un tic en la cara, que reaccionaba a picotazos invisibles—. Al menos… ¡Al menos te venceré a ti, Bruja de las Emociones! ¡A ti que eres nuestra más poderosa enemiga!

Erídano Negro se rodeó de un cosmos flamígero, que no dudó en lanzar contra Lucile como si fuera el aliento de un dragón. La llamarada esmeralda cubrió por completo a la santa, elevando la temperatura del lugar hasta tornarlo en el infierno. Los hombres que pretendieron reformar la pirámide humana, al hallarse bajo los pies de Lucile, murieron: los de arriba, incinerados por completo; de los de abajo apenas quedaban las piernas y parte del torso, junto a brazos medio ennegrecidos.

Entre imaginarios picores, el caballero negro carcajeó, triunfante. Su fuego maléfico se extendía por el techo, amenazando con abrasar el castillo. No podía distinguirse si estaba teniendo efecto o no en Lucile, y él, loco de miedo y desesperación, no estaba dispuesto a correr riesgos. Quemaría todo hasta los cimientos con tal de vencer a la culpable de su sufrimiento. Esa era al menos la opinión de Ban, quien nada hizo para impedírselo. En realidad, le sería más fácil sacar el ánfora de Atenea de un montón de cenizas, era justo lo que pretendía hacer desde un principio.

—Muere, muere, muere —clamaba el caballero negro, riendo y temblando al son de unas lágrimas que se evaporaban por el calor de las llamas.

—Vuestra más poderosa enemiga —repitió una voz risueña—. ¡Vaya broma! ¡Yo, Lucile de Leo, soy la más débil entre los santos de oro!

La exclamación se impuso al rugido de la llamarada esmeralda, que se extinguió en el mismo breve instante que acabó con la existencia del caballero negro. De aquel hombre desesperado, ni siquiera quedaron cenizas, mientras que Lucile seguía intacta bajo el ruinoso techo. Seguía teniendo el brazo extendido hacia el derrotado enemigo.

Con un solo vistazo, Ban pudo ver que las pocas sombras de Fénix que quedaban con vida hallaron una razón más para temer a la mujer, una que era natural, no artificial. ¿Qué otra emoción podían sentir al verla resistir sin barrera alguna las llamas que todo lo consumían, desde la pesada roca hasta el resistente acero? Ninguno de ellos debía tomarse en serio la declaración de Lucile, pues quien con tanta facilidad doblegaba la voluntad de todos los hombres, no podía ser considerada débil, en absoluto.

—Como iba diciendo —se calmó Lucile, bajando el brazo con calculada lentitud. Se dirigía a Ban, que apenas se recobraba de la impresión—. ¿Te sorprende verme suspendida en el aire? El responsable de esto no es el cosmos —aseguró—, no el mío, al menos. Sí, los caballeros negros crearon una pirámide para salvarse a sí mismos, para salvar a sus compañeros, así que me pregunté: ¿qué ocurre si uno falla?  

—Anulaste la empatía del primer hombre a propósito —dedujo Ban—. Sabías que en su caso, el miedo se volvería desesperación, que fallaría a sus compañeros…

 

Lucile asintió, al tiempo que descendía con una elegancia única. Bajaba una escalera tan inexistente como las arañas de Erídano Negro, y su manto brillaba como el sol. Cuando pisó el suelo, los caballeros negros que quedaban se reunieron en derredor de ambos leones, incapaces de decidir por sí mismos qué hacer.

—Aunque uno falle, el todo sigue luchando por cada individuo, porque cada uno de ellos conoce el dolor de todos los demás. La voluntad de esos hombres me mantuvo, un paso que nos acerca más al Götterdämmerung. —Lucile se detuvo un momento, recién percatándose de la presencia de los caballeros negros—. El mejor de diez podrá seguir nuestro camino —sentenció antes de girar. Dio unos pasos, mirando a Ban por encima del hombro—. ¿Qué estás esperando? ¿Acaso no somos los leones de la diosa Atenea? Acompáñame, leoncillo, ¡el Hades nos espera!

Ban no era un hombre acostumbrado a la risa, así que no sonrió. Sin embargo, sí que caminó sin dudar tras Lucile, en tiempos su comandante. Tras los leones, antiguos hombres se volvían bestias de armadura negra, luchando por su supervivencia.     


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Publicado 13 junio 2020 - 17:02

Capítulo 29. La bruja de las emociones
 
So, hay dos ánforas de Atena ahora, una real y otra falsa... WTF?
Una en el viejo castillo de Hades y la otra en la Isla de Reina Muerte.
Tenemos a un nuevo personaje, Fang de Cerbero, que entre las cosas que comenta lo que más me resuena es que Ban tuvo hijos con una ninfa (vaya suerte...)
 
Así que ahora es una competencia de quién se hace con la Ánfora de Atena, a la que Lucile se ha unido.
Vaya vistazo del poder de Lucile, que parece controlar las emociones de la gente a su cruel antojo... scary  o.o y más cuando menciona algo como "El Ocaso de los dioses".
Pero pues ella misma dice que "es la más débil" de los santos de oro actuales... Que curioso, es la primera vez que leo que un santo de oro diga eso, pues casi siempre andan de que "Soy el más powerrrrr" jajaja
 
Ahora, con la escena del Akasha Team.
La manera en la que Makoto se exaspera tanto con Azrael es tan genial XD, los adoro juntos (como amigos heterosexuales, aclaro)
Makoto nos entera que entre los 12 santos de oro, 4 son mujeres XD, muy progres.
 
PD. Buen Cap, sigue así x3

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


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Publicado 15 junio 2020 - 07:14

Saludos

 

¡Buen review, sigue así!

 

Seph Girl

Spoiler

 

***

 

Capítulo 30. Descendiendo al infierno

 

Dentro del jet, todos notaron enseguida que estaban llegando a la isla.

Pequeña y de naturaleza volcánica, se encontraba en pleno Pacífico Sur, bajo el Ecuador. Desde el centro, la Montaña de Fuego escupía terribles vapores que, sumados al sol implacable, mantenían un suelo infernal día y noche. Apenas existía vegetación, mucho menos árboles, de modo que jamás había resguardo del calor. En aquel lugar, la lluvia no era relacionada con agua cayendo del suelo, sino con llamas que bien podían caer sobre hombres durmiendo. Aquel era el caldo de cultivo de los caballeros negros, su hogar y prisión. Tenía bien merecido ser considerada la isla más cercana al infierno.

—¿Te trae malos recuerdos? —se interesó Makoto.

—La mitad de los aliados que traje de allí están muertos, ejecutados por Sneyder. No me extraña que el resto reniegue del Santuario —dijo Azrael, apesadumbrado.

—Tres de ellos trabajan para la Fundación, ¿no?

—No es lo mismo.

La respuesta de Azrael, tan seca, sorprendió a Makoto. ¿Qué había sido de ese chico entusiasta que apostaba por poner un arma de fuego en la mano de cada guardia? ¿Tanto le había afectado fracasar en el intento de convertirse en santo? Cambió de tema.

—No me has contado cómo haremos para bajar.

—Te lo diré cuando llegue el momento —dijo Azrael—. Tenemos que estar justo encima del objetivo, ¿cómo piensas sorprender al enemigo si caes en el agua?

—Estamos a diez mil metros —le recordó Makoto.

—Sois santos. ¿Qué es esa altura para vosotros? Todo irá bien si seguimos el plan: un grupo de santos cae a la vez que Morpheus, que adormecerá a Hipólita dejándola lista para ser reducida. Ni siquiera habrá batalla, te lo garantizo.

—A mí no me han hablado de ningún plan —se quejó Makoto, tensando la mandíbula.

—Ah, claro. Eres el copiloto, así que no vas a bajar. ¡Ni siquiera tendrías que llevar puesto el manto de Mosca!

Antes de que Makoto respondiera, una fuerza invisible afectó al espacio aéreo circundante, provocando que el avión temblara. Un par de kilómetros más allá, el sol naciente era eclipsado por una línea de intensa y negra luz.

—Nada de vomitar en la cabina —pidió Azrael.

—Eso sería el menor de nuestros problemas —gruñó Makoto, pálido—. ¿¡Cómo puedes estar tan tranquilo!? —Entre gritos, señaló la línea en el horizonte, que en un instante se convirtió en un gigantesco ojo de iris rosado. Un ojo humano.

—Supuse que era algo normal para vosotros…

Azrael enmudeció a media frase. El ojo, tomando el firmamento por párpados, estaba fijo en ellos, manteniendo el jet inmovilizado.

—¿Hipólita puede hacer esto? —cuestionó el asistente, haciendo toda serie de pruebas para poner el avión en marcha. Ninguna funcionaba.

—No podía cuando la conocí —dijo Makoto.

Haciendo un gesto de asentimiento, Azrael se levantó, dispuesto a salir de la cabina. Estaba por abrir la puerta cuando el santo de Mosca lo agarró del hombro.

—Dime que no vas a volar el avión —exigió Makoto, un segundo antes de que todo empezara a temblar. El ojo se había movido, provocando vibraciones en el cielo circundante, acaso la piel de un gigante como el que Lesath y Emil enfrentaron en Bluegrad—. ¡Júrame por Atenea que no vas a volar el avión!

—Claro que no, ¿por quién me has tomado? —Azrael abrió la puerta en cuanto Makoto lo soltó, al tiempo que gritaba—: ¡Señorita! ¡Hipólita nos ha descubierto! ¡Plan B!

Por supuesto, Makoto sabía tanto del plan B como del anterior, así que solo le quedaba seguir a aquella gente a ciegas. Vio a Icario de Boyero entrar, firme como una lanza inmune al paso del tiempo y envuelto en un cosmos níveo que parecía restarle años. Solo los cabellos canos, revueltos, le recordaban la edad que el veterano tenía.

—No estamos sordos joven —se quejó Icario, jovial—. Abrimos la puerta de emergencia en cuanto empezaron las turbulencias. Si esa mujer nos cree derrotados, se va a llevar más de una sorpresa.

En el espacio entre la cabina y el ojo podía distinguirse una figura oscura huyendo de varias líneas de fuego, producto de la tremenda velocidad con la que Icario manipulaba diez esferas de metal. Observando aquella batalla, Makoto se trasladó a lo poco que sabía de la historia pasada del Santuario, es decir, lo que Geist le había contado. Ya en épocas remotas, cuando la distancia entre cada casta del ejército de Atenea rara vez era puesta en duda, existían dos excepciones que se daban generación tras generación. La primera era la del santo de Altar, la Plata sobre el Oro, quien suplía al Sumo Sacerdote cuando este no estuviese presente; la segunda era el santo de Boyero, el Bronce sobre la Plata. Según la leyenda, el primero que ostentó tal título recibió de Atenea el don de manipular cualquier metal, así como la voluntad de un manto sagrado. Y la única forma de hacer frente a tan notable habilidad era despertar y dominar la esencia del cosmos.

«El Séptimo Sentido —pensó Makoto—. Aquel que solo estaba reservado a doce entre todo el ejército de Atenea. Hasta ahora.»

—Debían ser doce —comentó Azrael, descolocando a Makoto, que tardó en entender que no se dirigía a él—. Había doce esferas de gammanium en el maletín, ¿no?

—Había —repitió Icario—. Esa mujer rompió dos con las manos desnudas.

—Me dijo que podía enviar una de esas hasta el fondo del océano y volverla a traer hasta aquí en unos segundos. ¿La vejez le hace tender a la exageración, capitán?

—Eras un chico tan respetuoso y mírate ahora, Azrael, dudando de la fuerza de un santo de Atenea como haría cualquier extranjero.

—Me adelanto a que ponga en duda la calidad del gammanium artificial.

—No pensaba hacerlo. Aunque sea nuestra enemiga, hay que reconocer que Hipólita es fuerte. No me extraña que el Santuario mandara a cinco santos de plata para someterla.

 

—El Santuario tomó una mala decisión —aseguró una voz femenina. Hasta aparecer tras Icario, ni Makoto ni Azrael imaginaron que se trataba de Akasha, pues el tono que usaba era frío, impropio de ella. La piel que el uniforme y la máscara dejaban al descubierto tenía una palidez propia de un soldado del inframundo—. Ahora nos toca a nosotros pagar los platos rotos. Makoto, vienes con nosotros.

—Desde luego —dijo el santo de Mosca, que entendió la orden como una pregunta. Mientras se disponía a salir, miró a Azrael, extrañado de que no se moviera—. ¿A qué esperas? ¡Es hora de abandonar el barco! ¡El avión! Quise decir el avión.

Azrael restó importancia al error con un gesto, antes de regresar al asiento del piloto.

—Plan B. El jet servirá como señuelo mientras el resto desciende hasta la isla. Solo yo puedo pilotarlo, así que me quedo. Supuse que el copiloto se ocuparía de mi seguridad —lanzó al aire, mirando a los tres santos.

—Makoto solo es útil en combate cercano —contravino Akasha, sacudiendo la cabeza—. Icario será tu nuevo copiloto. Debéis alejaros de aquí y seguir con el plan.

—Asumiendo que esa cosa dejara de controlar el jet —dijo Azrael, señalado el ojo en el cielo—, no estoy seguro de poder esquivarlo, señorita.

Era difícil saberlo por la máscara, pero pareció que Akasha miraba hacia la rosada pupila, sobre la que todos los presentes pudieron ver un destello dorado que pronto tornó en una increíble explosión. El jet vibró por completo a la vez que un fulgor consumía aquel ojo enorme junto a cualquier nube que hubiese a un kilómetro de distancia. Sobre las cabezas de los santos, un cuervo graznaba lleno de temor.

—Sí que podría derrotarnos sin mover un solo dedo —dijo Makoto, igual que el cuervo.

—Ha sido increíble, señorita —musitó Azrael, con los ojos brillando de admiración.

—Alejaos, no quiero oír más excusas —apuntó Akasha, tan autoritaria como podía ser. En cuanto colocó su mano enguantada sobre el corazón, todos los presentes imaginaron cuáles serían sus palabras—. Los santos no mueren.

—Los santos y los secretarios de los santos no mueren —aportó Makoto, desganado.

Akasha se retiró, dedicando solo una mirada a Azrael, quien tampoco dijo nada. Ambos parecían seguros de volver a encontrarse. Makoto, por su parte, estaba alicaído, y antes de seguir los pasos de la general, giró hacia donde Icario se encontraba.

—Solo sirvo para el combate cercano —murmuró, resentido.

—Ay, joven. —Icario golpeó la espalda de Makoto con tal fuerza, que por poco lo sacaba de la cabina—. Cada quien es bueno en lo suyo.

—Lo sé, pero… Bueno, da igual. —El santo de Mosca se dirigió a Azrael antes de marcharse—. En serio, ni se te ocurra volar el avión.

—Y tú no vomites mientras caes.

Azrael miró hacia atrás, mientras Icario ocupaba el asiento del copiloto. No había nadie, Makoto y los demás habían saltado.

 

***

 

Así como otros castillos antes que él, la residencia de los Heinstein guardaba muchos secretos, aunque no tan banales como los de la mayoría.

—Es como una canción. ¿Puedes oírla, mi leoncillo?

Él veía la brillante niebla en el fondo de la escalera espiral, que en intervalos regulares se alzaba como una columna de maléfico verdor. Olía la muerte y la enfermedad, tan intensas que desearía arrancarse la nariz con tal de dejar de hacerlo. Y oía, sí, un constante lamento, gemidos de incontables almas en pena. Sin embargo, Ban no escuchaba la melodía de la que hablaba Lucile. 

—Oigo mis pisadas y las tuyas.

—Sigues siendo tan buen conversador como siempre.

—Si quieres hablar de algo, dime qué haces aquí.

Lucile soltó una risita.

—No quieres saber qué hago aquí sino por qué estoy aquí.

Por toda respuesta, Ban se encogió de hombros.

—Seguí a la bruta de tu hija desde isla Thalassa —explicó Lucile, que volvió a reír al escuchar un gruñido—. No te enfades conmigo por decir la verdad, leoncillo.

—¿Qué estabas haciendo en esa isla? —cuestionó Ban, implacable.

—Buscaba un regalo para una amiga. Un ánfora de intrincados dibujos y divino contenido, para ser exactos. La tendría en mis manos si el líder de Hybris no hubiese decidido lanzar ese ataque desesperado. ¡Qué necio resultó ser!

—Menudo señuelo estoy hecho.

Al soltar aquel comentario, Ban empezó a toser sin control, con los humos del inframundo inundándole los pulmones. Tan intenso fue el dolor que lo embargó que debió aferrarse a la pared para no dejarse caer al otro lado, la entrada al inframundo.

—El tiempo pasa para todos, supongo —comentó Lucile, divirtiéndole aquella escena. A la vez que volteaba, la niebla se elevó en como un pilar de luz en aquel recinto sin antorchas, tiñendo el manto de Leo con un tono verdoso—. Yo creo que Akasha te envió aquí para darme pena, no para servir de señuelo.

Ban gruñó, señalando al hombre que ascendía a espaldas de Lucile. Aseado y bien vestido, como siempre, Altar Negro subía los escalones sin la más mínima precaución.

—Es injusta, joven—apuntó el hombre, sin detenerse—. El Aqueronte reclama el alma de tu compañero, pero no es capaz de arrancársela. ¡Ban de León Menor sigue con vida a un paso del Hades! Una hazaña impresionante, si me permiten decirlo. 

 

El recién aparecido se detuvo a dos pasos de Lucile para cuando esta dio la vuelta, distinguiendo enseguida un diminuto brillo aguamarina en la pupila de su ojo derecho.

—No tan impresionante como controlar al líder de Hybris —halagó Lucile—. ¿Cómo es posible? Cuando me encontré con él, era inmune a mis poderes.

—Tratándose del nieto de un dios, ¿podía esperarse lo contrario? —lanzó el hombre—. Ningún descendiente del pueblo de Mu podría doblegar la voluntad de alguien como él, ni siquiera una tan poderosa como usted, joven.

—Me subestima, caballero.

De pronto, varias figuras cayeron desde lo alto, rodeando a los leones. El oportuno alzamiento de la niebla reveló que se trataba de las pocas sombras de Fénix que habían sobrevivido a la criba y ganado así el derecho a ser las marionetas de Lucile.

—Una escuadra de amigos invisibles —comentó el extraño sujeto, relajado—. Ahora los veo, ¡y ahora no!

El aparente Altar Negro se había limitado a cerrar y abrir los ojos, momento que los caballeros negros aprovecharon para lanzarse al ataque. Sin embargo, cuando tres de ellos estaban a punto de golpear a su objetivo, todos desaparecieron a la vez. No fue igual que la muerte de Erídano Negro, desintegrado por un poderoso ataque, sino que habían desaparecido sin más, como por arte de magia.

Lucile se acercó un paso, interesada, mientras que Ban se retiró hacia las sombras.

—Soy Tritos de Neptuno —se presentó, inclinándose—. Maestro en todas las artes de la Raza de Plata, coloquialmente conocidas como poderes psíquicos. ¿Te sientes cómodo en mi castillo, Ban? ¿Disfrutaste torturando a mi ejército imaginario, Lucile?

—Mucho —respondió Lucile, con más interés que temor—. Sentían como humanos, sufrían como humanos, ¡ni siquiera imaginé que alguno fuera una ilusión! —En su entusiasmo era palpable la curiosidad, el viejo pecado de la raza humana.

—Cuando Hipólita decidió que los caballeros negros que me acompañaban eran reales, empezaron a serlo —se explicó Tritos—. Desde ese momento hasta ahora, se podría decir que eran humanos, más o menos, y ocurre lo mismo con este lugar. Si un observador se cree la ilusión que he construido, sin albergar ni la más mínima duda, la vuelve realidad. Es una de mis más preciadas habilidades, sobre todo porque, si alguien la utilizara en mi contra —miró a Lucile frunciendo el ceño, reclamándole su estratagema—, me basta con recordar que todo surgió de mi mente. ¿Satisfecha?   

—Sí. Y asumiendo que estás siendo sincero, ¿no podrías tú ser también una ilusión? —dedujo Lucile, ávida de saber.

—No me limito a crear ilusiones, joven —objetó Tritos—. Puedo, por ejemplo, controlar la mente de cualquier ser humano, sea a distancia o introduciéndome en ella desde el plano astral. El hombre que ahora ves tiene mucho en común conmigo. Ambos somos personas tranquilas por lo general, apasionados en nuestra labor. Tan solo nos diferenciamos en que, donde él pretende derribar el Olimpo, yo existo para protegerlo. 

—Es pronto para responder con evasivas, ¿no te parece?

—Si cree que soy una ilusión, está bien. —Tritos desapareció del mismo modo que los caballeros negros, solo para manifestarse en el aire, al revés. Tanto el cabello como la chaqueta caían por efecto de la gravedad, y por un instante fugaz, el rostro de Altar Negro dio paso a uno más redondeado y pálido—. Aunque, si seguimos esa línea, ¿no podría ser lo mismo con su compañero? Ya no está a su lado. ¿Y usted? —Apareció al costado de Lucile, permitiéndose jugar con su cabello. Se acercó un poco, hablándole en susurros—. ¿Está segura de ser real? ¡Por todos los dioses! Ahora que lo pienso… —Se esfumó en el aire, regresando a su posición inicial, extendió los brazos, como queriendo cubrir todo el lugar—. ¿Este mundo existe, o solo lo estoy soñando?

Un estallido sónico respondió aquella pregunta, retumbando por toda la zona. Desde las alturas, como un león hecho de fuego, Ban saltaba de una pared a otra, incrementando a la vez velocidad y potencia con cada salto. Al final, más rápido de lo que nunca había sido, se abalanzó sobre Tritos con el puño en ristre.

 

***

 

El cielo nuboso se partió tras el salto de los cuatro santos. Akasha, Makoto y Mera se limitaban a caer, mientras que Hugin planeaba apoyándose en dos alas de negro plumaje, dispuesto a asegurar el descenso de sus compañeros.

A un par de kilómetros de distancia, Hipólita ya solo lidiaba con siete de las esferas que Icario había enviado en su contra, de modo que en cuanto vio a sus objetivos cargó hacia ellos, perseguida por el llameante gammanium. Hugin, sabedor de la terrible fuerza de Águila Negra, movió sus alas con violencia, convirtiendo el aire en derredor en sendos sables de viento hipersónico que Hipólita atravesó sin sufrir daño alguno. 

Hugin maldijo entre dientes, alzando un cosmos plateado del que emergieron dos cuervos. Con un gesto, envió a sus criaturas contra Hipólita, sumándolas al asedio de las siete piezas oscuras al tiempo que rezaba porque al menos la alcanzasen una vez, eso sería suficiente. No llegó a ocurrir, ni siquiera estuvieron cerca. Por mucho que las aves se coordinaran, Hipólita, tan veloz como el rayo y con una habilidad que los santos de plata solo podían soñar, seguía siendo inalcanzable para ellas.

«Ha nacido para pelear en el aire —decidió Hugin—. En el cielo, ella es invencible.»

Tal vez aburrida de esquivar tan lentos obstáculos, Hipólita decidió reducirlos aplastando dos de las esferas de gammanium. Hugin, sorprendido de ver que la fuerza de aquella mujer estaba más allá de la habilidad de Icario, empezó a aletear a razón de mil veces por segundo, descargando un igual número de cuchillas de aire en aquellos espacios que el metal y sus cuervos no podían cubrir, de modo que no tuviera otra salida más que evitarlos y quedar vulnerable. La mujer, empero, lo tomó como un desafío y deshizo todas de un solo golpe veloz, que barrió los cielos con una onda de choque.

—Te crees muy fuerte —trató de decir Hugin en medio del estallido—. ¡Ahora verás!

Tras un nuevo aleteo, varias plumas negras cayeron sobre Hipólita, quien las esquivó colocándose tras los cuervos y provocando así que las aves fueran despedazas por los proyectiles. Hugin sonrió, habiendo previsto aquello, pero pronto debió cambiar el gesto al sentir que algo lo golpeaba. Empezó a caer hacia un lado, y al buscar la razón, se encontró con que le faltaba un ala, una que Hipólita sostenía en un brazo.

Tener a semejante enemiga a tan pocos metros llenó de miedo a Hugin; sin dudarlo, el santo de Cuervo lanzó un puñetazo. No acertó, y a la vez que veía una nube desgarrándose como efecto colateral del golpe fallido, sintió la pérdida de la segunda ala. Entonces una mano fuerte, sin duda la de Hipólita, lo agarró de los cabellos, usándolo de escudo humano ante cuatro esferas de gammanium. El metal, todavía dirigido por Icario, trataba de llegar a Hipólita sin dañar a Hugin, pero la mujer se aseguraba de mover el cuerpo de aquel en el momento justo. Entre gritos terribles, Águila Negra alardeaba de estar por fin protegida por un manto de plata.

Hugin solo pudo ver, lleno de impotencia, cómo era golpeado una y otra vez por aquellas esferas, hasta que el vejestorio que las controlaba se dio cuenta de que no podía superar el juego de Hipólita y pretendió alejarlas del lugar. ¡Demasiado lento! Ni tan siquiera pudieron cruzar cien metros antes de que un brillo rosado las rodease, inmovilizándolas del mismo modo que ocurrió con el avión y luego aplastándolas con una presión de miedo. Pulverizadas aquellas armas, nada impedía a Águila Negra perseguir al resto de santos, que todavía no pisaban tierra.

«¿Nada? —se cuestionó Hugin, lleno de vergüenza. ¡Era un santo de plata, nacido bajo la constelación de Cuervo! La rabia se impuso al miedo que sentía, permitiéndole notar lo que Hipólita mantenía en la mano libre: sus alas—. Tu arrogancia será tu perdición.»

El cosmos de Hugin se expandió como una explosión de luz plateada, a cuyo término ambos, santo y sombra, quedaron cubiertos por un capullo de negro plumaje.

 

Uno, dos, tres. Esos fueron los valiosos segundos que duraron las plumas de cuervo, incrementando de forma constante el peso de los cautivos. A pesar de que tal estratagema lo llevó a un estado en que apenas podía respirar, Hugin llegó a saborear la victoria cuando en el cuarto segundo todo fue deshecho. Un brillo rosado nació en el interior del capullo, desintegrándolo con la misma facilidad con la que había destruido las esferas de gammanium. Hugin empezó a caer, mientras que Hipólita permaneció en su posición, en el cielo que dominaba.

Formarse unas alas nuevas no cambiaría nada, tampoco invocar a un nuevo eidolon. A esas alturas él ya aceptaba que en el aire no era rival para Hipólita hiciera lo que hiciese. Miró abajo, viendo que los demás aún estaban a varios miles de metros de la isla. Era lo malo de las batallas entre santos, el tiempo parecía avanzar más de lo que en realidad avanzaba, de tal suerte que la proverbial Batalla de los Mil Días entre dos santos de oro no era tan descabellada como pudiera parecer en un principio. Giró, contemplando cómo el cosmos de Hipólita se volvía visible por primera vez: el aura sombría que solo un caballero negro podía manifestar, con aquel brillo rosado brillando en el único ojo sano que le quedaba. Tras tal visión, Hugin entendió lo que tenía que hacer.

Necesito ayuda —confesó el santo de Cuervo, dirigiéndose hacia la mente de Akasha—. No puedo hacer esto solo.

Desde Hipólita, miles de Meteoros Negros cayeron sobre los cuatro santos en caída libre, deteniéndose ante un colosal muro invisible. El ataque prosiguió a pesar de los primeros diez mil fracasos, formando poco a poco una mancha que se extendió por el campo de fuerza hasta deshacerlo por completo, para horror de Hugin. ¡Ni siquiera la barrera de Akasha de Virgo bastaba para frenar a Hipólita! Ese fue el fugaz pensamiento que tuvo el santo de Cuervo antes de ver cómo una nueva barrera sucedía a la anterior, que si bien era deshecha del mismo modo, no caía lo bastante rápido como para que no se formara antes una tercera, una cuarta y una quinta.

Ni uno solo de los Meteoros Negros les alcanzó durante la caída, pues estaban bajo el ala del ángel dorado en que se había convertido Akasha.

«Séptimo Sentido —pensó Hugin—. Vamos a tener problemas allá abajo.»

 

***

  

Las paredes del recinto tenían agujeros por todo punto que Ban hubiese usado de apoyo; abajo, todo había desaparecido, ampliando las vistas al verdor de la boca del infierno. Más allá de aquello, ni Ban, ni Lucile, ni Tritos, el misterioso sujeto con la apariencia de Altar Negro, habían sufrido daños.

—Te puedes ahorrar toda esa palabrería —recomendó Ban, a un pie del abismo—. Sea este mi mundo o tu sueño, seguiré siendo un santo de Atenea.

 

—Está bien, está bien —dijo Tritos, flotando en el centro del lugar—. Solo trataba de aligerar el ambiente. He venido en son de…

Tan impredecible como solía ser, Lucile se lanzó contra Tritos, quien la esquivó por poco. Ban no pudo seguir aquel movimiento, ni los que le sucedieron. En un instante, la zona se llenó de haces de luz dorada, desde el escalón que la separaba del infierno, hasta la entrada al recinto; era el rastro de Lucile de Leo, quien corría en el aire en pos del escurridizo enemigo. Tritos, por su parte, la evitaba con una mezcla de teletransportación y diplomacia.

—No pretendo pelear, ¡no puedo pelear! —juraba Tritos, doscientos metros por encima de Ban—. ¡Deje de perseguirme, joven!

—Lo haré cuando seas sincero —respondió Lucile, imponiendo el dorado de su cosmos a los vapores del infierno—.  O tal vez no, esto me divierte, ¡en verdad me divierte!

—Yo tratándola de mujer y resulta que es una niña —comentó Tritos. En aquel momento, a ojos de Ban, aquel hombre parecía estar en cien lugares a la vez—. ¿De verdad  es tan importante si soy o no una ilusión?

—Nací para ser la mejor —respondía Lucile, frenando por un momento la persecución. Ella estaba a un lado y él en el otro; ninguno parecía exhausto o molesto—. ¿Cómo me deja que exista alguien capaz de hacer lo que yo no?

—Da la casualidad que yo también nací para ser el mejor —replicó Tritos, sonriente—. La caballerosidad solo es discriminación positiva, así que me permito preguntarle, niña: ¿cuántos años tiene?

—Qué descortés —dijo Lucile, retomando el ataque. Enseguida, la torre volvió a llenarse de figuras de luz e imágenes de Tritos, simultáneas a la discusión que sostenían—. ¡Veinticuatro!

—La última vez que conté —se manifestó a la diestra de Ban—, yo tenía diez mil años. Reconozco su potencial, niña, no es corriente ni entre los hombres, ni entre los Mu. Hay una fuerza detrás de sus poderes… —murmuró, hablando para sí por un momento—. Sin embargo, incluso los genios deben gatear antes de empezar a andar.

—Eres un poco peludo para ser un bebé —comentó Lucile, apuntando a su cabeza. 

—Touché —se inclinó Tritos.

Ban veía todo aquello con una mezcla de enfado y temor. Aquel juego —pues eso era, una competición fortuita que ambos parecían disfrutar—, hablaba bastante bien de las capacidades del llamado Tritos. Lucile no era de las que daba golpes en vano; calculaba cada movimiento, tratando de que su enemigo se pusiera por sí solo a su merced. Y si no lo lograba, buscaba en las acciones de este un patrón, de modo que a cada fracción de segundo sus predicciones eran mejores. A pesar de ese estilo de combate y lo limitado del escenario, —si es que aquel par no había peleado fuera, saliendo por alguno de los agujeros sin que él se percatara—, Tritos seguía indemne.

—Caronte —espetó Ban, recordando la noche en que invadió el Santuario, recordando a los muertos. Ichi, Nachi y Geki.

—Es amigo mío, sí —admitió Tritos—. El hombre es tan serio que cuando se trata de bromear, acaba imitándome. No soy él, pero vengo a reiterar su oferta, ¿me creerá, santo de bronce, o será terco como ella?

—No tengo razones para… —quiso responder Ban, siendo interrumpido por Lucile en un nuevo intento por alcanzar a Tritos. Este se apareció de nuevo en el centro, como sentado en una silla invisible—. ¡Basta!

—Vale, vale —dijo, Lucile, anulando la creciente furia de Ban con suaves golpecitos. El santo de bronce la miró, extrañado—. Claro que al no poder comprobar mi hipótesis, tendré que tomar todo lo que este hombre diga como una mentira.

—Testaruda, como todas las mujeres —bromeó Tritos.

—Generalizando, como todos los necios —replicó Lucile—. No he pretendido ofenderte. Me caes bien, en verdad, eres como un Kiki maligno.

—Más maligno —acotó Ban—. Si eres amigo de Caronte, sabes lo que hizo, sabes que no podemos perdonarlo. ¿Qué pretendes con toda esta treta? ¿Por qué utilizar el cuerpo del líder de Hybris, también nuestro enemigo jurado, para hablar de paz?

—No lo utiliza —insistió Lucile—. Si yo no puedo controlar al caballero negro de Altar, no es posible que este mago de feria pueda.

—Creía que ibas a dejarlo hablar —acusó Ban, a lo que la leona se encogió de hombros—. Habla de una vez, Tritos de Neptuno. Ahora es el momento.

Sobre la palma abierta de Tritos, se manifestó un recipiente blanco con asas a los costados, líneas doradas en relieve, y un sello sobre la tapa con una palabra en griego antiguo. El ánfora de Atenea, que contenía alma de Poseidón.

—Si supieran la mitad de lo que deberían saber, jóvenes, apreciarían lo irónico que es presentarme a ustedes de este modo. Lamentablemente, los humanos rara vez escuchan, así que iré directo a lo que les importa: he venido a ofrecer lo mismo que mi hermano, mi hermano de armas —decidió aclarar—. La más grande de todas las guerras se avecina y el Santuario deberá elegir: luchar a nuestro lado, los Astra Planeta, campeones de los dioses, guardianes de la Creación; o a favor del Hijo, quien anhela destruirla.

Al son de las palabras de Tritos, el escenario se difuminaba, y tanto Ban como Lucile sintieron cómo una fuerza los trasladaba a otro lugar: el pequeño templo en el que Pandora, la última entre los Heinstein, desató la muerte sobre todos sus seres queridos.     


Editado por Rexomega, 28 junio 2020 - 18:08 .

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#149 -Felipe-

-Felipe-

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Publicado 18 junio 2020 - 16:27

Hice el mismo chiste la primera vez que apareció SHun. Lo vuelvo a hacer.

[inserte imagen de las fans de Shun en el coliseo] AAAAAAAAAAAAAAAAAA SHUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUN

 

La discusión previa a su aparición es protagonizada por una aterrada Akasha (que en verdad, tenía que verlo venir) y un severo y sublime Sneyder. Los demás, no mucho pueden haceer, y el Cuervo es la imagen de lo que la audiencia regular diría. "El dios de la muerte está muerto, los protas lo mataron. Sí, los protagonistas de esa aventura, por eso le digo los protas". Me encanta toda la discusión, así como reflejar una vez más tu concepto sobre lo que es ser un dios. No es solo un humano poderoso, es otra cosa.

 

Sigue siendo genial ver que June es casi literalmente una camaleón aquí. Con excepción de aquella escena de hace tiempo con Shun, creo que apenas y ha tenido diálogos, pero vaya que se divierte la muchacha, haciendo de Cheshire. Y también muy buena la explicación a la pregunta eterna sobre por qué las armaduras no se mejoran con sangre de Athena y ya. Es una explicación muy sencilla, pero que tiene sentido. No pueden llevar más protección porque sería un estorbo para los Santos. En cuanto a Shun, como siempre, es maravilloso, me recuerda mucho al de Omega. Sirve como un gran contrapunto al frío Sneyder, para quien existen solo blancos y negros.

 

El epílogo al capítulo es muy interesante. Siempre es complicado representar deidades o seres que tienen conexión a todos los tiempos, pues si ya saben lo que puede o va a ocurrir, se pierde la tensión. Pero aquí se ve que hay cosas que podrían no ocurrir, y que viven el momento. De hecho, no se sabe exactamente "cuándo" están ellos. Como dije, es complicado de representar, pero usar a Casandra es una buena manera de salir airoso. El tramposo de Caronte se ve en su estado más natural, hablando con Tritón, que también recuerdo de otros relatos.... ¿Qué es lo que traman? ¿Es el Hijo quien creo que es? ¿Cuál es el plan de toda esta gente? Pues, ya veremos... Por cierto, el detalle de que hablen en su mente en un lenguaje que solo es accesible a ellos por ser ellos me parece genial.

 

En serio quería ver qué pasó detalladamente en Alemania con el río de fuego. Rayos. Me quedo principalmente con el pasado de Azrael, conectado a la historia clásica que conocemos. También tenemos más detalles sobre los supuestos héroes que se escapan del infierno apenas ven la puerta abierta (como haría honestamente cualquiera que no sea un Espectro, no los culpo), y un poco de profundidad a un personaje que me sigue encantando, como es el buen Azrael. Lo otro importante es usar el Ojo para ver no solo lugares donde hay Santos, o el Santuario, sino que los lugares comunes, los del día a día, que tanto se han perdido en la obra original. O que nunca estuvieron, en primer lugar. Also, me informan por interno que te espera una demanda de cierta empresa de software e internet.

 

¡Saludos! Los siguientes capítulos los comentaré pronto. Quedé muy atrasado. He estado super ocupado, lo lamento.


Editado por -Felipe-, 18 junio 2020 - 16:29 .

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Publicado 21 junio 2020 - 17:53

Capítulo 30. Hipolita y Tritos
 
Pues volvemos a la acción, ¡pow!
Por un lado, Hipolita VS muchos santos y un avión jaja
Parece que Aguila negra será un enemigo difícil de vencer (aunque Akasha la pudiera hacer mie%$% si quisiera, pero no quiere por lo que van a sufrir un rato al parecer).
 
Y por el otro lado esa Tritos Vs Lucile y Ban
Vaya con Tritos... que puede hacer cosas que no eran reales a reales... WTF?
Me sentí de nuevo tan confundida como en esos caps de Bleach en la que Aizen, el dienton de Shinji y parecidos peleaban con sus shikais y bankais tan excéntricos jajaja
Pero bueno, Tritos no puede pelear por la restricción que le dio Caronte, así que van de nuevo los Astra Planetas con sus planes diplomáticos para hacerse aliados de los Santos y no enemigos ¿funcionará esta vez? No parece que Lucile sea más paciente que Akasha, por lo que suerte para ellos xD
 
PD. Buen cap sigue así :D

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


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Publicado 22 junio 2020 - 07:43

Saludos

 

Felipe

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***

 

Capítulo 31. Reina Muerte

 

La isla que por milenios fue sinónimo de calor e infierno, ahora estaba cubierta de hielo. Hasta la Montaña de Fuego, responsable de volver inhabitable la mayor parte de aquella tierra, estaba congelada, con un enorme glaciar taponando la boca del volcán. El aire, que nunca antes había amenizado la tormentosa vida de quienes allí era destinados, era tan frío como el que solo podía hallarse en las más remotas regiones de Siberia.

—Solo hay alguien que pudo haber hecho esto —musitó Akasha—. Pero, ¿por qué Sneyder haría algo así? ¿Era eso lo que quería hablar con Shun?

Hugin fue el último santo en aterrizar, sin daños en el cuerpo gracias a la protección del manto de plata. Su rostro, en cambio, estaba marcado a la altura del labio, recordatorio de la vez que una de las esferas de Icario trató de acertar en la mano de Hipólita y le acabó dando a él. También había perdido un par de dientes, como demostró al sonreír.

—Para un hombre del Fénix, esto no es nada —aseguró, henchido de orgullo.

Desde los cielos, Hipólita cayó con la fuerza de un meteorito. El suelo tembló, y del cráter formado bajo los pies de Águila Negra, diminutos fragmentos de hielo volaron en todas direcciones. Los santos miraron a la guerrera con un dejo de admiración; a excepción de Akasha, todos la conocieron.

—Makoto —llamó Hipólita, todavía inclinada en medio del cráter—. Mataste a Geist, la mujer que te amaba, la mujer que amaste. ¿Te arrepientes de ello?

—No. Ella escogió su camino y yo el mío; ambos cumplimos con nuestro deber. Arrepentirme sería como insultar su recuerdo.

—Sí que has crecido, Makoto. Ya no eres un niño —continuó a la vez que se levantaba—. Esta vez, no bastará con un simple escarmiento.

Makoto y Mera retrocedieron un paso por puro instinto. Frente a ellos estaba la encarnación de los tiempos previos al despertar de los santos de bronce. Por sus mentes pasaron todas las veces en que aquella mujer y su rival, Jaki, les enseñaron el sabor de la derrota, el dolor y la impotencia. Cada combate contra ellos, los aspirantes al manto sagrado de Hércules, era una canción basada en huesos rotos, llanto y rendición. Ya en aquellos días, Hipólita no se detenía, mucho menos lo haría ahora.

—Todos os habéis convertido en santos y como tales os trataré. Es lo mismo para ti, Hugin, que tanto me has decepcionado allá arriba. ¿De qué sirvieron los años que pasaste observando combates en el coliseo? Supe que Kiki acabó apiadándose de ti y tu hermano años después de que me fuera y aquí estás, todo un santo de plata fracasando ante una simple sombra como yo. Debiste quedarte en tu tierra natal.

El santo de Cuervo dejó escapar una extraña risa, fruto de la desesperación. Él también recordaba el dolor, pues Hipólita golpeaba a cada rival que se le ponía enfrente con tal fuerza, que el daño que le infligía lo acababa sintiendo todo aquel que la viera luchar.

—Alguien como tú, Hipólita, jamás podría ser una simple sombra.

Envestida en la oscura imitación del manto de Águila, se podía adivinar una figura idéntica a la de Marin tras el cuerpo vendado. Apenas los labios, rojos y heridos, algunos cabellos y un ojo semejante al que se manifestó frente al avión allá arriba, quedaban libres del vendaje. Sin embargo, no por ello alguno de los presentes la consideraba débil, más bien, al contrario, se preguntaban cómo alguien en ese estado podía seguir con vida y  luchar de esa forma.

Antes de que nadie se atreviera a romper el silencio que solo las olas del mar y el rumor del viento gélido acompasaban, la última esfera de gammanium cayó a una increíble velocidad, comparable a la que Hipólita había exhibido en las alturas. Esta, empero, no hizo intento alguno por esquivarlo, sino que se dispuso a aplastarla con una sola mano. Pero Akasha se le adelantó, agarrando la pieza de metal para luego golpear con ella la armadura negra de Águila. La bola se pulverizó al instante, liberando un cosmos electrizante durante una fracción de segundo, sin causar daños visibles.

—Ya no podrás volar —aseguró Akasha.

Que Hipólita tardara en responder era un alivio para Makoto. Supuso que, al igual que él, no pudo seguir la velocidad con la que Akasha se acercó a ella. Hasta aquel momento había temido que Águila Negra hubiese alcanzado el nivel de los santos de oro, demasiado lejanos a su capacidad, por mucho que le doliera admitirlo.  

—Ahora mismo, Icario tiene el control de tu armadura. Si vuelas o tratas de huir, te verás arrastrada de nuevo a esta isla; si intentas quitártela, triturará tus huesos.

—Ya veo. —Hipólita no dudó en saltar, pero en cuanto superó la altura de la Montaña de Fuego, cayó formando un cráter aun más profundo que el anterior. De milagro lo hizo de pie—. Los muchachos siempre me han hablado de la compasiva Akasha de Virgo, que a todo el mundo puede salvar, excepto a una niña pequeña.

—Ethel estaba lista para convertirse en la santa de Heracles, no era ninguna niña.

—La dejaste morir.

—Sí —admitió Akasha, para sorpresa de todos los presentes—. Le fallé, no estuve con ella cuando más me necesitaba. Es por eso que estoy aquí.

—¿Piensas salvarme para lavar ese pecado? —Hipólita rio a carcajadas—. ¡La madre, en vez de la hija! Me temo que seré otro fracaso en tu larga lista, Akasha de Virgo.

—No seas tan presuntuosa —dijo Akasha con sequedad—. Es por Ethel que sigo aquí, no en esta isla en la que los dioses no posan jamás su divina mirada, sino en este planeta. Para que la muerte de Ethel no sea en mano, yo salvaré a este mundo, eso te incluye a ti, Hipólita de Águila Negra. No. Hipólita de Hércules.  

—Usted no tiene la autoridad para…

—Silencio, Hugin —interrumpió Akasha, sin voltear—. Hipólita, conozco tu historia desde que acepté la máscara que por más de una década ha cubierto mi rostro. Eras la legítima heredera del manto de Hércules, todos pensaban así de ti incluso después de tu marcha, por eso pedí a Azrael que fuera a Reina Muerte, doce años atrás, para que retomaras el lugar que te correspondía —explicó, revelando sin pretenderlo uno de los tantos misterios que Makoto no entendía sobre las acciones del Santuario—. Quería que supieras lo que ahora puedo decirte. Jaki murió.

—Dos veces —soltó Makoto sin querer.

—Y con él murió la injusticia que se cometió contigo —continuó Akasha, como si no la hubiesen interrumpido—. Debo darle la razón a Hugin, y créeme que no lo hago a menudo, cuando dice que alguien como tú no nació para ser una simple sombra. No comprendo por qué escogiste esa cárcel —añadió, señalando la armadura negra—, que devora tu vida a cambio de un poder limitado, en lugar del manto de Hércules que te esperaba en el Santuario, que todavía te espera. No es tarde, ¿sabes? Tú, así como todos los caballeros negros, podéis volver al Santuario y uniros al único e inseparable ejército de Atenea, por el bien de este mundo.

—Fui deshonrada, ¿cómo podría regresar?

La agresividad que Hipólita dedicaba a Akasha en un principio, había desaparecido de su rostro conforme escuchaba sus palabras. Sin embargo, seguía lista para pelear.

—La estupidez de la máscara, supongo —masculló Hugin antes de escupir, sus palabras  estaban cargadas de desprecio—. ¡La única deshonra está en vestir esa armadura, en rebelarte contra el Santuario! Agradezca no estar ante el señor Sneyder. ¡De estar él presente su cabeza ya estaría enfriándose en este suelo!

—Mera, que no vuelva a interrumpirme —ordenó Akasha. Atrás, la santa de Lebreles tapaba la boca de Hugin, quien solo insistió por unos segundos—. El propósito de la Ley de las Máscaras no es exiliar a nuestras compañeras, ni obligarnos a amar o matar. ¿Acaso que alguien rompiera tu máscara con esa intención, hace que dejes de ser una santa? ¿Eres menos que yo, que he ocultado mi rostro desde los cinco años? No lo creo.

—Si eso no te convence —terció Makoto con timidez—. El responsable de tu desgracia está muerto y el rostro que un día vejó… —tartamudeó a partir de ese punto, tratando de encontrar las palabras—. Ese rostro ya no existe.

 

El silencio se adueñó de nuevo de la isla, aunque no por demasiado tiempo. Sin previo aviso, el cosmos oscuro de Hipólita se liberó, proyectando cien mil Meteoros Negros contra el grupo de santos. Akasha frenó la mayoría, generando el mismo campo de fuerza de doce capas que usó para salvarlos en el aire. Una tras otra, las capas eran deshechas por miles y miles de ataques, hasta que no quedó ninguna entre Akasha y los restantes. Cien estelas negras llegaron a rozar el uniforme de la general, quien pese al escaso tiempo para reaccionar logró esquivar todos los golpes. 

—Eres rápida —aprobó Hipólita, admirada.

—El uniforme es prestado, así que estoy obligada a cuidar de él —dijo Akasha. Miró hacia donde estaban los santos, cerciorándose de que no habían sido alcanzados—. ¿Hay algo más, cierto? Otra razón que desconocemos, que te impide volver.

—No sé si tienes el poder de un santo de oro, pero sin duda eres digna de serlo —dijo Hipólita, ignorando la pregunta—. Si nos hubiéramos conocido doce años atrás, tal vez las cosas serían distintas… Sin embargo, no tiene sentido hablar de lo que no puede cambiarse, ¿verdad? Sirvo a Atenea como Hipólita de Águila Negro y lo seguiré haciendo hasta el día de mi muerte.

—Entiendo. —Al oír los pasos de sus compañeros, Akasha extendió el brazo, indicándoles que se detuvieran—. Regresarás al Santuario bajo mi cuidado. Allí podrás exponer tu caso al Sumo Sacerdote. Sea lo que sea, debe tener solución. ¿Preparada?

—Preparada.

La escena se repitió por tercera vez: Meteoros Negros borrando las doce capas de la barrera que Akasha desplegaba. No obstante, en aquella ocasión varios de los haces oscuros impactaron en el suelo. La cuarta capa no había sido borrada cuando un manto de oscuridad se extendió bajo los pies de la santa de Virgo, devorándola en el espacio de un instante. Luego, antes de que Makoto y los demás tuvieran tiempo de hacer algo, la oscuridad se deshizo en volutas de sombra, revelando nada más que un suelo congelado. No había ni rastro del cosmos de Akasha.

—Nací preparada —dijo Hipólita, sonriendo a los santos de plata—. Cuando termine con vosotros, cachorros, podré enfrentarme a vuestra ama en un uno contra uno.

Aún más veloz de lo que había sido en el aire, Hipólita embistió a Hugin, atravesándole el pecho con la mano extendida. Alrededor de aquel hueco empezaron a caer fragmentos del manto de plata, pero no sangre, ni una gota.

—La técnica de Pegaso Negro era un veneno capaz de matar a un hombre. La mía, por el contrario, sirve para anular la energía, así que os aconsejo evitar conmigo el combate a distancia. —Sin liberar su brazo, agarró con su otra mano el rostro de Hugin, presionándolo con los dedos—. ¿Dónde está tu verdadero cuerpo, Hugin?

En poco tiempo, la cabeza del santo de Cuervo cedió a la presión de Hipólita, deshaciéndose junto al resto de su cuerpo en una bandada de cuervos. En medio de aquellas criaturas, Hipólita murmuró unas palabras.

—Comencemos.

 

***

 

La imagen de una tierra gris se había superpuesto a la visión de la congelada Reina Muerte antes de que Akasha siquiera parpadease. Sobre ella, incontables hombres caminaban en procesión por diversos senderos que daban a un mismo destino. Sí, eran seres humanos, Akasha podía distinguir a su especie a pesar de la ausencia de rasgos en aquellos entes translúcidos, almas avanzando hacia el ineludible reino de Hades. 

—La Colina del Yomi —musitó Akasha.

Por instinto, miró al cielo crepuscular que una vez vio junto a Nimrod de Cáncer, decidiendo que no era una ilusión. Los Meteoros Negros debían haber afectado a la barrera que separaba aquella isla del inframundo, del mismo modo que deshizo en tres ocasiones la suya. De eso podía sacar dos conclusiones a cual más preocupante.

«Hipólita podría ser más fuerte de lo que sospechamos —pensó, descartándola enseguida. No la habría apartado del campo de batalla si ese fuera el caso—. O la conexión entre Reina Muerte y el Hades es más fuerte ahora de lo que ha sido nunca, como ocurre cada vez que un río del infierno se manifiesta en nuestro mundo.»

Aqueronte en el Santuario, Flegetonte en Alemania y Cocito en Bluegrad. Solo quedaban Estigia y Leteo por aparecer, los hijos más poderosos de Océano y Tetis.

Ante la aparente pasividad de Akasha, docenas de soldados se posicionaron a ambos lados del sendero en el que se encontraba. Pálidos fantasmas, con yelmos, lanzas y corazas del mismo metal negro. La legión de Aqueronte.

Todos se abalanzaron al unísono con las lanzas en ristre. Desde varias direcciones en la lejanía, llovieron saetas de punta oscura, todas ellas deteniéndose contra la dorada barrera que protegía a Akasha. Sin esperar a una segunda tanda de disparos, buscó a cada uno de los arqueros, usando sus vastos poderes mentales para atraerlos hacia el montón de cuerpos al que ya había enviado a los lanceros. Manipulaba también las finas capas de líquido amarillo que se extendían bajo los pies de cada soldado, sabedora de que en esa sustancia se encontraban las almas de los cadáveres vivientes. Le sorprendió que pudiera hacer tal cosa, pero tampoco le disgustaba y siguió adelante.

A aquel primer intento le siguieron varios más, ora lanceros, espadachines y arqueros, ora guerreros que trataban de enfrentarla mano a mano. Respondía a todos de la misma forma: primero los inmovilizaba mediante telequinesis, luego los amontonaba junto a los demás; sin detenerse, sin siquiera echarles un vistazo. Conforme más avanzaba por aquel camino, más se acrecentaba la bola de cadáveres que mantenía flotando sobre su cabeza. Escuchaba sus gritos, notaba la violencia de sus intentos por escapar, y sobre todo, sentía el tacto de su mortífero metal sobre su cosmos. Todo aquello la enfurecía.

En contraposición a la rabia que sentía, las almas a las que adelantaba no mostraban emoción alguna. ¿Habían aceptado la muerte o solo era resignación? ¿Siquiera eran conscientes de a dónde se dirigían? Akasha no podía evitar plantearse aquellas preguntas, llegando a la conclusión de que el sentir de aquellos seres —no los que enfrentaba, sino quienes ascendían sin cuestionamientos aquella colina— se ocultaba tras una máscara semejante a la suya, con la diferencia de que no era física.  

Cerca de medio centenar de batallones le salieron al frente, cada uno más numeroso que el anterior. Los sometió a todos. Al final, con un camino lleno de espadas, lanzas y flechas rotas detrás, Akasha se detuvo. Sobre ella, de una pequeña montaña de cuerpos escapaban lamentos, gotas de un líquido amarillento y el hedor a muerte que siempre acompañaba a cada soldado de la legión de Aqueronte.

Diez mil años han pasado, y seguís siendo los mismos. Triste, ¿no te parece?

Las palabras resonaron en su mente, llenas de ironía y cierto resentimiento. Fue necesario terminar su recorrido para conocer al emisor, quien la esperaba de pie junto al pozo en el que todos los seres humanos caían tarde o temprano. Era un hombre particular, envuelto en una larga túnica blanca y negra, con una gruesa línea dorada separando ambos colores. Encima del cinto serpentino que ceñía sus ropas, destacaba un peto triangular de escamas que brillaban como el sol, así como lo hacía el yelmo de forma canina que le ocultaba medio rostro. A su lado, distinguió un ánfora blanca con detalles dorados y un pergamino con letras griegos. Lo que buscaba. Él debía ser el mago de Hybris, cuyo nombre era incapaz de recordar.

—Intuyo que no puedes verlo con tus ojillos de humana —dijo el hombre, sonriendo entre el amplio bigote y la espesa barba que acariciaba de forma obsesiva—, pero esos soldados que has sometido no son almas corrientes —aseguró, señalando la abominable masa con uno de sus dedos. La uña, aunque demasiado larga, estaba muy bien cuidada.

—Sé que los conocí. —Akasha apretó los puños con fuerza, y al mismo tiempo, estallaron las armaduras de todos los soldados, así como las armas que algunos conservaban—. Y no permitiré que sigáis atormentándolos.

Sin dudar, proyectó todos los cuerpos hacia la entrada al Hades, tal que fueran un meteorito compuesto de carne, huesos y las aguas del Aqueronte. Confiaba en que, arrojándolos allí, al menos impediría que siguieran usándolos como marionetas.

—No soy yo el que los atormenta —dijo señalándola con su callado. La amplia manga de la túnica dejó entrever un amuleto serpentino en torno al brazo—. Tus recuerdos han llamado la atención del dios del olvido, que los ha vuelto realidad por puro capricho. Tu visita les ha dado vida y tu avance les ha causado dolor y muerte. ¡Vete, antes de que otra de tus pesadillas aparezca en este lugar!

Tan pronto dio aquella advertencia, giró, dirigiendo de nuevo su atención a la entrada del infierno. Empezó a hablar solo, balbuceando oraciones y preguntas sin aparente conexión. Akasha caminó hacia él con cautela; no tenía mucho tiempo, pero tampoco podía correr riesgos innecesarios. A cada paso, trataba de encontrar sentido a las palabras de aquel ¿enemigo?

—Qué engaño más vil… ¿Cómo pudo ser tan ingrato? ¡Él, que fue perdonado! Los humanos son todos iguales… ¡Cállate de una vez! Que ocupes mi mente no me convierte en tu marioneta… Ahora huye como un cobarde, ¡en la recta final! ¿Su Majestad podrá perdonarme? Miles y miles de años desperdiciados… ¡Pero no hay duda de que mi trabajo ha rendido frutos! ¿Eso importa? No, no importa en lo absoluto… Estoy solo, condenado… Ya solo me queda…  Oh, ¿sigues ahí? Mocoso arrogante, si tu padre se entera de lo que estás haciendo… ¿Humana?

Akasha no atendió al llamado. Había querido interrumpir aquella mezcla de conversación y monólogo desde que estuvo a la diestra de aquel hombre, pero entonces miró en el fondo del precipicio, donde una enorme isla de hielo se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Se fijó en aquel prodigio, entendiendo enseguida que el frío que de allí escapaba era más intenso que el que consumió el fuego de Reina Muerte, así como de una naturaleza más espiritual que material. No era que Sneyder —solo él podía ser responsable de aquello— hubiese taponado la entrada al Hades, congelándola, sino que había creado un sello por la zona que aparentaba ser hielo común y corriente. Lamento de Cocito. El poder de un río del infierno empleado para contener otro. Dedujo enseguida que esa era el propósito del sello, ya que los que andaban por esas tierras grises seguían cayendo al abismo, sin que nada pudiera impedirles entrar.

«Solo impide que algo salga —pensó Akasha, percibiendo movimiento tras el hielo. El dios del olvido la observaba, tratando de arrancarle hasta el último de sus pensamientos—. Leteo. Sneyder quiso impedir que te manifestaras atacándote en la Colina del Yomi, la última frontera entre el reino de Hades y nuestro mundo. No pudo derrotarte, así que escogió la alternativa. Sellarte.»

Todo empezó a tener sentido para la atribulada Akasha. Sneyder apareciendo sin vestir el manto de Acuario; el reclamo a Kiki, demasiado ocupado en los asuntos de la división Andrómeda como para atender los encargos que llegaban a Jamir; la charla que sostuvieron a solas Sneyder y Shun. Todo apuntaba a una batalla lo bastante importante como para que no cualquiera pudiese estar al tanto de ella. Lo único que la desconcertaba era la falta de cualquier clase de respuesta a semejantes eventos. Sneyder era demasiado recto como para no informar en el momento al Sumo Sacerdote de algo así, quien de inmediato se lo notificaría al Escudo de Atenea encargado de los asuntos relacionados con el Hades. A la vez, la división Dragón solo se había movilizado por la información que ella le suministró con el Ojo de las Greas, no se habría interesado en ello si supieran en qué lugar estaba a punto de manifestarse el río del olvido. 

—Oribarkon del Crepúsculo, en nombre de lo Natural y lo Artificial; hermano de los telquines o Nueve de Rodas; Jefe de Herreros de Atlantis y creador de las escamas reales, por la gracia de Poseidón, dios de los mares. No es un placer conocerte —se presentó, sacando a Akasha del trance.

—Akasha de Virgo.

Contrario a Oribarkon, cuyo nombre solo podía relacionar con el de un herrero legendario, desaparecido en la era mitológica, Akasha acompañó su sencilla presentación extendiéndole la mano. El telquín ladeó la cabeza, quizá desconfiando de aquel gesto, pero acabó por devolver el saludo.

—Manos heridas —comentó—. El precio que tuviste que pagar por el poder.

—No me gustan los telépatas —susurró Akasha, retrocediendo un paso.

—Soy un mago, humana. ¿Tienes el Ojo de las Greas y ni siquiera puedes ver eso? —se burló el telquín—. ¿Por qué sigues aquí? Te dije que te fueras. ¡Sí! ¡Quiero que se vaya! ¡No pienso darles nada a los siervos de Atenea! —exclamó de pronto. Akasha recurrió a su sexto sentido, en busca de alguna presencia cercana. No detectó a nadie más allá de ella, Oribarkon y las interminables colas de muertos.

—Tengo preguntas que hacer, y te recomiendo que las respondas aquí, te aseguro que es mejor a esperar a hacerlo en el Santuario. También pretendo llevarme eso —añadió, señalando el ánfora de Atenea, que Hybris había arrebatado a la división Cisne. Fuera o no la auténtica entre las dos que había localizado, no podía correr riesgos.

—Lástima. Yo no puedo moverme de aquí, y mucho menos puedo dejar que me arrebates mi última oportunidad de redención. —Trató de golpear a Akasha con su cayado, siendo bloqueado con facilidad—. Si lo hiciera, ¿de qué servirían estas horas, entregando al río Leteo milenios de vida? ¡No sentiré orgullo por una simple imitación!

Al principio, Akasha no tuvo problemas reteniendo el bastón, por mucha presión que el telquín impusiera. Sin embargo, poco a poco una extraña fuerza empezó a afectarla; manos invisibles manipulaban el aura que la envolvía, retrayéndola hasta reducir a cero la protección que le otorgaba. Al final, Akasha cedió, cayendo al suelo mientras escuchaba el familiar sonido del cristal rompiéndose. Oribarkon, inusitadamente veloz, posó el cayado de madera sobre la muchacha, impidiendo que se levantara.

—Tan fuerte como estúpida. Oh, sí, recuerdo que así eran los santos. Es inútil, humana, una hija del bosque entregó su vida para crear mi cetro, ¡todo cuanto nace en este mundo, yo puedo controlarlo!

Y así era. Las manos, las piernas, todo el cuerpo de Akasha, célula a célula, había dejado de obedecer sus órdenes. El telquín ni siquiera necesitaba hacer fuerza para lograr aquello, le bastaba el contacto entre su bastón —aquel trozo de madera tan irregular al que llamaba cetro— y ella.

—Yo también tengo preguntas, ahora que me acuerdo. ¿Cómo me habéis descubierto? ¿El Segundo Hombre me ha traicionado una vez más?

—No sé de quién me hablas —replicó, tratando de no mostrar signos de debilidad—. Hemos seguido a Hipólita hasta aquí, ¡en busca de lo que nos habéis robado!

—Ya te lo he dicho, humana, no te llevarás esto. Habéis aplazado el sueño de nuestro dios por demasiado tiempo… Cállate de una vez… —masculló entre dientes, apenas dándose cuenta de que hablaba en voz alta—. Como iba diciendo… ¿Hipólita? Pensaba que el Caballero sin Rostro se iba a encargar de mi seguridad en cuanto evitara a esa ninfa maleducada. Si el santo de Acuario regresa, ¿cómo va a protegerme Hipólita?

—¿Sneyder estuvo aquí? —preguntó Akasha.

—Según nos dijo el Segundo Hombre, sí, el santo de Acuario presintió que el inframundo y este planeta estaban muy unidos en Reina Muerte, así que congeló la isla entera. Un poco drástico, el muchacho. ¡Y no se conformó con eso! Descendió hasta aquí, a la Colina del Yomi, gracias al sentido que excede a los otros siete, accesible solo a aquellos que han conocido la muerte. ¿Y qué? ¿Sirve de algo la Octava Conciencia cuando enfrentas al río del olvido? ¡No estoy divagando, mocoso! Solo respondo a su pregunta… ¿Te parezco pesado, humana?

—Los he conocido peores —dijo Akasha, evocando a Hugin en su papel de interrogador. Al menos aquel hombre soltaba alguna información útil, como la pieza que le faltaba para resolver el puzle: Sneyder había luchado con Leteo, logrando sellarlo a costa del manto de Acuario y del recuerdo de que alguna vez tuvo lugar ese enfrentamiento—. ¿Con quién hablas, si puede saberse?

—Oh, ¿tímido ahora? Lástima, yo nunca miento, nunca jamás. Él es Tritos de Neptuno. —Con una leve inclinación, el telquín abrió lo más que pudo el ojo, un orbe amarillo hundido en un mar de piel azul, usando dos dedos. Cerca del negro iris, Akasha no tardó en detectar un brillo aguamarina—. No puede intervenir físicamente en este plano de la existencia, así que en algún espacio de su cabeza hueca, surgió la idea de que Oribarkon podía ser su recadero. ¿Qué clase de alumno utiliza de esa forma al maestro? ¿Eso es normal en tu mundo, humana?

—Tritos de Neptuno —repitió, consumida por la sorpresa… y el recuerdo—. ¿Tiene algo que ver con Caronte de Plutón?

—Los Astra Planeta. Al parecer quieren una alianza con el Santuario… Hoy en día todos quieren aliarse con el Santuario, ¿¡verdad, Segundo Hombre!? —Akasha intuyó que, al menos en aquella ocasión, no se dirigía al llamado Tritos—. Él, ese mocoso que utiliza mi mente como si fuera su propia casa, me pide que te entregue esto —señaló el ánfora de Atenea—, así como el derecho a abrirla o dejarla cerrada. Un gesto de buena voluntad, dice, pero a la vez ruega que mantengas a nuestro dios fuera de esto, si deseas salvar a la humanidad. ¿Y por qué iba yo a estar de acuerdo? Llevamos debatiendo esto por un buen rato, hasta que apareciste. 

—El Santuario jamás escuchará a Caronte o sus aliados —aseguró Akasha, más para sí que para el extrañado telquín—. No obstante, Poseidón y sus súbditos, los caballeros negros, tú… ¿Todos vivís en este mundo, cierto?

—Algunos desde antes de que la raza humana abandonara sus cuevas, sí.

—En ese caso, ¿por qué somos enemigos?

—Destruisteis nuestro hogar, matasteis a nuestras familias y sellasteis a nuestro dios.

—Lo hemos sido por mucho tiempo, incluso en tiempos recientes —prosiguió Akasha, haciendo caso omiso a la respuesta—. A finales del pasado milenio sostuvimos con Poseidón la batalla que se ha repetido desde la era mitológica. Y el día de hoy nos acercamos más a cumplir cinco siglos de lucha contra los caballeros negros. Entiendo que al principio existía una razón para estos enfrentamientos, pero no pregunto por qué fuimos enemigos, sino por qué lo somos.

Un aura dorada la envolvió mientras hablaba. Con renovadas fuerzas, levantó la mano libre del dominio que la mantuvo sometida, pero no atacó, sino que se limitó a apartar el bastón con suavidad. Serena y elegantemente, Akasha se levantó, acompañada por el sonido de algunas quebraduras y trozos de cristal chocando contra el suelo. Para entonces, el cosmos de la santa de Virgo se había extendido por toda la Colina del Yomi.

—Yo no puedo controlar todo cuanto nace en el mundo, no poseo esa clase de poder. Sin embargo, sí que puedo controlar mi propio ser. —Permitió al telquín repetir el embrujo de la otra vez, sabiendo que no funcionaría, que su cosmos no retrocedería ante aquella fuerza desconocida—. Conocerme a mí misma, cada célula, cada átomo… Sentir la energía cósmica que recorre mi cuerpo, entenderla como lo que es, parte de mí, ¿no es esa la esencia del cosmos?

—El Séptimo Sentido. ¿Tú también eres un santo de oro? Bueno, eso explica esa máscara tan impráctica… ¿Qué dices ahora? ¿Ahora le dicen santo femenino de oro? ¡Paparruchas! Le diré santa de oro y ya está. Así se hacía antes y nadie se quejaba.

—Hay algo que no comprendo: aún profesas lealtad a tu dios, Poseidón, ¿por qué te has aliado con los caballeros negros, con ese hombre? —cuestionó Akasha, dejando pasar aquel último comentario sin sentido. No pensaba ahora en Tritos de Neptuno, compañero del despreciable Caronte de Plutón, sino en Altar Negro.

—Por la caída del Santuario, evidentemente —respondió Oribarkon sin titubeos—. Para vengar al pueblo atlante, necesito demostrar que fue un error perdonar a miles por la bondad de uno solo. A través de incontables generaciones, guié a grupos de mal llamados alquimistas, parias de los Mu, en la creación de armaduras negras.

»Durante milenios actué en la sombra, hasta que me di cuenta de que esos inútiles jamás serían un problema real para el Santuario. En esa época, decidí liderarlos, con el propósito de crear un duplicado para todos los mantos sagrados. ¡Fue inútil! Aun yo, el creador de las siete escamas reales, era incapaz de replicar cualquiera de los doce mantos zodiacales, y tampoco podía copiar las características especiales de las de bronce o de plata, como la inmortalidad de la del Fénix o las incomparables cadenas de Andrómeda. Además, la gente que escogí era tan inútil, que todos acabaron encerrados en una isla y así permanecieron por quinientos años, hasta que el Segundo Hombre hizo desaparecer la Máscara de Rangda… Tritos dice que estoy divagando, ¿crees que estoy divagando, humana? Puedes ser sincera, no me enfadaré.

—Mucho —tuvo que admitir Akasha, acompañada de una respetuosa inclinación.

—Esta juventud… En resumidas cuentas, al final llegó el Segundo Hombre hablando de crear un mundo mejor, donde los justos triunfan y los malvados son castigados. Los jóvenes empezaron a ver las armaduras negras como un camino alternativo al de los santos legítimos, en lugar del símbolo del poder regalado y sin propósito que había sido hasta entonces. ¿Curioso, no? Bastó disfrazar la traición con un objetivo loable —dijo entre risas—, para lograr dividir el Santuario.

—Seguimos estando unidos —contravino Akasha—. Oro, plata, bronce y hierro.

—Mientras el Santuario cuente con los santos de oro, ningún otro ejército podrá derrotaros, es por eso que todos mis anteriores intentos fracasaron. La utopía del Segundo Hombre es eso, una utopía, algo que no existe, que solo se puede perseguir, no alcanzar. A menos, claro, que se cuente con la ayuda de un dios. Le insistí por años que lograra un acercamiento con Poseidón hasta que al fin me hizo caso. No solo eso, sino que sabía dónde estaba el ánfora de Atenea y organizó un ataque infalible. ¿Qué quieres decir con que fuiste tú quien lo organizó? ¡Ahora no te quedes callado, Tritos!

—Es suficiente —cortó Akasha, atando cabos. Dio un par de pasos hasta acercarse al telquín, paralizado ante su presencia a pesar de llegar a los dos metros de altura—. ¿Poder regalado y sin propósito? ¿Crees tener uno? ¿De verdad te sientes distinto a los caballeros negros, cuando lo que te motiva es una guerra ocurrida hace miles de años?

—Humana, tú no podrías entender…

—Entiendo que vivimos en el mismo lugar, con tierra, mar y cielo suficientes para todos. Un mundo que todavía rebosa de vida, que merece ser amado, no dañado o destruido. Un único planeta que solo necesita un ejército, uno que lo proteja estando unido. ¿Por qué santos legítimos y caballeros negros? ¿Por qué santos y marinos, para empezar? Si algo amenaza con destruir nuestro hogar, ¿qué es más coherente? ¿Seguir enfrentándonos por lo ocurrido en el pasado? ¿O unirnos y protegerlo?

—Esas palabras… —Oribarkon retrocedió por instinto, estando a solo un paso de caer por el abismo—. Es imposible… ¿¡Cuándo naciste!?

—¿Qué?—dijo Akasha, extrañada.

—¿Después de la derrota de Hades? —Ante la respuesta afirmativa de Akasha, Oribarkon abrió grandemente los ojos y dio un bastonazo contra el suelo, liberando una neblina azulada que se extendió por aquella tierra baldía, integrándose con el cosmos de Akasha. Hasta donde alcanzaba la vista, partículas doradas y azules chocaban unas contra otras, liberando una energía estática que resonaba tal que relámpagos en un cielo tormentoso—. Tú… Esa máscara… ¡Qué esconde esa máscara!

Oribarkon se acercó a Akasha con la palma abierta, creyéndola de nuevo inmovilizada. Esta, por el contrario, estaba tan en forma como el Lamento de Cocito se lo permitía. La magia del telquín era poderosa, capaz de retraer el aura de otros hasta su fuente, de tal modo que anulaba de forma temporal el cosmos del oponente. Sin embargo, el Séptimo Sentido era la vía mediante la que los santos terminaban de acceder a la fuerza infinita que el universo les legaba, ¿qué hechizo podía comparársele? Al sentir los dedos del mago sobre su máscara dorada, la reacción fue inevitable.

 

Le lanzó un puñetazo en pleno rostro, reventándoselo.

 


Editado por Rexomega, 28 junio 2020 - 18:09 .

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#152 -Felipe-

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Publicado 23 junio 2020 - 00:36

En realidad eso nos preguntamos todos. ¿Dónde están las enfermeras rusas?

 

Las interacciones entre Lesath y Emil me siguen encantando. Luego vienen Aerys, Akasha, Sneyder, Huguín (cuyo nombre aun tengo problemas para tomarme en serio), todo el mundo a hacer sus propias dinámicas hilarantes. Por cierto, que Sneyder entrenara en Alaska y no en Siberia como todos los hielines de antes me parece genial. Justo te iba a mencionar lo curioso que es que todo lo que tenga que ver con hielo siempre pasa en Siberia, y de pronto me sales con Alaska, justo cuando pensaba escribirlo. El Lamento de Cocytos realmente me aterra, y es que lo imaginé incluso, sus efectos. Y Sneyder además sabe manipular las almas, el arte secreto de solo algunos Santos. El tipo es interesante, sin duda. Demasiado para su propio bien...

 

Por experiencia sé que todos los Icario son Boyero. Eso de partida. Sin duda, Akasha y Sneyder sí son parecidos, si uno usa eso como argumento. Es normal que choque la idea, pero es verdad. Ambos son implacables en su manera de ser las cosas. Tercos incluso. Por cierto...

Falló por dos centímetros —oyó en su mente el Santo de Aries—. Laarmaduradeathenaestáenlaestatua.

Era necesario.

Pero en fin, la famosa Hipólita, tan mencionada anteriormente, me encanta. Le hace honor al nombre, desde luego. Es tremenda, y no tiene problemas interactuando con un Neptuniano que claramente no enfrenta las situaciones de la misma manera que su plutoniana contraparte. Tal como se veía venir. Estos ya tienen todo planificado, el Ánfora está donde el Santuario no tiene idea, y el mundo se puede o no ir al diablo. No sé como piensa este hombre, y cuanto le puede sacar esa mujer y sus grandes botas.

 

Sería genial ver la cara de Dante, leyendo sobre un Cerbero que pone líneas, en lugar de morir por ellas xD No se si me gusta este tipo, ni siquiera si es bueno en su trabajo. Él aumenta mi escepticismo ante la vida. Eso me agrada. Lo del letrero me hizo mucha gracia, porque lo imaginé antes, tipo "¿no sería genial si no pusiera un letrero que diga 'no pasar'?" Una cosa que me gusta mucho de tus Santos es que no son solo puñetazo y puñetazo. Tienen cosas especiales, que van más allá de solo un ataque vistoso de su constelación, sino que la representan enteramente. Las puertas del infierno, el arco de Sagitta, Nemea, el camuflaje de June, etc. En especial con los de Plata, que no podían ser más aburridos en la obra original, se agradece mucho tener estas versiones tan diversas y bien pensadas. Es increíble siquiera lograr que Ban sea mínimamente interesante, cosa que solo Omega (a medias) logró. Eso sin contar los demás personajes, los originales, muy lejos de simples clichés. Sorpresivo ver por primera vez a los leones de Atenea juntos. Aún más sorpresivo ver a la Santo de Leo, tan temible, peligrosa, calculadora y conocedora de la psiquis humana. Todavía más sorpresivo es que Ban sepa de esas cosas también. Incluso más sorpresivo... saber que de los 12, 4 son mujeres. ¿Lo más sorpresivo? Que al parecer los doce estén completos. A ver, si no me falla la memoria, son Lucile, Akasha, Arthur (de quien aun quiero saber más), Sneyder, Cáncer (cuyo nombre ahora mismo no recuerdo), Shaula (supongo), y solo esos, ¿no?

En otro orden de cosas, ¿nadie se molestó en reparar la jod*da vidriera en tantos años? Necesitan constructores asgardianos urgentemente.

 

La clásica plática sobre la realidad y los sueños, entre Lucile y Tritos, cuyas apariciones no las puedo ver venir, es muy impredecible. Una humana de Mu muy, pero muy peligrosa, y un dios muy, pero que muy molesto. No que me caiga mal, es molesto en el sentido literal, y siempre me ha agradado por eso. Es muy diferente a Caronte, y se representa muy bien la idea de que lo que es normal para nosotros, es creación para su raza; por otro lado, lo que es normal para ellos es para los humanos un acto de dios, o al menos de un hechicero. A eso me refiero con que es molesto, porque es consciente de ello y lo usa constantemente. El tipo usa ilusiones, pero dado que no lo son para él, y que maneja la creación, pues son realidad. Pero luego, si todo es realidad si la gente lo considera así, ¿pueden existir las ilusiones?

Para evitar complicarme, diré que me encanta que se den puñetazos en un avión. En un avión real. Con puños de verdad, Tritos. Sí, esos puños.

 

Y ahora Hipólita. La que Ban logró... ejem, cortejar, y eso es lo que cuenta. Para él. Para ella, lo que cuenta es que, y lo sigo diciendo, es tremenda. Aunque harto mal lo ha pasado, pero le es difícil dejar el pasado atrás, así como olvidar al imbécil de Jaki. Akasha al fin hace algo medio activo después de ser la healer y comentarista oficial de todo el mundo. Y, lo siento, ambas Hipólita y Akasha, pero como siempre digo, no hay sentido en buscar explicación a la ley de la máscara. Ninguna sirve.

El pobre Huguín sigue y sigue escapando a la muerte como un campeón jaja Me agrada.

Ah, ahí está Cáncer, sabía que había salido en alguna parte. Nimrod. Y luego tenemos al mago, que parece hablar con la nada, y que tiene a Akasha poniendo escudos como si se le fuera la vida en ello. Tal vez debió irse a la división draconiana, digo yo. Pero bueno, toda la plática no solo es genuinamente interesante, sino que da tanto respuestas (por ejemplo, por qué diablos Sneyder anda sin uniforme, y el misterioso, oscuro, tradicionalista y muy gruñón creador de tanto las Escamas como las armaduras negras) y preguntas, como quién es el Segundo Hombre, qué tan viejo es este gruñón, y QUIÉN ES REALMENTE AKASHA, esta niña, mezcla entre Saori y una hippie (o bueno, serían la misma cosa), que está con nosotros desde el inicio, y que de alguna parte vino. Ok, eso me dejó hypeado.

 

Algunas cosillas:

 

calculaba cada movimiento, tratando de que su enemigo se ponga por sí solo a su merced.

 

Miró hacia donde estaban los santos, cerciorándose de que no habían sido alanzados

 

Para entonces, cosmos de la santa de Virgo se había extendido por toda la Colina del Yomi.

 

Ahora que hay dos leones juntos, quiero a Hipólita con ellos para tener el pack completo.

Al fin terminé con los cinco capítulos!

Buenísimos!

 

Saludos!


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Publicado 28 junio 2020 - 16:03

Capítulo 31. Oribarkon
 
Hugin perdió dientes, es un lástima que en el Santuario no creo que den Plan Dental (Hugin necesita prótesis - referencia Simpsons)
 
Pues al fin la afamada Hipolita está ante tantos santos de plata que... Si batallan con esta villana de arco, no imagino los líos que provocará un Astral peleando jaja "los verdaderos" villanos del fic.
Ay Akasha, en serio podría evitarnos una pelea larga pero no, prefiere la compasión y esas cosas jajaja, un día le irá mal.
 
Groso Sneyder que logró sellar por un tiempo a un río del inframundo en la misma colina del Yomi teniendo el 8vo sentido XD (que solo sirve para ir de turista libre al infierno, supongo)
 
Y aparece Oribarkon del Crepúsculo, y con él se completa el TOP 5 de mis personajes favoritos de todo este fanfic.
1) Azrael
2) Sneyder
3) Makoto
4) Oribarkon
5) Akasha
Aún faltan muchísimos otros  personajes que faltan por aparecer, pero sin duda ellos son mis favs.
 
 
"—En ese caso, ¿por qué somos enemigos?
—Destruisteis nuestro hogar, matasteis a nuestras familias y sellasteis a nuestro dios."
UUUH, eso debió dolor, jaja.
 
La aparición de Oribarkon dio mucha información buena y que se agradece, mas Akasha ya se impacientó y parece lista para darle una lección.
 
PD. Buen cap, sigue así x3

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#154 Rexomega

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Publicado 29 junio 2020 - 07:00

Saludos

 

¡Buen review, sigue así!

 

Felipe

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Spoiler

 

***

 

Capítulo 32. Gloria de Hera

 

El cosmos de Hugin iluminó la isla, cegando a Makoto y Mera. Por varios segundos se escucharon graznidos, aleteos y picotazos en todas direcciones, hasta que una lluvia de haces oscuros quebró la cortina de luz.

—Buen intento.

Hipólita estaba a pocos pasos, intacta; no quedaba ni rastro de las criaturas que habían surgido del manto de Hugin, a partir de lo que aparentaba ser su cuerpo. El manto, piezas de metal esparcidas por la helada costa de Reina Muerte, regresó a su forma de tótem: un cuervo de metal, con una vistosa grieta en el pecho.

Al no sentir la presencia de Hugin, Makoto se lanzó al ataque sin dudar. Escuchó una advertencia en su mente, pero al tratar de retroceder, el santo de Mosca dejó abiertas sus defensas, siendo enviado al suelo de una simple patada. Antes de que se pudiera levantar, Hipólita lo pisó, sometiéndolo a una presión que no creía posible.

—Esto, por el contrario, no lo ha sido. —Con el ojo puesto en el indefenso Makoto, detuvo sin problemas la patada de Mera—. Ni esto. ¡Es penoso!

Tal y como había hecho con Hugin en el aire, Hipólita agarró a Mera y la arrojó contra el cuerpo de Makoto, que ya se levantaba, mandándolos a ambos contra la orilla. Los santos de plata no tardaron en incorporarse, sin daños visibles. Divertida ante el ceño fruncido de Makoto, Hipólita les bajó el dedo del pulgar. Mera debió presionar el hombro de su compañero para que no se precipitara de nuevo. 

—Siempre fuiste escurridizo, Hugin. ¿Aparecerás antes, o después que rompa a estos de nuevo? —preguntó Hipólita a los cielos.

No soy de los que confunden valentía con temeridad, ¡y el Makoto de otros tiempos tampoco! —contestó Hugin, resonando su voz en todo el lugar—. Allá arriba recibí demasiados golpes, así que necesitaba distraerla mientras preparaba algo digno de usted, quien pudo haber sido la guerrera más fuerte del mundo. ¡Los pasos que usted retrocedió, nosotros los hemos dado hacia delante, y aquí está la prueba!

Como en las ocasiones anteriores, del cosmos de Hugin se hizo presente en las alturas y de él emergieron cuervos negros, solo que en aquella ocasión eran miles, demasiados para ser contados. En un instante, la isla se vio rodeada por aquellas aves, desde el mar calmo, hasta el firmamento sobre la Montaña de Fuego. El simple sonido que aquella insólita bandada generaba era desgarrador.  

Sin previo aviso, los cuervos aletearon y diez mil plumas empezaron a caer sobre Reina Muerte. Makoto y Mera no dudaron, entendiendo que aquel era el mejor momento para atacar. Los santos de plata corrieron hacia los flancos de Águila Negra. Tal fue su velocidad que para ellos los proyectiles supersónicos caían con insólita lentitud.

De nuevo, a Hipólita no le costó frenar el ataque de Makoto; la mano extendida del santo de Mosca apenas le rozó el cuello. Sin embargo, apenas llegó a bloquear el puñetazo de Mera interponiendo su antebrazo. No hubo temblores ni ondas de choque, sino que toda la energía del golpe se concentró en la protección de Águila Negra. Hipólita quiso repetir la táctica anterior, lanzando al santo contra su compañera, pero fue inútil: Mera lo esquivó, y Makoto recuperó el equilibrio antes de caer al suelo.

De ese modo continuó la batalla por un segundo eterno. Los santos de Mosca y Lebreles atacaban una y otra vez, mientras que Hipólita se limitaba a la defensa. Tanto Makoto como Mera intuían que le pasaba algo, pero no podían determinar qué.

Durante el tercer choque, una de las plumas enviadas por la infinidad de cuervos cayó a una velocidad diez veces mayor, rozando la hombrera de Hipólita. Así ocurrió con otras más, permitiendo a Mera y Makoto conectar algunos golpes. Era curioso: para el resto del mundo, aquel tiempo no superaría los cinco segundos, mientras que para ellos era una cuestión de vida y muerte, de sobreesfuerzo; un vivo ejemplo de que un combate entre santo podía ser tanto el más corto, como el más largo que dos hombres podían sostener, siendo la Batalla de los Mil Días el más vivo ejemplo de aquello.

La séptima vez que Makoto y Mera coincidieron fue la última, un punto en el que Hipólita previó qué plumas caerían con mayor rapidez que el resto. Entendiendo aquello, a Águila Negra le bastaba una explosión de velocidad en el momento justo, si bien eso parecía causarle dolor. Para seguir el ritmo a su rival, Mera debió moverse y atacar más rápido, dejando imágenes residuales por doquier.

 

Molesto y admirado a partes iguales, el santo de Mosca contempló la lucha de las poderosas guerreras. A pesar de sus reflejos, dignos de un santo de plata, Makoto era incapaz de seguir los movimientos de tamaños combatientes, quedándose con la impresión de que no luchaban solo dos personas, sin dos batallones.

En diversos puntos de la isla, Mera e Hipólita intercambiaban golpes y contragolpes, y la estratagema de Hugin había pasado a segundo plano. El santo de Cuervo trataba de romper el empate incrementando el número de plumas que caían a mayor velocidad, pero aquello ya no tenía importancia; las decisiones de Hugin eran demasiado predecibles para la intuición de Águila Negra. Makoto estaba en las mismas, reducido a ser un mero espectador, así que decidió relajarse. Fue un simple parpadeo, un instante en el que descansó sus sentidos, pero al abrir sus ojos, todo había cambiado. 

Las plumas que aún no habían llegado a su destino, cayeron dejando cráteres en el hielo. El terreno de Reina Muerte parecía el resultado de una lluvia de meteoritos, solo quedando intacto el volcán. Makoto no pudo esquivar todas las que le cayeron encima, pegándosele al cuerpo y añadiéndole suficiente peso como para inmovilizarlo. Mientras se libraba de aquel molesto plumaje, miró en derredor en busca de las guerreras.

—Los fracasos reiterados no pueden ser considerados buenos intentos, ¿sabéis?

Estaban situadas donde había empezado todo, con Mera sosteniéndose la garganta frente a una Hipólita que no le dejaba descanso. Atacando de frente, a la espalda o a los flancos, Águila Negra dominaba la batalla por completo. Makoto podía entenderlo con un solo vistazo, así que corrió hacia Hipólita a toda velocidad, chocando con una simple imagen de la mujer. Giró raudo, lanzando un puñetazo por simple intuición.

—El pequeño Makoto, fiel amante del suelo ateniense, en verdad ha crecido —musitó Hipólita. En la mejilla izquierda, las vendas se empaparon de unas gotas de sangre.

—Te estás repitiendo —tartamudeó Makoto. Hipólita estaba demasiado cerca, tanto que podía sentir su aliento. Solo el miedo que le provocaba ver sobre sus hombros el cuerpo de Mera, impedía que la nostalgia lo embargara.

—Siempre quejándote de algo, siempre.

Hipólita se acercó. Makoto, paralizado, tardó en reaccionar. Cuando quiso moverse, sin decidir si quería atacar o huir, no pudo, una fuerza invisible había tomado el control de todos los músculos de su cuerpo. Consumido por el dolor que aquello le provocaba, gritó a los cielos, donde miles y miles de cuervos picoteaban y rasgaban un campo de fuerza color rosado. El único ojo de Hipólita brillaba con intensidad.

—Prefiero aprender de mil fracasos, que confiarme de mil victorias.

Con su destacada rapidez, Mera rodeó el cuello de Hipólita con uno de sus brazos. El cosmos flameante de la santa de plata bloqueó la luz rosada, anulando los poderes psíquicos de Águila Negra. Makoto estuvo a punto de dejarse caer, libre de las ataduras, pero se repuso enseguida. Extendió los dedos de cada mano, dispuesto a ejecutar la técnica por la que alguna vez fue reconocido: el Asedio del Señor de las Moscas

Hipólita, previendo la intención de Makoto, le dio una rápida patada, alejándolo del combate. Mera trató de romperle el cuello, destinando buena parte de su cosmos al brazo, hinchado y venoso. Águila Negra se limitó a bajar la cabeza y un cosmos negro nació entre el aura flamígera de la santa de plata. De manera insólita, el brazal del manto de Lebreles cedió antes que el cuello de Hipólita, quien no dudó en aprovechar el desconcierto de su rival para apartarla de un codazo.

—No has necesitado mil victorias para confiarte

Un millar de golpes acertaron sobre la imagen residual de Hipólita, quien respondió el enésimo intento de Makoto de un manotazo. El santo de Mosca se sostuvo del brazo de su enemiga para mantenerse de pie, desplegando su cosmos en una patada contra el abdomen de Águila Negra, sin lograr moverla ni un centímetro.

Antes de que Makoto pudiera alejarse y pensar en una mejor táctica, Hipólita le enterró la cabeza en el hielo, colocando su pie encima para impedir que se levantara. 

—El poder de los santos se basa en la destrucción de los átomos que componen toda materia. ¿Habéis olvidado algo tan básico? Debería avergonzaros que mi armadura negra siga intacta, mientras que vuestros mantos de plata… —Hipólita miró el agrietado casco de Mosca, a un par de metros del santo, y luego a Mera, bajo cuyo agrietado brazal podía verse la bronceada piel, con varias magulladuras.

Quiso seguir hablando, pero algo la detuvo. Lo único que Mera pudo notar, fue que cerró su único ojo sano. El campo de fuerza que Hipólita colocó alrededor de la isla se deshizo, dejando entrar a los cuervos de Hugin, aves hechas de cosmos que existían con un único objetivo: Águila Negra. Aunque Lebreles interpretó aquello como un momento idóneo para atacar, decidió no hacerlo, recordando cada uno de sus anteriores intentos.

Un instante después, Mera podía agradecer su buen juicio. Los cuervos de Hugin caían sobre Hipólita como un tornado que ahogaba la luz del sol, y aun así ninguno llegó a siquiera rozarla, repelidos por un torrente de cosmos tan oscuro como lo eran ellos. El intercambio de fuerzas hacía temblar la isla entera. El mar, antes tranquilo, golpeaba la tierra helada con olas cada vez más grandes.

 

Hipólita debió ceder un par de metros, momento que aprovechó Makoto para alejarse. Posicionado al lado de su compañera, pudo volver a contemplar el terrible poder de los Meteoros Negros: cien mil haces deshicieron la bandada sobrenatural por completo, permitiendo que la luz volviera a Reina Muerte. Cuando Hipólita miró a los santos de Mosca y Lebreles, su rostro iluminado casi pareció heroico.

No podremos ganar si seguimos así, debemos atacar a la vez, sincronizarnos —dijo Mera, iniciando una conversación telepática.  

Te escucho. Aunque si te soy sincero, sois demasiado rápidas para mí.

Eres lento, pero contundente. Tus golpes pueden causar un daño que yo soy incapaz de provocar. Si consiguiera ofrecerte una apertura…

Eso no tiene sentido —interrumpió Makoto—. Siendo más rápida que yo, ¿no serían tus golpes más potentes? 

La fuerza bruta no es tan importante cuando dos santos se enfrentan. Es como dijo Hipólita: se trata de romper los átomos, de enfocar toda nuestra energía cósmica en esa tarea. Tanto Hipólita como yo imbuimos el cuerpo con cosmos a partes iguales, aumentamos al máximo nuestras capacidades físicas, a diferencia de lo que hacen santos como Cuervo, Perseo o Can Mayor.  

La Doctrina de Zaon. El combate mediante un eidolon.

Exacto. En tu caso, concentras tu cosmos en los dedos porque son tu principal arma: ¿puntos cósmicos, no? —Makoto asintió—. Es un estilo de combate que requiere atacar rápido, así que solo piensas en eso, y no en desplazarte a gran velocidad como lo hago yo. No estás tan bien protegido como nosotras, ni puedes seguirnos el ritmo, pero si acertaras a Hipólita…

Si golpeo todos los puntos cósmicos de la constelación bajo la que nació, podremos llevarla al Santuario con vida. Es lo que he intentado hacer todo este tiempo, pero es demasiado rápida. ¡Y debo acertar todos los puntos a la vez, sin que se mueva!

Solo debes esperar el momento oportuno, yo lo crearé. ¿Puedo iniciar un enlace?

Hace muchos años que…. Bueno, hazlo.

Enlace. El medio por el que dos o más mentes podían conectarse entre sí, de modo que la información que cada uno captara a través de sus sentidos, llegaba a todos los que estuvieran enlazados. Durante la invasión del Santuario, aquella técnica volvió a utilizarse tras siglos de desuso, y en los trece años que sucedieron a la invasión, Kiki se había asegurado de que la mayor parte de los santos supieran al menos crear un enlace básico para dos. Makoto no era de los que sabía, pero Mera sí.

—Empiezo a aburrirme —dijo Hipólita. Su único ojo volvía a brillar con aquel peculiar color rosado—. Si no tenéis nada más que ofrecer…

Águila Negra dio una patada alta contra Mera, impactando sobre un cuerpo que desapareció al instante. Al mirar en derredor, Hipólita se vio rodeada por un ejército de santas de Lebreles, todas idénticas entre sí.

Los trucos de velocidad no funcionan con gente más rápida que tú —pensó Makoto, sabiendo que Mera podría escucharlo mediante el enlace.

No es un truco —replicó Mera—. ¡Es la Legión de Fantasmas!

A pesar de sus palabras, parecía que Mera estaba usando la misma estrategia de antes. Incontables imágenes de ella golpeaban simultáneamente a Hipólita, quien bloqueaba todos y cada uno de los ataques sin tener que cambiar de posición. En ocasiones, Águila Negra contraatacaba, enterrando el puño sobre lo que Makoto percibía como ilusiones, simple resultado de un truco de velocidad.

Eres un santo de plata. Analiza la situación —ordenó Mera, dirigiéndose a la mente de Makoto sin bajar el rendimiento en la batalla.

El santo de Mosca trató de fijarse mejor, recordándose que Hipólita ya había superado a Mera en una lucha basada en pura velocidad. Tardó poco en entender la diferencia entre aquello y la técnica que Lebreles estaba ejecutando.

Cosmos —pensó Makoto—. Hay cosmos en esas imágenes. ¿Es que puedes clonarte? No, no es eso…

Detectaba diversas energías cósmicas en torno a Hipólita, pero a cada segundo que pasaba desaparecían para ser sustituidas por otras. El común denominador era que todo aquel cosmos era idéntico, era el de Mera de Lebreles, la santa que atacaba a Hipólita como un verdadero ejército de una sola mujer.

Detiene todos tus golpes… ¿Cómo es posible?

Es más rápida que yo, mucho más rápida. Sin la ayuda de Icario, ni siquiera la Legión de Fantasmas serviría.

Sonaba a exageración. El ratio entre los contraataques de Hipólita y los golpes que bloqueaba favorecía a Mera; a ojos de Makoto, Águila Negra debía llegar a su límite para defenderse de Lebreles. Para entender la verdad tras las palabras de su compañera, Makoto debió tratar de atacar a Hipólita. Falló, las guerreras desplazaron su combate a una posición cercana sin prestarle la más mínima atención, y el santo de Mosca entendió lo grande que era la diferencia que las separaba.

Lees la mente —analizó Makoto. Dado que temía distraer a Mera, trataba de encontrar la manera más resumida de hacerse entender—. ¿Puedes predecir sus movimientos y aun así eres incapaz de superar sus defensas?

La santa de Lebreles le respondió a través del enlace, invitándole a percibir el combate a través de ella. Mera, como tantos de sus predecesores, podía leer la mente de sus enemigos, y de ese modo contrarrestar sus estrategias. Sin embargo, la mayor parte de un combate entre santos quedaba en manos de la intuición, del sexto sentido que todos los que utilizaban el cosmos despertaban en mayor o menor grado. El número de movimientos que Mera podía discernir en la mente de Hipólita era reducido; ideas fugaces sobre lo que debía hacer a medio o largo plazo.

Y en cuestión de poder, la diferencia era todavía mayor que la distancia entre velocidades. Hipólita podía dañar sus mantos de plata con pocos golpes, mientras que los incontables ataques de Mera, aun con la Legión de Fantasmas, ni siquiera habían agrietado la armadura negra de Águila. ¿La razón? Makoto solo podía pensar en el cosmos. La energía que emanaba de Hipólita era tan intensa, que reducía a cero el daño que Mera trataba de infringir en su enemiga.

Lo único que separaba a Lebreles de una derrota segura, era su técnica. Hipólita era asediada por un ejército de hábiles y rápidas guerreras. Todas menos una eran simples fantasmas, rastros del cosmos que Mera dejaba en los puntos en los que había estado. No solo captaban parte de la atención de Hipólita, sino que al recibir cualquier ataque, desaparecían sin que Mera recibiera daño alguno. Por el contrario, cada vez que los fantasmas acertaban un golpe, causaban daño, pues eran constructos de puro cosmos.

Entiendo lo que pretendes. Estoy listo —afirmó Makoto, lleno de decisión.

Reaccionando a la declaración de Makoto, el pequeño ejército actuó en consecuencia. Mientras varios fantasmas rodeaban a Hipólita, atacándola sin dejar lugar al descanso o a una pronta respuesta, otros dieron tremendas patadas contra la helada superficie del lugar. En una fracción de segundo, Hipólita y la Legión de Fantasmas estuvieron sobre un suelo que acababa de desaparecer. Makoto no dudó que era el momento.

Como en ocasiones anteriores, el aura de Hipólita se elevó como una torre de sombras, precedente de sus Meteoros Negros. En ese punto, dejaba de potenciar fuerza y velocidad con su energía cósmica, pero solo por un breve instante.

Makoto corrió todo lo que pudo, pero sin la ayuda de Mera habría sido interceptado. Cuando se encontraba a medio camino, la Legión de Fantasmas se había aferrado a Hipólita. ¿Podían hacerlo hasta que él llegase, o el temible cosmos de Águila Negra los rechazaría antes? Makoto evitó cuestionarse aquello, y cuando llegó ante Hipólita, se limitó a ejecutar su técnica más rápido que nunca, asumiendo que la suerte seguía de su lado. Contra todo pronóstico, así ocurrió.

Uno a uno, Makoto golpeó los puntos cósmicos de Hipólita, dibujando la constelación de Águila sobre su cuerpo. La milenaria técnica debía ejecutarse lo bastante rápido como para cerrar todos los puntos a la vez, y además, el margen de error era tan pequeño, que no debía permitirse que el objetivo se moviera. Aquellas condiciones, dado el estilo de combate de su adversaria, solo podían completarse en el momento en que lanzaba sus Meteoros Negros. En aquel instante, alcanzarla suponía superar su descomunal cosmos, algo fuera del alcance de la mayoría de los santos de plata.

 

Tu fama era merecida, Makoto —elogió Mera, todavía protegida por el castigado manto de Lebreles. Volvía a ser solo una persona.

El Asedio del Señor de las Moscas se basaba en los puntos cósmicos, que en el pasado habían sido utilizados para la curación. La técnica tenía dos particularidades: en primer lugar, que su función pasaba a ser ofensiva, destinada a incapacitar temporalmente al objetivo. Segundo, que Makoto golpeaba dos veces el mismo punto: con una mano absorbía una parte del cosmos de su enemigo, transmitiendo de inmediato esa energía a la otra mano. De ese modo, el golpe definitivo no solo crecía en potencia, sino que ignoraba la protección del aura del enemigo.

«Parece que mi mach 50 supera a tu mach 20, Mosca —había dicho Emil en aquella inútil conversación que tuvieron en el barco, rodeados de sirenas. En ese momento había tenido que ir más allá de todo eso. Hipólita era un enemigo al que ni siquiera el santo de Flecha podría acertar en condiciones normales.»

—Rapidez, la clave es la… 

Las palabras de Makoto se deshicieron en un gemido de dolor. Mientras apartaba la mano, que todavía apuntaba al último de los puntos cósmicos de Hipólita, esta la había agarrado, apretándola hasta romperle los dedos. Los fragmentos del destrozado guantelete cayeron sobre el suelo, teñidos de sangre.

—Qué error más estúpido. —Hipólita apretó aún más la mano de Makoto. Se escuchó un crujido al tiempo que el santo caía de rodillas—. Yo no nací bajo la constelación de Águila. ¡Sigues siendo el mismo niño impulsivo!

El santo de Mosca quiso responder, levantarse, seguir luchando… Pero todos sus esfuerzos eran anulados por un dolor que no hacía más que incrementarse. Pudo imaginar que se trataba de los poderes psíquicos de Hipólita, pues su único ojo brillaba con la intensidad única de los momentos en que recurría a aquella fuerza. La vista se le nublaba, y a través del sexto sentido notaba el peligro que representaba el incremento en el cosmos de aquella temible guerrera. Sin embargo, no podía moverse.

Cuando Makoto abrió los ojos, sorprendido por el estruendo, se encontró apoyándose en Mera. Donde antes se encontraba, ahora había un cráter que se extendía hasta la orilla, llenándose del agua del mar. Hipólita caminaba hacia ellos sin prisas, y aunque Makoto sabía que acababa de acertarle varios golpes —eran visibles los huecos en la armadura, dibujando la constelación de Águila—, sentía su final en aquel lento avance.

—Somos santos de Atenea. No tenemos derecho a rendirnos.

«Me está leyendo la mente… —pensó Makoto a la vez que la vergüenza le pintaba el rostro. Solo entonces se percató de que el manto de Lebreles se había fragmentado a la altura del abdomen, con sendas gotas de sangre cayendo por los huecos—. La grieta en la tierra fue un efecto secundario, Mera recibió el ataque de Hipólita… ¡Maldita sea!».

—Si descuento a vuestros héroes durmientes, los mantos de bronce son como el cristal para mí. No me explico cómo el Santuario permite que semejante lastre siga ensuciando con su debilidad el nombre de la diosa de la guerra —decía Hipólita, acercándose con cortos pasos—. Los mantos de plata me ofrecen algo más de resistencia, pero solo un poco… —Tronó los nudillos, satisfecha con la desesperación que leía en la cara de Makoto—. Fuiste insensata al medir la cantidad de golpes que recibiste mientras usabas esa técnica, Mera. Bueno, todos lo habéis sido, en realidad —Sonrió.

 

Pft, ¿me pone en el mismo lugar que estos dos?  —cuestionó Hugin, cuya voz volvía a surgir de los cielos—. Siento no ser un bruto que pega muy rápido, mis habilidades son un poco más complejas que las vuestras, así que requieren cierta preparación, je. Pista para los insensatos de los que hablaba, señora Hipólita: ¡miren hacia abajo!

Lo hicieron, encontrándose con la superficie llena de cráteres. Todavía quedaba hielo en la isla, y de él manaba un cosmos distinto del de todos los presentes. Más frío, más poderoso. Con la celeridad del relámpago, aquella fuerza gélida cubrió la pierna derecha de Hipólita, congelándola sin que esta pudiera siquiera reaccionar..

No me confundan con mi predecesor, por favor. Mis cuervos no son simples aves que te pican y arañan, son manifestaciones de mis poderes psíquicos. Genuinos,  aclaro. ¿Ese ojo no está de adorno, verdad, señora Hipólita? Je, me reservo mis sospechas. 

»Mis poderes no se limitan a energizar plumas para hacerlas más pesadas, o crear cuchillas de aire con movimientos hipersónicos. Yo, como todos los santos a lo largo de la Historia, puedo interactuar con los átomos gracias a mi poder. Introduzco uno de mis cuervos en una piedra, y puedo transformarla en lo que se me antoje. Envío a un cuervo a un cuerpo humano, y puedo eliminarlo desde el interior, o curarlo, si ese es mi deseo. ¿Qué pasa cuando son miles de cuervos adentrándose en esta pequeña isla?

—Hablas demasiado. —Hipólita no se permitía mostrar signos de debilidad, a pesar de las circunstancias—. Si controlas toda la isla, simplemente la destruiré.

Podría, sí, podría. Como rompió al santo de Can Menor, el muchacho de la división Fénix al que no vemos desde hace días. Eso es lo que saco de su reciente comentario sobre la fragilidad del manto de bronce. ¿Qué opina de eso, señora Bianca?

Una sombra reptó por el suelo de Reina Muerte, alzándose como un inmenso can hecho de oscuridad. En condiciones normales, Hipólita habría podido esquivarlo, pero el hielo le impedía moverse, provocándole un sentimiento de impotencia que pareció alimentar a la criatura. Los blancos dientes de la bestia se clavaron en el torso de Águila Negra, resquebrajando su armadura, dañando su alma. Hipólita se arqueó cuanto pudo, vomitando sangre sobre el pelaje de la perra.

Parece que a la señora Bianca no le gusta que se burle de su hermano pequeño. ¿Me dirá dónde se encuentra? Si no lo ha matado, quizá pueda convencer a Bianca de que la suelte. Pero aun así… ¿El Santuario perdonará sus faltas? Je, je, yo no apostaría por eso. La palabra de Akasha ya no tiene ningún valor para el Sumo Sacerdote.

—Hugin, ¿dónde estás, cobarde?

La intervención de su compañero, tan repentina y eficaz, había dejado en shock a Makoto. Luego estuvo tratando de detectar su presencia por todos los medios que tenía a su alcance, sin éxito. La voz de Hugin recorría toda la isla, pero el origen no era claro.

—¿Yo, un cobarde? Para nada, Makoto, solo soy práctico.

El santo, esbelto y flaco, apareció al lado de su armadura, que seguía en forma de tótem. Su rostro no estaba tan castigado como el de la ilusión que había empleado para engañar a Hipólita al inicio de aquel combate en tierra, pero tenía algunos moratones por todo el pecho lampiño, así como en los brazos, que mantenía cruzados. Solo llevaba unos pantalones blancos, y de la espalda surgían dos alas de plumaje oscuro. Hugin sonrió a sus compañeros, mostrando la dentadura intacta.

—Hay mil y una maneras de hacer la guerra. Yo escojo la que se adecúa a mis capacidades. —Sin esperar a que Makoto o Mera replicaran, Hugin volvió su rostro a Hipólita, severo—. Ha perdido. No porque sea mujer; nuestra generación cuenta con cinco santas de oro, si cuento a la exiliada de Virgo. Tampoco se trata de que mostrara su rostro. No, la razón es la misma que con todos los caballeros negros que han caído bajo nuestras manos: los traidores a Atenea jamás serán bendecidos por la Victoria.

—Voy a romperlo.

—Je, je. ¿Perdón? ¿Qué va a romper? Más bien debería aceptar la derrota y…

—Voy a romper tu ego, Hugin. ¡Volveré a ver tus lágrimas de débil niño! Que los dioses sean testigos de mis palabras.

Hipólita alzó su cosmos, y ni la pierna congelada, ni la perra oscura que seguía aferrada a su cuerpo, reducían la sobrehumana determinación que se leía en su rostro sonriente. Ante el brillo mortal de su único ojo, Makoto y Mera volvieron a prepararse para la batalla, a diferencia del confiado Hugin. 


Editado por Rexomega, 29 junio 2020 - 07:00 .

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#155 -Felipe-

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Publicado 29 junio 2020 - 12:50

La pelea es sensacional, e incluye todo lo que es necesario en una batalla entre Santos. Descripción del brevísimo tiempo que transcurre, imágenes residuales, enterrar cabezas en el suelo con las botas (esto es fundamental. Para eso los Santos siempre llevan yelmo, no?.... No?), bravuconadas verbales, muchísimo movimiento (aunque en esto creo que superaste varias de las batallas de la franquicia, aquí realmente están usando el cuerpo, y eso siempre es de agradecer), y cuervos que, como las rosas demoníacas, pueden o no ser reales. Bueno, sé que aquí son de Cosmos, ¿pero Hugin tiene cuervos de verdad también? ¿Tipo mascotas? En cualquier caso, ¡aplausos!

 

Eso no tiene sentido —interrumpió Makoto—. Siendo más rápida que yo, ¿no serían tus golpes más potentes? 

 

¿No nos preguntamos todos eso, Makoto? ...La respuesta es no. ¿No entiendes cómo funciona la especialización, sin la cual, solo tendríamos tipos musculosos buenos para todo? No. Necesitamos tipos rápidos, como los Sabuesos, tipos fuertes, como los Heracles (¿o Águila?), tipos defensivos como los Virgo, tipos elementales, como los hielines, y tipos especiales como los Cuervos. Es la clase básica del shonen, por eso nunca pudiste meterle un gol a Akira.

 

Apreciemos lo maravilloso que es que los Santos puedan iniciar llamadas por Zoom personalizadas, en especial en estos tiempos difíciles. Y es bueno además porque la telepatía siempre ha sido una herramienta presente, pero nunca muy explicada ni usada, en la franquicia. Es genial tomarse el tiempo para explicar eso y otros detalles del combate entre Santos.

 

Y justo iba a decir que a veces me confundía porque siempre imaginaba a Hipólita como Heracles, y no como Águila, y que a veces se me olvidaba que no había una persona extra o Mera cambiaba de constelación, sino que siempre describías a Hipólita como Águila y no Herackles (como corresponde), y de repente me entero que son Makoto y Mera los que están cometiendo el error. Era la tragedia que se veía venir, pero que no deja de sorprender. Bobo Makoto, tu técnica es sensacional, y está muy bien descrita (y con una gran referencia de por medio, como es la costumbre), pero sigues siendo peor delantero que Mimiko. Por cierto, ¿cuál fue la razón de no hacer de Hipólita Heracles negro, por ejemplo? ¿Fue producto del azar?

 

Y luego tenemos al buen Cuervo, que se gasta como 10 gargantas en su arrogancia, y me hubiera encantado que tuviera el efecto deseado. Pero no. Se están enfrentando a un monstruo... y no se por qué, imagino que porque me gusta mucho, pero estoy hinchando por la increíble Águila Negra del nombre majestuoso. Una verdadera reina, a quien quizás ya debería el Santuario pensarse en ascender.

 

Gran capítulos, saludos!


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Publicado 03 julio 2020 - 23:18

Capítulo 32: ¿Arriba el matriarcado?
 
Porque nos conocemos por años sabes que las "mujeres poderosas" y yo ya no nos llevamos por la excesiva prost--- digo, explotación que Hollywood y el mundo ha hecho con ellas, y me causan mucha, pero mucha comezón, por lo que Hipolita no es la excepción jaja (Nada personal Hipolita, sólo nos conocimos en tiempos desfavorables)
Pero en este fic tuve que acostumbrarme y aguantarme ya que Hipolita no es la única ni la última que hará estas cosas... por lo que aquí vamos...
 
Pues tenemos a Hipolita quien pelea bien contra una party balanceada con Makoto (El de STR), Mera (DEX) y Hugin (INT), toda una tanque que aparte tiene el EFECTO NEGATIVO de que su armadura esta siendo "poseída" por Icario desde lejos.
 
Lo del Enlace es un buen truco, me agrada.
 
He leído muchas veces ya el "error" de Makoto sobre la constelación de Hipolita y sigue causándome gracia e indignación, jaja no puede ser que en serio haya pasado, pero pasó, porque pues la batalla tenía que alargarse más, supongo.
Y pues apareció Bianca en la batalla, que al fin logró hacer vomitar a Hipolita cuando menos jaja, volviéndose un 4 vs 1 ante el que Hipolita está bien cabreada con Hugin XD
 
Me gustó que el cap fuera de acción, se sintió corto pero pasaron muchas cosas que no lo volvieron para nada aburrido. Todo muy dinámico y fácil de entender, algo que se agradece mucho.
Habrá que ver cómo termina todo esto.
 
PD. Buen cap, sigue así x3

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#157 Rexomega

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Publicado 06 julio 2020 - 08:05

Saludos

 

¡Buen review, sigue así!

 

Felipe

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***

 

Capítulo 33. El mago y la doncella

 

El cosmos de Akasha cubría la infame Colina del Yomi, oponiendo al sinfín de destellos azules, fruto de la magia del telquín Oribarkon, un resplandor solar. Para el ojo inexperto, la victoria de la santa de Virgo sería clara, pues del oleaje inicial tan solo quedaban pequeños puntos demasiado dispersos como para presentar batalla.

—Detenlo —ordenó Akasha, quien era capaz de percibir movimiento en aquellos puntos en apariencia estáticos. Así como los gusanos avanzaban bajo tierra, la magia del telquín escarbaba en su cosmos manifiesto, contrayéndolo.

—No sabía de ese asunto de la máscara —juró el telquín por enésima vez, con cierto hastío. Akasha lo mantenía paralizado sobre el abismo, con los brazos extendidos para que sus palmas quedaran al descubierto, y el bastón, que parecía apreciar más que su propia vida, a cien metros de distancia—. Eso, si esa ley es verdadera y no te la has inventado para proteger tu identidad… ¿Lo has hecho? Eso sería muy típico de los humanos, sí. Miles de años, y ninguna mujer me pedía algo tan innecesario como una máscara; llega el nuevo milenio, y todas quieren, ¡todas las épocas tienen rarezas! ¿O tal vez sí me lo pedían y lo he olvidado?

Siguió hablando sin pausa, y Akasha escuchó, buscando el momento adecuado para interrumpirle. Oribarkon no había parado de hablar desde que lo golpeó. En aquel momento, creyó haberlo matado; aunque solo fue un puñetazo dado por acto reflejo, le acabó reventando la cara. No hubo sangre, ni mucho menos esquirlas de hueso, dientes rotos o sesos desparramándose por la túnica. El golpe abrió un agujero, sí, pero no parecía que fuera la herida de un hombre, sino una gran grieta en un jarrón, dejando al descubierto un vórtice de energía aguamarina. En el centro, estaba convencida de haber visto que un ser pálido le sonreía, minúsculo como un hada. Luego, Oribarkon empezó a hablar, aun antes de que su boca empezara a reconstruirse.

—Si alguien ve tu rostro sólo tienes dos elecciones: matarlo o amarlo. ¿Dónde deja eso a Shemhazai? ¿O Selvaria? ¿O…? ¡Ah, olvidé el nombre de…! ¿Tritos, puedes buscar ese recuerdo por mí? Claro que no le dejaré el ánfora de Atenea, ¿desde cuándo le das tan poco valor a mi palabra? 

Conforme hablaba, la cara de Oribarkon se iba recomponiendo, lo que provocaba en Akasha alivio y preocupación a un tiempo. ¿Era capaz de regenerarse, al igual que otros enemigos del Santuario, o no estaba vivo, para empezar? Por cómo se había roto y recompuesto, aquella criatura parecía más bien una cosa.

—Esos nombres no me dicen nada —apuntó Akasha, manteniendo para sí aquellas reflexiones—. Las pasadas generaciones han contado con grandes mujeres sirviendo a Atenea, ya sea vistiendo un manto de bronce o uno de plata. Sin embargo, no han sido tantas como para que yo no conozca cada uno de sus nombres.

—Eran de oro —replicó Oribarkon—. Al menos hubo tres santas de oro en la primera Guerra Santa. Lograron muchas proezas, de esas que los humanos gustan relatar a sus crías antes de dormir. ¿Cómo vais a olvidar a Shemhazai? Si todavía recuerdo que los humanos celebrabais su astucia mientras mis hermanos y yo escupíamos en su traición… Y en su sentido del gusto, nunca supo apreciar la buena comida. 

—Esos nombres no están en los registros. En toda la historia del Santuario, solo cinco mujeres han vestido un manto zodiacal, y todas pertenecemos a esta era.

Existía una tumba dedicada a un tal Shemhazai bajo la Torre del Reloj, pero era el santo de Sagitario. No indicaba que fuera mujer. A decir verdad, nada decía de su género.

—Vuestros registros no me importan, yo vi a esas mujeres. Luché contra dos de ellas durante la Guerra de la Magia.

 

El silencio dominó la colina por algún tiempo. Oribarkon se limitó a fruncir el ceño, dilatando las aletas de su gran nariz como hacía cada que Akasha ponía en duda su sinceridad. La santa de Virgo, inmersa en el molesto mutis, recordó que todos los relatos y anotaciones sobre las primeras Guerras Santas eran, en el mejor de los casos, vagos resúmenes, un vistazo general de los grandes acontecimientos que se sucedieron: la superioridad inicial del ejército de Poseidón, el Diluvio Universal, la creación de los mantos, el hundimiento de la Atlántida… Si uno lo pensaba con detenimiento, dada la falta de fechas concretas, cabía la posibilidad de que se desconociesen determinados acontecimientos. ¿Mujeres en el ejército de Atenea recién formado? Aquello ya era más difícil de creer. Ningún relato, fuera textual, gráfico o transmitido de forma oral, permitía creer algo así, ni siquiera al final de la Guerra de las Amazonas, bien documentado por el Santuario, el Sumo Sacerdote de la época consintió en uno de los reclamos de la reina amazona, de permitir que una mujer sirviera a la diosa de la guerra. Estas tuvieron que esperar a la Baja Edad Media para tener esa oportunidad, de forma extraoficial, trabajando en las sombras dentro de las sombras, hasta que el penúltimo Sumo Sacerdote, Shion de Aries, creó la Ley de las Máscaras.

—Qué es tu poder, eso que llamas magia. —Akasha prefirió cambiar de tema. Sabía que, de mirar tan atrás en el tiempo, tal vez no podría ver venir el terrible futuro que avanzaba hacia ella, dispuesto a despedazar el mundo de los hombres.

—La magia no es un poder, humana —se molestó el telquín—. Es un arte.

—Eso no responde a mi pregunta —insistió Akasha, moviendo el bastón de Oribarkon mediante telequinesis, con aire amenazante.

—Lo primero que enseñan a los santos es que todo en este universo está compuesto de átomos, todo es susceptible de ser destruido. Lo primero que enseñan a los magos, es que no todo está hecho de átomos. —La sonrisa de Oribarkon murió a medio esbozar al ver cómo su bastón giraba a toda velocidad sobre sí mismo—. Si la magia pudiera definirse, ¿tendría sentido darle ese nombre?

—Tengo más preguntas. ¿Las responderás todas con evasivas?

Mientras Oribarkon cabeceaba, Akasha miró el ánfora de Atenea. Primero trató de elevarla con el poder de su mente; aplicó la misma intensidad con la que inmovilizaba a Oribarkon, incrementándola todavía más. No se movía. Cuando intentó levantarla con las manos, el simple contacto amenazó con anular sus fuerzas por completo, pero pudo alejarse a tiempo. Dio un rodeo, deteniéndose al borde del abismo, y señaló el fondo.

—Es Leteo —respondió Oribarkon—. Bueno, una parte del río del olvido. La superficie, para ser exactos.

Akasha miró atrás de reojo. Una fila interminable de muertos caminaba hacia el abismo sin el menor titubeo, inconscientes de la cosa que los observaba desde las profundidades. Y ella no podía hacer nada por detenerlos.

—No les hará daño. Aqueronte es la perdición de los vivos, así como Cocito y Flegetonte lo son de las almas. Leteo, contrario a sus hermanos, solo se queda con los recuerdos, liberando a los hombres de sus miserias. Todos los que van a los Campos Elíseos beben de él. Y créeme que quedan encantados con eso.

—Pero no todos los muertos van a los Campos Elíseos —objetó Akasha—. A quienes son devorados por este ser y no merecen el paraíso, ¿qué les espera?

—Los Señores del Hades lo saben. A mí solo me importa abrir el ánfora de Atenea, y para eso necesitaba el poder de un dios, así que me quedé aquí, ofreciendo diez mil años de recuerdos ante el abismo del Hades. Una vez termine conmigo, destruirá el sello de Atenea, y mis deudas quedarán saldadas con la liberación de mi señor. 

—Los ríos del Hades son los ríos del Hades —redundó Akasha, a propósito—. ¿Qué hacen tan lejos del reino al que pertenecen? Incluso este lugar, la frontera entre el Hades y el mundo de los hombres, goza de la protección de Atenea.

A la vez que decía esas palabras, Akasha pensaba en Caronte, en la invasión del Santuario y otros eventos similares. Alemania, Bluegrad.

—Sí, sí, la protección de Atenea y la autoridad de Hades es lo que evita que los muertos y los vivos se mezclen. Los espectros podían superar ese obstáculo gracias a sus sobrepellices, bendición de Hades. Pero ahora que los espectros están encerrados y Hades desaparecido, todos los poderes del inframundo están limitados a su reino. El incordio que tengo en mi mente dice que el resto puedes imaginarlo tú, ¿puedes?

 

Akasha giró, oteando el horizonte dorado. La magia de Oribarkon tenía un efecto lento sobre su cosmos, aunque constante. ¿Por qué? ¿Qué sentido tenía luchar contra ella si luego respondía sus preguntas con tanta tranquilidad? La respuesta le vino en forma de corazonada, puro sexto sentido. Miró con detenimiento el cielo, detectando por fin las vagas formas de tres círculos, dibujados por el choque entre la magia azul de Oribarkon y el cosmos dorado de Akasha. El primero era el más grande, con doce años para ensancharse; Caronte debía ser el responsable de su existencia al viajar a la Tierra desde el Hades. Aventuró que entonces el más pequeño sería la brecha que abrió Cocito al manifestarse en Bluegrad hacía un año, mientras que el intermedio, donde primaban las luces doradas por sobre el tono azulado, sería la grieta formada por Flegetonte, el río de fuego. Al final, ella siempre tuvo razón: era el Hades el que se levantaba en pie de guerra, pero el responsable de que aquello fuera posible, quien creó un puente entre el reino de los muertos y el mundo de los vivos, era Caronte de Plutón.

«No esperaron tantos años para contraatacar porque les faltase un líder, sino porque no podían —reflexionó Akasha—. Han estado debilitando la barrera que los dioses pusieron entre la vida y la muerte. Ni Hades ni Atenea están ya presentes, no pueden impedirlo. ¿Esto es lo que ha resultado de tantas Guerras Santas? El caos.»

Sacudió la cabeza, alejando pensamientos pesimistas. Si Oribarkon le había mostrado aquella verdad de forma tan sutil, debía ser porque Tritos —compañero de Caronte, no debía olvidarlo— quería ocultarla. ¿Qué más podía haber? De forma repentina, chocó las palmas a modo de aplauso, dejando escapar un susurro:

Fin de la ilusión.

Las luces azules se extinguieron, habiendo cumplido su cometido. También el cosmos de Akasha dejó de ser visible, dejando al descubierto la Colina del Yomi y sus incontables almas avanzando hacia la condenación. Todo parecía ser igual que antes, excepto por el olor a muerte y enfermedad que expedía cada palmo del suelo. Akasha sintió ganas de vomitar, pues tal hedor le despertaba recuerdos dolorosos.

Flegetonte se había manifestado en Alemania como un dragón de fuego al que Arthur dio muerte. Cocito fue un enorme espadón de hielo, ruina de espíritus, que Shaula logró destruir con ayuda de sus hombres, aunque quien la portaba logró huir. Según lo que Marin intuía, Aqueronte también llegó a aparecer como una masa de cadáveres a la que Shaina debió enfrentar sola. El Santuario se refería a esas tres amenazas como Abominaciones, grupos de almas que cada río dejaba caer en la Tierra para luego aglomerarlas en una sola entidad. Se suponía que si estas Abominaciones eran derrotadas, la presencia del río infernal en la Tierra se disipaba, que volvía al Hades.

Estaban equivocados. Aqueronte había estado en la Colina del Yomi por doce años. No para traer un ejército, no para formar una nueva Abominación, sino para devorar el cosmos de Atenea, arrojarlo al Hades y crear así una brecha, un camino que todos los muertos pudieran recorrer para reconquistar la Tierra en que un día vivieron. Ahora que veía los ciegos que habían estado, el discurso del Barquero cobraba especial sentido.

—Invadimos los mares y el infierno, esperando que no hubiera represalias —se permitió confesar Akasha, sustituyendo pronto la autocompasión por la sospecha—. Nimrod de Cáncer tendría que haber sentido esto. Lleva años custodiando este lugar.

—No había nadie cuando yo vine aquí. Habrá salido corriendo cuando percibió que Leteo estaba a punto de despertar. Hay gente con sentido común y los hay que no gozan de ese don, como el santo de Acuario, que creyó poder derrotar a un dios.

—No lo está logrando, ¿cierto? —dijo Akasha, que apenas había prestado atención a las palabras de Oribarkon—. Por supuesto que no —se respondió a sí misma, llena de orgullo—. El río Aqueronte puede absorber el cosmos de los seres humanos, ¡de los santos, incluso! Pero jamás podrá hacer lo mismo con el poder de Atenea, hija de Zeus.

—Tritos está aplaudiendo como un efebo. Tal vez yo lo haría también, si no tuviera las manos inmovilizadas…  Ah, sí, Aqueronte no puede absorber el cosmos de Atenea, no sin ayuda de sus más poderosos hermanos, así que tampoco me habría servido para abrir el ánfora de Atenea… Supongo que eso me molestó mucho cuando llegó aquí… Entonces pude ver a Leteo más allá del sello que el santo de Acuario colocó para contenerlo. Es extraño, ahora que lo pienso. ¿Cómo podría él deshacer el sello de una diosa del Olimpo si no puede liberarse del sello que un mortal le impuso? Tritos no tiene respuesta, por supuesto, nunca la tiene cuando hace falta. Yo… llegué a la isla congelada… vine aquí… Apestaba, apestaba demasiado, me quedé solo… pensando… ¡Sí, eso es, mis recuerdos! Con mis memorias, Leteo se fortalece, se manifiesta aquí, junto a nosotros. No destruirá el sello de Atenea, hará que el mundo entero olvide que hubo un sello. ¡El poder de la mente sobre la materia! Sueño y realidad son lo mismo.

—Leteo también fallará —auguró Akasha. Atenea, diosa de la guerra y la sabiduría, había derrotado al mismo Hades. Era inconcebible que los Señores del Hades, subyugados a aquel, fueran capaces de neutralizar su cosmos—. Sin embargo, no puedo permitir que sigan arrebatando los recuerdos a los muertos.

Era una corazonada, como tantas otras, pero tenía fundamento. Si Leteo se liberaba del sello de Sneyder, no se conformaría con las memorias que el telquín le dejaba de forma voluntaria. Querría hasta el último recuerdo de todos los que iban a morir.

—De poco sirven los recuerdos a los humanos. Los Jueces del Hades conocen todos los pecados de todos los hombres. Al final, los muertos recibirán en la muerte lo que se han ganado durante su vida, ¿qué sentido tiene que lo recuerden?

—Los hombres pagan sus vidas fugaces con eternidad. Si eso es justo, también lo es que los dioses escuchen la voz de los hombres a los que condenan, ¿no crees?

—Si he de ser honesto, me da igual. —De haber podido, Oribarkon se habría encogido de hombros—. Humana, antes de que te suicides en el nombre de los muertos, ¿podrías alimentar mi curiosidad? Aplaudiste para romper la ilusión que yo elaboré para no tener que seguir oliendo al apestoso de Aqueronte. ¿Se supone que tiene algún sentido?

—Todo espectáculo tiene algo de falso o engañoso —contestó Akasha—, y cuando esa mentira llena nuestras expectativas, aplaudimos, agradeciendo el esmero con el que son preparados. Es algo que me enseñó un amigo, y por eso mi forma de exponer las ilusiones es aplaudiendo. Me inclino ante el truco, negándolo.

—Es la peor explicación para una técnica que he escuchado nunca. Bueno, ya puedes morirte en paz si te apetece.

—No moriré —aseguró Akasha, sin poder contener una sonrisa.

—Ellos tal vez sí. —Oribarkon dirigió una mirada pesarosa a Akasha, aunque quizá solo se tratara de hastío; llevaba un buen rato paralizado, después de todo—. La magia es un arte, así que no está limitado a nosotros, los telquines. Tengo una discípula, una que sí está interesada en la dualidad de la vida y la muerte. Los secretos del Hades no le son ajenos, ni siquiera los del río del olvido.

—Hipólita —musitó—. Podrán vencerla, todos ellos son santos de Atenea.

—Cosmos, experiencia, técnica… Y magia. ¿Eso es un problema, no crees? Casi me he olvidado de qué cosas le enseñé y solo recuerdo detalles… Algo sobre anular barreras… —Cabeceó bruscamente antes de seguir—. Ella es peligrosa, humana, muy peligrosa. Como has sido tan amable conmigo, te daré un consejo: sal de este lugar, deja que termine mi tarea y salva los tuyos. De lo contrario, así como yo terminaré mis días sin haber liberado a mi señor pese a mi juramento, tú deberás enterrar a todos tus hombres. ¡No la estoy amenazando! ¡Es una advertencia, una advertencia!

Oribarkon discutió de nuevo con Tritos, tal vez el hada que Akasha vio en el interior de su cabeza rota. La discusión fue hilarante, como siempre, pero Virgo ya no podía encontrarla graciosa. Había vidas en riesgo.

 

El Ojo de las Greas fue al punto en la Tierra más cercano a la Colina del Yomi en aquel momento. La batalla contra Hipólita estaba en un punto crítico, con ventaja para el grupo que había traído a la isla gracias a una más que oportuna intervención.

«¿Qué hace ella aquí? —se preguntó al ver al canino eidolon que mordía el torso de Hipólita—. ¿La habrá enviado Sneyder? ¡No me dijiste nada de esto, Hugin!»

Era la perra más grande que hubiese visto nunca, comparable a un rinoceronte. A excepción de los dientes de marfil que clavaba ansiosa en la carne y el alma de Águila Negra, y los ojos, rojos como la sangre que caía sobre el suelo congelado, todo en la criatura era pura oscuridad. A medias sólido, el contorno del eidolon no tenía un límite definido, deshaciéndose más allá del cuerpo canino en forma de volutas sombrías. Mirarla, incluso a través del Ojo de las Greas, era encarar el miedo; escuchar su aullido era recibir el pánico con los brazos abiertos. Ella era Bianca, Bianca de Can Mayor.

Sin una respuesta para que una de los dos perros de caza de la división Fénix estuviera allí en ese momento, desvió la atención a un punto lejano de la isla, en el cielo. Azrael e Icario preparaban algo por si todo fallaba, tan creativo como cabía esperar de su asistente. Se dijo a sí misma que podía confiar en ellos, en la gente que la había seguido en esa misión, que ella debía cumplir su parte allá abajo.

Y sin embargo, siguió observando la batalla, alimentada por un mal presentimiento.


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#158 -Felipe-

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Publicado 06 julio 2020 - 22:26

Genial la explicación y las respuestas que al fin nos da le buen mago. La magia siempre me ha parecido el tema más interesante de la ficción, junto con los sueños. Me fascina la falta de reglas y normas que componen justamente sus reglas y normas. La manera para romperla o crearla es una tontería eficiente, como lo pone Oribarkon, de otras maneras. Sencillamente es difícil de explicar y entender. ¿Y enseñar? Quizás no tanto, si es que Hipólita nos muestra algo nuevo.

 

Además nos enteramos bien de cómo se manifiestan los ríos. Por supuesto, no son solo ríos, nunca lo fueron en los mitos. O sea, sí lo son, pero son personificaciones también. Si llegar a ser que todo esto se trata de ellos, y no de Hades, voy a aplaudir. EN caso de que al final, ambas cosas no sean separadas, en cuyo caso yo pierdo. Nos enteramos un poco de la importancia del Yomi, la distancia entre vivos y muertos, el rol que han tenido los Santos de Oro (y una de Plata, si alguna vez volvemos a verla) en detener a los ríos, y por qué diablos las cosas se están saliendo de control. Muy bien. Al menos el puntapié inicial se ha dado para explicar eso.

 

Y luego tenemos, evidentemente, que es normal que se olvidaran de que hubo Santos femeninos antes. ¿Cómo no iba a pasar? Apoyo completamente al buen Oribarkon. Y lo siento, Shion, honestamente tus reglas apestan, sin importar cuánto intenten justificarte. Pero claro, ya me burlé de ti, buen borrego, hoy en la mañana en otro tema, no lo haré de nuevo.

 

Honestamente, me pareció un capítulo fascinante. Como que te quita la ansiedad que, a pesar de haber nuevas preguntas, se respondan muchas otras. Y este mago es un personaje tan carismático e interesante, con el que uno tanto puede identificarse (y simplemente diré que eso es algo bueno esta vez) que no podría no disfrutarlo. Genial capítulo. Saludos!


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Publicado 12 julio 2020 - 23:15

Capítulo 33. Akasha Holmes
 
So, en la primera generación del Rexoverso había 3 santas doradas, y en la actualidad hay 5, vuelven las viejas costumbres al parecer.
¿Oribarkon entonces es seudo inmortal acaso? Con eso de que se regenera pues.
Akasha se comportó como una buena detective en este episodio.
Hipolita sigue siendo una caja de sorpresas, ahora resulta que sabe magia también, ¿qué no podrá hacer esa mujer?
 
Mucha información y parece que volveremos a la acción en el próximo capitulo.
 
PD. Buen cap, sigue así x3

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


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Publicado 13 julio 2020 - 07:57

Saludos

 

Felipe

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Seph Girl

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***

 

Capítulo 34. Imbatible

 

Varios días atrás, mientras la operación para obtener el Ojo de las Greas se estaba llevando a cabo, la división Fénix tuvo sus propios problemas. Sneyder había regresado luego de una misión en solitario, sin memorias del tiempo reciente y con el manto de Acuario muerto. A Hugin le había bastado ver a Reina Muerte congelada de extremo a extremo para saber que ese era el lugar en el que su general libró una batalla, certeza que lo mantuvo distraído un buen rato, hasta que sintió la presencia de Bianca.

Bianca de Can Mayor y Nico de Can Menor. Ahora que Lesath de Orión era un traidor —así lo veía él—, ellos eran lo mejor que tenía la división Fénix si se trataba de buscar un rastro. Mientras él y Sneyder se ocupaban de las actividades de Akasha, ellos tenían que buscar el lugar en que Sneyder había estado y regresar con noticias. Se quedaron a la mitad, al parecer, pues el eidolon de Bianca, una perra enorme hecha de pura oscuridad, estuvo acechando entre la sombras de Reina Muerte desde el momento en que pisaron tierra, si no es que mucho antes. Después de notar la presencia de su compañera, solo tuvo que sumar dos y dos cuando Hipólita habló de la fragilidad de un manto de bronce sin que no hubiera allí ningún santo con ese rango. Por lo que Hugin pudo entender de la situación, los canes se habían encontrado con Hipólita en Reina Muerte mientras la inspeccionaban, recibiendo una paliza, como era de esperar. Trataron de guarnecerse en la oscuridad, ese plano paralelo al universo físico en el que unos cuantos locos se atrevían a entrar, pero solo Bianca lo logró.

«Los dioses sabrán dónde está Nico ahora —pensó Hugin para sus adentros, viendo de soslayo al eidolon de Bianca—. Más vale que ella piense que está vivo. Así luchará mejor. Ya habrá tiempo después para las lágrimas y la alegría —decidió.»

Una vez supo cuál había sido el destino de aquellos dos compañeros, Hugin pudo dejar de pensar en ellos y ver lo evidente. Aquel hielo, creado por Sneyder, era un arma poderosa que él era capaz de manipular. Ese era el verdadero uso del eidolon de Cuervo: no la vigilancia de los traidores, sino la manipulación de la materia a nivel atómico.

 

Como resultado de la estrategia de Hugin, el antinatural invierno que sometió a Reina Muerte desde la llegada de Sneyder estaba por terminar. La temperatura subía con lentitud a la vez que el hielo que cubría la superficie se elevaba como una niebla blanca. En todo lugar, cuando aquel aire gélido abandonaba el suelo, dirigiéndose hacia Hipólita, dejaba al descubierto cráteres en proceso de reconstrucción. La isla se estaba regenerando, o más bien, volviendo a su estado natural de infierno en la Tierra.

Ni Mera ni Makoto se interesaban en aquello. En media docena de ocasiones, trataron de atacar a Hipólita, siendo cada intento respondido por un oleaje de puro cosmos. Águila Negra se oponía al frío con sus poderes mentales, a la vez que trataba de liberarse del can infernal que era Bianca con sus propias manos, y aun así le quedaban fuerzas para rechazar a dos santos de plata atacando a la vez.

—No puede ser invencible —comentó Makoto.

—Nadie lo es —respondió Hugin, captando la atención de sus compañeros. Seguía en la misma posición, de brazos cruzados, sonriente; no parecía temer a Hipólita en lo más mínimo—. Esa mujer ya ha sido derrotada.

—Ridículo —espetó Hipólita. El hielo que aprisionaba su pierna empezaba a resquebrajarse—. Necesitarás algo más que el poder de una isla para derrotar… —Antes de terminar la frase, Bianca apretó la mandíbula sobre el torso. Gimió de dolor, al tiempo que la armadura negra de Águila se iba agrietando más y más.

—Ahora mismo no estoy recurriendo al poder de la isla, je, je. Puede que solo los restos de un ataque, pero sigue siendo el cosmos del señor Sneyder. ¿Asustada? Seguro que lo está. ¡Su armadura no soportará una temperatura inferior a los 200 grados bajo cero!

Justo en el momento en que Hipólita terminó de romper el hielo que la aprisionaba, toda la neblina que llenaba Reina Muerte se concentró en su otra pierna, congelándola hasta la altura de la rodilla. El frío era de tal intensidad, que no podía siquiera sentirla y sus poderes mentales ya no podían causar el menor rasguño en el hielo.

—Creo que me he excedido —se burló Hugin—. Todavía quedan restos del señor Sneyder en esta isla —señaló la neblina con un gesto amplio. Aire gélido dispuesto en un sinfín de formas alrededor de Reina Muerte, dejando a ojos vistas cómo el suelo terminaba de repararse—. Pero, siendo sincero, no creo que una traidora merezca caer ante el cosmos de un santo de oro. ¿Algo más mundano, tal vez?

»A lo largo de los milenios, las muestras de poder de los santos han sido consideradas fruto de la furia de la naturaleza. Meteoritos, erupciones, terremotos… —mientras hablaba, el cráter que conectaba con la orilla, se reconstruía. El agua del mar, poco a poco, se adhería a la superficie de la isla, convirtiéndose en tierra y roca—. ¿Una traidora estará a la altura de las leyendas? No espero que un baño de lava la mate, claro.

Hugin miró la Montaña de Fuego con una sonrisa macabra. El hielo que sellaba la actividad del mítico volcán, se resquebrajó enseguida. Frente a aquel suceso, todos adivinaron el plan del santo de Cuervo.

—Reina Muerte es una abominación —declaró Hugin—. Cuna de rebeldes y criminales, un nexo con el Hades… Congelarla no es suficiente. En unos minutos, esa montaña alimentada por los pecados de miles de hombres, estallará para acabar con su vida, Hipólita de Águila Negra. Ustedes pueden irse si quieren —aconsejó a sus compañeros.

—Si me voy, tendría que enterrarte mañana —dijo Makoto, para asombro de Hugin. Antes de que reaccionara, el santo de Mosca ya estaba encendiendo su cosmos tanto como podía, dispuesto a coordinar con Mera un último ataque.

Ambos eran conscientes de lo que Hugin pasaba por alto. Hipólita ya no necesitaba usar sus poderes mentales para liberarse del hielo, así que contaba con ellos para separar las fauces de Bianca. Juntando telequinesis y sus propias fuerzas, fue solo cuestión de tiempo que las fauces del can se abrieran. El cosmos de Hipólita se alzaba como una torre negra en la que era imposible distinguir a Bianca; era claro lo que pretendía hacer.

 

Makoto fue el primero en atacar. Insufló su mano rota de cosmos, y aunque cada movimiento le dolía más de lo que recordaba haber sentido nunca, se descubrió capaz de absorber el cosmos de Hipólita con el único dedo sano. Esa energía la enviaba a la otra mano, con la que golpeaba el oleaje cósmico que trataba de empujarlos a él y a Mera. Repitió el proceso una y otra vez, sin contar cuántos golpes daba o cuántos le faltaban por dar. En aquella batalla, sin ninguna experiencia previa que se asemejara, descubría que el Asedio del Señor de las Moscas no solo servía para el combate cuerpo a cuerpo, sino que también podía servir contra el cosmos del enemigo.

Esta brecha es mi último aliento, ¡aprovéchala, no creo poder ayudarte más! —exclamó Makoto, directo a la mente de Mera.

Estaba a pocos pasos de Hipólita. La mano le ardía al punto que deseaba arrancársela, y el rostro estaba bañado en lágrimas, fruto del dolor. A pesar de todo eso, siguió avanzando, sabiendo tras él a su compañera. Águila Negra, con las manos sosteniendo las fauces de Bianca, sonrió a ambos santos de plata, antes de lanzar su terrible técnica.

Los Meteoros Negros golpearon de lleno en Bianca. El can de sombras se deshizo por completo y el espíritu de la santa de Can Mayor se alejó de la isla a toda velocidad. Mera recibió algunos haces en su empeño por alcanzar a Hipólita, mientras que Makoto y  el tótem de Cuervo —todavía suspendido en el aire— los recibieron de lleno;  los mantos de Cuervo y Mosca murieron en ese momento.  El propio Hugin fue objeto de la técnica, así que debió invocar a algunos cientos de cuervos que reformaban la isla para protegerse; al igual que ocurrió con Bianca, todos se extinguieron al contacto con los ataques, logrando por muy poco que ninguno alcanzara al santo de Cuervo.  

Makoto cayó al suelo, apoyándose en sus manos. La rota, que carecía de protección, se quemó, llenándose de humo, pero llevaba tanto tiempo forzándose a no gritar de dolor, que ahora era incapaz de hacerlo. También se negaba a quedar inconsciente, pues ante sus ojos llorosos se libraba el último duelo entre las dos guerreras.

 

El mordisco del canino eidolon de Bianca no solo había dañado la armadura negra de Águila, sino que además había herido su espíritu, reduciendo de forma significativa sus fuerzas. La pierna congelada estaba fija en el suelo, cubierta por un bloque de grueso y duro hielo, lo que limitaba mucho sus movimientos. Mera no dudaba en aprovechar todas esas ventajas, lanzando miles y miles de golpes tanto de frente como por la espalda. Águila Negra bloqueaba cuantos podía, pero eso entraba dentro de  los planes de la santa de Lebreles: no tenía como objetivo matarla, sino destruir su armadura, esa fortaleza que tantos esfuerzos requirió para ser atravesada. En contraste con el resto de la batalla, ahora las patadas y puñetazos dañaban la oscura protección con facilidad.

Hipólita era consciente de la intención de Mera, pero tenía una pierna inmóvil, y la otra empezaba a llenarse de escarcha. Físicamente se limitaba a la defensa, firme en medio de docenas de fragmentos que Mera arrancaba de los antebrazos de su armadura. Su contraataque se basaba en ráfagas invisibles que arañaban las partes desprotegidas de Lebreles, abriéndole varias heridas leves, pero así como su cosmos ya no le ofrecía la misma protección, sus poderes psíquicos eran mermados, debido al ataque de Bianca.

—Ojalá… Ojalá pudiera… —Makoto se levantaba poco a poco. Su mano rota rogaba por el descanso, y él solo podía prometer que vendría en el futuro. Y para cumplir esa promesa, tenía que usar la técnica una vez más. Era necesario.

Detente, Makoto —ordenó Mera mediante telepatía, sin dejar de golpear—. ¡Está planeando algo y no debe ser nada bueno!    

Mientras bloqueaba sendas patadas altas, Hipólita se recubría una vez más de cosmos. «Meteoros Negros, de nuevo —supo Makoto—. Pero… ¡No está apuntando a Mera!».

Si controlas la isla, simplemente la destruiréAquellas fueron las palabras de Hipólita, y la mujer parecía dispuesta a volverlas realidad. Consciente de lo que implicaba la destrucción de Reina Muerte, Mera optó por la única opción que le quedaba, ignorando las protestas —telepáticas— de Makoto. El santo de Mosca quiso detenerla, pero tras un par de torpes pasos, tropezó y cayó al suelo, presa de una inexplicable debilidad.

 

La siguiente escena ocurrió a demasiada velocidad, demasiada para lo que los sentidos de Makoto podían seguir. En la fugaz fracción de segundo que Hipólita necesitaba para ejecutar su técnica, Mera se posicionó detrás de su espalda, concentrando hasta la última chispa de cosmos en el puño; su ataque debía atravesar lo que quedaba de la armadura negra y romper la columna de la mujer. La única forma de salvar a Hipólita sin que fuera una amenaza en el futuro, era terminar con su vida de guerrera. Durante todo  el combate, había esperado el  momento oportuno para poner fin a una década de enfrentamientos sin sentido; la última y más poderosa de los caballeros negros originales estaba ante ella, por primera vez completamente vulnerable.

Pero había olvidado algo esencial: ella también lo estaba.

—Demasiados movimientos innecesarios, demasiados golpes inútiles.

Hipólita se había girado por completo en el último momento, atravesando limpiamente a Mera antes de que su puño la alcanzara. Ambas guerreras flotaban en el aire, y a Águila Negra le faltaba buena parte de una pierna.

—Uno menos, solo quedan cuatro —murmuró. Su ojo sano destelló, apuntando a los boquiabiertos santos de plata.

El primero en reaccionar fue Hugin. Movió las alas a velocidad hipersónica, arrojando cuchillas de viento contra Águila Negra, quien en lugar de esquivarlas o bloquearlas, interpuso el cuerpo de Mera como escudo. El manto de Lebreles logró a duras penas impedir que su agotada portadora acabara partida a la mitad.

—Cobarde —maldijo Hugin, rechinando los dientes.

—Yo no soy cobarde, soy práctica —recitó Hipólita.

Sin consideración, dejó que el cuerpo de Mera se deslizara por su brazo, que ya no estaba protegido por armadura alguna. La santa de Lebreles, bautizada en la sangre que manaba del corte en la espalda y el agujero en su abdomen, cayó en el suelo sobre ambas piernas. Hipólita detectó en su enemiga la intención de atacar, y se adelantó con una patada alta, directa a la cabeza de Mera.

—Qué… qué demonios… —decía Makoto, horrorizado. Mera cayó cerca de él, con parte de la máscara rota. Antes de quedar inconsciente, Lebreles escupió un líquido sanguinolento, que se unió a la mancha que la sangre del resto de sus heridas había formado en el suelo. Si Mera seguía con vida, no sería por mucho tiempo.

 

—Hasta ahora he tenido piedad de usted, como la mujer que un día fue una compañera, mi superior. ¡Eso se acabó!

El cosmos de Hugin se arremolinó en torno a él, como un tornado listo para arrasar con todo. Del suelo enrojecido de Reina Muerte emergieron cientos de cuervos, graznando la sed de sangre de su señor, y algo más.

La bandada de sombrías aves, encarnación de los vastos poderes mentales de Hugin, cayó sobre Águila Negra. De nuevo, Hipólita no se movió. La luz rosada de su ojo sano brilló intensamente, y todos y cada uno de los cuervos estallaron en cientos de plumas. Vía telequinesis, impulsó el negro plumaje sobre el santo de plata, cubriéndolo de la cabeza a los pies antes de que siquiera pensara en volver a vestir su manto

—Uno menos —murmuró Hipólita. La luz rosada que rodeaba a Hugin, prisionero en un capullo de plumas negras, lo acompañó hasta las profundidades del mar, a donde fue arrojado sin misericordia—, solo quedan tres.

 

Makoto encontró fuerzas para levantarse, y nada más. Temía por la vida de Mera, y también por la de Hugin, pues hasta un santo de Atenea podía morirse ahogado. Pero sentía terror de solo ver a Hipólita. Aquella mujer volaba de nuevo. Sin una pierna —se la había arrancado durante su enfrentamiento con Mera; ni siquiera gritó—, y la otra medio congelada, siendo el pie poco más que un bloque de hielo; sin armadura, apenas cubierta por vendajes en media cara y las extremidades, además de una sucia túnica larga sin mangas; y a pesar de todo ello, sentía que ahora era más peligrosa. Ni la visión de las heridas que le infligió en el pasado —los puntos cósmicos de la constelación de Águila—, servía para infundirle ánimos; quería huir, correr hasta el fin del mundo, donde ese demonio no pudiera encontrarlo.

—Nuestro poder puede impulsarse en nuestras emociones y sentimientos. El odio sirve, pero el miedo no. ¿De verdad creías que atacarme a la desesperada serviría de algo? Seguís siendo niños. Oh, ¿has llorado?

Con Mera y Hugin neutralizados, Hipólita volvía a centrarse en Makoto. El santo de Mosca volvió a ser consciente de su estado: débil, con un manto que era más lastre que protección, y una mano aplastada que solo le enviaba dolor.

—Eso está bien para los niños, no para los santos —comentó Hipólita.

Una sombra cayó sobre el rostro de Makoto antes de que pudiera reaccionar. El santo de Mosca sintió la presión en varios puntos del cráneo, como si las garras de un animal —un águila—, lo hubiesen apresado. A toda velocidad, fue elevado mil metros, momento en el que lo que agarraba su cabeza lo lanzó hacia arriba. Por acto reflejo, Makoto lanzó un puñetazo con la izquierda que Hipólita detuvo con una mano en carne viva, que aún temblaba por el contacto previo con el pelaje de Bianca.

—Makoto, ¿has visto la Tierra desde el espacio exterior?

Tras soltar el puño de Makoto, Hipólita lo inmovilizó usando ambos brazos. Sin esperar respuesta, voló alto, superando con creces la velocidad de escape.

 

***

 

¿Cómo fue ver el espacio? ¿Qué impresión tuvo al ver la Tierra estando bajo un manto de estrellas? Aquellas preguntas invadían una y otra vez la mente de Makoto, quien trataba de darles respuesta solo para sentir que algún ente invisible le martilleaba el cerebro. Lo había olvidado. Estaba seguro de haber visto el espacio, la luna, las estrellas, la Tierra… Y no podía recordarlo.

A decir verdad, podía recordar pocas cosas de la batalla; algo se había introducido en su mente, arrancándole recuerdos al azar. ¿Quién o qué? Esa pregunta sí obtuvo respuesta cuando miró hacia abajo, que en la posición en la que estaba era como mirar hacia arriba. Hipólita seguía apresándolo con sus brazos y piernas, una de ellas más parecida a la pata de una bestia que a las de una persona, con garras en lugar de pies y tan negra como el eidolon de Hugin o el can de oscuridad que les ayudó. Le bastó mirarla para evocar que era el contacto con esa extraña materia lo que le hizo perder sus recuerdos.

Pese a la confusión, tenía claro que antes estuvo ascendiendo, atravesando las capas de la atmósfera a una velocidad de vértigo. Ahora, en cambio, caía como un meteorito, rodeado de las llamas generadas por la ficción. El cosmos de Hipólita era la única armadura con la que contaban ambos, ahora que el manto de Mosca estaba muerto y de la armadura negra de Águila no quedaba ni rastro. Alguien la había destruido.

Miró a la mujer. Del resto vendado surgían cabellos rubios, su único ojo le evocaba temor, impotencia y desesperación, y la sonrisa, en unos labios rojos y sangrantes, alimentaba tales sensaciones. Tanta confianza… ¿Acaso era invencible?

«No —se respondió—, la he herido, la hemos herido.»

Las vendas que le cubrían la mejilla estaban rojas, a partir de un pequeño corte. La pata bestial que ahora tenía no era un simple capricho; había perdido su verdadera pierna durante la batalla. Su armadura, réplica del manto de Águila, ya no la protegía, y en su cuerpo, si bien Makoto no podía verlos todos desde su posición, había varios agujeros, heridas que él mismo provocó a su enemiga.

«Como si yo estuviera mejor —pensó, sonriendo—. Mi mano derecha destrozada, apenas puedo moverme… Mi cabeza… —El dolor le recorrió por completo, como si lo hubiese invocado al pensar en esa parte del cuerpo. Hipólita rio, ante los gemidos que dejaba escapar—. Me duele mucho, la boca me sabe a… ¿sangre? Rayos, ¿intenté vencerla a cabezazos? Soy un idiota.»

Físicamente estaba indefenso, sometido, así que solo le quedaba una opción. Baal Zebub, la técnica secreta que jamás había revelado a nadie, ni siquiera a su maestro. En ella, usaba el cosmos para crear seres que le fueran de ayuda. No eran capaces de alterar la materia a nivel atómico, como los cuervos de Hugin, pero servirían con Hipólita… si la alcanzaban. De pronto, se encontró imaginándose a sí mismo ejecutando esa técnica, fallando por poco y luego viendo cómo Hipólita le arrancaba ese pensamiento, en un vano intento de hacerle olvidar todo sobre la ejecución de Baal Zebub.

«Estoy siendo paranoico —pensó, pese a ello esforzándose porque su rostro no lo traicionara. Hipólita no le quitaba el ojo de encima—. Debe de ser un efecto secundario de la habilidad que usó para crearse una pierna nueva. Ella es mucho más fuerte que yo, ni siquiera mi mejor técnica bastaría para alcanzarla sin que me mate primero.»

Miró hacia arriba para distraerse, encontrándose con capas de nubes que atravesaban a toda velocidad. De nuevo se dejó llamar por la imaginación: Hipólita lo había atrapado, elevado a las alturas y ahora pretendía dejarlo caer, como una versión exagerada del Puño Rodante de su maestro, que culminaría con la completa destrucción de Reina Muerte. Por si la perspectiva no era lo bastante desoladora, un punto minúsculo se fue agrandando conforme bajaban, hasta que quedó claro que era un avión.

—En ese lugar están los últimos, ¿no? —cuestionó Hipólita.

—El plan de Azrael —murmuró—. ¿Cómo supiste que atacaríamos por aire?

A esas alturas, eso no tenía importancia para Makoto. Sin embargo, sabía que necesitaba tiempo, así fueran un par de valiosos segundos.

—Simple. Un cachorro de muy buen olfato vino a por mí, creyéndose el perro que pondría fin a la larga cacería. ¡Y resultó ser un pajarito dispuesto a can…!

Pero no pudo terminar de hablar, pues a media frase, sus rojos y heridos labios se unieron a los Makoto, quien la calló con un beso.


Editado por Rexomega, 13 julio 2020 - 08:00 .

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