Saludos
Patriarca 8.
Seph Girl.
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Capítulo 21. Mago y tormenta
Las llamas barrieron toda la tierra a un kilómetro a la redonda, convirtiendo la tundra dividida por una carretera agrietada en un páramo humeante. Luego, el paisaje volvió a ser tal y como era hacía tan solo cinco segundos, incluso el meteoro recién formado estaba sobre el cayado del mago, quien desató de nuevo la hecatombe.
Una y otra vez, Emil veía cómo el fuego y el hielo se adueñaban del ambiente en un bucle interminable, sin que a él ni a Lesath les pasara nada.
El santo de Orión había visto mejores días. Nacido para ser un héroe, era alto y esbelto, de complexión fuerte y tez tostada, tanto por nacimiento como por el duro entrenamiento que había realizado en el Sahara. El cabello y la barba, de un rojo oscuro, le daban un aspecto feroz cuando se enfadaba, cosa que solía ocurrir a menudo. No obstante, ahora, despeinado, vistiendo un abrigo de vagabundo en lugar del manto de plata y con la cara estampada en la nieve después de chocar con una pared invisible, tenía la clase de aspecto que provocaba esa risa tonta por la que había sido repudiado por medio Santuario. Si se podía contener, era por la urgencia de la situación.
Por eso y porque su técnica solo les protegía de las llamas, no del ensordecedor ruido y la visión de las cien explosiones que ocurrieron antes de que terminara el bucle apocalíptico. El mago desapareció a la vez, acaso satisfecho con el experimento.
—Tendrá una fiesta de cumpleaños —se atrevió a bromear Emil, mientras veía la tundra y la carretera de nuevo intactas. El fuego volvía a arder sobre los restos del camión que el bruto de su compañero, quien apenas ahora se levantaba, había destruido.
—Exijo una explicación —gruñó Lesath.
—La prioridad de un tirador es encontrar el mejor lugar desde donde disparar —dijo Emil, sintiéndose un poco mal al ver la frente enrojecida de Lesath. Solo un poco—. Yo prefiero ahorrarme la búsqueda, así que aprendí a crear un campo de fuerza. Chocaste contra eso cuando ibas a suicidarte, quiero decir, buscar el manto de Orión.
—Hasta ahí llego —dijo Lesath, a tan solo un paso de Emil—. Si te gusta tener la cabeza sobre los hombros, más te vale que me saques de esta ratonera. Ya.
—Es impenetrable por fuera —prosiguió Emil, con un orgullo que contrastaba con la ira creciente de Lesath, rojo como un volcán en erupción—, pero por dentro no tiene por qué serlo, puedo adaptarlo para que mis flechas puedan atravesarlo sin abrir una apertura que el enemigo pueda aprovechar. ¿Lo mejor de todo? ¡Se desplaza conmigo! A esta técnica la llamo Fortaleza de Luz.
—Fortaleza de Luz —repitió Lesath, poniendo las manos sobre los hombros de su compañero—. ¿Y por qué no Bengala de Luz? ¿O Estupidez Luminosa?
—¡Deja que termine, impaciente! Este campo de fuerza dobla la luz y oculta nuestro cosmos, de modo que somos invisibles.
—¿Invisibles?
—¿Por qué ahora te ha dado por repetir todo lo que digo? ¿Eres pariente de la ninfa Eco, por casualidad? Sí, invisibles, eso es lo que dicho. Significa que no nos pueden ver, que no pueden percibir nuestra presencia.
El santo de Flecha siguió diciendo sinónimos a la vez que Lesath repetía algunas de las frases, tal vez pensando en las oportunidades que la técnica ofrecía.
—No es Estupidez Luminosa. —El santo de Orión se apartó de Emil antes de ponerse a reír con ganas, lo que era más aterrador que una mirada amenazante—. El mago no nos verá, el ejército no podrá percibirnos y la tormenta nos dejará en paz.
Tras soltar aquel comentario, dio un manotazo a la espalda de Emil, indicándole que marcara el ritmo. Así lo hizo, dirigiéndose hacia las llamas y el metal derretido bajo el que se hallaban una caja de Pandora y el casco de Flecha. Luego, tendrían que trabajar juntos para cazar al mago y detener la tormenta.
—La tormenta no es cosa del mago —dijo Lesath cuando Emil le comentó el plan de acción—. Es el rey de Bluegrad, Señor del Invierno, quien la invoca. Sospecho que Alexei y Nadia estaban asegurándose de que no había un ciudadano rezagado por las cercanías. Los soldados son supervivientes, acostumbrados a un clima hostil. La gente común de la ciudad se ha habituado a noches de estufa, leche y pan caliente.
—Eso no tiene sentido. Si no fuera por mi manto sagrado y mi cosmos, habría muerto congelado. ¿Cómo iba el sargento Alexei a sobrevivir a algo así?
—Es por tu cosmos y tu manto sagrado que la tormenta te atacó con tanta saña. No pienses en ella como una catástrofe natural, el Señor del Invierno lo hizo en 1812 y no solo la Francia imperial de Napoleón pagó las consecuencias, sino también su pueblo. Es un ser vivo, detecta al fuerte como una amenaza y lo elimina. Seguro que a ti te llevó al borde de la muerte por querer hacerte el listo y enfrentar el frío con cosmos.
—No estaba al borde de la muerte, estaba durmiéndome.
—Esos dos son hermanos, tanto da estar en brazos de uno o de otro.
—¿Prefieres estar entre los brazos de mi Fortaleza de Luz? —presumió Emil.
—Ya lo creo que sí —dijo Lesath, sorprendiendo a su compañero—. Porque si ocultas tu cosmos, dejamos de existir para la tormenta, que se encargará de darle al mago un buen dolor de cabeza, si es que tiene una. Según he oído, para el Señor del Invierno es igual de sencillo negar el cielo a un pájaro y dificultar el teletransporte a un experto como Kiki. No tendremos que preocuparnos del enemigo hasta que nos armemos.
A la vez que Emil dejaba escapar un silbido de admiración, sintió que el gusano de la envidia le corroía las entrañas. A él solo le habían encomendado una misión de último minuto con una explicación a la carrera, de parte de Azrael, no de Akasha; Lesath, en cambio, había sido enviado en solitario a Bluegrad para sofocar una revuelta organizada por Campeones de Hades, por lo que se le dijo de la Ciudad Azul todo lo que se podía saber y más. Por la frustración, más bien infantil, que le recorrió el cuerpo entero, empezó a explicar algo que solo él sabía: la Fortaleza de Luz.
—La primera capa es la que nos vuelve imperceptibles, se crea tan rápido y con tanta facilidad que nadie lo nota hasta que es demasiado tarde. La segunda, unida a la anterior de tal forma que parecen lo mismo, requiere que le suministre una cantidad moderada de mi cosmos en todo momento, cosmos que nadie de fuera puede percibir. Si solo quieres ocultarte, bastan estas dos, pero si eres como yo y deseas atacar desde la comodidad de tu campo de fuerza, necesitas una tercera capa, conectada a la primera.
—Es como la relación entre los dos extremos de un agujero de gusano —observó Lesath—. ¡Por eso la primera capa nos oculta! Solo lo que está en el interior puede salir de allí, nada puede entrar, ni siquiera los sentidos sobrenaturales de nuestros enemigos.
—A menos que destruyan la segunda capa. Desde ya te digo que yo no puedo hacerlo ni con mi Arco Solar, así que tus puños ni siquiera harán que tiemble.
El santo de Orión asintió distraído antes de tocar la pared invisible, tal vez preparándose para poner en práctica las palabras de su compañero. Este, henchido de orgullo, dejó de caminar y observó. Más allá, la tormenta llenaba todo de un blanco cegador en el que no era posible distinguir cuánto se habían acercado al objetivo.
—Es como los extremos de un agujero de gusano —repitió Lesath—. amolar, cuando pille a ese mago le arrancaré la cabeza.
—Si es que tiene una —bromeó Emil, dándose cuenta entonces de lo que su compañero había notado—. ¿No me lanzaste muy lejos del camión, verdad?
No hizo falta que Lesath, que poco le quedaba para que le salieran humo de las orejas, le contestara. Él había sentido el calor de la explosión y había visto con cristalina claridad el fuego sobre los restos del vehículo, era imposible que tardaran tanto en llegar hasta allí. Y ya que mente, cuerpo y alma estaban a salvo bajo la Fortaleza de Luz, no podían haber estado en medio de una ilusión, como el odioso Laberinto de Géminis.
—De los creadores de bucle apocalíptico —anunció Emil, haciéndose oír por sobre los gruñidos, maldiciones e insultos de Lesath—, llega el bucle de los tontos muy tontos.
***
Ajeno a aquellos sucesos, al menos en parte, Piotr recibía a dos emisarios de lo más particulares. El primero, con los rasgos ocultos bajo el embozo de una capucha, permaneció firme junto a la entrada, mirando el fresco desde el que había salido como por arte de magia. Al monarca le pareció que la doncella pintada en el techo le devolvía la mirada con una sonrisa perversa, de esas que los hombres prudentes temían ver en las mujeres. Fue el segundo, caballero negro de la Copa, quien lo devolvió a la realidad.
—Seré breve, Su Majestad —dijo el oficial de Hybris, dirigente de una orden especial conocida como los Caballeros de Ganímedes, imitación de los guerreros azules—. He venido aquí para firmar una alianza entre nuestro pueblo y el nuevo mundo.
—Lo de matar criminales por cuenta propia no es nada nuevo, muchacho. La justicia empezó de ese modo. Ojo por ojo, diente por diente. Justicia retributiva, un castigo equivalente al crimen cometido, así como una sombra es doble de un santo legítimo.
—Creedme, Su Majestad, que esta práctica bárbara no es de mi agrado —aclaró el caballero negro, cuyos rasgos pertenecían a otra persona, el santo de Copa, que Piotr conocía de vista—. No es el objetivo de Hybris, sino un primer paso. Debemos apartar las piedras del camino correcto si queremos que los hombres lo recorran.
—Dijiste que serías breve, muchacho. No recuerdo que faltaras nunca a tu palabra.
—Si el mundo ha acabado siendo de esta forma, se debe por igual a quienes hacen el mal y quienes lo permiten —prosiguió el caballero negro—. El gobierno de cada nación tendrá que responder por sus actos. El malvado caerá, el justo prevalecerá.
—En política, distinguir el bien y el mal no es tan sencillo, muchacho. Si es tu intención buscar a un gobernante que no tuviera que mancharse las manos por el bien de su pueblo, solo puedo desearte buena suerte.
—Lo tengo delante —dijo el caballero negro—. De todos los Señores del Invierno, vos sois el único en ochocientos años que en verdad veló por nuestro bienestar.
—Nunca me lisonjeaste cuando trabajabas para mí.
—¡No son lisonjas! —aseguró, airado, el caballero negro—. He pensado en la historia de nuestro pueblo. Fuimos un imperio cuando el mundo estaba conformado por pueblos desunidos, nos convertimos en un reino fragmentado cuando las semillas de los imperios europeos apenas empezaban a germinar. Después vino la tormenta, mujeres y niños muriendo de hambre y de frío, reyes temblando entre estas paredes de piedra y héroes teniendo que venderse a otras naciones como perros de guerra para poder sobrevivir un año más. ¿Quién fue el que detuvo esa época de penurias y tragedias sin cuento? Vos lo hicisteis. Os tacharon de cobarde, sirviente y asesino cuando pactasteis una alianza con los revolucionarios, así como ocurrió hace cien años con vuestro antepasado, mas no cedisteis y aquí hemos acabado. Ahora sí que merecemos hacernos llamar la Ciudad Azul, los niños no tienen que luchar por la comida y pueden crecer y aprender de los ancianos, que no son ya un estorbo, sino fuente de sabiduría. Hombres y mujeres son más que mercenarios y madres de unos hijos que tienen que elegir entre dar muerte y morir. Todo esto es gracias a vos, Su Majestad, fuisteis vos quien dio al débil y al enfermo un lugar en nuestro pequeño y aislado mundo.
Nada pudo replicar Piotr al apasionado discurso del caballero negro, tan distinto al que escuchó de su hijo el pasado año, en aquella noche de Navidad en la que alegría y tristeza, orgullo y decepción, se entremezclaban. Para Alexer, él era el rey que se arrodilló y traicionó la historia que le precedía; para aquel hombre que ahora tenía enfrente, él era un salvador, un mesías que ya era sabio desde el momento en que nació.
Ambos estaban equivocados. El Señor del Invierno no era más que un hombre tomando una decisión. No era ni mejor ni peor que cualquier otro monarca cuerdo.
—Su Majestad, el nuevo mundo necesita a hombres como vos para liderarlo. Quienes ahora gobiernan han fallado demasiadas veces a la humanidad, es tiempo de que cedan el inmerecido puesto que ocupan a otros mejores que ellos.
Piotr sonrió. Ya había visto una revolución en sus buenos años. Un cambio en el poder nunca era pacífico. Más que una cesión de poder, sería una guerra, acaso un golpe de Estado a escala global. Hybris era más peligrosa de lo que había supuesto.
—Si ese mundo en el que crees es tan nuevo, deja que lo dirijan los jóvenes y no los viejos como yo y el hombre al que ahora sirves. Ese sí que es un vejestorio, un taimado escorpión al que no le importa si el mundo queda convertido en un erial sin vida, pues él ya sobrevivió una vez a la cólera de los dioses. Dime, muchacho, ¿cuándo pasaste de vigilarlo, tal y como te pedí que hicieras, a dejar que él te vigile a ti?
—Cuando vi el estado en el que se encuentra el mundo y la indolencia del Santuario al respecto —contestó el caballero negro con decisión—. Deserté por mi propia cuenta, Su Majestad, nadie tuvo que convencerme, no soy ningún niño.
—Desde mi punto de vista, todos los guerreros azules lo sois, Cristal —dijo Piotr, al fin atreviéndose a nombrar a quien él mismo había mandado a Reina Muerte más de una década atrás, accediendo más adelante a que sirviera en el Santuario—. No puedo evitarlo, pues os he entrenado a todos. A ti, que fuiste el más joven en completar el entrenamiento, adelantando incluso a mi hijo, el más fuerte de todos.
—Juventud y poder no combinan bien, Su Majestad —dijo el caballero negro—. Os fallé hace veinticinco años, el príncipe Alexer murió por mi culpa.
Piotr sacudió la cabeza en señal de negación. Recordaba ese día y la renuncia de Cristal, que bien pudo llegar a ser capitán de los guerreros azules. Estaba por decirle, una vez más, que nada de aquello era su responsabilidad cuando sintió una mano en el hombro.
El acompañante de Cristal, hasta ahora silencioso como una estatua, se había posicionado tras él sin que siquiera pudiera verlo. Velocidad de la luz.
—Basta de rodeos, anciano —dijo la criatura, pues la voz que salió de la capucha, que hacía temblar la totalidad del cuarto, no merecía ser considerada humana—. Mi señora demanda una respuesta. ¿Aliado o cadáver?
Antes de que Piotr pudiera preguntar, no sin cierta sorna, a qué mujer se refería la criatura, las puertas del despacho se abrieron de par el par. El frío inundó la sala, llenándola de tinieblas al apagar las tres velas del candelabro.
***
Mientras tal conversación se daba en el siempre igual de lejano castillo de Bluegrad, Lesath y Emil seguían recorriendo la misma distancia sin poder hacer nada por remediarlo. Habían probado todo, desde avanzar en otra dirección hasta retroceder. El resultado siempre era el mismo: nieve, viento y hielo por todos lados; apenas sabían que estaban pisando el mismo suelo porque iban corriendo a trote, de tal modo que las pisadas no habían desaparecido cuando volvían a empezar.
Para colmo, la tormenta no paraba de llenar de escarcha la Fortaleza de Luz, de modo que le tocaba a Lesath desplegar ondas de calor para derretirla. Debido a aquello, lo que debía ser un campo de invisibilidad se había convertido en la base de una columna de vapor que delataba su posición en todo momento, quedando en entredicho la mitad de las virtudes que Emil atribuía a su técnica. El buen humor de hacia un rato, si es que no llevaban una eternidad corriendo en círculos, se esfumó junto a la sonrisa del santo de Flecha, que debía soportar con tesón las quejas de sus compañero.
—Imperceptibles, decía; nadie podrá percibirnos, decía. ¡Ja! Sneyder nos habrá notado en el momento en que creaste esta burbuja inútil. ¡A él no se le escapa nada!
—¿Qué tiene que ver Sneyder en todo esto? —preguntó Emil. Al ver que no le respondería, añadió—: ¿No es la división Cisne la encargada de vigilar esta zona?
—Tuvieron que marcharse para tapar la vergüenza que pasaron en año nuevo —dijo Lesath—. Si salimos de esta y no te he arrancado la cabeza, te lo contaré.
—Deja de hablar como si esto fuera mi culpa.
—Es culpa de quien te escogió para esta misión.
—Me parece que tú eres el que no está aportando mucho aquí, pero mejor es nada. Makoto está inconsciente, Kiki es demasiado valioso y tanto Shun como la subcomandante ni siquiera han sido informados de esto. Azrael está pegado a Akasha con pegamento, aunque la idea de verlo con un arma experimental de las suyas habría valido la pena. Solo quedábamos tú, yo y Ban. Oye, sí, Ban habría sido un buen compañero, él habría hecho saltar el mago por los aires.
—¿Quién fue el que me impidió ir a por el manto de Orión cuando lo teníamos a la vista? —dijo Lesath—. Si hubiese tenido a Ban de compañero, habríamos ido juntos a por el mago y esto ya estaría más que resuelto.
—Se te está olvidando algo —dijo Emil—. Él no tiene la Fortaleza de Luz.
—Cualquier santo de plata podría crear un campo de fuerza como este. No me malentiendas, el viaje es la mitad de incómodo gracias a esto y eso de que nuestros cosmos estén ocultos sería un inteligente añadido si no estuviéramos bajo la nieve, la lluvia o cualquier inconveniente climatológico, pero no es bueno enorgullecerse demasiado de una técnica. Eso solo te llevará al fracaso.
—Suena a que hablas por experiencia propia.
—Y así es. Dediqué mi entrenamiento a una técnica, solo una, capaz de dar muerte a cualquier ser vivo de un solo golpe. Mi compañero, más joven y creativo, me venció con la misma facilidad con la que aplastaba escorpiones con sus manitas de prodigio.
Siguieron avanzando, tratando de ir en una dirección que no hubiesen probado antes. Ya hasta habían dado por perdido el manto de Orión y el casco de Flecha y se conformaban con acabar frente a la Ciudad Azul como un par de viajeros agotados y confundidos. Que el Señor del Invierno se encargara del mago, como era su deber.
—Me gusta aplastar escorpiones, les tenía miedo cuando era un crío —dijo Lesath, uno más entre los erráticos comentarios que soltaba de vez en vez sobre su entrenamiento bajo el sol del Sahara. Calor, calor cómo el que él se había cansado de conjurar.
—Te estás pasando un poco, ¿no te parece? —observó Emil, limpiándose el sudor de la frente—. Ya no hay hielo sobre mi Fortaleza de Luz y creo que quemar el aire es un gasto de energía inútil. En serio, detenlo ya.
—¿De qué estás hablando, elfo? ¿Y por qué hace tanto calor aquí?
Los dos santos de plata se miraron, confundidos. Ninguno era capaz de decir en qué momento la tundra se había convertido en un volcán. Abajo, la nieve y la tierra se derretían por igual, tornándose en un charco de magma del que no tardó en salir un hombre, acaso el responsable de tan caluroso ambiente.
—Habéis tardado demasiado, malhechores.
Sobre la camisa y pantalón amarillos, destacaba un manto sagrado de vivas tonalidades rojas y naranjas, protegiendo los brazos, las piernas y zonas vitales del pecho. De las hombreras colgaban los restos de una túnica, hecha jirones; de la cintura, un zurrón. El casco, con los extremos afilados evocando al fuego, se extendía en protecciones para las mejillas que se juntaban en el mentón. Sin duda, no se trataba de un guerrero azul.
—¿Es cosa mía o ese hombre ha permanecido todo este tiempo bajo la nieve?
—Una debilidad más que añadirle a tu Fortaleza de Luz: vulnerable a ataques bajo tierra —apuntó Lesath, sin dejar de mirar al recién llegado.
—Nada puede hacer el frío contra Aerys de Erídano, santos de plata. Mientras tenga qué comer, podría pasar todo el día al fresco.
Haciendo honor a sus palabras, Aerys removió en el zurrón hasta sacar un largo pan, que de inmediato empezó a mordisquear con avidez. Los santos de plata lo miraban sorprendidos, sin saber qué decir. ¿Cuánto llevaba ese hombre sin probar bocado?
—Llevas un buen rato esperándonos, ¿eh? —dijo Emil.
—Una hora —respondió Aerys, después de engullir el trozo de pan que estaba masticando—. La última vez que os vi, estabais a medio kilómetro del glaciar, así que me escondí por la zona. ¿Quién me iba a decir a mí que la afamada velocidad de un santo de plata solo fueran habladurías?
—¿El glaciar? —dijeron, a un mismo tiempo, Emil y Lesath.
—Sí, fue muy extraño. Primero señalasteis un montón de basura en llamas, luego fuisteis en la dirección contraria, salisteis de la carretera y empezasteis a dar vueltas en círculos por la tundra hasta que se os ocurrió tomar un rumbo fijo. Asumiendo que seguiría siendo así, me escondí y esperé.
—Éramos invisibles —aseguró Emil.
—¿Una esfera de hielo y nieve que deja a su paso pisadas humanas? El soldado promedio de la Ciudad Azul merece más ese título que tu técnica.
—La llamamos Idiotez Luminosa —terció Lesath.
—Estupidez Luminosa —corrigió por instinto Emil—. Quiero decir, Fortaleza de Luz. ¿De qué te ríes? ¡No tiene ninguna gracia!
Pero Aerys, ante la cara indignada del santo de Flecha, siguió riendo un rato más. No recuperó la calma hasta que dio un bocado más al pan.
—Estúpidos. Ese sí que es un título que os queda bien, santos de plata. Si uno se pierde en la tormenta, no sigue caminando sin rumbo, sino que se detiene a pensar un poco.
—Mi vista no es como la de los demás hombres —se quejó Emil—. Soy un santo de Atenea, mis sentidos evolucionaron a la par que mi poder. No podría perderme en una tormenta convencional. ¡Y de ninguna forma habría perdido de vista a un hombre vestido de rojo y amarillo en medio de la tundra!
—Ya te dije que esta tormenta no es normal —dijo Lesath—. Si puede negarle el cielo a un pájaro, también puede impedir que un indeseable entre a su ciudad por tierra.
—Excepto por un detalle —dijo Aerys—. La tormenta ya no es controlada por el rey, sino por el mago. Un enemigo peligroso, que robó el fuego conjurado por el hombre, un fragmento del río universal llamado tiempo y la tierra que pisasteis por primera vez. Todo para poder ir a por el elemento que le es más afín, el viento.
Lesath de Orión se había aguantado las ganas de saltarle un diente a aquel improvisado cuando los tachó de estúpidos, en buena medida porque tampoco se sentía muy listo tras solo seguir caminando sin pensar en una estrategia. Sin embargo, en cuanto el santo de Erídano dio muestras de saber la razón de aquel despropósito, no dudó. Lo agarró del cuello con manos más ardientes que una hoguera.
Aerys, lejos de impresionarse, pasó lo que le quedaba del pan a un par de centímetros de Lesath, calentándolo y dio un último bocado.
—Está de malhumor porque no ha comido —aventuró Emil—. ¿Por qué no…?
—Es mi pan, yo lo hice —apuntó Aerys, tan amenazante como podía ser con la boca llena de migas—. Si me lo robáis, os derrito de adentro hacia fuera.
—La división Cisne sabía que veníamos y dejó un centinela aquí —entendió Lesath, soltando al sujeto—. Estoy empezando a pensar que la jefa no es muy lista.
—En realidad, ella misma me contactó. Tenía que destruir el camión vacío, darle una paliza al peliblanco y traerlo a las autoridades para que lo atiendan, mientras el santo de Orión se escabullía hasta el castillo de Bluegrad para pedir un favor a Su Majestad.
Una vez más Emil y Lesath se miraron, sorprendidos, dándose cuenta de que su situación no tenía sentido por más que la pensaran.
—Todo ha sido autorizado por el general Sneyder, claro está —concluyó Aerys, muy seguro, mientras se apartaba las migas de la cara.
Los santos de Flecha y Orión asintieron con gravedad, tratando de parecer igual de convencidos. No era tarea fácil. Sneyder y Akasha eran las personas más opuestas de todo el Santuario. Nadie a excepción de Aerys se tragaría el cuento de que aquellos dos estarían de acuerdo en un plan tan estrafalario.
—Pero se me ha ocurrido una idea mejor —dijo el santo de Erídano—. Cacemos al mago, entremos a la Ciudad Azul como héroes y pidamos audiencia real.
Luego de tanto tiempo de seriedad e irritación, Lesath se echó a reír. Pronto le siguió Emil, estallando a carcajadas ante un perplejo Aerys.
—¿Qué ocurre, santos de plata?
—Eres un genio —dijo Emil—. ¡Eso es lo que ocurre!
Así fue como los santos de Atenea salieron del círculo, por fin cerrado.