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Juicio Divino: La última Guerra Santa


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#121 Rexomega

Rexomega

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Publicado 13 abril 2020 - 10:20

Saludos

 

Patriarca 8

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Seph Girl

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***

 

Capítulo 21. Mago y tormenta

 

Las llamas barrieron toda la tierra a un kilómetro a la redonda, convirtiendo la tundra dividida por una carretera agrietada en un páramo humeante. Luego, el paisaje volvió a ser tal y como era hacía tan solo cinco segundos, incluso el meteoro recién formado estaba sobre el cayado del mago, quien desató de nuevo la hecatombe.

Una y otra vez, Emil veía cómo el fuego y el hielo se adueñaban del ambiente en un bucle interminable, sin que a él ni a Lesath les pasara nada.

El santo de Orión había visto mejores días. Nacido para ser un héroe, era alto y esbelto, de complexión fuerte y tez tostada, tanto por nacimiento como por el duro entrenamiento que había realizado en el Sahara. El cabello y la barba, de un rojo oscuro, le daban un aspecto feroz cuando se enfadaba, cosa que solía ocurrir a menudo. No obstante, ahora, despeinado, vistiendo un abrigo de vagabundo en lugar del manto de plata y con la cara estampada en la nieve después de chocar con una pared invisible, tenía la clase de aspecto que provocaba esa risa tonta por la que había sido repudiado por medio Santuario. Si se podía contener, era por la urgencia de la situación.

Por eso y porque su técnica solo les protegía de las llamas, no del ensordecedor ruido y la visión de las cien explosiones que ocurrieron antes de que terminara el bucle apocalíptico. El mago desapareció a la vez, acaso satisfecho con el experimento.

—Tendrá una fiesta de cumpleaños —se atrevió a bromear Emil, mientras veía la tundra y la carretera de nuevo intactas. El fuego volvía a arder sobre los restos del camión que el bruto de su compañero, quien apenas ahora se levantaba, había destruido.

—Exijo una explicación —gruñó Lesath.

—La prioridad de un tirador es encontrar el mejor lugar desde donde disparar —dijo Emil, sintiéndose un poco mal al ver la frente enrojecida de Lesath. Solo un poco—. Yo prefiero ahorrarme la búsqueda, así que aprendí a crear un campo de fuerza. Chocaste contra eso cuando ibas a suicidarte, quiero decir, buscar el manto de Orión.

—Hasta ahí llego —dijo Lesath, a tan solo un paso de Emil—. Si te gusta tener la cabeza sobre los hombros, más te vale que me saques de esta ratonera. Ya.

—Es impenetrable por fuera —prosiguió Emil, con un orgullo que contrastaba con la ira creciente de Lesath, rojo como un volcán en erupción—, pero por dentro no tiene por qué serlo, puedo adaptarlo para que mis flechas puedan atravesarlo sin abrir una apertura que el enemigo pueda aprovechar. ¿Lo mejor de todo? ¡Se desplaza conmigo! A esta técnica la llamo Fortaleza de Luz.

Fortaleza de Luz —repitió Lesath, poniendo las manos sobre los hombros de su compañero—. ¿Y por qué no Bengala de Luz? ¿O Estupidez Luminosa?

—¡Deja que termine, impaciente! Este campo de fuerza dobla la luz y oculta nuestro cosmos, de modo que somos invisibles.

—¿Invisibles?

—¿Por qué ahora te ha dado por repetir todo lo que digo? ¿Eres pariente de la ninfa Eco, por casualidad? Sí, invisibles, eso es lo que dicho. Significa que no nos pueden ver, que no pueden percibir nuestra presencia.

El santo de Flecha siguió diciendo sinónimos a la vez que Lesath repetía algunas de las frases, tal vez pensando en las oportunidades que la técnica ofrecía.

—No es Estupidez Luminosa. —El santo de Orión se apartó de Emil antes de ponerse a reír con ganas, lo que era más aterrador que una mirada amenazante—. El mago no nos verá, el ejército no podrá percibirnos y la tormenta nos dejará en paz.

Tras soltar aquel comentario, dio un manotazo a la espalda de Emil, indicándole que marcara el ritmo. Así lo hizo, dirigiéndose hacia las llamas y el metal derretido bajo el que se hallaban una caja de Pandora y el casco de Flecha. Luego, tendrían que trabajar juntos para cazar al mago y detener la tormenta.

—La tormenta no es cosa del mago —dijo Lesath cuando Emil le comentó el plan de acción—. Es el rey de Bluegrad, Señor del Invierno, quien la invoca. Sospecho que Alexei y Nadia estaban asegurándose de que no había un ciudadano rezagado por las cercanías. Los soldados son supervivientes, acostumbrados a un clima hostil. La gente común de la ciudad se ha habituado a noches de estufa, leche y pan caliente.

—Eso no tiene sentido. Si no fuera por mi manto sagrado y mi cosmos, habría muerto congelado. ¿Cómo iba el sargento Alexei a sobrevivir a algo así?

—Es por tu cosmos y tu manto sagrado que la tormenta te atacó con tanta saña. No pienses en ella como una catástrofe natural, el Señor del Invierno lo hizo en 1812 y no solo la Francia imperial de Napoleón pagó las consecuencias, sino también su pueblo. Es un ser vivo, detecta al fuerte como una amenaza y lo elimina. Seguro que a ti te llevó al borde de la muerte por querer hacerte el listo y enfrentar el frío con cosmos.

—No estaba al borde de la muerte, estaba durmiéndome.

—Esos dos son hermanos, tanto da estar en brazos de uno o de otro.

—¿Prefieres estar entre los brazos de mi Fortaleza de Luz? —presumió Emil. 

—Ya lo creo que sí —dijo Lesath, sorprendiendo a su compañero—. Porque si ocultas tu cosmos, dejamos de existir para la tormenta, que se encargará de darle al mago un buen dolor de cabeza, si es que tiene una. Según he oído, para el Señor del Invierno es igual de sencillo negar el cielo a un pájaro y dificultar el teletransporte a un experto como Kiki. No tendremos que preocuparnos del enemigo hasta que nos armemos.

A la vez que Emil dejaba escapar un silbido de admiración, sintió que el gusano de la envidia le corroía las entrañas. A él solo le habían encomendado una misión de último minuto con una explicación a la carrera, de parte de Azrael, no de Akasha; Lesath, en cambio, había sido enviado en solitario a Bluegrad para sofocar una revuelta organizada por Campeones de Hades, por lo que se le dijo de la Ciudad Azul todo lo que se podía saber y más. Por la frustración, más bien infantil, que le recorrió el cuerpo entero, empezó a explicar algo que solo él sabía: la Fortaleza de Luz.

—La primera capa es la que nos vuelve imperceptibles, se crea tan rápido y con tanta facilidad que nadie lo nota hasta que es demasiado tarde. La segunda, unida a la anterior de tal forma que parecen lo mismo, requiere que le suministre una cantidad moderada de mi cosmos en todo momento, cosmos que nadie de fuera puede percibir. Si solo quieres ocultarte, bastan estas dos, pero si eres como yo y deseas atacar desde la comodidad de tu campo de fuerza, necesitas una tercera capa, conectada a la primera.

—Es como la relación entre los dos extremos de un agujero de gusano —observó Lesath—. ¡Por eso la primera capa nos oculta! Solo lo que está en el interior puede salir de allí, nada puede entrar, ni siquiera los sentidos sobrenaturales de nuestros enemigos.

—A menos que destruyan la segunda capa. Desde ya te digo que yo no puedo hacerlo ni con mi Arco Solar, así que tus puños ni siquiera harán que tiemble.

El santo de Orión asintió distraído antes de tocar la pared invisible, tal vez preparándose para poner en práctica las palabras de su compañero. Este, henchido de orgullo, dejó de caminar y observó. Más allá, la tormenta llenaba todo de un blanco cegador en el que no era posible distinguir cuánto se habían acercado al objetivo.

—Es como los extremos de un agujero de gusano —repitió Lesath—. amolar, cuando pille a ese mago le arrancaré la cabeza.

—Si es que tiene una —bromeó Emil, dándose cuenta entonces de lo que su compañero había notado—. ¿No me lanzaste muy lejos del camión, verdad?

No hizo falta que Lesath, que poco le quedaba para que le salieran humo de las orejas, le contestara. Él había sentido el calor de la explosión y había visto con cristalina claridad el fuego sobre los restos del vehículo, era imposible que tardaran tanto en llegar hasta allí. Y ya que mente, cuerpo y alma estaban a salvo bajo la Fortaleza de Luz, no podían haber estado en medio de una ilusión, como el odioso Laberinto de Géminis.

—De los creadores de bucle apocalíptico —anunció Emil, haciéndose oír por sobre los gruñidos, maldiciones e insultos de Lesath—, llega el bucle de los tontos muy tontos.

 

***

 

Ajeno a aquellos sucesos, al menos en parte, Piotr recibía a dos emisarios de lo más particulares. El primero, con los rasgos ocultos bajo el embozo de una capucha, permaneció firme junto a la entrada, mirando el fresco desde el que había salido como por arte de magia. Al monarca le pareció que la doncella pintada en el techo le devolvía la mirada con una sonrisa perversa, de esas que los hombres prudentes temían ver en las mujeres. Fue el segundo, caballero negro de la Copa, quien lo devolvió a la realidad.

—Seré breve, Su Majestad —dijo el oficial de Hybris, dirigente de una orden especial conocida como los Caballeros de Ganímedes, imitación de los guerreros azules—. He venido aquí para firmar una alianza entre nuestro pueblo y el nuevo mundo.

—Lo de matar criminales por cuenta propia no es nada nuevo, muchacho. La justicia empezó de ese modo. Ojo por ojo, diente por diente. Justicia retributiva, un castigo equivalente al crimen cometido, así como una sombra es doble de un santo legítimo.

—Creedme, Su Majestad, que esta práctica bárbara no es de mi agrado —aclaró el caballero negro, cuyos rasgos pertenecían a otra persona, el santo de Copa, que Piotr conocía de vista—. No es el objetivo de Hybris, sino un primer paso. Debemos apartar las piedras del camino correcto si queremos que los hombres lo recorran.

—Dijiste que serías breve, muchacho. No recuerdo que faltaras nunca a tu palabra.

—Si el mundo ha acabado siendo de esta forma, se debe por igual a quienes hacen el mal y quienes lo permiten —prosiguió el caballero negro—. El gobierno de cada nación tendrá que responder por sus actos. El malvado caerá, el justo prevalecerá.

—En política, distinguir el bien y el mal no es tan sencillo, muchacho. Si es tu intención buscar a un gobernante que no tuviera que mancharse las manos por el bien de su pueblo, solo puedo desearte buena suerte.

—Lo tengo delante —dijo el caballero negro—. De todos los Señores del Invierno, vos sois el único en ochocientos años que en verdad veló por nuestro bienestar.

—Nunca me lisonjeaste cuando trabajabas para mí.

—¡No son lisonjas! —aseguró, airado, el caballero negro—. He pensado en la historia de nuestro pueblo. Fuimos un imperio cuando el mundo estaba conformado por pueblos desunidos, nos convertimos en un reino fragmentado cuando las semillas de los imperios europeos apenas empezaban a germinar. Después vino la tormenta, mujeres y niños muriendo de hambre y de frío, reyes temblando entre estas paredes de piedra y héroes teniendo que venderse a otras naciones como perros de guerra para poder sobrevivir un año más. ¿Quién fue el que detuvo esa época de penurias y tragedias sin cuento? Vos lo hicisteis. Os tacharon de cobarde, sirviente y asesino cuando pactasteis una alianza con los revolucionarios, así como ocurrió hace cien años con vuestro antepasado, mas no cedisteis y aquí hemos acabado. Ahora sí que merecemos hacernos llamar la Ciudad Azul, los niños no tienen que luchar por la comida y pueden crecer y aprender de los ancianos, que no son ya un estorbo, sino fuente de sabiduría. Hombres y mujeres son más que mercenarios y madres de unos hijos que tienen que elegir entre dar muerte y morir. Todo esto es gracias a vos, Su Majestad, fuisteis vos quien dio al débil y al enfermo un lugar en nuestro pequeño y aislado mundo.

Nada pudo replicar Piotr al apasionado discurso del caballero negro, tan distinto al que escuchó de su hijo el pasado año, en aquella noche de Navidad en la que alegría y tristeza, orgullo y decepción, se entremezclaban. Para Alexer, él era el rey que se arrodilló y traicionó la historia que le precedía; para aquel hombre que ahora tenía enfrente, él era un salvador, un mesías que ya era sabio desde el momento en que nació.

Ambos estaban equivocados. El Señor del Invierno no era más que un hombre tomando una decisión. No era ni mejor ni peor que cualquier otro monarca cuerdo.

—Su Majestad, el nuevo mundo necesita a hombres como vos para liderarlo. Quienes ahora gobiernan han fallado demasiadas veces a la humanidad, es tiempo de que cedan el inmerecido puesto que ocupan a otros mejores que ellos.

Piotr sonrió. Ya había visto una revolución en sus buenos años. Un cambio en el poder nunca era pacífico. Más que una cesión de poder, sería una guerra, acaso un golpe de Estado a escala global. Hybris era más peligrosa de lo que había supuesto.

—Si ese mundo en el que crees es tan nuevo, deja que lo dirijan los jóvenes y no los viejos como yo y el hombre al que ahora sirves. Ese sí que es un vejestorio, un taimado escorpión al que no le importa si el mundo queda convertido en un erial sin vida, pues él ya sobrevivió una vez a la cólera de los dioses. Dime, muchacho, ¿cuándo pasaste de vigilarlo, tal y como te pedí que hicieras, a dejar que él te vigile a ti?

—Cuando vi el estado en el que se encuentra el mundo y la indolencia del Santuario al respecto —contestó el caballero negro con decisión—. Deserté por mi propia cuenta, Su Majestad, nadie tuvo que convencerme, no soy ningún niño.

—Desde mi punto de vista, todos los guerreros azules lo sois, Cristal —dijo Piotr, al fin atreviéndose a nombrar a quien él mismo había mandado a Reina Muerte más de una década atrás, accediendo más adelante a que sirviera en el Santuario—. No puedo evitarlo, pues os he entrenado a todos. A ti, que fuiste el más joven en completar el entrenamiento, adelantando incluso a mi hijo, el más fuerte de todos.

—Juventud y poder no combinan bien, Su Majestad —dijo el caballero negro—. Os fallé hace veinticinco años, el príncipe Alexer murió por mi culpa.

Piotr sacudió la cabeza en señal de negación. Recordaba ese día y la renuncia de Cristal, que bien pudo llegar a ser capitán de los guerreros azules. Estaba por decirle, una vez más, que nada de aquello era su responsabilidad cuando sintió una mano en el hombro.

El acompañante de Cristal, hasta ahora silencioso como una estatua, se había posicionado tras él sin que siquiera pudiera verlo. Velocidad de la luz.

—Basta de rodeos, anciano —dijo la criatura, pues la voz que salió de la capucha, que hacía temblar la totalidad del cuarto, no merecía ser considerada humana—. Mi señora demanda una respuesta. ¿Aliado o cadáver?

Antes de que Piotr pudiera preguntar, no sin cierta sorna, a qué mujer se refería la criatura, las puertas del despacho se abrieron de par el par. El frío inundó la sala, llenándola de tinieblas al apagar las tres velas del candelabro.

 

***

 

Mientras tal conversación se daba en el siempre igual de lejano castillo de Bluegrad, Lesath y Emil seguían recorriendo la misma distancia sin poder hacer nada por remediarlo. Habían probado todo, desde avanzar en otra dirección hasta retroceder. El resultado siempre era el mismo: nieve, viento y hielo por todos lados; apenas sabían que estaban pisando el mismo suelo porque iban corriendo a trote, de tal modo que las pisadas no habían desaparecido cuando volvían a empezar.

Para colmo, la tormenta no paraba de llenar de escarcha la Fortaleza de Luz, de modo que le tocaba a Lesath desplegar ondas de calor para derretirla. Debido a aquello, lo que debía ser un campo de invisibilidad se había convertido en la base de una columna de vapor que delataba su posición en todo momento, quedando en entredicho la mitad de las virtudes que Emil atribuía a su técnica. El buen humor de hacia un rato, si es que no llevaban una eternidad corriendo en círculos, se esfumó junto a la sonrisa del santo de Flecha, que debía soportar con tesón las quejas de sus compañero.

—Imperceptibles, decía; nadie podrá percibirnos, decía. ¡Ja! Sneyder nos habrá notado en el momento en que creaste esta burbuja inútil. ¡A él no se le escapa nada!

—¿Qué tiene que ver Sneyder en todo esto? —preguntó Emil. Al ver que no le respondería, añadió—: ¿No es la división Cisne la encargada de vigilar esta zona?

—Tuvieron que marcharse para tapar la vergüenza que pasaron en año nuevo —dijo Lesath—. Si salimos de esta y no te he arrancado la cabeza, te lo contaré.

—Deja de hablar como si esto fuera mi culpa.

—Es culpa de quien te escogió para esta misión.

—Me parece que tú eres el que no está aportando mucho aquí, pero mejor es nada. Makoto está inconsciente, Kiki es demasiado valioso y tanto Shun como la subcomandante ni siquiera han sido informados de esto. Azrael está pegado a Akasha con pegamento, aunque la idea de verlo con un arma experimental de las suyas habría valido la pena. Solo quedábamos tú, yo y Ban. Oye, sí, Ban habría sido un buen compañero, él habría hecho saltar el mago por los aires.

—¿Quién fue el que me impidió ir a por el manto de Orión cuando lo teníamos a la vista? —dijo Lesath—. Si hubiese tenido a Ban de compañero, habríamos ido juntos a por el mago y esto ya estaría más que resuelto.

—Se te está olvidando algo —dijo Emil—. Él no tiene la Fortaleza de Luz.

—Cualquier santo de plata podría crear un campo de fuerza como este. No me malentiendas, el viaje es la mitad de incómodo gracias a esto y eso de que nuestros cosmos estén ocultos sería un inteligente añadido si no estuviéramos bajo la nieve, la lluvia o cualquier inconveniente climatológico, pero no es bueno enorgullecerse demasiado de una técnica. Eso solo te llevará al fracaso.

—Suena a que hablas por experiencia propia.

—Y así es. Dediqué mi entrenamiento a una técnica, solo una, capaz de dar muerte a cualquier ser vivo de un solo golpe. Mi compañero, más joven y creativo, me venció con la misma facilidad con la que aplastaba escorpiones con sus manitas de prodigio.

 

Siguieron avanzando, tratando de ir en una dirección que no hubiesen probado antes. Ya hasta habían dado por perdido el manto de Orión y el casco de Flecha y se conformaban con acabar frente a la Ciudad Azul como un par de viajeros agotados y confundidos. Que el Señor del Invierno se encargara del mago, como era su deber.

—Me gusta aplastar escorpiones, les tenía miedo cuando era un crío —dijo Lesath, uno más entre los erráticos comentarios que soltaba de vez en vez sobre su entrenamiento bajo el sol del Sahara. Calor, calor cómo el que él se había cansado de conjurar. 

—Te estás pasando un poco, ¿no te parece? —observó Emil, limpiándose el sudor de la frente—. Ya no hay hielo sobre mi Fortaleza de Luz y creo que quemar el aire es un gasto de energía inútil. En serio, detenlo ya.

—¿De qué estás hablando, elfo? ¿Y por qué hace tanto calor aquí?

Los dos santos de plata se miraron, confundidos. Ninguno era capaz de decir en qué momento la tundra se había convertido en un volcán. Abajo, la nieve y la tierra se derretían por igual, tornándose en un charco de magma del que no tardó en salir un hombre, acaso el responsable de tan caluroso ambiente.

—Habéis tardado demasiado, malhechores.

Sobre la camisa y pantalón amarillos, destacaba un manto sagrado de vivas tonalidades rojas y naranjas, protegiendo los brazos, las piernas y zonas vitales del pecho. De las hombreras colgaban los restos de una túnica, hecha jirones; de la cintura, un zurrón. El casco, con los extremos afilados evocando al fuego, se extendía en protecciones para las mejillas que se juntaban en el mentón. Sin duda, no se trataba de un guerrero azul.

—¿Es cosa mía o ese hombre ha permanecido todo este tiempo bajo la nieve?

—Una debilidad más que añadirle a tu Fortaleza de Luz: vulnerable a ataques bajo tierra —apuntó Lesath, sin dejar de mirar al recién llegado.

—Nada puede hacer el frío contra Aerys de Erídano, santos de plata. Mientras tenga qué comer, podría pasar todo el día al fresco.

Haciendo honor a sus palabras, Aerys removió en el zurrón hasta sacar un largo pan, que de inmediato empezó a mordisquear con avidez. Los santos de plata lo miraban sorprendidos, sin saber qué decir. ¿Cuánto llevaba ese hombre sin probar bocado?

—Llevas un buen rato esperándonos, ¿eh? —dijo Emil.

—Una hora —respondió Aerys, después de engullir el trozo de pan que estaba masticando—. La última vez que os vi, estabais a medio kilómetro del glaciar, así que me escondí por la zona. ¿Quién me iba a decir a mí que la afamada velocidad de un santo de plata solo fueran habladurías? 

—¿El glaciar? —dijeron, a un mismo tiempo, Emil y Lesath.

—Sí, fue muy extraño. Primero señalasteis un montón de basura en llamas, luego fuisteis en la dirección contraria, salisteis de la carretera y empezasteis a dar vueltas en círculos por la tundra hasta que se os ocurrió tomar un rumbo fijo. Asumiendo que seguiría siendo así, me escondí y esperé.

—Éramos invisibles —aseguró Emil.

—¿Una esfera de hielo y nieve que deja a su paso pisadas humanas? El soldado promedio de la Ciudad Azul merece más ese título que tu técnica.

—La llamamos Idiotez Luminosa —terció Lesath.

Estupidez Luminosa —corrigió por instinto Emil—. Quiero decir, Fortaleza de Luz. ¿De qué te ríes? ¡No tiene ninguna gracia!

Pero Aerys, ante la cara indignada del santo de Flecha, siguió riendo un rato más. No recuperó la calma hasta que dio un bocado más al pan.

—Estúpidos. Ese sí que es un título que os queda bien, santos de plata. Si uno se pierde en la tormenta, no sigue caminando sin rumbo, sino que se detiene a pensar un poco. 

—Mi vista no es como la de los demás hombres —se quejó Emil—. Soy un santo de Atenea, mis sentidos evolucionaron a la par que mi poder. No podría perderme en una tormenta convencional. ¡Y de ninguna forma habría perdido de vista a un hombre vestido de rojo y amarillo en medio de la tundra!

—Ya te dije que esta tormenta no es normal —dijo Lesath—. Si puede negarle el cielo a un pájaro, también puede impedir que un indeseable entre a su ciudad por tierra.

—Excepto por un detalle —dijo Aerys—. La tormenta ya no es controlada por el rey, sino por el mago. Un enemigo peligroso, que robó el fuego conjurado por el hombre, un fragmento del río universal llamado tiempo y la tierra que pisasteis por primera vez. Todo para poder ir a por el elemento que le es más afín, el viento.

 

Lesath de Orión se había aguantado las ganas de saltarle un diente a aquel improvisado cuando los tachó de estúpidos, en buena medida porque tampoco se sentía muy listo tras solo seguir caminando sin pensar en una estrategia. Sin embargo, en cuanto el santo de Erídano dio muestras de saber la razón de aquel despropósito, no dudó. Lo agarró del cuello con manos más ardientes que una hoguera.

Aerys, lejos de impresionarse, pasó lo que le quedaba del pan a un par de centímetros de Lesath, calentándolo y dio un último bocado.

—Está de malhumor porque no ha comido —aventuró Emil—. ¿Por qué no…?

—Es mi pan, yo lo hice —apuntó Aerys, tan amenazante como podía ser con la boca llena de migas—. Si me lo robáis, os derrito de adentro hacia fuera.

—La división Cisne sabía que veníamos y dejó un centinela aquí —entendió Lesath, soltando al sujeto—. Estoy empezando a pensar que la jefa no es muy lista.

—En realidad, ella misma me contactó. Tenía que destruir el camión vacío, darle una paliza al peliblanco y traerlo a las autoridades para que lo atiendan, mientras el santo de Orión se escabullía hasta el castillo de Bluegrad para pedir un favor a Su Majestad. 

Una vez más Emil y Lesath se miraron, sorprendidos, dándose  cuenta de que su situación no tenía sentido por más que la pensaran.

—Todo ha sido autorizado por el general Sneyder, claro está —concluyó Aerys, muy seguro, mientras se apartaba las migas de la cara.

Los santos de Flecha y Orión asintieron con gravedad, tratando de parecer igual de convencidos. No era tarea fácil. Sneyder y Akasha eran las personas más opuestas de todo el Santuario. Nadie a excepción de Aerys se tragaría el cuento de que aquellos dos estarían de acuerdo en un plan tan estrafalario.

—Pero se me ha ocurrido una idea mejor —dijo el santo de Erídano—. Cacemos al mago, entremos a la Ciudad Azul como héroes y pidamos audiencia real.

Luego de tanto tiempo de seriedad e irritación, Lesath se echó a reír. Pronto le siguió Emil, estallando a carcajadas ante un perplejo Aerys.

—¿Qué ocurre, santos de plata?                                        

—Eres un genio —dijo Emil—. ¡Eso es lo que ocurre!  

Así fue como los santos de Atenea salieron del círculo, por fin cerrado.


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#122 Seph_girl

Seph_girl

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Publicado 17 abril 2020 - 13:31

Capítulo 21. La ineficaz fortaleza de luz
 
Así de fuerte es el rey de Bluegrad que puede tener una tormenta viviente e inteligente custodiando su reino las 24 horas del día (aunque el Mago parece mas fuerte con eso que se hizo del control de la tormenta, dah)
 
Vaya con Emil, que tanto vanagloria su técnica y le salen como mil defectos y contratiempos jajaja.
 
Hablan mucho de lo que pasó en Bluegrad el "año Pasado en Año Nuevo" y ni me acuerdo si lo explican o si ya lo explicaron y no lo noté xD, pero así soy yo siempre de despistada.
 
El Rey pues tiene una audiencia sorpresa, (que se mueran de envidia Emil y Lesath que están batallando tanto tan siquiera para llegar a la puerta del castillo)
Donde vemos de nuevo a CRISTAL que ya por la maldición de los caballeros negros se ve de otra manera. Y parece que llegaron a salvar al viejo, ¿quién seráaaa?
 
Y aparece un nuevo personaje, el santo de Eridiano que tiene que comer para tener siempre energía (como Flash)
A ver cómo les va a ese trío de santos.
 
PD. Buen cap, sigue así :3

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#123 -Felipe-

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Publicado 17 abril 2020 - 14:30

No me canso de las interacciones entre el dúo cómico de Santos de Plata. El chistoso, un Emil que cada vez me cae mejor, no solo muestra sus características tan humanas, en lo positivo y en lo negativo, sino que revela una técnica con una explicación tan genial, tan a lo Hunter x Hunter (se que no lo conoces, pero es más que nada, que cada técnica o habilidad tienen una super compleja descripción, así como condiciones y perjuicios), como el Arco Solar, que no puedo sino aplaudirle. ¡No eres nada, y nunca fuiste nada, Ptolemy! Lástima que, como apunta después Orión, tiene algunas... fallas de diseño, como un auto empañado, o una burbuja invisible a la que puedes echar barro para que no lo sea. Pero la idea, como tal, es magnífica.

 

Aquí me nace una pregunta. El "tema" del Santo de Flecha son aquí la luz y el sol (o ambas, a la vez). ¿Por qué esa decisión, considerando su no tan afamado predecesor? Y ya que estamos, ¿cómo le hace cuando hay completa oscuridad?

El serio del dúo es mi personaje ya favorito de esta historia, y eso que lleva tres capítulos nomas. Lesath es sencillamente brutal, genial, arrogante y, ¡j.oder!, ¡jod.er!, solo la censura del foro puede con el hombre. Cada vez que abre la boca yo sonrío. Y, en cuanto a Erídano, por ahora está bien, es simpático, tiene la armadura del Santo de Fuego del relleno del animé al parecer. Y, sin querer, dio con la estrategia precisa, que asumo será una táctica digna de Seiya jaja

 

Pasamos a la siguiente escena. ¿Que sería Saint Seiya sin los tipos misteriosos encapuchados? Quien sea que venda esas capas debe ser millonario a estas alturas, hasta los dioses las encargan para despacho a sus santuarios. En cualquier caso... ¡Era Cristal! ¡Cristal de Copa Negra! Suena graciosísimo xD La conversación con el Señor de Invernalia... por ahora, bien. Cada uno es más terco que el otro, a la vez.

 

Eso sería. Se me pasó comentar el capítulo anterior, por lo que veo, no sé por qué... pero, el caso es que me encantó también. ¿Será que se borró o realmente leí sin comentar? Si es así, mis disculpas.


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#124 Rexomega

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Publicado 20 abril 2020 - 07:26

Saludos

 

¡Buen review, sigue así!

 

Seph Girl

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Felipe

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***

 

Capítulo 22. Lamentos del lejano norte

 

El grupo atravesó la tundra con buen ritmo, sin poder ya distinguir la carretera del resto del terreno, del todo cubierto por un manto níveo agitado por las manos de Bóreas. Aquello dificultó la tarea de encontrar los restos del camión, en especial porque el frío debía haber extinguido las llamas después de tanto tiempo, pero el oído de Lesath era bueno, y la vista de Emil, aún mejor. Hubo poca charla en lo que tardaron en llegar.

—Si trabajas para Akasha, ¿por qué nos estabas esperando para atacarnos? —preguntó el suspicaz Lesath, dedicando una mirada entornada a su compañero de bronce.

—Porque así podía a ver dónde el espacio estaba distorsionado —explicó Aerys, para luego añadir—: ¡Y no trabajo para Akasha! Mi lealtad es con la división Cisne.

—¿Esos no son los que se encargan de vigilar a Poseidón? —terció Emil.

Antes de responder, Aerys infló el pecho, orgulloso.

—En efecto, Dragón y Cisne vigilan a los más antiguos y poderosos enemigos de Atenea, mientras que Fénix vigila a sus propios compañeros, Andrómeda rebusca en la basura y Pegaso se hurga en la nariz. Lo digo sin ánimo de ofender, ¿por qué mantener a una división de santos en el Santuario estando allí toda la guardia?

Nada quisieron decir al respecto Lesath y Emil. El papel de la división Pegaso era un misterio desde el día en que Akasha, comandante de aquella en mejores años, cayó en desgracia y acabó fundando, con la aprobación de Shun, la división Andrómeda. Ahora, todo santo que formara parte de la división Pegaso, conocida como la Fortaleza de Atenea, era incapaz de explicar qué hacía, aparte de existir y velar por el Sumo Sacerdote, el hombre más poderoso del mundo.

El respeto, la admiración y hasta el temor eran monopolizados por las divisiones de Cisne y Dragón, los Escudos de Atenea, siempre expectantes a un posible regreso de Poseidón y Hades, así como la de Fénix, autoproclamada Lanza de Atenea.

Por supuesto, ningún miembro de la división Andrómeda admitiría jamás algo así.

—¿Y dónde dijiste que se fueron tus compañeros? —insistió Lesath.

—No te he dicho que están en Thalassa[1] —dijo Aerys como de pasada, un momento antes de enrojecerse—. ¡No te he dicho dónde están! ¿A ti qué te importa a dónde han ido mis compañeros? Cierra el hocico, perro, antes de que el mago vuelva en tu contra esas palabras que sueltas como si fueran gratis.

Antes de que Lesath le respondiera con algo más que palabras, Emil logró divisar lo que tanto tiempo llevaban buscando. Se bajó la capucha y señaló al frente.

—¡Ahí, ahí está el manto de Orión!

—No solo eso, elfo. Me acabo de dar cuenta de que te falta el casco.

Con una gran sonrisa de alivio, Emil se pasó la mano por la frente. Había pasado ya un buen rato desde que ocultó el casco para que Alexei y Nadia no sospecharan.

—¿Te acabas de dar cuenta? —inquirió Aerys.

—Te juro por los dioses que mi mente dibujaba el casco de plata sobre la cabeza del elfo —dijo Lesath, en defensa de sus afamados sentidos de cazador.

—Deja de decir elfo al pobre muchacho, solo tiene las orejas un poco puntiagudas.

—Tú antes me has llamado perro y yo no he dicho nada.

—Porque tú sí que eres un perro, siempre moviendo tu cola ante tu ama.

—¿Sabes quién entre los cinco generales del Santuario es elfa y tiene un perro fiel?

 

Aquellos dos santos siguieron discutiendo mientras el calor ascendía, permitiendo a Emil percatarse de algo por primera vez en aquel viaje. Más que una presencia, ausencia. Un agujero sin fondo bajo sus pies. Recordó entonces, demasiado tarde, la más notable debilidad de la Fortaleza de Luz. Ataques desde abajo. Del suelo níveo, que licuaba debido al choque entre Aerys y Lesath, surgió un ser de inframundo que obligó a ambos a volverse con la guardia en alto.

Era inaudito que tal criatura pudiera moverse. En lugar de piel, su carne estaba cubierta por capas de hielo envueltas en vapores fríos. La escarcha se agrietaba con cada gesto del guerrero, que miraba en derredor con gesto ausente y movimientos parsimoniosos.

—Destrúyanlo, destrúyanlo ya —ordenó Aerys.

—Tiene una armadura azul. Puede ser un enviado del rey. —advirtió Emil, cauteloso.

Como reaccionando a tales palabras, el guerrero azul se impulsó contra el santo de Flecha, que a duras penas lo esquivó. Aerys, que estaba detrás de este, no tuvo tanta suerte, recibiendo un puñetazo en la quijada que lo mandó a volar.

En el último momento, cuando el frío del exterior mecía ya los cabellos de Aerys, este se aferró con saña al brazo del enemigo, que ya venía a por él de nuevo. Clavando los dedos, prendidos en llamas, en aquella piel cristalina, apenas tardó un suspiro en carbonizar la azulada carne que había debajo. El guerrero azul retrocedió, manco y con un rostro pétreo en el que no podía leerse signo alguno de ira o dolor.

—Te creo que es enviado del rey —dijo Lesath, mirando a Emil con sorna—. Lo que no tengo tan claro es si sabes a qué clase de rey sirve.

Lejos de dejarse llevar por la burla, Emil se arrancó la túnica de viaje, dejándola a merced del viento. Luego, en un breve instante, extendió hacia su oponente un brazo argénteo, proyectando desde el carcaj a él adherido un millar de flechas que este esquivó en vano. De entre todas ellas, solo una era real, que veloz atravesó de forma limpia la armadura azul, más dura que el diamante, hasta llegar a la espina dorsal. El guerrero azul cayó al suelo, inmóvil.

—¡Dije que lo…!

Mientras hablaba, una gruesa capa de escarcha cubrió la mitad de la cara de Aerys, justo en la parte que había sido golpeada por el guerrero de hielo.

—Si de verdad es un guerrero azul, debió haberse presentado —dijo Lesath, encogiéndose de hombros ante la mirada desaprobadora de Emil. Puso la bota sobre aquella criatura—. Descansa en paz.

La bota bajó como el pie de un gigante, reventando la cabeza del misterioso enemigo. Solo Emil se sorprendió de no ver bajo el cuero sesos desparramados, sino un cráneo humano hecho de hielo, partido en dos.

 

Una sensación de frío recorrió la espalda de Lesath desde el momento que mató a la criatura, un frío que no podía repeler a través del cosmos. ¿Qué era aquel enemigo? Por la armadura, era un guerrero azul; por lo demás, era un muerto viviente. El sonido que escuchaba en el interior del cuerpo inerte del guerrero era el mismo que este producía en vida: silencio. Nada fluía bajo la piel de aquel hombre, ningún corazón latía en su pecho, lo que le trajo ingratos recuerdos de cierta batalla contra una horda inmortal.

Tan absorto estaba Lesath en tales pensamientos, que apenas prestó atención a Aerys, que dirigía hacia el guerrero decapitado la misma mano flameante que había usado para derretir el hielo que le cubría la cara. Un segundo después, tiempo suficiente para que Lesath se apartara, un remolino de llamas abarcó el cuerpo sin cabeza, consumiéndolo por entero, desde la piel cristalina y la armadura hasta la carne, a la vez que Aerys murmuraba un mantra más bien escalofriante sobre el fuego y la purificación.

Emil observó la escena con una mezcla de temor y admiración, pero en cuanto desapareció la última esquirla de hielo, se dedicó a sus propios asuntos. Extendió los brazos hacia los lados, con las manos apuntando hacia la semiesférica pared de la Fortaleza de Luz, luego los fue bajando con lentitud, hasta que los dedos apuntaron a sendos puntos en que el suelo y el campo de fuerza se unían, para terminar juntando las manos en un rápido movimiento, como si aplaudiera. Durante todo aquel proceso, acaso una ceremonia, lo había rodeado un aura del mismo tono plateado que su manto sagrado, la cual tiñó el suelo de aquel brillo lunar.

—Una debilidad menos: no más ataques bajo tierra —afirmó Emil, sonriendo de oreja a oreja—. Porque si algo nos ha enseñado el Santuario es que donde hay un soldado de Hades, hay una horda entera esperando.

—Tómatelo con calma, Emil —dijo Lesath—. No existe la defensa absoluta.

—Estoy de acuerdo con el perro, a medias —dijo Aerys—. Esa cosa no nos estaba esperando, acababa de ser reanimada. Si hay más en las profundidades de la tierra, al menos ahora las podremos ver venir cuando ataquen.

Ante aquella tardía revelación, Lesath se sintió aliviado. De alguna forma, saber que un nuevo problema era provocado por las fuerzas del inframundo, tan dadas a dejar escapar a los muertos en la última década, era mejor que añadir un enemigo desconocido a la larga lista de problemas que enfrentaba el Santuario. Por otra parte, Emil reaccionaba de modo opuesto, con clara preocupación en los ojos que ahora fijaba en él.

—¿Hay más guerreros azules enterrados aquí?

—¿Por qué me miras a mí? ¿Me ves cara de arqueólogo?

—Te contaron mucho sobre Bluegrad.

—Olvidé la mitad. La otra mitad no creo que abarque mil años de historia.

—En realidad —intervino Aerys—, Bluegrad ha vivido ochocientos años de historia, si nos limitamos al período en el que fue una ciudad-estado.

—He aquí a tu arqueólogo. Apréndete bien la lección mientras yo voy en busca de tu casco, no vaya a ser que salgas de tu refugio y te resfríes —dijo Lesath, burlesco y hastiado, antes de salir de la barrera sin que nadie pudiera evitarlo.

 

***

 

En cuanto respiró el aire frío e hiriente de Siberia, Lesath sintió que estaba de nuevo vivo. Enemigos enfrente, a la derecha y atrás, todos guerreros azules vistiendo la misma armadura, caracterizada por la coraza hecha de ocho placas en forma de cuña y unas hombreras picudas que no servían ni para dar miedo. De momento, los ignoró a todos, lo que ansiaba de verdad estaba delante, bajo un montículo de nieve.

Los guerreros azules, en quienes ya pensaba como espectros, se prepararon para atacar. No eran como los soldados de Aqueronte, sino que gozaban de una fuerza y velocidad formidables, si cargaban contra un santo de bronce común. Lesath no lo era, estaba muy por encima de eso, como quedaba reflejado en el aura que lo envolvía, de un vistoso carmesí que siempre había contrastado con sus compañeros de plata, fuera en la pasada generación, comandada por Misty, o en la actual, que Marin dirigía. Aquel cosmos se extendió como una herida sobre el blanco mundo en que se encontraba, encendiéndolo, transmitiéndole el agobiante calor del desierto. Los enemigos atacaron a la vez.

«Tú, Emil, acabarás como estos muertos vivientes —pensó Lesath que andaba hacia adelante, evitando cualquier ataque con movimientos simples—. Tu vida y juventud la desperdicias entre los muros de un refugio seguro, tus puños y piernas anquilosados por la comodidad no servirán de mucho a Atenea en la guerra que está por venir.»

Aquella certeza le llenó de rabia, porque sabía que el chico se esforzaba, solo que en la dirección equivocada. Como de costumbre, tornó la ira en fuerza, alzando la bota de su pie y pisando el suelo tal que habría hecho un gigante de la mitología. En ese mismo instante, la tierra entera fue sacudida por una oleada de calor antinatural. Nieve y roca se derritieron a la vez que daba un salto hacia lo que había quedado del montículo.

No le costó mucho encontrar lo que buscaba entre lo poco que quedó de los restos del camión. La caja de Pandora, con la efigie de un hombre barbudo puesta en relieve, estaba intacta y a la vista. ¡Hasta las tiras de cuero habían quedado a salvo, apenas lamidas por el fuego! Las asió con una mano mientras tomaba el casco de Emil, a los pies del único guerrero azul que había ido a por él a pesar del calor asfixiante.

—¡Estorbas! —gritó Lesath, dándole un revés de mano. El enemigo salió volando, pero el dolor del golpe solo lo sufrió él—. ¿Por qué? ¿Por qué siento tanto frío?

El casco de Emil resbaló entre sus dedos, débiles tras el contacto con el enemigo.

«No puede ser una coincidencia —decidió el santo de Orión, quien tras volver a tomar el casco lo guardó en un bolsillo del abrigo. ¡Qué ridículo se estaba viendo! Cuando se reencontrara con Emil…—. ¿¡Dónde demonios está!?»

La Fortaleza de Luz, según había dicho Aerys vistosa entre nubes de vapor y huellas humanas que dejaba a su paso, había desaparecido bajo la furia de la tormenta, que ya había llenado el suelo ardiente de hielo y nieve. Ahora los guerreros azules —ocho, llegó a contar, uno con la mandíbula desencajada y quebradiza— lo rodeaban.

—Esta vez no me vais a pillar.

Cargaron a toda velocidad, rasgando el cielo con unos puños envueltos en vapor frío. Lesath, precavido, evitó todos los ataques y buscó al eslabón débil del grupo, ¡hasta entre los muertos vivientes debía haber uno! Una vez lo encontró, con una malévola sonrisa iluminándole el rostro, saltó hacia él, caja de Pandora en ristre, para amartillar su cráneo helado e inexpresivo con aquel pesado cofre metálico. Una y otra y otra vez, hasta que lo hizo añicos y pudo encargarse de otro par de enemigos.

Así prosiguió una lucha tan absurda como salvaje entre Lesath, armado con la caja de Pandora, que revestía del volcánico calor que irradiaba su cosmos, y los perros de caza de algún antiguo Señor del Invierno. Con la insólita arma, quizá blasfema, Lesath bloqueaba los puños y patadas de los enemigos, aprovechando luego para hacer un violento contraataque que mantuviera alejados a los más robustos. La fuerza de los golpes desplegados en el combate dispersaba la nieve en la tierra y el cielo, que rugían y temblaban como en una tormenta eléctrica.

Cuando un perdigón de hielo rasgó la pierna de Lesath, un instante después de cortar una de las tiras de cuero de la caja de Pandora, este pensó que habría dado un brazo por tener que lidiar con truenos y relámpagos en lugar de hielo.

—¡Se acabó el calentamiento! —exclamó a los tres enemigos que quedaban. Hablar le dolió horrores, era librar una lucha entre el descanso que le pedía el cuerpo y la victoria que exigía a modo de tributo su mente de cazador. Para colmo, los cinco espectros a los que había reventado la cabeza de cristal, se habían levantado de nuevo, como personajes de un cuento de terror. Lesath dejó caer al suelo la caja de Pandora—. ¡Orión, viste de nuevo a este viejo orgulloso que tan grato te ha sido por treinta años!

El cofre se abrió enseguida, liberando un destello del color de la sangre al mismo tiempo que una enorme roca de hielo caía sobre el santo de plata.

 

***

 

En la Fortaleza de Luz, Emil ya no podía distinguir al santo de Orión. Tampoco habían aparecido más enemigos, al gozar ahora de una protección impermeable frente a cualquier ataque por aire y por tierra. Así se lo hizo a saber a Aerys, que asentía con irritación mientras le explicaba cómo podían atacar desde dentro sin que nada que el santo de Flecha considerase peligroso pudiera entrar desde fuera.

—Así que tienes una barrera que además funciona como capa de invisibilidad y portal dimensional, con el extremo entrante en el interior y el saliente en el exterior.

—En resumen, sí, así es.

—Pues debiste explicarlo así. Es más rápido.

—¿Ah, sí? —dijo Emil, frunciendo el ceño—. ¿Y por qué has tardado tanto en explicarnos que el guerrero azul que parecía un espectro…? No, mejor no lo hagas.

—¿Te has dado cuenta de que eres un poco bruto, verdad? —acusó Aerys con saña—. Salta a la vista lo que son, rescoldos de nuestro fracaso.

Ante aquella revelación, se esfumó el malestar de Emil por el hosco trato de aquel santo de bronce, no mucho más amable que su compañero de plata. Aerys de Erídano era miembro de la división Cisne, estaba hablando del fracaso de los suyos. ¿Podía él, un arquero que siempre miraba de lejos, sonsacarle tal secreto a un desconocido?

—¿Sabes lo que es un Campeón del Hades? —dijo Aerys, como leyéndole la mente—. Claro que sí, tu maestro, Geki, murió luchando contra el primero. Un alma que escapa del Hades y recibe una nueva vida. No sabemos por qué, para qué y sobre todo si sirven a alguien aparte de a sí mismos, como presumen, solo podemos estar seguros de que son once y que a veces el reino de los muertos y el de los vivos se mezcla allá donde uno de ellos resucita, encabezando un ejército de espíritus condenados a servirle. La legión de Aqueronte, de soldados pestilentes dadores de muerte; la legión de Cocito, de almas cristalizadas hasta la rotura, apartadas todas del ciclo de la reencarnación. Nosotros tuvimos que lidiar con eso después de la aventurilla de tu amigo el perro.

—Lesath no nos había dicho nada —intervino Emil, extrañado.

—Ha pasado un año desde entonces. El río Cocito se manifestó en el monte Sachenka, trayendo consigo una legión de espectros de piel cristalina. Los destruimos. ¿Qué otra cosa podríamos haber hecho, estando tan cerca Bluegrad? Y entonces las almas derrotadas se unieron en una sola entidad a la que denominamos Abominación, la cual designó como avatar del río de las lamentaciones al único ser que había llegado a la Tierra por propia voluntad, el duodécimo Campeón del Hades. 

Con un asentimiento, Emil le indicó que le escuchaba y que podía seguir, deseoso de escucharlo hasta el final. No era la primera vez que oía de un caso tan similar a la batalla en que Geki de Oso y otros valientes murieron, ya había ocurrido antes, con tanta exactitud que Akasha denunció el caso al Sumo Sacerdote como un acto de guerra de parte de Caronte, si bien no pudo probarlo y fue ignorada. Puesto que había pasado un año desde que los hechos contados por Aerys sucedieron, la opinión del Sumo Sacerdote debía ser la misma. Elegir la defensa por sobre un ataque injustificado.

—Nos derrotó a todos —prosiguió Aerys, ajeno a las cavilaciones y recelos del santo de Flecha—. Él solo, después de convertir la Abominación en un arma que usó para repeler los envites de nuestra comandante. Desde ese momento en el que el amo se convirtió en siervo y el siervo en amo, todos nos convertimos en una carga para ella y hasta tuvimos que aceptar la ayuda de otro para no morir esa noche. Por lo menos, logramos disipar la influencia de Cocito con la destrucción del arma. Ese era nuestro consuelo.

A pesar de que la tormenta ocultaba todo lo que estaba más allá de la Fortaleza de Luz, a ambos les bastaba imaginar aquellos guerreros azules de piel cristalina para entender que no era así. Cocito seguía presente en esa región, por un motivo que se les escapaba.

—Siento no haberos dicho nada —susurró Aerys—. Al verlo recordé el frío.

Después de aquella disculpa, sacó un trozo de pan del zurrón y empezó a masticarlo.

 

***

 

Los espectros miraron sin interés el glaciar que uno de ellos había arrojado sobre Lesath, una expresión que no varió en absoluto cuando el hielo se resquebrajó.

El santo de Orión apenas había dado un paso más allá del glaciar cuando un haz de luz chocó contra él. Atrás, cincuenta metros de hielo siberiano sufrieron el mismo corte limpio que partió en dos la tierra. ¿El responsable? Dos metros y medio de carne envestida de cristal y metal azul, con un hacha de doble hoja que parecía obtener poder de la tormenta. Contrario a los otros guerreros azules, al menos los que conservaban la cabeza, aquel nuevo mostró lo más parecido a una sonrisa que un muerto podía formar: a la altura del labio, el hielo se quebró en una línea curva, llena de malevolencia.

—A ver, explicadme, ¿qué tienen que hacer los guerreros azules para ser enterrados en este lugar? ¿Os olvidasteis de pagar los impuestos?

Diciendo tales sinsentidos, Lesath de Orión volvió a salir del glaciar, al que había sido arrojado por la fuerza del impacto, protegido desde los pies a la cabeza. Ni una sola abolladura podía verse en el peto, allá donde el haz generado por el hacha del enemigo le había dado de lleno. Por supuesto, así debía ser, un espectro que actuaba sin el fuego de la vida en las entrañas nada podía hacer contra la hermandad entre su cosmos carmesí y el manto de plata, invencible tras treinta años de combates.

«No te confíes —se dijo Lesath, más conocido por la agudeza de sus sentidos que por la fuerza de sus músculos—. Hay más, muchos más.»

Diez, veinte, treinta… Estaba seguro de que había al menos cuarenta guerreros azules pendientes de él, ocultos bajo ilusiones visuales que algunos orquestaban manipulando el ambiente. Todos manipulaban el frío y el hielo, en eso habían sido adiestrados, pero aquel arte combativa podía ser dúctil en una mente capacitada. Los ocho que enfrentó al principio y tenía más cerca luchaban mano a mano, con puños congelantes; el grandullón gozaba del poder para cortar el más duro de los hielos. Otros podían crear ilusiones, mover objetos con la mente, fabricar armas y proyectiles de hielo…. Entre otras cosas más creativas y letales en las que no caía ahora mismo.

Estaba en problemas. ¿Treinta años de lucha constante? Sí, nunca había sido un hombre pacífico. ¿Treinta años de combates dignos de ser recordados? No, había pasado un lustro desde la última vez que sintió auténtica emoción en un enfrentamiento, en el que además la ventaja numérica estaba a favor de su bando. También era más joven y tenía los músculos menos entumecidos que ahora, tras un largo año en que se dedicó a atrapar ladrones de poca monta, eliminar monstruos que decían ser seres humanos y quedar perplejo ante la fuerza y tesón de las abuelas rusas.

El enemigo más grande batió el hacha, descargando un nuevo haz de luz que Lesath bloqueó con el antebrazo, deseoso de mostrar fuerza a aquel lobo hambriento.

—Busca y destruye —murmuró Lesath, recordando la última orden que recibió del Santuario—. ¿Eso es lo que hago, no? Buscar y destruir.

Y eso es lo que haría. Acometió hacia los espectros como una bala de plata en llamas, pensando en cada puño como el garrote del mítico gigante bajo cuya constelación había nacido. Pasó con un gran salto por encima de los más débiles y lentos, ignorando los perdigones de hielo que le picoteaban la piel, los tirones de telequinesis y la gélida lluvia que caía del cielo, congelada hasta temperaturas bajísimas. También ignoró los engaños visuales, que su fino oído detectaba como falsos.

Cayó a los pies del más grande, el que había partido en dos el terreno de un solo golpe de hacha. Antes de que aquel grandullón batiera el arma por tercera vez, él golpeó el brazo armado hasta oír el maravilloso crujido del hielo roto. El primero de muchos.

 

***

 

Al sentir que el combate librado por Lesath se encrudecía, en una región en la que se respiraba más muerte que vida, Emil y Aerys decidieron avanzar, así tuviera que ser a ciegas, de modo que el santo de Orión pudiera detectarlos y regresar con ellos.

Lo que ocurrió, empero, fue que varios guerreros azules cargaron contra la Fortaleza de Luz, unos dándole tan fuertes puñetazos que hacían añicos sus propios nudillos, otros creando a partir de la tormenta bloques de hielo a cada cual más grande que arrojaban sobre el campo de fuerza. Emil chistó. ¿Debía dejar que aquella defensa, que tanto lo enorgullecía, fuera puesta a prueba por primera vez?

Aerys no debía pensar lo mismo, pues enseguida extendió la mano hacia un enemigo que azotaba la barrera con unas manos sin dedos, lanzándole una bola de fuego que lo mandó a volar muy lejos, ya consumiéndose.

—Poder controlar el fuego es muy popular en nuestra generación —observó Emil, quien no queriendo quedarse atrás, disparó sobre todos los demás una andanada de flechas, reales e ilusorias—. ¿Hay alguien más aparte de ti y Lesath?

—No juzgues nuestras habilidades por la misma vara.

—¿Cuál es la diferencia?

Aerys dirigió la mirada hacia los tres enemigos que Emil había mandado al suelo, con las cabezas atravesadas por tres flechas. Los cuerpos se prendieron al mismo tiempo.    

—El perro necesita hacer contacto con algo para generar el calor de un volcán. Yo puedo crear llamas que equiparan el devastador poder de un rayo y la superficie de nuestro sol, en cualquier punto que pueda alcanzar con la vista.

—Entendido —dijo Emil, casi tartamudeando. ¡Qué rápido pulverizaba aquel hombre aquellos cuerpos, a pesar de la protección que vestían!

—El calor de un volcán —prosiguió Aerys, despectivo—. Mi maestro no me dejó vestir el manto de Erídano hasta que pudiera bucear bajo el magma. ¡Erídano representa el río en el que murió el hijo del dios Sol![2]

Los ojos del santo de Flecha se abrieron como platos, pero prefirió seguir derribando a los veloces enemigos, dejándolos a merced de aquel pirómano de bronce, antes que seguir parloteando mientras su querida Fortaleza de Luz se estremecía bajo aquellos soldados del inframundo. Gracias a los dioses, aquella era una dura tarea solo a medias, pues era tan escaso el valor que el enemigo tenía por su renovada y gélida vida, que no encajaba los ataques como lo haría un ser de carne y hueso, como lo eran los auténticos guerreros azules. Solo tenían fuerza para golpear, una fuerza estancada, detenida en el tiempo por no haber fuego alguno que la encendiera.

—En verdad la afamada velocidad de los santos de plata era un engaño —observó Aerys, incinerando a los últimos de los ocho asaltantes de piel cristalina.

—Los santos de plata son rápidos. Yo soy lento —admitió Emil sin pena—. Ya que soy bueno apuntando y mis flechas son rápidas, no tengo que moverme en el campo de batalla. ¿Cada quien tiene sus fortalezas y debilidades, no?

—Usted también es un mago —dijo Aerys, dirigiéndole una mirada divertida.

—El carcaj es mágico, por lo menos, como el escudo de Perseo —empezó a explicar, antes de empezar a quedar paralizado.

Tenían al mago delante de la Fortaleza de Luz, palpándola con el cayado a la vez que los miraba con aquellos ojos fantasmales. Alrededor de él, todo el espacio pareció curvarse y al momento Emil y Aerys estaban viendo el monte Sachenka, muralla natural de Bluegrad. El mago lo señaló, soltó un murmullo inhumano y desapareció.

Entonces, toda la nieve de la montaña empezó a descender.


[1] Isla en la que sucede el videojuego de Saint Seiya Omega.

[2] Faetón, hijo de Helios. 


Editado por Rexomega, 27 abril 2020 - 08:01 .

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Publicado 20 abril 2020 - 08:43

Capítulo 21. Mago y tormenta

 

hay que admitir que se las ingenian al momento de poner los nombres a sus técnicas

 

eso de repetir las frases creo que fue un guiño a los protas del clasico

 

asi que Napoleón perdió por eso ,me pregunto si los nazis perdieron por algún motivo similar

 

¿Alexer, y su hermana siguen con vida?

 

 

 

Capítulo 22. Lamentos del lejano norte

 

 

Eso de las divisiones es un misterio

 

¿Los cadáveres de los  guerreros azules se convirtieron en espectros?

 

¿ un Campeón del Hades es un guerrero resucitado?

 

el maestro de Aerys le dio un entrenamiento bastante fumado

 

 

 

 

 

 

PD: Mucha suerte

 


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Publicado 24 abril 2020 - 22:38

Capítulo 22. WHITE WALKERS!!!!!!
 
So, ya se revela que la división Cisne y Dragón vigilan a Poseidón y Hades respectivamente, Fénix es asuntos internos, Andrómeda busca tesoros antiguos y Pegaso se queda en el Santuario haciendo cosas misteriosas.
 
El trío de santos peleando con ¡¡white walkers!!! (se tenía que hacer la referencia y se hizo)
 
Nuevo concepto desbloqueado "Campeones del Hades", van 12, ¿quienes habrán sido esas almas errantes?
 
Un cap de pelea con los white walkers, a ver qué sucede con ese asunto... ¿Y si son tantos por qué nadie de BlueGrad hace algo? ._.
 
PD. Buen cap, sigue así x3

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


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Publicado 26 abril 2020 - 20:53

Actuar como Digglets es la moda en Bluegraad... y me encanta xD Por más que ahora hagan trampa también por esos lares, con los zombies inmortales tan molestos...

 

Al principio, me quedo definitivamente con todo lo relacionado a las divisiones del Santuario. La del conejo en la hoguera y el pollo frito ya eran conocidas; la lagartija y el ganso necesitaban confirmación y, claro, siempre van juntas; la del burro con alas no la sabía, pero tampoco me sorprende, y tampoco el misterio que incluso sus miembros parecen desconocer. En todo caso, ¿cuál es el trabajo de los Santos de Oro, sino estar allí, en su lugar?

Una duda que me quedó fue sobre los cinco generales. Al principio imaginé que eran los cinco ex-protas, pero dado que el comentario refería a Akasha, líder de Andrómeda, imagino que se refiere a los líderes de las divisiones, pues los ex-protas no tienen un rol muy claro aun, y solo Shun ha aparecido. Mi pregunta es, entonces, ¿a estas alturas sabemos quiénes son los otros 4, o alguno de ellos? Por cierto, en la línea de Thalassa te comiste un "en".

 

La verdad, todo lo que ocurrió con los Otros de Hielo (que asumo que, al menos, no estaban cubiertos del apestosa agua amarilla del Aqueronte) y la narración breve, pero llena de detalles importantes de Aerys, me gustó mucho. Vimos lo que ocurrió en el Santuario, los testículos y ovarios que les costaron a los valientes guerreros de Atenea solo ganar algo de tiempo, y eso que estaba lleno de protagonistas (o, al menos, gente conocida, en la base del reino de Atenea), y uno piensa "bueno, ¿cómo lo habrán hecho en otros lados?". Algunos detalles se dieron en ese entonces, pero nada confirmado. Aquí vemos que un Campeón del averno andaba en el país de hielo, muy muy lejos y sin nuestros famosos conocidos, y no deja de preguntarse cómo ocurrió, cómo salieron de ello. Es como aquel episodio de The Simpson donde muestran las historias de otros habitantes de Springfield que no eran ellos, y se pregunta si siquiera son merecedores de su propia historia, de cómo las resuelven sin la gente conocida para la audiencia. Eso es lo que hace atractivo todo lo que hay detrás de Erídano y la gente de Bluegraad.

 

Pregunta final, por pura curiosidad. ¿Quién es el de tu foto? ¿Es Kvothe o ando más perdido que Kiki en Atlantis?


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#128 Rexomega

Rexomega

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Publicado 27 abril 2020 - 07:48

Saludos

 

¡Buen review, sigue así!

 

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***

 

Capítulo 23. Prisión de luz

 

—Avalancha —gritó Emil—. ¡Avalancha!

—¿Y no puedes ocuparte de…? —A media frase, Aerys calló, tal vez pensando lo estrafalario que sería pedirle a un arquero que arrasara con toneladas de nieve a flechazos, estando él—. Ya me ocupo yo. ¡Aparta!

Así lo hizo Emil, quien al ver cómo el alud caía montaña abajo, no pudo evitar preguntarse si un santo podría sobrevivir a aquello. Se le ocurrió que el mago, responsable del desastre, debía habérselo preguntado también. ¿Por qué otra razón los transportaría a ese lugar antes de provocar una avalancha, teniendo el control de una tormenta que mataba a los fuertes de forma selectiva? Y no solo eso.

—¿La legión de Cocito obedece al mago? —preguntó Emil.

—¿Cómo quieres que lo sepa? —exclamó Aerys, con una ira tan ardiente como el aura que lo envolvía, de un tono cálido que variaba entre el rojo y el amarillo.

Poco faltaba para que la avalancha alcanzara la Fortaleza de Luz, cuando el santo de bronce lanzó tres bolas de fuego, que juntas parecían formar el disco solar. Hasta el recuerdo del frío desapareció de la mente de Emil en esa mísera fracción de segundo, pues no pasó mucho más tiempo antes de que el ataque estallara frente al campo de fuerza, que lo absorbió sin que ni una sola chispa lo atravesara.

—El portal dimensional no funciona —dijo Aerys—. El mago nos la ha jugado.

—No, eso no es posible —dijo Emil—. ¡No es posible!

Aun diciendo aquello, el santo de plata no dudó en hacer lo más práctico: salir corriendo. Lidiar con una avalancha era diez veces más problemático si el radio de acción era de cinco metros. Asiendo a su compañero de bronce, que de nuevo estaba masticando algo, emprendió la marcha solo para estamparse contra una pared invisible.

—¡La Fortaleza de Luz no me obedece!

—¡Deshazla!

—¡No puedo! ¡Te estoy diciendo que no me obedece!

—Entonces reza porque pueda lidiar con esto —susurró Aerys, contemplando con gravedad la avalancha que se les venía encima. Si le sorprendió ver cómo atravesaba la Fortaleza de Luz como si no existiera, no dio la menor muestra de ello.

 

***

 

El temblor del monte Sachenka, agitado por alguna fuerza enemiga, apenas fue notado por Cristal, demasiado concentrado en el duelo de colosos que sacudía los cimientos de la innominada montaña sobre la que se encontraban. De una parte, el líder de Hybris que lo había acompañado, por si la loba esteparia, capitana de los guerreros azules, se hallaba en la ciudad. De otra, alguien a quien él mismo había visto morir.

Miró hacia arriba, así como hacía Piotr, a la cabra de negro pelaje que los contendientes habían usado como portal. La batalla no se estaba dando en el interior del frágil despacho, desde luego, sino entre las sombras que los oficiales de Hybris, como él, usaban para evitar las pesquisas del Santuario. Y a pesar de ello, tal era la fuerza de los contrincantes que la montaña se estremecía como efecto colateral de los golpes que intercambiaban allí, en un plano de oscuridad perpetua paralelo al universo físico, donde reinaban la locura y el desorden bajo la mirada de algún dios antiguo e innombrable. Tal era el alcance y la capacidad de quienes comprendían la esencia del cosmos.

—El Séptimo Sentido —murmuró Piotr—. ¿Qué monstruo has traído a mi casa, Cristal?

—El Caballero sin Rostro, Su Majestad.

—No es lo bastante fuerte para mi hijo.

—No lo es, Su Majestad.

Por un momento, el antiguo súbdito y el monarca intercambiaron una mirada cómplice, a pesar de hallarse ahora en bandos tan distintos. Poco después, el sonido del cristal haciéndose añicos les anunció el fin del duelo. Y el vencedor.

 

Aun habiéndolo visto entrar antes en el despacho, era apenas ahora que bajaba desde las sombras al reino de la tangible cuando Cristal terminó de asimilar que se trataba de él. Una armadura lo cubría por completo, distinta a las toscas corazas que llevaban la mayor parte de los guerreros azules. Las hombreras, sin aquellos picos aparatosos, bajaban en un suave ángulo, precediendo a una nívea capa que solo la realeza se permitía llevar en aquellos dominios. Diversas líneas en relieve podían verse en el peto, evocando el Viento Norte al que los Señores del Invierno rendían desde antaño gran respeto y devoción; eran de un tono más claro que el brillante y pulido lapislázuli que parecía revestir la armadura, la más parecida a un manto sagrado que se hubiese forjado jamás desde la caída del continente Mu. Todos los hombres de la Ciudad Azul podrían ir en fila armados con hachas y espadas y ni en todo el día podrían rasguñar el bien protegido brazo que Alexer extendía hacia Piotr, su padre.

El monarca miró a su hijo con clara aprobación y alegría. En la mano de Alexer se hallaba un corazón cristalizado, prueba de que había salido triunfante.

Hubo silencio en el despacho por largo rato más, pues padre e hijo no necesitaban palabras para comunicarse y Cristal no las encontraba. Sentía alegría, sorpresa, vergüenza y hasta temor por lo que veía. ¡Y qué pequeño se sentía ante aquel hombre! Justo antes de aceptar la arriesgada misión que ahora llevaba a cabo, presumió ante iguales y superiores que había recuperado la fuerza que alcanzara en sus mejores años, una fuerza que en comparación a la de Alexer acaso fuera distinta de un copo de nieve en medio de la estepa interminable. ¿Qué podía hacer ahora? ¿Qué podía decir?

Y mientras el simple mortal se atribulaba, el mundo siguió girando. Una presencia similar a la de Alexer se hizo notar en la ciudad. Poco después, apareció un hombre cubierto por ropas de viaje. Y un aro de aire gélido rodeaba al caballero negro de Copa.

—Llegas tarde —dijo Alexer, aplastando el cristalizado corazón—. Sneyder.

Oír ese nombre bastó para que Cristal agachara la cabeza. Había sido atrapado.

 

***

 

Por un tiempo que Emil creyó eterno, Aerys escupió llamaradas como si en verdad fuera un río hecho de fuego, confrontando así la avalancha que no dejaba de llenar la ya inútil Fortaleza de Luz. La temperatura creció y creció más allá de lo soportable, dificultando la respiración y creando incluso anhelo por un poco de frío en el corazón del santo de Flecha, que solo podía observar a su compañero de bronce y tratar de no quemarse vivo. Logró hacer ambas cosas, qué menos, hasta que aquel asedio de la naturaleza terminó y el santo de Erídano se permitió caer al suelo exhausto.

—Gracias por sostenerme. Ha sido todo un detalle.

En el otro extremo del campo de fuerza, Emil sonrió, arrebolado.

—¡Tenía que protegerme del fuego!

—Tardé segundo y medio en caer. La afamada velocidad de los santos de plata es un engaño. A ver cómo te las apañas ahora.

Para entender las palabras de Aerys, Emil solo tuvo que seguir la mirada de aquel hombre agotado, clavada en la fantasmal criatura que llamaba mago.

La primera reacción de Emil fue apuntarle con el brazo, no solo porque era un enemigo y el billete de entrada a Bluegrad, tampoco porque acabara de echarles encima una montaña de nieve sin que siquiera le hubiese atacado, sino por una razón más infantil. ¡Le había robado la Fortaleza de Luz, en todos los sentidos de la palabra! Primero, arrastrándola hasta quedar cerca de la montaña. Luego, invirtiendo el sentido de los portales dimensionales —ahora ellos no podían salir, mientras que cualquier enemigo podría atacarles a placer desde fuera— y arrebatándole el derecho de poder deshacerla. Solo eso ya era razón suficiente para acribillarlo.

Y a pesar de eso, no pudo disparar cuando el mago se acercó a Aerys y empezó a picarle con el cayado. De repente, los pálidos ojos de la criatura se le antojaron los de un niño lleno de curiosidad. ¿Era un embrujo? La idea se le pasó por la cabeza cuando cinco espectros de piel cristalina aparecieron desde el blanco exterior.

—¡No pasaréis! —gritó Emil muy seguro.

El mago pareció reaccionar a aquellas palabras, pues dejó de dar golpecillos a Aerys, inmóvil por alguna razón, para volar como un fantasma hasta donde estaban los espectros, todos descabezados. Se puso entre ellos y en la Fortaleza de Luz, quizás negándoles la entrada, y cuando uno de los cinco avanzó a pesar de ello, los batió a todos a bastonazos, con una rapidez inesperada en un ser de tan frágil apariencia.

Fueron solo necesarios cinco golpes, uno para cada espectro. Al contacto con el cayado, la cristalina piel de los redivivos guerreros azules se desintegró, así como el resto del cuerpo. Al menos, eso fue lo que Emil, de mejor vista de lejos que de cerca, entendió.

—No respires —susurró Aerys, muy débil, para luego gritar—: ¡No respires!

La advertencia llegó en el mejor momento. Emil no dejó de respirar, sino que por el contrario cruzó los brazos sobre la cara, sin un casco que le brindara protección. Al tiempo, un aura de plata lo envolvió, repeliendo el ataque que poco a poco podía distinguir. ¡Aquellos espectros habían sido convertidos en una infinidad de diminutos cristales, aun así afilados como cuchillas! Era un ataque bajo, muy bajo. Maldijo entre dientes al mago, que desde fuera de la barrera lo apuntaba con el cayado mientras la capucha subía y bajaba. Se estaba riendo de él.

Durante cinco segundos, Emil aguantó sin queja, hasta que los insignificantes, casi imperceptibles rasguños que sufría por los cristales, empezaron a dolerle como si le hubiesen atravesado el estómago con una lanza de hielo. Entonces miró a Aerys, experto en ataques de área. El santo de bronce ya se había levantado, pero en lugar de ayudarle había sacado trozo de pan y empezaba a comérselo, muy tranquilo.

—Tómate tu tiempo —dijo Emil, sintiendo los dedos cada vez más entumecidos.

—Paciencia —dijo Aerys a la vez que masticaba—. Estoy recuperando fuerzas.

Con un gruñido, el santo de Flecha dijo todo lo que pensaba de aquello. Siguió aguantando, dolorido, hasta que oyó los saltos del renovado santo de Erídano.

—No te muevas, estás en el lugar perfecto —aseguró Aerys.

—¿En el lugar…? —A media frase, Emil tuvo que callar. Lo estaba apuntando con ambas manos, juntas a la altura de las muñecas—. ¡Ni se te ocurra!

—Son seis mil grados de nada, tu manto de plata lo aguantará.

Sin dejar lugar para más discusiones, Aerys lanzó una corona de llamas hacia el santo de Flecha y el millón de fragmentos que lo atormentaba. En medio de la explosión quedaron ahogados los gritos de protesta y dolor.

 

***

 

A diferencia de Cristal, sumiso prisionero del Anillo Congelante, Alexer sí que había sido consciente de los temblores del monte Sachenka en todo momento, hasta cuando combatía rodeado de tinieblas. Estaba por pedir permiso para inspeccionar la zona, por si la avalancha hubiese cobrado la vida de su gente, cuando entró Sneyder.

Llevaba, por supuesto, la túnica de viaje característica del Santuario, solo que tenía la capucha bajada. Al descubierto quedaban la cabellera, negra como una noche sin estrellas, y el rostro, pétreo y de rasgos afilados, poco habituado a las sonrisas. Verlo era como contemplar los hielos eternos de Siberia encarnados en un hombre igual de duro e inflexible, inmune por igual al paso del tiempo y la furia de la naturaleza. Con todo, un detalle lo hacía menos amenazante que la última vez que se encontraron.

—¿Qué ha sido de tu manto sagrado?

—Está en Jamir —contestó Sneyder. Luego, como si Alexer no estuviera presente, dirigió una intencionada mirada a Piotr—. ¿Debo dirigirme a un Campeón del Hades como si estuviera hablando con tu heredero, que murió en el pasado?

—¿Qué es un Campeón del Hades, sino un alma que atesora tal fuerza de voluntad que es capaz de salir del inframundo ahora que no hay un rey que se lo impida? No entiendo por qué tal título debería estar enfrentado con ser heredero al trono de Bluegrad, salvo aquellas diferencias y afrentas del pasado que solo a mi familia conciernen.

Así habló el monarca de Bluegrad, sin permitirle a Sneyder una forma de seguir increpándole sin ser un santo de Atenea entrometiéndose en asuntos de Estado. Aquel no mostró la menor molestia por ello, sino que tras hacer una respetuosa inclinación y saludar al rey y al príncipe por sus títulos honoríficos, procedió a marcharse.

—No, quédate, Sneyder —pidió Alexer—. Lo que aquí se dirá concierne al Santuario.

Antes de decir nada más, el heredero de Bluegrad miró a Piotr, quien asintió.

—¿Está en peligro el ánfora de Atenea? —cuestionó Sneyder.

—Nuestra tierra está en peligro. Desde la incursión de la división Cisne en el monte Sachenka —empezó a relatar Alexer, conteniéndose de hacer burla sobre aquel fracaso tan estrepitoso—, hemos recibido ataques esporádicos de un mago. Desconocemos qué le motiva a actuar, aparece allá donde le place, vuelve todo un caos y se oculta antes de que nuestros mejores hombres lleguen hasta él. Solo la tormenta conjurada por el Señor del Invierno ha podido repelerlo en el pasado, así fuera de modo temporal.

Sneyder entornó la mirada. No era ningún tonto, había entendido el mensaje implícito. La tormenta había sido invocada no hacía mucho, sin ser Piotr el responsable, sino él.

—Esta vez no ha sido así —continuó Alexer—. El mago ha visto nuestra defensa tantas veces que ya ha aprendido cómo sortearla. ¡Peor! La ha hecho suya y pretende darle una función opuesta, la de un arma que llevará a Bluegrad a un nuevo 1812.

—¿En qué concierne esto al Santuario, Su Alteza? —cuestionó Sneyder.

—Ya que hemos sido víctimas de vuestro error durante todo un año —dijo Alexer—, me creo en posición de pedir que cooperes conmigo para enfrentar esta amenaza.

—No —contestó Sneyder, seco.

—Comprendo que seas precavido, careciendo de protección.

—No me malentendáis, Su Alteza. No puedo cooperar con vos en esta empresa, así como tampoco puedo permitiros que salgáis de aquí.

Alexer enmudeció por un instante. ¿Quién se creía que era ese hombre para negarle resolver un problema de su pueblo? ¡Bluegrad ya no rendía vasallaje al Santuario!

—El monte Sachenka y otras dos montañas cuyo nombre desconozco ofrecen una defensa natural a la Ciudad Azul, defensa que vos y vuestro padre volvéis impenetrable con solo estar presentes —expuso Sneyder—. Es porque estáis aquí que yo puedo estar seguro de que el ánfora de Atenea no corre peligro. Si alguno de los dos faltara, el primero en sufrirlo sería vuestro pueblo. ¿Acaso yerro en esta suposición?

—No —dijo Alexer—. Mientras estemos aquí, la Ciudad Azul estará a salvo.

 

Como uno de los dos mudos observadores de aquella discusión, Cristal estaba perplejo, en oposición a la serena, sino es que fría, sabiduría del callado Piotr. Tan rápido había pasado Alexer, su viejo amigo y señor, de la vehemencia a la rendición, como veloces fueron los golpes que lanzó contra el Caballero sin Rostro.

—Los dominios de Bluegrad no se limitan a la ciudad —dijo el caballero negro, incapaz de contenerse más—. Ya no es así.

—Desplegué a algunos hombres —reconoció Alexer, que miraba a su padre en busca de aprobación—. Sesenta, por si había algún rezagado. 

Por un momento, Cristal se permitió abrigar esperanzas.

—Sobrevivirán. Son supervivientes —dijo el monarca, antes de mirar a Sneyder y añadir—: ¿Qué hay de los hombres a los que perseguían? ¿No irás a salvarles?

Sneyder ni siquiera se molestó en contestar.

—Habla —exigió Cristal, quien sabiéndose inmovilizado no se molestó en tratar de dar un solo paso—. Así como te satisface ver manchadas la dignidad de un rey y un príncipe, de igual modo alimenta mi curiosidad. ¿Qué ha sido de los santos de Atenea de antaño, intachables defensores de gente?

Por supuesto, sabía la respuesta. Era la razón por la que él, Geist y muchos otros se apartaron del Santuario y escogieron otra forma de proteger a los hombres. Para el Santuario, lo importante era el mundo, la humanidad, no el individuo, la persona. Si podían impedir que Poseidón fuera despertado, tanto daba que sesenta hombres fueran sacrificados. Y Piotr y Alexer no estaban siendo mejores, preocupándose solo por la Ciudad Azul cuando la amenaza que rehuían podía causar estragos en el país que los había acogido. Dos veces decepcionado, el caballero negro de Copa esperó la respuesta.

—No me considero defensor de la gente —dijo Sneyder—. Nunca lo he pretendido.

—Entonces, ¿por qué luchas? —dijo Cristal, irritado—. ¿Por Atenea?

—Por ningún hombre y por ningún dios —dijo Sneyder—. Sirvo a aquello que está por encima de todos los seres, mortales e inmortales. La justicia.

 

***

 

Lo que nadie en el castillo podía saber, era que Sneyder estaba bien enterado de lo que ocurría en la tundra, pues un eidolon invisible había seguido los pasos de los santos de Erídano y Flecha desde hacía mucho, sobreviviendo incluso a la pugna entre el primero y la avalancha. El siguiente despliegue de llamas, empero, lo consumió mientras posaba las patas de cuervo sobre el hombro de un aterrado Emil.

—¿Ves que no ha sido para tanto? —dijo Aerys.

—¡Con amigos como tú, quien necesita enemigos! —gritó Emil, todavía con los dos brazos cruzados ante la cara. El resto del cuerpo había repelido bien el fuego, gracias al manto de Flecha—. ¿Ya no hay peligro?

Aerys, muy orgulloso de lo que había hecho, quiso hacer un gesto de asentimiento, pero se quedó a medio camino. Se palpó el costado donde estaba el zurrón, en busca del pan, solo para que su puño de metal rojizo saliera por un agujero abajo.

—Mi pan.

—Sí.

—¡Mi pan!

—Un mago lo hizo.

—¡Maldita sea! —gritó Aerys—. ¡Maldita sea el maldito mago!

El santo de Erídano hizo amago de agacharse y rebuscar en la nieve. Un gesto inútil, pues si los cristales que él mismo desintegró eran los responsables de cortar el zurrón, todo lo que contenía debía ser ya polvo, por lo menos. Fuera como fuere, no pudo ni doblar las rodillas antes de que un movimiento brusco lo hiciese volar hasta el techo.

También Emil acabó separado del suelo y volando de un lado a otro, debido a un viento furibundo que de repente había entrado en la Fortaleza de Luz, aquella barrera impenetrable de la que no podía escapar. Entre choque y choque, tiritando por el frío que le bajaba desde las heridas en los brazos hasta el alma, el santo de Flecha cayó en la cuenta de que no habían tenido que preocuparse de la tormenta en un buen rato. ¿Cuánto? ¿Desde que Aerys terminó de incinerar la avalancha? No, antes de eso, cuando el mago invirtió los portales dimensionales, encerrándolos, había caído tan poca nieve en la zona que ni tan siquiera la había tenido en cuenta.

La razón de aquel cambio en el clima y el involuntario baile de los santos estaba lejos, pero ya visible. Un aura negra emergía de grietas hondas y extensas, acaso hechas por un gigante afilando el hacha que usaría para talar montañas, para luego serpentear hasta las alturas alrededor de un tifón inmenso. Al verlo, con una claridad que creía imposibles en aquella tierra de invierno eterno, Emil tuvo la sensación de que no era un fenómeno atmosférico, de que aquella columna de oscuridad que arrastraba hacía sí el mundo entero, era asunto de la tierra. Había nacido de las profundidades, de algún volcán subterráneo que en lugar de magma expulsaba tempestades.

—Es el alma de un gigante —dijo Aerys.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Emil.

No obtuvo respuesta. El santo de Erídano, de rostro cada vez más pálido, siguió mirando con gran temor lo que sucedía. Nieve y hielo, tierra y roca, todas las cosas eran atraídas por el tifón. Hasta la Fortaleza de Luz se movía a merced del viento conforme el suelo bajo el campo de fuerza desaparecía. Y en medio del desastre había personas, espectros de piel cristalina siendo absorbidos por la oscuridad, hombres vivos que no duraban en el cielo ni un parpadeo antes de ser despedazados. De cuando en cuando se veía un vehículo, como conduciendo por un sendero invisible a pesar de que el conductor era ya solo una estatua de hielo.

—Menos mal que Alexei y Nadia se retiraron a tiempo —dijo Emil, sin sentir rencor por quienes, según Lesath, habían echado por tierra su tapadera.

—Me importa muy poco lo que le pase a esa gente —dijo Aerys.

—Tanto como a mí me importa tu pan.

—¡Estupendo! Ahora que nos hemos sincerado, sáquenos de aquí antes de que esa cosa nos convierta en manchas de sangre en las paredes de su inútil campo de fuerza.

—¿Cómo sabes que va a venir hacia nosotros? —quiso saber Emil

—Porque el mago así lo quiere —dijo Aerys, señalando al tifón—. Si yo puedo verlo, tú también puedes. Se está riendo, el muy granuja.

En efecto, ahí estaba, confundiéndose como otro desdichado más arrastrado por el viento, solo que él permanecía estable, incluso dándose el lujo de apuntar al monte Sachenka con el cayado mientras ladeaba la capucha hacia la tormentosa oscuridad.

—¿Qué crees que está diciendo?

—El Olimpo está por ahí.

—¿El Olimpo, en Rusia? —dijo Emil, desconcertado.

—Es un chiste —se defendió Aerys—. Ya sabes. Es el alma de un gigante y va contra una montaña. Por fin sabemos lo que quiere hacer el mago.

—Atacar Bluegrad. ¿Por qué?

—Porque está aburrido. ¿Qué importa? Deje de ser tan quejica y preguntón y sáquenos de aquí de una vez. ¡Y ni se le ocurra decirme que no puede!

—En primer lugar, deja tú de hacer chistes sin sentido. En segundo lugar —continuó Emil, doliéndole tener que repetirlo—, te vuelvo a decir que no puedo. El mago la ha hecho suya, no puedo deshacerla, ni siquiera soy capaz de alterarla.

Contrario a lo que esperaba, Aerys no lo golpeó ni dijo algún otro comentario inútil, sino que le puso la mano en el hombro en gesto tranquilizador.

—Dígame, señor plateado, ¿quién creó este campo de fuerza? ¿El mago? No, fue usted. Usted fue quien la hizo y quien la llamó Fortaleza de Luz, de modo que usted y solo usted es señor de estos cinco metros de nada. ¿Me he explicado bien?

—Lo he entendido, pero… —trató de decir Emil, recibiendo, ahora sí, un buen golpe en la cara—. ¿A qué ha venido eso?

—¡Para que entre en calor y haga algo de una puñetera vez, señor plateado!

El santo de Flecha, airado, se preparó para decirle que él también debería usar la cabeza, pero abrir la boca solo le sirvió para tragar el aire más helado e hiriente que había sentido jamás. Creyó morir cuando la fuerza del tifón se adentró, una vez más, en el interior de la Fortaleza de Luz a la vez que la atraía más y más hacia el oscuro corazón de la tempestad. Él y Aerys chocaron mil veces, perdiendo la consciencia.

 

—Pan, pan, pan…

Los desesperados chillidos de Aerys lo despertaron, ya tan cerca del tifón como para que empezara a preguntarse dónde se había metido Lesath.

—Pan, pan, pan —insistía Aerys, rascando el suelo de la Fortaleza de Luz.

—El suelo —dijo Emil, levantándose de pronto. Todo el cuerpo le dolía, solo mover los brazos lo cansaba hasta el punto de querer echarse a dormir de una vez. Buscó dentro de sí la chispa que era solo suya, aquella que solo conocía de forma superficial, como un romance de verano. La halló, la vio arder y logró así caminar hacia su hambriento y pálido compañero de bronce—. ¿Eres un genio, lo sabías?

—Me lo dice a menudo —contestó Aerys, mientras era zarandeado—. ¿Está seguro de que no es que usted es un poco tonto?

—¡Lo has solucionado!

—¿El qué?

Pero Emil no tenía tiempo de dar explicaciones. El tifón no tardaría mucho más en arrastrarlos y escapar entonces sería imposible. Después de haber experimentado una fracción de su fuerza, había entendido que en aquellos vientos se concentraban la furia de la tormenta y el frío de las profundidades del infierno, Cocito.

Con mucho, muchísimo esfuerzo, dirigió cada brazo a un lado, los bajó con solemne lentitud hasta que apuntaron al punto en que la semiesfera se unía con la base de la Fortaleza de Luz y luego trató de juntar las manos como si estuviera aplaudiendo. Justo en ese momento, los brazos le fallaron, congelados hasta los huesos.

—No puede manipular su propia técnica, necesita ayuda para generar un campo de fuerza… Sí que es un poco tonto, sí —se quejó Aerys, que pese a todo caminaba hacia su compañero para extinguir el hielo que mantenía inmóviles los brazos. Solo entonces, cuando los tocaba con dedos llameantes, entendió lo que ocurría—. ¡Claro! Usted creó la capa protectora del suelo al final, para defendernos de ataques desde el suelo. No hay un portal de entrada y otro de salida que el mago pudiera invertir. ¡El mago ignoró esa parte del campo de fuerza cuando la transformó en esta cárcel!

—Sí, solo hay un portal de salida, el que necesitaba para mantener ocultos nuestros cosmos —completó Emil, que veía agradecido cómo los brazos recuperaban movilidad, si bien los pequeños cortes seguían exigiéndole un sueño de mil años—. Esa es la razón por la que la tormenta nos arrastra. El punto que nos une al suelo es sólido. Si logro crear un portal de entrada aquí en el momento justo…

Por tercera vez, los poderosos y oscuros vientos del tifón llegaron a la Fortaleza de Luz. Emil, ya con los brazos ya móviles, completó el ritual y convirtió el suelo en la entrada de un agujero de gusano, que en un solo momento engulló a los dos santos.  


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Publicado 28 abril 2020 - 10:02

Capítulo 23. Prisión de luz

 

 

Por lo menos en Asgard una Avalancha  si puede ocasionar muertes al menos eso se vio en el anime cuando lucho el dragón

 

no entendí lo del corazón cristalizado

 

 Aerys tiene formas muy peculiares de ayudar XD

 

¿Alexer  es un Campeón del Hades?

 

 Sneyder es muy misterioso

 

—Un mago lo hizo...Entendí la referencia  :lol:

 

La técnica del caballero plateado era un arma de doble filo

 

Fue entretenido el capitulo

 

 

 

 

 

 


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Publicado 02 mayo 2020 - 20:06

Cap 23: la fortaleza de luz sigue sin servir...
 
Bien, pues está Alexer de esa parte del manga que la Toei no quiso adaptar, y parece que en un momento murió y revivió ya que es un campeón de hades, que deja ver que no todos los campeones de hades tienen que hacer caos y destrucción como lo hizo Jaki.
 
Oh Sneyder, otro personaje de mi top 5 x3. Adoro a ese hombre.
Ya casi salieron todos los de mi top, falta 1.
 
—El Olimpo está por ahí.
—¿El Olimpo, en Rusia? —dijo Emil, desconcertado.
—Es un chiste —se defendió Aerys
 
Creo que entendí la referencia, de la película de HÉRCULES de Disney jajaja ¿o no? xD
 
El cap se fue en la fortaleza de luz siendo transformada en una trampa de la que no podían salir.
 
Fin del cap.
 
PD. Buen cap, sigue así.

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


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Publicado 04 mayo 2020 - 12:41

Hola Rexo, qué tal!

 

Me encantan las interacciones entre Aerys y Emil xD Son diferentes a las que pueden tener con Orión, pues este es más sobrio y seco (si bien muy sarcástico), pero entre estos dos es un choque entre tipos orgullosos, inmaduros y explosivos (casi literalmente en el caso de uno), que incluso en medio de una pelea le dan algo de humor y, por qué no decirlo, naturalidad humana al asunto. Más aún porque, al principio, dado que están en medio de una avalancha, asumo que tienen que gritarse como locos entre sí. Todavía más porque son de rangos distintos, y tienen respeto cero entre sí.

 

Oh, y sin que se me olvide, me gusta el cómo se describe el poder de Aerys con ese calor insoportable que pocas veces se ve en SS. El Cosmos da calor, el fuego quema, pero más allá de rayitos de colores no se ve mucho eso, ni sus consecuencias, así que lo agradezco. Y esto no puedo evitar mencionarlo, aunque lamentablemente la actual cultura juvenil en el mundo haya convertido una línea legendaria en un meme: "You shall not pass", gritó Emil ante el mago.

 

Me gustó mucho el aire imponente y terrible que le diste a Frey... digo, Sigfried..., digo, Sigurd. ¡Ah, digo Alexer! El segundo Campeón de Hades que vemos, muuuuuuuuuuy distinto al bruto de Jaki.  Y es sorpresivo que en esta versión fuese él que muriese en lugar de su padre. Es como Flashpoint (referencia a DC Comics, ignórala). Al inicio, sin hablar demasiado, solo gracias a los pensamientos de Cristal, uno puede hacerse la mitad de la idea de quien es el hijo de Piotr, y lo que provoca en los demás, sin tener en cuenta siquiera su poder cósmico. La otra mitad la está aportando él mismo, y espero que el proceso sea satisfactorio.

 

En tanto, llega el líder de los pollos asados (un tipo gélido, irónicamente), a quien me encantaría verle filosofar con su contraparte Orionana. No pienso arrepentirme de haber escrito eso. Me gusta muchísimo Sneyder, y cuando estuve a punto de cambiar de bando y ofrecerle todo mi apoyo a la perspectiva de Cristal (porque expresa lo que siempre he renegado del Santuario: "yaaaay, salvamos al mundo, aun queda gente viva en él, wiiiiiii"), cuando sale con su discurso de que defiende la Justicia, y lo pongo con mayúscula. Es como un Ikki mucho más brutal. Hace lo que, desde su perspectiva, está correcto, y lo que digan hombres y dioses le es irrelevante. Pero la Justicia la crearon justamente los humanos, y es en ese conflicto donde quiero ver a Sneyder.

 

Y porque es obligatorio, cerraré con esta secuencia exclusiva de Aerys y su pan.

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Y porque es aún más necesario...

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#132 Rexomega

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Publicado 04 mayo 2020 - 15:25

Saludos

 

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***

 

Capítulo 24. Alma de gigante

 

Cayó desde la Fortaleza de Luz en el momento justo, cuando había entre ella y el suelo un par de metros de distancia, libres de la nieve por causa de la tormenta, que todo lo devoraba. Aun si en el proceso fue mandado a volar muy, muy lejos de donde pensaba caer, sintió más alivio que dolor. Tirado sobre la tierra, respiró con dificultad. Lo había logrado. Por los pelos, eso sí, ya que si bien él era capaz de crear un atajo en el espacio-tiempo, necesitaba crear la entrada y la salida él mismo, no podía abrir un agujero de gusano y luego esperar aparecer en cualquier otro sitio, como el Sumo Sacerdote y su más aventajado alumno, Arthur. Debido a aquello, cuando la Fortaleza de Luz fue para él más bien una prisión, no se le ocurrió crear un portal de entrada, no habría servido de nada, a menos que hubiese un portal de salida fuera del campo de fuerza.

Y lo había. Aerys así se lo hizo entender. La Fortaleza de Luz tenía una triple capa defensiva por todas partes, excepto en la base, que el mago no había tenido en cuenta. Allí solo había dos capas, el portal de salida y la barrera en sí, por lo que le bastó crear un portal de entrada en el suelo para escapar. ¡Era un genio!

«No —se dijo Emil—. Si no me hubiese enorgullecido tanto de mi técnica, desde un principio habríamos podido salir por tierra. Habría sido mucho más fácil.»

Tal era la vergüenza que sentía, que las mejillas encendidas bastaban para repeler el frío del ambiente, lleno de un calor antinatural. ¿En qué momento había acabado en un volcán? En eso estaba pensando cuando alguien lo pateó en el costado.

—No es momento para siestas.

Aun antes de ladear la cabeza, ya imaginaba qué se encontraría. A un lado estaba Lesath, de brazos cruzados. Llevaba puesto el manto de Orión, indemne como siempre, de un plateado que contrastaba con los oscuros picos en las rodilleras, protectores de los brazos y hombreras, cuya utilidad nunca había entendido. Bajo el casco, en el que destacaban tres picos a modo de corona, Lesath lo miraba ceñudo, en especial cuando a él se le ocurrió sonreír. Con esas pintas y la falta de heridas luego de los combates que debió librar a la intemperie, su compañero de plata le habría parecido un héroe de leyenda si no llevara encima del mango aquel abrigo de mendigo ondeando al viento.  

—¡No es momento para echarse una siesta! —repitió Lesath de Orión, arrojándole una pieza que guardaba en uno de los bolsillos.

—¡Mi casco! —gritó Emil, emocionado. Apenas lo estaba tocando cuando se lo puso sobre la cabeza—. ¡Gracias!

—Pensaba que a estas alturas te habrían reventado esa cara de elfo tuya —se quejó Lesath, quien a pesar de ello ayudó a Emil a incorporarse—. Eres más duro de lo que pareces, eso lo tengo que admitir. Y ahora, ¿qué?

El santo de Flecha, sintiendo sus fuerzas renovadas, abrió pronto la boca para dar una respuesta, pero fue otro quien habló, dirigiéndose a las mentes de ambos.

Eso digo yo. ¿Qué haremos ahora? —dijo Aerys, cuya presencia se perdía bajo el suelo—. Al primero que me llame santo de Topo lo quemo vivo.

—No se me ocurriría. Eres Aerys, santo de Pan —dijo Emil, con una sonrisa que Lesath no comprendió. No le hizo caso, lo que diría a continuación le iba a gustar mucho—: Y el más listo de los tres, por lo que veo, así que te dejaremos que seas el cerebro.

¿Estás diciendo que soy débil?

—Lesath lleva en el Santuario desde que los dinosaurios caminaban sobre la Tierra y yo llevo ocho años siendo el santo de Flecha. Soy más fuerte que tú hoy, como lo fui ayer y como lo seré mañana. ¿Algún inconveniente?

Miró al santo de Orión, creyendo que iba a darle un buen y merecido puñetazo. Nada ocurrió. Su compañero de plata, todo un veterano, sabía tener los pies en la tierra.

El poder que protegía Bluegrad ahora sirve a quien desea destruirla. Lo que tenemos que hacer es impedirlo. ¿Quedan espectros en la tundra?  

—Al menos seis se me escaparon, más cinco descabezados —dijo Lesath.

—Nosotros nos encargamos de ellos —dijo Emil—. Bueno, más bien el mago.

Déjalo en que fuimos nosotros. Bien, el peliblanco se encargará de los espectros, mientras el perro se ocupa de la tormenta y yo busco al mago.

Emil frunció el ceño. Entendía que Aerys pretendía sorprender a aquella criatura tan escurridiza, así como que él luchara con los espectros, ya que a distancia tendría menos que temer de ellos. Sin embargo, ¿cómo se suponía que iba Lesath a destruir un tifón?

De nuevo, fue Aerys quien lo sacó de dudas, con una explicación a destiempo.

En el río de las lamentaciones, Cocito, están las almas de quienes han desafiado a los dioses. Eso incluye a los gigantes. Yo y mis compañeros enfrentamos el espíritu de uno en el monte Sachenka. Fue fácil, solo tuvimos que encontrar el núcleo.

—Me estoy perdiendo —dijo Lesath—. ¿El tifón es el espíritu de un gigante?

—Es lo que él dice —contestó Emil—. No sé por qué está tan seguro.

Porque solo un miembro de esa raza podría servir al propósito del mago, que es llegar a Bluegrad. Me atrevo a suponer que convertir en espectros a los guerreros azules fue un daño colateral. Secuestró la tormenta para darle al espíritu del gigante un cuerpo invencible, luego lo sacó de debajo de la tierra, que todavía debe recordar la noche en que Cocito se manifestó en la región. Todo encaja.

Tanto Lesath como Emil asintieron a la vez. Sabiendo que el mago pretendía atacar Bluegrad y qué arma usaría para ello, no necesitaban saber por qué.

—Solo una pregunta más —dijo Lesath—. ¿Qué forma tiene el núcleo de un gigante?

 

***

 

Tuvieron que acercarse mucho para volver a sentir de verdad el arrastre del tifón, señor indiscutible de la tundra. ¿Lesath siempre había sido así de fuerte? Pensó que sí, que las batallas que había librado fuera solo habían servido para acostumbrar al combate los viejos huesos del veterano, a quien le bastaba estar presente para que el oscuro y furioso viento de los alrededores se desviara, lejos de él y aliados cercanos. No obstante, una cosa eran los restos de la tormenta y otra el lugar en el que se había concentrado su fuerza. A ochocientos metros del tifón, Emil tenía que hacer un gran esfuerzo para mantenerse en el suelo, algo que dificultaban los esporádicos ataques del enemigo: lluvias de afiladas agujas, tan rápidas como sus flechas; soplos de aire congelante; rocas de hielo grandes como casas. De todo les mandaban los espectros, bien ocultos bajo trucos visuales que solo Lesath podía distinguir. Dependía demasiado de la vista.

Por suerte, su momento llegó por fin en la forma de un alto y fornido espectro, que asía un hacha con una mano de hielo tan grande como quebradiza. Con tal arma pretendió decapitar a Emil, solo para terminar golpeando, no por primera vez, el brazal de Orión.

—Esta vez no te escaparás —gruñó Lesath, quien en lugar de retroceder, tomó con las manos la hoja del hacha—. ¡Haz lo tuyo, elfo!

Con un gesto de asentimiento, el santo de Flecha extendió el brazo, pero no disparó de inmediato. En lugar de eso, tornó el mágico carcaj adherido a este en un bello arco de plata, que su cosmos completó al servir de hilo. Durante diez segundos exactos, lo tensó sin hacer caso a las exigencias e insultos de Lesath, que lo miraba con la cara enrojecida. Luego, disparó el proyectil, directo a la cabeza del espectro.

El estallido fue tan brutal como de costumbre, Emil y Lesath salieron disparados a la vez que una saeta de cosmos a mach 50 desintegraba al espectro y partía en dos el cielo, aquel extenso remolino de nubes negras del que bebía el tifón.    

—amolar —exclamó Lesath—. amolar.

—Así reaccionan todos —dijo Emil con una gran sonrisa.

—¿Por qué no hiciste eso antes?

—La Fortaleza de Luz me exige más cosmos y concentración de lo que me gusta reconocer. Creo que desapareció cuando me escapé.

Lesath le dio un golpe amistoso en la espalda, sorprendiéndole una vez más desde que empezaron aquella empresa. Había esperado que se riera de él, al no haber sido testigo de todos los quebraderos de cabeza que el mago le dio al robarle su barrera, pero en lugar de eso lo felicitaba. En tanto lo había impresionado aquella técnica. ¿Y por qué no iba a impresionarle? Era una buena técnica. Muy útil.

—Oye, Lesath, se me ha ocurrido…

—¿… que localice el núcleo del gigante y te dé una señal para que le des uno de esos disparos rapidísimos? ¡Dalo por hecho, elfo!

—Será peligroso. Podría matarte.

—Podrías intentarlo. ¡Suerte con los espectros!

Sin decir una palabra más, el santo de Orión salió corriendo rumbo al corazón de la tormenta. Emil quiso seguirlo, pero entonces uno de aquellos molestos seres de piel cristalina se le lanzó encima, tirándolo al suelo y tratando de ahorcarlo. El frío lo alcanzó en cada célula, a tal punto que las heridas en los brazos ya no importaron. Desesperado por la situación, olvidó los ocho años que había vivido como tirador y empezó a golpear al espectro con las manos desnudas.

Los otros cuatro seres de piel cristalina lo observaban todo con indiferencias, mientras que un ente de túnica blanca observaba con interés el Arco Solar, caído al suelo.

 

***

 

El santo de Orión no tuvo que esforzarse mucho en alcanzar el tifón. Cuando estaba a medio camino, solo necesitó dejarse arrastrar por él, en verdad un ser vivo que anhelaba su ardiente y poderoso cosmos.

—Tres mil años extintos y aquí estáis otra vez. Jodiendo. 

En el ojo de la tormenta, aquellas palabras pronunciadas como un grito desafiante no fueron distintas de un chillido infantil. El viento giraba a una velocidad imposible, llenando de un oscuro gris cualquier punto en derredor. No había un mundo fuera. Y si lo había, sería destruido. Esa era la sensación que tenía Lesath en aquellos momentos, teniendo que aferrarse a un fino hilo de esperanza para no perder la cordura: un rubí del tamaño de un puño, que solo se distinguía de joyas similares por una serie de regulares espasmos, acompañados por un sonido bastante característico.

—El núcleo de un gigante es una piedra preciosa que late como un corazón humano —había dicho Aerys—. No creo que romperla mate al gigante, por el pequeño detalle de que ya está muerto, pero al menos en el monte Sachenka bastó para que se retirara.

A pesar de tener  como única prueba la palabra de un santo de bronce aficionado al pan, Lesath actuó con decisión, expandiendo en todas direcciones el aura carmesí que lo rodeaba. Por momentos, parecía estabilizarse, para luego volver a dar vueltas sin remedio, sometido a presiones altísimas y temperaturas aún más bajas. Su mente, siempre tan traicionera, le remontó a una situación similar, la última batalla en la que fue llamado héroe. Entonces, junto a cuatro compañeros enfrentó a la furia de la naturaleza que era Hipólita, quien con veloces y constantes ataques lo acabó enterrando bajo la montaña más alta del mundo. Ahora se sentía del mismo modo: aplastado por algo inmenso, solo que no estaba encima de él, sino en todas partes.

Irreverente como nadie en el Santuario, trató de encogerse de hombros, de probarle a los dioses que eso no era nada para él. Pero al mover los brazos, el tifón le recordó el estado de completa indefensión en el que estaba, estirándole aquellas y otras extremidades con tal violencia que creyó que se las iban a arrancar. Frente aquel castigo, él opuso un cosmos ardiente a la vez que se obligaba a recordar el principio de todo, los cuarenta días que él mismo aceptó pasar en el Sahara sin recibir ayuda de nadie. Aquel sol que odió y aquellos escorpiones que odiaba todavía más. Así manifestó un calor que hasta el bocón de Aerys habría de respetar, durante el más breve de los instantes.

Fue suficiente. Aunque de forma burda, logró dejar de ser una marioneta del tifón y planear hasta el rubí en el tiempo que tardó el manto de Orión en cristalizarse. Las manos con las que tocó la joya, núcleo del gigante, no eran ya los garrotes del mítico gigante, sino quebradizas piezas de hielo.

—Doscientos grados bajo cero y sigue disminuyendo —dijo Lesath, aferrándose todo lo que podía al rubí a la vez que mantenía encendido el poder que ardía desde sus entrañas. Lejos del hombre solar que fue por tan poco tiempo, ahora era una pálida vela a punto de apagarse, que solo una vista legendaria podría detectar en medio de aquellos vientos oscuros—. ¡Hay un límite para lentitud, Emil!

Las fuerzas empezaron a abandonarlo, yendo a parar a aquel rubí que latía en un ritmo indiferente a la situación. Nada era para el gigante aquel hombrecillo que tocaba su corazón, salvo un delicioso bocado, una fuente voluntaria de energía.

  ***

 

Había algo diferente en luchar con los puños. Así lo había descubierto a Emil, más vivo que nunca justo después de haber sentido el frío tacto de la muerte. Golpear al enemigo hacía que los brazos dejaran de parecerle pesados; caminar de un lado a otro para evitar ataques borraba por un tiempo todo recuerdo del dolor en las heridas, en las que volvía a pensar como lo que eran: insignificantes. Se estaba moviendo en todo momento, luchando, dando un uso auténtico al cosmos que su querido maestro, del que alguna vez hizo gracia por lo limitado de su estilo de lucha, le ayudó a despertar.

Pese a la euforia del momento, por supuesto, no dejó de ser el deshonesto arquero al que todos en Andrómeda admiraban y querían, lo reconocieran o no. A media batalla tomó el hacha del primer espectro al que liquidó y despedazó a los tres que aún no había machacado demasiado. No necesitó muchos movimientos: aquella arma, sin duda mágica, desplegaba ondas de energía cortante con cada movimiento, las cuales no gozaban por desgracia de suficiente poder como para destruir el tifón.

Soltó el hacha y buscó la única arma que reconocía como suya, todavía a los pies del mago. Cauteloso, Emil mantuvo la vista fija en la criatura en todo momento. Incluso cuando tensó el Arco Solar, en el que una flecha argéntea se formó, todavía miraba de soslayo al enemigo más extraño y pesado que había visto jamás.

—Ocho, nueve, diez —contó el santo de plata, dudando en ese momento si debía tirar ahora. Sabía dónde estaba Lesath, por supuesto, era imposible no verlo si brillaba como si fuera a una bomba a punto de estallar. Lo que no tenía tan claro era si un disparo a mach 50 bastaría para derribar a un gigante—. Veinte, veintiuno, veintitrés…

Siguió contando, doliéndole el cuerpo entero. El mago nada hizo, tal vez lleno de curiosidad por lo que ocurría. La tierra temblaba, el aire se consumía en la flecha de cosmos, que empezaba a perder consistencia.

—Cincuentaiocho, cincuentainueve… ¡Sesenta!

El disparo y el grito de guerra se dieron al mismo tiempo que un estallido colosal arrasó toda la zona entorno a Emil, impidiéndole ver el resultado de aquel ataque tan tremendo  y temerario. Solo supo, mientras volaba por los aires a toda velocidad, sintiendo el rebote del proyectil, que había actuado en el peor momento posible, cuando hasta el cosmos de Lesath sería imposible de distinguir por el mítico Linceo.

 

***

 

—¡Elfo hijo de mala madre!

Lesath no pudo sentir la procedencia del disparo que lo atravesó a él, el rubí y quizás todas las capas de la atmósfera en un mísero segundo. Tampoco lo necesitaba. Solo podía ser Emil, el lento, deshonesto, cobarde y al parecer poderoso Emil.

Abrió la boca para soltar una nueva maldición, pues el núcleo del gigante seguía latiendo como siempre pese a los daños, pero lo único que logró expulsar fue sangre. Con el cosmos mermado y el manto de Orión muerto, ya no tuvo protección alguna para el viento oscuro, que le cortaba como un millar de espadas. Ignoró el dolor, las heridas y la sangre perdida, buscando una explicación, que encontró pronto. ¡Había un rubí más pequeño dentro del grande, auténtico responsable de los latidos! La única razón por la que ahora podía verlo era el ataque de Emil, que destrozó dos tercios de la joya. Tendría que agradecérselo más adelante. Y darle un puñetazo. ¡Un buen puñetazo!

La sangre en torno a Lesath se extinguió, absorbida por el aura carmesí que resurgía una vez más, lista para tener el choque final con aquel frío capaz de apagar cualquier llama en la Tierra. Mientras el cosmos del hombre se expandía, este quedó estable y estoico frente a la tempestad. Nada podía moverlo, ni siquiera el dolor. 

Nunca he entendido a los hombres que aseguran no temer a la muerte cuando marchan a la guerra —dijo Lesath, no con palabras que el viento devoraba con avidez, sino a través del cosmos, empleando las escasas fuerzas que le quedaban—. La mitad de las veces es mentira. La otra mitad, son discursos tan antinaturales que me revuelven el estómago. —El aura carmesí serpenteó a través de la espalda, llegando hasta el hombro izquierdo y girando una y otra vez hasta cubrir aquel brazo, el primero que dominó, en una espiral sangrienta que culminaba en uno de los dedos—. Sin embargo, en la batalla, la muerte suele perseguir a los que queremos vivir; a veces, nuestros enemigos parecen imbatibles. —El dedo brilló siete veces, mientras la uña se alargaba en un filo que fluía como la sangre—. En momentos como ese, recibir la muerte es algo inevitable. Algunos lo hacen para siempre, como amantes ansiosos y sin voluntad, pero otros admitimos solo una visita temporal. —El tifón, ajeno a tal discurso, seguía estirándole el otro brazo y las piernas, que no tardarían en separarse del resto del cuerpo, llevándose consigo al pronto exangüe santo de Orión. A él no le importó—. Porque así soy yo. Abrazo a la muerte, la levanto y se la escupo a mi enemigo. ¡Como el veneno de un escorpión!

De la cuchilla surgió un hilo de luz, que en el mismo instante atravesó el núcleo del gigante con la fuerza de las lejanas estrellas. Dejaron de oírse los latidos de la joya, que caía sin remedio al suelo haciéndose pedazos, a la vez que el tifón se debilitaba.

«¿Qué te ha parecido esto? —pensaba Lesath, quien también caía, quien también se sentía despedazado—. ¿Eh, Milo?»

 

***

 

Emil no pudo alegrarse por ver el tifón deshacerse a lo lejos. El dolor era demasiado grande. Tanto, que había tardado en entender que era eso lo que sentía y no el frío al que se había acostumbrado. Miró su brazo, en carne viva, sin que quedara un solo fragmento del manto de Flecha hasta la altura del hombro. ¿Qué locura había hecho?

El mago lo miraba, tan extraño como siempre. No parecía importarle que el alma del gigante se estuviera marchando, que la tempestad que tanto le había costado dominar para hacer quién sabía qué cosa en realidad se dispersara sin otorgarle nada. Él estaba quieto, observando sin odio al responsable de su fracaso. Pero no terminaron allí las sorpresas, pues aquella criatura fantasmal posó el cayado sobre el brazo inerte, moviéndolo luego de forma suave, acaso concienzuda, desde el codo hasta la mano. El dolor desapareció entonces, robado por un mago.

Abrió la boca para dar las gracias. ¿Qué menos podía hacer? Sin embargo, antes de que terminara de formular esa simple palabra, giró varias veces para alejarse, presintiendo un peligro inminente. A la tercera vuelta vio la más absurda escena de aquella noche de locos. Aerys, surgido de la tierra, se aferraba al cayado del mago. ¡Con los dientes!

—No se juega con el pan de un hombre —creyó oírle decir a Aerys, que clavaba sobre la madera unos dientes brillantes, en llamas, que hacían ver su rostro todavía más pálido de lo que estaba. ¿Siquiera seguía vivo, tras pasar tanto tiempo bajo tierra?

Al mago le bastó un movimiento para apartar a aquel santo de bronce, que salió volando con un pedazo del cayado en la boca. Suficiente.

Por extraño que pudiera parecer, Emil se sintió más preocupado por el mago que por Aerys. Después de haberlo curado, así fuera por razones que solo aquel ser espectral conocía, se había ganado suficientes simpatías como para que no pudiera regocijarse en su sufrimiento. El cayado ardió hasta volverse polvo, a la vez que el mago gritaba y gritaba con el viento sirviéndole de voz, una voz lastimera que extinguió tan pronto los restos de la madera terminaron de desaparecer.

Solo en aquel momento, cuando no hubo más espectros, tormentas, magos y gigantes de los que preocuparse, el santo de Flecha se permitió descansar.

 

Cuando Emil abrió de nuevo los ojos, Lesath de Orión venía hacia él, molesto. Era normal, ya sin aquel abrigo estrafalario, podía verse el manto de Orión, donde el azul del hielo primaba sobre la plata, excepto en un punto negro a la altura del pecho. El último disparo del Arco Solar había estado muy cerca de atravesarle el corazón. Por si eso fuera poco, en los brazos que aquel tremendo hombre mantenía cruzados había tantos golpes y cortes que él empezó a sentirse un niño por haberse quejado de sus heridas, tan diminutas e insignificantes. Y sin embargo, tanto las suyas como las de Lesath debían doler más que ninguna otra, pues no eran normales, no manaba de ellas ni una sola gota de sangre roja y la piel alrededor era azul. 

—Sigue sin ser momento de tomar una siesta —dijo el santo de Orión en cuento llegó, pateándolo. Tenía la cara tan pálida como la de Aerys, sino es que más.

—Hemos ganado —repuso Emil, muy, muy cansado—. Gracias a mí

—He ganado, a pesar de ti —gruñó Lesath, palpándose el pecho agujereado—. ¡He vencido con mi única e infalible técnica secreta!

—No se puede depender siempre de una única técnica —replicó Emil.

—Es bueno que lo hayas entendido. Ahora, levántate, tenemos que buscar a Aerys. ¡Ojalá tenga la misma pinta que nosotros! El rey Piotr no tendrá motivo para negarse a recibirnos a los tres si nos ve en este estado, sobre todo después de saber que acabamos así por salvar su querida Ciudad Azul. En el castillo recibiremos alimentos, atención médica y hospedaje el tiempo suficiente para saber dónde está el ánfora de Atenea.

 

—Una estrategia interesante —dijo alguien, a la vez que un cuervo graznaba.

La tormenta pudo haber regresado y Lesath no habría mostrado el mismo terror. Un hombre había venido de la nada, como el mago, solo que no era aire bajo una capa blanca, sino puro hielo. Bajó los brazos en señal de rendición. ¿Qué otra cosa podía hacer cuando Sneyder clavaba en él aquellos ojos amatistas, encarnación del invierno?

 

***

 

Durante varias horas, nada había sabido la líder de la división Andrómeda sobre la misión en Bluegrad. Si el Ojo de las Greas era capaz de horadar en la tormenta que protegía la Ciudad Azul, no quiso descubrirlo. Después de que el Barquero la detectara, resultaba evidente que aquel tesoro debía usarse con prudencia. Y pocas cosas eran menos prudentes que entrometerse más allá de lo debido en los dominios del Señor del Invierno. Era mejor esperar. Confiar en Emil, incluso en Lesath y Aerys.

Aquella fue la convicción de Akasha hasta que Azrael tuvo que retirarse, aquejando un repentino dolor de cabeza. Entonces, empezó a sentirse inquieta, deseando echar un vistazo a lo que sucedía. Kiki trató de tranquilizarla con otros asuntos, que incluyeron el inexplicable traslado de la práctica totalidad de la división Cisne a una isla de nombre Thalassa. Aquella información, que Kiki había sonsacado a Aerys en el momento en que lo contactó, solo incrementó las preocupaciones de Akasha. Poco a poco, empezaba a arrepentirse de incluir en aquella misión a un elemento extraño como el santo de Erídano. ¿Valía el riesgo, con tal de no llevarse sorpresas con la división a cargo de vigilar a Poseidón? No estaba segura. ¡Qué difícil era todo ahora, que no podía actuar por sí misma! En su condición de exiliada, no podía vestir el manto de Virgo y deshonrar a sus predecesores, mucho menos tenía alguna autoridad que justificara una reunión con el rey de Bluegrad, ahora que había perdido el favor del Sumo Sacerdote.

«Y si se lo hubiese pedido a Lucile, le causaría muchos problemas —pensó, tratando de convencerse de que había hecho lo mejor—. Soy mortal. Existen límites para los mortales. Así ha sido siempre y así seguirá siendo.»

El tiempo pasaba con pesada lentitud y a Kiki se le estaban acabando las cosas de las que hablar, después de exponer cómo la división Dragón había dado por bueno el informe y se iba posicionando en todos los lugares que pudieran relacionarse con el Hades, desde la torre de los espectros hasta el antiguo territorio de los Heinstein. Se retiró con un gran bostezo. Llevaba muchas horas sin dormir. Poco después vino Makoto, con el pecho cubierto de vendas recién cambiadas, recordándole con su sola presencia que acababa de poner a dos de los suyos en peligro mortal. De nuevo.

La ausencia de Kiki y Azrael se hizo notar en el ambienta, ya que el maestro herrero de Jamir era el único que podía tirar de la lengua a Ban, de quien no podía decir que fuera un gran conversador por mucho que lo quisiera, mientras que Makoto solo hablaba sin vergüenza cuando era para discutir con Azrael.

 

Mil años después, la puerta se abrió. El primero en entrar fue Kiki, sombrío, seguido de un hombre uniformado al que Akasha no veía desde hacía dos años.

La sola presencia de Sneyder, comandante de la división Fénix y conocido ejecutor del Santuario, hizo descender la temperatura de la sala, en ambos sentidos. Las esperanzas de una misión exitosa se extinguieron a la vez que el aire helado lamía las paredes congeladas. Como de costumbre, aquel hombre preparaba el campo de batalla.

—¿Qué ha sido de Emil de Flecha y Lesath de Orión? —preguntó Akasha, sin titubeos.

La respuesta vino enseguida, pero no con palabras. Sneyder le encajó un puñetazo en el estómago que la hizo doblarse sobre sí misma. Tardó en recuperar el aliento, lo suficiente como para que al alzar el cuello sintiera el filo de una espada en la nuca.

—Dame una razón para no hacerlo —sentenció Sneyder. 


Editado por Rexomega, 11 mayo 2020 - 10:22 .

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Publicado 09 mayo 2020 - 09:02

Capítulo 24. Alma de gigante

 

el  espíritu del gigante  convertido en  tifón es algo fumado pero a la vez es un elemento interesante en el fanfic

 

¿porque llaman constantemente elfo al caballero?

 

 un rubí escondido dentro de otro rubí eso fue inesperado

 

El mago es muy misterioso ¿murió o escapo?

 

el final del capitulo fue enigmático

 

en términos generales esta entretenido el fic

 

 

 

 


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Publicado 09 mayo 2020 - 16:50

Capítulo 24. Bye bye mago.
 
El cap en el que terminan con la amenaza del mago, el tifón/gigante y los espectros.
Me gustó la velocidad de los acontecimientos después de lo laaaargo que se me hicieron los pasados episodios con la barrera Poseída de Emil y eso.
 
Lesath es quien se lleva los peores golpes pero los mejores aplausos; atravesado por la super flecha de Emil (eso sí que debió doler) y todavía todo lo que le hizo el gigante, un tremendo tanque y saco de box que todavía se las ingenia para caminar con tanta dignidad hacia sus aliados.
 
Parece que mientras la joya era el punto débil del gigante, el cayado era el del mago, pues también desapareció en cuanto el santo del Pan lo incineró.
 
Me encanta el momento agridulce en que Sneyder aparece para privarlos de la alegría de la victoria, pues se narra muy bien que es un personaje que les da un GAME OVER automático.
 
Y para terminar, la escena en la que el mismo Sneyder llega y le da un merecido puñetazo a Akasha, quien se cree intocable por ser la consentida del Papa.
Esperando con ansías el próximo cap :3
 
PD. Buen cap, sigue así x3

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


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Publicado 10 mayo 2020 - 17:07

Todos saben que los picos en las armaduras de Orión, Tauro o Hércules, solo para que las aves no se posen sobre ellas. Y para picar los ojos de los desobedientes. Lo sabe todo el mundo, Emil, no sea ignorante. Lo importante es que el señor censurado sigue viéndose espectacular y magnífico, digno que alguien que representa a un gigante cazador. O lo fue hasta que se metió a un huracán sin zapatos de rubíes donde justo iba pasando una saeta blanca. Y hablando de gigantes, interesante que los pongas en el Cocyto. Tiene todo el sentido del mundo, incluso más que el que haya Santos ahí. Muuuuy interesante, kukuku.

 

En tanto, excelente trabajo de Legolas, tanto que provocó que incluso el mago actuara como villano de sentai y se quedara mirando mientras le apuntan con un cañón. No puedes ser villano de SS si alguna vez no haces eso, está en el inciso 6 del contrato. Sea como sea, y a pesar de los costos de usar el arco así, y del desastre que pudo causar, lo importante es que cumplió con lo que se ordenó. Casi. Emil omitiría ese "casi". Orión no lo omitiría, porque además tuvo que depender de lanzar un agujazo para completar el trabajo. No me sorprende que sea alumno (o esté relacionado de alguna manera con) de Milo; Orión y Escorpio siempre van juntos, pero sí será interesante adentrarse más en ello, en las circunstancias que llevaron a Lesath estar donde está ahora, y cosas así.

 

Y el final me hizo brevemente encender las alarmas. "¿Mil años después? ¿Qué clase de hipertime-skip es este?", pensé. Luego me di cuenta de que no era literal y me calmé.

 

¡Excelente capítulo, Rexo!


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Publicado 11 mayo 2020 - 10:20

Saludos

 

¡Buen review, sigue así!

 

 

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***

 

Capítulo 25. Al servicio de la justicia

 

Todos podían ver la espada, que nacía junto al brazo de Sneyder como un diamante pulido hasta convertirse en un arma terrible. Sesenta centímetros de un cristal blanquísimo, apenas visible tras el vapor frío que emanaba. Era de doble filo, con bordes tan finos que no podían distinguirse sin fijarse de cerca. Si Akasha hubiese levantado la cabeza por solo un milímetro, ya la habría perdido. Ahora, la general estaba de rodillas, con el pecho apoyado sobre un tocón de hielo.

—Dadme una razón para no ejecutaros —dijo Sneyder de nuevo, sin cólera, odio o reproche. La voz que dominaba la sala, tan gélida como el cosmos que la respaldaba, era de una indiferencia inhumana.

—Se le acusa de traición. —El santo de Cuervo entró, vistiendo el manto de plata. Akasha distinguía el sonido de las pisadas, así como su tono malicioso. Sin dejar de mirar el suelo, ya podía imaginar la sonrisa triunfante que le debía estar dedicando—. A pesar de los días transcurridos, no ha utilizado el Ojo de las Greas para el cometido que se le asignó: encontrar a los líderes de Hybris. ¿Quizá lo ocupaba para sus propias ambiciones? Je, no me responda a eso, solo estoy divagando. —Carraspeó antes de proseguir. Mientras hablaba, empezó a caminar a su alrededor—.  Lleva ya dos años en el exilio, sin permiso para pisar el Santuario, así como cualquier otra tierra consagrada a la diosa y nuestra orden, lo que incluye la ciudad de Atenas por supuesto, je, je. Dígame: ¿ha cambiado en algo su situación en los últimos días?

—¿Qué tiene que ver…? —Akasha detuvo la pregunta a media hacer. No hubo sangre, pero un corte se le había formado en la nuca. El movimiento fue leve, claro ejemplo del control que su juez y verdugo tenía sobre la espada, el mismo que tenía sobre su vida.

—Responded —ordenó Sneyder—. Y hacedlo siempre con la verdad.

—No, no ha acabado —contestó Akasha; deseó hacerlo con firmeza, pero las palabras huían débiles de su boca temblorosa.

«El cuello, siento frío en el cuello.»

—Por supuesto —asintió el santo de Cuervo—, de modo que su visita a Atenas puede sumarse a la larga lista de afrentas contra el Santuario, je, je. ¿Qué la motivó a cometer semejante estupidez? ¿Creyó poder pasar inadvertida?

—No. —El santo de Cuervo era un explorador, no Lesath de Orión, pero Sneyder estaba allí y él olía las mentiras como otro huele la comida podrida. Mentir no tenía sentido—. Debía conservar el Ojo de las Greas. Fui a Atenas para cumplir con mi misión, de modo que no temí que lo supiera al Santuario, ni hice nada para tratar de ocultarlo.

—Es cierto —accedió Sneyder, alzando la espada solo lo suficiente para dejarla en la misma posición que al principio.

—Las Greas, como todos los espíritus, deidades y criaturas marinas, deben fidelidad a Poseidón por el simple hecho de ser quienes son. Por si tal realidad no bastara, el dios de los mares les prestó ayuda cuando Perseo les robó lo que hoy llamamos el Ojo de las Greas. La isla que habían habitado desde tiempos inmemoriales, fue separada del mundo de los hombres y enviada a los mares olvidados. Fue usted quien dio esa información al Santuario, ¿me equivoco?

—Desde que obtuvimos el Ojo de las Greas, averiguamos más en tres días que toda la orden en doce años. No podemos prescindir de una herramienta tan valiosa.

—Solo un loco negaría su valor —concedió el santo de Cuervo—, pero más tarde o más temprano las Greas rogarían que su don les fuera devuelto, y si algo no puede decirse del dios de los mares, es que ignora las súplicas de sus súbditos. El deber de Makoto de Mosca, como miembro de la división Fénix, era infiltrarse en un grupo de Hybris, ascender y descubrir quiénes son sus líderes y dónde se encuentran. Fue usted, quien de forma expresa pidió un cambio de prioridades, asegurando que el resultado sería igual de satisfactorio sin costar la vida de uno de nuestros compañeros. Bien, Makoto cumplió con su deber, ¿y usted? ¿Dónde están los líderes de Hybris?

«Solo hay un líder que importa y su muerte no nos serviría de nada —pensó Akasha, quien tuvo que contenerse para no dar semejante respuesta. El santo de Cuervo quería acorralarla, hacerla sentir culpable de hacer lo correcto. No se lo iba a permitir.»

—Desconozco quiénes son y dónde se encuentran, de momento. Sin embargo, he obtenido información indispensable sobre el Hades, sin duda la división Dragón…

—Tiempo —interrumpió el santo de Cuervo, deteniéndose al fin frente a Akasha. Se tomó un momento para alzarle la barbilla, apartándole algunos cabellos que caían ante la máscara dorada—, el bien más preciado del mundo, lo que nos incluye a nosotros. Servimos a la diosa y vivimos bajo la amenaza de quien profanó su tierra sagrada delante de nuestras narices. Tuvo mucho de eso, ¿no es así? Tres días, suficientes para sondear el mundo entero, ya que contó con el ojo de un dios y los reflejos de un santo femenino de oro. Me consta que en ese tiempo solicitó al Santuario poder atracar en Atenas, envió una petición de asistencia a un miembro destacado de la división Dragón y hasta le dio tiempo de informar de una realidad que el Santuario ya sospechaba. Nada mal para un solo día, el problema es que ha contado con más de cincuenta horas, incluso si soy generoso con las horas de sueño que alguien como usted puede permitirse. ¡Cincuenta horas! ¿Tanto costaba usar al menos una para nuestra principal prioridad? Encontrar las cabezas de esa hidra que tantos quebraderos de cabeza…

—Nuestra prioridad es el Hades, siempre lo ha sido. —Esta vez fue Akasha la que interrumpió. Sacudió la cabeza, apartando las manos frías del santo de Cuervo y volvió a mirar al suelo. Sneyder no le había concedido otra cosa, aún—. Los santos no nacemos para ocuparnos de los rebeldes, ¡ni siquiera debería existir tal cosa en nuestra orden! Nuestro deber es con la Guerra Santa, con el enemigo de la diosa: Hades.

—Los. —La intervención de Sneyder, silencioso hasta aquel momento, fue acompañada por el descenso de la espada, y de nuevo Akasha sintió la hoja en la nuca—. Los enemigos de Atenea: Hades, Ares y Poseidón. ¿Recordáis que el dios de los mares ya era enemigo de nuestra diosa cuando Hades todavía se limitaba a sus dominios?

—Lo recuerdo —respondió Akasha de inmediato. En cierto modo, agradecía que Sneyder la hubiera sacado del sendero por el que el santo de Cuervo la estaba llevando; lo peor que podía reservarle aquel en el que se encontraba ahora, era la propia muerte—. Los Señores del Hades se alzarán hasta nuestro mundo porque un día los hombres bajaron al suyo y les causaron un gran daño. ¿Por qué no vengarse cuando éramos más vulnerables? ¿Por qué han tardado más de diez años en responder?

—El reino ha perdido al rey que lo gobernaba desde los albores del tiempo —contestó el santo de Cuervo, restándole importancia—. ¿Tan raro es un pequeño retraso? Un líder insensato ataca en el momento en que desea atacar; en cambio, el sabio se toma el tiempo de preparar la batalla que se avecina antes de que comience.

—Es tan insensato comparar el Hades con cualquiera de los reinos que han formado los hombres, como lo es equiparar a los dioses y sus decisiones con las de los mortales protegidos por un título inmortal —apuntilló Akasha—. Sospecho que no han atacado hasta ahora porque no tenían a quien los dirigiera y ahora eso podría haber cambiado. Es posible que Hades, señor de los reinos más allá de la muerte, siga con vida.

—Hades murió —replicó el santo de Cuervo, ya sin la calma que lo había cubierto desde que entró a aquel cuarto—. Atenea, acompañada por los cinco héroes legendarios, lo derrotó y acabó con la amenaza que suponía para la Tierra, para siempre. —Sacudió la cabeza y dio una rápida vuelta alrededor de Sneyder y Akasha antes de volver a colocarse frente a ésta—. ¿¡Pretende seguir el ejemplo de Dragón del Mar!?

—¿Creéis en la palabra de vuestra líder?

 

A nadie en aquella sala se le escapó que el santo de Cuervo había perdido los estribos, mucho menos a Sneyder, quien con aquella tercera intervención ponía fin al interrogatorio, permitiendo hablar al resto. No eran del todo testigos: desde un extremo a otro del cuarto, el suelo era cubierto por una capa de hielo que se alzaba en torno a cada miembro presente de la división Andrómeda. Hasta Kiki, que no vestía un manto sagrado, estaba aferrado al suelo como si fuera un prisionero, un enemigo. Así se sentía Makoto de Mosca, uno de los afectados, quien fue el primero en responder.

—¿Hades sigue con vida? Es posible. Si se toman la molestia de leer los papeles que hay sobre la mesa —hizo una pausa, en la que Sneyder indicó al santo de Cuervo que los leyera—, verán que el inframundo sigue existiendo. A pesar de que no estuve presente en la vigilancia, creo en lo que allí leí, pues todos los involucrados en la creación de ese informe han servido a la diosa durante al menos diez años.

El santo de Cuervo carraspeó.

—Incluso si fuera verdad… ¿Acaso son mejores dos dioses que uno, si ambos son enemigos de Atenea? Je, je, una mentira que no solo no salva al mentiroso, sino que lo perjudica. ¿Puede concebirse algo más lamentable?

En ese momento intervino Kiki, recuperando de pronto la sonrisa y el orgullo.

—No sé de qué hablas. Yo solo cuento un dios, Hades. Y ya que somos unos mentirosos, ni siquiera él cuenta. No hay dos dioses de los que preocuparse, sino cero.

El santo de Cuervo no supo qué responder.

—Explicad este sinsentido —ordenó a Sneyder, dirigiendo la mirada hacia el único de los presentes que no había intervenido—. Ban de León Menor.

—La última encarnación de Atenea, a la que yo y mis hermanos tuvimos el honor de asistir, encerró el alma de Poseidón en un ánfora el pasado milenio, dejando con vida a Julian Solo. Ningún hombre en la Tierra, ya sea el rey de Bluegrad o el Sumo Sacerdote, podría romper el sello de una diosa del Olimpo.

—El ánfora de Atenea sería un regalo simbólico —añadió Akasha, agradeciendo en su fuero interno la astucia de sus hombres—. Por el contrario, los hombres que Julian Solo podría aportar para proteger este mundo no lo serían. Es el receptáculo de Poseidón, a quien todo espíritu, deidad y criatura marina le debe lealtad.

—Mis palabras… —se quejó el santo de Cuervo—. ¡Pero usted dijo que no podíamos prescindir del Ojo de las Greas! ¡Debemos estar preparados para enfrentar a Hades!

—¿Lo dijo? —cuestionó Kiki, hurgándose una oreja—. ¿Tú oíste algo semejante?

Estaba mirando a Makoto, que apenas podría intuir la clase de juego en que le estaban metiendo sin mediar consulta alguna. Este frunció el ceño, tratando de recordar las palabras exactas que se habían dicho en aquel juicio improvisado.

—Dijo que sospecha que Hades podría estar vivo, por lo que necesitamos el Ojo de las Greas para seguir vigilando y confirmarlo.

—Caballeros negros, el Hades, Caronte… El enemigo baila ante la punta de la Lanza de Atenea, que se limita a golpear con el asta a nuestros aliados, probables y ciertos —puntualizó Ban—. El beneficio de conservar el Ojo de las Greas es enorme, mientras que el precio a pagar es insignificante.

 

Nadie habló en aquel momento, ni de una parte ni de otra. El silencio se manifestó como un apropiado acompañante del frío que se había adueñado del cuarto. Al principio de aquella pausa, el santo de Cuervo se sintió derrotado, mientras que los miembros de la división Andrómeda —Makoto contándose entre ellos, sin tener muy claro por qué—, sentían que habían salido airosos. Pero conforme el tiempo siguió avanzando sin escucharse una respuesta de Sneyder, los rostros de todos empezaron a ensombrecerse. Solo entonces, cuando la sonrisa de Kiki volvió a desaparecer, Sneyder habló, alzando el brazo hasta apuntar al techo, también cubierto de hielo.

—Agradezco vuestra sinceridad. Cada uno desconoce una parte de los verdaderos planes de vuestra comandante, pero lo que me habéis contado me acerca más a la verdad. Solo lamento que Azrael no estuviera presente.

La espada descendió tan rápido que ninguno de los presentes, aun si no estuvieran atados al suelo, habría podido detenerla. Se escuchó un sonido, semejante al choque de acero contra acero. Una cúpula de un blanco metálico había aparecido alrededor de Akasha, deteniendo el avance de la hoja de cristal.

—Si no me falla la memoria —dijo la voz de un hombre pacífico, a quien no por ello le faltaba firmeza—, solo Atenea puede decidir sobre la vida y la muerte de un santo.

La mera presencia del recién llegado bastó para lograr que Sneyder apartara la espada, esta vez apuntando al suelo. Portaba un manto de bronce, del tono rosado de la nebulosa de Andrómeda, y sendas cadenas en los brazos, ambas de leyenda. La punta de una de ellas se perdía en la cúpula formada tras él, que protegía a Akasha.

—Shun de Andrómeda —saludó Sneyder—. El Sumo Sacerdote es el representante de Atenea en la Tierra. Vengo en su nombre.

En otro tiempo, el manto sagrado de un santo de bronce se había caracterizado por otorgar una protección básica, acorde a las limitadas fuerzas de su portador. Ampliarlas solía suponer más un lastre que la segunda piel que tenía que ser. Esta realidad diferenciaba al tercer rango en el ejército de Atenea del segundo y el primero, por una distancia semejante a la que puede haber entre la tierra y las estrellas en el cielo nocturno. Shun era una de las cinco excepciones a la regla, habiendo sobrevivido al igual que sus hermanos a los más temibles enemigos que un hombre era capaz de enfrentar. Los santos de oro, los generales marinos y los jueces del Hades, así como los mismos dioses. Él no tenía que temer enfrentar una decisión de Sneyder, era un igual.

—Si el Sumo Sacerdote ha ordenado la muerte de nuestra hermana de armas, no puedo oponerme —lamentó Shun—. Pero, ¿haría algo así él, sin un juicio previo?

—No lo ha ordenado de forma explícita —tuvo que admitir Sneyder—. Decidme, comandante, ¿servís a la justicia?

—Nací para ser un santo de Atenea —respondió Shun sin el menor titubeo—, y lo seguiré siendo más allá de la muerte.

—En ese caso, no sois mi enemigo —concluyó Sneyder.

El santo de Andrómeda asintió, deshaciendo la cúpula que protegía a Akasha hasta que adoptó a la vista de todos la forma de una cadena con punta circular. Mientras esta se recogía en el brazo izquierdo, del derecho caía otra que terminaba en un triángulo, como la punta de flecha. Un instante después, tanto el tocón como los bloques de hielo de hielo que sujetaban a la mayoría de los presentes fueron destruidos. De aquel movimiento, solo Shun, Sneyder y Akasha fueron conscientes. El resto solo pudo observar, admirado, un resultado para el que no tenían explicación.

—Nunca lo hemos sido —aseguró a Shun, una vez la espada de hielo se extinguió en una nube de aire helado—. Y espero que así siga siendo.

—Señor Sneyder, han confesado…

El santo de Cuervo no pudo terminar la frase, una fuerza invisible le oprimía el cuello.

—No soy yo —aseguró Kiki con los brazos alzados, dándose por aludido al ver que todos lo miraban—. Será nuestra traviesa subcomandante.  

El santo de Cuervo cayó de rodillas, con el cuello apretado y enrojecido. Al observar aquello, muchos se hicieron la misma pregunta: ¿desde cuándo los vigilaba June de Camaleón, segunda al mando de la división Andrómeda?

—Akasha, ¿te encuentras bien? —preguntó Shun, gentil.

—Sí —respondió la joven, al tiempo que se permitía erguirse. Desde la nuca, como un macabro collar, se dibujaba una línea azulada.

—En ese caso, descansa. Has trabajado mucho —dijo Shun. A pocos metros, el santo de Cuervo recuperaba el aliento, acariciándose el cuello herido—. Si necesitas mi consejo, tendrás que esperar a que me ocupe de los asuntos pendientes con la división Fénix. Es lamentable que un simple problema de comunicación nos haya enfrentado, pero confío en que estamos a tiempo de solucionarlo. ¿No estáis de acuerdo, Sneyder el Pacificador? En estos tiempos, resulta extraño ver a un santo de oro desprotegido.

—Está en Jamir —dijo Sneyder, mirando a Kiki de soslayo. Este miró a otro lado, fingiendo demencia, pero la reacción de Shun no fue divertida en lo absoluto, sino de preocupación—. Es cierto que tenemos mucho de qué hablar, comandante.

Shun sacudió la cabeza, en señal de negación.

—Al igual que mis hermanos, cedí ese título a la nueva generación. Y debo añadir que no tengo queja sobre cómo Akasha ha dirigido la división que fundamos juntos.

—Hay asuntos de los que no se puede hablar con una exiliada.

 

—Todo es por el bien del mundo, pero lamento esta situación.

Nadie pudo determinar a quién iba dirigida la disculpa de Akasha, que llamó la atención de todos excepto el santo de Cuervo. Este estaba demasiado ocupado buscando la posición de June como para tener ganas de hacer una broma al respecto. La joven comandante tampoco dio más explicaciones, sino que tras una leve inclinación dio media vuelta y se retiró, envuelta en una calma inesperada.

En el suelo sobre el que había estado aún quedaban manchas de sangre, ya seca.

 

***

 

Muy lejos de aquel suceso, las imágenes que lo representaban se extinguieron, hundiéndose en un océano de coloridas nebulosas. Y por encima de las luces, Caronte tamborileaba el brazo derecho del trono en que se sentaba, pensativo. Apoyaba la mejilla en la mano izquierda, con dos dedos sobre la sien, preguntándose si sería prudente seguir observando. Resultaba divertido, si lo miraba con perspectiva: mientras los santos de Atenea se planteaban pactar con Poseidón a cambio de conservar el Ojo de las Greas, él tenía acceso a cada punto en el espacio-tiempo. Lo que fue, lo que pudo ser, lo que es, lo que podría ser, lo que será… ¡Hasta lo que jamás sería! Todo estaba contenido en el Portal del Tiempo al que solo otros ocho como él tenían acceso.

La chica está formando un ejército. No entiendo a los humanos. No quieren la guerra, pero la buscan incluso cuando pueden evitarla. Deberías detenerla, pero no lo harás, nunca haces nada fuera de plazo.

Palabras sin sonido, pertenecientes a la Esfera de los Vivos, Neptuno. Caronte encontró al emisor de aquel mensaje sobre un trono del color del mar, que como el suyo flotaba bajo el más claro de los cielos. Cuando le devolvió la mirada, ambos asintieron; se encontraban en un lugar que no admitía ruidos banales, donde hasta los más excelsos campeones de los dioses debían comunicarse mediante la Lengua de Plata.

Hice un juramento ante el dios del sueño. Cuando la Tierra termine su decimotercer giro alrededor del sol actuaré, no antes.

Es lo que estaba diciendo, aunque si te soy sincero, deberías decir que actuarás cuando acabe el último de los trece años de plazo —comentó a modo de corrección—. ¿Qué ocurrirá si hay guerra? ¿Necesito prepararte una excusa de antemano?

Ganamos la guerra —le recordó Caronte—. Lo que ocurra dentro de un año no pasará de ser una escaramuza, ¿te gusta esa expresión?

Es la primera vez que la oigo, me parece… —Mediante el silencio dio a entender que trataba de recordar, solo para acabar rompiéndolo con una carcajada que resonó en las mentes de ambos—. ¿Te molestó mi corrección? ¡Muchos años encerrado, viejo amigo! Conservas todos los sentidos menos el sentido del humor. 

Estás exagerando. Llevaba mucho tiempo sin usar esa palabra y me pregunté si era lo suficientemente sencilla. Eso es todo —se quiso explicar Caronte, pero mientras lo hacía le daban ganas de reír también. Se contuvo.

Ya, ya… —musitaba su compañero, dejando claro cuánto le creía—. No me has respondido: ¿qué harás si se unen Atenea y Poseidón? 

Era más probable que el Santuario recibiera ayuda de los espíritus divinos que cohabitan con los hombres, ¿y qué ocurrió? Con excepción de los santos de Atenea, nadie con auténtico poder sangraría hoy por una causa tan perdida como la humanidad. —En su discurso, que con toda intención omitía a las ninfas ociosas que cohabitaban con los hombres en el Santuario, había una seguridad única. Él, no obstante, era de naturaleza desconfiada, incluso cuando debía juzgarse a sí mismo—. Asumiendo que se aliaran, Atenea no ha regresado a la Tierra, y su última reencarnación selló el alma de Poseidón. Si esa muchacha cumpliera su propósito de concienciar a todas las hormigas para proteger la colonia, en el mejor de los escenarios sería una aliada excepcional, y en el peor, una molestia. Ni los santos de Atenea, legítimos o no, ni los pueblos del mar son algo que debamos temer.

—Hormigas, colonias… Tanta originalidad acabará con mi viejo corazón, amigo mío —se burló Tritos, esta vez sin éxito—. Estoy de acuerdo, claro. Los ejércitos de Atenea, Poseidón y Hades en la Tierra se formaron para determinar el sino de la raza humana, no para ser una amenaza para ninguno de los Astra Planeta. Pero siguen siendo guerreros sagrados, y sabes lo que ocurre cuando el Hijo se encuentra con… —se tomó una pausa para sonreír, notándose el gesto en sus siguientes palabras— hormigas especialmente valiosas. No te lo tomes como algo personal. Cuando se trata de dar explicaciones, un símil sencillo es mejor que el poeta que nunca serás y sabes que agradezco cuando vas al grano. Sin embargo, fuiste tú quien permitió que el Santuario creciera doce años, y en el mismo mundo que al menos uno de los últimos siervos del Hijo pisó, nada menos. Les llamas hormigas, y a la vez te esfuerzas porque sean nuestros aliados, les das tiempo para que piensen, ¿cómo esperas que no me preocupe?

Esta vez, fue Caronte quien guardó silencio. Ahora podía entender lo que los santos de Atenea debieron sentir doce años antes, cuando en lugar del implacable asesino que debió visitarles, padecieron la compañía de un hombre que se divertía a costa de sus errores, que jugaba con sus mentes sin limitarse a un ataque frontal. Aquel día, uno de los venenos de Campe lo había vuelto incapaz de siquiera herir de gravedad a alguien por cuenta propia. Las manos y los pies apenas le respondían, e incluso su manera de pensar y hablar se veía alterada; la misión peligraba. Por instinto, dejó de actuar como Caronte de los Astra Planeta, y pasó a hacerlo como el hombre con el que ahora hablaba. ¿Podía quejarse del resultado? No logró su objetivo, pero abrió una puerta que, incluso si solo fuera una corazonada, quería dejar abierta un tiempo más.

Tritos de Neptuno —dijo al fin. Ni un buen argumento ni un presentimiento le convencerían, así que solo le quedaba una opción si quería tranquilizarlo—. Mi hermano de armas, aún es pronto para que actúe. ¿Te gustaría hacerle una visita en mi nombre? A la niña de Virgo, digo.

—Se llama… —pretendió corregir el llamado Tritos, deteniéndose a la mitad—. Bueno, no importa. ¿Condiciones?

La misión que se le había encomendado no podía delegarla en nadie. Ni siquiera sus iguales, fueran o no más capaces que él, tenían permitido intervenir. No obstante, Tritos era taimado como pocos y si actuaba sin limitantes era muy capaz de complicar la situación. Debía ser astuto a la hora de dar las condiciones, tanto como el hombre que le había enseñado lo que eran la astucia y el engaño, mucho tiempo atrás.

Serás mis ojos y mis oídos, pero no mis manos —terminó por aclarar, serio. 

Tal y como cabía esperar, Tritos aceptó, desapareciendo de inmediato.

 

Una vez más estaba solo, y ante él se extendía el Portal del Tiempo, invitándole a mirar. Por un momento le tentó la idea de echar un vistazo a lo que se avecinaba, y entonces recordó la triste historia de Casandra como si él mismo la hubiese experimentado. Saber verdades que nadie creería de su boca, ver tragedias que no podría evitar sin importar cuanto lo intentase. Ese era el destino que le deparaba si cedía a la tentación.

 

¿Debemos contemplar el futuro, o construirlo con nuestras propias manos? —le cuestionó al tiempo mismo, mientras incontables nebulosas y galaxias brillaban con todos los colores posibles. Una imagen emergió de una de ellas. Caronte no pudo contener una sonrisa al verla—: Todo por el bien del mundo, ¿eh?


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Publicado 16 mayo 2020 - 12:53

Capítulo 25. Sneyder el Pacificador 

(Amo ese sobrenombre, por cierto)

 

Aprecio tantos estos caps, de charlas, interacción de personajes, quién se lleva bien con quién y quién no XD.

Hubo mucha tensión en la primera escena, en la que Akasha casi pierde la cabeza (literal), y aunque la verdad me cae bien, merecido se tenía el susto :p

Vaya entrada la de Shun, poniendo a la par de un santo dorado (ya dijeron allí, no es Spoiler). ¿Mas Sneyder se asusta porque sea uno de los santos legendarios? Nop, sólo se aplaca al ser al único al que le parece tener confianza XD

 

Y después de muchos caps vemos a nuestro gran amigo Caronte de vuelta, pesándole lo que su gran ingenio de hace 13 años pareció una buena idea... Me alegra que medio acepte que la cag*, jajaja pero no le queda más que seguir el camino que eligió.

Pero para no quedarse muy quieto, decidió mandar a un amigo suyo a meter sus narices por allá, ¿este tipo será mejor estratega o será que son tal por cual?

 

PD. Buen cap, sigue así x3


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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


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Publicado 17 mayo 2020 - 10:07

Sneyder me recuerda al Cid de capricornio cuando por poco ejecuta a su discipulo

 

si Hades esta con vida me pregunto que tramara.pobre tipo siempre lo derrotan cada vez que va a la guerra  :smile5:

 

la escena de la asfixia del  santo de Cuervo  me recuerda a star war 4 (Disney eres un....)

 

el dialogo final da a entender que la guerra se aproxima

 

me agrado la referencia a Casandra de Troya


Editado por Patriarca 8, 17 mayo 2020 - 10:07 .

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Publicado 18 mayo 2020 - 14:29

Saludos

 

¡Buen review, sigue así!

 

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***

 

Capítulo 26. Mundo de hombres, mundo de bestias

 

El niño necesitaba una salida.

Todo sucedió tan deprisa que ni siquiera había pensado en ello. A sus pies podía sentir a la muchacha, aun temblando de miedo, pero a su alrededor solo contemplaba los árboles secos y cuerpos sobre el suelo, cada uno con un certero disparo en la frente.

El silencio los envolvió a ambos hasta que el rumor del bosque creció para convertirse en el inconfundible susurro del monstruo. Trató de huir pero se detuvo tras un paso, sintiendo cómo la chica se le aferraba con fuerza. Tal vez pensaba que él no le temía a quien los perseguía tanto como ella. Se equivocaba. El niño no quería volver con el monstruo, deseaba ser libre. Inútilmente trató de convencerla para levantarse y correr hasta que escuchó a alguien hablar con el monstruo en un idioma que pudo entender. La voz no podía ser de alguien mucho mayor que él, pero cargaba un aire de autoridad que le causaba admiración.

—Con Jango en coma y Fénix derrotado el Santuario no volverá a pensar en los caballeros negros en unos cuantos años, así que es mi deber ocuparme de que los supervivientes de Reina Muerte no causen demasiado alboroto. Cuento con cinco de ellos, solo me falta la sombra de Camaleón, último heredero de quienes construyeron las armaduras negras. Un aliado indispensable, ¿no crees? Podría pedirme el mundo y yo tendría que apañármelas para dárselo. En tanto estimo a ese viejo genio, que en cambio solo quiere recuperar a su hija.

El monstruo rio y habló en aquella lengua que solo él y los suyos entendían, seguramente burlándose del chiquillo que se atrevía a dirigirse a él.

—He venido hasta aquí creyendo que eras un hombre razonable —dijo el chico—. ¿Qué os reporta retener a una jovencita asustada? Solo migajas. Si la investigación del profesor Asamori es financiada, pronto la bomba atómica será cosa del pasado. —Tosió varias veces—. ¡Apaga ese puro ahora mismo! ¿No ves que hay niños cerca?

El chico y el monstruo aparecieron frente al par. El primero era un señor de la guerra que vivía de saqueos y secuestros, y  de quien no quedaría recuerdo alguno en la Tierra, salvo acaso el de su risa burlesca y sin compasión. El segundo, a su lado, era en efecto un varón de no más de diez años, de largos cabellos negros y ataviado con una elegancia casi absurda. Fue él quien, aplastando el puro encendido con la mano desnuda, miró al niño con mayor interés.

— ¿Qué ha ocurrido aquí? —dijo al acercarse.

—Unos hombres querían llevársela —respondió el niño de cabellos sucios—. Ella les dijo que no y le golpearon en la barriga. No me gustó.

Señaló a los cadáveres, a lo que el recién llegado asintió complacido.

Entretanto el monstruo avanzó hacia el niño a zancadas, arrebatándole el arma de un manotazo. Parecía complacido de verla, como si hubiera temido otra cosa. Con él una veintena de soldados entraron en el claro y los rodearon.

—Has actuado como un verdadero hombre, aunque a costa del alojamiento —intervino de nuevo el chico bien vestido, guardando en el bolsillo un guijarro cubierto de sangre que recogió del suelo— Por fortuna, los dioses me han traído aquí para ayudar a tu amiguita. ¿Podéis caminar?

A la muchacha le costó separarse de la seguridad que encontraba en el niño, pero aceptó la mano ofrecida y se puso de pie. Era la más alta de los tres.

El monstruo se enfureció. Su voz, por primera vez clara, advertía al visitante que dejara las cosas como estaban, mientras sus hombres, llenos de ira, levantaban los fusiles hacia ellos. Pero el chico no se inmutó. Indicó con un gesto al niño y la muchacha que lo siguieran y se puso en marcha, diciendo:

—Y yo te aconsejo que te suicides.

El niño quedó tan perplejo ante la respuesta que ignoró el rugido de las armas que se detonaron entonces. También el otro chico lo ignoró, caminando sin siquiera mirar a los soldados. Disparos y una explosión precedieron a la caída del monstruo, ahora convertido en un hombre que gritaba, enfermo de dolor, odio e impotencia. Con él cayó también el miedo que los había paralizado a él y a la chica, y ambos siguieron a su extraño visitante sin que una sola bala los tocara. Poco después, con nadie ahí nadie para verlo, el último soldado murió.

—Esto no está bien —musitó el niño, por momentos aterrado por lo que había hecho. Sus cadenas estaban rotas, pero con ellas también la seguridad que le habían supuesto por tanto tiempo.

—Está bien —replicó su salvador—. Para ellos, solo los fuertes merecen vivir. Y créeme, Azrael, tú eres fuerte.

 

***

 

Despertó, agitado. Los recuerdos le martillearon la cabeza justo antes de desaparecer, jirones de un sueño que no deseaba conservar. Sudaba a mares, respirando sin medida. El dolor de cabeza había mitigado, al menos, así que se dispuso a vestirse, preguntándose si Emil y Lesath ya habían completado su misión. Mientras se colocaba las botas, oyó cómo se abría la puerta, y por acto reflejo buscó hasta palpar la pistola.

—Señorita —terminó diciendo Azrael, aliviado.

Akasha seguía vistiendo de uniforme, aunque sin chaqueta. La camisa blanca estaba algo arrugada y enrojecida a la altura de los hombros. Sobre el cuello de la joven, un hilo azul pálido hacía las veces de collar. Ambos detalles preocuparon a Azrael, quien se incorporó sin darse cuenta de que solo tenía una bota.

—Sneyder está en el barco —dedujo—. Discúlpeme señorita, de haber estado allí…

—Tendría a un asistente sin mano —completó Akasha.

Ambos lo sabían. De haber estado en la misma situación que Altar Negro, Sneyder no habría visto la amenaza de Azrael como una curiosidad, sino que rompería la pistola junto a la mano que la empuñaba. ¡Y eso en el mejor de los casos! Acciones menos temerarias costaron la vida de muchos hombres tras la Rebelión de Ethel.

—La hirió —apuntó Azrael una vez erguido. Señalaba las manchas de sangre en la camisa, molesto—. ¿Se atrevió a golpearle en la cara?

—He tenido que tomar algunas medidas para que nadie pueda reclamar el Ojo de las Greas, salvo el propio Poseidón —explicó Akasha—. ¿Te sigue doliendo?  —preguntó después mientras le palpaba la cabeza. Tuvo que ponerse de puntillas.

—Estoy mejor. ¿Puedo ayudarla en algo?

—Solo quiero charlar.

Azrael, todavía descalzo de un pie, con la camisa arrugada y el pelo revuelto, aunque limpio, ofreció un asiento a Akasha junto a la única mesa del camarote. Antes de sentarse él también, retiró todo cuanto podía estorbarles y lo dejó sobre la cama. Verla deshecha provocó que se diera cuenta del penoso estado en el que estaba y enseguida se puso la otra bota mientras farfullaba una disculpa. Akasha rio ante la torpeza del eficiente soldado; fue una risa suave, como la palmada en la espalda de un buen amigo.

—No es gracioso, señorita —bufó Azrael—. ¿Lo hemos conseguido?

La negativa de Akasha apenas le sorprendió, ni tampoco lo que estaba por contarle. Aun así, escuchó atento, como siempre había hecho.

 

***

 

Todo. Tanto Sneyder como el santo de Cuervo sabían todo cuanto los enviados de Akasha hicieron en Bluegrad. Hugin, todavía buscando con ojos inquietos la posición de la subcomandante June, les relató con lujo de detalles lo que Emil, Lesath y Aerys habían conversado en el interior de la Fortaleza de Luz, incluyendo una enrevesada estrategia para obtener audiencia con el rey Piotr.

Nadie podía argumentar que Hugin se lo estuviese inventado. Un eidolon suyo, con forma de cuervo e invisible al sexto sentido de un santo de plata, había espiado todo lo acontecido desde el encuentro con Aerys hasta la avalancha que agitó por entero el monte Sachenka. Después, el eidolon desapareció y Sneyder terminó decidiendo ir en persona a buscar a los presuntos culpables, justo en el momento en que Lesath exponía sin pudor alguno el plan que tenían. Dadas las circunstancias, lo único que Makoto sacaba en claro de todo aquello era que no había razón para aquel intento de juicio. 

—El príncipe Alexer intercedió por la mocosa —musitó Hugin, para luego tener que repetirlo en voz alta—. Salvaron Bluegrad y no llevaron a la práctica el crimen que sin duda habían ideado, así que pidió clemencia para los involucrados.

El santo de Cuervo siguió graznando incoherencias sin que nadie le prestara atención. Sin la presencia de Sneyder, quien junto a Shun se había retirado para tratar asuntos de suma importancia, Hugin había perdido toda la seguridad que exhibió cuando entró al cuarto. Aseguraba, paranoico, que Akasha había previsto el fracaso de su empresa y en el momento crucial se puso en contacto con el príncipe, un Campeón de Hades a quien llegó a intentar reclutar en el pasado reciente. Se aferró a esa idea con tanta insistencia que Kiki, el único de los presentes con ánimo para hablar, empezó a picarle.

—¿Qué estabais haciendo tú y tu amo mientras nuestros compañeros luchaban con el enemigo? ¿Grabó también tu eidolon cada ronquido de una buena noche de descanso?

—Cumplíamos con nuestra misión —argumentó Hugin—. Vigilar el ánfora de Atenea.

—De soldados de élite a guardias de seguridad. ¡Qué bajo han caído los santos de oro!

—¡Eso tendría que decirlo yo! —exclamó Hugin—. Akasha de Virgo pactó con los Campeones del Hades y ahora pretende hacer lo mismo con Poseidón. ¡Si la raza de los gigantes siguiera pisando la tierra trataría de reclutarlos!

Mientras Kiki se encogía de hombros, Ban de León Menor carraspeó, atrayendo la atención del santo de Cuervo. Aquel superviviente, de rostro y palabras duras, habló con la voz que tenía desde que enfrentó a la legión de Aqueronte. Grave, agresiva y preparada para la violencia, algo que solo empeoraba por los años, más pesarosos en Ban, de cabellos ya encanecidos, que en el resto de mortales.

—La idea de que los Campeones del Hades estaban relacionados con Caronte ya era rechazada antes de que supiéramos que el inframundo entero estaba en pie de guerra. Como hombres libres y de férrea voluntad, no creo que sea un error tratar de reclutarlos.

A excepción del santo de Cuervo, que buscaba fuerzas para replicar, todos asintieron. La manifestación del río Flagetonte en Alemania, la legión de monstruos de fuego y la Abominación que aquellos terminaron formando, solo para marcar a un Campeón de Hades que escapó delante de las narices de un santo de oro. Todos aquellos hechos habían sido atribuidos a Caronte, por la similitud que tenían con la lucha librada contra el río Aqueronte. Akasha fue la primera en proponer tal posibilidad, que no se cansó de sostener mientras fue general de la división Pegaso. Más tarde, en el exilio, tuvo un insólito cambio de parecer que la llevó a contactar con el grupo que Alexer había dirigido contra Bluegrad, después de que ya se hubiese disuelto con dos miembros encerrados y otros dos en fuga. Fue entonces cuando el príncipe describió ante testigos lo que era un Campeón de Hades: no un soldado del inframundo, tampoco una Abominación formada a partir de miles de almas, sino un héroe que había logrado escapar del inframundo aprovechándose de la ausencia, si no muerte, de Hades. Makoto, quien como caballero negro había vivido una parte de aquellos acontecimientos y había sido informado del resto, solo podía suponer que era por ese descubrimiento que Akasha acabó buscando el Ojo de las Greas. No le importaba localizar a los líderes de Hybris, lo que ella quería era vigilar lo que ocurría en el inframundo. ¿Era una tierra sin ley de la que las almas podían salir cuando les placiera? ¿Una prisión que de vez en cuando sufría fugas? Ahora, con solo la transcripción de la charla entre Geist y el Barquero, sabían que en realidad era un reino que buscaba vengar a su rey caído.

Makoto dejó escapar un suspiro, admirado. A pesar de usar métodos más que cuestionables, Akasha llegaba a obtener resultados lo bastante significativos como para quedarse siempre a un solo paso de ser ejecutada por traición. Y todos los presentes la seguían sin cuestionamientos, protegiéndose los unos incluso mientras ella no estaba presente. Más que lealtad, era como si todos los miembros de la división Andrómeda fueran un solo e inseparable ser. Lo que tanto podría ser bueno como malo.

«Si Akasha fuera una traidora, todos los demás lo serían. Hasta yo lo sería —decidió Makoto—. Soy cómplice de lo que han hecho.»

 

Ajenos a las reflexiones del santo de Mosca, Kiki y Hugin prosiguieron la discusión.

—¿De qué estarán hablando Shun y Sneyder?

—¡Te dirigirás al señor Sneyder con respeto!

—Si Shun es Shun, Sneyder es Sneyder —insistió Kiki.

—Por decir esas cosas te tienes que preguntar de qué están hablando —dijo Hugin.

—¿Es que tú no tienes curiosidad?

—Tengo mis métodos.

De nuevo se hizo un silencio que asombró a Kiki, causó interés en el ceñudo Ban y devolvió a Makoto a la realidad más allá de sus pensamientos. Los tres miraron al santo de Cuervo, que ya se arrepentía de sus palabras.

—Es por la seguridad del señor Sneyder —se defendió Hugin.

—Claro —dijo Kiki, acercándose mucho, demasiado—. Cuéntanos, ¿qué dicen?

Hugin no respondió. Aguantó un segundo, cinco, mientras la cara se le volvía pálida como un cadáver, sin que por ello Kiki se compadeciera. Disfrutaba del momento.

—Decimotercero.

—Tendrás que ser más preciso, Cuervo. ¡Yo te he dejado leer mis papeles!

—Borre esa estúpida sonrisa de su cara, maestro herrero de Jamir. El señor Sneyder y el santo de Andrómeda piensan que el último Campeón de Hades aparecerá pronto, el decimotercero. ¿Sabe quién es considerado el decimotercer olímpico?

—Hades.

Luego de aquel susurro, nada más dijo Kiki. Al final tuvo que ser Ban, el viejo y taciturno león de bronce, el que tomara la palabra.

—Dinos Cuervo. ¿Qué río del infierno queda por aparecer en este mundo?

Hugin no tardó en responder, con un hilo de voz:

—Si contamos la aparición del Aqueronte en el Santuario, el Flegetonte en Alemania y el Cocito en Bluegrad, quedarían dos. Estigia, el río del odio, y Leteo, el río del olvido.

 

***

 

Desde que era una niña, siendo su mundo la aldea de Rodorio y el Santuario, Akasha sintió muy pocas veces la necesidad de ocultarle nada a Azrael. En aquel tiempo lejano, muchas personas se ganaron su afecto, mientras que en otras prevaleció la admiración y el respeto. Fuera cual fuera el caso, todos servían a Atenea y eran parte de algo más grande que ella misma. Azrael, enviado del profesor Asamori, era distinto. Sentía auténtica adoración por el Santuario; su cultura, su historia y el poder de los santos le fascinaban de tal manera que apenas lo podía disimular, pero cuando se conocieron no era parte de él, sino un puente hacia un millón de cosas que desconocía. Recordó las mil y una de preguntas que le hacía, día a día con toda naturalidad, al entonces llamado chico de la Fundación—la primera sorpresa vino con el número de religiones que la humanidad había tenido—; casi siempre obtenía respuesta, y cuando no, una disculpa sonriente y un helado. Ella terminó llamándolo amigo, y él, que desconocía aquella palabra, la llamó señorita. Cuando el Sumo Sacerdote la llamó para empezar a entrenarla, Azrael le pidió asistirla; aceptó de inmediato, por supuesto.

Empezó contándole por encima el encuentro con Sneyder y lo que extraía de su presencia en el barco: Emil y Lesath debían seguir en Bluegrad. Azrael frunció el ceño, aunque sin interrumpir. La división Fénix exigía la posición de los líderes de Hybris, a lo que no podía argumentar falta de tiempo ahora que poseía el Ojo de las Greas. En cuanto salió de la reunión, fue a su camarote y se puso manos a la obra.

—Mi primer pensamiento fue para Soma, el hijo de Ban. Sigue con vida.

León Negro, de corto y alborotado cabello rojo mientras no llevara la armadura, caminaba sin rumbo por distintas ciudades y pueblos cada noche. En silencio se infiltraba en los más ocultos callejones, donde delincuentes de poca monta buscaban presas fáciles. Llegó a verlo cuando fue asaltado por un par de ladrones, a los que dio una paliza y luego dejó en plena calle. No mató a ninguno.

Pensar en la muerte la llevó a un mar de posibilidades que la remitían a diversos rincones del mundo. Vio a hombres prostituyendo a sus hermanas e hijas, a otros vendiendo a niños que habían secuestrado y a muchos más tratando como esclavos a sus empleados. Asesinos, ladrones y violadores se le aparecieron, ya fuera en pleno acto, preparándolo, o sufriendo las consecuencias de sus acciones, si bien esto último rara vez ocurría, y no faltaba el borracho que presumía de lo que llamaba hazañas.

Muchos murieron ante el hambre y la enfermedad, sin saber que alguien los miraba, que alguien escuchaba los rezos de sus seres queridos a pesar de no poder hacer nada. Muchas personas caían en batallas, algunas en el nombre de un país o un superior que les daba órdenes a pleno pulmón, otras en la calle, defendiéndose o protegiendo a otros, y entre ambas, trágicos accidentes que ni el más cauto podría predecir.

Era imposible recordar cuánto tiempo estuvo observando o a cuántas personas llegó a ver. Como Hugin llegó a sugerirle, sus reflejos le permitían estar al tanto de un sinfín de situaciones a cada segundo que pasaba. Cuando se dio cuenta de aquello, trató de serenarse y pensar en su objetivo. Los caballeros negros empezaron a aparecer, casi siempre formando parte de un grupo: barrenderos, secretarios, agentes de policía, encargados de mantenimiento y la limpieza, soldados a cargo de las provisiones, técnicos de toda clase, etc. Empleos muy variados que nunca destacaban demasiado. En una ciudad estadounidense que apenas recordaba, un caballero negro era capitán de la policía, bastante respetado por sus hombres; varios conflictos menores tenían a caballeros negros como oficiales, que pacientes se limitaban a esperar algo mientras se aseguraban de evitar cualquier exceso; incluso había infiltrados en eslabones bajos y medios de muchos gobiernos y organizaciones. Eran casos excepcionales, un número tan pequeño, que por un instante pensó que no debía preocuparse.

Cuán equivocada estaba. En algún banco español, durante su interminable vigilancia se dio un atraco, y por casualidad había un caballero negro presente. Todo transcurrió con la terrible normalidad de tal situación los primeros minutos, y luego, más rápido de lo que el ojo humano puede seguir, un menor de edad eliminó a los atracadores a la vez que se ocupaba de un empresario al que poco antes había estado acompañando. Nadie pudo explicarse qué sucedió. Por su parte, Akasha lo veía todo con claridad: ¿para qué buscar posiciones en las altas esferas, si siendo empleados invisibles seguían teniendo a sus superiores al alcance de la mano? Durante años, el Santuario supuso que el objetivo final de Hybris era tomar el control del mundo y cambiarlo desde dentro.

—Los hemos subestimado todo este tiempo —advirtió Akasha—. Su única meta es matar y destruir. No necesitan asentar nada, solo tener vigilados a los objetivos que todavía no es prudente ejecutar.

A esas alturas, no fue una sorpresa ver al terrorista más buscado del planeta entregando hasta el último centavo a Munin, hermano de Hugin de Cuervo y primer líder de Hybris en ser localizado. Por muy fieles que fueran a sus ideales, los caballeros negros necesitaban financiarse de algún modo, pues no contaban con el apoyo del Santuario. Munin había huido durante el Cisma Negro, proporcionando a la organización la sin par habilidad de manipular la memoria de los seres humanos.

Siguió mirando un rato más, evocando cada cara conocida y sumándoles años. La gran mayoría eran jóvenes trabajadores que no llamaban la atención, esperando el momento en que fueran necesarias sus auténticas capacidades. Un viejo conocido permanecía en coma mientras el par de agentes que lo custodiaban hablaban sobre una masacre en la prisión donde trabajaba como guardia de seguridad. Aquella experiencia le permitió aceptar que no todos los aprendices que huyeron del Santuario seguían vivos, por lo que un momento después empezó a ver a los que no encontraba como cadáveres, ora enterrados, ora tirados en el fondo del mar. Cada visión era peor que la anterior, hasta que solo encontró huesos donde alguna vez hubo hombres.

—De entre los aprendices que perdimos durante el Cisma Negro —empezó a decir Akasha con voz queda—, tres cuartas partes siguen con vida y en activo. Los demás… Ya han sido juzgados, dejémoslo así.

¿Era ella capaz de perdonarlos? ¿Los había condenado alguna vez, para empezar? ¿O eran ellos quienes la culpaban, por no haberlos detenido a tiempo? Los años en el exilio le habían servido para aceptar de una vez el peso de sus acciones, que por tanto tiempo trató de justificar ante el Sumo Sacerdote. Antes de que empezara era la comandante de la división Pegaso, tan decidida a proteger al Santuario que por momentos olvidaba que había un mundo más allá. Ahora tenía el Ojo de las Greas, podía ver cualquier cosa que estuviera ocurriendo en ese momento. Por un momento se recordó a sí misma luchando porque el Santuario recibiera de nuevo en su seno a quienes habían huido. ¡Qué ingenua fue! Ningún caballero negro podría volver a recluirse en una montaña sabiendo cómo era el mundo, todo lo que hasta el más débil de ellos podía hacer por la gente.

Una madre soltera viajaba en el metro, a duras penas evitando el manoseo de unos indeseables; se le ocurrió, casi de pasada, que ella podría aparecer allí, partir unos cuantos brazos y volver al barco. Japón no estaba muy lejos de Rusia. Lo mismo podría hacer con un hombre que pateaba la puerta de un baño tras el que una niña sollozaba, llena de temor; pensó en ello con tal intensidad que el hombre colapsó un momento después de que su atención estuviera en la otra punta del mundo. ¿Los hombres de Nueva York que planeaban la muerte de un político problemático? Un instante le bastaría para dejarlos a merced de las autoridades, con todos los huesos rotos y sin saber qué había ocurrido. Quienes ofrecían vicios fatales en barrios conflictivos, quizá dejarían de hacerlo si no tuvieran piernas que arrastrar por ellos.  Se descubrió pensando que en el mundo, a pesar de lo que ella misma pudiera pensar, sobraba gente.

Dividida entre sus convicciones y lo que el Ojo de las Greas le enviaba, recordó que no toda tragedia sucedía por la voluntad de los hombres. Una docena de accidentes de tráfico le llegaron desde diversas ciudades de México, Perú y Argentina; dos de ellos se cobraron las vidas de dos familias que charlaban felices ante la expectativa de un viaje de fin de semana. Una discusión conyugal en Atenas, en algún punto de las calles que habían recorrido en la limusina de Julián Solo, terminó de forma abrupta por un tropiezo y el borde afilado de una mesa. En un bar, un hombre golpeaba sin reparos a quien solo quería llevarlo a casa, y no porque fuera malvado, sino por el abuso de la bebida que sin duda arrastraba desde hacía muchos años.

Para entonces ya se había deshecho de la corbata y la chaqueta —detalle que se ahorró comentarle a Azrael—; era grande su deseo por salir del barco y salvar aquellas vidas. Varios crímenes se habían dado ante sus ojos, pero otros solo estaban planeándose. Pensó en las probabilidades detrás de los accidentes y las estadísticas cayeron sobre sus hombros con el peso que les confería tener imágenes respaldándolas. En un lado del mundo, niños que apenas habían vivido morían de hambre; en otro, hombres tan amplios de riqueza como de vientre buscaban la manera de seguir creciendo, sin importar sobre las desgracias de cuántos debían cimentar ese crecimiento. Entretanto, ella temblaba, apoyada en una pared y tratando de contenerse. Sentía tanto desprecio por la indiferencia de los poderosos, como por la maldad de quienes torturaban a otros en cárceles secretas por la simple razón de que podían hacerlo.   

 

Le contó todo aquello y más a su fiel asistente, sorprendiéndole lo poco que alteraba el gesto. Hasta para ella, que había pasado junto a Azrael la mayor parte de su vida, era difícil ver en aquel tranquilo asistente el niño soldado que fue en el pasado, el cual vio los horrores del mundo de los hombres cuando ella ni siquiera había nacido. 

—Todo eso ocurrió en un par de horas… —dijo Azrael, entendiendo que Akasha había acabado—. Cuando era un crío me dijeron que ningún hombre merece vivir por el simple hecho de haber nacido, que es algo que debemos ganarnos día a día. Al principio creí que era una de las tantas charlas sobre el cielo y el infierno a las que estaba acostumbrado. Premio para el que se porte bien, castigo para el que se porte mal. ¿Qué es la humanidad, sino un montón de niños pequeños esperando recibir una golosina?

—No se trata de premio o castigo, Azrael, sino de esperanza y responsabilidad. Incluso aquí las percibimos: el remordimiento que sentimos al hacer daño a alguien, la paz que nos embarga cuando ayudamos a otros… Pero vivimos en la Tierra, en un mundo incompleto donde nuestra conciencia puede ser ignorada; por eso el dios Hades creó el infierno y los Campos Elíseos, donde no llegan más que almas en solitario.

—Una ilusión. Estamos rodeados por miles de millones de personas, ¿qué mejor momento para responsabilizarnos que este, en el que nuestras buenas acciones benefician a tantos? El dónde y el cuándo en el que vivimos debería ser nuestra prioridad, no lo que obtendremos después. Esa es mi verdad, que considero de sentido común. —Azrael se encogió de hombros, retomando luego el discurso—. Pasó un tiempo antes de que lo viera de otra manera. Siendo un crío, matar y hacer daño era como respirar, y los ejemplos que tenía de mi especie no eran mejores: violencia, muerte y engaño; eso era todo lo que veía en las personas. Empecé a estar de acuerdo con aquella enseñanza, seguro, ¿qué puede ser más fácil para un asesino que restarle importancia a la vida humana?

»Por cuatro años viví convencido de que la vida que arrebataba a otros era inmerecida. Y entonces, todo cambió. Conocí a alguien que merecía seguir viviendo y todo mi mundo se derrumbó sin que pudiera hacer nada para evitarlo. Un millar de personas despreciables no bastan para condenar a toda la humanidad, pero un único ser humano es suficiente para saber que no toda nuestra especie debería desaparecer. ¿Eso era lo que quería enseñarme? ¿El valor de cada vida?

—Quizás —musitó Akasha, aunque sabía que se trataba de una pregunta retórica—. Ningún hombre merece vivir —repitió—, eso es lo único que quisiste escuchar entonces, porque estabas rodeado de maldad. Yo buscaba a los caballeros negros, y acabé viendo aquello que perseguían. La mente me traiciona, ¡menuda santa de oro!

—Lo que vio es real, señorita, pero solo una parte de la realidad —apuntó Azrael—. Hay bien en la humanidad, no se permita olvidarlo, por favor. Para sobrevivir a la próxima Guerra Santa, la última si el destino nos sonríe, no debemos pensar en lo que los dioses quieren destruir, sino en lo que nosotros queremos proteger. Vuestra diosa, Atenea, lo vio, ¿no? Luchó por nosotros, sangró por nosotros y nos dejó la oportunidad de conseguir un mundo no de responsabilidad, sino de esperanza. Cuando logremos eso, no necesitaremos del cielo o el infierno; destruiremos esa ilusión. 

—Que viene a nosotros —comentó Akasha, esta vez sin ocultar su temor—. Los caballeros negros. No pienso entregárselos a Sneyder.

—Mis hombres se ocuparán de vigilarlos con discreción. Si la división Fénix no los ha capturado en cinco años, no van a lograrlo ahora. Tenemos efectivos de sobra para esa operación, incluso sin Bluegrad y el Santuario —le aseguró—. ¿Altar Negro?

—Parece ser que está más allá del alcance del Ojo de las Greas. ¿Debo esperar mucho más antes de que lo compares con Google Earth? —bromeó Akasha.

—¿Por qué? Tanto Google Earth como las mejores agencias de inteligencia del mundo han demostrado ser inútiles para detectar a un solo caballero negro. El Ojo de las Greas es más eficaz, está comprobado —dijo Azrael, con tal seriedad que arrancó la risa de Akasha—. ¿Dije algo gracioso?

—Nada. —Hizo un gesto para restarle importancia—. Solo que doy gracias a los dioses por enviarte a quien te hizo pensar mejor de la humanidad. Si tú y yo pudimos conocernos fue gracias a… ¿él?

—Ella —dijo Azrael, sonriente, húmedos los ojos—, gracias a ella estoy aquí. —Se levantó, poniendo la mano derecha sobre el pecho—. Señorita Akasha, sigamos cumpliendo con nuestro deber, por el bien de este mundo. 


Editado por Rexomega, 18 mayo 2020 - 14:30 .

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Publicado 23 mayo 2020 - 14:54

Cap. 26 Gracias a ELLA
 
Cap que nos entrega un poco del pasado de Azrael, que parece haber sido una especie de niño soldado que se vio involucrado con otro "extraño" y peculiar niño que lo salvó en el momento adecuado.
 
Parece que lo de "campeón de Hades" ya quedó más claro, no es que sean seres malignos sino que son "héroes" que al ver un agujero en el techo se logran escapar del Hades... Ya si son unos desgraciados es otro boleto (como Jacki, que pues de HÉROE no tenía nada pero bueno...)
 
Buena la escena en la que Akasha está usando el Ojo mágico, lo que logras transmitir con las variadas escenas y situaciones.
Cerrándolo con un poco más de la historia de Azrael y descubrir la clase de personaje que es, y cómo es que en un momento conoció a alguien que lo hizo cambiar para ser el asistente tan lindo y simpático que es hoy (Gracias "ella")
 
PD. Bonito cap, sigue así :)

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"





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