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Juicio Divino: La última Guerra Santa


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470 respuestas a este tema

#101 Seph_girl

Seph_girl

    Marine Shogun Crisaor / SNK Nurse

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Publicado 07 marzo 2020 - 15:37

Capítulo 15: ¡Bienvenidos al Hades! Disculpen que no los recibamos con galletas.

 

Ah, este capítulo siempre me ha gustado mucho, por cómo narras esa parte del inframundo, y la presencia y personalidad del Caronte-síBarquero que debo resaltar es uno de mis personajes favs de esta historia (no es del top 5, pero por unos cuantos pelos no más)

 

Geist contándonos que se volvió una vigilante matando gente malvada y que los actuales caballeros negros se dedican a seguir el camino del dios Kira x3

 

La manera en la que el alma de Geist es usada para sacar información nos revelan que la pequeña Akasha creció y ya no es tan blandita como se pudo prever que sería, y eso es BUENO, jaja. Así ya nos enteró que el Inframundo todavía funciona (el desastre que sería si no) , que la guerra futura durará 13 días (ese número que se ha repetido varías veces en esta historia XD), que habrá una gran reunión en el Infierno dentro de poco (con o sin orgía, no sé, aunque el patrón Hades no es como sus hermanos, así que no creo que haya de eso) y que Hades es un "dios" y es tonto pensar que petó solo porque Kurumada quiso.

 

Ahora a ver qué suelta Makoto, que seguro tiene mucho que decirnos.

 

PD. Excelente capítulo, sigue así x3


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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#102 Rexomega

Rexomega

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Publicado 09 marzo 2020 - 16:49

Saludos

 

¡Buen review, sigue así!

 

Patriarca 8

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Felipe

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Seph Girl

Spoiler

 

***

 

Capítulo 16. La división Andrómeda

 

El por dos largos años llamado Unicornio Negro, contemplaba el fruto de sus últimos esfuerzos y sacrificios. El Ojo de las Greas brillaba con la luz de la superficie marina en un momento y lugar desconcertantes, demasiado temprano, demasiado lejos del Santuario. Lo que se buscaba ver con aquel tesoro, fuera lo que fuese, ya no aparecía en la pupila aguamarina, pues él mismo había interrumpido la silenciosa reunión. Debía haber causado un gran problema con sus airadas reclamaciones, pues enseguida Ban de León Menor se le echó encima, tapándole la boca e inmovilizándolo. Presa de aquel fiero hombre, el más fuerte entre los santos de bronce que no eran leyendas vivientes, solo sus ojos pudieron transmitir toda la rabia que sentía.

—Santo de Mosca. Makoto.

Ante sus ojos, se erguía Akasha de Virgo. No vestía el manto sagrado que le correspondía, sino ropas de un característico verde militar: una larga chaqueta abrochada sobre la blanca camisa, junto a pantalones que le llegaban hasta los pies, que estaban cubiertos por un par de zapatos algo desgastados. Era un uniforme similar al que llevaría un oficial del ejército griego, sin más medalla que la banda en el brazo derecho, con el dorado símbolo de Niké sobre un fondo negro punteado de estrellas.

En comparación, él, desprovisto para siempre de la armadura negra y con el pecho al descubierto, con vendas cubriéndole heridas a medio curar, se sentía indefenso. Al fin y al cabo, un santo de oro era algo de otro mundo, con o sin manto sagrado.

—Déjalo, Ban —ordenó Akasha. Su voz era serena, carente de resentimiento por lo que acababa de ocurrir. El santo de bronce obedeció de inmediato. 

Al sentirse libre, Makoto dio un violento giro, buscando que aquel hombre le rindiera cuentas. Sin embargo, en cuanto lo vio entre las sombras, duro a pesar de la sobrevenida vejez, carente de heridas más allá de una fea cicatriz en el cuello, se contuvo. No era bueno enfurecer a un león, ni siquiera a uno tan viejo como Ban.

Así pues volvió la vista hacia Akasha, quien juntaba las manos enguantadas tras la espalda, lista para escuchar lo que tenía que decir. El uniforme que vestía, propio de un hombre, no bastaba para ocultar los años que habían pasado por quien guardaba el sexto templo zodiacal, para Makoto bastó un vistazo para darse cuenta. Ya no trataría con la niña que doce años atrás lloraba a los muertos, impotente, sino a la mujer que estaba detrás de muchas de sus fortunas, para bien o para mal. 

—¿Sirvió de algo? Ser un espía por dos años, vestir la armadura negra de Unicornio, convertirme en el amigo de quienes debía asesinar… ¿Sirvió de algo?

—Sí —dijo Akasha—. Hemos obtenido información valiosa sobre nuestro auténtico enemigo. Y con el Ojo de las Greas en nuestro poder, no tardaremos en localizar a los líderes de los caballeros negros. Podremos desarticular la organización de un solo golpe, sin innecesarios derramamientos de sangre.

—El fin justifica los medios, ¿eh? —dijo Makoto, sin saber bien por qué. Tal vez deseaba iniciar un enfrentamiento, golpear a alguien.

—Depende del fin y de los medios —contestó Akasha—. En la práctica, los absolutos no existen, Makoto de Mosca. 

 

En lo que el santo de Mosca se preparaba a responder, alguien carraspeó, llamándole la atención. Por primera vez notó a Azrael, siempre cerca de aquella a la que había asistido por más de una década. Llevaba el mismo uniforme que Akasha, con la única diferencia en el símbolo de Niké sobre la banda, que lucía el color del hierro. Además, como de costumbre, llevaba una pistola enfundada en el cinturón.

—Has servido a la división Fénix desde hace cinco años, ¿me equivoco? —cuestionó, continuando solo cuando Makoto, que le dirigía una mirada entornada, asintió—. Un grupo destinado a localizar traidores en el ejército de Atenea, busca, interroga e incluso tortura a potenciales enemigos internos sin ninguna clase de misericordia.

—La mitad hace eso, la otra mitad se ocupa de los enemigos de fuera —replicó Makoto, aguantándose las ganas de saltarle los dientes a aquel escudero glorificado.

—No obstante, fue Leo quien te dio la misión de investigar a los caballeros negros, y fuiste tú quien aceptó una misión tan arriesgada. Tus palabras exactas fueron: «Soy el santo de Mosca, no me importa pasar un año o dos en la basura.»

—¡Akasha y…! —Makoto calló un momento, y todos en el cuarto debieron notar que palidecía al tratar de pronunciar el otro nombre. Recordó el día en que recibió aquella misión, canturreada por aquella hechicera con piel de león—. ¡Virgo y Leo siempre han sido cómplices! ¡Que una no haya sido encerrada en el Cabo Sunion no la hace menos culpable! —exclamó, mirando a Akasha de soslayo. 

—¿Cómplices? —repitió Azrael, con una expresión de pura ingenuidad—. Por supuesto que lo son. Todos y cada uno de los santos sirven a la misma causa, la diferencia solo existe en la forma en que lo hacen. La división Fénix existe para eliminar a los enemigos de Atenea y del mundo, mientras que nosotros, la división Andrómeda, nos limitamos a buscar las reliquias de la era mitológica, que serán de mucha ayuda en la guerra que se avecina. Especialización a favor de la eficiencia, Makoto, lo que no es obstáculo para que ambas divisiones cooperen por el bien común.

El ambiente se había vuelto tenso. Azrael, sonriente y con los brazos extendidos a los lados, parecía más interesado en restar importancia a la opinión del santo de Mosca que en darle explicaciones. Por otro lado, Makoto no estaba dispuesto a tragarse esa clase de excusas, los dos años que había pasado como espía le habían provocado una creciente desconfianza en sus superiores. Leo, quien dio la orden, se encontraba en el Cabo Sunion por algo no muy diferente a lo que hacían aquellos renegados, y Akasha solo fue apartada de sus obligaciones en el Santuario como penitencia por su implicación. Todo había ocurrido mientras Makoto cumplía su misión, uniéndose a los caballeros negros, volviéndose un elemento indispensable hasta que lo pusieran al mando de un oficial.

Sería esa oficial, Geist, quien le contaría los reveses sufridos por las intachables santas de Leo y Virgo. Él la escuchó en silencio, no por compartir la decepción que sentía por el Santuario, sino por aterrarle la idea de que alguien como ella hubiese perdido la fe.

—Todos los santos de Atenea luchan por la misma causa —concedió Makoto, para luego preguntar, mirando en derredor—: ¿Vosotros lo sois?

 

Luego del silencio más corto que había presenciado, Makoto sintió un picotazo en el ojo. Alzó los brazos por instinto, tratando de protegerse de un nuevo ataque a la vez que buscaba el origen del primero. No tardó mucho en localizar al responsable.

Aunque encorvado y apoyado en un bastón, seguía teniendo la misma chispa vital y traviesa de hacía doce años. Con los cabellos tan largos y desordenados, del mismo rojo que la barba bajo la amplia sonrisa, Kiki tenía más pinta de duende que nunca. Casi se sintió mal al dedicarle una mirada desaprobadora, un segundo antes de ver cómo una pluma, el arma del crimen, sobrevolaba muy cerca de su oreja.

—Lo siento —se disculpó Kiki, sin sonar muy convincente.

La pluma, que Kiki movía a través de la mente, voló hasta la única mesa en el cuarto, donde había varios papeles desperdigados. La mayoría estaban en blanco, pero en varios de ellos podía leerse la transcripción en tinta de una larga charla. Makoto solo podía asumir que era la misma conversación que la división Andrómeda espiaba.

—Akasha, te recomiendo que le des tú las explicaciones al muchacho —dijo Kiki a la vez que tomaba los papeles y los ordenaba—. Tu asistente es demasiado entusiasta.

—Y sin embargo, Kiki, Azrael conoce a Makoto mejor que yo —señaló Akasha, posando una mano sobre el hombro del otrora llamado chico de la Fundación—. Él es el más apropiado para hacerle entender nuestra verdad.

—Prefiero la verdad —dijo Makoto, antes de que Azrael pudiera intervenir.

—Puede ser la tuya también —dijo Akasha—, ya que tú también lo sabes. Ya sea el rango o la división a la que fuimos destinados, todos somos iguales. Como humanos hemos cometido errores, lo sabemos y aceptamos, pero como santos de Atenea, es nuestro deber compensarlos con nuestro esfuerzo. «No solo se trata de nunca caer, sino de levantarse tras cada caída.»

Makoto asintió: eran las palabras de Seiya, uno de los maestros de Akasha de Virgo. Podría echarle en cara haber escuchado un discurso semejante de parte de Geist, pero no quiso hacerlo. En el fondo, sabía que aquellos dos años le habían afectado demasiado, era mayor el daño en su mente que las heridas que sufrió en la batalla, ya solo cicatrices. Tenía que superarlo. Tenía que recordar quién era y avanzar.

 

—¿Por qué utilizar el Ojo de las Greas tan pronto, lejos del Santuario? —logró preguntar Makoto, algo que debía haber hecho desde el principio.

—Tú sí que tienes sentido del humor. ¿Te parece que tres días es pronto? —exclamó una voz, tan jovial como la de Kiki en sus mejores años. Makoto no tardó en identificarlo como Emil de Flecha—. Además, Nimrod, de la división Dragón, consintió en que se utilizara el Ojo, así fuera tan pronto y lejos del Santuario. Situaciones extraordinarias requieren medidas extraordinarias, eso dijo el abuelo.

Makoto no pudo ocultar su sorpresa. ¡Tres días! Había estado inconsciente tres días. En el espacio de un instante, pensó en las batallas que libró: el ataque sónico de León Negro, que le provocó un dolor constante e insoportable con el que tuvo que lidiar en la siguiente pelea; la fuerza sobrehumana de Oso Negro, quien por poco le dejó sin cabeza; la rapidez de Lobo Negro, a quien le debía muchas de las heridas sufridas, incluido una larga cicatriz en la espalda producto de un deshonroso pero eficaz ataque a traición. Y Geist, sobre todo la recordó a ella. La violencia de sus relámpagos, pálidas sombras de la fuerza de sus hirientes, por ciertas, palabras.

Sacudió la cabeza en un vano intento de olvidarlos, de olvidar lo que hizo. Entonces recordó el momento en que fue rescatado por la división Andrómeda, antes de quedar inconsciente. No hacía más que gritar los nombres de quienes había matado.

—La información que hemos obtenido es de importancia capital —dijo Azrael, señalando los papeles que Kiki había juntado ya.

—¿Qué habéis descubierto? —preguntó Makoto.

—Quid pro quo —dijo Kiki, adelantándose a Azrael—. Primero infórmanos. ¿Qué has logrado descubrir sobre los caballeros negros?

 

Todos los allí presentes —Azrael, Kiki, Ban, Emil y Akasha— centraron su atención en Makoto, expectantes. Este, decidido a soltarlo todo de una vez, empezó hablar.

—La orden de los caballeros negros renació con un nuevo nombre y propósito. Los seis líderes de Hybris, cuya identidad desconozco, se han marcado como meta restaurar el equilibrio en el mundo, para lo cual aceptan a cualquiera que desee unírseles, sea un santo, un aprendiz o un hombre común y corriente. Sin embargo, como parte del primer grupo, tuve ciertos privilegios. Ya que no necesitaba entrenamiento, nadie se molestó en adoctrinarme, me dejaron en libertad, en una de las ciudades con mayor índice de criminalidad en esos días, como un Observador. Vigilar e informar, ese fue mi papel durante seis meses, en ese tiempo vi cosas… —Por un momento se atragantó, sobreviniéndole de una sola vez lo recuerdos de aquellos días, cuando se limitaba a mirar—. Una mañana como cualquier otra, recibí la primera llamada de alguien, nunca supe quien, diciéndome que les servía mejor como Cazador. Desde entonces no dejé de recibir misiones. Matar al que mata, cortar la mano del que toma lo que no es suyo, arruinar la vida de quien ha arruinado la de otros… Así durante otros seis meses.

»Después de pasar un año como soldado de Hybris, fui reclutado por una de sus oficiales, Geist —apuntó, haciendo especial énfasis al pronunciar ese nombre que varios en el cuarto debían conocer. Como esperaba, no hubo reacción alguna, el Santuario había dado por perdida a aquella hija pródiga desde hacía mucho—. Abandoné la ciudad, dejé de recibir llamadas y me uní a un grupo enfocado en desarticular organizaciones criminales, sobre todo aquellas que traficaban con personas. En esa época entendí que mi papel como Observador fue una pantomima, entre las filas de Hybris hay más de un telépata, hijos de un descendiente del pueblo de Mu, para quienes no es un problema descubrir quién es culpable y quién es inocente. No necesitan que alguien vaya por ahí buscando entre la basura a la vieja usanza.

»No puedo culparlos porque me pusieran a prueba. Aun si nunca concibieron que el Santuario usara a un santo como espía, la máquina engrasada que se hace llamar Hybris depende demasiado de la confianza entre compañeros y para con los ideales de la orden. Nuestro… su dogma —se corrigió, avergonzado de lo que estuvo a punto de decir—, es lo que les permite eliminar solo a quienes deben ser eliminados, sin provocar daños indeseables en familiares, amigos o personas que estaban en el lugar y momento equivocados. «Los justos prosperan y los malvados son castigados.»

—Vigilantismo barato —dijo Azrael.

—O del caro —propuso Emil de Flecha.

—Sugerí la búsqueda del Ojo de las Greas a Geist, tal y como me ordenaron mis superiores —dijo Makoto, mirando a Akasha—. Ella le transmitió mi idea al líder de los Cazadores, a quien debió interesarle mucho contar con ese tesoro, ya que nos concedió el mejor recurso con el que Hybris cuenta, quiero decir, contaba.

En aquel cuarto, a pesar de lo tenso del momento, un par no pudo contener una risa traviesa, pues aquel barco mítico estaba ahora en manos de la división Andrómeda, junto a todos los datos de navegación que Hybris había reunido hasta el momento.

—Hubo problemas durante el viaje —prosiguió Makoto—. Mis compañeros aventuraban que Poseidón nos ponía a prueba. Sea como sea, llegamos con vida a nuestro destino. La mitad del grupo se quedó para cuidar el barco, mientras que Geist escogió a cuatro, incluyéndome, para ir a la isla. Desde ahí todo es confuso… La isla era en sí una serie de cavernas laberínticas y no tardamos en separarnos. Para cuando me reencontré con León Negro, este me reclamó haberlos traicionado. Ahora imagino que fueron las Greas quienes le revelaron esa información, para divertirse, pero entonces no entendía nada. Combatimos, logré vencer y seguí adelante, internándome más y más en el interior del laberinto hasta que llegué a una cueva.

Contó lo que restaba con menos reservas, pues era tan reciente que aún la culpa lo consumía. El sacrificio exigido por cada una de las Brujas del Mar, los combates contra los tres caballeros negros, la muerte de Geist, el robo del Ojo de las Greas y su huida.

Terminado el informe, dejó escapar un suspiro de alivio. No se fijó en las reacciones de cada miembro de la tripulación, quienes intercambiaban miradas llenas de curiosidad.

—¿Eso es todo?

Makoto tardó en responder. Tal y como había hecho esa pregunta, Akasha sonaba decepcionada. ¿Qué era lo que esperaba escuchar?

—Han sido dos años y no soy de los afortunados que cuentan con memoria fotográfica —apuntó, mirando a Azrael—. No recuerdo todos los detalles.

—Los caballeros negros de Oso, Lobo y Ofiuco murieron —dijo Akasha—. ¿Qué hay del caballero negro de León Menor?

En ese momento, la desconfianza dejó de oprimir el pecho de Makoto. ¡De eso se trataba! Miró a Ban de reojo, en cuyos viejos ojos captó un brillo de ansiedad.

—No lo sé. Cuando escapaba de la isla no encontré su cuerpo, creí que habría huido al barco y lo habríais atrapado. Tal vez, las Greas…

—No debe saberlo —interrumpió Ban—. ¡Por favor!

Akasha ladeó la cabeza hacia el santo de bronce, uno de sus más leales compañeros. Su rostro, oculto bajo una máscara de oro, parecía frío en comparación al de Ban, dominado por una desesperación insólita en el viejo león.

—Para tu hija, amigo mío, su hermano siempre será un fiel santo de Atenea.

Mientras Ban cabeceaba, formando una sonrisa a medias, Makoto se dio cuenta de lo poco que había llegado a saber de sus compañeros. Fuera de Geist, a quien conocía bien, el resto habían sido completos desconocidos, gente que hacía que el trabajo fuera más fácil. Jamás se habría imaginado que León Negro fuera el hijo de Ban.

«Por supuesto. No soy un caballero negro, nunca lo fui. Soy un santo de plata, Makoto de Mosca —dijo para sí, como tratando de convencerse a sí mismo.»

 

—Bueno, ahora nos toca a nosotros contarte nuestros hallazgos —dijo Kiki.

—¿Debemos? —intervino Azrael—. Considera a la señorita Akasha una traidora por los errores del pasado, ha puesto en duda nuestra lealtad a Atenea. Si él no confía en nosotros, ¿cómo podemos confiar nosotros en él?

—Estoy aquí, ¿sabes? —dijo Makoto—. La confianza se gana con hechos, no con palabras, así que no me pueden pedir que confíe a ciegas en quienes viven en el exilio por orden expresa de nuestro Sumo Sacerdote. En todo caso tendrían que demostrármelo. Y contarme lo que sabéis sería un primer paso.

Así habló Makoto, con una seguridad que no tenía reflejo en su mente revuelta. Akasha estaba dispuesta a dejar que Azrael le respondiera, pero entonces Kiki entregó a Makoto los papeles en los que había apuntado la conversación entre Geist y el Barquero.

Sabes mucho de la guerra, pequeña, pero nada de hombres. Estos dos acabarán matándose entre sí si te empeñas en enfrentarlos, sin darse cuenta de que lo hicieron por ti —oyó Akasha en su cabeza, a lo que no pudo menos que asentir. Solo Kiki era capaz transmitir sabios consejos con ese tono pícaro y cercano.

Entretanto, Makoto leía con avidez la transcripción, descubriendo así el complot que se formaba en las profundidades del mundo.

—Caronte, los caballeros negros y ahora esto. El ejército de Hades marchando hacia la Tierra, quizá encabezados por el rey del inframundo.

—Menudo golpe te diste en la cabeza, Makoto, Hades está muerto —observó Emil—. Y los muertos no se levantan, excepto cuando Hades… ¡Oh, por Atenea!

Hasta ese momento, Emil de Flecha no había concebido la futilidad de su razonamiento, lo ingenuo que era creer un rumor sobre la muerte de un dios. Su cara, al igual que la de Makoto, palideció hasta parecer una luna entre al sombras.

—Es solo el peor de los casos, pero sí, es posible —dijo Azrael—. Como puedes comprobar, Makoto, nuestros enemigos son poderosos y toda la humanidad vuelve a estar en peligro. Se acercan tiempos de guerra en los que los errores del pasado dejarán de tener importancia; ya no podemos darnos el lujo de desconfiar entre nosotros. Solo hay un ejército de Atenea, y si no queremos fracasar, debemos proteger esa unidad.

—Escoges bien tus palabras, Azrael, pero… —Makoto calló, mirando con reticencia la mano que aquel hombre, el antaño chico de la Fundación, le ofrecía.

—Necesito que confíes en nosotros, Makoto —terció Akasha—. La generación que nos precede sobrevivió a una guerra civil, pero la nuestra no contará con tanta suerte, no teniendo el enemigo a las puertas. Me pregunto, ¿cómo podríamos ganarnos tu aceptación, por lo menos?

Makoto miró en derredor. Akasha de Virgo, Emil de Flecha, Ban de León Menor, Kiki y Azrael, ninguno de los presentes llevaba menos de una década sirviendo a Atenea, y un par lo había hecho por más tiempo que él mismo, por lo que no debería haber razones para desconfiar de ellos. Y, sin embargo, el mero hecho de que Akasha le pidiera que confiara en ella era lo que lo hacía desconfiar. ¿Qué esperaba de él, un soldado más, la exiliada santa de Virgo? ¿Qué esperaba la división Andrómeda, tan dispuesta a cargar con la culpa de esa joven? Por mucho que lo pensaba, no terminaba de entenderlo. No creía que fuera a entenderlo nunca.

—Tus crímenes están perdonados —dijo Akasha de pronto, sobresaltando a más de uno, incluido Makoto. Hasta Azrael bajó la mano y la miró con los ojos bien abiertos.

—¿Qué quieres decir?

—Lo que he dicho. Sigo teniendo el rango de general en el ejército de Atenea. Aun si no soy tu superior directo, puedo condonarte por todo lo que tuviste que hacer como uno de los caballeros negros. Y lo haré.

—Puedes lavar mis manos manchadas de sangre —dijo Makoto con parsimonia, a lo que Akasha asintió—. La banda de ladrones que vi reducida a cenizas porque yo revelé que existía, el traficante que decapité a las puertas de Bluegrad, las vidas que segué entre mis compañeros…

—Era tu misión —dijo Akasha—. Está perdonado.

—Maté a Geist —dijo Makoto, en un grito ahogado.

La respuesta de Akasha no fue inmediata, hubo un momento de duda en la mujer, que abría y cerraba las manos enguantadas. Sin embargo, cuando empezó a hablar, Makoto entendió lo que diría solo con escuchar la primera sílaba.

Salió del cuarto, corriendo a ninguna parte. 

 

***

 

De algún modo, como si todavía fuera guiado por el Ojo de las Greas, llegó a la cubierta del barco. Desde allí, fue hacia el borde de estribor y vomitó.

Por su cabeza, más confundida que nunca, pasó la idea de que no debía haber tenido nada que vomitar tras varios días sin probar bocado. Entonces miró abajo por acto reflejo, hacia el mar infinito que rodeaba el navío, quedando boquiabierto con una visión de película.  Había allí decenas de mujeres, que se alzaban hasta que el agua les cubría el nacimiento del pecho. La forma de los cabellos era tan diversa como los vivos y exóticos colores de las pupilas, la piel se intuía finísima bajo la capa de humedad, y de los labios, suaves o carnosos, grandes o pequeños, una melodía surgía dispuesta para embelesar al más grandioso de los hombres.

—Sirenas —susurró Makoto, viendo que los despojos que había expulsado fluían por el azulado cabello de una de aquellas criaturas.

 

***

 

Nadie cuestionó el gesto de Akasha, pues todos allí eran conscientes del duro revés de los acontecimientos y de la innegable necesidad de mantener unido el ejército de Atenea. Así, incluso los santos de oro debían actuar de forma desesperada, corriendo toda clase de riesgos. Que Akasha, estando en el exilio, pensara antes en la carga de otro que en la suya propia debía haber sido una prueba de confianza palpable, pero no era el momento. Al menos, así pensaba Azrael.

—Nos atacan —dijo Kiki de repente, como si no hubiese ocurrido nada—. Al menos cincuenta sirenas nos rodean.

—Julian Solo —adivinó Akasha.

—Era de esperar —terció Emil de Flecha—. Más bien, me extrañó que no fuéramos atacados cuando Makoto robó el Ojo de las Greas. ¿Nos concedieron tres días de uso a cambio de los tres sacrificios?

—Esto es serio —advirtió Kiki, entornando la mirada—. Una vez vi a una sirena batiéndose en duelo singular con Shaina. Y ahora son cincuenta.

—Lo sé, lo sé. Si no fuera porque contamos con Akasha yo ya…

Emil de Flecha no pudo acabar la frase, pues al buscar a la santa de Virgo y su eterno acompañante, no encontró más que un espacio vacío. Miró en derredor, y al encontrar seriedad en el siempre risueño Kiki y preocupación en el callado Ban, dejó escapar el temor que había tratado de contener. 


Editado por Rexomega, 12 marzo 2020 - 15:19 .

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#103 Patriarca 8

Patriarca 8

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Publicado 12 marzo 2020 - 14:21

saludos también para el respetable compañero de foro Killcrom.

 

Un favor si vuelven a conversar pregúntale ¿ si tiene planeado darle un final a su fic o si su fic quedara "temporalmente" cancelado como la tercera temporada de Lost canvas?

 

 

Capítulo 16. La división Andrómeda

 

El Ojo de las Greas es como el ojo de sauron que lo ve casi todo aunque no entiendo porque el  Unicornio Negro tenia que matar a sus antiguos camaradas para obtenerlo

 

Akasha paso de una niña que lloraba por los muertos a una sociopata manipuladora ,esta peor que shaka en su version de las 12 casas

 

Consejo: deberias hacer un tema aparte para explayarte mas sobre los personajes de tu fic y sobre los grupos a los que pertencen como por ejemplo:  división Fénix 

 

El santuario se ha vuelto extremista en sus métodos

 

Es muy extraño pero Hybris parece ser un grupo de antiheroes que usan métodos extremos para ayudar a la humanidad ,lo cual es extraño porque en el clásico se dio a entender que solo se preocupan por si mismos

 

asi que Makoto  era un caballero plateado que por infiltrarse se convirtió en caballero negro aunque hubiese sido mas coherente que le dieran una armadura negra replica de su armadura plateada

 

pobre caballero de León Menor

 

El dios de la muerte esta muerto eso si es una paradoja

 

a Emil de Flecha siempre lo trolean cuando dice algo

 

 

 

Estuvo interesante el capitulo


Editado por Patriarca 8, 12 marzo 2020 - 14:21 .

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#104 Seph_girl

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Publicado 14 marzo 2020 - 13:55

CAPÍTULO 16: "Join us, Makoto, somos buena gente aunque no lo parezca"
 
Y listo, ya puedo decirlo, Makoto de Mosca, de quien jamás hubiera esperado entrara en mi TOP 5 de personajes en esta historia, pero el chico se lo gana por su participación en la trama.
Y su debut como santo comienza como espía entre los caballeros negros, y caballero negro de unicornio ni más ni menos (lo veo como un guiño para todos los que aun podrían extrañar a Jabu)
 
Nos enteramos que los santos ahora se organizaron en otro tipo de divisiones, como lo es la de Andrómeda, Dragón y Fénix (de la que si fuera una sainta me gustaría ser parte, sin duda alguna X3)
 
También nos cuentan que los caballeros negros de ahora son vigilantes de los que Punisher seguro estaría encantado de conocer.
 
Anda, que Ban, osea BAN tiene dos hijos... él si que no perdió el tiempo (ya van dos mujeres en esta historia que les gustan los grandotes cara dura como Ban y Jaki XD)
 
Y pues llegaron cincuenta sirenas, y Makoto vomitó sobre una de ellas justamente... esa no es una buena primera impresión.
 
PD. Buen cap, sigue así x3

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#105 -Felipe-

-Felipe-

    Bang

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Publicado 14 marzo 2020 - 17:01

Antes que nada, wow... Makoto de Mosca... vaya.

 

Bueno, vamos con esta reseña. Primero, destacar lo mucho que me choca (para bien o para mal, no estoy seguro, pero me causó un gran impacto, y eso se agradece) el planteamiento más "adecuadamente" militar del Neo-Santuario, en especial de las banditas con la bandera de Atenea que sí estoy seguro de que me gusta mucho, así como esto de las divisiones que se había mencionado hace un tiempo, en honor a los héroes de Bronce. De hecho, es interesante que el rol de la división del pollo frito sea muy parecido al trabajo de Ikki en Assassin, que fue escrito después que esto, ¿no? Eso es muy cool. Y Azrael, de la división cadeniense, sigue siendo uno de mis favoritos.

 

Por otro lado, cuánto cambió la pequeña Akasha, y mírenla citando a ese gran filósofo oriental llamado Seiya, que supe que venía de él apenas lo leí (era él o Gon, no había de otra) y Ban... es una versión extendida del Santo de León Menor que tanto quisimos, apreciamos y respetamos en la obra original (?) Me detengo aquí con una pregunta: ¿por qué, específicamente, él es el sobreviviente? ¿O fue una cosa de azar? Y recordaba que tenía una hija, ¿pero un hijo además? Estuviste harto ocupado, felino, bien hecho. ¿Quién diría que podría tener backstory este hombre?

 

Sea como sea, creo que me gusta cada vez más, a medida que leo, esta organización tan organizada, valga la redundancia. No es solo una cosa de tener rangos según quién tarde más en darle la vuelta a la Tierra, sino que hay roles específicos, hay tareas distintas, pero con un norte común. Me agrada, sin duda.

 

Valoro esta expansión del mundo de SS, más allá de enfrentar dioses, con sus esbirros, en fila india para obtener el McGuffin de turno. También debe mostrarse cómo se lidia con las cosas del día a día, tráfico, corrupción, crímenes y delitos menores, incluso si son los caballeros negros, ahora con roles de Maze Runner, los que lo llevan a cabo. De hecho, desde cierta perspectiva, se me hace lógico que se convirtieran en Vigilantes ahora, es una evolución que se me hace natural con lo mostrado en los capítulos anteriores.

 

Finalmente... Kiki. Mi predilecto Kiki. Mi querido Kiki. Killcrom lo decapita y Rexo le da problemas de espalda. ¿Por qué? ¿Por quéeeeeeeeeeeeeeee? AAAAAAAAAAAAAAAAAAAA

 

 

 

(bloque comercial)

 

 

 

...

Ahora sí. Es simpático este Kiki, es como el típico viejito sabio que aparece en este tipo de obras, como Dohko antes que él. Lástima que haya quedado en estas condiciones tras todo lo que ocurrió en el pasado.

 

Finalmente, ahora sí, ¿tienes alguna lista, Rexo? A veces me pierdo con algunas cosas, por falta de memoria. ¿Sería posible ver una lista con los Santos (y aliados) que han aparecido hasta ahora, sin spoilear el futuro, y que permanecen en el Santuario? Gracias de antemano y saludos. Ah, y quiero acotar que, además de disfrutar mucho el capítulo, me reí y disgusté a la vez con lo de Makoto y las sirenas. Sin embargo, es como algo que veía venir, de alguna forma jaja


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#106 Rexomega

Rexomega

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Publicado 16 marzo 2020 - 19:39

Saludos

 

¡Buen review, sigue así!

 

Patriarca 8

Spoiler

 

Seph Girl

Spoiler

 

Felipe

Spoiler
 

 

***

 

Capítulo 17. Apuesta a futuro

 

Hacía ya dos años que Akasha y Azrael no pisaban la ciudad de Atenas.

Después de que la Rebelión de Ethel fuera sofocada por Lesath de Orión, y tras el llamado Cisma Negro, que apartó a miles de aprendices del seno del Santuario, Akasha había perdido el favor del Sumo Sacerdote. Varios santos, fueran de bronce, de plata y de oro, la culparon entre susurros por la situación que habían vivido el último lustro, de modo que no fue una sorpresa que el siguiente error que cometió le costara el exilio. Un exilio voluntario al que varios de sus allegados la habían acompañado por voluntad propia. Azrael fue el primero entre aquellos, decidido a seguir asistiéndola, a seguir encarnando la voz de su consciencia cada vez que daba un paso arriesgado.

—El Santuario nos negó la entrada a Atenas —observó Azrael.

—En realidad, rechazó nuestra petición de atracar en Atenas —corrigió Akasha—. El Argo está muy lejos del mar Egeo, en tiempo y espacio.

Mientras Azrael sacudía la cabeza, desaprobando aquel acto impulsivo, varios transeúntes los saludaron, entendiendo, por el uniforme que llevaban, que eran oficiales del ejército griego. No era el camuflaje más ideal, de hecho podía ser contraproducente, pero desde luego era mejor que ir de un lado para otro con la vistosa caja de Pandora colgada como una mochila, o como un civil que debiera dar explicaciones a la policía cada vez que metía las narices donde no debía. Mostrarse al mundo como parte de un ejército, en opinión de Azrael, era lo correcto, pues eso es lo que eran, por arcaico que fuera el arte combativo de los soldados atenienses. De momento.

—¿Crees que cometí un error? —preguntó Akasha, de repente.

A Azrael no le costó imaginar de qué estaba hablando.

—Makoto siempre encuentra una razón para estar disgustado. Si no se la das, la busca.

—Aun así —insistió Akasha—, como general creo que debí explicar nuestra situación desde el principio. Fue un error delegar mi deber en otro.

—¿En otro? —Azrael alzó ambas cejas, indignado—. ¿Es que hice algo mal?

Akasha cabeceó en señal de negación.

—Te explicaste bien, pero cuando hablas con Makoto eres demasiado… tú —terminó diciendo, al no encontrar otra forma de describir lo que pasaba cuando esos dos discutían—. Sabes que es así.

—No lo hago a propósito —aseguró Azrael, sin sonar muy convincente—, de verdad me preocupa que dude de nosotros mientras ve a los caballeros como compañeros a los que tiene que llorar. No, más que preocuparme, me molesta.

—Debes comprenderlo, Azrael. Pasó dos años trabajando para Hybris y su oficial resultó ser Geist. Le costará superarlo, porque es un buen hombre y no tiene amigos.

—Esa es una indirecta muy directa, señorita.

—Lo sé.

—No prometo nada —dijo Azrael—. Si su plan tiene éxito, Makoto podría vernos con otros ojos y resultará más fácil de tratar, si no…

Akasha alzó la mano, en parte para que su asistente no dijera nada inoportuno, en parte para llamar la atención de un vehículo que se acercaba desde el otro extremo de la carretera. Una limusina color azul marino que sacó toda suerte de gritos de admiración a quienes pasaban por ahí. Hoy en día, Grecia no nadaba en la abundancia.

El vehículo se detuvo enfrente de Akasha y Azrael. Un momento después, un hombre de suaves rasgos, que bien podrían confundirse con los de una mujer, salió del asiento del conductor. Al verlo, con el largo y rubio cabello recogido en una cola de caballo y los rosados ojos clavados en los de ella, como si pudiera traspasar la protección de la máscara dorada, Akasha recordó a las cincuenta sirenas que rodeaban el Argo. Y no era para menos, pues él era Sorrento, general del Atlántico Sur y probable instigador de semejante asedio. El único superviviente del conflicto entre Atenea y Poseidón el pasado milenio, por el cual el tiempo parecía no pasar.

—Mi sentido pésame —dijo Azrael, sacando a Akasha de la momentánea ensoñación. Apenas entonces se dio cuenta de que Sorrento vestía de negro.

Sorrento negó con la cabeza.

—La esposa del señor Julian falleció hace tres días, os ruego que...

—Te esperaba, Akasha de Virgo. Puedes entrar.

La voz que había interrumpido a Sorrento evocó en Akasha recuerdos que creía olvidados. Del día,  a un mismo tiempo aciago y afortunado, en que un extraño se presentó ante el Sumo Sacerdote ofreciendo ayuda. El tono del hombre en la limusina era el mismo que Orestes empleó entonces, fuerte y controlado, con una firmeza digna de quienes están destinados a ser reyes, a gobernar y comandar ejércitos.

Akasha subió al vehículo con prontitud, seguida de Azrael. Por su parte, Sorrento regresó al asiento del conductor, poniendo pronto en marcha el vehículo. Al parecer, el general consideraba que no había en el mundo nadie lo bastante confiable como para ocupar su puesto mientras tales personas y su señor conversaban.

 

El interior de la limusina no parecía tan lujoso como cabía esperar, aunque los asientos eran cómodos y la música de fondo agradable. Azrael y Akasha se sentaron frente a uno de los hombres más ricos y populares de los últimos veinte años. Julian Solo, de complexión fuerte e intensa mirada aguamarina, destacaba de un modo único, a pesar de no estar vistiendo alguno de sus acostumbrados trajes blancos, sino el negro de luto. El tiempo había tratado bien aquel rostro macizo, otorgando madurez al semblante de quien un día fue solo un niño nacido en la opulencia que otros cosecharon por él. De esa fortuna, así como del niño que fue, ya nada quedaba, todo fue empleado para ayudar a los damnificados por el diluvio que azotó el mundo en el pasado milenio.

Sin embargo, una chispa de suerte quedaba en el exitoso empresario, que entre otras cosas fundó una organización internacional sin ánimo de lucro, casi sin proponérselo, para seguir sirviendo de ayuda al mundo en todo lo que fuera posible. Tal bendición, no siempre confiable, era algo de lo que Julian Solo y su entera descendencia no podría desprenderse jamás. El hecho de que un día fue avatar de un dios.

—Señor Solo —saludó Akasha—. Sabe lo que nos ha traído aquí, ¿me equivoco?

—Como ya te he hecho saber, me resulta extraño que la santa de Virgo me trate de usted —le recordó Julian, a lo que Akasha no pudo sino asentir—. ¿Tatsumi se ha replanteado mi oferta de tomar las riendas de la Fundación? Creía que Ludwig von Seisser había suplido vuestros problemas financieros.

Dos años atrás, antes de que se planteara una mejor forma de ser útil al Santuario sin poder pisarlo, Akasha llegó a servir como guardaespaldas de Tokumaru Tatsumi. La Fundación Graad existía para proteger el legado de Atenea, quien fue su última propietaria legítima bajo el nombre que usó en su última encarnación, Saori Kido. Eran muchas las formas en que la Fundación actuaba como aliado del Santuario, una de ellas era la de reparar las pérdidas y daños causados durante las Guerras Santas. Un segundo objetivo, que Julian Solo propuso poco después de la repentina desaparición de Saori Kido, apuntaba a hacer algo más que luchar una y otra vez por el destino de la humanidad: hacer del mundo un lugar mejor, cambiarlo. Ambas aspiraciones habían forjado un pacto entre la Fundación Graad, la ONG que Julian Solo dirigía y el grupo de empresas que había delegado en hombres de su entera confianza. En los veinte años que pasaron desde entonces, muchos allegados de los Kido y los Solo se interesaron en los proyectos de esa alianza, fuera por genuino interés o por el inconfesable deseo de ser reconocidos y admirados como filántropos. Fuera como fuese, todos ayudaban.

Akasha admiraba la resolución detrás de aquella alianza, que se mantenía firme a pesar de todos los obstáculos que ofrecía un mundo tan lleno de contradicciones. Esa era una de las razones para realizar una tarea tan impropia de quien fue parte de la élite del Santuario, respaldando a Tatsumi del mismo modo que Sorrento respaldaba a Julian.

Sin embargo, en aquella ocasión Akasha no venía como guardaespaldas, sino como comandante de un barco asediado.

—Cincuenta sirenas rodean el Argo en este momento —dijo Akasha.

—Llevaba tiempo surcando sin permiso los dominios de Poseidón —dijo Julian—. Hay un precio a pagar para quienes desafían al dios de los mares, de este y otros mundos.

—Ya no está en posesión de Hybris, ha vuelto a nuestras manos, las de tus aliados. 

—No te equivoques, Akasha, la Fundación Graad y mi gente son aliados, lo que me convierte en un aliado del Santuario para todo lo que puedo hacer como el hombre de poder en quien me he convertido. Yo, Julian Solo, velo por el bienestar de la raza humana; Poseidón vela por los suyos, los hijos del océano. Las Ancianas del Mar se han comunicado conmigo, explicándome la situación, y en este asunto intercederé por ellas, víctimas de un robo orquestado por el Santuario.

—Uno de mis hombres obtuvo el Ojo de las Greas en buena lid —argumentó Akasha—. Tres vidas fueron sacrificadas, para el beneplácito de tus súbditas.

—No son mis súbditas —repuso Julian, negando con la cabeza—. Como ya dije, en esto no soy más que un intermediario. En cuanto a tu defensa, es por los tres sacrificios que se ofrecieron que nadie actuó en vuestra contra hasta ahora. Por tres días, habéis tenido acceso a un tesoro que solo un mortal empleó en la era mitológica.

—No es suficiente —insistió Akasha—. Todavía necesitamos el Ojo de las Greas para localizar a los líderes de Hybris.

—Las Ancianas cuentan con un único medio para poder percibir el mundo que les rodea, un Ojo que deben compartir tres hermanas más antiguas que la humanidad. El Santuario cuenta con sesenta santos, que se afaman de ser símiles de los antiguos héroes, así como la ayuda de los gobiernos, ejércitos y agencias de inteligencia en cualquier nación de este planeta, que entre las sombras deben reconocer la autoridad indiscutible del Sumo Sacerdote de Atenea. Y por si eso fuera poco, goza del apoyo incondicional de la mayor potencia financiera de toda Asia. Contando con todos esos recursos para cazar a un ejército de renegados disperso por el mundo, ¿en verdad debo considerar que sois vosotros quienes necesitáis el Ojo con urgencia?

Akasha apretó con fuerza las manos enguantadas, incapaz de responder a esa pregunta. Aquel era uno de esos momentos en que agradecía la protección de la máscara dorada, un baluarte inexpugnable frente a la impasible mirada de Julian Solo.

—Hay alguien en este mundo que tiene aun más recursos que el Santuario —dijo Azrael, hasta ahora mudo observador de los acontecimientos.

—Solo soy un intermediario —insistió Julian.

—Del reino que abarca dos terceras partes de la superficie terrestre —completó Azrael, osado—. ¿Es posible que en tan vasto territorio haya alguien que pueda localizar a los líderes de Hybris, de tal forma que todos consigamos lo que queremos?

Aquella propuesta, a todas luces improvisada, pareció llamar la atención de Julian Solo. Tal y como había dicho, él era a un mismo tiempo un ser humano y el antiguo avatar de Poseidón, tenía intereses contradictorios que confluían solo en casos muy concretos. Una vía que defendiera los intereses de los hijos del mar sin causar por ello un conflicto con los santos de Atenea era lo bastante jugosa como para que, al menos, la meditara.

Pero aquella opción no llenaba del todo las expectativas de Akasha, quien de igual modo cavilaba sobre su próximo paso. Para ello, trató de ponerse en el lugar de las Brujas del Mar, rememorando las lecciones que recibió del Sumo Sacerdote sobre la Edad de los Héroes, en concreto la historia de Perseo: el semidiós también había robado el Ojo y nunca llegó a devolverlo. Las Greas, viejas desde el día en que nacieron, rogaron entonces a todas las deidades marinas para alejar la isla de los mares que navegaban los hombres. Y tres milenios después, volvían a verse desprovistas de su único ojo. No, no bastaba la promesa de devolverlo para tranquilizar a las Ancianas, como eran llamadas en tono respetuoso por Julian Solo, Perseo les había dado a conocer la desconfianza. Akasha suspiró; solo tenía una opción para salir airosa.

—¿Y si también fuéramos aliados de Poseidón?

La pregunta de Akasha no solo sorprendió a Julian. Azrael, mirándola con los ojos muy abiertos, no dejaba de murmurar frases ininteligibles y gesticular con la cabeza. Akasha posó una mano sobre su hombro, un mudo gesto en el que le pedía que confiara en ella.

—Si el ejército de Atenea y el de Poseidón fueran aliados, ¿se nos permitiría seguir utilizando el Ojo de las Greas hasta que nuestros enemigos mutuos sean derrotados?

Julian Solo arqueó las cejas, permitiéndose por vez primera mostrar asombro ante la santa de Virgo. Justo en ese momento, sin embargo, el vehículo se detuvo. Acto seguido, alguien abrió la puerta y se sentó sin que nadie lo invitara.

 

—No podríais ser menos útiles para el mundo ni disfrazando de animales a los matones que enviáis a cada ciudad —recitó el recién llegado, a la vez que la limusina volvía a ponerse en marcha—. Fueron sus palabras la última vez que nos encontramos. ¡Ya había asumido que no estaba interesado en mi propuesta!

Aquel hombre no debía pertenecer al círculo de Julian Solo. En lugar del negro propio del luto, vestía de índigo y celeste. Llevaba una brillante corbata roja y zapatos recién lustrados que lucía con descaro al cruzar las piernas. Todavía era joven, no debía haber llegado a la treintena, y a primera vista tenía pinta de ser un ricachón despreocupado, pero Akasha percibía algo más detrás de la artificial familiaridad en su sonrisa, sin poder determinar si era un buen o mal presentimiento.

—Y lo sostengo —dijo Julian, apenas mirándolo de soslayo—. Akasha, te presento al caballero negro de Altar, uno de los seis líderes de Hybris. Altar negro, te presento a Akasha, santa de Virgo al servicio de la diosa Atenea.

El líder de los caballeros negros, el hombre que había aprovechado el sueño de Akasha para tornarlo en la mayor pesadilla del Santuario. El apasionado orador que había tergiversado los ideales del ejército de Atenea para transformar héroes valientes y honorables en bestias sedientas de venganza. El flautista de Hamelín que había arrebatado la voluntad a miles de aspirantes por todo el mundo. Akasha jamás imaginó que se encontraría a aquel hombre en semejantes circunstancias.

La sorpresa inicial se convirtió en rencor, de tal modo que creyó ver en la serena y límpida faz de aquel sujeto el rostro cínico de Caronte, tal y como Kiki se lo mostrara doce años atrás. Sacudió la cabeza, avergonzada de su estupidez, para terminar encontrándose solo a un rico empresario más, de común negro en la espesa cabellera y los ojos, fijos en ella. Le estaba extendiendo la mano.

—Me alegro de que por fin nos conozcamos —saludó Altar Negro, sonriente.

—Me temo que no compartimos esa alegría —dijo Akasha, gélida.

Altar Negro asintió a la vez que dejaba caer su mano.

—Está bien, lo entiendo. ¿Puedo confiar en que escucharéis mi propuesta, al menos?

Akasha buscó la opinión de Azrael sobre tan inesperado giro. El asistente, más bien distraído, tardó tres segundos en asentir. ¿Qué podía estar ocurriéndole? ¿Estaba cansado, después de la larga vigía en torno al Ojo de las Greas? Tendría que preguntárselo más tarde, ahora no era el momento de mostrar debilidad.

—¿Os rendís?

—Soma, Agrius, Theon y Geist. Tres jóvenes prometedores y una valerosa veterana en busca de aprobación. ¡Aprobación de la diosa, por supuesto! ¿Alguno ha sobrevivido? —Miró primero a Julian Solo y luego a Akasha, recibiendo solo silencio—. Apreciaba a esos chicos. Obedientes, pero con iniciativa; pasionales, pero no carentes de ese sentido común que tanto apreciamos en Hybris. Dignos santos de Atenea.

—Pudieron ser santos de Atenea, si no los hubieras corrompido —interrumpió Akasha, apenas conteniendo la ira. En la cara de aquel hombre volvió a ver la de Caronte, burlándose de ella, pisoteando sus esperanzas.

—Geist era uno de vosotros, ¿cierto? Santa sin constelación, podría decirse, ya que el manto de Ofiuco sigue perdido —señaló Altar Negro—. En cuanto a los demás, jamás habrían llegado a ser reconocidos como santos de Atenea, no en el Santuario. ¿Creéis que es al azar que exista un número limitado de mantos sagrados y de jóvenes aptos para vestirlas generación tras generación? ¡No! Es así porque así fue escrito desde la Antigüedad. ¿Qué deberían hacer el resto de seres humanos, también fieles a Atenea y al mundo que los vio nacer? ¿Conformarse con ser vigilantes, protectores de un pueblo griego, o escuderos de los santos, los auténticos héroes escogidos?

—Todos cumplimos un papel en el ejército de Atenea, sirviendo al mundo, no satisfaciendo las ambiciones personales de un charlatán. Eso es lo que significa ser un santo, sin importar el rango.

—¿Servir a un mundo corrompido? ¿Es ese el noble propósito de los santos que lucharon miles de años atrás, o el placentero conformismo de una orden agotada y moribunda? —cuestionó Altar Negro—. ¿Por qué no ayudar a cambiarlo? ¿Por qué no servir a un mundo mejor que este?

—¿A vuestra manera? —interpretó Akasha—. No se acaba con el crimen matando criminales, ni se terminarán todas las guerras ejecutando a los soldados, ni el hambre cesará porque un día se le regale comida al hambriento. Mientras sea necesaria la voluntad de unos pocos para determinar la forma en la que muchos deben vivir, el mundo seguirá estando corrompido. Esta es la verdad que dicta nuestro modo de proteger la Tierra: asegurar la esperanza para la humanidad, sea frente a los dioses que pretendan destruirla, o contra los mismos hombres que buscan dominarla cuando no pueden controlarse ni a sí mismos.

—¡Exacto! —exclamó Altar negro, entusiasta—. ¿Es el hombre un lobo para el hombre? ¿O solo el producto accidental de la sociedad en la que vive?

—Ningún ser humano nace malvado —aseveró Akasha.

—Un ejemplo me permitirá darme a entender: un hombre lucha por lo que es correcto, y muchos de sus semejantes le siguen y apoyan; como una masa imbatible, tratan de lograr que este mundo sea al menos un poco mejor. Ese hombre debe enfrentar muchas personas: las que se benefician de la injusticia, las que aceptan este mundo tal cual es porque son demasiado débiles como para intentar cambiarlo, y las que aun teniendo la fuerza y la determinación para cambiar las cosas, se limitan a proteger el status quo.

—Solo la humanidad puede cambiar su mundo. No los dioses ni sus fieles, sino los hombres que lo habitan.

—… Las fuerzas de la injusticia, debilidad e indiferencia, pretenden llevar a este hombre valiente a la muerte —continuó Altar Negro, haciendo caso omiso a la intervención de Akasha—. ¿No es lo justo impedirlo, para que la humanidad tenga un rayo de esperanza? Así como arrancamos las malas hierbas de nuestros jardines, es necesario apartar de este mundo a cierto tipo de personas.

—¿Y si no es solo un hombre? —cuestionó Akasha. Altar Negro se acarició la barbilla, indicándole con la otra mano que prosiguiera—. Mientras solo sea un hombre el que aliente a otros, la humanidad nunca crecerá, tropezará siempre con la misma piedra y el mismo dilema. Tu ejemplo solo me habla de otro ciclo de violencia sin fin.

—Un pensamiento bastante pesimista sobre la raza humana, ¿no crees? La corrupción está tan arraigada en todas y cada una de las sociedades de la Tierra, que pretender que nazcan personas siempre justas y honorables es puro idealismo. A veces hay luz en la oscuridad, pero para que brille con toda su fuerza, otros deben dejar caer la guadaña sobre las sombras. Por supuesto, incluso en un mundo que ha sido limpiado, los hombres pueden volverse malvados, ¡Hybris no pretende extinguir la idea del mal! Pero si se destruye el camino ya hecho a lo largo de estos milenios… Bueno, los hombres malvados se enfrentarán a mayores obstáculos con menos recursos.

—Sin embargo, tú te limitas a justificar el empleo del mal por un bien mayor. Para salvar el mensaje de un hombre, muchos morirán, y las familias y amigos de estos llorarán sus muertes y buscarán venganza. Diez mil años de historia humana se han escrito con sangre, y seguimos abrazando la misma forma de justicia.

—Estoy deseando escuchar tu propuesta —dijo Altar Negro, sin un dejo de sarcasmo.

—Que todos los seres humanos conozcan ese mensaje —respondió Akasha, con pleno convencimiento—. No porque alguien se lo haya dicho a costa de sangre, sudor y lágrimas, sino porque ellos mismos han llegado a él. No es una luz la que debe brillar en la oscuridad, si me permites usar tus palabras, sino seis mil millones de luces. De ese modo, no importarán la injusticia, la corrupción, o la debilidad; el mundo entero dará un paso hacia adelante del que no habrá vuelta atrás.

 

El silencio se hizo allá donde las palabras iban y venían sin que nadie diera su brazo a torcer. Altar Negro no dijo más por un tiempo, mirando a la santa de Virgo con ojos curiosos mientras le dedicaba una tenue sonrisa, poco más que una línea, que lo decía a todo. Por un momento, Akasha se sintió en el mismo papel que Geist, defendiendo sus ideas y escuchando luego una risa inclemente, así fuera en esta ocasión una implícita.

—Una joven idealista, ¿eh?

—Ambos lo sois, a vuestra manera —respondió Julian Solo, a quien Altar Negro se había dirigido—. Otra cosa que compartís es la ingenuidad: a lo largo de su historia, la humanidad ha crecido enfrentando la adversidad. Los caballeros negros pretendéis neutralizarla y la santa de Virgo espera que ocurra un cambio simultáneo en todos los seres humanos, ¿cómo esperáis salvarla del estancamiento, del tedio?

Akasha iba a responder, pero alguien le agarró del hombro. Al girar la cabeza, se encontró con una negativa de Azrael, ya más centrado. No necesitó más para entender que se estaba dejando llevar por la conversación, olvidando lo importante.

—Es mejor que cambiemos de tema —dijo Altar Negro, como leyéndole la mente—. Mi propuesta es muy simple. El Santuario deja cazar a los caballeros negros como si fueran algo distinto a sus matones glorificados y el ejército de Atenea obtiene a cambio lo único que no posee para detener las huestes de Caronte: números.

—¿De cuántos hombres dispondríamos? —preguntó Akasha, curiosa.

—¿Cuántos huérfanos hay en el mundo? ¡Porque eso es lo que me estás preguntando, Akasha de Virgo! —aseguró Altar Negro—. Tan solo usa tu imaginación. Hasta el último de vuestros guardias, amazonas y aspirantes de destino truncado podrá llevar una armadura negra. ¿Qué os propuso el señor Solo? ¿Una alianza con el eterno rival de Atenea, a cambio de mi cabeza?

—Él no me ofreció nada.

Ante aquella respuesta, carente de titubeos, Altar Negro no pudo sino sorprenderse, a la vez que Julian fijaba en Akasha aquella mirada aguamarina que todo miembro de la familia Solo poseía. Para ese momento, la santa de Virgo había confirmado lo que desde un principio sospechaba: toda aquella reunión era una prueba.

—Si te decapitara ahora mismo, nada cambiaría. En Hybris hay otros cinco líderes dispuestos a seguir tu obra, y aun si no los hubiera, lo único que conseguiría es convertir una organización de matones glorificados, si me permites usar tus palabras, en miles de mercenarios trabajando por su cuenta. El objetivo sería el mismo; las maneras y los límites no. El Santuario los aplastaría tarde o temprano, de eso no tengo la menor duda, pero morirían demasiados en el proceso por un instante de fugaz satisfacción.

—Solo les doy un objetivo a esos chicos, algo a lo que dirigir toda la rabia y la impotencia que vuestro Santuario les legó —afirmó Altar Negro.

—De momento, nos eres útil más vivo que muerto, sea como aliado o enemigo —concluyó Akasha—. Nos ofreces un ejército. ¿Qué demandas a cambio?

En el interior del vehículo, todos eran conscientes del esfuerzo que había tras cada una de las palabras emitidas por Akasha. Ella fue responsable de la llegada masiva de aspirantes al Santuario, lo que la volvía responsable indirecta del Cisma Negro. La oportunidad de vengarse estaba ante ella, incluso en el tono que empleaba al proponer una vía distinta a la de la más antigua forma de justicia, era claro que se le había pasado por la cabeza más de una vez eliminar al líder de Hybris allí mismo.

Julian y Altar Negro veían ese dilema con interés; Azrael, con preocupación.

 

—Tu rostro —dijo Altar Negro, después un largo minuto de reflexión.

—¿Qué…? —fue lo único que pudo decir Akasha. Tal era su confusión que se inclinó hacia aquel hombre, segura de que había escuchado mal.

—Deseo ver el rostro detrás de tu máscara dorada —repitió Altar Negro. Azrael lo miró boquiabierto; la expresión de Akasha quedó oculta tras el frío metal.

En apenas un segundo, ante el rostro sereno del líder de los santos negros, se encontraba el cañón de una pistola. El dedo de Azrael acariciaba el gatillo con una firmeza solo superada por la frialdad de su rostro, ahora pétreo. El otrora tranquilo y amable asistente de la santa de Virgo, se había convertido en algo del todo distinto, aunque siguiera siendo la misma persona. Inclinado hacia el líder de los santos negros, lo apuntaba con la inconfundible voluntad de disparar el arma. Ni el empresario ni Altar Negro se burlaron de aquel gesto: la amenaza de un arma de fuego era fútil contra todo aquel que conociera el cosmos, así fuera solo un caballero negro, pero la determinación con la que aquel hombre amenazaba, era comparable a la de un santo.

—Detente, por favor.

Por primera vez en mucho tiempo, Azrael no hizo caso a una petición de Akasha. Al contrario, acercó la pistola al hombre que había pretendido humillarla. En el rostro de Altar Negro era claro que respetaba la fuerza de quien lo amenazaba, pero no la temía, de modo que apenas había cambiado la expresión con la que dio sus demandas a Akasha. Julian se mantenía distante, como si todo cuanto había ocurrido en el interior del vehículo, a excepción de la propuesta de Akasha, lo hubiese previsto de antemano.

—Azrael.

Akasha no se había movido de su asiento, ni había puesto la mano sobre el hombro del asistente para tranquilizarlo. Pronunció el nombre como una orden, no como una petición. Azrael bajó el arma enseguida, sentándose una vez la hubo guardado.

—¿De cuántos soldados dispone Poseidón? —preguntó Akasha a Julian Solo.

—¿Cuántos peces hay en el mar? Eso es lo que estás preguntando, sierva de Atenea —respondió Julian Solo, mostrando el amago de una sonrisa.

 

—He deshonrado a los míos, al igual que lo has hecho tú, Altar Negro, aunque dudo que te importe —acotó Akasha. Consciente, gracias a aquel silencio, de la similitud entre la música del coche y el sonido de una flauta—. Todo este tiempo estuvimos a merced del canto de una sirena que bien pudo llevarnos a la muerte en cualquier momento, sin que nos diéramos cuenta. Hablábamos de emplear nuestra fuerza para salvar el mundo, cuando ni siquiera hemos sido capaces de utilizarla para mantenernos a salvo.

—El general Sorrento haciendo de chófer del último miembro de la familia Solo. Las trampas más obvias son las mejores, sin duda  —exclamó Altar Negro. Lo hizo con tanta naturalidad, que no podría culparse a quienes lo creyeran en verdad sorprendido.

—Ahora que conozco vuestras propuestas y demandas, he tomado una decisión —dijo Akasha a ambos hombres, juntando los dedos de las manos—. Los ejércitos del Mar y la Tierra deberán unirse. ¡Ninguna ayuda es un exceso para la batalla que se avecina!

—Exiges que nos sometamos, pero no estás dispuesta a aceptar lo que pedimos a cambio… ¿Qué ocurrirá si nos negamos? —preguntó Altar Negro, mirando de soslayo a Julian Solo. Este, en cambio, seguía expectante  a lo que diría la joven.

—Si vuestra justicia es verdadera, sabréis olvidar nuestras diferencias por el bien de este mundo. Si no, ¡seré yo misma quien os destruya! ¡Akasha de Virgo!

La limusina frenó con violencia en ese momento, como cediendo ante la audaz declaración de la exiliada santa de oro. En eso debía estar pensando más de uno cuando algo impacto contra el techo del vehículo, hundiéndolo. Sobre las cabezas de aquel insólito grupo, se manifestó un poder semejante al de la propia Akasha.


Editado por Rexomega, 23 marzo 2020 - 15:45 .

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#107 -Felipe-

-Felipe-

    Bang

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Publicado 17 marzo 2020 - 12:00

Saludos!

 

La reflexión sobre las aptitudes camaleónicas de los Santos es una muy buena forma de empezar. No, las enormes cajas non son muy útiles (una de las cosas que valoro de LoS, Omega y KotZ es deshacerse de ellas), y tampoco lo es andar de civil acordonando la ciudad fingiendo que fuiste a comprar sushi (te miro a ti, Shura de Okada). Andar como militares, por otra parte, es la respuesta perfecta. No solo tiene sentido, como dice Azrael, ya que son un ejército, sino que no dispara la curiosidad tampoco, y puedes meterte donde los civiles no, sin llamar la atención. Me extraña que a nadie se le hubiera ocurrido antes esto, tanto oficial como no-oficialmente.

 

Azrael es un buen tipo, y Akasha está dotada de mucha paciencia; aquí es Makoto el problemático, pero como no serlo cuando vivió lo que todos los topos, desde Kaji hasta Eren Krueger, pasando por Snape xD

 

Ahora nos encontramos con Sorrento, the most beautiful bodyguard ever (y haciendo sus clásicas movidas sin que nadie sepa que las está haciendo, desde el asiento de chófer) y el señor Solo, el empresario al que las cosas, lamentablemente, le siguen saliendo mal. Siempre me ha chocado un poco el tema de Julian gastando su fortuna para ayudar a los damnificados, que siempre llega a ocurrir, oficialmente y en fics (incluyéndome), porque pienso, ¿por qué siente tanta responsabilidad si solo era un arma de otro tipo que lo tomó de parásito? ¿O es solo que se volvió una mejor persona? No se, no se, igual nada tiene que ver específicamente con esta historia, pero quería comentarlo. En fin, siempre me ha parecido una buena idea que Poseidón sea aliado de Atenea después de tantos siglos de odiarse por una competencia absurda por un pedazo de tierra, milenios atrás; bueno, Julian aclara que es él su aliado, y no el dios (por ahora), que vela por las criaturas marinas, pero es un avance de todos modos, hay una suerte de convenio de no pegarse entre sí, y eso se aprecia. Al fin y al cabo, viven en el mismo planeta... es como compartir habitación con tu hermano menor. Va a ser difícil convencer al viejo cascarrabias, eso sí.

 

Hablando de viejos, siempre me ha dado risa cuando en la ficción, siempre terminan molestando o robando a las pobres Grayas. Las señoras no tienen un televisor para ver el drama de la tarde, incluso si lo tuvieran, solo una podría verlo a la vez, y siempre terminan tratando de arruinarles la jornada, a pesar de que no pueden ni masticar pan. ¿Por qué siempre los héroes terminan dándoles tantos problemas? ¿Por qué no van a molestar a las Moiras, mejor?

 

Si bien al principio pensé que Altar tenía un buen punto, tengo que criticarlo ahora: a menos que tenga un montón de oricalco y gamanio para hacer más armaduras, o se le ocurran más constelaciones, no tiene por qué quejarse de las limitaciones. Algunos son mejores que otros, es así de simple, no se trata de número (es cosa de mirar a los Espectros); no es excusa para corromper jóvenes que pudieron haber tenido otro tipo de vida. Soy de los que cree que las personas no nacen buenas ni malvadas, la corrupción y la malicia no pueden detenerse eliminando lo que nos parece malo y corrupto, incluso a sabiendas de que luego volverán a nacer los injustos. En esta discusión voy a apostar por Akasha, si bien tampoco comparto enteramente su postura. Hay que lidiar con lo que se tiene, protegiendo a los que no pueden por sí mismos, e intentar hacer lo correcto en la única vida que tenemos. Ese es el deber de los Saints.

 

Buen capítulo, cuídate Rexo en estos momentos difíciles, ¡y saludos también a Killcrom!

 

 

Correcciones:

—El Santuario nos negó la entrada a Atenas —observó a Azrael.

Una a de más.

 

Miró primero a Julian Solo y luego Akasha, recibiendo solo silencio—

Una a de menos.

 

Extras:

Hoy en día, Grecia no nadaba en la abundancia.

Grecia prevalecerá.

 

Ludwig von Seisser 

Jujujuju

 

Acto seguido, alguien abrió la puerta y se sentó sin que nadie lo invitara.

Honestamente, creo que a Sorrento deberían despedirlo por no poner seguro a las puertas. ¿Qué clase de chófer hace eso, o es que ya está entrando en edades?


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Publicado 21 marzo 2020 - 14:22

Capítulo 17. El peor guardaespaldas del mundo
 
Primera mención de "La Rebelión de Ethel", recuerdo que desde este punto quería saber de qué trato y todo eso, pues con el tiempo lo mencionan tanto que fue VITAL en todo lo que sucedió durante los 13 años que les dio el genio de Caronte. (Spoiler: tardará mucho, pero muchos caps para saberse)
 
Mirá, Julián Solo, viudo, para que aun sus fans tengamos algo de esperanzas x3
Siempre me ha gustado el personaje de Poseidón en Saint Seiya, por lo que se barajee la posibilidad de que los marinos y los santos se unan resulta hermoso ;__;
 
Y al fin conocemos a Altar Negro, el hombre por el que hicieron tanto esfuerzos en encontrar y el forro dijo "Aqui estoy n.n"
Con una osada actitud que pues también recuerda al mismo Caronte, por eso Akasha más se acuerda del tipo al escucharlo hablar y sonreír (como un demonio).
 
Azrael, tan pro, pese a que en serio alli nadie salvo él podría morir de un disparo XD, pero pues eso es tener cojo-pantalones.
 
Y pues al final otro personaje llega a la escena, demostrando que, como ya alguien dice por ahí,  Sorrento es el peor guardaespaldas del mundo XD
 
PD. Buen cap, sigue así x3

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


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Publicado 23 marzo 2020 - 15:43

Saludos

 

¡Buen review, sigue así!

 

Felipe

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***

 

Capítulo 18. La resolución de Akasha

 

Rodeado por el mar y el cielo de otro tiempo, el Argo Navis permanecía firme, en el momento en que pudiera seguir transitando aquellas aguas inexploradas. Era un gran barco hecho con materiales tan viejos como la civilización occidental, de una madera extraída de los mágicos robles de la Antigüedad y revestido por una capa de metal plateado embellecido por una serie de figuras, todas aludiendo a los héroes que un día tripularon el navío junto al príncipe Jasón. Aunque tal coraza, en modo alguno inferior a un manto sagrado, cubría la mayor parte del navío, destacando en especial las placas de oricalco en el mástil, la quilla y la popa, la proa quedaba al descubierto. Solo la magia del Oráculo de Dodona protegía esa parte del navío.

Makoto, quien se hallaba en aquella parte del barco, signo de mala suerte desde antaño, se preguntaba si podrían sobrevivir al ataque de cincuenta sirenas.

—¿Es verdad que has vomitado sobre uno de los seres más hermosos de este planeta?

Se trataba de Emil, quien acababa de subir a silencio con un sigilo encomiable. Aunque vestía el manto de Flecha, tenía el casco bajo el brazo, dejando al descubierto aquella cara morena que contrastaba tanto con el tono del cabello, blanco como la leche. Tras las gafas que solía llevar cuando no estaba combatiendo, resaltaban sus ojos de zorro, a juego con una amplia sonrisa y las orejas, de punta triangular.

—No soporto el mar —se excusó Makoto, avergonzado.

—¿No soportas el mar?

Tan pronto terminó de hablar, el santo de Flecha estalló en carcajadas. De un salto, Makoto se puso enfrente de su compañero, listo para darle un puñetazo.

—Un santo de plata, el rango medio del ejército más poderoso del mundo, ¡mareándose! —exclamó Emil, todavía riendo—. No me extraña que tuvieras tantos problemas con cuatro caballeros negros. ¡A mí no me costó nada ocuparme de los que estaban aquí!

—No podrías entenderlo, ya que nunca has llevado una armadura negra —dijo Makoto—. Nunca experimentarás ser la sombra de otro, de vestir la imitación de un manto sagrado y ver cómo tu vida se te escapa a cambio de unas migajas de poder. A quien no conoce el cosmos, la armadura negra le da fuerza, a quienes lo conocemos, como yo y Geist, nos da solo una carga, peso sobre nuestros cuerpos, opresión sobre nuestra mente y espíritu. Porque si una sombra pretende ser mejor que el original debe pagar un alto precio, así lo dictaminó Atenea, nuestra diosa.  

—Vale, vale, vale —dijo Emil, haciendo exagerados gestos de disculpa con la mano libre—. No me meteré contigo por esto, Mosca. Me conformaré con recordarte tu mareo hasta que lleguemos a viejos. ¡Un santo de plata, mareándose! ¡Es hilarante!

—A mí también me parece divertido —empezó a decir Makoto, con un tono malicioso que llamó la atención de Emil—, ver a un santo de plata usando gafas.

—Solo las necesito para leer. ¡De lejos veo mejor que ningún santo!

—Estoy seguro de que así es.

—¿No me crees?

—Tú empezaste en esto de poner en duda la habilidad de otro.

—¡Qué infantil! —dijo Emil—. A ver, ¿hasta dónde llegaría tu mejor técnica?

—Un santo de plata de la pasada generación podía alcanzar una velocidad entre mach 1 y mach 5. Yo estaría en el límite superior y podría duplicar, no, cuadriplicar esa velocidad si me entrego a fondo —presumió Makoto, henchido de orgullo, pues la agilidad y la rapidez de sus ataques habían sido elogiadas muchas veces en el pasado, un pasado que poco a poco volvía a sentir suyo—. Pero mi especialidad es el combate cercano, pierdo eficacia si el enemigo se encuentra lejos.

Ante aquella muestra de honestidad del santo de Mosca, Emil no pudo sino asentir en gesto aprobador. Luego, sin embargo, sobrevino de nuevo el orgullo y espíritu competitivo de quien se afamaba de ser llamado el Arquero de Plata, cuya buena vista no tenía parangón en la segunda casta del ejército de Atenea. El santo de Flecha dejó el casco en el suelo con sumo cuidado, para después palparse el brazal derecho. Se oyó un clic, anunciando que algún mecanismo se había puesto en marcha, y en un instante el carcaj adherido al brazal se transformó en un magnífico arco del color de la luna.

—Lo llamo Arco Solar —dijo Emil, cuya mano derecha sostenía aquel arma con firmeza—. Se alimenta de mi cosmos, que le sirve de cuerda, para disparar flechas capaces de atravesar cualquier cosa en el mundo. Si lo tenso durante diez segundos, la velocidad y alcance del proyectil aumentan diez veces. Parece que mi mach 50 supera a tu mach 20, Mosca. ¿Qué te parece si te hago una demostración?

Por respuesta, Makoto señaló al santo, para luego señalarse a sí mismo. No llevaba un manto sagrado, como él, sino botas, unos pantalones y varias vendas en el torso. No era el mejor momento para aceptar esa clase de desafío.

—No digo que sea contra ti. ¡Le pediré a alguna de esas sirenas que coloque una perla a cien kilómetros de distancia!

Dicho y hecho. Para vergüenza de Makoto, Emil se lo pidió a todas y cada una de las cincuenta criaturas que rodeaban el Argo Navis. Ninguna respondió, como tampoco habían hablado en todo este tiempo, contrario a las leyendas que había sobre ellas, tan hermosas y cantarinas como terrible era el destino de quienes se las encontraban. Algunas sonrieron y murmuraron entre ellas, señalando al loco que les gritaba apoyado en la barandilla, con los ojos entornados y los pelos hechos un desastre a causa de un viento repentino. ¿Estaban esperando a que cayera, para darse un festín con él?

—¿A dónde habrán ido? —preguntó Makoto, buscando llamar la atención del desbocado Emil. No quería que sufriera un destino similar al de los caballeros negros. Ya fueran viejas brujas o jóvenes sirenas, todas las hijas del mar eran peligrosas.

—A discutir de política y economía, claro está. ¿Qué otra cosa iba a hacer Akasha de Virgo, general de la división Andrómeda? Aparte de salvarnos la vida.

—Sé que ni Akasha ni Azrael son unos cobardes —se defendió Makoto—. Lo que me pregunto es a dónde habrán ido, con quién estarán hablando para sacarnos de esta.  

—Confórmate con saber que Akasha está probando la vía diplomática —dijo Emil, encogiéndose de hombros. Tras un clic, el Arco Solar se contrajo un par de veces hasta volverse el habitual carcaj que llevaba adherido al brazo—. Si eso no funciona, nos tocará a nosotros resolver este asunto mediante la ancestral vía del puño y la patada.

 

¿Vosotros lo resolveréis, santos de Atenea?

La pregunta no fue formulada por boca alguna, ni siquiera se transmitió a través del aire en forma de sonido. Tanto Makoto como Emil la escucharon directamente en sus cabezas, una voz dulce que les transmitía una sensación de completa tranquilidad, acaso adictiva. Los santos de plata se subieron a la barandilla, sin saber bien por qué.

—Claro que sí —contestó Emil, adelantándose al ahora tímido Makoto—. Yo nunca fallo y para esta misión traje un buen número de flechas. Solo tengo un problema: son cuarenta y nueve, así que no podré darte una muerte rápida. Me lanzaré a tus brazos y ambos nos hundiremos en el fondo del mar, ¡moriremos abrazados, sirena mía!

¿Pretendéis que el océano mate a una de sus hijas, santos de Atenea?

El primer intento de Emil por responder quedó en simples balbuceos. El santo de Flecha miró a su compañero, que mal que bien lograba controlarse. Qué envidia. ¡Qué envidia debía tener ese estirado japonés de alguien tan apasionado como él!

—No creo contar con esa suerte, ¡seré yo quien deba poner fin a tu vida, sirena mía! —gritaba Emil con fuerzas, con no más deseo que ahogar los latidos de su corazón, sumiso esclavo de la voz de aquella criatura.

¿Pero qué haréis si falla una de vuestras flechas? —cuestionó la sirena.

—Mis brazos son largos y fuertes, pueden recibirte a ti y a una de tus hermanas —respondió Emil, hablando tan alto como si se dirigiera a quien ya veía perdiéndose en el horizonte. Escaso de fuerzas para gritar, extendió los brazos cuan largos eran, abrazando el aire, antes de añadir—: ¡Y a una tercera, si así lo deciden los dioses!

¿Y si fallarais más de tres veces, mi marino flechador?

Emil miró de soslayo a Makoto, aun las mejillas de aquel siervo del deber estaban encendidas como ascuas, de tal modo que destacaba todavía más la mirada perdida. En cuanto a él, quien lo viera ahora lo consideraría un adolescente calenturiento, pues nada había en él de la dignidad que exudaría cualquier otro santo de Atenea. Estaba en las nubes, embelesado sin remedio, como si los gráciles y hábiles dedos de una mujer soñada estuviesen acariciando cada parte de su cuerpo.

—Entonces habremos los dos de sentir lástima por quienes sobrevivan, sirena mía. ¡Porque una muerte por mucho peor espera a quienes pisen este barco!

Emil señaló el mástil. En el punto más alto del barco se hallaba Kiki, saludando a las sirenas y a los santos con aire despreocupado. Aquel vigía inesperado chasqueó los dedos, sacando así del trance a Makoto, rojo como un tomate.

—Ni el aire ni el agua lo sentirán, no habrá rayo que ver, ni un rastro que alguien pueda detectar. Ante los poderes de Kiki, maestro herrero de Jamir, el cerebro de cualquier ser vivo se apaga sin más —aseguró Emil con una sonrisa socarrona. En ese momento, sus pies estaban más fuera del barco que dentro. 

Qué terrible augurio, mi marino flechador —dijo la sirena, recordando a los santos de plata cuán servil podía volverse su existencia—. No contar con vuestro abrazo, y en cambio ver mi conciencia y la de mis hermanas ultrajadas por un hombre que camina sobre la tierra, ¿qué creéis peor?

—¡No te preocupes, sirena mía! —exclamó Emil. Sudaba a mares, de un modo que ni siquiera habría creído posible. Makoto no estaba en mejor situación—. Así fallara todas mis flechas, me lanzaría hacia ti para darte un abrazo mortal. ¡De modo alguno me perdería la dicha de acariciar tus orejas!

Y entonces, desde lejos, una figura saltó hacia el Argo Navis tal cual un ave surcaría los cielos. Makoto y Emil esperaron el ataque sin poder mover un solo músculo.

 

***

 

Akasha y Azrael, así como Altar Negro, salieron de la limusina enseguida, considerando la posibilidad de que estuvieran sufriendo un ataque orquestado por el otro. Al mismo tiempo, alguien salió del asiento del conductor, en absoluto parecido a Sorrento, quien se encontraba en el del copiloto. Era hombre calvo y cuidada barba, alto y grueso como un armario ropero, el chófer personal de Julian Solo. Lo primero que hizo fue echar un vistazo a su jefe, quien con un gesto le indicó que permanecería en el vehículo.

—Lucile.

Fue Akasha la primera en identificar a la mujer que miraba a todos, de pie sobre el hundido techo de la limusina. Más alta que cualquiera de los presentes, la cubría un vestido blanco de una pieza que se cerraba a la altura del cuello, dejando al descubierto los hombros, y se separaba por los costados de cintura para abajo, permitiendo el vislumbrar sus largas piernas. Eran del mismo color los zapatos que calzaba, así como la sombrilla que mantenía por encima de ella, dispuesta para evitar el efecto de la luz solar sobre su blanquísima piel. Destacaban dos brazaletes en el brazos, con sendas serpientes grabadas, y una máscara de oro cubriéndole el rostro.

—¡Hola! —saludó Lucile, inclinada ante el público expectante.

—Estás aquí —fueron las únicas palabras de Azrael, quien las dijo con un hilo de voz.

—Imaginaba que solo alguien como tú se atrevería a esto —comentó Sorrento, que también había salido del vehículo, armado con una flauta mágica.

—Os conozco a todos, excepto a ti —dijo Lucile, señalando a Altar Negro. Si el gesto de Sorrento la intimidó, no se molestó en demostrarlo—. No, no me digas quién eres, me gustan las adivinanzas. Más bien, dime por qué pones esa cara tan seria, líder de Hybris, pareciera que han cancelado tu fiesta de cumpleaños.

—Pretenden que me alíe con un cínico y la muchacha más idealista del mundo, ¿cómo podría sonreír? ¡Esto es demasiado estresante! —mintió Altar Negro, a sabiendas de que Lucile sabría ver más allá.

—Alianza, qué interesante —dijo Lucile, ladeando la cabeza hacia donde estaban Akasha y Azrael—. ¿Eso significa que no puedo matarte?

—Depende. ¿Eres un dios? —dijo Altar Negro.

—No —contestó Lucile.

Altar Negro sonrió.

—Entonces no podéis matarme.

—Oh, ¿y si hubiera un dios entre nosotros? ¿Podría matarte? —cuestionó Lucile.

—No —respondió Altar Negro, alzando la vista hacia el cielo—. O para ser más exacto, si hubiese un dios aquí, no querría matarme.

 

Entonces, a la vez que el chófer gritaba de dolor, con una mano en la sien y otra apoyada sobre el capó de la limusina, todos oyeron el graznido de un cuervo y miraron también a las alturas. Allí, las nubes parecían haberse convertido en una infinidad de plumas blancas que caían hacia ellos, desobedeciendo los compases del viento.

—Piénsatelo bien, Akasha —dijo Altar Negro, observando de reojo a la callada santa de Virgo—. Solo con mi ayuda podrás derrotar a Caronte.

La joven exiliada dio un respingo. Hasta ahora, había asumido que conocía la amenaza de Caronte porque lo escuchó de alguno de los miles de aspirantes que arrebató al Santuario, pero en ese momento hablaba de aquel monstruo como si lo conociera.

—¿¡Qué sabes de él!?

—Todo —dijo Altar Negro, rodeado por un remolino de plumas blancas—. Estuve presente cuando invadió el Santuario. Siento lo de la máscara, no podía permitirme que conservarais ese método de control sobre mis chicos.

Con esas palabras, el previsor enemigo del Santuario desapareció.

 

Todos necesitaron algo de tiempo para reponerse. En especial, el chófer, de cuya cabeza había salido una luz blanca en el momento en que el líder de Hybris desapareció, se disculpaba con Sorrento por haber sido tan descuidado.

—Ha sido mi error, Sebastián —dijo Sorrento, tan cohibido como aquel empleado, aquel soldado del reino de los mares que había venido a la superficie para servir a su señor en este mismo día—. Debí prever que él también manipularía a uno de los nuestros. ¡Ni siquiera ahora puedo entender qué medio utilizó!

Entretanto, Lucile bajaba de la limusina dando un saltito.

—No habéis hecho nada por detenerlo, al Sumo Sacerdote no le gustará —auguró, acercándose a los estupefactos Akasha y Azrael. No pudo llegar hasta ellos, pues el general del Atlántico Sur se le interpuso—. ¡Sorrento! Hola. ¿Tú también lo intentaste?

Akasha carraspeó. Lucile tendía a ser impredecible y cualquier error podía echar por tierra todo lo que había logrado en aquella reunión. De por sí, con solo estar ahí había provocado más preocupación en el líder de Hybris de lo que ella se creía capaz de lograr. Por fortuna, la personalidad de Lucile no solía chocar con la de Sorrento.

—Todo el viaje —admitió el general del Atlántico Sur—.  Mi sinfonía llegó al clímax final que solo unos pocos entre mis adversarios han conocido, pero de nada han servido con ese hombre. Tampoco tus poderes han surtido efectos, ¿yerro?

—¡Qué bien me conoces! —dijo Lucile, soltando una risilla suave—. No estaba de buen humor, mas creo que eso se debe más a mi reciente  interrogatorio que a mi don.

—El Sumo Sacerdote te ha perdonado —terció Akasha—. De nuevo eres la comandante de la división Fénix, la Espada de Atenea.

—Sí y no —dijo Lucile, que pasó de la alegría a una aparente tristeza en el lapso de un segundo—. Mi compatriota, Sneyder, es el mandamás de mis retoños ahora. ¿Ridículo, no? ¡Como si las piedras pudieran dar órdenes!

En ese momento, alguien carraspeó, llamando la atención de Akasha y Lucile. Se trataba de Azrael, acostumbrado a la falta de seriedad en la recién llegada.

—Hablabas de un interrogatorio —observó el asistente.

—Ah, sí, por eso vine a avisaros —recordó Lucile—, ya que sentí la presencia de la traviesa Akasha demasiado cerca de un control policial.

Otro en su lugar sonreiría ante la idea de que un par de santos de Atenea y el general del Atlántico Sur, décadas atrás uno de los campeones de Poseidón, debieran evitar contacto con la policía. Azrael, en cambio, asintió con gravedad. Fuera lo que fuese lo que Lucile había hecho, tendría como locos a la policía local de Atenas, que en espera de la intervención del Santuario estaría buscando a un culpable hasta debajo de las piedras.

—El interrogatorio salió mal, preferiría que os ahorrarais un mal trago —resumió Lucile, haciéndose eco de las preocupaciones de Azrael.

Se hizo entonces un silencio incómodo en el que nadie había querido decir una palabra, hasta que una voz se oyó desde el interior del vehículo.

—Agradecemos el aviso. Esta reunión ha terminado —informó Julian Solo.

—Sentimos los daños —se disculpó Akasha, a sabiendas que ya no podía retener al empresario, tal era el efecto que Lucile solía tener en sus planes más calculados. 

—Solo es un coche —recordó Julian, mirándola de soslayo—, puede arreglarse con una llamada. No será tan fácil lidiar con lo que nos depara el futuro si te sigo robando más tiempo. Hasta pronto, santa de Virgo.

 

Cerca, en un caballeresco gesto, Sorrento besaba la mano de Lucile, quien la extendía tal cual habría hecho una dama de la alta sociedad.

—Me habría gustado oírte cantar otra vez —confesó el general del Atlántico Sur.

—Habrá otra ocasión, siempre la hay para el arte —aseguró Lucile.

Sorrento asintió, despidiéndose después de Akasha y Azrael antes de entrar en el vehículo. No repitió la pantomima de aparentar ser el conductor, sino que fue al asiento del copiloto, al lado de Sebastián, quien ya ponía en marcha la limusina.

 

—¿Ya podemos dejar de fingir? —se atrevió a decir Lucile poco después de que el vehículo se internara en una calle secundaria—. Es agotador hacerme la tonta.

Akasha dio un largo suspiro, pensando en que más bien era estresante cuando tomaba ese rol. No obstante, al hablar prefirió no alimentar el ego de su compañera.

—Me parece que entre los tres el mejor actor ha sido Azrael. Hasta yo me he creído su cara de sorpresa cuando usé mi mejor carta.

El susodicho, objeto de atención de Lucile, no se amedrentó. En buena parte, ni siquiera cayó en cuenta de que lo miraba, pues su mirada ceñuda estaba dirigida a Akasha.

—Es que fue muy directa, señorita, se suponía que tenía que ser sutil.

—El tiempo se agota —le recordó Akasha.

—Ella no debería estar aquí, lo estropeará todo —dijo Azrael entre susurros. 

Lucile, por supuesto, lo oyó con la misma claridad que si hubiese hablado a gritos.

—Tú no deberías emocionarte por haberte encontrado con uno de los enemigos más buscados del Santuario, pero lo has hecho. Y yo estoy aquí, saludando, ¡los dioses son caprichosos! —dijo Lucile, disfrutando al ver cómo Akasha ladeaba la cabeza hacia al asistente. Si no tuviera que usar una máscara, estaba segura, podría ver una mirada de reproche en la cara de su compañera—. Es un niño con cuerpo de hombre, no lo culpes por eso. Aun así, estad alerta. Altar Negro es peligroso. 

—Lo sé —admitió Akasha—, pero ya no puedo echarme atrás.

—No podemos —dijeron a la vez Azrael y Lucile.

Aquel par, el asistente de la general de la división Andrómeda y la antigua general de la división Fénix, intercambió una mirada larga y silenciosa.

—No debes interferir en esto —dijo Azrael.

—Está bien —dijo Lucile, traviesa—. Seré la competencia entonces.

Tras decir aquello, se dio la vuelta y se fue. Sin despedidas de ninguna clase, pues tal y como ella lo veía, podía decidir por sí misma cuándo acababa una discusión. Akasha y Azrael, acostumbrados a tan extravagante comportamiento, no se sorprendieron ni un ápice. Esa era la personalidad de Lucile, guardiana del quinto templo zodiacal.

 

***

 

Tan pronto regresó al barco, Akasha percibió la batalla que en él se habría suscitado, de modo que corrió a toda prisa a la cubierta, seguida a duras penas por Azrael.

Lo primero que vieron fue a un malherido Makoto a los pies del mástil, sobre la madera manchada por sangre seca. Un par de heridas se le habían abierto de nuevo, y apenas parecía consciente, pero sonreía, triunfante.

—La dormí —murmuró el santo de Mosca—. Sin armas, la dormí.

Makoto señalaba dos cuerpos situados a un par de metros de distancia. Una mujer de piel morena, cubierta por una armadura escamada, se encontraba encima del santo de Flecha, en una posición muy comprometedora. Akasha indicó a Azrael con un gesto que se ocupara de Makoto, a la vez que se acercaba al balbuceante santo de Flecha.

—No es lo que parece —aseguró Emil, realizando toda suerte de intentos por librarse de la mujer que tenía encima. Ninguno resultó creíble.

—Caísteis bajo el influjo de la nereida que comanda a las sirenas, os atacaron. Makoto no tuvo oportunidad al estar desprotegido, pero tú pudiste salvarlo en el último momento. Con alguna técnica que desconozco, Makoto logró dormir a esa mujer justo cuando la estabas enfrentando. ¿No es eso lo que pasó?

—Bueno, sí, sí es lo que parece —admitió Emil, soltando una corta y traviesa risa.

Pero Akasha ya no  prestaba atención al santo de Flecha, sino a la sirena que no terminaba de quitarse de encima. Sendas saetas atravesaban sus piernas, que al contacto con el agua del mar se transformarían en una cola de pez, el único medio de aquella criatura para poder regresar con sus hermanas.

Al quitarse los guantes y ver las cicatrices en sus manos, recordó el dolor físico; acercarlas a la piel de la sirena, llenándola de un cosmos dorado que de inmediato desintegró las negras flechas que la atravesaban, la remontó a uno más profundo y angustioso, el de ver a alguien morir y no poder hacer nada por evitarlo. Supo en ese momento, mientras repelía el mal que las flechas de Emil habían inoculado en aquella criatura que ya no era la niña que vio morir a Ichi de Hidra, sino en alguien capaz de repeler cualquier clase de veneno. Resultaba irónico que tal habilidad la hubiese desarrollado en compañía de alguien que buscó todo lo contrario, la aspirante a Escorpio, durante su siempre inútil búsqueda de un veneno capaz de matar a un dios.

 

—Devuélvela al mar —pidió Akasha, volviendo a ponerse los guantes negros.

Azrael, que se había acercado en silencio, sin ánimo de interrumpirla en aquella labor, alzó a la sirena con ambos brazos. Tras unos pocos pasos, llegó hasta el borde de estribor, donde se encontraba una mujer de insólito cabello azul, esperando.

Gracias —escuchó Azrael en su mente, al tiempo que entregaba a aquella criatura, acaso una nereida, el cuerpo durmiente de su compañera.

Tan pronto terminó su tarea, Azrael volteó, arrebolado. Un simple agradecimiento había bastado para acelerar su corazón y ponerlo a sudar como un niño enamorado. Al escuchar cómo las criaturas caían al agua, suspiró de puro alivio.

 

—Los santos no gasean pueblos.

Ante las palabras del delirante Makoto, Azrael no pudo más que sonreír, mientras que Emil, todavía tirado en el suelo, rio con ganas. Akasha se encontraba al lado del santo de Mosca, y ambos eran rodeados por un aura solar, bajo la cual se cerraban las heridas del japonés. Azrael esperó a que terminara antes de formular la pregunta incómoda:

—¿Cuál será nuestro próximo…?

—¿… destino?

Fue Kiki quien terminó la pregunta, apareciéndose de la nada como era su costumbre. Con todo, la presencia del maestro herrero de Jamir tranquilizaba a Azrael, no podían contar con los caballeros negros que hasta entonces se habían encargado de conducir el Argo en nombre de Hybris. A falta de ellos y de cualquier clase de experiencia manejando un barco tan mítico como mágico, estaba él, el talentoso psíquico y herrero al que sus hijos llamaban con cariño duende pelirrojo.

—¿Alguna vez habéis estado en Rusia? —preguntó a Akasha a modo de respuesta.

Mientras todos, incluido Azrael, negaban con la cabeza, Makoto soltó un último sinsentido, ya sumido en un sueño profundo.

—No necesité gas, pude hacerlo solo.

 

***

 

Lejos de aquella escena, aunque atento a los acontecimientos, el último miembro de la división Andrómeda leía un libro bajo la luz de una lámpara de aceite. Cubierto de cintura para abajo con las sábanas de una vieja cama y llevando una camisa que le quedaba demasiado grande, casi sentía vergüenza al ver a su compañera tan preparada.

Donde unos minutos antes estaba la suave piel de una mujer, ahora se hallaba el azul metálico del manto sagrado. Por encima de los brazos que con tanta ternura lo habían rodeado, destacaban unas hombreras picudas, casi tan amenazantes como el látigo que colgaba junto a la cintura que solía acariciar sin mesura. Incluso el cabello rubio perdía brillo al enmarcar  la fría máscara de metal, símbolo de las santas de Atenea.

—Te dije que podrían solucionarlo —comentó el hombre, con una afable sonrisa.

—Siempre debemos estar preparados para lo peor. —La mujer giró, cruzada de brazos. Unos brazos fuertes, dignos de una guerrera—. El límite entre la gentileza y la debilidad es tan fino como el que separa la valentía de la temeridad.

—Usas las palabras de nuestro maestro en mi contra, una táctica digna de June de Camaleón —advirtió el hombre, riendo sin reservas al imaginar un ceño fruncido tras la máscara de metal—. Nos preparamos para enfrentar batallas inevitables, no para provocar enfrentamientos innecesarios. Si es posible solucionar un problema sin violencia, ¿por qué recurrir a ella?

—Esas no son palabras de nuestro maestro —dijo June, dejando caer los brazos a los costados—, sino de Shun de Andrómeda. ¡No has cambiado en todo este tiempo!

Aunque sí lo había hecho. Las sirenas debían agradecer que el problema se hubiera resuelto sin que aquel hombre gentil tuviera que acudir a la cubierta.

—No subirás a cubierta —dijo June, no era una pregunta. Shun cerró el libro y la miró por un instante, en silencio—. Desearía saber cómo logró Akasha arreglar esto. No imagino a Julian Solo escuchando las propuestas de Azrael sobre cómo un dios debería equipar a sus soldados rasos. —Mientras hablaba, se dirigía a la salida, sin mucha prisa. 

—No bajarás aquí —afirmó Shun.

La santa de Camaleón tenía la mano sobre el pomo, pero volteó por un instante. Shun la miraba con la serenidad de quien había vivido trece años de relativa paz, dejando para otro momento los difíciles tiempos que pronto todos deberían enfrentar. En aquel afable rostro, hecho para la paz, no encontró una sonrisa pícara, como cabía esperar de Kiki o Emil de Flecha, pero ni un héroe veterano como el santo de Andrómeda podía ocultar cierto anhelo en su mirada, el del enamorado.

Por un segundo, June desplazó hacia un lado la máscara que había llevado desde que tenía uso de razón, y Shun sí que pudo encontrar la picardía que él rara vez se permitía mostrar. Luego, conocedora del sentir del santo, June abrió la puerta, y salió.

—Nos preparamos para enfrentar batallas inevitables —repitió Shun, casi en un murmullo. Abrió de nuevo el libro, sabiendo que todo estaba en orden.


Editado por Rexomega, 30 marzo 2020 - 08:27 .

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#110 -Felipe-

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Publicado 26 marzo 2020 - 14:41

 la ancestral vía del puño y la patada.

This is the way.

 

Hola, Rexo, disculpa, tengo que pasar rápidamente esta vez, se me acumuló algo de trabajo, e incluso estando en casa se me comprimió el tiempo. Al fin conocemos a Emil, y no dejó una buena impresión. Pedante, orgulloso... bueno, incluso Shun llegó así al Galaxian Wars, todos los Santos han tenido el ego en las nubes en algún momento xD Pero sí me gustó mucho cómo funciona su técnica, la explicación detrás (mucho más del estilo de HxH que de SS, lo que me agrada). Su conversación / discusión con Makoto, que parece programado para sufrir, también la disfruté mucho, me reí incluso.

 

Genial, los Solo tienen a su propio calvo Tatsumi, Sebastián... huh. ¿Fue a propósito?

Spoiler

 

 

Vemos que las sirenas / nereidas hacen lo que se espera de ellas, se les muestra como peligrosas, pero pícaras a la vez. O sea, tal como deberían ser, lo apruebo completamente. ¿Andaba por ahí la vomitada también?

 

También conocimos a Lucile de Leo, pero esperaré un poco más para hacerme un mejor juicio de ella, porque por ahora se pasó la mayor parte del tiempo fingiendo ser algo que no era. Lo mejor del capítulo estuvo al final...

 

Por Zeus, Shun  :t241:  :t241:  :t241:  :t241:  :t241: 

 

 

:t285:


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Publicado 26 marzo 2020 - 15:24

Hola Rexo, ¿Como estas?, hace tiempo no pasaba por tu fanfic pero veo haz avanzado bastante y ahi voy a poner de a poco al dia, saludos.


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#112 Seph_girl

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Publicado 28 marzo 2020 - 14:17

Capítulo 18. Akasha manda
 
Pues parece que no se ocupa al Patriarca para arreglar una alianza con el eterno enemigo del Athena, Don Poseidón, si Akasha lo hace está bien.
 
El cap pues se lo llevó Emil, que tuvo un duelo extraño con una sirena, en la que se sacaba propuestas románticas pero a la vez amenazantes XD
Y pues Emil usa lentes, como Degel de Acuario xD (tenía que decirlo)
 
Y ya conocemos a otra santa, Lucile (ya dos santas de oro, este es un fic muy inclusivo al parecer XD kukuku) que tiene una química extraña con Akasha y Azrael que iremos descubriendo con el paso de la historia.
¡¡Primera mención de Sneyder x3!!
 
Creo que es todo por este capitulo.
 
PD. Buen cap, sigue así :3
 
PD2. ¡Y FELIZ CUMPLEAÑOS! aunque sea en medio de cuarentena, te deseo lo mejor y que el próximo año nos encontremos en mejores situaciones.

 

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#113 Rexomega

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Publicado 30 marzo 2020 - 08:23

Saludos

 

¡Buen review, sigue así!

 

Felipe

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Kael´Thas

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Spoiler
 

 

***

 

Capítulo 19. Todo bien en la Ciudad Azul

 

En un recóndito paraje de Siberia Oriental, no muy lejos del Ártico, conducía Emil un camión de carga, tarareando la única tonada rusa que conocía.

Desde que arribó a la aldea Kohoutek[1], con Akasha y el resto de la tripulación del Argo en el puerto más cercano, la carga de ser a la vez espía y ladrón se había vuelto ligera como una pluma. Ya no se sobresaltaba cuando la manga de la túnica que vestía se iba muy abajo, revelando el guantelete plateado. ¿Por qué debería, si ni él podía detectar vida alguna sin importar a dónde mirara? Aquella carretera, tan transitada en tiempos de los soviéticos, cuando la existencia de Bluegrad era un secreto de Estado, había sido abandonada hacía veinticinco años, un año después de que los bosques que rodeaban y ocultaban buena parte de esta fueran arrasados por una tormenta de nieve. Si bien aquello, según le explicó Azrael a toda prisa, se atribuía al fin de la Guerra Fría, durante el cual Bluegrad pasó a ser una ciudad más en la enorme Rusia, la auténtica razón era más oscura, relacionada con la explicación no oficial detrás de la tormenta.

—Ay, un santo recibiendo lecciones de un escudero. ¿Qué diría de eso si estuviera aquí, maestro? —se preguntó Emil, acordándose en ese momento del santo de Oso, el alto, intimidante y valiente Geki, que cayó tras dar muerte al primero de los trece Campeones del Hades—. Doce —se corrigió—, solo han aparecido doce, contando a Jaki.

Por un momento, sintió un estremecimiento al recordar que había once almas en pena caminando por la Tierra, con cuerpos y vidas nuevas que los diferenciaban de las hordas del inframundo. Logró apartar ese pensamiento, no sin gran esfuerzo, al pensar en las amenazas más inmediatas: Hybris, la orden de los caballeros negros; Poseidón, el dios olímpico de más voluble e iracunda voluntad, y los guerreros azules de Bluegrad, cuyos lazos con el Santuario eran más antiguos que los que los unían al gobierno ruso.

—Y de mí depende que no se rompan. ¡Ay, Akasha, qué problemática eres a veces!

Los guerreros azules de Bluegrad eran el grupo de mercenarios más peligroso del mundo, tanto que había ricachones, organizaciones y hasta gobiernos de dudosa legitimidad dispuestos a pagar por uno solo de ellos tanto como para mantener un ejército privado durante un año. Entrenados desde muy niños por los mejores, con el objetivo de superar a sus maestros, el poder no les había caído del cielo, como sucedía con el grueso de Hybris, sino que era el fruto de riesgosos entrenamientos que el mismo Santuario aprobaría. Los que sobrevivían a pesar del fracaso, cosa nada frecuente, no eran castigados, sino promovidos a oficiales de un batallón de mil hombres, en el que se aceptaba a cualquiera sin importar cual fuera su pasado. Solo había una condición.

Lealtad incondicional a la Ciudad Azul. Si debían escoger entre Bluegrad y el resto del mundo, ya estaban tardando en ponerse firmes en la frontera de su tierra, rifle en alto.

Mientras pasaba a través de otro medio kilómetro de desgastada carretera, con una tundra de lo más monótona a uno y otro lado, Emil cayó en la cuenta de que para salir airoso de su misión debía ver la lealtad de los guerreros azules a Bluegrad no como un problema, sino como una ventaja de la que sacar provecho. A ellos no les importaban Hybris y el Santuario, tampoco Poseidón y Atenea, en tanto nadie en Bluegrad saliera herido, le dejarían marchar sin perseguirle, en el más que probable caso de que lo descubrieran con las manos en la masa. Ya luego se ocuparía el Sumo Sacerdote de limar asperezas con el rey Piotr, tal vez eso lo distraería de la idea de colgarlos a todos en la división Andrómeda, uno por uno, por el pequeño detalle de cometer alta traición.

—Es como solía decir el señor Geki —dijo Emil, ya viendo a lo lejos la montaña que le señalaba su primera parada—. «Tan cobarde como siempre.»

 

***

 

Al otro lado de la montaña, un hombre despertó por segunda vez en aquella noche. La razón era la misma que en la primera vez, alguien estaba recorriendo la carretera que nadie había usado en veinticinco años, solo que en esta ocasión era un conocido. Él podía saberlo a pesar de que no lo tuviera delante, no sería digno de ser llamado santo de Atenea si no pudiera sentir la presencia de un camarada. Durante tres segundos se planteó ir a recibirlo, llegando a la conclusión de que era mejor seguir durmiendo.

—Órdenes son órdenes —soltó Lesath, entre sonoros bostezos. No era como si alguien fuera a acusarle de mala educación allí, acostado en un banco en medio del parque. Ningún buen vecino de Bluegrad estaría allí en la noche.

Y a pesar de eso, ahí estaba un chico de holgadas ropas, hurgando en la mochila que era la única posición de Lesath. Ni siquiera los insultos y maldiciones del ladrón animaron a este a abrir los ojos, mucho menos a levantarse. Tenía sueño.

—¿Es que todos los guerreros azules vivís como mendigos? ¡Aquí no hay nada! —gritó el ladrón, dejando caer al suelo cubierto de hierba todo lo que había en la mochila. Ropa vieja, utensilios de higiene personal y un libro recién comprado.

—Largo —gruñó Lesath—. Estoy durmiendo.

—Tienes que tener algo, los guerreros azules ganáis mucho dinero fuera en esta época —aseguró el ladrón mientras desenfundaba una navaja—. Dame algo si no quieres que te estropee esa cara. ¡Mírame cuando te hablo!

Ofuscado, el ladrón pateó a Lesath. Fue como darle una patada a una piedra.

—Dios. ¿De qué estás hecho? ¡Si ni siquiera llevas puesta la armadura!

—amolar.

En un abrir y cerrar de ojos, Lesath se levantó, haciendo que el chico diera un salto hacia atrás y empezara a mover una navaja en todas direcciones, como en una mala película de artes marciales. No estaba de humor para eso, así que él mismo le aseguró un blanco interponiendo la palma abierta, que el ladrón no dudó en apuñalar. La hoja se desintegró tan pronto hizo contacto con esta, también la empuñadura se derritió un momento antes de que la mano de Lesath se cerrase sobre la del ladrón, quemando el guante que llevaba y la piel. Entre el humo producido por el cuero derretido y los chillidos de aquel bribón, que lagrimeaba, Lesath sintió un tremendo dolor de cabeza.

—amolar —soltó, pateando al chico. A pesar de que se contuvo todo lo que podía, lo vio dar vueltas sobre el suelo unos diez metros, barriendo con la hierba artificial que a algún alcalde con demasiado tiempo libre se le ocurrió plantar en esa zona. En condiciones normales entendía esas excentricidades, llenar de verde la ciudad en la que durante siglos no creció ni una solitaria flor. Ahora mismo no estaba en condiciones normales, para nada—. amolar. ¡Deja eso donde está, hijo de…!

El chico desoyó la advertencia y amartilló la pistola que acababa de desenfundar, cerrando los ojos. Algunos segundos después, en los que no oyó ningún disparo, los abrió, encontrándose con que él ya no tenía el arma.

—¿Tú no eres de por aquí, verdad? —preguntó Lesath mientras aplastaba con una sola mano la pistola que le había arrebatado. Al abrir el puño, solo salió humo, para consternación del delincuente—. Las armas son inútiles conmigo.

—Mi padre siempre dice que los guerreros azules sois unos charlatanes —balbuceó el chico, poniéndose de rodillas—. ¡Perdóname! ¡No lo haré más!

—Me da igual —cortó de inmediato Lesath, antes de que empezara a contarle su vida. Debido a que seguía hablando, volvió a decirlo, haciendo énfasis en cada sílaba—: Me da igual. Así naciste, no es tu culpa. ¡Mira que tirar mi libro nuevo!

Haciendo oídos sordos al resto de explicaciones del chico, fue metiendo lo poco que tenía en la bolsa. Con el libro, de tapa blanda, puso especial cuidado.

Entretanto, el ladrón trataba de escabullirse, lo hacía con encomiable sutileza si se tenían en cuenta los huesos rotos tras el golpe y que la mano debía arderle como mil demonios. Lesath no tenía paciencia para dejarlo huir, así que lo mandó a volar de un puntapié, acabando el ladronzuelo a los pies de un carrito de la compra.

—Esta juventud —lamentó Lesath antes de meter el libro en la mochila y echársela al hombro—. Siempre fiándose de las apariencias.

Aun en Bluegrad, no era extraño que muchos desconfiaran sobre las leyendas en torno al poder de los guerreros azules, que al fin y al cabo seguían viéndose como el resto de mortales. Y si ya era difícil confiar en aquellos hombres que ostentaban brillantes armaduras, debía ser imposible imaginar que alguien como Lesath pudiera ser un peligro. No se afeitaba desde el mes pasado y llevaba aún más tiempo sin poner cuidado en el cabello, que le llegaba hasta los hombros, lo que no servía para maquillar las décadas que tenía encima. En lugar del manto sagrado que le correspondía como uno de los santos de Atenea, vestía como si fuera un vagabundo. En eso sí que se parecía a los guerreros azules, los de hacía un par de siglos, no los matones del gobierno de ahora. Él llevaba una vida austera. Tenía poco, porque necesitaba poco.

—Y porque la jefa aún no me ha perdonado —susurró, recogiendo al chico inconsciente y dejándolo caer en el carrito—. Ni siquiera yo puedo.

Mientras buscaba el teléfono que le regalaron entre los incontables bolsillos y agujeros que tenía en el abrigo, Lesath empezó a recordar por qué había un carrito de la compra en medio del parque. Él lo había traído esta misma tarde, tras arrastrar a un grupo de asaltadores de bancos que detuvo desde el otro lado de la ciudad hasta la comisaría que conocía, un poco porque no se le ocurrió buscar dónde había otra y otro tanto porque el comisario de allí, el bueno de Mikhail, no le molestaba con interminables discursos sobre los derechos civiles y a veces le dejaba comer gratis en la cafetería. ¡Hasta le habían dicho que les llamara si necesitaba que recogiesen a un criminal!

—Al final va a resultar que no tengo una vida tan humilde —murmuró en cuanto sacó el teléfono, de esos difíciles de manejar, con pantalla táctil y mil aplicaciones que solo los dioses sabrían para qué servían—. A ver, el número era…

Contestaron enseguida. No Mikhail, sino otro agente que se le había presentado unas mil veces; no tenía ni idea de cómo se llamaba. Enseguida le convenció de que tener a un civil recorriendo las calles de Bluegrad con un hombre en un carrito de la compra no era una buena idea. Mandarían a un agente a buscarlo y él podía volver a casa.

—Gracias, agente. Si no es mucha molestia, ocúpese también de devolver el carrito.

El policía estaba a punto de recordarle cómo se llamaba cuando colgó. 

«La próxima vez que me manden a ver cómo crece el pasto artificial de la ciudad más fría del mundo, pediré dinero para alquilar una casa.»

 

*** 

 

Llevaba apenas cinco minutos caminando cuando el teléfono empezó a sonar. Lo cogió enseguida, sabiendo que solo un hombre en toda la Tierra lo llamaría a esas horas, pero tardó un poco en contestar, un pequeño gesto de rebeldía.

—Buenas tardes —saludó Lesath—. ¿Eso es correcto donde estáis, no? Y no vuelvas a decirme que estás solo. Tú no te despegarías de la jefa ni volviendo a nacer.

—Estamos más cerca de lo que crees, pero no puedo darte las buenas noches.

—Ah, sí. ¿Vas explicarme por qué tengo que seguir aquí sin hacer nada? No, mejor, ¿vas a explicarme por qué tengo que seguir las órdenes de un escudero?

—Asistente.

—Como sea. ¿Qué quieres? ¿Un informe de cuánto ha crecido el pasto?

—Si quieres redactar uno, sería mejor que tratara sobre la diferencia entre tus actividades y la cacería de los caballeros negros.

Lesath sonrió a la vez que se internaba en un callejón. Esta vez lograría sacarlo de quicio. A la jefa podía perdonarle que lo tratara con la punta del pie, a él no.

—Yo solo cumplo con mis deberes cívicos como ciudadano de Bluegrad.

—Eso son patrañas.

—Me sorprende escuchar eso de alguien tan educado como tú. ¿Ha ocurrido algo en este último año? ¿La jefa también está molesta contigo?

—Si no puedes ser claro, directo y preciso en esta conversación, tampoco lo serías redactando un informe. Espero que tus sentidos sí estén a la altura de nuestras expectativas, Lesath, santo de Orión.

—He detectado al elfo francés cerca de aquí. No hace mucho de eso. ¿En serio este es mi premio luego de dos años de exilio dentro del exilio?

—Tuviste una misión hace un año.

—Hice lo que pude, había cuatro Campeones del Hades implicados.

—Y no fuiste capaz de contener a ninguno de ellos, de modo que el incidente, que solo concernía al Santuario, quedó en manos de los guerreros azules y hasta un par de caballeros negros. Fracasaste aquella noche, Lesath de Orión. ¿Será lo mismo en esta?

Antes de responder, el santo de plata alejó el teléfono un momento para dar un largo suspiro. Ojalá pudiera decirle a ese patán que se equivocaba, que en aquel solsticio de invierno había sido todo un héroe. Los recuerdos de un par de desastrosos combates le vinieron a la mente, uno en plena ciudad, en la que un barrio entero quedó en ruinas, el otro en el más pequeño monte de la zona, que él mismo redujo a cenizas por nada.

—A menos que tenga que enfrentarme de nuevo a una adolescente hiperactiva y mi doble, creo que podré apañármelas. ¿Qué tengo que hacer?

—Reunirte con Emil…

—Eso no me gusta —interrumpió Lesath, más por causar molestias que porque de verdad le disgustara. Ya estaba harto de que solo se acordaran de él para hacer trabajos sucios en solitario. Quería trabajar con un compañero, hacer lo correcto…

—… y ayudarle a infiltrarse en la residencia del rey Piotr. Tu objetivo es el ánfora de Atenea, donde el alma de Poseidón sigue sellada.

Lesath tragó saliva. Si alguna vez había pensado que reclutar a cuatro Campeones del Hades era la orden más arriesgada que recibiría de Akasha, debía ser el hombre más ingenuo de la Tierra. Esa chiquilla no tenía límites.

—No es casualidad que hayáis ideado esta operación en el solsticio de invierno, cuando los guerreros azules de la Ciudad Azul viajan por el mundo en buscada de dinero para regalar a los niños una dichosa azulada Navidad —bromeó Lesath, en parte por molestar a aquel hombre, en parte para despejarse. ¡Le estaban pidiendo robar el ánfora de Atenea, por todos los dioses!

—Nadie debe saber nada de esto. El Santuario no interviene en los asuntos de las naciones humanas. Desde hace ochenta años, eso incluye a Bluegrad.

—Entiendo —susurró Lesath, que por pura inercia había cruzado unas cuantas calles hasta acabar en medio de ninguna parte. Descansando la espalda sobre un muro medio derruido, disparó el veneno que llevaba rato guardándose—: El problema no es que no deba intervenir, sino que la jefa no quiere que intervenga. ¿Por qué no me lo dices sin más? Podéis confiar en mí.

—Ella ya no confía en ti.

—Eso son patrañas —espetó Lesath—. No estaríamos hablando si así fuera.

Por largos segundos, a través del teléfono no volvió a oírse nada más que susurros del hombre y una muchacha. Susurros que Lesath pudo entender a la perfección.

—Emil se encontrará contigo a las puertas de la ciudad. Te reunirás con él allí.

A la vez que asentía, Lesath saboreó otra pregunta envenenada que no llegó a formular. Oyó que venía alguien corriendo, con la agitada respiración que delataba a un delincuente primerizo. Apuntó hacia el otro lado del callejón en que se hallaba, con el dedo extendido y contando hasta cinco. Entonces disparó, una ráfaga invisible cruzó en un instante la distancia hasta la pierna de un ladrón de poca monta, que cayó al suelo entre chillidos lastimeros. A un par de metros quedó un bolso de señora que no parecía ser suyo, considerando los gritos de abuela malhumorada que Lesath podía oír de lejos.

—¿Tus deberes cívicos como ciudadano de Bluegrad?

—Para haber fracasado en tu entrenamiento como santo, tienes un sexto sentido muy agudo —comentó Lesath, siendo el primer halago que dedicaba al vocero de la jefa, hasta donde podía recordar—. Espera un segundo, tengo que…

Calló a media frase, sin poder creer lo que veía. Una señora que debía estar cerca del centenario, con los pelos desatados y cargando un paraguas, corrió hasta el ladrón derribado y empezó a golpearlo al ritmo de unos insultos de lo más variopintos. Lesath no dio un solo paso. Por mucho que no pudiera soportar ver cómo cometían un crimen enfrente de él, en ese momento no sabía a quién debía detener.

—¡Granuja! —terminó la señora a la vez que recuperaba el bolso. Al final la anciana y el ladrón se fueron por direcciones opuestas, una fingiendo un andar lento, lleno de achaques, el otro dolorido, arrastrando la pierna rota. 

—Parece que otra ciudadana de Bluegrad se ha ocupado de mis deberes cívicos.

La sonrisa de Lesath desapareció poco después. Gracias a los agudos sentidos que poseía pudo oír algo, no en ese edificio ni en esa calle, lejos. Era la voz de una niña que se negaba a seguir a un hombre que le gritaba, ya perdiendo la paciencia.

—Tengo que irme.

—Tienes una misión que cumplir, Lesath. No pierdas de vista tu deber por una caduca fantasía de superhéroe.

—Es un buen consejo. Tú tampoco deberías perder de vista a la jefa. Es posible que necesite tu ayuda para encontrar el baño o limpiarse el culo.

 

Colgó y apagó el teléfono con tal enojo que la pantalla táctil se agrietó. No sabía si eso se podía reparar y la verdad no le importaba en ese momento. Ni siquiera estaba pensando ahora en la misión que le encomendaron. Siempre había sido así con él, pensaba en el momento y actuaba. Si veía a alguien dañando a otra persona, tenía que ayudarla. Y si alguien trataba eso como algo secundario, lo mandaba al demonio.

¿Durante cuántas noches se había dedicado a patrullar la ciudad en el último año? Las suficientes como para que un ladrón de poca monta lo confundiera con un guerrero azul esta noche. ¿Cuántos crímenes se habían cometido en la ciudad a pesar de esas patrullas? Los suficientes como para que no se enorgulleciera por lo que hacía. No importaba nada de eso, cuando veía algo que no estaba bien, lo que había hecho y lo que no había hecho antes pasaba a segundo plano, un borrón de detalles imperceptibles como lo fueron las calles y los edificios de alrededor en el segundo que tardó en llegar hasta donde la niña pedía ayuda entre sollozos.

Una niña de cabello trenzado. Como Ethel.

—¡Un guerrero azul! —exclamó el hombre que agarraba la mano de la niña. Alto y calvo, abrigado como si fuera a ir a una excursión al polo norte. Tenía una mano en el bolsillo y una sonrisa dibujada en el rostro—. ¿Cuánto…?

—Mucho —interrumpió Lesath, fingiendo una sonrisa codiciosa—. Mucho, mucho dinero. Podemos acordarlo en ese callejón de allí, lejos de oídos indiscretos.

El hombre asintió, dejando a la niña donde estaba, inmóvil y temblando. Lesath la miró de reojo, le sonaba de algo, aunque no sabía de qué. No importaba, el presente venía primero, el futuro vendría después. Siguió al hombre al callejón.

Una vez la oscuridad los envolvió, Lesath le tocó la frente.

—Esto no es mi deber cívico como ciudadano de Bluegrad.

—¿Qué? —exclamó el secuestrador.

—Soy un santo de Atenea destruyendo el mal que hay en el mundo —sentenció Lesath, más para sí que para el condenado. Una luz salió del dedo antes de que este pudiera terminar de entender lo que pasaba, reduciéndolo a cenizas.

 

***

 

Cuando Lesath regresó de las sombras, la niña seguía donde estaba, vestida de blanco y con un gorro ruso del mismo color. Cargaba un abrigo de hombre adulto, demasiado pequeño para el grandullón al que acababa de mandar al Hades.

—Decía que quería que saliera en una película —dijo la niña, mirándole con ojos nubosos—. No dejaba que me fuera, no me soltaba.

Lesath torció el gesto. Era el problema de esa ciudad. Había leyendas de que si alguien derramaba la sangre de un ciudadano de Bluegrad, todos los guerreros azules vendrían allí y lo perseguirían hasta el mismo infierno. Era algo que sonaba bien hasta que caías en la cuenta de que muchos crímenes podían ocurrir sin que la sangre de nadie fuera derramada entre los muros de la ciudad. Lo que vio en los ojos del secuestrador decía mucho sobre el tipo de películas en las que pensaba meter a la niña.

—No tendrías que estar fuera a estas horas. ¿No ves que hace frío?

—Mi papá está trabajando —musitó la niña, extendiendo el abrigo.

—Será mejor que regreses a tu casa con tu mamá. ¿Tienes mamá, no?

—Podría resfriarse —insistió la niña.

Tras resoplar, Lesath empezó a rascarse la cabeza.

—Dime dónde está tu padre y te llevaré.

—Mi papá es amigo suyo, señor Lestat. 

—No será amigo mío si tiene una hija que no sabe cómo me llamo.

—Lestat, Giant Man —repitió la niña—. Usted le dijo a mi papá que no era un guerrero azul, sino un superhéroe como los de las películas. Giant Man

—¿¡Eres Natasha, la hija de Jacob!?

En cuanto la niña asintió, moviendo a la vez el cabello trenzado, Lesath empezó a recordar. Un camión descarrillado, un padre paralizado por el miedo y un hombre empeñado en meterse donde no lo llamaban. Detuvo el accidente de la peor manera posible y el camionero sobrevivió de milagro. Pese a la situación en que se encontraba, Lesath se echó a reír, ¡la mocosa seguía sin saber cómo se llamaba!

—Si tu padre es Jacob, está en la biblioteca pública, ¿no?

—Sí, un señor muy importante vino a casa y le pidió que abriera la biblioteca. Era tan tarde que se le olvidó ponerse el abrigo.

—¿Y ese señor tan importante tenía algo que ver con el calvo?

—No lo había visto antes —explicó Natasha—. No sabía cómo llegar a la biblioteca de noche ni cómo regresar a casa y él me dijo que me ayudaría. Era un mentiroso.

—Ya no dirá más mentiras —aseveró Lesath, sintiendo enseguida culpa por decirle eso a una cría. Aun si ahora no lo entendía, tarde o temprano podría imaginar lo que había pasado—. Bien, vamos con tu papá. Sígueme. 

«Emil no ha llegado a la ciudad —pensaba Lesath mientras andaba—. Supongo que puedo encargarme de mis deberes cívicos un rato más, jefa.»

 

***

 

La biblioteca de Bluegrad se hallaba en el centro del casco antiguo de la ciudad, rodeado de edificios a medio construir. En teoría, había sobrevivido de milagro a un terremoto el año pasado, así lo explicaban los medios de comunicación, al menos. La verdad era, empero, más fantasiosa y mundana a la vez. El terremoto era en realidad  cuatro muertos que habían vuelto a la vida; la salvación de un edificio concreto, obra de Lesath, que agradecía a los libros que contenía haber sobrevivido a miles de horas muertas. Fue un acto interesado, impropio de un santo de Atenea, por lo que nunca se sintió orgulloso de esa hazaña, aceptando el premio del gobierno solo porque consistía en no tocarle las narices. Ni la policía, ni el ejército, ni los guerreros azules.

Él también había hecho como si no hubiese tenido nada que ver con ese incidente. De hecho, se mantuvo alejado del edificio durante un par de meses, hasta que un buen día se volvió a encontrar con Jacob, muy orgulloso de su nuevo empleo como guardia de seguridad. Acordaron encontrarse en el trabajo, donde con una cara de mendigo sorprendido que ni él se creía, le preguntó de pasada por qué una biblioteca en una remota ciudad de Rusia parecía más bien construida en la Antigua Grecia.

Bajando las escaleras que unían la plaza con el edificio, imponente sobre un terreno elevado, estaba Jacob, con esa mirada de profesor de Historia frustrado que le tuvo toda la tarde arrepintiéndose de haberle hecho esa pregunta. ¿Qué tanto le costaba decir sin más que entre los ocho fundadores de la Ciudad Azul había un griego amante de la buena lectura? Por suerte, esa noche aquel truhán no podría engatusarlo, tiritando como estaba bajo el uniforme de guardia seguridad. ¡Ni siquiera había traído un gorro!

—¡Natasha! ¡Señor Lestat!

—Lesath, Jacob. Me llamo Lesath —aclaró el santo, poniendo mala cara. Algo le había incomodado desde antes de llegar, una presencia ominosa, como una montaña de hielo, que parecía abarcar la totalidad de la biblioteca. Quiso advertir a Natasha que tuviera cuidado, pero la niña ya se acercaba a su papá dando saltitos, encontrándose ambos en el último peldaño de las escaleras—. ¿A qué viene lo de Lestat?

—Perdone, señor. Es un nombre tan extraño. ¡Perdón! —se volvió a disculpar el guardia, avergonzado de lo que acababa de decir. Eso mitigó un poco la molestia de Lesath. ¿Quién tenía derecho a decidir cuándo un nombre es extraño o no?—. Después de lo que ha hecho por mi hija. ¿Cómo podría compensarle? ¿Desea tomar algo?

—Tengo sueño, no hambre —contestó Lesath—. Y yo no he hecho nada bueno por tu mocosa, deberías darme un buen puñetazo solo por haberla dejado caminar por la ciudad a estas horas. —Jacob, siempre tan blando, bajó la cabeza—. Creo que ambos tenemos trabajo que hacer esta noche, así que me despido por hoy. Adiós, familia. 

En ese momento, cuando el cuadro no podía ser más encantador, con Jacob poniéndose el abrigo y la niña sonriendo al superhéroe Giant Man y despidiéndole con la mano, a Lesath se le ocurrió la peor idea posible: abrir la boca.

—¿Quién te ha hecho abrir la biblioteca a las tres de la mañana, Jacob?

—No fue una molestia, se lo aseguro. Mi mujer había salido media hora antes y yo no lograba volver a quedarme dormido. ¡Siempre es un placer ayudar a uno de los suyos!

—¿Uno de los míos? —repitió Lesath, quien seguía sintiendo a Emil lejos, muy lejos.

—Sneyder, de la división Fénix. Dijo que le gustaría leer algo mientras le esperaba.

 


[1] La aldea en la que vivía Jacob.


Editado por Rexomega, 30 marzo 2020 - 08:26 .

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#114 Patriarca 8

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Publicado 01 abril 2020 - 10:25

Capítulo 17. Apuesta a futuro

 

la personalidad de Akasha ha cambiado drasticamente

 

¿Ludwig von Seisser  aun sigue con vida?

 

La ideología de Altar Negro es bastante pragmática

 

 

 

 

 

Capítulo 18. La resolución de Akasha

 

¿el Argo Navis es el mismo que el de la época mitologica?

 

así que las armaduras negras literalmente están malditas

 

las sirenas se pusieron a trolear a Emil

 

me pregunto que tramara Altar Negro

 

la policía causa "el temor" en el universo de saint seiya

 

¿June de Camaleón sigue en la zona friend?


Editado por Patriarca 8, 01 abril 2020 - 10:41 .

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#115 Patriarca 8

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Publicado 02 abril 2020 - 09:40

Capítulo 19. Todo bien en la Ciudad Azul

 

¿ Bluegrad es el mismo del manga o tiene una historia distinta? ya que en tu fic parece una ciudad moderna mientras que en el manga era similar a una ciudad fantasma

 

el entrenamiento de Los guerreros azules de Bluegrad parece ser  "ligeramente" mas riguroso al que tuvieron que pasar los protas de omegas y las "aguerridas" saintias de Saint Seiya Saintia Sho

 

Lesath debio cortarle las manos o por lo menos una mano al ladrón

 

Lesath de Orión se comporta como un anti heroe ,me cae bien

 

Lesath tiene suerte de que no haya progres en esa ciudad ya que de lo contrario seria acusado de eliminar a personas mentalmente enfermas que seguramente tuvieron pasados trágicos o que ya nacieron así y eso según la extraña forma de pensar de los progres , automáticamente  los exime a estos criminales de toda culpa , ademas de que digan que  sus acciones de antiheroe demuestran "desden" por ciertas "minorías" cuyas conductas son distintas a las habituales

 

Jacob es el que era amigo del cisne?


Editado por Patriarca 8, 03 abril 2020 - 09:43 .

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Publicado 02 abril 2020 - 13:36

Hola Rexo, qué tal??!!! Espero que estés bien, y lamento que te atacara unas cuantas veces el monstruo de la censura foril.

 

—amolar.

 

Tengo que decir que siempre tiene un encanto para mí leer sobre Bluegraad, sea donde sea. Aquí, claro, es raro imaginar a Piotr gobernando con la cabeza partida, pero me gusta muchísimo la narración en términos de mundo real, en lo que siempre destacas mucho. Lo he dicho anteriormente, pero no está de más repetirlo. Es genial la manera en que integras el mundo real, con vivencias cotidianas, con gente que no arregla las cosas a puñetazos o rompiendo el suelo a patadas, incluyendo artefactos, detalles y vivencias que, en la obra original, se limitaron a algunas prendas de ropa de la época, un par de hospitales y poco más. Y la Biblioteca, al final, ohhhh la biblioteca <3

 

Además, Bluegraad tiene una cosa muy única, algo enigmático y especial. Más allá de que la ciudad de zafiros quede peligrosamente cerca de la villa donde Hyoga se pasaba el día no abrigado, me gusta el background comparado con sucesos de la vida real, así como los detalles en su descripción, o la falta de estos que despierta imaginación. Además, podremos ver a los Blue Warrios, no solo como la banda de "Alexei y los Clones del Metal Nórdico", sino como personas independientes, importantes y sumamente poderosas.

 

Apruebo completamente al famoso (y que al fin conocemos) Lesath de Orión. Me gusta muchísimo. Quizás me identifico con él. Lástima el pobre burro que se le topó al frente, pobre hombre, pero valoro que se tenga autoestima y amor propio. Me nacen muchas preguntas con este hombre, e intento respondérmelas. Hizo cosas en el pasado, y de alguna manera está donde está ahora, congelándose el trasero.

 

El concepto de los Campeones de Hades, de quienes ya vimos a Jaki (¿quién era el otro? Disculpa, creo que no puse suficiente atención :( de verdad no me acuerdo) me encanta. Se ven enemigos posibles, además es traer gente del infierno, potenciados, para que hagan lo que quieran hacer. Me gusta mucho la idea, y me hace ilusión ver quiénes son. Y si para enfrentarlos hay que romper el jarrón donde está Poseidón (y que está en Bluegraad, ¡¡dame esos cinco, Rexo!!) para enfrentar al hermanito emo con el rudo, pues que así sea.

 

—Es un buen consejo. Tú tampoco deberías perder de vista a la jefa. Es posible que necesite tu ayuda para encontrar el baño o limpiarse el culo.

Sip. Le amo.

 

—Soy un santo de Atenea destruyendo el mal que hay en el mundo —sentenció Lesath, más para sí que para el condenado. Una luz salió del dedo antes de que este pudiera terminar de entender lo que pasaba, reduciéndolo a cenizas.

Oh, vaya que le amo.

 

Siempre me ha gustado este tipo de personajes. Si bien soy más de los clásicos héroes buenotes que siguen las reglas y sonríen mucho (a lo Aiolos, o Shun, o Alde), también me encantan estos que son brutales, tal vez apáticos y no completamente heroicos, pero que no llegan a anti héroe necesariamente, sino que son tipos rudos nomas, que buscan hacer el bien y proteger a los indefensos. Ikki o Kanon son ejemplos. En este caso, la protegida es Natasha número... III? IV? ¿Qué tienen los hielines de esta franquicia con ese nombre? Aunque, bien por Jacob.

 

Excelente capítulo, me gustó mucho, y me dejó intrigado. ¡Eso es lo que tiene el País Azul, ese es su encanto!


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#117 Seph_girl

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Publicado 04 abril 2020 - 14:27

Capítulo 19. Lestat el no-vampiro.
 
Jaja, quizá no lea ya muchos fics en el foro pero no recordaba lo de la censura jajaja por lo que me dio mucha risa lo de "amolar" tan seguido XD
 
Pues ahora nos trasportamos a BlueGrad, donde Emil tiene una misión medio suicida ._. y donde van a embarrar a un nuevo personaje, el buen Lesath de Orión, un hombre noble pero tosco al mismo tiempo, buen tipo él que le gusta jugar al caballero negro de vez en cuando; parece que hizo algo por el que Akasha no lo perdona ¿qué podría ser ya que Akasha era un amor con todos los santos? Aunque bueno, la Akasha actual es medio perr@ así que no sería  tan extraño.
 
El libro misterioso de Lesath compró, el narrador nunca nos dijo el nombre así que tratemos de adivinar hmmm, no se, "MUJERCITAS" XD ¿atiné?
 
Santos con móviles, que moderno todo esto, estoy orgullosa de que el tiempo pase en SS XD
 
Jacob, ese niño que ya no volvimos a ver en el anime está aquí como cameo de guardia de la famosa biblioteca de Bluegrad, quien a su vez es amigo de Lesath.
 
Y otra mención de SNEYDER x3 yeiii.
 
Veremos qué sucederá, y si Emil y Lesath podrán cumplir con la exigencia de Akasha: robar el anfora de Athena a los guerreros azules, joer XD.
 
PD. Buen cap, sigue así x3

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"


#118 Rexomega

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Publicado 06 abril 2020 - 09:59

Saludos

 

¡Buen review, sigue así!

 

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***

 

Capítulo 20. Cambio de planes

 

En la más alta cima entre las tres montañas que rodeaban Bluegrad, se hallaba el castillo  que había señoreado la Ciudad Azul durante los últimos ochocientos años.

Era un signo de otros tiempos, cuando el corazón de los Señores del Invierno estaba lleno de sueños de gloria y conquista, cuando aquellos dirigían un imperio tan frágil y convulso que ni siquiera mereció una nota a pie de página en los libros de Historia. Entonces, los reyes usaban al pueblo para enfrentar enemigos imposibles, desde los gigantes en la Guerra de la Sangre, hasta sus propios compatriotas en la purga de los primeros días de la Hierocracia. De esa época oscura, mucho se había olvidado, solo se recordaban las consecuencias. El último Señor del Invierno libró una inútil guerra contra el primer Sumo Sacerdote, que propugnaba el sometimiento a una religión extranjera; muchos en ambos bandos murieron hasta que uno de los dos cayó. Una vez el rey fue depuesto, sus hijos tuvieron la sensatez de escoger el exilio por sobre una muerte inútil. Guiado por los gemelos, el pueblo de Bluegrad atravesó Europa y Asia hasta volver a sus raíces: una ciudad solitaria en las montañas, antaño construida por ocho héroes que solo querían descansar de una vida llena de guerras inútiles.

Esa era la versión popular, un cuento anti-guerra que los padres leían a los hijos para que fueran mejores personas que sus antepasados. Lo cierto era que los gemelos se separaron a medio camino, uno anhelando la paz en el Este, otro buscando la venganza en el Oeste, donde aprendió mucho de la guerra de los bárbaros escandinavos antes de fundar su propio reino en el norte del continente. Hrafnkell, el último teócrata, lo descubriría bien trescientos años después. En cuanto al hermano que abogaba por la paz, solo se le recordaba por fortificar la Ciudad Azul y levantar un castillo en las montañas, imitando a los señores feudales que despreció durante el éxodo de su pueblo. En tanto temía ser depuesto como su padre, por noble que fuera su discurso.

Ahora, la oportunidad de enmendar los errores del pasado estaba en manos de Piotr. A ello quería dedicar sus esfuerzos tras ochenta años de reinado. Resultaba irónico, incluso divertido, que los intereses de un Sumo Sacerdote lo distrajeran de ese deber.

Alguien tocó la puerta.

—Pase —dijo Piotr, rey de Bluegrad, así solo fuera de puertas para dentro. Señor del Invierno, así aquel título caduco le despertase más culpa que orgullo.

 

El Secretario del Rey, un hombre bajito, barbudo y bien abrigado al que todos llamaban Gigas, abrió la puerta con una lentitud pasmosa. El visitante estuvo tentado de azotarlo, entre carraspeo y carraspeo, solo conteniéndose al recordar que no actuaba por su propia cuenta, sino en nombre del actual comandante de la división Fénix.

Lo que encontró en el interior de la torre más alejada del castillo le dejó un poco decepcionado. Era austera a más no poder, con unos cuantos estantes franqueando una alfombra que daba a un escritorio, en el que estaba sentado el monarca. Llenando los anaqueles había toda clase de antiguos manuscritos, desde papiros egipcios bien conservados hasta códices medievales, los cuales eran reproducciones de historias aun más viejas, extraídas de tablillas de arcilla y piedra. ¿El resultado, en opinión del visitante? Un fuerte y desagradable olor a papel viejo. Hasta la parte más colorida del cuarto, los frescos del techo, era más obscena que interesante. Una doncella, que habría estado a la vista tal y como vino al mundo si no estuviera rodeada de animales, cubriéndola en un remedo de pudor. Un carnero, un toro, dos gemelos traviesos…

Se oyó un graznido. El visitante miró de reojo el hombro, desde donde el eidolon, con forma de cuervo, lo miraba con una inteligencia ajena al reino animal.

Siguió caminando, sin volver la cabeza cuando el Secretario del Rey cerró las puertas; Gigas era un hombre listo, no solo mantenía la boca cerrada donde otros querrían lisonjearle con charla inútil, sino que podía saber cuándo estaba por darse una conversación ajena a sus funciones. Conforme cruzaba la sala echó un vistazo a los libros que había en el escritorio, a la luz de un candelabro. La mayoría eran sobre la historia de Bluegrad, de la que él estaba mejor informado que cualquier otro en el Santuario, salvo el Sumo Sacerdote y su consentida pupila. Uno, en cambio, no le sonaba de nada: Auge y caída de los falsos dioses, por Ionia. ¿Quién era…?

—Se pudo salvar muy poco de nuestra querida biblioteca en el desastre de 1812 —dijo el rey Piotr, que por primera vez apartaba la vista de su trabajo y la dirigía al visitante. Este quedó de piedra, sorprendido de ver lo bien que se conservaba aquel vejestorio: aparte del blanco del cabello y la barba, así como arrugas en las comisuras de unos labios más que acostumbrados a sonreír a sus hijos y nietos, nadie diría que estaba camino al centenario; ni una sola mancha de piel podía verse en el rostro y las manos del monarca, si bien el resto del cuerpo quedaba bien oculto bajo la túnica.

El cuervo graznó, impaciente.

—El señor Sneyder, general del Santuario y comandante de la división Fénix, desea hablar con vos, Su Majestad. Mi eidolon servirá de puente.

El cuervo graznó por tercera vez, a lo que el monarca asintió. Ya no dirigía su mirada al visitante, sino a la criatura espectral que este tenía en el hombro. Sus ojos, legatario de la sabiduría de los años, debían poder ver a Sneyder en el bicentenario edificio que había sustituido a la biblioteca original de la Ciudad Azul, famosa por reunir sin la censura y los remilgos de otras naciones, todo el conocimiento del mundo.

«El mundo de los hombres comunes, no el de las Guerras Santas —reflexionó el visitante, de nuevo fijándose en los libros del escritorio. La biblioteca original había sido una prueba indiscutible de la alianza entre Bluegrad y el Santuario, hasta que una tormenta la arrasó a principios del siglo XVIII, junto a media Ciudad Azul. Según habían dicho siempre los Señores del Invierno, solo se salvaron los libros que la familia real había sacado de la biblioteca en esa época para un estudio detenido—. ¿Es este el tesoro que pretendes robar, Akasha? Pues te vas a llevar una sorpresa. El señor Sneyder no olvida a los traidores. Ni yo tampoco.»

 

—Sneyder —dijo Piotr, atusándose la barba—. Un nombre común, inesperado en un hombre con tu reputación.

—No todos los padres imaginan el destino de sus hijos al darles un nombre —dijo una voz humana, emergiendo del pico de un cuervo de ojos gélidos.

El rey asintió con gravedad. En solo un momento había entendido que no trataba con la más amigable comandante de la división Cisne, tan dada a la charla ociosa, sino con alguien directo al que no le gustaba perder el tiempo.

—¿Por qué no te presentas en persona, Sneyder?

—Me consta que un santo de Atenea exiliado ha vivido en vuestra ciudad durante el último año. Ya que la biblioteca pública es el único edificio que frecuenta, he decidido esperarle aquí y confirmar si el Santuario aun puede contar con su lealtad.

—¿Por qué razón buscarlo ahora, si lleva un año viviendo aquí?

—Porque ha recibido la orden de robar algo suyo, Su Majestad. El ánfora de Atenea.

El cuervo graznó tres veces seguidas cuando el visitante, sobresaltado, empezó a retroceder. No debía estar tan bien informado como creía de la razón que lo había traído aquí. Por su parte, aun estando tan sorprendido como aquel sujeto, Piotr supo mantener la compostura, limitándose a alzar las cejas.

Sneyder expuso el problema de forma sumaria. La división Andrómeda, a donde iban a parar los santos de Atenea que no gozaban del favor del Santuario, tenía un tesoro; Poseidón les exigía devolverlo. Tan grande era el deseo de la división Andrómeda de conservarlo, que su comandante bien habría podido ofrecer a cambio la libertad al dios de los océanos. A Piotr le habría resultado absurdo de no ser porque veía similitudes entre la historia de su pueblo y la de aquellos muchachos.

—¿Cómo puedes saber con tanta seguridad que esa es la intención de tus compañeros?

—No soy yo quien lo sabe —dijo Sneyder—, sino el Sumo Sacerdote. Él conoce bien a la comandante de la división Andrómeda, su pupila. Sabe de lo que es capaz.

Piotr suspiró. De nuevo un Sumo Sacerdote perseguía a su gente por no seguir sus órdenes al pie de la letra. ¿Cuándo aprenderían los hombres a apartarse de la religión? Miró hacia arriba, donde el fresco del techo representaba a los seres que sus antepasados adoraron como dioses. Allí obtuvo una respuesta a su pregunta: nunca.

—¿Y ese santo de Atenea, vendrá?

—No.

—Entonces, si me permites volver a la primera pregunta, ¿por qué permaneces allí? La biblioteca no abre a estas horas. Has sacado a un buen hombre de su casa por nada.

Por un rato, ningún sonido humano salió del pico del cuervo. Sneyder no debía haber imaginado que Jacob, un simple guardia de seguridad, le importaría tanto a él, Señor del Invierno, como para que le recriminara usarlo como señuelo. ¡Menudo necio! Si para algo servía que hubiese aún un rey en la Ciudad Azul, era para proteger a sus súbditos.

—Solo detecto a cuatro guerreros azules en la zona —observó Sneyder.

—Cuatro a la vista, cuatro ocultos —aclaró Piotr.

—Considerad entonces, Su Majestad, que por esta noche contáis con diez. Si se lo permitís, Hugin de Cuervo ayudará a vuestra guardia en el castillo. Creedme, vale la pena, no encontraréis mejor vigilante entre los santos de plata.

Por segunda vez, Piotr quedó sorprendido. Se podrían decir muchas cosas del comandante de la división Fénix, excepto que le podía el orgullo. Asintió, tanto aprobando aquel gesto cuanto aceptando la oferta. El eidolon desapareció en ese mismo instante, convirtiéndose en una lluvia de plumas negras que caía sobre el visitante.

—¿Y bien? —dijo Piotr, volviendo la vista a los libros del escritorio—. ¿A qué estás esperando para cumplir tus órdenes, Cuervo?

—¿Es evidente, no? —dijo el visitante, Hugin, que sonreía como un niño al que le hubiesen dado una golosina—. ¿Dónde está el ánfora de Atenea?

La pregunta tenía sentido, incluso podría argumentarse que era pertinente, ya que proteger la Ciudad Azul era un gesto considerado por parte de Sneyder. Como santos de Atenea, ellos habían venido aquí a ocuparse de un potencial traidor y evitar un robo.

—No es de tu incumbencia —dijo Piotr, a pesar de todo—. Lárgate.

Hugin de Cuervo así lo hizo. O era más respetuoso de lo que le había aparecido a primera vista, o durante esa noche trataría sus órdenes como si vinieran de su comandante. Tanto daba una opción u otra, sería útil.

En cuanto supo al visitante lo bastante lejos, se recostó en el asiento reclinable. El único lujo de la nueva era de Bluegrad del que disponía en el castillo. Una vez más, sus ojos recorrieron al fresco en la pared. El carnero, el toro, los gemelos, el cangrejo… Solo la cabra, negra como un mal augurio, le devolvió la mirada, antes de que dos figuras emergieran desde ella, atravesando el portal que separaba la luz de las sombras.

 

***

 

El último tramo de la carretera, pasado el glaciar, fue la parte más pesada y extraña de todo el recorrido que Emil, improvisado camionero, había hecho desde Kohoutek.

Contrario a la monotonía de antes, había varios soldados andando sin rumbo por la estepa, cosa harto difícil de notar debido al uniforme blanco que vestían, desde las botas hasta el pasamontañas, a juego con los copos de nieve que empezaron a caer del cielo sin previo aviso, tiñendo de un blanco puro los ennegrecidos cráteres que abundaban por la zona. Aun así, Emil tenía buena vista y no necesitaba esforzarse para distinguirlos, ya fuera que estuviesen charlando, fumando un cigarro o participando en una estrambótica mezcla de partido de tenis y competición de lanzamiento de cuchillos. Aquello le daba mala espina, por lo que empezó a disminuir la velocidad para fijarse bien en el terreno; donde estaban los mercenarios de Bluegrad, tendría que haber presente al menos un guerrero azul. Tan lenta pasó a ser su forma de conducir, que otro vehículo que iba en su misma dirección cruzó un kilómetro de carretera en lo que él solo cubría la mitad, alcanzándolo. Ya que el vehículo, una destartalada camioneta con una ametralladora montada, se detuvo, él hizo lo mismo, para no levantar sospechas.

Los ocupantes de la camioneta se presentaron como la coronel Nadia y el sargento Alexei, por supuesto miembros destacados del ejército de Bluegrad. La mujer, abrazada a un rifle de francotirador que Azrael habría adorado ver, le dirigió una fugaz mirada que le heló la sangre y obligó a ocultar las manos bajo las mangas de la túnica, a pesar de que estaban hablando a través de las ventanillas de sus vehículos. Por suerte, fue el hombre quien siguió hablando, en un inglés muy claro y fluido. Primero con las preguntas de rigor, si tenía problemas, si necesitaba que lo escoltaran hasta la Ciudad Azul, si había visto un mago por el camino…

—Le aseguro que no es ninguna broma —dijo Alexei, en cuyos ojos quedaba reflejada la cara a un paso de la risa que Emil había puesto.

Con una profesionalidad encomiable, el sargento le describió al mentado mago, así como las actividades que había estado realizando. Al parecer, un fantasma era responsable de todos los desperfectos en los medios de transporte de la zona. Para Emil fue extraño de oír. ¿No llevaba Bluegrad ochenta años siendo una ciudad moderna? La gente debía estar ya acostumbrada a la tecnología, sobre todo los soldados que la protegían. Aun así, se esforzó por no reírse del hombre.

—No, no lo he visto.

Hablaron un poco más sobre la razón que los había traído aquí. Emil explicó, tal y como le ordenaron, que era un empleado de la Fundación Graad trayendo víveres, ropa y otros bienes de primera necesidad, como compensación por el incidente de la pasada Navidad. El oficial, no sin antes darle mil gracias por ese gesto, aunque él solo fuera un recadero, le dijo que se podía sentir seguro, que el gobierno había desplegado sesenta buenos hombres para vigilar el territorio, no tenía nada que temer del mago.

—Ni del hombre del saco —susurró Emil, incontrolable. El sargento no se lo tomó a mal, incluso repitió el chiste a su compañera, en ruso.

—Ha sido un placer Emil —dijo Alexei—. Espero que volvamos a vernos.

—Es improbable —dijo el santo de Flecha—. ¡Trabajo por todo el mundo!

Ambos pusieron sus vehículos en marcha a la vez, pero mientras Emil siguió adelante, Alexei y Nadia tomaron un desvío fuera de la carretera. Durante los próximos cinco minutos, no dejaría de preguntarse por qué, si era porque lo habían descubierto, porque se les ocurrió que los magos eran alérgicos a las vías públicas abandonadas o porque querían presumir de tener un coche con tracción a cuatro ruedas, idóneo para atravesar terrenos nevados como el que había alrededor.

Entonces, la bonita nevada se convirtió en tormenta. Un fuerte viento que hacía vibrar todo el vehículo, un frío que le alcanzaba los huesos a pesar de estar dentro de un camión de carga y vestir el plateado manto de Flecha bajo la túnica de viaje. 

Cada vez que movía el volante y pisaba el acelerador para apartar la escarcha que se formaba sobre ambos, avanzando un par de metros más, pensaba en el mago.

Cuando lo encontrase…

 

***

 

En cuanto supo que Sneyder estaba en la ciudad, esperándolo en su lugar favorito, Lesath entendió que el plan de Akasha había caducado, tenía que improvisar.

Dejó sus escasas pertenencias —un teléfono tal vez roto, un libro recién comprado y una mochila llena de cachivaches— al bueno de Jacob, se despidió de Natasha con tanta amabilidad como le era posible y salió como alma que lleva el diablo. Tardó un par de minutos en atravesar la laberíntica Ciudad Azul y otros tantos en pasar por el monte Sachenka[1], sin olvidarse de agradecer a los soviéticos por aquel pasaje oculto que de oculto ya no tenía nada. Allí lo detuvieron unos conocidos.

—¿Nos abandona, señor Lestat? —dijo Alexei mientras se bajaba del vehículo.

Nadia estaba de pie en su asiento, apuntándole con el rifle.

—¿Qué tienen los rusos en contra de mi nombre? ¡Y baja eso de una vez, mujer, que conmigo no te va a funcionar hacer de soldado!

A modo de respuesta, Nadia se encogió de hombros y bajó al suelo de un salto, agrietando sin querer el suelo bajo las botas. Mientras se echaba hacia atrás el cabello, clavó en Lesath aquellos ojos tan azules como la armadura que portaba cada vez que el rey en persona se lo requería. Seguía logrando ponerle los pelos de punta, incluso si hoy en día era más conocida por ser una de las diez mejores francotiradoras del mundo que por otra cosa. Por suerte, no llegaba a gustarle, de tan parecida que era a la bruja de Leo, además, si su tipo de hombre había sido un hombrecillo como Jacob, él no habría tenido oportunidades con ella ni en un mundo en el que no hubiese nacido santo de Atenea.

—¿Qué ha pasado con Natasha? —dijo Nadia.

Lesath no pudo creerlo cuando lo oyó. ¿Acaso todas las rubias eran brujas?

—Salió sola de noche para darle un abrigo a su padre. No te preocupes, yo la llevé hasta la biblioteca y ahora está a salvo.

La intención de Lesath fue tranquilizar a la mujer, pero logró todo lo contrario. De una patada volcó la camioneta. Luego, sin darle explicaciones a su compañero, inmerso en un silencio de lo más profesional, salió corriendo en pos de su par de puntos débiles.

—¡Espere, coronel! ¡Debemos informar! —dijo Alexei, también poniéndose en marcha. Sin dejar de correr, dio un amistoso golpe en la espalda del santo de Orión—. ¡Ha sido bueno tenerte en la ciudad, Lestat! ¡Esperamos volver a verte!

Lejos de enfadarse, Lesath soltó un suspiro de alivio. Ni a él mismo se le habría ocurrido usar a Nastaha para librarse de un incómodo interrogatorio. No obstante, la tranquilidad era un bien que solo atesoraban quienes vivían en la ignorancia. Él, de oído fino, captó una corta conversación entre Nadia y Alexei.

Resultó que Emil se había dejado ver por una guerrera azul encargada de proteger al rey y el yerno de Sergei Kalinin, el militar de más alto rango en todo Bluegrad.

 

***

 

Llegó a tiempo, gracias a los dioses.

Emil estaba encerrado en el asiento de conductor, tiritando de frío. Alrededor de él, todo era hielo, el vehículo de la Fundación Graad tenía más pinta de glaciar deforme que de camión. Lesath no perdió tiempo: reventó la puerta más cercana a Emil, tiró de la túnica con fuerza calculada y lo arrojó lejos de ese espacio surgido del mismo Cocito.

—La Fundación Graad lleva todo este año mandando ayudas a las víctimas del terremoto —dijo Lesath, poniendo especial énfasis en la última palabra. Allí donde estaba, la temperatura era tan baja que en un par de segundos ya le colgaba escarcha de la barba. Tenía que hacer algo al respecto. Con solemnidad, posó la mano, revestida de un cosmos brillante, sobre el camión congelado.

El aire rieló en derredor, una capa de calor lo cubrió todo, tornando poco a poco el hielo en columnas de vapor. Lesath creyó oír algo, acaso un quejido de Emil. Lo ignoró.

—Pensabas usar mi fracaso y la buena voluntad de esa empresa, súbdita del Santuario, para tus propósitos. ¿Cuándo planeaste esta operación? ¡Menuda hija de…!

Una explosión ahogó las palabras de Lesath, despertando también a Emil.

 

—¡No soy un santo de Atenea! ¿Cuándo habéis visto a un santo de Atenea con gafas?

Luego de proferir tan bochornosa excusa, Emil empezó a ser consciente de dónde estaba. Había conducido en medio de una tormenta inexplicable, trataba de avanzar cuando empezó a entrarle sueño… ¿Quién lo había salvado?

La respuesta llegó en forma de un soplo de aire caliente, rescoldos de la explosión provocada por el ardiente cosmos de Lesath. A un mismo tiempo, Emil sintió deseos de agradecérselo y estrangularlo. El humo se disipaba, devolviendo el ambiente al frío y los numerosos copos de nieve que lo acompañaba. Detrás de la cortina apareció Lesath, con la barba y el pelo decorados de escarcha y una cara de pocos amigos. A un par de pasos de él, justo donde debía encontrarse el camión, Emil solo encontró un lago de hielo derretido rodeando una montaña de escoria en llamas.

—Cambio de planes —dijo Lesath, acercándose a él.

Emil se incorporó antes de que llegara, en absoluto dispuesto a recibir más ayuda de aquel bárbaro. Pero el santo de Orión no venía a echarle una mano, sino un puñetazo que voló hasta su cara perpleja a velocidad supersónica.

—¿Qué demonios estás haciendo? ¿¡Sabes lo que estás haciendo!?

—Es para que entres en calor —dijo Lesath, ignorando la sangre que bajaba de la nariz de su compañero—. Alexei y Nadia no se creyeron tu historia. Gracias a mí tardarán un poco más de lo normal en consultar si existe un elfo entre los guerreros azules.

Consternado, Emil se pasó la mano por la frente, cayendo solo en ese momento en la cuenta de que Nadia era algo más que un soldado con un arma vistosa. Notó otro detalle más: no llevaba puesto el casco, se lo había dejado en el camión.

—Este es el nuevo plan —prosiguió Lesath, clavando una bota sobre el pecho del santo de Flecha—. Uno de los dos recibirá una paliza y esperará a que el ejército lo recoja, cure e interrogue. El otro aprovecha la distracción para tener una audiencia no muy formal con Su Majestad,  sin que el Santuario meta sus narices.

—Genial. Siempre he tenido don de gentes.

—Conozco Bluegrad como la palma de mi mano, elfo. Además, tú podrás contarles a las enfermeras cómo un desalmado destruyó tu camión navideño.

Emil tensó la mandíbula. Era difícil decirle que no al santo de Orión. Aunque no vestía su manto sagrado, sacárselo de encima era como querer mover una montaña. Y la situación solo empeoraba si se tenía en cuenta que podía elevar la temperatura del ambiente hasta simular las condiciones del corazón de un volcán. Echó atrás la cabeza, preparándose para asentir, decidido a cumplir la misión que le encomendaron del modo que fuera, pero no terminó el gesto. Una idea mejor le vino a la mente.

—¿Y si llegamos a Bluegrad como héroes?

—¿Te quieres unir a los guerreros azules, elfo? —preguntó Lesath con claro disgusto—. Además de cobarde y deshonesto en el combate, vas a resultar ser un traidor.

De nuevo, la temperatura comenzó a subir.

—Me refiero a detener la amenaza que ha obligado al gobierno de Bluegrad a mandar soldados fuera de la Ciudad Azul —aclaró Emil—. Cazar al mago.

—¿Qué mago? —preguntó Lesath.

 

No fue Emil quien respondió, sino el mundo, un río de acontecimientos que empezó a fluir hacia atrás. El hielo derretido y la montaña de escoria se transformaron de nuevo en un camión congelado. El santo de Flecha, hasta ese momento bajo su bota, volvía a estar sobre el asiento del vehículo, soñando, dejándose morir.

Lesath dio un paso al frente solo para ver de nuevo el camión tal y como lo había dejado, incluso pudo contemplar el proceso de su destrucción una vez más, en un abrir y cerrar de ojos que le exigió hacer uso de todos sus sentidos pues él mismo sintió que se movía como marioneta de fuerzas que no podía comprender. Atrás, Emil se levantaba, con una sonrisa triunfante que bebía sin querer la sangre que le bajaba de la nariz.

—¡Ese mago!

La criatura a la que señalaba no era un viejo carcamal con un gorro ridículo, sino un espectro, un fantasma hecho de aire cuya forma solo se distinguía por la capa que llevaba encima. Dos luces pálidas, a modo de ojos, flotaban bajo el embozo, siempre fijas en los hombres que lo miraban boquiabiertos. Cerca de la criatura, acaso sostenido por un brazo invisible, estaba un cayado que golpeaba la ardiente montaña de escoria. El fuego no consumió la madera, sino que por el contrario, la madera repelió al fuego, tratándolo como si fuera una masa de arcilla más.

El mago transformó las llamas en un meteoro que se oponía a los fuertes y gélidos vientos que azotaban la zona, tal vez también conjurados por él. Tal era el calor que desprendía aquel sol en miniatura, que incluso Lesath sintió preocupación.

—¿Dónde está el manto de Orión?

—¡En el camión!

—Por los dioses que si salgo vivo de esta te arrancaré la cabeza.

—¡Espera, Lesath, va a atacar!

Pero el santo de Orión hizo caso omiso a la advertencia. Él no era un arquero cobarde, él luchaba con sus puños y piernas. Si tenía que quemarse un poco para volver a sentir cerca su manto sagrado, aquella segunda piel tan querida, que así fuera.

Un segundo después, el mago dejó caer el meteoro sobre la tierra.


[1] Variante femenina de Alexander en ruso.


Editado por Rexomega, 11 abril 2020 - 14:25 .

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Publicado 09 abril 2020 - 10:07

Capítulo 20. Cambio de planes

 

La historia de Bluegrad,esta llena de guerra

 

¿Gigas es el mismo del clasico?

 

que me late que Ionia aparte de escribir libros también escribía fanfics y de paso también guiones de películas y series actuales

 

El santuario sale de un problema y se mete en otro para resolver el anterior ,se nota que les falta la guía del sensei heroico  :s46:

 

no entendí quien era el mago

 


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Publicado 11 abril 2020 - 14:35

Cap 20. Cazadores de magos
 
Bien, si saben lo que trama Akasha, no sé porqué no van a cortarle la cabeza o algo, jajaja no hay dudas de que es la consentida consentida del Patriarca... ¿Qué le pasó a Kanon, doctor?
Pero bueno, no la va a tener fácil si hay varios guerreros azules  y dos santos de Atena cuidando el Ánfora.
 
Lesath corrió como alma que lleva el diablo no mas supo que Sneyder estaba esperándolo jajaja, chistoso que el comandante de la división del Fénix no haya ido por él para que terminara haciéndose en los pantalones xD, pero bueno, aun tiene cosas que hacer el santo de Orion.
 
A Emil le alertan de la  presencia de "un mago fantasmal" y se lo viene a topar  XD esa es "suerte". Y ahora se viene una pelea de santos vs magos fantasmales. Veamos si les sale el plan de ser héroes para entrar a la ciudad.

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EL LEGADO DE ATENA - Capítulo 67. "Epílogo"





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