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23.Fics-2017: Fic con mejor Ortografía

2017 Fanfic

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2 respuestas a este tema

#1 Patriarca 8

Patriarca 8

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Publicado 25 junio 2017 - 10:28

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Editado por T-800, 05 enero 2019 - 21:23 .

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#2 ℙentagrλm ♓Sнσgōкι

ℙentagrλm ♓Sнσgōкι

    The Digger

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Publicado 28 junio 2017 - 14:53

Presento de nuevo Rosas desde el Siglo XVIII.

 

Ulysses

 

Todos los días, durante una o dos horas, se escuchaba un sonido agudo y persistente, que rasgaba los oídos de las aves y hacía que los humanos que lo escuchaban sintiesen un escalofrío que los recorría de arriba abajo. Era como si una piedra chocase contra un metal, una y otra vez; la sensación de que un herrero afilaba una espada. Tal era el chirrido que producía, que hasta en la aldea de Rodorio eran capaces de escucharlo. Los vecinos, aterrados, pero también interesados, se asomaban a las ventanas y salían a la calle, oteando la negrura de la montaña escarpada que dibujaba un ascenso con aquella infinita escalera iluminada con cientos, quizás miles de antorchas, que parecía un rastro de migas de pan.

 

Según los más ancianos de la aldea, aquel sonido había empezado treinta, quizás más, años atrás. Un trueno que devastaba las mentes de los más niños y que llenaba de desconfianza a los adultos, que aseguraban bien las puertas con troncos gordos de madera. Los ancianos, sabios y ociosos, creaban historias sobre aquel misterioso crujir, asimilándolo a un ser que tenía cuchillas en las manos, y que, noche tras noche, salía de caza, esperando encontrar la más deliciosa de las sangres perdida en los bosques cercanos: la humana. Y bien fuese porque pareciese lo más lógico, o para pasar el rato, algunos lo creían y contaban relatos fantásticos en los que un ser se movía entre las sombras, rápido como el viento, ágil como un ciervo. Todo aquello se reforzaba cuando desaparecía una oveja del rebaño o, misteriosamente, cinco gallinas aparecían degolladas a la entrada del pueblo. Unos pocos sensatos hablaban de lobos, intentando no dejarse llevar por el pánico, pero otros aseguraban haber escuchado el rugir de un ser antinatural y monstruoso. Las suposiciones iban y venían, pero nadie nunca llegaba a esclarecer el asunto.

 

Habían pasado cuarenta y ocho horas desde que Aramar le había aplicado a Lugonis su ungüento sanador, y el pelirrojo, incrédulo, observaba cómo podía moverse de nuevo, con los huesos en su sitio y fuertes. Para comprobar si ya estaba bien, salió al jardín trasero del Templo de Piscis. Nada más cruzar el umbral de la luz con la oscuridad, Lugonis se vio cegado por la fulgurante claridad. Era un día soleado, sin apenas nube alguna. Para ser veintiocho de diciembre, era un día de puro verano. Sin embargo, aquella estampa paradisiaca era tan solo un placebo, pues el viento era frío, penetrante como cuchillas, que se colaba por su ropa y le erizaba la piel. Un escalofrío recorrió su columna, entonces juntó los brazos al cuerpo, como queriendo coger calor o mantenerlo.

 

Renovado, Lugonis siguió con el hábito de estudio que tenía hasta antes del ‘accidente’. Se sentó en su escritorio y sacó los libros de debajo de la cama. Con pluma y tintero, fue subrayando las partes importantes, las que le interesaban y las que debía recordar. Sacó su diccionario personal y lo puso a un lado, abierto por donde había escrito la última palabra.

 

Aorta: Prinzipal arteria del querpo.

 

Leyó aquella frase con detenimiento, con la mano derecha en el mentón. Tenía los dedos manchados de tinta, pero no se dio cuenta y se embadurnó la cara. Había algo allí que no le cuadraba. Miró, remiró, repiqueteó con los dedos en la mesa de madera hasta que cayó en la cuenta.

 

―¡Pero si Principal es con c! Hay que ver.

 

Tachó la frase y la reescribió. Tan pronto terminó, se dio cuenta de todo lo que había avanzado desde que estaba con Gheser. Ahora leía, escribía y aprendía, a su ritmo, pero así era. ¿Cuándo volvería? ¿Por qué no había recibido noticias esta vez? Pero de pronto se dijo que no debía preocuparse, que estaría de vuelta rápido. Y más pronto se preguntó por qué debía preocuparse, si él solo tenía que interesarse por Luco y por sí mismo.

 

El Sol hizo su habitual recorrido, dibujando un arco en el cielo azul, y pronto dejó paso a la oscuridad y a la Luna. Lugonis había hecho una pausa para merendar y otra para cenar. Tenía fruta y pan que le había llevado Aramar esa mañana mientras dormía. Le hubiese gustado encontrárselo para preguntarle por Luco, al que Krest había lanzado por los aires aquella fatídica noche.

 

Puso una vela en el antepecho de la ventana, la encendió con una cerilla y siguió estudiando. Una vez se cansó, sacó Ética de Platón y se puso a hojearlo, continuándolo por donde lo había dejado la última vez. La justicia en el hombre corresponde a que su alma haga lo que debe hacer. No sabía bien lo que significaba, y eso le frustraba. Continuó leyendo, intentando comprender, y las horas se pasaron, y la vela se consumía.

 

Cuando Lugonis estaba metido de lleno en la obra, escuchó ese tronar metálico que siempre resonaba cuando él entrenaba. Nunca le había preguntado a Gheser qué era, pues intentaba no entablar conversación con él. Sabiendo que el ruido no se iba a detener, se levantó y salió de Piscis. Concentrando sus sentidos, siguió el rastro que dejaba aquel golpeteo incesante. Atravesó Acuario casi temblando, mirando a un lado y a otro, con miedo de encontrarse con Krest. Una vez salió de aquel Templo, se sintió renacer. Bajó los escalones más rápido aún, temiendo que Krest lo estuviese esperando, pero no apareció. Cuanto más descendía, más intenso e insoportable se hacía aquel chirrido.

 

Se acercaba a la casa de Capricornio, cuando sintió como si el suelo temblase bajo sus pies. ¿Un terremoto? No, pues la casa de Acuario seguía intacta. Cuando estuvo en el descansillo antes de entrar al Templo de la Cabra Montesa, escuchó cómo el ruido metálico, un eco insoportable y desagradable, como el arañar de una pizarra, rompía el silencio. Se adentró en las penumbras y pronto se vio rodeado de una luz intermitente y breve, como un chispazo. Cada vez que se producía el sonido, le acompañaba un golpe de luz que llenaba la oscuridad del Templo en un instante para irse tan rápido como había llegado. Lugonis no dobló la esquina, sino que asomó la cabeza para mirar.

 

Las chispas dejaron a la luz a un hombre de una espalda prodigiosa, ancha y musculada. Estaba sentado, con las piernas cruzadas en posición de loto y la cabeza gacha. Lugonis observó paciente, hasta que llegó a la conclusión de que aquel hombre estaba afilando algo con una piedra. ¿Sería aquel el Santo de Oro de Capricornio, del que nunca había oído hablar? Nadie lo mencionaba, nadie miraba a aquel templo.

 

Sin embargo, Lugonis se fijó mejor en las paredes. Las chispas se sucedían, y, aunque fugaces, daban un margen para observar. Todos los muros estaban cubiertos por espadas; cientos, miles de espadas colgadas, con el mango hacia arriba y la hoja perfectamente forjada, brillando como si fuesen de cristal.

 

De pronto, el pelirrojo sintió que una corriente de aire le revolvía el pelo. Se palpó la mejilla derecha, y descubrió que un hilillo de sangre recorría su rostro. La tocó, la sintió, y se preguntó cómo era posible. Levantó de nuevo la mirada, y allí estaba, frente a él. El hombre que antes trabajaba, silencioso y constante, se había levantado. La escasa luz que la Luna producía atravesaba los cristales sucios y se estrellaba contra el hercúleo pecho de aquel tipo, sin poder llegar a verle el rostro. Vestía una prenda de una sola pieza que cubría todo su cuerpo, como una bata, rota y manchada. Su piel era oscura, y sus brazos libres de ninguna tela eran fuertes y robustos como columnas. En la mano derecha asía una espada de hoja curvada y larga, con el puño decorado con dibujos lineales. Lugonis se puso en guardia, dio un paso atrás y clavó la mirada en el arma.

 

―«Maldita sea, me va a atacar ―pensó el joven para sí; una gota de sudor frío recorrió su rostro y se mezcló con el rojo de la sangre; la sal del sudor hizo que le ardiese.»

 

El hombre adelantó la mano de la espada y la puso de forma que la luz de la Luna incidiese directamente sobre ella. Por su muñeca corría un hilillo carmesí, que era obviamente sangre. Lugonis se dio cuenta de que la mano derecha de aquel tipo estaba llena de cortes.

 

―Esto es una cimitarra ―dijo el hombre, que tenía una voz grave, profunda y envolvente―. Es un arma oriental, muy ligera y fácil de usar. Los jinetes la usaban mucho porque no se clavaba en el enemigo cuando le asestaban una estocada desde el caballo.

 

―Oye ―respondió Lugonis, incrédulo ante aquella extraña reacción―. ¿Estás bien? Estás sangrando mucho.

 

―Estoy afilando mi espada ―contestó sin dudar el otro―. Me gusta afilar mi espada. Tengo que afilar mi espada.

 

Y como si no sintiese dolor alguno agarró el sable con la mano izquierda y pasó el filo por su mano derecha, haciendo un corte profundo. Un mar de sangre salió y cayó al suelo resbalando por su oscura piel, haciendo un ruido característico al chocar contra el suelo de piedra. Lugonis observó el espectáculo horrorizado. Varias veces pensó en lanzarse encima del tipo para que cesase esa dantesca demostración de locura. Entonces el otro alzó su cosmos, uno enorme y poderoso, y volvió a pasar la hoja de la espada por su brazo derecho, como si fuese a cortárselo, pero en vez de eso, salió un chispazo que hizo retroceder a Lugonis. Cuando abrió los ojos, observó cómo el que antes había sido un brazo lleno de heridas y tajos, ahora resplandecía. Con la palma abierta y los dedos extendidos, tras él podía verse una espada, una hecha de cosmos, envuelta en un aura verde claro. El arma tenía una hoja inmensa y ancha, con un mango enjoyado y tallado en oro.

 

El joven abrió los ojos impresionado. Un brillo de envidia apareció en sus ojos color aceituna, como si aquella espada quisiese ser suya, blandirla en combate. Se sintió extendiendo una mano de manera inconsciente, como si quisiera cogerla. Pero se controló y dio un paso atrás.

 

―¿Qué haces aquí? ―preguntó el hombre; su profunda voz retumbó por las paredes.

 

―Me llamo Lugonis. Soy el alumno de…

 

―El alumno de Gheser. Lugonis de Piscis ―interrumpió el otro.

 

Dio un paso adelante, dejando que la escasa claridad de la Luna le golpease el rostro. Era de piel oscura, nariz ancha, arrugas en los ojos y labios gordos, además de tener el pelo trenzado y de color castaño.

 

―Sí, bueno… No quería molestar, solo que… ―Lugonis tartamudeó un par de veces y rodó la mirada, buscando una salida a aquella situación tan rara―. Ya me voy.

 

Y sin dar ninguna explicación más, se dio media vuelta y desapareció en la oscuridad de la noche.

 

―Yo me llamo Ulysses ―resolvió el otro cuando estaba solo; se había quedado de pie observando un punto fijo de las paredes de su Templo, porque sí.


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Ranking de resistencia dorada


#3 Patriarca 8

Patriarca 8

    Miembro de honor

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Publicado 14 julio 2017 - 15:14

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Editado por T-800, 05 enero 2019 - 21:24 .

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