Muy muy buenas a todos. Siento la tardanza. Entre los estudios, y el empezar el laburo, he estado completamente desconectado de esto. Pero desconectado no significa "haber olvidado". Así que, sin más demora, otro capítulo más. Pero primero, responder comentarios.
T-800: Ya sabes cómo son los viejos del Canvas. Nunca sabes por dónde van a salir. Muchas gracias por tu comentario.
Felipe: Maese Felipe, es un honor verlo por acá. Gracias por tus halagos, compañero. Simplemente, hago florecer mi estilo, o lo que me nace del cerebro. Quizás no lo pienso mucho, y en ocasiones ya ni lo reviso, por pereza. Pero para algo estáis vosotros. Con la visión del Infierno, simplemente me he limitado a lo ya visto. Me gusta tu idea de renovar el Hades, y los motivos que me das. No se me había ocurrido. Quería ceñirme lo más posible a la historia de Saint Seiya escrita por Shiori. Muchas gracias por tu visita, compañero.
Raissa: ¡Hola, mi fanartista favorita! Espero que te vaya muy bien. La razón por la que Hakurei le enseña el Hades a Lugonis es algo en lo que me meteré más adelante. Aún no es momento de hablar de ello. De momento, toda la trama se está formando, aún estoy cimentando lo más firmemente que puedo la historia. Lo que está claro es que el pelirrojo ya está cambiando, y todo lo que ve, lo que siente y lo que sufre serán claves para hacerlo. Muchas gracias por su visita, doña.
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Gheser (II)
Con los ojos rojos y los codos morados, Lugonis miraba fijamente, en modo repetición, una de las líneas de su libro Anatomía y Otros Escritos, que relataba, a veces mediante historietas cortas, la importancia de un alimento a base de verduras, pan, agua y pescado, intentando evitar comer cerdo ya que podían transmitir los quistes que tenían, y alejándose lo más posible del alcohol a diario, así como resultaba conveniente mascar hojas de tabaco para mantener las encías limpias y sanas.
En la mente de Lugonis bailaban las hojas de tabaco, tan marrones como la tierra misma, junto con el pan, el pescado, el agua y las verduras. Sabía que había un guardia que siempre estaba haciendo la ronda, y mascaba tabaco que luego escupía con gusto al suelo mientras contaba chistes verdes con sus compañeros de patrulla. Sabía que Gheser cultivaba esa planta, pues tenía una en el jardín, cuyos tallos crecían tristes y arrugados hacia arriba y, una vez llegada a cierta altura, caía presa de la fuerza inalterable de la gravedad, como si, al igual que el titán Atlas, sujetase algo tan pesado sobre sus hombros como la misma Tierra. Sin embargo, nunca había visto a su maestro masticar de las hojas. Siempre estaba regándola, así como todas sus rosas, pero nunca parecía que le faltase siquiera un tallo.
El pelirrojo se rascó la cabeza y abandonó el escritorio. Aún era muy de día, y ya habían pasado unas veintiséis horas desde la…, ¿curiosa?, experiencia en el Hades. Había tenido una pesadilla con Potem, en la que su hermano Caleb lo apuñalaba por la espalda mientras dormía con una daga curva bajo su atenta mirada, sin poder hacer nada. Gritaba para despertar al gigantón, pero por alguna razón su voz no le salía, y tampoco podía moverse; estaba encerrado como en una caja de cristal de la que no tenía escapatoria. Una vez se soñó medio llorando se despertó sobresaltado, con el rostro empapado en sudor. Salió al patio, y deslizó la mirada por todos los templos hasta llegar al pueblo de Rodorio. Desde su posición privilegiada podía verse bien la aldea, y la casa de Melisa era una de esas miradas furtivas diarias obligatorias. Seguro que cuando lo viese de nuevo le reprocharía que no hubiese ido más a verla, a pesar de que su padre se oponía completamente a ella. Por su mente corrió una imagen a toda velocidad, la de escaparse y hacerle una pequeña visita bajo los árboles del lago Kolht, ese que estaba a un kilómetro al norte, a donde solían retirarse para besuquearse las largas noches de verano. Pero la idea se disipó rápidamente cuando giró levemente la cabeza para ver el onceavo de los Templos. ¿Y si Krest lo observaba, descubría que se había escapado y volvía a darle una paliza? Pasó los dedos por la sien derecha y tocó la cicatriz que el puñetazo del santo de Acuario le había dejado; se estremeció solo de recordarlo.
Para Lugonis, Krest era como un lobo, un animal salvaje que lo observaba desde la oscuridad, con sus ojos brillantes siguiéndolo allá a donde fuese. Y si se desviaba un solo milímetro del camino marcado, se abalanzaría sobre él como una fiera sin piedad. Así de claro se lo había dejado la última vez que se vieron. Sus iris azules como el mar mismo, tan fríos… No parecía humano, parecía más bien una bestia sin alma. El pelirrojo pensaba incluso que, si Krest mirase de pleno en sus ojos verdes, podría leerle la mente, saber perfectamente lo que pensaba.
Lugonis suspiró con tanta fuerza que casi parecía que iba a crear un huracán con sus pulmones. Quería eliminar todo lo que había pasado aquellas dos semanas y volver atrás. Tenía un vacío en su interior y no sabía cómo llenarlo: su hermano no aparecía casi para verlo, su “amiga” Melisa probablemente estuviese enfadada con él y Krest lo tenía bajo vigilancia. Pronto cayó en la cuenta: echaba de menos a Gheser, y entrenar con él. En realidad, él no lo hubiese denominado exactamente como “echar de menos”, pero, aunque lo negase una y mil veces sabía perfectamente que quería tener la vida de hacía tres semanas.
Faltaba solo un día y Gheser aún no había regresado de su misión. Era la primera vez que se demoraba más de dos semanas. Al principio le pareció normal, pero a medida que pasaba el tiempo, se preguntaba cómo podía tardar tanto, y la remota idea de que le hubiese pasado algo fue haciéndose más y más presente en el día a día del joven. Treinta de diciembre del año 1701 de nuestra señora Atenea ya…
De pronto, escuchó unos pasos irregulares en los escalones. Se extrañó, pues Krest no iba a volver a entrenarlo y Hakurei había dicho que no regresaría. Esperó unos segundos, que por alguna razón le parecieron eternos. ¿Acaso se le venía otro castigo encima? ¿No había sufrido lo suficiente? Cerró los ojos con fuerza, esperando que no fuese nadie, que solo su subconsciente le estuviese jugando una mala pasada, pero los pasos, ligeros pero firmes, no se detenían. Al fin, la figura se dejó ver, primero con una larga cabellera rubia cayendo por su rostro, luego un rostro, y finalmente un cuerpo entero.
Gheser subía los escalones cojeando sobre la pierna derecha, con la Pandora Box a la espalda cargada sobre sendos hombros. Su cara tenía varios cortes e incluso un moratón en el pómulo derecho, pero eso no le impedía esbozar una radiante sonrisa, enseñando sus blancos dientes, al ver al pelirrojo.
―¡Hola! ―saludó Gheser cordialmente como siempre, levantando la mano derecha en un gesto amigable; caminaba hacia adelante con una evidente cojera que le daba un aspecto lastimero.
Lugonis, impresionado, no pudo articular palabra. Aquel tipo al que consideraba indestructible, estaba herido, y bastante. Sin embargo, lo mejor de todo era que Gheser, por muchos palos que pareciese recibir, seguía teniendo unos ojos vivos, negros y profundos como el carbón, con un brillo tan inextinguible que ni el fulgor de treinta estrellas juntas hubiesen podido hacerle sombra.
―Voy a dejar mis cosas ―continuó el santo dorado sin perder un ápice de buen humor, que siguió caminando.
―Espera ―interrumpió Lugonis, girándose para verlo mejor―. ¿Qué…, qué te ha pasado?
―¡Ah, esto! ―dijo el rubio señalándose la pierna primero y el brazo después, que, a pesar de estar cubierto por la chaqueta larga, se veía que estaba escayolado, pues tenía forma de L inamovible―. Una pelea con el enemigo. Pero finalmente cumplimos nuestra misión.
―¿Vuestra misión? ―preguntó el pelirrojo.
―Oh, sí. Tuve compañía de un joven santo de plata muy simpático llamado Johannes. Un gran aliado. ―Y sin pararse un segundo más, subió los escalones que accedían al Templo y atravesó el portón eternamente abierto, dejando fuera a Lugonis.
Comieron en abundancia cuando fue la hora. Gheser, a pesar de sus limitaciones físicas, cocinó un par de peces que le había comprado a una amable vendedora en Rodorio, así como unas lechugas frescas y tomates llegados de las Américas de un color rojo exquisito. Preparó una ensalada y la acompañó de los dos peces, hechos vuelta y vuelta al fuego. La piel se les había quedado crujiente y dorada. El silencio a la hora de sentarse a la mesa solo se rompía por el crujir de las hojas de lechuga entre los dientes de ambos, y toses ocasionales. Todo transcurría como de costumbre, pero a Lugonis parecía inquietarle algo.
―Y entonces…, ¿a quién vencisteis? ―preguntó súbitamente después de dar un trago a su vaso de agua.
―A una bestia mitológica castellana conocida como la Zarrampla, un gusano enorme, de ojos vacíos y cuerpo duro. ―Aunque Gheser parecía hablar con toda la tranquilidad del mundo, por dentro estaba muy sorprendido de que aquel joven arisco quisiese entablar conversación.
Una cosa llevó a la otra, y acabaron teniendo una pequeña charla sobre lo que suponía ser un caballero: honor, fuerza, valentía, todas esas cosas que el pelirrojo había escuchado miles de veces. En cuanto se acabó su plato, se levantó de la silla y, sin decir siquiera un hasta luego, se encerró en la habitación; sentía que estaba hablando con su Maestro de años atrás. Desde luego, era hermano de Darío, aunque su parecido en la personalidad era solo pura casualidad. El Santo del Centauro estaba a años luz de alcanzar al de Piscis en cualquier aspecto que se plantease. Él lo sabía.
Durmió un par de horas y se despertó a las cinco, cuando Gheser picó pidiendo pasar. De mala gana, Lugonis gritó que entrase, pero que fuese breve. Cojeando, el rubio entró en la habitación y se sentó al pie de la cama.
―Escucha. Mientras cocinaba me tomé la libertad de mirar tus apuntes, y la verdad, se ve que estas dos semanas has estudiado duro. Tienes una voluntad enorme para hacer cosas que no te gustan.
Lugonis, asqueado, se dio la vuelta en la cama y se tapó con las sábanas por encima de la cabeza, no queriendo escuchar nada, gruñendo como un perro al que le quitan la comida.
―Así que ―continuó Piscis―, te voy a dejar salir del Templo.
Cuando dijo aquello, el pelirrojo, como si tuviese un resorte, saltó de la cama y miró a su maestro con un gesto de extrañeza.
―¿De verdad?
―Sí. Pero tienes que volver antes de que la Luna cambie el día. ¿Está claro?
Así fue como Lugonis salió disparado del doceavo templo, sin, de nuevo, despedirse. Bajaba los escalones de dos en dos, apurado, como si fuese una bala. Por alguna razón que Gheser desconocía, tenía mucha prisa. El caballero de Piscis lo observaba apoyado en una de las columnas con los brazos cruzados y la cabeza contra el mármol.
―Aprovecha hoy. Porque mañana, serás como yo ―murmuró el rubio para sí.
Lugonis recorrió los templos despreocupado, sin recordar siquiera el miedo que le tenía a Acuario, y sin encontrar a nadie que le cortase el paso en el misterioso templo de la Cabra Montesa. Los guardias, al fondo de las escaleras, lo detuvieron preguntándole a dónde se creía que iba, enseñando amenazantes sus lanzas, pero cuando supieron que lo mandaba uno de los doce santos de Oro, Gheser, lo dejaron pasar inmediatamente.
Bajó al pueblo, donde la gente caminaba, abarrotando las calles con su presencia. Un trilero amontonaba a varios hombres, que miraban, y a dos que jugaban emocionados de ganar dinero fácil. Lugonis ya conocía la velocidad de manos que se gastaban aquellos tramposos, escondiendo la bola y trucando los dados. Había jugado y había perdido, y desde entonces juró no dejarse engañar nunca más por uno de esos hombres que prometían la gloria de una manera tan básica, tan sencilla. Tan irreal.
Cruzó las calles, se chocó con tres señoras bastante gordas que lo medio insultaron, pero a él le dio igual. Esta vez, en lugar de ir a casa de Melisa, la visitaría en la floristería, ya que seguro que estaba sola. Giró a la izquierda en el primer cruce y se encontró con el puesto de flores donde siempre. Allí, la jovenzuela, de pálida piel y rizos dorados, vendía lo mejor que podía sus rosas, con ingeniosas frases como “Llévese una rosa para su bella flor”. En cuanto giró la cabeza y vio la melena pelirroja balancearse como un columpio, su sonriente gesto cambió directamente a uno serio y lánguido.
―¡¿De dónde sales?! ―preguntó ella con mucho énfasis pero en un tono bajo para que nadie la oyese, a pesar de estar agarrando la muñeca del pelirrojo con fuerza, como si quisiese sentarlo en el suelo del dolor. A pesar de la cara larga que había puesto, sus ojos brillaban con ilusión al volver a ver a su “pareja”, como ella lo habría denominado.
―¡Ay, ay, me haces daño! ―dijo Lugonis alzando la voz, haciendo que la gente los mirase. Melisa le soltó la muñeca tan pronto como pudo; el pelirrojo era un zorro astuto―. Escucha, me he escapado. Vamos al lago.
―¡¿Apareces dos semanas después para decirme ahora que vamos al Lago, acaso no ves que estoy ocupada?! ―Fue subiendo el tono progresivamente, demostrando que de veras estaba cabreada, aunque seguía controlándose para que la calle entera no se fijase en ellos.
―Vamos, un ratito… ―respondió el pelirrojo con ojos de cordero degollado, haciéndose el triste.
Finalmente, la rubia cedió. Fue a llamar a su hermano pequeño, que acudió resoplando y preguntando una y otra vez por qué tenía que estar él allí, a lo que Melisa solo contestaba un frío y escueto Porque sí, y el pequeño de nuevo preguntaba que por qué, haciendo de aquello un ciclo sin sentido.
Lugonis y Melisa se encontraron en el Lago, a las afueras del pueblo. Las nubes negras ya habían cubierto el cielo hacía un rato y era seguro que llovería. El viento soplaba con fuerza y con un filo gélido que casi cortaba. Las aguas, mecidas por la fuerza del vendaval, tenían un color azul oscuro, como un zafiro.
―Y es por eso porque no he podido venir a verte. ¿Ves? ―Lugonis se acercó a la chica y le enseñó la cicatriz que tenía en el lado izquierdo de la cabeza. Le había dicho que quince bandidos le habían atacado a la vez y reducido porque eran muy grandes, no que un solo chaval, probablemente más joven que él mismo, lo había humillado con una facilidad pasmosa.
―Eres todo un valiente, Lugonis… ―respondió ella, apoyando la cabeza sobre el hombro del pelirrojo. Suspiró embelesada por tener a alguien tan fuerte y noble como pseudopareja. Aunque para ella, el prefijo pseudo ni siquiera existía. Tan solo pensaba que, cuando cumpliesen los dieciséis, se casarían y vivirían en Rodorio, los dos juntos, ajenos a todo lo demás.
―No es para tanto ―dijo Lugonis quitándole importancia, con falsa modestia que no le pegaba ni con cola. Se sonrió para sí mismo; los halagos eran como pequeñas bolsas de oxígeno en el fondo del océano: necesarias para alimentar su ego.
Hablaron y hablaron, de mil cosas y de ninguna a la vez. Rieron, jugaron, se besaron y se echaron de menos todo el tiempo que no se sentían juntos. Lugonis empezó a sentir en su interior un burbujeo continuo, algo que no estaba allí antes. Por su cabeza pasó la loca, loca idea de que eso fuese producto de una especie de sentimiento afectivo por la otra, pero rápidamente lo desechó. En cuanto llegase a casa se pondría un paño húmedo en la cabeza y a dormir.
El Sol había desaparecido por las colinas del oeste hacía ya unos minutos. El fulgor naranja daba sus últimos coletazos de vida mientras la oscuridad se adueñaba del cielo con velocidad. El joven, recordando las palabras de Gheser, se despidió de Melisa, argumentando que no quería una reprimenda.
Subió los templos uno a uno, inmerso en sus pensamientos más oscuros, más suyos. Ni siquiera se daba cuenta de que caminaba, si no fuese porque a veces debía levantar la cabeza, porque si no chocaría de bruces contra una de aquellas mastodónticas columnas que decoraban los doce templos.
Primero Melisa, luego Gheser, luego su hermano, y vuelta a empezar. Esos eran los temas que tenían inmersa su mente en un caos constante, casi en un desasosiego permanente que le hacía chirriar los dientes. Estaba cansado, necesitaba dormir. A eso le atribuía todos sus males.
Casi cuando parecía haber avanzado mil kilómetros, por su columna vertebral subió un escalofrío que lo puso alerta de inmediato. Alzó la mirada y observó el letrero del templo frente al que se encontraba. Leyó con detenimiento: Υδροχόος, traducido como Acuario. Miró a un lado, luego al otro: todo era oscuridad, calma y silencio. Tragó saliva de un solo golpe y se adentró en las profundidades de la boca del lobo.
Avanzó quince metros, todo normal. Paso a paso, procurando hacer el menor ruido posible. Iba casi de puntillas, intentando no tocar el suelo. La luz de la Luna se filtraba por los ventanales y por la salida trasera, que estaba a unos cuantos pasos nada más.
Cuando se disponía a salir del Templo maldito, chocó contra un muro invisible. Cayó de espaldas, desconcertado. Se levantó rápido y acercó las manos, queriendo palpar algo. Tocó algo, algo rugoso y frío. Hielo. Una pared de hielo seco. Giró el cuello, lleno de miedo, a un lado, luego al otro. No había nada ni nadie. Con su puño derecho golpeó la pared tan fuerte como pudo, con todo su cosmos incluso, pero el hielo ni siquiera se astilló, ni se rajó, lo único que logró fue manchar de rojo toda la hermosa transparencia de la pared.
―Creí haberte dicho ―habló una voz, una que conocía bien; voz de adulto, profunda y fuerte, con un tono autoritario―, que no abandonases nunca el Santuario.
De entre las sombras del Templo comenzó a brillar un aura dorada, iluminando toda la estancia. En el centro de aquello, Krest de Acuario, actuando como si fuese una linterna, enfundado en su armadura.
Lugonis retrocedió por instinto. Pegó su espalda a la pared lo más que pudo, como si pudiese atravesarla, e incluso arañó el hielo. Viendo que estaba atrapado, fue moviéndose con pasos laterales hacia la izquierda, sin dejar de tocar el hielo tras de sí y, eventualmente, la piedra de los muros.
Krest alargó el brazo derecho, poniéndolo totalmente horizontal. Extendió la palma en esta comenzaron a formarse pequeños cristales, blancos como la nieve. El fulgor explotó e incluso hizo palidecer al dorado. ¡El color blanco, haciendo quedar mal al dorado!
¡Diamond Dust Ray!
(Rayo de Polvo de Diamantes)
De la palma salieron millones de haces de hielo, que se dispersaron caóticamente por la habitación, dibujando trayectorias absurdas, pero que rápidamente se completaban, apuntando al objetivo, un objetivo que no podía ver aquel ataque a la velocidad de la luz.
Lugonis, por instinto, cruzó los brazos en forma de equis por delante de él y cerró los ojos. El cosmos de Krest era enorme, tan grande que ninguno de los Caballeros de Atenea, ni siquiera el Patriarca Sage, podría compararse con él.
Al cabo de unos segundos, el pelirrojo no notó ningún dolor en su cuerpo. ¿Habría fallado? Temeroso, abrió los ojos y levantó la cabeza. Frente a él, el brillo blanco palidecía con el tono negro de las Rosas.
Gheser, también enfundado en su Cloth, y aún visiblemente herido, con el brazo escayolado cediendo ante el impulso y potencia del viejo Acuario, defendía con uñas y dientes a su alumno. Los pies del rubio comenzaron a flaquear, y la fuerza con la que Krest atacaba lo echaba hacia atrás.
―¡Ya basta, Krest ―gritó Gheser―. Yo le permití salir. Si quieres castigar a alguien, que sea a mí.
El Rayo de Polvo de Diamantes desapareció, convirtiéndose en diminutos cristales que caían con la delicadeza de la nieve sobre los tres individuos.
Krest se acercó a paso lento pero orgulloso, mientras que Gheser hincaba la rodilla izquierda en el suelo, visiblemente afectado por el choque de poderes. Con respiración agitada, este miró hacia arriba. Desde ahí lo observaba el joven Acuario, con ojos fríos e inexpresivos.
―Fuera de aquí ―espetó Krest dándose la vuelta de un solo golpe; su capa blanca ondeó a su son y desapareció en la oscuridad de su templo, tan rápido como había llegado.
―Gracias, maestro ―susurró Gheser, cuyo aliento aún no regresaba.