Llega parte nueva tras una pequeña sequía imaginativa. La verdad, tenía la idea de actualizar el 24 de octubre, con motivo del primer aniversario de la obra, pero me he demorado más de diez días. Así que aprovecho para hacerlo ahora.
El 24 de octubre de 2016 comencé con mi nuevo proyecto, lleno de ilusión, de promesas y de seguir creciendo. Tras plantear la temática, me puse a escribir, y la verdad, no me siento nada mal, echando la vista atrás, sobre lo que he creado hasta este momento. Escogí a Lugonis como primer protagonista de esta primera parte de mi historia, y no me arrepiento para nada. Le di un carisma, le di una nueva personalidad, y le di un nuevo ambiente con el que relacionarse, con personajes conocidos por todos, inventados por mí, y cameos cortos pero que se quedan en la memoria. Hoy, cinco de noviembre del año siguiente, digo GRACIAS a todos los que leen mi historia, los que me dejan comentarios agudos e inteligentes, y los que siguen apoyándome capítulo a capítulo sea cual sea la temática, resaltando lo bueno y lo malo. Quiero deciros que, por mucho, y aunque escribo para mí y solo para mí, sois vosotros los que me hacéis mejorar día a día y seguir adelante con el proyecto. Muchas gracias a todos, y espero poder seguir escribiendo por mucho tiempo junto a vosotros.
Raissa: Hola, mi fanartista favorita. Sé bien lo peñazo que puede ser crear un capítulo de transición, pues yo intento evitarlos lo más que puedo, sin embargo, me es totalmente imposible no meter aquí a Aphrodite, pues le tengo bastante respeto y siempre quise darle más cámara a esa personalidad suya tan extravagante y voyante. Esa escena suya con Saga me vino a la mente, curiosamente, mientras desayunaba una mañana antes de ir a clase. Lo apunté en mi cuaderno y a hacer cosas de informático.
Quizás aparezca más veces Aphrodite, la verdad es que tiene mucha cuerda y da para más el tipo.
Muchas gracias por el comentario, doña Raissa.
T800: No entiendo por qué habría de ayudarle o ejecutarle. Espero que no tenga nada que ver con el supuesto de que Aphrodite parezca ser homosexual. Gracias por la visita.
-Felipe-: Hola, gran compañero Felipe. Antes de nada, aprovecho para hacer público mi deseo de felicitarle por el premio al mejor escritor SNK 2017. Peleamos y me ganó, eso es que lo mereces, buen amigo.
Pues como dije arriba, me estaba haciendo el desayuno y la idea de Aphrodite apareció en mi mente, y dije, ¿por qué limitarme al Lost Canvas, cuando tengo ahí a otro Piscis que es increíble e igualmente puedo usar? Así que lo vi claro, y decidí meterlo en la historia. Quizás salga más veces, he de pensarlo. Desgraciadamente, este foro no está libre de los homófobos, que, por ninguna razón aparente, atacan a Aphrodite, un personaje que es casi mejor que esos que tantos otros alaban.
Pues sí amigo, DM un capullo, Dohko una leyenda y Aspros demostrando el fail que es desde 2006.
Muchas gracias por la visita amigo. Espero verte pronto.
Alfredo: Muy buenas, compañero Alfredo, un placer verlo por aquí de nuevo.
Sí, como verás, muchos capítulos no muestran un avance significativo en la trama, y eso es porque no hay una "trama" de Guerra Santa en cuestión, pues eso ya lo he hecho y prefiero hacer un resguardo para otra ocasión. Esta es una historia de drama, basada en el signo de Piscis. Aramar es un tipo excéntrico, algo obsesionado con su posición en el Santuario, como habrás podido comprobar.
Yo te explico. Es cierto, la primera vez, fue después del entrenamiento, la segunda, puede identificarse como "salvar" pues le libró de Krest en ese momento en el que probablemente fuese a pegarle una santa paliza.
Hakurei de mayor es un tipo con unos grandes valores, y se le ve de la misma manera cuando se arrodilla frente a Krest en el Gaiden de Old Twins. Eso me dio la inspiración para crear esta escena, en la que Hakurei se ponía por debajo de Krest. Más adelante se explicará todo, no te adelantes a los acontecimientos tan rápido.
¿Repito mucho dicha expresión? He de revisar mis escritos para darme cuenta y corregirlo, muchas gracias por darte cuenta, es algo que no había visto.
Un saludo, amigo Alfredo, nos vemos.
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Ira
Se frotaba los dientes con el cepillo; arriba, abajo, luego a los lados, sintiendo el cosquilleo de las cerdas en sus encías. Pero a pesar de aquella agradable sensación, el corazón le pesaba sobremanera. Todo su ser estaba desganado, y su reflejo en el espejo no era sino otra prueba clarísima. Las ojeras le acosaban, se marcaban bajo sus ojos en un color morado oscuro y penetrante, y sus párpados caían constantemente, acosados por la inviolable ley de la gravedad, al igual que por la necesidad del cuerpo humano de descansar.
Abrió la boca, haciendo todo tipo de gestos extraños con ella, buscando sarro acumulado entre sus dientes, pero relucían como perlas. Era uno de sus orgullos personales, más que su cabello incluso: le gustaba que su higiene bucal estuviese impoluta, verse más aseado y ese puñetazo de frescor que sentía con aquella mezcla de agua, hojas de menta, ladrillo picado y bicarbonato era algo que no encontraba en cualquier parte.
Llenó un barreño de madera con agua y se desprendió de los harapos que cubrían su cuerpo. Se sentía sucio, pero no porque lo estuviese, sino porque sus sentimientos y sus miedos lo acosaban, hasta el punto de querer mudar la piel. La vergüenza lo había manchado, y quería lavarse toda esa deshonra lo más rápido que pudiese. Pasó la esponja, áspera como un cactus, por su espalda, sus brazos, sus zonas íntimas y sus piernas. Se refregó toda extremidad y apéndice a conciencia, hasta casi sangrar. Una vez su piel se había enrojecido por la fricción, dejó caer la esponja en el barreño y se protegió entre sus brazos, colocándose en posición fetal.
Primero tembló, luego sollozó, y finalmente lloró silenciosamente, intentando que se le oyese lo menos posible. La melena roja se mezcló con sus lágrimas, pegándose de una forma incómoda a su rostro. Las mejillas se le volvieron rojas y las narices húmedas. Permaneció así veinte minutos, hasta que se hubo calmado. Una vez sacó todo aquello de su cuerpo, salió del agua, se envolvió en una toalla de lino blanca y se secó muy despacio, no quitándole la mirada de encima a su reflejo en el espejo.
—Perdedor —susurraba una y otra vez con ojos de loco, perdidos entre tanta bolsa—. Eres un perdedor.
Se vistió lentamente, intentando alejar los malos pensamientos de su mente, y se dispuso a quitar el cerrojo de la puerta. Apoyó la mano derecha en el pasador de metal un segundo, reflexionando sobre lo que había pasado entre esas cuatro paredes: hacía años que no se sentía tan devastado. Años sin tener tanto miedo, sin sentirse tan inseguro de sí mismo… Años sin dudar de su poder como lo había hecho en aquel mes.
En el Santuario no era costumbre celebrar las fiestas cristianas. En Rodorio ya se habían celebrado las Navidades. El año 1702 ya había comenzado, y los vecinos del pequeño poblado habían fabricado petardos y voladores con una pólvora traída de Asphÿx, una ciudad cercana. La noche del treinta y uno, los aldeanos iluminaron el cielo con tonos rojos, verdes y azules de los fuegos artificiales creados por el maestro Lucio, el alfarero del pueblo. La noche, siempre vacía, se había transformado en un constante bombardeo de cortas, pero intensas, detonaciones controladas. Los niños miraban fascinados los cielos. Los caballeros, desde sus puestos, disfrutaban también del espectáculo. Las tabernas de la aldea estaban abarrotadas, y terminaron en cuestión de horas toda su reserva de cerveza y vino.
Pero no. Lugonis, a pesar de la fantástica fiesta y del increíble poder visual de los fuegos, no salió de la cama ni siquiera para distraer su mente. Tapado hasta arriba con la sábana y la manta, lloraba contra la almohada, aterrorizado por si volvía. Cada vez que intentaba cerrar los ojos, veía a Krest y a su increíble cosmos asesinarlo. El frío que había sentido en sus huesos la noche anterior no lo había tenido ni cuando caminaba descalzo por el hielo a la tierna edad de seis años, buscando leña. No era solo su inexplicable poder, también era su terrorífica frialdad hacia el asesinato: no parecía importarle para nada el arrebatarle la vida a una persona. Tenía un rostro angelical de niño que nunca había roto un plato, pero su personalidad era oscura, negra como una noche sin luna o como el pelo de un lobo siberiano.
Gheser siempre estaba pendiente de su alumno y, sin entrometerse, sin molestarlo, sin siquiera hablarle, le dejaba sobre el escritorio una pequeña bandeja con comida: una manzana verde, un chusco de pan y una jarra de leche fresca, que, misteriosamente, desaparecían de la noche a la mañana. Eso alegraba a Gheser, ya que al menos sabía que se alimentaba.
Una vez la almohada estaba empapada, llena hasta arriba de lágrimas, Lugonis caía dormido del agotamiento mental al que se estaba viendo sometido. La presencia de Krest lo seguía allá donde se escondiese: ni siquiera en los rincones más recónditos de su mente estaba a salvo de la poderosa influencia que ofrecía. Despertaba a la hora, y tras recobrar la consciencia, seguía llorando. No comprendía lo que le pasaba: hacía años que no tenía tanto miedo, que no quería esconderse bajo la cama para no salir nunca más y resguardarse del fulgor de la luz solar. La sombra se cernía, de nuevo, sobre él. Una sombra alargada y negra, que impedía ver la claridad del cielo o el blanco de las nubes.
Dos de enero. Los caballeros de bronce y plata tenían por costumbre celebrar en Rodorio un pequeño mercadillo benéfico en el que vendían frutas exóticas y ropas venidas de lugares lejanos. Con el dinero que recaudaban, normalmente compraban mobiliario y libros que, posteriormente, donaban al orfanato del pueblo. Los niños que vivían en aquel lugar dejado de la mano de Cristo —cuyos rangos de edad abarcaban desde retacos de cuatro años a jóvenes adultos de dieciséis— recibían con muchísimo gusto todo lo que el Santuario les daba. Siempre que llegaba el nuevo año preparaban un libro en que escribían palabras de agradecimiento, dibujaban a los caballeros en sus peligrosas misiones o, simplemente, garabateaban una firma.
Aunque el participar en el mercadillo era totalmente voluntario, aproximadamente la mitad de santos disponibles —unos dieciocho o veinte— ayudaban a montar todo, tanto arreglar los puestos, como colocar los productos, así como publicitarlo por las aldeas colindantes. Normalmente, el mercadillo recibía la suficiente atención como para llenar las dos tabernas de Rodorio hasta arriba y hacer intransitables las calles de todo el tumulto de gente que se acumulaba. Durante todo el día llegaba gente, ya fuese a pie, a caballo, o, en el caso de los más acaudalados de la zona, en carro tirado por bueyes, y volvían a casa cargados de fascinantes artículos, tan exóticos como pintorescos.
Lugonis, aunque siempre era invitado, recibiendo una carta con un sobre increíblemente blanco, con una nota igual de blanca, decorada con bordes dorados, que decía que sería un honor contar con Hydra Lugonis para este día, nunca asistía. Su costumbre era, o bien hacerla pedazos muy pequeños por aburrimiento, o simplemente arrugarla y tirarla al fuego, o al suelo, o a donde fuese. Nunca, ni siquiera de niño, había acudido a aquel festejo, por llamarlo de alguna manera, y desde luego, no tenía intención de empezar.
Ese año, aunque recibió la invitación, como de costumbre, gracias a Gertrude de Flecha, una amazona de caderas generosas y pecho plano, tal como la veía el pelirrojo, no la rompió, sino que la leyó una y otra vez, perdiéndose en las líneas, en los espacios entre las palabras, en los más pequeños detalles de la letra en cursiva. No podía avanzar, pero tampoco podía retroceder. Al final respiró hondo, tanto, que se quedó sin aire en los pulmones y tuvo que apresurarse a buscar una nueva bocanada. Dejó el papel encima de la cama y salió de la habitación, dubitativo.
Nada más cerrar la puerta se chocó de bruces con Gheser, que esperaba paciente a la puerta. Fue tal la distracción del pelirrojo que cayó al suelo de culo, mirándolo luego desde los pies hasta la cabeza con un gesto estúpido. Meneó la testa un par de veces con rapidez, como queriendo deshacerse de aquella incómoda sensación que le presionaba.
—Ah, hola —dijo Lugonis, desviando la mirada, intentando disimular sus ojos ojerosos—. Voy a dar una vuelta. Quiero…, despejar. Sí, despejar.
—Pero hoy tenemos que empezar los Lazos, Lugonis —respondió con tono calmo el maestro, no perdiendo un detalle de su alumno; no era ningún secreto para él que estaba muy afectado y que se había pasado la noche en vela, acosado por terrores nocturnos, pero intentó hacer de menos esos evidentes signos de fatiga para no incomodar al pelirrojo—. Es de vital importancia que lo hagamos ya.
—Hoy no puedo.
—¿No puedes? No te entiendo.
—Sí, exacto, no puedo, ¿es que no me entiendes? —espetó Lugonis en tono despectivo.
—¿Y qué es eso tan importante que tienes que hacer, si se puede saber?
—Eso a ti no te importa. Déjame pasar. ¡He dicho que te apartes!
Lugonis forcejeó con Gheser, tirándole de la ropa, empujándolo con toda la fuerza que tenía en el cuerpo. En un momento, hastiado y desesperado, cargó en su puño derecho una ráfaga de cosmos y la lanzó en forma de golpe contra el estómago de Gheser. El impacto hubiese roto una roca, sin ninguna duda, pero se estampó contra el duro abdomen del caballero de Piscis, sin hacer que este se moviese siquiera. Ni le rasgó la camisa que vestía.
El pelirrojo dio un paso atrás sin perder de vista el rostro de Gheser. En el fondo, sabía que lo que había hecho estaba mal, estaba muy mal, y que estaba siendo un completo idiota. Sus ojos se llenaron de lágrimas que rápidamente rebosaron y se deslizaron por sus mejillas. Apretó los puños, agachó la cabeza y se quedó tieso como una estaca, haciendo fuerza con los dientes.
—De verdad, de verdad necesito irme…
Gheser estaba impertérrito ante el impacto. Lo había sentido, pero era como una picadura de mosquito en la dura piel de un rinoceronte. A pesar de que su cuerpo aún estaba maltrecho del combate contra Zarrampla, se había recuperado bastante bien gracias a un zumo que Aramar, el infame, pero bienintencionado curandero del Santuario, le había preparado, haciéndole sentir más vigoroso y permitiéndole reducir el dolor de la pierna y el brazo.
—Tienes tres horas. ¿Está bien? Esta noche comenzaremos los Lazos sin tardar.
Las calles estaban abarrotadas. La gente se chocaba unos con otros sin ningún cuidado. Se empujaban, se gritaban y casi se peleaban por los últimos stocks de inventario que quedaban en algunos puestos. Los caballeros ya habían tenido que separar a varias mujeres y a un par de hombres que se enzarzaron a puñetazos por los dos últimos melones que quedaban en todo el mercado. El espectáculo era digno de ver, a la par que deplorable.
Lugonis, como podía, se hacía hueco entre la muchedumbre. A pesar de su pequeño cuerpo, conseguía atravesar con soltura al gentío y pasar entre las manos que volaban para coger todo lo que podían. Era cuestión de tiempo, quizás horas, quizás minutos, que la ropa comenzase a escasear y que la fruta se terminase.
Al pelirrojo le llovían empujones y golpes por todas partes, tanto, que se llevó un puñetazo en la cara porque alguien estaba intentando agarrar una manzana desde casi el medio de la calle por culpa de toda la masa de gente que se formaba alrededor de los puestos. Al sentir el calor de la sangre correr por sus labios dirigió una mirada afilada e iracunda al pedazo de idiota, como se decía a sí mismo, que no sabía tener cuidado, pero este ni siquiera le pidió perdón.
Enfurecido, se lanzó encima del hombre con fuerza y le golpeó el bajo vientre. El tipo cayó al suelo, confundido y desorientado. Miró a los lados, arriba y abajo, pero no sabía qué le había dado. Lugonis, al verlo desplomarse, se le puso encima, con las rodillas hincadas a ambos lados del tipo para que no pudiese levantarse. Al ver el estruendo, la gente comenzó a hacer un corrillo alrededor de ellos, dejando un hueco vacío en la calle, en el que solo estaban Lugonis, y debajo, el tipo al que había atacado.
Con la derecha, lanzó un golpe contra su rostro, y tal fue su fuerza que el tipo perdió un diente y salpicó de sangre la ropa amarronada del pelirrojo. Luego enganchó otro golpe con la misma mano, agarrando con la izquierda el cuello de la camisa del pobre desgraciado que ni siquiera podía defenderse. Y luego vino otro, y otro, y otro. Hasta que toda la camiseta se le había vuelto roja, tanto al joven como al hombre, que había perdido la consciencia y tenía cortes y hematomas por todas partes de la cara.
Más tarde que pronto, e imposibilitado por el tumulto que, tan curioso como morboso, impedía el paso, un joven acudió. Apartaba a brazos llenos a la multitud como podía, y atravesaba lo mejor que se le permitía los estrechos caminos que la gente dejaba. El silencio era tal que se podían oír los golpes casi con eco.
El joven abrazó a Lugonis con fuerza, impidiendo su movimiento. Al principio, Lugonis no respondió más que con forcejeos y traqueteos, desatado.
—¡Suéltame, maldita sea, suéltame de una maldita vez! —gritaba completamente fuera de sí.
Sin hacer de menos el agarre, lo sacó del círculo que se había formado, arrastrándolo. Lugonis pataleaba fuera de sí, intentando avanzar, ya sin siquiera preocuparse de quien lo agarraba. Solo quería seguir golpeando, seguir expulsando su furia por los puños. Necesitaba desahogarse, deshacerse de todo lo que le pesaba tanto. Y no era solo por capricho, era por justicia, ya que aquel idiota ni siquiera se había disculpado.
El círculo de gente se abría para dejar pasar al joven que tenía agarrado a Lugonis. Se escuchaban comentarios en voz baja, cuchicheos, alguna risa, pocos llantos y mucho más silencio del que debería haber, solo roto por los gritos de ¡Suéltame ya, voy a matarlo, voy a matarte! de Hidra.
En cuestión de minutos, el mercadillo volvió a la normalidad. Un par de Saints llevaron al hombre, inconsciente, al puesto de avanzada del galeno. Todos los espectadores se desentendieron rápidamente y volvieron a sus compras, mencionando de vez en cuando, entre risas y comentarios totalmente fuera de lugar, que un niño le había dado una paliza a un señor hecho y derecho.
—Seguro que es uno de esos afeminados.
—¿Cómo le puede pegar un simple niño?
—¡Hay que ver la de salvajes que hay en este pueblo!
Lugonis fue arrastrado mientras gritaba. Por mucha fuerza que hiciese le era imposible soltarse del poderoso agarre al que estaba sujeto. Pataleaba, golpeaba, casi mordía, pero los brazos que lo tenían bien encadenado no se hacían de menos en ningún momento. A Lugonis llegó casi a faltarle el aire de la presión a la que se veía sometido.
Doblaro un par de calles a la izquierda y luego una a la derecha, atravesando la muchedumbre que los miraba extrañada, dejando la mirada atrás hasta que estos se perdían en una esquina. Una vez se hubieron alejado lo suficiente, se adentraron en un callejón que, incluso siendo de día, estaba oscuro. El olor era casi insoportable: heces y orina, sin duda algo totalmente insalubre, pero eso importaba poco.
El joven de pelo castaño empotró la espalda de Lugonis contra la pared y lo agarró con fuerza por los hombros mientras el otro forcejeaba sin éxito.
—¡Déjame, déjame en paz, voy a matar a ese matula[i], y a ti como no me sueltes! —chillaba el pelirrojo mientras movía los hombros.
—Eh, calla. Espera. ¡He dicho que te calles la boca! —respondía el otro, perdiendo la paciencia por segundos.
—¡No quiero! Ese stronzo va a pagar.
—¡Cálmate, cálmate ya!
—¡Suelta!
—¡No te voy a dejar ir hasta que te calmes!
La conversación siguió de aquella manera durante, al menos, media hora. Los insultos salían de la boca de Lugonis con una fluidez anormal, uno tras otro, introducidos de manera inteligente en cada frase, y sin repetir ninguno. Al final, tras cansarse ambos de aquel diálogo de besugos, los ánimos se calmaron. Lugonis respiró buscando aire, ya que el forcejeo con todo su cuerpo lo había dejado molido.
—Dime cómo te llamas —preguntó el joven de cabello castaño.
Sin embargo, el pelirrojo entornó la cabeza, negando el contacto visual. Guardó silencio en todo momento, intentando no hacer el menor ruido, no queriendo darle esa satisfacción a aquel desconocido.
—Vamos. Soy un caballero, no te voy a hacer daño. Solo quiero ayudarte y llevarte con tus padres. ¿Estás perdido?
—Yo no tengo padres.
—Ah, bueno, pues…, ¿vives entonces en el Orfanato?
—No.
—¿Eres de por aquí?
—Sí.
Los monosílabos y las monótonas respuestas de Lugonis comenzaron a sacar de quicio a aquel joven, que, por mucho que se esforzaba, no conseguía avanzar ni un solo paso.
—Vaya fuerza que tienes. ¿Cómo es que golpeaste a ese tipo?
—Me pegó un puñetazo y ni siquiera se disculpó.
—Escucha. Dime tu nombre y procuraré que no te pase nada malo, ¿vale? Los caballeros como yo solemos convencer mucho a la gente.
El pelirrojo volvió a girar la cabeza, pero comenzó a relajar los brazos. Sabía que la había fastidiado al hacer daño a un civil por asuntos de ego. Se miró las manos: sabía que Gheser le iba a dar una buena paliza cuando se enterase, aunque, pensándolo bien, no es que fuera algo que no mereciese. Iba a heredar la legendaria Cloth de Piscis, y no podía comportarse así con un pobre hombre.
—Me llamo Lugonis —respondió al fin, dubitativo y muy despacio.
[i] Cabeza hueca en latín.