Saludos
Como voy a tener una semana algo ajetreada, decidí adelantar la publicación del capítulo 4 a hoy, 22 de febrero de 2016. Esto significa que no habrá capítulo el 26 de este mes.
Pero primero, lo primero. ¡Reviews!
Cástor_G. Las hormigas son todo un misterio, pero al menos ya sabemos que los asgardianos no dedican su tiempo libre a librar batallas con los entrañables personajes de Antz. Como casi todos los elementos importantes de Dos Tierras, tarde o temprano lo sabremos todo de estos legionarios.
En este capítulo quedará más claro que es el mismo personaje, pero no la santa de Escorpio, así que siéntete libre de inspirarte en Red Sonja.
A veces les dicen muvianos y otras lemurianos, yo en su día creí que eran sinónimos pero luego supe que no. En todo caso, lo único que tiene de especial Julio es que puede utilizar el cosmos, no tiene nada que ver con Sion, Mu o Kiki. Al crearlo simplemente asumí que la mejor forma en la que un niño podría manifestar poderes sobrenaturales sin quedar forzado era con telequinesis.
Recuerdo que hace años no estaba bien visto usar monstruos en historias de Saint Seiya, y me estaba preguntando si aquello había cambiado. Me alegra que haya gustado, y más aún que la batalla haya quedado bien (y corta, que es mejor, ¡con lo mal que se me da a mí resumir!).
Siempre tengo errores, pero haciendo memoria me parece que el capítulo 3 tuvo muchos cuando lo publiqué, y hasta tuve que arreglar varios con el capítulo ya publicado. Espero que no ocurra lo mismo con este.
-ñ-. Describir paisajes y personas es uno de mis puntos débiles, y quedo peor cuando decido ponerme experimental. Me anima saber que la batalla con el gusano quedó mejor, espero poder mantener el nivel (o superarme) en próximos combates.
Con un menor en el capítulo no me permitieron poner alcohol y mujerzuelas... Por poco me detienen y todo.
Killcrom. Los cambios que hago post-test no suelen ser demasiados. El cambio importante ocurrió entre la desastrosa primera versión y esta, que al parecer quedó mucho mejor para ambos.
Sobre las batallas... Debería tener presente que cuando dos personajes combaten no tengo que escribir el trágico destino de la cuarta piedra bajo los árboles gemelos, sí. La paradoja es que cuando voy al grano acabo preguntándome si me he quedado corto. En el caso de este capítulo creo que no, por fortuna.
Felipe. Los errores, oh, los errores. Agradezco que me los remarques, así los puedo arreglar para el PDF.
Según tengo entendido, Shabdiz significa "medianoche".
Escribir sobre Julio me salió prácticamente natural, fue bastante divertido y un sople de aire fresco para lo que vino después. Sobre sus poderes, la verdad es que yo siempre los había superado, pero al tener entre mis manos a un niño y un cosmos durmiente lo mejor que se me ocurrió fue hacer que pudiera mover cosas de la mente en lugar de lo que ocurrió con Tenma (LC). Supongo que fue fácil teniendo en mente a Kiki en todo momento.
Desde que decidí escribir Dos Tierras ya tenía en mente el contraste entre mitología romana y nórdica, así como entre sus tierras, y veo que funcionó perfectamente. Eso sí: al principio tuve la idea de escribir los capítulos en el Nuevo Mundo después de los capítulos de Asgard, pero afortunadamente todos me dijeron que no.
No es la primera vez que creo una orden de guerreros que pertenecieron originalmente a distintas órdenes (cofcofAstraPlanetacofcof), pero suena acorde, ¿no? Que el dios de la guerra, aparte de un grupo de allegados, pudiera recolectar soldados de distintos ejércitos, y no necesariamente santos. La idea me dio vueltas cuando Sonia murió, y yo refunfuñaba que habría sido más interesante que muriera Edén y el grupo protagonista no fuera solo de santos. La negación, como quizá sepas, pega fuerte.
No sé quién sea esa tal Raki, yo no he dado nombres... ¡No! ¡Mi cuenta no! ¡No ha sobrevivido a años de inactividad para esto!
T-800. Demasiado misteriosas son estas hormigas. ¿Qué estarán tramando detrás de las sombras?
Es esa Sonia en la que estás pensando, más o menos (la armadura, por ejemplo, difiere un poco), y Julio no pertenece a ninguna raza especial, simplemente manifiesta su cosmos mediante telequinesis.
The Ilusionist. Para llamarse Dos Tierras llevábamos demasiado tiempo viendo una sola, la saca y fría (aunque espléndida, en el anime) Asgard. Sobre Sonia, seguramente tus dudas se verán más o menos resueltas en este capítulo.
-ñ-. Me he marcado un Kurumada, y lo peor es que probablemente este mes también lo haga... ¡Soy un desastre!
blackdragon. Aunque suene trillado: ya estamos viendo los dos lados del tablero y las piezas del ajedrez. ¿Las principales, o solo la primera línea? Por un lado, los asgardianos y sus sacerdotes, por otro, las hormigas y sus generales. Aquí conocerás un poco más del lado rojo de la contienda, espero que lo disfrutes.
Lunatic BoltSpectrum. ¡Y no tendrás que esperar más! Es bueno que te esté gustando esta historia, porque aún apenas estamos en la introducción, el entrante, el pincho de... Bueno, se entiende.
Muchas gracias a todos por sus comentarios, saber lo que va bien y lo que va mal me ayuda mucho, aunque entiendo que publicar cada mes puede quedar tardado. Sin más preámbulos, les dejo el capítulo 4 de Dos Tierras:
Capítulo 4. Hijos de la guerra
Las cabezas de los últimos herreros de Jamir rodaron sobre el altar de Jano, que era una sencilla elevación circular de piedra.
—¡Yo te invoco, Remo! Hijo de Marte y Rea Silva por la sangre, hijo de Lupa por el espíritu. ¡Hermano! ¡Acepta mi ofrenda y atiende mi llamado!
Al terminar aquel conjuro, Sonia contempló un rato la falsa puerta del altar, apenas un arco con la efigie de Jano en la pieza clave. Esperaba el juego de luces habitual, sonidos desgarradores que anunciaban la apertura en un portal en el espacio-tiempo… No ocurrió nada, y cuando empezaba a asumir que nadie acudiría, Remo simplemente apareció a un par de metros de ella.
Se trataba de un hombre inmenso —en más de un sentido—. Medía más de dos metros, y aun así se las había apañado para tener sobrepeso en apenas unos lustros de paz. La holgada toga que vestía hacía un buen trabajo ocultando su cuerpo, pero nada podía hacer con las regordetas manos o la notable papada.
—Hermana —saludó el cónsul, representante en el sur de la voluntad del emperador—. Veo que has cumplido tu misión. No, has hecho más que eso.
Sonia siguió la mirada de Remo hasta la cabeza de la niña. No dio ninguna explicación. Sabía que Remo, como hijo natural de Marte, podía recrear cualquier batalla.
En ello estaba el cónsul del Sur. Sus ojos verdes atravesaron el tiempo y el espacio hasta poder ver la historia de aquellos muertos. El rebelde Kiki, el último maestro herrero, había escapado incontables veces de todo intento de captura, a menudo burlándose de hormigas y pretorianos por igual. Primero dejaba que lo localizaran mientras trataba de encontrar potenciales aprendices que pudieran reconstruir el ejército ateniense, y en el último momento, cuando parecía que no tenía escapatoria, recurría a la teletransportación yendo al otro lado del Nuevo Mundo mientras sus enemigos solo parpadeaban, incrédulos. Frecuentaba especialmente los pueblos recién construidos, pequeños asentamientos de unas pocas viviendas destinadas a las gentes que deseaban vivir de la tierra, lejos de las ciudades.
Dada la forma en que el emperador había dividido el gobierno y el ejército del imperio, con cada cónsul y guardia pretoriano limitado a un sector, resultaba imposible lidiar con alguien que podía aparecer y desaparecer a su antojo. Tampoco ayudaba que hubiese viejas rencillas entre los generales del ejército, antaño miembros de órdenes sagradas enfrentadas. Por ello, Sonia, sin el título que merecía por sangre o el rango que merecía por sus hazañas, fue la candidata ideal para resolver el problema, y su propuesta estuvo a la altura de las circunstancias: si no podían capturarlo, lo ejecutarían.
Habiendo recabado toda la información posible sobre Kiki y los fallidos intentos por atraparlo, Sonia posicionó hormigas en todos los lugares en los que el herrero había estado. Utilizó pequeños grupos, pues Kiki acostumbraba a escoger escenarios que le favorecían, o que al menos eran letales para los grandes ejércitos que los generales solían movilizar. Sin querer, Remo desvió su atención a algunos de aquellos fracasos: una centuria caminando por la ladera de una montaña, aplastada por una avalancha; cientos de legionarios ocupando túneles en los que abrir agujeros en el suelo o provocar un derrumbe era cuestión de un simple pensamiento para quien buscaban; una presa derramándose sobre un pueblo vacío, barriendo con una cohorte… No solía haber demasiados muertos, las hormigas tenían una resistencia sobrehumana, pero sin duda siempre había un fracaso.
Cabeceando de un lado a otro, Remo se concentró en lo que importaba. Sonia no se conformó con esperar a que Kiki cayera en alguna de sus trampas. El imperio tenía soldados más que suficientes para ocupar cada zona frecuentada por el herrero, pero con eso solo conseguía que este fuera más precavido, que buscase más lugares seguros en aquel vasto mundo, y como no era una persona violenta, solo las batallas en las que se defendía de sus perseguidores llegaban a los sentidos de los hijos de Marte.
Así que Sonia decidió romper el espíritu de aquel pícaro rebelde.
Cuanto más vislumbraba el cónsul, más pálida se le ponía la piel. La Regina buscó a los aprendices de Kiki —prácticamente todo aquel que tuviera cosmos y no formara parte del ejército—, y los ejecutó públicamente. Colgó cuerpos y cabezas en las plazas de los pueblos que el herrero frecuentaba. Asumía que tarde o temprano Kiki vería los cadáveres o escucharía alguna conversación entre los horrorizados aldeanos. Hasta entonces nadie había sido asesinado en el Nuevo Mundo, así que sin duda se hablaría mal y mucho sobre aquellas ejecuciones.
Pero no fue Kiki quien se dejó llevar por la rabia, sino su más aventajada alumna. En campo abierto, una niña pelirroja apareció de la nada para impedir la ejecución de un par de hermanos que corrían desesperados. Mediante un ataque invisible detuvo a la hormiga que iba a asestar el golpe fatal, paralizándola, pero el resto del contubernio le impidió poner a salvo a los jóvenes, quedando obligada a pelear para asegurar su huida. A Remo le sorprendió ver tanto poder en aquel cuerpo menudo: usando la telequinesis, no solo derribó a las dos hormigas que se le abalanzaron, sino que además hizo que las demás volaran por los aires, desarmándolas.
«No —pensó Remo—. No quiero ver eso. ¡No quiero ver algo tan aberrante!»
Por un momento sucedió un pulso entre las visiones llamadas por la sangre de Remo —la misma que la de Marte, dios de la guerra— y su voluntad. Vio un gran árbol arrancado del suelo, y luego lo vio girando de un lado a otro, golpeando con fuerza a las hormigas en toda clase de arcos. Al final, la voluntad de Remo triunfó, y no solo no tuvo que ver el resultado de la batalla, sino que el cadáver de la niña desapareció.
Ahora no había solo seis legionarios, sino más, muchos más. El campo de batalla estaba cubierto por una legión entera que había emergido desde la oscuridad del suelo. Seguramente eran los efectivos que Sonia había dispersado por el mundo para localizar a Kiki, pues en enfrente de aquel ejército se hallaba el rebelde de Jamir: un hombre de mediana estatura y desordenada melena roja. Lo rodeaba una esfera invisible que debía servirle de campo de fuerza, una variante del Muro de Cristal de su maestro.
Como de costumbre, solo una hormiga se adelantó para tantear al enemigo. Sosteniendo la lanza con ambas manos, cargó contra Kiki y en el momento en que la punta chocó contra el campo de fuerza, el arma se encendió en un fuego mágico capaz de consumirlo todo. Remo supuso que el ataque sería regresado a aquel entregado legionario, advirtiendo al resto de que debían guardar distancias, pero algo inaudito sucedió.
La Esfera de Cristal se curvó como una burbuja apenas acariciada, y de su superficie cristalina surgieron pequeños orbes que, al hacer contacto con las hormigas que estaban cerca, se agrandaron convirtiéndose en prisiones esféricas que regresarían hacia dentro cualquier ataque realizado por sus prisioneros. La que había atacado se vio envuelta en las llamas que había querido utilizar contra Kiki, desintegrándola en cuestión de segundos antes de que la esfera explotara.
Esbozando una sonrisa burlona, el herrero de Jamir presionó el escudo que lo rodeaba y más orbes cristalinos emergieron de él. Las hormigas quisieron retroceder, pero eran demasiadas y estaban demasiado cerca unas de otras. La primera línea acabó encerrada en múltiples prisiones esféricas, y en cuanto estas rozaban el suelo, surgían más burbujas que se dirigían a cualquier enemigo que estuviera cerca, agrandándose al mero contacto y convirtiéndose en un encierro inexpugnable. De forma inaudita, el efecto dominó dejó incapacitada a la legión sin que Kiki diera un solo paso.
Inmediatamente después, una figura encapuchada surgió de la sombra de un árbol. Se trataba de Sonia, que había observado la corta contienda desde el pasaje oscuro que solo ella y las hormigas utilizaban. Sus hombres se hallaban en las alturas, flotando confundidos en el interior de burbujas cristalinas que daban al cielo la apariencia del océano. Sonia carraspeó: Kiki había sido lo bastante listo como para alejarlos del suelo, de cualquier sombra que pudieran usar para escapar.
—Esto es ridículo —espetó la Regina al contemplar aquel absurdo espectáculo.
—Este nuevo mundo es ridículo —dijo Kiki. La tranquilidad que mostraba era admirable, aunque solo era una máscara ocultando la furia que sentía; como la cima de un volcán dormido esperando a entrar en erupción. Sus ojos, inquietos y vivaces, parecieron ver la identidad de su enemiga a pesar del embozo—. Tu gente es ridícula.
Veloz, Sonia acometió contra el último herrero de Jamir. Las garras metálicas de la mujer llegaron a atravesar el campo de fuerza de Kiki, pero solo rasgó las vestiduras. El ataque, realizado para matar a un hombre desprotegido, no pudo hacer nada contra la solidez de la armadura dorada que ocultaban las prendas del revelado santo de Aries. Este, entendiendo enseguida la superioridad de la mujer en el cuerpo a cuerpo, desapareció en menos de un parpadeo.
Si Remo no hubiese visto la cabeza decapitada de Kiki con sus propios ojos, pensaría que aquel era otro de los tantos fracasos del ejército, que tanta muerte había sido en vano. Pero enseguida se supo equivocado: el santo de Aries flotaba en el aire, precavido. Tan pronto Sonia lo vio, lanzó desde sus dedos sendos proyectiles flamígeros, pero al santo dorado le bastó interponer una de las innumerables esferas que lo rodeaban. El ataque fue regresado a tierra, y entre la curva pared cristalina, una hormiga parecía querer disculparse por aquello.
El titánico duelo dio inicio. Remo, mudo espectador del enfrentamiento, no pudo sino admirar el ingenio de Kiki; cómo empleaba la telequinesis para hacer de todo una herramienta útil para el combate: desde cuanto había en la superficie hasta el suelo y el cielo mismo, lleno de escudos. Aparecía y desaparecía allá donde quisiera mientras que ponía todo el escenario en contra de Sonia, la mujer a la que debía apoyar. ¡Era imposible hacerlo! Estaba viendo a un heraldo de los héroes de antaño, quizá el último que la humanidad vería. En el fondo, algo en él deseaba que ganara; le conmovía la determinación del último herrero de Jamir, o más bien, del último santo de Atenea.
La astucia y habilidad de Kiki le permitieron prolongar la batalla durante horas. Una tormenta empezó y acabó mientras aquellos dos luchaban sin permitirse un respiro. Un rayo cayó entre ambos, iluminando a Kiki en las alturas, donde Sonia parecía una con las sombras, como si el mismo Júpiter aprobara los actos de aquel guerrero. Cuando el agua dejó de caer y las nubes empezaron a dispersarse, el santo dorado se cubrió de un cosmos solar, y las estrellas del cielo nocturno parecieron caer como hilos de luz.
«Revolución de Luz Estelar —pensó Remo al ver aquellos haces incontables asediar a Sonia, unos buscándola directamente, otros aprovechando el efecto rebote que permitían las Esferas de Cristal.
Impotentes, las hormigas vieron cómo Sonia lidiaba con la red de luz. Las ropas negras fueron despedazadas, revelando una armadura no muy distinta de la que portaban las hormigas, y solo una combinación prodigiosa de rapidez y agilidad le permitieron salir indemne. Aun así nada había cambiado: ella era fuerte, más fuerte que el enemigo, pero no podía alcanzar a Kiki entre las cárceles esféricas que utilizaba como escudos.
Una hormiga pensó aquello durante largo rato, con las emociones ocultas por un velo de sombras, y mientras pensaba apretó la lanza con tanta fuerza que empezó a agrietarse. Miró a Sonia, que se preparaba para evadir un nuevo ataque, y miró a sus compañeras: ¡la legión entera había resuelto lo mismo! Una tras otra extendían los brazos al frente y presionaban con fuerza las lanzas doradas. Si vivir era un estorbo para la Regina, dejarían de hacerlo; si la muerte era la senda hacia la victoria, morirían. Al romper las armas, un infierno blanco se desató dentro de cada esfera, consumiendo por igual prisionero y prisión. En el último momento, destacando aun dentro del fulgor, los ojos de la hormiga que inició aquel suicidio buscaron los de Sonia, tal vez pidiendo a su Regina que siguiera el camino que había construido para ella.
Sonia no permitió que Kiki tuviera tiempo para realzar cualquier escudo. Se lanzó sobre él en un salto feroz en cuanto las llamas blancas dejaron de cubrir los cielos, y ambos cayeron en la tierra como un meteoro ardiente. Tras aquel revés, la batalla redobló en intensidad. Santo y Regina olvidaron cualquier otro recurso aparte de ellos mismos. Las patadas de ambos abrieron la tierra, y los puños entrechocaron desgarrando el cielo, todo en busca de poner acabar con el contrario.
Lo último que Remo pudo ver gracias a la sangre de Marte fue un hondo y yermo valle donde antes hubo un amplio llano. Los alrededores estaban llenos de cráteres a cuál más profundo, y en el fondo, lejos de los primeros rayos de sol, el brazo de Sonia atravesaba el corazón del santo de Aries. Este trató de decir algo, quizá pedir disculpas, pero de sus labios agrietados solo manó sangre. Al caer a la tierra árida, el líquido carmesí se tornó en cosmos dorado, y un espacio negro punteado de estrellas llenó el interior del nuevo valle, envolviendo a Sonia y el moribundo herrero de Jamir. Los fútiles y suicidas estertores finales de la justicia ateniense se manifestaron como una infinidad de luces.
***
Toda aquella visión ocurrió más allá del curso normal del tiempo. Para Sonia apenas habían pasado segundos en los que Remo solo cabeceó y parpadeó un par de veces.
—¿Cuántos inocentes tuvieron que morir para esto?
—Menos de los que habrían muerto dentro de veinte años, en otra inútil Guerra Santa —contestó Sonia—. Todo fue por el bien del señor Marte.
—En este mundo, solo las hormigas deberían pensar así.
—¿Cuál es la diferencia entre una hormiga y yo, exactamente?
—Tú tienes libre albedrío. Puedes elegir.
—¿Como eligieron los habitantes de este mundo?
—Nuestro padre no les quitó el libre albedrío —aseguró Remo, enérgico, aunque pronto su voz perdió fuerza—. Son genuinamente bondadosos. No debemos traer la batalla a las vidas pacíficas que ahora llevan los humanos.
—Es lo menos que merecen luego de haber sacrificado tanto —convino Sonia, sobresaltando al cónsul del Sur—. No es un secreto que la población de la Tierra era mucho mayor que la de este mundo. Mucho más.
—Él tuvo que elegir, y eligió a los dignos. Nos salvó. Debemos estarle agradecidos.
—Sí. Gracias a que alguien decidió dejar de respetar el libre albedrío de los hombres, la humanidad pudo salvarse. Parece que al final no era tan importante poder elegir.
Remo suspiró largamente, sin entender cuál era el punto de Sonia. Hablar de la criba a la que Marte sometió a la humanidad el mismo día en que confesaba haber asesinado a inocentes era como condenarse a sí misma. Cualquier otro, así fuera el más notable miembro de la Guardia Pretoriana, habría muerto fulminado por el emperador.
Uniendo las dos manos, recogió las cabezas de Kiki y su discípula y caminó hacia una de las doce columnas que rodeaban el altar de Jano.
—No las pises, por favor. —El cónsul caminó entre uno de los senderos de tierra que partían del altar, separando cuatro porciones llenas de amapolas y otras flores hipnóticas. Sonia obedeció, siguiendo al amplio hombre hasta la columna.
»¿Por qué no huyó? —preguntó mientras la tierra frente a él se movía por sí sola, formando dos pequeños huecos a modo de tumbas—. ¿Por odio? ¿Por venganza?
—Es un santo de Atenea —apuntó Sonia—. Luchamos por el alma de la mocosa. Si huía, las hormigas la arrojarían a los rincones más profundos del Erebo.
—Era una niña —susurró Remo. La papada le temblaba, y los ojos se le humedecían sin remedio—. Eran niños. Demasiados niños.
—Yo también lo fui. Los niños crecen —espetó la mujer.
Al colocar las cabezas en las improvisadas tumbas, Remo removió los montoncitos de tierra por encima de ambas, y la aplanó con algunas palmadas. En el proceso se manchó una de las bandas de la toga, del púrpura y dorado que solo los cónsules y el emperador vestían. Otra prueba de la autoridad de Remo era el laurel que le ceñía la coronilla calva, y que al incorporarse estuvo a punto de caer al suelo.
—No me ensañé con nadie —aclaró Sonia, quizá por haber recordado quién era la persona con la que estaba hablando, quizá por ver a aquel semidiós llorando—. Excepto el santo, ninguno sintió dolor. Simplemente murieron.
Remo se limpió la cara con la manga, aunque más lágrimas se derramaron. Aun abajo, entre briznas de hierba y tierra, empezaba a fluir una fina capa de agua que Sonia atribuyó al poder del semidiós, especialmente al ver que el líquido se desviaba sin alcanzar las dos pequeñas tumbas.
—Ha terminado —dijo Sonia—. Ya no queda nadie que pueda reconstruir el Santuario.
—No —dijo Remo, rotundo—. No acabará hasta que nos libremos de ese planeta maldito. Esa caja de Pandora que mantiene vivo nuestro pasado vil y violento.
—La Tierra.
—Sí. Murió hace mucho, y sin embargo sigue atormentándonos. Es por culpa de Asgard. Esa tierra es el ancla que mantiene el Viejo Mundo conectado al Hades.
Sonia parpadeó, extrañándole las palabras de Remo. Sonaba a delirios, pero el cónsul no era la clase de persona que deliraba.
—¿Asgard? ¿El Hades? ¿Podrías empezar por el principio?
—Sería demasiado largo, hermana. Aunque puedo decirte algunas cosas —decidió de pronto—. Asgard es una teocracia que se halla en el extremo norte del Viejo Mundo. La dirigen sacerdotes de dioses distintos a los nuestros, que solo saben de la muerte y la batalla. Me gustaría decir que son solo bárbaros, y más o menos así es, pero son bárbaros con autoridad sobre el ciclo de reencarnaciones. A través de sus oraciones, mantienen el flujo de las almas de los hombres donde siempre ha estado, entre la Tierra y el Hades. Mientras esas personas sigan con vida, nuestros muertos nunca serán nuestros muertos. El alma de esa niña que mataste no ha hallado la paz aún, ni la hallará de ninguna forma si no hacemos algo.
—Así que por eso llorabas —entendió Sonia—. Pensándolo bien, ya he oído hablar antes de Asgard. Mykene fue destinado allí.
—Y ha fracasado una y otra… ¿De dónde sale tanta agua?
—Pensé que tú la habías convocado —dijo Sonia. Remo cabeceó negativamente a la vez que pisaba molesto el suelo mojado.
Para alguien que podía conocer cualquier batalla que hubiese sucedido, resultaba hilarante que no se hubiese percatado del agua hasta tener los pies empapados. Sin embargo, Sonia no rio. Más bien, frunció el ceño al tiempo que miraba al altar de Jano. El río fluía desde ahí, como venido de ninguna parte, trayendo consigo piezas de metal negro, pedazos del tipo de armadura que llevaban las hormigas.
Mágicamente, el agua se alzó como un torrente allá donde estaban Sonia y Remo, tomando enseguida la forma de un hombre de rubios cabellos rizados y sonrisa perpetua. Un palo afilado que antes flotaba sobre el líquido acabó entre los alargados dedos de Anteros, encarnación del río Tíber.
—¡Cuánto tiempo, Sonia! —Un largo abrigo púrpura con motivos dorados cubría a Anteros, signo de su posición como cónsul del Este—. Hueles a sangre, ¿lo sabías? Deberías darte un baño. —La apuntó con el palo. Su punta afilada estuvo a un centímetro de rozarle la mejilla, y de ahí descendió a través de la barbilla y el cuello hasta llegar al pecho, protegido por la negra capa y una coraza carmesí—. ¿Qué te pasa con este trozo de madera? Tu corazón late muy deprisa. ¿Será por…?
Sonia pretendió callar a Anteros de un manotazo, pero este se deshizo en el momento justo. Atrás, el agua volvió a amontonarse hasta adquirir forma antropomórfica. Pícaro, el cónsul del Este removió el cabello de la mujer con aquel intento de lanza, sin duda la que Julio, el niño de Olimpia que quería ser soldado, se había fabricado.
—Siempre pasa igual contigo. Tienes un muñeco, perdón, un subordinado nuevo y te vuelves sobreprotectora. —Aunque Sonia se giró rápidamente, tan pronto lo hizo Anteros ya estaba de nuevo delante de ella, picándole en la espalda baja como si fuera un niño en el cuerpo de un adulto—. ¿No fue eso lo que ocurrió con aquella santa de plata? ¿Cómo se llamaba? ¡Oh, quién se acuerda de eso!
La Regina y el cónsul estaban frente a frente. Una observando molesta el palo que el díscolo gobernante toqueteaba, el otro sosteniendo con descaro el mentón de la mujer.
—Detente, Anteros. —Remo había adquirido al fin el coraje para retar a la encarnación del ser que le salvó la vida.
—Vaya, vaya. Tu tono cambia mucho cuando no eres un bebé en una cesta a merced del curso de un río, ¿verdad? —Anteros fulminó al cónsul del Sur con la mirada provocando que retrocediera, y luego regresó su atención a Sonia—. Además, yo solo estoy jugando. ¿Recuerdas, querida princesa, cuando solo eras una niña y tenía que limpiarte la espalda porque mamá y papá estaban ocupados? —La figura del hombre se hundió en el agua antes de que Sonia reaccionara. Resurgió a centímetros de la mujer, abrazándola con delicadeza—. Yo soy un amigo, no pretendo mandarte al exilio con cuentos sobre la perversa Madre Tierra que nos vuelve conflictivos. Porque sabes que Remo te manda con los salvajes de Asgard para que nuestro paraíso tenga una perturbada menos, ¿verdad?
—Fueron demasiadas muertes —se quiso explicar Remo.
—En tu noble raza hay quienes pintan, quienes esculpen y quienes matan. Algunas formas de arte son más apreciadas que otras, supongo, pero yo no soy así. ¡Mucho menos con nuestra princesa! —Confiado por la pasividad con la que Sonia afrontaba su gesto, acercó los labios a la oreja de esta y susurró—: Si quieres tocar el acordeón con los intestinos de ese viejo sacerdote, yo seré tu público, mi pequeña loca.
Incapaz de soportar más aquella insolencia, Remo hizo ademán de intervenir, pero se detuvo antes de siquiera dar un paso. Un escalofrío le recorrió la espalda. De pronto el agua que le mojaba los pies y la toga se le antojó especialmente helada. Desde la sombra de Anteros habían surgido tres estacas negras, las cuales atravesaban a la encarnación del Tíber de lado a lado. Aparentaban ser sólidas, pero a pesar de que Anteros estaba aprisionado por estas, ni las ropas ni el cuerpo del cónsul del Este habían sufrido daño alguno: solo su alma era prisionera de aquellos picos espectrales.
—Me temo que el peor lugar desde el que pueden atacarme es la espalda. —Sonia contempló desapasionadamente a su prisionero. Anteros no podía simplemente fundirse con el agua, estaba anclado a aquel lugar y solo podía cambiar su apariencia. Sus facciones variaban constantemente, en forma y edad.
»¿Qué significa esto? —cuestionó, mostrando la lanza que le había arrebatado.
—Un niño de Olimpia vaga por la peligrosa llanura de Tharsis rodeado por seis máquinas de matar —se explicó Anteros—. ¿Cómo no iba a preocuparme?
Impulsiva, Sonia golpeó el rostro infantil que ahora mostraba Anteros. Le rompió la nariz, y la sangre manó profusamente hasta manchar las ropas púrpuras, oscureciéndolas. El cuerpo del hombre vibró; piel y vestimenta se ondularon como el agua de un estanque tras el paso de una piedrecilla.
—El chico está bien —aseguró Remo, cuyo motivo de preocupación había cambiado de un momento a otro—. Hermana, no es la mejor persona de este mundo, pero es el cónsul del Este.
Sonia miró a aquel hombre orondo con severidad. Tan pasivo, temeroso de cualquier conflicto que pudiera ocurrir. Débil. Sintió que las entrañas le ardían, y propinó otro puñetazo a Anteros, aunque esta vez este pudo detenerla.
—Quizá sí que sea una buena idea enviarte a Asgard. —Sonia trató de mover el brazo, pero la presión que Anteros ejercía era la justa para impedírselo—. Oye, ¿no le has oído? Soy el cónsul del Este, se supone que…
—No me importa —dijo, ahora rodeada por un aura flamígera. En torno a ella, la temperatura empezó a elevarse—. Hombres que malgastan el poder que tienen permaneciendo sentados, viendo cómo crece la hierba, no me importa esa clase de gente. —El aire rieló por el calor que la mujer emanaba, el agua en derredor comenzó a evaporarse, y el ardiente brazo de Sonia brilló entre tonos rojos, amarillos y anaranjados—. Sois demasiado débiles para cumplir la voluntad de Marte cuando algo sale mal, ¿y aun así juzgáis a quienes defendemos esta frágil paz? ¡Ridículo!
—¿No te importa la paz que tu padre construyó para ti? —Anteros seguía sosteniendo el brazo de Sonia, poco menos que una antorcha viviente. Remo imploraba que se detuviera, pero él gritaba más fuerte que el orondo cónsul: la situación le excitaba demasiado—. ¡Pues mátalos a todos! A los hombres y a las mujeres, a los ancianos y los niños. ¡A los perros, si es que hay perros en Asgard! ¡Mata a los sacerdotes, a los guerreros del Ragnarok y a esos que se hacen llamar einherjar estando vivos! ¡Mata a todo ser vivo en esa tierra y luego mata a la misma tierra! Tal vez si amontonas todos esos cadáveres y asciendes por encima de ellos puedas mirar los ojos de Marte.
—¡Simplemente apartaos! —clamó Sonia, antes de desatar el fuego que había invocado.
Una explosión se extendió por los alrededores del altar de Jano, borrando hasta la última gota de agua que Anteros había traído hasta allí. También lo que había debajo, el jardín de flores hipnóticas, fue calcinado en un instante a la vez que las columnas que lo delimitaban. El fuego fue mucho más allá, quemando por igual tierra y aire. Solo una zona quedó a salvo: la que servía de tumba para Kiki y su discípula, así como el pilar que les daba sombra. Remo se había interpuesto para protegerla; las palmas de sus manos, extendidas hacia adelante, presentaban severas quemaduras.
—Simplemente debéis apartaros —murmuró Sonia. Un amplio cráter de tierra rodeaba ahora el altar de Jano, el cual no había sufrido daño alguno—, mientras yo protejo el mundo que mi padre creó para vosotros.
Notando que la situación se había calmado, Remo bajó ambas manos, adolorido. Cerca, Shabdiz relinchó, pateando las cenizas que habían quedado por ahí. Para nadie fue una sorpresa que el caballo sobreviviera a la explosión. Después de todo, él era uno de los sementales que tiraban del carro de Marte desde tiempos mitológicos. Respiraba fuego. No existía llama en la tierra o en los cielos que pudiera quemarlo.
—Una exiliada no merece tan noble montura —dijo Sonia, acariciando al semental—. Nos volveremos a ver. Tal vez.
Remo solo reunió el valor para hablar cuando Sonia estuvo a tres pasos del arco que hacía las veces de puerta hacia todas las puertas.
—Mataste a inocentes. Atacaste a un cónsul. Incluso tú, hermana, deberás alejarte un tiempo. Ve a Asgard, ayuda a Mykene a acabar con esos bárbaros para que podamos reunirnos con nuestros muertos, y sin duda el emperador podrá concederte un indulto. Esta será tu última misión: ni la muerte ni la guerra son la herencia de Ludwig.
—No, pero sí son el legado de Marte —dijo Sonia antes de atravesar la puerta, desapareciendo de los ojos de Remo y del planeta Marte, el Nuevo Mundo.
***
Términos:
Rómulo y Remo: Encargados de fundar Roma según la mitología romana.
Rea Silvia: Madre, junto a Marte, de Rómulo y Remo.
Lupa: También llamada Luperca. Es la loba que amamantó a Rómulo y Remo cuando eran niños.