Saludos
Dije que sin falta habría un capítulo de Dos Tierras el 26 de cada mes, y bastaron dos meses para que hubiera problemas. Justo el 26 de enero y los días cercanos estaré bastante ocupado, quizá incluso desaparezca un par de semanas. Debido a ello, adelanto la publicación del capítulo tres de Dos Tierras a hoy.
Pero primero, responderé vuestros comentarios:
Felipe. Trato de controlar los guiños a Una Canción de Fuego y Hielo mientras escribo, pero hay veces en que me sale natural. Me declaro culpable :lol:.
¿Drbal padre de Hilda en otra historia? ¡Eso es imposible! excepto en Mito del Santuario.
Sobre tus dudas, te puedo adelantar que la Saga de Asgard no sucedió en Dos Tierras. El resto del enigma espero poder irlo resolviendo en la historia.
Los guerreros del Ragnarok son los que enumera Hilda: Loki, Ullr, Hrungnir, Midgard (fallecido) y Frey (fallecido). Es decir, los de la película.
De los einherjar actualmente conocemos solo Alberich.
Tengo problemas serios al trasladar el capítulo del Word al foro, seguramente borré el signo al editar (el "que" antes de propones debe estar también en el capítulo, imagino). Gracias por apuntarlo.
¿Qué misterio? A lo mejor solo es que a Andreas se le da mal contar.
A lo mejor...
ñ. Es el censor del foro. El muy envidioso las borra del escrito.
T-800. ¿Quién nos diría que un día tendríamos a Drbal, Alberich y Andreas en un mismo cuarto? A saber lo que deparan para Asgard esos tres.
Si entendiste eso es que yo me he explicado mal, disculpa. El estado berserk es un recurso de los soldados de Asgard, por eso a Hilda le sorprendió que Erik (el capitán al que mata el hombre de blanco) no lo usara. Sin embargo, dado el riesgo que supone acceder a ese estado, es más un último recurso que algo que se pueda usar a la ligera.
El gobierno de Asgard está compuesto por varias personas, pero el máximo dirigente sería Drbal. Es por ello que, aunque Hilda (sacerdotisa), Alberich (estratega) y Andreas (médico) proponen planes, es Drbal quien decide si qué plan seguirán.
Bastante. Verás más de ellos en este capítulo.
Igualmente espero que el 2016 esté siendo un buen año para ti.
Lunatic BoltSpectrum. La buena noticia es que la espera del 3 será menor. La mala es que, por el contrario, tardará más el capítulo 4. Me alegro de que te esté gustando la historia y espero que siga siendo así. Aún apenas estamos conociendo las Dos Tierras.
Seph_girl. Fue mi manera de exponer (parte de) la tierra de Asgard, a través de personajes que reconocemos y que a su vez son parte de esta historia. Entrelazar las tres historias sobre Asgard fue uno de los motivos que me llevaron a escribir Dos Tierras, y me está gustando el resultado, con todo y que SoG no fue lo que esperábamos.
Prometo que en esta ocasión Drbal no va a volar la universidad, y Loki no será tan obvio. Bueno, puedo dar fe de lo primero, cuando menos.
Killcrom. Gracias por la portada. Como te dije en su día, es perfecta para lo que será Dos Tierras, aunque si alguien vio la imagen en el vasto Internet habrá tenido un spoiler importante.
El Escudo de Mesuda es el arma más poderosa de toda la franquicia, sin duda alguna.
TheIlusionist. Efectivamente, Erik era pelirrojo. Como curiosidad: está basado en el personaje que muere (o no) al principio de la película de Drbal, aunque nunca me fijé si dicho personaje tenía un nombre.
La batalla del hombre de blanco (que se viste de traje, por cierto) fue breve e intensa, cosa extraña en mí. Me siento bastante satisfecho de ella, a ver si en el futuro mantengo el nivel.
No podía hablar de Asgard sin hablar de la mitología nórdica, incluso algún que otro aporte que no estuvo en los tres vistazos que la buena de TOEI nos dio de ese reino. Es muy bueno que sea bien recibido, porque habrá unos cuantos más en el futuro próximo.
Efectivamente, veréis a Mykene y Anteros en esta historia, no los menciono en balde.
Gemini no P. En principio entendí que hablabas de acción como que los personajes se movieran e hicieran cosas, siendo un capítulo destinado a personajes hablando, dando explicaciones sobre la situación en la que se encuentran, menos llamativo que el anterior. Evito abusar de las acotaciones (confío en que Killcrom haga una broma de esto) para que no entorpezcan el flujo del episodio. Ciertamente habrá capítulos así en el futuro, pero espero no hacerlos tan engorrosos y/o demasiado seguidos.
Si con acción te refieres a peleas... Mi intención es que haya cuando deba haberlas. Poner una por cada capítulo me resultaría imposible, en parte por la extensión (estoy acostumbrado a escribir capítulos de 20 a 25 páginas, y los de Dos Tierras son bastante más cortos, incluido este), pero sobre todo porque tarde o temprano quedaría forzado.
No te has perdido nada, no te preocupes. Las hormigas simplemente fueron mencionadas en este capítulo, por eso en los términos me limito a aclarar que son los actuales enemigos de Asgard. Pronto sabrás más de ellos.
Sí, en ese contexto sería de más. Gracias por apuntarlo.
Cástor_G. ¿Einherjar? Siempre puedo usar guerrero como sinónimo, para no abusar del término :lol:.
Tal y como dices, ni la Saga de Asgard ni la película de Drbal han ocurrido en Dos Tierras, las hormigas no tienen un trasfondo mitológico (no uno intencional, al menos) y los guerreros del Ragnarok son los guerreros de la película de Drbal. Sobre las armaduras repetidas... Llegué a una solución, quizá algo forzada, que más adelante me tocará dar.
Parece que aun leyendo cada 73 años (?) estás siguiendo bastante bien el hilo de la historia. Espero que pronto puedas leer este que publico ahora, donde expongo el otro lado de Dos Tierras.
Definitivamente Drbal y Alberich son una combinación peligrosa. ¿Será para bien o para mal que esos dos coexistan en un mismo espacio y tiempo? Veremos.
blackdragon. Misterios y más misterios. ¿Cuándo se revelarán? ¿Acaso al final de la historia lo sabremos todo?
Confiemos en que sí :lol:.
***
Muchas gracias a todos por sus comentarios (también al resto de lectores que siguen esta historia). Les dejo aquí el esperado capítulo 3. ¡Que lo disfruten!
Capítulo 3. Nuevo mundo, costumbres viejas.
Como una ciudad construida para tratar con los soldados del imperio, Olimpia era el único asentamiento humano en el que se permitía el paso de hombres armados.
A través de la vía principal, un contubernio marchaba detrás de su comandante, una mujer enmascarada cuyas ropas negras se fundían con el pelaje del caballo que montaba. En los flancos se amontonaban armeros, alquimistas y otros hombres inmersos en el abandonado negocio de la guerra. Observaban, maravillados, las armas y armaduras de los soldados que ellos mismos habían trabajado: piezas de metal sin mancha ni abolladura, de bordes tan rojos que parecían cubiertos de sangre; lanzas y espadas doradas, orgullo de un puñado de orfebres. Esa era la razón que les había atraído a Olimpia: servir a las fuerzas que los protegían, las hormigas, beneficiándose de los últimos rastros de violencia en la historia humana.
—Me pregunto cómo serán —dijo un aprendiz, señalando a los soldados. Bajo el casco de cada uno, dos diminutas luces destellaban en medio de sombras. No era posible ver más allá de estas ni en el más iluminado de los días—. ¿Se parecerán a nosotros?
—Son hormigas, matan gente —murmuró otro—. Seguramente tienen cara de monstruo. Ella también oculta el rostro —comentó, apuntándola con el dedo.
—Callad, mentecatos —gritó el maestro de aquellos adolescentes, provocando que huyeran despavoridos—. Si os oyeran…
El grupo lo había escuchado a la perfección. Tanto la mujer como las hormigas oían todo cuanto se decía a lo largo de su travesía: los mayores rememorando el pasado lejano, los jóvenes contemplando con extrañeza la sombra de una época que jamás vivieron. Dos muchachas cuchicheaban, entre risas disimuladas, sobre lo que la comandante tenía que ocultar tras tanto negro. Algunos niños murmuraban incoherencias sin poder apartar la mirada de las hormigas, tan cubiertas de metal que ni un rayo de sol les llegaba a tocar la piel.
—Padre, ¿se puede atravesar el pomerium sin dejar las lanzas? —preguntó un chiquillo a un comerciante que aún estaba terminando con la mudanza.
—Ya no estamos en la capital. Esto es Olimpia y ellos son la legión. ¡Salúdales, hijo mío! La fortuna nos sonríe.
El niño no saludó. Tenía miedo, como casi todos los pequeños de aquel mundo de paz y justicia que no aprobaba las batallas. La historia de la antigua tierra de los hombres, siempre atada a la guerra y el derramamiento de sangre, era para ellos poco más que un cuento para hacer que se portaran bien. Una pesadilla que solo hallarían en un mal sueño, nunca en el día a día. Al ver a aquellos seres armados querían salir huyendo, y entonces veían en el rostro de sus padres un entusiasmo que no comprendían. Confusos, solo esperaban en silencio hasta que pasase todo.
Al crecer e independizarse, los jóvenes se retiraban de Olimpia, recelando de la devoción que la ciudad sentía por la violencia. Unos pocos se quedaban, dispuestos a poner un poco de orden en la urbe. Alguien debía recordar a todos, día a día, que la humanidad estaba avanzando hacia la verdadera paz por primera vez en su historia.
—Me pregunto qué habrá en esa bolsa —comentó con desconfianza un hombre de rasgos asiáticos poco después de despedir amistosamente a la mujer cerca de la salida de la ciudad—. Apesta —murmuró, un susurro que fue como un grito a pleno pulmón para las hormigas y su comandante.
—¿A qué bolsa se refiere, señor alcalde? —preguntó el secretario del mismo, todavía viendo con entusiasmo infantil la mano que una de las hormigas le había estrechado.
—¿No lo viste? Había una colgando del caballo, con una mancha oscura cubriendo la mayor parte, como si se hubiese mojado o… ¿Quién sabe?
Durante unos segundos, el alcalde se quedó viendo cómo el contubernio terminaba de pasar la puerta norte, adentrándose en la llanura de Tharsis. Tenía buen oído y sabía bien lo que había dentro de aquella bolsa, pero temía una represalia si hablaba de más.
—Descuide, señor. Estos no son asuntos en los que los hombres debamos involucrarnos —le recordó el secretario, tratando de tranquilizarle.
—Sí. Ellos no son humanos. —El alcalde hizo señas para que un par de hombres cerraran la puerta norte. Mientras el hierro descendía desde el arco de piedra blanca hasta clavarse en el suelo, rezó en silencio porque nadie más entrara en Olimpia durante un buen tiempo—. Son hormigas, y solo la señora Sonia podría convivir con ellos.
Diciendo tales palabras se adentró en la ciudad, que una vez más volvía a la rutina. Unos suspiraron aliviados, otros se sintieron decepcionados de no haber tenido el honor de al menos limpiar las armas de los soldados, y el resto simplemente aceptó lo que el destino deparó para ellos ese día. Así era la vida en ese lugar y así seguiría siendo.
—Debo decírselo a mi muchacho —dijo el secretario. Manteniendo la mano abierta y extendida, buscó a aquel pillo entre la multitud de curiosos que todavía esperaba alguna sorpresa. Normalmente no era difícil encontrarlo; un niño que jugaba al soldado era poco habitual en esos tiempos—. ¿Dónde estás? ¿Julio? ¿¡Julio!?
No había ni rastro del chico que estuvo esperando todo el día para ver de cerca a los miembros de la legión, y eso solo podía significar una cosa.
—¡Señor alcalde, deténgase por favor! —gritó el secretario mientras corría. Como solía ocurrir en aquella ciudad, la admiración se había convertido en desesperación y miedo.
***
Una vez fuera de Olimpia y lejos de las preocupaciones de sus habitantes, Sonia azuzó al caballo, y este relinchó con brío antes de correr rumbo al norte. Las hormigas no tuvieron problema en seguir el ritmo de la mujer, quien cabalgaba sin detenerse a apreciar aquellas tierras de pasto y cultivo, verdes y vitales por la voluntad divina. Más allá se alzaba un volcán descomunal, de mayor longitud y anchura que el área de cualquier ciudad jamás construida, y más alta que ninguna montaña no solo de aquel mundo, sino de todos los planetas que compartían el mismo sol.
«Olympus Mons —pensó Sonia, todavía superada por las titánicas proporciones de aquella montaña. Aun con la velocidad a la que iban, tardarían un buen rato en llegar a su base—. Hoy no es nuestro destino.»
Conforme más se por sobre la ciudad, las glebas, la hierba y los árboles frutales iban raleando hasta que el suelo no era más que tierra seca y agrietada. Las gentes de Olimpia jamás llegaban tan lejos; se conformaban con el fruto que caía con el tiempo, con cercar el terreno arable desde el que pudieran verse los muros de la urbe, y con llevar a pastar a los animales no mucho más lejos. Sonia detuvo allí la marcha, posando la mano sobre la dorada crin del caballo. Sentía una presencia cercana, un cosmos que los había seguido desde que atravesaron el portón norte.
—Impresionante —musitó, con la vista fija en unas cuantas piedrecillas que rodaban por el suelo a contraviento—. En este mundo sigue naciendo esa clase de personas.
De pronto, una fuerza invisible proyectó aquellas piedras contra la mujer. Las hormigas, formando un círculo alrededor de esta, pudieron detener la mayoría con sencillos movimientos, pero una se escabulló en medio del tamborileo de golpes secos, tan rápido como para poder llevar a la inconsciencia a un hombre adulto. Interesada, Sonia permitió que el ataque le golpeara la máscara, manchándola.
—¿Por qué que no lo has esquivado? —cuestionó el responsable de aquel ataque, un niño que alegremente flotaba en el aire.
—No era necesario —dijo Sonia, siguiendo con la mirada el lento descenso del pequeño—. ¿Cuál es tu nombre?
—Julio —contestó antes de aterrizar. Trastabilló en el último momento debido a un leve temblor del suelo—. Y tú eres Sonia.
La mujer asintió. Poco le importaba la falta de protocolo en el saludo, sentía demasiada curiosidad por lo que estaba viendo: un chiquillo que, debiendo desear la paz, iba vestido con una precaria armadura fabricada con tiras de cuero y metal para las herramientas caseras. Con la mano derecha sostenía como si fuera una lanza un alargado palo afilado con esmero. La forma en que inclinaba la cabeza hacia abajo podría deberse al intento de utilizar un casco imperial genuino.
—Niños jugando a la guerra —musitó—. O quizás… Julio —llamó, provocando que el chiquillo hiciera el intento de cuadrarse—. ¿Quién te enseñó a hacer esas cosas?
Un nuevo temblor sacudió la tierra con fuerza por varios segundos. El chico, a punto de caer, usó sus poderes para levitar sobre el poco fiable suelo. Mientras se estabilizaba, pudo oír cómo Sonia ordenaba investigar la causa de aquel fenómeno, y antes de que siquiera parpadeara, una hormiga ya marchaba hacia algún lugar en la lejanía.
—¿Quién te enseñó a hacer esas cosas? —repitió Sonia, esta vez señalando el cuerpecillo de Julio, que flotaba.
—Nadie. Un día sentí mucho calor en la barriga, y mi padre… —Cabeceó de un lado a otro, decidido a no explicarse de más—. Cuando pienso que muevo algo, se mueve. Si son cosas pequeñas, se mueven muy rápido.
«¿Es posible que el ciclo de las Guerras Santas no haya terminado a pesar de todos nuestros esfuerzos? —se cuestionó Sonia—. Un cosmos ha despertado en ese cuerpecillo débil. Si recibiera entrenamiento, tal vez…»
—Eso se llama telequinesis —Bajo las negras pezuñas del caballo, la superficie volvió a temblar, esta vez de forma constante.
—¿Telequinesis? —repitió el chico.
—Mover un objeto usando la mente —explicó Sonia.
En el horizonte, la hormiga regresaba a toda prisa. A cada paso que daba, los temblores se intensificaban más y más, y el soldado optó por avanzar a punta de largos saltos. Entre uno y otro, una grieta se ensanchó bajo sus pies, devorándolo. Inmediatamente después surgió el responsable de las sacudidas antinaturales.
«Lo suponía. Otra vez esos monstruos.»
Sonia observó a aquel engendro con curiosidad. Tenía la forma aplanada de un gusano, y hasta ahí llegaban las similitudes, pues era al menos cinco veces más grande que un hombre. Los flancos estaban cubiertos por dos hileras de gruesas espinas cristalinas que, junto al millar de pequeños colmillos de sus fauces y las pinzas que surgían de los lados de la boca, debían servirle para horadar el subsuelo.
La visión apenas duró un segundo. Para Julio, aquel ser era un borrón que salió de la nada y volvió a ella. Tampoco pudo reaccionar cuando, al resurgir más cerca del grupo, el monstruo provocó que una enorme roca enterrada volara hasta él. Sonia esperó hasta el último momento para evitar que el chico fuera aplastado, interesada en el alcance de sus poderes. Con un gesto mudo hizo que una de las siete hormigas se interpusiera, pulverizando la piedra de un potente puñetazo.
El monstruo se abalanzó sobre la hormiga con una rapidez inesperada, y lo habría devorado junto al niño y la roca bajo sus pies si esta no hubiese reaccionado a tiempo, alzando al chiquillo con la mano libre a la vez que retrocedía de un salto. Sin mucho cuidado, aún mirando el agujero recién abierto, lanzó el cuerpecillo hacia atrás. Julio tuvo que hacer uso de sus poderes para caer sobre el lomo del caballo negro, justo a espaldas de Sonia, mientras que el gusano gigante volvía a estar bajo tierra.
—¡Ha sido increíble! ¿Yo también podría ser un centurión?
—Él no es un centurión —dijo Sonia, también atenta al próximo ataque del monstruo.
—No me gusta decirles hormigas, no parecen hormigas —dijo Julio—. Son nuestro ejército, así que deben tener rangos.
—Tienen rangos como soldados y forman parte de una especie como seres vivos —dijo Sonia—. Pero el grupo es un contubernio, la unidad básica de nuestro ejército.
—¡Oh, cierto! Un centurión es el líder de un grupo de cien hombres, ¿verdad?
Sonia suspiró. Desde que aquel curioso niño se subió al caballo, había utilizado sus poderes para elevarlo hasta las alturas con cuanto tenía encima, probablemente apenas dándose cuenta, como una respuesta al miedo que sentía. Shabdiz —tal era el nombre de la montura—, pateó el aire al principio, confuso, pero enseguida se acostumbró a aquella inesperada situación. Muy abajo estaban las hormigas, todas estáticas; ni rastro del monstruo.
Aprovechando la ventaja que les daba la altura, la mujer continuó la explicación:
—Un centurión dirige una centuria, compuesta por ochenta soldados. Seis centurias forman una cohorte, y diez cohortes son una legión. El término militar para referirse a una hormiga es legionario.
—Y un con… con… ¡Contubernio! Son ocho soldados —dijo el niño, empecinado en no hablar llamar a aquellos guerreros hormigas—. ¿Y la Guardia Pretoriana?
No hubo tiempo para responder. El gusano gigante salió disparado del agujero, directo hacia el caballo que flotaba. A medio camino, una lanza dorada atravesó el exoesqueleto amarillento de la criatura, impulsándola con tal fuerza que voló un par de decenas de metros. Sonia aprobó la rápida acción de la hormiga —la misma que había salvado al chico, pues el resto ni siquiera había reaccionado— asintiendo, a la vez que Julio realizaba una acción más propia de su edad. De algún modo había podido ver las fauces de la bestia, hileras de cientos de colmillos precediendo al pozo oscuro que era su estómago, y sintió tanto miedo que tuvo que aferrarse a lo que tenía cerca, abrazando la cintura de la mujer mientras enterraba la cabeza en la capa negra.
—¿Está muerto el monstruo?
Tras unos segundos sin respuesta, se armó de valor y miró. La hormiga estaba a punto de recuperar la lanza del cuerpo inerte de la criatura cuando, fugaz, uno de los espinos de cristal penetró la tierra y brotó a espaldas del soldado, golpeándole hacia el cuerpo del gusano. Otros tres fragmentos cristalinos aplastaron la espalda y piernas de la hormiga. Un poco por encima, secreciones verdosas se derramaron desde la herida que le produjo la lanza, aún enterrada.
—¿¡Por qué no hacen nada los demás!? —gritó. Señalaba al resto de hormigas, que contemplaban la escena del mismo modo que minutos antes miraban un páramo vacío.
—Porque nadie les ha ordenado que hagan nada.
Al alzarse el monstruo, su sangre verde cayó sobre el rostro de la hormiga apresada. Mientras aguantaba la presión de los espinos, el cuerpo del gusano doblándose sobre él, y el ácido que le quemaba la cara, el soldado clavó ambas manos en torno a la herida que había causado, y tiró.
Ante los ojos expectantes de Julio, la enorme bestia se arqueaba de dolor mientras chorreaba aquella sustancia corrosiva.
Desde una de las grietas del campo de batalla, surgió un soldado que, veloz, golpeó el lado derecho de la boca del gusano. Al mismo tiempo, la pinza se partió, volando hacia algún lugar, y la cabeza del monstruo reventó en una nube de ácido. El atacante escapó por poco, usando el cuerpo del ser para alejarse de un salto.
El victorioso soldado resultó ser la hormiga que Sonia había enviado antes para explorar. No había sido devorada en el subsuelo, pero el gusano le había arrancado el brazo que sostenía la lanza y buena parte del hombro. Además, como resultado del último ataque, las protecciones de la pierna izquierda caían, derretidas. Un velo de sombras ocultaba la dañada piel que había detrás del metal.
Pegada al cuerpo del inerte gusano, la otra hormiga agonizaba. Aunque la hormiga manca trató de liberarla, no había nada que hacer: la sangre de la criatura se había filtrado a través de las partes rotas de la armadura, quemándole el cuerpo por completo. Además, en algún momento los movimientos del monstruo le habían roto la columna. No se molestó en romper el cuarto espino; no serviría de nada.
—¿Hemos ganado? —preguntó el niño, desconfiado. No era la primera vez que aquella cosa parecía vencida.
La hormiga en pie los miró, y luego regresó la mirada al monstruo sin cabeza. Con la única mano que le quedaba le agarró el exoesqueleto, con cuidado para no liberar más sangre ácida, y arrastró a la bestia inmensa hacia donde estaban los demás. Por azar, el gusano giró sobre sí mismo, de modo que el destrozado cuerpo del otro soldado quedó a contra tierra, oculto. Para Julio, era un héroe de cuento exhibiendo un trofeo, para Sonia, era un gato mostrando el ratón que había cazado.
—Regina. —La hormiga habló con voz humana, para alivio del chico—. ¿Puedo morir?
El velo que ocultaba la apariencia del soldado empezaba a desvanecerse. A la luz del sol, destacó el muñón negro que había donde antes hubo un brazo. La piel de la pierna, extremadamente pálida y llena de quemaduras, parecía a punto de caer del mismo modo que cayó el metal que la protegía. Julio no podía comprender cómo era capaz de seguir en pie, sin gritar ni quejarse siquiera. ¿Acaso no sentía dolor?
—Podéis —contestó Sonia—. Yo lo ordeno.
—Así sea, Regina.
Los ojos dorados del soldado se extinguieron, y la oscuridad del rostro, residuo del hechizo que protegía su naturaleza, se extendió hasta cubrir el cuerpo entero, tornándolo en algo semejante a la sombra un hombre. La silueta oscura se extinguió con un soplo de viento, emitiendo un agudo grito que heló el alma y la sangre del chico: una llamada del más allá al que todos irían.
A pesar de aquel fenómeno Julio tenía claro quién era el héroe, enviado de los dioses, y quién el monstruo, y era este último el que le generaba dudas.
—¿Qué es? —preguntó.
—El odio de la Tierra, que nos ha perseguido hasta aquí, un efecto colateral de la transformación de este mundo, una bien elaborada ilusión… ¿Quién sabe?
—Las ilusiones no causan daño —objetó el chico.
—Las personas se cansan de vivir —soltó Sonia—. No es importante, batallas como la de hoy son poco frecuentes.
Chasqueó los dedos, y la lanza clavada en el cuerpo del gusano se incendió. Un fuego blanco, mágico, consumió el inmenso cadáver por completo; ni siquiera dejó las cenizas. Al mismo tiempo, el chico decidió que era el momento de regresar a Shabdiz abajo. El caballo relinchó, quizá ofuscado; no cualquiera tenía el privilegio de volar, así fuera a unos pocos metros de altura gracias a un psíquico novato.
—Ya sabéis a dónde ir —ordenó Sonia a las restantes seis hormigas. Estas, que habían sido poco más que piedras a lo largo de todo el combate, reaccionaron rápidamente, corriendo en todas direcciones a la velocidad del viento.
Julio quiso preguntar a dónde iban, pero tan pronto las pezuñas de Shabdiz pisaron la sombra que proyectaba sobre el suelo, desaparecieron del lugar.
***
El viaje a través de las sombras duró un parpadeo. Tan pronto Julio se dio cuenta de lo que pasaba, estaba en un sitio distinto. Había hierba y flores en derredor, formando un círculo simétrico cercado por doce columnas. En el centro, sobre un altar de piedra, se alzaban dos pilares unidos entre sí por un arco, como una puerta puesta en medio de la nada, sin hojas que abrir o cerrar, sin una pared o techo más allá del aire y el cielo mismo.
Sonia bajó del caballo y desató la bolsa que de este colgaba. El pequeño, al ver que no le daban explicaciones, decidió hacer una de las mil preguntas que tenía en mente.
—¿Qué es este lugar?
—El altar de Jano —dijo la mujer, señalando la efigie que había en relieve sobre el arco de piedra: dos rostros de aspecto humano, barbudos, pegados entre sí, cada uno mirando en una dirección—. Si quieres unirte al ejército, debes ganarte la aprobación del cónsul.
—¿De verdad podría ser como vosotros? ¿Un héroe que protege a la gente inocente de los monstruos, como en los viejos libros de mi padre?
—Como ellos, no —aclaró Sonia; las seis hormigas ya habían llegado al lugar, emergiendo desde las sombras que las columnas proyectaban sobre la hierba—. Pero existe la Guardia Pretoriana: trece guerreros que, en el pasado, formaron parte de distintos ejércitos que lucharon por y contra la Tierra, el Viejo Mundo, y ahora sirven al dios que dio vida a este, el Nuevo Mundo, nuestro hogar. Cada uno viste una armadura sagrada, un legatus, y tiene el privilegio de comandar una de las legiones del imperio. Tú podrías ser el sucesor de uno de esos campeones, ya que tu cosmos ha despertado.
—El sucesor de un guardia pretoriano —repitió el chico. Aún tenía entre las manos la lanza rudimentaria que se había hecho, y en ese momento no pudo evitar sostenerla con fuerza—. ¡Eso sería increíble!
—Solo el emperador puede designar a un miembro de la Guardia Pretoriana, y el único camino para ganarse una audiencia con él es contar con el favor de un cónsul.
El chico estaba tan entusiasmado con la propuesta que apenas prestaba atención a lo demás, ni siquiera había notado la bolsa que Sonia sostenía.
—¿Qué es eso?
—Esto es la cima de la carrera militar que estás a punto de empezar. ¿Quieres verlo? —preguntó con un cierto deje de malicia, apartando algunos dedos del extremo del saquito hasta que solo dos impedían que cayera el suelo.
—Seguro que es la cabeza de un león… ¿Qué?
En cuanto vio el contenido de la bolsa, Julio pasó de un entusiasmo vital a una palidez semejante a la que las hormigas ocultaban tras la armadura. De repente, el brazal carmesí de la mujer le parecía demasiado rojo. Mareado, cayó del caballo, siendo recogido por uno de los soldados antes de que cayera al suelo.
Sonia asintió, aprobando la presteza de aquel ser nacido para el combate. Bajo el brazo libre de la hormiga, el chico temblaba balbuceando incoherencias. El soldado no dudó en dejarlo inconsciente con un golpe en la nuca.
«Como imaginaba —pensó—. Este mundo también confunde la fantasía con la realidad. El nuestro sigue siendo un mundo de débiles.»
La sombra de una sonrisa se formó bajo la máscara carmesí, y era difícil definir si era de lástima por aquel intento de soldado, o de alivio por ser una vez más testigo de que las semillas de la Guerra Santa no tenían ni la fuerza ni la voluntad para crecer en aquella tierra. Menos aún podían discernirlo las hormigas, quienes poco o nada sabían de las emociones humanas. Para los expectantes soldados, quien estaba enfrente no era Sonia, una mujer de capa oscura y armadura roja, sino la Regina a la que debían obedecer.
—Escoltad a Olimpia a este soldado —ordenó, haciendo especial énfasis en la última palabra—. Y llevaos también la lanza.
Las hormigas tardaron unos segundos en entender que se refería al palo de punta afilada que esgrimía antes de caer. Tan pronto una de ellas lo recogió, la seis desaparecieron, como engullidas por las sombras.
—No habrá más como ellos —dijo, lanzando el saco al altar a modo de ofrenda, cuyo contenido rodó en cuanto tocó el suelo—. Los santos de Atenea han muerto.
A los pies de la puerta sin hojas quedaron las cabezas de un hombre y una niña, ambos con dos círculos morados sobre sendas frentes sin cejas.
—Todos han muerto. Para siempre.
***
Términos:
Pomerium: frontera sagrada de la ciudad de Roma. Por razones religiosas y consuetudinarias, estaba prohibido atravesarla estando armado.
Jano: Personaje de El Mito del Santuario, de Felipe, descaradamente robado por el autor de esta historia, plagiador reincidente.
También es el dios romano de las puertas, los comienzos y los finales.
Legatus (legado): General del ejército romano. En esta historia, designa a la armadura sagrada del general de una legión, cumpliendo la misma función que cloth, scale o surplice en los ejércitos de Atenea, Poseidón y Hades.
Guardia Pretoriana: Un cuerpo militar que servía de escolta y protección para los emperadores romanos. En esta historia cumplen al mismo tiempo la función de generales del ejército.
Cónsul: En la antigua República romana era un magistrado con supremo poder cívico y militar; el cargo duraba un año. En esta historia, son representantes vitalicios del poder del emperador, necesarios por la extensión del imperio (todo un mundo).
Para otros términos relacionados con el ejército (legión, contubernio, centuria, centurión, y cohorte) el uso que se les da en esta historia es justamente el que se explica en el capítulo.
Editado por Rexomega, 17 enero 2016 - 21:33 .