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Trotamundos solitario: La leyenda del Yermo


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#41 ℙentagrλm ♓Sнσgōкι

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Publicado 15 noviembre 2016 - 07:32

Capítulo VI: Por el orgullo

 

Sin pasión, el hombre solo es una fuerza latente que espera una posibilidad, como el pedernal el choque del hierro, para lanzar chispas de luz.

 

Henri-Frédéric Amiel; filósofo y escritor suizo.

 

14 de febrero de 2284; Cearfoss; 00:36 AM

 

La blanca nieve se manchaba del rojo de la sangre mientras el trotamundos solitario era arrastrado por el frío suelo, cubierto por una capa virgen de hielo. El hombre que le había disparado maniató a su presa y ahora lo llevaba a Dios sabe dónde.

 

―¿Quién eres? ―preguntó el agresor, que se movía marcha atrás arrastrando al viajero en dirección contraria a donde había venido. Mas la pregunta quedó en el aire pues no hubo respuesta. El joven le miraba con gesto imperturbable, escudando su rostro tras aquel denso pañuelo que solo dejaba a la vista sus ojos color aceituna.

 

Avanzaban a paso lento, calmo, sosegado. Aquel hombre parecía no tener prisa en llevárselo, y lo hacía con una delicadeza impropia de un hombre que, una media hora antes, le había pegado un tiro en el hombro y ni siquiera se había molestado en taponar la herida. Casi parecía irónico, un tipo de burla bastante cruel.

 

El trotamundos movía la cabeza de lado a lado. La nieve, fría como nada, estaba congelando su testa por mucho que llevase un grueso trapo para resguardarse de las bajas temperaturas. A la vez, escudriñaba con vista de lince todo lo que se dejase ver bajo la tenue y débil luz que la luna regalaba. Por lo visto, el disparo había llamado la atención de la gente que parecía residir en aquel lugar. En las casas a sendos lados de la carretera había hombres armados con fusiles, observando por la ventana. Algunos intercambiaban miradas furtivas, otros susurraban sin quitar la vista del recién llegado; lo que había quedado claro es que no esperaban “visita”, y que no parecían muy amables.

 

Tras unos minutos que parecieron horas interminables, ambos, cautivo y carcelero, llegaron a la entrada de la iglesia del pueblo. La piedra de las paredes se había resquebrajado, pero sus muros se mantenían en pie como los glaciares eternos que soportan los rayos del sol un día tras otro, así durante miles y miles de años. La puerta era de madera, una madera firme y barnizada, protegida de frío, del calor, del viento y del tiempo. Sobre ella, a sendos lados, había dos gárgolas de piedra. La de la derecha no tenía cabeza y su figura había sido lijada por el paso imperdonable de los años; la de la izquierda, por su parte, aún se conservaba entera, solo carcomida por la parte del abdomen. El rostro de aquella era el de un demonio con cuernos, ojos aguileños, nariz picuda y dientes afilados, dando a entender probablemente que dentro de aquel lugar de culto no había sitio para el mal. Más arriba había un agujero redondo de aproximadamente un metro de alto por uno de ancho. Estaba cubierto por un cristal de cinco o seis colores sin ninguna relación aparente. Típica vidriera de iglesia que tintaba la luz que se filtraba.

 

El hombre que cargaba con el viajero lo dejó en el suelo como si fuese un trozo de carne, dio un giro de 180º y picó a la puerta tres veces, con un intervalo de dos segundos entre golpe y golpe. Mientras esperaba respuesta miraba de reojo al hombre maniatado que había capturado, vigilando que no hiciese ninguna estupidez. A los diez segundos, una voz masculina proveniente del interior habló.

―¿Sí? ―dijo con tono grave tras la puerta.

 

―Géminis ―respondió el que había picado, viendo cómo la puerta cedía frente a sus ojos nada más pronunciar aquella palabra. Se giró y agarró al trotamundos por los pies, arrastrándolo al interior de la estancia. Cuando ambos habían pasado, el pórtico se cerró tras ellos como si fuese automático.

 

El interior de aquella estancia era todo lo contrario a lo que los libros del refugio 101 interpretaban por “templo destinado al culto religioso público”. Donde antes había al menos diez filas de bancos con un pasillo en el centro de la estancia ahora era un amplio recibidor que llevaba a una zona algo más alta, donde debería haber un atril para que el cura, emisario de Dios, orase. Las paredes estaban adornadas con figuras de santos, la mayoría carcomidas por la humedad. La mayoría de las vidrieras no habían soportado los agentes meteorológicos y habían dejado el hueco nada más, sin cristal. Sin embargo, alguna permanecía intacta, dibujando con llamativos colores imágenes de la Biblia, con personajes reconocidos como la Virgen María o el mismísimo Jesucristo. Los barriles ardiendo proporcionaban luz a aquella estancia, dando un aspecto tétrico y viejo a todo. Del techo, enganchada con una cadena, colgaba una lámpara de madera redonda con velas que, muy probablemente, nunca se habían encendido por su visible buen estado. Una viga de madera en el techo hacía de soporte para todo el tejado. Unos pocos metros por debajo había una pasarela, que se erguía a unos diez metros sobre el suelo. Allí, varios hombres armados vigilaban el exterior por unas pequeñas ventanas.

 

El viajero fue arrastrado hasta las escaleras que llevaban a la zona más alta. El hombre lo dejó en el suelo y avanzó sin él. A paso lento, subió los tres escalones y atravesó el pequeño espacio que había entre estos y una puerta. De nuevo siguió el mismo patrón que antes, picando tres veces consecutivas con un margen entre toque y toque de un par de segundos. Esta vez no tuvo que decir ninguna palabra clave o algo parecido, sino que la puerta se abrió y el tipo pasó. Se escucharon murmullos, alguna que otra risa suelta, y tras un par de minutos el hombre salió de nuevo. Sin mediar palabra volvió a agarrar al joven de los pies y lo arrastró hacia aquella puerta que había dejado medio abierta.

 

Atravesaron el umbral entre una y otra sala. Detrás de aquella puerta había una habitación mucho más pequeña y con el techo más bajo; el tipo que había arrastrado al viajero apenas entraba de pie y mediría sobre un metro ochenta y cinco. La estancia era como otro mundo distinto al que hacía unos segundos acababa de dejar atrás. Las paredes estaban hechas de piedra caliza que estaba en perfecto estado. El suelo, cubierto de parqué, relucía de lo limpio que estaba. El trotamundos jamás había visto algo tan bien cuidado en su vida. En el muro de la derecha había un par de cuadros pintados al óleo; los dos representaban escenas bíblicas. Uno simbolizaba la tentación del Diablo a Jesús en el desierto, tras estar vagando cuarenta días y cuarenta noches. El otro era el nacimiento del rey Herodes en un lujoso templo de Judea. En el muro izquierdo había dos ventanucos pequeños, de treinta centímetros de alto por un metro de largo, que aún conservaban su cristal. La base de la sala tenía forma rectangular y al fondo de esta había un escritorio de madera de roble en perfecto estado, recién barnizada. Tras ella había un hombre de físico formidable de corta edad, entre veinte y veinticinco años con melena larga y morena, barba hirsuta del mismo tono que su cabello, rostro ancho y ojos marrones que vestía una ropa de combate ligera, compuesta por unas hombreras y una pechera de acero, cubierto por debajo con una malla color negro y un vaquero gris gastado.

 

―Aquí le traigo al intruso, señor ―dijo el tipo que había arrastrado hasta allí al joven.

 

―Perfecto, déjanos a solas ―comentó el otro entrelazando los dedos sobre la mesa, observando al trotamundos con gesto despreocupado. Abrió uno de los cajones del escritorio y de dentro sacó un paquete de tabaco y una caja de cerillas. Sacó uno y se lo puso en la boca, después encendió el fósforo y con él su cigarro. Aspiró fuerte y la punta del pitillo ardió para luego echar el humo―. Así que has venido a rescatar a tu jefe, ¿eh, perrito?

 

El joven viajero lo miró extrañado, sin saber de qué estaba hablando.

 

―No te hagas el loco conmigo, chaval… ¿Cuántos habéis venido? ―Elevó el tono y se levantó apoyando sendas manos en el robusto escritorio. Sentado no parecía ser muy alto, pero las apariencias engañan, y dejaron a la vista a un tipo de cerca de dos metros, tan ancho de espalda como un armario.

 

―No sé de qué estás hablando ―respondió el trotamundos sin amedrentarse ante aquella mole de persona―. Solo estoy de paso, nada más.

 

El tipo pasó la mano por su frondosa melena y lanzó un suspiro a la vez que negaba un par de veces.

 

―Me estás haciendo perder la paciencia… Y a los Satanases del Infierno no nos sobra la paciencia…

 

¿De qué estaba hablando aquel loco? ¿A qué se refería con “rescatar al jefe”? ¿Quién era aquel gigante musculado? Aquellas preguntas viajaban una y otra vez por la mente del viajero, que observaba la escena tras aquella braga polar. Sus ojos verdes se clavaban con decisión y dureza en los marrones del supuesto líder de los “Satanases del Infierno”, que lo observaba con aires de superioridad desde su posición aventajada.

 

―¿Quién eres tú y bajo qué derechos me retienes? ―alcanzó a preguntar el viajero, esperando alargar la conversación antes de pasar a mejor vida; aquellos tipos no parecían muy pacifistas.

 

―Me llamo Jonathan Cult ―respondió el otro―, y soy el líder de los hombres más canallas y valientes del Yermo: los Satanases del Infierno. Vendemos esclavos, armas, cochinas, niños, drogas y servicios de mercenario si se requiere. ―Muy orgulloso de su pequeño sermón, Jonathan dio otra calada a su cigarro que sujetaba con la mano izquierda entre los dedos índice y corazón―. Ahora que yo, el gran Johnny, señor del Yermo, me he presentado, ¿qué tal si lo haces tú, enseñándome tu hermoso jepeto?

 

El tipo esbozó una sonrisa juguetona y se acercó a su rehén a paso lento. El parqué crujía bajo sus pesados pies. El trotamundos se retorció, apretando sus brazos contra las cuerdas que lo mantenían atrapado, pero fue inútil pues estas no se iban a romper. Jonathan agarró con la mano derecha la braga polar y tiró hacia arriba, dejando a la vista el rostro del trotamundos. El mes que había pasado no le había sentado muy bien. En su mejilla derecha tenía un corte vertical que estaba cicatrizando. La barba había crecido de manera considerable, haciéndole parecer un mendigo al igual que su pelo, ya que el flequillo cubrió sus ojos al instante, impidiéndole ver.

 

―¡Vaya, pero si eres un jovenzuelo! ―exclamó Jonathan en un gesto exagerado, dando un par de pasos hacia atrás y abriendo los brazos en un ángulo de ciento ochenta grados.

 

El viajero frunció el ceño y apretó los dientes en señal de enfado, de rabia hacia aquel tipo. Jonathan sonrió y le dio otra calada a su húmedo cigarro.

 

―¡Carmelo! ―gritó el tipo, mirando aún al trotamundos con una pequeña sonrisa en sus labios.

 

La puerta se abrió de nuevo y apareció el tipo que había llevado allí al joven.

 

―¿Sí, señor? ―preguntó en un tono que infundía respeto.

 

―Llévate a este mierdecilla a la mazmorra con su amiguito Colin para que se den por el culo un rato ―respondió el líder de la banda, que terminó su cigarro. Se acercó al viajero y le clavó la colilla aún encendida en el cuello.

 

El joven gritó de dolor, moviéndose de manera inútil, maniatado e impotente. Hizo tanta fuerza contra las cuerdas que estas rasgaron sus ropas y llegaron hasta su piel, causando herida en sus antebrazos.

 

14 de febrero de 2284; Cearfoss; 01:12 AM

 

Tras despojarlo de su ropa excepto de la interior, el trotamundos fue encerrado en una pequeña cárcel que había bajo el suelo de la iglesia. Aquella sala era tan pequeña y angosta que apenas entraban dos personas. Aquella zona del edificio contrastaba sobremanera con lo visto arriba; había sido escarbada, obviamente, mucho después de la construcción de la propia iglesia. Quizás hasta hubiese sido hecho todo por los mismos Satanases, buscando un sitio que pudiesen controlar para guardar sus “mercancías”. Había un par de lámparas de carburo alumbrando la estancia oscura y lúgubre. Al lado de la celda improvisada habían colocado una mesa y una silla para que alguien vigilase a los rehenes sin cansarse. “Qué buen detalle”, alcanzó a pensar con tono irónico el joven.

 

Carmelo, el guardia que había capturado al viajero, cortó las amarras que atenazaban sus pies, pero no la de los brazos, como medida de seguridad por si se le ocurría intentar algo. Abrió la puerta con prisa, esta chirrió de manera grotesca, emitiendo un sonido agudo. Después empujó al rehén al interior de la celda con fuerza, este cayó al frío suelo de tierra con el costado derecho del cuerpo.

 

A la luz del candil, el cuerpo del trotamundos era todo un portento. Con ropa parecía un hombre normal, con un físico aún más normal. Pero sin ella se notaba cómo sus músculos estaban trabajados en el anticuado gimnasio de La Ciudadela. Su pecho era peludo, con dos pectorales duros como rocas, y gozaba de un abdomen marcado. Sus brazos y sus piernas estaban llenos de vello, y los músculos de dichas extremidades estaban grabados casi a cincel, como si su cuerpo fuese una escultura trabajada por el mismísimo Miguel Ángel. En el pectoral derecho tenía una cicatriz, producto de un balazo en una escabechina contra los supermutantes un par de años atrás. En la pierna izquierda se dibujaba una línea vertical desde la base del tobillo hasta la rodilla, otra cicatriz, esta vez creada por combatir casi a puño descubierto contra un Sanguinario, la bestia más veloz y peligrosa de todo el Yermo; solo una uña rasgó su pantorrilla de arriba abajo. Buenos recuerdos.

 

Cuando el trotamundos se giró, la luz impactó contra su férrea y musculada espalda. Pero el hercúleo físico del joven no era lo impresionante, sino el tatuaje que llegaba desde la parte baja de su cuello hasta casi su trasero, ocupando la mayor parte de su lomo. Era un tigre plano que miraba a la derecha con sus dos zarpas levantadas, todo pintado de negro y metido en un círculo. Bajo dicho círculo había una corona de laurel y una espada, que atravesaba la figura geométrica de manera vertical, estando solo el león superpuesto al arma en la pintura. La punta de la hoja sobresalía del círculo por arriba. En la zona del riñón derecho había una serie de nombres, todos escritos en tinta roja para que resaltase del resto del tatuaje, con una letra estilosa pero legible. Unos sobre los otros, colocados de manera vertical y haciendo sangrado (sangrado, en este caso, se refiere a la orientación estructural de las frases) perfecto. Empezaba con el Paladín Lone, que era él, y seguía con la Centinela Lyons, el Capitán Caballero Gallows, la Capitana Caballero Dusk, el Capitán Caballero Colvin, el Paladín Glade, el Paladín Kodiak, el Paladín Tristán y el Paladín Vargas. En el lado opuesto, en la zona lumbar izquierda, estaba escrita la frase “El acero esté contigo” con la misma letra pero a color azul oscuro.


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Publicado 18 noviembre 2016 - 14:05

Capítulo VII: Ántrax

 

De lo que más miedo tengo es de tu miedo.

 

William Shakespeare, poeta y dramaturgo inglés.

 

14 de febrero de 2284; Cearfoss; 01:29 AM

 

El agua caía desde el techo de la pequeña celda, formando un charco, además de un molesto y monótono ruido cada vez que una gota chocaba contra el suelo. El ambiente estaba cargado de un fuerte aroma a tierra mojada y la humedad de las paredes hacía que la sala estuviese fría. En el único muro de piedra alojado allí abajo había un candil, que a duras penas iluminaba la mitad del habitáculo infrahumano que los Satanases habían montado en las entrañas de aquella iglesia, parcela de Dios en la Tierra. Sentado en la silla de los guardas estaba Carmelo, apoyando sendos brazos sobre la madera áspera y podrida de la mesa, clavando sus ojos ceñudos en el óxido de los barrotes, aspirando aire por la nariz con un estrepitoso ruido y expulsándolo por la boca muy despacio.

 

En el interior de la mazmorra había un banco anclado a la pared que en realidad era una tabla mal clavada, y a duras penas resistiría el peso de un humano medio. El suelo estaba hecho de tierra y todo estaba cercado con unas planchas de metal oxidado a izquierda y derecha. La puerta era lo único que simulaba a una cárcel clásica, ya que era de barrotes. A saber de dónde la habían sacado aquellos locos.

 

El trotamundos acababa de ser metido por la fuerza en aquel calabozo, arrebatado de toda su ropa, todas sus armas (incluida la navaja que tenía en la funda del tobillo), y también toda la poca esperanza que tenía de encontrar a su hermana.

 

Pegó una costalada contra la dura tierra. Sus brazos sangraban debido a la herida producida por las cuerdas y en el cuello había atesorado una nueva herida de guerra: la quemadura del cigarro. La humedad calaba sin piedad por sus poros, produciéndole un frío anormal en todo el cuerpo. Apoyó la rodilla izquierda en el suelo y se irguió como pudo, haciendo gala de sus potentes y musculosas piernas. Su mirada recorrió la pequeña y oscura sala en un santiamén. Giró el cuello y observó sobre su hombro derecho cómo Carmelo le seguía con la mirada, sin apartarla un segundo.

 

―Así que tengo compañía al fin ―dijo una voz, casi un susurro quejumbroso que venía de la oscuridad de la angosta celda―. ¿Con qué desdichado tengo el honor de estar? ―El tono del que hablaba era tan leve, tan bajo, que si no fuese por el silencio casi sepulcral de aquel bochinche, sería complicado oírle.

 

Y es que el viajero no se había fijado, pero al lado del banco improvisado había un hombre, escondido en la esquina a la que la luz no llegaba. La respiración que se condensaba por el aire frío lo delataba.

 

―¿Eres Colin? ―le respondió el joven con desconfianza, recordando a Jonathan pronunciar aquel nombre antes de hacerle la “hijoputada”.

 

La respiración forzada de Colin era más ruidosa que la de Carmelo, algo que era difícil teniendo en cuenta la fuerza con la que el guarda aspiraba con su nariz ganchuda. De entre las sombras salió un hombre tambaleándose. Tras aquella voz delgada y casi moribunda se escondía un hombre en los huesos. Las costillas se marcaban en su pecho plano. Los brazos y piernas se habían consumido y ahora eran poco más que una amalgama de hueso y piel en el que no se sabía dónde empezaba uno y acababa otro. El rostro se le había metido hacia adentro, marcándosele todos los huesos de la mandíbula. A pesar del deplorable estado en el que se encontraba, sus ojos eran de un tono azulado tan puro como el amanecer que los viejos libros del refugio 101 describían. Iba desnudo, solo vestido con la ropa interior, al igual que el viajero. Su cuerpo estaba lleno de moratones y llagas de color negro. Aunque pareciese mentira, aquel hombre se tenía a dos patas; debía de estar sufriendo lo inconcebible.

 

―Exacto ―expresó con gran esfuerzo Colin, apoyando el brazo derecho en la plancha para no caerse. A pesar de su situación le dedicó una sonrisa sin abrir los labios al viajero; en su rostro brillaba la viva imagen del sufrimiento y lucha constante, intentando ocultarse tras una máscara de simpatía―. Me llamo Colin Filth, encantado de conocerte, extranjero. ―El moribundo prisionero le tendió la mano izquierda a su nuevo compañero para estrechársela; sus dedos huesudos y largos temblaban junto con su brazo, incapaz de quedarse quietos.

 

El trotamundos hizo lo propio como pudo al estar atado por los antebrazos, sintiendo bajo su mano la frágil extremidad del recluso. Tenía la constante sensación de que, si apretaba lo suficiente, podría hacerla polvo. Una vez terminadas las presentaciones, Colin se dejó caer de espaldas en aquel banco, si podía llamársele así. Su pecho se movía rápido, respirando con gran dificultad, buscando el aire que parecía haber perdido en aquellos segundos por el esfuerzo de levantarse. Aun así, no perdía su sonrisa sincera. Parecía burlarse de la muerte a cada instante que seguía viviendo.

 

―¿Puedo saber tu nombre, mi nuevo compañero de tortura? ―comentó Colin tras unos segundos de descanso sobre el asiento. Sus ojos recorrieron la magnífica figura del trotamundos de arriba abajo sin cortarse un pelo.

 

―Lo lamento, no puedes ―espetó el viajero―. Lo único que debes saber es que vamos a salir de aquí.

 

―¡Pues claro que sí! ―resolvió el hombre moribundo, tosiendo luego sangre sobre su escuálido pecho; después se acomodó sobre el tablón―. Los Hammersmiths vendrán a buscarme y te llevaré con nosotros.

 

―¿Los Hammersmiths?

 

―Sí… ―Colin hizo una pausa pues no estaba acostumbrado a hablar tanto y tan seguido en el estado en el que se encontraba―. Somos… un grupo de mercenarios que vivía aquí antes de que llegasen los Satanases… Me capturaron y me han tenido encerrado aquí… ―El prisionero hizo un ademán de pensar, cerrando los ojos y respirando de manera profunda―. Ya ni me acuerdo. ¿Es verano?

 

El trotamundos miró a su alrededor, escrutando el lamentable estado de las paredes rezumantes de humedad y sintiendo dicha humedad en sus huesos; parecía obvio que no era verano, pero quizás aquel tipo fuese incapaz de verlo debido a cómo se encontraba. Se hizo un silencio corto pero intenso, marcado por la incomodidad. Apoyó la espalda en la chapa oxidada que hacía de pared; estaba tan fría como el hielo que había fuera. Se le puso la piel de gallina y se le erizó el vello de los brazos y piernas. Se dejó deslizar hasta tocar el suelo con sus posaderas, solo cubiertas por la ropa interior.

 

―Cuéntame algo de ti ―dijo Colin rompiendo el silencio tan violento que se había adueñado del lugar. Lo miró levantando el cuello con esfuerzo hercúleo, interesado en lo que aquel misterioso recién llegado pudiese decirle. Quizás fuese por saberlo de verdad, o solo por disipar la desesperación continua que se adueñaba de su ser cada vez que recordaba su muy lamentable situación.

 

―Pues ―El viajero se sentó alargando la pierna derecha y flexionando la izquierda―, vengo de un sitio llamado Yermo Capital, al este de aquí unos cien kilómetros. Hace seis años, el diecisiete de agosto de 2277 ―recalcó con incisiva precisión, como si aquel dato estuviese marcado a fuego en su corazón y en su mente, de tal manera que jamás podría olvidarlo―, mi padre desapareció del refugio en el que vivíamos. Él era médico y yo… ―sonrió, asaltado por los recuerdos que se le agolpaban encima―, yo era un simple aspirante a ser el basurero… ¡el basurero! Yo, sin esperar un minuto, salí de la comodidad y calor que el refugio me proporcionaba y salí aquí fuera, al mundo real. Todo era nuevo y había peligros por todas partes. Enseguida llegué a un pueblecito, una aldea con apenas cincuenta habitantes: Megatón. Ah… Si algún día te pasas por Yermo Capital, recuerda decirle a Moira Brown, la que lleva el Almacén de Craterside, la tienda, que el trotamundos solitario le manda saludos. Allí me gané la compañía de un mercenario, una buena pieza del yermo. Se llamaba Jericho. Nunca supe su apellido. Murió un par de años después de cáncer de hígado. Hasta el final con una sonrisa socarrona y desafiante. Tras varios desencantos, idas y venidas, encontré a mi padre, que resultó querer reiniciar un viejo proyecto que unos científicos chiflados tenían en el monumento a Jefferson. Todo para llevar agua limpia a todos los habitantes de las ruinas... Un proyecto ambicioso pero increíblemente satisfactorio. Al final murió, sacrificándose por mí para escapar de los hijos de p*ta del Enclave, una fuerza militar que quería volver a hacer a los Estados Unidos grandes de nuevo. En fin. Yo escapé, busqué un trasto llamado GECK, que era un dispositivo que hacía crecer materia vegetal de cosas inertes o algo así, volví y les di por el culo a todos. Salvé Yermo Capital del Enclave, lo destruí por completo y después, tras pasar miles y miles de infortunios, comprendí que tenía una vida vacía, en la que no tenía nada por lo que luchar. Me aceptaron con honores en la Hermandad del Acero y entré de cabeza en la Tropa de Lyons, dirigida por una chica muy mandona pero de gran capacidad para el combate y sacrificio personal, y con otros seis chiflados que rescataban a los hombres en apuros y a las damiselas necesitadas. Durante seis años he pasado mis días luchando, intentando agarrar con las manos un pasado hecho de agua que se escapaba entre mis dedos. Al final, encontré otra familia en la batalla, en la calidez del acero. Ahora ―cambió súbitamente de tono, como si le indignase―, descubro que tengo una hermana en la otra punta del país y aquí estoy, yendo a quién sabe dónde para encontrarme con un mensajero que ni siquiera sé cómo es.

 

Tras la explicación laboriosa y superficial del trotamundos solitario, Colin se quedó atónito, intentando compilar la gran cantidad de información nueva. Tragó saliva emitiendo un ruido grotesco, como si le costase, y después carraspeó un par de veces.

 

―Pues yo ―saltó a continuación el moribundo sin que nadie le hubiese preguntado― provengo de una familia de carroñeros del yermo. Ya sabes, esos que venden las cosas que se encuentran por ahí tiradas. Mi padre, Michael Filth, era un tipo grande y habilidoso. ¡Si quisiese, podía construirte una casa con palillos! Mi madre murió cuando yo nací, y mi padre siempre me culpó por ello. Me trataba mal y me ignoraba, pero es algo que no le reprocho porque yo maté a mi madre, la persona que él más amaba en este mundo. Supongo que era una carga tener que cargar con el asesino de tu pareja. Hace unos años, cuando yo tenía diecisiete, unos saqueadores entraron en el pequeño hogar que mi padre había construido con sus propias manos y lo mataron a palos porque no quiso decirles dónde guardaba las cosas de valor. Yo lo escuché todo por la ventana, incluso sentí su dolor en mis propias carnes. Nunca le reproché nada. Cuando llegué aún respiraba pero no respondía. Le habían pegado una paliza con un bate de acero hasta dejarlo en estado catatónico. Siempre viviré con la duda de si ese día me mandó a buscar hierro porque sabía que venían esos tipos y no quería que estuviese en casa, para protegerme, o si fue todo fruto de la casualidad, del buen karma que había ido acumulando durante años y años de vejaciones. Permanecí al lado de su cadáver tres días y tres noches, agarrando su mano fría, soportando el profundo hedor de la sangre, todo para no separarme de lo único que me quedaba en la vida, que era un padre muerto. Cuando me digné a aceptar la pérdida, decidí que no podía quedarme allí y me fui moviendo en línea recta, esperando llegar a alguna parte. Seguí una carretera y pasé por varios pueblos fantasma. Caminé todo lo que pude hasta que me sangraron los pies. Me dolían tanto… y aun así seguía caminando con la esperanza de encontrar pronto algo o a alguien. Al final llegué aquí, a Cearfoss, un pequeño lugar en el que residían dos o tres familias. Aquí, una de ellas, la de los Martin, me acogió, me lavó, me dio comida y techo bajo el que vivir. Así tres años hasta que decidí dejar de abusar de la confianza ajena y me fui a la busca de hombres con los que montar un grupo de mercenarios con los que armarse un buen negocio. Ya sabes, hombres grandes y fuertes, pero de buen corazón. Me pasé al menos seis años vagando por quién sabe dónde, pero conseguí mi objetivo. Después volvimos aquí, pero los Satanases ya habían tomado el pueblo. Atacamos, pero tan solo éramos cinco y nos derrotaron fácilmente. Solo mataron a uno de los nuestros, y los demás se retiraron. Yo me quedé atrás, protegiéndolos. Al final me capturaron y me encerraron aquí.

 

Durante todo el relato, Colin no había titubeado ni un momento en contar sus más íntimos recuerdos. A pesar del lamentable estado de su cuerpo, sacó fuerzas para entonar una voz medio clara y audible, sin muchas pausas y con bastante coherencia. Y es que a Colin le encantaba hablar, y se notaba. Ya podían meterle la cabeza debajo del agua que él no se cortaría y relataría con una sonrisa lo que ve en el fondo del lago. Eso provocó cierto sentimiento de estupor en el trotamundos, que veía cómo su compañero de celda nunca perdía ese brillo tan fulgurante en sus ojos, el de la esperanza.

 

El joven miró por los barrotes: Carmelo se había dormido y emitía un sonido agudo al respirar por la nariz.

 

14 de febrero de 2284; Cearfoss; 04: 21 AM

 

―¡Carcelero! ―gritó el trotamundos con voz contundente, casi iracunda, como si su garganta se desgarrase.

 

Carmelo, que dormía recostando la espalda en la silla con las piernas sobre la mesa, dio un bote y cayó hacia atrás, despertando al instante de pegar una costalada contra el suelo. Malhumorado, se levantó y se acercó a la celda, dedicando una mirada sedienta de sangre a su prisionero.

 

―¿Qué? ―dijo para sus adentros intentando no gritar para no montar un espectáculo, pero suficientemente alto para que el joven lo escuchase.

 

―¡Se ha mordido la lengua para matarse! ¡Haz algo, patán! ―vociferó de nuevo el viajero, señalando al suelo. La figura esmirriada y larga de Colin estaba tirada en el suelo, boca abajo, moviéndose como si convulsionara en un estado de desesperación avanzada.

 

Carmelo abrió la verja con el manojo de llaves. Estas chocaron entre sí haciendo un ruido característico. La puerta chirrió de nuevo armando gran estruendo por el óxido que corroía sus bisagras. Dedicó al joven una mirada inquisitoria al pasar a su lado, y este se la siguió, como retándolo. El guarda se agachó al lado de Colin y lo giró sin gran esfuerzo, ya que parecía pesar unos escasos cuarenta kilos.

 

Era la oportunidad. Aunque los antebrazos del joven estuviesen atados, sus manos estaban libres. Acometió con fuerza y por la espalda contra el carcelero y lo estampó contra la pared de tierra con energía. El impacto fue tal que uno de los dientes de Carmelo salió disparado. Aturdido y desorientado, el guarda quedó a merced del trotamundos, que agarró con fuerza su cuello con sendas manos.

 

―¡No lo mates! ―dijo Colin levantando la cabeza, en una súplica plañidera.

 

Pero el viajero hizo caso omiso de aquella recomendación. Sus manos, fornidas y grandes, se extendieron por la zona de la yugular, impidiendo al guarda respirar. Carmelo clavó sus uñas en los brazos peludos del joven, pero no logró aflojar la presión ni un ápice. Los segundos pasaban y el rostro del carcelero comenzó a ponerse morado; sus labios se colorearon de azul y su rostro se envolvió de una capa blanca que haría palidecer hasta al candor de la nieve. Pronto dejó de forcejear y de arañar. El brazo cayó a plomo, dando espasmos de los últimos latidos de su corazón. Con los ojos salidos casi de las órbitas, Carmelo ya no existía.


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Capítulo VI: Por el orgullo

 

esos sujetos no respetan  ni una iglesia


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Publicado 18 noviembre 2016 - 20:38

Capítulo VII: Ántrax

 

 

-ambas historias de vida fueron interesantes

 

-Carmelo es como dohko-se la pasaba durmiendo cuando tenia que vigilar XD


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Publicado 28 noviembre 2016 - 14:01

Era tarde, T800, no le hagas mal al pobre Carmelo.

 

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Capítulo VIII: Terror blanco

 

Quien lucha contra nosotros, fortalece nuestros nervios y agudiza nuestra habilidad. Nuestro antagonista es nuestro ayudante.

 

Edmund Burke, escritor y filósofo irlandés.

 

14 de febrero de 2284; Cearfoss; 04:25 AM

 

El silencio se había apoderado de la sala. Carmelo yacía muerto en el suelo, asfixiado por la fuerza iracunda del trotamundos solitario. El frío parecía haberse intensificado en aquellos escasos segundos. Ahora el ambiente se había enrarecido; los gritos plañideros y ahogados del brutalmente asesinado habrían compadecido a cualquiera con un mínimo de corazón o de conciencia humana, pero aquel hombre misterioso, aquel viajero, no tenía ningún atisbo de duda en su interior al destrozar con semejante brutalidad a una persona de su misma especie. Un escalofrío de pavor recorrió la espalda desnuda de Colin, que observaba con ojos trémulos la dantesca escena. Sus labios temblaban, buscando articular alguna palabra que mostrase su profundo desacuerdo con la filosofía de su nuevo invitado, pero temía correr la misma suerte.

 

El joven se levantó y dejó de apretar el cuello del ya cadáver. Lo observó de arriba abajo con ojos interrogatorios y aire inquisitivo, como si su mente fuese un ordenador que nunca parase y ya tuviese un plan en mente. Se giró de manera abrupta para ver a Colin; este estaba en una esquina, horrorizado por la frialdad que demostraba aquel sujeto tan imponente y tan musculoso.

 

―¿Por qué lo has matado? ―inquirió el prisionero sin apartar la vista del muerto, reprochando con todo el dolor de su corazón el comportamiento del viajero, como si este fuese innecesario.

 

―¿Cómo que “por qué”? ―acertó a responder el joven, como si la respuesta a aquella pregunta fuese obvia y no necesitase responderse―. Si lo dices en serio, eres demasiado blando para este mundo tan sangriento. ―En las palabras del trotamundos había una verdad que pesaba más que una tonelada de piedras, tan dura como el acero y tan cierta como la teoría gravitatoria―. Él nos hubiese matado a nosotros si intentásemos huir como si nada.

 

―Eso no es excusa ―replicó Colin con voz temblorosa, no muy seguro de querer llevar la contraria a aquel tipo―. Todos merecemos vivir, independientemente de cómo hagamos la vida de los demás.

 

―La gente que mata a otra gente por ser su modo de vida no merece vivir, y ha de ser exterminada de la faz de la Tierra. Ley de la Hermandad del Acero ―dijo poniendo su mano derecha a la altura del corazón, como si estuviese escuchando, cantando o formulando el himno de su querida patria.

 

Colin no respondió, pero no porque pensase que no tenía razón, sino porque no quería despertar la ira escondida y mal focalizada ―según él― de aquel hombre. Se limitó a guardar silencio, clavando su afilada mirada tanto en el cadáver como en el “asesino”.

 

El trotamundos se agachó y clavó la rodilla en el frío y húmedo suelo de tierra. Pasó las manos, como podía, por todo el cuerpo de Carmelo. En el bajo del pantalón encontró lo que buscaba: su navaja. Seguro que se la había cogido cuando hurgaba en sus cosas tras maniatarlo en la nieve. Le pasó el arma a Colin, lanzándosela. Este intentó agarrarla pero se le escurrió entre sus huesudos dedos, cayendo al suelo. Se agachó y la recogió, mirándola; era una navaja digna de elogio, no porque fuese grande ―que también―, sino porque el mango era de madera vieja pero estilosa. Unas rayas de color crema se fundían con el marrón agrietado que adornaba el puño del arma. En la parte más baja había una talla hecha a mano que ponía “Paladín Solitario”. En un costado tenía un resorte que, al pulsarlo, facilitaba la apertura de la hoja. Lo oprimió, agarró la parte metálica de la navaja y la sacó. Observó detenidamente la hoja unos cuantos segundos, fijándose en el afilado perfecto que tenía; el filo de aquella navaja era tal que podría cortar hasta la niebla.

 

―¿Es tuya? ―preguntó Colin, aun sin quitar la mirada del arma.

 

―Sí. Este perro debió robármela después de dispararme. ―El trotamundos seguía registrando el cadáver de Carmelo, probablemente buscando algún arma de fuego o trasto importante que le facilitase la huida. Sin éxito, se levantó y se giró hacia Colin, haciéndole un gesto con la cabeza para que se acercase―. Corta las amarras ―ordenó cuando lo tuvo al lado, señalando con la cabeza las cuerdas que tenía atadas con fuerza en los antebrazos.

 

Cada paso que el moribundo prisionero daba era como un infierno, y todo para no saber si se lo llevaría o por el contrario lo dejaría a su suerte en aquella cárcel de mala muerte, en la que llevaba tres años, aunque él no lo recordase ya. Apretó el puño del arma con toda la fuerza y decisión que su cansado ser le permitía en dicho momento. Apoyó el filo contra la cuerda de esparto y lo movió de arriba abajo. A los escasos segundos empezó a deshilacharse; aunque Colin no podía hacer un gran esfuerzo, el afilado metal del arma le facilitaba el trabajo sobremanera. En un par de minutos, las cuerdas cayeron al suelo, manchándolo de sangre fruto de la herida del trotamundos en sus antebrazos.

 

14 de febrero de 2284; Cearfoss; 05:01 AM

 

El viajero se ajustó la ropa de Carmelo. Tras matarlo, lo había desnudado y dejado en la esquina oscura de la celda en la que estaban encerrados. Con un poco de suerte no lo verían hasta pasada una hora o dos, el tiempo suficiente como para largarse de allí. Con un trapo se había limpiado la herida que las amarras le habían producido, todo bajo la mirada esquiva y juzgadora de Colin. En la esquina de la sala, al lado de la mesa de los guardas, estaba el rifle que el trotamundos llevaba antes de caer abatido además de la mochila en la que cargaba todas sus cosas. El hombro le dolía horrores como para siquiera apoyar el arma, así que tendría que dejárselo a la espalda y no usarla.

 

―Bien, vámonos ―dijo el joven alisándose las arrugas de las mangas de aquella chaqueta de piel tan grande―. Permanece cerca de mí y no hagas ruidos extraños ni movimientos bruscos. A no ser que quieras volver al agujero.

 

―Espera ―respondió confuso Colin, cuya perpetua sonrisa se había transformado en una triste y paulatina expresión de duda y miedo―. ¿A dónde vamos?

 

―¿No es obvio? Nos largamos de aquí. ―El viajero se había hecho un torniquete improvisado en el hombro, deteniendo la hemorragia, aunque no por mucho tiempo. Aquello podía empeorar bastante si no se lo trataba rápido. Por eso debían salir de allí cuanto antes.

 

Salieron de la pequeña sala y siguieron un camino iluminado por velas, apoyadas en la pared por soportes. La llama que producían era tan tenue que a duras penas se lograba ver algo más allá de la propia nariz. Las paredes seguían siendo de tierra, excavada con tanto ímpetu, pero a la vez con tanta chapucería que todo parecía que iba a irse abajo en cualquier momento. El pasillo continuaba en línea recta al menos unos doscientos metros hasta llegar a una bifurcación que dividía el simple y monótono trayecto en dos opciones viables, no sabiendo a dónde llevaba cada una de ellas. Miró sobre su hombro izquierdo un segundo y vio cómo Colin lo seguía a duras penas, apoyando las manos en todo cuanto hubiese para no caer a plomo. Respiraba fuerte y agitadamente, mezclando la tos que intentaba disimular con un sonido de extremo cansancio que producía al espirar el aire.

 

Colin era lo más inútil que podía tener de compañero el trotamundos. No ayudaba, no aportaba ninguna ventaja y era una carga para salir de allí vivo. Tenía en mente una fuerte confrontación moral entre el deber y la necesidad. La primera razonaba por qué debía llevarlo a un punto en el que estuviese a salvo, pero la segunda gritaba que no había tiempo en la lucha por la supervivencia para malgastar en un estorbo que, una vez fuera de aquel lugar de “protección”, difícilmente podría sobrevivir.

 

La decisión era obvia. «En el yermo solo importo yo» ―se dijo el viajero antes de fijar de nuevo la mirada en la elección de rutas que tenía en frente.

 

Ahora tenía que tomar una nueva decisión: mentir o decir la verdad. Su vista se nubló un instante, dudando y preguntándose si la opción elegida era la correcta. Si sus hermanos de la Hermandad lo hubiesen abandonado, ahora no estaría en camino a Seattle, y desde luego no habría sobrevivido a la indecente cantidad de situaciones que había enfrentado a lo largo de esos seis largos años. ¿Pero acaso no había sido abandonado de manera reciente, al pedir ayuda y no recibirla, dejándolo completamente solo? A veces, ni tus hermanos merecen compasión.

 

―Colin ―dijo el viajero en voz baja y trémula, como si temiese a la respuesta―, voy a dejarte aquí. No puedo seguir adelante contigo.

 

Colin levantó la vista, como impulsado por una fuerza invisible e intangible. Su tembloroso cuerpo se dejó caer sobre la tierra húmeda, no viendo motivos para seguir avanzando hacia adelante. Sus rodillas huesudas chocaron contra el suelo, rendido ante la vida. Y es que todo era tan paradójico como haber aguantado tres años con vida con la esperanza de salir de allí para que ahora que estaba tan cerca, todo se truncase de tal manera que un hombre fastidiase e hiciese vano toda la esperanza y fuerza volcadas en sobrevivir. Si hubiese tenido fuerzas hubiese incluso llorado, pero tras tanto dolor, aquello era solo el epílogo de una vida mal vivida. Dejó caer su espalda contra la pared y agachó la cabeza, todo aquello bajo la atenta luz de uno de los cirios que daban luz.

 

En cierto modo, se esperaba algo como aquello. Toda su existencia había sido tan patética y dejada al azar que era hasta el final que esperaba para semejante broma de dios. Le ofreció al trotamundos una sonrisa sardónica mezclada con un toque de desprecio.

 

―En el yermo no te puedes fiar de nadie… ¿verdad? ―alcanzó a responder Colin con un tono altivo, como si su dignidad estuviese intacta.

 

Sin mediar más palabra, el viajero siguió por el camino de la izquierda, dejando atrás el cruce que lo perseguiría hasta el fin de sus días. Dicha decisión había sido algo que jamás se hubiese propuesto, que nunca, por más difícil que fuese la situación, habría aceptado como solución viable. Ahora que se veía en un caso similar y él y solo él tenía la responsabilidad de decidir, había descubierto que era tan débil y cobarde como cualquier saqueador de las ruinas de DC.

 

Continuó recto, siguiendo las luces que el camino ofrecía. Sin embargo, era solo su cuerpo, porque su mente aún estaba con Colin. Le dolía hacer aquello, pero su rostro de ojos verdosos no denotaba el mínimo arrepentimiento.

 

Tras unos minutos andando en línea recta vio la luz al final del túnel. Bajo dos velones grandes había un portón de madera. Se agachó para sacar de la funda de su tobillo la seguridad que le proporcionaba su navaja y se acercó despacio a aquella especie de salida. Se apoyó en el pomo, no sin antes contener la respiración, escuchando sus propios latidos bailando al ritmo del tambor de una tribu africana. Con la mano temblorosa, giró la manilla despacio. La puerta se abría hacia adentro, así que tiró de ella hacia sí, asiendo fuertemente la navaja en la derecha. La presión pudo con él así que hizo un gesto brusco y la abrió de golpe; al otro lado no había nadie. Atravesó el marco y sintió de nuevo la nieve bajo sus pies. Estaba dura y se podía andar sobre ella. La noche seguía estrellada y sin una nube a la vista.

 

Miró alrededor, escudriñando el lugar; había salido en una especie de desguace de coches vallado por dos lados, dejando libre el que estaba frente al trotamundos. Los coches se amontonaban a sendos lados, haciendo una pila de docenas de esqueletos. Nada le impedía el paso, así que miró de nuevo su Pipboy y descubrió que estaba un kilómetro al norte de Cearfoss. Cuadró de nuevo la ruta y se puso en camino, pues no podía quedarse allí.


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Publicado 02 diciembre 2016 - 19:51

Colin me recuerda un poco a Shun

 

y el trotamundo a kanon


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Publicado 09 febrero 2017 - 18:02

Ojala te animes a continuar este fic

 

 

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